ESTADO
SOCIAL DEL REINO GODO-HISPANO EN SU ÚLTIMO PERIODO I Expusimos en el capítulo cuarto de este libro la marcha de la nación
godo-hispana y su organización religiosa, política, civil y militar
hasta el reinado de Recaredo; y anunciamos allí que desde aquella
época tomaría otro rumbo, otra fisonomía la constitución del imperio
gótico. Así se realizó. Desde que Recaredo, convertido al catolicismo, sometió al tercer
concilio de Toledo la deliberación de asuntos pertenecientes al gobierno
temporal, comenzó a variar la índole de la monarquía, comenzó también
a variar el carácter de aquellas asambleas religiosas. El trono buscó
su apoyo en el altar, y la Iglesia se fortalecía con el apoyo del
trono. Eran dos poderes que se necesitaban mutuamente, y mutuamente
se auxiliaban. Los reyes fueron al propio tiempo los protegidos y
los protectores de la Iglesia; la Iglesia era simultáneamente la protegida
y la protectora de los reyes. En esta reciprocidad de intereses y
de relaciones, era muy fácil, como así aconteció, que se confundieran
las atribuciones del sacerdocio y del imperio, traspasando cada cual
sus límites, y arrogándose, o si se quiere, prestándose sus facultades
propias. En esta especie de traspaso mutuo, el poder real ganaba por
un lado y perdía por otro; el poder episcopal ganaba siempre en influjo
y adquiría una preponderancia progresiva. Los romanos se vieron en
la necesidad de acogerse al amparo de los concilios por varias poderosas
razones. Lo primero, porque en estas asambleas se hallaban concentrados
el talento y el saber, y necesitaban de las luces de los obispos para
guiarse y dirigirse con acierto: lo segundo, porque en aquella época
de espíritu religioso, y más desde que se estableció la unidad de
la fe, el influjo del sacerdocio era grande en el pueblo, y convenía
a los monarcas contar con el apoyo y la alianza de una clase tan prepotente:
lo tercero, porque expuesto asiduamente el trono a los embites
de una nobleza ambiciosa y turbulenta, avezados los magnates a conspirar,
por creerse cada cual con tanto derecho a ceñirse la corona como el
monarca reinante, sólo el robusto brazo episcopal podía dar consistencia
al solio una vez ocupado, y seguridad al que le ocupaba, para lo cual
se trató de revestir su persona de un carácter sagrado ungiéndole
con el óleo santo al tiempo de ceñirle la diadema. De buena gana daban
los obispos ayudan a los reyes a cambio de verlos solicitarla humillados
y de tenerlos propicios : sin inconveniente
la solicitaban los príncipes a cambio de contemplarse seguros. Sancionando
los concilios la inviolabilidad de los monarcas una vez constituidos,
sin ser demasiado escrupulosos en cuanto a la legitimidad de su elevación;
fulminando severas censuras eclesiásticas contra los atentadores a la persona y a la autoridad del rey, y excomulgando
a los conspiradores; regularizando las bases de la elección, estableciendo
formas y trámites, y prescribiendo las cualidades y condiciones que
había de tener el elegido; señalando el tiempo y lugar en que la elección
había de verificarse; decretando que el nombramiento se hubiera de
hacer por los obispos y próceres, y exigiendo al rey en pleno concilio
el juramento de guardar las leyes y la unidad de la fe católica, frenaban
muchas ambiciones y prevenían muchos regicidios; evitaban los trastornos
de las elecciones tumultuarias; templaban con la mansedumbre religiosa
la índole feroz y los rudos instintos que aun conservaran los godos;
preparaban más y más la fusión sentándose juntos a discurrir tranquilamente
vencedores y vencidos; fortalecían el poder real y consolidaban la
monarquía, y al propio tiempo ganaban ellos ascendiente sobre el rey,
sobre la nobleza y sobre el pueblo. Los nobles que aspiraban a subir algún día al trono,
necesitaban halagar a los obispos, que formaban un partido compacto,
poderoso e ilustrado, y en cuyas manos venía a estar la elección.
Así entraba en el interés mutuo de los prelados y de los próceres
el que la corona no se hiciese hereditaria, como hubieran deseado
los reyes y el pueblo, y pasaban por todos los inconvenientes del
sistema electivo. Sólo alguna vez permitían la asociación al imperio
y la trasmisión de la corona del padre al hijo, mas nunca sin su consentimiento y sin estar seguros o de la
devoción o de la docilidad del asociado o heredero. Los monarcas,
por su parte, una vez constituidos, necesitando de los concilios para
sostenerse, se prestaban a deponer el juramento en sus manos, permitíanles
deliberar y legislar en negocios temporales y políticos, o los sometían
ellos mismos a su decisión, confirmaban y sancionaban sus determinaciones,
fuesen sobre materias eclesiásticas o civiles, y autorizadas con la
sanción real las definiciones sinodales, recibíalas
el pueblo con la veneración y respeto debido a ambas potestades. En esta mezcla de poderes, el rey, convocando y confirmando los
concilios, como protector de la Iglesia, extendía la jurisdicción
real a las cosas eclesiásticas, promulgando y haciendo ejecutar las
providencias y reglamentos de disciplina; examinaba y fallaba en última
apelación las causas entabladas ante los obispos y metropolitanos,
y por último fue reasumiendo en sí la facultad de nombrar obispos
y de trasladarlos de unas a otras sillas. El derecho de nombramiento
que desde los primitivos tiempos de la Iglesia habían ejercido el
pueblo y el clero, fue pasando gradualmente al rey, primeramente por
cesión de algunas iglesias, por convenio de todas después, ya enviándole
en cada vacante la propuesta de las personas que contemplaban dignas
de ocupar la silla episcopal, para que el rey eligiese entre ellas,
ya por último encomendándole, por evitar las dilaciones de este modo,
el nombramiento in solidum, que por
fin se dio también, como hemos visto en la historia, en ausencia del
monarca al metropolitano de Toledo. Semejante organización, tales relaciones entre el sacerdocio y
el imperio, entre el trono y la Iglesia, entre los reyes y los obispos,
si bien producían los saludables efectos que hemos enumerado, tenían
por otra parte que influir funestamente en la vida futura de la monarquía,
de aquel mismo trono y de aquella misma Iglesia. Cierto que la influencia
