CAPÍTULO XXXI. ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA. ARAGÓN Y NAVARRA EN EL SIGLO XV.De 1410 a 1479.
I. «Jamás pueblo alguno, dijimos en nuestro discurso preliminar, mostró una moderación, una sensatez y una cordura comparables a la de aquel reino (Aragón) cuando quedó sin sucesión cierta la corona... El compromiso de Caspe es una de las páginas más honrosas de aquel magnánimo pueblo.» Proclamamos
entonces una gran verdad, y nos complacemos en repetirla ahora. La vacante de
un trono, cuando ni queda designado sucesor, ni hay quien tenga un derecho
incuestionable y claro a la corona, es siempre uno de los más graves conflictos
en que puede verse una sociedad regida por instituciones monárquicas. Era mayor
para el reino aragonés, por las circunstancias especiales en que se hallaba a
la muerte sin sucesión del humano don Martín. agregación sucesiva de reinos y
provincias que hablaban diversos idiomas y se regían por diversas constituciones,
costumbres y leyes; separadas unas de otras por los mares; agitadas y
conmovidas así las provincias insulares como las del continente por disensiones
intestinas y por enconados e implacables bandos; con cinco pretendientes ya
conocidos, aragoneses unos, extranjeros otros, belicosos algunos, algunos
poderosos, ambiciosos todos; sin pastor universal la iglesia, que solía ser el
mediador en las grandes contiendas de las naciones; dividida la cristiandad
entre tres pontífices que se disputaban la tiara de San Pedro, y se lanzaban
mutuamente anatemas; ¿quién no auguraba a este reino turbaciones, guerras,
desórdenes, calamidades sin fin, y tal vez por remate de todo una disolución
social?
Y
sin embargo este gran pueblo, que debía su material engrandecimiento al valor
de sus hijos y a la espada de sus reyes; este pueblo, cuyas lanzas habían
paseado victoriosas las tierras y mares de España, de Francia, de África, de
Italia, de Grecia y de Turquía; en una edad en que la fuerza era la que
comúnmente decidía en el mundo las querellas de las naciones, en aquella
situación crítica da un ejemplo sublime de sensatez y de verdadera civilización
al mundo de entonces y al mundo futuro, proclamando que sólo será rey de Aragón
el que deba serlo por la justicia y por la ley. En su robusta constitución
política confía encontrar elementos para resolver legalmente la cuestión más
grave y trascendental que puede ocurrir en un estado monárquico. «La ley, dice,
no las armas, el derecho, no la fuerza, la justicia, no las afecciones
personales, son las que han de fallar este gran litigio y decidir cuál de los
pretendientes ha de ser el legítimo rey de Aragón.» ¿Y a qué tribunal se
someterá el juicio y sentencia de este pleito solemne? Al gran jurado nacional.
Cataluña
da el primer ejemplo de su respeto a la ley. Uno de los aspirantes al trono es
un intrépido y vigoroso catalán, de la ilustre estirpe de los condes de
Barcelona, que se presenta audaz, poderoso y robustecido con el favor popular.
Y sin embargo, el parlamento de Cataluña, compuesto de individuos generalmente
adictos al conde de Urgel, renuncia digna y generosamente a sus personales
afecciones, protesta contra toda violencia y contra toda pretensión armada,
intima al de Urgel que se abstenga de acercarse a Barcelona, declara que no
toca al parlamento catalán sino al general de los tres reinos decidir como
árbitro supremo la cuestión de sucesión, e invita a sus hermanas Aragón y Valencia
a que congreguen sus respectivos parlamentos para entenderse en negocio tan
grave y capital. Acordes las tres provincias en el principio de legalidad, era
un espectáculo interesante el de los parlamentos de los tres reinos de aquella
monarquía federal, congregados sucesivamente en Barcelona, en Calatayud, en
Tortosa, en Alcañiz, en Vinalaroz, en Trahiguera y en Valencia, discutiendo y
deliberando sobre los medios de venir a un común acuerdo, conformes todos en el
pensamiento de que el elegido para rey de Aragón fuese el que tuviera mejor
derecho, y representara simultáneamente el triunfo de la ley y la expresión de
la voluntad nacional.
Sordas
las asambleas al ruido de las armas, en medio de la agitación de las
poblaciones irremediable en un largo interregno, y a vueltas de la contrariedad
de pareceres imprescindible en hombres reunidos para deliberar en negocios
arduos, graves y de vital interés, los parlamentos llegan a entenderse, y
cometen a nueve jueces elegidos por iguales partes entre los tres reinos la
decisión arbitral del gran litigio, a cuyo fallo han de someterse
respetuosamente todas las provincias, todos los pueblos y todos los hombres de
aquella vasta monarquía.
Estos
jueces que van a ejercer la más suprema de las magistraturas y que han de
pronunciar una sentencia sin apelación para un grande imperio, no son ilustres
condes, ni ricos-hombres poderosos, ni caudillos vencedores, ni esclarecidos
príncipes; son cinco eclesiásticos y cuatro legistas; son la representación de
la ciencia y de la virtud. El mundo veía por primera vez con asombro confiado
el destino de una de las más poderosas naciones de Europa a nueve hombres del
pueblo, pacíficos, desarmados, salidos de la iglesia, del claustro y del foro,
sin el aparato de la fuerza y del poder, sin el esplendor de la cuna y del
linaje, sin la ostentación o el influjo de la riqueza, y aguarda en suspenso el
fallo de los compromisarios de Caspe.
Abre
este jurado nacional su gran proceso: recibe las embajadas de todos los
pretendientes; oye las alegaciones de sus abogados; examina con calma y con
dignidad sus respectivos derechos; medita, coteja, discute sin apasionamiento,
y falla. La voz de la justicia pronuncia por boca de un santo el nombre de
Fernando de Castilla; la mayoría de los jueces se adhiere al voto de San
Vicente Ferrer, y proclamase que el príncipe Fernando de Castilla es el que
tiene el mejor derecho y debe ser en justicia el rey de Aragón (1412). El
jurado nacional ha pronunciado, y el pueblo acata el fallo del jurado nacional.
La nación que ha sabido hacer un uso tan discreto, prudente y legal de su
soberanía, merecía bien unos intérpretes tan rectos y justos como los de Caspe,
y jueces tan justos y rectos como los de Caspe eran dignos de un pueblo que
sabía venerar el fallo de la justicia pronunciado por labios tan santos.
Parlamentos, jueces, pueblos, todos se han conducido con igual magnanimidad en
la más ruda prueba que puede ofrecerse a una nación. No sabemos si al cabo de
siglos de progreso y de ilustración obrarían con tanta mesura, sensatez e
imparcialidad las naciones modernas.
