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 EL
              PATRIARCA FOCIO Y LA ICONOCLASTIA
                   
               FRANCISCO
              DVORNIK
                   
               Hasta ahora
              se ha creído generalmente que la herejía iconoclasta se extinguía lentamente
              durante el reinado de Teófilo y que quedó definitivamente liquidada en 843,
              cuando la emperatriz Teodora restableció el culto a las imágenes. El hecho de
              que la Iglesia bizantina hubiera instituido la fiesta de la ortodoxia para
              conmemorar este acontecimiento contribuyó a difundir esta creencia.
                   Sin embargo,
              cuando estudiamos de forma más detallada las circunstancias en las que se
              restauró el culto a las imágenes, encontramos algunos sucesos que nos hacen
              dudar a la hora de aceptar la opinión establecida de que la iconoclasia estaba
              en evidente declive cuando Teodora restauró el culto a las imágenes y que ya no
              había peligro de un nuevo estallido iconoclasta en Bizancio.
                   En primer
              lugar está la actitud de Teodora. Nos sorprende saber por algunos relatos que
              dudó durante más de un año en dar el paso decisivo. Esta información procede de
              los informes sobre el acontecimiento que se encuentran en los tres
              historiadores: Simeón el Logoteta, Genesio y el Continuador de Teófanes. Simeón el Logoteta atribuye todo el mérito del restablecimiento de la
              ortodoxia a Teoctistos, a quien el emperador
              moribundo nombró corregente con Teodora, y que ocupaba el alto cargo de logoteta del drome,
              título de ministro bizantino de inteligencia y de asuntos exteriores. Los otros
              dos historiadores elogian al Magister Manuel, tío de Teodora, como el verdadero
              restaurador de las imágenes. El Continuador de Theophanes enumera también a Theoctistos y Bardas entre los consejeros de Teodora. Según
              este autor, Manuel ostentaba el título de Magister. Era armenio de nacimiento y
              tío de la emperatriz. Genesio llama a Manuel
              proto-Magister y sólo menciona a Theoctistos además de a él.
               Los informes
              relativos al papel desempeñado por Manuel no son claros. Simeón el Logoteta menciona a un Magister Manuel que sirvió bajo los
              dos últimos emperadores iconoclastas, Miguel II y Teófilo, y que murió en 838.
              Si este Manuel fue ascendido por el continuador de Teófanes y por Genesio a restaurador del culto a los iconos, entonces su
              información es incorrecta.
               Otra fuente
              importante, la biografía de San David y sus compañeros los santos Simeón y
              Jorge, no menciona a Manuel entre los consejeros de Teodora. En lugar de Magister
              Manuel, habla de Sergio de Niketia. Esta información
              parece más fiable que la dada por el Continuador de Teófanes y por Genesio. Según el Sinaxario de
              Constantinopla, la memoria de un Magister Sergio, fundador de un monasterio en
              el golfo de Nicomedia, se celebraba el 28 de junio. Desgraciadamente, no hay
              pruebas directas de que el Sergio del Sinaxario deba
              identificarse con el Sergio mencionado en la biografía. Por otra parte, hay que
              subrayar que Sergio del Sinaxario era también oriundo
              de Niketia y que se le llama pariente de Teodora.
               H. Gregoire, que estudió a fondo este problema, propuso una
              ingeniosa explicación del enigma. Identificó al Sergius mencionado por el biógrafo con el Magister Sergius que figura en el Sinaxario. El lugar de Sergio en la
              restauración del culto a las imágenes -así lo argumentó- parece haber sido
              ocupado en la tradición posterior por el iconoclasta Magister Manuel, que
              también fue fundador de un monasterio en Constantinopla. Los monjes de este
              monasterio ascendieron a su fundador iconoclasta, que murió en 838, a paladín
              del culto a las imágenes. Esta tradición ajustada fue recogida por escritores
              posteriores: Genesio y el Continuador de Teófanes.
               Tampoco en
              este caso hay pruebas directas que apoyen esta atrevida explicación. Sin
              embargo, debemos señalar que, según el Continuador de Teófanes, su héroe Manuel
              era un iconoclasta y fue convertido a la verdadera fe por los monjes de Studion, que le prometieron la recuperación de una
              peligrosa enfermedad si abandonaba su error. Manuel se recuperó y se convirtió
              en un ferviente defensor del culto a las imágenes. Esta historia tiene un rasgo
              legendario, circunstancia que debilita la fiabilidad del autor en este caso
              concreto y que refuerza la probabilidad de la tesis de H. Gregorio. La
              explicación, a pesar de la falta de pruebas directas por parte de Gregorio,
              puede aceptarse así como una hipótesis razonable.
               H. Gregorio
              ofreció además la opinión de que este Sergio no es otro que el hermano de
              Focio. Esto no parece, a priori, imposible. Sabemos que la familia de Focio
              estaba emparentada con la casa imperial y que Focio había dirigido varias
              cartas a “su hermano Sergio”. Es cierto que el Sinaxario no menciona la relación de Sergio con Focio. Esta dificultad podría tal vez
              salvarse afirmando que el Sinaxario se compuso bajo
              León el Sabio y que Focio no gozaba de gran favor de León, que le había
              obligado a abdicar de la dignidad patriarcal.
               Hay, sin
              embargo, otra objeción a la identificación de Sergio del Sinaxario con el hermano de Focio. Sabemos por la carta de Focio al diácono Jorge que él
              mismo, su padre y su tío fueron anatematizados por los iconoclastas. La
              circunstancia de que Focio no mencione a su hermano a este respecto milita
              fuertemente en contra de la suposición anterior. Además, si el hermano de Focio
              hubiera desempeñado un papel importante en el restablecimiento de la ortodoxia,
              habría sido mucho mayor que Focio. Este no parece haber sido el caso.
               Además,
              existe otra dificultad. El Sinaxario revela que el
              Magister Sergio fue elegido por el emperador Miguel para dirigir una expedición
              contra Creta, que entonces estaba en manos árabes. Murió allí y fue enterrado
              en una iglesia de la costa. Su cuerpo fue trasladado más tarde al monasterio
              que había fundado. Miguel III realizó una expedición contra Creta en 866. No
              sabemos, sin embargo, si el relato que hace el Sinaxario puede reconciliarse con los acontecimientos que tuvieron lugar en 866. H. Gregoire era muy consciente de esta dificultad y, en otra
              ocasión, fechó la expedición contra Creta, mencionada en el Sinaxario,
              en el año 843. Fue Teoctistos el iniciador de esta
              expedición. Esto, sin embargo, no contradice la versión que leemos en el Sinaxario. Miguel, aunque era un niño de seis o siete años,
              era el emperador legítimo y Teoctistos actuaba en su
              lugar. Esta nueva datación parece ser la correcta.
               Si es así,
              la persona mencionada en la biografía y en el Sinaxario no puede ser Sergio, el hermano de Focio. ¿Podría ser, sin embargo, el “tío” de
              Focio, mencionado por éste en su carta al monje Jorge? Tal suposición es
              bastante plausible, aunque de nuevo no podemos aportar ninguna prueba directa
              de esta identificación. Si esta interpretación es cierta, entonces los méritos
              de la familia de Focio en la restauración del culto a las imágenes fueron
              considerables.
               Una cosa
              queda establecida a partir de todas las afirmaciones anteriores, a saber, que
              Teodora tuvo que ser alentada por sus consejeros para que no temiera dar el
              paso decisivo. El biógrafo de San David y de sus compañeros, los santos Simeón
              y Jorge, es el que da más detalles a este respecto. Enumera, además de a
              Sergio, a los hermanos de Teodora, Bardas y Petronas,
              y al Logoteta Teoctistos,
              como particularmente activos en favor del restablecimiento de la ortodoxia. Se
              dice que estos hombres convencieron a la emperatriz de que sería
              suficientemente seguro dar el gran paso y cambiar la política religiosa de su
              marido. Fue una especie de consejo familiar. La preocupación de Teodora y sus
              parientes era asegurar los intereses de la dinastía. Dado que la emperatriz
              podía contar con las simpatías de los adoradores de las imágenes, las
              vacilaciones de Teodora sólo pueden explicarse por su temor a una nueva
              reacción iconoclasta que podría resultar fatal para ella y para su joven hijo Miguel
              III. La influencia de los iconoclastas seguía siendo grande y su fuerza estaba
              lejos de quebrarse. La regencia lo sabía y por ello procedió con la máxima
              cautela.
               Así lo
              demuestra también la forma en que la emperatriz trató al patriarca iconoclasta
              Juan. El mismo documento histórico, la vida de los santos Simeón, David y
              Jorge, nos ofrece algunos detalles interesantes sobre el patriarca iconoclasta,
              detalles que ilustran la situación en Bizancio antes de la proclamación de la
              ortodoxia. Nos enteramos por el biógrafo de que el patriarca hereje continuó en
              el cargo durante más de un año después de que Teodora hubiera asumido la
              regencia. También se dice que distribuyó dinero entre el clero para asegurarse
              su apoyo y el de sus enseñanzas religiosas. A propuesta suya, se celebró en el
              palacio imperial una discusión religiosa sobre el culto a las imágenes. El
              representante del partido ortodoxo en esta discusión fue el monje Metodio,
              futuro patriarca. Por supuesto, fue proclamado vencedor sobre el hereje Juan.
              Se dice que el patriarca solicitó también una discusión privada con el monje
              Simeón en presencia de la emperatriz. Hay algunos rasgos legendarios en el
              relato del biógrafo. Pero una cosa está clara: que el Patriarca Juan estuvo en
              el cargo durante todo este tiempo y que hizo todo lo que pudo por la defensa de
              sus opiniones iconoclastas.
                   Aprendemos
              además de esta fuente que cuando Teodora tomó la decisión de establecer la
              ortodoxia, todo se hizo según las prescripciones canónicas. Tras la discusión
              pública, se convocó un concilio local, y estamos autorizados a suponer que,
              antes de su convocatoria, el Patriarca fue invitado a asistir al mismo. Se negó
              a abandonar su opinión religiosa. Por ello fue depuesto por el consejo, y el
              monje Metodio elegido en su lugar. En lugar de desterrar al ex-patriarca iconoclasta a una isla o a Asia Menor, Teodora le dejó vivir tranquilamente,
              probablemente en su propia propiedad, llamada Psicha,
              cerca del monasterio de Kleidion, no lejos de
              Constantinopla, en el lado europeo del Bósforo.
