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HISTORIA UNIVERSAL

HISTORIA DE LA CIUDAD DE CARTAGODESDE SU FUNDACIÒN HASTA LA INVASIÓN DE LOS VÁNDALOS EN AFRICA

 

HISTORIA DE CARTAGO

PRIMERA PARTE: LA GUERRA DE SICILIA

 

Cartago tuvo el triste destino do no adquirir una gran celebridad sino en el momento de su ruina, y de ver el cuidado de su gloria abandonado a historiadores extraños. La memoria de sus escritores nacionales se ha perdido hace ya mucho tiempo; y entre los extranjeros, ni uno solo ha escrito de un modo seguido la historia de aquella república.

Origen y fundación de Cartago (878 años antes de Jesucristo)

No hay duda que Cartago fue una colonia de Tiro, porque la lengua púnica como muchos escritores antiguos lo afirmaron, y como lo han probado muchos sabios modernos, es la misma que la lengua fenicia. Según la tradición poética recogida ñor Virgilio y Trogo Pompeyo, aquella ciudad habría debido su fundación a Dido , mujer de Siqueo y hermana de Pigmalión, rey de Tiro. Habiendo este príncipe hecho morir a Siqueo injustamente, Dido, a quien los tirios llamaban también Elisa, huyó con sus tesoros, seguida de un corto número de sus partidarios, y vino a desembarcar en África, a seis leguas de Túnez, en el golfo donde ya se veía a Utica. Aquella princesa suplicó, según se dice, a los naturales del país que tuviesen a bien venderle, para el establecimiento que meditaba, el terreno que pudiera encerrarse dentro de una piel de buey. No creyeron que debían rehusarla un favor de tan corta consideración en la apariencia; y entonces Dido dividió la piel de buey en tiras muy estrechas y las extendió, unas después de otras, de modo que trazasen un vasto recinto en el cual construyó desde luego una ciudadela que por aquella circunstancia fue llamada Byrsa (en griego significa piel. Esto es lo que ha dado lugar aquella ridícula etimología, cuya falsedad han demostrado los sabios versados en las lenguas semíticas, haciendo notar que bosra, que significa en hebreo y en siriaco ciudadela, se ha mudado por los griegos en Byrsa).

Que los fundadores de Cartago fuesen Zoro y Karchedonte, como pretenden Filisto, Apiano, Eusebio y San Gerónimo; o bien que fuera Elisa o Dido, según nos lo han trasmitido casi todos los autores antiguos, puede admitirse como un hecho histórico, que fue fundada por una colonia de tirios , y como una opinión verisímil, que esta fundación fue anterior a la de Roma, cerca de 878 años antes de la era vulgar. Los que adoptan esta fecha han censurado a Virgilio por el anacronismo en que incurrió, introduciendo en la corte de Dido un príncipe troyano que había existido más de 300 años antes que esta princesa. Sin embargo, algunos hábiles críticos han creído poder justificar al poeta latino, haciendo remontar la fundación de Cartago al año 1255 antes de Jesucristo que es poco mas o menos la época de la guerra de Troya. En esta última hipótesis, Dido y Karchedonte habrían extendido únicamente el recinto y aumentado el poder de Cartago

Esta opinión, sostenida por sabios distinguidos, podría apoyarse asimismo en las autoridades según las cuales refiere Procopio el origen de tos mauritanos y el establecimiento de las colonias fenicias en África. El autor bizantino, invocando el testimonio unánime de todos los historiadores antiguos de Fenicia, asegura que, en tiempo de la invasión de la Palestina por Josué, hijo de Navé (1590 años antes de Jesucristo), lodos los pueblos que habitaban la región marítima, desde Sidón hasta Egipto, y que estaban sometidos a un solo rey, los gergeseos, los jebuseos y muchas otras tribus cuyos nombres se hallan inscritos en los libros históricos de los hebreos, abandonaron su patria y , atravesando el Egipto, se fueron a África. Procopio añade que se extendieron hasta las Columnas de Hércules, que ocuparon enteramente la región septentrional, y que fundaron en este vasto país un gran número de ciudades, en las cuales estaba todavía en uso, en su tiempo, la lengua fenicia. Esta relación se halla bastante conforme con lo que nos han dicho los antiguos acerca de la fundación de Utica, que fijan en dos o trescientos años antes de la de Cartago; y parécenos que el poco desacuerdo de estas autoridades ofrece, en el establecimiento y la formación de Cartago, un cuadro tan verisímil como es posible vislumbrarle a través de las sombras de la fábula y el dilatado espa­cio de los siglos.

FORMACION Y ENGRANDECIMIENTO DE CARTAGO (de 878 a 543 antes de J. C.)

Cartago, que había tenido un origen tan insignificante, se acrecentó al principio poco a poco en el país mismo, y formó muchos establecimientos de comercio al Este y al Oeste en la costa septentrional de África. Pero su dominación no permaneció largo tiempo encerrada en tan estrechos límites: aquella ambiciosa llevó sus conquistas a países extraños, invadió Cerdeña, se apoderó de una gran parte de Sicilia, sometió a casi toda la España, y enviando a todas partes poderosas colonias, fue dueña del mar por espacio de más de 600 años, y se ciudad hizo un Estado que podía sostenerse contra los más grandes imperios del mundo, por su opulencia, por su comercio, por sus numerosos ejércitos, por sus temibles armadas, y sobre todo por el valor y el mérito de sus capitanes. Las fechas y las circunstancias de muchas de estas conquistas son poco conocidas: a contar desde la muer­te de Dido, existe una laguna de cerca de 300 años en la historia de Cartago.

Guerra entre Cirene y Cartago.

Entre la época de su fundación y el año 509 antes de Jesucristo, Cartago se libertó del tributo que había consentido en pagar a los libios, y extendido sus conquistas por el interior de África y el litoral del Mediterráneo. El hecho histórico más antiguo que conocemos con algunos pormenores, es una contienda entre Cartago y Cirene con motivo de los límites de su territorio. Cirene era una ciudad muy poderosa, situada en la costa del Mediterráneo hacia la Gran Sirte (hoy se conoce con el nombre de golfo de Sidra y de Zatico), que había sido edificada por Bato, de Lacedemonia. «Había entre las dos ciudades, dice Salustio, una llanura arenosa, enteramente unida, sin río ni monte alguno que pudiese servir para indicar los límites de cada una, lo que ocasionó entro ellos grandes y prolongadas guerras. Los ejércitos de las dos naciones, derrotados y puestos en fuga alternativamente en mar y tierra, se habían debilitado recíprocamente. En tal estado, llegaron a temer estos pueblos que viniese un enemigo común y se hiciera dueño de los vencidos y los vencedores, igualmente cansados. Convinieron en una tregua, y arreglaron entre ellos que de cada ciudad se haría salir en un mismo día a dos diputados, y que el sitio dónde se encontraran seria el límite respectivo de los dos Estados. Cartago eligió dos hermanos nombrados Filenos, los cuales se dieron gran prisa en caminar: los de Cirene no fueron tan diligentes, bien por descuido, bien porque les contrariase el tiempo; porque en aquellos desiertos se levantan con frecuencia, como en medio del mar, tormentas que detienen a los caminantes: cuando arrecia el viento en aquellas llanuras, desnudas y sin obstáculo alguno, se elevan torbellinos de arena, que agitada con violencia, entra en la boca y en los ojos e impide marchar a los viajeros. Viendo los cireneos que habían perdido ate un terreno, y temiendo ser castigados a su vuelta por el daño que aquel retardo causaría a su país, acusan a los cartagineses de haber emprendido su marcha antes del tiempo prefijado, y procuran suscitar mil dificultades, decididos a pasar por todo antes que consentir en una división tan desigual. Los cartagineses les ofrecen un nuevo arreglo proporcionado para los dos partidos; y los cireneos les dan a elegir entre ser enterrados vivos en el sitio donde querían fijar los límites de Cartago, o permitirles, con las mismas condiciones, ir hasta el punto que quisiesen. Los Filenos aceptaron la proposición, felices por hacer a su patria el sacrificio de sus personas y de sus vidas, y fueron enterrados vivos.

