CAPÍTULO IV LOS
OMMIADAS DE CÓRDOBA Del
756 al 774 «Loado seas,
Señor Dios, dueño de los imperios, que das el señorío a quien quieres,
y ensalzas a quien quieres, y humillas a quien quieres. En tu mano
está el bien y el mal, y tú eres sobre todas las cosas poderoso».
Así exclama un autor árabe al dar cuenta de la gran revolución y mudanza
que sufrió el imperio islámico, y que vamos a referir nosotros en
el capítulo presente. No era solamente
en África y en España, no era sólo en estos dos emiratos independientes
de Damasco donde ardía el horno de las guerras civiles, donde lo devoraba
todo el fuego de la discordia. Acontecía otro tanto en Siria, en el
centro del imperio, en la corte misma de los califas. Por eso no podían
ni reprimir con mano fuerte las revueltas de África y España, ni atender
al buen gobierno de estas dependencias, ni evitar que se desgarraran
en disensiones. Antes bien, veían cómo se iban aflojando los lazos
de estas provincias con el gobierno central, y cuando los walíes de
las ciudades procedían a nombrar su emir de propia autoridad y sin
consultar a Damasco, como sucedió con Yussuf en España, la situación
vacilante y débil en que se encontraban los califas los obligaba a
ratificarlo, ya que no podían impedirlo. Combatido
y vacilante traían las contiendas civiles el trono imperial de Damasco,
principalmente en los cuatro últimos reinados, desde Walid ben Yezid
hasta Meruán, todos de la ilustre familia de los Beni-Omeyas, que
había dado catorce califas al imperio. (Marwán II, o Meruán II, (Marwan ibn Muhammad) (m.
750) Último califa
omeya de Damasco, 744-50.) Meruán
veía la marcha que hacia la emancipación iban llevando las provincias
más apartadas. Pero amenazábale todavía otro mayor peligro. La raza
de los Abassidas (Beni-Alabas), descendientes de Abbas, tío de Mahoma
y abuelo de Alí, aquel a quien el Profeta había dado en matrimonio
su hija Fátima, aspiraba a suplantar en el trono a los Ommiadas o
descendientes de Abu Sofián. Uno de ellos, Abul- Abbas el Seffah,
ayudado de su tío Abdallah y del vizir Abu-Moslema, hombre feroz,
tipo de los déspotas de Oriente, a quien no se había visto reír en
su vida, y que se jactaba de haber muerto medio millón de hombres,
levantó el negro pendón de los Abassidas contra el estandarte blanco
de los Omeyas, en cuyos colores se significaba la irreconciliable
enemistad de los dos bandos. Meruán llamó a todos los fieles a la
defensa de la antigua dinastía imperial; pero emprendida la guerra,
perdió Meruán el trono y la vida en una batalla a manos de Saheh,
hermano de Abdallah. Horrible
y bárbaro furor desplegaron los vencedores contra la familia del monarca
destronado. Propusiéronse exterminar hasta el último vástago de la
noble estirpe de los Omeyas. Todos los que podían ser habidos eran
degollados. Noventa miembros de aquella ilustre raza habían hallado
asilo cerca de Abdallah, tío del nuevo califa; convidóles aquél a
un festín en Damasco, como en demostración de querer poner un término
a las discordias. Cuando los convidados aguardaban a los esclavos
que habían de servirles a la mesa exquisitos manjares, entraron de
tropel en el salón del banquete los verdugos de Abdallah, y arrojándose
a una señal suya sobre los noventa caballeros, apaleáronlos hasta
hacerlos caer exánimes. El feroz Abdallah hizo extender una alfombra
sobre aquellos cuerpos expirantes, y sentado con los suyos sobre el
sangriento lecho, tuvo el bárbaro placer de saborear las delicadas
viandas oyendo los gemidos y sintiendo las palpitaciones de sus víctimas.
Otro tío de Abul-Abbas hizo degollar a los Ommiadas de Bassorah, y
arrojó sus cadáveres a los campos para que los perros y los buitres
les dieran sepultura. Falta serenidad y aliento para referir el refinamiento
de los suplicios inventados para acabar con la familia y raza de los
Omeyas. Abul-Abbas
se sentó en el trono de Damasco. Gran revolución en el imperio muslímico
de Oriente. Ella se hará sentir en España (7-19). Sólo un
tierno vástago de aquella esclarecida estirpe, mancebo de veinte años,
ausente de Damasco al tiempo de las ejecuciones, había logrado salvar
su cuello de la tajante cuchilla de los Abassidas. «Bendito sea aquel
Señor, vuelve a exclamar aquí el escritor árabe, en cuyas manos están
los imperios, que da los reinos, el poderío y la grandeza a quien
quiere Estaba escrito en la tabla reservada de los eternos decretos
que, a pesar de los Beni-Alabas y de sus deseos de acabar con toda
la familia de los Beni-Omeyas, todavía se había de conservar una fecunda
rama de aquel insigne tronco que se establecería en Occidente con
floreciente estado.» Era este joven Abderramán ben Moawiah, nieto
de Hixem, décimo califa de los Omeyas. Huyendo este joven príncipe
de la furiosa persecución de los sacrificadores de su familia, refugióse
en Egipto, donde anduvo errante de lugar en lugar, temeroso siempre
de ser reconocido. Espiados allí sus pasos, tuvo que pasar al país
de Barca, donde entre aquellas tribus salvajes halló una hospitalidad
que le era negada en su patria. Allí el ilustre proscrito, criado
en las delicias de la corte y del serrallo, hacía la vida agreste
del beduino, manteniéndose de leche y de cebada medio cocida, y abrigándose
en un humilde aduar, pero admirando a todos por su agilidad y destreza
en el manejo de un caballo, por su conformidad en las privaciones,
por el sufrimiento en las fatigas y por la serenidad en los peligros.
