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Historia General de España
     

 

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

TOMO SEGUNDO - LIBRO CUARTO

DOMINACIÓN GODA. SEGUNDO PERIODO

601 -711

 

 

 

CAPITULO QUINTO

 

DESDE RECAREDO HASTA WAMBA

 

Del 601 al 672

 

Pagaron los grandes un justo tributo de respeto a la memoria y virtudes de Recaredo, poniendo la corona gótica en las sienes de su hijo Liuva, joven de veinte años, que tomó el nombre de Liuva II. Pero ni el candor de sus costumbres ni la buena memoria de su padre bastaron para asegurarle en el trono. Aquel Viterico (Vitt-rich) que había conspirado en Mérida contra el obispo Mausona y el duque Claudio, el mismo que reveló la conspiración y que debía la vida a la generosidad de Recaredo, correspondió a la merced del padre destronando al hijo. Se valió del ejército que este mismo le tenía confiado, y en lugar de combatir a los imperiales volvió las armas contra su propio monarca, y le quitó la vida después de haberle hecho cortar la mano derecha (603). El desgraciado Liuva reinó menos de dos años. El regicida ocupó el trono que su víctima dejaba vacante.

Otra vez se interrumpió la sucesión dinástica como en tiempo de Amalarico. Parece que el usurpador tuvo intento de restablecer el arrianismo, pero la oposición que halló hubo de hacerle desistir, sin otro resultado que concitarse la odiosidad del clero y del pueblo. No más venturoso en el proyecto de casar a su hija Ermenberga con Teodorico rey de Borgoña, el desaire bochornoso que le hizo el borgoñón devolviéndole su hija desde Francia sin admitirla en el lecho conyugal, pero quedándose con los tesoros que había llevado en dote, acabó de desconceptuarle con el pueblo, que atribuía a sus crímenes la afrenta de su hija. Descendió, por último, Viterico del trono por los mismos medios que le había escalado: sus propios oficiales le asesinaron en un banquete: el furor popular se ensañó contra el matador del inocente Liuva, arrastrando su cadáver por las calles de Toledo, y sepultándole ignominiosamente fuera de los muros de la ciudad (610). Parecía haber vuelto con la muerte de Recaredo la dureza de los primeros tiempos del imperio gótico.

Recayó la elección en Gundemaro (Gund-mar), hombre que gozaba de reputación así para las cosas de la guerra como para las del gobierno. Acreditóse en aquéllas sujetando a los vasco-navarros que habían vuelto a alterarse, y venciendo en una campaña a los imperiales, que no renunciaban a sus acostumbradas irrupciones en el territorio de los godos; y correspondió a la confianza de los católicos, de quienes era hechura, poniendo término a las diferencias que había entre algunos obispos de la Cartaginense sobre reconocer por metropolitano de la provincia al de Toledo. Al efecto congregó en esta ciudad (610) a todos los prelados de ambas provincias, y sometido el negocio a su deliberación, los de la Cartaginense, en número de quince, firmaron un acta en que reconocían al de Toledo por único metropolitano de la provincia, cuya acta sancionó el rey con su firma, y fue también aprobada por los demás metropolitanos de la Iglesia gótica.

De corta duración fue el reinado de Gundemaro. Habiendo muerto en 612, le sucedió Sisebuto, uno de los monarcas más notables que se sentaron en el solio gótico. Por medio de sus generales Requila y Suintila redujo a la obediencia a los astures y rucones, que como todos los montañeses del Norte soportaban tan de mal grado la dominación goda como habían soportado la romana. Se revolvió después contra los greco-bizantinos, y en dos batallas derrotó al patricio Cesáreo con gran mortandad de su gente, dejándole en la imposibilidad de oponerle un tercer ejército. Aquí fue donde se hizo admirar la piedad de Sisebuto y sus sentimientos humanitarios. Le dolía la sangre que se derramaba; a los heridos del ejército enemigo los hacía asistir y curar con toda solicitud y esmero, a los prisioneros y cautivos rescatábalos con su dinero propio. Admiraba a imperiales y godos una generosidad a que ni unos ni otros estaban acostumbrados.