               Luego está
              la condición que puso Teodora antes de dar su consentimiento al
              restablecimiento de la ortodoxia: que no se condenara la memoria de su marido.
              Es cierto que Teodora era una dama piadosa que había amado entrañablemente a su
              marido. Esta razón podría considerarse suficiente y satisfactoria para explicar
              su actitud. Pero pudo haber otras consideraciones. Teodora y sus consejeros
              podrían haber temido que una anatematización pública de la memoria del difunto
              emperador Teófilo, que era venerado por los iconoclastas y gozaba de gran
              estima también entre los ortodoxos, exasperara a sus seguidores, que aún eran
              numerosos y podían poner en peligro la posición de la emperatriz. Sabemos que
              había un partido de monjes intransigentes que insistían en la anatematización
              de la memoria de Teófilo. El Continuador de Teófanes describe con vívidos
              colores un incidente muy dramático ocurrido durante el banquete que la emperatriz
              había organizado en honor de los monjes que habían sufrido persecución durante
              la controversia iconoclasta. Dos de los héroes -Teodoras y Teófanes- se levantaron y declararon que llamarían al marido de Teodora ante
              el tribunal de Dios por las heridas que les había infligido. Se dice que su
              cofrade Simeón se opuso especialmente a la súplica de Teodora por la memoria de
              su marido y le arrojó a la cara el dinero que le había ofrecido la emperatriz,
              supuestamente como legado del emperador, con las airadas palabras: “A la
              perdición con él y su dinero”. Fue necesaria la intervención de Sergio y de los
              demás hombres más importantes del gobierno -Theoctistos, Bardas y Petronas- para quebrar la oposición del fanático.
              Apaciguado por la insistencia de tantos personajes importantes y por la
              intercesión de algunos de sus cofrades, Simeón cedió, y entonces recordó que el
              difunto emperador se le había aparecido, en sueños, por supuesto, y suplicó
              humildemente: “Buen monje, ten piedad de mí”.
               Para calmar
              a los fanáticos ortodoxos, se extendieron rumores entre la gente de que el
              difunto Emperador se había arrepentido antes de su muerte. Más tarde se
              desarrolló la leyenda de que el nombre de Teófilo fue borrado milagrosamente de
              la lista de herejes iconoclastas colocada en un altar por el patriarca Metodio.
              Todas estas historias demuestran que Teodora debió de tener razones muy serias
              al poner tales condiciones para el restablecimiento de la ortodoxia. No fue
              sólo su amor por su marido, sino también su deseo de no herir innecesariamente
              los sentimientos de los iconoclastas lo que la indujo a hacerlo.
                   La política
              de la regencia consistía en disminuir el peligro de una nueva reacción
              iconoclasta mediante un trato indulgente hacia los iconoclastas y devolver a la
              ortodoxia al menos a los herejes moderados. Debido a esa política, Metodio, que
              había encontrado protección en la corte de Teófilo gracias a su erudición, fue
              seleccionado para el cargo patriarcal, aunque había muchos candidatos al honor
              entre los extremistas que pensaban que tenían mayores méritos y habían luchado
              mejor contra la iconoclasia que Metodio. Los obispos y el clero que profesaban
              su arrepentimiento de la herejía y que no habían sido ordenados por un obispo
              iconoclasta fueron simplemente dejados en sus puestos. Un ejemplo
              particularmente llamativo de esta política liberal fue el caso de León el
              Matemático, arzobispo de Tesalónica. Como naturalmente León había sido ordenado
              por prelados iconoclastas, fue sustituido por un obispo ortodoxo, pero como era
              uno de los eruditos más destacados de la época, obtuvo el importante puesto de
              profesor de filosofía en la Universidad Imperial. Parece que León acogió con
              bastante agrado el cambio que estaba realizando, porque él era, en el fondo, un
              erudito y prefería el trabajo académico al cargo episcopal.
                   He
              demostrado en mi libro sobre el cisma fociano que el
              nuevo Patriarca Metodio evitó cuidadosamente nombrar obispos a hombres de
              opiniones extremistas, pues sabía bien que las medidas radicales contra los
              herejes, propugnadas por los zelotes, no harían sino reforzar su resistencia y
              aumentar el peligro de una nueva reacción iconoclasta. La regencia y el
              Patriarca querían lograr una liquidación pacífica de la herejía porque sabían
              que los simpatizantes iconoclastas seguían siendo muchos.
               El principal
              inspirador de esta política fue muy probablemente el Logoteta Theoctistos, que él mismo había sido iconoclasta. Había servido fielmente al
              difunto emperador Teófilo y pertenecía muy probablemente al partido moderado
              entre los iconoclastas. Puesto que estaba íntimamente asociado con el
              emperador, debió de conocer la fuerza real de los iconoclastas. Su ejemplo fue
              seguido sin duda por muchos iconoclastas moderados, y sabía que sólo una
              política liberal hacia los herejes podría evitar nuevas complicaciones.
               Pero esta
              política fue duramente criticada por los extremistas, que encontraron líderes
              entre los monjes del famoso monasterio de Studion. A
              pesar de ello, Metodio persistió en su política y, cuando sus oponentes se
              volvieron demasiado ruidosos en sus críticas a la jerarquía regularmente
              establecida, se negó a darles ninguna concesión sino que, por el contrario,
              llegó a excomulgarlos. Esto parece de nuevo bastante desconcertante. No habría
              sido difícil apaciguar esta oposición nombrando a algunos de sus miembros para
              puestos eclesiásticos más altos. Algunos de ellos habían manifestado un gran
              valor durante la persecución iconoclasta y merecían un ascenso tras el
              restablecimiento de la ortodoxia. Si Metodio prefirió el peligro de un cisma
              entre los ortodoxos al cambio de su política eclesiástica respecto a los
              iconoclastas, debió de tener razones muy serias para su actitud. No era un
              hombre mezquino que se ofendiera por alguna crítica, ni un hombre autocrático y
              duro; al contrario, es conocido por su suavidad y sus opiniones liberales. Sólo
              veo una razón para su sorprendente decisión en el asunto de los monjes de Studion: su temor a una nueva reacción iconoclasta, en caso
              de que los partidarios de medidas enérgicas contra los herejes ganaran su
              causa. Sabía leer la lección de la historia. Sabía lo que ocurrió durante el
              reinado de Miguel I, que dejó demasiada influencia a los celosos monjes de Studion y no fue lo bastante discreto en su propaganda
              ortodoxa. Se produjo una violenta reacción iconoclasta, Miguel fue destronado y
              León V el Armenio fue proclamado emperador. Metodio estaba decidido a excluir
              la posibilidad de una nueva reacción iconoclasta.
               Es probable
              que Metodio hubiera tenido pleno éxito y hubiera roto la oposición de los
              monjes extremistas, si hubiera vivido más tiempo. Pero murió el 14 de junio de
              847, después de haber sido Patriarca durante sólo cuatro años. Su muerte colocó
              a la regencia en una situación muy difícil. Había un cisma en la Iglesia, los
              más ardientes defensores del culto a las imágenes, los monjes de Studion y sus partidarios habían sido excomulgados. Los
              extremistas se agitaban entre el clero y el pueblo, y los moderados insistían
              en la necesidad de continuar la política religiosa de Metodio. Theodora no se atrevió a convocar el sínodo local que,
              según la costumbre oriental, debía elegir a un patriarca y recomendarlo a la
              regencia para su confirmación. Temía nuevas agitaciones y complicaciones. Por
              lo tanto, hizo uso del derecho de los emperadores a nombrar obispos, un derecho
              que siempre fue básicamente reconocido, aunque el procedimiento canónico de
              elección por un sínodo local era preferido y mayoritariamente utilizado. Elevó
              al trono patriarcal al hijo del emperador ortodoxo Miguel I, Nicetas, ahora el
              monje Ignacio. Esta elección pretendía ser evidentemente una concesión a los
              extremistas, pero como Ignacio no se había visto implicado en la controversia
              entre Metodio y los estudianos, se esperaba que fuera
              aceptable también para los defensores de la política moderada.
               El nuevo
              Patriarca demostró, sin embargo, que era, básicamente, un partidario de las
              opiniones de los extremistas, y estos últimos pronto se hicieron dueños de los
              asuntos eclesiásticos. Los moderados, liderados por Asbestas,
              obispo de Siracusa, al verse decepcionados, llamaron a Ignacio parricida, dando
              a entender así que había abandonado la táctica de su predecesor Metodio, a
              quien debería haber venerado como a su padre. Conocemos el triste resultado de
              esta controversia. Ignacio, que tras su entronización había vuelto a llamar a
              la Iglesia a los extremistas excomulgados, lanzó, a instigación de éstos, una
              sentencia de excomunión contra los líderes de los moderados.
               La posición
              de los extremistas en la Iglesia y en el Estado se vio reforzada aún más por la
              evolución política. Teoctistos pronto tuvo un
              peligroso rival en la persona del hermano de Teodora, Bardas. Éste temía, al
              parecer, que Theoctistos se convirtiera en otro Staurakios,
              el principal consejero de la emperatriz Irene, que también había restaurado el
              culto a las imágenes. Bardas temía que Theoctistos indujera a Teodora a apartar
              al joven emperador Miguel III, al igual que Irene había depuesto a su hijo
              Constantino VI. Dado que Bardas y Miguel contaban con la mayoría de sus
              simpatizantes entre los moderados, Teoctistos se vio
              obligado, por razones políticas, a buscar apoyos entre los extremistas. Estos
              últimos se convirtieron así en el partido dominante en la Iglesia y en el
              Estado. La propia Teodora, por su inclinación natural, apreciaba a los piadosos
              monjes extremistas, y así se llegó a una situación en Bizancio similar a la que
              había existido bajo el reinado del emperador ortodoxo Miguel I. Muchos hombres
              de mente abierta contemplaron esta evolución con aprensión, temiendo nuevas
              complicaciones con los iconoclastas, más o menos sinceramente convertidos, a
              quienes disgustaba la creciente influencia de los monjes y la implacable
              política del nuevo Patriarca.
