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SALA DE LECTURA

Historia General de España
     

 

 

TOMO SEGUNDO - LIBRO QUINTO

DOMINIO MUSULMAN

 CAPITULO XII

ALMONDIR Y ABDALLAH EN CÓRDOBA: ALFONSO III EN ASTURIAS

 

Del 866 al 912

 

 

Catorce años solamente tenía Alfonso, el hijo de Ordoño, cuando su padre le asoció ya al gobierno del reino. Diez y ocho años cumplía cuando en mayo de 866 entró a reinar solo bajo el nombre de Alfonso III, confirmando los prelados y próceres la voluntad de su padre. Parecía haberse contaminado el reino de Asturias con el ejemplo del de los árabes, pues nunca faltaba ya o algún magnate o algún pariente del rey electo que le disputara la posesión del trono. Esto hizo con el tercer Alfonso el conde Fruela de Galicia, que puesto a la cabeza de un ejército marchó atrevidamente sobre Asturias, y hallando desapercibidos a los nobles y al rey, penetró en Oviedo y se apoderó del palacio y de la corona, teniendo el joven Alfonso que huir a los confines de Castilla y de Álava, como en otro tiempo y por igual motivo había tenido que hacerlo Alfonso II. De brevísima duración fue su ausencia, porque volviendo pronto en sí los nobles asturianos, irritados contra el usurpador, asesinaron una noche a Fruela en su palacio, llamaron a Alfonso, y volvió el joven príncipe a tomar posesión del trono que le pertenecía con gran contentamiento del reino.

Si en esto se asemejó el principio de su reinado al de su abuelo Ramiro, parecióse al de su padre Ordoño en haber tenido que hacer el primer ensayo de sus armas en reprimir una insurrección de los alaveses, siempre inquietos y mal avenidos con la dominación de los reyes de Asturias. La presencia y resolución del joven monarca, que voló a apagar aquel incendio, desconcertó a los sublevados, que asustados o arrepentidos, le prometieron obediencia y fidelidad, y el autor de la sedición, el conde Eilón, prisionero y cargado de cadenas, fue llevado por Alfonso a Oviedo y encerrado allí en un calabozo, donde acabó sus días. El gobierno de Álava fue confiado al conde Vigila o Vela Jiménez (867).

La tradición vascongada supone que apenas regresó Alfonso a Oviedo los habitantes de Vizcaya, provincia entonces comprendida en Álava, se rebelaron contra Alfonso, y congregados bajo el árbol de Guernica nombraron por su señor o jaona a uno de sus compatriotas llamado Zuria: que Alfonso despachó a Odoario a sofocar esta nueva insurrección, y que habiendo encontrado a los sediciosos en la aldea de Padura, no muy lejos del sitio donde más adelante se edificó Bilbao, se empeñó un sangriento combate, en que las tropas reales quedaron completamente derrotadas y muerto su jefe: que en memoria de tan señalado suceso el lugar de Padura tomó el nombre de Arrigorriaga, que en la lengua del país significa piedras bermejas, aludiendo a la mucha sangre de que quedó teñido; que Alfonso, ocupado en otras guerras, no pudo o no cuidó de vengar esta derrota, y que de aquí data la independencia del señorío de Vizcaya, suponiendo a los señores de la tierra descendientes y sucesores de Zuria. Mas como todas estas relaciones no se apoyan en documento alguno histórico de que tengamos noticia, nos contentamos con indicarlas sin admitirlas. — Sobre esto y sobre los demás precedentes en que pretenden los vizcaínos apoyar la antigüedad de su señorío, trató de propósito el erudito Llorente, Noticia de las Provincias Vascongadas, tom. I, cap. IX. — Todo esto acogió con su acostumbrada sinceridad el P. Mariana, y además supone un señor de Vizcaya nombrado Zenón, descendiente de Eudón, duque de Aquitania, de que no nos habla escritor alguno de aquellos tiempos.

Aunque de pocos años Alfonso, y teniendo por rival a un príncipe tan avezado a los combates, tan valeroso y resuelto como Mohammed de Córdoba, estaba destinado a dar un gran impulso a la restauración española y a merecer el renombre de Magno que se le aplicó y con que le conoce la posteridad. Una escuadra musulmana a las órdenes de Walid ben Abdelhamid se había dirigido a Galicia. Al abordar a la desembocadura del Miño se desencadenó una borrasca resultado de la cual se perdieron o estrellaron casi todos los buques, pudiendo apenas el almirante Walid regresar por tierra a Córdoba, no sin riesgo de caer en manos de los cristianos. Alentado el rey de Oviedo con este desastre, se atrevió a pasar el Duero y tomó a Salamanca y Coria. Verdad es que no pudo conservarlas, porque los walíes de la frontera se entraron a su vez por el territorio cristiano; pero en cambio, habiéndose internado más de lo que la prudencia aconsejara, se vieron de improviso acometidos y envueltos en terreno donde no podía maniobrar la caballería, y una terrible matanza fue el castigo de su temeridad. Los árabes no disimularon su consternación, y Alfonso se retiró tranquilo y triunfante a su capital (868).

Fueron los árabes, capitaneados por el príncipe Almondir, a probar mejor fortuna por la parte de Afranc y montes Albaskenses. Tampoco fueron felices en esta expedición. Almondir intentó, pero no pudo tomar Pamplona, defendida por García, hijo del otro García el yerno de Muza. Levantó, pues, el sitio, y dirigió sus huestes sobre Zaragoza, resuelto a castigar al viejo Muza que aun se mantenía allí. Prolongóse el sitio por todo el año hasta que habiendo ocurrido la muerte de Muza, no sin sospechas de haber sido ahogado en su misma casa, se rindió la ciudad (870). Pero el espíritu de rebelión estaba ya como encarnado en el corazón de los musulmanes españoles, y q pesar de la muerte trágica de Muza, y de la rendición de Zaragoza, otra sublevación estalló en la siempre inquieta Toledo. Dirigíala Abdallah, nieto del mismo Muza, e hijo de aquel Lupo que había vivido en Asturias en compañía del rey Ordoño. Era hombre de ánimo y de experiencia, y los cristianos fomentaban aquella rebelión. Acudió Mohamed en persona como en tiempo de Lupo, y limitóse como entonces a sitiar la ciudad. Cuando Abdallah conoció que no podía resistir a las numerosas tropas del emir, salió con pretexto de reconocer el campo enemigo, y despachó luego comisionados aconsejando a los toledanos que se sometiesen a Mohammed. Poco faltó para que la plebe indignada despedazase a los enviados de Abdallah; con dificultad pudieron contenerla los hombres más prudentes y de más influjo; al fin, aunque de mala gana, vinieron a la capitulación y se estipuló la entrega de la ciudad a condición de que se echaría un velo sobre lo pasado. Muchos generales aconsejaban al emir que hiciese demoler las murallas y torres de un pueblo en que se abrigaba gente tan idómita y díscola, y que sería un perpetuo foco de revolución; pero los hijos de Mohammed fueron de contrario parecer y prevaleció su dictamen.