Los cartagineses erigieron dos altares a su nombre en el sitio de su sepultura, les tributaron en su nación los honores divinos, y desde entonces aquel lugar fue llamado las Aras de los Filenos, arce Philenorum, y sirvió de límite al imperio de los cartagineses, que se extendía desde allí hasta las Columnas de Hércules.

El Arte de comprobar las fechas coloca la historia de los Filenos en el año 460 antes de Jesucristo, sin apoyarse en ninguna autoridad. Como el primer tratado de Roma con Cartago es de 509 y puede considerarse como uno de los hechos mejor averiguados, hemos creído deber fijar en una época anterior la leyenda del sacrificio de los hermanos Filenos que, así como el combate de los Horacios y Curiados, parece pertene­cer a la historia fabulosa más bien que a la historia positiva

Guerra con los focenses (513 antes de J. C.).

La marina de Cartago, que en los siglos siguientes llegó a ser tan formidable, parece que ya se distinguió ventajosamente en el Mediterráneo desde la época de Ciro y de Cambises. Una victoria alcanzada en aquel tiempo, por las dotas combinadas de los etruscos y cartagineses, sobre los focenses, que entonces eran una de las naciones más temibles en el mar, nos presenta a Cartago como hija digna de Tiro en el arte de la navegación. Los vencedores, después de la retirada de los vencidos, se hicieron dueños de la isla de Cyrnos, actualmente Córcega.

Expedición de los cartagineses a Sicilia (536 años an­tes de la era vulgar).

No tardó la ambición en hacer que las cartagineses aspirasen a nuevas conquistas. Malco, que ya había conseguido señaladas ventajas sobre los príncipes africanos, vecinos de Cartago, se apoderó de casi toda Sicilia. Este general es el primero que se encuentra en la historia poseyendo la dignidad de sufete (título que indicaba la dignidad de los primeros magistrados de la república cartaginesa). Tal vez fue por la época en que vivía, o algún tiempo antes, cuando la monarquía cartaginesa fue sustituida por un gobierno republicano, compuesto de tres poderes.

Epidemia en Cartago y guerra de Cerdeña (530 años antes de J. C.)

La alegría que produjo en Cartago el triunfo de sus armas en la Sicilia, fue turbada bien pronto por una horrorosa peste que causó gran mortandad en los cartagineses. Estos, que veían en el azote del cielo de que eran víctimas un signo inequívoco de la cólera de los dioses, se persuadieron a que les aplacarían inmolando en sus aras víctimas humanas. Justino, que refiere este hecho, asegura que semejante atrocidad, lejos de hacer que el cielo se mostrase más favorable a Cartago, atrajo sobre la república nuevas calamidades. «La «cólera de los dioses, dice, vino a castigar estos atentados; vencedores por largo tiempo en Sicilia, los cartagineses llevaron sus armas a Cerdeña y perdieron en una cruel derrota la mayor parte de sus soldados. Se atribuyó aquel contratiempo a Malco; y este general, injustamente acusado, fue condenado al destierro con los restos de su ejército vencido. Indignados con tal rigor, los soldados envían diputados a Cartago, primero para solicitar su regreso y el perdón por sus contratiempos, y poco después para declarar que obtendrían por la fuerza de sus armas lo que se rehusaba a sus súplicas. Las amenazas y las instancias fueron igualmente desdeñadas; sin pérdida de tiempo, se embarcan y aparecen armados ante la ciudad, donde juran por los dioses y los hombres que no van a esclavizar sino a recobrar su patria y demostrar a sus conciudadanos que la suerte, y no el valor, les había desamparado en el último combate. Fueron cortadas las comunicaciones, y la ciudad sitiada se vio reducida a la desesperación. Entre tanto Cartalón, hijo del general desterrado, a su vuelta de Tiro, adonde le habían enviado los cartagineses para ofrecer a Hércules la décima parte del botín que Malco había hecho en Sicilia, pasa inmediato al campo de su padre, y llamado ante él, le hace contestar que, antes de obedecer a la obligación particular de hijo, iba a satisfacer al deber público de la religión. Indignado por esta repulsa, Malco no quiso sin embargo ultrajar en su hijo la majestad de los dioses; pero pocos días después, Cartalón, habiendo obtenido el permiso del pueblo, volvió al lado de su padre y se mostró a la vista de todos cubierto con la púrpura y los ornamentos del sacerdocio»—Malco le llamó aparte, le reprendió porque iba a insultar con el lujo de sus vestiduras su desgracia y la de sus conciudadanos, le recordó que se había negado de un modo injurioso a comparecer ante él hacía algunos días; y olvidando que era padre para tener solo presente su calidad de general, hizo colgar a su infortunado hijo, revestido de sus ornamentos, en una cruz muy elevada a la vista de la ciudad.

Al cabo de pocos días se apodera de Cartago, reúne al pueblo, se lamenta del injusto destierro que le ha obligado a recurrir a las armas, y declara que, satisfecho con su triunfo, quiere limitarse a castigar a los autores de estos desastres, y perdona a todos los demás de haberle confinado sin razón. Hizo dar muerte a diez senadores, y sometió la ciudad a sus leyes; pero bien pronto, acusado él mismo de aspirar al tro­no, fue castigado por el doble parricidio perpetrado contra su hijo y contra su patria.

Tratado entre los cartagineses y los romanos (509 años de J. C.)

Polibio nos dice que, un año después do la expulsión de los Tarquinos y veinte y ocho antes de la irrupción de Jerjes en Grecia, siendo cónsules J. Bruto y M. Horacio, se celebró el primer tratado entre los romanos y los cartagineses: insertaré íntegro este monumento curiosísimo de la antigüedad. Polibio le ha traducido al griego por el original latino con toda la exactitud que le ha sido posible, porque la lengua latina do aquellos tiempos es, dice tan diferente; de la de ahora , que los más hábiles encuentran grandes dificultades para entender el lenguaje antiguo.

«Entre los romanos y sus aliados y entre los cartagineses y sus aliados, habrá alianza, bajo las siguientes condiciones: que ni los romanos ni sus aliados navegarán más allá del gran promontorio, a no ser que a ello se vean obligados por sus enemigos o arrojados por las tempestades: que en este último caso, no les será permitido comprar ni lomar nada, sino lo que sea precisamente necesario para reparar sus bajeles, o para el culto de los dioses, y que se marcharán al cabo de cinco días: que los que vayan a comerciar no podrán concluir negociación alguna como no sea en presencia de un pregonero y de un notario: que todo cuanto se venda delante de estos dos testigos, la fe pública lo garantirá al vendedor; que se entenderá lo mismo para todo lo que se venda en África o en Cerdeña: que si algunos romanos arriban a la parte de da Sicilia que se halla sometida a Cartago, gozarán de los mismos derechos que los cartagineses: que estos no inquietarán de modo alguno a los anciotas, los ardeanos, los laurentinos, los circeyanos, los terracinenses, ni otro alguno de los pueblos latinos que obedezcan a los romanos; que si hay algunos que no estén bajo la dominación romana, los cartagineses no combatirán sus ciudades; que si toman alguna, la entregarán a los romanos sin restricción; que no construirán ninguna fortaleza en el país de los latinos, y que si entran armados no pasarán en él la noche.»

Este tratado, notable por su sencillez y precisión, demuestra que, bajo el consulado del primer Bruto, había romanos que se dedicaban al comercio; que la marina no les era desconocida ; que el uso de los bajeles mercantes era común entre ellos, y que hacían viajes bastante largos, puesto que iban hasta Cartago. Nos demuestra también cuál era en aquella época el poder de los cartagineses, y que siendo dueños del mar, de Cerdeña y de una parte de la Sicilia, podían fácilmente infestar las costas marítimas de la Italia.

Engrandecimiento de Cartago, en tiempo de Magón (509-489 antes de la era cristiana)

Magón, que sucedió a Malco como sufete y como general, acrecentó el imperio y la gloria de Cartago con sus talentos, su prudencia y su habilidad. Fue el primero que introdujo la disciplina militar entre los cartagineses: extendió las fronteras de la república, aumentó su comercio, y dejó al morir dos hijos, Asdrúbal y Amílcar que, siguiendo las gloriosas huellas de su padre, hicieron ver que con su sangre les había trasmitido también su genio.