El
pueblo aragonés obtuvo el premio de su noble proceder y de su justa
adjudicación, recibiendo por monarca al más digno de los competidores y al
mejor de los príncipes de su tiempo. Y Fernando de Castilla, que había
rechazado noblemente la invitación de tomar para sí la corona de su sobrino el
niño don Juan II, que había regido la monarquía castellana con lealtad, con
celo y con justicia, que había triunfado de los enemigos de la fe, y adornado
su frente con los laureles de Antequera, recibe el galardón de su desinterés,
de su denuedo y de sus virtudes, siendo el escogido para sentarse en el trono
de los Berengueres y de los Jaimes, y a cambio de una corona que su conciencia
no le permitió aceptar en Castilla va a ver legalmente reunidas en sus sienes
las coronas de Aragón, de Cataluña, de Valencia, de Mallorca, de Cerdeña y de
Sicilia. El magnánimo pueblo
Extinguida
por primera vez la línea directa de la ilustre y robusta estirpe de los condes
de Barcelona, que por cerca de tres siglos ha dominado en Aragón, por primera
vez también un príncipe castellano de la dinastía bastarda de Trastámara,
legitimada ya, va a ocupar el trono aragonés. La ida de un Fernando de Castilla
a Aragón es el preludio de la unidad de los dos reinos; la venida de un
Fernando de Aragón a Castilla será su complemento. ¿Cómo no hemos de decir que
hay acontecimientos providenciales? Cuando en el siglo XII (1137) quedó sin
sucesión masculina el trono de Aragón; cuando se miraba como un infortunio para
el reino que hubiera quedado sólo la niña Petronila, hija del rey-monje,
aquella que parecía calamidad produjo el inmenso bien de la unión de Aragón y
Cataluña por medio del feliz enlace de Petronila de Aragón con el cuarto
Berenguer de Barcelona. Cuando en el siglo XV (1410) vacó sin sucesión directa
el trono de Aragón y de Cataluña; cuando la muerte sin testamento del rey don
Martín se miraba como un infortunio para la vasta monarquía aragonesa, aquella
que parecía calamidad se había de convertir en provecho de la España entera.
Así so fue preparando en ambas ocasiones, sin violencia, sin guerras, sin
turbaciones, sin lesión ni menoscabo de los derechos de cada uno, la unión de
pueblos destinados por la naturaleza a refundirse en uno sólo.
II. No
era ciertamente todavía ni sazón ni oportunidad de consumar esta unión, sino de
prepararla. Ni había elementos para realizarla entonces, ni el intentarla
hubiera sido prudente. Duraban aún las desconfianzas y recelos, cuando no las
antipatías entre ambos países, especialmente por parte de los catalanes. Por
respeto a la ley se habían estos conformado con la elección, pero no les
satisfacía un rey llevado de otra parte. Cuando salieron los embajadores de los
tres reinos a recibirle, los de Aragón y Valencia entraron hasta dentro de
Castilla, los de Cataluña no quisieron pisar la raya, ni se apearon como los
demás a besarle la mano. Tres veces le hicieron jurar que guardaría sus fueros y libertades antes que
ellos le juraran obediencia como a conde de Barcelona. No podían tolerar que
llevase tropas castellanas a su territorio, e incomodábalos que tuviese
castellanos en su consejo. Tal era la desconfianza con que miraban a un
soberano procedente de otro país, y no de la línea derecha, de sus antiguos
condes. En las cortes de Momblanc se le mostraron recelosos y esquivos, y entre
Fernando y los conselleres de Barcelona mediaron palabras y contestaciones
ásperas y duras, acabando por despedirse con desabrimiento y enojo. No eran
disposiciones estas para mirarse todavía como hermanos los de los dos reinos,
pero la sola aceptación de un monarca castellano, la coexistencia de dos
príncipes de una misma rama y familia en los dos tronos, era ya un anuncio y
una preparación, de que ellos mismos tal vez entonces no se apercibían.
El
conde de Urgel, el más osado y tenaz, el más belicoso y turbulento de los
competidores, y el único que se atrevió a apelar de las leyes a las armas,
después de una guerra imprudente tuvo que humillarse a implorar la gracia de su
vencedor, y recibir como merced una reclusión perpetua. El vencido y penado era
un conde catalán descendiente de Wifredo; sin embargo los catalanes lo vieron y
callaron; y Fernando de Trastámara aseguró en Balaguer con las lanzas y las
lombardas la corona que en Caspe le habían dado su árbol genealógico y la
rectitud de nueve jueces.
Desde
la abolición del Privilegio de la Unión, que hoy podríamos llamar el gran golpe
de estado de don Pedro el Ceremonioso, habían cesado las famosas contiendas
entre el trono y la aristocracia, que por tantos años habían conmovido y
ensangrentado el país. Establecida sobre bases fijas y estables la constitución
aragonesa, la dinastía castellana de Trastámara halló resueltas las cuestiones
políticas, y no tuvo que innovar en materia de instituciones. Fernando se
limitó a reformar tal cual gobierno municipal como el de Zaragoza, que no había
perdido sus formas republicanas y conservaba privilegios y resabios anárquicos.
Tuvo también la fortuna de calmar la
Si
hubiera vivido algunos años más, tal vez hubiera tenido más pronto término el
cisma que afligía al mundo cristiano. El emperador Segismundo, el gran campeón
de la unidad de la Iglesia, halló en Fernando I de Aragón un cooperador que no
le cedía ni en energía ni en celo, y que acaso le aventajaba en desinterés. No
hubiera sido posible en tan poco tiempo trabajar más de lo que trabajó en
obsequio a la paz universal; y por último, acreditó su celo religioso y su amor
a la justicia con un arranque de energía que no pudo menos de hacer eco en el
orbe católico. A nadie más que a Fernando de Aragón hubiera convenido el
triunfo de Pedro de Luna (Benito XIII) en la famosa cuestión del pontificado.
Prelado aragonés, y uno de los más fogosos partidarios del príncipe
castellano, nada hubiera podido ser más lisonjero al soberano de Aragón que
tener a su devoción la tiara. Y sin embargo, convencido de que el pertinaz
antipapa es el gran obstáculo para la paz y la unidad de la iglesia, viendo que
son infructuosos los consejos e ineficaces las conferencias de Morella, de
Perpiñán y de Constanza para reducirle a la renuncia que toda la cristiandad
ansiaba, se aparta él mismo y sustrae solemnemente a todos sus reinos de la
obediencia al antipapa Benito. Desde entonces el refugiado en Peñíscola quedó
reducido a un temerario impotente, y Fernando I de Aragón con aquel rasgo de
desinteresada piedad y de enérgica entereza, si no acabó materialmente con el
cisma, le mató moralmente por lo menos.