Realizóse en este tiempo un suceso que había de ejercer grande influjo en la posición respectiva de los cristianos entre sí y en sus relaciones con los musulmanes. Los vascones navarros, que desde la derrota del ejército de Luis el Benigno en 824 en Roncesvalles habían sacudido la tutela forzosa en que querían tenerlos los monarcas francos, se habían sostenido en una situación no bien definible, ni enteramente sujetos a los reyes de Asturias, ni del todo independientes, aliándose a las veces con los sarracenos para libertarse del dominio, ya de los cristianos de Aquitania, ya de los de Asturias, y gobernábanse por caudillos propios, condes o príncipes, que ejercían entre ellos una especie de autoridad real. Los monarcas asturianos solían domeñarlos de tiempo en tiempo, pero manteníase siempre viva una rivalidad funesta para los dos pueblos, y funesta también para la causa del cristianismo. Ejercía esta especie de soberanía en aquel tiempo aquel García gobernador de Pamplona y de Navarra, hijo del otro García Iñigo, acaso el conocido con el sobrenombre de Arista. Viendo Alfonso III la dificultad de someter a García, y deseoso de robustecer el poderío de los cristianos, hizo con él una alianza política, que quiso afianzar con los lazos de familia, y pidió y obtuvo como prenda de seguridad la mano de su hija Jimena. De este modo esperaba reunir todas las fuerzas cristianas de España contra el común enemigo. De cuyo principio nace que los caudillos, condes o soberanos del Pirineo, comenzaran a obrar como reyes, considerando como separados de la corona de Asturias los territorios de Pamplona y Navarra, que hasta entonces se habían mirado como anexos, agregados o dependientes.

Hacia esta época se refiere la conjuración que al decir del cronista Sampiro tramaron contra el trono y la vida de Alfonso sus cuatro hermanos o parientes, Fruela, Nuño, Veremundo y Odoario; conjuración que castigó el monarca haciendo sacar a todos cuatro los ojos, horrible pena que las bárbaras leyes de aquel tiempo autorizaban; añadiendo el obispo cronista la circunstancia difícilmente creíble, de que Veremundo o Bermudo, ciego como estaba, logró fugarse de la prisión de Oviedo, y refugiándose en Astorga, se mantuvo independiente en esta ciudad por espacio de siete años, aliado con los sarracenos.

Si fueron estas disensiones domésticas las que animaron al príncipe Almondir a penetrar en los Estados de Alfonso, engañáronle sus esperanzas, pues pronto las márgenes del pequeño río Cea que riega los campos de Sahagún quedaron enrojecidas con la sangre de los más bravos caballeros musulmames de Córdoba y de Sevilla, de Mérida y de Toledo (873). Limitáronse con esto los árabes por algunos años a guardar sus fronteras, si bien no pasaba día, dicen sus crónicas, en que no hubiese vivas escaramuzas entre los guerreros de uno y otro pueblo. Y hubiérales sido muy ventajoso mantenerse en aquel estado de defensiva, puesto que habiendo tenido Almondir la temeridad de penetrar más adelante en Galicia, país (dice su historiador biógrafo) el más salvaje y el más aguerrido de los

pueblos cristianos, no sólo le rechazó Alfonso hasta sus dominios, sino que invadiéndolos a su vez, tomó el castillo de Deza y la ciudad de Atienza, arrojó a los musulmanes de Coimbra, de Porto, de Auca, de Viseo y de Lamego, empujándolos hasta los límites meridionales de la Lusitania, y poblando de cristianos aquellas ciudades (876). En una de estas expediciones fue hecho prisionero el ilustre Abuhalid, primer ministro de Mohammed, que rescató su libertad a precio de mil sueldos de oro, teniendo que dejar en rehenes hasta su pago a un hijo, dos hermanos y un sobrino. Tampoco fue más dichoso Almondir en el ataque de Zamora. Alfonso había fortificado y agrandado esta pequeña ciudad del Duero. La importancia que con esto había tomado movió al príncipe musulmán a ponerle sitio en 879. Apurada tenía ya la ciudad cuando supo que el rey de Asturias venía en su socorro con numeroso ejército. Y como durante el sitio se hubiera eclipsado una noche totalmente la luna, tomáronlo los supersticiosos musulmanes por mal agüero, y cuando salieron al encuentro de Alfonso, y Almondir los ordenó en batalla para la pelea, negábanse todos a combatir, y costó gran trabajo y esfuerzo al príncipe Ommiada y a sus caudillos hacer entrar en orden a los atemorizados muslimes.

Vinieron, por último, a las manos los dos ejércitos en los campos de Polvararia, orillas del Órbigo, no lejos de Zamora. También aquellos  campos como los de Sahagún quedaron tintos de sangre agarena: quince mil mahometanos degollaron alió los soldados de Alfonso, y a excitación y por consejo de Abuhalid, el que había estado antes prisionero, se ajustó una tregua de tres años entre cristianos y musulmanes. Entonces fue cuando Alfonso sometió también a Astorga, y obligó a su hermano Bermudo el ciego a huir de la ciudad y buscar un asilo entre los árabes sus aliados.

Al terminar aquel armisticio (881) ocurrió en el Mediodía y Occidente de España un suceso, que aunque ajeno a las guerras, influyó de tal modo en los supersticiosos espíritus de los musulmanes que los sumió en el mayor abatimiento. Un escritor arábigo lo refiere en términos tan sencillamente enérgicos, que no haremos sino copiar sus mismas palabras. «En el año 267 (dice), día jueves, 22 de la luna de Xaval (25 de mayo de 881) tembló la tierra con tan espantoso ruido y estremecimiento que cayeron muchos alcázares y magníficos edificios, y otros quedaron muy quebrantados; se hundieron montes, se abrieron peñascos; y la tierra se hundió y tragó pueblos y alturas; el mar se retiró de las costas y desaparecieron islas y escollos. Las gentes abandonaban los pueblos y huían a los campos, las aves salían de sus nidos, y las fieras espantadas dejaban sus grutas y madrigueras con general turbación y trastorno: nunca los hombres vieron ni oyeron cosa semejante: se arruinaron muchos pueblos de la costa meridional y occidental de España. Todas estas cosas influyeron tanto en el ánimo de los hombres, y en especial en la ignorante multitud, que no pudo Almondir persuadirles que eran cosas naturales, aunque poco frecuentes, que no tenían influjo ni relación con las obras de los hombres ni sus empresas, sino por su ignorancia y vanos temores, que lo mismo temblaba la tierra para los muslimes que para los cristianos, para las fieras que para las inocentes criaturas»

No se habían recobrado los árabes del espanto que les causara tan terrible terremoto, cuando una tormenta de otro género se desgajó sobre ellos de los riscos de Francia, y montes de Albortat, de las breñas de Aragón y de Navarra. Aquel Hafsún, el antiguo capitán de bandoleros, el gran revolucionario de Roda y Ainsa, el que engañó a Mohammed y degolló traidoramente a su nieto Zeid ben Cassim y a sus tropas en los campos de Alcañiz, y a quien vimos después desaparecer solo en las fragosidades de las montañas de Arbe, reaparece al frente de innumerables huestes, y descolgándose de los bosques que le sirvieron de guarida, recorre todo el país hasta el Ebro: los walíes de Huesca y Zaragoza intentan detener en Tudela el curso de este torrente, y son arrollados por la impetuosa muchedumbre. El rey de Navarra, García Iñiguez con sus cristianos marcha ahora incorporado con el intrépido Hafsún. Mohammed lo sabe y se pone en movimiento con su caballería: reúnensele todos los mejores caudillos árabes, cada cual con las tropas de su mando; sus dos hijos Almondir y Abu-Zeid, padre este último del desgraciado Zeid ben Cassim, Ebn Abdelruf y Ebn Rustán, son los que guían el grande ejército que marcha contra los confederados. Temiendo éstos venir a batalla con tan formidable hueste, se retiran precipitadamente á sus montañas; pero en esta ocasión, dice arrogantemente un escritor árabe, «las montañas eran para los musulmanes iguales a las llanuras.» Un día, a primera hora de la mañana, encuentran a los enemigos tan cerca, que les fue imposible a estos dejar de aceptar el combate. Era en un lugar llamado Larumbe en el valle de Aybar (Éibar llaman otros), de donde tomó el nombre la batalla. Peleóse bravamente de una parte y otra; mas declaróse el triunfo por los árabes, y los campos quedaron regados con sangre cristiana. El rey García Iñiguez murió en la pelea, y Hafsún quedó mortalmente herido, de cuyas resultas murió, como veremos después. Gran triunfo fue el de Aybar para los musulmanes. Almondir permaneció en la frontera hasta el fin del año 882, y Mohammed regresó a Córdoba, donde fue recibido como acostumbraban a serlo los triunfadores.

