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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

CAPÍTULO XXIII

ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA. ARAGÓN EN EL SIGLO XIV. De 1335 a 1410.

 

Grandes alteraciones y modificaciones sufrió la monarquía aragonesa, así en sus materiales límites como en su constitución política en el reinado de don Pedro IV. el Ceremonioso; y bien dijimos al final del cap. XIV. que el carácter enérgico y sagaz, la ambición precoz y la índole artera y doble que había desplegado siendo príncipe, presagiaban que tan pronto como empuñara el cetro había de eclipsar los nombres y los reinados de sus predecesores.

Con estas cualidades, que no hicieron sino refinarse más con la edad y con la experiencia en un reinado de más de medio siglo, que alcanzó cuatro de los de Castilla, a saber, los de don Alfonso XI, don Pedro, don Enrique II y don Juan , dejó el monarca aragonés un ejemplo de lo que puede un soberano dotado de sagacidad política, que con hábil hipocresía y con fría o imperturbable serenidad sabe doblegarse a las circunstancias, sortear las dificultades, y resignarse a las más desagradables situaciones para llegar a un fin, que fijo en un pensamiento le prosigue con perseverancia, y sujeta a cálculo todos los medios hasta lograr su designio. El carácter de éste y de algunos otros monarcas aragoneses nos ha hecho fijarnos más de una vez en una observación, que parece no tener explicación fácil. Notamos que precisamente en ese país, cuyos naturales se distinguen por su sencilla, y si se quiere, un tanto ruda ingenuidad, y cuya noble franqueza es proverbial y de todos reconocida, es donde los reyes comenzaron más pronto a señalarse como hábiles políticos, y donde se empleó si no antes, por lo menos no más tarde que en otra nación alguna esa disimulada astucia que ha venido a ser el alma de la diplomacia moderna. Atribuírnoslo a los prodigiosos adelantos que ese pueblo había hecho en su organización política, y a las extensas relaciones que sus conquistas le proporcionaron con casi todos los pueblos.

Don Pedro IV. de Aragón continuó, siendo rey, la persecución que siendo príncipe había comenzado contra su madrastra doña Leonor de Castilla, contra sus hermanos don Fernando y don Juan, y contra los partidarios de ellos. Mas luego que vio la actitud de don Alfonso de Castilla, de los mediadores en este negocio y de los mismos ricos-hombres aragoneses, aparentó someterse de buen grado a un fallo arbitral, y reconoció las donaciones hechas por su padre a la reina y a los hijos de su segundo matrimonio.

Muy desde el principio había fijado sus ojos codiciosos en el reino de Mallorca. Acometer de frente la empresa hubiera llevado en pos de sí la odiosidad de un despojo hecho por la violencia a su cuñado don Jaime II. Y éste, que no hubiera sido un reparo ni un obstáculo para un rey conquistador, lo era para don Pedro IV. que blasonaba de observador de la ley y de guardador respetuoso de los derechos de cada uno. Aguardó pues ocasión en que pudiera hacerlo con apariencia de legalidad, y se la proporcionó la cuestión sobre el señorío de Montpellier imprudentemente promovida por el rey de Francia, y sostenida con no muy discreto manejo por el de Mallorca. El aragonés se propuso entretener a los dos para burlarlos a ambos, y cuando supo que el mallorquín había declarado la guerra al francés le reconvenía por aquello mismo de que se alegraba. La citación que le hizo para las cortes de Barcelona cuando calculaba que no había de poder asistir, fue un artificio menos propio de un joven astuto que de un viejo consumado en el arte de urdir una trama. Temiendo luego que la venida de don Jaime a Barcelona neutralizara los efectos de aquel ardid, apeló a la calumnia, y le hizo aparecer como un criminal horrible, de quien providencialmente se había salvado. Así cuando se apoderó de Mallorca, se presentó, no como usurpador, sino como ejecutor de una sentencia que declaraba a don Jaime delincuente y privado del reino como traidor, y agregó las Baleares a sus dominios con título y visos de legitimidad.

