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EL
PATRIARCA FOCIO Y LA ICONOCLASTIA
FRANCISCO
DVORNIK
Hasta ahora
se ha creído generalmente que la herejía iconoclasta se extinguía lentamente
durante el reinado de Teófilo y que quedó definitivamente liquidada en 843,
cuando la emperatriz Teodora restableció el culto a las imágenes. El hecho de
que la Iglesia bizantina hubiera instituido la fiesta de la ortodoxia para
conmemorar este acontecimiento contribuyó a difundir esta creencia.
Sin embargo,
cuando estudiamos de forma más detallada las circunstancias en las que se
restauró el culto a las imágenes, encontramos algunos sucesos que nos hacen
dudar a la hora de aceptar la opinión establecida de que la iconoclasia estaba
en evidente declive cuando Teodora restauró el culto a las imágenes y que ya no
había peligro de un nuevo estallido iconoclasta en Bizancio.
En primer
lugar está la actitud de Teodora. Nos sorprende saber por algunos relatos que
dudó durante más de un año en dar el paso decisivo. Esta información procede de
los informes sobre el acontecimiento que se encuentran en los tres
historiadores: Simeón el Logoteta, Genesio y el Continuador de Teófanes. Simeón el Logoteta atribuye todo el mérito del restablecimiento de la
ortodoxia a Teoctistos, a quien el emperador
moribundo nombró corregente con Teodora, y que ocupaba el alto cargo de logoteta del drome,
título de ministro bizantino de inteligencia y de asuntos exteriores. Los otros
dos historiadores elogian al Magister Manuel, tío de Teodora, como el verdadero
restaurador de las imágenes. El Continuador de Theophanes enumera también a Theoctistos y Bardas entre los consejeros de Teodora. Según
este autor, Manuel ostentaba el título de Magister. Era armenio de nacimiento y
tío de la emperatriz. Genesio llama a Manuel
proto-Magister y sólo menciona a Theoctistos además de a él.
Los informes
relativos al papel desempeñado por Manuel no son claros. Simeón el Logoteta menciona a un Magister Manuel que sirvió bajo los
dos últimos emperadores iconoclastas, Miguel II y Teófilo, y que murió en 838.
Si este Manuel fue ascendido por el continuador de Teófanes y por Genesio a restaurador del culto a los iconos, entonces su
información es incorrecta.
Otra fuente
importante, la biografía de San David y sus compañeros los santos Simeón y
Jorge, no menciona a Manuel entre los consejeros de Teodora. En lugar de Magister
Manuel, habla de Sergio de Niketia. Esta información
parece más fiable que la dada por el Continuador de Teófanes y por Genesio. Según el Sinaxario de
Constantinopla, la memoria de un Magister Sergio, fundador de un monasterio en
el golfo de Nicomedia, se celebraba el 28 de junio. Desgraciadamente, no hay
pruebas directas de que el Sergio del Sinaxario deba
identificarse con el Sergio mencionado en la biografía. Por otra parte, hay que
subrayar que Sergio del Sinaxario era también oriundo
de Niketia y que se le llama pariente de Teodora.
H. Gregoire, que estudió a fondo este problema, propuso una
ingeniosa explicación del enigma. Identificó al Sergius mencionado por el biógrafo con el Magister Sergius que figura en el Sinaxario. El lugar de Sergio en la
restauración del culto a las imágenes -así lo argumentó- parece haber sido
ocupado en la tradición posterior por el iconoclasta Magister Manuel, que
también fue fundador de un monasterio en Constantinopla. Los monjes de este
monasterio ascendieron a su fundador iconoclasta, que murió en 838, a paladín
del culto a las imágenes. Esta tradición ajustada fue recogida por escritores
posteriores: Genesio y el Continuador de Teófanes.
Tampoco en
este caso hay pruebas directas que apoyen esta atrevida explicación. Sin
embargo, debemos señalar que, según el Continuador de Teófanes, su héroe Manuel
era un iconoclasta y fue convertido a la verdadera fe por los monjes de Studion, que le prometieron la recuperación de una
peligrosa enfermedad si abandonaba su error. Manuel se recuperó y se convirtió
en un ferviente defensor del culto a las imágenes. Esta historia tiene un rasgo
legendario, circunstancia que debilita la fiabilidad del autor en este caso
concreto y que refuerza la probabilidad de la tesis de H. Gregorio. La
explicación, a pesar de la falta de pruebas directas por parte de Gregorio,
puede aceptarse así como una hipótesis razonable.
H. Gregorio
ofreció además la opinión de que este Sergio no es otro que el hermano de
Focio. Esto no parece, a priori, imposible. Sabemos que la familia de Focio
estaba emparentada con la casa imperial y que Focio había dirigido varias
cartas a “su hermano Sergio”. Es cierto que el Sinaxario no menciona la relación de Sergio con Focio. Esta dificultad podría tal vez
salvarse afirmando que el Sinaxario se compuso bajo
León el Sabio y que Focio no gozaba de gran favor de León, que le había
obligado a abdicar de la dignidad patriarcal.
Hay, sin
embargo, otra objeción a la identificación de Sergio del Sinaxario con el hermano de Focio. Sabemos por la carta de Focio al diácono Jorge que él
mismo, su padre y su tío fueron anatematizados por los iconoclastas. La
circunstancia de que Focio no mencione a su hermano a este respecto milita
fuertemente en contra de la suposición anterior. Además, si el hermano de Focio
hubiera desempeñado un papel importante en el restablecimiento de la ortodoxia,
habría sido mucho mayor que Focio. Este no parece haber sido el caso.
Además,
existe otra dificultad. El Sinaxario revela que el
Magister Sergio fue elegido por el emperador Miguel para dirigir una expedición
contra Creta, que entonces estaba en manos árabes. Murió allí y fue enterrado
en una iglesia de la costa. Su cuerpo fue trasladado más tarde al monasterio
que había fundado. Miguel III realizó una expedición contra Creta en 866. No
sabemos, sin embargo, si el relato que hace el Sinaxario puede reconciliarse con los acontecimientos que tuvieron lugar en 866. H. Gregoire era muy consciente de esta dificultad y, en otra
ocasión, fechó la expedición contra Creta, mencionada en el Sinaxario,
en el año 843. Fue Teoctistos el iniciador de esta
expedición. Esto, sin embargo, no contradice la versión que leemos en el Sinaxario. Miguel, aunque era un niño de seis o siete años,
era el emperador legítimo y Teoctistos actuaba en su
lugar. Esta nueva datación parece ser la correcta.
Si es así,
la persona mencionada en la biografía y en el Sinaxario no puede ser Sergio, el hermano de Focio. ¿Podría ser, sin embargo, el “tío” de
Focio, mencionado por éste en su carta al monje Jorge? Tal suposición es
bastante plausible, aunque de nuevo no podemos aportar ninguna prueba directa
de esta identificación. Si esta interpretación es cierta, entonces los méritos
de la familia de Focio en la restauración del culto a las imágenes fueron
considerables.
Una cosa
queda establecida a partir de todas las afirmaciones anteriores, a saber, que
Teodora tuvo que ser alentada por sus consejeros para que no temiera dar el
paso decisivo. El biógrafo de San David y de sus compañeros, los santos Simeón
y Jorge, es el que da más detalles a este respecto. Enumera, además de a
Sergio, a los hermanos de Teodora, Bardas y Petronas,
y al Logoteta Teoctistos,
como particularmente activos en favor del restablecimiento de la ortodoxia. Se
dice que estos hombres convencieron a la emperatriz de que sería
suficientemente seguro dar el gran paso y cambiar la política religiosa de su
marido. Fue una especie de consejo familiar. La preocupación de Teodora y sus
parientes era asegurar los intereses de la dinastía. Dado que la emperatriz
podía contar con las simpatías de los adoradores de las imágenes, las
vacilaciones de Teodora sólo pueden explicarse por su temor a una nueva
reacción iconoclasta que podría resultar fatal para ella y para su joven hijo Miguel
III. La influencia de los iconoclastas seguía siendo grande y su fuerza estaba
lejos de quebrarse. La regencia lo sabía y por ello procedió con la máxima
cautela.
Así lo
demuestra también la forma en que la emperatriz trató al patriarca iconoclasta
Juan. El mismo documento histórico, la vida de los santos Simeón, David y
Jorge, nos ofrece algunos detalles interesantes sobre el patriarca iconoclasta,
detalles que ilustran la situación en Bizancio antes de la proclamación de la
ortodoxia. Nos enteramos por el biógrafo de que el patriarca hereje continuó en
el cargo durante más de un año después de que Teodora hubiera asumido la
regencia. También se dice que distribuyó dinero entre el clero para asegurarse
su apoyo y el de sus enseñanzas religiosas. A propuesta suya, se celebró en el
palacio imperial una discusión religiosa sobre el culto a las imágenes. El
representante del partido ortodoxo en esta discusión fue el monje Metodio,
futuro patriarca. Por supuesto, fue proclamado vencedor sobre el hereje Juan.
Se dice que el patriarca solicitó también una discusión privada con el monje
Simeón en presencia de la emperatriz. Hay algunos rasgos legendarios en el
relato del biógrafo. Pero una cosa está clara: que el Patriarca Juan estuvo en
el cargo durante todo este tiempo y que hizo todo lo que pudo por la defensa de
sus opiniones iconoclastas.
Aprendemos
además de esta fuente que cuando Teodora tomó la decisión de establecer la
ortodoxia, todo se hizo según las prescripciones canónicas. Tras la discusión
pública, se convocó un concilio local, y estamos autorizados a suponer que,
antes de su convocatoria, el Patriarca fue invitado a asistir al mismo. Se negó
a abandonar su opinión religiosa. Por ello fue depuesto por el consejo, y el
monje Metodio elegido en su lugar. En lugar de desterrar al ex-patriarca iconoclasta a una isla o a Asia Menor, Teodora le dejó vivir tranquilamente,
probablemente en su propia propiedad, llamada Psicha,
cerca del monasterio de Kleidion, no lejos de
Constantinopla, en el lado europeo del Bósforo.