episcopal y la ilustración del alto clero templaban y suavizaban la
antigua rudeza gótica; pero llevando al exceso aquel influjo, extinguíase
al propio tiempo el vigor militar y la energía varonil del pueblo
godo, que en un día de prueba como el que sobrevino había de echarse
de menos y ocasionar la ruina del Estado. Cierto que con las leyes
sobre elección se prevenían conjuraciones y crímenes, pero se mantenía
el sistema electivo, fuente y raíz de ambiciones, y causa y principio
de casi todos los males. Cierto que se fortalecía el poder del monarca
reinante con las penas establecidas contra los atentadores
a su vida o su trono; pero reconociendo y confirmando a los usurpadores,
se confirmaba y reconocía la usurpación una vez consumada. Cierto
que las leyes disciplinarias de la Iglesia llevaban la robustez de
la sanción real y el apoyo de las potestades civiles; pero compraba
la corona su intervención en el derecho canónico a costa de otorgar
inmunidades eclesiásticas que habían de acabar por relajar aquella
misma disciplina. Cierto que a las mayores luces del clero se debieron
muy sabias leyes y una mejor organización del Estado; pero llevando
demasiado adelante su influjo y predominio, legislando en materias
políticas, aprovechando su inmenso poder y la debilidad de algunos
reyes, manteniendo vivo el sistema electoral para que solicitaran
sus sufragios los aspirantes al trono, el juramento ante el concilio
para tener sumisos a los monarcas, llegó muchas veces a humillar la
majestad, sobrepúsose en ocasiones el cayado
episcopal al cetro regio, pudo dudarse si eran los reyes o los obispos
los soberanos del Estado; y si un Chindasvinto
y un Wamba hacían esfuerzos por libertar la corona de la tutela de
la Iglesia y por restablecer la antigua energía y virilidad gótica,
un Sisenando, un Ervigio, un Egica,
eran dóciles instrumentos de los concilios y obsecuentes guardadores
de sus decretos. Esta mixtura de poderes, esta prepotencia eclesiástica,
con su mezcla de bien y de mal, fue al principio muy provechosa al
Estado, lo fue a la religión, a la Iglesia, al trono mismo: llevada
al extremo, perjudicó al trono, a la nación, a la misma Iglesia. «¿Se ha definido bien, preguntábamos en nuestro discurso preliminar,
la naturaleza y carácter de aquellas asambleas que tan singular fisonomía
dieron al gobierno de la nación gótica?» La cuestión es importante,
y su examen se ha hecho más necesario desde que un erudito publicista
español calificó los concilios de los godos de verdaderos Estados
generales o Cortes de la nación. El ilustrado autor de la Teoría
de las Cortes, llevado de un celo laudable, y queriendo buscar
en la más remota antigüedad posible, en la cuna de la monarquía española,
el ejemplo y práctica del gobierno representativo en España, no dudó
ver en los concilios nacionales de Toledo otros tantos congresos políticos
con todas las condiciones de tales. «¿Quién no ve aquí, dice, toda
la nación unida y legítimamente representada por las personas más
insignes y por sus miembros principales, desplegando su energía y
autoridad en orden a los asuntos del mayor interés y en que iba la
prosperidad temporal de la república?» «Prueba evidente (dice en otra
parte) de que estas juntas no eran eclesiásticas, sino puramente políticas
y civiles, y unos verdaderos Estados generales de la nación.» La opinión de este docto español, que no dejó de hallar eco en
algunos historiadores extranjeros cuyas obras tenemos a la vista,
fue ya impugnada con razones de buena crítica por otro no menos erudito
jurisconsulto español, haciendo ver las inexactitudes en que su extremado
celo hizo incurrir al ilustrado Marina, así en la calificación de
aquellos concilios, como en la perfección que supone en la constitución
y organización política del imperio visigodo. Menester es que fijemos
bien la índole y carácter de aquellas célebres asambleas. El primero de los diez y nueve concilios generales de la Iglesia
goda en que se determinaron puntos de gobierno civil fue el tercero
de Toledo. Allí no había sino obispos : el
único representante del poder temporal era el rey, que no hizo sino
convocar el sínodo y suscribir con la reina las decisiones canónicas
: algunos grandes firmaron la profesión de fe : nadie deliberó sino
la Iglesia. El orden de celebrar los concilios prescrito en el cuarto
de Toledo, que ya entendió en los negocios graves de derecho político
nacional, da bien a conocer que no había variado en su esencia la
índole de aquellas juntas. Hasta el octavo de Toledo de 653 no tomaron
parte los nobles seglares en las deliberaciones sinodales. ¿Mas quiénes
y cuántos eran éstos? ¿qué representaban? ¿qué categoría ocupaban
en el sínodo? ¿en qué negocios decidían? Era un escaso número de duques
y condes, de varones ilustres del oficio palatino, elegidos y nombrados
por el rey, que no tenían voz ni voto en las materias eclesiásticas,
que firmaban los últimos en las políticas y civiles. «En el nombre
del Señor (decía el tomo regio), Flavio Recesvinto rey, a los reverendísimos
padres residentes en este santo sínodo... Os encargo (decía a los
obispos) que juzguéis todas las quejas que se os presenten, con el
rigor de la justicia, pero templado con la misericordia. En las leyes
os doy mi consentimiento para que las ordenéis, corrigiendo las malas,
omitiendo las superfinas y declarando los cánones oscuros o dudosos...
Y a vosotros, varones ilustres, jefes del oficio palatino, distinguidos
por vuestra nobleza, rectores de los pueblos por vuestra experiencia
y equidad, mis fieles compañeros en el gobierno, por cujeas manos
se administra la justicia... os encargo por la fe que he protestado
a la venerable congregación de estos santos padres, que no os separéis
de lo que ellos determinen, sabiendo que si cumplís estos mis deseos
saludables agradaréis a Dios, y aprobando yo vuestros decretos cumpliré
también la voluntad divina. Y hablando ahora con todos en común, tanto
con los ministros del altar, como con los asistentes elegidos del
aula regia, os prometo que cuanto determinéis y ejecutéis con mi consentimiento
lo ratificaré con el favor de Dios y lo sostendré con toda mi soberana
voluntad» ¿Qué proporción guardaba el brazo secular con el eclesiástico?