Al despojo de las Baleares siguió el de los condados de Rosellón, Cerdaña y Conflent. Lo uno era natural consecuencia de lo otro. Siendo don Jaime traidor y rebelde, procedía la privación de todos sus estados, y no era hombre don Pedro que cejara en su obra ni por consideración ni por piedad. Si alguna vez forzado por las circunstancias alzaba mano en alguna guerra, hacía creer al mediador pontificio que obraba por respetos a la santa iglesia romana. Pero aquel santo respeto duraba mientras reunía mayores fuerzas y se proveía de máquinas de batir. Entonces se olvidaba de Roma y se acordaba sólo de Perpiñán, dejaba de acatar al sumo pontífice y pensaba sólo en atacar a su cuñado don Jaime, se acababa la piedad y se renovaba la guerra. El mismo don Pedro en su crónica cuenta con sarcástico deleite las humillaciones que hizo sufrir a su hermano. El despojo se consumó, y el reino de Mallorca en su totalidad quedó solemne y perpetuamente incorporado a la corona aragonesa.

La extrema desventura a que se vio reducido el destronado monarca le inspiró un arranque tardío de dignidad: se negó a sufrir la última afrenta, soltó los grillos y quiso recobrar la corona perdida. No faltó quien le tendiera una mano en su infortunio: fue de estos el mismo rey de Francia, causador de su ruina, que también reconoció tarde su error y le dio un auxilio tan infructuoso como su arrepentimiento. Este socorro y el de la reina de Nápoles sirvieron a don Jaime para dar todavía algún susto a su cruel y desapiadado enemigo: pero todas sus tentativas no pasaban de ser los esfuerzos inútiles de un desesperado. Al fin logró, en lugar de consumirse en una esclavitud ignominiosa, morir dignamente en el centro de sus antiguos dominios peleando con denuedo heroico en defensa de sus legítimos derechos. Acabó, pues, el reino de Mallorca con la muerte de don Jaime II.

La creación de aquel reino había sido un error político de don Jaime el Conquistador, y su agregación a la corona aragonesa fue obra de una inicua trama de don Pedro el Ceremonioso. Hay acciones que sin dejar de ser criminales y odiosas producen un bien positivo: tal fue la de don Pedro IV. de Aragón, usurpador injusto, pero utilísimo a su pueblo: sacrificó inhumanamente una víctima, pero dio engrandecimiento y unidad a la monarquía; cometió un despojo inmoral, pero provechoso al reino.

A un despojo sucedió otro despojo, y a una víctima otra víctima. La primera había sido un hermano político, la segunda fue un hermano carnal. Pero tampoco entraba en la política ni en el carácter de don Pedro privar a su hermano de la sucesión al trono que le pertenecía por las leyes y las costumbres aragonesas a falta de hijos varones del rey, sin dar a su proyecto el color de la legalidad; porque el principio político de aquel astuto monarca era ante todo un afectado respeto a la ley y a las formas legales. Por eso no despoja a su hermano del derecho de sucesión hasta que logra una declaración de letrados de que en Aragón son hábiles las hembras para suceder. Entonces proclama sucesora a su hija doña Constanza, y para quitar al hermano la procuración general del reino le supone en connivencia con el rebelde rey de Mallorca. Pero el pueblo que no opina como los legistas se agrupa en torno a la bandera del infante, y a la voz mágica de Unión se mueve un levantamiento casi general, aristocrático en Aragón, y democrático en Valencia. Pero aquí entra la astucia y la sagacidad de don Pedro y su política acomodaticia para doblegarse a las circunstancias y caminar siempre tan lenta y tortuosamente como sea necesario a su fin.