               Por
              desgracia, no disponemos de indicaciones directas sobre los antiguos
              iconoclastas y las reacciones que la nueva política provocó entre ellos. Todos
              los escritores contemporáneos se interesaron únicamente por el conflicto entre
              Bardas y Teoctistos y las consecuencias que de él se
              derivaron: el asesinato de Teoctistos, la relegación
              de Teodora a un convento, la asunción del gobierno por Miguel III y Bardas, la
              abdicación de Ignacio y la elección de Focio como Patriarca.
               Sería inútil
              entrar en detalles y describir cómo los extremistas, aunque también habían
              reconocido a Focio como Patriarca legítimo, se rebelaron contra él y volvieron
              a declarar a Ignacio como cabeza legítima de la Iglesia bizantina. En mi libro
              sobre el cisma fociano encontrará un análisis
              detallado de todas esas revueltas. Sin embargo, hay algo que debe destacarse
              especialmente y que está directamente relacionado con el problema que
              estudiamos aquí. La actitud rebelde de los extremistas había sido condenada por
              Focio en dos sínodos locales en 859. El primero de ellos se reunió en la
              iglesia de los Santos Apóstoles y, una vez disuelta esta asamblea a causa de
              una revuelta abierta de los zelotes, el segundo se reunió en la iglesia de Blachernae. El emperador Miguel III envió entonces una
              solemne embajada a Roma, pidiendo al Papa que enviara legados a Constantinopla
              para un concilio que debía condenar públicamente una vez más la herejía
              iconoclasta. Desgraciadamente, la carta imperial enviada al Papa se ha perdido.
              Sólo poseemos la carta sinodal del Patriarca que fue remitida al Papa por la
              misma embajada, y que naturalmente no menciona la convocatoria del sínodo,
              porque éste era un asunto que concernía estrictamente sólo al emperador.
              Podemos reconstruir, sin embargo, los puntos principales de la carta de Miguel
              a partir de la respuesta a la misiva del emperador enviada por el Papa. El Papa
              esbozó en su carta la doctrina católica sobre las imágenes, lo que indica que
              este asunto debió de ser objeto de especial atención en el mensaje del
              emperador.
               El hecho de
              que el Emperador pidiera realmente al Papa que enviara legados al concilio que
              debía convocarse en Constantinopla con el fin de condenar definitivamente la
              herejía iconoclasta está atestiguado además por el Synodicum Vetus, un tratado sobre los concilios compuesto por
              un partidario ignaciano contemporáneo. También lo atestigua el bibliotecario
              papal Anastasio en la parte del Liber Pontificalis que describe la vida del papa Nicolás.
               Por
              supuesto, ambos autores afirman que esto no era más que un pretexto y que el
              verdadero propósito del Emperador y de Focio era conseguir, mediante este
              subterfugio, una nueva condena de Ignacio con la connivencia de los legados
              papales. Esta interpretación fue aceptada por la mayoría de los historiadores.
              Creo haber conseguido demostrar en mi libro sobre el cisma de Fotia que esta interpretación es tendenciosa, y que para
              los bizantinos el caso de Ignacio quedó definitivamente zanjado en los dos
              sínodos locales antes mencionados. El emperador nunca pensó en una nueva
              condena más solemne de Ignacio. El asunto de Ignacio se discutió y juzgó
              durante el nuevo concilio sólo porque el Papa lo quiso y, como concesión al
              punto de vista bizantino, los legados tuvieron que pronunciar la sentencia
              definitiva en Constantinopla antes de informar al Papa.
               ¿Por qué
              quiso entonces Miguel III una nueva condena del iconoclasmo en 861? Sólo porque la herejía seguía campando a sus anchas en Bizancio y
              porque el régimen de los monjes zelotes durante el patriarcado de Ignacio hacía
              posible una nueva reacción iconoclasta. Es una lástima que las Actas del
              Concilio de 861 fueran destruidas por orden del sínodo ignaciano de 869-870.
              Sólo disponemos de un extracto en latín de la primera parte de las Actas que
              contiene las actas del proceso realizado contra Ignacio. Se conserva en la
              Colección de Derecho Canónico escrita por el cardenal Deusdedit en el siglo XI. Desgraciadamente, el copista que realizó estos extractos de la
              traducción latina de las Actas conservada en los Archivos de Letrán no se
              interesó en absoluto por la controversia iconoclasta y, por tanto, no copió ni
              una sola frase de la segunda parte de las Actas.
               Sólo
              disponemos del texto de diecisiete cánones, votados por el Concilio al final de
              sus sesiones, que se han conservado por su importancia en el derecho canónico
              bizantino. Esta es nuestra única directriz si queremos adivinar, al menos en
              líneas más generales, cuál fue el objeto de las discusiones conciliares o
              cuáles fueron las principales razones de los temores de que no fuera imposible
              una reacción iconoclasta.
                   Es notable
              que los siete primeros cánones votados por el sínodo traten de diversos
              problemas que conciernen a la vida monástica. Esto puede tomarse como una
              indicación del tema principal de las deliberaciones conciliares. Algunas
              redacciones de los cánones delatan, además, que el concilio intentaba eliminar
              abusos que debían de haberse colado en las instituciones monásticas sólo
              recientemente.
                   Por ejemplo,
              el primer canon comienza con las palabras: “La construcción de monasterios, que
              es una práctica tan sublime y honorable y que fue, antiguamente, tan bien
              regulada por nuestros santos y benditos padres, se hace mal en nuestros días”.
              A continuación, el canon describe cómo la gente rica transforma sus casas en
              monasterios, declarando que dedican su propiedad a Dios, pero que, a pesar de
              esta dedicación, disponen de la propiedad como si aún fuera suya, vendiéndola y
              dándosela a quien les place. Por lo tanto, el Concilio decretó que en el futuro
              sólo se podría hacer una fundación monástica con el permiso de un obispo. La
              propiedad dada a un monasterio debía serle entregada, y un registro detallado
              de la misma debía ser depositado en los archivos episcopales.
                   El segundo
              canon trata de un abuso que es consecuencia lógica de la práctica condenada en
              el primer canon. Algunas personas se hacen monjes sólo para compartir los
              honores y privilegios de la vocación monástica. Después de haber sido
              investidos con la vestidura monástica, continúan viviendo en sus propias casas,
              sin someterse a ninguna disciplina monástica y sin ningún superior monástico.
              Esta práctica fue estrictamente prohibida en el futuro. La consagración de un
              monje sólo se permitía cuando éste consentía en ponerse bajo la autoridad de un
              abad legítimamente establecido.
                   Estos dos
              cánones muestran claramente que, durante el mandato de Ignacio, los monjes
              habían recuperado la estima y la influencia que solían tener antes del
              estallido de la herejía iconoclasta. Se consideraba el mayor honor para un
              creyente estar asociado de algún modo con el monacato y participar de su honor
              y privilegios. Y así, los abusos descritos en los cánones se colaron en el
              monacato del siglo IX y se extendieron ampliamente.
                   Esta
              práctica no sólo desacreditó a esta venerable institución a los ojos de muchos,
              sino que también fue peligrosa en otro aspecto. Recordemos que los primeros
              emperadores iconoclastas intentaban reducir la influencia del monaquismo, no
              sólo porque los monjes eran los propagadores más celosos del culto a las
              imágenes, sino también por razones económicas. Hay pruebas suficientes que
              demuestran que durante el periodo iconoclasta las tierras de los monasterios
              fueron confiscadas sin piedad. También se sabe que Constantino V,
              especialmente, disuadió a los ricos de retirarse a los monasterios al final de
              sus carreras o de legar sus propiedades a instituciones eclesiásticas. Los
              abusos que el Concilio Fociano de 861 trató de
              extirpar existían en la época preiconoclasta, y
              dieron a los emperadores iconoclastas pretextos bienvenidos para erradicar
              tales excesos por medios contundentes. Podemos imaginar que esta acción de los
              emperadores iconoclastas encontró mucho aplauso entre la población. Era
              evidente que se hacían muchas fundaciones de este tipo, no tanto por motivos
              religiosos como para obtener exenciones de diversas obligaciones estatales. Los
              emperadores no podían tolerar tales prácticas en interés del Estado.
               El
              establecimiento de la ortodoxia en 843 fue, por supuesto, una gran victoria del
              monaquismo bizantino. Por tanto, era de esperar que los monasterios volvieran a
              florecer. Existía el peligro de que algunos creyentes y monjes celosos cayeran
              en la tentación de ir demasiado lejos en su entusiasmo por los ideales
              monásticos. Durante el patriarcado de Metodio este peligro disminuyó gracias a
              su prudente política. A los monjes no les gustó esta moderación, como hemos
              visto, y recuperaron su influencia bajo Ignacio. Pronto volvieron a aparecer
              los abusos contra los que habían luchado los emperadores iconoclastas. Los
              iconoclastas y los conversos más o menos sinceros veían la difusión de tales
              prácticas con creciente resentimiento y desagrado. La propaganda iconoclasta
              encontraba allí sus mejores argumentos. Si tal situación continuaba, aumentaría
              el peligro de una nueva reacción iconoclasta. Focio y sus partidarios lo vieron
              y trataron de reformar el monacato por medios canónicos.
                   Los cinco
              cánones siguientes votados por el concilio de 861 revelan la misma tendencia.
              En el tercer canon se recuerda a los abades que su deber es cuidar del progreso
              religioso de sus subordinados. El cuarto censura a aquellos monjes que
              abandonan sus monasterios sin permiso o fijan su residencia en casas de laicos.