Asistieron al concilio VIII de Toledo 17 palatinos y condes, y 52
obispos: 15 nobles y 35 obispos al XII: hallábanse
en el XIII 26 próceres y 48 prelados: en el XV 16 nobles y 77 clérigos:
16 grandes y 61 obispos y 5 abades en el XVI. Así respectivamente
en todos. El clero deliberaba indistintamente en las materias religiosas
y civiles : los legos en las últimas solamente.
Predominando así el elemento eclesiástico sobre el seglar, no era
posible que se contrapesaran dos poderes, de los cuales uno era casi
omnipotente, el otro débil por su menor número, por su menor ilustración,
por sus restricciones y por su deferencia al primero. No era el Estado
quien daba entrada a la Iglesia en sus determinaciones, era la Iglesia
a quien monarcas respetuosos y devotos iban encomendando los negocios
del Estado. Ni el pueblo tenía representantes ni diputados, ni la
nobleza que asistía representaba siquiera su misma clase, puesto que
eran en su mayor parte empleados de palacio, nombrados por el rey
para dar lustre a la reunión, nombre y ejecución a sus resoluciones.
Si en algunas actas se supone el consentimiento del pueblo, expresado
con la fórmula omnipopulo assentiente,
no podía significar sino la aprobación de los fieles que presenciaran
el acto de la confirmación y promulgación, y esto las pocas veces
que pudieron tener entrada en el templo. ¿Cómo podían denominarse
estas congregaciones ni Estados generales ni Cortes del reino? «En
ellas, dijimos en nuestro discurso, el clero y el rey eran casi todo,
poco los nobles, el pueblo nada» No obstante, el carácter que les imprimía la convocatoria y la
sanción real, el discurso del rey, el tomo o memoria en que el monarca
indicaba los asuntos que habían de tratarse, la asistencia de una
parte de la nobleza, esta concurrencia incontestable, aunque desigual,
de los poderes, su intervención en los negocios religiosos y políticos,
la coacción que en uno y otro fuero llevaban sus resoluciones como
leyes de Estado, a que tenía que someterse el pueblo y la corona misma,
hace que no podamos menos
de considerar estas asambleas como el principio, como el germen, como
el embrión de una representación nacional. Cuando más adelante se
deslinden las atribuciones propias de las dos potestades, cuando deje
de ser necesario el gobierno teocrático para la vida de la nación,
entonces nacerán las Cortes del reino, cuyo origen, o cuyo anuncio
por lo menos, reconoceremos en los concilios de la Iglesia hispano-goda.
Así van progresivamente marchando las sociedades hacia su más conveniente
organización. Admirable es sobre todo la independencia y la entereza de los obispos
y concilios de la Iglesia gótica. Convocados por el rey o por el metropolitano,
congregábanse y deliberaban, nombrábanse obispos y se consagraban sin la intervención de
los pontífices, que raras veces en este largo período ejercieron su
influjo y tomaron parte en el gobierno de la Iglesia y en la disciplina
eclesiástica española. Cítanse sólo contados
casos de ejercicio de la jurisdicción y potestad pontificia, tales
como el nombramiento que en 480 hizo el papa Simplicio en el obispo
Zenón de Sevilla por vicario y legado apostólico, el del legado Juan
enviado por San Gregorio el Grande para reponer al obispo Januario
de Málaga; alguna remisión de palio, y pocos otros ejemplares que
ni constituían costumbre ni se miraban al parecer como de disciplina.
Reconociendo, como reconocía San Isidoro, el supremo honor del episcopado
en el sucesor de San Pedro y la superioridad de la jurisdicción pontificia
sobre la Iglesia universal, hubo, no obstante, vivas discusiones sobre
puntos de doctrina entre algunos pontífices y prelados españoles,
en que se vio hasta dónde llegaba la entereza de los obispos de España,
y de que dieron admirable ejemplo los insignes Leandro de Toledo y
Braulio de Zaragoza. Acudíase muchas veces
en consulta al jefe de la Iglesia como a fuente de sabiduría, y respetábase su dictamen, mas no así en solicitud de dispensas,
en lo cual, como en otros negocios del gobierno de la Iglesia, obraban
los obispos españoles con una especie de soberanía. Organizada así
la Iglesia gótica de España, bien puede asegurarse que era la más
independiente de toda la cristiandad, así como ninguna nación entonces
podía presentar un catálogo y sucesión de obispos tan sabios y doctos,
tan virtuosos y desinteresados, tan versados en las ciencias divinas
y humanas, como los de la Iglesia española. II. Pasando de la legislación canónica a la política y civil, nos es
imposible dejar de admirar el progreso social que alcanzó el pueblo
español bajo la dominación de unos hombres que habían venido semibárbaros
y acabaron por ser ilustrados y cultos. Los visigodos de España presentan
la singularidad de haberse dejado primeramente civilizar por el pueblo
vencido, de haberse hecho después civilizadores del pueblo conquistado.
Ya hemos visto por la historia cómo desde el principio de la monarquía
dos de los primeros reyes godos, Eurico y Alarico II, comenzaron a
hacer compilaciones de leyes, para el gobierno del pueblo godo el
uno, para el del hispano-romano el otro. De este mismo espíritu legislador
fueron participando sus sucesores; la legislación se fue uniformando
hasta hacerse una sola para los dos pueblos, así en lo religioso como
en lo político, cuyo beneficio se debió principalmente a los ilustres
monarcas Recaredo, Chindasvinto y Recesvinto.
Los que sucedieron a éstos en el trono continuaron haciendo leyes
para el gobierno del Estado, casi hasta la ruina de la monarquía.
