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Historia General de España |
ESPAÑA
BAJO LA REPÚBLICA ROMANA
LAS GUERRAS
DE LOS CÉSARES, JULIO Y AUGUSTO, EN ESPAÑA. 73-19 A.C. Sosegada España después de
la guerra de Sertorio, aunque no tranquilos los ánimos, sino reprimidos
hombres y pueblos bajo la férrea autoridad de los pretores, ningún
acontecimiento notable que la historia haya trasmitido ocurrió por
algunos años sino la venida de Julio César (69), que hubiera pasado
también desapercibida, puesto que era entonces un simple cuestor militar,
si este personaje no hubiera estado destinado a desempeñar tan gran
papel en España y en el mundo. En esta ocasión se dejó ya revelar
su gran alma; no con hechos brillantes, sino con una que podríamos
llamar heroica flaqueza. Visitando los pueblos en
ejercicio de su cargo llegó a Cádiz, y habiendo visto en el famoso
templo de Hércules el busto de Alejandro el Grande dicen que lloró
contemplando que a la edad en que Alejandro había conquistado ya un
mundo, él no había hecho nada memorable. Sin embargo, no se le había
ocultado ya a la perspicacia de Sila ni la ambición ni los altos pensamientos
de César, puesto que antes de esta época había dicho ya de él: “este
joven llegará a ser otro Mario”. Nada hizo entonces en España digno
de especial mención. Ansioso de buscar ocasiones en que ganar gloria,
regresó a Italia, donde fue obteniendo diferentes magistraturas. Nueve años después volvió
a España ya en calidad de pretor (60). Ya entonces era conocido también
su célebre dicho, cuando al pasar por una miserable aldea de los Alpes
dijo a sus amigos: “Más querría ser el primero en esta aldea que el
segundo en Roma”. A un hombre que venía poseído de tan elevadas y
ambiciosas miras no podía contentarle el estado de quietud en que
encontró a España. Necesitaba, si no lo había,
encontrar un pretexto que le proporcionara medio y ocasión en que
desarrollar la actividad de su genio y en que adquirir méritos para
ir conquistando aquella soberanía, aquel primer puesto que tan anticipadamente
ambicionaba. Diéronsele, a falta de otro, los habitantes del monte Herminio
(sierra de la Estrella), de quienes supo que acuadrillados inquietaban
las comarcas vecinas de aquella parte de la Lusitania y a quienes
excusado es decir que calificaba de bandidos y salteadores. Fuése,
pues, contra ellos al frente de quince mil hombres, y so color de
que sus casas eran unas guaridas perpetuas de ladrones, las hizo derruir
obligándolos a abandonar la montaña y establecerse en las llanuras,
degollando a los que rehusaban obedecer y persiguiendo a muerte a
los fugitivos. Algunos de estos montañeses, hijos de los que tan temibles
se habían hecho a Roma con Viriato y Sertorio, lograron en su fuga
ganar una de las pequeñas isletas de la costa de Galicia frente al
puerto de Bayona, donde se creyeron seguros de las lanzas romanas.
Pero habiendo observado César lo bajas que estaban las aguas por aquella
parte, en balsas que al efecto mandó construir despachó un destacamento
de sus tropas a la isla. Sobrevino luego la subida de la marea y se
llevó las balsas. No les hicieron falta a los soldados romanos para
volver; los herminienses los habían degollado
a todos; uno solo quedó con vida, Publio Sceva, que salvándose a nado pudo llevar a César la noticia
del desastre. Irritado el pretor con tan humillante golpe, pidió una
flotilla a Cádiz, y embarcándose en ella con bastante gente acabó
con todos aquellos infelices que el hambre tenía ya flacos, extenuados
y sin fuerzas para defenderse. Así comenzaban su carrera en España
todos los generales romanos. Costeando desde allí César
por el litoral de Galicia, arribó al puerto Brigantino (hoy la Coruña),
cuyos habitantes, acostumbrados a navegar en botes o barcas de mimbres
forradas con pieles, se sorprendieron grandemente a la vista de las
naves romanas, con sus infladas velas, sus altos mástiles y sus adornadas
proas, así como con las brillantes armaduras de los guerreros que
en ellas iban: dejaron sin dificultad desembarcar a los soldados,
y sobrecogidos de una especie de estupor religioso, se sometieron
a César. Volvióse éste desde allí
a Cádiz, sin emprender nuevas conquistas: ni el país le daba ocasión
para ello, ni le interesaba entonces tanto conquistar como adquirir
dinero. César ofreció en aquella sazón un ejemplo de cuánto es más
fácil hacer leyes para reformar a otros que aplicarse la reforma a
sí mismo. Dió una ley para refrenar la usura
que en aquel tiempo ejercían los ricos con escándalo en España. Habíanse
arrogado el derecho de despojar a los deudores de sus tierras, que
ellos tampoco cuidaban de cultivar, con gran detrimento de la agricultura.
César prohibió la expropiación forzosa por deudas, y limitó los derechos
de los acreedores a las dos terceras partes de los productos de las
fincas hasta la total extinción de los débitos. Con esto hizo un gran
bien a las clases pobres. Pero hubiérale
hecho mayor a toda España si él no se hubiera dado tanta prisa a amontonar
riquezas. Cuando le fue conferido el gobierno de la Península, había
estado él mismo detenido en Roma por las reclamaciones de sus acreedores,
a quienes debía la enorme suma de ochocientos treinta talentos de
oro, sin poder partir hasta que el opulentísimo
Craso hubo de salir porfiador suyo. Cuando volvió a Italia, es decir
en menos de dos años de pretorado en España no solo llevó bastante
para solventar sus deudas, sino que le quedó aun para ganar con larguezas
gran número de amigos que le elevaran al consulado. Obtuvo, pues, la dignidad
consular (59), que prefirió a los honores del triunfo. Roma se hallaba
dividida en dos bandos que capitaneaban Craso y Pompeyo. César supo
ganarse la voluntad de ambos, y entre los tres se formó el primer
triunvirato de que hace mención la historia romana. El senado elogió
grandemente a Cesar por haber dado fin a una rivalidad tan peligrosa
para la república. Solo Catón comprendió que Roma había perdido su
libertad. En efecto los triumviros se hicieron
dueños de la dirección de los negocios públicos, y Catón y Cicerón
que se atrevieron a alzar su voz contra ellos, no hicieron sino exponerse
a su venganza. Cesar, para mejor asegurarse la amistad de Pompeyo,
le dio en matrimonio su hija Julia. Todos tres habían estado en España:
Pompeyo y Cesar como generales: Craso, proscrito en tiempo de las
guerras de Sila y Mario, había hallado en España una hospitalidad
generosa, a la que por cierto no había correspondido con gratitud.
(Había estada ocho meses oculto en una gruta, entre Ronda y Gibraltar,
perteneciente al rico español Vivio Pacheco,
el cual le prodigó allí toda clase de auxilios con la mayor solicitud
y esmero. Cuando la suerte se volvió del lado de su partido, salió
de la gruta, y con algunas tropas de su bando devastó el mismo país
que le había servido de asilo. Málaga, que había estado un poco remisa
en satisfacer un pedido suyo, fue inexorablemente saqueada. Por estos
medios se hizo Craso el más opulento de los romanos. Así no es extraño
que pudiera dar un día a todo el pueblo romano aquél célebre banquete
en que hizo distribuir a cada convidado todo el trigo que podría comer
en tres meses. Cuando murió en la guerra contra los Partos, un ciudadano
romano hizo echar oro derretido en su boca para insultar su avaricia). Transcurrido el año consular
de César y distribuido el mando de las provincias entre los triunviros,
partió Cesar para las Galias y la Iliria, cuyo gobierno le había tocado:
Craso tomó el de Egipto, la Siria y la Macedonia; Pompeyo el de España.