La
Providencia concedió sólo cuatro años de reinado al honrado y justo don
Fernando el de Antequera. La salud y la vida le faltaron pronto, y murió con el
cuerpo en Cataluña, y con el alma y el pensamiento en su querida Castilla
(1416).
III. Reservada
estaba la satisfacción de ver terminado, el cisma a su hijo Alfonso V, que
siendo príncipe había trabajado ya por su extinción manejando las negociaciones
a nombre de su doliente padre. Sin embargo la existencia de Pedro de Luna en
Peñíscola aún después de elegido Martín V y reconocido por toda la
cristiandad, sirvió grandemente a la política de Alfonso de Aragón para obtener
concesiones del nuevo papa, o por lo menos para neutralizar su desafecto a la
casa real de Aragón: porque según el proclamado en Constanza se conducía con
Alfonso, así Alfonso comprimía o daba ensanche al encerrado en Peñíscola, como
quien tenía en su mano o afianzar o perturbar de nuevo la paz de la iglesia.
El
antipapa aragonés, elegido con todas las condiciones canónicas y sin
competidores, hubiera sido un gran pontífice, porque reunía ciencia,
experiencia, probidad, elevación de alma, y una energía de carácter que ni
antes ni después ha podido rayar más alto en ningún hombre. Pero resistiendo a
los deseos y votos casi unánimes de la iglesia.y de los concilios, de los
príncipes y de las naciones, se convirtió lastimosamente en un gran perturbador
de la cristiandad, y pudiendo haber sido una de las más robustas columnas de la
iglesia, fue por su obstinación y pertinacia declarado cismático y hereje. Se
recuerda con asombro y con. lástima el ejemplo de un hombre que a los noventa
años de edad, excomulgado por la iglesia, muere llamándose papa y lanzando
excomuniones desde un castillo, como aquel que desde una peña brava se
entretuviera en arrojar al aire globos de fuego artificial que se apagan antes
de caer al suelo y no queman a nadie.
La
desconfianza de los catalanes hacia los soberanos procedentes de Castilla, se
reproduce con Alfonso V bajo nueva forma, queriendo resucitar uno de los
abolidos privilegios de Alfonso III, y pidiendo que aleje de su consejo y
corte a los castellanos. Pero este Alfonso, castellano como su padre, y criado
como él en Castilla, oye con enojo las altivas pretensiones de sus nuevos
súbditos, mantiene con entereza su dignidad, se siente llamado a empresas
mayores que la de sostener mezquinas luchas con vasallos exigentes, y sin detenerse
a cuestionar sobre ilegales demandas prepara una flota, se arroja a los mares,
y no regresa a la península española hasta poder anunciar que aquel monarca a
quien se quería privar del derecho de ordenar su casa tiene un reino más que
agregará la corona de Aragón. La nación aragonesa, belicosa y agresora de suyo,
debió quedar satisfecha cuando vio que la dinastía bastarda de Castilla le daba
príncipes que extendían sus términos más allá que los habían llevado Jaime el
Conquistador y Pedro el Grande.
Aunque
el reinado de Alfonso V parece pertenecer más a Nápoles que a Aragón, y a
Italia que a España, es imposible dejar de seguirle a aquellas regiones, porque
arrastra tras sí con su grandeza al historiador, como arrastraba a la flor de
los caballeros de su reino que le seguían en sus empresas. Bosquejar la
situación del reino aragonés en este período y apartar los ojos de la
contemplación del rey Alfonso en sus expediciones, sería tan imposible como
mirar al firmamento en noche serena y no seguir con la vista la estrella que
corre de un punto a otro de la azulada bóveda dejando tras sí un rastro de luz.
La
conquista de Sicilia en el último tercio del siglo XIII y la de Nápoles en el
primero del XV tuvieron muchos puntos de semejanza. Alfonso V parecía el
continuador de la obra y de la política de Pedro III. A ambos les fueron
ofrecidas las coronas de aquellos reinos por la fama que acompañaba su nombre,
y si la conquista había entrado antes en su pensamiento, supieron disimularle
hasta ser brindados con ella. Uno y otro vencieron y arrojaron de las bellas
posesiones italianas a los duques de Anjou, el primero a Carlos, el segundo a
Luis y a Renato, y dejaron sembradas las semillas de la gran rivalidad entre
Francia y España, que había de estallar más adelante en estruendosas guerras
entre las dos naciones en aquellos pintorescos y desafortunados países. Si no
señalaron la conquista de Alfonso tragedias como la de las Vísperas sicilianas,
los incendios y desastres de Nápoles y Marsella y los combates sangrientos en
las calles de aquellas ciudades populosas, alumbrados en oscuras noches por las
llamas de los edificios, no fueron menos horribles que las escenas espantosas
de Palermo y de Mesina. Hasta en sus pasiones y flaquezas de hombres se
asemejaron los dos conquistadores aragoneses, dejando encadenar sus corazones
de héroes en los amorosos lazos de dos mujeres italianas, haciendo nombres
históricos, el uno el de la discreta mesinesa Mafalda, el otro el de la bella
napolitana Lucrecia.
Tuvo
sin embargo Alfonso V más dificultades que vencer, y corrió más vicisitudes;
ya por el carácter ligero, voluble y caprichoso de la reina Juana de Nápoles,
que con la misma facilidad mudaba de esposos y de amantes que de hijos
adoptivos, haciendo un juego vergonzoso con su mano, con sus favores y hasta
con su maternidad, aprisionando hoy al esposo de ayer, llamando mañana al
favorito desechado hoy, y apellidando traidor un día al que la víspera había
llamado hijo y heredero; ya por la ligereza y versatilidad de los mismos
barones napolitanos, tan pronto angevinos furiosos como entusiastas aragoneses;
ya por las grandes confederaciones de las repúblicas y príncipes italianos,
incluso el papa, que contra él en varias ocasiones se formaron. Y sin embargo,
Alfonso aparece grande y magnánimo en todas las situaciones, prósperas o
adversas de su vida. Libertador de la reina Juana, intimida y ahuyenta a los
enemigos de la reina y a los pretendientes del reino. Desairado y desheredado
por ella, conquista en las calles con la espada lo que la veleidad le ha
querido arrancar en el palacio con un escrito.