De todas ellas vino a formarse la famosa colección de leyes visigodas
conocida en latín con los nombres de Codex
Visigothorum y Forum Judicum, en español con los de Fuero Juzgo y Libro de los Jueces. Este célebre código, acaso el más célebre, el más importante, el
más regular y completo de cuantos cuerpos de leyes se formaron después
de la caída del imperio romano, merece una atención preferente de
parte del historiador que aspira a señalar la marcha que han ido llevando
la organización y la civilización de un pueblo, así por ser el libro
en que refleja como en un espejo la fisonomía de la sociedad para
que se hizo, como por encerrar en sí simultáneamente los restos heredados
de la edad antigua, las modificaciones de una edad de transición,
y el germen de la edad media de la nación española. Después de haberse disputado largamente sobre la época en que se
ordenó este memorable cuerpo de derecho, ya no se duda que debieron
hacerse algunas recopilaciones de las leyes que se iban promulgando
por diferentes reyes y concilios ; pero que tal como en el día le
conocemos no pudo ser coleccionado hasta los años del reinado común
de Egica y Witiza, casi al agonizar la monarquía
goda : no antes, puesto que se encuentran en él leyes de estos dos
soberanos cuando regían asociadamente el reino; no después, porque
no se hallan ya ni de Witiza solo ni de Rodrigo: y que la obra de
la compilación fue probablemente llevada a cabo por el concilio XVI
de Toledo o por alguna comisión suya, a juzgar por el encargo que
Egica hizo a los padres de aquel concilio. Aunque esta edición se hiciera en el idioma latino tal cual ha
llegado hasta nosotros, no puede suponerse que se redactaran al tiempo
de su promulgación las leyes que le componen en la lengua del Látium.
Publicaríanse en latín las que se daban para el gobierno de
los hispano-romanos, por ser el idioma que ellos hablaban
: redactaríanse las que eran hechas
para los godos en el degenerado dialecto teutónico o germano con mezcla
de latín que ellos hablarían: porque todas las leyes se dan para que
las entiendan, conozcan y practiquen los individuos para quienes son
hechas. Mas cuando la legislación fue ya una para entrambos pueblos,
cuando éstos se habían ya amalgamado y fundido por la religión, por
el derecho, por los matrimonios, por el trato las costumbres, el lenguaje
y la palabra hubieron de confundirse también y ser uno mismo el de
los indígenas y el de los godos, y en este debieron escribirse unas
leyes cuya observancia obligaba a todo el pueblo. ¿Mas qué lenguaje,
qué idioma era éste? Ciertamente ni los godos del Tajo pudieron, ni
quisieron acaso, conservar la palabra bárbara de los godos del Danubio,
ni el pueblo hispano-romano podía hablar el culto latín de Cicerón
y de Virgilio. Ambas lenguas tuvieron que alterarse y corromperse,
y ambas tuvieron que mezclarse. Sin embargo, en esta composición tenía
que prevalecer el elemento latino, aunque degenerado, así por ser
más en número los hispano-romanos, como por exceder también a los
godos en ilustración. En este idioma del pueblo, en que se supone
entrarían también muchas de las voces que se hubieran conservado de
la primitiva lengua de los indígenas, debieron escribirse y promulgarse
las leyes godas, hasta que al ordenarlas y reducirlas a un código
general fuesen vertidas al latín más culto, aunque degenerado ya y
distante de su antigua pureza, de la Iglesia y de los concilios. Así
permaneció el Fuero de los Jueces, hasta que a mediados del siglo
XIII, al darle Fernando III por fuero a la ciudad de Córdoba que acababa
de conquistar, mandó hacer la traducción del original latino al idioma
español de aquel tiempo, tal como en el día en las colecciones de
nuestros códigos se conserva, y de la cual hemos copiado algunas leyes
o fragmentos en nuestra historia. Se encuentran en este cuerpo de derecho leyes de cuatro géneros
o clases: 1°, unas que hacían los príncipes por su propia autoridad,
o en unión con el oficio palatino, especie de consejo privado del
rey; 2º, otras que se hacían en los concilios nacionales, y fueron
después trasferidas al código, como en algunas de ellas se expresa;
3°, otras sin fecha, ni título, ni nombre de autor, que son probablemente
las que se tomaron de las antiguas y primitivas colecciones; 4°, otras
que llevan al principio una nota que dice Antiqua ó Antiqua noviter emendata, que se cree fueron tomadas de los códigos romanos
y revisadas por los últimos reyes. Así se encuentran a un tiempo en
el Fuero Juzgo leyes en que se descubre aún
el espíritu heredado de la culta sociedad romana, leyes en que se
conservan restos de la antigua rusticidad gótica, y leyes, y éstas
son las más, en que se revela la índole teocrática del gobierno de
los godos, y el influjo social que ejercieron aquellos sacerdotes
legisladores. A pesar de los defectos de estilo y de forma naturales y casi indispensables
en la época de su redacción, apenas se hallará ya quien dude haber
sido el Fuero Juzgo el código
legislativo más ordenado, más completo, más moral y más filosófico
de cuantos en aquella edad se formaron, y muy superior a todos los
códigos llamados bárbaros, como era superior la sociedad hispano-goda
a todas las que nacieron de los pueblos septentrionales. No sabemos
cómo un hombre de la ilustración y criterio de Montesquieu pudo obcecarse
hasta el punto de decir con una ligereza incomprensible
: «Las leyes de los visigodos son pueriles, torpes é idiotas
: no llenan su objeto; están cargadas de retórica y vacías de sentido,
son frívolas en el fondo y gigantescas en la forma». Felizmente fue
muy luego impugnado el acre e inmerecido aserto del autor del Espíritu de las leyes por otro crítico
no menos erudito, que hablando del mismo código se expresa así
: «El presidente de Montesquieu le ha tratado con una severidad
excesiva. Ciertamente me disgusta su estilo, como me es odiosa la
superstición que en él se halla; pero no temo decir que aquella jurisprudencia
anuncia y descubre una sociedad más culta y más ilustrada que la de
los borgoñones y aún la de los lombardos» Pero otro más reciente y no menos respetable publicista ha estado
todavía más explícito y más justo «Abrase, dice M. Guizot, la ley
de los visigodos, y se verá que no es una ley bárbara
: evidentemente la hallaremos redactada por los filósofos de
la época, es decir, por el clero; abundando en ideas generales, en
verdaderas teorías, y en teorías plenamente extranjeras a la índole
y costumbre de los bárbaros .... En una palabra, la ley visigoda lleva
y presenta en su conjunto un carácter erudito, sistemático, social.