Los brillantes triunfos de César en las Galias le animaron más en
su pensamiento de hacerse el soberano de la república. La muerte de
Craso disolvió el triunvirato, dejando ya solos frente a frente a
Cesar y Pompeyo. Amigos en la apariencia, pero rivales y enemigos
en el fondo de su alma, el lazo de Julia, a quien ambos amaban tiernamente,
el uno como padre, como esposo el otro, era el que los había mantenido
exteriormente unidos. Murió Julia y cesó ya entre ellos todo miramiento
y consideración. Y como ambos aspiraban al mando supremo de la república,
y ni Pompeyo sufría superior ni César sufría igual, pronto estalló
la enemistad de un modo estruendoso y fatal para Roma, fatal también
para España, que tuvo la desgracia de ser elegida teatro de sus sangrientas
contiendas, como luego vamos a ver. Pompeyo se había quedado
en Roma, rigiendo desde allí España por medio de sus lugartenientes.
Primero llegó a ser nombrado cónsul único: después influyendo para
que se nombraran cónsules enemigos de César, logró un decreto del
senado mandando a César que resignara el mando del ejército. Contestó
César que obedecería a condición de que se obligara también a Pompeyo
a renunciar el mando del que en Roma había levantado contraviniendo
a las leyes. El senado repitió la orden a Cesar, intimándole que si no obedecía, sería declarado traidor a la patria. Comprometida
y delicada era la situación de César: reflexiona, medita sobre ella
y sobre los males de una guerra civil; pero dueño de las Galias, contando
con un ejército aguerrido, victorioso y adicto a su persona, y con
un partido numeroso que a fuerza de oro había ganado (que para esto
le servía el oro de España y de las Galias), opta por la guerra: “la
suerte está echada”, dice, y pasa el Rubicón. Grande fue la consternación
de Roma, Cicerón había preguntado a Pompeyo con qué fuerzas contaba
para detener a César: “Me basta”,
respondió el presuntuoso romano, “sacudir con el pie la tierra para hacer que broten legiones”. Al saberse
la aproximación de César, le dijo Favonio: “Ea, gran Pompeyo, da un golpe en la tierra y haz que salgan las legiones
prometidas”. Mas lo que hizo Pompeyo fue huir de Roma, olvidándose
con la premura hasta de recoger el tesoro público de que supo aprovecharse
muy bien Cesar. Retirado Pompeyo a Dirraquio, quedó Cesar de dictador
en Roma (49). España va a ser el campo
en que los dos grandes hombres se disputarán el imperio del universo.
César encomienda a Marco Antonio la defensa de Italia, y él determina
venir a España a combatir aquí a los generales de Pompeyo. En todo el tiempo que había
mediado desde su estancia como pretor, España había estado pacífica
con la paz de los oprimidos. Solo en el año 55 una gran muchedumbre
de cántabros, llamados por sus hermanos y vecinos de las Galias, habían
ido a darles socorro, conducidos por acreditados y valerosos jefes
que habían hecho la guerra con Sertorio. Pero esta expedición había
sido tan infortunada, que en ella ejecutaron los romanos una de aquellas
carnicerías horribles con que hace estremecer la relación de las guerras
de la antigüedad. Treinta y seis mil dicen que murieron. Desde entonces volvió a quedar
tranquila. Viene ahora César con formidable ejército dividido en dos
grandes cuerpos, uno al mando de Fabio, por los Pirineos, otro por
la costa, regido por él en persona. Los dos generales de Pompeyo,
Afranio y Petronio, debían cortarle el paso
a Fabio, mientras Varrón desde Cádiz había de enviar una flota contra
Cesar. Pero Varrón falló; Fabio atravesó los Pirineos sin obstáculo,
Cesar desembarcó en Ampurias y tomó la vuelta del Ebro. Fabio acampó
en la confluencia del Segre y del Cinca. Los pompeyanos lo hicieron
en una colina a trescientos pasos de Lérida. Después de algunos encuentros
parciales llegó Cesar con novecientos jinetes, y formó el proyecto
de incomunicar al enemigo con la ciudad. Empeñóse
con este motivo un recio combate, en que después de haber perecido
muchos soldados de Cesar, logró todavía su ejército rechazar a los
de Pompeyo y empujarlos hasta cerca de Lérida. Pronto conocieron que
habían avanzado más de lo que convenía. Una nueva fuerza de pompeyanos,
la mayor parte españoles, cargó sobre ellos, y rompiendo sus filas
recobró la posición disputada Sobremanera apurada llegó
a ser la situación de César. Encerrado con su ejército entre dos ríos,
el Cinca y el Segre, cuyas aguas acrecidas con las abundantes lluvias
de la primavera arrastraron con violencia los puentes y le cortaron
toda comunicación, perecía de hambre viendo llegar
la opuesta orilla los carros de vituallas
y municiones que de la Galia le enviaban, sin poder aprovecharse de
ellos, y con riesgo de que cayeran en poder del enemigo. En tan crítica
situación, otro general de menos recursos que César hubiera caído
de ánimo. Mas él, haciendo construir apresuradamente unos ligeros
botes, logró pasar el Segre con parte de sus tropas por un sitio cuya
vista encubrían a los enemigos las eminencias vecinas. Tomando luego
posición en un cerro, que fortificó, pudo echar un puente, por el
cual pasó con la caballería, carros y tropas auxiliares de las Galias.
Entonces toma la ofensiva y pone en fuga a los enemigos. En tan feliz
ocasión, llega la noticia de una victoria ganada por su escuadra sobre
la de Pompeyo en las aguas de Marsella; difúndese
la nueva por aquellas comarcas, y los lacetanos, ausetanos, cosetanos
e ilercavones, que hasta entonces se habían mantenido neutrales, ofrecen
a César su amistad, y le asisten con todo género de recursos. Otros
pueblos del interior le envían igualmente diputados, manifestándole
estar dispuestos a seguir sus banderas. Ya tenemos españoles militando
en uno y otro partido: ¡lamentable ceguedad! Con esto cambió completamente
la situación de ambos ejércitos. Los generales de Pompeyo resolvieron
llevar la guerra a la Celtiberia, donde contaban más parciales y esperaban
poder sostenerse mejor: mas para eso tenían
que cruzar el Ebro. Advertido de ello César hace que su caballería,
vadeando el Segre, pique la retaguardia del enemigo: al día siguiente,
la infantería pide atravesar el río a nado: César aparenta concedérselo
como una gracia, como quien contemporiza con el ardor del soldado,
y el ejército ejecuta esta difícil operación con el agua hasta el
cuello, sin desgraciarse un solo hombre. Entonces persigue, molesta,
acosa al enemigo por medio de hábiles combinaciones, de diestras maniobras
y de evoluciones rápidas y sabiamente entendidas.