Expedición a Cerdeña y Sicilia : guerras contra los africanos bajo ASDRÚBAL Y AMIÍLCAR, hijos de Magón ( 489- 460 antes de J. C.).

Bajo las órdenes de los dos hijos de Magón, Cartago llevó la guerra a Cerdeña y combatió a los africanos que hacía largo tiempo pedían a la república en vano el tributo anual ofrecido por precio del territorio que había ocupado. Mas por aquella vez, los africanos vieron la justicia de su causa coronada por la fortuna en los combates; y Cartago, dejando las armas, concluyó la guerra satisfaciendo su deuda. Asdrúbal, gravemente herido en Cerdeña, dejó al morir el mando a su hermano Amílcar: se había visto revestido por once veces de la dignidad de sufete, y cuatro triunfos habían sido el premio de sus victorias. El sentimiento de sus conciudadanos y el recuerdo de sus gloriosas acciones honraron sus funerales; y como si hubiese llevado consigo a la tumba el poderío de su patria, los enemigos de Cartago se alentaron.

Algunos años después del tratado de 509 entre Cartago y Roma, los cartagineses hicieron alianza con Jerjes, rey de los Persas. Este príncipe quería exterminar a los griegos ; los cartagineses apoderarse del resto de Sicilia: acogieron con avidez la ocasión favorable que se les presentaba para terminar la conquista. El tratado fue pues concluido: se convino en que los cartagineses acometerían con todas sus fuerzas a los griegos establecidos en Sicilia, mientras que Jerjes en persona invadiría la Grecia.

Los preparativos de aquella guerra duraron tres años; y si hubiéramos de creer a los historiadores sicilianos, que tal vez por un sentimiento de vanidad nacional han exagerado el número de sus enemigos, el ejército de tierra ascendía nada menos que a trescientos mil hombres, y la armada contaba dos mil bajeles y más de tres mil pequeños bastimentos para el trasporte. Amílcar, el capitán más estimado de su época, salió de Cartago con estos formidables aprestos. Llegó a Palermo, y después de haber dado a sus tropas algún descanso, marchó contra la ciudad de Hymera (actual Termini ), que no estaba muy distante, y la sitió. Theron, gobernador de la plaza, después de implorar infructuosamente el auxilio de Leónidas, rey de Lacedemonia, envió diputados a Gelón, que se había hecho dueño de Siracusa. Este general acudió al momento al socorro de la ciudad sitiada con un ejército de cincuenta mil hom­bres de a pie y cinco mil caballos.

Gelón era un general muy hábil, y sabía emplear, según convenía, la fuerza o la astucia. Presentáronle un mensajero encargado de llevar una carta que los habitantes de Selinunte ( actual Torri di Polluet) dirigían a Amílcar, para prevenirle que el cuerpo de caballería que los había pedido llegaría a su campo en cierto día que le indicaban. Gelón eligió entre sus tropas un número igual de jinetes y los hizo partir al tiempo convenido; y habiendo sido recibidos en el campo contrario como si llegasen de Selinunte, se arrojaron sobre Amílcar, le dieron muerte, y pusieron fuego a sus bajeles. En el momento mismo que aquellos llegaban, Gelón acometió con todas sus fuerzas a los cartagineses, que se defendieron al principio heroicamente; pero cuando supieron la muerte de su general, cuando vieron la armada incendiada, faltáronles las fuerzas y el valor y emprendieron la fuga.

La matanza fue horrible: allí perecieron, según dicen, ciento cincuenta mil hombres: los restantes lograron retirarse a un paraje donde carecían de todo; y no pudiendo defenderse largo tiempo, se rindieron al fin a discreción. Algunos historiadores aseguran que este combate se dio el mismo día que la célebre acción de las Termópilas: Herodoto y Aristóteles, por el contrario, dicen que fue el día de la batalla de Salamina; el testimoniado estes escritores merece sin duda la preferencia. El primero de estos dos autores refiere de otro modo la muerte de Amílcar: dice que el rumor que comúnmente circulaba entre los cartagineses era que este general, viendo a sus tropas completamente deshechas, por no sobrevivir a su vergüenza, se precipitó él mismo en la hoguera donde acababa de inmolar muchas víctimas humanas.

Los cartagineses, imputando a su general el desastre que acababan de experimentar, desterraron de Cartago a su hijo Giscón, que después murió de miseria en Selinunte: pasados algunos siglos, tributaron a Amílcar honores casi divinos.

La completa victoria que acababa de alcanzar Gelon, lejos de volverle altivo e intratable, no hizo más que aumentar su modestia y su dulzura, aun respecto de sus enemigos: concedió la paz a los cartagineses, exigiendo únicamente de ellos que pagasen por los gastos de la guerra dos mil talentos y edificasen dos templos, en los cuales debían, exponerse al público y conservarse las condiciones del tratado.

Poderío de la familia de Magón: creación del Centumvirato (460-440 antes de Cristo).

Amílcar, muerto en la guerra de Sicilia, dejó tres hijos; Himilcón, Hanón y Giscón: Asdrúbal tenía igual número de hijos; Aníbal, Asdrúbal y Safo o Sappho. Todos los negocios de Cartago se confiaban entonces a sus manos: hízose la guerra a los mauritanos; se combatió a los númidas; los africanos se vieron obligados a renunciar al tributo que la naciente Cartago les había prometido. Esta familia de generales que reunía en sus manos el poder ejecutivo y la autoridad judicial pareció peligrosa para la libertad: se formó un tribunal de cien senadores, ante el cual debían los generales, al regresar de la guerra, dar cuenta de su conducta, para que el saludable temor a las leyes y la expectativa do un juicio sirviesen de freno a la arbitrariedad del mando militar.

Continuación de la guerra de Sicilia: enfermedad contagiosa en el ejército (440.410 antes de Cristo)

Himilcón sucedió a Amílcar en Sicilia: después de haber alcanzado muchas victorias en mar y tierra y lomado un gran número de ciudades, perdió casi de un golpe su ejército por los estragos de un mal contagioso. Llegadas a Cartago tan tristes huevas, sumergieron a sus habitantes en el mayor dolor: cerráronse las casas y los templos; acudieron al puerto y solo vieron salir de los bajeles un corto número de soldados que se habían sustraído a aquel desastre.

Mientras tanto, dice Justino que nos ha trasmitido este hecho, el infortunado Himilcón sale do su barco poseído de pesar y cubierto con una túnica de esclavo: al verle los grupos de los ciudadanos desolados se reúnen a su alrededor: eleva las manos al cielo deplorando alternativamente su triste suerte y las desgracias de su patria. Acusaba a los dioses por haberle arrebatado sus triunfos y los numerosos trofeos que debía a su apoyo; por haber destruido con la peste y no con el acero aquel ejército que había tomado tantas ciudades; vencido tantas veces en mar y en tierra: llevaba al menos, decía a sus conciudadanos, el consuelo de que el enemigo podía muy bien alegrarse, pero no gloriarse de sus desastres: los que estaban muertos, no habían sucumbido bajo sus golpes, ni huido ante él los que regresaban a su patria: el botín que los griegos habían cogido en un campo abandonado, no era de aquellos despojos que se complace en mostrar el orgullo de un vencedor, sino de aquellos que la muerte casual de sus dueños ha dejado perdidos y entregados a las manos del primero que llega. Vencedores de los enemigos, solo la epidemia había triunfado de sus tropas; pero el más cruel de sus pesares era no haber podido morir en medio de tantos valientes, y verse reservado, no para disfrutar las dulzuras de la vida, sino para servir de juguete a la adversidad. Sin embargo, añadía que despees de haber llevado a Cartago los tristes restos de su ejército, iba a su vez a seguir a sus com­pañeros de armas, y mostrar a su patria que si había prolongado sus días hasta entonces, no era ya por amor a la vida sino por temor de abandonar, muriendo, en medio de los ejércitos enemigos, a los que se habían libertado de la terrible plaga. Lamentando así su desgracia, entra en la ciudad, llega a su casa, saluda por última vez al pueblo que le seguía; y mandando cerrar las puertas, sin permitir que se le presenten ni aun sus mismos hijos, se da la muerte.