Descúbrese bien en ella el influjo del mismo
clero que prevalecía en los concilios toledanos, y que influía tan
poderosamente en el gobierno del país» «Aun con todos sus defectos,
dice otro historiador extranjero, el código de los visigodos no deja
de ser un monumento glorioso : por otra parte
es el solo código de las épocas bárbaras en que se han proclamado
altamente los grandes principios de moral. Ningún cuerpo de leyes
de los siglos medios se ha aproximado tanto al objeto de la legislación,
ninguno ha definido mejor y más noblemente la ley» Tales juicios en
plumas extranjeras y tan autorizadas, valen ciertamente más que cuantos
encomios pudiéramos hacer los españoles. En el título preliminar que trata de la elección de los príncipes,
aunque redactado mucha parte de él en forma doctrinal y de consejo,
contra lo que hoy se acostumbra, se consignan las más excelentes máximas
de política, de moral y de justicia; y la célebre fórmula: Rey serás si hicieres derecho, y si no hicieres derecho no serás rey,
entra en él como principio de gobierno y de derecho público. Observamos,
no obstante, que todas las precauciones que se tomaban eran ineficaces
para prevenir el abuso de autoridad. Consignábase,
es verdad, el principio electivo, exigíanse
condiciones y cualidades en los pretendientes a la corona, obligábaselos
después de nombrados a prestar juramento de guardar las leyes, sentábase el principio de que el monarca estaba tan sujeto
a la ley como otro cualquier individuo del Estado, dábanseles
saludables consejos y reglas de gobierno, el que non facía derecho non era rey; pero, ¿cómo
dejaba de ser rey el que non
facía derecho, el que abusara de la autoridad, el que
se convirtiera en déspota? ¿Quién le deponía, y dónde estaba la ley
de responsabilidad? Olvidóseles esto a los
godos en la constitución de la monarquía, o no lo alcanzaron. Una
vez investidos los reyes de la potestad suprema, no se pensó sino
en hacer respetable su autoridad, en asegurarla y defenderla: si en
vez de derecho ejercían tiranía, no quedaba otro medio para deponerlos
que la revolución, como sucedió con Suintila,
privado del reino propter crudelissimam potestatem quam in populis exercuerat. De modo
que queriendo hacer una monarquía templada por las leyes, no acertaron
a hacer sino una monarquía absoluta, en la cual, sin embargo, se veía
ya la coexistencia y la lucha de estos dos principios, que más adelante
se habían de separar. Comprende el Fuero Juzgo doce libros divididos en títulos, y estos
en leyes a cuya cabeza va el nombre del rey que las había hecho. La
división está imitada de los códigos romanos. Los cinco primeros libros
están destinados a regularizar y fijar las relaciones civiles y privadas:
los tres siguientes tratan de los delitos y de las penas
: el nono, de los crímenes contra el Estado; los dos siguientes
contienen reglamentos relativos al orden público y al comercio; y
el último está consagrado a la extinción del judaísmo y de la herejía.
No nos toca analizar detenidamente este famoso código, tarea más propia
del jurisconsulto que del historiador. Mas no nos despediremos de
él sin hacer notar siquiera algunas particularidades que bosquejan
bien el estado de aquella sociedad. En los títulos de las leyes y del «facedor de la ley,» se ve filosofía, razón, principios elevados de justicia.
Se establece ya en el libro segundo la igualdad ante la ley, y la
responsabilidad de los jueces; gran adelanto en el sistema jurídico.
Lleno está el título de penas contra los jueces «que
hagan tuerto por ruego, o por ignorancia, o por miedo, y hasta por
mandado del rey.» Pero se da poder a los obispos sobre los jueces
que tuercen la justicia, prueba incontestable de la organización teocrática
de aquel pueblo. Se ve ya también la teoría de los procuradores y
abogados y de la prueba por testigos. Era admitido el tormento, pero
esta bárbara costumbre, tan en uso en otros pueblos, era rarísima
vez aplicada por los godos, y en los doce libros de su código sólo
una ley autoriza la prueba del agua y del fuego, y esto con muchos
requisitos y sólo para los delitos más graves. Los procedimientos
eran breves y sencillos. Las dilaciones ocasionadas por el juez daban
derecho a la parte demandante a la indemnización de los gastos y perjuicios
que se le siguieran, como si el mismo juez hubiese perdido el pleito.
La recomendación de un gran personaje bastaba para dar por fallado
el pleito en contra de la parte por quien se interesaba. Si el rey
tomaba empeño por alguna causa, por este mismo hecho la sentencia
era nula. ¡Admirable modo de poner la administración de justicia al
abrigo del soborno, del cohecho y de las influencias del poder! Aplicábase
rara vez la pena capital, y sólo por los delitos que se consideraban
más enormes. La horrible de ceguera (sacar los ojos) solía reemplazar
a la de muerte cuando el príncipe hacía la gracia de la vida. Usábase
mucho y era propia de los godos la de decalvación, tresquilar en cruzes, como traducen algunos,
desfollar toda la fronte muy
laidamientre, como se lee en el Fuero Juzgo castellano.
Poco menos infamante, y en verdad no menos afrentosa que ésta era
la de poner el reo a la vergüenza, y aun hacerle pasear por las calles
sobre un jumento, como lo mandó Recaredo con el duque Arcimundo.
