CAPITULO PRIMERO. ALFONSO VI. — LOS ALMORÁVIDES (1086 - 1094)
Parecía
que con la disolución del imperio ommiada, con las ventajas que en
todas partes las armas cristianas habían obtenido, y con el desconcierto,
los disturbios, las guerras que los reyezuelos musulmanes tenían entre
sí, debería haberse decidido en favor de España la gran lucha entre
los dos pueblos y las dos creencias que se disputaban su señorío.
Y hubiera sucedido así, si por una parte el común peligro no hubiera
inspirado a los mahometanos el pensamiento de apelar, como en otra
ocasión, a un remedio heroico, y si por otra parte no hubieran tenido
una África a que acudir, semillero inagotable de enemigos del pueblo
español y del nombre cristiano y a la cual volvían los ojos en sus
mayores conflictos y tribulaciones. Pesábale
ya al mismo Ebn Abed de Sevilla haber contribuido tanto con sus alianzas
al engrandecimiento del poder de Alfonso. Advertíanselo también las
sentidas quejas y murmuraciones que llegaban a sus oídos y el disgusto
general de los musulmanes. Meditó, pues, a pesar de los lazos que
con él le unían, cómo cooperar a abatir al orgulloso cristiano, que
dueño de Toledo, y después de haber corrido y devastado los emiratos
de Zaragoza y Badajoz, tuvo el atrevimiento de penetrar con un cuerpo
de caballería por tierras del de Sevilla con pretexto de protegerle
contra sus rivales de la costa meridional, y avanzando hasta Tarifa
metió su caballo hasta el pecho en las aguas del mar como en otro
tiempo Okba, y exclamó: «¡He llegado a los últimos términos de la
tierra de Andalucía!» Y regresó tranquila y orgullosamente a Toledo.
Acabó de mortificar el amor propio de Ebn Abed aquella audacia del
castellano y aquella inesperada aparición so color de un auxilio simulado
y no pedido. Todavía sin embargo no estalló la oculta rivalidad de
los dos monarcas, hasta que con motivo de haber apuñalado los sevillanos
a un judío, tesorero y privado del rey Alfonso, que este había enviado
a cobrar el tributo que le pagaba Ebn Abed, le despachó el rey de
Castilla nueva embajada pidiendo satisfacción del agravio y reclamando
varias fortalezas de su reino que le pertenecían. Arrogante y agria
era la carta que Alfonso envió con el mensaje, decía así: «De
parte del emperador y señor de las dos leyes y de las dos naciones,
el excelente y poderoso rey don Alfonso, hijo de Fernando, al rey
Al Motamid Billah Ebn Abed (ilumine Dios su entendimiento para que
se determine a seguir el buen camino): salud y buena voluntad de parte
de un rey engrandecedor de sus reinos y amparador de sus pueblos,
cuyos cabellos han encanecido en el conocimiento de los negocios y
en el ejercicio de las armas en cuyas banderas se asienta la victoria,
que hace a sus caballeros blandir las lanzas con esforzadas manos,
que hace ceñir las espadas en las cinturas de sus campeadores, que
hace vestir de luto las esposas y las hijas de los musulmanes y llenar
vuestras ciudades de lamentos y alaridos. Bien sabéis lo que ha pasado
en Toledo, cabeza de España, y lo que ha sucedido a sus moradores
y a los de su comarca en el cerco y entrada de la ciudad; y que si
vos y los vuestros habéis escapado hasta ahora, ya os llega vuestro
plazo, que sólo se ha diferido por mi voluntad. ... Y si no mirara
a los conciertos que hay entre nosotros, ya hubiera invadido vuestra
tierra y echádoos a sangre y fuego de España sin dar lugar a demandas
ni respuestas, y no habría entre nosotros más embajador que el ruido
y tropel de las armas, y el relinchar de los caballos, y el estruendo
de los atambores y trompetas de batalla». Aunque
muchos visires, en vista de esta carta aconsejaban al rey de Sevilla
que viniese a un acomodamiento con Alfonso y le pagara el tributo,
él le contestó con otra no menos soberbia y altiva, concebida en estos
términos: «Del
rey victorioso y grande, el amparado con la misericordia de Dios y
confiado en su divina bondad, Mohammed Ben Abed, al soberbio enemigo
de Allah, Alfonso, hijo de Fernando, que se intitula rey de reyes
y señor de las dos leyes y naciones (quebrante Dios sus vanos títulos):
salud a los que siguen el camino recto. En cuanto a llamarte señor
de las dos naciones más derecho tienen los musulmanes para preciarse
de esos títulos que tú, por lo que han poseído y poseen de las tierras
de los cristianos, y por la multitud de sus vasallos y riquezas, que
nunca llegará a ser comparable tu poder con el nuestro, ni puede alcanzarlo
toda tu ley y sus secuaces Hasta ahora pensábamos pagarte tributo,
y tú no te contentas con él y quieres ocupar nuestras ciudades y fortalezas:
pero ¿cómo no te avergüenzas de tales peticiones, y quieres que se
entreguen a los tuyos y nos mandas como si fuéramos tus vasallos?