Un día llegaron allí los emisarios del califa con un grueso destacamento
de caballería: «¿Está por aquí, preguntaron a los beduinos, Abderramán
el Beni-Omeya? — Aquí ha venido, respondieron, un joven desconocido
que acompaña a la tribu en sus cacerías: hacia aquel valle ha salido
con otros jóvenes a la caza de los leones». Y les señalaron una lejana
cañada. Se dirigieron allí los sicarios del califa, y entretanto avisado
Abderramán pudo fugarse con seis animosos jóvenes del aduar que se
brindaron a escoltarle. Caminaron
los siete viajeros cruzando montes y collados de arena, oyendo a su
paso el rugido de los leones y el maullido de los tigres, y errando
de desierto en desierto llegaron a Tahart, en la Mauritania, capital
de la tribu de los zenetas, donde había nacido Tarik, el conquistador
de España. La madre de Abderramán era también originaria de aquella
tribu. Allí encontró el joven príncipe su patria. Su desgracia, su
amabilidad, su noble continente, interesó a los jeques de aquella
rústica tribu, y todos le ofrecieron protección. Pero hasta en aquellas
apartadas comarcas le perseguía el odio inextinguible del califa.
Acontecía
esto en ocasión que la guerra civil asolaba las más fértiles provincias
de nuestra España, cuando Yussuf, Samail y Ben Amrú, y las razas partidarias
de cada caudillo traían los pueblos fatigados con sus peleas, y los
hacían víctimas de sus rivalidades y particulares enconos. El mismo
exceso del mal, decíamos al terminar el anterior capítulo, les inspiró
el remedio. Resueltos a oponer un dique al torrente de tantas calamidades,
acordaron los ancianos y jeques de todas las tribus celebrar una junta
en Córdoba, con objeto de arbitrar un medio de salir de tan angustioso
y aflictivo estado. Se congregaron hasta ochenta venerables musulmanes
con sus largas y blancas barbas, como por milagro escapados de la
muerte en tantas guerras civiles. Convinieron todos en la poca esperanza
que había de poder salvar la España musulmana de los horrores de la
anarquía, y en el ningún remedio que podían aguardar de la corte de
Damasco, agitada como estaba ella misma y a tan larga distancia de
la Península. Ayub el de Emeso propuso, como único medio de salvación,
elegir un jefe que los gobernara con independencia del imperio de
Oriente, y ante el cual todos se inclinaran, pues ni ellos ni los
pueblos debían ser por más tiempo juguete de las miserables ambiciones
de sus caudillos, ¿Pero dónde hallar un hombre que reuniera tan excelentes
dotes como se necesitaban para salvar así la causa del Islam en España?
Suspensos estaban todos, hasta que se levantó Wahib ben Zahir, diciendo:
«La elección de un príncipe no es dudosa: yo os propongo un joven
descendiente de nuestros antepasados califas, y del linaje mismo del
Profeta. Proscrito y errante vaga ahora por los desiertos de África
sin familia ni hogar : pero aunque perseguido y prófugo, es tal su
superioridad y su mérito, que hasta los bárbaros le quieren y le veneran.
De Abderramán os hablo, el nieto del califa Hixem ben Abdelmelek».
Aprobaron todos los jeques el pensamiento, y acordó la asamblea que
Theman y Wahib pasasen en comisión a África a ofrecer en su nombre
al fugitivo huérfano Beni-Omeya un trono independiente en la Península
española. Partieron los emisarios, y los demás quedaron preparando
los ánimos para el buen éxito de la importante resolución acordada
en la asamblea. Mientras
los comisionados desempeñaban su encargo cerca del príncipe sirio,
a quien hallaron en un pobre aduar de la tribu de los zenetas, Yussuf,
vencedor en Aragón del rebelde Amrú, después de haber tenido a éste,
con su hijo y su sagaz secretario el Zohiri, encarcelados en Zaragoza,
habíalos conducido a Toledo en camellos y con cadenas. Descansado
que hubo algunos días en aquella ciudad, partía para Córdoba con los
caudillos de Andalucía, cuando una tarde, reposando con su familia
en un ameno y frondoso valle del camino, llegaron dos mensajeros anunciándole
que los pueblos de tierra de Elvira estaban esperando con ansia la
llegada de un príncipe Ommiada, a quien habían ofrecido el gobierno
de España, y que era universal el levantamiento y entusiasmo por aquel
príncipe. Indignado con esta nueva Yussuf, descargó su cólera y rabia
sobre los infelices prisioneros, mandándolos despedazar en el acto.
