HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE ESPAÑAANALES DE LA GUERRA CIVIL DE 1833 - 1886
INTRODUCCIÓN DEL AUTOR
Al proponerme
escribir la Historia Contemporánea, deseo hacer, no un libro de apologías, sino
de enseñanza para muchos y de instrucción para el pueblo.
Si la
historia es la maestra de la humanidad, el medio de conocer el fin a que ésta
camina en todas sus acciones, el padre que instruye a sus hijos, debe
sacrificarlo todo a la verdad, y romper la pluma antes que guiarla por la
lisonja, por la debilidad o por la pasión. Si es el juicio de los grandes
hombres, deben estos responder, por santos que sean: la conciencia del género
humano es más santa que ellos
Afortunadamente
no vivimos bajo el imperio de aquellos soberanos que obligaban a los escritores
a que los deificasen, olvidando que una de las ventajas de la historia es
apartarnos del vicio, presentándonos su odioso espectáculo; y es un freno
saludable la infamia que la posteridad imprime a las palabras y acciones
criminales. Algunos reyes de Egipto abundaban en sentimientos de justicia por
el temor de ser odiados después de su muerte; y hoy no podemos decir de los
príncipes lo que Tácito decía de aquellos que, exterminando los libros,
esperaban ahogar en las llamas la voz del pueblo, la libertad del Senado y la
conciencia del género humano; disfrutamos de suficiente libertad, hasta cierto
punto, para pensar lo que se quiere y expresar lo que se siente: no de otra
manera cumpliría la historia su misión y desenvolvería en la humanidad el
germen de todo lo grande y sublime, generalizando lo más bello, lo más noble,
lo más santo que en el terreno moral y político pueda presentarse; así también
se enaltece el sentimiento religioso, se odia el mal, y en la lucha que tiene
con el bien, nos ponemos de parte de éste, porque disipadas las tinieblas del
error ante los sublimes resplandores de la verdad, se robustece nuestro juicio
y adquiere mayores luces para juzgar de nuestras acciones, por la costumbre que
adquirimos de juzgar a los demás. Así, pues, sería vergonzoso desnaturalizar la
historia, dejándose llevar de la pasión o del afecto; y sin convenir con Luciano,
en que el historiador no debe tener rey, patria, creencias, amigos, ni recibir
leyes más que de sí mismo, si bien quiera con esto demostrar su independencia
más que su insensibilidad; independientes eran los autores sagrados, y a pesar
de tener rey, patria, creencias y amigos, no ocultaron las culpas de David, los
vicios de Salomón, ni la negativa de San Pedro. Ninguno de los maestros de la
historia, ni Cicerón, ni el mismo Luciano, han podido hacer tan completa
abstracción de todos los sentimientos cívicos.
Cuando se
rinde el debido tributo a la verdad, y se tiene la conciencia de lo que se
hace, no hay temor de que se extravíe la mente y sea guiada la pluma por la
parcialidad, y no se incurre en el defecto que critica Juvenal para alabar la
elocuencia de un necio, la belleza de un monstruo y el vigor de un enfermo,
comparando a este último con Hércules, que ahoga a Anteo suspendiéndole.—La verdad histórica, acaba de decir Napoleón, debería ser tan
sagrada como la religión, porque si los preceptos de la fe elevan nuestra alma
sobre los intereses de este mundo, las enseñanzas de la historia nos inspiran a
su vez el amor de lo bello y de lo justo, el aborrecimiento a cuanto impide
los progresos de la humanidad. Amo la verdad para decirla, como el pintor la
naturaleza para reproducirla.
Pero no se
presenta la verdad escribiendo los hechos como se les ha creído, sino como han
sido, porque no es máxima histórica la establecida por algunos de que sólo es
necesario averiguar la razón de la exactitud de los hechos y consignarlos así,
a menos que no choquen con el sentido común: esto podrá ser muy cómodo, pero es
faltar al principal deber del historiador: sería imitar a uno del siglo XVII
que habiendo alterado la verdad en la narración de un hecho, decía: «no importa,
el hecho no es mejor que como yo lo he narrado». Otro, Vertot,
iba a describir un sitio famoso; tardaron, mucho en llegar a sus manos las
Memorias que esperaba, y entonces, mitad con lo poco que sabia y mitad con su
imaginación, redactó su obra, en la que desciende a pormenores tan
interesantes como si fuesen verdaderos; mas llegan
las memorias y exclama: «me contrarían, pero mi sitio está hecho»
Después de la
mentira, el mayor defecto de una obra histórica es llenarla de minuciosidades, porque
la historia consiste en cosas grandes y dignas de memoria , en asuntos siempre
bellos y agradables, siempre útiles, pues en todo lo que no es ciencias físicas,
sólo merece el nombre de útil lo que ayuda a conocernos a nosotros mismos y a
conocer a los demás hombres, con los que cada uno de nosotros tiene tantas
relaciones.
Y esto no se
consigue narrando únicamente los hechos, sino juzgándolos, reflexionando sobre
ellos, si bien pon sobriedad y precisión, como Tácito. Algunos escritores se
declararon contra tales juicios y reflexiones; pero hoy ya no es cuestionable
este punto, y todos buscan la opinión del escritor que al narrar los
acontecimientos tiene que estudiar sus causas y consecuencias, consignando al
propio tiempo las deducciones lógicas que constituyen su convicción, exponiendo
honradamente la verdad, sin perder de vista que, de sus palabras y de sus
juicios, se formará el proceso de su conciencia, que fallará la humanidad
entera. Se puede errar por ignorancia; pero sería un crimen hacerlo con
intención.
La historia
antigua es el retrato de los hombres de su tiempo, y la contemporánea el espejo
donde se ven los del nuestro. En la una puede haber más o menos exageración en
las formas y en el colorido; en la otra no cabe más que la reproducción
exacta, fotográfica, porque viven los que han de ser retratados o los que los
han conocido.
Reconocida la
utilidad de la Historia contemporánea, base para levantar después el edificio
de la general de un pueblo, y documentada debidamente, será la verdad, a la que
todos aspiramos.
Desconocidos
unos acontecimientos y desfigurados otros, ¿por qué hemos de dejar su
esclarecimiento a otra generación, pudiendo hoy presentarlo? ¿No será menos
útil comprender los errores que quizá hemos aplaudido, y los hechos que, siendo
loables, hemos vituperado, guiados más por la pasión que por el buen criterio?
Washington decía a La Fayette: «En un gobierno libre no se puede callar la voz
de la muchedumbre: cada uno habla como piensa, o por mejor decir sin pensar, y
en su virtud juzga los resultados sin considerar las causas Es de la
naturaleza del hombre irritarse contra todo lo que destruye una esperanza
lisonjera y un proyecto favorito, y es una locura muy común condenar sin examen»
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