Maravillóme mucho de la manera con que nos estrechas a que cumplamos
tu vana y soberbia voluntad. Te has envanecido con la conquista de
Toledo, sin mirar que eso no lo debes a tu poder, sino a la fuerza
y voluntad divina que así lo había determinado en sus eternos decretos,
y en eso te has engañado a tí mismo torpemente. Bien sabes que también
nosotros tenemos armas, caballos y gente esforzada que no se asusta
del estruendo de las batallas, ni vuelve el rostro a la horrorosa
muerte, y que metidos en la pelea nuestros caballeros saben salir
de ella airosos. Nuestros caudillos saben ordenar las filas, guiar
los escuadrones, armar celadas, y no temen entrar por entre los filos
de vuestras espadas, ni los estremecen las lanzas asestadas a sus
pechos. Sabemos dormir en la dura tierra sobre el albornoz, rondar
y hacer la vela de la noche y porque veas que es así como te lo digo,
ya te tienen preparada la respuesta a tu demanda, y de común acuerdo
te esperan con sus alfanjes limpios y acerados y con sus gruesas y
agudas lanzas Es verdad que hubo entre nosotros conciertos y capitulaciones
para que no moviésemos nuestras armas el uno contra el otro, porque
yo no ayudase a los de Toledo con mis fuerzas y consejo, de lo que
pido perdón a Dios, y de no haberme opuesto antes a tus intentos y
conquistas, aunque gracias a Dios toda la pena de nuestra culpa consiste
en las palabras vanas con que nos insultas : pero como éstas no acaban
la vida, confío en Dios que con su ayuda me amparará contra tí, y
sin tardanza verás entrar mis tropas por tus tierras» Después
de estas cartas era imposible ya todo acomodamiento y ambos se prepararon
a la guerra. El de Sevilla llamó a su hijo Raschid y le comunicó el
pensamiento de implorar el auxilio de los Almorávides de África contra
el poderoso rey de Toledo. Le disuadió el príncipe diciéndole que
si tal hacía aquellos bárbaros acabarían por arrojarlos de su patria.
Se obstinó en ello el padre y lo replicó: «Preferiré,
hijo mío, guardar los camellos del rey de Marruecos a ser tributario
y vasallo de estos perros cristianos. — Pues hágase, contestó Easchid,
lo que Dios te inspire.» Entonces
el rey de Sevilla, tan arrogante con Alfonso, escribió al rey de los
Almorávides de África la siguiente humilde carta, en que se pinta
bien el abatimiento a que habían venido los mahometanos españoles:
«A
la presencia del príncipe de los musulmanes, amparador de la fe, propagador
de la verdadera secta del califa, al imán de los muslimes y rey de
los fieles Abu Yacob Yussuf ben Tachfin, el ínclito y engrandecido
con la grandeza de sus nobles, alabador de la majestad divina, y de
la potencia del Altísimo, venerador de Dios y del cielo, que no se
envanece de su honra y grandeza, salud cumplida de Dios, como conviene
a su soberana y alta persona, con la misericordia de Dios y su bendición.
Te envía la presente el que abandonándolo todo se dirige a tu generosa
majestad desde Medina-Sevilla en el interlunio de Giumada primera
del año 479 (1086), persuadido, oh rey de los musulmanes, de que Dios
se sirve de tí para ensalzar y sostener su ley. Los árabes de Andalucía
no conservamos en España separadas nuestras kabilas ilustres, sino
mezcladas unas con otras, de suerte que nuestras generaciones y familias
poca o ninguna comunicación tienen con nuestras kabilas que moran
en África : y esta falta de unión ha dividido también nuestros intereses,
y de la desunión procedió la discordia y abatimiento, y la fuerza
del Estado se debilitó, y prevalecen contra nosotros nuestros naturales
enemigos, y estamos en tal estado que no tenemos quién nos ayude y
valga sino quién nos baldone y destruya; siendo cada día más insufrible
el encono y rabia del rey Alfonso, que como perro rabioso con sus
gentes nos entra las tierras, conquista las fortalezas, cautiva los
muslimes y nos atropella y pisa sin que ningún emir de España se haya
levantado a defender a los oprimidos que ya no son los que solían,
pues el regalo, el suave ambiente de Andalucía, los recreos, los delicados
baños de aguas olorosas, las frescas fuentes y exquisitos manjares
los han enflaquecido y han sido causa de que teman entrar en guerra
y padecer fatigas así es que ya no osamos alzar la cabeza; y pues
vos, señor, sois el descendiente de Homair, nuestro predecesor, dueño
poderoso de los pueblos y dilatadas regiones, a vos acudo y corro
con entera esperanza, pidiendo a Dios y a vos amparo, suplicándoos
que sin tardanza paséis a España para pelear contra este enemigo,
que infiel y pérfido se levanta contra nosotros procurando destruir
nuestra ley. Venid pronto y suscitad en Andalucía el celo del camino
de Dios que no hay fuerza ni poder sino ante Dios alto y poderoso,
cuya salud y divina misericordia y bendición sea con vuestra alteza» Juntó
además en Sevilla una asamblea de jeques, cadíes y príncipes más amenazados
del poder de Alfonso, y les expuso la necesidad de llamar con urgencia
al príncipe de los morabitas de África para que viniera a ayudarlos
en su santa empresa. Todos convinieron en ello, a excepción de Abdallah
ben Yussuf, gobernador de Málaga, que tuvo el valor de oponerse al
común dictamen en un vigoroso discurso que concluía: «Uníos
y venceréis. No sufráis que los habitantes de los abrasados arenales
de África vengan a posarse sobre nuestras tierras como enjambres de
devoradoras langostas, y a pasear sus camellos por los deliciosos
campos de nuestra Andalucía.» En
mal hora hizo tan patriótica exhortación el previsor walí. Irritáronse
todos contra él, llamáronle mal musulmán, traidor y enemigo de la
fe, y hay quien añade que le condenaron a muerte. Tan obcecados estaban
y tan abatidos se veían aquellos próceres del islamismo, tan soberbios
en otro tiempo. Decretóse, pues, enviar un mensaje de llamamiento
al príncipe de los Almorávides de África, como allá en 756 en una
asamblea de la misma índole se había decretado otro igual para llamar
al príncipe Abderramán el Beni-Omeya. Omar ben Alafthas el de Badajoz,
que ya antes había escrito por sí al rey Yussuf ben Tachfin una carta
en que le pintaba con tristes colores la situación apurada y angustiosa
de los musulmanes españoles, fue el encargado de redactar el mensaje,
que los embajadores nombrados habían de llevar personalmente. Era
el principio del año 1086. Mas antes de anunciar su resultado, digamos
quiénes eran esos poderosos extranjeros que los árabes de España llamaban
en su ayuda. Un
historiador moderno ha compendiado las noticias que acerca del origen
y progresos de aquellas gentes pueden interesarnos para la inteligencia
de nuestra historia. «Mientras que así destrozaban las discordias
intestinas la España árabe, levantábase del otro lado de la cadena
del Atlas, en los desiertos de la antigua Getulia, un hombre que había
de reconstituir un día y dar unidad a los elementos entonces disidentes
de la dominación musulmana, así en España como en África, y apuntalar
con su mano poderosa el bamboleante edificio de su imperio. Este hombre
era el berberisco Yussuf ben Tachfin, de la tribu de Zanaga. Los lamtunas,
fracción de esta gran tribu, a la cual pertenecía Yussuf, bien que
hubieran aceptado con los primeros conquistadores la religión del
Islam habían quedado casi del todo extraños a la inteligencia de su
moral y de sus dogmas, cuando llegó entre ellos Abdallah ben Yasim,
morabita de Suz, afamado por su ciencia y su santidad (414 de la hégira,
1026 de J. C). Abdallah, hombre entendido y hábil, explicando los
preceptos de una religión que prescribía el proselitismo por la conquista,
despertó fácilmente el espíritu guerrero de aquellas incultas y groseras
poblaciones, y explotando mañosamente el entusiasmo que en ellas había
producido una fe vivificada y rejuvenecida, las lanzó contra algunas
tribus berberiscas que se habían mantenido fieles a sus antiguas creencias.
