CAPÍTULO XXII. ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA. CASTILLA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIV.
Angustiase el alma, y se estremece la maco, y tiembla la pluma al haber de trazar el cuadro y hacer el análisis razonado y crítico del reinado de don Pedro de Castilla: y esto no solamente por la cadena casi no interrumpida de trágicas escenas y horribles suplicios, y sangrientas ejecuciones a que se dejó arrastrar este violento monarca, con razón y justicia unas veces, por venganza otras, otras por impetuosidad de carácter, y las más por una especie de ferocidad orgánica: no solamente por las revueltas, las perturbaciones y las calamidades que afligieron la monarquía castellana en este periodo: sino porque entre todos los actores y personajes de este complicado drama de cerca de veinte años, de la misma manera que en el reinado de doña Urraca, al cual no sin meditación le comparamos, no vemos sino ambiciones, y venganzas y rebeldías, y traiciones, y veleidades y flaquezas, y miserias y crímenes. Al fin en aquel reposaba el espíritu y se consolaba cada vez que se dirigía la vista a la bandera inocente y sin mancha del niño Alfonso que después fue emperador: en éste no se divisa una sola bandera legítima y pura, y para hallar descanso y alivio al espíritu atormentado con las impresiones de tanta catástrofe lamentable, hay que buscarle en la estéril virtud de la desgraciada doña Blanca, en el corazón compasivo de doña María de Padilla, reducida a la odiosa condición de manceba mereciendo ser reina, a tal cual destello de humanidad del mismo rey don Pedro, que se vislumbra como un rayo de débil luz por entre negras sombras, y a la generosidad caballeresca de un príncipe extranjero que acaba por arrepentirse de haber tendido una mano protectora a quien no era digno de ella. En éste como en aquel reinado se ve palpable y sensiblemente la mano de la Providencia haciendo expiar a cada uno sus excesos y sus crímenes. Fue desgracia de Castilla, decíamos hablando de don Sancho el Bravo; desde que tuvo un rey grande y santo que la hizo nación respetable, y un monarca sabio y organizador que le dio una legislación uniforme y regular, los soberanos se van haciendo cada vez más despreciadores de las leyes naturales y escritas, se progresa de padres a hijos en abuso de poder y en crueldad, hasta llegar a uno que por exceder a todos los otros en sangrientas y arbitrarias ejecuciones adquiere el sobrenombre de Cruel, con que le señaló y con que creemos seguirá conociéndole la posteridad. Sin
embargo en el principio de su reinado no aparece todavía ni sanguinario ni
vicioso. Al contrario, se le ve perdonar más de una vez a sus hermanos
bastardos y a otros magnates rebeldes. Si el puñal de un verdugo se clava en
las entrañas de doña María de Guzmán, no es don Pedro el que ha armado el brazo
del asesino de la dama de su padre; ha sido su madre la reina doña María la que
ha ordenado al terrible ejecutor la muerte de su antigua rival, precisamente
cuando había dejado de serlo. En consentirlo o no reprobarlo el hijo, creemos
que hubo culpa, pero aún no descubrimos ferocidad. El fallecimiento casi
simultáneo de los Laras y de don Fernando de Villena aparece harto sospechoso,
pero nos complacemos en que no haya pruebas sobre que fundar capítulo de
acusación contra el rey. Garcilaso y don Alfonso Coronel habían sido rebeldes y
merecían castigo. Cierto que el del primero fue ejecutado con circunstancias
que hacen estremecer de horror, y revelan una saña feroz y repugnante, incompatible
con todo sentimiento humano. Concedamos no obstante a los defensores de don
Pedro que este acto de dura fiereza no emanara del rey, sino de su privado el
ministro Alburquerque. Concedámoselo, por más que sea difícil absolver la
autoridad real del pecado de consentimiento, ya que la supongamos libre del de
mandato.
Una
observación tenemos que hacer acerca del célebre ministro don Juan Alfonso
Alburquerque. Muchas veces hemos oído, y muchas hemos visto estampado que el
valido portugués era el instigador de las malas pasiones de don Pedro, el
despertador de sus instintos impetuosos, y el consejero de sus crueldades. Los
que tal afirman no pueden haber leído bien la historia del reinado de don Pedro
de Castilla. No somos, ni podemos ser panegiristas de aquel privado. Sediento
de dominación y de influjo, como lo son en lo general los que una vez alcanzan
la privanza de los reyes, no perdonaba medio el de Alburquerque para conservar
su valimiento o recobrarle: como todos los favoritos, suscitaba envidias, rivalidades,
odios, y era vengativo con los magnates que aspiraban a precipitarle de la
cumbre de su privanza. Tan lejos estamos de defender a Alburquerque, que le
hacemos un cargo imperdonable de haber empleado un medio altamente inmoral para
conservarse en la gracia de su regio pupilo, el de explotar sus voluptuosas
pasiones y de especular con la honra de una dama honesta y de grande
entendimiento, suponiendo que se dejaría avasallar de su hermosura, como así se
realizó, y que él medraría a la sombra de una amorosa relación proporcionada
por él, en lo cual le salieron fallidos sus cálculos. Notamos al propio tiempo
que durante la dominación del valido el país fue dotado de buenas y saludables
leyes; en su administración hubo orden y regularidad, y no se vieron ni
dilapidaciones, ni distribuciones de mercedes notoriamente injustas. Nuestra
observación no se encamina a notar esta mezcla de bueno y de malo en el
ministro favorito, sino a mostrar que en ningún período cuenta la historia
menos actos de lascivia y de crueldad del rey don Pedro que mientras duró la
privanza de Alburquerque. Cayó precisamente el valido cuando comenzaban los
desvaríos del monarca: soltó éste el freno a sus antojos, según que se fue
emancipando de antiguas influencias y obrando por sí mismo: el primer escándalo
conyugal señaló la caída definitiva de Alburquerque: ya éste no era privado,
sino enemigo, cuando el rey faltó a la manceba y a la esposa, y burló con
achaque de matrimonio a la de Castro en Cuéllar: cuando las matanzas de Toledo
y de Toro, el de Alburquerque ya no existía: hacia el comedio del reinado,
cuando se desataron en todo su furor las iras, y las violencias, y las
tropelías del monarca, ni memoria quedaba apenas del antiguo valido, y borrada
casi del todo estaría en los últimos años cuando se consumaban los atentados
más horribles. Escusado es, pues, invocar influencias para atenuar los crímenes
y cohonestar los desmanes de este soberano. Por inclinación propia y por propio
instinto fue lo que fue don Pedro de Castilla.
Pero
gocemos todavía al contemplarle en los primeros años legislando en las cortes
del reino, y sancionando leyes de buen gobierno y de recta administración.
Plácenos recordar que en su tiempo y de su orden se corrigió y mandó observar
el Ordenamiento de Alcalá y el Fuero Viejo de Castilla. Con gusto traemos a la
memoria el Ordenamiento de los Menestrale; las tasas en los jornales y salarios, en los
gastos de los convites que daban a los reyes las ciudades a los ricos-hombres;
las ordenanzas contra malhechores, contra jugadores y vagos; la rebaja en los
encabezamientos de los pueblos; las leyes en beneficio y fomento del comercio,
de la agricultura y ganadería; la organización de los tribunales y de la administración
de justicia; las disposiciones sobre los judíos, y sobre todo las medidas para
atajar y reprimir la desmoralización pública y la relajación de costumbres en
clérigos y legos, en casados y en célibes, en magnates y en plebeyos. No será nuestra pluma la
que escasee alabanzas a los soberanos que en tan nobles tareas se ejerciten.
Mas
por desgracia podemos deleitarnos poco tiempo en la contemplación de tan
halagüeño cuadro. Dos años trascurren apenas, y hallamos ya al legislador
conculcando no sólo sus propias leyes, sino todas las leyes divinas y
naturales; al moralizador de su pueblo despeñándose por la carrera de la
inmoralidad; al que había decretado que las mujeres que vivían amancebadas llevaran
un distintivo que pregonara su ignominia, dejar las caricias de una esposa
bella, tierna e inocente, por correr exhalado a los brazos de una manceba,
haciendo de ello público alarde. Aun no se habrían apagado las antorchas que
alumbraron su himeneo; por lo menos aún estaba el pueblo entregado a los
regocijos de la boda, cuando vio a su rey abandonar la esposa por la dama, la
reina por la favorita, el tálamo nupcial por el lecho del adulterio. Don Pedro
que había visto a su madre doña María de Portugal llorar con lágrimas de
amargura los desvíos de su esposo, aprisionado en los amorosos lazos de una
altiva dama, se apartaba ahora de doña Blanca de Borbón su esposa, dejándola
sumida en llanto amargo mientras él corría a los brazos de la dama que le tenía
el corazón cautivo. Don Pedro que sentía los efectos de la sucesión bastarda
que su padre había dejado, iba también surtiendo a reino de bastarda prole. Don
Pedro, que lamentaba los pingües heredamientos con que su padre había dotado a
los hijos de la Guzmán, señalaba cuantiosos heredamientos a las hijas que iba
teniendo de la Padilla. Don Pedro, que había oído las quejas del pueblo
castellano cuando veía que las más ricas mercedes, que los más altos cargos de
la corte y del Estado, que los grandes maestrazgos de Santiago y de Calatrava
se repartían entre los Guzmanes, hermanos, hijos o parientes de la favorecida
dama, distribuía ahora los oficios del reino, los cargos de la cámara, de la
copa y del cuchillo de palacio, y los grandes maestrazgos de Santiago y
Calatrava entre los Padillas, hermanos, tíos o parientes de la dama favorita.