Pero la paz que el jefe de los imperiales se vio forzado a pedir al monarca godo no se realizó sino a costa de una raza de hombres que parecía haberse mantenido extraños a todas las contiendas; a costa de la persecución de los judíos que desde el tiempo del emperador Vespasiano se habían refugiado en gran número en España, y de quienes no había vuelto a ocuparse la historia. He aquí cómo se verificó este importante acontecimiento, que parecía completamente ajeno a las cuestiones de territorio que con las armas se ventilaban.

Dominaba en Oriente el emperador Heraclio, a quien la astrología judiciaria había presagiado que el imperio sería destruido por una nación circuncisa y errante, enemiga de la fe cristiana. La aplicación del vaticinio al pueblo de Israel era ya una consecuencia natural, y Heraclio se dedicó a suscitar en todas partes persecuciones contra los judíos. Cuando Cesáreo y Sisebuto se hallaban arreglando las condiciones de la paz, fuéronle éstas enviadas para su aprobación al emperador de Oriente. Prestóse Heraclio a ratificarlas, accediendo a que sus súbditos de España evacuaran todas las ciudades de la costa meridional, reduciéndose a unas pocas plazas de los Algarbes, con la sola condición de que Sisebuto expulsara de su reino a los judíos. No debía estar la cláusula en desacuerdo con las ideas religiosas del monarca visigodo, a juzgar por los edictos que luego expidió contra los miserables descendientes de la raza israelita (616). Púsolos en la alternativa de elegir en el término de un año entre confesar la religión cristiana y bautizarse, o ser decalvados, azotados, lanzados del reino y confiscados sus bienes.

«Desde hoy todo judío, dice la ley del código visigodo, no bautizado, que no se quiera bautizar, o no enviare sus hijos y a sus siervos a los sacerdotes para que los bauticen, o los padres o los hijos no quieran el bautismo, al año cumplido de esta ley, y fuere hallado fuera de esta condición o de este pacto estable, reciba 100 azotes, esquílenle la cabeza y échenlo de la tierra por siempre, y sea su propiedad del rey. Y si este judío no hiciere penitencia, el rey dará todos sus bienes a quien quiera.»

Más de noventa mil recibieron el bautismo, al decir de algunos historiadores; bautismo que, como impuesto por la violencia, lejos de hacerlos buenos y verdaderos cristianos, los convirtió en enemigos disimulados, pero rencorosos, de la religión y del príncipe que así los trataba, y que había de traer con el tiempo males bien deplorables a la nación. Muchísimos huyeron de España, mas no hallaron mejor acogida en los dominios de los reyes francos. A instigación del mismo Heraclio, el rey Dagoberto los hizo escoger entre la muerte y la abjuración de sus creencias. También de allí tuvieron que emigrar, y bien pudo llamarse esta la segunda dispersión de los judíos. Por estos medios se cumplía la sentencia fatal que sobre ellos desde la consumación de su gran crimen pesaba. Los que quedaron en nuestra península sufrieron todo género de violencias; no había humillación, no había mal tratamiento, no había amargura que no se les hiciera probar; y Sisebuto, aquel príncipe tan compasivo y humano que vertía lágrimas a la vista de la sangre que se derramaba en los combates, veía impasible las crueldades que con los judíos se cometían. ¡A tanto arrastra el excesivo celo religioso! La Iglesia católica comenzó a hacerse intolerante. Harto lo lamentaban ya los prelados más ilustres y más virtuosos de aquel tiempo, entre ellos el esclarecido San Isidoro de Sevilla, que en explícitos términos reprendía y desaprobaba la conducta de Sisebuto, en obligar por la violencia a los que hubiera hecho mejor en atraer por la persuasión y el razonamiento. Este príncipe, a quien por otra parte los cronistas de su tiempo suponen bastante versado en las letras, ya quien alguno de ellos califica de sabio, murió de repente (621), según unos de una medicina en excesiva dosis administrada, según otros de envenenamiento, dejando la corona a su hijo Recaredo II que sólo reinó tres o cuatro meses, sin que la historia nos haya trasmitido noticia ni circunstancia alguna notable ni de su vida ni de su muerte. Se ve, no obstante, apuntar por tercera vez la tendencia a la sucesión hereditaria, que vuelve a desaparecer, sin fijarse nunca, ante el sistema electivo.