Luego está
la condición que puso Teodora antes de dar su consentimiento al
restablecimiento de la ortodoxia: que no se condenara la memoria de su marido.
Es cierto que Teodora era una dama piadosa que había amado entrañablemente a su
marido. Esta razón podría considerarse suficiente y satisfactoria para explicar
su actitud. Pero pudo haber otras consideraciones. Teodora y sus consejeros
podrían haber temido que una anatematización pública de la memoria del difunto
emperador Teófilo, que era venerado por los iconoclastas y gozaba de gran
estima también entre los ortodoxos, exasperara a sus seguidores, que aún eran
numerosos y podían poner en peligro la posición de la emperatriz. Sabemos que
había un partido de monjes intransigentes que insistían en la anatematización
de la memoria de Teófilo. El Continuador de Teófanes describe con vívidos
colores un incidente muy dramático ocurrido durante el banquete que la emperatriz
había organizado en honor de los monjes que habían sufrido persecución durante
la controversia iconoclasta. Dos de los héroes -Teodoras y Teófanes- se levantaron y declararon que llamarían al marido de Teodora ante
el tribunal de Dios por las heridas que les había infligido. Se dice que su
cofrade Simeón se opuso especialmente a la súplica de Teodora por la memoria de
su marido y le arrojó a la cara el dinero que le había ofrecido la emperatriz,
supuestamente como legado del emperador, con las airadas palabras: “A la
perdición con él y su dinero”. Fue necesaria la intervención de Sergio y de los
demás hombres más importantes del gobierno -Theoctistos, Bardas y Petronas- para quebrar la oposición del fanático.
Apaciguado por la insistencia de tantos personajes importantes y por la
intercesión de algunos de sus cofrades, Simeón cedió, y entonces recordó que el
difunto emperador se le había aparecido, en sueños, por supuesto, y suplicó
humildemente: “Buen monje, ten piedad de mí”.
Para calmar
a los fanáticos ortodoxos, se extendieron rumores entre la gente de que el
difunto Emperador se había arrepentido antes de su muerte. Más tarde se
desarrolló la leyenda de que el nombre de Teófilo fue borrado milagrosamente de
la lista de herejes iconoclastas colocada en un altar por el patriarca Metodio.
Todas estas historias demuestran que Teodora debió de tener razones muy serias
al poner tales condiciones para el restablecimiento de la ortodoxia. No fue
sólo su amor por su marido, sino también su deseo de no herir innecesariamente
los sentimientos de los iconoclastas lo que la indujo a hacerlo.
La política
de la regencia consistía en disminuir el peligro de una nueva reacción
iconoclasta mediante un trato indulgente hacia los iconoclastas y devolver a la
ortodoxia al menos a los herejes moderados. Debido a esa política, Metodio, que
había encontrado protección en la corte de Teófilo gracias a su erudición, fue
seleccionado para el cargo patriarcal, aunque había muchos candidatos al honor
entre los extremistas que pensaban que tenían mayores méritos y habían luchado
mejor contra la iconoclasia que Metodio. Los obispos y el clero que profesaban
su arrepentimiento de la herejía y que no habían sido ordenados por un obispo
iconoclasta fueron simplemente dejados en sus puestos. Un ejemplo
particularmente llamativo de esta política liberal fue el caso de León el
Matemático, arzobispo de Tesalónica. Como naturalmente León había sido ordenado
por prelados iconoclastas, fue sustituido por un obispo ortodoxo, pero como era
uno de los eruditos más destacados de la época, obtuvo el importante puesto de
profesor de filosofía en la Universidad Imperial. Parece que León acogió con
bastante agrado el cambio que estaba realizando, porque él era, en el fondo, un
erudito y prefería el trabajo académico al cargo episcopal.
He
demostrado en mi libro sobre el cisma fociano que el
nuevo Patriarca Metodio evitó cuidadosamente nombrar obispos a hombres de
opiniones extremistas, pues sabía bien que las medidas radicales contra los
herejes, propugnadas por los zelotes, no harían sino reforzar su resistencia y
aumentar el peligro de una nueva reacción iconoclasta. La regencia y el
Patriarca querían lograr una liquidación pacífica de la herejía porque sabían
que los simpatizantes iconoclastas seguían siendo muchos.
El principal
inspirador de esta política fue muy probablemente el Logoteta Theoctistos, que él mismo había sido iconoclasta. Había servido fielmente al
difunto emperador Teófilo y pertenecía muy probablemente al partido moderado
entre los iconoclastas. Puesto que estaba íntimamente asociado con el
emperador, debió de conocer la fuerza real de los iconoclastas. Su ejemplo fue
seguido sin duda por muchos iconoclastas moderados, y sabía que sólo una
política liberal hacia los herejes podría evitar nuevas complicaciones.
Pero esta
política fue duramente criticada por los extremistas, que encontraron líderes
entre los monjes del famoso monasterio de Studion. A
pesar de ello, Metodio persistió en su política y, cuando sus oponentes se
volvieron demasiado ruidosos en sus críticas a la jerarquía regularmente
establecida, se negó a darles ninguna concesión sino que, por el contrario,
llegó a excomulgarlos. Esto parece de nuevo bastante desconcertante. No habría
sido difícil apaciguar esta oposición nombrando a algunos de sus miembros para
puestos eclesiásticos más altos. Algunos de ellos habían manifestado un gran
valor durante la persecución iconoclasta y merecían un ascenso tras el
restablecimiento de la ortodoxia. Si Metodio prefirió el peligro de un cisma
entre los ortodoxos al cambio de su política eclesiástica respecto a los
iconoclastas, debió de tener razones muy serias para su actitud. No era un
hombre mezquino que se ofendiera por alguna crítica, ni un hombre autocrático y
duro; al contrario, es conocido por su suavidad y sus opiniones liberales. Sólo
veo una razón para su sorprendente decisión en el asunto de los monjes de Studion: su temor a una nueva reacción iconoclasta, en caso
de que los partidarios de medidas enérgicas contra los herejes ganaran su
causa. Sabía leer la lección de la historia. Sabía lo que ocurrió durante el
reinado de Miguel I, que dejó demasiada influencia a los celosos monjes de Studion y no fue lo bastante discreto en su propaganda
ortodoxa. Se produjo una violenta reacción iconoclasta, Miguel fue destronado y
León V el Armenio fue proclamado emperador. Metodio estaba decidido a excluir
la posibilidad de una nueva reacción iconoclasta.
Es probable
que Metodio hubiera tenido pleno éxito y hubiera roto la oposición de los
monjes extremistas, si hubiera vivido más tiempo. Pero murió el 14 de junio de
847, después de haber sido Patriarca durante sólo cuatro años. Su muerte colocó
a la regencia en una situación muy difícil. Había un cisma en la Iglesia, los
más ardientes defensores del culto a las imágenes, los monjes de Studion y sus partidarios habían sido excomulgados. Los
extremistas se agitaban entre el clero y el pueblo, y los moderados insistían
en la necesidad de continuar la política religiosa de Metodio. Theodora no se atrevió a convocar el sínodo local que,
según la costumbre oriental, debía elegir a un patriarca y recomendarlo a la
regencia para su confirmación. Temía nuevas agitaciones y complicaciones. Por
lo tanto, hizo uso del derecho de los emperadores a nombrar obispos, un derecho
que siempre fue básicamente reconocido, aunque el procedimiento canónico de
elección por un sínodo local era preferido y mayoritariamente utilizado. Elevó
al trono patriarcal al hijo del emperador ortodoxo Miguel I, Nicetas, ahora el
monje Ignacio. Esta elección pretendía ser evidentemente una concesión a los
extremistas, pero como Ignacio no se había visto implicado en la controversia
entre Metodio y los estudianos, se esperaba que fuera
aceptable también para los defensores de la política moderada.
El nuevo
Patriarca demostró, sin embargo, que era, básicamente, un partidario de las
opiniones de los extremistas, y estos últimos pronto se hicieron dueños de los
asuntos eclesiásticos. Los moderados, liderados por Asbestas,
obispo de Siracusa, al verse decepcionados, llamaron a Ignacio parricida, dando
a entender así que había abandonado la táctica de su predecesor Metodio, a
quien debería haber venerado como a su padre. Conocemos el triste resultado de
esta controversia. Ignacio, que tras su entronización había vuelto a llamar a
la Iglesia a los extremistas excomulgados, lanzó, a instigación de éstos, una
sentencia de excomunión contra los líderes de los moderados.
La posición
de los extremistas en la Iglesia y en el Estado se vio reforzada aún más por la
evolución política. Teoctistos pronto tuvo un
peligroso rival en la persona del hermano de Teodora, Bardas. Éste temía, al
parecer, que Theoctistos se convirtiera en otro Staurakios,
el principal consejero de la emperatriz Irene, que también había restaurado el
culto a las imágenes. Bardas temía que Theoctistos indujera a Teodora a apartar
al joven emperador Miguel III, al igual que Irene había depuesto a su hijo
Constantino VI. Dado que Bardas y Miguel contaban con la mayoría de sus
simpatizantes entre los moderados, Teoctistos se vio
obligado, por razones políticas, a buscar apoyos entre los extremistas. Estos
últimos se convirtieron así en el partido dominante en la Iglesia y en el
Estado. La propia Teodora, por su inclinación natural, apreciaba a los piadosos
monjes extremistas, y así se llegó a una situación en Bizancio similar a la que
había existido bajo el reinado del emperador ortodoxo Miguel I. Muchos hombres
de mente abierta contemplaron esta evolución con aprensión, temiendo nuevas
complicaciones con los iconoclastas, más o menos sinceramente convertidos, a
quienes disgustaba la creciente influencia de los monjes y la implacable
política del nuevo Patriarca.