Entretanto, cumplido el plazo de la tregua, distraído Mohammed por la parte de Navarra, y no pudiendo las armas de Alfonso permanecer ociosas, éntrase el rey de Asturias por tierras enemigas, pasa el Guadiana a diez millas de Mérida, avanza hasta las ramificaciones de Sierra-Morena, encuentra allí un cuerpo sarraceno, le derrota, mata algunos millares de enemigos, y regresa victorioso a sus montañas. Por primera vez desde el tiempo de la conquista hollaron plantas cristianas aquellas cordilleras: ningún príncipe se había atrevido a llevar tan adentro sus estandartes.

La derrota de Aybar, aunque terrible, no escarmentó todavía a los parciales de Hafsún. Y aunque el famoso caudillo sucumbió a los pocos meses de resultas de sus graves heridas, quedábale un hijo, heredero de los odios de su padre y de su tribu. Quedaban también los hijos de Muza el renegado, Ismail y Fortún, que aun retenían Zaragoza y Tudela; todos enemigos de Mohammed. Por otra parte aquel Abdallah, hijo de Lupo, antiguo gobernador de Toledo, celoso de las relaciones que había entre el rey de Asturias y los hermanos Ismail y Fortún, se desprendió de la alianza de aquél, y buscó la del emir de Córdoba, que con este arrimo se creyó bastante fuerte para acometer las posesiones de Alfonso en Álava y Rioja. Pero inútilmente atacó el castillo de Celorico, que defendió briosamente el conde de Álava, Vela Jiménez. Tampoco pudo rendir a Pancorbo, que defendía el conde de Castilla Diego Rodríguez, por sobrenombre Porcellos, y sólo pudo tomar Castrojeriz, que el conde Nuño había abandonado por no hallarse en estado de defensa.

Corrió luego Almondir hacia la comarca de León y entró en Sublancia, abandonada por sus moradores. Pero la espada de Alfonso el Magno le amenazaba ya de cerca, y no creyéndose seguro el príncipe Ommiada ni aun al abrigo de aquellos muros, se retiró a los Estados de su padre, batiendo de paso a Cea y Coyanza, destruyendo el monasterio de  Sahagún, y dejando en la frontera a Abul-Walid, que negoció con Alfonso dos cosas, primeramente el rescate de su familia, que aun estaba en poder del monarca cristiano y que éste generosamente le restituyó, después una paz entre el emir y el rey de Asturias. Para acordar las bases de esta paz fue enviado por el monarca cristiano a Córdoba un sacerdote de Toledo llamado Dulcidio. Estipulóse muy solemnemente y después de muy madura deliberación en 883 el tratado entre los dos príncipes, entrando en las condiciones una cláusula que revela bien el espíritu de aquella época, a saber, que los cuerpos de los santos mártires de Córdoba Eulogio y Leocricia habían de ser trasladados a Oviedo, lo cual se verificó con gran pompa y solemnidad. La paz pareció haberse hecho con sinceridad por parte de ambos soberanos, puesto que no se quebrantó ni en el reinado de Mohammed ni en los de sus dos hijos y sucesores. El uno de ellos, el ya célebre guerrero Almondhir, fue declarado aquel mismo año alhadi o futuro sucesor de su padre y reconocido por todos los grandes dignatarios del imperio, según costumbre.

Desde este tiempo quedaron incorporadas al reino de Asturias, Zamora, Toro, Simancas y otras poblaciones del Pisuerga y del Duero que se iban ya haciendo importantes. Se aseguró al rey de Oviedo la posesión del condado de Álava, cuyas fronteras solían invadir los árabes frecuentemente, y para más asegurarlas encomendó Alfonso al conde Diego Rodríguez la fundación del castillo y ciudad que con el nombre de Burgos había de adquirir más adelante tanta celebridad histórica. Nada descuidaba el gran Alfonso, y preparándose en la paz para la guerra como previsor y prudente monarca, hizo construir en Asturias una línea de castillos o palacios fortificados, ya en el litoral, como el de Gauzón, que aún conserva hoy su nombre, fabricado sobre altas peñas a la orilla del mar cercado Gijón, ya en el interior, como los de Gordón, Alba, Luna, Arbolio, Boides y Contrueces, que todos llegaron a tener importancia histórica (884).

Mas al tiempo que en tan útiles obras se ocupaba, se fraguaban contra él en su mismo reino conspiraciones inmerecidas e injustificables. La de Hano, magnate de Galicia, que intentaba asesinarle, fue oportunamente descubierta, condenado el autor a la horrible pena de ceguera, y confiscados sus bienes y adjudicados a la iglesia de Santiago. Al año siguiente (885) levantóse otro rebelde nombrado Hermenegildo : su muerte no impidió a su esposa Hiberia, mujer resuelta y varonil, continuar al frente de los sublevados, que recibieron el condigno castigo, y sus haciendas fueron igualmente a acrecer las rentas de la basílica compostelana. Y no tuvieron por fortuna otro éxito algunas conjuras que adelante se formaron, si se exceptúa la de sus propios hijos que a su tiempo habremos de referir. Necesitamos ahora volver al imperio árabe.

 

Abdallah ben Lopia había vencido a sus dos tíos Ismail y Fortún, retenía prisionero a uno de ellos, y había llegado a formarse un Estado en el Ebro superior. Mas como en su desvanecimiento hubiese negado la obediencia al emir, hallóse con dos poderosos monarcas por enemigos, el de Córdoba y el de Asturias, que no le dejaban reposar. Vióse, pues, forzado a solicitar con humillación las mismas amistades de que antes orgullosa y deslealmente se apartara. Pedíasela con importunidad a Alfonso de Asturias, se la negaba éste con justo tesón, y cuando el monje de Albelda acabó su crónica en 883 la terminó con estas palabras: «El susodicho Abdallah no cesa de enviar legados pidiendo a nuestro rey paz y gracia al mismo tiempo; pero todavía Dios sabe lo que será.» Infiérese no obstante que al fin la otorgaría el rey, puesto que no vuelve a hablarse de guerra entre los dos.

