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BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI |
Capítulo 6MUERTE DE LA MADRE DE LEONARDO DE VINCI
El tiempo transcurría. Y
su huella no perdona la vida. Durante estos años, como es lógico, murieron el
abuelo ser Antonio, la abuela monna Lucía, y también
la madrastra de Leonardo, a pesar de que su edad no era avanzada, ni mucho
menos.
La muerte de Margharita dejó un gran vacío en la vida del apasionado ser
Piero de Vinci. El notario florentino contaba ya sesenta años, pero por lo
visto no se conformaba sin una mujer a su lado. Y el buen anciano, pleno de
ilusiones, como en su más florida juventud, casó por cuarta vez. En esta
ocasión eligió a madona Lucrecia di Cortegiani, quien
aún llegó a tiempo de darle seis hijos, pues la vida parecía ser ampliamente
generosa con ser Piero. Los años pasaban, y él seguía sintiéndose fuerte, capaz
de nuevas empresas, y más amante de la vida que nunca.
¿Y Caterina? ¿Qué había
sido de la dulce, bella, humilde, generosa y sacrificada Caterina? ¿Qué había
sido de la resignada moza de la posada que acató obediente a las exigencias de
la sociedad en aras de su amor materno, un amor exento de egoísmos?
En uno de los cuadernos de Leonardo, en los que solía apuntar con cierta meticulosidad todos los sucesos de su vida, pequeños o importantes, aparece esta frase breve y, como siempre, enigmática: «Caterina ha llegado el 16 de julio de 1493.» A nadie de cuantos le conocían por aquel
entonces, en Milán, podrían decirle nada estas palabras. Pero sí a nosotros,
que hemos seguido y seguimos todos sus pasos, desde que nació en la pequeña
aldea de Vinci.
Los que ignoraban su
ascendencia podían creer que Caterina era el nombre de una criada contratada
para las tareas domésticas. Pero los que le conocemos y hemos aprendido a
querer todo lo suyo como si fuera parte de nosotros mismos, sabemos que
Caterina era el nombre de la madre de Leonardo.
Después de la muerte de su marido Accattabriggi di Piero del Vacca, Caterina, sintiendo que a ella tampoco le quedaba mucho tiempo de vida, quiso volver a ver a su hijo antes de morir. La buena mujer se unió a los peregrinos que iban de Toscana a Lombardía para venerar las reliquias de San Ambrosio y el Clavo Sagrado del Señor. En calidad de peregrina el viaje resultaba más barato, mucho más acomodo con sus escasos recursos. La pobrecilla se acercaba a Milán con el corazón brincándole en el pecho. Sentía un no sé qué inexplicable. ¡Cuánta ventura volver a ver a su pequeño después de tantos años! Y con aquella infinita ilusión natural en toda
madre, pero mucho en aquélla que se vio privada durante casi toda su vida de la
compañía maravillosa de su hijo, la anciana llegó a la ciudad milanesa.
Leonardo la acogió con piadosa ternura. Se sentía a su lado como aquel pequeño
Nardo de antaño que, por la noche, corría hacia ella en secreto con los
piececitos desnudos, para sentir el inmenso placer de apretujarse contra ella y
sentir en su cara y en sus cabellos los besos y caricias suaves que le
prodigaba. Unos besos y unas caricias que nadie como Caterina supo hacer
resbalar por su sedosa piel y sus cabellos dorados.
—Soy feliz, hijo mío,
inmensamente feliz —murmuraba ella—. Ahora ya puedo morir tranquila.
—Quién habla de eso,
madre. Vos viviréis aún muchos años.
—No, Leonardo. Sé bien
que me quedan muy pocos días. No en vano he sufrido mucho. La vida no ha sido
un paraíso para esta pobre anciana.
—No os atormentéis, madre
— decía Leonardo, secando las lágrimas que asomaban a aquellos ojos cansados y
enrojecidos que en su juventud fueron bellos y misteriosos.
—No quiero hacerlo. Tengo
motivos para sentirme feliz en estos momentos y me siento. Claro que me siento
dichosa, hijo. ¿Qué más puedo pedir? Te he visto y sé de tu fama. Todo el mundo
habla de Leonardo de Vinci.
—Pero no habréis oído
hablar siempre bien de mí, madre. Y eso debe seros penoso — se lamentó
Leonardo.