Proponíase Cesare
economizar la sangre de sus soldados, y vencer sin empeñar batalla:
su estrategia traía aturdidos a Afranio y Petreyo,
que por todas partes se hallaban cortados; con fingidas retiradas
los atraía a las posiciones que le convenían más; sería difícil seguirle
en todos sus movimientos. Reducidos los pompeyanos a una situación
casi desesperada, piden un armisticio y se les concede: peor para
ellos; los soldados de uno y otro ejército se mezclan, fraternizan
y se van dejando seducir de los cesarianos; nótalo Pompeyo, y ejecuta
crueles castigos en los débiles y arenga enérgicamente a los demás.
Comprenden entonces ambos generales la necesidad de variar de plan,
e intentan retroceder a Lérida: Cesar los sigue, los envuelve y los
hace detenerse a mitad de camino, donde pasan tres días faltos de
agua y de víveres, y sin poder moverse ni atrás ni adelante; intentan
forzar las líneas de Cesar, pero extenuados de hambre y de sed, tienen
que rendirse; piden capitulación, y se les concede bajo juramento
de que regresarían a sus hogares para no volver a empuñar las armas
contra César, y que los españoles se retirarían libremente a sus casas.
las condiciones fueron aceptadas y cumplidas. Así terminó la primera campaña
de Cesar contra los generales de Pompeyo, casi sin efusión de sangre.
La habilidad que desplegó en ella realzó al más alto punto su fama
de gran capitán. Fue aún más fácil la segunda.
No quedaban ya en España más fuerzas pertenecientes
a Pompeyo que las que mandaba Varrón en la Bética; en todo, sobre
veinte y cinco mil hombres. Había hecho Varrón construir muchas naves
en Cádiz y Sevilla, y preparóse para todo
evento trasladando a la casa del gobernador los tesoros del templo
de Hércules Gaditano. No bastando esto a su codicia, exigió exorbitantes
impuestos a las ciudades que sospechaba más adictas a César, con lo
que se atrajo, como era natural, la animadversión de los pueblos.
Suponiendo Cesar muy fundadamente que con esto el espíritu público
de aquellas provincias estaría muy inclinado a su favor, despachó
al tribuno Casio para que invitara a las ciudades de la Bética a concurrir
por medio de representantes a Córdoba, donde se hallaría él en determinado
día. Hiciéronlo así la mayor parte de los pueblos, y César con
seiscientos jinetes escogidos hizo su entrada en Córdoba, y recibió
en audiencia, con aire ya de vencedor, a los magistrados de las ciudades. Todavía intentó Varrón un
golpe de mano sobre Córdoba; pero la ciudad, contenta con su nuevo
huésped, le cerró las puertas. Revolvió sobre Carmona, y halló que
la guarnición había sido arrojada por los habitantes. Un cuerpo de
cinco mil españoles le abandonó retirándose a Sevilla. Perdido estaba
Varrón; ni la posibilidad de huir le quedaba; no tuvo otro remedio
que enviar un legado a Cesar, ofreciéndole la sumisión con la única
legión que le quedaba: admitióla Cesar a
condición que hubiera de darle severa cuenta de su conducta. Vióse entonces en Córdoba
una escena sublime, afrentosa para Varrón, honrosa para Cesar, consoladora
para los pueblos. Congregó Cesar la asamblea de los representantes;
mandó comparecer a Varrón, y allí públicamente en presencia de los
diputados le pidió estrecha cuenta de las sumas que arbitrariamente
había exigido. Cesar prometió solemnemente que sería restituido todo
a las ciudades despojadas, y dando gracias a los mandatarios por el
buen espíritu que estas en su favor habían manifestado, y ofreciéndoles
su protección despidióse de ellos dejándolos
prendados de su generosidad y grandeza. Desde allí pasó César a Cádiz,
donde le esperaba igual acogida. Mandó devolver al templo de Hércules
los tesoros extraídos por Varron, y promulgó
varios edictos de utilidad pública. Deseoso de corresponder al buen
recibimiento de Cádiz, declaró a todos sus habitantes ciudadanos romanos,
distinción en aquel tiempo muy envidiada. Así Cádiz, ciudad romana
casi desde la expulsión de los cartagineses, acabó de romanizarse
con este privilegio Embarcóse seguidamente César
para Italia en la misma flota construida por Varrón, dejando por gobernadores
de España a Lépido y Casio. A su paso por las aguas de Marsella conquistó
esta ciudad que se le mantenía enemiga, después de un sitio célebre
que inmortalizó la patriótica musa de Lucano, y de regreso a Roma
fue nombrado dictador. CÉSAR Y LOS
POMPEYOS 48-44 Tan encarnada estaba la codicia
en los corazones de los romanos, que apenas volvió Cesar la espalda,
y no bien Casio Longino tomó posesión del gobierno de la Bética, olvidando
la reciente lección que César había dado a Varrón en Córdoba, comenzó
a ejercer con tanto escándalo exacciones, rapiñas y extorsiones de
todo género, que ya no solo a los españoles sino a los romanos mismos
se hizo odioso y execrable. Unos y otros se conjuraron para deshacerse
de él. Lucio Racilio, con pretexto de entregarle
un memorial le dio de puñaladas; pero no murió; y habiendo uno de
los conjurados a fuerza de tormentos declarado sus cómplices solo
algunos pudieron salvar la vida a costa de grandes somas de dinero.
Ni por eso varió Casio de conducta. Nuevos actos de rapacidad y de
tiranía excitaron la indignación general. El pueblo y la guarnición
de Córdoba se alzaron contra él. Las tropas que debían embarcarse
para África a reforzar el ejército de Cesar se revolucionaron igualmente
y se dirigieron a Córdoba a unirse a los sublevados. Acampados fuera
de la ciudad, declararon unánimemente no reconocer a Casio por pretor,
y aclamaron a Marcelo, oficial de mérito distinguido. Casio Longino por su parto
pide socorros a Lépido, pretor de la Tarraconense, y a Boyud,
rey de la Mauritania. Cuando llegó Lépido y se informó de la verdadera
causa de la insurrección, como hombre que se estimaba en algo a sí
mismo abandonó a Casio y se puso del lado de los cordobeses. Por un
resto de consideración hacia su colega, le aconsejó que huyera si
no quería perecer, y Casio hubo de seguir tan prudente consejo. En
este tiempo expiró el término de su pretura, y no atreviéndose a ir
a Roma por tierra, temeroso de atravesar unas provincias donde tan
justo horror inspiraba su nombre, se embarcó en Málaga y siguió la
costa hasta el Ebro. Una furiosa tempestad que se levantó a la boca
de este rio, hizo que se tragaran las olas al ávido pretor y al fruto
de sus rapiñas. Desastroso fin, no sentido
ni de romanos ni de españoles: la pérdida de aquellas riquezas fue
lo único que sintieron. Entretanto continuaba en
otra parte la lucha entre Cesar y Pompeyo, los dos antagonistas que
se disputaban a costa de la humanidad el imperio del mundo. La famosa
batalla de Farsalia que dio argumento y título al poeta Lucano para
su epopeya, decidió la gran querella en favor de Cesar. Derrotado
en ella todo el ejército de Pompeyo, vióse él mismo obligado a buscar su salvación en la fuga.