No le importa hacer concesiones y ceder a exigencias; él se indemnizará. Resiste mientras no aventura en resistir, pero cede cuando ve que arriesga en no ceder, y espera su día. Conoce que no sufren los aragoneses que la procuración del reino se ejerza a nombre de una infanta, y manda a los gobernadores que expidan los títulos a nombre del rey. Accede, cuando ya no puede remediarlo, a que las cortes se celebren en Zaragoza; en aquellas tumultuosas cortes le piden confirme el famoso Privilegio de la Unión: don Pedro se niega en el principio, pero le amenazan, y le confirma. En una sesión le faltó ya el sufrimiento, y retó públicamente de malvado y de traidor al infante su hermano, más sus palabras producen una conmoción borrascosa, y concluye por restituir la procuración general del reino a aquel hermano a quien acababa de apellidar traidor e infame.

¿Qué importan al rey don Pedro estas concesiones? Antes de hacerlas ha tenido cuidado de protestar secretamente ante algunos de sus consejeros íntimos declarando nulo cuanto otorgue, como arrancado por la violencia. Si, cuando llegue su día, no bastan estas ignoradas protestas a absolverle de perjurio ante la conciencia pública, él se dará por absuelto ante la suya propia. Sale de Zaragoza, y comienza a conspirar contra lo mismo que ha hecho. Convoca a cortes para Barcelona, cita a ellas a su hermano don Jaime, y don Jaime muere al llegar a aquella ciudad. Los historiadores de aquel reino indican que el veneno formó parte de la política tenebrosa de este monarca.

Estalla al fin la guerra entre unionistas y realistas; la sangre corre en los campos y ciudades de Aragón y de Valencia, y el rey don Pedro prosigue imperturbable en su política de disimulo. Ayuda a sus realistas, más cuando los ve vencidos, otorga sus demandas a los sublevados; firma la unión de Aragón y Valencia, y espera que le llegue su día. En Murviedro y en Valencia ve hollada y escarnecida la majestad, y lo sufre. Aguanta que la plebe le festeje con burlescas danzas populares, y que un barbero valenciano puesto entre el rey y la reina entone al son de trompetas y de atabales una canción provocativa. El rey don Pedro disimula y calla, sonríe sardónicamente y espera su día. La terrible y mortífera epidemia de aquel siglo es para don Pedro un acontecimiento próspero que viene a redimirle del cautiverio de Valencia.

Con la libertad del rey cambia totalmente la situación de los partidos, los manejos de los jefes realistas no han sido inútiles; los excesos mismos de la revolución han desmembrado de ella a influyentes caudillos de la liga, el partido del rey se ha robustecido, y si el ejército real no aparece ya el más poderoso, por lo menos se presenta imponente y en actitud de medir sus armas con las de la Unión. Don Pedro ha arrojado ya su máscara; ha declarado que la causa de los ricos-hombres y capitanes realistas es la suya. Se da al fin la memorable batalla de Épila, en que la bandera de la Unión queda desgarrada, y victorioso el estandarte real.

Ha llegado el día que esperaba el rey don Pedro, y con él la ocasión de hacer apurar la copa de la venganza a los que le habían hecho a el apurar la de las humillaciones. Entra el vencedor monarca en Zaragoza, y rasga con la punta del puñal en las cortes el Privilegio de la Unión. Triunfa el pendón real en Mislata como triunfó en Épila, y la Unión queda para siempre extinguida en Valencia como en Zaragoza. Aquí como allí se levantan cadalsos y se ejecutan suplicios, el barbero Gonzalo es ahorcado y arrastrado, y hace beber a algunos rebeldes el metal derretido de la campana de la Unión. Sin embargo, para tantas injurias y tantos insultos como tenía que vengar no fue don Pedro el del Puñal un vengador implacable. I)e su puñal se libraron más que de el de don Pedro de Castilla. Solo fue el de Aragón inexorable en cuanto a sacudir el yugo de la alta nobleza, favoreciendo los derechos de la nobleza inferior.