En este mismo año ofrecióse otra prueba de lo inextinguibles que eran los odios y las venganzas entre los musulmanes. Un hijo del rebelde Hafsún, llamado Caleb, sediento de vengar la muerte de su padre, descendió de las montañas de Jaca al frente de numerosos parciales, y por espacio de tres años hizo por toda la izquierda del Ebro una guerra viva a las tropas del emir, derrotándolas en más de una ocasión, y llegando a hacerse dueño de todo el país oriental comprendido entre Zaragoza y la Marca franco-hispana, donde le daban el título de rey. Así las cosas, ocurrió en Córdoba la muerte del emir Mohammed, que las crónicas musulmanas refieren de un modo esencialmente oriental. «Los más grandes acometimientos (dicen) como los más leves, el hundimiento de una montaña como el movimiento y vida de una hoja de sauce, todo procede de la divina voluntad, y está escrito en la tabla de los eternos hados cómo y cuando el soberano Señor lo quiere: así fue que el rey Mohammed, hallándose sin dolencia alguna y recreándose en los huertos de su alcázar con sus visires y familiares, le dijo Haxem ben Abdelaziz, walí de Jaén: «¡Cuan feliz condición la de los reyes! ¡para ellos solos es deliciosa la vida! ¡para los demás hombres carece el mundo de atractivos! ¡qué jardines tan amenos! ¡qué magníficos alcázares! ¡y en ellos cuántas delicias y recreos! Pero la muerte tira la cuerda limitada por la mano del hado, y todo lo trastorna, y el poderoso príncipe acaba como el rústico labriego.» Mohammed le respondió: «La senda de la vida de los reyes está en apariencia llena de aromáticas flores, pero en realidad son rosas con agudas espinas; la muerte de las criaturas es obra de Dios, y principio de bienes inefables para los buenos: sin ella yo no sería ahora rey de España.» Retiróse el rey a su estancia, y se reclinó á descansar, y le alcanzó el eterno sueño de la muerte, que roba las delicias del mundo y ataja y corta los cuidados y vanas esperanzas humanas. Esto fue al anochecer del domingo 29 de la luna de Safar, año 273 (886 de J. C), a los sesenta y cinco años de su edad, y treinta y cuatro y once meses de su reinado: tuvo en diferentes mujeres cien hijos, y le sobrevivieron treinta y tres: fue de buenas costumbres, amigo de los sabios, honraba a los alimes, hafitzes o tradicionistas, etc.»

Sucedióle su hijo segundo, el infatigable guerrero Almondir, reconocido tres años hacía sucesor del imperio. Mientras el nuevo emir acudió de Almería, donde se hallaba cuando murió su padre, a tomar posesión del trono, el rebelde Caleb ben Hafsún se apoderaba de Zaragoza y Huesca, y juntando hasta diez mil caballos y contando con la protección de los cristianos de Toledo, marchó sobre esta ciudad, entró en ella, hízose proclamar rey, y tomó y guarneció los castillos de la ribera del Tajo. Así el hijo del antiguo artesano de Ronda, y del capitán de bandidos de Extremadura, se veía dueño y señor, con título de rey de la mayor parte de la España oriental y central , desafiando el poder de la corte de Córdoba. A esta novedad congregó Almondir todas las banderas de Andalucía y de Mérida, y envió delante a su primer ministro Haxem con un cuerpo de caballería escogida. Propúsole el astuto Ben Hafsún entregarle la ciudad y retirarse al Oriente de España, con tal que le facilitase las acémilas y carros necesarios para trasportar sus enfermos, aprestos y provisiones, pues de otro modo no podría hacerlo sin causar extorsiones a los pueblos, añadiendo que había venido engañado por los cristianos de Toledo y por los malos musulmanes.

Parecióle bien a Haxem, y con deseo de evitar una guerra sangrienta y de éxito dudoso, lo avisó al emir inclinándole á aceptar la proposición. “Miraos mucho, le contestó Almondir, en fiaros de las ofertas del astuto zorro de Ben Hafsún”. Hablaba Almondir como hombre escarmentado, pues no podía olvidar la tragedia de los campos de Alcañiz, en que la flor de los muslimes valencianos había sido víctima de la falsía de Hafsún. No bastó esta prevención a desengañar a Haxem : la proposición fue aceptada, y las acémilas enviadas a Toledo con una parte de sus soldados. Dióse principio a cargar en ellas los enfermos y provisiones, y salió Ben Hafsún con algunas de sus tropas de Toledo. El ministro del emir dióse por posesionado de la ciudad, licenció sus banderas, dejó una corta guarnición en Toledo, y se volvió á Córdoba. Pero Ben Hafsún, digno hijo de su padre, y heredero de su doblez y de su perfidia como de su odio a los Ommiadas de Córdoba, cargó entonces de improviso sobre los conductores de las acémilas, los degolló a todos sin dejar uno solo con vida, y volviendo a Toledo, donde había dejado oculta una parte de sus tropas, de acuerdo con los parciales de aquella ciudad, ejecutó lo mismo con los soldados de Haxem, aseguró los fuertes del Tajo y quedó campeando en todo el país.

Cuando la nueva de esta catástrofe llegó a Córdoba, bramó de cólera Almondir, y haciendo prender a Haxem, y llevado que fue a su presencia, “Tú fuiste, le dijo, quien me aconsejó, tú el que ayudaste a la perfidia del rebelde, tú morirás hoy mismo, para que aprendan otros en a ser más cautos y avisados”.  Y sin tener en cuenta sus buenos y largos servicios, le mandó decapitar en el acto en el patio mismo del alcázar; y no satisfecho todavía, hizo encerrar en una torre y confiscar sus bienes a sus dos hijos Omar y Ahmed, walíes de Jaén y de Úbeda. Profundo sentimiento causó aquella muerte a todos los caballeros y jefes muslimes, porque era Haxem por sus altas prendas querido de todos.

Hecho esto, reunió de nuevo sus banderas y partió él mismo a Toledo con su guardia, llevando consigo a su hermano Abdallah, el más esforzado, dicen, y el más sabio de todos los hijos de Mohammed. A él encomendó el sitio de Toledo, y él se dedicó a la persecución de los rebeldes y sus auxiliares con un cuerpo volante de caballería escogida. Más de un año pasó sosteniendo diarias escaramuzas y reencuentros con partidas rebeldes, en que logró algunas parciales ventajas. Un día, recorriendo el país con algunas compañías de sus más bravos caballeros, descubrieron en las cercanías de Huete numerosas tropas enemigas. Almondir, dejándose llevar de su natural ardor, y sin reparar ni en el número ni en la ventajosa posición de los contrarios, los acometió con su acostumbrado arrojo, y aun los hizo al pronto cejar. Mas luego repuestos rodearon por todas partes a los caballeros andaluces, que envueltos en una nube de lanzas perecieron todos, incluso el mismo Almondir, que cayó acribillado de heridas. Así acabó el valeroso Almondir Abu Alhakem en el segundo año de su reinado. Fue su muerte en fin de la luna de Safar, año 275 (888), y reinó dos años menos unos días. Era Almondir valeroso guerrero, sereno en las batallas, en extremo frugal: en sus vestidos, armas y mantenimiento no se diferenciaba de otros caudillos inferiores, y su tienda sólo se distinguía por la bandera de las de otros walíes.