Condujóse César en aquella batalla memorable con generosidad
no muy acostumbrada en los guerreros. Habiendo hallado en la tienda
de Pompeyo el arca de su correspondencia, la mandó quemar toda sin
leerla. No quiso saber quienes eran sus enemigos. En esto imitó lo que Pompeyo había
hecho con las cartas de Sertorio. Todos los grandes hombres tienen
algunas virtudes comunes. Dióse también,
que al reconocer el campo de batallase entristeció, y aun lloró a
la vista de tantos cadáveres enemigos, y que solo se consoló diciendo:
“ellos lo han querido así”. Desgraciado fue el fin del
Gran Pompeyo, como casi el de todos los guerreros insignes. Fugitivo
de Farsalia, fue llevado por su mala estrella a Egipto, cuyo rey había
sido su pupilo, y cuyo padre había recibido muchos beneficios de Pompeyo.
Y sin embargo aquel ingrato rey le hizo asesinar traidoramente por
hacerse buen lugar para con Cesar; el cual cuando llegó a Egipto y
le fue presentada la cabeza de su rival derramó también lágrimas,
y reprobando la traición mandó hacer solemnes exequias a los despojos
mortales del que había sido su enemigo más terrible, pero también
en otro tiempo su amigo, pariente y aliado. Detuvieron a Cesar en Egipto
los afamados amores de Cleopatra, y cuando al cabo de ocho meses se
desprendió de las delicias de Alejandría, de vuelta a Roma venció
de paso a Farnacio, rey del Bósforo Cimerio, y a Deyotaro,
rey de Armenia. Esta guerra fue la que contó a sus amigos con aquellas
palabras que tan famosas se hicieron, y que los siglos no olvidarán:
“veni, vidí, vinci: llegué, vi y venci”.
Vuelto a Roma, fue nombrado tercera vez cónsul y tercera vez dictador.
En esto estalló de nuevo la guerra de África. Movíanla
los partidarios de Pompeyo, Escipion, Lavieno,
Gatón, y Juba, rey de la Mauritania. César
fue y la terminó en seis meses: y declarando la Mauritania y la Numidia
provincias romanas, y mandando reedificar Cartago, volvióse
a Italia. A pesar de tantas victorias, César no había tenido espacio
todavía para recibir los honores triunfales. Entonces los recibió
todos a un tiempo, y se prolongó so dictadura por diez años. El mundo se hallaba ya como
reposando de las sangrientas luchas que por tantos años le habían
conmovido. España era el solo país que el genio fatal de la guerra
no se había cansado aun de trabajar. Había sido la primera y tenía
que ser la última en sufrir las calamidades de la contienda entre
Cesar y Pompeyo. Loa hijos de éste, Cneo y Sexto, que habían heredado el genio belicoso de su
padre, hicieron un llamamiento general a todos sus amigos de Europa,
Asia y África, y resueltos a tentar un vigoroso esfuerzo contra el
enemigo de su familia y de su nombre, vinieron ambos a España, Cneo
con un ejército de tierra; con una armada Sexto su hermano. Comprendió
César toda la importancia de esta nueva guerra, porque la pérdida
de España le hubiera hecho todavía caer del solio de gloria que ocupaba
ya. Vino, pues, César por cuarta
vez a España con su acostumbrada celeridad. A su arribo, las ciudades
de la costa oriental se declararon a favor de su causa, como antes
lo había hecho toda la España Citerior. Reunió apresuradamente sus
tropas en Sagunto, y a marchas forzadas se puso sobre Obulco
(Porcuna). La instantánea aparición de César desconcertó a los dos
hermanos, que se hallaban, Sexto en Córdoba, Cneo
sitiando a Ulia (Montemayor). La prodigiosa
actividad el enemigo ni siquiera les había dado tiempo para aparejarse
convenientemente a la defensa. Para colmo de su desgracia la flota
de Cesar mandada por Didio acababa de batir la de los Pompeyos en las aguas de Carteya. Cruda y sanguinaria fue esta
guerra, acaso más que ninguna otra de los romanos en España. Los sitios
de Ategas y de Ucubi no ofrecerían
sino un relato de horrores y de bárbaras venganzas que harían estremecer,
ejecutadas principalmente por los jefes y soldados pompeyanos en los
que se mostraban inclinados a Cesar, de quien no habían querido los
Pompeyos aceptar la batalla que les ofrecía en Ulia y en Córdoba. Cesar se mostró más humano con los rendidos.
En cambio en el sitio de Munda
excedió a todos y se excedió a sí mismo en crueldad. ¡Triste y fatal
profesión la de las armas, que no ha de haber con ellas gloria sin
ir acompañada de lágrimas y sangre, si gloria verdadera es para el
hombre la que a costa de la sangre y de las lágrimas de tantos millares
de semejantes suyos adquiere! Alzado el sitio de Ucubi, situóse el ejército de los
Pompeyos hacia Aspavia,
distante de allí cinco millas, pero rechazado pronto por las tropas
de César y vivamente perseguido, después de alguna incertidumbre
en su marcha, situóse en una llanura que se extendía a los alrededores de
Munda. Los dos ejércitos contaban con número
casi igual de romanos y de españoles. Dos príncipes de la Mauritania
iban también de auxiliares, el uno de Pompeyo, el otro de César. Pudiéramos
llamar a esta guerra la guerra más civil de cuantas con este nombre
se han conocido; puesto que en ella peleaban romanos con romanos,
españoles con españoles, y africanos con africanos. Ambos ejércitos
se temían: un sombrío presentimiento y una ansiedad inexplicable se
advertían en los combatientes de uno y otro bando al prepararse a
la pelea: los mismos jefes parecían penetrados de una melancolía profunda:
todos iban a aventurar su gloria futura. La ventaja de la posición
estaba por los pompeyanos, a quienes César provocaba a que descendieran
de una pequeña eminencia que ocupaban. Los cesarianos tenían que cruzar
un riachuelo que corría por terreno pantanoso. “El día, dice
Hircio, estaba tan brillante y tan sereno, que parecía
que los dioses inmortales le habían hecho expresamente para un
batalla”. César fue el primero que atacó. Con imponderable
encarnizamiento comenzó el combate: las voces y los gritos espantosos
de los soldados acompañaban el crujir de las armas y de los escudos. Por una singularidad especial
de esta batalla cesó de repente la vocería de unos y otros, y sucedió
el más profundo silencio, de tal manera que en una muchedumbre de
cien mil combatientes oíase solo el chocar
de las lanzas y el ruido formidable de los aceros. Ni de una ni de
otra parte se daban cuartel, ni de una parte ni de otra se perdía
ni se ganaba un palmo de terreno. Las tropas de César fueron las primeras
en dar señales de flaquear. César ardiendo en cólera se lanza en medio
de sus soldados, los exhorta, les habla con la palabra y el ejemplo,
y al ver que no alcanzaba a realentar su
abatimiento, le asalta un instante la tentación de atravesarse con
su espada. Contiénenle algunos soldados. “Pues bien, les dice; seguidme”; y arrancando a uno
de ello el escudo, “Aquí quiero morir”, exclama; y se lanza espada
en mano delante de todos al enemigo. A vista de esta acción todos
se enardecen, y la pelea se renueva con terrible furor. De repente
el príncipe africano Boyud, suponiendo mal
guardados los reales de Pompeyo, los acomete; obsérvalo Labieno, uno
de los jefes pompeyano, y vuelve con su caballería a defenderlos.
Esta evolución dio a César la victoria. Creyendo que Labieno huía,
cunde el desorden en las filas de Pompeyo y comienzan a retroceder:
los cesarianos los persiguen, y al gríto
de victoria siembran el campo de cadáveres.