Cuando Wamba hizo al rebelde Paulo y sus cómplices entrar en Toledo
descalzos y rapados, no hacía sino aplicarles la pena de vergüenza
decretada por las leyes, ya que los había relevado de la de muerte
y ceguera. Más común castigo era el de los azotes, bien en público,
bien delante del juez y de pocos testigos. La ley señalaba minuciosamente
el número de azotes que correspondían a cada delito y la cantidad
pecuniaria con que podían redimirse. Las multas eran la pena más ordinaria
y general. Las ofensas personales, el asesinato, las heridas, los
golpes y contusiones, las injurias, todo estaba sujeto a una tarifa
gradual : la edad, la fortuna, la clase, todas las circunstancias
del ofendido y del ofensor se tomaban en cuenta para la escala de
indemnización. Pero la ley eximía a los parientes del delincuente
de toda participación en la infamia que seguía a la culpa. «Que sea
sólo castigado aquel que cometiere el delito, y el delito muera con
él: y ni sus hijos ni sus herederos sean culpados.» Ley sabia, que
proscribía toda trasmisión de infamia a las familias; y que enseñaba
que en la sociedad cada cual debe ser hijo de sus obras. En nada acaso
aventajó tanto la legislación visigoda a la romana como en lo relativo
a la organización de la familia, como jurisprudencia basada en el
cristianismo. Matrimonios, dotes, divorcios, derechos conyugales,
patria potestad, tutelas, heredamientos, impedimentos matrimoniales,
todo estaba regularizado y ordenado por las leyes. Si no supiéramos
el aprecio con que miraban los godos la castidad y la fidelidad conyugal,
nos lo demostraría la dureza de su sistema penal contra los delitos
de adulterio, de incesto y otros análogos, y la severidad con que
se prohibía a las viudas pasar a segundas nupcias hasta cumplido cierto
plazo después de la muerte del primer marido. En éstas como en otras
muchas leyes del código visigodo se ve la feliz alianza del cristianismo
con las costumbres puras que habían traído los pueblos bárbaros, convirtiéndose
así la barbarie misma, por una singular y providencial combinación,
en elemento de moralidad. La sola abolición de la monstruosa potestad
paternal de las leyes romanas fue un progreso inmenso en el orden
social. La multitud de leyes destinadas
a proteger la agricultura prueban la importancia que dieron los godos
a la industria rural en sus dos ramos de cultivo y ganadería. Admirable
es y curiosa además la minuciosidad con que se previenen todos los
casos de daño o atentado contra la propiedad predial o pecuaria, y
las penas que para cada caso se establecen. La extensión que tiene
esta materia comparada con la relativa al comercio y las artes, manifiesta
que el pueblo godo, según que fue perdiendo los instintos guerreros,
se fue haciendo mucho más agricultor que comerciante ni artista. De
la distribución que hicieron de la propiedad hemos hablado ya en el
capítulo cuarto. La condición de los colonos fue mucho más dulce bajo
el dominio de los godos que lo había sido en el de los romanos. En
la ley 20 del tít. IV, lib. V, hallamos ya el primer vestigio de vinculación
que mencionan nuestras leyes “El
que es solariego non puede vender la heredad por ninguna manera; y
si alguno la comprare debe perder el precio, y cuanto recibiere”.
También si se quiere encontraremos en el código visigodo algo que
se aproxime y parezca al feudalismo, pero de modo alguno el verdadero
feudo, tal como se conocía en Alemania y en otras naciones formadas
por los pueblos del Norte. Había hombres libres y pobres que se ponían
bajo la protección de un rico o de un noble, el cual proveía a sus
necesidades y los amparaba a condición de que le siguieran a la guerra
Pero el cliente podía abandonar a su patrono y buscar otro, siempre
que volviese al primero lo que de él hubiera recibido. Era, más que
feudo, una clientela en que se conservaba un resto de la libertad
germánica y de la independencia ibera. No había ni la servidumbre
ni las jerarquías feudales que constituyeron el sistema feudatario
de otros países. Practicábanse los dos sistemas
más ventajosos del cultivo, la enfiteusis y el arriendo. Si hubo aquí
un germen de feudalismo, por lo menos no llegó a desarrollarse. De las leyes sobre el servicio de las armas, y de las que se hicieron
contra los judíos, que llenan la última parte del código, hemos hablado
ya en diferentes lugares de nuestra historia. Y si algo nos hemos
detenido en la reseña de este memorable cuerpo legislativo, considerándole
bajo el triple aspecto de lo eclesiástico, de lo político y de lo
civil, es porque, como veremos en el curso de la historia, sirvió
como de base y fundamento para la vida futura de España, y como de
eslabón para unir la edad antigua con la edad media, y los concilios
y las leyes fueron la más rica herencia que a su muerte dejó la España
goda a la España de la restauración. III. El desarrollo intelectual durante la monarquía goda no podía menos
de participar de la índole y carácter del gobierno, y de la fisonomía
severa y ascética de los hombres de aquella sociedad. No encontraremos
en este período la bella y amena literatura de Grecia y Roma. No hallaremos
ni ingeniosos dramas ni sublimes epopeyas, porque no había ni Homeros
y Aristófanes, ni Virgilios y Plautos. Siendo
la religión la base sobre la que se organizaba la nueva sociedad,
siendo los concilios y las leyes, como acabamos de ver, los elementos
constitutivos del gobierno, siendo el clero el depositario de los
conocimientos humanos en aquella época, la literatura tenía que ser
circunspecta y grave como los hombres que a ella se dedicaban. La
moral, la teología, la jurisprudencia, el derecho político, la filosofía,
la historia, eran las ciencias en que empleaban su talento y su
estudio. Cuando Chindasvinto envió al obispo
Tajón a Roma, no le envió a buscar las obras poéticas de Horacio o
de Lucano, sino las obras morales de San Gregorio el Grande, que comentó
y amplificó después aquel ilustre prelado de Zaragoza. Casi todos
los hombres de ciencia eran obispos y clérigos. No faltó quien cultivara la historia desde el principio hasta el
fin de la monarquía, desde Paulo Orosio, que fue testigo de la trasformación
de España de romana en gótica, hasta Isidoro de Beja, que presenció
su trasformación de gótica en árabe. Orosio había tenido la gloria
de conferenciar amistosamente con San Agustín en África y con San
Jerónimo en Belén. Mas si la historia de Orosio no podía dejar de
resentirse de la turbación y oscuridad de los tiempos, no podemos
extrañar que fuesen aún más
descarnadas é indigestas las del obispo Idacio
y del abad Juan de Viciara, que sin embargo nos han sido tan útiles,
y demos gracias de que hayan llegado hasta nosotros. El progreso que
en este ramo llegó á alcanzarse lo demuestra bien la Historia de los vándalos,
suevos y godos, de Isidoro de Sevilla. Julián de Toledo escribió con
extensión la de la expedición de Wamba contra Paulo; y no podemos
menos de lamentar que se hubiese perdido la de la España bajo los
godos, de Máximo. Útilísimas fueron también las vidas de los varones ilustres,
así como otras obras que recogió y publicó a fines del siglo pasado
el arzobispo Lorenzana de Toledo. Innecesario es decir que en una época en que tales concilios se
celebraban como los de Toledo, Braga, Mérida, Tarragona y Zaragoza,
habían de abundar los varones doctos en la Sagrada Escritura, y en
las ciencias canónica y teológica, así como los escritores de filosofía
moral, de ascética, de liturgia, y de toda clase de materias eclesiásticas.