Producto de elección fue Suintila (Swinthil) a quien antes hemos nombrado como general de Sisebuto. Dos clases de enemigos interiores inquietaban en aquellos tiempos a los monarcas visigodos y les turbaban el sosiego: en el Norte los indóciles montañeses de la Cantabria y la Vasconia, en el Mediodía los griegos imperiales. Contra unos y otros marchó Suintila, y en una y otra expedición fue feliz. Envueltos por todas partes los sublevados vascones, rindieron las armas y se le sometieron. Reducidos ya por Sisebuto los imperiales a aquella lengua de tierra designada después con el nombre de los Algarbes, se propuso Suintila acabar de arrojarlos del territorio de España, y lo consiguió después de haberlos vencido en dos batallas sucesivas. Salieron, pues, definitivamente de los dominios españoles (624) aquellos incómodos huéspedes que ochenta años hacía vivían tenazmente apegados al litoral de la Península; y Suintila fue el primer rey godo que a los dos siglos de conquista reunió la España entera bajo la dominación de su cetro, sin que un solo rincón de ella dejara de obedecerle.

Envanecido con estos triunfos Suintila, y creyéndose sólidamente asegurado en el trono, pensó en hacerle hereditario en su familia, y asoció al imperio a su hijo Recimiro, dando también participación en el poder a su mujer Teodora y a su hermano Geila. Parece que en esta ocasión más que en las anteriores fue mirada por el pueblo esta tentativa como un ataque a la prerrogativa nacional del derecho de elección, y como una violación de sus leyes fundamentales. Fuese por esto, o porque realmente Suintila diera entrada con la prosperidad a los vicios y a la corrupción, es lo cierto que el hombre a quien antes San Isidoro había llamado el padre de los pobres, aparece en las historias ávaro, sensual, inicuo y tirano, y como tal aborrecido del clero, de la nobleza y del pueblo. Se formaron conspiraciones, y la excesiva dureza de los castigos no hacía ya sino enconar más los ánimos y envenenar más los odios. Se puso a la cabeza de los descontentos Sisenando, noble y rico godo que gobernaba la Galia gótica, el cual, conociendo la dificultad de destronar un rey a quien habían favorecido las victorias, buscó y obtuvo el apoyo de Dagoberto, rey de los francos, y con las tropas de la Septimania y un cuerpo de auxiliares extranjeros franqueó atrevidamente los Pirineos y se puso sobre Zaragoza. Acababa de entrar en la ciudad, cuando llegó delante de sus muros Suintila, que se había apresurado a salirle al encuentro. No hubo necesidad de dar la batalla que se preparaba para el día siguiente, porque el ejército mismo de Suintila proclamó a Sisenando, y el monarca hubo de buscar su salvación en la fuga, sin que por entonces se supiera más de él ni de su hijo  Aclamado Sisenando primeramente por el ejército, lo fue después en Toledo, sin que ni el clero ni la nobleza repararan en que se hubiera servido de auxilio extranjero para destronar a su rey (631). 

Bien conocía el nuevo monarca que para afirmarse en el trono por aquellos medios conquistado necesitaba el apoyo del brazo eclesiástico, el más robusto poder del Estado desde el tiempo de Recaredo, y a cuyo influjo era su ensalzamiento en gran parte debido. Al efecto convocó en Toledo un concilio nacional que se reunió en diciembre de 633, Este cuarto concilio toledano es uno de los acontecimientos de más importancia histórica en España y de los que más influencia ejercieron en la condición religiosa, política y moral de la nación, no sólo en aquella época, sino en los tiempos ulteriores. Merece por lo mismo particular examen de parte del historiador.