Continuación de la guerra de Sicilia : toma de Selinunte y de Hymera, por los cartagineses ( 410 a.C.).

Después de la derrota de los atenienses delante de Siracusa en la cual pereció Nicias con toda su flota, los segestanos que se habían declarado en su favor contra los de Siracusa, temiendo el resentimiento de sus enemigos, y viéndose ya acometidos por los de Selinunte, imploraron el auxilio de Cartago y se pusieron, ellos y su ciudad, a su disposición. Los cartagineses, después de haber vacilado largo tiempo antes de comprometerse en una guerra que hacían temible el poder de Siracusa y la fama de sus últimas victorias, se dejaron guiar por los consejos del sufete Aníbal, y enviaron socorros a los segestanos.

Aníbal sacó de África y de España una multitud de mercenarios; los reunió con un considerable número de cartagineses , y desembarcó en Sicilia al frente de un ejército que Eforo hace subir a doscientos mil infantes y cuatro mil caballos, pero que Timeo y Jenofonte, historiadores más dignos de fe, reducen a cien mil combatientes de ambas armas. Aníbal , nieto del Amílcar que había sido vencido por Gelón y muerto en el sitio de Hymera, e hijo del Giscón que fue condenado a destierro, deseaba vivamente vengar a su familia y a su patria, y borrar el oprobio de la última derrota. Su primera empresa fue el sitio de Selinunte: se mostró terrible en el ataque, y la defensa no lo fue menos: hasta las mujeres, los niños y los ancianos dieron pruebas de un valor que no podía esperarse de su edad ni de sus fuerzas. Después de una larga resistencia, la ciudad fue tomada por asalto : el vencedor ejerció las mayores crueldades, sin consideración a la edad ni al sexo: desmanteló la plaza y la entregó a los habitantes que se habían libertado de la muerte, a condición de que se reconociesen súbditos de Cartago y pagasen un tributo. En seguida sitió a Hymera, la tomó también por asalto; y después de haber tratado a sus habitantes con mayor crueldad aun, la arrasó enteramente. Atormentó con todo género de ignominias y suplicios a tres mil prisioneros, y ordenó que los degollasen a todos en el sitio mismo donde su abuelo había sido asesinado, para aplacar y satisfacer a sus manes con la sangre de estas víctimas desgraciadas.

Concluida esta expedición, Aníbal regresó a Cartago cargado de un botín inmenso. Todos sus moradores salieron a su encuentro, y le recibieron en medio de gritos de alegría y de unánimes aplausos; porque, en pocos días, había hecho más que los generales precedentes durante muchas campañas.

Fundación de la ciudad de Termas, en Sicilia (408 a. C.)

Tan brillantes resultados inspiraron a los cartagineses el deseo y la esperanza de apoderarse de Sicilia entera. Pero antes de comenzar la guerra, fundaron en la costa septentrional, cerca de un manantial de agua caliente, una ciudad a la cual su posición hizo dar el nombre de Termas: la poblaron de cartagineses y africanos.

Expedición de Aníbal y de Himilcón : sitio de Agrigento (407 y 406 antes de J. C.)

Pasado algún tiempo , los cartagineses nombraron otra vez general a Aníbal; y como se excusaba con su edad avanzada y rehusaba encargarse de la dirección dé la guerra, le dieron por teniente a HimiIcón, hijo de Hanón, que era de la misma familia. Los preparativos fueron proporcionados a los grandes designios que los cartagineses habían concebido: el número de combatientes ascendía según Timeo a más de ciento y veinte mil hombres; Eforo dice que a trescientos mil. Los enemigos, por su parte, estaban lejos de haberse descuidado; y los siracusanos habían levantado tropas en los estados amigos y exhortado a todas las ciudades de Sicilia a defender con valor su independencia. 

Los de Agrigento esperaban sufrir los primeros ataques: era una ciudad poderosamente rica, defendida por muy buenas fortificaciones; y Aníbal comenzó en efecto la campaña por el sitio de esta plaza, situada, así como Selinunte , sobre la Costa de Sicilia que mira a África. No juzgándola expugnable más que por un lado, dirige todos sus esfuerzos a aquel sitio: hace aproximar a los muros dos torres de una altura extraordinaria; ordena la demolición de dos sepulcros que rodeaban la ciudad; y manda construir con sus escombros un terraplén (agger) que se eleva hasta igualarse con las murallas. Bien pronto una espantosa epidemia destruye el ejército cartaginés; y el mismo Aníbal muere víctima del contagio. Los soldados supersticiosos creen ver en los estragos de tan terrible enfermedad un castigo de los dioses, que vengaban así a los muertos del ultraje que se había hecho a su última morada. Cesan de profanar las tumbas, dispónense rogativas según el rito de Cartago, y siguiendo la bárbara costumbre observada en la república, sacrifican un niño a Saturno, y arrojan muchas víctimas al mar en honor de Neptuno.

Mientras tanto, los siracusanos, con un ejército de treinta mil infantes y cinco mil jinetes, van a socorrer a Agrigento; alcanzan una señalada victoria sobre los cartagineses, los bloquean en su mismo campo, les cortan los víveres y los reducen a la más deplorable extremidad. Espantados con estas últimas pérdidas, los sitiadores no se atrevían a salir de sus atrincheramientos para dar la batalla : el hambre había ya hecho perecer a un gran número de soldados, y los mercenarios amenazaban con pasarse al enemigo, cuando un acontecimiento imprevisto vino a cambiar el aspecto de las cosas. Himilcón sabe por un desertor, que los siracusanos envían a Agrigento por mar un considerable convoy de víveres y, sin perder momento, este general les pone una emboscada con cuarenta trirremes: los siracusanos navegaban en desorden, persuadidos de que los Cartagineses, tanto por su reciente der­rota, cuanto a causa de aproximarse la época de las tempes­tades, no osarían salir al mar. Himilcón se aprovechó de su negligencia , y se apoderó del convoy después de haber destruido sus bajeles.

El hambre pasó entonces a la ciudad desde el campo de los sitiadores; y los agrigentinos se hallaron tan extremadamente apurados, que viéndose sin esperanzas y sin recursos, adoptaron la resolución de abandonar sus muros, señalando para su partida la siguiente noche. Entonces una multitud inmensa de hombres, de mujeres y niños, protegidos por los soldados, salen de la ciudad gimiendo y sollozando, y abandonan a merced del vencedor sus riquezas, sus hogares, sus dioses domésticos y, lo que todavía aumentaba su dolor, los heridos, los enfermos y los ancianos. Estos infortunados se refugiaron primeramente en Gela, y después, obtuvieron de la piedad de los siracusano un asilo en la ciudad de los leontinos.

Entre tanto Himilcón penetró en la plaza y mandó dar muerte a todos cuantos habían quedado en ella. Podrá formarse una idea de la inmensidad del botín en una de las ciudades más opulentas de la Sicilia, poblada, según Diodoro, por doscientos mil habitantes, y que no había sufrido jamás sitio alguno, ni por consecuencia saqueos. Allí encontró un número infinito de pinturas, de vasos, de estatuas de todo género; porque en Agrigento florecían mucho las artes de imitación. Entre los preciosos monumentos que Himilcón envió a Cartago, era uno el famoso toro do Falaris que, 260 años más tarde, cuando la ruina de aquella ciudad, fue devuelto a los agrigentinos por Escipión Emiliano.

Sitio y toma de Gela por Himilcon: tratado entre los cartagineses y Dionisio el viejo, tirano de Siracusa (404 a.C.).