El emisario no le había engañado. En aquellos momentos el príncipe
Abderramán con viento propicio verificaba su tránsito de las costas
de Argel a las playas de Almuñécar. Se agolparon los pueblos a recibir
al ilustre vástago de los Beni-Omeyas, llamado del desierto para ocupar
el trono de España (755). Le acompañaban sobre mil jinetes de la tribu
africana que le había dado asilo. No bien puso sus plantas en tierra
española el joven príncipe, la muchedumbre le victoreó con frenético
entusiasmo: los jeques y caudillos de las tribus sirias y egipcias
le saludaron con júbilo y le rindieron homenaje. La gallarda presencia
del joven, que entonces contaba veinticinco años, su talle esbelto
y varonil, su dulce mirada y graciosa sonrisa, todo contribuía a aumentar
la satisfacción y realzar la idea que les habían hecho formar de la
gentileza del deseado príncipe. Escoltado por sus fieles zenetas,
y seguido de una inmensa comitiva, atravesó la Alpujarra y llegó a
Elvira, incorporándosele en el camino voluntarios de todas partes
de Andalucía. Toda su marcha fue una verdadera ovación. Cuando llegó
áa Sevilla llevaba ya veinte mil hombres armados, y la ciudad le dispuso
una entrada triunfal. Jamás príncipe alguno fue más sinceramente aclamado.
«Dios ensalce á Abderramán ben Moawiah» era el grito que resonaba
por todas partes. Súpolo todo
Yussuf el Fehri, y excusado es decir el enojo y desesperación que
le causaría. Dio orden a su hijo para que defendiese la ciudad y comarca
de Córdoba, mientras él y Samail allegaban gente en las demás partes,
y ponían en movimiento las tribus amigas de Mérida, Toledo, Valencia
y Murcia. Pero la suerte había abandonado a los caudillos que con
sus rivalidades habían manchado de sangre el suelo de España, y puéstose
del lado del que aparecía en ella como el arcoiris de paz en medio
de tantas tormentas, y que había de brillar después como un sol en
despejado horizonte. El joven Abderramán batió al hijo de Yussuf,
que le había salido al encuentro, y le obligó a encerrarse en Córdoba.
Adelantábanse en tanto Yussuf y Samail con numerosas huestes, confiados
en vencer fácilmente a un joven inexperto y bisoño. Pero Abderramán,
dejando en el cerco de Córdoba diez mil infantes, salió con otros
tantos caballos al encuentro de los dos orgullosos caudillos; a pesar
de la inferioridad y desproporción numérica, embistió Abderramán con
tal ímpetu que no hubo filas que resistieran las lanzas de sus fogosos
escuadrones: los dos ejércitos combinados quedaron deshechos. Yussuf
no paró hasta Lusitania; Samail, con el resto de su gente, se retiró
hacia Murcia; el hijo de Yussuf salió con sus tropas desalentadas
camino de Mérida, y Córdoba abrió sus puertas al vencedor. De esta
manera quedó en poder de Abderramán la ciudad que había de ser asiento
y silla de su imperio. Y aunque todavía para asegurar su naciente
trono tuvo que luchar contra recios huracanes, quedó, por decirlo
así, instalado el imperio árabe español, independiente de Asia y África,
empezando la dinastía de los califas árabes españoles con el último
y único vástago de la familia de los Beni-Omeyas, que por tantos años
había tenido el califato de Damasco. Dióse pocos
días de reposo Abderramán en Córdoba. Salió luego para Mérida con
la mayor parte de su ejército. Las ciudades le abrían sus puertas
como a un libertador, y los jeques se le presentaban a rendirle homenaje.
Mas noticioso el hábil Yussuf de la escasa guarnición que en Córdoba
había dejado, dirigióse rápidamente a esta ciudad por desusadas sendas,
como práctico que era ya en el país, y apoderóse de ella por un atrevido
golpe de mano. Avisado de ello Abderramán, retrocedió con no menos
precipitación, si bien Yussuf, no teniendo valor para esperarle en
la ciudad, habíase corrido ya con su hueste, reunida otra vez a la
de Samail, hacia tierra de Elvira. Allí los siguió el intrépido sirio,
y acosándolos por entre los desfiladeros de la Alpujarra, les dio
alcance en Almuñécar (Hins Almunecah,
fortaleza de las lomas), teatro de las primeras glorias de Abderramán.