Treinta mil fueron los muertos, con tres mil caballeros romanos. Jamás
batalla alguna fue tan comprometida para César: él mismo confesó que
en todas había peleado por la gloria, en esta por defender su vida.
Cneo Pompeyo a duras penas pudo salvarse
con ciento cincuenta caballos que le siguieron a Carteya; Sexto pudo
refugiarse en Córdoba (46 a.C.). Como muchos de los fugitivos
se hubiesen retirado a Munda, César corrió
a bloquearla decidido a acabar con los restos de aquel gran ejército.
Allí fue donde desplegó César una fiereza y una barbarie que estremece.
Los treinta mil cadáveres del campo de batalla, decapitados y atravesados
con sus mismas lanzas, sirvieron para hacer una trinchera en derredor
de la ciudad; las cabezas clavadas en las picas las enseñaban a los
sitiados.... ¡horroriza tanta ferocidad! Los sitiados después de una
heroica resistencia, perecieron todos. Munda, yerma de defensores, pasó a poder del vencedor. Cneo Pompeyo se dio a
la vela desde Carteya en busca de asilo en alguna comarca apartada.
César destacó en su seguimiento a Didio y Cesonio,
que alcanzando la flotilla enemiga quemaron unas naves y destruyeron otras.
Cneo, que iba herido, pudo tomar tierra y ocultarse en
una gruta, donde descubierto por un soldado perdió la vida. Cesonio
tuvo el odioso placer de presentar su cabeza a César, que no permitió
se expusiera al público. Así pereció Cneo
Pompeyo, que pocos días antes había hecho balancear el poder de César,
y que estuvo a punto de ser dueño de España y de toda la república. Sexto su hermano, previendo
que no tardaría en ser atacado en Córdoba, salió de la ciudad so pretexto
de tratar en persona con César, y se refugió en el centro de la Celtiberia.
El temor de Sexto estaba bien fundado. No tardó César en echarse sobre
la ciudad: los partidarios de Pompeyo temblaron, y también temblaron
con razón: porque no era ya César aquel hombre humanitario y generoso
de antes, sino un César desapiadado y cruel. Cambió de carácter como
Sertorio al acercase el término de su vida. Conociendo esto mismo
un tal Escápula, resuelto a no caer vivo en manos del vencedor, dispuso
un convite entre sus parientes y amigos al que asistió él lujosamente
vestido y perfumado. Después de haber distribuido sus riquezas entre
los comensales, y haciendo encender una hoguera, mandó a uno de sus
criados que le atravesara el pecho, y a otro que le arrojara en las
llamas. ¡Serenidad, bárbara y fiera! Los criados le dieron el feroz
placer que apetecía. Este hecho acrecentó la discordia que ya reinaba
dentro de la ciudad: unos opinaban por entregarse á
César, otros por defenderse hasta el último trance: horribles escenas
dieron lugar los desórdenes interiores. A favor de la confusión y
llamado por sus partidarios entró César en la ciudad, dentro de la
cual tuvo todavía que combatir: mató, degolló, incendió y saqueó;
más de veinte mil ciudadanos se dice que perecieron en aquella población
predilecta de César, donde él mismo poseía casas y jardines de recreo.
Allí plantó por su mano el famoso plátano que celebró la musa hispano-romana
de Marcial. Dividida igualmente Sevilla
en dos bandos, los unos llamaron a César, los otros a los lusitanos
que se conservaban parciales de los Pompeyos.
Primero lograron estos una sorpresa sobre las tropas de César; después
fueron a su vez acuchillados por la caballería cesariana, y el vencedor
de Pompeyo tomó posesión de la ciudad. Grande importancia debió darse
en Roma s la conquista de Sevilla cuando se celebró con fiestas públicas
y se escribió en el calendario romano. Acaso se la quiso solemnizar
como la última conquista de César en la península. Y éralo en rigor,
porque Osuna y alguna otra ciudad de la Bética, que restaban fueron
ya sometidos sin dificultad (45). Ya tenemos a César dueño
de todas las provincias de España que hasta entonces tomaron parte
en nuestras lides. Apresuráronse las ciudades,
no solo a reconocerle, sino también a honrarle. El espíritu de adulación
y de lisonja de los degenerados romanos había ido contagiando a los
españoles, y los pueblos fueron cambiando sus antiguos nombres por
otros que expresaran algunas de las virtudes del vencedor. Nertóbriga
tomó el de Fama Julia, Astigis
el de Claritas Julia, Illiturgo se llamé Forum Julium, Ébora Liberitas Julia, Juliobriga se llamó otra ciudad,
otra Colonia Cesariana,
y asi otras muchas, levantándole al propio tiempo estatuas y
altares, o inscribiendo sus alabanzas en mármoles y bronces. César por su parte recibía
en Cartagena, a guisa de monarca, diputados de casi todas las provincias
españolas. Su objeto ostensible en la reunión de esta especie de asamblea
era tratar de dar al país un gobierno y una organización civil y política.
Pero otro pensamiento le preocupaba además.
César no se olvidaba de sí mismo. Recordando a los diputados los beneficios
que había dispensado al país, reconvinoles por su ingratitud y falta de reconocimiento.
Ya suponía que esas palabras no serían perdidas para su fortuna particular.
Necesitaba afianzar con el oro la gloria y conquistas hechas con el
acero, y bien sabía ya por experiencia cómo se ganaban los sufragios
de los comicios en el venal pueblo romano. Los diputados españoles
comprendieron las indicaciones de César, y para desvanecer su desfavorable
juicio lo colmaron de dones y de tributos. Recogíalos
César, pero no le bastaban. Bajo diversos pretextos de utilidad pública
impuso a los pueblos crecidas contribuciones, de las cuales no poco
refluía en sus arcas privadas. Por último
incurriendo en la misma flaqueza que él habría castigado en Varrón,
recogió aquellos tesoros del templo de Hércules de Cádiz que años
antes había hecho él restituir a otro. Así César terminaba su carrera
en España del mismo modo que la había comenzado: por una parte
con actos de crueldad, por otra dotando al país de algunas leyes útiles
y sabias, y por otra acrecentando so fortuna y sacando de él riquezas
inmensas. Sus beneficios fueron con largueza remunerados. Al fin, dejando el gobierno
de la España Citerior y de la Galia Narbonense a Lépido, y el de la
Ulterior a Asinio Polión, que se dedicó a destruir las partidas de
salteadores que de resultas de la guerra habían quedado, volvió César
a Roma, donde le esperaban más lisonjas y adulaciones que en España. Todo les parecía poco en
Roma para honrar al vencedor de Munda. Hiciéronse
públicos festejos, en que el pueblo se entregó a la más loca alegría.
Permitiósele llevar siempre una corona de laurel y asistir
a las fiestas sentado en silla de oro. Se le hizo Dictador perpetuo,
se le dio el nombre de Imperator, y el título de Padre de la patria.
Erigiéronle una estatua con la inscripción:
“A César semidios”, y la colocaron en el Capitolio al lado de la de
Júpiter. Decretáronsele honores divinos
bajo el nombre de Júpiter Julio,
y tuvo altares, templos y sacerdotes. El dictado de rey era odioso
para los romanos: no obstante Marco Antonio por un refinamiento de
adulación le presentó un día una diadema; rehusóla
César, y el pueblo prorrumpió en aplausos estrepitosos. César era
entonces el ídolo de una Roma, que seducida por sus hazañas, con el mismo entusiasmo con que
antes había defendido su libertad se entregaba a la voluntad omnipotente
de un hombre solo, cuyo primer siervo era el senado. César, tan gran político
como guerrero insigne, viendo consolidado su imperio, dedicóse
a reformar la administración y las leyes. Cuéntase
entre sus grandes reformas la famosa del Calendario, que entonces
mereció la burla de Cicerón, y después las alabanzas de la posteridad.