Por
desgracia, no disponemos de indicaciones directas sobre los antiguos
iconoclastas y las reacciones que la nueva política provocó entre ellos. Todos
los escritores contemporáneos se interesaron únicamente por el conflicto entre
Bardas y Teoctistos y las consecuencias que de él se
derivaron: el asesinato de Teoctistos, la relegación
de Teodora a un convento, la asunción del gobierno por Miguel III y Bardas, la
abdicación de Ignacio y la elección de Focio como Patriarca.
Sería inútil
entrar en detalles y describir cómo los extremistas, aunque también habían
reconocido a Focio como Patriarca legítimo, se rebelaron contra él y volvieron
a declarar a Ignacio como cabeza legítima de la Iglesia bizantina. En mi libro
sobre el cisma fociano encontrará un análisis
detallado de todas esas revueltas. Sin embargo, hay algo que debe destacarse
especialmente y que está directamente relacionado con el problema que
estudiamos aquí. La actitud rebelde de los extremistas había sido condenada por
Focio en dos sínodos locales en 859. El primero de ellos se reunió en la
iglesia de los Santos Apóstoles y, una vez disuelta esta asamblea a causa de
una revuelta abierta de los zelotes, el segundo se reunió en la iglesia de Blachernae. El emperador Miguel III envió entonces una
solemne embajada a Roma, pidiendo al Papa que enviara legados a Constantinopla
para un concilio que debía condenar públicamente una vez más la herejía
iconoclasta. Desgraciadamente, la carta imperial enviada al Papa se ha perdido.
Sólo poseemos la carta sinodal del Patriarca que fue remitida al Papa por la
misma embajada, y que naturalmente no menciona la convocatoria del sínodo,
porque éste era un asunto que concernía estrictamente sólo al emperador.
Podemos reconstruir, sin embargo, los puntos principales de la carta de Miguel
a partir de la respuesta a la misiva del emperador enviada por el Papa. El Papa
esbozó en su carta la doctrina católica sobre las imágenes, lo que indica que
este asunto debió de ser objeto de especial atención en el mensaje del
emperador.
El hecho de
que el Emperador pidiera realmente al Papa que enviara legados al concilio que
debía convocarse en Constantinopla con el fin de condenar definitivamente la
herejía iconoclasta está atestiguado además por el Synodicum Vetus, un tratado sobre los concilios compuesto por
un partidario ignaciano contemporáneo. También lo atestigua el bibliotecario
papal Anastasio en la parte del Liber Pontificalis que describe la vida del papa Nicolás.
Por
supuesto, ambos autores afirman que esto no era más que un pretexto y que el
verdadero propósito del Emperador y de Focio era conseguir, mediante este
subterfugio, una nueva condena de Ignacio con la connivencia de los legados
papales. Esta interpretación fue aceptada por la mayoría de los historiadores.
Creo haber conseguido demostrar en mi libro sobre el cisma de Fotia que esta interpretación es tendenciosa, y que para
los bizantinos el caso de Ignacio quedó definitivamente zanjado en los dos
sínodos locales antes mencionados. El emperador nunca pensó en una nueva
condena más solemne de Ignacio. El asunto de Ignacio se discutió y juzgó
durante el nuevo concilio sólo porque el Papa lo quiso y, como concesión al
punto de vista bizantino, los legados tuvieron que pronunciar la sentencia
definitiva en Constantinopla antes de informar al Papa.
¿Por qué
quiso entonces Miguel III una nueva condena del iconoclasmo en 861? Sólo porque la herejía seguía campando a sus anchas en Bizancio y
porque el régimen de los monjes zelotes durante el patriarcado de Ignacio hacía
posible una nueva reacción iconoclasta. Es una lástima que las Actas del
Concilio de 861 fueran destruidas por orden del sínodo ignaciano de 869-870.
Sólo disponemos de un extracto en latín de la primera parte de las Actas que
contiene las actas del proceso realizado contra Ignacio. Se conserva en la
Colección de Derecho Canónico escrita por el cardenal Deusdedit en el siglo XI. Desgraciadamente, el copista que realizó estos extractos de la
traducción latina de las Actas conservada en los Archivos de Letrán no se
interesó en absoluto por la controversia iconoclasta y, por tanto, no copió ni
una sola frase de la segunda parte de las Actas.
Sólo
disponemos del texto de diecisiete cánones, votados por el Concilio al final de
sus sesiones, que se han conservado por su importancia en el derecho canónico
bizantino. Esta es nuestra única directriz si queremos adivinar, al menos en
líneas más generales, cuál fue el objeto de las discusiones conciliares o
cuáles fueron las principales razones de los temores de que no fuera imposible
una reacción iconoclasta.
Es notable
que los siete primeros cánones votados por el sínodo traten de diversos
problemas que conciernen a la vida monástica. Esto puede tomarse como una
indicación del tema principal de las deliberaciones conciliares. Algunas
redacciones de los cánones delatan, además, que el concilio intentaba eliminar
abusos que debían de haberse colado en las instituciones monásticas sólo
recientemente.
Por ejemplo,
el primer canon comienza con las palabras: “La construcción de monasterios, que
es una práctica tan sublime y honorable y que fue, antiguamente, tan bien
regulada por nuestros santos y benditos padres, se hace mal en nuestros días”.
A continuación, el canon describe cómo la gente rica transforma sus casas en
monasterios, declarando que dedican su propiedad a Dios, pero que, a pesar de
esta dedicación, disponen de la propiedad como si aún fuera suya, vendiéndola y
dándosela a quien les place. Por lo tanto, el Concilio decretó que en el futuro
sólo se podría hacer una fundación monástica con el permiso de un obispo. La
propiedad dada a un monasterio debía serle entregada, y un registro detallado
de la misma debía ser depositado en los archivos episcopales.
El segundo
canon trata de un abuso que es consecuencia lógica de la práctica condenada en
el primer canon. Algunas personas se hacen monjes sólo para compartir los
honores y privilegios de la vocación monástica. Después de haber sido
investidos con la vestidura monástica, continúan viviendo en sus propias casas,
sin someterse a ninguna disciplina monástica y sin ningún superior monástico.
Esta práctica fue estrictamente prohibida en el futuro. La consagración de un
monje sólo se permitía cuando éste consentía en ponerse bajo la autoridad de un
abad legítimamente establecido.
Estos dos
cánones muestran claramente que, durante el mandato de Ignacio, los monjes
habían recuperado la estima y la influencia que solían tener antes del
estallido de la herejía iconoclasta. Se consideraba el mayor honor para un
creyente estar asociado de algún modo con el monacato y participar de su honor
y privilegios. Y así, los abusos descritos en los cánones se colaron en el
monacato del siglo IX y se extendieron ampliamente.
Esta
práctica no sólo desacreditó a esta venerable institución a los ojos de muchos,
sino que también fue peligrosa en otro aspecto. Recordemos que los primeros
emperadores iconoclastas intentaban reducir la influencia del monaquismo, no
sólo porque los monjes eran los propagadores más celosos del culto a las
imágenes, sino también por razones económicas. Hay pruebas suficientes que
demuestran que durante el periodo iconoclasta las tierras de los monasterios
fueron confiscadas sin piedad. También se sabe que Constantino V,
especialmente, disuadió a los ricos de retirarse a los monasterios al final de
sus carreras o de legar sus propiedades a instituciones eclesiásticas. Los
abusos que el Concilio Fociano de 861 trató de
extirpar existían en la época preiconoclasta, y
dieron a los emperadores iconoclastas pretextos bienvenidos para erradicar
tales excesos por medios contundentes. Podemos imaginar que esta acción de los
emperadores iconoclastas encontró mucho aplauso entre la población. Era
evidente que se hacían muchas fundaciones de este tipo, no tanto por motivos
religiosos como para obtener exenciones de diversas obligaciones estatales. Los
emperadores no podían tolerar tales prácticas en interés del Estado.
El
establecimiento de la ortodoxia en 843 fue, por supuesto, una gran victoria del
monaquismo bizantino. Por tanto, era de esperar que los monasterios volvieran a
florecer. Existía el peligro de que algunos creyentes y monjes celosos cayeran
en la tentación de ir demasiado lejos en su entusiasmo por los ideales
monásticos. Durante el patriarcado de Metodio este peligro disminuyó gracias a
su prudente política. A los monjes no les gustó esta moderación, como hemos
visto, y recuperaron su influencia bajo Ignacio. Pronto volvieron a aparecer
los abusos contra los que habían luchado los emperadores iconoclastas. Los
iconoclastas y los conversos más o menos sinceros veían la difusión de tales
prácticas con creciente resentimiento y desagrado. La propaganda iconoclasta
encontraba allí sus mejores argumentos. Si tal situación continuaba, aumentaría
el peligro de una nueva reacción iconoclasta. Focio y sus partidarios lo vieron
y trataron de reformar el monacato por medios canónicos.
Los cinco
cánones siguientes votados por el concilio de 861 revelan la misma tendencia.
En el tercer canon se recuerda a los abades que su deber es cuidar del progreso
religioso de sus subordinados. El cuarto censura a aquellos monjes que
abandonan sus monasterios sin permiso o fijan su residencia en casas de laicos.