Guerrero
formidable delante de Gaeta, es un caudillo clemente y humanitario que se
conmueve a la vista del infortunio, y manda dar mantenimientos a las
desgraciadas familias de sus enemigos: porque es el mismo Alfonso, que había
roto las cadenas del puerto de Marsella, asaltado su muelle, barrido de
soldados las calles, y mandado respetar y proteger las mujeres y recoger con
veneración y conducir a España las reliquias de un santo. Vencido por los
genoveses en las aguas de Ponza, y prisionero del duque de Milán, con sus
hermanos los infantes de Aragón, no es un prisionero abatido, es un príncipe
majestuoso, que con su dignidad, su discreción, su elocuencia y su dulzura gana
el corazón del generoso milanés, y de un vencedor y un adversario hace un
aliado constante y un amigo íntimo y leal. Siéndole cuatro pontífices
consecutivos o desafectos o contrarios, manéjase con tal política, que obtiene
bulas apostólicas confirmando su carta de adopción y sus derechos al reino de
Nápoles, y es invocado por la Santa Sede para que ayude a recuperar para la
iglesia estados que le tenían usurpados otros príncipes. Sin romper la unidad
católica, hace servir a su política los dos cismas de su tiempo, y las
discordias religiosas de Constanza y de Basilea le dan ocasión y pie para
conminar o halagar, según le conviene para hacerse propicios a los papas.
En
aquel movimiento universal que la presencia de Alfonso de Aragón suscitó en
toda la
Uno
de los testimonios que acreditan más el ascendiente que Alfonso llegó a tomar
en Nápoles y en toda Italia, es haber conseguido que los napolitanos aceptaran
sin repugnancia y recibieran por rey a su hijo Fernando, que a su cualidad de
hijo de extranjero y rey de conquista reunía la circunstancia de ser bastardo.
La
concepción de los grandes pensamientos, el manejo en las negociaciones
políticas, el plan de dirección en las empresas, eran comúnmente del rey. La
ejecución y el éxito debíanse a la intrepidez y destreza de los marinos
catalanes y al brío y arrojo de los impetuosos aragoneses, conocidos ya en las
regiones marítimas y respetados en el interior de Italia. Diéronle también
poderosa ayuda sus hermanos los infantes don Juan, don Enrique y don Pedro, y
el pueblo le votaba subsidios en abundancia; de modo que infantes, barones,
ricos-hombres, caballeros, caudillos, soldados y pueblo, todos participaban de
los sacrificios, de los peligros y de las glorias de su soberano.
Mas
a vueltas de esa grandeza personal que nos asombra y de esa gloria nacional que
forma el orgullo de los monarcas y de los pueblos conquistadores, Aragón
sacrificaba sus hijos y sus tesoros a la vanidad de ostentar sus barras
victoriosas en apartadas regiones, y de tener un soberano que llevaba una
corona más en la cabeza. Alfonso V se enamoró de Italia como de una mujer
hermosa, y en vez de ser un rey de Aragón que dominaba en Italia, era un rey de
Italia que dominaba en Aragón. Bien lo conocían y sentían algunos ilustrados
aragoneses, y en más de una ocasión lamentaron en las cortes el largo
alejamiento del soberano, y reclamaron su presencia en sus naturales reinos. No
le faltaba a Alfonso la voluntad, pero le ligaban allá nuevos intereses y
necesidades. Naciones y reyes habían de tardar todavía muchos años, siglos
enteros, en penetrarse bien de una gran verdad social, que hay prescritos
límites naturales a las sociedades humanas como a los territorios, y que
traspasarlos con la dominación es ganar glorias que deslumbran, pero que matan.
También
creemos que Alfonso, en los años que permaneció en Aragón después de su primera
expedición a Nápoles, no se condujo con la prudencia que era de esperar de tan
gran príncipe. En vez de moderar el espíritu turbulento de sus hermanos,
agitadores incansables de Castilla; en vez de desempeñar el noble papel de
mediador entre príncipes de una misma sangre y de tan inmediato deudo, fomentó
más las discordias, hizo alianzas con los magnates castellanos enemigos de su
rey, y envolvió en lastimosas guerras las dos monarquías que debieran ser más
hermanas. Viose también
En
medio del tráfago de discordias, de ambiciones y de intrigas puestas en juego
por tantos príncipes, descubrimos con gusto la intervención de un personaje
noble y desinteresado que resalta como la claridad de un lucero al través de
las tinieblas. Este personaje interesante, dramático, tierno, es la reina de
Aragón doña María de Castilla. La esposa de Alfonso V el Magnánimo, como la
madre de Fernando IV el Emplazado, doña María de Aragón como doña María de
Molina, allí acude diligente, activa, infatigable, donde cree que puede
negociar una tregua, una paz o una reconciliación. Esposa del rey de Aragón,
cuñada del de Navarra, y hermana del de Castilla, toma sobre sí la noble tarea
de interceder entre enemigos príncipes, cuya sangre es su sangre, y cuyas
lanzas, donde quiera que hieran, han de herir en el corazón de una esposa o de una
hermana. La aparición repentina de doña María en los campos de Cogolludo en
medio de los ejércitos aragoneses, navarros y castellanos, cuando estaban ya en
orden de batalla para dar principio al combate; de aquella reina que dirige a
todos palabras de amor y de concordia; que planta con heroica serenidad su
tienda entre las dos filas, y dice a unos y a otros con voz resuelta y varonil:
«no consiento que haya pelea entre hermanos», semeja la aparición de un ángel
de paz, enviado por el cielo para aplacar rencores. Por desgracia la
intervención benéfica de la reina produjo sólo un efecto pasajero, y los odios
se aplacaron pero no se extinguieron.
La
división que Alfonso V hizo de sus estados al morir, dejando los de España y
Sicilia a su hermano don Juan, el de Nápoles a su hijo natural don Fernando,
fue más política que conforme al derecho y orden natural de suceder. Pero de
todos modos dejó allá por herencia a sus sucesores la rivalidad y el
resentimiento de la Francia y los odios de todos los pequeños estados
italianos.
IV. Heredando el
reino de Aragón don Juan II, (1458), que era ya rey de Navarra (1425), estas
dos monarquías se encuentran sometidas a un solo cetro, como en los tiempos de
Sancho Ramírez.
En
el siglo XI fue Navarra, fue la dinastía de Sancho el Mayor la que surtió de
reyes los tronos de Aragón, de León y de Castilla. En el siglo XV es Castilla
la que da soberanos a Navarra, a Aragón y a las dos Sicilias. Al ver la
dinastía castellana entronizada en todos los dominios españoles, no debió ser
difícil vislumbrar la unidad futura. Los síntomas se iban sucediendo con cierta
rapidez desde la muerte de don Martín y la elección de don Fernando.
Navarra
y Aragón antes del siglo XV seguían opuesto rumbo, como dos hermanos de
encontradas inclinaciones. Aragón es el hermano adquisidor, laborioso, activo,
emprendedor y arrojado, que sale de su casa, y lanzándose a empresas atrevidas
va aumentando su patrimonio con las ganancias de sus aventuradas expediciones.