— ¡Oh no, mi pequeño! Yo
sólo escuché los halagos. Los que hablaban infamias era la envidia quien les
desataba la lengua, y no quise saber nada de ellos. Tú eres bueno. Yo sé que lo
eres. Y me siento orgullosa del artista Leonardo de Vinci, aunque nadie sepa ni a nadie diga que soy su madre. Mi orgullo nace en
el corazón y en él se queda. No necesita exteriorizarse.
—Gracias, madre — susurró
emocionado Leonardo, ansioso de recompensar a aquella generosa mujer de lo
mucho que había sacrificado por él, anhelante de llenar aquella sencilla alma
campesina de amor, ternuras, cuidados, de todo lo que la vida le privó hasta
entonces.
Una vez que vio a su hijo
y se llenaron las pupilas de su imagen querida, la anciana quiso volver a su
pueblo.
—No os dejo marchar,
madre — dijo Leonardo.
— ¿Por qué, hijo?
—La vida nos separó
duramente, pero ya que hemos vuelto a encontrarnos, lejos de los lugares y
personas que nos obligaron a vivir distantes uno de otro, no quiero ser tan
cruel como para dejaros partir, sin saber cuándo el destino nos podría permitir
reunirnos nuevamente. No quiero que os alejéis, madre. Deseo teneros cerca.
—Pero tú eres un
personaje importante. Frecuentas la corte y la amistad de grandes señores. Mi
presencia podría serte una carga. Y no quiero entorpecer tu camino, Leonardo —
protestó débilmente la madre.
—Bien habéis dicho que
vuestro orgullo por ser mi madre lo lleváis bien guardado en vuestro corazón.
Bueno, pues nada ni nadie nos impide guardar también nuestro cariño en lo más
recóndito del corazón. Decís que frecuento la corte y la amistad de grandes
señores, es cierto. Os confieso que lo hago porque ellos disponen de los medios
que me permiten desarrollar cuanto mi mente imagina. No me agrada demasiado el
servilismo que reina entre esas gentes. Más tengo que soportarlos. En adelante,
nadie sabrá que existe una persona buena y sencilla, tierna y suave, a cuyo
lado Leonardo de Vinci se siente feliz y tranquilo.
Sólo vos y yo sabremos que esa persona es mi dulce madre.
Gruesas lágrimas rodaban
por las mejillas arrugadas de Caterina. ¡Qué bien hablaba su hijo! ¡Qué bonitas
frases hacía con las palabras más sencillas! Leonardo de Vinci se acercó a la anciana y la abrazó con ternura.
—Os quedaréis, madre.
Veréis cómo, aunque tarde, os doy todo eso que debí daros desde la niñez y que
las circunstancias me prohibieron. Quiero que los muchos o los pocos años de
vida que os queden seáis la madre venturosa que guarda en su corazón el más
bello de los secretos: el ser la madre de Leonardo de Vinci, el artista de la corte. ¿Cómo voy a negarme a ese deseo tuyo si toda yo
aliento con la misma ilusión? ¿Qué más puedo yo querer que morir cerca de ti?
Si a ti no te entorpece que esta pobre campesina viva cerca de ti, donde tú
dispongas, Caterina será la mujer más feliz del mundo y morirá pensando que el
Señor fue excesivamente generoso con ella.
—Pues lo será, madre mía,
porque desde hoy tu ciudad será Milán. Vinci y sus dolores quedarán atrás.
Leonardo alquiló y
amuebló con cariño una apacible celda en el convento de mujeres de Santa Clara,
próximo a las puertas Vercellinas, no lejos de su
propia casa. Y allí se instaló la anciana Caterina.
Su vida transcurría
plácida y dichosa, tal como esperaban y deseaban. Pero a poco de estar en Milán
la anciana cayó enferma y tuvo que guardar cama. Ella ya previno que su salud era
delicada, y que sus días estaban contados.
—Os llevaré a casa,
madre, y allí podré cuidados mejor — dijo Leonardo.
—No, hijo mío, no quiero
que me lleves a tu casa. No quiero causarte ningún trastorno. Déjame aquí —
rogó ella.
—De ningún modo.
Necesitáis cuidados especiales, que aquí con muy buena voluntad no se os
podrían dar.