Esta última práctica, afirma el canon, estaba permitida en el periodo de
persecución, pero no puede tolerarse ahora, cuando la Iglesia vive en paz. La
redacción del canon permite de nuevo interpretar que esta práctica se había
incrementado recientemente y que puede considerarse en relación con los abusos
censurados en el primer y segundo cánones. Era natural que los laicos que
estaban transformando sus casas en monasterios estuvieran ansiosos por tener en
ellas a un verdadero monje para dar a sus nuevas “instituciones” un carácter
más monástico.
Para hacer
cumplir los dos primeros cánones, el quinto canon del Concilio ordena que todo
aquel que tenga la intención de abrazar la vida monástica debe vivir bajo la
guía de un religioso experimentado durante tres años. El sexto canon impone la
obligación de pobreza a todo monje; los candidatos deben deshacerse de sus
bienes antes de ingresar en un monasterio. El último prohíbe a los obispos
fundar nuevos monasterios y dotarlos con los ingresos del obispado.
Esto es todo
lo que se salvó de los decretos antiiconoclastas votados por el Concilio de 861. No es mucho, pero basta para demostrar que
dieciocho años después del restablecimiento de la ortodoxia la iconoclasia aún
no estaba completamente erradicada y que los abusos monásticos que habían
aumentado durante el patriarcado de Ignacio habían hecho posible el peligro de
una reacción iconoclasta.
Focio parece
haber intentado disminuir este peligro también de otras maneras. Tenemos que
ver la reorganización de la academia patriarcal por Focio en conexión con su
esfuerzo por reformar a los monjes. La formación filosófica del futuro clero
fue aparentemente descuidada durante el patriarcado de Ignacio. Los monjes
extremistas siempre fueron hostiles a la enseñanza de la filosofía. Y de nuevo
esta actitud no gustó a los antiguos iconoclastas, que aún recordaban el
interés que su último emperador Teófilo solía mostrar por el aprendizaje. Focio
lo vio, y la reorganización de la academia patriarcal fue su primera
preocupación tras la conclusión de los debates conciliares. Eligió la Iglesia
de los Santos Apóstoles como sede de la Facultad de Filosofía de su academia
reorganizada. El decano de la facultad, si tal título puede utilizarse, era uno
de los mejores discípulos de Focio, Constantino-Cirilo, el futuro Apóstol de
los Eslavos. El erudito Patriarca sabía bien que sólo un clero bien formado en
teología y filosofía sería capaz de evitar las aguas poco profundas del
fanatismo y el zelotismo, que siempre conducían a la
estrechez de miras y provocaban una fuerte reacción de los opositores.
Recordemos,
a este respecto, una historia que leemos en la biografía del mismo Constantino.
En el capítulo cinco se describe una escena encantadora: una discusión que,
según se dice, mantuvo el joven Constantino sobre el culto a los iconos hacia
el año 850 con el ex patriarca iconoclasta Juan el Gramático. La discusión se
presenta como una especie de examen. Se supone que el emperador le dijo a
Constantino: “Si consigues vencerle, joven, obtendrás tu cátedra” (de filosofía
en la universidad).
Hay, por
supuesto, rasgos legendarios en este relato. Sin embargo, hay que subrayar que
el biógrafo era un eslavo criado en Bizancio y que escribió la Vida bajo la
dirección del hermano de Constantino, Metodio. Abandonó Bizancio con los dos
hermanos rumbo a Moravia en 862, es decir, poco después del Concilio de 861. Su
interés por el ex-patriarca Juan y por la iconoclasia
muestra claramente que este problema seguía teniendo una viva importancia en
Bizancio en aquella época. La Vida fue escrita en eslavo antiguo en Moravia
entre los años 873 y 880 con toda probabilidad. Es característico observar lo
ansioso que está el biógrafo por presentar a Constantino como victorioso en su
disputa con Juan. Aprovecha la ocasión para refutar las principales objeciones
de los iconoclastas contra el culto de las imágenes y de la cruz. Había poco
peligro de iconoclasia en Moravia, y los nuevos conversos eslavos no estaban
muy interesados en el heresiarca bizantino. Sin embargo, el biógrafo percibió,
aunque lejos de su patria, la tensa atmósfera que había respirado en los años
sesenta cuando vivió en Bizancio. Por lo tanto, estaba muy ansioso por
preservar a sus nuevos conversos de cualquier peligro iconoclasta porque sabía
lo real que era este peligro en su época en Bizancio.
Una actitud
similar adoptó el propio Focio cuando escribió, hacia el año 865, su famosa y
larga carta al otro converso bizantino, el jagán Boris de Bulgaria. El Patriarca repasa para el nuevo gobernante cristiano,
entre otras cosas, las decisiones de los siete Concilios Ecuménicos, porque son
la base de la fe ortodoxa. Su relato del Séptimo Concilio Ecuménico, que
condenó la iconoclasia, es el más extenso. El Patriarca se esmera en refutar
todas las objeciones de los iconoclastas contra la representación pictórica de
Cristo y contra el culto a las imágenes y a la cruz. Su relato delata lo mucho
que le preocupaba el problema iconoclasta en la época en que escribió la carta.
Como el peligro de la iconoclasia aún no había desaparecido en Bizancio, Focio
se esforzó mucho por preservar a sus nuevos conversos de cualquier mancha de
ese tipo.
Sólo cuando
el programa principal de las contramedidas de Focio contra el peligro
iconoclasta estuvo bien encaminado, pudo el Patriarca emprender la etapa final
de la reacción antiiconoclasta: la decoración de las
iglesias principales con mosaicos e imágenes de los santos. Parece que, a este
respecto, tanto el Patriarca Metodio como el Patriarca Ignacio se mantuvieron
fieles a la política de discreción. Sorprende saber por una homilía de Focio,
pronunciada con ocasión de la inauguración de un icono de Nuestra Señora en
Santa Sofía, que este mosaico fue el primero que se inauguró solemnemente en
867, en presencia del emperador Miguel III y de su socio Basilio. Este hecho es
bastante sorprendente. La declaración de Focio echa por tierra por completo la
creencia, hasta ahora generalmente aceptada, de que los iconos aparecieron por
doquier en Bizancio tras el restablecimiento de la ortodoxia. Parece que en
realidad las autoridades estaban más bien ansiosas por ir despacio en este
asunto por miedo a provocar una reacción de los iconoclastas.
Parece que
ni siquiera las medidas preconizadas por Focio habían logrado contrarrestar el
peligro iconoclasta. En cualquier caso, es sorprendente saber que incluso el
concilio ignaciano de 869-870, hasta ahora llamado Octavo Concilio Ecuménico,
consideró necesario condenar una vez más la iconoclasia y pronunciar un nuevo
anatema sobre las cabezas de algunos notorios iconoclastas. En las Actas de la octava
sesión conciliar encontramos detalles muy interesantes que ilustran la
pervivencia de la iconoclasia hasta ese momento. El jefe de los iconoclastas
era Teodoro Crithinus. Fue citado a comparecer ante
el Concilio, y la orden le fue presentada por el representante del emperador en
las reuniones del Concilio, el propio Baanes. Teodoro
hizo caso omiso de la citación, y cuando Baanes le
preguntó por qué estaba dispuesto a venerar la imagen del Emperador en las
monedas pero se negaba a venerar la imagen de Cristo, el líder herético dijo:
“Usted ve sin ninguna duda que la moneda que me ha mostrado reproduce la imagen
del Emperador. Usted me pide que acepte y venere también la imagen de Cristo.
Pero no sé si tal es la orden de Cristo, y si le sería agradable”.
La
traducción latina de los Hechos realizada por Anastasio Bibliothecarius es aún más explícita al respecto. Cuando la asamblea se enteró de que Critinus se había negado a abjurar de la herejía, el propio
emperador intervino, pidiendo al Consejo que admitiera a tres seguidores de Critinus, el clérigo Nicetas y dos laicos, Teófilo y
Teófanes, que evidentemente habían mostrado su intención de abandonar la
herejía. Fueron presentados ante la asamblea, y después de que hubieran
abjurado de la herejía y anatematizado a todos los patriarcas heréticos y a Crithinus, el emperador en persona abrazó a cada uno de
ellos y expresó su satisfacción por su conversión.
Uno tiene la
impresión, al leer este pasaje de los Hechos, de que toda la escena fue
preparada de antemano para impresionar a otros iconoclastas e invitarles a
seguir el ejemplo de los tres conversos. Semejante despliegue público de
favores imperiales hacia tres hombres insignificantes era sin duda algo
excepcional. Demuestra una vez más que aún había muchos iconoclastas y que el
emperador Basilio estaba ansioso por ganarlos para la ortodoxia.
Pero, a
pesar de los esfuerzos del emperador, todavía había muchos que seguían
mostrando más o menos públicamente su hostilidad al culto de las imágenes, como
indica la redacción de los anatemas pronunciados por los padres contra los
iconoclastas al final de la octava sesión. Los anatemas se dirigieron en primer
lugar contra el concilio iconoclasta – “que sigue luchando contra las santas
imágenes”- y contra todos los patriarcas iconoclastas. Luego la lista continuó:
“A Pablo, que se convirtió en Saulo, y a Teodoro, que fue llamado Gastas,
Esteban Molatas y hombres similares a él, anatema. A
Teodoro, el irrazonable que pretende hablar razonablemente y que se llama Crithinus, anatema. A los que aún dudan [sobre el culto a
las imágenes] y pierden la razón en su ambigüedad y que, sumidos en las
tinieblas de su iniquidad, son sospechosos por algunos de haber revertido [a la
herejía], anatema. A Laludio, León y a todos los que
piensen como ellos, ya se cuenten entre los obispos, sacerdotes o monjes y sea
cual sea el grado de órdenes sagradas que hayan alcanzado, anatema”.