Navarra semeja la hermana a quien un extraño que ha obtenido su mano saca de la
casa paterna, y viene después a incorporarse con la familia. Más francesa que
española desde la extinción de la línea masculina de la robusta y vigorosa raza
de Íñigo Arista, con tendencia a españolizarse otra vez con el buen rey Carlos
el Noble, vuelve con su muerte a incorporarse en el gremio de su antigua
familia, heredando la corona su hija Blanca, que ha sido antes esposa de un
príncipe aragonés, y lo es ahora de un infante de Aragón y de Castilla.
Pero
aquella buena y desventurada reina tuvo la noble debilidad de consentir que
fuese rey el que no tenía derecho a ser más que esposo, y don Juan comprometió
la Navarra envolviéndola en todos los azares y en todas las guerras y
disturbios, que con sus hermanos el rey y los infantes de Aragón movió en el
reino castellano. Huésped incómodo y porfiado de Castilla, no iba a Navarra
sino cuando le expulsaban de acá, o necesitaba de recursos para proseguir sus
maquinaciones. Semejábase a uno de esos seres disipados que gastan la juventud
en turbar el sosiego de otras familias, y sólo vuelven al techo doméstico
compelidos por la necesidad y mientras se habilitan de nuevo para continuar la
carrera de sus dañosas aventuras.
Cuando
murió la bondadosa y prudente doña Blanca (1441), pudo el desgraciado reino
navarro haber salido de aquella mala tutela si se hubiera puesto la corona en
la cabeza de su hijo el príncipe de Viana, a quien por derecho hereditario
pertenecía. Pero una cláusula del testamento de la reina, resto de su prudente
consideración hacia su esposo, sirvió de especioso pretexto a don Juan para
seguir apoderado de un cetro, que si ahora conservaba con alguna apariencia de
legalidad, había de usurpar después con criminal descaro a su hijo. Si por
algunos años, distraído en los negocios y guerras de Castilla, deja traslucir
solamente o tibieza, o desvío, o desamor hacia el príncipe a quien había dado
el ser, desde las segundas bodas con doña Juana Enríquez de Castilla (1444) se
pudo ya presagiar que no faltarían disgustos graves al hijo de doña Blanca. El
ascendiente de la nueva esposa acabó de extinguir en don Juan los sentimientos
paternales, si algún resto conservaba de ellos. La sagaz y altiva madrastra
tuvo la funesta habilidad de hacer del padre legítimo un padrastro también. La
ida de la reina a Navarra con el carácter de ex-regente, contra los derechos ya
harto injustamente lastimados del príncipe heredero (1452), exacerbó el justo
resentimiento de el de Viana y sus adictos, y el desgraciado reino navarro,
desgarrado ya por los bandos implacables de Agramonteses y Biamonteses, vio
además estallar en su seno las mortíferas guerras, de que hemos dado cuenta,
entre la madrastra y el entenado, entre el padre y el hijo, que Castilla
atizaba con el amargo goce de la venganza.
El
desventurado Carlos de Viana, vencido y prisionero de su padre en Aybar, y
derrotado por segunda vez en Estella, busca un asilo en Nápoles al amparo de su
tío Alfonso V de Aragón. Mas la muerte de este gran monarca, acaecida antes de
recoger el fruto de sus negociaciones para reconciliar al padre y al hijo
(1458), redujo otra vez al de Viana a la situación de un prófugo desamparado.
Verdad es que donde quiera que iba el príncipe Carlos hallaba en medio de su
infortunio la satisfacción más pura para las almas nobles y generosas, el
afecto y las simpatías de cuantos le conocían y trataban. En Nápoles, en
Sicilia, en Cataluña, en el bullicio de una corte populosa, en el retiro y
silencio de un monasterio, en todas partes inspiraba interés, que comenzaba por
compasión a la desgracia inmerecida, y acababa por amor a las virtudes del
proscrito. Pero al compás que crecía su popularidad crecía también el odio de
su padre y de su madrastra, y en esta lucha funesta pasó el príncipe Carlos de
Viana toda su vida.
Si
aquellas demostraciones de afecto hubiesen sido la simple manifestación de un
cariño simpático, si estos odios hubiesen sido puramente domésticos, si las
vicisitudes que corrió el príncipe de Viana no hubieran sido sino aventuras
personales, serían asunto más propio y más del dominio del romance, del drama o
de la novela que de la historia. Pero aquella pugna entre el afecto popular y
el odio paterno, de que era objeto y blanco el primogénito de Navarra, no sólo
fue la que dio carácter a la fisonomía y situación política de una gran parte
de España por más de medio siglo, sino que ejerció un influjo poderoso en la
suerte futura de toda la península española. Por efecto de aquel aborrecimiento
injustificado se vio el pequeño reino de Navarra destrozado por los partidos
interiores, invadido y guerreado por castellanos y franceses, se alteró la ley
de sucesión contra el derecho y la naturaleza, dándole a una hija segunda y a
un príncipe extranjero, y se difirió por más de otro medio siglo su
incorporación a la monarquía central. Aviváronse y se encrudecieron las
discordias entre Aragón y Castilla; y los catalanes, constituidos primeramente
en padrinos generosos del príncipe perseguido y en defensores de la justicia y
de la ley, mostraron luego hasta qué punto sabían humillar los reyes, y
acreditaron después hasta qué grado eran tenaces, duros e inflexibles en sus
rebeliones.
El
príncipe de Viana, tan generalmente querido por su amabilidad, por su
ilustración y por otras excelentes prendas personales, carecía por otra parte
de las dotes más necesarias para recuperar la posición perdida y a que era
llamado por la naturaleza y por las leyes. Hijo injustamente odiado, y príncipe
ilegalmente desposeído, no acertaba a ser ni rebelde ni sumiso sino a medias.
Resuelto y valeroso en Navarra, irresoluto espectador en Nápoles, generoso y
desinteresado en Sicilia, precipitado en Mallorca, reverente y humilde en
Cataluña, sin dejar de ser conspirador y desobediente, ni tuvo la suficiente
constancia y energía para presentarse siempre como vindicador de sus vulnerados
derechos de hijo y de príncipe, ni fue bastante humilde para disipar los
recelos de un padre desafecto y conjurar las iras de una madrastra iracunda.