Don Pedro IV de Aragón es uno de los monarcas a quienes hemos visto llegar por más tortuosos artificios a más provechosos fines. Cuando se piensa en los medios, no se le puede amar; cuando se piensa en los resultados, no puede menos de admirársele. Don Pedro el Ceremonioso fue un rey inmoral que tuvo grandes pensamientos y ejecutó cosas grandemente útiles. Fue una maldad fecunda en bienes, y sin estar dotado de un corazón noble, fue un político admirable y un monarca insigne.

El Privilegio de la Unión, arrancado a Alfonso III y extinguido por Pedro IV, era una institución destinada a morir como todas las instituciones que nacen del abuso. Era la anarquía, que algunos hombres habían querido organizar, creyendo que organizaban la libertad. Era un exceso de robustez peligroso para la salud de aquel mismo pueblo esencialmente libre. Don Pedro IV. rasgando aquel privilegio funesto y confirmando en las mismas cortes de Zaragoza todos los demás privilegios, fueros y antiguas libertades del reino de Aragón, ofrece a nuestros ojos el espectáculo doblemente sublime, de un pueblo que de tal manera tiene arraigada su libertad que nadie piensa en arrancársela, ni aún después de vencido en una lucha sangrienta y porfiada, y de un monarca altamente ofendido y ultrajado, que después de vencer sabe moderar su venganza, pone justos límites a la reacción, suprime lo que no puede ser sino germen de revueltas y de desorden, respeta las libertades provechosas y ganadas con justicia, confirma y aún ensancha los privilegios útiles, y hace participantes de ellos a los mismos que antes le habían humillado. Si grande aparece en este caso el pueblo aragonés, grande aparece también el monarca que tan noblemente se conduce.

Terminada la guerra de la Unión, un suceso fausto viene a difundir la alegría en todo el reino, el nacimiento del príncipe don Juan. Cortadas así las cuestiones de sucesión, restablecido el sosiego público, y en paz el rey con los vecinos monarcas, hubiera podido el reino aragonés reponerse de los pasados trastornos, gozar de prosperidad interior y robustecerse para hacerse respetar de cualesquiera enemigos, si el destino fatal de ese pueblo y el prurito funesto de sus reyes no hubiese sido gastar su vitalidad y consumir sus fuerzas en empresas y guerras exteriores, sostenidas por una inútil vanidad de poder, ganando a veces una gloria estéril, en ocasiones no ganando ni provecho ni gloria. Don Pedro IV., como sus antecesores, se empeñó en conservar una isla insalubre y pobre. ¿Quién puede calcular lo que costó a Aragón la posesión de Cerdeña? De los puertos de Cataluña y de Valencia no cesaban de salir escuadras, que iban a desafiar el poder marítimo de Génova, y a ganar triunfos navales en Caller y en Constantinopla, en el Mediterráneo y en el Bosforo. ¿De qué servían estas glorias marítimas? De halagar el orgullo nacional, y de dar al mundo nuevos testimonios de lo que ya sabía, que era el poder de Aragón terrible en los mares, y diestros y valerosos marinos los catalanes y valencianos. ¿Pero se aseguraba la posesión de Cerdeña? La insurrección era permanente, y los soldados, y los capitanes, y los tesoros y las naves victoriosas de Aragón, iban quedando sepultados como en una sima en aquellas mortíferas aguas y en aquel apartado suelo.

Más de una vez estuvo a punto de perderse la isla; más de una vez se vio por ella el rey de Aragón amenazado por Roma con excomunión y privación de su propio reino. Tuvo que hacer la guerra en persona; retirábase vencedor, y la insurrección se renovaba; rompíanse los tratados y las paces; y por último se vio forzado a transigir con una mujer, y a dejar en herencia a su hijo la cuestión interminable de Cerdeña, y la posesión insegura de aquel sepulcro de hombres, de naves y de caudales.