La lista de
notorios iconoclastas es aquí considerablemente más larga que en los anatemas
del Séptimo Concilio Ecuménico. Uno tiene la impresión de que Pablo “que se
convirtió en un Saulo”, Teodoro Gastas y Esteban Molatas (Moltes) fueron destacados herejes que se pusieron
del lado del último iconoclasta, el antiguo patriarca Juan, y que le siguieron
también en la negativa a abandonar la herejía. Dado que en 870 se considera a
Teodoro Crithinus como el líder de los iconoclastas,
parece que Juan el Gramático ya había muerto en esa época. Laludius y Leo son nombres nuevos, dos destacados partidarios de Crithinus.
El resto de la redacción muestra claramente que muchas conversiones no fueron
sinceras y que la herejía contaba aún con numerosos simpatizantes entre
obispos, sacerdotes, monjes y laicos. Por ello, el Concilio creyó necesario
renovar en el tercer canon votado al final una condena enfática de la herejía
iconoclasta; repetir, en el solemne decreto sinodal, los principales anatemas;
y refutar algunos argumentos sutiles de los iconoclastas. Las actas del
concilio ignaciano ponen así de manifiesto que en 870 la herejía estaba lejos
de ser suprimida.
El Concilio
de 869-870 fue un triunfo de los extremistas celosos sobre Focio y los
moderados. Cabía esperar, pues, que ahora, tras una nueva y enérgica condena de
la herejía, los ignacianos hicieran todo lo posible por decorar las iglesias
con imágenes sagradas y mosaicos. Pero de nuevo el progreso de la redecoración
no fue tan rápido como cabía esperar. Los padres del Concilio ignaciano fueron
los responsables del retraso. Los arqueólogos e historiadores interesados en
este periodo han pasado por alto un canon votado por el Concilio que tiene una
importancia considerable para nuestro estudio. Esto es lo que se decretó en la
versión griega del canon siete: “Es utilísimo crear imágenes santas y
venerables y enseñar a los hombres las disciplinas de la sabiduría divina y
humana. Pero esto no deben hacerlo hombres indignos. Por lo tanto, decretamos
que los hombres condenados y separados de la Iglesia por un anatema no pinten
imágenes santas en las iglesias ni enseñen en ningún lugar mientras no
abandonen su error. Por lo tanto, si alguien, después de la publicación de este
nuestro decreto, les admitiera a pintar imágenes sagradas en las iglesias o les
diera alguna oportunidad de enseñar, si es clérigo, debe ser suspendido, y si
es laico, debe ser excluido de la Iglesia y privado del uso de los santos
sacramentos”.
Este canon
confirma en primer lugar, como ya hemos indicado, que Focio y sus partidarios
desplegaron, durante su primer patriarcado, una notable actividad en la redecoración
de las iglesias con iconos. Se sugiere así que Focio había logrado reunir a su
alrededor a un buen número de buenos artistas y que la redecoración de las
iglesias estaba bien encaminada, gracias a su iniciativa. La continuación de
esta actividad artística estaba ahora prohibida a los focianistas.
Cuando recordamos que los focianistas tenían una
mayoría aplastante en Bizancio, que los partidarios de Focio permanecieron en
su mayor parte fieles al Patriarca exiliado y, además, que el Concilio, debido
a la actitud de los legados papales, fue en conjunto impopular y defraudó
incluso las expectativas de Basilio I, estamos justificados para concluir que
la actividad artística en Bizancio sufrió un considerable revés a causa del
decreto que prohibía a los focianistas participar en
la redecoración de las iglesias.
Como he
demostrado en mi libro sobre el cisma fociano, el
acercamiento entre Focio y el emperador, desilusionado por la actitud rigorista
de los extremistas, comenzó pronto. Puede que Basilio I tuviera otra razón para
intentar apaciguar a los focianistas y a su líder.
Hemos visto que Basilio estaba ansioso por promover la liquidación de la
herejía iconoclasta. Su actitud durante la octava sesión del concilio ignaciano
lo demuestra claramente. Era de esperar que los problemas entre los defensores
de la ortodoxia, ahora divididos en dos partidos -el extremista y el moderado-
no promovieran la liquidación de la iconoclasia. Al contrario, la victoria de
los extremistas sobre los moderados hizo más tenaz su resistencia. Hay que
recordar que los conversos de la iconoclasia se pusieron más bien del lado de
los moderados por razones fáciles de comprender. Todo ello hizo más tensa la
situación y más difícil la posición de Basilio. No podía permitir que la
división entre los ortodoxos se complicara con un nuevo recrudecimiento
iconoclasta.
Es notable
que en una de sus cartas a Focio, entonces todavía en el exilio, pero en
mejores condiciones, Basilio pidiera al antiguo Patriarca que le diera alguna
explicación sobre problemas teológicos. Uno de los problemas sobre los que
Basilio deseaba tener una información exhaustiva era el relativo a los
principales argumentos esgrimidos por los iconoclastas contra la representación
de Dios o de Cristo mediante imágenes. Hasta ahora nadie había visto a Dios.
Por lo tanto, puesto que Dios es invisible, no puede ser representado en
cuadros e imágenes. La respuesta de Focio a esta pregunta está publicada en su Amphilochia. Sabemos, sin embargo, que muchas piezas de
esta colección son simplemente cartas de Focio, copiadas verbalmente, pero sin
el nombre de los destinatarios. B. Laourdas, que está
trabajando en una nueva edición de las cartas de Focio, que publicará Dumbarton Oaks, Universidad de Harvard, encontró la discusión
de Focio sobre este problema en el Manuscrito Iveron 684, que es una colección de las cartas patriarcales, entre las cartas
dirigidas al emperador Basilio, bajo el siguiente título: “Al gran emperador
Basilio, cuando empezó a escribir y cuando le pidió la solución de algunos
problemas”.
Focio
explica a su corresponsal imperial la correcta doctrina ortodoxa en este
asunto, y la demuestra mediante citas de la Sagrada Escritura y de los Padres,
los guardianes de la tradición católica. Es cierto que Focio no menciona la
iconoclasia en su exposición, pero sin embargo la conexión de este problema con
la iconoclasia es clara. Podemos deducir de esta carta que la argumentación
iconoclasta preocupó al Emperador incluso después del Concilio de 869-870, y
que echó de menos, en la lucha contra la iconoclasia rampante, la ayuda que
podía prestar la mente brillante del antiguo Patriarca.
Esta carta a
Basilio es posterior a las otras dos que Focio le había dirigido al comienzo de
su exilio. Podría haber sido escrita en 872. Si es así, demuestra que Basilio
empezó pronto a cambiar de opinión sobre Focio. En cualquier caso, a partir de
873, el antiguo Patriarca estaba de vuelta en Constantinopla, en el palacio
imperial, dirigiendo la educación de los hijos del Emperador y, probablemente,
enseñando de nuevo en la Universidad de Magnaura. Una
reconciliación completa entre Focio e Ignacio tuvo lugar no más tarde del 876.
A partir de entonces, si no desde 873, cuando Focio fue llamado del exilio,
podemos sugerir que el decreto del concilio ignaciano relativo a la actividad
artística de los focianistas podría haberse aplicado
con menos rigor. Pero sólo durante el segundo patriarcado de Focio, a partir de
finales de 877, el nuevo arte religioso bizantino conoció un periodo de floreciente
renacimiento.
Focio
permaneció muy atento a los problemas teológicos y filosóficos planteados por
los iconoclastas. Podemos leer en su Amphilochia otras ocho discusiones sobre problemas relacionados con la iconoclasia. El
hecho de que Focio vuelva tan a menudo sobre esos problemas es significativo en
sí mismo y demuestra hasta qué punto el Patriarca estaba preocupado por el
peligro iconoclasta. Pero hay más. Como mostrará B. Laourdas en su edición de las cartas de Focio, la mayoría de esas “respuestas” fueron
escritas primero por Focio a amigos que le habían pedido consejo. Más tarde las
incluyó, sin los nombres de los destinatarios, en su colección de Anfiloquios. Una comparación de la Amphilochia con el manuscrito más antiguo de las cartas de Focio -el Baroccianus Graecus 217, de la primera mitad del siglo X, copia
de un manuscrito más antiguo escrito por uno de los alumnos de Arethas- muestra
que las cartas iban dirigidas a los siguientes hombres: una carta (Amph. 87) a Eyschymon, arzobispo
de Cesarea de Capadocia; tres cartas (Amph. 196,197, 217) a Juan Chrysocheris, spatharios y protospatharios;
una (Amph. Ill) a Esteban,
probablemente un converso; una (Amph. 205) al abad
Teodoro; y una (Amph. 221) a Constantino el Patricio.
Estos
hallazgos demuestran hasta qué punto se debatió el problema iconoclasta en
Bizancio durante los patriarcados de Focio. Hombres de alto rango y
eclesiásticos, en su mayoría amigos de Focio, pidieron al erudito patriarca
explicaciones sobre algunos problemas difíciles planteados por los
iconoclastas. El hecho de que Focio incluyera estas respuestas en su colección Amphilochia demuestra una vez más su ansiedad por
proporcionar a todo aquel que en el futuro pudiera encontrarse en dificultades
el material necesario, tanto profundo como popular, contra la propaganda
iconoclasta.
Detectamos
un fuerte eco de esta ansiedad también en las homilías de Focio. Hay dos
homilías que revisten un interés especial a este respecto. Ambas fueron
pronunciadas, como indican los títulos, desde el ambón de Santa Sofía, y
formaban parte de una serie de homilías que tenían por objeto el recuento
histórico del origen, la propagación y la refutación del arrianismo. En la
primera homilía, Focio explica la actitud de la Iglesia hacia Arrio, que
primero fue aceptado, a pesar de su deposición, porque fingió arrepentirse,
pero después rechazado porque su arrepentimiento resultó ser insincero. A
continuación, Focio compara la actitud de Alejandro de Constantinopla y de su
homónimo de Alejandría hacia Arrio con la del patriarca Nicéforo hacia el
patriarca iconoclasta Juan el Gramático. El pasaje es de cierta importancia, ya
que Focio ofrece información detallada sobre Juan que hasta ahora se había
pasado por alto.