Ocho meses duró el sitio de Agrigento. Himilcón había conservado las casas particulares para que sirviesen de cuarteles de invierno a sus tropas; y cuando hubieron reposado de sus fatigas, salió a campaña al comenzar la primavera, y arrasó enteramente La ciudad. El general sitió enseguida la de Gela, y la tomó a pesar del socorro que la prestó Dionisio el tirano, que se había apoderado de la autoridad en Siracusa. Este príncipe sufrió considerables pérdidas en un ataque dirigido contra el campo de los cartagineses; y el único resultado que pudo obtener, fue sustraer a la cólera del vencedor los habitantes de Gela y de Camarina, cuya retirada protegió con sus tropas, y a quienes estableció en el territorio siracusano. Sin embargo, una enfermedad contagiosa que se declaró en el campo de los cartagineses y les arrebató la mitad de su ejército, impelió a Himilcón proponer a los de Siracusa ciertas condiciones de paz. Dionisio, que acababa de experimentar grandes reveses, y cuya autoridad aun no podía llamarse sólidamente establecida entre los siracusanos, aceptó con alegría estas proposiciones.

Las condiciones del tratado fueron: que los cartagineses, además de sus antiguas conquistas en Sicilia, quedarían siendo dueños del país de los sicanos, de Selinunte, de Agrigento y de Hymera, como también de Gela y de Camarina, cuyos habitantes podrían permanecer en sus ciudades desmanteladas, pagando un tributo a los cartagineses; que los leontinos, los de Mesina y todos los sicilianos vivirían según sus leyes, y conservarían su libertad e independencia; en fin, que los siracusanos quedarían sometidos a Dionisio.

Himilcón, después de la conclusión de este tratado, se volvió a Cartago, adonde los restos de su ejército llevaron la peste, que hizo perecer a un gran número de ciudadanos.

Nuevas hostilidades de Dionisio el tirano (399 años antes de J.C.)

Dionisio solo había concluido la pazcón los cartagineses para ganar tiempo, afirmar su naciente autoridad y trabajar en los preparativos de la guerra que meditaba contra ellos. Estos preparativos fueron inmensos. Siracusa entera se transformó en un vasto arsenal: en todas partes se ocupaban en la fabricación de armas, de máquinas de guerra y de barcos. Corinto había sido la primera en construir bajeles de tres órdenes de remos; en tiempo de Dionisio, Siracusa, colonia de Corinto, perfeccionó esta invención construyéndolos de cuatro y de cinco órdenes de remos. El tirano fomentaba el trabajo con su presencia, con sus liberalidades, con ciertos elogios que sabia dispensar a tiempo, y especialmente con sus maneras populares y atractivas; medios todavía más eficaces que los otros para animar la industria y el ardor de los trabajadores: finalmente convidaba a comer con frecuencia a su mesa a los que sobresalían en su género.

Cuando se terminaron todos estos preparativos, y hubo levantado un gran número de tropas en diferentes países dijo a los siracusanos que los cartagineses no tenían otro objeto que invadir toda Sicilia; que si no se les detenía en sus progresos, la capital misma se vería bien pronto acometida; y que era necesario, para libertarse de aquellos bárbaros, aprovechar el momento en que la epidemia asolaba su país y les ponía fuera de estado de defenderse. Los siracusanos aplaudieron el discurso y los proyectos de su primer magistrado.

Sin el menor motivo de queja, sin previa declaración de guerra, abandona al pillaje y al furor del pueblo los bienes y las personas de los cartagineses que, bajo la fe de los tratados, hacían el comercio en Siracusa : sus casas son allanadas y robados sus efectos; se les hace sufrir todo género de ignominias y suplicios, en represalias de las crueldades que ellos habían ejercido contra los habitantes del país; y tan horrible ejemplo de perfidia y de inhumanidad fue imitado en toda la extensión de la Sicilia.

Después do esta sangrienta infracción de los tratados, Dionisio tuvo el atrevimiento de enviar diputados a los cartagineses, pidiendo que dejasen en libertad a todas las ciudades de Sicilia, y declarándoles, que en caso contrario, serian tratados como enemigos. Semejante provocación causó una gran alarma en Cartago, especialmente a causa del deplorable estado en que se hallaba.

SITIO DE MOTYA POR LOS SIRACUSANOS (397 antes de J.C.)

Dionisio abrió la campaña por el sitio de Motya, que era la plaza de armas de los cartagineses en la Sicilia; y estableció este asedio con tanta actividad, que Himilcón, que mandaba la flota enemiga, no pudo impedirlo. El tirano tenía bajo sus órdenes ochenta mil hombres de infantería, tres mil caballos, doscientos bajeles de guerra y quinientos de trasporte. Des­embarcó delante de la plaza, hizo avanzar sus máquinas, batirla con el ariete , y aproximar a los muros torres de seis cuerpos, que eran conducidas sobre ruedas e igualaban, en altura a las casas. Desde allí molestaba mucho a los sitiados con sus catapultas, máquinas desconocidas basta entonces de los cartagineses y que les inspiraban gran terror con la fuerza y el número de los tiros y las piedras que lanzaban. La ciudad hizo una larga y vigorosa resistencia: tomada la muralla, los habitantes se fortificaron en sus casas, y aun se defendieron con obstinación: este nuevo sitio costó a los siracusanos mucha mayor pérdida que el primero. Al fin la plaza fue tomada, entregada al pillaje de los soldados, y todos sus habitantes pasados a cuchillo, menos los que se refugiaron en sus templos. Dionisio, después de haber dejado en ella una buena guarnición y un gobernador de Confianza, regresó a Siracusa.

Sitio de Siracusa por los cartagineses (396 y 395 antes de la era cristiana)

Mientras que Dionisio sitiaba a Motya, Himilcón, a quien los cartagineses habían nombrado sufete, ocupado en África en hacer aprestos para la guerra, concibió un proyecto de diversión, que fue ejecutado con notable audacia. Eligió un jefe activo, púsole a la cabeza de diez barcos ligeros, y le ordenó que partiese secretamente por la noche, y navegando a toda vela en dirección a Siracusa, forzase la entrada del puerto y destruyese los bajeles que allí hubiera. El oficial entró en efecto por la noche y sin ser notado en el puerto de Siracusa, echó a pique lodos los bajeles anclados en él, y sin detenerse tomó el derrotero de Cartago. 

Al año siguiente, Himilcón volvió a Sicilia al frente de un ejército que constaba, según Eforo, de trescientos mil hombres de a pie y cuatro mil jinetes; pero que Timeo, cuya aserción nos parece más probable, no hace subir en todo sino a cien mil combatientes: su armada se componía de trescientos bajeles de guerra y de seiscientos de carga para los víveres y las municiones. Llegó a Palermo; recobró Eryx ( actual Catafano) por composición, a Motya por la fuerza, tomó y arrasó Mesina, y se apoderó de Catania y de algunas otras ciudades. Animado con tan felices victorias, marchó en dirección a Siracusa, llevando sus tropas de infantería por tierra, mientras que su armada, bajo la conducta de Magón, corteaba la orilla de aquellos mares.

La llegada de los cartagineses produjo gran turbación en la capital de Sicilia. Magón, a la cabeza de sus barcos de guerra, cargados con los despojos de la armada enemiga, sobre la cual acababa de alcanzar una señalada victoria, entró como en triunfo en el gran puerto, seguido de sus bajeles de trasporte. Al propio tiempo se vio llegar por la parte de tierra el numeroso ejército que conducía Himilcón. Este general hizo armar su tienda en el mismo templo de Júpiter: el resto de ejército acampó en las cercanías a doce estadios, esto es, poco más de media legua de la ciudad. Bien pronto coloca sus tropas en forma de batalla bajo los muros de la plaza, y se esfuerza, pero infructuosamente, por atraer a los siracusanos a un combate. No contento con haber obtenido de los sitiados, por este medio, la confesión de su debilidad en tierra, quiso también mostrarles que, en el mar, no eran menos interiores a los cartagineses: desde el gran puerto que ocupaba envió cien barcos escogidos que se apoderaron de los otros puertos sin resistencia; y durante treinta días llevó el estrago y la desolación por todo el territorio de Siracusa. Hízose dueño del arrabal de Achradina, saqueó los templos de Ceres y de Proserpina; y para fortificar su campo, derribó todos los sepulcros que cercaban la ciudad, entre otros el de Gelón y Demareta su esposa, que era de una magnificencia extraordinaria.