De la guerra con Castilla no tuvo la culpa don Pedro de Aragón, que ni la deseaba ni le convenía. Menos belicoso que don Pedro de Castilla, llevó el aragonés la peor parte en aquella lucha funesta, y estuvo a pique de perder gran porción de sus dominios, a pesar de su sagacidad. Sin las crueldades de don Pedro de Castilla en su reino, tal vez no se hubiera salvado el de Aragón con todos los recursos de su astuta política. Sin las distracciones de don Pedro de Aragón en Cerdeña, en Mallorca y en Sicilia, tal vez hubiera sido escarmentado el de Castilla con todo su genio y todas sus cualidades de guerrero. Los respectivos errores o desmanes delos dos contendientes impidieron que ninguno de los dos reinos sucumbiese. El de Aragón, o por política o por debilidad, se mostró siempre más deferente y más dócil a las gestiones pacíficas del mediador apostólico que el de Castilla. Mas como no era tampoco la lealtad la virtud de don Pedro de Aragón, empañó el brillo exterior de su estudiada política durante esta guerra con dos negras manchas, el asesinato del infante don Fernando su hermano, y el .suplicio de don Bernardo de Cabrera, el más antiguo y el más leal de sus servidores, y a cuya espada y consejo lo debía todo: dos ejecuciones que parecían copiadas de las de don Pedro de Castilla con su hermano don Fadrique, y con el más respetable de sus servidores don Gutierre Fernández de Toledo. El menor número de víctimas y el mayor estudio en cubrir las formas, es lo que aboga en favor del aragonés y le da ventaja en la comparación.

Aliado y protector de don Enrique de Trastámara cuando era prófugo, le faltó cuando iba a entrar como conquistador en Castilla. Después de hecho rey don Enrique le reclamó una parte de los dominios castellanos con arreglo a las condiciones de un pacto que no había cumplido. Enrique II. le contestó con dignidad y entereza, y le redujo a aceptar estipulaciones que no eran ya tratos que se ajustan entre un protegido y un protector, sino conciertos que se hacen entre dos monarcas como de igual a igual. Así acabó aquella guerra desastrosa de quince años, sin provecho para Aragón, y con poca ventaja para Castilla.

La doblez de la política del monarca aragonés acabó de ponerse de manifiesto con la cuestión de sucesión en el reino de Sicilia. El mismo que había pretendido que sucediesen en Aragón las hembras, contra la ley y la costumbre del reino, se oponía a que las hembras sucediesen en Sicilia, rechazando la declaración del papa. Y es que en Aragón se proponía favorecer a una hija en contra de los derechos de un hermano, y en Sicilia se proponía heredar él mismo en contra de los derechos de una nieta. Así para satisfacer su ambición, invocaba en iguales casos opuestas leyes. Tal era la conciencia política de don Pedro el Ceremonioso.

Este célebre monarca se dejó dominar en su vejez de una pasión juvenil. Entregóse todo en brazos de su cuarta esposa, que le hizo instrumento de los caprichos y de los odios de madrastra hacia los hijos de las que la habían precedido en el regio tálamo. Merced a su influjo y a sus instigaciones, aquel soberano que había comenzado por usurpar el reino de Mallorca al esposo de su hermana, que había privado del derecho hereditario del de Aragón a su hermano carnal don Jaime, y ordenado la muerte del hijo de su mismo padre el infante don Fernando, acabó por perseguir con encono a su mismo hijo primogénito el infante don Juan, hasta pretender despojarle de su legítimo derecho al trono. Por fortuna el Justicia enmendó el desafuero del rey, y el magistrado íntegro reparó la injusticia del padre desnaturalizado.

