HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

TOMO TERCERO - LIBRO SÉPTIMO.

 

CAPITULO II.

 

EL CID CAMPEADOR

 

 

Resonaba por este tiempo en España la fama de las proezas y brillantes hechos de armas de un caballero castellano, cuyo nombre gozará de perpetua celebridad, no sólo en España y en Europa, sino en el mundo, y que ha alcanzado el privilegio de oscurecer y eclipsar a tantos héroes como produjo la España de la edad media. Este famoso caballero era Rodrigo Díaz de Vivar, llamado luego el Cid Campeador, de quien ya hemos contado en nuestra historia algunos hechos, pero cuyas principales hazañas nos proponemos referir en este capítulo. ¿Mas cómo adquirió este personaje tan singular prestigio? ¿Cómo se hizo el Cid el tipo de todas las virtudes caballerescas de la edad media española? ¿Cómo ha venido a ser el héroe de las leyendas y de los cantos populares? ¿Es el mismo el Cid de la historia que el Cid de los romances y de los dramas?

Que desde el siglo XII hasta el XIV, se mezclaron a las verdaderas hazañas de Rodrigo el Campeador multitud de aventuras fabulosas que inventaron y añadieron los romanceros, es cosa de que no duda ya ningún crítico. El deslindar la parte verdadera y cierta de la inventada y fabulosa, ha sido trabajo que ha ocupado por mucho tiempo a los críticos más eruditos, sin que hasta ahora haya sido posible fijar con exactitud la línea divisoria entre la verdad y la fábula. Felizmente los modernos descubrimientos, especialmente de memorias y manuscritos árabes, y su cotejo y confrontación con los documentos latinos y castellanos debidos a celosos escudriñadores de nuestras bibliotecas y archivos, permiten ya descifrar con más claridad, si no con entera luz, lo que acerca de este célebre personaje puede con certeza o con probabilidad adoptar la historia y lo que debe quedar al dominio de la poesía. No vamos, sin embargo, a hacer una biografía del Cid, sino a referir la parte de sus hechos que tiene alguna importancia histórica, por los documentos arábigos y españoles que hasta ahora han llegado a nosotros.

Hemosle visto ya distinguirse como guerrero bajo las banderas del rey don Sancho el Fuerte de Castilla en los combates de Llantada y Golpejares y en el cerco de Zamora. Hémosle visto en el templo de Santa Gadea en Burgos tomar al rey Alfonso aquel célebre juramento que tanto debió herir el amor propio del monarca castellano. Bien que éste disimulara al pronto su enojo, es lo cierto que no le perdonó la ofensa, y que más adelante le desterró de su reino, a cuyo acto acaso no fue ajena la familia de García Ordóñez, enemigo de Rodrigo. Pasó entonces el de Vivar a tierras de Barcelona y Zaragoza y comenzó a guerrear por su cuenta. El rey mahometano de Zaragoza Al Moktadir había dividido sus Estados entre sus dos hijos Al Mutamín y Al Mondhir, llamado también Alfagib: el primero obtuvo Zaragoza, el segundo Lérida, Tortosa y Denia. Habiendo estallado la guerra entre los dos hermanos, Al Mondhir hizo alianza con Sancho Ramírez, rey de Aragón y de Navarra, y con Berenguer Ramón II de Barcelona; peleaba Rodrigo Díaz en favor de Al Mutamín. Entró el Cid en Monzón a la vista del ejército de los aliados, por más que Sancho hubiera jurado que nadie tendría la audacia de hacerlo. Después de lo cual dedicóse con Al Mutamín a reedificar y fortificar el viejo castillo de Almenara, entre Lérida y Tamariz. Acudió a sitiar esta fortaleza el conde Berenguer, junto con los de Cerdaña y Urgel y con los señores de Vich, del Ampurdán, del Rosellón y de Carcasona. Sancho Ramírez de Aragón andaba por otra parte ocupado. Prolongábase el cerco y comenzaba a faltar el agua a los sitiados (1081). Notició Al Mutamín aRodrigo, que se hallaba entonces en la fortaleza de Escarps, en la confluencia del Segre y del Cinca, la apurada situación en que se veía la guarnición de Almenara. Quería el musulmán que Rodrigo atacara a los sitiadores, mas el castellano prefirió ofrecer a los condes catalanes cierta suma de dinero a condición de que levantaran el asedio, propuesta que rechazaron los catalanes con indignación. Irritado con este desaire el Cid los atacó, acuchilló gran número de ellos, ahuyentó los demás, hizo prisionero al conde Berenguer de Barcelona, y partió con el orgullo del triunfo a Tamariz, donde presentó su ilustre prisionero a Al Mutamín, y de allí a Zaragoza, si bien a los cinco días de retenerle en su poder le devolvió, al decir de la crónica, su libertad. Premió Al Mutamín al Campeador con muchos y ricos con muchos dones y alhajas, y le dio más autoridad que a su propio hijo, de suerte que era el Cid como el señor de todas las tierras pertenecientes al reino de Zaragoza.

Cuando en 1083 el gobernador de Roda Albofalac se rebeló contra Al Mutamín y proclamó soberano a su tío Almudhaffar, este pidió ayuda al rey don Alfonso, que le envió a su primo el príncipe Ramiro de Navarra con el conde Gonzalo Salvadores de Castilla y muchos otros nobles que conducían una respetable hueste. No contento con esto Almudhaffar, suplicó al rey de Castilla que fuese en persona. También le complació en esto Alfonso y permaneció algunos días en Roda. Mas como después de su partida hubiese muerto Almudhaffar, trató Albofalac con el infante Ramiro, y ofreciéndole entregar la plaza a Alfonso, rogó a éste que pasase personalmente a posesionarse de ella. Por fortuna receló el monarca de tan generoso ofrecimiento y dispuso que entraran sus generales delante de él. La sospecha era harto fundada. Al entrar las tropas de Castilla una lluvia de piedras descargó de improviso sobre los cristianos: muchos sucumbieron víctimas de aquella traición, y entre ellos el conde Gonzalo Salvadores nombrado Cuatro-Manos, cuyo cadáver fue trasportado a Oña (1084). Triste y apesadumbrado se hallaba en su campo el rey Alfonso, cuando noticioso el Cid de aquel desastre pasó a unírsele desde Tudela. Recibióle benévolamente el monarca, y le manifestó su deseo de que le siguiera y acompañara a Castilla. Hízolo así Rodrigo. Mas como no tardase en penetrar que no se había extinguido aún la desfavorable prevención del rey hacia su persona, separóse otra vez de él y se volvió a Zaragoza.

Encomendóle entonces Al Mutamín que hiciese algunas incursiones por tierras de Aragón. Rápidas como el relámpago y abrasadoras como el rayo eran estas correrías que el Campeador hacía con sus bandas, y antes regresaba él cargado de prisioneros y de botín que tuvieran tiempo sus enemigos para apercibirse de ello cuanto más para prepararse a resistir sus acometidas. Entróse después por los dominios de Al Mondhir Alfagib, taló y devastó sus campos, puso sitio a Morella, y reedificó y fortificó el castillo de Alcalá de Chivert. Invocó Al Mondhir el auxilio de su aliado Sancho Ramírez: asentaron los dos príncipes sus reales en los campos del Ebro, desde donde intimó Sancho a Rodrigo Díaz que evacuara el territorio de Al Mondhir. «Si venís, contestó el arrogante castellano, con intenciones pacíficas, os dejaré el paso libre, y aun os daré ciento de mis guerreros para que os escolten y acompañen: pero yo no me moveré de donde estoy.» Con esta respuesta marcharon Sancho y Al Mondhir contra Rodrigo que los esperó a pie firme. Empeñóse el combate: larga y reñida fue la pelea: pero el guerrero castellano derrotó al fin y deshizo las huestes de los dos monarcas, cristiano y musulmán, que ambos se salvaron por la fuga. Persiguiólos el Campeador y logró hacer prisioneros dos mil soldados con multitud de nobles aragoneses: con éstos y con un inmenso botín se volvió a Zaragoza, donde Al Mutamín le colmó nuevamente de honores

Otro campo se abrió después el hazañoso castellano. El nuevo teatro de sus proezas había de ser Valencia. Reinaba intranquilamente en esta ciudad el desgraciado Yahia Alkadir ben Dilnúm, a quien Alfonso había arrojado de Toledo. Gracias a las tropas castellanas que guarnecían Valencia mandadas por Alvar Fáñez, aunque costeadas por Alkadir, había podido éste irse sosteniendo contra propios y extraños enemigos. Sin embargo había perdido Játiva, que su gobernador entregó a Al Mondhir, rey de Lérida, de Tortosa y de Denia, hermano del de Zaragoza. Al Mondhir había hecho ya algunas tentativas para apoderarse de la misma capital, y aunque infructuosas, los valencianos tenían el triste presentimiento de que Valencia se habría de perder por Alkadir como Toledo. En tal estado ocurrió la famosa irrupción de los Almorávides, y la terrible y funesta derrota de Alfonso VI en Zalaca que dejamos referida en el anterior capítulo. Alfonso había llamado a Alvar Fáñez de Valencia, y privado Alkadir de su único sostén y apoyo hizo alianza con Yussuf el jefe de los Almorávides, emancipándose del soberano de Castilla. Mas como Yussuf volviese a África y el Cid hubiera ahuyentado a los Almorávides de Murcia, encontróse otra vez el de Valencia abandonado y solo: su rival Almondhir se presentó con poderosa hueste al pie de los muros de la ciudad: en tal apuro volvió otra vez Alkadir los ojos hacia Alfonso de Castilla, cuyo auxilio reclamó, como igualmente el de Almostaín de Zaragoza que había sucedido a su padre Al Mutamín, y con quien el Campeador continuaba en la misma amistad y alianza que con su padre. Concertaron entonces Almostaín y Rodrigo ayudarse recíprocamente para conquistar Valencia, a condición de que la ciudad habría de ser para Almostaín, el botín para Rodrigo todo.