Así en Nápoles como en Sicilia pudo acaso haber ceñido una corona, con la cual
no faltó en uno y otro punto quien le brindara, más prefirió, o por desinterés,
o por irresolución, o por debilidad, ser hijo reconciliado en España a ser
monarca en país extraño y adoptivo. Faltaba a las órdenes de su padre en
Mallorca y le pedía perdón en Igualada. Por no excitar recelos en su padre,
esquivaba en Barcelona el solemne y afectuoso recibimiento que querían hacerle,
y sin embargo llamaba padre al rey de Castilla, conspiraba con él, y negociaba
su matrimonio con la princesa Isabel su hermana, que era lo que llevaban menos
en paciencia su madrastra y su padre. Con la sencillez de un hombre honrado,
fiaba en sus pactos de reconciliación y de concordia, y cuando acudía a las
cortes de Lérida, sin sospechar que fuese llamado sino como hijo, como amigo y
como heredero, se veía preso y conducido a un castillo. Era demasiado ingenuo y
demasiado débil el príncipe Carlos para habérselas con una madrastra tan
rencorosa y tan vengativa, tan política y tan artificiosa, tan resuelta y
varonil como la reina doña Juana, y con un padre tan desnaturalizado y tan práctico
en las artes de la intriga como don Juan II.
Mucho
suplió a la falta de firmeza del príncipe la fogosidad impetuosa de los
catalanes, y el ardor y decisión con que abrazaron y defendieron su causa. Tan
admirable fue el arrojo con que le rescataron de la prisión, como la alegría
con que le recibieron en Barcelona, y como el entusiasmo con que le aclamaron
lugarteniente general del principado, y heredero y sucesor legítimo de todos
los reinos de la corona de Aragón. Los desaires, las humillaciones y los
bochornos que hicieron sufrir a la reina doña Juana en Villafranca, en Tarrasa
y en Barcelona, debieron herir vivamente su orgullo de reina, y mortificarla de
un modo horrible como señora. El mismo rey don Juan, aquel monarca que reunía
siete diademas en su cabeza, se vio humillado por los adustos y severos
catalanes hasta el punto de tener que firmar la obligación degradante de
abstenerse de poner los pies en Cataluña. La expiación hubiera sido terrible,
si hubiera durado más.
Pero
Carlos de Viana, el príncipe más modesto, más instruido y más amable de su
tiempo, el querido de naturales y de extraños, el que por su nacimiento por sus
virtudes y por los votos de los pueblos era llamado a regir una vasta
monarquía, estaba destinado a morir luchando con su desdichada suerte, y
falleció en la flor de su edad (1461), dejando sumidos en dolor y llanto a sus
muchos adeptos, y muy especialmente a los catalanes. Si la historia carece de
datos para asegurar que en su temprana muerte interviniera la mano criminal de su
madrastra, la fama tradicional que en el país se conserva desde aquellos
tiempos no la supone inocente, y el tósigo que después puso fin a la existencia
de su querida hermana y sucesora doña Blanca hace verosímil, ya que no cierto,
aquel juicio.
Hay en España una tendencia, no sólo a compadecer, sino a ensalzar y santificar los hijos de los reyes injustamente odiados y perseguidos por sus padres, y los catalanes quisieron hacer del príncipe Carlos un San Hermenegildo. Su sepulcro obraba prodigios, y su cuerpo estuvo, al decir del pueblo, haciendo milagros por espacio de seis días, curando enfermos, dando vista a los ciegos y habla a los mudos, y en el Dietario de la diputación general de Cataluña se inscribió el mismo día de su fallecimiento: San Carlos, primogénito de Aragón y de Sicilia. La
causa de los catalanes había sido justa y noble: ellos se habían hecho los
amparadores de la inocencia perseguida, y los vindicadores de la justicia atropellada.
Pero insistiendo después de la muerte del príncipe en negar la obediencia al
rey de Aragón, que de todos modos era su legitimo soberano, se convirtieron de
generosos defensores de la legitimidad en rebeldes obstinados y duros. La
guerra sangrienta que por espacio de diez años sostuvieron contra don Juan II
de Aragón es uno de los sucesos que han caracterizado más a ese pueblo
belicoso, altivo, pertinaz, inflexible, fuerte y perseverante en sus
adhesiones, temoso e implacable en sus odios. No nos asombra tanto que por no
someterse al rey de Aragón, de quien se tenían por ofendidos, pensara al pronto
en constituirse en república, como ver después a ese pueblo, tan apegado a los
soberanos nacidos en su suelo, brindar con la corona y señorío del Principado
sucesivamente a Luis XI de Francia, a Enrique IV de Castilla, a Pedro de
Portugal, a Renato y Juan de Anjou, y andar buscando por Europa un príncipe que
quisiera ser rey de Cataluña, antes que doblar sus altivas frentes al monarca
propio a quien una vez se habían rebelado. Semejante tesón y temeridad daba la
pauta de lo que había de ser este pueblo indómito en análogos casos y en los
tiempos sucesivos: pueblo que por una idea, o por una persona, o por la
satisfacción de una ofensa,-ni ahorra sacrificios, ni economiza sangre, ni
cuenta los contrarios, ni mide las fuerzas, ni pesa los peligros. El sitio de
Barcelona puso el sello a su temerario heroísmo.
En
esta guerra de diez años pareció que había mudado el rey don Juan de genio y de
naturaleza, y que no conservaba del hombre antiguo sino el brío y la
resolución. El que toda su larga vida había sido turbulento, bullicioso,
precipitado y cruel como monarca y como padre, se mostró en la ancianidad
mesurado y prudente en la política, hábil y diestro en las negociaciones, y
hasta clemente y generoso en los triunfos. Admira ciertamente cuando se le ve
pobre y falto de recursos, septuagenario y ciego, conservar entero su ánimo y
su espíritu, hacerse conducir a los peligros y llevar a los combates, y obrar con
el vigor de un joven robusto, vigoroso y sano. Pero no maravilla menos la
cordura y la destreza con que se maneja en las confederaciones, alianzas y
tratos con los reyes de Francia, de Castilla y de Inglaterra, con el conde de
Foix, lugarteniente de Navarra, con los duques de Saboya y de Milán, con el
jefe de la iglesia y con las cortes de Aragón. Este monarca que parecía haber
empleado sesenta años en hacerse aborrecer, interesa en la edad decrépita, hace
que le den los aragoneses el título de Hércules de Aragón, y gana para todos el
sobrenombre de Juan II, el Grande. Con su esfuerzo y su política consigue ir
aislando a los catalanes, se va apoderando de las plazas del Principado, los
reduce a la sola ciudad de Barcelona, y puestos en la mayor extremidad después
de una resistencia heroica, los admite a su obediencia bajo condiciones
razonables y nada duras para los vencidos, muéstrase benigno y hasta generoso
con los que le han sido rebeldes, cesan los escándalos y estragos de la guerra,
es recibido sin desagrado en Barcelona, y se hace querer de los que tanto
tiempo habían sido sus enemigos.