Aunque entre los títulos con que se le había condecorado se contaba
el de Imperator, y en realidad obraba como tal, y puede considerársele
como el verdadero fundador del imperio, dejó subsistir las formas
republicanas contento con ser dictador vitalicio. Poco tiempo gozó de tanta
autoridad y de tan desusados honores, pronto se formó contra él una
conspiración, en que entraban unos por odio a la tiranía, otros por
personales resentimientos: de estos era Cayo Casio, alma y autor de
la conjuración; de los primeros Junio Bruto, escritor instruido, que
había abrazado la doctrina de los estoicos, a quien Cesar había colmado
de mercedes y hasta solía llamarle su hijo. César recibió varios avisos
de los planes que contra su vida se tramaban, pero no quiso creerlos.
Lleno de confianza entró un día en el senado: vióse
al punto rodeado de asesinos, que cayendo sobre él lo cosieron a puñaladas.
Como entre ellos viese a Bruto blandiendo el puñal sobre su cabeza
“Y tú también hijo mío?” exclamó; y cayó a los pies de la estatua
de Pompeyo (44 a.C.). Así pereció a los cincuenta y seis años
de edad aquel hombre extraordinario, de quien se dice que había
ganado quinientas batallas y tomado por asalto mil ciudades: gran
orador, político profundo, y escritor distinguido Mientras esto pasaba en Roma,
en España renacía el mal apagado fuego de la guerra civil que la presencia
de César había contenido. Sexto Pompeyo a quien dejamos refugiado
en la Celtiberia, comenzó a moverse de nuevo allá por la Lusitania,
ayudado por dos príncipes africanos, que el África se mezclaba entonces
frecuentemente en las cuestiones de España, y por muchos indígenas,
que o bien por un resto de afición a los Pompeyos, o bien por el instinto de independencia propia de
aquellas poblaciones, se agregaron a la nueva bandera. Habiendo acudido
Polión a sofocar este alzamiento, derrotóle
Pompeyo con pérdida de la mitad de sus tropas, y el ejército pompeyano
quedó en actitud de recorrer libremente toda la España central desde
la Lacetania hasta la Bélica. Llegaron estas nuevas a Roma
cuando César acababa de caer bajo el puñal asesino. La situación era
grave; privado el senado de aquel brazo poderoso quiso atajar pronto
el fuego nuevamente encendido en España, y dispuesto a transigir antes
que exponerse otra vez a las eventualidades de una guerra, ofreció
a Sexto Pompeyo el mando en jefe de toda la armada de la república
a condición de que desistiera de la lucha emprendida. Aceptó Sexto
con gusto la proposición, y licenciando su ejército partió para Italia
a posesionarse de su nuevo cargo. Así terminó la famosa guerra
civil romano-hispana entre César y los Pompeyos,
casi abierta todavía la tumba de César. AUGUSTO. GUERRA CANTABRICA. 44 – 19 a.C. Después
de la muerte de César se formó en Roma un segundo triunvirato (43),
compuesto por Marco Antonio, Lépido y Octavio, sobrino de César, a
quien éste había nombrado su heredero; joven de diez y nueve años
que había estado algún tiempo al lado de su tío en las guerras de
España, y de quien nadie sospechaba entonces que pudiera ser el futuro
gobernador del mundo. Repartiéronse entre
si los triunviros las provincias al modo que lo habían hecho los primeros.
Tocóles en esta distribución a Lépido la
España con la Galia Narbonense, a Antonio todas las demás Galias,
y a Octavio la Italia, el África, la Sicilia y la Cerdeña. El joven
Octavio, con un talento superior para la intriga política, comenzó
por ganarse a los partidarios de César divinizando a éste y colocando
su estatua en el templo de Venus
Genitrix con una estrella sobre la cabeza.
A su vez supo atraerse con oro y con fiestas a los republicanos mismos
enemigos de César, a quienes asustaba la tiranía de Antonio. Primeramente
combatió a Antonio con Decio Bruto y los amigos ardientes de la república;
después, hecho cónsul antes de cumplir los veinte años, se constituyó
a su turno en vengador de los asesinos de César, y para resistir a
los republicanos que seguían las banderas de Bruto y Casio, se confederó
con Antonio y Lépido, que le necesitaban. Entonces fue cuando se formó
el triunvirato, cuyo triunfo sobre la república se aseguró con la
batalla de Filipos, en la que Octavio hizo cortar la cabeza a Bruto,
quien como Casio se había dado muerte, para arrojarla a los pies de
la estatua de César, según había prometido. Esto decidió la libertad
romana. Siguióse la guerra civil de Perugia, que concluyó con el saqueo
de la ciudad y con el sacrificio de trescientos senadores inmolados
por Octavio sobre el altar de César. Al regreso de Antonio se hizo
nueva partición, en que Octavio tomó para sí la España, dejando el
África a Lépido (41). Sucesivamente y con diversos pretextos y en
diferentes guerras que no son de nuestra historia, fue Octavio deshaciéndose
de sus dos colegas: perdió a Lépido el auxilio que dio a Sexto Pompeyo;
perdieron a Antonio los amores de Cleopatra. Octavio, vencedor de
los triunviros y vencedor de los republicanos, consultó con sus amigos
Agripa y Mecenas, si conservaría la república o se haría emperador.
Agripa le aconsejó la conservación de la república para su gloria.