Noticioso de esta confederación y de este proyecto Al Mondhir, apresuróse a levantar el sitio, y los dos aliados se presentaron delante de Valencia. Dióles Alkadir cumplidas gracias, considerándolos como atentos auxiliares eignorante de sus ulteriores designios. Mas cuando el de Zaragoza recordó al Cid su empresa de ayudarle a conquistar Valencia respondióle el castellano que aquel proyecto era irrealizable, porque Alkadir era un vasallo del rey de Castilla, y que quitársela a Alkadir equivalía a quitársela a Alfonso, su soberano, a quien él no podía faltar: contestación que dio al traste con todas las ilusiones de Almostaín, el cual se retiró desazonado a Zaragoza. Manejóse entonces el Cid con la maña y astucia de un gran político. Mientras con buenas palabras entretenía por un lado a Alkadir el de Valencia, por otro a Al Mondhir el de Lérida, y por otro a Almostaín el de Zaragoza, hablando a cada cual en el sentido que halagaba más sus intereses, aseguraba y protestaba al rey de Castilla que, vasallo suyo como era, ni obraba ni guerreaba sino en el interés de su soberano: que su objeto era enflaquecer y debilitar a los moros; que la hueste que mandaba la sostenía a costa de los infieles y nada le costaba al rey, a quien pensaba hacer pronto dueño de todo aquel país. Satisfecho con esto Alfonso permitióle retener bajo su mando aquel ejército, y comenzó el Cid a hacer por la comarca de Valencia aquellas atrevidas excursiones que al propio tiempo que le proporcionaban proveer al mantenimiento de su gente, difundían el espanto y el terror entre los mahometanos (1089)

Convencido ya el de Zaragoza de que para tomar Valencia no podía contar con el Cid, trató con Berenguer de Barcelona, a quien halló más propicio, tanto que seguidamente vino el barcelonés a poner cerco a aquella ciudad tan codiciada de todos. Era esto a la sazón que Rodrigo había pasado a Castilla a conferenciar con el rey Alfonso sobre sus proyectos y operaciones. Recibióle bien el monarca y le dio el dominio y señorío de todos los pueblos y fortalezas que conquistara a los musulmanes. Cuando regresó hacia Valencia el Campeador con una hueste de seis mil hombres que entonces acaudillaba, no se atrevió el conde Berenguer a esperarle, y levantando el cerco regresó a de Barcelona, contentándose sus soldados con dirigir amenazas e insultar a los del Cid, el cual no quiso atacarlos por consideración al parentesco que unía a Berenguer de Barcelona con Alfonso de Castilla su soberano. Prometió a Alkadir el de Valencia que le protegería contra todos sus enemigos, moros o cristianos, y pactó con él que llevaría a la ciudad el botín que recogiera en sus expediciones, y en cambio el de Valencia le asistiría a él con mil dinares mensuales. Emprendió de nuevo Rodrigo sus correrías por el país, y obligó a los alcaides de las fortalezas a pagar a Alkadir el tributo que acostumbraban.

Una nueva complicación vino a indisponer otra vez al Cid con su soberano. Cuando en 1090 Yussuf con sus Almorávides y con los árabes andaluces fue a atacar el castillo de Aledo, Alfonso avisó a Rodrigo para que acudiese al socorro de los sitiados. Por una fatal combinación de circunstancias, y acaso más por culpa de Alfonso que de Rodrigo, no pudo éste incorporarse oportunamente al ejército cristiano. Valiéronse de esta ocasión sus enemigos para acusar al Cid de traidor a su rey, imputando su retraso con la intención de comprometer el ejército de Castilla y de proporcionar un triunfo a los sarracenos. Por inverosímil e injustificable que fuese la acusación, el monarca, siempre prevenido contra Rodrigo Díaz, o dio o aparentó dar crédito a los denunciadores, revocó el derecho de señorío que le había dado sobre las fortalezas que conquistara, le privó hasta de las posesiones de su propiedad, e hizo poner en prisión a su esposa y sus hijos. Noticioso de tan duras medidas, despachó el Cid uno de sus caballeros para que le justificara ante el rey Alfonso ofreciendo probar su inocencia en duelo judicial. Desoyó el monarca la proposición. Devolvióle, no obstante, la esposa y los hijos prisioneros, más no satisfecho con esto el Cid, le envió cuatro justificaciones, cada una en términos diferentes: nada bastó a ablandar el ánimo del injustamente enojado monarca.

Volvió entonces el Campeador a guerrear por su cuenta. Desde Elche donde se hallaba partió siguiendo la costa. En pocos días rindió la guarnición de Polop, donde se apoderó de una cueva en que había custodiado un tesoro de inmensas riquezas en dinero y en telas preciosísimas. Pasó el invierno en las inmediaciones de Denia. Desde Orihuela hasta Játiva no dejó un solo muro en pie. El botín vendíalo en Valencia con arreglo al trato hecho con Alkadir. Marchó después con todo su ejercito contra Tortosa, taló la comarca y se apoderó de Mora. Su antiguo enemigo Al Mondhir, rey de aquella tierra, acudió de nuevo a Berenguer de Barcelona, suplicándole le ayudara a desembarazarse del importuno guerrero castellano. Berenguer, que deseaba también vengar las humillaciones que había recibido del Cid, púsose con grande ejercito sobre Calamocha, y aun logró hacer entrar en la confederación al rey de Zaragoza Almostaín. Eran ya tres príncipes, dos musulmanes y uno cristiano, conjurados contra Rodrigo solo, y sin embargo, todavía quisieron comprometer al rey de Castilla a que los ayudara a humillar al altivo y formidable castellano, lo cual no consiguieron.

Hallábase el Cid acampado en un valle circundado de altas montañas, cuando Almostaín, que sin duda quería congraciarse con Rodrigo, le avisó que iba a ser atacado por el barcelonés. «Pues bien, le contestó en una carta el de Vivar, aquí le esperaré y os ruego que le enseñéis esta carta». Vivamente picado el de Barcelona escribióle a su vez diciendo que esperara su venganza; que si creía que él y los suyos eran mujeres, pronto le haría ver lo contrario; que si se atrevía al día siguiente a dejar sus montañas y combatir en el llano, entonces le tendría por Rodrigo el guerrero, el Campeador, mas si lo rehusaba o lo esquivaba le tendría sólo por traidor y alevoso. A tales denuestos contestó sobre la marcha Rodrigo, haciéndole ver que no le intimidaban sus bravatas, y que si hasta entonces no le había atacado agradeciéralo a la consideración que había querido guardar al rey Alfonso su soberano; pero que en la llanura le encontraría. En su consecuencia, hizo el conde Berenguer ocupar de noche y con sigilo las montañas que se levantaban a espaldas de los reales del Cid, y al rayar el alba se precipitaron los catalanes en el valle. El de Vivar, que no estaba desprevenido, salió impetuosamente a su encuentro y arrolló la vanguardia de Berenguer, si bien el Cid cayó herido del caballo en términos de no poder pelear. Pero sus intrépidos y leales castellanos prosiguieron combatiendo tan briosamente, que después de hacer grande mortandad en los catalanes, condujeron prisionero al pabellón de Rodrigo al conde Berenguer con varios otros nobles catalanes y cinco mil soldados más.