Al
fin el padre en medio de sus amorosos extravíos había dado sucesión legítima
al reino, y don Pedro era el fruto de la unión bendecida por la iglesia: el
hijo, el fruto de esta unión, el que debía a ella la corona, no se curaba de
dar sucesión legítima al reino, y repudiaba a doña Blanca al segundo día de
matrimonio para no unirse a ella más. Al fin el padre permitía a la reina doña
María vivir con él, aunque desairada, bajo un mismo techo, y solía llevarla
consigo, y no atentó nunca contra sus días: el hijo no cohabitaba con su esposa
doña Blanca, la trasladaba de prisión en prisión, de Arévalo a Toledo, de
Toledo a Sigüenza, de Sigüenza a Medina-Sidonia, y concluyó por deshacerse
criminalmente de la que nunca le había ofendido. Al fin el padre guardó
fidelidad a la dama, ya que quebrantaba la de la esposa; el hijo, después de
casado con doña Blanca, y de tener sucesión de la Padilla, contraía nupcias in
facie eclesiae con doña Juana de Castro para poseerla una sola noche, atentaba
al honor de doña María Coronel, mantenía en la Torre del Oro de Sevilla a su
hermana doña Aldonza, frente a frente de la Padilla, nacíale en Almazán un hijo
de la nodriza misma que le había criado otro, y finalmente «a qualquier mujer
que bien le parecia sin importarle que fuese casada o por casar... ni pensaba
cuya fuese.» De tal manera sobrepasó el hijo al padre en el camino del
libertinaje y de la liviandad.
Desde
que don Pedro se precipitó desbocado por este sendero, comenzaron las
defecciones, las revueltas y las turbaciones a tomar un carácter grave; y si de
pronto no le abandonaron todos en medio del general disgusto del pueblo, fue,
en primer lugar por respeto a la legitimidad, de que era el único
representante, y en segundo, porque divididos los magnates en bandos rivales,
conveníales a los unos contar con el apoyo del monarca mientras acababan de
derrocar a los otros. Pero ni aquellos le servían por afición, ni por lealtad,
ni el rey se desviaba del camino de perdición y de escándalo. Así poco a poco
fuéremos todos desertando, y llegó a formarse contra él aquella gran
confederación e imponente liga, en que entraron los hermanos bastardos don
Enrique, don Fadrique y don Tello, el de Alburquerque, los infantes de Aragón
don Fernando y don Juan sus primos, la reina viuda de Aragón doña Leonor su
tía, el magnate de Galicia don Fernando de Castro, como vengador de la honra de
su escarnecida hermana doña Juana, y lo que es más, hasta su misma madre la reina
doña María, con la flor de los caballeros castellanos, mientras se alzaban en
el propio sentido las poblaciones de Toledo, de Tala vera, de Córdoba, de Jaén,
de Úbeda, de Baeza, y ayudaban a la liga por la parte de Cuenca los García de
Albornoz con el bastardo don Sancho. ¿Quiénes le quedaban al rey don Pedro? Los
Padillas y algún otro contado caballero como don Gutierre Fernández de Toledo
que se le mantenía fiel.
¿Intentaban
o se proponían los confederados derribar del trono al soberano legítimo? Ni una
sola expresión salió de los labios de ninguno de ellos que tal designio
revelara. ¿Querían vencerle por la fuerza? Dueños eran de ella, y no la
emplearon. ¿Cuál era pues el objeto, cuál la bandera de los de la liga? Con una
mesura extraña en gente tumultuada, y en tono más de súbditos suplicantes que
de rebeldes poderosos, lo manifestaron en Tordesillas por boca de la reina doña
Leonor, la mujer diplomática de aquel tiempo, en la conferencia de Tejadillo
por boca de Fernán Pérez de Ayala, el orador popular de aquella época.—«Tratad,
señor, le decía éste a nombre de todos los confederados, honrad a la reina doña
Blanca como vuestros progenitores han honrado siempre a las reinas de Castilla,
haced vida conyugal con ella; apartáos de doña María de Padilla, y no hagáis
los oficios y la gobernación del reino patrimonio de sus parientes. Perdonad,
señor, que así vengamos armados para hablar con nuestro rey y señor natural. Si
accedéis a lo que el clamor popular os pide, todos seremos vuestros fieles y
leales servidores.» La demanda parecía no poder ser ni más justa ni más
comedida, en el supuesto de venir de gente asonada, y que tenía en su favor el
sentimiento público, y en su mano la fuerza material. ¿Qué necesitaba don Pedro
para conjurar aquella tormenta, una vez rebajada su dignidad hasta entrar en
pláticas con los rebeldes? Obvio era el camino, indicabasele el clamor de las
ciudades, señalabansele los confederados, y su conciencia debía dictarsele; con
apartarse de la dama y unirse a la reina desarmaba la rebelión, quitándole todo
pretexto, todo barniz de justicia, si justas pueden ser las rebeliones. No lo
hizo así el ciego monarca, y lo que hizo fue entregarse de lleno y sin rebozo a
las delicias de su vehemente y fogosa pasión. ¿Se extrañará con esto que los
confederados, cuando logran atraerle a Toro, prendan a los Padillas, los
despojen de los cargos de palacio, se los repartan entre sí, y tengan al
monarca como cautivo? Y sin embargo nadie piensa en usurparle el trono, ni una
voz se alza contra el derecho del hijo legítimo de Alfonso XI, la liga ha
vencido, pero respeta la legitimidad, ha humillado al soberano, pero no ataca
la soberanía: allí están los hermanos bastardos, allí están los infantes de
Aragón, y nadie da señales de aspirar a ser rey de Castilla, ni parece soñar
nadie en que pueda haber otro rey de Castilla más que don Pedro.
Aunque
acriminamos la licenciosa vida del rey, los motivos de público descontento que
con ella daba, la ocasión y pretexto que ofrecía a las revueltas, el descrédito
en que hacia caer la autoridad real, y la terquedad y obstinación con que se
negaba a cumplir las demandas de los confederados, ni aplaudimos la sedición,
ni menos podemos tributar elogios a una liga tan monstruosa como aquella, en
que bajo la capa del bien público se encubrían pasiones innobles, intereses
ruines y una inmoralidad profunda y repugnante. Baste observar que la madre del
rey conspiraba contra su propio hijo, unida a los hijos de doña Leonor de
Guzmán, la manceba de su esposo, que tantas veces había profanado su lecho; que
los hermanos bastardos del rey andaban ligados con la que había mandado
asesinar a su madre. Hemos dicho antes que nos desconsuela trazar el cuadro de
este reinado, porque entre los autores y personajes de este largo y complicado
drama no vemos sino ambiciones, y rebeldías, y traiciones, y veleidades, y
miserias y crímenes, y en esta ocasión no fue cuando menos se manifestó esta
triste verdad. Habían triunfado los de la liga, y ya no se acordaron de la
desgraciada reina doña Blanca, cuyo nombre y cuyo inmerecido abandono habían
invocado para legitimar su alzamiento. Ya no pensaron más que en repartirse los
más altos y pingües empleos como lobos que se arrojan a devorar una presa.
Gente interesada y veleidosa la de la liga, y no unida con ningún pensamiento
elevado y noble y con ningún vínculo de moralidad, fuele fácil al rey aún en su
mismo cautiverio desmembrarla sembrando la cizaña, y sobre todo las dádivas y
el soborno. Bastaron las ofertas de algunos empleos y de algunos lugares para
que desertaran de la liga varios caballeros castellanos, los infantes de
Aragón, y la misma doña Leonor su madre, y cuando el rey huyó de Toledo a
Segovia, ya eran con él todos estos, y adheríansele cada día ricos-hombres y
ciudades, desengañados del ningún beneficio que habían procurado a los pueblos
los de la confederación.
La
escena ha cambiado, la liga queda quebrantada, diseminados sus jefes, y el
fuerte ahora es don Pedro. ¿Le han servido de lección y escarmiento las pasadas
humillaciones e infortunios? Lo que han hecho ha sido despertar su vengativa
saña y sus instintos de crueldad. Hasta aquí ha sido licencioso, ahora comienza
a ser sanguinario. El legislador de Valladolid y de Burgos se hace ejecutor de
suplicios en Medina del Campo, en Toledo, en Toro y en Tordesillas. el que
había hecho leyes sabias y saludables entre prelados, nobles y hombres buenos
de las ciudades, se rodea de alguaciles, y en una sentencia de dos palabras se
compendia todo su sistema de procedimientos para la imposición delos más rudos
castigos. Las dos primeras víctimas son dos caballeros que habían vuelto a su
servicio y a quienes acababa de nombrar, al uno merino mayor de Burgos, al otro
adelantado mayor de Castilla. En Toledo se cuentan por docenas los ajusticiados,
y la sangre inocente del hijo del platero octogenario mueve todavía a lástima
después de cinco siglos. Junio al foso del alcázar de Toro y en medio de unos
cadáveres dos ilustres señoras yacían un día desmayadas con los rostros
salpicados de sangre; al volver de su desmayo una de ellas maldecía a gritos al
hijo que había llevado en sus entrañas; esta señora era una reina de Castilla,
era la viuda de Alfonso XI, era la madre de don Pedro: la otra era esposa de
don Enrique de Trastámara: la sangre que teñía sus rostros y sus vestidos era
de unos caballeros castellanos que al salir del alcázar llevaban del brazo a la
madre y a la cuñada del rey de Castilla: aquella sangre había saltado a los
golpes de las mazas y de los machetes de los ballesteros de don Pedro: el
ordenador de aquellos suplicios había sido el hijo de Alfonso XI y de doña
María de Portugal. Y sin embargo esto no es sino el prólogo de una larga
tragedia.