Mecenas le aconsejó el imperio para su seguridad y para la felicidad
del pueblo romano. Octavio optó por lo último, pero sin abolir repentinamente
la república. Fue, pues,
Octavio César pasando por todas las magistraturas republicanas, y
haciéndose respetable a los romanos con los nombres del emperador,
cónsul, procónsul, tribuno perpetuo, censor, gran pontífice, príncipe
del senado y padre de la patria. Al fin de su séptimo consulado, fue
a declarar al senado que quería renegociar la potestad suprema; no
se le admitió la abdicación, y el senado le saludó entonces con el
nombre de Augusto, para significar un poder casi divino, nombre que
conservó ya siempre: y el título de Imperator no fue ya solo una denominación
honorífica, ni la expresión del mando de los ejércitos, sino la representación
de la autoridad suprema. De este modo, dice un escritor ilustre, el
hombre más desprovisto de virtud guerrera obtuvo la supremacía en
una época en que solo se hacía fortuna con las armas. Cuatrocientos
mil soldados le bastaron para tener a raya a ciento veinte millones
de súbditos, y a cuatro millones de ciudadanos romanos, y para dar
reposo al mundo, él que no había cesado de alterar la república. Acaso
debió Octavio su fortuna a la circunstancia de temérselo poco. Un
mancebo, o bien un niño como le llamaba Cicerón, no hacía sombra a
los senadores, a quienes se mostraba sumiso, ni el pueblo, puesto
que defendía sus derechos. Hasta este
tiempo pocos sucesos notables habían ocurrido en España. Octavio,
como César, honró la fidelidad española, creando para sí una guardia
de tres mil españoles en Calagurris (Calahorra): que de este modo
demostraban los mismos conquistadores de España el aprecio en que
tenían la nativa lealtad de los hijos de este suelo. Por este tiempo
se vio también por primera vez a un español, Cornelio Balbo, hechura
de César, elevado a la dignidad consular, que ningún extranjero había
obtenido todavía. En las guerras
del triunvirato había habido también algunos movimientos en España
en favor del uno o del otro de los triunviros; movimientos que fueron
apagados por los gobernadores de Roma, y que sirvieron a estos de
pretexto para seguir explotando las riquezas del país, y para recibir
en Roma honores triunfales poco merecidos. Mezcláronse
también en estas revueltas los dos príncipes africanos que antes habían
peleado el uno por César y el otro por Pompeyo, declarándose ahora
por Antonio el uno y por Octavio el otro. Bogu,
el partidario de Antonio, fue derrotado en
una sangrienta batalla y arrojado de España, perdiendo además sus
estados de África. Bajo el
imperio de Octavio sufre España una trasformación completa en su organización
política y civil. Aquellas comarcas, provincias y pequeñas naciones,
tan varias y distintas, tan independientes entre sí, tan faltas de
unidad, van a constituir ya todas el cuerpo
de una sola nación, una sola provincia sujeta al régimen de un hombre
solo. El nuevo dominador del mundo declara a toda España tributaria
del imperio romano, pero al tiempo que la hace tributaria, le da la
unidad que no había tenido nunca, sujetándola a un centro común y
a unas mismas leyes (38), novedad importante, que constituyó como
un nuevo punto de partida para España en su marcha a través de los
siglos. Desde el año 38 antes de J. C. en que se verificó este acto
solemne de incorporación, comenzó un sistema cronológico peculiar
para España que se denominó Era española, o Era de Augusto, y desde
cuya época siguió rigiendo como base de su cronología histórica, hasta
que andando el tiempo se abolió para adoptar la cronología general
de la era cristiana Afectando
Augusto querer gobernar con el senado, dividió con él la administración
de las provincias, dejando a aquel con estudiada política las más
sumisas y pacíficas, y reservando para sí las fronterizas o las más
inquietas en que acampaban las legiones, quedando así, en todo caso,
dueño de la fuerza de las armas. En este concepto, hizo también de
España dos provincias, una senatorial y otra imperial. Dio al senado
la Bética y se asignó para sí el resto de la Península, del cual hizo
después una doble provincia con los nombres de Lusitana y Tarraconense,
regidas por gobernadores o legados a la vez civiles y militares. En
la distribución que hizo de todas las fuerzas del ejército, destinó
a España solo tres legiones de las veinte y cinco que había conservado
para sí; prueba de la confianza que ya tenía en la sumisión de estas
regiones, acaso por la tendencia que ellas mismas, halagadas por los
beneficios de la administración de Octavio tan distinta de la de los
tiranos pretores manifestaban a adoptar las leyes, el régimen, los
usos y costumbres romanas. Pero aun
existían en España pueblos, comarcas enteras que no habían recibido
el yugo de Roma. Todavía los cántabros y astures se mantenían independientes
y libres. Todavía aquellos fieros y rudos montañeses desde sus rústicas
y ásperas guaridas, se atrevían a desafiar a los dominadores de España
y del mundo. Siglos enteros hacía que España encerraba en su seno
conquistadores extraños; ni cartagineses ni romanos habían penetrado
todavía entre las breñas y sinuosos valles donde habitaban aquellas
indomables gentes, que inaccesibles a las armas y a la civilización
conservaban toda la rudeza de costumbres con que en otro lugar los
hemos descrito. Era ya Octavio Augusto señor del mundo, y creíalo todo pacíficamente sumiso a Roma y a su imperio, y
todavía no lo estaban unos pocos habitantes de la península española.
No podía Augusto sufrir que en un rincón de España hubiera quien no
reconociere la autoridad del dominador del orbe. Algunas
excursiones de los cántabros y astures hasta las vecinas comarcas
de los autrigones, de los murbogas y de
los vacceos, sujetas ya al imperio, debieron hacer conocer a los romanos
la bravura y ferocidad de aquellos hombres agrestes, y aun darles
alguna inquietud y cuidado. Ello es que el emperador romano no se
desdeñó de venir en persona a dar impulso y vigor a aquella guerra
que parecía no deber fijar siquiera la atención de quien tan acostumbrado
estaba a ver sometérsele tantos y tan vastos reinos. Vino pues Augusto
(26) al frente de un ejército, que dividió en dos cuerpos, de los
cuales destinó uno al mando del pretor Carisio
contra los astures, y con el otro marchó él contra los cántabros. Estableció
Augusto sus reales en Segisamo (Sasamón,
entre Burgos y el Ebro), donde hizo todo lo posible por comprometer
y obligar a los enemigos a venir a una batalla general. Tarea inútil
para aquellos montañeses, a quienes agradaba más y era más ventajoso
molestar a los romanos con repentinas irrupciones, bruscas acometidas
y rápidas retiradas, sin que las pesadas legiones imperiales pudieran
nunca darles alcance ni menos penetrar en sus rústicas guaridas. Apareciendo
y desapareciendo súbitamente y con agilidad maravillosa, peleando
en pequeños grupos y pelotones, teniendo a los imperiales en continua
alerta y zozobra, y no dejándoles gozar momento de seguridad ni de
reposo, traíanlos fatigados, inquietos y
desesperados. En vano Augusto hizo que una armada concurriera a ayudar
por la costa sus operaciones militares. Los cántabros se concentraban
dentro de sus rocas, y desde allí repetían los asaltos, sin que hubiera
medio de empeñarlos en más formal combate. Cansado
Angosto y mortificado con tan obstinada resistencia, habiendo caído
además enfermo, retiróse al cabo de algunos
meses a Tarragona, dejando a Cayo Antistio
el mando del ejército y el cargo de aquella guerra. Mas afortunado
o más hábil Antistio, en una ocasión que los cántabros habían necesitado
bajar a la llanura, acaso en busca de mantenimientos, logró por medio
de una simulada fuga atraerlos a sitio donde tuvieron que empeñar
una acción general, en la cual quedaron victoriosas las armas romanas.
Fue el primer desastre de los cántabros cerca de Vellica,
no lejos de las fuentes del Ebro. Trataron los fugitivos de ganar
el monte Vindio, y hallando los romanos apostados ya en Aracillum (hoy Aradillos, a media legua de Reinosa), viéronse forzados a buscar un asilo en el monte Medulio; inexpugnable posición, si allí hubieran intentado
atacarlos los romanos. Mas estos tuvieron por mejor y más seguro circunvalar
la montaña, haciendo en derredor y en un círculo de quince millas
un profundo foso, y constituyendo en toda la línea gran número de
torres, de la misma manera que si pusiesen sitio a una ciudad. Una
vez que los cántabros allí encerrados no tentaron en un principio
romper la línea enemiga, fueles ya después imposible el escapar. Vióse entonces
una de aquellas resoluciones de rudo heroísmo de que España había
dado ya tantos ejemplos, y que siempre admiraban a los romanos. Aquellos
hombres de ánimo indómito, prefiriendo la muerte a la esclavitud;
se la dieron a sí mismos peleando entre sí, o tomando el tósigo
o venenoso zumo que para tales casos siempre prevenido llevaban. Añaden
algunos, que los romanos, aprovechando aquella confusión, cayeron
sobre los heroicos y desesperados combatientes, lo cual es muy verosímil,
y que los que vivos caían en sus manos eran crucificados, siendo tal
el desprecio de la muerte y la bárbara serenidad de aquella gente
independiente y fiera en el tormento que sucumbían en la cruz cantando
himnos guerreros. Así subyugaron por primera vez la Cantabria, si
subyugar se puede llamar esto, las armas de Roma. Publio Carisio se había dirigido con su ejército contra los astúres. Afírmase por algunos que
el mismo Augusto en persona mandaba otra vez la mitad de estas tropas.