De ello fueron buen ejemplo Martín de Braga, Leandro e Isidoro de
Sevilla, Ildefonso. Julián y Félix de Toledo, Braulio y Tajón de Zaragoza,
Mausona de Mérida, Toribio y Dictino
de Astorga, y otros muchos que nos fuera fácil citar. Con las escuelas
de jóvenes educados para la Iglesia, con el célebre colegio establecido
por San Isidoro en Sevilla, en que estudió San Ildefonso por espacio
de doce años, adelantáronse los prelados
de la Iglesia gótica nueve siglos a la institución de seminarios decretada
por el concilio de Trento. Y aunque los estudios serios y graves fueron
más cultivados por los hispano-godos que la poesía, tampoco faltaron
algunos poetas de regular mérito, tales como Draconcio,
que bajo el título de Hexaemeron
cantó en versos heroicos los seis días de la creación; Orencio de
Illiberis, que compuso un poema en hexámetros sobre los deberes
de los cristianos; Eugenio III de Toledo, que empleó ya en sus poesías
diversidad de metros, y mostró mucho ingenio, aunque poco gusto, y
algunos otros. Consérvanse varios himnos
sagrados de aquella época, que se acompañaban al órgano, según testimonio
de San Isidoro. Singulares, extravagantes y pobres eran las ideas que en aquel
tiempo se tenían acerca de la medicina y de su práctica y ejercicio.
Los médicos no podían sangrar ni medicinar a mujer libre o ingenua,
como no fuese a presencia del padre, madre, hermano, hijo, abuelo
o algún otro pariente. Si la sangría enflaquecía al enfermo, el médico
era condenado a ciento cincuenta sueldos de multa. Si el enfermo moría
por consecuencia de una medicina mal aplicada, el médico era mirado
como un asesino, y entregado a disposición de los parientes del difunto.
La recompensa no correspondía a la responsabilidad y a los riesgos
de la profesión, y sólo se les pagaba después de hecha la cura y restablecido
el enfermo. Había, sin embargo, una ley, por la que los médicos, fuera
del caso de homicidio, no podían ser presos o encarcelados; acaso
por no privar entretanto a los enfermos de su asistencia. La medicina,
como las ciencias naturales, que tanto desarrollo tomaron en tiempo
de los árabes, habían hecho ciertamente bien escasos progresos en
el de los godos. De intento nos hemos reservado hablar particularmente del genio
portentoso de la España goda, del doctísimo varón que asombró con
su erudición al mundo, que fue el luminar que alumbró aquellos siglos,
y cuyos rayos han penetrado a través de las sucesiones de los tiempos
hasta el presente. Hablamos del insigne San Isidoro de Sevilla, de
quien se decía en aquel tiempo que el que hubiera estudiado a fondo
sus obras podía jactarse de conocer todas las obras divinas y humanas.
Expresión hiperbólica, pero fundada, puesto que el solo catálogo de
sus obras da idea de la inmensidad de conocimientos que abarcaba aquel
genio gigantesco, a quien el concilio octavo de Toledo de 653 llamó
doctor excelente, la gloria de la Iglesia católica, el hombre más
sabio que se hubiese conocido para iluminar los últimos siglos, y
cuyo nombre no debe pronunciarse sino con mucho respeto. Además de
la Crónica, de la Historia y de
las Vidas de los varones ilustres que antes hemos mencionado,
escribió San Isidoro los Comentarios
sobre la Sagrada Escritura, tres libros de Sentencias
o de opiniones, dos libros de
Oficios eclesiásticos, una regla para los monjes de la Bética,
un libro De la naturaleza de las cosas, dos tratados
de Gramática y de Controversia, diversos tratados de Moral,
el libro de la Vida y muerte
de los santos de uno y otro Testamento, la Colección de antiguos
cánones de la Iglesia de España, y sobre todo la admirable obra de
las Etimologías, sabia compilación en que reunió las nociones útiles de
todo cuanto cuestionaba el mundo sabio en el siglo VII. Enciclopedia
llama a esta obra un autor moderno. Y, en efecto, artes, ciencias,
bellas letras, gramática, retórica, dialéctica, metafísica, política,
geometría, aritmética, música, astronomía, física, historia natural,
todo lo trata el sabio escritor en esta obra a la altura de los conocimientos
a que en aquellos tiempos
le era posible al hombre llegar. Hasta la arquitectura y la pintura,
hasta la táctica militar, la náutica y el arte de construir buques,
juegos, espectáculos, artes y oficios, los mares, la tierra, el cielo,
todo está comprendido en aquel repertorio científico de conocimientos
humanos. San Isidoro, pues, puede llamarse con razón el restaurador
de las letras y de los estudios en España, y el sol que alumbró al
período hispano-godo. Aunque no estuviera muy generalizada la instrucción en la España
goda, por lo menos no sucedía aquí lo que en Italia, donde se lamentaba
a fines del siglo VII el papa Agatón de no hallar persona de suficiente
instrucción que enviar de nuncio a Constantinopla
: ni lo que en Francia, donde a fines del siglo VI se daban
los órdenes sagrados a personas que no sabían leer. IV. Mas si de las letras pasamos a las bellas artes, no fueron ciertamente
los Visigodos de España los que en este ramo sobresalieron, como no
sobresalieron tampoco en la industria fabril ni en el comercio. Eran
demasiado teólogos para ser grandes fabricantes ni mercaderes. Habla,
no obstante, por incidencia San Isidoro en sus Etimologías de algunas
manufacturas de hilo, lana y seda, de vidrios de varios colores, y
de artefactos de oro, plata y acero. Una ley del Fuero Juzgo demuestra
que debía haber en España no pocos artistas y comerciantes extranjeros,
puesto que les daba el derecho de ser juzgados por las leyes y jueces
de su nación, en lo cual han querido algunos ver el principio o como
la indicación de los consulados modernos. Mas no estaban tan desprovistos
los españoles de marina propia, principalmente desde el tiempo de
Sisebuto, cuando se dirigió ya una expedición naval contra Narbona,
y cuando Wamba logró derrotar con una armada española aquella flota
sarracena de cerca de trescientos bajeles, siquiera les demos sólo
el nombre de barcas, pero que suponían una fuerza naval no despreciable
para aquellos tiempos. Nada hay más común, ni tampoco más infundado que denominar arquitectura
gótica a cierto género y estilo arquitectónico, que no se conoció
hasta el siglo XIII en España. Ni el sistema ojival que constituye
el gusto gótico nació sino mucho después que los godos habían dejado
de figurar en el mundo, ni los godos hicieron otra cosa en materia
de arquitectura que acabar de corromper el gusto romano, harto degenerado
ya en los últimos tiempos del imperio; por lo menos los visigodos
de España, que los ostrogodos de Italia hicieron muchas y magníficas
construcciones, en lo cual llevaron grandísima ventaja a los nuestros.