“La Iglesia,
que prescribe el perdón, recibió de buen grado a Arrio cuando abandonó su
anterior error; pero cuando había derivado muchas veces hacia la misma locura,
aunque simuló una retractación mediante un tratado de arrepentimiento, sin
embargo, previendo su carácter engañoso y astuto, y disponiendo avance que la
piedad no fuera despreciada, no consintió en modo alguno en abrirle las puertas
de la misericordia, que él mismo había cerrado miserablemente en su propia
cara. Esta [actitud] también la ha imitado con sabiduría divina nuestro
contemporáneo, el bien llamado Nicéforo: pues así como el bienaventurado
Alejandro recibió a Arrio, así Nicéforo recibió a Juan (a quien se le concedió
este trono como premio a su impiedad), que antes se había aferrado a la piedad
(pues él también era adorador de las imágenes venerables, y de hecho utilizaba
el arte del pintor como profesión de su vida), pero que más tarde, a causa de
los tiempos y las tribulaciones, se había pasado a la impiedad y había caído en
esa enfermedad, y ofreció un tratado de arrepentimiento. Rut cuando se desvió
de nuevo y aspiró a ser proclamado líder de una herejía -al igual que ni
Alejandro ni la Iglesia de Dios derramaron una sola gota de misericordia sobre
Arrio fingiendo arrepentimiento- así el portentoso Nicéforo con ojo profético
prohibió la entrada de la Iglesia a Juan y a sus compañeros líderes de la
herejía que habían cometido la misma locura contra la Iglesia, aunque asumieran
la máscara del arrepentimiento -afirmando que su conversión sería inaceptable
tanto para Dios como para la Iglesia. Pero hasta qué punto la herejía de los iconoclastas
se parece a la locura arriana será expuesta, con la ayuda de Dios, a su debido
tiempo”.
Esto hizo
Focio en la segunda homilía. Tras enumerar los errores de los líderes arrianos
y exponer sus tácticas para defenderlos y difundirlos, Focio comparó a los
arrianos con los iconoclastas:
“Tales son
las tácticas de los herejes, pues tienen por maestra a la serpiente que,
habiendo mezclado el veneno de la muerte con la desobediencia, bajo pretexto de
solicitud y bondad, llenó de contaminación a nuestros antepasados comunes y los
alejó de la vida en el paraíso. También estos hombres simulan primero la
piedad, luego revelan poco a poco su irreverencia, mientras disimulan la
insolencia de la blasfemia con palabras rebuscadas y ambiguas; cuando
acostumbran al público a la irreverencia disfrazada, entonces vomitan en medio
el veneno puro de la impiedad, habiendo preparado el desastre para ellos mismos
y para los que les obedecen.
“Se puede
observar que los iconoclastas utilizan el mismo recurso y el mismo vil
artificio que los arrianos; pues ellos tampoco revelan de una vez o todos
juntos el objetivo de su intención, sino que van ideando grados de impiedad,
hasta llegar al colmo del mal. Conviene considerar aquí la similitud entre las
[dos] herejías. Los arrianos alegaban que la palabra Homoousios [de la misma naturaleza] era causa de ofensa para la mayoría de la gente; los
iconoclastas empezaron diciendo que la representación de imágenes abajo, cerca
del suelo, era causa de error para los ingenuos. Los arrianos: porque, en lugar
de Homoousios, esta palabra corpórea y baja, es
apropiado decir Homoeousios [de naturaleza semejante]
del Padre y del Hijo, siendo esto de alguna manera elevado y más apropiado para
lo incorpóreo, y evitando la división de la sustancia; los iconoclastas:
porque, en lugar de representar las imágenes abajo, cerca del suelo, deberían
estar en una posición elevada, ya que esto es más apropiado para las imágenes,
y evita el reproche de engaño. Los arrianos: Homoeousios tampoco es apropiado, sino que en su lugar debemos decir homoion [semejante], habiendo cortado por completo ousia [naturaleza]. Los iconoclastas: No es apropiado venerar ni siquiera las
imágenes que están en lo alto, sino dejarlas en pie sólo por la narración
representada, siendo la reverencia totalmente vomitada. Los arrianos: la
palabra Homoousios no está atestiguada. Los
iconoclastas: La adoración de imágenes no está atestiguada. Los arrianos: el
Hijo debe ser llamado “a diferencia de” una creación y una obra, mientras que
las palabras Homoousios, ousia y Homoeousios deben ser totalmente desterradas de la
Iglesia. Los iconoclastas: las imágenes deben ser llamadas vanos ídolos, y su
fabricación, representación y adoración deben ser totalmente desterradas de la
Iglesia. Los arrianos: ni las palabras del Señor en los Evangelios, ni los
divinos apóstoles, ni el Antiguo Testamento dan autoridad alguna para decir Homoousios, Homoeousios u ousia sobre el Padre y el Hijo. Los iconoclastas: ni las
palabras del Señor en los Evangelios, ni las de los divinos apóstoles, ni las
del Antiguo Testamento dan autoridad para hacer, representar o adorar imágenes.
“¿Es pequeño
el parecido y la imitación que los hijos tienen de los padres, los sucesores de
los líderes, los alumnos de los maestros? Los primeros se ensañaron contra
Cristo; los segundos se han alzado contra su imagen. Los primeros pusieron en
entredicho a los hombres con los que habían ratificado el primer Concilio
Niceno, así como al propio Concilio. Los segundos se han burlado de die los
hombres con los que habían celebrado el segundo Concilio Niceno, así como del
Concilio mismo. Los primeros acusaron de impiedad a los hombres que los habían
bautizado, y los habían ordenado sacerdotes por imposición de manos, y a
quienes llamaban sus padres; los segundos difundieron igualmente la monstruosa
historia de que los hombres que los habían ordenado, y celebrado el santo
bautismo sobre ellos, eran idólatras. Los primeros, progresando por grados de
blasfemia, cayeron en la impiedad final, habiendo privado al Hijo de la
sustancia del Padre. Los segundos, habiendo distribuido su blasfemia según el
grado de su maldad, se deslizaron hacia la impiedad última, habiendo, en su
locura contra las imágenes, desterrado de la Iglesia el honor y la reverencia debidos
a Cristo!.
Es notable
que el Patriarca haga del iconoclasmo un paralelismo
con el arrianismo, la primera y más aborrecida herejía, y que compare el
Segundo Concilio de Nicea, que definió el culto a las imágenes, con el Primer
Concilio de Nicea, considerado el más importante y venerable de la Iglesia
oriental. Esto indica hasta qué punto estaba preocupado por la supresión de los
últimos vestigios de la iconoclasia.
Ésta y la
homilía precedente datan muy probablemente del primer patriarcado de Focio. Así
parece indicarlo la invitación dirigida por Focio al final de la homilía a
todos los disidentes: “Pensando y creyendo así, vomitemos toda conspiración
herética y abominemos toda maldad cismática. Aborrezcamos las disensiones
mutuas, recordando lo antedicho, y cuán grande cosecha de males engendraron las
sediciones internas. Que ninguno de entre vosotros diga: 'Yo soy de Pablo, y yo
soy de Cefas' [I Cor. 1:12]
y yo soy de tal o cual, o de tal o cual; 'Cristo nos redimió de la maldición de
la ley' [Gal. 3:13] por su propia sangre: de Cristo somos y llevamos el nombre.
Cristo fue crucificado por nosotros, y sufrió la muerte, fue sepultado y
resucitó, para poder unir a los que están a lo ancho y a lo largo, habiendo
establecido divinamente un solo bautismo, una sola fe y una sola Iglesia
católica y apostólica. Este es el núcleo de la residencia de Cristo entre los
hombres. Este es die logro de esa extrema e inefable renovación. Aquel que
intente derribar o cortar cualquiera de estas cosas, ya sea por el amor de una
herejía impía, o por el orgullo de la locura cismática, tal hombre se alista
contra la encarnación de Cristo, se arma contra la salvación común, se opone a
Sus logros, y, roto de la unión con Él y arrancado del cuerpo del Señor, la
Iglesia, se enrola con el bando opuesto, y, habiendo arrancado sus miembros de
la Iglesia Novia, los hace miembros del conventículo de la ramera”.
Los
cismáticos a los que Focio llama a volver a morir a la Iglesia, son los
fanáticos ignacianos que se negaron a reconocer a Focio como Patriarca
legítimo. Fueron condenados y tachados de cismáticos por el Concilio de 861, y
esta homilía puede haber sido pronunciada poco después de este año. Los herejes
a los que también se invita a volver a la Iglesia no pueden ser sino los iconoclastas
que también fueron condenados por el mismo Concilio.
En la
homilía mencionada, pronunciada en presencia del emperador Miguel III y del coemperador Basilio, en la inauguración de la imagen de la
Santa Virgen con el Niño en la iglesia de Santa Sofía, Focio también atacó a
los iconoclastas y su doctrina. No estará de más citar los pasajes pertinentes:
“La causa de
esta celebración ... es la siguiente. La piedad espléndida erigiendo trofeos
contra la creencia hostil a Cristo; la impiedad abatida, despojada de sus
últimas esperanzas; y las ideas impías de esos clanes medio bárbaros y
bastardos, que se han colado en el trono romano (que eran un insulto y una
deshonra para la línea imperial), esa odiosa abominación marcada para que todos
la vean”.