Abdallah su hermano partió inmediatamente para Córdoba. Encontró ya el mejuar reunido para deliberar sobre la elección de emir. Entró Abdallah en el consejo y a su presencia levantáronse todos, y unánimemente le proclamaron emir de España sin restricciones ni reservas : nuevo testimonio de la libertad electiva que conservaban los árabes, puesto que Almondir había dejado hijos, aunque jóvenes. Inauguró Abdallah su gobierno mandando restituir la libertad y la hacienda a Omar y Ahmed, y llevando más adelante su generosidad, repuso a Omar en el cargo de walí de Jaén, y nombró a Ahmed capitán de su guardia. Tan noble comportamiento le granjeó el afecto y los aplausos del pueblo, pero disgustó a los príncipes de su familia, y muy particularmente a su hijo Mohammed, walí de Sevilla, resentido de Omar y Ahmed por cosas de amoríos y galanteos juveniles.

Preparábase Abdallah a partir a Toledo para proseguir la guerra contra el pertinaz Ben Hafsún, cuando recibió aviso de haberse levantado ya en Sevilla su hijo Mohammed, en unión con sus dos tíos, hermanos del emir, Alkasim y Alasbag, apoyados por los alcaldes de Lucena, de Estepa, de Archidona, de Ronda y de todos los de la provincia de Granada. El nuevo emir, sin mostrarse por eso turbado, encargó a su hijo Abderramán que negociase por prudentes medios la sumisión de su hermano y de sus tíos, y él se encaminó a Toledo considerando siempre como el enemigo más temible al hijo de Hafsún.

Comienza aquí una madeja de guerras y sediciones en todos los ángulos del imperio hispano-musulmán, una complicación tal de escisiones y luchas entre las diferentes razas y tribus y entre los príncipes de una misma familia, que el Mediodía y centro de España semejan un horno en que hierven las rivalidades, los odios, los celos, los elementos todos que anuncian el fraccionamiento a que está llamado el imperio árabe antes de su destrucción.

No había llegado Abdallah a dar vista a Toledo, cuando le fueron noticiadas dos nuevas insurrecciones, en Lisboa la una, en Mérida la otra. Para sofocar la primera envió con una flota equipada en Andalucía al visir Abu Otmán. A reprimir la segunda marchó él en persona con cuarenta mil hombres. El rebelde cadí de Mérida Suleiman ben Anís se echó a los pies del emir, y puso su cabeza sobre la tierra, dice la crónica. Abdallah le otorgó perdón en gracia de su talento y juventud, y en consideración a los servicios de su padre. Seguidamente volvió a Toledo, donde se empeñó en una serie de parciales combates con el sagaz Ben Hafsún. Entretanto las gestiones amistosas de Abderramán con su hermano y tíos, habían sido de todo panto infructuosas. Mohammed ni siquiera se dignaba contestar a las atentas cartas de su hermano. Antes bien había atizado el fuego por los distritos de Granada y Jaén, y los walíes puestos por el emir, reducidos a sus fortalezas, se veían aislados en medio de la general conflagración. Ben Hafsún no se descuidaba en añadir leña al fuego, y enviaba al valiente Obeidalah ben Omiad a impulsar y organizar las masas rebeldes que infestaban aquella tierra. Hasta las tribus semi-nómadas de los oscuros valles de la Alpujarra abandonaban sus rústicas guaridas para engrosar las filas de unos u otros combatientes. No quedó quien labrara los campos, ni se pensaba sino en pelear. No había rincón de Andalucía en que no ardiera la guerra civil.

Necesitábase todo el corazón de Abdallah, necesitábase un ánimo tan levantado y firme como el suyo para no abatirse ante tal estado de cosas. Hasta en la capital misma fermentaba el espíritu de sedición, temíase un golpe de mano de Mohammed. y por consejo de Abderramán tuvo que acudir su padre con preferencia á preservar la capital, sin que otra noticia satisfactoria en medio de tantos disgustos recibiera que la de haber vencido Abu Otmán al rebelde walí de Lisboa y a sus secuaces, de cuyo triunfo recibió el parte oficial que acostumbraban a enviar los árabes, a saber, las cabezas cortadas de los sublevados. En cambio, el agente de Ben Hafsún, Obeidalah, se había unido con Suar, que mandaba siete mil rebeldes, y con Aben Suquela, que tenía a sueldo seis mil hombres, árabes y cristianos. El caudillo imperial Abdel Gafir había sido derrotado, cautivados él y sus mejores oficiales, y encerrados en las fortalezas de Granada. Con esto se extendieron los rebeldes por todo el país, ocupando Jaén, Huesca, Baza, Guadix, Archidona, y toda la tierra de Elvira hasta Calatrava, apoyados en una imponente línea de fortificaciones (8S9).

Desesperado salió ya Abdallah de Córdoba con la caballería de su guardia, jurando, dice el historiador de los Ommiadas, no volver hasta exterminar aquellas taifas de bandidos. Con esta resolución se entró por tierra de Jaén y avanzó hasta la vega de Granada (890). Saliéronle al encuentro Suar y Aben Suquela apoyados en Sierra Elvira : brava y recia fue la pelea; doce mil rebeldes perecieron, entre ellos el caudillo Aben Suquela: Suar cayó herido del caballo, cogiéronle unos soldados del emir y presentáronle a Abdallah, que en el momento le hizo decapitar. Nose desanimaron los rebeldes con tan rudo golpe; pero tuvieron el mal tacto de elegir por caudillo a Zaide, hermano del poeta guerrero Solimán, guerrero y poeta él también, que más arrojado que prudente cometió la temeridad de salir de Granada, cruzar la vega y provocar a las tropas del emir en los campos de Loja, precisamente donde podía maniobrar la caballería real: de modo que fueron pronto lastimosamente alanceados sus peones y regados con su sangre aquellos hermosos campos.

 

El poeta Soleiman, que seguía a los rebeldes y había celebrado los anteriores triunfos de Suar, dedicó a su muerte estos sentidos versos:

 

De Suar se quebró la espada — en esa de Sierra Elvira,

La espada que a las hermosas — de tristes lutos vestía,

La que de mortales ansias — daba copas repetidas,

Y de una misma brindaba — a gente noble y baldía...

 

El mismo Zaide después de haber hundido su lanza en muchos pechos enemigos, tuvo al fin que rendirse. Abdallah, faltando a su natural generosidad, ordenó con la crueldad de la desesperación que un verdugo le abrasase los ojos con un hierro candente, y después de tres días de agudísimos dolores y tormentos mandó que le cortaran la cabeza. Por resultado de esta campaña las tropas del emir ocuparon Jaén, y recobraron a Granada, Elvira y muchos de los torreones alzados en las llanuras del Darro y del Genil.

Los restos de las destrozadas huestes se retiraron ala Alpujarra, donde aclamaron por jefe a un ilustre persa, señor de Medina Alhama de Almería, llamado Mohammed ben Abdeha ben Abdelathif, conocido en las historias granadinas por Azomor; el cual, más cauto que sus antecesores, se limitó a guarnecer castillos, y a hacer desde las inaccesibles sierras de Granada, Antequera y Ronda la guerra de montaña tan propia para cansar y fatigar al enemigo. Así fue que Abdallah hubo de retirarse a Córdoba para no gastar en una guerra sin brillo las fuerzas que necesitaba para empresas más urgentes.