En el fervor de una convicción nueva, los lamtunas soportaron con
admirable constancia fatigas inauditas, y alcanzaron en sus ásperas
guaridas a aquellos montañeses, a quienes forzaron a admitir la religión
del profeta guerrero, y entonces fue cuando para recompensar el valor
de que habían dado tantas pruebas los llamó los hombres de Dios (Al
morabith), y les profetizó la conquista del Magreb sobre los musulmanes
degenerados. No
tardó Abdallah, aprovechando el entusiasmo de los recién convertidos,
en conducirlos de la otra parte del desierto, y pasó con ellos el
Atlas. La conquista de Sijilmesa y de todo el país de Darah fué el
fruto de sus primeras victorias; sentaron los vencedores sus tiendas
en el Sahel, entre la montaña y el mar, en medio de las llanuras de
Agmat, y ocuparon la pequeña ciudad de este nombre. Algún tiempo después
murió Abdallah, dejando a Abu Bekr ben Omar el cuidado de dirigir
la regeneración religiosa que él había comenzado. Supo Abu Bekr corresponder
a la importancia de su difícil misión (460 de la hégira, 1068 de J.
C). Consolidó su poder en el país tanto por la dulzura y el ascendiente
de la opinión como por la fuerza de las armas. Agmat se hizo el centro
a que acudían de todas partes las poblaciones atraídas por la reputación
de la justicia y por la fama de la santidad de los Almorávides. El
número de prosélitos se hizo tan considerable que fue menester fundar
una nueva ciudad y dar una capital al nuevo imperio. Escogió para
ello Abu Bekr una vasta y fértil planicie, llamada en el país Eylana.
Mas en el momento de comenzar a edificar, los lamtunas que habían
quedado del otro lado del Atlas, viéndose amenazados por sus vecinos,
reclamaron la asistencia de sus jeques, y Abu Bekr, sacrificando su
naciente imperio a las exigencias de su antigua patria, volvió a tomar
el camino del desierto dejando el cargo de proseguir su obra a Yussuf
ben Tachfin, que ya se había hecho conocer en las últimas guerras
de los lamtunas contra los berberiscos. Yussuf
no pertenecía a las familias nobles de los lamtunas, y debió a su
solo mérito y a la estimación de que gozaba entre los suyos el honor
de continuar la ardua misión de conquistador religioso, bien que inaugurada
por Abdallah y por Abu Bekr. Nacido de pobre cuna, no podía aspirar
a tan alto honor. Su padre era alfarero, y andaba de tribu en tribu
vendiendo las obras de arcilla, producto de su industria» Cuenta
aquí el historiador cómo había anunciado el horóscopo a Yussuf que
sería señor de un grande imperio: describe su carácter generoso, emprendedor,
afable y digno. «Reunía, dice, todas las gracias que atraen a la multitud
y entusiasman a las masas. Así no tardó en captarse numerosos parciales
en las poblaciones de Agmat. Para afirmar su autoridad, que era sólo
provisional y meditaba hacer definitiva, resolvió sancionarla por
la gloria de las armas. Comenzó, pues, por llevar la guerra a algunas
tribus árabes de la comarca no sometidas aún, y les dio la ley. Después
de este fácil triunfo proyectó la invasión de la antigua herencia
de los Edris del reino de Fez. Convocó todas las tribus que reconocían
su autoridad. Más de ochenta mil jinetes armados respondieron a su
llamamiento. A la cabeza de esta formidable masa de guerreros invadió
como un huracán la provincia de Fez, y se apoderó de la capital, después
de haber batido cerca de la montaña de Onegui, a doce leguas de Mequinez,
a los descendientes de Zeiri que mandaban allí con independencia de
España. De allí avanzó a Tlemcen, de donde arrojó a los Zenetas; se
hizo dueño de toda la provincia de este nombre hasta Argel, y volvió
triunfante al país de Agmat a comenzar la construcción de su capital
proyectada, a la cual se dio más tarde el nombre de Marruecos. A
este tiempo Abu Bekr, sofocados los disturbios de los lamtunas, regresaba
sobre el Tell. Pronto tuvo conocimiento de las brillantes hazañas
de Yussuf. Demasiado débil para pretender disputar por las armas un
imperio que éste había conquistado casi entero, cedió a la opinión
y tuvo la prudencia de renunciar a todas sus pretensiones: mas como
antes de partir desease ver al feliz. conquistador, pidióle una entrevista
que se verificó entre Agmat y Fez, en un bosque que se denominó después
el bosque de los Albornoces, porque Yussuf tendió en el suelo su manto
para que sirviese de alfombra al que había sido su señor. Abu Bekr
le felicitó por sus victorias, le dijo que sólo había dejado sus desiertos
por venir a regocijarse en las glorias de su discípulo, la honra y
el más firme apoyo de los Almorávides; que en cuanto a él, su misión
estaba cumplida, y que no deseaba más que el reposo de una vida apacible
en medio de los suyos. Sometidas
las provincias del Magreb, dueño de Ceuta y de las ciudades de la
costa, llevó Yussuf sus armas hacia Oriente, haciendo guerra implacable
a los árabes rebeldes a su dominación. En vano los antiguos conquistadores
intentaron rechazar su yugo, tanto más odioso cuanto que se le imponían
aquellos mismos a quienes sus mayores habían antes subyugado; en vano
forcejaron bajo la mano poderosa del berberisco: no les quedó más
alternativa que o doblegarse a sus leyes o ir a vivir bajo la de los
califas Fatimitas, porque en breve las fronteras de Egipto fueron
los solos términos de su poder. Apoderóse de Bugía y de Túnez, hizo
a sus príncipes tributarios, y regresó victorioso a su capital de
Marruecos, donde se hizo proclamar emir de los musulmanes, y defensor
de la religión» Algunos
escritores árabes hacen el siguiente retrato físico y moral de Yussuf.