Tras
describir la representación artística de la Santísima Virgen, el Patriarca
arremete de nuevo contra el odio a las imágenes mostrado por los emperadores
iconoclastas de la dinastía isaurí:
“Han
despojado a la Iglesia, la esposa de Cristo, de sus propios ornamentos, y le
han infligido gratuitamente amargas heridas, con las que su rostro quedó lleno
de cicatrices, y ella desnuda, por así decirlo, y antiestética, y afligida por
esas numerosas heridas, -buscando en su furia sumergirla en el olvido, en este también
simulacro de locura judía. Llevando aún en su cuerpo las cicatrices de estas
heridas, en testimonio del propósito isaurí e impío,
y limpiándolas, y vistiéndose en su lugar con el esplendor de su propia gloria,
recupera ahora su antigua dignidad, y se despoja de la burla plana de aquellos
que se han ensañado contra ella, compadeciéndose de su locura verdaderamente
absurda. . . . Y así, como el ojo del universo, esta célebre y sagrada iglesia,
parecía huraña, por así decirlo, con los misterios visuales raspados (pues aún
no había recibido el privilegio de la restauración pictórica), no derramaba más
que débiles rayos de su rostro a los visitantes, y en este sentido el semblante
de la Ortodoxia aparecía sombrío. . .”
Ahora,
gracias a la intervención del emperador Miguel III, la Iglesia “ha escapado a
los golpes, se ha librado de sus heridas, se ha despojado de toda mancha, ha
precipitado a sus detractores al infierno, ha resucitado a quienes habían
cantado sus alabanzas. Y no hay mancha en ella [cf. Cantar de los Cantares
4:7]. Ella ha superado las manchas con las que una mano asquerosa ha mutilado y
manchado todo su cuerpo”.
Hay que
subrayar que Focio describe aquí la iconoclasia como una idea bárbara inventada
por extranjeros: la dinastía isaurí. La conclusión
lógica de su afirmación es que el arte pictórico es connatural al alma griega
que ahora, tras las victorias sobre los iconoclastas, vuelve en sí. Tras
describir la belleza de la imagen sin velo de la Santa Virgen con el Niño,
Focio muestra la importancia de la representación pictórica en la instrucción
cristiana:
“Cristo ha
venido a nosotros en la carne y fue llevado en los brazos de su madre: Esto se
ve y se confirma y se proclama en imágenes, la enseñanza se hace clara al verla
con nuestros propios ojos, e impulsa al espectador a un asentimiento sin
vacilaciones. ¿Odia un hombre la enseñanza a través de imágenes? Entonces,
¿cómo no ha rechazado y odiado antes el mensaje de los Evangelios? Así como el
habla se transmite por el oído, la forma por la facultad de la vista se imprime
en las tablillas del alma, dando a aquellos cuya aprehensión no está ensuciada
por doctrinas perversas, una representación del conocimiento concordante con la
piedad. Los mártires han luchado por amor a Dios, y han mostrado con su sangre
lo más entrañable de su celo, y su memoria está contenida en los libros. Estas
cosas también se ven representadas en imágenes, que hacen que el martirio de
estos hombres benditos sea más vívido de aprender que de la palabra escrita. A
otros que aún viven se les ha quemado la carne, haciendo propicio su sacrificio
de oración y ayuno y otras labores. Estas cosas se transmiten por la palabra y
por imágenes, pero son los espectadores más que los portadores los que se
sienten atraídos por la imitación. La Virgen sostiene al Creador en sus brazos
como a un bebé. ¿Quién es el que al ver esto u oírlo no se asombrará por la
magnitud del misterio y no se levantará para alabar la inefable condescendencia
que sobrepasa todas las palabras? Pues aunque una introduzca a la otra, sin
embargo, más que el aprendizaje que penetra a través de los oídos, la
aprehensión a través de la vista se muestra de hecho muy superior. ¿Ha prestado
un hombre su oído a una historia? ¿La inteligencia la ha visualizado y ha
atraído hacia sí lo que se ha oído? Entonces, juzgado con sobrio cuidado, se
deposita en la memoria. No menor -sí, mucho mayor- es el poder de la vista.
Porque ciertamente, de alguna manera, a través de la efusión y efluvio de los
rayos ópticos, toca el objeto, y abarca la esencia de la cosa vista y la envía
a la mente, para ser reenviada desde allí a la memoria para la concentración infalible
del conocimiento. ¿Ha visto la mente? ¿Ha captado? ¿Ha visualizado? Entonces ha
transmitido fácilmente las formas a la memoria”.
Estas palabras
son ciertamente una apología muy capaz de las representaciones pictóricas de la
doctrina cristiana, para su mejor comprensión y captación por parte de los
fieles. Las palabras del Patriarca llevaban aún más convicción, pues podía
demostrar lo que decía señalando la bella obra de arte -la imagen de la
Santísima Virgen con el Niño- que estaba siendo desvelada.
A
continuación, Focio pasó a vincular la palabra escrita en los Evangelios con su
representación pictórica en imágenes:
“¿Hay
alguien que haga caso omiso de los escritos sagrados sobre estos asuntos (por
los que se disipan todas las mentiras), y no los considere por encima de toda
disputa? Este hombre se extravió en su veneración mucho antes de insultar a las
imágenes sagradas. Por el contrario, ¿las venera y honra con el debido respeto?
Entonces tal es también su disposición hacia los escritos. Tanto si trata a los
unos con reverencia como con desprecio, necesariamente confiere lo mismo a los
otros, a menos que, además de ser impío, también haya abandonado la razón y
predique cosas contradictorias consigo mismo. Por lo tanto, se demuestra que
aquellos que se han deslizado a chocar contra las santas imágenes no han
guardado la corrección de la doctrina, sino que con una abjuran de la otra.....
Abominables en sus fechorías, son más abominables en su impiedad”.
Todo esto
revela el vivo interés del patriarca Focio por la iconoclasia y por la
erradicación de los últimos vestigios de esta herejía. No es sorprendente,
pues, que Focio estuviera ansioso por que la ecumenicidad del Séptimo Concilio
fuera reconocida por toda la Iglesia. Expresó su deseo a este respecto con la
mayor urgencia en su carta a los patriarcas orientales, enviada en 867, con la
invitación a enviar representantes a un concilio que debía tratar de las
doctrinas difundidas por los misioneros francos en Bulgaria. Focio dice:
“Consideré
necesario incluir también esto en mi carta para que todas las Iglesias bajo
vuestra autoridad sean advertidas de añadir y enumerar con los seis santos y
ecuménicos concilios [este] séptimo santo y ecuménico concilio. Pues llegó a
mis oídos el rumor de que varias Iglesias, que están bajo la autoridad de
vuestro trono apostólico, cuentan los concilios ecuménicos hasta el sexto, pero
no reconocen el séptimo. Pero ponen en vigor, con celo y reverencia, si acaso,
sus decretos... Destruyó una herejía muy grave, y tuvo entre sus miembros
votantes a hombres que procedían de los cuatro tronos arzobispales . . .
“Y cuando
todos ellos se reunieron junto con el hermano de mi padre, un hombre santísimo
y tres veces bendito, Tarasio, el arzobispo de Constantinópolis, se organizó el gran Séptimo Concilio
Ecuménico, que triunfó sobre los iconoclastas o [más bien] los enemigos de
Cristo, y destruyó su herejía . . .
“Es por
tanto necesario, como dije antes, proclamar públicamente con los seis, que lo
precedieron, también este gran, santo y ecuménico concilio. Pues no cumplirlo y
no actuar así sería, en primer lugar, un agravio hecho a la Iglesia de Cristo
[por aquellos] que pasan por alto un concilio tan importante y rompen y
destruyen hasta tal punto el vínculo de unión y la conexión [provocada por él];
en segundo lugar, significaría ensanchar la boca de los iconoclastas, cuya
doctrina impía, como bien sé, usted detesta no menos que [las enseñanzas] de
[todos] los demás herejes; [en ese caso] su impiedad no sería condenada por un concilio
ecuménico, sino que sería castigada por la decisión de una sola sede [y] así
[esos herejes] tendrían un pretexto para seguir con sus monstruosas
enseñanzas”.
Estas
palabras indican claramente hasta qué punto Focio, cuando escribió estas
líneas, era consciente de que el iconoclasmo seguía
campando a sus anchas en Bizancio y lo ansioso que estaba por erradicarlo. Un
reconocimiento solemne por parte de los Patriarcas del Segundo Concilio de
Nicea como Séptimo Ecuménico era de lo más deseable, y sería de gran ayuda para
el Patriarca en su empeño.
Se supone
que el Concilio de 867 se convocó principalmente para condenar la adición
latina al Credo niceno -el Filioque- y al papa
Nicolás I, pero hay que subrayar que también trató del iconoclasmo y reiteró la condena de todas las herejías anteriores, iconoclasmo incluido. Esto puede deducirse de la homilía de Focio que -así se ha supuesto a
menudo- fue pronunciada en la Fiesta de la Ortodoxia a la que asistieron el
emperador Miguel III y el coemperador Basilio I. La
homilía se titula: “Del mismo sermón [del patriarca Focio] pronunciado desde el
ambón de Santa Sofía, cuando el triunfo sobre todas las herejías fue proclamado
por nuestros grandes y ortodoxos emperadores Miguel y Basilio”. Un estudio más
cuidadoso de la homilía muestra, sin embargo, que fue pronunciada, no en la
celebración de la Fiesta de la Ortodoxia en 866, o más bien en 867, sino en
otra ocasión más apropiada, que sólo pudo ser después del Concilio de 867,
quizá al final mismo del Concilio. Unas pocas citas del sermón demostrarán que
así fue.