Si próspera y feliz había sido la campaña de Elvira y de Jaén, no lo fue menos la de su hijo Abderramán en Sevilla. En pocos días quitó a su hermano esta ciudad y la de Carmena, y continuando su persecución, y habiéndose empeñado a poca distancia de la primera una batalla en que pelearon de una y otra parte todos los más nobles y principales caballeros de Andalucía, cayeron en poder de Abderramán prisioneros y heridos su hermano Mohammed y su tío Alkasim. A ambos los hizo curar con esmero : a ambos los encerró en una torre de Sevilla, donde Alkasim vivió como olvidado, y donde Mohammed murió en 895, no sin sospechas de que su muerte hubiese sido más violenta que natural. Lo cierto es que la voz popular designó a este infortunado príncipe con el dictado de El Mactul, que quiere decir el asesinado; y un niño que dejó de cuatro años llamado Abderramán fue conocido siempre con el nombre de «el hijo del Mactul,» o el hijo del asesinado. Este tierno huérfano había de ser después el más ilustre de la esclarecida estirpe de los Ommiadas.

Con esta facilidad se iba desembarazando Abdallah de aquel enjambre de rebeliones, no restándole al parecer más enemigos musulmanes que Ben Hafsúny Azomor. Pero mil enconados odios quedaron por consecuencia de tan complicadas guerras y encontrados intereses. Retábanse entre sí los walíes y caudillos rivales, y se asesinaban en las calles mismas: así por personales resentimientos veía el emir perecer no pocos de sus bravos y útiles servidores.

 Otra calamidad vino por aquel tiempo a aumentar la turbación en que se hallaba el imperio musulmán. Padecióse en el año 285 de la hégira (897 de J. C.) tal esterilidad y carestía, y siguióse un hambre tan terrible, que al decir de las historias musulmanas, «los pobres se comían unos a otros; y la mortandad de la peste fue tal que se enterraban muchos en una misma sepultura, sin lavar los cadáveres y sin las oraciones prescritas por la religión, y no había ya quien abriera sepulcros»

Por fortuna de Abdallah, mientras devoraba sus dominios la llama de tantas guerras civiles, el rey Alfonso de Asturias observaba religiosamente la tregua y armisticio concertado en 883 con su padre Mohammed, y le dejó desembarazado para desenvolverse de tan complicadas sediciones y de tantos enemigos domésticos. Lejos de turbarse después esta buena inteligencia entre el príncipe musulmán y el cristiano, un suceso vino luego a estrecharla más, y dio ocasión al Ommiada para mostrar que sabía corresponder a la religiosidad con que Alfonso había cumplido lo pactado, en unas circunstancias en que hubiera podido convertir las discordias intestinas del imperio sarraceno en provecho propio, y quizá derribar el combatido trono de los Beni-Omeyas.

Había en el partido de Caleb ben Hafsún un general ilustre, de la misma familia, dicen, de los Ommiadas, llamado Ahmed ben Moawiah, por sobrenombre Abul-Kassim, que sin duda por algún resentimiento contra los suyos se había pasado al bando rebelde. Este Abul-Kassim, a quien Ben Hafsún tenía confiado el mando de las fronteras cristianas, fanático y orgulloso hasta el punto de apellidarse profeta, quiso señalarse por alguna empresa ruidosa, y reclutando cuanta gente pudo en toda la España oriental y en tierras de Algarbe y Toledo, con muchos berberíes de África que trajo a sueldo, llegó a reunir un ejército de sesenta mil hombres, el mayor que había acaudillado nunca ningún jefe rebelde. Este hombre presuntuoso tuvo la arrogancia de escribir al rey de Asturias intimándole que se hiciese musulmán o vasallo suyo, o se preparase a sufrir una muerte ignominiosa. Con estos pensamientos se entró el arrogante musulmán por tierras de Zamora, talando y pillando indistintamente poblaciones musulmanas y cristianas.

Los cristianos que, en paz entonces con el emir de Córdoba, tenían mal guardadas las fronteras, se refugiaron en Zamora, desde donde pidieron auxilio a sus correligionarios. No tardó Alfonso en aparecer en los campos de Zamora con un ejército no menos considerable que el de su atrevido competidor. Tan pronto como se encontraron se empeñó un combate general que se sostuvo con igual encarnizamiento por espacio de cuatro días. Arrollaron al fin los cristianos á los infieles, y el orgulloso Ahmed encontró la muerte en lugar de la gloria que ambicionaba: huyeron con esto desordenadamente los suyos, haciendo de ellos los cristianos gran carnicería, en la que cayó también envuelto Abderramán ben Moawiah, walí de Tortosa y hermano de Ahmed. «Cortaron los cristianos, dice la crónica musulmana, muchas cabezas, y las clavaron en las almenas y puertas de Zamora:» costumbre que sin duda tomaron de ellos. Llamóse aquella batalla el día de Zamora (901 de J. C.).

Motivo fue este triunfo de Alfonso para que se renovara y se estrechara más la alianza entre el emir de Córdoba y el rey de Oviedo; que a ambos soberanos aprovechaba y convenía mantenerse amigos para mejor resistir al inquieto, activo y formidable Ben Hafsún, a quien miraban uno y otro como el más temible y peligroso vecino. Alentado Alfonso con la reciente victoria y con el nuevo pacto, marchó al año siguiente sobre Toledo, como quien se consideraba bastante fuerte para atacar al hijo de Hafsún en el corazón mismo de sus dominios; mas habiéndole ofrecido los toledanos gran suma de dinero porque se alejara, y conociendo por otra parte las dificultades que le oponía la fuerte posición de la ciudad, volvióse a Asturias, tomando de paso algunos castillos, y contento con el fruto de su expedición y con la gloria de haber sido el primer monarca cristiano que se había atrevido a acercar sus banderas a los muros de la antigua corte de los godos (902).

Por el contrario, la conducta de Abdallah con el rey cristiano excitó de tal modo la murmuración y el descontento de los austeros y fanáticos sectarios de Mahoma, que en algunas ciudades de Andalucía llegaron los imanes y katibes de las mezquitas a omitir su nombre en la chotba u oración pública, como si fuese un musulmán excomulgado, y en Sevilla se prepararon para aclamar el nombre del califa de Oriente. Su mismo hermano Alkasim, acaso libertado de la prisión por los disidentes, predicaba abiertamente que no debía pagarse el azaque o diezmo a un mal creyente que lo empleaba en combatir a los mismos musulmanes. Procedió Abdallah en esta ocasión con enérgica entereza; hizo prender a Alkasim, que al poco tiempo murió envenenado en la prisión, y desterró de Sevilla a algunos alimes turbulentos, con lo que logró restablecer por entonces la tranquilidad (903).