              Esta última práctica, afirma el canon, estaba permitida en el periodo de
              persecución, pero no puede tolerarse ahora, cuando la Iglesia vive en paz. La
              redacción del canon permite de nuevo interpretar que esta práctica se había
              incrementado recientemente y que puede considerarse en relación con los abusos
              censurados en el primer y segundo cánones. Era natural que los laicos que
              estaban transformando sus casas en monasterios estuvieran ansiosos por tener en
              ellas a un verdadero monje para dar a sus nuevas “instituciones” un carácter
              más monástico.
                   Para hacer
              cumplir los dos primeros cánones, el quinto canon del Concilio ordena que todo
              aquel que tenga la intención de abrazar la vida monástica debe vivir bajo la
              guía de un religioso experimentado durante tres años. El sexto canon impone la
              obligación de pobreza a todo monje; los candidatos deben deshacerse de sus
              bienes antes de ingresar en un monasterio. El último prohíbe a los obispos
              fundar nuevos monasterios y dotarlos con los ingresos del obispado.
                   Esto es todo
              lo que se salvó de los decretos antiiconoclastas votados por el Concilio de 861. No es mucho, pero basta para demostrar que
              dieciocho años después del restablecimiento de la ortodoxia la iconoclasia aún
              no estaba completamente erradicada y que los abusos monásticos que habían
              aumentado durante el patriarcado de Ignacio habían hecho posible el peligro de
              una reacción iconoclasta.
               Focio parece
              haber intentado disminuir este peligro también de otras maneras. Tenemos que
              ver la reorganización de la academia patriarcal por Focio en conexión con su
              esfuerzo por reformar a los monjes. La formación filosófica del futuro clero
              fue aparentemente descuidada durante el patriarcado de Ignacio. Los monjes
              extremistas siempre fueron hostiles a la enseñanza de la filosofía. Y de nuevo
              esta actitud no gustó a los antiguos iconoclastas, que aún recordaban el
              interés que su último emperador Teófilo solía mostrar por el aprendizaje. Focio
              lo vio, y la reorganización de la academia patriarcal fue su primera
              preocupación tras la conclusión de los debates conciliares. Eligió la Iglesia
              de los Santos Apóstoles como sede de la Facultad de Filosofía de su academia
              reorganizada. El decano de la facultad, si tal título puede utilizarse, era uno
              de los mejores discípulos de Focio, Constantino-Cirilo, el futuro Apóstol de
              los Eslavos. El erudito Patriarca sabía bien que sólo un clero bien formado en
              teología y filosofía sería capaz de evitar las aguas poco profundas del
              fanatismo y el zelotismo, que siempre conducían a la
              estrechez de miras y provocaban una fuerte reacción de los opositores.
               Recordemos,
              a este respecto, una historia que leemos en la biografía del mismo Constantino.
              En el capítulo cinco se describe una escena encantadora: una discusión que,
              según se dice, mantuvo el joven Constantino sobre el culto a los iconos hacia
              el año 850 con el ex patriarca iconoclasta Juan el Gramático. La discusión se
              presenta como una especie de examen. Se supone que el emperador le dijo a
              Constantino: “Si consigues vencerle, joven, obtendrás tu cátedra” (de filosofía
              en la universidad).
                   Hay, por
              supuesto, rasgos legendarios en este relato. Sin embargo, hay que subrayar que
              el biógrafo era un eslavo criado en Bizancio y que escribió la Vida bajo la
              dirección del hermano de Constantino, Metodio. Abandonó Bizancio con los dos
              hermanos rumbo a Moravia en 862, es decir, poco después del Concilio de 861. Su
              interés por el ex-patriarca Juan y por la iconoclasia
              muestra claramente que este problema seguía teniendo una viva importancia en
              Bizancio en aquella época. La Vida fue escrita en eslavo antiguo en Moravia
              entre los años 873 y 880 con toda probabilidad. Es característico observar lo
              ansioso que está el biógrafo por presentar a Constantino como victorioso en su
              disputa con Juan. Aprovecha la ocasión para refutar las principales objeciones
              de los iconoclastas contra el culto de las imágenes y de la cruz. Había poco
              peligro de iconoclasia en Moravia, y los nuevos conversos eslavos no estaban
              muy interesados en el heresiarca bizantino. Sin embargo, el biógrafo percibió,
              aunque lejos de su patria, la tensa atmósfera que había respirado en los años
              sesenta cuando vivió en Bizancio. Por lo tanto, estaba muy ansioso por
              preservar a sus nuevos conversos de cualquier peligro iconoclasta porque sabía
              lo real que era este peligro en su época en Bizancio.
               Una actitud
              similar adoptó el propio Focio cuando escribió, hacia el año 865, su famosa y
              larga carta al otro converso bizantino, el jagán Boris de Bulgaria. El Patriarca repasa para el nuevo gobernante cristiano,
              entre otras cosas, las decisiones de los siete Concilios Ecuménicos, porque son
              la base de la fe ortodoxa. Su relato del Séptimo Concilio Ecuménico, que
              condenó la iconoclasia, es el más extenso. El Patriarca se esmera en refutar
              todas las objeciones de los iconoclastas contra la representación pictórica de
              Cristo y contra el culto a las imágenes y a la cruz. Su relato delata lo mucho
              que le preocupaba el problema iconoclasta en la época en que escribió la carta.
              Como el peligro de la iconoclasia aún no había desaparecido en Bizancio, Focio
              se esforzó mucho por preservar a sus nuevos conversos de cualquier mancha de
              ese tipo.
               Sólo cuando
              el programa principal de las contramedidas de Focio contra el peligro
              iconoclasta estuvo bien encaminado, pudo el Patriarca emprender la etapa final
              de la reacción antiiconoclasta: la decoración de las
              iglesias principales con mosaicos e imágenes de los santos. Parece que, a este
              respecto, tanto el Patriarca Metodio como el Patriarca Ignacio se mantuvieron
              fieles a la política de discreción. Sorprende saber por una homilía de Focio,
              pronunciada con ocasión de la inauguración de un icono de Nuestra Señora en
              Santa Sofía, que este mosaico fue el primero que se inauguró solemnemente en
              867, en presencia del emperador Miguel III y de su socio Basilio. Este hecho es
              bastante sorprendente. La declaración de Focio echa por tierra por completo la
              creencia, hasta ahora generalmente aceptada, de que los iconos aparecieron por
              doquier en Bizancio tras el restablecimiento de la ortodoxia. Parece que en
              realidad las autoridades estaban más bien ansiosas por ir despacio en este
              asunto por miedo a provocar una reacción de los iconoclastas.
               Parece que
              ni siquiera las medidas preconizadas por Focio habían logrado contrarrestar el
              peligro iconoclasta. En cualquier caso, es sorprendente saber que incluso el
              concilio ignaciano de 869-870, hasta ahora llamado Octavo Concilio Ecuménico,
              consideró necesario condenar una vez más la iconoclasia y pronunciar un nuevo
              anatema sobre las cabezas de algunos notorios iconoclastas. En las Actas de la octava
              sesión conciliar encontramos detalles muy interesantes que ilustran la
              pervivencia de la iconoclasia hasta ese momento. El jefe de los iconoclastas
              era Teodoro Crithinus. Fue citado a comparecer ante
              el Concilio, y la orden le fue presentada por el representante del emperador en
              las reuniones del Concilio, el propio Baanes. Teodoro
              hizo caso omiso de la citación, y cuando Baanes le
              preguntó por qué estaba dispuesto a venerar la imagen del Emperador en las
              monedas pero se negaba a venerar la imagen de Cristo, el líder herético dijo:
              “Usted ve sin ninguna duda que la moneda que me ha mostrado reproduce la imagen
              del Emperador. Usted me pide que acepte y venere también la imagen de Cristo.
              Pero no sé si tal es la orden de Cristo, y si le sería agradable”.
               La
              traducción latina de los Hechos realizada por Anastasio Bibliothecarius es aún más explícita al respecto. Cuando la asamblea se enteró de que Critinus se había negado a abjurar de la herejía, el propio
              emperador intervino, pidiendo al Consejo que admitiera a tres seguidores de Critinus, el clérigo Nicetas y dos laicos, Teófilo y
              Teófanes, que evidentemente habían mostrado su intención de abandonar la
              herejía. Fueron presentados ante la asamblea, y después de que hubieran
              abjurado de la herejía y anatematizado a todos los patriarcas heréticos y a Crithinus, el emperador en persona abrazó a cada uno de
              ellos y expresó su satisfacción por su conversión.
               Uno tiene la
              impresión, al leer este pasaje de los Hechos, de que toda la escena fue
              preparada de antemano para impresionar a otros iconoclastas e invitarles a
              seguir el ejemplo de los tres conversos. Semejante despliegue público de
              favores imperiales hacia tres hombres insignificantes era sin duda algo
              excepcional. Demuestra una vez más que aún había muchos iconoclastas y que el
              emperador Basilio estaba ansioso por ganarlos para la ortodoxia.
                   Pero, a
              pesar de los esfuerzos del emperador, todavía había muchos que seguían
              mostrando más o menos públicamente su hostilidad al culto de las imágenes, como
              indica la redacción de los anatemas pronunciados por los padres contra los
              iconoclastas al final de la octava sesión. Los anatemas se dirigieron en primer
              lugar contra el concilio iconoclasta – “que sigue luchando contra las santas
              imágenes”- y contra todos los patriarcas iconoclastas. Luego la lista continuó:
              “A Pablo, que se convirtió en Saulo, y a Teodoro, que fue llamado Gastas,
              Esteban Molatas y hombres similares a él, anatema. A
              Teodoro, el irrazonable que pretende hablar razonablemente y que se llama Crithinus, anatema. A los que aún dudan [sobre el culto a
              las imágenes] y pierden la razón en su ambigüedad y que, sumidos en las
              tinieblas de su iniquidad, son sospechosos por algunos de haber revertido [a la
              herejía], anatema. A Laludio, León y a todos los que
              piensen como ellos, ya se cuenten entre los obispos, sacerdotes o monjes y sea
              cual sea el grado de órdenes sagradas que hayan alcanzado, anatema”.