Humillado y confuso el conde, fue al principio dura y ásperamente tratado por su vencedor, que ni siquiera le permitió tomar asiento a su lado en la tienda. Mandó que le tuvieran bien custodiado fuera del recinto de los reales, pero que ni al ilustre prisionero ni a los suyos les escasearan la despensa. Inútil era el obsequio para quien con el disgusto y el bochorno de la derrota estaba más para pensar en lo amargo y desabrido de su suerte que en lo sabroso y dulce de las viandas. Dolióse al fin el Cid de la pesadumbre del barcelonés y dióle libertad a los pocos días, como ya en otra ocasión lo había hecho, no sin recibir ahora por premio del rescate la enorme suma de ochenta mil marcos de oro de Valencia. Los demás prisioneros ofrecieron también por el suyo crecidas cantidades, y bajo palabra se les permitió ir a sus tierras: cumpliéronla ellos, volviendo cada cual con la suma que le correspondía, y como algunos no hubiesen podido reuniría, llevaban sus hijos o sus padres en rehenes hasta satisfacer el resto. Admirado el Cid y aun enternecido de tanta lealtad, quiso corresponder a ella generosamente y declaró á todos libres sin rescate alguno.

Después de esta victoria, llamada de Tobar del Pinar, el Cid estuvo algún tiempo enfermo en Daroca, desde cuyo punto envió mensajeros al rey de Zaragoza Almostaín, y como se hallase con él en esta ciudad el vencido y rescatado conde de Barcelona, envió a decir a Rodrigo por los mismos mensajeros que deseaba ser su amigo y valedor. Despreció al pronto el Cid duramente la oferta, y sólo a instancias de sus compañeros de armas que le expusieron no ser acreedor a tan tenaz encono quien tanto se humillaba después de vencido y despojado, consintió en aceptar la alianza de Berenguer, el cual pasó alegre y contento a darle las gracias, y poniendo una parte de sus dominios bajo la protección del de Vivar, bajaron juntos hacia la costa, y acampando el Cid en Burriana, tomó Berenguer la vuelta de Barcelona.

La derrota del conde Berenguer causó tal pesadumbre a su aliado Al Mondhir el de Tortosa, que de ella enfermó y murió al poco tiempo, dejando un hijo de corta edad bajo la tutela de los Beni-Betyr, de los cuales el uno gobernó en Tortosa, el otro en Játiva y el otro en Denia. Comprendieron éstos la necesidad de aliarse con el Cid, y obtuviéronlo a costa de un tributo anual de cincuenta mil dinares. De modo que en aquel tiempo cobraba el Campeador, además de estos cincuenta mil dinares, y de los doce mil que le pagaba el de Valencia, otros diez mil del señor de Albarracín, diez mil del de Alpuente, seis mil del de Murviedro, seis mil del de Segorbe. cuatro mil del de Jérica y tres mil del de Almenara. Con tales riquezas y tales tributos no debía apesadumbrarle mucho que Alfonso le hubiera despojado de sus Estados y bienes.

Sitiaba Rodrigo a Liria en 1092, cuando recibió cartas de la reina Constanza de Castilla y de sus amigos en que le rogaban diese ayuda y mano a Alfonso en la expedición que preparaba a Andalucía contra los Almorávides, asegurándole que así volvería a entrar en la gracia de su rey. Galante el Cid y obsecuente a la voz de su soberana, dejó Liria cuando estaba a punto de rendirse y se incorporó al ejército expedicionario de Castilla. Mas como Alfonso sentase su campo en las montañas de Granada, y el Cid para protegerle avanzara al llano de la vega, vio en esto el monarca castellano, siempre receloso del Cid, un rasgo de personal presunción, que los envidiosos cortesanos no se descuidaron tampoco en representar como tal; así cuando volvían a Toledo, no bien tratados por los africanos, al paso por Ubeda dirigió el rey a Rodrigo palabras ásperas y de enojo, y aun dejó entrever su intención de arrestarle. Calló el Cid y disimuló; mas durante la noche levantó su campo y se volvió a tierra de Valencia. Muchos de los suyos se quedaron entonces en las banderas de Alfonso.

Nada, sin embargo, arredraba al Campeador. Cuando llegó a Valencia, el rey Alkadir padecía una grave enfermedad, y el Cid era quien de hecho dominaba allí. Pero hallábase mal Rodrigo con el reposo. Salió, pues, para Morella, y cuando de aquí se dirigía a atacar a Borja recibió aviso de Almostaín el de Zaragoza que le rogaba le amparase contra Sancho Ramírez de Aragón que se iba apoderando de sus dominios. Mudó el Cid de rumbo y se fue a Zaragoza. Costóle al aragonés, si quiso evitar el venir a las manos con el Campeador, solicitar un acomodamiento con él, que el Cid aceptó a condición de que no molestara más a Almostaín. Sancho regresó a sus Estados y el Cid se quedó en Zaragoza.

Había aprovechado el rey Alfonso la ausencia de Rodrigo para sitiar Valencia, de acuerdo con los genoveses y písanos que con sus naves le habían de apoyar por la parte del mar. Desgraciadamente ocurrieron entre los sitiadores desavenencias que obligaron a Alfonso a volverse a Castilla. El Cid en tanto habíase dirigido a la Rioja, y apoderádose de Alberite, de Logroño y de Alfaro. Hallábase en esta última fortaleza, cuando el conde gobernador de Nájera García Ordóñez le envió unos mensajeros para intimarle que permaneciera allí siete días solamente, al cabo de los cuales se vería con él en batalla. Contestóle el Cid, que quedaba esperándole; pero en vano aguardó los siete días que su retador deseaba. El conde Ordóñez, después que hubo juntado su ejército, volvióse desde el camino sin atreverse a medir sus armas con las del Campeador; el cual acabando de talar aquellos campos, tomó otra vez la vuelta de Zaragoza.

Entretanto habían ocurrido en Valencia sucesos de la mayor gravedad. Los Almorávides se habían apoderado de Murcia, de Denia y después de Alcira. Esto y la ausencia del Cid habían alentado al traidor cadí de Valencia Ben Gehaf para intentar sentarse en el trono del débil Alkadir: movió un alboroto en el pueblo, y facilitó la entrada a los Almorávides. El desventurado Alkadir, invadido su palacio, salió vestido de mujer y se cobijó en una casita entre sus mismas concubinas. Allí le alcanzó el puñal de un asesino, y apoderado de su cadáver el cadí revolucionario Ben Gehaf, cortóle la cabeza que arrojó a un estanque, y el tronco de su inanimado cuerpo fue al día siguiente enterrado en un foso fuera de la ciudad sin un lienzo siquiera que le cubriese. Tal fue el desastroso fin (noviembre de 1092) del desgraciado Alkadir ben Dilnum, a quien Alfonso VI había lanzado en 1085 de Toledo, donde tantos beneficios había recibido de su padre cuando era un príncipe desterrado y prófugo. El usurpador cadí paseábase orgulloso por las calles de Valencia con toda la pompa y aparato de un rey. Sin embargo, nadie le daba el título de tal, y Valencia se gobernaba a modo de república por un senado compuesto de los ciudadanos más respetables, del mismo modo que Córdoba cuando se extinguió la dinastía de los Beni-Omeyas.

Los partidarios del monarca asesinado avisaron al Cid Campeador, que desde Zaragoza acudió presuroso a las inmediaciones de Valencia. Uniéronsele todos los fugitivos y descontentos de la ciudad. Escribió Rodrigo al rebelde cadí reprendiéndole su comportamiento y reclamando imperiosamente el trigo que había dejado en los graneros de Valencia. Contestóle Ben Gehaf que el trigo había sido robado, y que la ciudad se hallaba en poder de los Almorávides. Indignó al altivo castellano aquella carta, trató al cadí de malvado y de imbécil, y le conminó con constituirse en vengador del asesinado Alkadir. Escribió a todos los gobernadores comarcanos, y a todos los hizo o tributarios, o vasallos, o auxiliares. Dos veces al día enviaba el Cid sus algaras al territorio valenciano: hombres, ganados, todo lo arrebataban los soldados de Rodrigo, respetando sólo a los labradores y habitantes de la huerta, a quienes mandaba respetar y aun tratar con dulzura para que se dedicaran libremente a sus faenas. Ya en lugar de dos, hacía tres algaras diarias, una a la mañana, otra al medio día y otra a la tarde, no dejando un instante de reposo a los valencianos. Incapaces de rechazar sus ataques los trescientos jinetes que Ben Gehaf mantenía con el trigo que había pertenecido al Cid, iban menguando cada día diezmados por las espadas castellanas. Una parte de los tesoros de Alkadir que Ben Gehaf enviaba al general almorávide que se hallaba en Denia, cayó en manos de Rodrigo.