Asistieron a este concilio sesenta y nueve obispos o por sí representados por sus vicarios. Presidíale San Isidoro, que, desde la muerte de San Leandro, su hermano, ocupaba la silla metropolitana de Sevilla; varón eminentísimo en ciencia y en virtudes, el hombre más sabio de su tiempo, astro refulgente de la Iglesia hispano-goda, y cuya asombrosa erudición sagrada y profana causa todavía maravilla a los hombres ilustrados de los siglos modernos. Presentóse ante esta asamblea Sisenando en actitud humilde y suplicante, con la cabeza inclinada, la rodilla en tierra y las lágrimas en los ojos, y después de pedir a los padres que le encomendasen a Dios para que le fuera propicio, rogóles se ocuparan del arreglo y reforma de la disciplina eclesiástica y las costumbres; mas su principal y verdadero intento era lograr la confirmación de su autoridad y la condenación e inhabilitación de Suintila y su hijo, a cuyos partidarios aun temía. Se ve ya la majestad humillada ante una asamblea religiosa, preludio y signo del ascendiente que ya tenía, y del mayor que había de tener el poder episcopal.

Las disposiciones del concilio correspondieron al propósito y a las esperanzas del monarca. Después de haberse ocupado en el arreglo de cosas pertenecientes al gobierno y disciplina de la Iglesia, condenaron los obispos enérgicamente la conducta de Suintila, la de su mujer y su hermano, y declararon, en nombre del pueblo, a él y a sus hijos desposeídos del trono, inhábiles para ejercer cargos públicos, confiscados sus bienes, y sus personas puestas a discreción del nuevo rey. Y como asustados por el ejemplo de usurpación que acababan de presenciar, pero sin dejar de reconocer como soberano legítimo al usurpador, pasaron a establecer las más severas penas y censuras eclesiásticas contra todos los que en lo sucesivo atentaran por cualquier medio contra la vida o el poder de los reyes, anatematizando por tres veces y condenando a perpetua perdición y a los tormentos eternos en compañía de Judas Iscariote a todo el que faltara al juramento y fe prometida al gloriosísimo rey Sisenando y a los que en el trono de los godos le sucedieren.

Prescribieron luego, así al monarca que se hallaba presente como a los reyes futuros, las reglas y principios con que habían de gobernar el Estado, imponiéndoles la obligación de ser moderados y suaves con sus súbditos, y fulminando excomunión contra los que ejercieran potestad tiránica en los pueblos. «A , monarca que estás presente, y a todos los que vengan después de , os conjuramos con la conveniente humildad que rijáis con justicia y piedad los pueblos que Dios os confía, y que reinéis con humildad de corazón y con amor del bien... Y ninguno de vosotros pueda dar por sí solo sentencia en las causas criminales sino con los jueces públicos, para que a todos conste la justificación del castigo». Mandaron igualmente que a la muerte del rey se juntaran los prelados y los grandes del reino para elegir pacíficamente el sucesor. Así una asamblea religiosa sancionaba leyes políticas sobre los negocios más arduos e importantes del Estado, y de este modo el que acababa de usurpar un poder que se trataba de garantir exaltaba a la Iglesia sobre el mismo trono, á trueque de asegurar su vacilante autoridad y ponerla al abrigo de las consecuencias de su propio ejemplo. A tan rápidos pasos crecía el influjo que Recaredo comenzó a dar al episcopado.

Hiciéronse en este concilio otras varias leyes sobre cosas pertenecientes a la autoridad civil. Se reprodujo la disposición del tercero de Toledo sometiendo a los jueces y personas poderosas contra quienes hubiese alguna queja a la residencia del sínodo, y para obligar a la ejecución de este decreto se pedía al rey que enviara un oficial real. La persecución contra los judíos se templó algún tanto, revocando el anterior decreto que los obligaba por fuerza a recibir el bautismo, en cuya modificación tuvo gran parte San Isidoro; pero los ya bautizados hubieron de someterse a otro decreto no menos duro, al que mandaba les fuesen arrancados sus hijos para educarlos en la religión cristiana. A los casados con cristianas se los ponía en la alternativa o de convertirse o de separarse de sus mujeres, y se declaraba a todos inhábiles para deponer en juicio contra los cristianos.