Singular
es y digno de notarse, que esta guerra desoladora se encendiera con las
predicaciones de un monje fanático y se apagara con las exhortaciones de otro
monje apostólico y conciliador. El P. Gualbes acaloró y sublevó al pueblo, y el
P. Gaspar aplacó su obstinación y le reconcilió con su soberano. Tal era la
influencia religiosa en Cataluña.
Luis
XI de Francia, con parecidos designios, pero con más aviesa y más torcida
política que su abuelo Felipe el Atrevido, se había apoderado del Rosellón y la
Cerdaña como compensación de una protección ambigua dada al aragonés. Esto
obligó a don Juan II a emplear el resto de su azarosa vida en recuperar
aquellos importantes condados, donde hizo prodigios de valor y humilló más de
una vez las banderas de San Luis. Parecía que los años vigorizaban el espíritu
y robustecían el cuerpo de don Juan II en vez de enflaquecerle y debilitarle;
a la edad casi octogenaria se le vio en Perpiñán más fuerte y más grande que en
los días de su juventud y de su madurez en Olmedo, en Gaeta, en Ponza, en Aybar
y en Estella; y si no triunfó enteramente de la política capciosa y ladina del
monarca francés, fue porque le sobraban atenciones y le faltó vida.
Cuando
están para cumplirse los destinos de las naciones, se combinan los sucesos de
modo
V. En tiempos de
tanta turbación y de tan incesantes guerras, necesariamente habían de
resentirse la agricultura, la industria, el comercio y las demás fuentes de la
riqueza pública. El ruido de los talleres es enemigo del ruido de los combates;
la mano que empuña la espada no ara la tierra, y el caballo de batalla no
arrastra el arado ni se unce a la carreta del labrador.
Como
comprobación de esta triste verdad en el período que comprende el examen del
presente capítulo, citaremos muy pocos, pero muy elocuentes datos. Las cortes
de Aragón de 1452 decían a su rey Alfonso V: «Señor, esta guerra que se está
sosteniendo sin descanso, ha despoblado vuestras fronteras, hasta el punto de
no haber quien cultive los campos: sólo en rescate de prisioneros hemos gastado
cuatrocientos mil florines: la industria y el comercio se han paralizado no
vemos más remedio a tantos males que la presencia de nuestro rey.»
Cuatrocientos mil florines parecía una cantidad exorbitante a las cortes de un
reino tan vasto y que comprendía provincias y países tan fértiles como Aragón.
Don Juan II para poder hacer la campaña de Perpiñán tuvo que vender su manto
de armiño y tomar prestados de un particular diez y seis mil florines. Pero
todo cuanto pudiéramos decir se compendia en el hecho siguiente: «para costear
los gastos del entierro de don Juan II. de Aragón, de Navarra, de Mallorca, de
Cerdeña y de Sicilia, hubo que vender las pocas joyas que habían quedado en su
recámara, y hasta el toisón de oro que había llevado en su pecho.» Estos suelen
ser comúnmente los resultados de las guerras, de las conquistas estertores, y
de las glorias militares que tanto por desgracia envanecen a reyes y pueblos.
No
se crea por eso sin embargo que Cataluña y Aragón carecían en este tiempo de
comercio y de industria. Resentíanse, es verdad, y habían menguado mucho estas
dos fuentes de pública riqueza, pero no era posible que se extinguieran del
todo en un pueblo que había llegado a hacerse tan pujante por su marina, y que
por sus dominios insulares, por sus mismas guerras y conquistas, por sus
relaciones políticas, estaba en contacto asiduo con las naciones marítimas de
Europa, de África y hasta de Asia. Aparte de las numerosas flotas y de los
grandes armamentos navales que la historia ha demostrado y la razón misma
alcanza haber sido necesarios en el siglo XV para la conquista de Nápoles y
para las guerras marítimas con las repúblicas italianas, multitud de naves y
galeras catalanas y valencianas armadas en corso plagaban las aguas del
Mediterráneo y del Adriático, y sostenían diarios combates contra los piratas
provenzales, genoveses, venecianos y moros. Antonio Doria,
comandante de las galeras de Génova, apresó en 1412 en el puerto de Caller tres
naves catalanas, a bordo de las cuales encontró cerca de mil fardos de paños y
otros muchos géneros. Los productos de la industria extranjera en que entonces
comerciaban más los catalanes eran los paños, cadines, fustanes, sargas,
sarguillas, estameñas, saya de Irlanda, chamelotes de Reims, ostendes y otras
ropas flamencas. Sin embargo ya en 1422 se hizo un reglamento
general para la perfección de las fábricas de paños en Cataluña, y se prohibió
la introducción de todas las ropas extranjeras de lana, de seda, y todo tejido
de oro y plata, para obligar a los naturales a vestirse sólo de telas del país,
y se extendieron unas ordenanzas generales en 97 artículos, en que se trataba
del beneficio y preparación de las lanas, de las calidades de las estofas, de
las obligaciones de los tejedores, del oficio y manipulaciones de los pelaires,
y de las reglas y métodos que debían observar los tintoreros. Y aunque las
guerras posteriores entorpecieron mucho el progreso industrial de los
catalanes, todavía un escritor extranjero que alcanzó el siglo XV. decía de
Barcelona en los primeros tiempos del reinado de don Juan II. «Asimismo todos
los demás hijos de aquella ciudad de cualquiera edad y condición trabajaban y
gastaban sus días en las buenas artes; los unos en las nobles y liberales, y
los otros en aquellas cuyos oficios son manuales e industriosos, en los cuales
eran muy primos.»Pero esta laboriosidad, natural a aquel
pueblo, no era bastante a suplir la falta o escasez de producciones indígenas
de que todo el reino por las causas expresadas se resentía.
VI. Mejor fortuna
cupo en este tiempo a las buenas letras, que desde el reinado de don Juan I fueron
estimadas y más o menos protegidas por los príncipes y soberanos, y aún
cultivadas por algunos de ellos. El consistorio de la Gaya Ciencia de Barcelona
creado por aquel monarca y dotado considerablemente por el rey don Martín,
cuyas reuniones se habían suspendido durante las turbulencias que siguieron a
la vacante de la corona, volvió a abrirse y a celebrar sus sesiones tan pronto
como don Fernando de Castilla fue reconocido y jurado rey de Aragón. Este
príncipe no solamente solía asistir en persona a las reuniones de aquella
asamblea literaria, sino que instituía premios, que un tribunal encargado de
examinar y juzgar las obras que se presentaban al certamen adjudicaba y
distribuía a los autores de las más sobresalientes composiciones. De este modo recibió un grande impulso la literatura
catalana, o sea la poesía provenzal modificada por el elemento catalán.