Dueño ya éste de todos los fuertes de la comarca, avanzó con todo su ejército a estrechar de cerca la ciudad. Hizo quemar todos los pueblos de los alrededores, los molinos, las barcas del Guadalaviar, las torres, las casas y las mieses de la campiña. A los pocos días atacó y tomó el arrabal de Villanueva, con gran mortandad de moros y Almorávides. Al siguiente se posesionó de la Alcudia, y las tropas cristianas escalaron una parte del muro de la ciudad. Acudió innumerable morisma en su defensa, y empeñóse largo y recio combate hasta que los moros pidieron a voz en grito la paz. Otorgósela el Cid a condición de que mantuvieran sus tropas, y quedó tranquilo poseedor de la Alcudia encargando mucho a sus soldados que respetaran las personas y las propiedades de sus moradores. Cada vez más estrechados los valencianos, ya no sabían qué partido tomar. Congregados por último valencianos y Almorávides acordaron pedir la paz al Campeador con las condiciones que él quisiera dictarles. Respondióles el Cid que las pusieran ellos, con tal que entrara en la estipulación que se alejasen los Almorávides. Cuando se les comunicó esta respuesta exclamaron los africanos: «Jamás hemos tenido un día más feliz.» Concertóse, pues, que los Almorávides saldrían de la ciudad; que Ben Gehaf pagaría a Rodrigo el valor del trigo de que se había apoderado, con más diez mil dinares mensuales y todo lo atrasado, y que éste podría tener su ejército en Cebolla, fortaleza que él había conquistado y puesto en formidable estado de defensa. A ella se retiró el Cid con arreglo al tratado, si bien conservando los arrabales, donde dejó un almoxarife encargado de cobrar el tributo.

Nuevas complicaciones vinieron a poner a prueba el valor, la serenidad, la astucia y la política del Cid. Los Almorávides, vencedores en el resto de España, se aproximaban a Valencia. Eran la única esperanza de los valencianos, y contando ya con su apoyo hicieron que el mismo Ben Gehaf, antes tan humillado y abatido, declarara la guerra al Campeador, pues de otro modo lo hubieran hecho los Beni-Tahir sus rivales que dominaban en Valencia. Llegaron una noche los valencianos a divisar desde las torres de la ciudad las hogueras del campamento de los Almorávides que avanzaban por la parte de Játiva, y regocijábalos ya la esperanza de verlos al siguiente día atacar las tropas de Rodrigo, cuyo momento aguardaban para salir ellos y consumarla derrota. ¡Vanas ilusiones! El de Vivar, que los esperaba a pie firme, había hecho destruir los puentes del Guadalaviar e inundar la planicie, de suerte que sólo por una estrecha garganta se podía entrar en su campo. Los elementos vinieron también en su ayuda: aquella noche se desgajó á torrentes el agua del cielo: los hombres no recordaban una lluvia tan copiosa: los caminos se pusieron intransitables: a las nueve de la mañana un mensajero llegó a Valencia a anunciar que los Almorávides habían retrocedido. Los que se aproximaron fueron los cristianos, que desde el pie de la muralla se burlaban de los de la ciudad; el Cid la hizo cercar por todas partes; las subsistencias iban escaseando dentro y subían de precio cada día, mientras los sitiadores tenían víveres en abundancia. Anuncióse que los Almorávides habían tomado la vuelta de África, y los gobernadores de los castillos se apresuraban a implorar humildemente la alianza y la protección del Cid (1093). Un poeta valenciano de los sitiados expresó entonces la angustia de su situación en la siguiente elegía que traducida del árabe nos conservó la Crónica general.

«¡Valencia, Valencia! vinieron sobre tí muchos quebrantos, é estás en hora de morir: pues si ventura fuere que tú escapes, esto será gran maravilla á quien quier que te viere.— E si Dios fizo merced á algún logar, tenga por bien de lo facer á tí, ca foeste nombrada alegría é solaz en que todos los moros folgaban, é avien sabor é placer. — E si Dios quisier que de todo en todo te hayas de perder desta vez, será por los tus grandes pecados é por los tus grandes atrevimientos que oviste con tu soberbia. — Las primeras cuatro piedras caudales sobre que tú foeste formada, quiérense ayuntar por facer gran duelo por tí é non pueden. — El tu muy nobre muro, que sobre estas cuatro piedras fué levantado, ya se estremece todo, é quiero caer, ca perdido ha la fuerza que avie. — Las tus muy altas torres, é muy fermosas, que «le lejos parescien é confortaban los corazones del puebro, poco á poco se van cayendo. — Las tus brancas almenas, que de lejos muy bien relumbraban, perdido han la su lealtad con que bien parescien al rayo del sol. — El tu muy nobre rio caudal Guadalaviar, con todas las otras aguas de que te tú muy bien servios, salido es de madre é va onde non debe. — Las tus muy nobres é viciosas huertas que en derredor de tí son, el lobo rabioso les cavó las raíces é non pueden dar fructo. — Los tus muy nobres prados en que muy fermosas flores é muchas avie, con que tomaba el tu puebro muy grande alegría, todos son ya secos — El tu gran término, de que tú te llamavas señora, los fuegos lo han quemado, é á tí llegan los grandes fumos. — A la tu gran enfermedad non le puedo fallar melezina, é los físicos son ya desesperados de te nunca poder sanar, — Valencia, Valencia, todas estas cosas que te he dichas de tí, con gran quebranto que yo tengo en el mi corazón, las dixe é las razoné»

Culpábanse los de dentro unos a otros, y el pueblo, inconstante en sus pasiones, tan pronto acriminaba a Ben Gehaf, tan pronto se irritaba contra los Beni-Tahir. El hambre comenzaba a hacer estragos: hacíalos también la discordia. El furor popular descargó entonces sobre los Beni-Tahir; púsose fuego a la casa donde se habían ocultado; prendiéronlos y los entregaron al Cid. Indignáronse sus partidarios, y ardían en deseos de venganza. Ben Gehaf solicitó una entrevista con Rodrigo; concediósela éste, y entre otras humillantes condiciones a que accedió el apurado cadí, fué una que entregaría en rehenes al castellano su propio hijo. Mas por la noche reflexionó sobre su imprudencia, y al día siguiente escribió al Cid diciéndole que antes perdería la vida que entregar su hijo. Contestóle el Cid con una carta amenazadora, y las hostilidades se renovaron. Estaban los cristianos tan cerca de la ciudad, que arrojaban piedras a mano sobre ella. El hambre hacía cada día más estragos: ya no se vendía el trigo por cahíces ni por fanegas, sino por libras y por onzas: las bestias de carga se consumían, y se devoraban los animales inmundos. Se registraban los sumideros para buscar el desperdicio y el rampojo de la uva. Las mujeres y los muchachos atisbaban el momento en que se abría una puerta de la ciudad para lanzarse fuera y entregarse a los cristianos, los cuales solían venderlos a los moros de la Alcudia por un pan o un jarro de vino, y aquellos desgraciados estaban tan transidos de hambre, que luego que tomaban alimento se morían.

En tal extremidad, Ben Gehaf y las personas acomodadas que aun no querían rendirse, acordaron implorar el auxilio del rey de Zaragoza Almostaín, el cual no atreviéndose a romper con el Cid, no hacía sino entretener con moratorias y buenas palabras a los de Valencia, y enviar alternativamente mensajes a Rodrigo y a Ben Gehaf. Entre tanto se habían ido consumiendo los poquísimos víveres que quedaban. Alimentábase ya de cadáveres la gente pobre: llegaba la extenuación en muchos al punto de caerse muertos andando: ya no tenían fuerzas para precipitarse de las murallas y entregarse a los cristianos como antes habían hecho otros. Viendo el cadí que no podía aliviar los padecimientos del pueblo, indignado ya contra él, condescendió en entregar el mando al fakih Al Wattán, el cual envió un mensajero a Rodrigo para arreglar un tratado en los siguientes términos : los valencianos pedirían socorro al rey de Zaragoza y al general de los Almorávides, que se hallaba en Murcia: si éstos no les auxiliaban en el término de quince días. Valencia se rendiría al Cid con las siguientes condiciones: Ben Gehaf conservaría la misma autoridad que antes, con seguridad para su persona, familia y bienes: Ben Abdus (el almoxarife del Cid) sería inspector de impuestos : Muza (que seguía su partido) tendría el mando militar: la guarnición se compondría de cristianos mozárabes: el Cid residiría en Cebolla, y no alteraría ni las leyes, ni las contribuciones, ni la moneda de Valencia. La estipulación fue firmada por ambas partes.

Al día siguiente partieron cinco patricios (hombres mayorales, dice la crónica) para Zaragoza, y otros tantos para Murcia. Rodrigo había puesto por condición que cada embajador podría llevar consigo cincuenta dinares solamente. En su virtud pasó en persona a reconocer a los que iban a embarcarse para Denia, y de allí continuar por tierra a Murcia. Hízolos registrar, y se halló que llevaban gran cantidad de oro y plata, de perlas y piedras preciosas, parte de su propiedad, parte de los comerciantes de Valencia, que querían poner a salvo sus tesoros. El Cid confiscó todo esto, y dejó a los embajadores los cincuenta dinares convenidos.