Aquella impiedad, dice Diodoro, atrajo sobre Himilcón la ira de los dioses: la fortuna cambió de aspecto, y terribles reveses sucedieron a las brillantes victorias que habían señalado el principio de la campaña. Desde luego, los siracusanos cuya confianza se reanimó, habían conseguido ventajas en algunas ligeras escaramuzas : terrores pánicos turbaban cada noche el campo de los africanos: Himílcón le cercó con nuevas obras e hizo construir tres fuertes, uno en Plemyra, otro hacia el medio del puerto y el último yunto al templo de Júpiter. Los abasteció de trigo, de vino y de todo cuanto podía ser necesario a su defensa, porque preveía que aquella guerra iba a ser más larga y dificultosa de la que al principio había creído.

Peste horrible en el campo de los cartagineses.

Pero bien pronto una enfermedad contagiosa se declaró entre sus tropas e hizo en ellas estragos increíbles: se estaba en la fuerza del verano, y el calor era aquel año excesivo. Además, su campo se había establecido en un valle hondo y pantanoso; circunstancias favorables a la propagación de la epidemia, que en aquel mismo lugar había diezmado a los atenienses cuando sitiaron Siracusa.

El contagio comenzó por los africanos que morían a centenares: al principio enterrábase a los muertos y se cuidaba de los enfermos; pero llegando a ser ineficaces todos los remedios; comunicándose el mal a todos los que asistían a los apestados y aumentando cada día el número de las víctimas, los cadáveres quedaron sin sepultura y los enfermos sin socorros. Bien pronto la infección causada por la putrefacción de estos cadáveres acreció la intensidad de la plaga.

Aquella epidemia, dice Diodoro, independientemente de los bubones, de las fiebres violentas y de los infartos de las glándulas, signos característicos de la enfermedad, era acompañada de síntomas extraordinarios, de crueles disenterías, de pesadez en las piernas, de agudos dolores en la médula es­pinal, hasta de frenesí y de tal furor, que los enfermos se arrojaban sobre cualquiera que encontraban a su paso, y le hacían pedazos.

Conociendo Dionisio el deplorable estado del ejército de los cartagineses, les acometió por tres lados a la par con todas sus fuerzas: en medio de la confusión que este triple ataque produjo en los africanos, tomó por asalto dos de las fortalezas que habían construido; y al mismo tiempo la armada siracusana fue a caer sobre sus bajeles. Los cartagineses, que creían haber sido atacados únicamente por tierra, y que habían conducido todas sus fuerzas a la defensa de su campo, se precipitaron en tumulto hacia el puerto, procurando salvar la flota. Pero fueron más diligentes los enemigos; y apenas tendrían tiempo para ponerse en defensa cuando la mayor parte de sus bajeles habían sido apresados, echados a pique o consumidos por las llamas. Estas primeras ventajas aumentaron de tal suerte la confianza de los siracusanos , que hasta los niños y los ancianos se mezclaron con los soldados del ejército y con los marinos, y quisieron participar también de los riesgos y de la victoria. La noche vino a poner fin al combate, y Dionisio estableció su campo al frente del enemigo, en la inmediación al templo de Júpiter.

Himilcón, vencido a un mismo tiempo en mar y tierra, envió secretamente diputados a Dionisio demandando que le permitiese llevar consigo a Cartago el corto resto de su ejército; y le ofrecía, por obtener esta gracia, todo el dinero que le quedaba, que no ascendía a más de trescientos talentos: no pudo obtener aquel favor sino para los cartagineses con los cuales se ausentó durante la noche, dejando todas las otras tropas a discreción del enemigo. De este modo, continúa diciendo Diodoro, los conquistadores que se habían apoderado de todas las ciudades de Sicilia, exceptuando Siracusa, a la cual miraban ya sin embargo como una presa segura, se veían reducidos a temblar por la salvación de su patria. Los que habían destruido los sepulcros de los siracusanos, dejaban tendidos sobre una tierra extraña, y privados de los honores de la sepultura, ciento cincuenta mil cadáveres de sus conciudadanos, arrebatados por la epidemia: los que habían entrado a sangre y fuego por el territorio de Siracusa, vieron, por un justo cambio de la suerte, consumida su inmensa armada por la voracidad de las llamas: los que con todo su ejército habían llegado al puerto de Siracusa, adornados con despojos de los enemigos y con todo el esplendor del triunfo, no previeron que se verían obligados a escaparse furtivamente en medio de la noche, abandonando a sus aliados, a sus compañeros de armas, a la venganza de un enemigo justamente irritado. El jefe mismo de un ejército tan poderoso, aquel fiero Himilcón que había osado colocar su tienda en el templo de Júpiter Olímpico, y poner una mano sacrílega sobre los tesoros del dios, so vio reducido a implorar una capitulación vergonzosa para llevar a Cartago al menos algunos restos de sus conciudadanos. Los dioses le castigan por pena de su impiedad con una vida miserable, deshonrada, objeto de la censura, de los ultrajes y de las maldi­ciones universales. Se le ve, forzado a humillar su orgullo, cubierto de pobres harapos, prosternarse en los templos, confesar públicamente su impiedad, e implorar el perdón de los mismos dioses a quienes había injuriado: en fin, no pudiendo libertarse del remordimiento de su conciencia, impónese el hambre por suplicio, y espira con una muerte lenta y dolorosa.

Levantamiento de los africanos contra los cartagineses (395 a.C.)

Un nuevo aumento de desgracias vino a abrumar a los cartagineses. Los africanos que hacía ya largo tiempo soportaban con despecho la dominación de Cartago, irritados entonces hasta el furor porque el general de esta república había abandonado cobardemente a sus compatriotas, y ex­puestos a las venganzas de los siracusanos, se prepararon a sublevarse: la situación apurada de sus dominadores les hacía concebir la esperanza de recobrar fácilmente su independencia. Se coligan entre sí, arman hasta a los esclavos, forman en poco tiempo un ejército de doscientos mil hombres, apodéranse de Túnez; y después de haber vencido en campo raso y en varios combates a los cartagineses, los obligan a encerrarse dentro de sus muros. La ciudad se creyó perdida, aquella inesperada sublevación se miró como efecto y continuación de la cólera celeste, que perseguía a los culpables hasta a la propia Cartago. Los pueblos en sus desgracias se hacen por el temor supersticiosos: Ceres y Proserpina eran divinidades desconocidas hasta entonces en aquel país: para reparar el ultraje que se les había hecho saqueando sus templos, las erigieron magníficas estatuas; se nombró para sacerdotes a los ciudadanos más distinguidos de Cartago; ofreciéronse sacrificios y víctimas según el rito griego, y nada se omitió de cuanto se creía que pudiese volver a estas diosas propicias a la república; Después de haber cumplido con la re­ligión, se ocuparon activamente en hacer los preparativos de la guerra: afortunadamente para los cartagineses, el numeroso ejército de los rebeldes carecía de jefes; no tenía provi­siones, ni máquinas de guerra, ni disciplina, ni subordinación; cada cual quería mandar, o se guiaba según su parecer. Introdújose, pues, la división entre aquellas tropas; y como el hambre se aumentase cada día más en su campo, se retiraron cada uno a su país y libertaron Cartago de un gran terror.

Expedición de Magón a Sicilia : tratado entre los cartagineses y Dionisio, tirano de Siracusa (de 395- 383 a.C.)

No obstante, los cartagineses, después de restablecer sus fuerzas hicieron pasar a Sicilia a Magón al frente de un nuevo ejército. Este general reconquistó las antiguas posesiones cartaginesas, consiguió que se sublevasen muchas ciudades sometidas a Dionisio, y avanzó hasta Agyris ( entre Enna y Catania ) : Dionisio llegó también a aquel punto desde Siracusa; y estando equilibradas las fuerzas de unos y otros, los sicilianos y los cartagineses se pusieron de acuerdo sobre las bases de un tratado de paz. Las condiciones fueron las mismas que en el tratado concluido entre Himilcón y Dionisio, después de la torna de Agrigento y de Gela, de las cuales ya hemos indicado la substancia: únicamente se añadieron estas dos cláusulas: que Magón cedería Tauromenio ( Taormina ) a los siracusanos, y que los sículos, basta entonces libres e independientes, serian en lo sucesivo súbditos de Dionisio. Este tratado duró nueve años sin interrupción.