Empeñóse allí otra más brava y tenaz pelea, en que la fortuna favoreció
segunda vez las armas del ilustre descendiente de los califas. Retiráronse
a Elvira los vencidos, y se parapetaron al abrigo de la villa de los
Judíos (756). La poca gente que a Samail quedaba, el prestigio que
veía ir ganando al joven Ommiada, la idea que este último golpe le
había hecho formar de las altas prendas militares del ilustre emir,
todo le movió a proponer a su compañero Yussuf el venir a una avenencia
y transacción con el afortunado vencedor de Córdoba y de Almuñécar.
Accedió a ello Yussuf aunque con repugnancia. Deseaba también Abderramán
poner término a tan sangrienta guerra, y estipuláronse los tratos.
Mostróse en ellos Abderramán tan generoso, que queriendo premiar a
Samail por la parte que había tenido en la sumisión de Yussuf, le
dejó el gobierno de la España Oriental. A Yussuf ofreció completo
olvido de lo pasado, y éste por su parte hizo entrega de las fortalezas
de Elvira y la Alpujarra. Lució pues el pendón blanco de los Ommiadas
en todas las fortificaciones de las márgenes del Darro y del Genil,
y los sometidos pasaron a tierra de Murcia, donde los hijos de Yussuf,
más tenaces aun que su padre, no dejaron de conspirar y atizar de
nuevo la guerra. Terminada
esta campaña, procedió el joven emir a visitar algunas provincias
y ciudades principales, entre ellas Mérida, donde entró con gran pompa
a la cabeza de sus fieles y distinguidos zenetas. Paseó la ciudad
a caballo entre las aclamaciones de una multitud encantada de su amabilidad,
gentileza y gallardía : él por su parte tuvo todavía ocasión de admirar
los magníficos restos de la famosa Emérita de Augusto: trató con su
genial dulzura a musulmanes y cristianos, y recibió allí los enviados
de las ciudades de Extremadura y Lusitania que iban a ofrecerle sus
respetos. Recorrió después algunas comarcas de los Algarbes, y regresó
apresuradamente a Córdoba con motivo del estado crítico de la sultana
Howara, que a los pocos días le dio felizmente un hijo. Entonces,
contando ya más asegurado el trono (757), decidióse a hacer la capital
del emirato asiento y corte del nuevo imperio. Las horas que los negocios
del Estado le dejaban libre, entreteníalas agradablemente en los bellos
jardines de Córdoba que le recordaban con placer los de su amada Siria.
Para que fuese más vivo el recuerdo, plantó con su mano aquella esbelta
palma que tan célebre se hizo en los anales de la España musulmana.
En otro lugar hemos observado la singular circunstancia de haber sido
plantada la reina de las selvas orientales por la mano de un árabe
ilustre en los mismos sitios en que ocho siglos antes había crecido
el famoso plátano puesto por el más ilustre de los capitanes romanos.
Los jardines de Córdoba eran testigos de estas grandes revoluciones
de los tiempos : un mismo recinto veía sucederse una planta a otra
planta, un héroe a otro héroe, y un imperio a otro imperio. Pero César
era guerrero e historiador, y su plátano tuvo que celebrarle un poeta
de España; Abderramán era guerrero y poeta, y él mismo compuso a su
palma aquella célebre y tierna balada que los árabes repetían de memoria,
y que revela toda la dulzura de sentimientos del joven príncipe Ommiada:
Tú también, insigne palma, — eres aquí forastera;
De Algarbe las dulces auras — tu pompa halagan y
besan. En fecundo suelo arraigas, — y al cielo tu cima elevas.
Tristes lágrimas lloraras, — si cual yo sentir pudieras;
Tú no sientes contratiempos, — como yo, de suerte
aviesa: A mí de pena y dolor — continuas lluvias me anegan:
Con mis lágrimas regué — las palmas que el Forat
(Eufrates) riega; Pero las palmas y el río — se olvidaron de mis penas,
Cuando mis infaustos hados — y de Alabas la fiereza
Me forzaron a dejar — del alma las dulces prendas.
A tí de mi patria amada — ningún recuerdo te queda;
Pero yo, triste, no puedo — dejar de llorar por ella.