Trascurrieron los quince días, y los embajadores no regresaban. El Campeador intimó a Ben Gehaf que si pasaba un momento más del plazo estipulado se consideraría relevado de observar la capitulación Sin embargo, aun trascurrió un día sin que le abrieran las puertas, y cuando los negociadores del tratado se presentaron al Cid, éste les hizo entender que no estaba obligado a nada, porque el plazo había pasado. Respondiéronle ellos que se ponían en sus manos y se encomendaban a su generosidad y prudencia. Al siguiente día se presentó Ben Gehaf al Cid, y ambos con los principales caudillos cristianos y musulmanes firmaron los artículos de la ya citada capitulación. Ben Gehaf regresó a la ciudad, y al medio día se abrieron las puertas al ejército cristiano. Verificóse la entrada del Cid Ruy Díaz el Campeador en Valencia, el jueves 15 de junio de 1094.

Subió Rodrigo a la torre más alta del muro para contemplar la ciudad de que acababa de enseñorearse. Recibía con mucha afabilidad a los moros que iban a besarle la mano, y encargaba a sus guerreros que los saludaran y aun les hicieran lado cuando pasaran Agradecidos a tan generoso comportamiento los infieles, pregonaban a voz en grito que no habían visto jamás un hombre más honrado ni que acaudillara una tropa más disciplinada. Ben Gehaf le ofreció una gran parte del dinero que había tomado a los monopolistas del trigo durante el sitio; pero el Cid, que sabía de qué manera lo había adquirido, rehusó el presente.

Después por medio de un heraldo hizo una invitación a todos los patricios del territorio valenciano para que se reunieran en el jardín de Villanueva; luego que se hubieron congregado, subió a un estrado cubierto de estera y tapiz, mandó a los magnates que se sentaran enfrente de él, y les habló de esta manera: «Yo soy un hombre que nunca he poseído ningún reino, pero soy de linaje de reyes: el día que vi esta ciudad me agradó y la envidié, y pedí a Dios que me hiciera dueño de ella: ¡ved cuánto es el poder del Señor!, el día que puse cerco a Juballa (Cebolla), no tenía más que cuatro panes, y ahora Dios me ha hecho merced de darme Valencia, y me encuentro señor de la ciudad. Si hago en ella justicia, Dios me la dejará; si no hiciere derecho, sé bien que me la volverá a quitar. Así, que recobre cada cual su hacienda y la disfrute como antes: el que encuentre su campo labrado, que entre al instante en él; el que le halle sembrado y cultivado, pague su trabajo y la simiente al cultivador y poséale. Quiero también que los colectores de impuestos en la ciudad no tomen más que el diezmo, según vuestra costumbre: he determinado otros en juicio dos días cada semana, los lunes y jueves; mas si tenéis algún negocio urgente, venid cuando queráis, y os oiré, que no soy yo hombre que me encierre con las mujeres para beber y yantar como vuestros señores a quienes nunca lográis ver; quiero arreglar vuestros negocios por mí mismo, ser como un compañero vuestro, protegeros como un amigo y como un padre: yo seré vuestro alcalde y vuestro alguacil; y siempre que tengáis que querellaros unos de otros, os haré justicia.» — Luego añadió: «Me handicho que Ben Gehaf ha hecho muchos males a algunos de vosotros, tomando vuestros haberes para hacerme con ellos un presente: yo me he negado a admitirle, que si codiciara yo vuestra hacienda sabría tomarla sin pedirla ni a él ni a otro; pero líbreme Dios de hacer violencia a nadie por adquirir lo que no me pertenece. Haga buen provecho, si Dios lo permite, a los que han traficado con sus bienes; y lo que Ben Gehaf haya tomado, mando que lo torne luego sin otro alongamiento ninguno. Quiero que me juréis que habéis de cumplir lo que os diré y que no os desviaréis de ello. Obedecedme, y no quebrantéis jamás los pactos que hagamos: observad lo que os ordene …. «ca me pesa mucho de quanta lazéria é de quanto mal pasastes comprando el cahíz de trigo á mil maravedis de plata, mas fío yo en Dios que yo lo tornaré á maravedí; en fin, ahora estad tranquilos y seguros, porque he prohibido á mis gentes que entren en vuestra ciudad á traficar : he designado para mercado suyo la Alcudia: lo he hecho por consideración á vosotros. He mandado que no se prenda á nadie en la ciudad: si alguno contraviniese á esta orden, matadle sin miedo alguno. — «No quiero, añadió todavía, entrar en Valencia, no quiero vivir en ella, quiero establecer sobre el puente de Alcántara una casa de recreo, un logar en que vaya áfolgar á las veces».

Con gran contento oyeron los moros este discurso. Sin embargo al querer tomar posesión de sus tierras hallaron mil dificultades de parte de los cristianos que las poseían. Esperaron, pues, a que el Cid les hiciera justicia el primer día de tribunal que era un jueves. Admiráronse y se desconsolaron de oír al conquistador expresarse en aquella audiencia en términos bien desemejantes a los que en la anterior asamblea había usado, diciendo que él necesitaba sus soldados como su brazo derecho, y que no podía enojarlos. Díjoles además que él era el único señor de Valencia, y si querían obtener su favor era menester que le entregaran la persona de Ben Gehaf, a quien quería castigar por la traición cometida contra su rey, y por las miserias y padecimientos que a ellos y a el mismo había ocasionado. Pidiéronle ellos tiempo para deliberar. ¿Pero quién se atrevía entonces a contrariar la voluntad del Cid? Ben Gehaf fué preso y entregado. Hízole Rodrigo poner una nota de todo lo que poseía, y que jurase ante los principales moros y cristianos no poseer otra cosa que lo que en la lista constaba, reconociendo al Cid el derecho de condenarle a muerte si otro haber se le encontrara. Obraba de esta manera Rodrigo porque sabía que Ben Gehaf había tomado para sí y conservaba ocultos los tesoros del asesinado Alkadir. Mandó, pues, reconocer las casas de los amigos de Ben Gehaf imponiendo pena de la vida a los que ocultaran las riquezas que éste les hubiera confiado: el miedo hizo que todos le fueran entregando los tesoros que guardaban. Hizo igualmente registrar la casa de Ben Gehaf, y por revelación de un esclavo se hallaron en ella inmensas riquezas en oro y pedrería.

Habíase trasladado ya el Cid al palacio de Valencia, contra los términos de la capitulación que no creía obligarle, y reunidos allí los principales de la ciudad, les habló otra vez de esta suerte: «Bien sabéis, prohombres de la aljama de Valencia, cuánto he servido y ayudado a vuestro rey y cuántos trabajos he soportado antes de ganar esta ciudad. Ahora que Dios me ha hecho dueño de ella, la quiero para mí y para los que me han ayudado a ganarla, salva la soberanía de mi señor el rey don Alfonso. Vosotros estáis en mi presencia para ejecutar lo que fuere de mi voluntad y bien me pareciere. Yo podría tomar todo lo que poseéis en el mundo, vuestras personas, vuestros hijos, vuestras mujeres; pero no lo haré. Pláceme y ordeno que los hombres honrados de entre vosotros, los que se han conducido siempre con lealtad, vivan en Valencia en sus casas con sus familias; mas no habéis de tener cada uno sino una mula y un criado, ni podréis usar ni conservar armas sino en caso de necesidad y con mi autorización : los demás desocuparán la ciudad y vivirán en la Alcudia, donde yo estaba antes. Trendréis mezquitas en Valencia y en la Alcudia: tendréis también vuestros alfaquíes: viviréis con arreglo a vuestra ley, y con vuestros alcaldes y alguaciles que nombraré yo: poseeréis vuestras heredades, pero me daréis el señorío sobre todas las rentas, administraré la justicia, y haré batir moneda mía. Los que quieran quedar conmigo, bajo mi gobierno, que queden; los que no, vayan a la buena ventura, pero sólo sus personas, sin llevar nada consigo: yo les daré salvoconducto.»

Dejó tan contristados a los moros este discurso como satisfechos habían quedado con los anteriores. Pero la voluntad del Cid era entonces la ley, y tenía que ser cumplida. En su virtud salieron los moros con sus mujeres y sus hijos de Valencia a ocupar el arrabal, y los cristianos de la Alcudia entraron a reemplazarlos en la ciudad. Los que salieron eran tantos, dicen, que tardaron en desfilar dos días enteros.