               La lista de
              notorios iconoclastas es aquí considerablemente más larga que en los anatemas
              del Séptimo Concilio Ecuménico. Uno tiene la impresión de que Pablo “que se
              convirtió en un Saulo”, Teodoro Gastas y Esteban Molatas (Moltes) fueron destacados herejes que se pusieron
              del lado del último iconoclasta, el antiguo patriarca Juan, y que le siguieron
              también en la negativa a abandonar la herejía. Dado que en 870 se considera a
              Teodoro Crithinus como el líder de los iconoclastas,
              parece que Juan el Gramático ya había muerto en esa época. Laludius y Leo son nombres nuevos, dos destacados partidarios de Crithinus.
              El resto de la redacción muestra claramente que muchas conversiones no fueron
              sinceras y que la herejía contaba aún con numerosos simpatizantes entre
              obispos, sacerdotes, monjes y laicos. Por ello, el Concilio creyó necesario
              renovar en el tercer canon votado al final una condena enfática de la herejía
              iconoclasta; repetir, en el solemne decreto sinodal, los principales anatemas;
              y refutar algunos argumentos sutiles de los iconoclastas. Las actas del
              concilio ignaciano ponen así de manifiesto que en 870 la herejía estaba lejos
              de ser suprimida.
               El Concilio
              de 869-870 fue un triunfo de los extremistas celosos sobre Focio y los
              moderados. Cabía esperar, pues, que ahora, tras una nueva y enérgica condena de
              la herejía, los ignacianos hicieran todo lo posible por decorar las iglesias
              con imágenes sagradas y mosaicos. Pero de nuevo el progreso de la redecoración
              no fue tan rápido como cabía esperar. Los padres del Concilio ignaciano fueron
              los responsables del retraso. Los arqueólogos e historiadores interesados en
              este periodo han pasado por alto un canon votado por el Concilio que tiene una
              importancia considerable para nuestro estudio. Esto es lo que se decretó en la
              versión griega del canon siete: “Es utilísimo crear imágenes santas y
              venerables y enseñar a los hombres las disciplinas de la sabiduría divina y
              humana. Pero esto no deben hacerlo hombres indignos. Por lo tanto, decretamos
              que los hombres condenados y separados de la Iglesia por un anatema no pinten
              imágenes santas en las iglesias ni enseñen en ningún lugar mientras no
              abandonen su error. Por lo tanto, si alguien, después de la publicación de este
              nuestro decreto, les admitiera a pintar imágenes sagradas en las iglesias o les
              diera alguna oportunidad de enseñar, si es clérigo, debe ser suspendido, y si
              es laico, debe ser excluido de la Iglesia y privado del uso de los santos
              sacramentos”.
                   Este canon
              confirma en primer lugar, como ya hemos indicado, que Focio y sus partidarios
              desplegaron, durante su primer patriarcado, una notable actividad en la redecoración
              de las iglesias con iconos. Se sugiere así que Focio había logrado reunir a su
              alrededor a un buen número de buenos artistas y que la redecoración de las
              iglesias estaba bien encaminada, gracias a su iniciativa. La continuación de
              esta actividad artística estaba ahora prohibida a los focianistas.
              Cuando recordamos que los focianistas tenían una
              mayoría aplastante en Bizancio, que los partidarios de Focio permanecieron en
              su mayor parte fieles al Patriarca exiliado y, además, que el Concilio, debido
              a la actitud de los legados papales, fue en conjunto impopular y defraudó
              incluso las expectativas de Basilio I, estamos justificados para concluir que
              la actividad artística en Bizancio sufrió un considerable revés a causa del
              decreto que prohibía a los focianistas participar en
              la redecoración de las iglesias.
               Como he
              demostrado en mi libro sobre el cisma fociano, el
              acercamiento entre Focio y el emperador, desilusionado por la actitud rigorista
              de los extremistas, comenzó pronto. Puede que Basilio I tuviera otra razón para
              intentar apaciguar a los focianistas y a su líder.
              Hemos visto que Basilio estaba ansioso por promover la liquidación de la
              herejía iconoclasta. Su actitud durante la octava sesión del concilio ignaciano
              lo demuestra claramente. Era de esperar que los problemas entre los defensores
              de la ortodoxia, ahora divididos en dos partidos -el extremista y el moderado-
              no promovieran la liquidación de la iconoclasia. Al contrario, la victoria de
              los extremistas sobre los moderados hizo más tenaz su resistencia. Hay que
              recordar que los conversos de la iconoclasia se pusieron más bien del lado de
              los moderados por razones fáciles de comprender. Todo ello hizo más tensa la
              situación y más difícil la posición de Basilio. No podía permitir que la
              división entre los ortodoxos se complicara con un nuevo recrudecimiento
              iconoclasta.
               Es notable
              que en una de sus cartas a Focio, entonces todavía en el exilio, pero en
              mejores condiciones, Basilio pidiera al antiguo Patriarca que le diera alguna
              explicación sobre problemas teológicos. Uno de los problemas sobre los que
              Basilio deseaba tener una información exhaustiva era el relativo a los
              principales argumentos esgrimidos por los iconoclastas contra la representación
              de Dios o de Cristo mediante imágenes. Hasta ahora nadie había visto a Dios.
              Por lo tanto, puesto que Dios es invisible, no puede ser representado en
              cuadros e imágenes. La respuesta de Focio a esta pregunta está publicada en su Amphilochia. Sabemos, sin embargo, que muchas piezas de
              esta colección son simplemente cartas de Focio, copiadas verbalmente, pero sin
              el nombre de los destinatarios. B. Laourdas, que está
              trabajando en una nueva edición de las cartas de Focio, que publicará Dumbarton Oaks, Universidad de Harvard, encontró la discusión
              de Focio sobre este problema en el Manuscrito Iveron 684, que es una colección de las cartas patriarcales, entre las cartas
              dirigidas al emperador Basilio, bajo el siguiente título: “Al gran emperador
              Basilio, cuando empezó a escribir y cuando le pidió la solución de algunos
              problemas”.
               Focio
              explica a su corresponsal imperial la correcta doctrina ortodoxa en este
              asunto, y la demuestra mediante citas de la Sagrada Escritura y de los Padres,
              los guardianes de la tradición católica. Es cierto que Focio no menciona la
              iconoclasia en su exposición, pero sin embargo la conexión de este problema con
              la iconoclasia es clara. Podemos deducir de esta carta que la argumentación
              iconoclasta preocupó al Emperador incluso después del Concilio de 869-870, y
              que echó de menos, en la lucha contra la iconoclasia rampante, la ayuda que
              podía prestar la mente brillante del antiguo Patriarca.
                   Esta carta a
              Basilio es posterior a las otras dos que Focio le había dirigido al comienzo de
              su exilio. Podría haber sido escrita en 872. Si es así, demuestra que Basilio
              empezó pronto a cambiar de opinión sobre Focio. En cualquier caso, a partir de
              873, el antiguo Patriarca estaba de vuelta en Constantinopla, en el palacio
              imperial, dirigiendo la educación de los hijos del Emperador y, probablemente,
              enseñando de nuevo en la Universidad de Magnaura. Una
              reconciliación completa entre Focio e Ignacio tuvo lugar no más tarde del 876.
              A partir de entonces, si no desde 873, cuando Focio fue llamado del exilio,
              podemos sugerir que el decreto del concilio ignaciano relativo a la actividad
              artística de los focianistas podría haberse aplicado
              con menos rigor. Pero sólo durante el segundo patriarcado de Focio, a partir de
              finales de 877, el nuevo arte religioso bizantino conoció un periodo de floreciente
              renacimiento.
               Focio
              permaneció muy atento a los problemas teológicos y filosóficos planteados por
              los iconoclastas. Podemos leer en su Amphilochia otras ocho discusiones sobre problemas relacionados con la iconoclasia. El
              hecho de que Focio vuelva tan a menudo sobre esos problemas es significativo en
              sí mismo y demuestra hasta qué punto el Patriarca estaba preocupado por el
              peligro iconoclasta. Pero hay más. Como mostrará B. Laourdas en su edición de las cartas de Focio, la mayoría de esas “respuestas” fueron
              escritas primero por Focio a amigos que le habían pedido consejo. Más tarde las
              incluyó, sin los nombres de los destinatarios, en su colección de Anfiloquios. Una comparación de la Amphilochia con el manuscrito más antiguo de las cartas de Focio -el Baroccianus Graecus 217, de la primera mitad del siglo X, copia
              de un manuscrito más antiguo escrito por uno de los alumnos de Arethas- muestra
              que las cartas iban dirigidas a los siguientes hombres: una carta (Amph. 87) a Eyschymon, arzobispo
              de Cesarea de Capadocia; tres cartas (Amph. 196,197, 217) a Juan Chrysocheris, spatharios y protospatharios;
              una (Amph. Ill) a Esteban,
              probablemente un converso; una (Amph. 205) al abad
              Teodoro; y una (Amph. 221) a Constantino el Patricio.
               Estos
              hallazgos demuestran hasta qué punto se debatió el problema iconoclasta en
              Bizancio durante los patriarcados de Focio. Hombres de alto rango y
              eclesiásticos, en su mayoría amigos de Focio, pidieron al erudito patriarca
              explicaciones sobre algunos problemas difíciles planteados por los
              iconoclastas. El hecho de que Focio incluyera estas respuestas en su colección Amphilochia demuestra una vez más su ansiedad por
              proporcionar a todo aquel que en el futuro pudiera encontrarse en dificultades
              el material necesario, tanto profundo como popular, contra la propaganda
              iconoclasta.
               Detectamos
              un fuerte eco de esta ansiedad también en las homilías de Focio. Hay dos
              homilías que revisten un interés especial a este respecto. Ambas fueron
              pronunciadas, como indican los títulos, desde el ambón de Santa Sofía, y
              formaban parte de una serie de homilías que tenían por objeto el recuento
              histórico del origen, la propagación y la refutación del arrianismo. En la
              primera homilía, Focio explica la actitud de la Iglesia hacia Arrio, que
              primero fue aceptado, a pesar de su deposición, porque fingió arrepentirse,
              pero después rechazado porque su arrepentimiento resultó ser insincero. A
              continuación, Focio compara la actitud de Alejandro de Constantinopla y de su
              homónimo de Alejandría hacia Arrio con la del patriarca Nicéforo hacia el
              patriarca iconoclasta Juan el Gramático. El pasaje es de cierta importancia, ya
              que Focio ofrece información detallada sobre Juan que hasta ahora se había
              pasado por alto.