No estaba en tanto Caleb ben Hafsún ni dormido ni ocioso. Desde Bailén, donde se hallaba de incógnito, espiaba las discordias y bandos que agitaban la corte misma del emir; contaba en ella con parciales poderosos, y tan audaz como mañero y astuto, halló medios de introducirse en Córdoba disfrazado. No pecaba Ben Hafsún de humilde en sus pensamientos, y acaso lisonjeaba al hijo del antiguo bandido la idea de ser cabeza de una nueva dinastía que reemplazara en el trono imperial a los Beni-Omeyas. Una casualidad dio al traste con todos sus altivos proyectos. Entre las numerosas sátiras y escritos picantes que se habían publicado contra el emir había llamado la atención una en que se le daba el apodo de El Himar, el ignorante, el asno. Súpose que era de aquel cadí revolucionario de Mérida, Suleiman ben Albaga, que por haberse postrado a los pies de Abdallah había obtenido su perdón. Llevado ahora a su presencia, «¡Por Dios, amigo Suleiman, le dijo el emir, que mis beneficios han caído en bien ingrato terreno! A fe que no merecía de esos vituperios, o sean alabanzas, que para mí lo mismo valían siendo tuyas; y pues tan poco te aprovechó en otro tiempo mi benignidad y mansedumbre, ahora debería darte a gustar el rigor de mi justo enojo; pero no, quiero que vivas, y cuando te lo mande me has de repetir tus versos; y para que veas que los estimo en mucho, has de pagar por cada uno mil doblas, y si más hubieras cargado al asno, mayor y de más precio sería la paga.» Abochornado Suleiman, y «puesta la cara, dice la historia, a los pies del emir,» le pidió perdón, se lo otorgó Abdallah, y agradecido el delincuente poeta le descubrió la conspiración, y le reveló la estancia de Ben Hafsún en Córdoba; mas éste, sabedor del arresto de Suleiman, huyó otra vez disfrazado de mendigo y pidiendo de puerta en puerta, según después se supo, pudo llegar a su ciudad de Toledo (905).

Perseguido allí y acosado por el visir Abu Otmán, vióse reducido a no poder salir en tres años de la ciudad. Quiso después encargarse de la guerra de Toledo el hijo del emir, el valiente Abderramán, llamado ya Almudhafhar, que acababa de pacificar las provincias del Mediodía. Abu Otmán fué nombrado capitán de los eslavos, que formaban la guardia asalariada del emir, y con tal rigor y energía emprendió Almudhaffar la guerra contra Ben Hafsún, que no era osado el orgulloso rebelde á desamparar los muros de Toledo (909). La paz se había ido restableciendo, gracias a la vigorosa actividad del emir y su hijo, en el resto de la España musulmana, antes tan agitada y revuelta.

 

Proseguía la amistad y buena inteligencia entre el emir de Córdoba y el rey cristiano de Asturias. Dedicado se hallaba el grande Alfonso al fomento de la religión y al gobierno interior de su Estado, y cuando parecía que debería reposar tranquilo entre los suyos sobre los laureles de sus anteriores victorias, un acto de horrible deslealtad de parte de su propia familia vino a amargarle los últimos días de su existencia y de su glorioso reinado. Tenía Alfonso de su esposa Jimena cinco hijos adultos, a saber, García, Ordoño, Fruela, Gonzalo y Ramiro; casado el mayor. García, con la hija de un conde de Castilla llamado Nuño Fernández, residentes los dos entonces en Zamora. Ambicioso García y alentado e instigado por su suegro Nuño, tramó una conspiración encaminada a arrancar la corona de las sienes de su propio padre. Oportunamente pareció haberla conjurado Alfonso, haciendo prender a su hijo en Zamora y trasladarle cargado de cadenas al castillo de Gauzón en Asturias. Así hubiera sido, a no haber entrado en esta conspiración indefinible todos sus hijos, y lo que es más incomprensible aún, su misma esposa, sin que la historia nos haya revelado las causas de ese extraño concierto de toda una familia contra un padre, contra un esposo, contra un monarca, de quien no sabemos qué pudo haber hecho para concitar contra sí ingratitud tan universal (908).

Es lo cierto que todos sus hijos, su esposa, su yerno, todos se alzaron en armas contra él, y libertando de su prisión a García, y apoderándose de los castillos de Alba, de Luna, de Gordón, de Arbolio y de Contrueces, de toda aquella línea de fortificaciones que Alfonso había levantado para proteger las Asturias contra los ataques de los sarracenos, vióse el reino cristiano arder por espacio de dos años en una funesta y lamentable guerra civil. Alfonso, siempre grande en medio de sus amarguras, conociendo las calamidades que de prolongar aquella lucha doméstica lloverían sobre todos sus súbditos, y deseando evitar el derramamiento de una sangre que no podía dejar de serle querida, convocó a toda su familia y a los grandes del reino en el palacio fortificado de Boides, y n presencia de todos y con su asentimiento renunció a una corona que con tanta gloria y por tan largos años había llevado (909), y abdicó solemnemente en favor de sus hijos.

Repartiéronse. amistosamente al parecer, los tres hermanos mayores los dominios de su padre. Tomó García para sí las tierras de León, que desde entonces comenzó a ser la capital del reino de este nombre. Tocáronle a Ordoño la Galicia y la parte de Lusitania que poseían los cristianos. Obtuvo Fruela el señorío de Asturias. Gonzalo, que era eclesiástico, se quedó de arcediano de Oviedo; y Ramiro, a quien acaso por su corta edad no se adjudicaron estados, llegó a usar más adelante, como dictado de honor, el título de rey. Reservó para sí Alfonso únicamente la ciudad de Zamora, a la cual miraba con predilección por haberla él reedificado y por haber sido teatro de uno de sus más gloriosos triunfos. Pero antes de fijarse en ella quiso visitar el sepulcro del apóstol Santiago, cuya iglesia había reconstruido y dotado; y como de regreso de este piadoso viaje hallase en Astorga a su hijo García, pidióle el destronado monarca, siempre magnánimo, le permitiese pelear, una vez siquiera antes de morir, con los enemigos de Cristo. Otorgóselo García, y emprendió Alfonso su última campaña contra los moros de Ben Hafsún el de Toledo, que desde los fuertes del Tajo no cesaban de inquietar las fronteras cristianas. Con el ardor de un joven se entró todavía Alfonso por las tierras de los musulmanes; y después de haber talado sus campos, incendiado poblaciones y hecho no pocos cautivos, volvió triunfante a Zamora, donde enfermó al poco tiempo, y falleció el 19 de diciembre de 910, a los 44 años de su advenimiento al trono.

 

Había ido entretanto creciendo en Córdoba el joven Abderramán, el hijo de Mohammed el Asesinado, nieto de Abdallah y sobrino de Almudhaffar, siendo por su gentileza, amabilidad y talento la delicia del pueblo, el querido de los walíes y visires, el protegido de Abu Otmán y el predilecto de su abuelo, si bien no se atrevía Abdallah a manifestar ostensiblemente todo el cariño que le tenía per no dar celos a su propio hijo Almudhaffar. Con razón se había captado tan universal cariño el tierno príncipe, que a la edad de ocho años sabía de memoria el Corán y recitaba todas las sunnas o historias tradicionales, que aún no tenía doce cumplidos ya manejaba un corcel con gracia y soltura, tiraba el arco, blandía la lanza, y hablaba de estratagemas de guerra como un capitán consumado. Tan raras prendas y tan precoz talento anunciaban que había de ser el más ilustre entre los ilustres Ommiadas. Los trabajos, las inquietudes y disgustos, más aún que la edad, tenían a su abuelo Abdallah desmejorado y enmagrecido. La muerte de su madre le afectó hondamente, y le sumió en una profunda melancolía; íbale consumiendo una fiebre lenta, y sintiendo cercano el fin de sus días, congregó a los walíes y visires y les declaró su voluntad de que le sucediera en el imperio Abderramán ben Mohammed su nieto. Le reconocieron todos con gusto, incluso su tío Almudhaffar, que lejos de darse por resentido de su postergación, se constituyó en protector generoso y servidor leal de su sobrino. Cumplióse el plazo de los días de Abdallah, y falleció a principio de la luna de Rabie, primera del año 300 de la hégira (noviembre de 912), dejando once hijos y catorce hijas. Príncipe de gran corazón fue Abdallah, bondadoso en lo general y benigno: si bien la exasperación de tantas rebeliones le hizo cometer algunos actos de crueldad, que sin duda le causaron remordimientos. Tuvo habilidad para vencer enemigos, pero le faltó maña para hacerse amigos, y sus alianzas con el rey cristiano y sus preferencias a los sirios sobre los árabes fueron causa de malquistarle con éstos y de enajenarse a los fervientes y fanáticos muslimes.