Sosegadas
las revueltas y tranquilo el reino pudo don Pedro haberse dedicado a cicatrizar
las llagas abiertas en la monarquía por los pasados disturbios. Pero su genio
inquieto y belicoso le inclinaba más a la guerra, y en vez de hacerla al rey
moro de Granada, la declaró al monarca cristiano de Aragón. En nuestra
narración dijimos ya cuánto más conveniente hubiera sido recabar por la vía de
las negociaciones la reparación del agravio que le sirvió de fundamento que
empeñarse con obstinación en promover una lucha sangrienta entre dos príncipes
cristianos y deudos. Durante la larga guerra de Aragón, muchas veces
interrumpida y muchas renovada, en que tantas treguas se ajustaron y ninguna se
guardó, en que se celebraron tantos tratados sin que ninguno se ejecutase, en
que se empeñaron tantas palabras sin que ninguna fuese cumplida, don Pedro de
Castilla ganó merecida fama de capitán brioso y esforzado, de general intrépido
y activo, de guerrero hazañoso e infatigable. Don Pedro de Castilla se apodera
de plazas y ciudades aragonesas en las fronteras de Aragón, de Valencia y de
Murcia. Teniendo el aragonés que atender al Rosellón, a Mallorca, a Cerdeña y a
Sicilia, el castellano amenaza a la misma Zaragoza y pone en peligro a
Valencia. Una formidable armada castellana lleva el sobresalto a Barcelona, y
las naves de Castilla van a asustar a los isleños de las Baleares. Con razón se
asombraron los catalanes del poder marítimo de Castilla, porque nunca los mares
habían visto tantas velas castellanas, y no esperaba nadie que una potencia
interior presentara en aquella época en el Mediterráneo tanto número de galeras,
y tan grandes y tan bien provistas y armadas. Debíase todo a la actividad de
don Pedro de Castilla, que así guerreaba en el mar como en la tierra. Cierto
que ni por mar ni por tierra fueron todos triunfos para el castellano, y que
sufrió también reveses, pero fueron aquellos mayores y en mayor número, y llegó
a poner en conflicto y a hacer vacilar el poder ya entonces inmenso del rey de
Aragón, de Cataluña, de Valencia, de Mallorca, de Cerdeña y de Sicilia.
Durante
esta guerra de Aragón y desde su principio hasta su fin mostró el jefe de la
cristiandad, y en su nombre el legado cardenal de Bolonia, el más laudable y
exquisito celo, la solicitud más recomendable, o por evitar la guerra, o por
restablecer la paz entre los dos príncipes cristianos. Digno se hizo de eterna
alabanza el pontífice Inocencio, merecedor de reconocimiento eterno el cardenal
legado, por los esfuerzos que uno y otro practicaron para procurar la concordia
y la reconciliación entre los dos príncipes, y para libertar ambos países de
las calamidades de la guerra. Jamás el sumo sacerdocio correspondió mejor a su
misión pacífica y civilizadora; jamás negociador alguno desplegó más diligencia
y actividad, ni se armó de más paciencia y mansedumbre, ni tuvo más
perseverancia que el cardenal de Bolonia para procurar que los dos soberanos
enemigos depusiesen sus rencores y viniesen a amigables conciertos. No
desmayaba aunque sus esfuerzos se estrellaran contra los arranques impetuosos,
o contra el genio descontentadizo, o contra la infidelidad a los pactos del rey
de Castilla. Aquel varón apostólico volvía con el mismo fervor a continuar su
santa obra, y de quiera y cuando quiera que veía ocasión de interponer su
mediación humanitaria, allí estaba el afanoso apóstol de la paz derramando palabras
de mansedumbre evangélica. Pluguiera a Dios que hubiera predicado a corazones
menos empedernidos.
En
cambio de tanta virtud de parte del purpurado pacificador, desconsuela ver cómo
los personajes castellanos que tomaron parte en la guerra de Aragón parecía
haber olvidado de todo punto las virtudes de sus mayores. Los hermanos
bastardos don Fadrique y don Tello, antes jefes de la liga contra el monarca,
acaudillan ahora huestes en su favor y van a pelear contra su hermano don
Enrique de Trastámara, que desde Francia había venido en ayuda y sueldo del rey
de Aragón y era el alma de la guerra contra don Pedro de Castilla. El prócer
gallego don Fernando de Castro, cuñado de don Enrique, hermano de doña Juana,
la mujer deshonrada y burlada por don Pedro en Cuéllar, el que en la liga
representaba el papel de vengador de un escarnio hecho por don Pedro al honor
de su hermana y al lustre de su familia, es ahora uno de los capitanes del rey
de Castilla contra el de Aragón y contra su cuñado el conde dan Enrique. El
infante don Fernando de Aragón, antes enemigo del monarca aragonés su hermano,
alternativamente amigo y contrario de don Pedro, alternativamente contrario y
aliado de los bastardos, sigue primero las banderas del rey de Castilla,
entabla luego inteligencias con el de Aragón, y se pasa pronto a sus
estandartes, para ser allí tan turbulento y tan inconstante como acá. El
infante don Juan sigue militando en opuestos pendones a los de su hermano; el
uno para morir alevosamente a manos de don Pedro de Aragón, el otro para sufrir
muerte alevosa a manos de don Pedro de Castilla. Los desarreglos y los
atentados del rey producían más y más defecciones, y las defecciones irritaban
más el genio iracundo del monarca.
Durante
esta guerra de Aragón o por mejor decir, en los períodos de tregua o de
descanso que le dejaba, fue cuando se desarrolló en don Pedro de Castilla en
todo su rudo furor, el afán de verter sangre. Es una verdad lo que antes
dijimos, que las escenas trágicas de Medina del Campo, de Toledo y de Toro, no
habían sido sino el preludio de los horrores de este largo y sangriento drama.
A don Fadrique su hermano le llama de lejanas tierras, le recibe afable, le
invita afectuoso a que repose del viaje, le vuelve a llamar con afectado
cariño, y ordena a sus ballesteros que le aplasten el cráneo con sus pesadas
mazas; observa que aún respira, y alarga su propio puñal para que le corten el
último aliento, y no le amargan ni se le anudan en la garganta los manjares que
come en la pieza en que yace tendido el cadáver del hijo de su mismo padre. No
le vale a Ruiz de Villegas llevar en sus brazos por escudo a una tierna niña,
hija del mismo rey: aquella inocente pudo ver al autor de sus días hacer oficio
de verdugo clavando por su propia mano la daga en el pecho del que la buscó por
amparo. Con el ansia de sacrificar a su hermano don Tello, cruza desde Sevilla
a Vizcaya, y aún se lanza tras él a los mares: una borrasca salva la vida al
hermano bastardo. Menos afortunado el infante don Juan de Aragón su primo,
cuando esperaba que el rey le ponga en posesión del señorío de Vizcaya que le
ha ofrecido, en vez de electores que le aclamen, encuentra verdugos que le
asesinen de mandato y a la presencia del rey. En Burgos creen hacerle una
ofrenda agradable presentándole seis cabezas cortadas de su orden en otros
tantos pueblos de Castilla. En Villanubla comía tranquilamente Álvarez Osorio
con el hermano de la Padilla, cuando de improviso cayeron sobre su cabeza las
rudas mazas de los ballesteros del rey. Negociando paces con el legado
pontificio se hallaba el antiguo e ilustre servidor Gutierre Fernández de
Toledo, cuando fue llamado engañosamente a Alfaro para recibir allí muerte
alevosa. El tesorero Samuel Leví acaba sus días entre horribles tormentos, como
el adelantado de León Pedro Núñez de Guzmán. Y una vez que le dio gana de
guerrear contra los infieles, fue para escandalizar a moros y cristianos con la
muerte del rey Bermejo de Granada y de otros cuarenta musulmanes, después de
agasajarlos con un espléndido banquete, complaciéndose en clavar por su mano la
primera lanza en el pecho del emir que se había confiado a su amparo y
generosidad.
¿A
dónde llegaría el registro de las matanzas si fuéramos a individualizar actos y
nombres? Concedamos que todos los que hemos nombrado y los que hemos omitido
merecerían suplicio de muerte; ¿y cuál era el crimen de los dos jóvenes
hermanos don Pedro y don Juan, inmolados en la cárcel de Carmona, antes de
haber tenido ni edad, ni tiempo, ni ocasión, ni posibilidad de ofenderle? Sin
duda para don Pedro de Castilla que tenía hijos de tantas mujeres, fue un
delito imperdonable en aquellos tiernos mancebos haber nacido del mismo padre y
de otra madre que él. Si la inocencia no estaba al amparo de las iras del rey
justiciero, tampoco la belleza, ni la juventud, ni las gracias del sexo débil
debían estar al abrigo de los rigores del monarca benigno. Si para flacas
mujeres no se necesitan ni pesadas mazas, ni puñales de tres filos, hay yerbas
y tósigos que abrevian prodigiosamente los días. No somos nosotros, son
autorizados cronistas los que cargan sobre la conciencia del rey valiente y
justiciero el peso enorme de haberse desembarazado por tan inicuos medios de la
reina doña Leonor su tía, de la esposa de su hermano don Tello, de la viuda de
su primo el infante don Juan, y de haber cerrado este corto pero horrible
catálogo con el sacrificio de la inocente, de la virtuosa, de la bella y joven
doña Blanca de Borbón, reina de Castilla y esposa del rey ante Dios y los
hombres...!
No
han acabado los suplicios, porque faltan las catástrofes sangrientas de Toledo,
de Córdoba, y de Sevilla en el último período de este reinado de sangre. Pero
nos embaza ya la que va vertida, y es llegado el momento de cumplir con el
triste deber que nuestra tarea nos impone de pronunciar nuestro fallo histórico
sobre un monarca con tan diversos colores retratado.
Justicia
había y razón para castigar a muchos de los personajes que figuran en esta
galería de supliciados. Si fueron traidores o rebeldes a su soberano legítimo,
si acaudillaron o fomentaron sediciones, si llevando las banderas de su rey
andaban en tratos secretos con los enemigos de su monarca, no seremos nosotros
los que aboguemos por la impunidad de los sediciosos y de los desleales, ni los
que defendamos a los perturbadores de los estados. Comprendemos también que se
creyera conveniente un sistema de severidad y de terror para con los verdaderos
delincuentes o para con los enemigos temibles: concedemos que se conceptuara
necesario prescindir de largos trámites para la imposición de los castigos:
pero de esto a recorrer el reino seguido de una compañía de sayones y verdugos,
como los satélites de un planeta sangriento; de esto a los sumarios procesos
compendiados en las lacónicas frases de: «ballesteros, prended y matad:» de
esto a descender a las veces el monarca al oficio de verdugo; de esto a emplear
la misma cuchilla para cortar inocentes que criminales cabezas; de esto a
verter con la misma impasibilidad la sangre del hijo inocente de un artesano
que la de un promovedor de rebeliones, la de un hermano huérfano, tierno e
inofensivo, que la de un desleal capitán de frontera, y de esto a ordenar el
suplicio de una viuda desventurada, de una reina ilustre, y de una esposa,
reina también, que no había cometido más crimen que llorar y rezar en calabozos
y en prisiones; de esto a halagar a los hombres con dulces promesas para
atraerlos a la muerte, a sonreídos para matarlos, a convidarlos a su mesa para
clavarles el puñal más a mansalva, a mostrarse afectuoso al tiempo de mandar
descargar las mazas sobre las cabezas; de esto a ensañarse con los cadáveres
hasta arrojarlos por la ventana con sarcástico ludibrio, hay una distancia
inmensurable. Lo uno constituiría un monarca severamente justiciero: lo otro
representa un vengador cruel.