                   “La Iglesia,
              que prescribe el perdón, recibió de buen grado a Arrio cuando abandonó su
              anterior error; pero cuando había derivado muchas veces hacia la misma locura,
              aunque simuló una retractación mediante un tratado de arrepentimiento, sin
              embargo, previendo su carácter engañoso y astuto, y disponiendo avance que la
              piedad no fuera despreciada, no consintió en modo alguno en abrirle las puertas
              de la misericordia, que él mismo había cerrado miserablemente en su propia
              cara. Esta [actitud] también la ha imitado con sabiduría divina nuestro
              contemporáneo, el bien llamado Nicéforo: pues así como el bienaventurado
              Alejandro recibió a Arrio, así Nicéforo recibió a Juan (a quien se le concedió
              este trono como premio a su impiedad), que antes se había aferrado a la piedad
              (pues él también era adorador de las imágenes venerables, y de hecho utilizaba
              el arte del pintor como profesión de su vida), pero que más tarde, a causa de
              los tiempos y las tribulaciones, se había pasado a la impiedad y había caído en
              esa enfermedad, y ofreció un tratado de arrepentimiento. Rut cuando se desvió
              de nuevo y aspiró a ser proclamado líder de una herejía -al igual que ni
              Alejandro ni la Iglesia de Dios derramaron una sola gota de misericordia sobre
              Arrio fingiendo arrepentimiento- así el portentoso Nicéforo con ojo profético
              prohibió la entrada de la Iglesia a Juan y a sus compañeros líderes de la
              herejía que habían cometido la misma locura contra la Iglesia, aunque asumieran
              la máscara del arrepentimiento -afirmando que su conversión sería inaceptable
              tanto para Dios como para la Iglesia. Pero hasta qué punto la herejía de los iconoclastas
              se parece a la locura arriana será expuesta, con la ayuda de Dios, a su debido
              tiempo”.
                   Esto hizo
              Focio en la segunda homilía. Tras enumerar los errores de los líderes arrianos
              y exponer sus tácticas para defenderlos y difundirlos, Focio comparó a los
              arrianos con los iconoclastas:
                   “Tales son
              las tácticas de los herejes, pues tienen por maestra a la serpiente que,
              habiendo mezclado el veneno de la muerte con la desobediencia, bajo pretexto de
              solicitud y bondad, llenó de contaminación a nuestros antepasados comunes y los
              alejó de la vida en el paraíso. También estos hombres simulan primero la
              piedad, luego revelan poco a poco su irreverencia, mientras disimulan la
              insolencia de la blasfemia con palabras rebuscadas y ambiguas; cuando
              acostumbran al público a la irreverencia disfrazada, entonces vomitan en medio
              el veneno puro de la impiedad, habiendo preparado el desastre para ellos mismos
              y para los que les obedecen.
                   “Se puede
              observar que los iconoclastas utilizan el mismo recurso y el mismo vil
              artificio que los arrianos; pues ellos tampoco revelan de una vez o todos
              juntos el objetivo de su intención, sino que van ideando grados de impiedad,
              hasta llegar al colmo del mal. Conviene considerar aquí la similitud entre las
              [dos] herejías. Los arrianos alegaban que la palabra Homoousios [de la misma naturaleza] era causa de ofensa para la mayoría de la gente; los
              iconoclastas empezaron diciendo que la representación de imágenes abajo, cerca
              del suelo, era causa de error para los ingenuos. Los arrianos: porque, en lugar
              de Homoousios, esta palabra corpórea y baja, es
              apropiado decir Homoeousios [de naturaleza semejante]
              del Padre y del Hijo, siendo esto de alguna manera elevado y más apropiado para
              lo incorpóreo, y evitando la división de la sustancia; los iconoclastas:
              porque, en lugar de representar las imágenes abajo, cerca del suelo, deberían
              estar en una posición elevada, ya que esto es más apropiado para las imágenes,
              y evita el reproche de engaño. Los arrianos: Homoeousios tampoco es apropiado, sino que en su lugar debemos decir homoion [semejante], habiendo cortado por completo ousia [naturaleza]. Los iconoclastas: No es apropiado venerar ni siquiera las
              imágenes que están en lo alto, sino dejarlas en pie sólo por la narración
              representada, siendo la reverencia totalmente vomitada. Los arrianos: la
              palabra Homoousios no está atestiguada. Los
              iconoclastas: La adoración de imágenes no está atestiguada. Los arrianos: el
              Hijo debe ser llamado “a diferencia de” una creación y una obra, mientras que
              las palabras Homoousios, ousia y Homoeousios deben ser totalmente desterradas de la
              Iglesia. Los iconoclastas: las imágenes deben ser llamadas vanos ídolos, y su
              fabricación, representación y adoración deben ser totalmente desterradas de la
              Iglesia. Los arrianos: ni las palabras del Señor en los Evangelios, ni los
              divinos apóstoles, ni el Antiguo Testamento dan autoridad alguna para decir Homoousios, Homoeousios u ousia sobre el Padre y el Hijo. Los iconoclastas: ni las
              palabras del Señor en los Evangelios, ni las de los divinos apóstoles, ni las
              del Antiguo Testamento dan autoridad para hacer, representar o adorar imágenes.
               “¿Es pequeño
              el parecido y la imitación que los hijos tienen de los padres, los sucesores de
              los líderes, los alumnos de los maestros? Los primeros se ensañaron contra
              Cristo; los segundos se han alzado contra su imagen. Los primeros pusieron en
              entredicho a los hombres con los que habían ratificado el primer Concilio
              Niceno, así como al propio Concilio. Los segundos se han burlado de die los
              hombres con los que habían celebrado el segundo Concilio Niceno, así como del
              Concilio mismo. Los primeros acusaron de impiedad a los hombres que los habían
              bautizado, y los habían ordenado sacerdotes por imposición de manos, y a
              quienes llamaban sus padres; los segundos difundieron igualmente la monstruosa
              historia de que los hombres que los habían ordenado, y celebrado el santo
              bautismo sobre ellos, eran idólatras. Los primeros, progresando por grados de
              blasfemia, cayeron en la impiedad final, habiendo privado al Hijo de la
              sustancia del Padre. Los segundos, habiendo distribuido su blasfemia según el
              grado de su maldad, se deslizaron hacia la impiedad última, habiendo, en su
              locura contra las imágenes, desterrado de la Iglesia el honor y la reverencia debidos
              a Cristo!.
                   Es notable
              que el Patriarca haga del iconoclasmo un paralelismo
              con el arrianismo, la primera y más aborrecida herejía, y que compare el
              Segundo Concilio de Nicea, que definió el culto a las imágenes, con el Primer
              Concilio de Nicea, considerado el más importante y venerable de la Iglesia
              oriental. Esto indica hasta qué punto estaba preocupado por la supresión de los
              últimos vestigios de la iconoclasia.
               Ésta y la
              homilía precedente datan muy probablemente del primer patriarcado de Focio. Así
              parece indicarlo la invitación dirigida por Focio al final de la homilía a
              todos los disidentes: “Pensando y creyendo así, vomitemos toda conspiración
              herética y abominemos toda maldad cismática. Aborrezcamos las disensiones
              mutuas, recordando lo antedicho, y cuán grande cosecha de males engendraron las
              sediciones internas. Que ninguno de entre vosotros diga: 'Yo soy de Pablo, y yo
              soy de Cefas' [I Cor. 1:12]
              y yo soy de tal o cual, o de tal o cual; 'Cristo nos redimió de la maldición de
              la ley' [Gal. 3:13] por su propia sangre: de Cristo somos y llevamos el nombre.
              Cristo fue crucificado por nosotros, y sufrió la muerte, fue sepultado y
              resucitó, para poder unir a los que están a lo ancho y a lo largo, habiendo
              establecido divinamente un solo bautismo, una sola fe y una sola Iglesia
              católica y apostólica. Este es el núcleo de la residencia de Cristo entre los
              hombres. Este es die logro de esa extrema e inefable renovación. Aquel que
              intente derribar o cortar cualquiera de estas cosas, ya sea por el amor de una
              herejía impía, o por el orgullo de la locura cismática, tal hombre se alista
              contra la encarnación de Cristo, se arma contra la salvación común, se opone a
              Sus logros, y, roto de la unión con Él y arrancado del cuerpo del Señor, la
              Iglesia, se enrola con el bando opuesto, y, habiendo arrancado sus miembros de
              la Iglesia Novia, los hace miembros del conventículo de la ramera”.
               Los
              cismáticos a los que Focio llama a volver a morir a la Iglesia, son los
              fanáticos ignacianos que se negaron a reconocer a Focio como Patriarca
              legítimo. Fueron condenados y tachados de cismáticos por el Concilio de 861, y
              esta homilía puede haber sido pronunciada poco después de este año. Los herejes
              a los que también se invita a volver a la Iglesia no pueden ser sino los iconoclastas
              que también fueron condenados por el mismo Concilio.
                   En la
              homilía mencionada, pronunciada en presencia del emperador Miguel III y del coemperador Basilio, en la inauguración de la imagen de la
              Santa Virgen con el Niño en la iglesia de Santa Sofía, Focio también atacó a
              los iconoclastas y su doctrina. No estará de más citar los pasajes pertinentes:
               “La causa de
              esta celebración ... es la siguiente. La piedad espléndida erigiendo trofeos
              contra la creencia hostil a Cristo; la impiedad abatida, despojada de sus
              últimas esperanzas; y las ideas impías de esos clanes medio bárbaros y
              bastardos, que se han colado en el trono romano (que eran un insulto y una
              deshonra para la línea imperial), esa odiosa abominación marcada para que todos
              la vean”.