 

¿Y qué había sido de los cristianos de la Vasconia y de la Marca franco-hispana, de esos dos Estados que se estaban formando a uno y otro extremo de la cadena del Pirineo?

Después de la desgraciada batalla de Aybar, en que pereció el conde de Pamplona, o si se quiere rey de Navarra, García Garcés (García Garseanus), con cuya hija había casado Alfonso III de Asturias, aparece gobernando a los navarros el hijo de García y descendiente de los condes de Bigorra Sancho Garcés, temible enemigo con quien tuvo que contar el rebelde y poderoso moro Ben Hafsún en la parte del Ebro superior a que se extendían sus dominios. Mientras este formidable rival de los Ommiadas había sostenido su sediciosa bandera en el Mediodía y Centro de España, peleando alternativamente con el emir de Córdoba y con el monarca de Asturias, Sancho Garcés de Navarra había hecho una guerra viva a los musulmanes del Nordeste, ganándoles muchas poblaciones, tomando muchas fortalezas, y extendiendo sus conquistas desde Nájera hasta Tudela y Ainsa, y hasta las tierras que comenzaba a darse el nombre de Aragón. Dueño de estos territorios, sobre los cuales ejercía un mando independiente, tomó en 905 el dictado de rey de Navarra, si no por primera vez, por lo menos más abiertamente que ninguno de sus predecesores. Es lo cierto que desde esta época y con este rey comenzó el reino de Navarra a adquirir su extensión, importancia y celebridad, y verémosle desde ahora ir creciendo y robusteciéndose hasta ser uno de los que contribuyeron más a la gran obra de la restauración española.

Cuéntase de este Sancho, que hallándose del otro lado del Pirineo en ocasión que los moros de Zaragoza hicieron una tentativa sobre Pamplona y estando los montes cubiertos de nieve, proveyó a sus soldados de abarcas de cuero para que pudiesen trepar mejor por aquellas nevadas sierras (de que le quedó el nombre de Sancho Abarca, a semejanza del que de su calzado tomó el emperador Calígula), y cayendo precipitadamente sobre los enemigos, los sorprendió causándoles una horrible matanza, de que se salvaron pocos; y que seguidamente y sin descanso atacó y tomó el castillo de Monjardín (de donde algunos historiadores le nombran también Sancho el de Monjardín), llevando luego sus armas (908) por tierras musulmanas hasta la confluencia de los ríos Ebro y Aragón, y casi sin soltar la espada de la mano pasó otra vez el Ebro, y avanzó hasta Nájera, Vecaria y Calahorra, donde le dejaremos, porque sus posteriores hechos se enlazan ya más con los de los reinos de León y de Córdoba en época á que no alcanza todavía la narración que nos hemos propuesto comprender en este capítulo.

 

También en la Marca Hispana habían ocurrido novedades importantes. Había Carlos el Calvo dividido el condado de Barcelona separando la Septimania de la Gothalania o Cataluña, cada una bajo el gobierno de un conde. Obtuvo después de Udalrico el condado de Barcelona Wifredo llamado el de Arria, que le gobernó con una especie de independencia moral, y le sucedió al poco tiempo un godo-franco de la Septimania nombrado Salomón. Asesináronle los catalanes en 871, que deseando ya tener condes propios e independientes nombraron a uno que había nacido en su país, llamado Wifredo el Velloso, a quien muchos suponen hijo del otro Wifredo, emparentado con la estirpe real carolingia de Francia (874).

Fuese que Carlos el Calvo remitiera a Wifredo en compensación de algún servicio el feudo en que hasta entonces habían estado los condes de Barcelona, o que él conquistara su independencia con la punta de la espada y con la ayuda de los catalanes, es fuera de duda que con Wifredo el Velloso dio principio aquella serie de condes soberanos e independientes de Barcelona, que había de elevar a tan alto punto de grandeza aquel nuevo Estado cristiano de la España oriental, uno de los más importantes de la gran confederación monárquica española. Supone la tradición haberle concedido el emperador Carlos por armas las cuatro barras coloradas en campo de oro, marcadas en su escudo con los cuatro dedos de la mano ensangrentada de la herida que recibió peleando en favor del emperador contra los normandos. Sea lo que quiera de estas contestadas tradiciones, es lo cierto que Wifredo, primer conde independiente de Barcelona, con la sola ayuda de los catalanes, arrojó a los sarracenos de todo el antiguo condado de Ausona (Vich), de las faldas del Monserrat y de una gran parte del campo de Tarragona; y que tan piadoso como guerrero, fundó en el valle alto del Ter los dos célebres monasterios de San Juan de las Abadesas y de Santa María de Ripoll.

A los catorce años de gobierno independiente murió Wifredo el Velloso, dejando el triple condado de Barcelona, Ausona y Gerona, a título ya de herencia, a su hijo Wifredo II, o Borrell I, que con ambos nombres le designan los documentos (898): Wifredi, qui vocabulum fuit Borrello. Continuó Borrell la obra de su padre hasta 912, en que pereció en la flor de su edad, no dejando sino una hija llamada Rikildis, y pasando por lo tanto la herencia del condado, según la costumbre de los francos por que se regían los condes de Barcelona, y que no admitía la sucesión de las hembras, a su hermano Sumario o Sunyer.

He aquí lo que hasta la época que nos propusimos recorrer en el presente capítulo había acontecido en todos los ángulos de España.

 

Comienza a servimos de guía, en lo relativo a la cronología y genealogía de estos condes, la obra que, con el título de: Los Condes de Barcelona vindicados, ha publicado el investigador laborioso y erudito don Próspero de Bofarull, archivero general de la antigua corona de Aragón, con cuya amistad nos honramos, y a cuya inteligencia y amabilidad debimos durante nuestra estancia en aquel archivo la satisfacción de revisar multitud de preciosos documentos históricos, que sin su atinada dirección difícilmente hubiéramos podido examinar. La posición del señor Bofarull, por tan largos años al frente de aquel riquísimo depósito de antigüedades, unida a su laboriosidad e inteligencia, le ha permitido hacer un bien inmenso a la historia de Cataluña y de consiguiente de España, aclarando, rectificando y fijando la cronología de aquellos condes soberanos, incierta, oscura o equivocada hasta ahora, no sólo en nuestras historias generales, sino también en las que pasaban por las principales fuentes históricas de aquel principado, tales como la historia de Languedoc, la Marca Hispana del arzobispo Pedro de Marca, la colección de documentos de Ballucio, los manuscritos de Ripoll, las crónicas de Pujades, Diago, Feliu, etc. La gran copia de datos auténticos y originales con que el señor Bofarull ha enriquecido su obra, le dan una autoridad indisputable, si bien no puede menos de adolecer de falta de amenidad, achaque natural y consiguiente a toda obra documental.

 

CAPÍTULO XIII

FISONOMÍA SOCIAL DE AMBOS PUEBLOS EN ESTE PERIODO