El reinado de don Juan I se inauguró, lo mismo que el de su padre, con una cruda persecución contra su madrastra y contra los hombres de su partido. Por estos primeros actos de crueldad el pueblo vaticinaba un reinado de despotismo y de sangre. Mas nunca un pueblo se engañó tanto en sus pronósticos. Pensó tener un monarca severo y cruel, y se halló con un rey indolente y afeminado. Pasado aquel primer desahogo, ya no fue don Juan I. el rey vengador como el pueblo había augurado, sino el cazador, el sibarita, el amador de la gentileza, el amigo de las danzas y de los festines. Dada la reina doña Violante a la música, los conciertos y los bailes, la corte de don Juan I. era una corte de molicie, de placeres, de lujo y de sensualidad. Una dama era la que ejercía una especie de fascinación en los ánimos de ambos monarcas, y la reina doña Violante hacía que gobernaba el reino mientras don Juan cazaba. Nadie hubiera podido reconocer la corte de los Alfonsos y el pueblo de los Jaimes, de los soberanos Batalladores, y de los reyes Conquistadores.

No es extraño que en la parte más sensata de aquel pueblo varonil, belicoso y grave, produjera escándalo y murmuración aquella voluptuosidad, y que las cortes del reino alzaran una voz imponente y severa contra el fausto de la corte, y contra los dispendiosos recreos del rey. Algo se consiguió, más no por eso cesaron las músicas, las danzas y las cacerías.

Con tales elementos, poca prosperidad podía prometerse el reino aragonés en los asuntos ya harto mal parados de Cerdeña y de Sicilia. La primera de estas islas estuvo a punto de consumar su completa emancipación. El rey don Juan publicó que quería mandar una expedición naval en persona, se pregonó el pasaje, se construyeron bajeles, y todo estuvo aparejado y pronto menos el rey, que paseando de un lado a otro el reino, no hallaba, ni ocasión ni lugar oportuno para embarcarse. Lo de Sicilia fue tomando más favorable rumbo, merced a la actividad y a los esfuerzos de los dos Martines, padre e hijo, que a fuerza de trabajos y penalidades, de valor y de heroísmo, iban redimiendo el reino siciliano de las manos de turbulentos barones para poner aquella corona en las sienes de la legítima heredera, la infanta doña María, mientras don Juan el Cazador se entretenía en sus amados pasatiempos y en perseguir las fieras y las aves de los bosques con halcones y perros que le tenían de coste un tesoro.

Este príncipe, que parecía haberse propuesto no morir en batalla, murió en una partida de montería. Acostumbrados los aragoneses a tener monarcas que ganaban laureles en la guerra, y recibían muerte gloriosa en los combates, debieron extrañar mucho que un soberano aragonés pereciera entre las garras de una alimaña del desierto.

La prueba mayor de que el dictamen de aquellos legistas que en tiempo de don Pedro IV opinaron por la sucesión de las hembras en el reino de Aragón, no era la expresión verdadera de la costumbre, ni la interpretación legítima de los sentimientos del pueblo, es que a la muerte de don Juan I. fue sin contradicción proclamado su hermano don Martín, sin que nadie se atreviera a abogar ni a tomar voz por la hija de aquel monarca. Al contrario, dos tentativas que hizo el conde de Foix, su marido, en reclamación de los derechos de su esposa, fueron vigorosamente rechazadas, y él tratado como un perturbador y un aventurero. En las cortes de Barcelona y de Zaragoza, en los campos catalanes y aragoneses, con los votos y con las armas se combatió al de Foix, miróse su pretensión como una locura, y se retiró derrotado y abochornado.

El rey don Martín, sin las grandes prendas, pero sin los grandes vicios de su padre don Pedro IV, tenía el mérito de haber estado ganando a fuerza de valor y de constancia la corona de Sicilia para su hijo . don Martín, mientras su hermano don Juan había vivido entre saraos, festines, y batidas de caza. Aragón y Sicilia volvían a encontrarse otra vez en las condiciones más favorables para ser fuertes, separadas las dos coronas, y al propio tiempo unidas con un lazo de familia, para auxiliarse y robustecerse mutuamente sin menoscabo de la independencia de uno y otro reino. Así aconteció ahora: don Martín el hijo debió el trono de Sicilia a don Martín el padre, y don Martín el padre debió a su vez la conservación de Cerdeña a don Martín el hijo.