Versaron, no obstante, la mayor parte de los cánones sobre asuntos de disciplina eclesiástica. Se repitieron las penitencias contra los clérigos incontinentes, contra los que habitaban con mujeres extrañas, contra los que abandonaban los monasterios para casarse, y se obligó a los religiosos vagos que no eran ni clérigos ni monjes a que optaran definitivamente entre las dos profesiones y la observaran y cumplieran. Se mandó igualmente que los obispos separaran a los clérigos que se habían casado con viudas, o repudiadas, o con mujeres públicas. Se eximió a los eclesiásticos de los cargos públicos, y se mandó encerrar en monasterios para hacer penitencia a los que tomaban las armas. Por último, se ordenó también que todas las iglesias siguieran la misma liturgia, que más tarde se denominó mozárabe.

Tal fue el carácter de las disposiciones de esta célebre asamblea, en que sin perder la índole de religiosa, se marcó ya, determinadamente la invasión de los concilios en los asuntos propios de la potestad civil, y la sumisión de los príncipes a la influencia del sacerdocio.

Murió Sisenando a los cinco años de reinado (636), y después de algunas contestaciones entre los grandes y obispos sobre la elección de sucesor fue proclamado Chintila. Siguiendo este monarca el ejemplo de su antecesor, convocó inmediatamente el quinto concilio de Toledo. Casi todos los cánones de este concilio tuvieron por principal objeto defender la autoridad y persona del príncipe contra toda violencia y contra toda tentativa de usurpación, y asegurar la libre elección del monarca. Se reprodujeron las disposiciones del precedente sobre esta materia, mandando que se leyeran en todos los concilios de España, se puso bajo la protección de la Iglesia a los hijos del monarca reinante, y se prohibió maldecirlos o injuriarlos aún después de muertos.

No satisfecha la piedad religiosa de Chintila con este concilio, congregó otro en el año 638 en la misma ciudad, que fue el sexto de los de Toledo. Es de notar el vivo interés con que repetidamente insistían los obispos en proclamar la inviolabilidad de los reyes, y la docilidad con que los reyes accedían a las condiciones que les impusieran los obispos. Que se guarde el mayor respeto al rey Chintila y a toda su posteridad, decretaban los padres del concilio: que los servidores del rey gocen tranquilamente de las mercedes que les haya hecho; pero que las iglesias tengan también el dominio perpetuo de los bienes que han adquirido por la liberalidad de los monarcas y por la piedad de los fieles. Se declaró en este concilio inhábiles para ceñirse la corona gótica a los religiosos : sacerdotes o monjes, a los de origen servil, a los extranjeros, y a los que no descendieran del noble linaje de los godos, y no fueran de buenas y puras costumbres.

Pertenece también a esta asamblea el célebre decreto por el que mandó que no se diese a nadie posesión del reino, sin que el elegido se comprometiera con juramento antes de ser reconocido y coronado, a no tolerar en el reino el judaísmo, a no permitir que viviera libremente en los dominios de los godos ninguno que no fuese cristiano, y el que faltara a este juramento sería excomulgado y maldito, y serviría de alimento al fuego eterno él y todos sus cómplices. Tan poco duró la templanza con que el cuarto concilio había querido suavizar el edicto de proscripción de Sisebuto, y tan pronto se renovó la dura persecución de aquella raza desventurada.