A invitación
de Abderramán vinieron a España muchos personajes ilustres de los
que por adictos a la causa de los Beni-Omeyas andaban proscritos y
errantes por Siria, Egipto y África, que fueron los troncos de otras
tantas familias nobles en España. A todos los honró y distinguió el
nuevo soberano, y a Moavia ben Salehi, que de su orden había ido a
ofrecer una nueva patria a aquellos desterrados ilustres, le nombró
Cadí de los Cadíes
o juez superior del nuevo imperio. Poco tiempo
gozó Abderramán las dulzuras de sus pacíficos entretenimientos. El
tenaz y nunca escarmentado Yussuf, faltando a los compromisos de Elvira,
había alzado de nuevo banderas contra el emir, llamándole el Adaghel (el aventurero, el intruso), y proclamándose emir legítimo
de España. Dio Abderramán el encargo de perseguirle al walí de Sevilla,
Abdelmelek ben Omar, el famoso Marsilio
de las crónicas cristianas y de los romances moriscos, que pronto
recobró las plazas de que Yussuf se había apoderado. (Contracción
sin duda de Ornares filius, como llamarían los cristianos a Ben Omar, y después
por corrupción Marsilius
y Marsilio. Es el célebre personaje mencionado
en los romances de Carlomagno, en los cantos de Ariosto y en la escena
del retablo de Maese Pedro en el Quijote). Alcanzado al hijo de Yussuf
después en los campos de Lorca, la hueste rebelde fue acuchillada,
y el mismo Yussuf se encontró entre los cadáveres acribillado de heridas.
Su cabeza fue enviada al emir, que la hizo clavar en una de las puertas
de los muros de Córdoba. Así acabó el valeroso y tenaz Yussuf el Fehri
(759). Su antiguo compañero Samail. que gobernaba el Oriente de España,
renunció el mando de su provincia y se retiró a vivir tranquilamente
en su casa de Sigüenza. Pero ¿acabaron
con esto las conspiraciones y las revueltas entre los dominadores
musulmanes? Condenado estaba el buen Abderramán a no gozar momento
de descanso en el trono, como no le había gozado en el destierro.
Jamás imperio alguno había sido más espontáneamente ofrecido: ninguno
había de ser a costa de más fatigas consolidado. Carácter era de aquellas
gentes no renunciar nunca a los odios de tribu y de familia, trasmitirse
el encono de generación en generación y no extinguirse nunca. Los
hijos de Yussuf se encargaron de continuar la obra de su padre, y
la bandera de la rebelión se alzaba alternativamente en la España
Central y Meridional, o en todas partes a un tiempo. Ni porque el
mayor de los tres, Abderramán, fuera cogido y su cabeza enviada a
adornar la muralla de Córdoba al lado de la de su padre; ni porque
al segundo, Abul Amad, prisionero a su vez, le fuera generosamente
perdonada la vida; ni porque el tercero, Cassim, vencido en Sevilla
y Algeciras, hallara todavía indulgencia en el magnánimo corazón de
Abderramán, que se contentaba con enviarle a una prisión de Toledo,
nada bastaba a escarmentar aquella familia aviesa e incorregible;
y escapados de una prisión o sacados de ella por sus parciales, volvían
a hacer armas y a conmover el imperio, y costábale a Abderramán el
sujetarlos o largos cercos o sangrientas batallas. Llegó el emir a
arrepentirse de su clemencia, y el mismo Samail, cuando retirado en
su casa de Sigüenza acaso no se acordaba de conspirar, hízosele sospechoso,
y arrancado de su retiro y llevado a Toledo, murió al poco tiempo
en un calabozo (761). Otras contrariedades
y reveses sufría entretanto por otra parte el imperio musulmán español.
Narbona, aquella célebre capital de la Septimania árabe, caía, al
cabo de cuarenta años de dominación musulmana, en poder de Pepino,
hijo de Carlos Martel, que llevaba siete años prosiguiendo activamente
la obra de su padre. Después de un largo asedio sucumbió aquel postrer
baluarte de los mahometanos en la Galia, y la guarnición sarracena
pereció al filo de las espadas de los feroces y sanguinarios francos.
Si de España había intentado algún caudillo ismaelita llevar socorros
a sus hermanos de Narbona, había sido destrozado en el Pirineo de
la España Oriental; que ya los cristianos de Cataluña se atrevían,
a ejemplo de los de Asturias, la Cantabria y la Vasconia, a caer sobre
los infieles desde los desfiladeros de sus montañas. Abderramán
estaba destinado a no reposar. Los Abassidas de Oriente, los mortales
enemigos de su estirpe, no le tenían tampoco olvidado. Era imposible
que vieran con indiferencia a un vástago de una raza proscrita fundar
un imperio en Occidente. El califa Almansur, sucesor de Abul-Abbas,
que había trasladado la silla del imperio a Bagdad envióla las costas
de Andalucía con poderosa hueste al walí de Cairván Alí ben Mogueitz,
que comenzó a recorrer el país excitando la insurrección contra Abderramán,
el intruso, el usurpador, el maldecido, y proclamando al Abassida
Almansur, califa de Oriente y de Occidente (763). Encendióse con esto
en Toledo la llama de la rebelión mal apagada. Cada día se allegaban
nuevos rebeldes en derredor del estandarte negro de los Abassidas.
Pero no amilanó esta nueva tormenta al ilustre y valeroso Ommiada,
cuyo destino era pelear y vencer, estar siempre venciendo, pero siempre
é incesantemente peleando. Encontráronse ambas huestes entre Badajoz
y Sevilla. Siete mil abassidas quedaron en el campo. Pereció Alí entre
ellos: algunos grupos de fugitivos pudieron ganar la Serranía de Ronda.