«Era, dicen, de color moreno lustroso, buena estatura, aunque delgado,
poca barba, voz clara, ojos negros, cejas arqueadas, nariz aguileña
cabellos largos: valeroso en la guerra, prudente en el gobierno, en
extremo liberal, austero y grave, modesto y decente en el vestir,
moderado en los placeres, afable en sus maneras y en su trato, jamás
vistió sino de lana ni comía otra cosa que pan de cebada, carne de
camello y leche de camella, aun en el colmo de su grandeza y de su
fortuna, y en todo se mostraba digno del gran destino que Dios le
tenía deparado.» Tal
era el hombre cuyo auxilio invocaron los musulmanes españoles. Cuando
recibió el mensaje de éstos consultó a su alkatib lo que debería hacer:
respondióle aquél que mirara bien lo que hacía con pasar a España
“porque has de saber, oh emir de los muslimes, le dijo, que España
es como una isla cortada y ceñida de mar por todas partes; es como
una cárcel donde el que entre difícilmente vuelvea salir, y si una
vez pones allá los pies, no estará en tu mano la vuelta”. A pesar
de este consejo, Yussuf contestó a los embajadores y a Al Motamid
el de Sevilla, que le daría su ayuda, pero que no podría hacerlo si
antes no ponían en su poder la Isla Verde (Algeciras), para poder
entrar y salir de España cuando fuese su voluntad. Inútilmente expuso
al sevillano su prudente hijo Raschid el peligro de acceder a la proposición
de Yussuf. Obcecado Al Motamid, hizo solemne donación de la plaza
de Algeciras al emperador de Marruecos para sí, sus hijos y descendientes.
Un vértigo fatal le arrastraba hacia su ruina; y no contento con entregar
la llave de sus dominios a su formidable aliado, determinó pasar a
África para informarle personalmente de su desesperada situación.
Encontróle entre Ceuta y Tánger; hízole una pintura sombría de la
angustia en que tenía a los muslimes de España la pujanza y soberbia
del rey Alfonso, y le instó a que no tardase en venir a socorrerlo.
«Anda, le dijo Yussuf, torna luego a tu tierra y cuida de tus negocios,
que allá iré yo, si Dios quiere, y seré vuestro caudillo y venceremos:
yo iré en pos de tí.» Volvióse Ebn Abed a España, y Yussuf entró en
Ceuta, y previniendo sus naves y allegando sus banderas, mandó que
pasase el ejército a España, y fue tanta la gente que pasó, dice la
crónica, que sólo su criador puede contarla. Desembarcó
esta infinita muchedumbre en Algeciras y acampó en sus playas. Cuando
Yussuf entró en su nave dicen que extendió sus manos al cielo y exclamó:
«Oh Dios mío, si este mi tránsito ha de ser para bien de los musulmanes,
aplaca y sosiega este mar, y si no ha de ser de provecho, embravécele
para que no pueda hacer la travesía.» Dicen que Dios sosegó el mar
y la nave de Yussuf arribó con admirable velocidad a Algeciras (30
de julio de 1086), a cuyas puertas le esperaban ya el rey de Sevilla
y los principales emires de España, y en aquella misma tarde hubo
consejo para deliberar sobre el mejor medio de ejecutar la expedición.
Yussuf hizo reparar los muros de la ciudad, levantar torres y abrir
fosos. Ebn Abed partió para Sevilla a disponer alojamientos, provisiones
y regalos para el ejército auxiliar. Siguió detrás Yussuf con su innumerable
muchedumbre. Sobre
el campo de Zaragoza se hallaba el rey Alfonso VI cuando le llegó
la nueva de la irrupción de los africanos. Alzó apresuradamente el
sitio de aquella ciudad, celebró consejo con sus generales, llamó
en su auxilio a Sancho de Aragón y a Berenguer de Barcelona, de los
cuales el uno sitiaba a Tortosa y el otro corría el país de Valencia,
y los tres príncipes unieron sus banderas para resistir al nuevo y
terrible enemigo: alas tropas de Castilla y Galicia se agregaron muchos
caballeros franceses, con deseos de defender la cristiandad contra
el más formidable adversario que se había presentado después de Almanzor.