Renovación de la guerra en Sicilia: muerte de Magón sufete y general de los cartagineses (383 a. C.)

Entre tanto, Dionisio excitaba a la defección y recibía en su alianza a las ciudades sometidas a los cartagineses : estos, temiendo por sus posesiones, enviaron otra vez a Magón a Sicilia, poniendo bajo sus órdenes ochenta mil guerreros. Después de algunos combates en que alternativamente fueron vencidos y vencedores, se dio una batalla decisiva en las inmediaciones de Cabala: Dionisio hizo prodigios de valor y de habilidad; dio muerte a diez mil enemigos, e hizo cinco mil prisioneros. Magón perdió la vida en aquella batalla, y los cartagineses, aterrados, pidieron la paz al tirano; pero este les contestó que no dejaría las armas de la mano basta que los cartagineses hubiesen consentido en evacuar la Sicilia entera y pagar los gastos de la guerra.

Expedición de Magón II a Sicilia (382 a.C.).

Estas condiciones les parecieron en extremo duras, y para eludirlas recurrieron a su acostumbrada astucia. Fingieron aceptar este tratado desventajoso y humillante; mas, pretextando que no podían entregar las ciudades sin orden de su gobierno, obtuvieron una tregua bastante larga para enviar a pedir a Cartago la ratificación. Se aprovecharon de este plazo para levantar y ejercitar nuevas tropas, y nombraron jefe a Magno, hijo del general que había perecido en la última batalla. Hallábase todavía en su primera juventud; pero ya se había distinguido por su habilidad, su intrepidez y su prudencia. Durante el corto espacio de la tregua, sus estímulos y sus lecciones establecieron la disciplina en el ejército y le inspiraron una justa confianza en sus fuerzas.

Tan pronto como espiró el plazo convenido, dio a Dionisio una batalla, en la cual fue muerto Leptino, uno de los más hábiles generales del tirano, y los siracusanos, a quienes los enemigos no daban cuartel, dejaron en el campo más de catorce mil cadáveres. El joven Magón se mostró prudente y moderado en la victoria: concedió a Dionisio una paz honrosa : los cartagineses conservaron todas sus posesiones en la Sicilia, y además adquirieron Selinunte y una parte del territorio de Agrigento, y exigieron mil talentos para los gastos de la guerra.

Senadoconsulto prohibiendo a los cartagineses aprender a hablar lenguas extranjeras

Hacia este tiempo, poco más o menos, fue cuando, según se dice, un ciudadano de Cartago escribió en griego a Dionisio, avisándole la salida del ejército cartaginés. En consecuencia se prohibió a los cartagineses, por un decreto del senado, aprender a escribir o hablar la lengua griega, para imposibilitarles tener comunicación alguna con los enemigos, bien por escrito, bien de viva voz. La existencia de este decreto, del cual Justino únicamente hace mención, me parece poco probable: al menos, si alguna vez existió, bien pronto debería caer en desuso. Las relaciones de guerra y de comercio que Cartago sostenía con Sicilia y las provincias vecinas, hacían su ejecución casi imposible: además, sabemos que Amílcar Barca y el famoso Aníbal, arengaban a sus auxiliares en su lengua propia; que este último, según Cornelio Nepote y Plutarco, cultivó la literatura griega, y compuso en esta lengua las memorias de sus campañas y la inscripción del templo de Juno Lacinia, que fue vista y mencionada por Polibio.

Peste en Cartago: nuevo levantamiento de los africanos y de los sardos (379-368 a.C.).

Las fuerzas de Cartago estaban debilitadas por la violencia de una espantosa epidemia que había hecho grandes estragos dentro de sus muros. Los africanos y los sardos quisieron aprovecharse de aquélla ocasión para sacudir el yugo; mas unos y otros fueron vencidos, y se vieron obligados a entrar de nuevo en la obediencia.

Renovación de la guerra entre Dionisio y los cartagineses: muerte de Dionisio (368 a.C.)

Por aquel mismo tiempo, Dionisio quiso utilizar otra vez la apurada situación en que se veían los cartagineses para renovar la guerra. Un ejército de treinta mil sicilianos de a pie, y de treinta mil caballos, ayudado por trescientos bajeles, toma Selinunte, Entela y Eryx, pero se ve obligado a levantar el sitio de Lilibea ( actual Marsalla ): la armada de los cartagineses sorprende a la de Dionisio, y apresa treinta de sus barcos; y los dos partidos, cansados de hacerse la guerra, celebran un nuevo tratado de paz. Poco después Cartago se vio libre de su más formidable enemigo; murió Dionisio a los sesenta y tres años de edad y treinta y ocho de reinado: le sucedió en el trono su hijo primogénito, Dionisio, a quien se distinguió con el nombre de Dionisio el Joven. 

Segundo tratado entre los romanos y los cartagineses (402 de la fundación de Roma, 352 antes de J. C.)

Ya hemos dado cuenta del primer tratado entre los romanos y los cartagineses: se celebró otro que Orosio dice haber sido concluido el año 402 de la fundación de Roma, y por consecuencia, en el tiempo de que hablamos, poco más o menos. Este segundo convenio contenía casi las mismas condiciones que el primero; solo que los habitantes de Tyro y Utica se hallaban comprendidos expresamente en él, en unión con los cartagineses. 

Guerra de los cartagineses contra Dionisio el Joven: Timoleón socorre a Siracusa (352- 242 a.C.)

Después de la muerte del primer Dionisio, sufrió Siracusa grandes turbulencias. Dionisio el Joven que, sin tener ninguno de los talentos de su padre, llevaba hasta la exageración todos los defectos y todos los vicios, se entregó a la molicie y los deleites y vino a ser un objeto de odio y general desprecio. Siracusa le declaró la guerra y le arrojó de sus muros: fue acogido por los locrios, sobre los cuales ejerció durante seis años una horrible tiranía; pero arrojado también de Locri por sus habitantes, sublevados contra él, volvió a Sicilia, y entró por traición en Siracus , donde se abandonó sin medida a todos los excesos del odio y de la venganza. Los siracusanos se sublevaron de nuevo y llamaron en su auxilio a Icetas, tirano de Leontio ( Lentini ) que se apoderó de toda la ciudad, si se exceptúa la ciudadela , donde Dionisio logró sostenerse. Estas turbulencias parecieron a los cartagineses una coyuntura favorable para realizar su constante deseo de apoderarse de Sicilia , y con tal objeto enviaron a esta isla una poderosa armada y un ejército dé sesenta mil hombres, al mando de Magón. En semejante apuro, aquellos entre los siracusanos, cuyas intenciones eran más puras, recurrieron a sus fundadores los corintios, que ya les habían auxiliado con frecuencia en sus peligros. Los corintios les enviaron a Timoleon: era este un general hábil y un ciudadano virtuoso, que había demostrado su celo por el bien público liberando a su patria del yugo de la tiranía a costa de su propia familia. Partió pues con diez bajeles únicamente; arribó a Rhegio (Reggio) y eludió por una feliz estratagema la vigilancia de los cartagineses, que advertidos por Icetas de su partida y designios, querían impedirle que pasase a Sicilia.

Timoleón apenas llevaba consigo mil guerreros: con tan débiles fuerzas marcha audazmente al socorro de Siracusa; deshace en las inmediaciones de Adrano ( Aderno ) el ejército de Icetas, que era muy superior en número, y aprovechando aquel momento de victoria, consiguió apoderarse de una parte de la capital de Sicilia. Icetas, asombrado de la audacia y del triunfo de Timoleón, abre el gran puerto a los cartagineses, que hacen entrar en él ciento cincuenta bajeles, y desembarcan sesenta mil hombres en la parte de la ciudad inmediata a la rada. ¡Extraña posición de los siracusanos, que parecían haber perdido hasta la esperanza! En efecto veían a los cartagineses dueños del puerto, a Dionisio de la ciudadela y a Icetas de la Achradina. Afortunadamente, Dionisio, que se hallaba sin recursos, entregó a Timoleon la ciudadela con todas las tropas, armas y víveres que encerraba, y obtuvo un salvo conducto para refugiarse en Corinto. Entonces se convino entro los tres ejércitos que ocupaban Siracusa, en una suspensión de hostilidades.