Creyó el Cid llegado el caso de ejecutar en el usurpador Ben Gehaf un castigo ejemplar y terrible. En medio de la plaza hizo ahondar un hoyo, en el cual dispuso fuese metido el antiguo cadí de modo que quedaran solamente descubiertas la cabeza y las manos. En derredor de esta fosa se pusieron haces de leña a los cuales se les prendió fuego. Aquel desventurado mostró una serenidad horriblemente heroica. Pronunciando las palabras sacramentales de los árabes: «En el nombre de Dios clemente y misericordioso»; a fin de abreviar su suplicio con su propia mano se aplicaba las ascuas y tizones encendidos, y así expiró entre tormentos horrorosos. El Cid quería quemar también a la familia y parientes de Ben Gehaf, pero musulmanes y cristianos se interesaron e intercedieron por ellos y lograron, aunque con trabajo, ablandar a Rodrigo y salvarlos de tan ruda sentencia. Sin embargo, ejecutó el mismo castigo en algunos otros personajes. Con esto Ben Gehaf, antes tan aborrecido, fue mirado como un mártir entre los musulmanes. Sus mismos enemigos ensalzaban después aquella desgraciada víctima. Ibn Bassán, el escritor más inmediato a los sucesos, decía : «Quiera Dios escribir esta acción meritoria en el libro en el que ha registrado las buenas acciones del cadí; que le sirva para borrar los pecados que antes hubiese cometido.» Fue el suplicio de Ben Gehaf en mayo o principios de junio de 1095.

«El poder de este tirano (continúa el citado escritor árabe hablando del Cid), fue siempre creciendo, de modo que pesó sobre las altas y las bajas comarcas, y llenó de terror a nobles y a plebeyos. Uno me ha contado haberle oído decir en un momento de vivos deseos y de extremada avidez: Un Rodrigo perdió a España y otro Rodrigo la rescatará. Palabra que infundió el pavor en los corazones, y que hizo pensar a los hombres que sucediera pronto lo que recelaban y temían. Sin embargo, este hombre, la plaga de su tiempo, era por su amor a la gloria, por la prudente firmeza de su carácter, y por su valor heroico, uno de los prodigios del Señor.» Elogio grande en la pluma de un musulmán contemporáneo.

Propúsose Yussuf ben Tachfin, el emperador de los Almorávides, reconquistar a toda costa a Valencia. Era Valencia para él, dice el citado escritor, una arista en el ojo. Un numeroso ejército mandado por su lugarteniente Ben Aixa fue a ponerle sitio. Al undécimo día hizo el Cid una salida impetuosa, derrotó á los enemigos y se apoderó de su campo (1096).

Después de la batalla de Alcoraz ganada por Pedro I de Aragón, de que daremos cuenta en las cosas de este reino, los nobles aragoneses aconsejaron a su rey que hiciera alianza con el Cid. Gustosos vinieron en ello el aragonés y el castellano, y habiendo tenido una entrevista marcharon reunidos hacia Valencia. Cerca de Játiva salió a su encuentro el general almoravide Ben Aixa con treinta mil hombres; pero lo meditó mejor, y tuvo por prudente evitar el combate. Prosiguiendo después por la costa hacia el Sur, viéronse acometidos por los Almorávides favorecidos por una escuadra. Comenzaban a desfallecer los cristianos viéndose acosados por mar y por tierra. El Cid recorrió las filas a caballo, los realentó, lanzaron el ejército almorávide de sus ventajosas posiciones, apoderáronse de los efectos de su campo, y volvieron a entrar en Valencia. El de Aragón regresó a sus Estados, el castellano se preparó a tomar Murviedro, donde mandaba el señor de Albarracín, que aliado suyo antes, le había sido infiel durante el sitio de Valencia (1097).

Primeramente quiso recobrar Almenara, que cayó en su poder a los tres meses. Púsose después sobre Murviedro. Pidiéronle los sitiados un plazo de treinta días, a condición de rendírsele si no eran en este intervalo socorridos. El Cid se le concedió. El señor de Murviedro y de Albarracín se dirigió sucesivamente en demanda de auxilio a Alfonso de Castilla, a Almostaín de Zaragoza, a los Almorávides y al conde de Barcelona. Alfonso contestó que más le agradaría ver a Murviedro en poder de Rodrigo que en el de un príncipe sarraceno. Negósele Almostaín intimidado por las amenazas del Campeador. Los Almorávides no quisieron moverse sin que el emperador Yussuf se pusiera a su cabeza. Y el de Barcelona, que sitiaba Oropesa, se retiró con solo el rumor de que se aproximaba el Cid. Pasados los treinta días intimó Rodrigo la rendición a los sitiados. Disculpáronse ellos con que los mensajeros no habían regresado aún, y el Cid les dio espontáneamente un nuevo plazo de doce días. Pasaron estos, y todavía le suplicaron que prorrogara aquél hasta la Pascua de Pentecostés: el Cid les concedió generosamente hasta San Juan: tal era la confianza que tenía de que nadie sería osado a socorrerlos, y aun les permitió poner en seguridad sus mujeres, sus hijos y sus bienes. En vano esperaron este largo tiempo los sitiados, nadie se atrevió a acudir en su ayuda, e hizo el Cid su entrada en Murviedro el 24 de junio de 1098. Pidióles entonces el equivalente al dinero que habían enviado a los Almorávides para empeñarlos a que fueran a combatirle, y como no les fuese posible aprontarlo fueron los moros de Murviedro encadenados y conducidos a Valencia.

Pero Castilla iba a verse bien pronto privada del robusto brazo del más ilustre de sus guerreros. Los Almorávides mandados por Ben Aixa derrotaron a Alvar Fáñez, pariente y compañero del Cid, en las inmediaciones de Cuenca. Avanzaron hacia Alcira y habiendo encontrado allí una parte del ejército de Rodrigo le derrotaron también. Cuando los soldados que escaparon con vida le llevaron la triste nueva, el Cid, jamás vencido cuando él capitaneaba a sus guerreros, murió de pesar (julio de 1099). «¡Que Dios no use de misericordia con él!» añade el escritor arábigo.

Todavía después de la muerte de Rodrigo su esposa Jimena, digna consorte de tan grande héroe, continuó defendiendo a Valencia contra los reiterados ataques de los Almorávides. Más de dos años sostuvo la ilustre viuda el honor de las armas castellanas en aquella ciudad ya famosa, hasta que en octubre de 1101 le puso cerco el general almorávide Mazdalí con poderosísimo ejército. Aun así se sostuvieron firmemente los sitiados por espacio de siete meses, al cabo de los cuales, envió Jimena al obispo de la ciudad, Jerónimo, francés como la mayor parte de los que Alfonso había colocado,a suplicar al rey de Castilla que acudiera en su socorro. Hízolo así Alfonso VI, entrando con su ejército en Valencia sin que el de los Almorávides fuera capaz de estorbárselo. Mas conociendo Alfonso que sin el brazo y la espada del Cid sería difícil sostener una ciudad tan apartada del centro de sus Estados, determinó abandonarla, y después de haberla puesto fuego, salió con toda la guarnición cristiana en procesión solemne, llevando Jimena consigo el cadáver de su ilustre esposo. Entró, pues, Mazdalí con sus Almorávides en la ciudad el 5 de mayo de 1102. «¡Que Dios le asigne, dice el escritor musulmán, un lugar en el séptimo cielo, y se digne recompensar su celo y sus combates por la santa causa otorgándole las más bellas recompensas reservadas a los que han practicado la virtud!»

En aquellos momentos mismos escribía Abu Abderrahmán ben Taher al visir Abu Abdelmelik : « Os escribo a mediados del mes bendito (Ramadán): hemos triunfado, porque los musulmanes han entrado en Valencia (restitúyale Dios su vigor), después de haberse visto cubierta de oprobio. El enemigo ha incendiado la mayor parte, dejándola en estado tal que asusta al que la contempla y le hace caer en silenciosa y sombría meditación. La ha cubierto de negros ropajes, como el luto que llevaba cuando se encontraba en ella: un velo cubre todavía su mirada, y su corazón que se agita sobre Carbones encendidos lanza suspiros profundos. Pero quédale su cuerpo delicioso: quédale su terreno elevado semejante al oloroso musgo y al oro esplendente, sus jardines cubiertos de árboles, su río de limpias aguas : y gracias a la buena estrella del emir de los musulmanes y a los cuidados que le consagrará, se disiparán las tinieblas que la cubren; recobrará su ornato y sus joyas; por la tarde se adornará de nuevo con sus magníficos vestidos; se mostrará en todo su brillo, y se asemejará al sol cuando ha entrado en el primer signo del Zodiaco. Alabanza a Dios, rey del reino eterno, que la ha purgado de los que adoran muchos dioses. Ahora que ha sido recobrada al Islam, el consuelo ha venido a dulcificar los dolores que el destino y la voluntad de Dios nos habían causado.»

El cuerpo del Cid fue sepultado en el claustro del monasterio de Cardeña. Jimena su esposa murió en 1104, y fue también sepultada en aquel ilustre monasterio al lado de su esposo. El Cid tuvo un hijo llamado Diego Rodríguez, que fue muerto por los moros en Consuegra. De las dos hijas de Rodrigo y de Jimena, la mayor llamada Cristina casó con Ramiro, infante de Navarra y señor de Monzón, de cuyo matrimonio nació García Ramírez, el restaurador del reino de Navarra. La otra, nombrada María, tuvo por esposo a Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, los cuales hubieron una hija que casó con Bernard, último conde de Besalú (Bofarull).