A
arranques de un genio vivo, impetuoso y arrebatado se suele atribuir las
violencias de este monarca. Nos alegraríamos de poder creerlo así: más por
desgracia es un error que la historia tiene que rectificar. La mayor parte de
los suplicios ordenados o ejecutados por don Pedro fueron resultado de muy
anticipados y muy meditados planes. No eran movimientos indeliberados y momentáneos
de aquellos a que se deja arrastrar un genio fácilmente irritable en que tiene
poca parte la reflexión, y a cuya ejecución suele seguir inmediatamente el
arrepentimiento: no leemos que don Pedro se arrepintiera nunca de lo que hacía:
obraban en el de acuerdo la cabeza y el corazón: o por lo menos eran unos
acaloramientos los de don Pedro que le duraban muchos años y que le dejaban la
cabeza despejada y fría para discurrir y combinar los medios de ejecución.
Pero
el grande argumento de los defensores o de los disculpadores del rey don Pedro,
el que presentan como indestructible, es la rudeza de su época. Aparte de que la
moralidad de las acciones humanas ha sido y será perpetuamente la misma en
todos los siglos, ¿han estudiado bien la época del rey don Pedro los que la
invocan para justificarle?
Si
ruda fue su época, mucho más lo sería la de los reinados que la precedieron, y
seríalo también la de los que le siguieron inmediatamente, porque ni una
sociedad se civiliza, ni las costumbres de un pueblo se mudan y alteran en el
trascurso de una década de años, y más no sobreviniendo, como entonces no le
hubo, ninguno de aquellos acontecimientos extraordinarios que influyen
trascendentalmente en la condición intelectual y moral de las sociedades
humanas. Rebeliones y disturbios y traiciones experimentaron, sin ir muy atrás,
los reyes Alfonso X, Sancho IV, Fernando IV y Alfonso XI que precedieron
inmediatamente a don Pedro; traiciones y revueltas y rebeliones experimentaron,
sin venir muy adelante, los reyes Enrique II, Juan I y Enrique III, que a
don Pedro sucedieron inmediatamente; y sin embargo, de ninguno de estos monarcas
cuenta la historia la serie de suplicios y de matanzas y de actos de inhumanidad
y de fiereza que ensangrientan las páginas de la de don Pedro de Castilla.
Casos aislados de injusticia, de violencia, y de tiranía hemos referido de
algunos, y con nuestra severa imparcialidad los hemos reprobado y condenado:
ninguno se saboreaba con la sangre que vertía, ninguno hizo de la crueldad un
sistema, ninguno mereció el título de cruel: reservado estaba este triste
privilegio para don Pedro de Castilla, que ocupó el lugar medio entre estos
príncipes en el orden de los tiempos.
De ruda se califica una época en que regía como ley del estado el sabio y venerable código de las Siete Partidas; de ruda una época, en que con tanta frecuencia se reunían para legislar en unión con el monarca las cortes del reino, compuestas de los tres brazos del Estado, clero, nobleza y pueblo; de ruda una época, en que había una legislación que consignaba la inviolabilidad de los diputados, que prescribía que ningún ciudadano pudiera ser preso, ni despojado de sus bienes, ni menos condenado a muerte ni a pena corporal sin ser antes procesado, oído y juzgado en derecho; de ruda una época en que se hicieron multitud de leyes tan justas, tan sabias, tan ilustradas, que hoy mismo tomadas de aquel tiempo y de aquellas cortes, constituyen una gran parte de nuestra jurisprudencia, figuran en nuestra actual legislación, y se juzga y falla por ellas en nuestros tribunales. Y
no se puede decir ni alegar que el conocimiento de las medidas convenientes al
bien público y al gobierno y administración del Estado estuviera en aquel
tiempo concentrado y como vinculado en un corto número de letrados que pudiera
constituir el consejo del rey. No, la mayor parte de las leyes era resultado de
peticiones hechas en cortes por los diputados y procuradores de las ciudades, y
aquellas peticiones eran por lo común la expresión de los deseos y de las
instrucciones que los pueblos trasmitían a sus representantes al tiempo de
conferirles la pro curación.
Oímos
decir y vemos escrito por algunos que en aquella época no se instruían
procesos, ni se observaban trámites y formalidades de justicia para el castigo
de los delincuentes, de los rebeldes y de los traidores. Error crasísimo, que
desmienten las decisiones de las cortes y las ordenanzas de justicia, que en
nuestra narración hemos citado. En aquel mismo tiempo vivía el rey don Pedro
IV. de Aragón, por cierto no muy escrupuloso en estas materias, y sin embargo
para cohonestar el destronamiento de su feudatario el rey de Mallorca y el
suplicio de don Bernardo de Cabrera tuvo buen cuidado de formarles proceso y de
legalizar, siquiera fuese en apariencia, su fallo. Y si se quiere una prueba de
como los reyes de Castilla en aquel propio siglo juzgaban a los notoriamente
rebeldes y criminales, puede servir de ejemplo, lo que hizo don Juan I con su
hermano bastardo el conde don Alfonso.
Habíase éste rebelado y hecho armas contra su soberano diferentes veces, y teníale preso el monarca, obrando en su poder cartas y escritos que comprobaban el delito. A pesar de esto reunió su consejo para consultar lo que debería hacer de él. Uno de los consejeros le dijo: «Señor, a mí me paresce que vos debeies encomendar este hecho a dos alcaldes de vuestra corte, que vean todos los recados que vos teneis: e si después del perdón que vos le heciste el conde vos erró, que lo juzguen, y se haga según fallaren por derecho y fuero de Castilla y de León, si lo él así mereciere.» Otro consejero en un discreto y sabio razonamiento expuso al rey los escándalos y males que habían producido algunas muertes ejecutadas u ordenadas sin forma de justicia por los monarcas sus predecesores, «por las cuales sus famas se dañaron, y les vinieron grandes deshonores y, mal pecado, todos los reyes de cristianos hablan de ello, diciendo que los reyes de Castilla mataron recatadamente en sus palacios, y sin forma de justicia, a algunos grandes de sus reinos, de los cuales vos dais algunos ejemplos.» Púsole los suplicios del infante don Fadrique y de don Simón de los Cameros ejecutados por don Alfonso el Sabio, la muerte de don Lope señor de Vizcaya en las cortes de Alfaro por don Sancho IV, las de don Juan el Tuerto en Toro y de don Juan Alfonso en Ausejo por Alfonso XI, las del maestre de Santiago don Fadrique en Sevilla y del infante don Juan en Bilbao por el rey don Pedro, y decía. «Y, señor, como quiera que todos estos daños y males hayan acaecido por ser muertes como estas, lo peor de elloha sido que han revertido en la fama de los reyes que tales muertes y en tal manera mandaron hacer.» Aconsejábale, pues, que imitara al rey don Juan de Francia cuando hizo prender por traidor a don Carlos de Navarra, que le dio a escoger abogados para que defendiesen su derecho... y que el rey de Francia pagaría el salario de los doctores que allí viniesen a defender el derecho del rey de Navarra, en tal guisa que fuesen contentos. Y así se hhizo... y un día en la semana traían al rey de Navarra a juicio, y los procuradores del rey de Francia acusábanle, y los procuradores del rey de Navarra defendían su derecho.» Y concluía diciendo: «Y, señor, a mi parece, si la vuestra merced fuera, que vos en esta guisa debeies tener el hecho del conde don Alfonso de quien demandaste consejo, y que en esto guardaredes justicia, y vuestra fama...»—«El rey don Juan (continúa la crónica) era hombre de buena consciencia y plúgole este consejo, i quisiéralo hhacer así, según que este caballero le dijera.» ¡Qué
contraste entre el proceder de este monarca y el de don Pedro de Castilla! Nos
es, pues, imposible, a no faltar a nuestras convicciones históricas, justificar
las sangrientas ejecuciones y horribles violencias de don Pedro, y tenemos el
sentimiento de no poder relevarle del sobrenombre, que creemos desgraciadamente
muy merecido, de Cruel.
Con
las manos teñidas de sangre se presenta en las cortes de Sevilla a declarar que
doña María de Padilla había sido su legitima esposa, y a pedir, cuando ya no
existía, que sea reconocida como reina y sus hijos como herederos legítimos del
trono castellano. Los que invoca como testigos presenciales de su matrimonio
son un hermano de la Padilla, un tío de la misma ya difunto, su canciller
privado y su capellán mayor. No reparaba don Pedro que protestando estar casado
con la Padilla cuando contrajo enlace con doña Blanca de Borbón, se acusaba a
si mismo de bígamo en el hecho de haber celebrado otras nupcias en Cuéllar con
doña Juana de Castro. Y si en Cuéllar no le faltaron dos prelados de tan
elástica conciencia que autorizaran aquel escándalo, ¿a quién puede sorprender
que encontrara en Sevilla quien jurara sobre los Santos Evangelios haber visto
caer la bendición nupcial sobre don Pedro y doña María? La prueba de lo que
había que fiar en tales testimonios la ofreció el arzobispo de Toledo don Gómez
Manrique, que después de haber predicado en Sevilla un fervoroso sermón para
persuadir a los delas cortes de ser verdaderas las razones del rey y legitima
la sucesión de los hijos de aquel matrimonio, acaudillaba poco después las
huestes del bastardo don Enrique, y dejábale éste como a la persona de su mayor
confianza al frente de las tropas que sitiaban a Toledo. Época de profunda inmoralidad
era aquella, y por cierto no fue la menor prueba de ella la conducta de las
cortes de Sevilla.