Al poco
tiempo de esta batalla, una mañana amaneció en la plaza pública de
Cairván un trofeo sangriento. Sobre una columna o poste se veía clavada
una cabeza humana junto con algunos truncados miembros. Encima había
un rótulo que decía: Así castiga Abderramán ben Moaiuiah ben Omeya
a los temerarios como Ali ben Mogueitz, cadi de Cairván. Eran la cabeza
y miembros de Alí que el vencedor había hecho trasportar secretamente
a la capital del emirato africano. Muy irritado
debía estar Abderramán para cometer un acto de tan ruda ferocidad,
habiéndose hasta entonces distinguido tanto por lo humanitario y lo
clemente. ¡Cuánto endurece la guerra los corazones más propensos a
la piedad! Lo peor
fue que ni por eso terminaron las rebeliones. El viejo Hixem ben Adra,
obstinado en sostener la doble causa de los Abassidas y de los Fehries,
sorprendió a Sevilla, la saqueó y corrió a encerrarse en Medina Sidonia,
donde se habían reunido todos los caudillos facciosos. El célebre
Marsilio fue sobre ellos, y de tal manera los apretó, que no les quedaba
otra alternativa que capitular o romper la línea enemiga erizada de
lanzas. Adoptaron este último partido, y en una noche tenebrosa hicieron
una arremetida súbita, por dos diferentes puertas de la ciudad, logrando
muchos de ellos ganar los riscos de la Serranía de Ronda. Hixem, menos
afortunado y más viejo, habiendo tenido la desgracia de que su caballo
tropezase, cayó en poder del terrible Marsilio, el cual, temiendo
que la excesiva bondad de Abderramán le hiciese todavía gracia de
la vida, le cortó inmediatamente la cabeza y se la envió al emir en
señal de la victoria según costumbre. Medina Sidonia abrió las puertas
al vencedor Marsilio (765). Pero el
ilustre Ommiada, después de haber corrido por Egipto y África todos
los azares, todas las vicisitudes de un proscrito, semejábase en España
a un bajel lanzado en medio del Océano y contra el cual el dios de
los mares parecía complacerse en conjurar todos los elementos y en
levantar una tras otra cien deshechas borrascas. Así fue que los rebeldes
escapados de Medina Sidonia, abrigados en las fragosidades y riscos
de las ásperas sierras de Ronda y de la Alpujarra, no contentos con
hacer desde aquellas breñas una guerra de pillaje, enviaron a África
a invitar para que viniese a capitanearlos al joven Abdel-Gafir, walí
de Mequinez (Meknasah), que se jactaba de descender de Fátima, la
hija del Profeta, y cuyo pujante brazo, preclaro linaje, y brillantes
virtudes ponderaban los rebeldes de España diciendo a los de Elvira:
«Ahora vendrá un caballero de fuerte brazo, descendiente del Profeta,
que derribará del trono al usurpador y al intruso». Halagó a Abdel-Gafir
una invitación que no esperaba, y que lisonjeaba grandemente su genio
y carácter aventurero, y reclutando porción de moros, dispúsose a
venir a España. En vano Abderramán quiso activar la guerra contra
los fieros alpujarreños, en vano puso a pregón las cabezas de los
caudillos rebeldes, en vano envió naves de guerra que protegiesen
las costas de Málaga y de Almería: el atrevido walí de Mequinez no
por eso dejó de desembarcar junto a Almuñécar, y tremolando el negro
pendón de los Abassidas, a que unió el verde de los Fatimitas, que
era el suyo propio, e incorporado a los insolentes guerrilleros de
aquellas sierras comenzó por de pronto una campaña de depredación,
aunque limitándose a algunas ligeras excursiones y sin osar internarse
demasiado en la tierra llana. Por entonces
el walí de Elvira Ased el Schebani, cuya larga permanencia en aquella
ciudad le había dado ocasión de conocer el genio indomable y fiero
de los montañeses de aquellas sierras, no considerando a Elvira susceptible
por su posición de la conveniente defensa contra los ataques de los
turbulentos alpujarreños, determinó fortificarse en lugar más oportuno,
y comenzó a ceñir de sólidos muros y espesos torreones las inmediatas
colinas de Garnathah, la ciudad de los judíos, desde cuya altura podía
dominar y explorar de un solo golpe de vista toda la comarca abundante
por otra parte de aguas y de víveres. Entonces fue cuando echó los
cimientos del castillo que con el nombre de Alcazaba se conoce hoy
todavía en Granada y forma parte de la ciudad. Pero Ased no pudo ver
concluida su obra, porque encargado por Abderramán de perseguir los
rebeldes del distrito, después de atacarlos briosamente a la cabeza
de sus tropas y arrojarlos de sus posesiones, cayó mortalmente herido
de una lanzada y falleció luego en Elvira. Grandemente sintió el emir
la muerte de su fiel Ased, y nombró en su lugar a un caballero sirio
llamado Abdel-Salem ben Ibrahim, el cual tenía doce hijos que todos
llevaban las armas en favor de Abderramán. Ufanos los rebeldes de
Sierra Elvira con la muerte del walí, y protegidos por nuevos moros
venidos de África, reunidos todos bajo las órdenes de Abdel-Gafir,
plagaron la Serranía de Ronda y con continuos amagos y rebatos nocturnos
trabajaban los distritos de Arcos y Osuna, si bien contenidos por
la gente de Écija, de Sevilla y de Carmena, que los hacían replegar
a sus montuosas guaridas (766). Otros cuidados
embargaban al propio tiempo a Abderramán. Los rebeldes
de Toledo, sitiados tres años hacía, lo estaban tan flojamente, que
más bien que cerco parecía ser una tregua o convenio tácito entre
sitiadores y sitiados de guardar cada cual sus posiciones sin hostilizarse.