Tales son los hechos históricos más importantes del Cid Campeador o por lo menos los que del cotejo de las historias y crónicas arábigas y latinas que conocemos y gozan de alguna autoridad, resultan más probados y averiguados Objeto y argumento el Cid del más antiguo monumento de la poesía castellana, tema perpetuo de los cantos populares de la edad media, y héroe predilecto de las leyendas y romances, cada poeta y cada romancero fue añadiendo a la vida del Campeador alguna hazaña, algún reto, alguna batalla, alguna aventura amorosa o caballeresca, más o menos verosímiles, hasta hacerle el tipo ideal de los héroes y de los caballeros de la edad media; de todo lo cual, sin admitirlo como historiadores, nos haremos cargo cuando juzguemos al Cid y su época bajo el punto de vista crítico y filosófico.

Ni nos compete, ni es fácil dar cuenta de todas las aventuras que los dramas, las leyendas y romances han atribuido al Cid. Mencionaremos algunas, siquiera sea sólo como muestra del carácter de la época en que se inventaron.

Desde muy mancebo, dicen, comenzó Rodrigo a mostrar su travesura y su gran corazón, y cuentan que habiendo recibido su padre una afrenta del conde Gormaz, el buen anciano ni comía, ni bebía, ni descansaba. Movido de su pena Rodrigo, salió a desafiar al conde, le mató, le cortó la cabeza, y colgándola de la silla de su caballo fue a presentársela a su padre, en ocasión que éste se hallaba sentado a la mesa sin tocar los manjares que delante tenía. Entonces el hijo llamó la atención del padre hacia aquel sangriento trofeo, y le dijo: «Mirad la hierba que os ha de volver el apetito: la lengua que os insultó ya no hace oficio de lengua, ni la mano que os afrentó hace el oficio de mano.» El buen viejo se levantó y abrazó a su hijo, diciéndole, que quien había llevado a su casa aquella cabeza debía serlo de la casa de Laín Calvo. Lo singular fue que la hija del conde, enamorada del Cid, se presentó en la corte de León, y puesta de hinojos ante el rey le pidió por esposo a Rodrigo, poniéndole en la alternativa o de concederle su mano o de quitarle la vida. Otorgada tan extraña merced, y obtenida la mano de Rodrigo, éste la llevó a su casa, pero hizo voto de no conocerla hasta haber ganado cinco batallas campales. Dióse entonces a correr por las tierras comarcanas de los moros, e hizo en efecto cautivos cinco reyes mahometanos.

Yendo en peregrinación a Santiago de Compostela, al llegar a un vado encontró un leproso, que metido en un barranco rogaba a los transeúntes le pasaran por caridad. Los demás caballeros huyeron de tocar aquel desgraciado; sólo Rodrigo tuvo compasión de él, le tomó por su mano, le envolvió en su capa, le colocó en su mula y le llevó al lugar a que iba a dormir. Por la noche le hizo sentar a su lado y comer con él en la misma escudilla. La repugnancia de los compañeros de Rodrigo fue tal, que se imaginaban que la lepra había contaminado sus platos, y salieron de la pieza a toda prisa. Rodrigo se acostó con el leproso, envueltos ambos en la misma capa. A media noche, cuando Rodrigo se había dormido, sintió en sus espaldas un soplo fuerte que le despertó. Buscó al leproso, le llamó, y viendo que no respondía, se levantó, encendió una bujía... el leproso había desaparecido. Volvióse Rodrigo a acostar con la luz encendida; en esto que se le apareció un hombre vestido de blanco. «¿Duermes, Rodrigo? le preguntó. — No duermo; pero quién eres tú que tanta claridad y tan suave olor difundes? — Soy San Lázaro. Y has de saber que el leproso a quien has hecho tanto bien y tanta honra por amor de Dios, era yo : y en recompensa de ello es la voluntad de Dios que cada vez que sientas un soplo como el que has sentido esta noche, sea señal de que llevarás a feliz remate las cosas que emprendas. Tu fama crecerá de día en día, te temerán moros y cristianos, serás invencible, y cuando mueras morirás con honra.»

Son muchas las proezas y hechos maravillosos que suponen ejecutó ya en los reinados de Fernando y de Sancho; pero comienza a aparecer más novelesco desde que desterrado por Alfonso VI deja la casa paterna. Pintan con colores vivos y tiernos la aflicción de Rodrigo cuando al disponerse a salir de Yivar vio las salas desiertas, las perchas sin capas, sin asientos el pórtico, y sin halcones los sitios en donde estar solían. A su paso por Burgos con su lucida comitiva, hombres y mujeres se asomaban a las ventanas a verle pasar, y nadie se atrevía a recibirle en su casa por temor al rey Alfonso, que había prohibido severamente que le diesen albergue.

 

Mío Cid Ruy Diaz por Burgos entraba

En su compañía LX pendones llevaba.

Convidar le yen de grado, mas ninguno non osaba:

El Rey Don Alfonso tanto avie la grand'saña.

Antes de la noche en Burgos del entró su carta,

Con grand' recabdo é fuertemente sellada:

Que á mió Cid Ruy Diaz que nadi nol'diesen posada,

E aquel que ge la diese sóplese vera palabra

Que perderle los averes é mas los oyos de la cara,

E aun demás los cuerpos é las almas.

Grande duelo avien las gentes christianas :

Ascóndense de mió Cid ca nol' osan decir nada.

 

Entonces sin duda debió decir el Cid de su barba aquellas célebres palabras: «Por causa del rey don Alfonso que me ha desterrado de su reino no tocarán tijeras a estos pelos, ni de ellos caerá uno solo, y de esto tendrán que hablar moros y cristianos.»

Multiplicáronse los prodigios en la conquista de Valencia, y sobre todo cuando los Almorávides mandados por el rey Búcar (Seir Abu Bekr) fueron a acometer la ciudad. Entonces, no sólo el Cid, sino el obispo don Jerónimo, armado de lanza y espada, mató tantos moros que no hubo quien le igualara en matar sino el mismo Campeador; rompióse el asta de su lanza al prelado guerrero, y echando mano a la espada, no se sabe cuántos infieles murieron a sus golpes. Rodrigo buscaba al rey Búcar, que a todo correr de su caballo huía del Campeador. «¿Por qué así huyes, le gritaba, tú que has venido de allende el mar a ver al Cid de la luenga barba? Vuelve y nos saludaremos uno a otro.» Pero por más que el Cid espoleó a su Babieca, el rey moro ganó la orilla del mar; entonces Rodrigo le arrojó su Tizona y le hirió entre ambos hombros, y el rey Búcar, malamente herido, se entró en el mar y ganó un barquichuelo: el Cid se apeó del caballo y recogió su espada. Asombra el número de moros que según las leyendas murieron aquel día.

Volvió más adelante el rey Búcar sobre Valencia con numerosísimo ejército. El Cid reposaba en su lecho cuando se le apareció un personaje, despidiendo un olor fragantísimo y vestido de un ropaje blanco como la nieve. Esta vez era San Pedro: «Vengo a anunciarte, le dijo, que no te restan sino treinta días de vida. Pero es la voluntad de Dios que tus gentes venzan al rey Búcar, y que tú mismo después de muerto seas el que des el triunfo en esta batalla. El apóstol Santiago te ayudará, pero antes has de arrepentirte delante de Dios de todos tus pecados. Por el amor que me profesas y por el respeto que siempre has tenido a mi iglesia de San Pedro de Arlanza, el Hijo de Dios quiere que te suceda lo que te he dicho.» Al día siguiente refirió el Cid a sus caballeros la visión que había tenido juntamente con otras que hacía siete noches le perseguían, y les anunció que vencerían al rey Búcar y a los treinta y seis reyes moros que le acompañaban. Después de aquel discurso se sintió malo y se confesó con el obispo don Jerónimo. Los pocos días que aun vivió no tomó más alimento en cada uno que una cucharada del bálsamo y la mirra que el soldán de Persia, noticioso de sus hazañas, le había enviado de regalo, mezclado con agua rosada. Las fuerzas se le acababan, pero su tez se conservaba sonrosada y fresca. La víspera de morir llamó a doña Jimena, al obispo don Jerónimo, a Alvar Fáñez, a Pero Bermúdez y a Gil Díaz, y les dijo cómo habían de embalsamar su cadáver, y lo que después habían de hacer de él. Dictó al fin su testamento y murió cristianamente.