De las
palabras introductorias se desprende que el Patriarca tenía en mente, no una
celebración anual de la fiesta de la ortodoxia, sino un acontecimiento
reciente, una gesta cuyo mérito debía atribuirse a Miguel III. El joven
emperador realizó muchas hazañas y ha mostrado muchas cualidades excelentes por
las que merecía ser alabado. Pero, continúa el Patriarca: “No es mi intención
enumerar ninguna de ellas... No, ni la captura y despoblación de ciudades hostiles
y la construcción y reconstrucción de las amistosas, ni el hecho de que
conversa con aquellos con los que se encuentra con un semblante alegre y
sonriente, y ha eliminado todo abatimiento de todos los rostros cambiando el
miedo a la tiranía por un amor espontáneo, deseoso de ser llamado padre y no
señor del país ... . no porque haya tendido a los ciudadanos una mano rebosante
de oro, habiendo expulsado la pobreza del cuerpo político como ningún hombre la
ha expulsado de su propia casa; y que la ciudad reina, que reina en la riqueza,
haya extendido los dones de la prosperidad a todos los súbditos gracias a un
gesto imperial, ... ni siquiera porque gracias a él esta Iglesia y los santos
cuidados de los edificios sagrados hayan alcanzado un logro insospechado y una
belleza incomparable ...”
Hay otra
gesta que acaba de realizar el Emperador y que Focio celebrará: la victoria
sobre todas las herejías. Apostrofando a la Iglesia que debe alegrarse por tal
victoria, el Patriarca prosigue:
“¿Ves a tu
amado hijo, al que adoptaste desde la cuna y convertiste en emperador, al que
criaste en la piedad y criaste hasta la madurez en la reverencia, y al que
hiciste llegar a la misma edad que Cristo? ¿Lo ves, qué recompensas te ha
ofrecido por su crianza, con gran interés, llevándote [regalos] novedosos y
alegres, y con cuántos y cuán grandes trofeos ha llenado esta santa y augusta
iglesia? No te trae a Arrio encadenado, ni a Macedonio cautivo, ni a Nestorio
prisionero, ni a los hijos de Dióscoro, que
barbarizaron todo el universo con una multitud de vástagos antinaturales, ni a
este o aquel enemigo y enemigo de la Iglesia, ni al líder de una o varias
herejías, sino que ha presentado a todos los contingentes del enemigo juntos,
con sus líderes, sus artimañas y sus planes, muertos y desnudos, por un solo y
mismo golpe de su imperial mano derecha. 'Alza tus ojos en derredor, y mira a
tus hijos reunidos' [Isa. 60:4], a quienes las bacantes y arpías de las herejías y cismas habían arrebatado antes, y, llenándolos de
mucho frenesí coribántico, y azuzándolos, esparcieron
por los montes y acantilados de la perdición. 'Alégrate y regocíjate de todo
corazón' [Zeph. 3:14]: el Hijo es proclamado
consustancial con el Padre; el Espíritu está incluido en la misma Divinidad con
ellos; el Verbo que ha tomado carne de una virgen para la salvación común y la
renovación de nuestra especie no está separado de la Divinidad; las naturalezas
en Él permanecen sin mezclarse, y se ve que actúan en concierto cada una según
su energía; se aleja todo error y trompetería, no se imagina vanamente la
transmigración de las almas, ni una muchedumbre de demonios, cabalgando sobre
mitos, salta a la esfera de donde han caído voluntariamente. No, tampoco se
insulta y se burla amargamente al propio Cristo con el pretexto de la debida
reverencia: esto es una nueva invención, y una extraña clase de contumelia
ideada por el Maligno, para ensañarse contra la imagen mientras pretende
monstruosamente estar destrozándola en honor del representado, desatando así un
doble frenesí. A partir de ahora, ningún tipo de impiedad hablará libremente.
Pues nuestro victorioso protagonista, utilizando la pluma de escribir como una
lanza forjada por Dios, ha golpeado a la peste hasta las entrañas”.
Las últimas
palabras sólo sugieren una ocasión que el Patriarca podía tener en mente: la
firma por el Emperador de los decretos conciliares por los que se condenaban de
nuevo todas las herejías, iconoclasia incluida. La misma idea se sugiere
cuando, tras comparar a Miguel III con Moisés, que ordenó la ejecución de los
idólatras para salvar al resto del pueblo, Focio continúa:
“Pero el
discípulo de Cristo no ha liberado al resto de la plaga mediante la destrucción
de compatriotas, sino que libera a la totalidad de [sus] súbditos derrotando al
mal mismo y, al tiempo que clava contra él la lanza de la pluma, muestra a
todos sus dependientes libres de la mancha del mismo”.
Al final de
la homilía, Focio se dirige también al “coro de patricios, honorables y
reverendos ancianos que junto con tan grandes generales y comandantes fueron
elegidos para ser generales y comandantes conjuntos contra tan grandes y tantas
herejías, y se han unido para llevar estos santos labores”. Parece tener
en mente a los dignatarios imperiales, que acompañaron a los emperadores y
estuvieron presentes en la última reunión del Concilio, durante la cual se proclamó
la condena de todas las herejías en un decreto conciliar, que fue firmado por
los emperadores y después por los obispos.
La homilía
es tanto más importante cuanto que nos proporciona algunas informaciones
suplementarias sobre el Concilio de 867 del que sabemos muy poco. Cabe destacar
que no leemos en ella ningún ataque contra el Papa o la Iglesia occidental.
Esto parece bastante desconcertante a la vista del tratamiento que este;
Concilio ha recibido hasta ahora. Por supuesto, cuando Focio habla de herejías
y cismas, puede tener en mente también las enseñanzas que los misioneros
francos estaban difundiendo en Bulgaria o la actitud del papa Nicolás hacia sí
mismo y hacia la Iglesia bizantina. Sin embargo, es importante señalar que no
señaló estas “herejías” y “cismas” en su sermón para un ataque especial. Esta
misma actitud reservada la observa Focio en su carta encíclica a los patriarcas
orientales, citada anteriormente, de la que se desprende que Focio achacó la
culpa de la adición del “Filioque” y otras costumbres
occidentales, tachadas de ajenas a los decretos sinodales, a los misioneros
francos en Bulgaria. Todo esto plantea la cuestión de saber de qué manera y en
qué medida la política eclesiástica del papa Nicolás fue criticada o condenada
por el Concilio de 867. Dado que las actas del Concilio han sido destruidas,
nunca podremos dar una respuesta directa a estas preguntas.
Se puede
conjeturar que el Concilio de 867 añadió solemnemente el Segundo Concilio de
Nicea a los seis concilios ecuménicos y que, a partir de entonces, los
patriarcas orientales lo consideraron como el Séptimo Concilio Ecuménico. La
ecumenicidad de este concilio fue subrayada una vez más por el concilio
ignaciano de 869-870, pero, a pesar de ello, la Iglesia romana siguió contando
oficialmente sólo seis concilios ecuménicos, incluso después de 870. Fue de
nuevo Focio quien se esforzó por equiparar a la Iglesia romana con las demás
iglesias en este aspecto. Durante la quinta sesión del concilio fociano de 879-880, Focio propuso que el concilio
confiriera oficialmente al segundo sínodo de Nicea el título de séptimo
concilio ecuménico. El cardenal Pablo, legado papal, se levantó y, aceptando la
propuesta, amenazó con excomulgar a todo aquel que se negara a contar ese
sínodo entre los concilios ecuménicos. Los legados de otras sedes patriarcales
estuvieron de acuerdo y, a partir de entonces, todas las iglesias contaron, en
los documentos oficiales, siete concilios ecuménicos, aunque en Occidente, la
antigua costumbre de contar sólo seis concilios perduró, en documentos no
oficiales, durante un tiempo considerable.
Cabe señalar
a este respecto que Arethas, uno de los discípulos más devotos del patriarca
Focio, manifestó, al menos en dos ocasiones, un vivo interés por la refutación
de las ideas iconoclastas. En su carta al asecretis Nicolás, hijo de Gabriel, que se conserva en la Librería Sinodal de Moscú,
Arethas dice que, aunque la herejía iconoclasta está derrotada, todavía hay
algunos “débiles y simples de mente” que están confundidos por la argumentación
iconoclasta y que necesitan una buena instrucción en materia de culto a las
imágenes. Arethas ofrece entonces a su destinatario un breve repaso del
principal argumento utilizado por los defensores del culto a las imágenes.
Insiste sobre todo en pasajes tomados del Antiguo Testamento, destacando
especialmente la visión de Ezequiel. La carta puede haber sido escrita a
finales del siglo IX. Además, en uno de sus escolios a Dio Crisóstomo, Arethas
marcó un pasaje con las siguientes palabras: “útil contra los iconoclastas”
El interés
mostrado por el discípulo de Focio en la refutación de las ideas iconoclastas
es característico. Como uno de los mejores discípulos de Focio, Arethas
compartía, también en este aspecto, la principal preocupación de su maestro.
Los pocos
hechos estudiados anteriormente demuestran que el peligro de un resurgimiento
iconoclasta en Bizancio tras el restablecimiento de la ortodoxia en 843 fue aún
considerable durante más de una generación y que la liquidación de las secuelas
de la iconoclasia no fue tan fácil como a veces se piensa. Los méritos debidos
al patriarca Focio por la extirpación final de la herejía son más considerables
de lo que se ha reconocido hasta ahora. Vio claramente lo que se necesitaba
para disipar el peligro y supo combinar unos sólidos conocimientos teológicos
con una actitud moderada y conciliadora hacia los herejes para ganarlos para la
ortodoxia.
Además, todo
parece indicar que Focio fue también el principal inspirador de los artistas
que se dedicaban a redecorar las iglesias con cuadros. El renacimiento del arte
bizantino del siglo IX comenzó así bajo el patriarcado de Focio. Su perspicacia
y su actividad fueron bien recordadas por su Iglesia, y por su lucha contra la
herejía Focio fue recompensado con la aureola de santo.
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