Dos veces fue jurado el de Sicilia sucesor y heredero del de Aragón, como hijo primogénito de éste, en las cortes de Zaragoza y en las de Maella. Notables fueron algunas frases del discurso que en estas últimas pronunció don Martín el Viejo, y con justo orgullo las repiten los historiadores aragoneses: «He ordenado, decía, que mi hijo venga a Aragón, para que aprenda cómo han de haberse sus reyes en guardar y conservar las libertades del reino pues los otros reinos por la mayor parte se rigen por la voluntad y disposición de sus reyes.»

No hubo en el reinado de don Martín acontecimientos ni brillantes ni ruidosos, pero realizáronse algunas expediciones felices, y el reino hubiera acabado de reponerse de su abatimiento, si no se hubieran ensangrentado los bandos de los Cerdas y los Lanuzas, de los Centellas y los Soleres, que al fin logró apaciguar la autoridad salvadora del Justicia con facultades extraordinarias, de que aquel magistrado hizo un empleo acertadísimo.

Toda la atención la absorbía entonces el cisma que traía conmovido al mundo, y muy principalmente a Aragón, por la circunstancia de ser el que le sostenía y el que le daba cada día nuevas fases y giros un prelado aragonés, el cardenal Pedro de Luna, el más inflexible y tenaz de todos los hombres, y el más obstinado y terco de todos los aragoneses. Las relaciones de amistad y de paisanaje entre el monarca y el prelado disidente, hacían que el rey de Aragón participara más que otro alguno de todas las vicisitudes del papa cismático, y que por voluntad o por fuerza, o él o sus súbditos fulguraran en todas las situaciones dramáticas en que se vio por su carácter y su extraño manejo aquel ilustrado y ambicioso prelado, gran revolvedor de la iglesia y de las naciones de Occidente.

La muerte inopinada del malogrado y joven rey de Sicilia sin hijos legítimos varones, traía la corona del hijo a la cabeza de su padre el rey de Aragón. ¿Pero de qué servían ni al monarca ni a la monarquía aragonesa las dos coronas, si el viejo don Martín tampoco tenía sucesor directo, y amenazaban quedar ambas monarquías huérfanas de reyes? En vano se buscó al achacoso monarca una nueva compañera de tálamo; en vano se apeló a reprobados medios para estimular una naturaleza que se negaba ya a la reproducción: aquellos recursos, en vez de hacerle hábil para dar uná existencia nueva, aceleraron el fin de la suya propia, y el rey don Martín de Aragón murió también sin posteridad legítima como su hijo don Martín de Sicilia. Esta circunstancia, y la de no haber querido designar sucesor, dejaron las vastas posesiones de la monarquía aragonesa en una situación nueva y extraña, expuestas a los horrores de la anarquía y al resultado incierto de las luchas entre los diversos pretendientes al trono, que aún antes de quedar vacante se habían presentado ya.

Vemos al reino aragonés, durante este período de cerca de un siglo, adelantar en los ramos que principalmente constituyen la organización social y la cultura de un pueblo. Recibiendo engrandecimiento y unidad con la incorporación definitiva del de Mallorca, se decide en la batalla de Épila la larga contienda entre la corona y la alta aristocracia, y en las cortes de Zaragoza de 1348 se fija la constitución política del Estado. Desde entonces data el reinado de la libertad constitucional en Aragón. Se amplían y robustecen los derechos del Justicia, de esta gran valla levantada entre el despotismo y la anarquía. Sus cortes seguirán funcionando sin el tumulto de las armas, y ya no serán estas sino el tribunal del Justicia el que resuelva las causas y falle las grandes querellas. Antes que en Castilla llegara a su apogeo el elemento popular, en Aragón quedaba abatida la alta nobleza, y neutralizado su excesivo y tiránico poder con el que ha recibido la nobleza inferior, la nobleza de la clase media. Tendrá todavía Castilla un período en que los orgullosos nobles y los turbulentos magnates humillarán el trono y subyugarán el pueblo. En Aragón ya no levantarán aquellos su soberbia frente, porque se han fijado las bases definitivas de su constitución. Aragón precede siempre a Castilla en su organización política.