Una
y otra dama, doña Blanca de Borbón y doña María de Padilla, hubieran podido ser
buenas reinas, porque tenían cualidades excelentes para serlo. Pero don Pedro,
con la fortuna inmerecida de poder escoger entre dos buenas reinas, tuvo la
torpe habilidad de dejar sin reina a Castilla. La una cautiva y prisionera
siempre, la otra siempre manceba para el concepto público; la una muriendo de
orden suya en un calabozo, la otra declarada reina y consorte después de
muerta, condújose don Pedro inicuamente con la primera y no acertó a reparar el
honor de la segunda. Si don Pedro estaba casado con doña María cuando vino doña
Blanca, según dijo en las cortes de Sevilla, no debió haber engañado a doña
Blanca, a Castilla, a Francia, al mundo entero, casándose pública y
solemnemente con la princesa de Borbón en Valladolid. Si no era sino amante de
doña María y esposo de doña Blanca, engañó pérfidamente a las corles del reino
en Sevilla. O en Sevilla o en Valladolid fue don Pedro sacrílego y perjuro. Si
doña María no era su esposa cuando se enlazó sacramentalmente con doña Blanca,
en tenerla siempre cautiva y en ordenar su muerte fue reo del cautiverio y de
la muerte de una reina de Castilla. Si doña María era ya su esposa, ¿por qué no
lo manifestó, imitando a Alfonso II. de Aragón cuando venía a darle su mano la
hija del emperador Manuel de Constantinopla declarando no poder realizar su
enlace, por haberlo hecho ya con doña Sancha de Castilla? Si era su esposa,
¿por qué no cuidó de mirar por su honra, y no que la tuvo tantos años con
escándalo público reducida a la condición lastimosa de manceba? Si temía
ofender a la Francia, ¿no la ofendía más con repudiar a doña Blanca y con tener
prisionera a la que había sido pedida y enviada para reina?
Doña
María de Padilla es un personaje histórico, que excita interés: causa inocente
de muchos males, ni concitó odios, ni se hizo enemigos: de índole apacible, de
generoso corazón, e inclinada a hacer bien, libró a algunos de la muerte, e
intentó salvar a otros: necesitó ser muy buena para que no la aborreciese el
pueblo siendo la favorita del rey y habiendo ocasionado la desventura de la
reina; necesitaba el rey ser indomable para que la influencia de la Padilla no
alcanzara a amansar sus fieros. Parece inconcebible que entre dos personas de
tan opuestos sentimientos y caracteres pudiera haber una pasión amorosa tan
vehemente y tan duradera; pero esto deja de ser incomprensible si se atiende a
lo que halaga obtener las preferencias de un soberano, dominar en el corazón
del que domina a todos, y ser la única persona ante quien el hombre belicoso y
fiero convierte la ferocidad en dulzura, y en blandura la dureza. Quizá las
prendas de amor que entre ambos existían eran también ya lazos que unían
indisolublemente a la bondadosa dama con el amante vengativo y cruel.
Por
lo que hace a la cuestión entre los dos hermanos que se disputaron el cetro de
Castilla, y al problema de si don Enrique fue traidor porque don Pedro fue
cruel, o si don Pedro fue cruel porque don Enrique fue traidor, creémoslo de
bien fácil solución, al revés de los que le presentan como casi indisoluble.
Don Enrique fue rebelde ¡antes que don Pedro fuese cruel, y don Pedro hubiera
sido cruel sin las rebeliones de don Enrique. Pero ambicioso, revoltoso y
díscolo como era don Enrique, de tal manera se consideraba alejado del trono de
Castilla por la ilegitimidad de su nacimiento, que llevaba ya don Pedro trece
años de reinaré iban pasadas muchas alteraciones y guerras, cuando le asaltó
por primera vez el pensamiento y se le presentó como de posible realización la
idea de ceñir una corona arrancada de la cabeza del monarca legítimo. La guerra
obstinada y tenaz que don Pedro de Castilla hacia a don Pedro de Aragón abrió
don Enrique el camino para ajustar con el monarca aragonés aquel célebre pacto
en que este se comprometió a ayudar al hijo bastardo de Alfonso XI a conquistar
el reino de Castilla. Los rudos suplicios y cruentas ejecuciones de don Pedro
en Castilla predispusieron a los castellanos, proverbialmente amantes de la
legitimidad, a acoger y aclamar por rey a quien carecía de títulos y de
merecimientos para serlo.
Que
carecía de títulos y de merecimientos decimos. Porque ¿cuáles eran los títulos
con que se presentaba el pretendiente al trono castellano? Don Enrique
representaba un origen impuro: don Enrique había hecho armas muchas veces
contra su soberano, y era un revolvedor incorregible: don Enrique no había
tenido reparo en estrechar alianza con la que había ordenado el asesinato de su
madre doña Leonor: don Enrique había huido a Francia cobardemente y no se había
distinguido en España ni por su valor ni por sus virtudes: y por último don
Enrique invadía a Castilla acaudillando tropas mercenarias extranjeras,
numerosa turba de bandoleros, forajidos y gente avezada a vivir de rapiña, que
no eran otra cosa, aparte de algunos capitanes, las grandes compañías
francesas. Y a pesar de esta reunión de elementos tan poco a propósito para
halagar el carácter castellano, don Enrique se ve proclamado casi sin
contradicción desde Calahorra hasta Sevilla, no por amor de los castellanos a
don Enrique, sino por odio de los castellanos a don Pedro.
Sin
embargo, ni en Castilla se ha extinguido el respeto a la legitimidad, ni en el
pecho de don Pedro se ha apagado el ardor belicoso, y si su alma siente el
infortunio, en su corazón no cabe el desaliento. Vuelve, pues, don Pedro
auxiliado de tropas inglesas, como don Enrique había venido acompañado de
tropas francesas. Ya los dos hermanos no tienen que reconvenirse en punto a
traer armas extranjeras a Castilla. En los campos de Nájera se encuentran
frente a frente don Pedro y don Enrique, el príncipe Negro y Bertrand
Duguesclin, el caballero inglés más cumplido, y el personaje francés más
rudamente caballeresco de su época. Vencieron don Pedro y los ingleses,
Bertrand fue hecho prisionero, don Enrique huyó a Francia, y don Pedro quedaba
otra vez señor de Castilla.
Mas
no renunciando a sus antiguos instintos, faltando descaradamente a las promesas
y juramentos solemnes que había hecho, el de Gales le abandonó maldiciéndole, y
los castellanos tampoco le bendecían. Así cuando volvió don Enrique, encontró
ya alzadas contra su hermano varias poblaciones de Castilla, y no le valió a
don Pedro ni llamar en su ayuda a los moros de Granada, ni buscar su ventura
consultando a agoreros y magos. El trágico drama se desenlazó en Montiel por
medio de una pérfida alevosía, con que el caballero Duguesclin empañó el lustre
de sus anteriores proezas, y don Enrique añadió a sus títulos de bastardo y
usurpador los de traidor y fratricida. No es cosa nueva que unos criminales
sirvan como de instrumento providencial para la expiación de otros criminales,
y don Pedro que había teñido su puñal en la sangre de sus hermanos, pereció a
su vez al filo del puñal de un hermano.
Repítese mucho que don Pedro se proponía abatir la nobleza y favorecer al pueblo, libertar a éste de la opresión en que le tenían los magnates, y robustecer la autoridad y el poder de la corona con el elemento popular, de lo cual dicen provino el encono de los nobles y sus rebeliones. De haberse mezclado muchas veces Con la clase ínfima y humilde del pueblo deponen las anécdotas y aventuras que la tradición y la poesía nos han trasmitido. De haber convertido el principio popular en sistema de gobierno, no nos ha sido posible hallar, por más que hemos escudriñado, testimonios históricos que acrediten el fundamento de esta voz, al modo que la historia nos enseña haberlo hecho los Fernandos III y IV y otros monarcas de su siglo. Con Enrique II se entroniza en Castilla una línea bastarda. Tan fatigado ha quedado el reino de las tiranías del monarca legítimo, que acepta con placer un usurpador, olvida la traición, perdona el fratricidio, y sostiene y consolida la nueva dinastía. No era en verdad don Enrique el modelo de los príncipes, pero bastaba entonces que aventajara en mucho a su antecesor. Al revés de otros, borró siendo rey algunas de las faltas que le habían afeado siendo pretendiente, y mostró que no era indigno de llevar una corona. Por de pronto quedaron sin ocupación habitual los verdugos, y el puñal dejó de ser arma de gobierno. Aunque tardaron en sometérsele varias ciudades, y algunos adictos a don Pedro llevaron hasta un extremo admirable su resistencia y su tenacidad, sólo registra la crónica de este monarca dos suplicios crueles, el de Martín López de Córdoba y el de Mateos Fernández. Deploramos estas horribles ejecuciones, si bien pueden considerarse como unas severas represalias, puesto que ellos habían tenido antes la crueldad de matar a lanzadas a cuarenta prisioneros en la plaza de Carmona. La fama le acusó de haber hecho dar yerbas a su hermano don Tello, que parece continuaba siendo tan infiel al hermano carnal como lo había sido al hermano paterno. Si la voz pública no se engañó, no será en nuestro tribunal histórico en donde halle el crimen de don Enrique la absolución que a los de igual naturaleza de don Pedro les fue negada. No extrañaríamos que don Tello expiara así los de su vida, que había sido una cadena de inconsecuencias y de infidelidades. Tan
dispendioso don Enrique como había sido avaro don Pedro, no perjudicó menos a
Castilla la prodigalidad de las mercedes del uno que la codicia del otro.
La
ley de alteración de la moneda para subvenir a las atenciones de un tesoro
exhausto fue un error funesto en que incurrió don Enrique, como muchos de sus
predecesores y muchos de sus sucesores. Era el error administrativo de aquellos
siglos. Aunque no tardaba nunca en tocarse sus malos efectos, no se
escarmentaba en él. Sucedía lo que con aquellos dolientes que en su
desesperación toman una medida que los alivie momentáneamente del padecimiento
que los mortifica, aún a riesgo de que les produzca más adelante otra
enfermedad más grave.