Porción
de poetas catalanes y valencianos florecieron en este período. En un cancionero
que se conservó en la Universidad literaria de Zaragoza se hallan composiciones
de más de treinta autores de poesías lemosinas, entre los cuales se encuentran
los nombres de Ausias March, el más excelente de todos, de Arnau March, de
Bernat Miquell, de Rocaberti, de Jaime March, de Mosén Jordi de Sant Jordi,
Luis de Vilarasa, Mosén Luis de Requésens, Franchesch Ferrer, y otros que no es
de nuestro propósito enumerar. De entre los poetas
lemosines era el más afamado el valenciano Ausias March, el Petrarca lemosín,
cuyas obras han llegado hasta nosotros y se distinguen por la ternura y por el
sentimiento moral que en la mayor parte de ellas se advierte. En 1474 se celebró en
Valencia con gran pompa un certamen público en honor de la Virgen, en el cual
se disputaron el premio hasta cuarenta poetas, siendo uno de los competidores
otro de los valencianos más notables de aquel tiempo llamado Jaime Roig, autor
de Lo libre de les dones. La circunstancia de haber entre estas
poesías algunas en castellano, prueba que se marchaba ya hacia la fusión
literaria como hacia la fusión nacional entre los dos pueblos, al paso que la
poesía provenzal había ido perdiendo su carácter a medida que se alejaba de su
suelo natal y avanzaba a las provincias o reinos de Aragón y Valencia, tomando
el tinte del habla y genio de estos países, hasta encontrarse con la castellana
que penetraba por opuesto rumbo para confundirse como las razas y como las
familias reinantes. La Divina Comedia del Dante era traducida al catalán por
Andrés Febrer, y apareció en este tiempo en idioma valenciano Tirant lo Blanch
(Tirante el Blanco), uno de los libros de caballerías que el inmortal Cervantes
declaró por boca de don Quijote dignos de ser libertados de las llamas. Aunque
el autor de este libro Joannot Martorell dice haberle traducido del inglés al
portugués y de este último idioma al valenciano, creése que fue obra original
suya, y que el suponerle traducción fue un artificio muy usado por los
escritores de aquel tiempo, que acaso para lucir sus conocimientos en las
lenguas extrañas, o por dar más autoridad a sus libros, o por otras razones
propias de la época, tenían la costumbre de fingirlos escritos en griego, en
caldeo, en arábigo o en otros idiomas, como lo hizo todavía en tiempos muy
posteriores el mismo Cervantes.
Este
movimiento literario no se limitaba solamente a la poesía y a las obras de
imaginación y de recreo. Extendíase también a materias graves de religión, de
moral, de historia, de política y de jurisprudencia. Se hacían traducciones y
anotaciones de la Biblia, se escribían crónicas, libros de legislación, máximas
y consejos para gobierno de los príncipes, obras de teología, y muchos sermonarios.
La elección espontánea y unánime de doctos eclesiásticos y esclarecidos
juristas hecha por los representantes de los tres reinos para resolver la
cuestión jurídica y política de la sucesión a la corona después de la muerte
del rey don Martín, y la confianza omnímoda depositada en los compromisarios de
Caspe, prueban más que todos los argumentos que pudiéramos amontonar el culto y
veneración que ya a los principios del siglo XV se daba a la ciencia en el
reino aragonés, y esta honra pública y solemne que se hacia a las letras no
podía menos de ser un estímulo para seguir cultivándolas, como así sucedió por
todo aquel siglo. Escritores celosos de los tiempos modernos, laboriosos
investigadores de las antiguas glorias literarias españolas, nos han dado a
conocer los nombres y las obras de los ingenios que en aquel tiempo dieron
lustre y esplendor a las letras en la monarquía aragonesa, y contribuyeron a la
civilización de aquel gran pueblo.
Mucho
contribuyó también al desarrollo y progreso de la instrucción pública la
creación de la Universidad literaria de Barcelona en 1430 por el antiguo
magistrado de aquella ciudad, dotada con treinta y dos cátedras, a saber: seis
de teología, seis de jurisprudencia, cinco de medicina, seis de filosofía,
cuatro de gramática, una de retórica, una de anatomía, una de hebreo, y otra de
griego.
Creemos fundada la observación de un escritor
aragonés de nuestros días, cuando dice que el trato íntimo de los aragoneses
con los italianos en el reinado de Alfonso V y el ejemplo mismo de aquel gran
monarca hicieron brillar en aquella parte de España desde sus primeros
destellos la aurora del renacimiento que apuntaba en Italia, y aclimataron esa
literatura del siglo XV, término medio entre la de los trovadores lemosines y la
clásica del siglo XVI.
Indicamos
antes que los soberanos y príncipes de aquel siglo y de aquel reino no
solamente habían protegido las letras, sino que algunos las habían cultivado
ellos mismos. En este sentido son dos grandes, nobles e interesantes figuras la
del rey Alfonso V. de Aragón y la del príncipe Carlos de Viana. El primero,
guerrero formidable, conquistador insigne, gran político, monarca magnánimo,
empleando el último tercio de su vida, el único en que ha podido gozar de algún
reposo, en la lectura y estudio de los autores clásicos, en el trato y
comunicación con los literatos de su reino, en proporcionarse maestros y
profesores que le instruyan en las artes liberales, en la retórica y poesía, en
la historia, en las ciencias eclesiásticas y en el derecho canónico y civil,
remunerándoles con pingues estipendios, y aspirando él a ganar el sobrenombre
de Sabio, que prefería a los de Guerrero y Conquistador, y que al fin la
historia le ha reconocido. El segundo, príncipe desgraciado, preso
unas veces, prófugo otras, y perseguido siempre, haciendo del estudio el
consuelo en sus adversidades y el compañero de su soledad y retiro, empleando
su tiempo en la lectura y en la correspondencia con los hombres sabios,
distinguiendo con su amistad al príncipe de los trovadores de su tiempo Ausias
March, no olvidando las letras ni en la corte, ni en el claustro, ni en las
campañas, traduciendo la Ética de Aristóteles, escribiendo una historia de los
reyes de Navarra, y componiendo trobas que cantaba a la vihuela para dulcificar
la amargura de su situación. Estos ejemplos no eran
perdidos para el pueblo como no lo son nunca los de los príncipes que honran
los talentos, premian la ciencia y enseñan y siguen ellos mismos el camino del
saber.
La
cultura intelectual que en este tiempo iba alcanzando Aragón, unida a la que en
la misma época, como habremos de ver, se observaba también en Castilla, eran
indicios de que la España se preparaba a entrar en un nuevo período de su vida
social.
CAPÍTULO XXXII.
ESTADO SOCIAL DE CASTILLA AL ADVENIMIENTO DE LOS REYES CATÓLICOS. SIGLO XV. De 1390 a 1475.
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