No se sabe que Chintila hiciera otra cosa que la reunión y confirmación de los decretos de estos dos concilios en los cuatro años de su reinado, reinado que, según la expresión de un ilustre escritor, lo fue por los obispos y para los obispos. A su muerte (640) y a petición suya, los obispos, agradecidos a la sumisión del padre, elevaron a su hijo Tulga, joven amable y dulce, pero falto de energía por su índole y por su edad. Abusaban de su carácter y de su inexperiencia los funcionarios de las provincias para oprimir los pueblos; la administración pública empeoraba cada día; se miraba por otra parte su elección como una tendencia al principio hereditario; se murmuraba del joven príncipe, y se alzó contra él una parte considerable del pueblo: se concertaron los grandes y resolvieron deponerle. Chindasvinto (Kind-swinth, poderoso en hijos), viejo guerrero de noble raza, de carácter firme y enérgico a pesar de su avanzada edad, fue el designado para suceder al joven Tulga. Se apoderó de él, le tonsuró, le obligó a vestir el hábito monacal y le relegó a un monasterio (642). Chindasvinto quedó aclamado rey sin las formalidades que prescribían los concilios.

Parece haberse propuesto Chindasvinto en el primer período de su reinado reprimir el espíritu de conspiración no ya con el apoyo de los obispos ni con el auxilio de las armas espirituales de la Iglesia, sino con el rigor y la dureza de un viejo soldado. Como si él no hubiera conquistado el trono con la fuerza, o acaso teniendo presente esto mismo, buscó y castigó sin piedad a todos los que habían tomado parte en las maquinaciones de los reinados precedentes, y hacen subir a doscientos el número de nobles, a quinientos el de las personas de otras clases que condenó a muerte, siendo aún mayor el de los que tuvieron que refugiarse en África en la Galia franca huyendo de su rigor. Es lo cierto que mientras él imperó nadie se atrevió a perturbar la paz del reino, el cual recobró bajo su enérgica dominación mucha parte del vigor que en los últimos años había ido perdiendo.

En medio de esta dureza militar, no carecía Chindasvinto ni de celo religioso, ni de amor a la justicia, ni de afición al fomento de las letras. Debiósele en este último concepto la idea, tanto más loable cuanto en aquellos tiempos más extraña, de enviar a Roma al obispo Tajón de Zaragoza con la comisión de buscar los libros morales de San Gregorio el Grande que se habían perdido, y que por un milagro, refieren las crónicas cristianas, le fueron descubiertos. Como amante de la justicia, quiso, a semejanza de Eurico, hacer olvidar el vicioso origen de su encumbramiento, haciendo nuevas y útiles leyes y mostrándose fiel observador de las que existían. Y como hombre religioso, fundó y dotó iglesias y monasterios, y convocó el séptimo concilio de Toledo (646). 

Se impuso en este concilio pena de excomunión y confiscación a los traidores al rey y a la patria, con más la de degradación si fuesen clérigos; se mandó recluir en monasterios a los ermitaños vagabundos, que con su desarreglada conducta seguían escandalizando las gentes, y se ordenó que los obispos sufragáneos de la metropolitana de Toledo residiesen un mes en cada año en la capital, «para dar honor al rey y a la corte, y consuelo al mismo metropolitano»

O por tener con quien compartir el peso del reino en una edad tan avanzada, o por el natural deseo de hacer la corona hereditaria en su familia, procuró y logró Chindasvinto con beneplácito y ayuda del clero, asociar en la gobernación del reino a su hijo Recesvinto (Rek-swinth, fuerte en la venganza), que desde aquel momento (649) fue el verdadero rey, porque su anciano padre descargó en él todo el peso de los negocios del Estado, Tres años vivió todavía el viejo Chindasvinto, viendo a su hijo reinar en su nombre hasta que a los noventa de su edad murió de enfermedad en Toledo, sin que falte quien sospeche no haber sido su muerte natural, sino de hierbas, como acostumbran a decir nuestros historiadores: sospecha que quedaba casi siempre de todos los que no sufrían muerte más violenta, y que prueba por lo menos cuan raro era en los monarcas godos acabar tranquilamente sus días.