También acudieron a Sevilla todos los emires musulmanes con sus respectivas
banderas. Ebn Abed el de Sevilla mandaba todos los mahometanos españoles;
Yussuf conducía el ejército africano. Pusiéronse en marcha desde aquella
ciudad en dirección de Badajoz. Ebn Abed iba delante, y el lugar en
que éste acampaba por la mañana le ocupaba por la tarde Yussuf con
sus Almorávides. Los
dos grandes ejércitos cristianos y musulmanes se encontraron no lejos
de Badajoz en las llanuras llamadas de Zalaca. Separábalos un río,
de cuyas aguas unos y otros bebían. De un lado resplandecían las brillantes
cruces de las banderas de Castilla y León : del otro ondeaban los
estandartes de Mahoma en que se veían inscritos versos del Corán.
Llamaban la atención de los cristianos las enormes espadas, los groseros
sacos y agrestes pieles de los morabitas que les daban un aspecto
lúgubre: miraban estos con admiración las armaduras de los cristianos,
sus manoplas y sus caballos cubiertos de hierro. Las crónicas árabes
y cristianas, todas refieren sueños misteriosos que dicen haber tenido
así Alfonso como Yussuf, y presagios fatídicos, como acostumbraban
a contar siempre que se iba a decidir una gran contienda. Con
arreglo a lo que prescribe el Corán, Yussuf había intimado a Alfonso,
o que le pagara tributo y se reconociera vasallo suyo, o que abandonara
la fe de Cristo, y se hiciera musulmán. Y luego añadía: «He sabido,
oh rey Alfonso, que deseabas tener naves para pasar a buscarme a mi
tierra. He aquí que te he ahorrado esta molestia viniendo yo en persona
a encontrarte en la tuya. Dios nos ha reunido en este campo para que
veas el fin de tu presunción y de tu deseo. — Ve y di a tu emir, contestó
Alfonso al mensajero, que procure no ocultarse, que nos veremos en
la batalla.» Señalóse
día para el combate; combate horrible, cual no habían visto otro los
hombres, dicen los escritores arábigos. Era un viernes, 23 de octubre
de 1086. No nos detendremos a referir los pormenores de aquella lucha
sangrienta, de aquella terrible lid en que se derramó tanta sangre
cristiana. Nuestros cronistas la mencionan con un laconismo que parece
significar que quisieran no les mortificase su recuerdo. En cambio
los poetas árabes la celebraron a competencia, como si hubiese sido
el triunfo definitivo del Corán sobre el Evangelio. El parte que dio
Yussuf, el jefe de los Almorávides, al mejuar de Marruecos, demuestra
lo que envaneció a los musulmanes aquella victoria. «Luego
que nos acercamos (le decía) al campo del tirano nuestro enemigo (maldígale
Dios), le dimos a escoger entre el Islam, el tributo y la guerra,
y él prefirió la guerra. Habíamos convenido en que la batalla se diese
el lunes 15 de Regeb, pues él nos dijo: — El viernes es la fiesta
de los musulmanes, el sábado la de los judíos de que hay muchos en
nuestro ejército, y el domingo es la de los cristianos. — Convenimos,
pues, en el día: pero este tirano y sus gentes faltaron como acostumbran
a las palabras y conciertos, lo cual acrecentó nuestra saña para la
pelea, y les pusimos campeadores y espías que oteasen sus movimientos
y nos avisasen do ellos. Así fue que a la hora del alba del viernes
12 de Regeb nos vino nueva de cómo el enemigo ya movía su campo contra
nosotros». Refiereluego algunas circunstancias de la batalla y continúa:
«Sopló entonces el torbellino impetuoso del combate, y la sangre que
las espadas y las lanzas sacaban de las profundas heridas que abrían
formaba copiosos ríos y cada uno de nuestros valientes campeadores
ofrecía al de Afranc y al maldito Alfonso raudales que les podían
servir para hartarse y nadar en ella los quinientos caballeros que
de ochenta mil y cien mil peones le quedaron, gentío que trajo Dios
a la Almara para molerlos y exprimirlos, y quiso Dios librar a unos
pocos malditos en un monte para que desde allí viesen su calamidad
sin quedar más que el vano recurso y miserable del Guaí de Alfonso,
que no halló más remedio en su desventura que ocultarse en las tinieblas
de la oscura y atezada noche. El emir de los muslimes, el defensor
de la santa guerra, el numerador y destructor de los ejércitos enemigos,
dadas gracias a Dios con bendita seguridad, acampaba sobre el carro
del triunfo y de las victorias y a la sombra de las vencedoras banderas,
insignias del amparo y de la gloria. Ya los caudalosos ríos, el Nilo
de las algaras, arrebata impetuoso sus edificios y fortalezas, tala
sus campos y encadena sus cautivos, y mira esto con ojos de complacencia
y de alegría, y Alfonso lleno de rabia con desmayados y tristes y
vertiginosos ojos. De los emires de España sólo Ebn Abed rey de Sevilla
no volvió la cara al temor de la cruel matanza, y se mantuvo peleando
como el más esforzado y valiente campeador, como el principal caudillo
de los muslimes, y salió de la batalla con una leve herida en un muslo
para gloriosa reliquia de la maravillosa acción en que la recibió.
Alfonso, amparado de las sombras de la oscura noche, se salvó huyendo
sin camino cierto ni dirección, y sin dar sus tristes ojos al sueño,
y de los quinientos caballeros que con él escaparon, los cuatrocientos
perecieron en el camino, y no entró en Toledo sino con ciento. Gracias
a Dios por todo esto» Mandó
Amir Amuminín, añade el autor arábigo, cortar las cabezas a los cadáveres
cristianos, e hicieron en su presencia montones de ellas como torres,
que cubrían la lanza más larga que había en el campo puesta en pie.