Un cuerpo de astures que se encaminaba a Galicia o Lusitania,
fue alcanzado y detenido por Carisio, que
después de un sangriento y sostenido combato que obligó al orgulloso
romano a decir públicamente que le había maravillado la bravura de
aquellos guerreros, y que por lo menos no era inferior a la de los
soldados romanos, los forzó a retirarse a Lancia,
ciudad situada sobre Sollanzo a nueve millas de donde hoy está León. Sitiólos allí el mismo Augusto. La ciudad fue defendida con
denuedo admirable, pero reducidos ya a tan pocos que era imposible
prolongar más la defensa, hubieron de rendirse, siendo los más valientes
de ellos vendidos como esclavos. Sucedió esto al empezar el nono consulado
de Augusto Visitó luego
Augusto los países conquistados, y deseando dejar asegurada en ellos
la tranquilidad, hizo lo que había practicado César con los habitantes
del monte Herminio, obligar a los moradores de las montañas a desamparar
las fragosas breñas y bajar a los lugares descubiertos y llanos. A
los soldados que habían cumplido el término de su empeño mandó distribuir
campos y tierras, que era el fundamento de las colonias. Así se fundó
Emérita Augusta, hoy Mérida, habiendo tenido el cargo de dirigir los
trabajos de aquellos veteranos el mismo Carisio, como se ve en las monedas que se conservan de aquel
tiempo, en que se hallan de un lado el nombre de Augusto y de otro
los de Carisio y Emérita. Otras ciudades
tomaron el sobrenombre de augustas, como César Augusta, la antigua
Salduba, y hoy Zaragoza; Pax-Augusta,
hoy Badajoz; Braccara Augusta, hoy Braga, y otras. Fundóse
igualmente en aquel tiempo la ciudad de León con el nombre de Legio séptima gemina, correspondiente al de las legiones que
allí quedaron con el especial objeto de vigilar y en caso necesario
reprimir a los bravos astúres. Otros varios
monumentos quedaron de Augusto en España. Cuéntase
entre ellos el templo de Janus-Augustus
en Ecija; un bello puente sobre el Ebro;
las Turres Augusti; elevadas en forma piramidal
sobre el rio Ulla en Galicia, y las Aras Sextianas en el cabo de Torres de Asturias, unas y otras erigidas
por Sextio Apuleyo, uno de los jefes romanos
de la expedición cantábrica, y dedicadas a Augusto, como términos
de las victorias que consiguió bajo sus auspicios. Vuelto Augusto
a Tarragona, recibió allí embajadores de la India Oriental y de la
Escitia, que atraídos de la fama de su nombre venían a ofrecerle amistad.
Y dejando a Lucio Emilio el mando del ejército de la Tarraconense,
y el gobierno de esta provincia y de la Lusitania a Publio Carisio
en concepto de legado augustal, partió para Roma, donde cerró por
cuarta vez el templo de Jano, suponiendo que España y el mundo quedaban
en largo y completo reposo. Grandemente
equivocado fue este juicio respecto de España. Los cántabros y astures,
conservando vivo el odio a los romanos, no pudiendo vivir sin libertad,
irritados acaso también con las violencias de los conquistadores,
y deseando vengar las injurias pasadas, dieron principio a otra lucha
aun más brava y feroz que la primera. Emilio
y Carisio que fueron a sujetarlos entraron
devastando sus campos, incendiando sus rústicas viviendas, y cortando
las manos a los prisioneros, según las bárbaras leyes de la guerra
de la civilizada Roma. Aunque pareció quedar sujetos por entonces
fuéle preciso todavía a Cayo Furio, sucesor
de Emilio, guerrear otra vez con aquella gente, la sola en el mundo
que traía entretenidas a las legiones romanas, y contra las cuales
por tanto no cabía en lo posible resistir. Furio los venció también,
y redujo a esclavitud todos los prisioneros. Si imposible era a los
cántabros y astúres vencer, también la esclavitud
les era insoportable. Así que pasado algún tiempo concertáronse
entre sí aquellos mismos esclavos, mataron a sus señores y dueños
ganaron los montes y riscos, y no les fue difícil conmover todo el
país y alzarlo en masa. Infundía
ya pavor a los romanos tan indómita gente. Arredrábalos
la idea de tener que exterminar aquella rasa tan feroz si habían de
vencerla, y asombrábalos tanta obstinación
y porfía, tanto desprecio de la vida. Pero no podía tampoco el señor
del mundo dejar vivo y sin apagar aquel fuego, aquel foco perenne
de rebelión, más temible en España que en otra parte alguna. Así hubo
de enviar a sujetarlos a su mismo yerno M. Agripa, que
envanecido por sus victorias contra los germanos, gente también belicosa
y fiera, creyó reducir con la misma facilidad a los cántabros y astúres.
Pronto recibió el desengaño: tan impetuoso fue el primer arranque
de aquellos españoles, tanto impuso a las nuevas legiones romanas
el formidable aspecto de aquellos montañeses, que
entrando el desaliento y la consternación en sus filas, hubo de sufrir
la humillación de retirarse el vencedor de la Germania. Tuvo que tomarse
tiempo para restablecer la disciplina de su ejército, para reanimar
con castigos y con arengas el abatido valor de sus soldados. Notable
fue la severidad que usó con la legión llamada Augusta, una de las
que con más cobardía se habían conducido en el combate. Agripa la
declaró indigna de llevar aquel nombre y la disolvió toda entera.
Este ruidoso y ejemplar castigo surtió su efecto, picando el pundonor
de las demás legiones. Cuando ya
tuvo sus tropas mejor dispuestas emprendió de nuevo la campaña, y
habiendo tenido la suerte de sorprender a los cántabros en una llanura,
empeñólos en una acción general en que quedó vencedor. No
dejó con vida un solo hombre de los que cayeron en sus manos: destruyó
todas sus viviendas de la montaña; hizo a los ancianos, mujeres y
niños bajar a morar a los llanos, no sin que presenciaran horribles
escenas de madres que mataban a sus hijos, de hijos que daban la muerte
a sus padres de orden por ellos mismos, no queriendo conservar la
vida con la esclavitud. Agripa hizo ocupar militarmente todo el país. Gran sensación
y extraordinario contento causó en Roma la terminación de la guerra
cantábrica (19). Con ella quedó sujeta toda España, coa ella acabó
de perder su libertad después de dos siglos de heroica e incesante
lucha. «España, repetimos con Tito Livio, el primer país del continente
que invadieron las armas romanas, fue el postrero que se sometió.» Desde Escipión hasta
Agripa habían mediado doscientos años. Este es el mayor elogio que
puede hacerse del genio indomable de los hijos de esta región del
mundo. España quedó reducida a provincia del imperio. Siguióse una paz
que se llamó proverbialmente Paz Octaviana; aquella paz de que dijo
Tácito: ubi solitudinem facium, pacem apellant.
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