                   Tras
              describir la representación artística de la Santísima Virgen, el Patriarca
              arremete de nuevo contra el odio a las imágenes mostrado por los emperadores
              iconoclastas de la dinastía isaurí:
               “Han
              despojado a la Iglesia, la esposa de Cristo, de sus propios ornamentos, y le
              han infligido gratuitamente amargas heridas, con las que su rostro quedó lleno
              de cicatrices, y ella desnuda, por así decirlo, y antiestética, y afligida por
              esas numerosas heridas, -buscando en su furia sumergirla en el olvido, en este también
              simulacro de locura judía. Llevando aún en su cuerpo las cicatrices de estas
              heridas, en testimonio del propósito isaurí e impío,
              y limpiándolas, y vistiéndose en su lugar con el esplendor de su propia gloria,
              recupera ahora su antigua dignidad, y se despoja de la burla plana de aquellos
              que se han ensañado contra ella, compadeciéndose de su locura verdaderamente
              absurda. . . . Y así, como el ojo del universo, esta célebre y sagrada iglesia,
              parecía huraña, por así decirlo, con los misterios visuales raspados (pues aún
              no había recibido el privilegio de la restauración pictórica), no derramaba más
              que débiles rayos de su rostro a los visitantes, y en este sentido el semblante
              de la Ortodoxia aparecía sombrío. . .”
               Ahora,
              gracias a la intervención del emperador Miguel III, la Iglesia “ha escapado a
              los golpes, se ha librado de sus heridas, se ha despojado de toda mancha, ha
              precipitado a sus detractores al infierno, ha resucitado a quienes habían
              cantado sus alabanzas. Y no hay mancha en ella [cf. Cantar de los Cantares
              4:7]. Ella ha superado las manchas con las que una mano asquerosa ha mutilado y
              manchado todo su cuerpo”.
                   Hay que
              subrayar que Focio describe aquí la iconoclasia como una idea bárbara inventada
              por extranjeros: la dinastía isaurí. La conclusión
              lógica de su afirmación es que el arte pictórico es connatural al alma griega
              que ahora, tras las victorias sobre los iconoclastas, vuelve en sí. Tras
              describir la belleza de la imagen sin velo de la Santa Virgen con el Niño,
              Focio muestra la importancia de la representación pictórica en la instrucción
              cristiana:
               “Cristo ha
              venido a nosotros en la carne y fue llevado en los brazos de su madre: Esto se
              ve y se confirma y se proclama en imágenes, la enseñanza se hace clara al verla
              con nuestros propios ojos, e impulsa al espectador a un asentimiento sin
              vacilaciones. ¿Odia un hombre la enseñanza a través de imágenes? Entonces,
              ¿cómo no ha rechazado y odiado antes el mensaje de los Evangelios? Así como el
              habla se transmite por el oído, la forma por la facultad de la vista se imprime
              en las tablillas del alma, dando a aquellos cuya aprehensión no está ensuciada
              por doctrinas perversas, una representación del conocimiento concordante con la
              piedad. Los mártires han luchado por amor a Dios, y han mostrado con su sangre
              lo más entrañable de su celo, y su memoria está contenida en los libros. Estas
              cosas también se ven representadas en imágenes, que hacen que el martirio de
              estos hombres benditos sea más vívido de aprender que de la palabra escrita. A
              otros que aún viven se les ha quemado la carne, haciendo propicio su sacrificio
              de oración y ayuno y otras labores. Estas cosas se transmiten por la palabra y
              por imágenes, pero son los espectadores más que los portadores los que se
              sienten atraídos por la imitación. La Virgen sostiene al Creador en sus brazos
              como a un bebé. ¿Quién es el que al ver esto u oírlo no se asombrará por la
              magnitud del misterio y no se levantará para alabar la inefable condescendencia
              que sobrepasa todas las palabras? Pues aunque una introduzca a la otra, sin
              embargo, más que el aprendizaje que penetra a través de los oídos, la
              aprehensión a través de la vista se muestra de hecho muy superior. ¿Ha prestado
              un hombre su oído a una historia? ¿La inteligencia la ha visualizado y ha
              atraído hacia sí lo que se ha oído? Entonces, juzgado con sobrio cuidado, se
              deposita en la memoria. No menor -sí, mucho mayor- es el poder de la vista.
              Porque ciertamente, de alguna manera, a través de la efusión y efluvio de los
              rayos ópticos, toca el objeto, y abarca la esencia de la cosa vista y la envía
              a la mente, para ser reenviada desde allí a la memoria para la concentración infalible
              del conocimiento. ¿Ha visto la mente? ¿Ha captado? ¿Ha visualizado? Entonces ha
              transmitido fácilmente las formas a la memoria”.
                   Estas palabras
              son ciertamente una apología muy capaz de las representaciones pictóricas de la
              doctrina cristiana, para su mejor comprensión y captación por parte de los
              fieles. Las palabras del Patriarca llevaban aún más convicción, pues podía
              demostrar lo que decía señalando la bella obra de arte -la imagen de la
              Santísima Virgen con el Niño- que estaba siendo desvelada.
                   A
              continuación, Focio pasó a vincular la palabra escrita en los Evangelios con su
              representación pictórica en imágenes:
                   “¿Hay
              alguien que haga caso omiso de los escritos sagrados sobre estos asuntos (por
              los que se disipan todas las mentiras), y no los considere por encima de toda
              disputa? Este hombre se extravió en su veneración mucho antes de insultar a las
              imágenes sagradas. Por el contrario, ¿las venera y honra con el debido respeto?
              Entonces tal es también su disposición hacia los escritos. Tanto si trata a los
              unos con reverencia como con desprecio, necesariamente confiere lo mismo a los
              otros, a menos que, además de ser impío, también haya abandonado la razón y
              predique cosas contradictorias consigo mismo. Por lo tanto, se demuestra que
              aquellos que se han deslizado a chocar contra las santas imágenes no han
              guardado la corrección de la doctrina, sino que con una abjuran de la otra.....
              Abominables en sus fechorías, son más abominables en su impiedad”.
                   Todo esto
              revela el vivo interés del patriarca Focio por la iconoclasia y por la
              erradicación de los últimos vestigios de esta herejía. No es sorprendente,
              pues, que Focio estuviera ansioso por que la ecumenicidad del Séptimo Concilio
              fuera reconocida por toda la Iglesia. Expresó su deseo a este respecto con la
              mayor urgencia en su carta a los patriarcas orientales, enviada en 867, con la
              invitación a enviar representantes a un concilio que debía tratar de las
              doctrinas difundidas por los misioneros francos en Bulgaria. Focio dice:
                   “Consideré
              necesario incluir también esto en mi carta para que todas las Iglesias bajo
              vuestra autoridad sean advertidas de añadir y enumerar con los seis santos y
              ecuménicos concilios [este] séptimo santo y ecuménico concilio. Pues llegó a
              mis oídos el rumor de que varias Iglesias, que están bajo la autoridad de
              vuestro trono apostólico, cuentan los concilios ecuménicos hasta el sexto, pero
              no reconocen el séptimo. Pero ponen en vigor, con celo y reverencia, si acaso,
              sus decretos... Destruyó una herejía muy grave, y tuvo entre sus miembros
              votantes a hombres que procedían de los cuatro tronos arzobispales . . .
                   “Y cuando
              todos ellos se reunieron junto con el hermano de mi padre, un hombre santísimo
              y tres veces bendito, Tarasio, el arzobispo de Constantinópolis, se organizó el gran Séptimo Concilio
              Ecuménico, que triunfó sobre los iconoclastas o [más bien] los enemigos de
              Cristo, y destruyó su herejía . . .
               “Es por
              tanto necesario, como dije antes, proclamar públicamente con los seis, que lo
              precedieron, también este gran, santo y ecuménico concilio. Pues no cumplirlo y
              no actuar así sería, en primer lugar, un agravio hecho a la Iglesia de Cristo
              [por aquellos] que pasan por alto un concilio tan importante y rompen y
              destruyen hasta tal punto el vínculo de unión y la conexión [provocada por él];
              en segundo lugar, significaría ensanchar la boca de los iconoclastas, cuya
              doctrina impía, como bien sé, usted detesta no menos que [las enseñanzas] de
              [todos] los demás herejes; [en ese caso] su impiedad no sería condenada por un concilio
              ecuménico, sino que sería castigada por la decisión de una sola sede [y] así
              [esos herejes] tendrían un pretexto para seguir con sus monstruosas
              enseñanzas”.
               Estas
              palabras indican claramente hasta qué punto Focio, cuando escribió estas
              líneas, era consciente de que el iconoclasmo seguía
              campando a sus anchas en Bizancio y lo ansioso que estaba por erradicarlo. Un
              reconocimiento solemne por parte de los Patriarcas del Segundo Concilio de
              Nicea como Séptimo Ecuménico era de lo más deseable, y sería de gran ayuda para
              el Patriarca en su empeño.
               Se supone
              que el Concilio de 867 se convocó principalmente para condenar la adición
              latina al Credo niceno -el Filioque- y al papa
              Nicolás I, pero hay que subrayar que también trató del iconoclasmo y reiteró la condena de todas las herejías anteriores, iconoclasmo incluido. Esto puede deducirse de la homilía de Focio que -así se ha supuesto a
              menudo- fue pronunciada en la Fiesta de la Ortodoxia a la que asistieron el
              emperador Miguel III y el coemperador Basilio I. La
              homilía se titula: “Del mismo sermón [del patriarca Focio] pronunciado desde el
              ambón de Santa Sofía, cuando el triunfo sobre todas las herejías fue proclamado
              por nuestros grandes y ortodoxos emperadores Miguel y Basilio”. Un estudio más
              cuidadoso de la homilía muestra, sin embargo, que fue pronunciada, no en la
              celebración de la Fiesta de la Ortodoxia en 866, o más bien en 867, sino en
              otra ocasión más apropiada, que sólo pudo ser después del Concilio de 867,
              quizá al final mismo del Concilio. Unas pocas citas del sermón demostrarán que
              así fue.