Tal estado de cosas no podía convenir á Abderramán, y menos en las
circunstancias en que se hallaba; y así encargó al activo Teman ben
Alkama que partiese a estrechar el sitio y apresurar la rendición
de la ciudad. La presencia de Teman cambió la inercia en movimiento
y la apatía en actividad. Al ver sus enérgicas disposiciones, aterrorizados
los de Toledo abrieron las puertas implorando la clemencia del vencedor,
no sin haber dejado antes escapar a nado por la parte superior del
río á Cassim ben Yussuf, aquel hijo menor del famoso Fehri, tantas
veces afortunado en deber a la fuga su salvación. Entretanto
Abdel-Gafir de Mequinez inquietaba desde sus montuosos abrigos a los
alcaldes de Écija, de Baena, de Sevilla, de Carmena, de Arcos y de
Sidonia, y su osadía creció con el suceso siguiente. Los walíes de
África, empeñados en arrojar de España a Abderramán, y conceptuándole
apurado con la guerra de Elvira y con la de los cristianos del Norte,
enviaron a las costas de Cataluña una escuadra de diez buques con
tropas aguerridas al mando del jefe abassida Abdalla ben Abih el Seklebi.
La noticia de este desembarque inspiró serios temores a Abderramán
que abandonando los alcázares y jardines de Córdoba, marchó apresuradamente
en dirección del punto nuevamente amenazado. Mas antes de llegar a
Valencia recibió aviso del walí de Tortosa de haber dispersado ya
a los africanos y obligádoles a reembarcar con gran pérdida. En la
refriega había muerto su jefe el Seklebi. Abderramán aprovechó esta
ocasión para visitar la parte oriental de su imperio que aún no había
visto, y recorrió Tortosa, Barcelona, Tarragona, Huesca y Zaragoza,
volviendo por Toledo y Calatrava a Córdoba, donde hizo una especie
de entrada triunfal. Pero aquellas bandas dispersas de africanos habían
logrado incorporarse con las de Abdel-Gafir, con cuyo inesperado refuerzo
envalentonado el molesto caudillo, se atrevió a tentar fortuna en
la tierra llana, invadiendo las comarcas de Antequera, Estepa y Archidona,
y avanzando hacia Sevilla. Noticioso de esta aproximación salió a
su encuentro el valeroso Marsilio (Abd-el-Melek ben Omar), y como
enviase de descubierta un destacamento al mando de uno de sus hijos,
joven tímido e inexperto, no avezado a los horrores de la guerra,
sorprendido el mancebo y bruscamente atacado por la caballería de
Abdel-Gafir, volvió bridas a su caballo y corrió a ampararse al lado
de su padre. Marsilio, indignado de verle huir tan cobardemente, no
pudiendo reprimir la cólera: tú no eres mi hijo, exclamó; tú no eres
un Meruán: muere, cobarde. Y enristrando ciegamente la lanza, le derribó
del caballo, llenando de terror a los circunstantes (768). Sangrienta
y brava fue la lucha que se emprendió al siguiente día. El grueso
de la facción acudió a Sevilla en la confianza de que Ayub ben Salem
les abriría las puertas de la ciudad. Abdel-Gafir ocupó a Aljarafe
(hoy San Juan de Alfarache), donde esperó las tropas de Marsilio.
Al penetrar en las calles este intrépido jefe, una lluvia de venablos
y de saetas lanzadas desde las ventanas diezmó sus filas, sus mejores
oficiales pagaron con la vida tan temerario arrojo y el mismo Marsilio
cayó gravemente herido. Entretanto en Sevilla ejecutábase otra no
menos sangrienta tragedia. Ben Salem se había alzado abiertamente
en favor de los rebeldes, ocupado el alcázar y degollado su guarnición.