Abu Meruán, que se halló en la batalla, escribe que por curiosidad
se contaron delante del rey de Sevilla hasta veinticuatro mil. Y Abdel
Halim refiere (cosa que parece increíble, exclama el mismo autor musulmán),
que de aquellas cabezas envió Yussuf diez mil a Sevilla, diez mil
a Córdoba, diez mil a Valencia, y otras tantas a Zaragoza y Murcia,
quedando además cuarenta mil para repartir por las ciudades de África,
«que con tan prodigiosa victoria humilló Dios la soberbia de los infieles
en España» Aun
rebajada la parte hiperbólica de las relaciones de los árabes, no
hay duda de que el triunfo de los Almorávides en Zalaca fue grande
y solemne, y tal vez el combate que costó más sangre española y cristiana
desde que los soldados de Mahoma habían pisado nuestro suelo. Había
reunido Alfonso el mayor y más noble ejército que se había visto en
España, y todo pereció en un solo día en Zalaca como en Guadalete.
De
temer era que España hubiera vuelto a sucumbir como entonces bajo
la ley del Profeta, si Yussuf hubiera proseguido la conquista como
Tarik. Pero Dios determinó no abandonar a los suyos, y no dar a los
vencedores dicha cumplida. En la noche misma del triunfo recibió Yussuf
la triste nueva de haber fallecido en África su hijo más querido,
y no pudiendo resistir a un sentimiento de ternura, partió el héroe
africano a presenciar los funerales de su hijo en lugar de asistir
a las fiestas triunfales que en España se preparaban, dejando el mando
del ejército a Abu Bekr, uno de sus mejores caudillos. Con la ausencia
de tan insigne jefe cobraron aliento los cristianos, y no tardó en
volver a introducirse la desunión entre los musulmanes, obrando otra
vez cada cual por su cuenta. Abu Bekr, con los africanos y con Ben
Alafthas el de Badajoz, corrió las fronteras de Castilla y de Galicia
recobrando pueblos y fortalezas ocupadas por los cristianos. El de
Sevilla se entró por tierra de Toledo y tomó las plazas que en virtud
de anteriores tratos había cedido a Alfonso. Pasó luego al país de
Murcia, donde encontró una partida de esforzados españoles que desesperadamente
le arremetieron y destrozaron la mitad de su hueste, forzándole a
buscar asilo al lado del gobernador de Lorca. Acaudillaba estos españoles
Rodrigo Díaz el Cid, que con este motivo volvió á la gracia del rey
Alfonso. Envió el monarca algunos refuerzos al castillo de Aledo (Alid
o Lebit entre los árabes) de que el Cid se había apoderado, y desde
donde molestaba sin cesar las fronteras del sevillano. Disgustado
éste del mal éxito de sus operaciones en lo de Murcia y Lorca, retiróse
a Sevilla, y escribió á Yussuf informándole de los estragos que los
cristianos hacían en sus tierras, y ponderándole sobre todo los que
el Cid hacía por la parte de Valencia. Decíale que los Almorávides
no tenían jefe que supiera mandarlos ni entendiera la guerra que convenía
hacer en España: que si las atenciones del gobierno no le permitían
venir, él se encargaría de conducir las banderas muslímicas en la
Península. La impaciencia no le permitió esperar la respuesta a esta
carta, y pasó a Marruecos con el fin de exponer de palabra a Yussuf
la situación de España. Esperaba Ebn Abed que le daría el mando en
jefe de los Almorávides, pero Yussuf penetró su pensamiento y sus
intenciones, y después de recibirle con mucho agasajo le dijo como
la vez primera: «Allá iré yo pronto, y pondré remedio a todos los
males arrancando de raíz las causas que los producen.» Con esto Al
Motamid se volvió a España más apesadumbradoo que satisfecho. En
efecto, al poco tiempo desembarcó Yussuf por segunda vez en Algeciras
(1088), donde ya le esperaba Ebn Abed con multitud de acémilas y carros,
y mil camellos cargados de provisiones. Escribió desde allí Yussuf
a todos los emires españoles invitándolos a concurrir a la guerra
santa, y señalándoles por punto de reunión la fortaleza de Aledo,
o más bien los campos que la rodeaban. Concurrieron a esta expedición
los granadinos acaudillados por su rey Abdallah ben Balkin; los malagueños,
por Themin, hermano de este; los de Almería por Mohammed Al Motacim,
los de Murcia por Abdelaziz, los walíes de Jaén, Baza y Lorca; Ebn
Abed el de Sevilla con todos los suyos, y por último Yussuf con sus
Almorávides. Atacaron los musulmanes la plaza de Aledo con vigor,
y Yussuf la hizo bloquear y batir por todas partes; en vano se repitieron
los ataques día y noche por espacio de cuatro meses. La bizarría con
que se defendieron los cristianos hizo inútil toda tentativa, y Yussuf
y Ebn Abed fueron de opinión de que se levantara el cerco, y que sería
más ventajoso correr las fronteras de los cristianos y hacer incursiones
en sus dominios. Túvose consejo para deliberar; los pareceres fueron
diversos; agrióse la discusión, y Ebn Abed echó en cara a Abdelaziz
el de Murcia, que estaba en inteligencia con los cristianos; Abdelaziz,
joven acalorado y fogoso, hecho mano a su alfanje para herir a Ebn
Abed; Yussuf hizo prender al agresor y se le entregó a Ebn Abed con
grillos a los pies. Las tropas de Abdelaziz se amotinaron, y no sólo
abandonaron el campo, sino que acantonadas en los confines de la provincia
interceptaban las comunicaciones y víveres al mismo ejército musulmán,
haciendo cundir en él el hambre y la miseria. Noticioso
de estas desavenencias el rey de Castilla, juntó un ejército y marchó
al socorro del castillo, Al propio tiempo cundió en el campo de Yussuf
la nueva de que los de Afranc se dirigían al mismo punto en auxilio
de Alfonso, y todo junto le movió a levantar sus tiendas, y dándose
repentinamente a la vela en Almería, pasó otra vez a la Mauritania.
Los demás capitanes retiráronse también cada cual a sus dominios.