Don
Enrique, como la mayor parte de los usurpadores, procuró hacer olvidar su
origen, y el que había conquistado el trono por el camino del crimen, dotó al
reino de saludables leyes e instituciones. El asesino en Montiel decretaba en
Toro severas penas contra los asesinos, y el que debía su corona al acero
ordenaba que al que sacara espada o cuchillo para herirá otro, «le mataran por
ende.» Al revés de don Pedro, que había sido buen legislador antes de ser cruel
y tirano, don Enrique fue primero gran delincuente para ser después gran
legislador. Parecía haberse propuesto, como el rey godo Eurico, borrar la
memoria del fratricidio a fuerza de hacer leyes justas y provechosas. Las de
las cortes de Toro fueron un verdadero progreso en la legislación de Castilla.
El ordenamiento para la administración de justicia, la creación de la
audiencia, las instrucciones a los adelantados, merinos, alcaldes y alguaciles,
el establecimiento de las rondas de policía, las ordenanzas sobre menestrales,
la entrada solemnemente reconocida de los delegados de los comunes en el
consejo real, las concesiones hechas a los procuradores de las ciudades sobre
materias de derecho y de administración, la influencia que bajo su dominación
alcanzaron los diputados del pueblo, revelan el adelanto del país en su
organización, y el estudio del monarca en hacerse perdonar el poder usurpado
por el uso que de él hacía. Varias de las leyes hechas en las cortes de Burgos
se conservan todavía en nuestros códigos.
A
fuerza de actividad y de energía supo conservarse en el trono, a despecho de
todos los monarcas vecinos, que todos le eran contrarios, si se exceptúa el de
Francia, y a unos humilló y a otros mantuvo en respeto. Don Fernando de
Portugal tuvo que arrepentirse de haber querido disputarle el trono, cuando vio
a las puertas de la capital de su reino al monarca y al ejército castellano,
después de haberle tomado una en pos de otra sus mejores ciudades. El duque de
Lancaster, después de grandes y ruidosos preparativos de guerra y de
jactanciosas amenazas, no se atrevió a pisar el suelo castellano. Don Pedro de
Aragón hubo de renunciar a sus reclamaciones sobre el reino de Murcia, y viose
reducido a transigir con el bastardo, y a restituirle las plazas conquistadas y
a dar su hija en matrimonio al heredero de Castilla. Carlos el Malo de Navarra,
a pesar de su artificiosa doblez, de sus i aleves designios, y de haber llevado
en su ayuda ingleses y gascones, tuvo que solicitar una paz humillante y
someterse a un tratado ignominioso, dando en rehenes a don Enrique una veintena
de castillos, después de haber casado con la infanta de Castilla a su hijo
Carlos el Noble, príncipe digno de mejor padre. Así fue don Enrique el bastardo
humillando a unos, haciéndose respetar de otros, y sacando partido de todos los
príncipes enemigos, y con su energía, su talento y su destreza, puede decirse
que llegó a legitimar la usurpación.
Si
durante su primera expedición a Portugal perdió a Algeciras, no fue culpa suya,
sino de los descuidados guardadores de aquella importante plaza. Bien mirado,
parecía un castigo providencial de haberla escogido para alzar en ella su
primera bandera de rebelión. En cambio tuvo la gloria de pasear en triunfo los
pendones castellanos desde el arrabal de Lisboa hasta los muros de Bayona; las
naves de Castilla destruían una flota portuguesa en el Guadalquivir,
destrozaban una armada inglesa en las aguas de La Rochelle, y devastaban el
litoral de los dominios de Inglaterra, dando rudas lecciones al orgullo
británico sobre el elemento en que estaba acostumbrado a dominar.
Celoso
como legislador, y enérgico y esforzado como guerrero, se condujo como prudente
político en la delicada cuestión del cisma de la Iglesia. En esto imitó el
cuerdo proceder de don Pedro IV. de Aragón, a quien no se puede disputar la
cualidad de gran político; lo cual venía a ser una acusación tácita de la
peligrosa ligereza con que en este asunto habían obrado otros príncipes
cristianos, inclusos los de Francia, no obstante ocupar aquel trono un Carlos
V. denominado el Prudente, o el Discreto (Charles le Sage). Don Enrique rey era
completamente otro hombre de lo que había sido don Enrique pretendiente.
En lo que no vemos que mudara de condición es en el vicio de la incontinencia. Trece hijos bastardos habidos de diferentes damas pregonan bastante que en este punto no era don Enrique quien con su ejemplo curara de moralizar a sus súbditos, ni tuviera derecho a acusar de estragados a su padre don Alfonso y a su hermano don Pedro. Si ninguna de sus amorosas relaciones fue de naturaleza de producir los escándalos de don Alfonso y don Pedro de Castilla con la Guzmán y la Padilla, de don Pedro y don Fernando de Portugal con doña Inés de Castro y doña Leonor Téllez de Meneses, en cambio don Enrique dio el de dejar solemnemente consignadas sus flaquezas de hombre en su testamento de rey, y el de señalar heredamientos a madres e hijos, del mismo modo y con la misma liberalidad y tan desembozadamente como si todas aquellas hubiesen sido legitimas esposas, y todos estos hijos legítimos. De las dos versiones que se dan a la muerte de Enrique II., parece la más verosímil la que supone culpable de ella a Carlos el Malo de Navarra, si se ha de juzgar por los precedentes y las circunstancias, Celebraríamos se descubriesen documentos que libertaran al monarca navarro de este cargo más. Con la proclamación de don Juan I. acabó de sancionarse la entronización de la dinastía bastarda, haciéndola hereditaria. En
el principio de este reinado se ven felizmente amalgamadas la energía de la
juventud y la prudencia de la ancianidad. Don Juan I. legislando en las cortes
de Burgos parece un monarca a quien la edad y la experiencia han enseñado a
gobernar un pueblo, y sin embargo no es sino un rey que acaba de cumplir veinte
y un años. Dos cosas le ha dejado recomendadas su padre a la hora de la muerte;
que conserve buena amistad con el rey de Francia, y que se aconseje bien en el
negocio del cisma de la Iglesia. En cumplimiento de la primera, envía don Juan
dos flotasen auxilio del monarca francés, y las naves de Castilla dan un
ejemplo de audacia inaudita y un espectáculo nuevo al mundo, surcando las aguas
del Támesis, dando vista a Londres y regresando con presa de buques ingleses.
En ejecución de la segunda, congrega una asamblea, concilio o congreso de
varones eminentes, donde se discute con dignidad y con madurez el asunto del
cisma, y de donde sale reconocido como verdadero pontífice Clemente VIL: el
concilio de Salamanca hace eco en toda la cristiandad, y donde no se sigue su
decisión se respeta por lo menos.
Conjúranse entretanto y se ligan contra el joven
monarca castellano los dos pretendientes al trono de Castilla, don Fernando de
Portugal y el duque de Lancaster es decir, Portugal e Inglaterra. No asusta
esta alianza a don Juan e invadiendo los dominios del portugués, donde había
venido el conde de Cambridge, hermano del de Lancaster, obliga al de Portugal a
pedir una paz que debió parecer a los ingleses bien vergonzosa, cuando de sus
resultas vieron al de Cambridge regresar a su reino abatido y mustio, con el
resto de sus destrozadas compañías.
Todo
iba bien para Castilla hasta que, viudo don Juan de la reina doña Leonor de
Aragón, aceptó la mano de la joven doña Beatriz de Portugal, que le ofreció su
padre don Fernando. Este versátil monarca tuvo el don singular de negociar
cinco matrimonios para una sola hija que tenía, y que rayaba apenas en los doce
años. Don Juan de Castilla tuvo a su vez la flaqueza de tomar por esposa la que
había sido ya prometida sucesivamente a su hermano bastardo y a sus dos hijos.
Le alucinó la idea de alzarse con el reino de Portugal cuando falleciera su
suegro, y este ambicioso designio fue una tentación funesta que costó cara al
rey, a la reina y al reino. La actitud con que a la muerte de don Fernando de
Portugal se presentó en este reino don Juan de Castilla, era demasiado
arrogante y provocativa para el genio independiente y altivo de los
portugueses. La prisión del infante don Juan ofendía también su orgullo
nacional y excitaba el interés de la compasión por su inmerecido infortunio.
Con otra conducta y con pretensiones más modestas por parte del castellano, por
lo menos hubiera podido ser proclamada su esposa doña Beatriz, y sus hijos
hubieran sido sin contradicción reyes de Portugal con legítimo derecho.
Pretendiendo para sí la corona portuguesa, la perdió para su esposa y para sus
hijos, y ocasionó a Castilla desastres que él lloró toda su vida y el reino
deploró mucho tiempo después.
En
el sitio de Lisboa don Juan llevó la obstinación hasta la imprudencia; aún
después de haber visto sucumbir la flor de los caballeros de Castilla, y cuando
todos le decían que era tentar a Dios el permanecer más tiempo, todavía
repugnaba retirarse con sus pendones victoriosos. Sin la peste de Lisboa no se
hubiera perdido la batalla de Aljubarrota; pero después de aquel estrago, fue
una temeridad haber aceptado la batalla: aquí el rey fue víctima del
inconsiderado arrojo de algunos y de su propio pundonor. Castilla le perdonó el
desastre, porque imprudente, temerario o débil, don Juan era un monarca de
buena intención y muy querido de sus vasallos. Y en verdad la actitud de don
Juan I. de Castilla en las cortes de Valladolid, vestido de luto, con el
corazón traspasarlo de pena, asomándole las lágrimas a los ojos, lamentando la
pérdida de tantos y tan buenos caballeros como habían perecido en aquella
guerra, protestando que no volvería la alegría a su alma ni quitaría el luto de
su cuerpo hasta que la deshonra y afrenta que por su culpa había venido a
Castilla fuese vengada, representa más bien un padre amoroso y tierno que llora
la muerte de sus hijos, que un soberano que los sacrifica a su ambición o a sus
antojos. A los que habían conocido hacía quince años al rey don Pedro,
antojaríaseles fabulosa tanta sensibilidad, y apenas acertarían a creer la
transición que con sólo el intermedio de un reinado experimentaban.