Abdel-Gafir, triunfante en Aljarafe, recibió aviso de avanzar: sus
feroces hordas entraron sin obstáculo y ya de noche en Sevilla: el
palacio del walí fue brutalmente destrozado, robadas las casas de
los opulentos vecinos, y entrados a saco los almacenes de víveres
y armas. Infausta noche fue aquella. Cuando la desenfrenada soldadesca
se hallaba entregada a los horrores del más atroz vandalismo, vino
a completar la confusión del sombrío cuadro la entrada de la caballería
de Marsilio, que capitaneada por sus lugartenientes,
irritada con la derrota de la víspera, penetró por las calles de la
ya horrorizada población. Las tinieblas de la noche, el estrépito
de los caballos, el sonido de los instrumentos bélicos, los lamentos
de los despojados vecinos, los gritos de los sorprendidos saqueadores,
los ayes de los moribundos y el crujir de las armas, todo formaba
un conjunto de lúgubres y espantosas escenas, hasta que el resplandor
del nuevo día vino a poner término al negro y sangriento cuadro. Abdel-Gafir
con sus rebeldes se vio obligado a evacuar la ciudad y a retirarse
a Callaza, y los sevillanos respiraron, que harto lo habían menester. Cansado
Abderramán de tan larga y fatigosa guerra, resolvió dirigir en persona
las operaciones militares. Trabajo le costó al ministro Teman contener
los fogosos ímpetus del emir, que a la cabeza de sus fieles zenetas
quería lanzarse a castigar la audacia del pertinaz e importuno Abdel-Gafir,
al menos hasta que llegase el refuerzo de tropas que se había pedido
á Mérida. Llegaron al fin éstas, y Abderramán puso en acción todos
sus recursos materiales para una pronta y decisiva campaña. Combinó
diestramente su plan, y cuando el rebelde Abdel-Gafir acababa de vadear
el Guadalquivir por la parte de Lora para ganar sus antiguas guaridas
de la sierra, un ataque simultáneo de los dos ejércitos combinados
arrolló completamente a las tropas rebeldes en las alturas de Écija,
y una hora de matanza puso término a la guerra de siete años que tenía
fatigado el país. El turbulento y porfiado Abdel-Gafir pereció atravesado
de un lanzazo dirigido por la vieja pero vigorosa mano del anciano
Abdel-Salem, que le cortó la cabeza con su propio alfanje. Más de
cincuenta cabezas de caballeros africanos de la tribu de Mequinez
fueron distribuidas en las poblaciones del país que habían sido teatro
de la guerra, y clavadas según costumbre en los muros de las ciudades,
sirvieron de sangriento trofeo en las plazas y edificios de Elvira,
en la alcazaba de Granada, en los torreones de Almuñécar, y en las
almenas de otras poblaciones de Andalucía. El vencedor Abderramán
tomó enérgicas medidas para que no se reprodujese el fuego de la rebelión,
y publicó un edicto de perdón para todos los que en un plazo dado
depusiesen las armas y se acogiesen a su clemencia. Con lo que restituyó
la paz a un país de tanto tiempo trabajado, y afirmó con ella su combatido
trono (772). Se trasladó
el victorioso emir desde el campo de batalla de Écija a Sevilla con
el fin de visitar y consolar al valiente y fiel Marsilio. que además
de sufrir de sus heridas, se hallaba acongojado por la muerte que
en un momento de ciego arrebato había dado a su hijo. Abderramán creyó
conveniente alejarle de un país que le suscitaba dolorosos recuerdos,
y le nombró walí de Zaragoza y de toda la España Oriental. Los grandes
sucesos que en aquella tierra se preparaban habían de ofrecer a Abdelmelek
un teatro digno de sus prendas, y allí había de ganar aquella fama
que hizo tan célebre el nombre de Marsilio en las crónicas de la edad media y en los romances de Carlomagno,
de cuyos sucesos nos habremos luego de ocupar. Sosegada
la tierra de Andalucía con la derrota de Écija, gozó al fin Abderramán
de una paz de diez años. Por de pronto, para asegurar las costas de
las continuas incursiones de los walíes de África, dedicóse a fomentar
la marina, aumentando sus escuadras: nombró almirante (emir-al-má)
al activo y fiel Teman ben Alkama, el cual en poco tiempo hizo construir
numerosos buques de guerra sobre modelos que hizo venir de Constantinopla,
de la mayor dimensión que entonces se conocía en las construcciones
navales, y las aguas de Barcelona, Tarragona, Tortosa y Rosas, las
de Almería y Cartagena, las de Algeciras, Huelva, Cádiz y Sevilla,
se plagaron, al decir de los historiadores arábigos, de bien construidas
naves, obra de la actividad de Teman, y los puertos de la Península
se pusieron al abrigo de las incursiones africanas (774). Dejemos
por ahora a Abderramán ocupado en plantear en sus Estados una sencilla
y sabia administración a beneficio de la paz, y veamos lo que entretanto
hacían los cristianos de uno y otro lado del Pirineo. DESDE
FRUELA HASTA ALFONSO EL CASTO |