Alfonso entonces corrió la tierra de Murcia, y convencido de los peligros
y dificultades de conservar una fortaleza enclavada en territorio
enemigo, hizo desmantelar el castillo de Aledo, donde tantos intrépidos
defensores habían recibido una muerte gloriosa, y volvió satisfecho
a Toledo. Pasó
Yussuf todo el año siguiente en África, atendiendo a los negocios
de su vasto imperio. Mas llegó el año 1090 (483 de los árabes), y
las cartas apremiantes de Seir Ben Abu Bekr, su lugarteniente en España,
revelándole las intrigas y discordias de los andaluces, e informándole
de las continuas hostilidades de los cristianos en las fronteras musulmanas,
le movieron a venir por tercera vez a España. Ahora no venía llamado
por los reyes árabes de Andalucía, ahora traía Yussuf otras intenciones,
y pronto iban a recoger los mismos que antes reclamaron su auxilio
el fruto de su imprudente llamamiento. Desembarcó Yussuf en su ciudad
de Algeciras, y a marchas forzadas se puso sobre Toledo, obligando
a Alfonso a encerrarse en la ciudad, devastando las campiñas y poblaciones
de sus contornos, y aterrando a las gentes de la comarca. Pero el
hecho de no haberle acompañado a esta expedición ningún príncipe andaluz,
le hizo sospechosos los emires españoles, y éstos por su parte conocieron
que no eran ya sólo los cristianos contra quienes iba a desenvainarse
la espada del poderoso morabita. El primero que penetró sus intenciones
fue el rey de Granada Abdallah Ben Balkin, y el primero también contra
cuya ciudad se encaminó Yussuf desde los campos de Toledo, acompañado
de formidable hueste de moros zenetas, mazamudes, gómeles y gazules.
Unos dicen que el rey de Granada le cerró al pronto las puertas, otros
que disimuló y le recibió como amigo. Es lo cierto que Yussuf se posesionó
de Granada, y que habiendo hecho prender á Abdallah y a su hermano
el gobernador de Málaga Themin, los envió aprisionados con sus hijos
y servidumbre a Agmat de Marruecos, donde les señaló una pensión para
vivir que satisfizo religiosamente, acabando así la dinastía de los
Zeiritas en Granada, que había dominado ochenta años. Fijó
Yussuf por algún tiempo su residencia en esta ciudad, encantado de
sus bosques, sus jardines, sus aguas, su espaciosa vega, sus aires
puros, su brillante sol. y las altas cumbres de aquella sierra cubierta
de perpetua nieve. Allí le enviaron los reyes de Sevilla y Badajoz
sus emisarios para felicitarle por la adquisición de su nuevo Estado,
que el miedo a los poderosos conduce casi siempre a la adulación y
a la bajeza. El príncipe africano no permitió a los aduladores que
pisasen los umbrales de su alcázar y los despidió con enérgica dignidad,
harto bochornosa para ellos. Esto acabó de descorrer el velo que hasta
entonces hubiera podido encubrir sus intenciones, y los emires desairados,
reconociendo, aunque tarde, su falta y la posición comprometida en
que iban a verse, comenzaron a prepararse a la propia defensa, y más
el de Sevilla, a quien principalmente amenazaba la tempestad. Resuelto
había venido Yussuf a apoderarse de toda la España mahometana, arrancándola
de manos que creía impotentes para defenderla, y haciéndola, como
en otro tiempo Muza, una provincia del imperio africano. Con este
pensamiento y el de levantar nuevas huestes de las tribus berberiscas,
pasó otra vez a Ceuta y Tánger, dejando las convenientes instrucciones
a Seir Abu Bekr sobre el modo como había de manejarse en la ejecución
de la empresa. Reunidos, pues, los africanos que de nuevo envió Yussuf
con los que existían ya en España, dividiéronse los Almorávides en
cuatro cuerpos para operar simultáneamente al Este y al Oeste de Granada.
El general en jefe Abu Bekr marchó en persona al frente de la más
fuerte de estas divisiones contra el rey de Sevilla, como el más poderoso
y temible enemigo. Porfiada y tenaz resistencia opuso Ebn Abed; no
tanto por el número de sus fuerzas, que eran inferiores a las del
moro, como por los recursos de su talento. Pero poco a poco fue perdiendo
las plazas de su reino; Jaén, que fue tomada por capitulación; Córdoba,
en que los africanos hicieron gran carnicería, y en que fue pérfidamente
asesinado un hijo de Ebn Abed; Ronda, en que pereció también el más
joven de sus hijos a manos del mismo ejecutor; Baeza, Übeda, Almodóvar,
Segura, Calatrava, y por último Carmena, tomada al asalto por el mismo
Seir Abu Bekr y que acabó de quitar toda esperanza de resistencia
a Al Motamid reducido ya a los solos muros de Sevilla. Entonces,
viéndose perdido este emir, se humilló a solicitar de nuevo el auxilio
del rey cristiano Alfonso, contra quien antes había llamado a Yussuf
y a sus Almorávides, ofreciendo al rey de Castilla entregarle las
plazas en otro tiempo conquistadas para dote de su hija Zaida, así
como todo lo que en lo sucesivo con su ayuda adquiriese. Y Alfonso,
bien fuese por consideración y obsequio a Zaida, bien porque le asustasen
los progresos de los Almorávides, todavía accedió a enviar al inconstante
Al Motamid, olvidando tantos perjuicios y males como por causa suya
había sufrido, un ejército de cuarenta mil infantes y veinte mil caballos,
a las órdenes probablemente del conde Gormaz. Pero habiendo escogido
Ben Abu Bekr sus mejores tropas lamtunas, zenetas y mazamudes, para
que saliesen a batir a los cristianos, quedaron éstos derrotados cerca
de Almodóvar después de rudos y sangrientos combates en que perecieron
multitud de lamtunas o almorávides. Privado
Ebn Abed de este primer recurso, estrechado más y más por el activo
representante de Yussuf, y acosado por las instancias de los sevillanos
que reducidos al último extremo le aconsejaban la capitulación, consintió
en solicitarla, y la obtuvo alcanzando seguridad para sí, sus hijos,
mujeres y esclavos, y para todos los habitantes. Tomó, pues, posesión
de Sevilla Seir Abu Bekr en la luna de Kegeb (setiembre de 1091),
e hizo embarcar á Ebn Abed con toda su familia con destino a la fortaleza
de Agmat. Cuando por última vez desde la nave que los conducía por
el Guadalquivir volvieron los ojos hacia la bella ciudad de Sevilla,
abierta como una rosa, dice un autor árabe, en medio de la florida
llanura, y vieron desaparecer las torres de su alcázar nativo, como
un sueño de su grandeza pasada, todas sus mujeres, sus hijos que cambiaban
una vida de placeres por las miserias del destierro, saludaron con
destrozadores lamentos aquella patria que no habían de ver más. En
su cautiverio estuvo siempre Ebn Abed rodeado de sus hijas, vestidas
de pobres y andrajosas telas; pero bajo aquellos humildes vestidos
se descubría su delicadeza y hermosura y resplandecía en sus rostros
la regia majestad, siendo como un sol eclipsado y cubierto de nubes.