Salvó
a Portugal la proclamación del maestre de Avis. Los sucesos acreditaron pronto
que la elección de Coimbra había sido acertada, y Portugal se felicitó de haber
puesto en el trono a un bastardo y a un religioso: porque este religioso no era
un Bermudo el Diácono, ni un Ramiro el Monge, sino un hombre que bajo el hábito
de su orden encubría un corazón de guerrero y una cabeza de príncipe. El
maestre de Avis fue el segundo representante dela nacionalidad portuguesa, el
Alfonso Enríquez del siglo XIV, que hizo revivir en Aljubarrota el antiguo
valor de los vencedores de Ourique, y mereció el título de Padre de la Patria.
Mas como hubiese necesitado del auxilio de los ingleses, tuvo entonces
principio el protectorado que la Inglaterra ha ejercido por siglos enteros en
Portugal, y que en ocasiones ha degenerado en una especie de soberanía.
Faltábale
a don Juan de Castilla hacer rostro a piro de los aspirantes al trono
castellano, el duque de Lancaster. Este pretendiente, que en el reinado de
Enrique II. no se había atrevido a pisar el suelo español, se alentó con el
suceso de Aljubarrota, y se vino con grande escuadra a Galicia, contando por
tan segura y fácil empresa la de apoderarse del reino de Castilla, que no sólo
traía consigo su esposa y su hija, sino también una riquísima corona con que
esperaba reñir muy pronto sus sienes. Pero esta vez acreditó el monarca
castellano que no había sido inútil para él la lección del escarmiento y la
enseñanza del infortunio. Con aparente, pero con muy estudiada inacción el rey
de Castilla ni se mueve, ni acomete, ni hostiliza al invasor arrogante. Deja al
clima y a la peste, a la embriaguez y a la incontinencia de los soldados
ingleses que destruyan sin peligro las fuerzas enemigas, y cuando ya la
epidemia y los vicios las han mermado en más de dos terceras partes, el rey de
Castilla, vencedor sin haber combatido, propone secretamente al de Lancaster el
medio más oportuno y seguro de transigir para siempre sus diferencias, el
matrimonio de don Enrique y doña Catalina para que reinen juntos en Castilla
después de sus días. El príncipe inglés acoge la proposición a despecho de su
amigo el de Portugal, y sale de España dejando al portugués enojado. El
convenio de Troncoso se solemniza en Bayona, y se cumple en Palencia, y la
preciosa corona de oro que el de Lancaster había hecho fabricar para su cabeza
se convierte en presente que hace al suegro de su hija.
Si
otros merecimientos y otros títulos no hubiera tenido don Juan I. de Castilla
al reconocimiento de los castellanos, bastaría a hacerle digno de su gratitud
el pensamiento y el hecho de haber enlazado la ,estirpe bastarda con la
dinastía que se llamaba legítima, cortando de presente y para lo futuro la
cuestión de sucesión, que hubiera podido traer a Castilla largas guerras,
turbaciones y calamidades sin cuento.
Mas
lo que a nuestro juicio da una verdadera importancia histórica al reinado de
don Juan I. no son ni sus guerras, ni sus triunfos, ni sus desastres, ni sus
tratados con otros príncipes, aunque no carezcan de ella, sino la multitud y la
naturaleza de las leyes religiosas, políticas, económicas y civiles, con que
tan poderosamente contribuyó a la organización social de la monarquía
castellana. En los once años de su reinado no dejó de consagrarse a mejorar la
legislación de su reino sino aquellos periodos que le tenían materialmente
embargado o las ausencias de sus dominios o las atenciones urgentes de una
guerra activa. Aunque no existiesen de él sino los catorce cuadernos de leyes
que tenemos a la vista de las hechas en las cortes de Burgos, de Soria, de
Valladolid, de Segovia, de Briviesca, de Palencia y de Guadalajara, sobrarían
para dar idea de la actividad legislativa de este soberano y de su solicitud
para mejorar y arreglar todos los ramos de gobierno y de administración.
Algunas nos rigen todavía, y muchas daríamos de buena gana a conocer en su
espíritu y hasta en su letra, si lo consintiera la índole de nuestro trabajo.
Lo
que no podemos dejar de consignar es que en este reinado llegó a su apogeo el
respeto y la deferencia del monarca a la representación nacional, y que el
elemento popular alcanzó el más alto punto de su influencia y de su poder. No
solamente el rey no obraba por sí mismo en materias de administración y de
gobierno sin consulta y acuerdo del consejo o de las cortes, sino que en todo
lo relativo a impuestos y a la inversión de las rentas y contribuciones era el
estamento popular el que deliberaba con una especie de soberanía y con una
libertad que admira cada vez que se leen aquellos documentos legales. Los
tratados mismos de paz, las alianzas, las declaraciones de guerra, los
matrimonios de reyes y príncipes, se examinaban, debatían y acordaban en las
cortes. La admisión de un número de diputados de las ciudades en los consejos
del rey marca el punto culminante del influjo del tercer estado. Si hablando de
época tan apartada nos fuese lícito usar de una frase moderna, diríamos que don
Juan I. de Castilla había sido un verdadero rey constitucional.
Justo es también decir que en tiempo de este monarca la sangre de los suplicios no coloreó el suelo de Castilla: benigno, generoso y humanitario, el reino descansó de los pasados horrores; una vez que creyó necesario juzgar a un alto delincuente, consultó a su consejo, siguió el dictamen del que le aconsejó con más blandura, y se ciñó estrictamente a la ley. También dejan en este reinado de dar escándalo y aflicción al espíritu las impurezas y liviandades que afearon los anteriores. A pesar de los desastres de Portugal, fue un reinado provechoso para Castilla el de don Juan I y puede lamentarse que fuese tan breve. Al piso que se notaba en esta segunda mitad del siglo XIV un
verdadero adelanto en los conocimientos relativos a política y a
jurisprudencia, y que en las cortos, en el consejo del rey y en otras asambleas
se examinaban y discutían con mucha discreción y cordura difíciles y delicadas cuestiones
de derecho eclesiástico y civil, y se hacían muy sabias leyes que honrarían
otros siglos más avanzados, la literatura continuaba rezagada desde los tiempos
de don Alfonso el Sabio, y cítase solamente tal cual nombre y tal cual obra
literaria como testimonio de que en medio de aquella especie de paralización y
aún decadencia no faltaban ingenios que se dedicaran, al modo que antes lo
habían hecho el infante don Juan Manuel, el arcipreste de Hita y algunos otros,
a cultivar las letras, siguiendo el impulso dado por el sabio autor de la
Crónica general, de las Cántigas y de las Partidas.
Figura el primero en este período un judío de Carrión,
conocido con el nombre de Rabbi don Santob, corrupción tal vez de Rab don Sem
Tob. Atribúyense a este ilustrado rabino, que
escribió en tiempo del rey don Pedro, varias obras poéticas, cuyos títulos son:
Consejos y documentos del rey don Pedro, la Visión del ermitaño, la Doctrina
cristiana, y la Danza general en que entran todos los estados de gentes. La
circunstancia de haber escrito un libro de doctrina cristiana inclina a algunos
a creer que Rabbi don Santob sería de los judíos conversos, mientras otros
sostienen que era de los no convertidos, fundados en el hecho de llamarse él
mismo judío en varios pasajes de sus obras. De todos modos este
hebreo conquistó con su talento un lugar muy distinguido entre los poetas
castellanos. La más notable de sus obras es la Danza general o Danza de la
muerte, especie de pieza dramática en que toman parte todos los estados, o sea
todas las clases de la sociedad, llamadas y requeridas por la Muerte, y en que
aparecen sucesivamente en escena el emperador, el cardenal, el rey, el
patriarca, el duque, el arzobispo, el condestable, el obispo, el caballero, el
abad, y hasta treinta y cinco personajes de todas categorías, hasta los
labradores y menestrales, sin exceptuar los de las creencias mismas del autor, rabbíes
y alfaquíes. Los diálogos de cada uno de estos interlocutores con la Muerte
representan como en bosquejo el cuadro de la relajación de las costumbres en
todas las clases, y los vicios de que adolecía en aquel tiempo la sociedad
española. Los de algunas clases están retratados con colores muy fuertes y vivos. La dicción es generalmente sencilla y
vigorosa, hay en la obra pensamientos muy poéticos, y es de notar que esté
escrita en versos llamados de arte mayor, tan poco cultivados desde don Alfonso
el Sabio.
El que en este medio siglo descolló más como hombre de letras fue el canciller Pedro López de Ayala, al propio tiempo guerrero y político, cronista y poeta. Aunque su sobrino el noble Fernán Pérez de Guzmán no nos hubiera dicho en sus Generaciones y Semblanzas que Ayala fue muy dado a libros e historias y que ocupaba gran parte de tiempo en leer y estudiar, nos lo dirían sobradamente sus obras. Las Crónicas de don Pedro y don Enrique II., de don Juan I. y la de los primeros, años de don Enrique III. que debemos a su pluma, y de que tanto nos hemos servido, revelan que Ayala dio ya un paso en la manera de escribir esta clase de libros. Su estilo, aunque duro y desaliñado, es claro y natural, y a veces no carece de energía. Aparece como el mejor prosador después de don Juan Manuel; y la lengua bajo su pluma va saliendo ya, como nota bien un juicioso crítico, de la tosca infancia para entrar muy luego en su florida pubertad. Escribió además Ayala un tratado de Cetrería, o sea de la caza de las aves e de sus plumajes, etc. Mas la obra que le acreditó como poeta fue la titulada Rimado de Palacio, escrita en variedad de metros, la cual viene a ser como un tratado de los deberes y obligaciones de los reyes y de los nobles en el gobierno del Estado. Critica también a veces con mucha viveza las costumbres y los vicios de su tiempo, y al modo del arcipreste de Hita y del judío Rabbi don Santob, se indigna en ocasiones al retratar la relajación y desmoralización de la época en que vivía. Del estado de las artes, de la industria y del comercio de Castilla en esta segunda mitad del siglo XIV se puede juzgar, así por las noticias que nos suministran las crónicas, como por las leyes suntuarias que en este tiempo se hicieron. Un reino que presentaba en los mares escuadras tan imponentes, y flotas tan numerosas como la que llevó el rey don Pedro a Cataluña y las Baleares, como las que en tiempo de don Enrique II. vencieron en las aguas de Lisboa, de Sevilla, de La Rochelle y de Bayona, como la que en el reinado de don Juan I. arribó hasta la playa de Londres desafiando el poder marítimo de Inglaterra; una nación a quien se atribuía el designio de destruir la marina inglesa y de alzarse con el dominio del mar, una nación en que sólo los comisionados de las villas marítimas de Castilla y Vizcaya obligaron a los ingleses a concluir el tratado de 1.° de agosto 1351, por el que se establecía una tregua de veinte años, no podía menos que haber hecho grandes adelantos en el comercio, porque el poder de la marina de guerra de un estado supone siempre en aquel estado la existencia de una marina mercante correspondiente. Desde las ordenanzas de Alfonso el Sabio sobre aduanas y sobre importación y exportación se ve ya un reino que no carecía de tráfico; el ordenamiento de sacas hecho en el período que ahora examinamos y las leyes suntuarias, que demuestran hasta qué punto era común en Castilla el uso de paños y telas extranjeras, confirman lo extendido que se hallaba ya en Castilla el comercio. Los puertos de Vizcaya eran mercados de extenso tráfico con el Norte, y esta provincia tenía sus factorías en Brujas, grande emporio de las relaciones mercantiles entre el Norte y el Mediodía. En
estos últimos años de la época que comprende nuestro examen, recibieron el
comercio y la industria de Castilla un grande impulso con la introducción de un
interesante artículo, que se debió a las bodas de doña Catalina de Lancaster
con el infante don Enrique. Aquella princesa trajo a Castilla como parte de su
dote un rebaño de merinas inglesas, cuyas lanas se distinguían en aquel tiempo
sobre todas las de los demás países por su belleza y finura, y desde entonces
data la gran mejora de la casta de las ovejas españolas, lo cual dio materia a
un comercio lucrativo y las
fábricas de paños se mejoraron hasta el punto de poder competir con las
extranjeras, tanto, que como habremos de ver poco más adelante, a principios
del siglo XV. pedía ya el reino que se prohibiera la introducción de paños
extranjeros.