Nómbranse sólo tres ciudades fundadas en
los tres siglos de dominación visigoda: Reccopolis
y Victoriacum, erigidas por Leovigildo, y Oligitis
por Suintila. Aunque construyeron los godos
muchas iglesias, palacios y monasterios, se han conservado pocos monumentos
propiamente góticos, y éstos más sencillos que magníficos, de más
fuerza que gracia y de menos gusto que solidez. Subordinada la escultura
a la arquitectura, no produjo el cincel gótico sino obras toscas y
pesadas, y adornos desmañados. Reciéntense sus monedas de este mal gusto y de esta imperfección
artística, notándose en ellas al propio tiempo incorrección de dibujo
y falta de solidez. Ordinariamente representan en su anverso la cabeza
y nombre del rey, y en su reverso el de la ciudad en que se acuñaron.
Los reyes que batieron moneda fueron diez y ocho desde Liuva
hasta Rodrigo, y muchas las ciudades en que se acuñaba, principalmente
las metrópolis de provincia. Desde Recaredo casi siempre la cabeza
de los reyes lleva las insignias reales introducidas por Leovigildo.
Los caracteres de sus exergos son muchas veces ilegibles o de difícil
interpretación, y se da a los monarcas los dictados de Inclitus, Justus, Pius,
etc. Algunas representan en el anverso una Victoria toscamente delineada.
La mayor parte eran de oro, y de plata o plata sobredorada
: se batieron pocas de cobre, en razón a las infinitas de este
metal que se conservaban de los romanos. Las más usuales eran la libra,
el sueldo, la semisa, la tremisa, la siliqua y el denario. Las inscripciones lapidarias se escribían en latín; y faltas de
mérito como obras artísticas, no merecen gran consideración sino en
cuanto pueden servir para confirmar o rectificar las fechas de las
épocas o sucesos de la historia: su ortografía no muy exacta ni esmerada,
y muchas veces confusa. V. Hemos bosquejado el cuadro
de la situación de España bajo la dominación de los visigodos
: hemos trazado su marcha sucesiva en lo material y en lo moral
y político: hemos descrito su organización religiosa y civil: hemos
mostrado las relaciones que se fueron estableciendo entre los diversos
poderes del Estado, y el carácter y fisonomía de su constitución:
hemos dado idea de su civilización en lo político, en lo literario,
en lo artístico y en lo industrial. Nada más interesante para el filósofo,
y en general para el lector que se propone sacar fruto de la lectura
histórica, que conocer la situación en que se halla un pueblo cuando
va a sufrir una trasformación social, que es el caso en que se encuentra
la España en la época a que llegamos, invadida por otro pueblo extraño
que la va a dominar y a mudar enteramente su condición. España va
a entrar en un nuevo período de su vida. Al despedirnos del pueblo godo, podríamos repetir con el autor
del discurso que precede al Fuero Juzgo :
«Fue una grande época, un período interesante... el que corrió desde
el siglo V hasta el VII… Fue una gran nación la que venció a los romanos,
rechazó a los hunos, sojuzgó a los suevos, y se estableció desde el
Garona hasta las columnas de Calpe. Fueron una gran Iglesia y una
gran literatura las que tuvieron a su frente a Ildefonso y a Eugenio,
a Leandro y a Isidoro. Y fue más grande aun que todos estos elementos
que le dieran vida, el célebre Código que nació en esa sociedad, que
ordenó esa monarquía, que caracterizó esa época, que fue redactado
por esos literatos y esos obispos. Cuando faltas y yerros por una
parte, cuando la ley de la naturaleza por otra, acabaron con el pueblo
y con sus monarcas, con los próceres y con los sacerdotes, con el
poder y con la ciencia de aquella edad, el código se eximió justamente
de ese universal destino, y duró y quedó vivo en medio de las épocas
siguientes, que no sólo le acataron como monumento, sino que le observaron
como regia y se humillaron ante su sabiduría» Nosotros, sin constituirnos en apologistas de los godos
ni de su sistema de gobierno, cuyos defectos hemos apuntado, añadiremos,
por último, que si hemos de juzgar de la civilización de un pueblo,
no por el ostentoso aparato de los triunfos militares comprados a
precio de sangre humana; no por el brillo exterior de pomposos espectáculos,
que fascinan y corrompen a un tiempo; sino por su mayor moralidad,
por el menor número de inútiles matanzas de hombres, por el mayor
respeto a la humanidad, a la propiedad, a la libertad individual de
sus semejantes, por la mayor suavidad de sus leyes y de sus castigos,
por su mayor justicia y su mayor consideración a la dignidad del hombre,
España debió grandes beneficios a un pueblo que modificó y alivió
la dureza de la esclavitud, que abolió la bárbara
costumbre de entregar los hombres a ser devorados por las fieras del
circo, que hizo menos mortíferas las guerras, que economizó la pena
de muerte, que consignó en sus leyes la libertad personal, y que le
dio, en fin, una nacionalidad y un trono que no tenía. Bajo este concepto
la civilización goda aventajó en mucho a la romana, como guiada por
el principio civilizador y humanitario del cristianismo. Así, a través
de sus defectos de constitución, de las leyes bárbaras conservadas
en su código, de los regicidios que mancharon el principio y el fin
de su dominación, y de otros males de que no pretendemos eximir aquel
periodo de tres siglos, incomparablemente menos terrible para España
que lo fue para los pueblos de Europa, la sociedad siguió su marcha
progresiva, aunque lenta, hacia su mejoramiento social. Ahora retrocederá
otra vez, para encontrarse más avanzada al cabo de centenares de años,
que tal es y tan pausado y por tantas contrariedades interrumpido
el desarrollo de la vida de la humanidad. |