Dicen que era tan extremada su pobreza que llevaban los pies descalzos
y ganaban hilando su sustento. Murió Ebn Abed Al Motamid, el más poderoso
de los emires de España después del imperio, en su destierro de Agmat,
miserable y desastrosamente: triste remate a que le condujo el llamamiento
de auxiliares extranjeros. Dueños
los Almorávides de Granada, de Córdoba y de Sevilla, fácil les fue
enseñorearse de toda la España musulmana. Poco tardó en caer en su
poder Almería, donde tan gloriosamente había reinado el erudito y
generoso Al Motacim, teniendo su hijo Izzod-haula (que sólo reinó
después de su padre tres meses) que buscar un asilo en Bugía (1091).
Aun cupo más desventurada suerte a Omar ben Alafthas el de Badajoz,
que hecho prisionero con sus dos hijos Fahdil y Alabbás después de
tomada por asalto la ciudad, fueron inhumanamente degollados de orden
de Seir Abu Dilnum que destronó el rey Alfonso, fue tomada también
por los Almorávides. Abandonada por los cristianos que sostenían a
Ben Dilnum, el cadí de Valencia Ahmed ben Gehaf la entregó a los africanos,
y Yahia Alkadir sucumbió desastrosamente (1092). Cayeron luego las
Baleares en poder de los nuevos conquistadores de África. De esta
manera en menos de tres años tuvo Yussuf el orgullo de someter una
en pos de otra todas las soberanías de la España musulmana. Sólo
Zaragoza se había salvado de la universal conquista. Razones de alta
política y de mutuo interés mediaron para que fuese respetada esta
parte de España. Su rey era un príncipe rico, afable además y muy
humano, querido de sus pueblos y respetado de los vecinos: sostenía
con heroico valor una gran parte de la España Oriental, en que se
comprendían las importantes ciudades de Medinaceli, Calatayud, Daroca,
Huesca, Tudela, Barbastro, Lérida y Fraga: dueño del Ebro bajo, de
los Alfaques y Tarragona, enviaba sus naves cargadas de frutos españoles
a los mares y puertos de África, y recibía en retorno mercaderías
de Oriente, de la India, de la Persia y de la Arabia. Yussuf no se
atrevió a enojar a tan poderoso rey, y Abu Giafar temía por su parte
tener por enemigo a quien tan multiplicadas victorias y conquistas
iba haciendo. Para conjurar, pues, la tempestad envió a Yussuf presentes
de gran valor, que Alcodai hace consistir en catorce arrobas de plata,
acompañadas de una carta en que solicitaba su alianza y amistad, y
en la cual entre otras cosas le decía: «Es
mi reino el baluarte que media entre tí y el enemigo de nuestra ley:
este antemural es el amparo y defensa de los muslimes, desde que reinaron
en esta tierra mis abuelos, que siempre velaron en esta frontera para
que los cristianos no entrasen a las demás provincias de España. Será
mi más cumplida satisfacción la seguridad y confianza de tu amistad,
y que estés cierto de que soy tu buen amigo y aliado. Mi hijo Abdelmelik
te manifestará las disposiciones de nuestro corazón, y nuestros buenos
deseos de servir a la defensa y propagación del Islam.» A
esta carta contestó Yussuf con otra no menos atenta y expresiva, ofreciéndole
todas las seguridades de una amistad sincera y estrecha, con que quedaron
ambos reyes satisfechos y contentos. Oportunamente
hizo esta alianza el rey mahometano de Zaragoza, y falta le hacían
los auxilios que le suministraran los Almorávides, por más que los
historiadores árabes exageren su poder, porque desde 1088, así el
rey don Sancho Ramírez de Aragón como don Pedro su hijo no habían
cesado de hostilizar y talar sus fronteras, le habían tomado Monzón
y Huesca, y haciendo por último una violenta irrupción en tierras
de Zaragoza, se había apoderado el último de estos monarcas de Barbastro,
habiendo sucumbido más de cuarenta mil musulmanes en esta guerra al
filo de las espadas cristianas. Pero con la ayuda que recibió de los
Almorávides, y gracias a su oportuna alianza, no dejó de mejorar su
posición y de variar el aspecto de la guerra, como habremos de ver
en la historia de aquel reino. Quedaba,
pues, posesionada de la España muslímica una nueva raza de hombres,
los Almorávides africanos, conquistadores de los mismos que antes
los habían conquistado a ellos: nuevos cartagineses llamados por sus
hermanos y convertidos en dominadores y tiranos de los mismos que
los habían invocado como protectores y salvadores. Cumplióse la profecía
del walí de Málaga y del hijo de Ebn Abed cuando dijeron: «Ellos nos
atarán con sus cadenas y nos arrojarán de nuestra patria.» Terribles
fueron sus primeros ímpetus y arremetidas contra los cristianos: veremos
cómo se desenvuelven de estos nuevos y formidables enemigos. |