Más antiguo también en Aragón que en Castilla el poder marítimo, y más extensas sus relaciones políticas y mercantiles con potencias extrañas y remotas, el comercio, la industria y las artes de comodidad y de lujo que habían alcanzado ya los adelantos que hemos visto en el siglo XIII. no podían retrogradar en el XIV., atendiendo el trato continuo de los catalanes, aragoneses y valencianos, con las repúblicas y estados de Italia, de Francia, de Inglaterra, sus frecuentes expediciones marítimas a Constantinopla, al Asia y a diversas regiones de Levante. De aquí el brillante lujo y la ostentosa magnificencia que se desplegaban ya en algunas coronaciones reales, en las fiestas públicas y en otras ocasiones solemnes de lucimiento y de aparato. Basta leer las ordenanzas de la Casa Real hechas por don Pedro IV., y que le valieron el sobrenombre de el Ceremonioso, para penetrar hasta qué punto llegaba el lujo en las vestiduras, artefactos, ornamentos, utensilios, y en todo lo que puede dar esplendor y grandeza a una corte. Aquel ceremonial demostraba ya un gusto y una cultura próxima al refinamiento y a la corrupción que se desplegó en el siguiente reinado, a pesar de las leyes suntuarias que para moderarle se dieron en más de una ocasión. La de 1382 prohibía adornar los vestidos y calzas con perlas, piedras preciosas, pasamanes, bordados, ni otra guarnición de oro y plata, y sólo permitía pasamanes y trenzas de seda.

Ya hemos visto que la corte de don Juan I. remedaba el fausto, el gusto y la molicie de una corte oriental. Los reyes y los cortesanos entregados a las danzas y conciertos y a los placeres voluptuosos; el pueblo murmurando y las cortes reprobando aquella vida dispendiosa y disipada, representan la lucha entre la afeminación a que suele conducir la cultura, y las costumbres modestas y los hábitos varoniles de que no quiere desprenderse un pueblo que ha debido todo lo que es a su rústica sobriedad y a su vigorosa energía. Es ya el anuncio, si no el principio de la transición de una a otra edad en la vida de un pueblo.

Esta cultura no podía dejar de trascender al idioma y a las letras. El mismo don Pedro IV escribió en lengua lemosina su propia crónica, a imitación de don Jaime I; y si acaso la del Ceremonioso no iguala en mérito literario a la del Conquistador, prueba al menos que los monarcas de aquel tiempo sabían honrar las letras, siendo ellos los primeros a cultivarlas, y que don Pedro IV. no gustaba sólo de empuñar la espada y el puñal, sino que también manejaba la pluma. Algunos autores hablan de poesías compuestas por don Pedro IV. de Aragón, así cómo de un diccionario de Rimas hecho de orden del mismo rey por Jaime March, lo cual manifiesta que aquel monarca no desatendía por los negocios de la política y de la guerra las ocupaciones y los conocimientos literarios. Ya no nos maravilla que su hijo don Juan I., rey más dado a los placeres de la paz que aficionado al estruendo de la guerra, se declarara protector de la poesía y fomentador de las bellas letras, creando el Consistorio de la Gaya Ciencia en Barcelona a imitación de la célebre Academia de Tolosa, siquiera tuviese, como algunos críticos observan, algo de ridícula la solemne embajada que envió a Carlos VI. de Francia, con el sólo objeto de que permitiera que una comisión de la Academia Floral de Tolosa pasara a Barcelona a establecer allí una institución análoga. Si durante las turbulencias que siguieron al reinado de don Martín decayó aquel establecimiento, verémosle florecer de nuevo tan pronto como vuelva a estar ocupado el trono y se restituya la tranquilidad al reino.

 

CAPÍTULO XXIV

ENRIQUE III EL DOLIENTE EN CASTILLA. De 1390 a 1406