La mayor parte de los auxiliares de Magón eran griegos: durante la tregua se mezclaron con los soldados de Timoleón; y estos les hacían presente sin cesar que era indigno de su nombre y de su valor emplear las armas en la ruina de una de las más hermosas ciudades fundadas por los griegos, para someterla a la bárbara dominación de los cartagineses; y fue el apoyo que estos prestaban a Icetas, no era más que un pretexto para ocultar sus provectos ambiciosos respecto de Siracusa y de Sicilia entera. Circulan estas insinuaciones por el campo de los africanos: Magón, de carácter débil y pusilánime, a quien las atrevidas empresas de Timoleón habían ya causado gran terror, se creyó al momento víctima de la traición y abandonado por sus tropas: el miedo abulta a sus ojos el peligro; se reembarca con su ejército; sale del puerto y da la vela con rumbo a Cartago. En el momento que Magón llegó a esta ciudad, le formaron un proceso; mas previno su suplicio por una muerte voluntaria, lo cual no impidió que su cadáver fuese colgado de una cruz, y expuesto a las miradas del pueblo. Al día siguiente de la partida de los cartagineses, Timoleon acometió a Siracusa por tres puntos a la vez; derrotó y puso en dispersión las tropas de Icetas, y se apoderó de la ciudad, sin haber perdido ni uno solo de sus soldados.

Nuevos esfuerzos de los cartagineses en Sicilia : Amilcar II y Aníbal  II son vencidos por Timoleon (340 a.C.)

Los cartagineses, deseando lavar la afrenta que habían sufrido sus armas, equiparon doscientas galeras y mil barcos de trasporte y los enviaron a Sicilia con setenta mil combatientes e inmensos pertrechos de guerra. Desembarcaron en Lilybea, y bajo la conducta de Amílcar y de Anibal resolvieron marchar primeramente contra los corintios. Timoleon, sin asustarse por su número, lomó al momento el partido de salirles al encuentro; pero en Siracusa causó tal espanto la superioridad de las fuerzas enemigas, que Timoleon apenas halló entre su numerosa guarnición tres mil siracusanos y cuatro mil mercenarios con bastante ánimo para seguirle: todavía, de estos últimos, se dejaron arrastrar por el temor hasta el número de mil, y desertaron durante la marcha. Timoleon, lejos de entristecerse por ello, miró como una ventaja que aquellos cobardes se hubiesen declarado antes del combate: con su continente marcial, y sus arengas llenas de confianza, animó al resto de su pequeño ejército, y le condujo en busca del enemigo, acampado a orillas del rio Crimisa.

Acometer con cinco mil infantes y mil jinetes solamente a un ejército de setenta mil hombres, abundantemente provisto de todos los medios de defensa; trabar el combate a ocho jornadas de Siracusa, sin ninguna esperanza de socorro, sin medio alguno para asegurar su retirada, era en verdad en Timoleón un exceso de audacia que parecía tener algo de locura; y sin embargo, solo la temeridad podía darle la victoria. Sirvióse hábilmente, para que renaciese la esperanza en sus soldados, del poderoso móvil de los presagios y de los augurios; hizo pasar a sus almas el entusiasmo y la confianza que le animaban, y se arrojó de improviso sobre los cartagineses, al tiempo que vadeaban el río. En aquel momento estalló sobre ellos una espantosa tempestad acompañada de relámpagos, truenos y enormes piedras, que fueron para los griegos un auxiliar poderoso; porque dándoles por la espalda el recio viento, les incomodaba muy débilmente, mientras que el granizo azotaba los rostros de los cartagineses y les deslumbraban los relámpagos. Objeto del furor de los elementos, y hostigados vigorosamente por los griegos, no pueden resistir más y emprenden la fuga. Desde aquel instante ya no es una derrota la que sufren, es una horrible confusión : los carros, los jinetes, los soldados de a pie, todos se precipitan a la par en el Crimisa, se embarazan mutuamente en su huida, y se sumergen en las ondas del rio, crecido a causa de la tempestad. Los que buscaron un refugio en las colinas, fueron muertos por las tropas ligeras: la cohorte sagrada de los cartagineses, compuesta de dos mil quinientos ciudadanos, los más distinguidos por sus riquezas y por su valor, combatió hasta el último aliento, y todos se dejaron sacrificar, antes que rendirse. Los cartagineses tuvieron además diez mil muertos en el campo de batalla: Timoleón les hizo quince mil prisioneros y se apoderó de su campo, en el cual halló riquezas inmensas, que abandonó por completo a sus soldados, sin reservar nada para sí mismo.

Conspiración de Hanón contra el senado y el pueblo de Cartago (337 antes de J. C.J.

Hacia este mismo tiempo probablemente, y mientras que Cartago estaba debilitada por los reveses que acababa de experimentar en Sicilia, fue cuando tuvo lugar la conspiración de Hanón, según nos la ha trasmitido Justino únicamente. Hanón, el primer ciudadano de Cartago, temible a la república por sus riquezas excesivas, empleó sus tesoros para esclavizarla, y quiso, dando muerte a los senadores, abrirse una senda para la tiranía. Para ejecutar semejante atentado eligió el día de las bodas de su bija, a fin de ocultar más fácilmente, bajo el velo de la religión, el espantoso crimen que meditaba. Hizo colocar en los pórticos públicos mesas para los ciudadanos, y en el interior de su palacio convidó a los senadores a un banquete, con el objeto de hacerles perecer en secreto, por medio de bebidas envenenadas, e invadir más libremente el imperio privado de sus jefes. Instruidos de este designio por sus sirvientes, los magistrados le desconcertaron sin castigarle; temían que, tratándose de un hombre tan poderoso, el descubrimiento del crimen pudiese ser más funesto al estado que el proyecto de su ejecución. Limitándose, pues, a prevenir la conjuración, señalaron los gastos de las bodas por un decreto que, siendo aplicable a todos los ciudadanos, menos parecía designar al culpable que reformar un abuso general. Desbaratado su plan por esta medida, Hanón excita a los esclavos a rebelarse, fija por segunda vez el día de los asesinatos; y viendo que de nuevo se descubrían sus tramas, se apodera de una fortaleza con veinte mil esclavos armados. Mientras que llamaba en su auxilio a los africanos y al rey de la Mauritania, cayó en manos de los cartagineses, que después de azotarle con varas, le hicieron sacar los ojos, romperle los brazos y las piernas, y darle muerte a la vista del pueblo: en fin su atormentado cuerpo fue suspenso de una cruz. Sus hijos y todos sus parientes, hasta los más inocentes en su crimen, expiraron en el suplicio, a fin de que no sobreviviese persona alguna de aquella odiosa familia, que pudiera imitar su ejemplo o vengar su muerte.

Fin de la guerra: nuevo tratado de paz entre los siracusanos y los cartagineses (338 a.C.)

Después de la victoria alcanzada en las riberas del rio Crimisa, Timoleón, dejando en el país enemigo las tropas extranjeras , para que acabasen de saquear y talar las tierras de los cartagineses, se volvió a Siracusa. En el momento que llegó, desterró de Sicilia a los mil soldados que le habían abandonado en el camino; y les hizo salir de la ciudad antes de ponerse el sol, sin tomar de ellos otra venganza.

Los cartagineses, tan dispuestos a dejarse abatir por los reveses, como a embriagarse con esperanzad exagerada a la menor victoria, pidieron la paz. Timoleon se la concedió; pero a condición de que los límites de su territorio serían las orillas del rio Halyco; que dejarían a todos los sicilianos en libertad para ir a establecerse en Siracusa, con sus familias y sus bienes; y en fin, que no conservaran con los tiranos ni alianzas ni secretas inteligencias.

 

 

LA GUERRA DE AGATOCLES ( 319-309)