               De las
              palabras introductorias se desprende que el Patriarca tenía en mente, no una
              celebración anual de la fiesta de la ortodoxia, sino un acontecimiento
              reciente, una gesta cuyo mérito debía atribuirse a Miguel III. El joven
              emperador realizó muchas hazañas y ha mostrado muchas cualidades excelentes por
              las que merecía ser alabado. Pero, continúa el Patriarca: “No es mi intención
              enumerar ninguna de ellas... No, ni la captura y despoblación de ciudades hostiles
              y la construcción y reconstrucción de las amistosas, ni el hecho de que
              conversa con aquellos con los que se encuentra con un semblante alegre y
              sonriente, y ha eliminado todo abatimiento de todos los rostros cambiando el
              miedo a la tiranía por un amor espontáneo, deseoso de ser llamado padre y no
              señor del país ... . no porque haya tendido a los ciudadanos una mano rebosante
              de oro, habiendo expulsado la pobreza del cuerpo político como ningún hombre la
              ha expulsado de su propia casa; y que la ciudad reina, que reina en la riqueza,
              haya extendido los dones de la prosperidad a todos los súbditos gracias a un
              gesto imperial, ... ni siquiera porque gracias a él esta Iglesia y los santos
              cuidados de los edificios sagrados hayan alcanzado un logro insospechado y una
              belleza incomparable ...”
                   Hay otra
              gesta que acaba de realizar el Emperador y que Focio celebrará: la victoria
              sobre todas las herejías. Apostrofando a la Iglesia que debe alegrarse por tal
              victoria, el Patriarca prosigue:
                   “¿Ves a tu
              amado hijo, al que adoptaste desde la cuna y convertiste en emperador, al que
              criaste en la piedad y criaste hasta la madurez en la reverencia, y al que
              hiciste llegar a la misma edad que Cristo? ¿Lo ves, qué recompensas te ha
              ofrecido por su crianza, con gran interés, llevándote [regalos] novedosos y
              alegres, y con cuántos y cuán grandes trofeos ha llenado esta santa y augusta
              iglesia? No te trae a Arrio encadenado, ni a Macedonio cautivo, ni a Nestorio
              prisionero, ni a los hijos de Dióscoro, que
              barbarizaron todo el universo con una multitud de vástagos antinaturales, ni a
              este o aquel enemigo y enemigo de la Iglesia, ni al líder de una o varias
              herejías, sino que ha presentado a todos los contingentes del enemigo juntos,
              con sus líderes, sus artimañas y sus planes, muertos y desnudos, por un solo y
              mismo golpe de su imperial mano derecha. 'Alza tus ojos en derredor, y mira a
              tus hijos reunidos' [Isa. 60:4], a quienes las bacantes y arpías de las herejías y cismas habían arrebatado antes, y, llenándolos de
              mucho frenesí coribántico, y azuzándolos, esparcieron
              por los montes y acantilados de la perdición. 'Alégrate y regocíjate de todo
              corazón' [Zeph. 3:14]: el Hijo es proclamado
              consustancial con el Padre; el Espíritu está incluido en la misma Divinidad con
              ellos; el Verbo que ha tomado carne de una virgen para la salvación común y la
              renovación de nuestra especie no está separado de la Divinidad; las naturalezas
              en Él permanecen sin mezclarse, y se ve que actúan en concierto cada una según
              su energía; se aleja todo error y trompetería, no se imagina vanamente la
              transmigración de las almas, ni una muchedumbre de demonios, cabalgando sobre
              mitos, salta a la esfera de donde han caído voluntariamente. No, tampoco se
              insulta y se burla amargamente al propio Cristo con el pretexto de la debida
              reverencia: esto es una nueva invención, y una extraña clase de contumelia
              ideada por el Maligno, para ensañarse contra la imagen mientras pretende
              monstruosamente estar destrozándola en honor del representado, desatando así un
              doble frenesí. A partir de ahora, ningún tipo de impiedad hablará libremente.
              Pues nuestro victorioso protagonista, utilizando la pluma de escribir como una
              lanza forjada por Dios, ha golpeado a la peste hasta las entrañas”.
               Las últimas
              palabras sólo sugieren una ocasión que el Patriarca podía tener en mente: la
              firma por el Emperador de los decretos conciliares por los que se condenaban de
              nuevo todas las herejías, iconoclasia incluida. La misma idea se sugiere
              cuando, tras comparar a Miguel III con Moisés, que ordenó la ejecución de los
              idólatras para salvar al resto del pueblo, Focio continúa:
                   “Pero el
              discípulo de Cristo no ha liberado al resto de la plaga mediante la destrucción
              de compatriotas, sino que libera a la totalidad de [sus] súbditos derrotando al
              mal mismo y, al tiempo que clava contra él la lanza de la pluma, muestra a
              todos sus dependientes libres de la mancha del mismo”.
                   Al final de
              la homilía, Focio se dirige también al “coro de patricios, honorables y
              reverendos ancianos que junto con tan grandes generales y comandantes fueron
              elegidos para ser generales y comandantes conjuntos contra tan grandes y tantas
              herejías, y se han unido para llevar estos santos labores”. Parece tener
              en mente a los dignatarios imperiales, que acompañaron a los emperadores y
              estuvieron presentes en la última reunión del Concilio, durante la cual se proclamó
              la condena de todas las herejías en un decreto conciliar, que fue firmado por
              los emperadores y después por los obispos.
               La homilía
              es tanto más importante cuanto que nos proporciona algunas informaciones
              suplementarias sobre el Concilio de 867 del que sabemos muy poco. Cabe destacar
              que no leemos en ella ningún ataque contra el Papa o la Iglesia occidental.
              Esto parece bastante desconcertante a la vista del tratamiento que este;
              Concilio ha recibido hasta ahora. Por supuesto, cuando Focio habla de herejías
              y cismas, puede tener en mente también las enseñanzas que los misioneros
              francos estaban difundiendo en Bulgaria o la actitud del papa Nicolás hacia sí
              mismo y hacia la Iglesia bizantina. Sin embargo, es importante señalar que no
              señaló estas “herejías” y “cismas” en su sermón para un ataque especial. Esta
              misma actitud reservada la observa Focio en su carta encíclica a los patriarcas
              orientales, citada anteriormente, de la que se desprende que Focio achacó la
              culpa de la adición del “Filioque” y otras costumbres
              occidentales, tachadas de ajenas a los decretos sinodales, a los misioneros
              francos en Bulgaria. Todo esto plantea la cuestión de saber de qué manera y en
              qué medida la política eclesiástica del papa Nicolás fue criticada o condenada
              por el Concilio de 867. Dado que las actas del Concilio han sido destruidas,
              nunca podremos dar una respuesta directa a estas preguntas.
               Se puede
              conjeturar que el Concilio de 867 añadió solemnemente el Segundo Concilio de
              Nicea a los seis concilios ecuménicos y que, a partir de entonces, los
              patriarcas orientales lo consideraron como el Séptimo Concilio Ecuménico. La
              ecumenicidad de este concilio fue subrayada una vez más por el concilio
              ignaciano de 869-870, pero, a pesar de ello, la Iglesia romana siguió contando
              oficialmente sólo seis concilios ecuménicos, incluso después de 870. Fue de
              nuevo Focio quien se esforzó por equiparar a la Iglesia romana con las demás
              iglesias en este aspecto. Durante la quinta sesión del concilio fociano de 879-880, Focio propuso que el concilio
              confiriera oficialmente al segundo sínodo de Nicea el título de séptimo
              concilio ecuménico. El cardenal Pablo, legado papal, se levantó y, aceptando la
              propuesta, amenazó con excomulgar a todo aquel que se negara a contar ese
              sínodo entre los concilios ecuménicos. Los legados de otras sedes patriarcales
              estuvieron de acuerdo y, a partir de entonces, todas las iglesias contaron, en
              los documentos oficiales, siete concilios ecuménicos, aunque en Occidente, la
              antigua costumbre de contar sólo seis concilios perduró, en documentos no
              oficiales, durante un tiempo considerable.
               Cabe señalar
              a este respecto que Arethas, uno de los discípulos más devotos del patriarca
              Focio, manifestó, al menos en dos ocasiones, un vivo interés por la refutación
              de las ideas iconoclastas. En su carta al asecretis Nicolás, hijo de Gabriel, que se conserva en la Librería Sinodal de Moscú,
              Arethas dice que, aunque la herejía iconoclasta está derrotada, todavía hay
              algunos “débiles y simples de mente” que están confundidos por la argumentación
              iconoclasta y que necesitan una buena instrucción en materia de culto a las
              imágenes. Arethas ofrece entonces a su destinatario un breve repaso del
              principal argumento utilizado por los defensores del culto a las imágenes.
              Insiste sobre todo en pasajes tomados del Antiguo Testamento, destacando
              especialmente la visión de Ezequiel. La carta puede haber sido escrita a
              finales del siglo IX. Además, en uno de sus escolios a Dio Crisóstomo, Arethas
              marcó un pasaje con las siguientes palabras: “útil contra los iconoclastas”
               El interés
              mostrado por el discípulo de Focio en la refutación de las ideas iconoclastas
              es característico. Como uno de los mejores discípulos de Focio, Arethas
              compartía, también en este aspecto, la principal preocupación de su maestro.
                   Los pocos
              hechos estudiados anteriormente demuestran que el peligro de un resurgimiento
              iconoclasta en Bizancio tras el restablecimiento de la ortodoxia en 843 fue aún
              considerable durante más de una generación y que la liquidación de las secuelas
              de la iconoclasia no fue tan fácil como a veces se piensa. Los méritos debidos
              al patriarca Focio por la extirpación final de la herejía son más considerables
              de lo que se ha reconocido hasta ahora. Vio claramente lo que se necesitaba
              para disipar el peligro y supo combinar unos sólidos conocimientos teológicos
              con una actitud moderada y conciliadora hacia los herejes para ganarlos para la
              ortodoxia.
                   Además, todo
              parece indicar que Focio fue también el principal inspirador de los artistas
              que se dedicaban a redecorar las iglesias con cuadros. El renacimiento del arte
              bizantino del siglo IX comenzó así bajo el patriarcado de Focio. Su perspicacia
              y su actividad fueron bien recordadas por su Iglesia, y por su lucha contra la
              herejía Focio fue recompensado con la aureola de santo.
                   
 
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