Sobre el estado de las artes industriales, de la agricultura, de los precios, materias y formas de los vestidos y de las armas que entonces se usaban, y hasta del género y coste de las viandas y de los convites, nada puede informarnos mejor que los ordenamientos de los menestrales y las leyes suntuarias que se hicieron en los tres reinados de don Pedro, don Enrique II. y don Juan I. El ordenamiento de menestrales del rey don Pedro en las cortes de Valladolid de 1 331 es el más extenso y minucioso de todos; los de don Enrique II en las de Toro de 1369 y de don Juan I. en las de Soria de 1380 sólo añadieron algunas pequeñas modificaciones a aquel. Las costumbres públicas, en la época que examinamos, no
presentan en verdad un cuadro muy halagüeño ni edificante, y el estudio que
hacemos de cada periodo histórico nos confirma cada vez más en que es un error
vulgar suponer que fuesen mejores, bajo el punto de vista de la moralidad
social, los antiguos que los modernos tiempos, salvo algunos excepcionales
periodos. Si las leyes de un país son el mejor barómetro para graduar las
costumbres que dominan en un pueblo, no es ciertamente la monarquía castellana
del siglo XIV. la que puede excitar nuestra envidia por el estado de la moral
pública.
Puédese
juzgar de las costumbres y de la moralidad política por esa multitud de
defecciones, de deslealtades, de revueltas, de rebeliones, por esa especie de
conspiración perpetua y de agitación permanente, por esa continua infracción de
los más solemnes tratados, por esa inconsecuencia y esa versatilidad en las
alianzas y rompimientos entre los soberanos, por esa facilidad en hacer y
deshacer enlaces de príncipes, por esa inconstancia de los hombres y ese
incesante mudar de partidos y de banderas, por esas ambiciones bastardas que
conmovían los tronos y no dejaban descansar los pueblos, por esa cadena de
infidelidades de que encontramos llenas las páginas de las crónicas en este
tercer período de la edad media.
Si
de las infidelidades políticas pasamos a los delitos comunes que más afectan y
más perjudican a la seguridad y al bienestar de los ciudadanos, a saber, los
asesinatos y los robos, harto deponen del miserable estado de la sociedad
castellana en este punto esas confederaciones y hermandades que se veían
forzados a hacer entre sí los pueblos para proveer por sí mismos a su propia
defensa y amparo contra los salteadores y malhechores: confederaciones y
hermandades que las cortes mismas pedían o aprobaban, y que los monarcas se
consideraban obligados a sancionar, vista la ineficacia de las leyes y de los
jueces ordinarios para la represión y castigo de tan frecuentes crímenes. Estos
males, de que el cronista de Alfonso XI hacía tan triste y lastimosa pintura,
no habían cesado en tiempo de Enrique II., a quien las cortes de Burgos en 1367
pidieron por merced que «mandase facer hermandades, e que ayuntasen al repique
de una campana o del apellido,» en atención a «los muchos robos e males e
dagnos, e muertes de omes que se fasian en toda la tierra por mengua de
justicia, puesto que los merinos y adelantados mayores vendían la justicia que
avyan de faser por dineros.» Tampoco se habían remediado en tiempo de don Juan
I., a quien las cortes de Valladolid en 1305 exponían «las muchas muertes de
homes, e furtos, e robos e otros maleficios que se cometían en sus reinos, e
los que los facían acogíanse en algunos lugares de sennorios, e maguer los
querellosos pedían a los concejos e a los oficiales que les cumplan de derecho,
ellos non lo querían faser desiendo que lo non han de uso nin de costumbre, nin
quieren prender los tales malfechores, por lo qual los que fasian los dichos
maleficios toman gran osadia, e non se cumple en ellos justicia.» Y tal
proseguía la situación del reino, que en las cortes de Segovia de 1386 se vio
precisado el mismo monarca a autorizar el establecimiento de hermandades entre
las villas, fuesen de realengo o de señorío, y a aprobar y a sancionar sus
estatutos para la persecución y castigo de los asesinos y malhechores.
La
incontinencia y la lascivia eran vicios que tenían contaminada toda la
sociedad, desde el trono hasta los últimos vasallos, y de que estaba muy lejos
de poder exceptuarse el clero. Respecto a los monarcas no hay sino recordar esa
larga progenie de bastardos que dejaron el último Alfonso, el primer Pedro y el
segundo Enrique, esa numerosa genealogía de hijos ilegítimos, a quienes pública
y solemnemente señalaban pingües herencias en los testamentos, a quienes
repartían los más encumbrados puestos del Estado y las más ricas villas de la
corona, y a quienes colocaban en los tronos. De público los tenían también los
clérigos, y en algunas partes habían obtenido privilegios de los monarcas para
que los heredaran en sus bienes como si fuesen nacidos de legitimo matrimonio,
al modo del que el clero de Salamanca había alcanzado de Alfonso X. En las
cortes de Soria de 1380, a petición de los procuradores de las ciudades, derogó
don Juan I los dichos privilegios, diciendo que tenía por bien «que los tales
hijos de clérigos que no vayan ni hereden los bienes de los dichos sus padres
ni de otros parientes... y cualesquiera previlejios o cartas que tengan ganadas
o ganaren de aquí adelante en su ayuda... que no valgan, ni se puedan de ellas
aprovechar, porque Nos las revocamos, y las damos por nulas.» Y no es de
maravillar que el severo ordenamiento del rey don Pedro en las cortes de
Valladolid de 1351 contra las mancebas de los clérigos, fuera ineficaz y
quedara sin observancia, teniendo que reproducirle don Juan I en las de
Briviesca de 1387, en términos tal vez más duros que su preantecesor. Decimos
que no es de maravillar que tales ordenanzas no se cumpliesen, porque a la
severidad de las leyes les faltaba a los monarcas añadir lo que hubiera sido
más eficaz que las leyes mismas, a saber, el ejemplo propio.
No estaba sin embargo limitada la
desmoralización en este punto a los monarcas y al clero. Todas las clases de la
sociedad participaban de ella, según hemos ya indicado. «Ordenamos, se decía en
las últimas cortes citadas, que ningún casado tenga manceba públicamente,
y qualquier que la tuviese de qualquier estado o condición que sea, que pierda
el quinto de sus bienes hasta en quantia de diez mil maravedís cada vez que se
la hallaren. Y aunque ninguno le acuse ni
lo denuncie, que los alcaldes o jueces de su oficio lo acusen, y le den la
pena, so pena de perder el oficio.» Y de la frecuencia con que se cometía el
delito de bigamia, y de la necesidad de atajarle y corregirle con duras penas,
dan testimonio las mismas cortes en su postrera ley que dice: «Muchas veces
acaece que algunos que están casados o desposados por palabras de presente,
estando sus mujeres o esposas vivas, no temiendo a Dios, ni a nuestra
justicia, se casan o desposan otra vez, y porque esta es cosa de gran pecado y
de mal ejemplo, ordenamos y mandamos que qualquiera que fuese casado o desposado
por palabras de presente, si se casare otra vez o desposare, que además de las
penas en el derecho contenidas, que lo hierren en la frente con un fierro
caliente que sea hecho a sennal de cruz.»
Las
repetidas ordenanzas contra los vagos y gente valdía, y las providencias y
castigos que se decretaban para desterrar la vagancia del reino, prueban lo
infestada que tenía aquella sociedad la gente ociosa, y lo difícil que era
acabar con los vagabundos, o hacer que se dedicaran a trabajos u ocupaciones
útiles. Esta debía ser una de las causas de los crímenes que se cometían y de
los males públicos que se lamentaban.
Llenas
están también las obras de los pocos escritores que se conocen de aquella época
de invectivas, ya en estilo grave y sentimental, ya en el satírico y festivo
contra la desmoralización de su siglo. Y si en tiempos posteriores se ha
lamentado la influencia del dinero como principio corruptor delas costumbres,
parece que estaba muy lejos de ser ya desconocido su funesto influjo, según lo
dejó consignado un poeta de aquel tiempo en los siguientes cáusticos versos:
Sea
un hombre necio y rudo labrador,
Los dineros le hacen hhidalgo y sabio,
Cuanto más algo tiene, tanto es más de valor,
El que no tiene dineros no es de sí señor.
ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA. ARAGÓN EN EL SIGLO XIV. De 1335 a 1410.
|