Menos pacífico el reinado de Recesvinto, se vio turbado por algunos próceres descontentos, entre los cuales fue el más resuelto y atrevido un noble llamado Froya, que supo traer a su partido a los vascones de la Aquitania, y promover una sublevación de aquellas gentes enérgicas, belicosas y emprendedoras, tan indomables como sus hermanos los vascones de España, con quienes se correspondían y confederaban para sus excursiones. A la cabeza de estos hombres independientes y duros entró Froya en la Península, y llegó hasta Zaragoza. Allí fue detenido el torrente de la invasión por las tropas de Recesvinto. Los insurrectos fueron derrotados y Froya hecho prisionero. Pero el país protegía a los rebeldes, y ni los intimidaba el triunfo de las armas reales, ni desistían de sus proyectos de rebelión. Al fin, habiendo expuesto al rey sus quejas y el motivo de su descontento, que era principalmente el recargo de impuestos con que se los vejaba, con palabra que el rey les empeñó de repararles las injusticias y de usar con ellos de clemencia, se sometieron y volvieron a la obediencia. El rey cumplió su palabra. Mas le fue preciso para ello solicitar del concilio octavo de Toledo, que seguidamente convocó, que le relevara de la obligación del juramento que había hecho de no transigir con los rebeldes. El concilio declaró que aquel juramento no obligaba por ser contrario a la inquietud y tranquilidad pública, y Recesvinto pudo cumplir su ofrecimiento de ser indulgente con los vencidos.

En los concilios es donde se retrata ya la marcha simultánea de la doble organización del Estado y de la Iglesia goda, y cómo ésta se iba absorbiendo a aquél. En el octavo toledano (652) se añaden nuevas reglas para la elección de los reyes, contrariando así más y más la tendencia al saludable principio hereditario. Establécese en él que en lo sucesivo los obispos y los grandes de palacio se reúnan a elegir sucesor al trono en el mismo lugar en que el monarca hubiese muerto, y que no se reconozca por válida la elección hecha en otra parte, o por pocos, o tumultuariamente por el pueblo. Los desventurados judíos vuelven a ser víctimas de su tenacidad en la fe de sus mayores, y de la constancia de la Iglesia católica en perseguirlos. Los cánones cuarto hasta el octavo nos dan triste idea del estado a que iban viniendo las costumbres del clero, así como consuela ver el incesante afán de los virtuosos prelados por corregirlas y moderarlas. Ordénase que los obispos depongan a los sacerdotes y demás ministros que vivían torpemente con mujeres extrañas, y que a éstas se las encierre en monasterios, y que sean tratados como apóstatas los clérigos que con pretexto de haberse ordenado por temor volvían a casarse y a la vida seglar. Se ve en todo la mezcla de religión y de política en que los concilios intervenían. Al propio tiempo que así se trataba de disciplinar el clero, se declaraba que los hijos de los reyes sólo pudieran heredar de los padres los bienes patrimoniales que éstos tuvieran antes de haber ocupado el trono, y se obligaba a los electos a jurarlo así si habían de ser reconocidos.

La mayor gloria de Recesvinto fue haber acabado de obrar la fusión entre los dos pueblos, godo y romano-hispano, anulando solemnemente la ley que prohibía los matrimonios entre personas de las dos razas. «Establecemos por esta ley, que ha de valer por siempre, que la mujer romana puede casarse con hombre godo, y la mujer goda puede casarse con hombre romano... Y que el hombre libre puede casarse con la mujer libre que quiera, sea convenido por consejo, o por otorgamiento de sus parientes.» Con esto, y con la confirmación solemne de la ley de Chindasvinto prohibiendo el uso del derecho romano y mandando se rigiesen indistintamente uno y otro pueblo por la legislación visigoda, acabaron de confundirse en un solo pueblo los que habían estado separados por las leyes : y la unidad política y civil completó la unidad de la fe.

Celebráronse en el reinado de Recesvinto algunos otros concilios que sólo trataron de asuntos eclesiásticos. Este monarca, a quien el pueblo español debió el gran beneficio de la unidad, murió en Gérticos, pequeña aldea a tres leguas de Valladolid, donde había ido con deseo de recobrar su quebrantada salud, en 672, a los veintitrés años de su reinado, el más largo que se cuenta en los anales de los godos, y en que sólo una vez se vio turbada la paz con la corta rebelión de Froya y los vascones.

 

 

CAPITULO SEXTO

 

WAMBA

 

Del 672 al 680