Pero la anciana se negó
rotundamente a ir a casa de Leonardo. Después de toda una vida de silencio
abnegado, de permanecer en la oscuridad, de ahogar los gritos que su cariño
materno le dictaba cuando le quitaron el hijo, no quería ahora estropear, por
unos días, toda esta obra gigantesca, cuajada de sacrificios y sinsabores.
Caterina quería morir ignorada por todos, como lo fue siempre.
Leonardo instaló a su
madre en el mejor hospital de Milán, magnífico palacio construido por el duque
Francesco. Sforza. Iba a verla todos los días. La enfermedad se hacía grave por
días. No había ninguna esperanza. Aquella vida, consumida por las penas desde
lo más temprano de la juventud, se escapaba del cuerpo anciano, que ya sólo
alentaba para sonreír al hijo cuando se acercaba a la cabecera de la cama.
En los últimos días,
Leonardo no se separó de su madre. Era para con ella un hijo atento y solícito,
un hijo que le prodigaba cuantos cuidados pudieran aliviar la lenta agonía. Y,
sin embargo, nadie entre los amigos, ni incluso entre sus discípulos, con
quienes compartía estrechamente su existencia, sabían que Caterina estaba en
Milán. En su diario apenas habla de ella. Sólo una vez la nombra, y aun de
pasada, a propósito del rostro singular y, como él dice, «fantástico», de una
joven consumida por grave enfermedad que observaba por entonces en el mismo
hospital donde su madre se moría.
—Muero feliz, hijo. Te he
visto famoso y bueno de corazón. Eso es muy difícil en la vida. Que el Señor te
proteja en adelante, como hasta hoy.
—Madre...
Cuando por última vez tocó con sus labios la mano fría de su madre, a Leonardo le pareció que a esta pobre campesina de Vinci, humilde habitante de las montañas, debía todo lo que poseía. Sintió que su corazón se llenaba de pena infinita, e incluso sintió que unas lágrimas nacían en sus ojos azules e iban a perderse en la frondosidad de sus barbas. Leonardo de Vinci
quiso cumplir hasta en el último instante con el propósito que se hizo a la
llegada de Caterina a Milán. Quiso comportarse como un auténtico hijo, amante y
generoso. Le hizo magníficas exequias, igual que si Caterina hubiese sido una
noble dama en de una modesta criada de la posada de Anciano. Era su madre, y
eso bastaba para que se la honrase como a la más aristócrata.
Con esa misma exactitud que había heredado de su padre, el notario, y que le hacía apuntar hasta el más insignificante de sus gastos, anotó el coste de los funerales de Caterina. Y ahí terminó la existencia gris y triste de aquella pobre huérfana seducida por el apuesto notario florentino, que estuvo pagando durante toda su vida, con renuncias y sacrificios, su pecado de juventud, un pecado sin el que jamás el mundo hubiera tenido al más plural y diverso de sus genios: Leonardo de Vinci. Caterina desaparecía del mundo y de la existencia de la familia Vinci, que tan injustamente la trató siempre. Seis años más tarde, en el 1500, después de la
caída de Ludovico, el Moro, arreglando sus cosas antes de partir para
Florencia, Leonardo encontró en uno de los armarios un paquetito cuidadosamente
atado. Lo acarició con ternura inmensa. Era un rústico regalo que Caterina le
había traído de Vinci. Dos camisas de gruesa tela gris y tres pares de medias
de pelo de cabra, tejido todo por sus propias manos, durante aquellas largas
veladas de invierno en que acariciaba ilusionada el sueño de volver a ver a su
hijo, sin saber todavía si algún día podría hacerlo. Leonardo no usó nunca aquellas
prendas porque estaba acostumbrado a telas finas. Pero entonces, al encontrar
de pronto el paquete olvidado entre los libros de ciencia, los instrumentos
matemáticos y los aparatos, sintió que el corazón se le llenaba de ternura. Y
sonrió beatífico, imaginando en su mente portentosa el retrato de la bella
campesina que fue su madre.
Desde entonces, en sus
largas, solitarias y tristes peregrinaciones de país en país y de ciudad en
ciudad, en busca de la paz y sosiego su espíritu inquieto, jamás dejó de llevar
con él el pobre paquetito inútil, y cada vez, ocultándole a las miradas de los
demás, lo colocaba púdicamente y con cuidado entre los objetos que le eran más
queridos.
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