A los tres días de su muerte, el rey Búcar y los treinta y seis reyes moros pusieron sus quince mil tiendas delante de las puertas de Valencia. Había en el campo moro  una negra que capitaneaba otras doscientas negras, con las cabezas rapadas, a excepción de un mechón de pelo, porque iban cumpliendo una peregrinación: sus armas eran arcos turcos. A los doce días de sitio, después de haber hecho todo lo que el Cid había ordenado, determinaron los cristianos salir de Valencia. El cadáver embalsamado del Cid iba montado en su fiel Babieca, sujeto por medio de una máquina de madera que había fabricado Gil Díaz. Como se mantenía derecho, y el Cid llevaba los ojos abiertos la barba peinada, escudo y yelmo de pergamino pintado, que parecía de fierro, y en la mano su formidable Tizona, semejaba perfectamente estar vivo. Salieron, pues, de la ciudad. Iba Pero Bermúdez de vanguardia: escoltaban a doña Jimena seiscientos caballeros; detrás iba el cadáver del Cid con escolta de cien caballeros, y el obispo y Gil Díaz a sus lados. Alvar Fáñez preparó el ataque. De las doscientas negras las ciento fueron al instante derrotadas, las otras ciento hicieron no poco estrago en los cristianos, hasta que habiendo muerto su capitana huyeron todas. Entonces los cristianos atacaron el grueso del ejército musulmán. Los moros que vieron un caballero más alto que los otros montado en un caballo blanco, en la izquierda un estandarte blanco como la nieve, y en la derecha una espada que parecía de fuego, huían despavoridos; hicieron en ellos los fieles horrible matanza, y continuaron victoriosos camino de Castilla.

Llegado que hubieron a San Pedro de Cárdena, colocaron el cadáver del Campeador a la derecha del altar, en una silla de marfil, con una mano descansando sobre su Tizona. En una ocasión entró un judío en la iglesia del monasterio a ver el cadáver del Cid, y como se hallase solo, dijo para sí: «He aquí el cadáver del famoso Ruy Díaz de Vivar, cuya barba nadie fue osado a tocar en vida: ahora voy a tocarla yo a ver qué me sucede.» Y alargó el brazo, y en el momento envió Dios su espíritu al Cid, el cual con la mano derecha asió el pomo de su Tizona y la sacó un palmo de la vaina. El judío cayó trastornado y comenzó a dar espantosos gritos. El abad del monasterio, que predicaba en la plaza, oyó los lamentos, suspendió el sermón y acudió con el pueblo a la iglesia. El judío ya no gritaba, parecía difunto; el abad le roció con unas gotas de agua y le volvió a la vida. El judío contó el milagro, se convirtió a la fe de Cristo, se bautizó, recibió el nombre de Diego Gil, y entró al servicio de Gil Díaz.

Fuera largo enumerar los prodigios que los romanceros y poetas, y ya no sólo poetas y romanceros, sino los venerables monjes de Cárdena aplicaron al Cid en vida y en muerte, y no tan solamente a la persona del héroe, sino a su cadáver, a su féretro, a su cofre, a su Tizona, y hasta a su caballo Babieca, que Gil Díaz enterró a la derecha del pórtico del convento, plantando sobre su tumba dos álamos que crecieron enormemente. La historia romancesca del Cid llegó a hacer olvidar su historia verdadera, y ha costado no poco trabajo deslindar la una de la otra, y aun no está de todo punto determinada y clara la línea que las separa y divide. Sucede además que a través de las aventuras bélicas, religiosas, amorosas y caballerescas que los poemas y los cantares, han atribuido al Cid, se revela el genio de la edad media: a vueltas de estas bellas ficciones, se descubren importantes realidades; los poetas y los monjes habrán inventado las anécdotas, pero las anécdotas están basadas sobre el espíritu de la época. De modo que si los anales y las crónicas contienen la historia de los verdaderos sucesos, los poemas, las leyendas, los cantares y las tradiciones desarrollan a nuestra vista el cuadro moral de las pasiones, de las creencias, de los amores, de las luchas políticas, de las costumbres, en fin, que constituían la índole y el genio de la edad media castellana.

Terminaremos esta nota o apéndice con la célebre aventura de los infantes de Carrión, que tanta popularidad adquirió en España, a pesar de no hallarse apoyada en fundamento alguno histórico que merezca fe. Cuando el Cid conquistó Valencia, dos caballeros castellanos solicitaron la mano de sus dos hijas. Estos dos caballeros eran los condes de Carrión. Omitiendo las negociaciones que al decir del poeta mediaron entre los pretendientes, el rey Alfonso y el Cid, el doble enlace se verificó, aunque con harta repugnancia de éste, y los infantes permanecieron durante dos años en Valencia. Estando allí sus yernos, le sucedió al Cid la famosa aventura del león que se salió de la jaula y puso en consternación a todos sus caballeros, habiendo sido los de Carrión los que se condujeron más cobardemente. Cuando el Cid, agarrando al león por la melena, le volvió a encerrar en su jaula, los infantes de Carrión que se habían escondido, el uno debajo de una cama y el otro tras del huso de un lagar, salieron de sus escondites, pero tuvieron que sufrir la burla y el sarcasmo de los demás caballeros, lo cual los llenó de cólera y no pensaron sino en vengar aquella afrenta aunque sobradamente merecida. Después de la victoria del Cid sobre el rey Búcar, los infantes de Carrión, a quienes tocó una gran parte del botín, manifestaron su deseo de volverse a Carrión con sus esposas. El Cid accedió a ello, y mandó a Felez que los acompañara.

En Molina fueron cortésmente recibidos por el rey Abengalvon, aliado del Cid, el cual, en la confianza de amigos, tuvo la debilidad de enseñar sus tesoros a sus huéspedes. Ellos, correspondiéndole con ingratitud, proyectaron quitarle vida y riquezas. Un moro que entendía el latín les oyó lo que hablaban, y los denunció a su rey. Abengalvon les afeó su indigno proceder y alevosos designios, mas por consideración al Cid los dejó partir libremente. Al llegar a los montes de Corpa, meditaron ejecutar otro proyecto todavía más horrible que desde Valencia traían. A las orillas de un limpio arroyuelo, que en el bosque hallaron, levantaron sus tiendas, y allí pasaron la noche en brazos de sus esposas. Al amanecer ordenaron a la comitiva que se pusiera en marcha y se fuera delante. Luego que quedaron solos con doña Elvira y doña Sol (que así llama la leyenda a las hijas del Cid), les intimaron que iban a vengar en ellas los insultos recibidos de los compañeros de su padre cuando la aventura del león : y desnudándolas de sus vestidos se prepararon a azotarlas con las correas de sus espuelas. Expusiéronles las desgraciadas hermanas que preferían les cortasen las cabezas con las espadas Colada y Tizona que el Cid les había dado. Inexorables estuvieron los bárbaros esposos: azotáronlas con correas y espuelas, la sangre corrió de sus cuerpos, y cuando ya el dolor les embargó la voz y no podían gritar, las abandonaron a los buitres y a las fieras del bosque.

Lleno de cuidado esperaba Felez Muñoz á la ladera de una montaña y cuando vio llegar los infantes sin sus esposas, sospechó alguna catástrofe y se volvió al monte, donde halló a sus desventuradas primas casi moribundas. Las llamó por sus nombres, abrieron ellas los ojos, doña Sol le pidió agua que él le llevó en su sombrero; puso a las dos damas sobre su caballo, las cubrió con su capa, y tomando el caballo de la brida las condujo a la torre de doña Urraca. Cuando este desaguisado llegó a noticia del Cid, llevó la mano a la barba, y exclamó: «Por esta barba que nadie jamás tocó, los infantes de Carrión no se holgarán de lo que han hecho: en cuanto a mis hijas yo sabré casarlas bien.» Llegaron sus hijas a Valencia, el padre las abrazó tiernamente y volvió a jurar que las casaría bien y que sabría tomar venganza de los de Carrión. Envió, pues, a Muño Gustios a pedir justicia al rey Alfonso de Castilla contra los infantes. Alfonso convocó cortes en Toledo. Los de Carrión pidieron al rey les permitiera no asistir; pero el monarca los obligó á ello. Para intimidar al Cid se presentaron los infantes con gran comitiva y acompañados de García Ordóñez, el mortal enemigo de Ruy Díaz. Alfonso nombró árbitros a los dos condes Enrique y Ramón. El Cid presentó su querella, y reclamó sus dos espadas Colada y Tizona. Los árbitros aprobaron su demanda, y las dos espadas fueron devueltas al Cid. Después reclamó las riquezas que había dado a los infantes al partir de Valencia. Hubo algunas dificultades por parte de los de Carrión, pero al fin las restituyeron también. Por último, pidió vengar en combate la afrenta que habían hecho a sus hijas. Realizóse el duelo, y los tres campeones del Cid, Pero Bermúdez, Martín Antolínez y Muño Gustios vencieron a los dos infantes y á Asur González, y las hijas del Cid se casaron con los infantes de Navarra y Aragón.

 

  

CAPITULO III.

FIN DE ALFONSO VI DE CASTILLA. — SANCHO RAMÍREZ Y PEDRO I EN ARAGÓN. — BERENGUER RAMÓN II Y RAMÓN BERENGUER III EN CATALUÑA. (1094- 1109)