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SALA DE LECTURA

Historia General de España

 

E S P A Ñ A P R I M I T I VA

PRIMEROS POBLADORES

 

Si alguna comarca o porción del globo parece hecha o designada por el gran autor de la naturaleza para ser habitada por un pueblo reunido en cuerpo de nación, esta comarca, este país: es España. Separada del continente europeo por una inmensa y formidable cadena de montañas, rodeada en las dos terceras partes de su perímetro por las aguas del Océano y del Mediterráneo, diríase que el Supremo Hacedor ha querido dibujar con su dedo omnipotente sus naturales límites, y que defendiéndola de Europa con el antemural de los montes Pirineos, del resto del mundo con los dos mares, se había propuesto que pudiera ser la mansión o morada de un pueblo aislado y uniforme, ni inquietador de los otros, ni por los otros inquietado. ¿Por qué serie de causas, por qué conjunto de extraños acontecimientos, transformaciones y vicisitudes, esta parte del globo de tan demarcados términos y lindes, presenta en su historia el cuadro confuso de tantos pueblos y naciones, de tan distintos idiomas, de tan diversa y variada fisonomía en sus costumbres? ¿Cómo tan invadida ha sido siempre, y más que otra nación alguna, por extrañas gentes? Explica en gran parte lo primero su propia topografía: el curso de la historia demostrará lo segundo: ella irá descifrando este al parecer incomprensible fenómeno, este destino excepcional del pueblo español.

 

Las extensas cordilleras que la cruzan, corriendo en irregulares y tortuosas direcciones, y extendiéndose y desparramándose por todo el ámbito de la Península como las arterias de un gran cuerpo, formando profundas sinuosidades, estrechas gargantas y desfiladeros, risueños y fértiles valles, anchas y dilatadas planicies, sirven como de frontera a otras tantas comarcas independientes. Dejemos a los geógrafos la descripción de todas estas ramificaciones, que asemejándose en su marcha y vicisitudes a la vida del hombre, nacen, crecen, se ostentan a las veces robustas y soberbias, a las veces abatidas y flacas, yendo a morir en el profundo lecho de unos u otros mares. Contentémonos con no olvidar esta constitución física de España, porque ella será una de las claves para explicar la diferencia de caracteres que se observa en el pueblo español, y la facilidad con que pudieron formarse dentro de su territorio distintos e independientes reinos.

Numerosas corrientes de agua se desprenden del seno de estas vastas montañas, formando las grandes vías fluviales que atraviesan y fertilizan nuestro suelo.

Así, mientras las altas sierras producen en abundancia maderas de construcción y canteras de jaspes, mármoles y alabastros, en los pingües pastos de sus valles y cañadas se apacientan ganados de todas especies, que dan al hombre sustento y vestido; las llanuras y riberas le suministran con prodigalidad todo género de cereales, variedad de exquisitos vinos y de sabrosas frutas, y los mares de sus costas le surten abundosamente de pescados. Las minas de ricos metales con tal profusión derramó la Providencia en este suelo, que tomaríamos por fábulas las noticias que de ellas nos dejaron los antiguos geógrafos e historiadores, si de ser verdad y no ficción no viéramos todavía en nuestros tiempos tantos y tan irrecusables testimonios. «En ningún país del mundo, decía ya Estrabón, se ha encontrado el oro, la plata, el cobre y el hierro, ni en tanta abundancia ni de tan excelente calidad como en España.» Háblannos todos los autores de aquellos apartados tiempos de montañas de plata (Argentarius mons), de ríos que arrastraban arenas de oro; y el mismo Estrabón llama repetidas veces al Tajo: Tagus aurifer, auratus Tagus, Tagus opulentissimus.

No siendo nuestro propósito enumerar todas las producciones de este suelo privilegiado, en que parece concentrarse todos los climas y todas las temperaturas, diremos solamente que sobre proveer con largueza a todas las necesidades de la vida, suministra además al hombre cuanto racionalmente pudiera apetecer para su comodidad y regalo. De modo, que si algún estado o imperio pudiera subsistir con sus propios y naturales recursos convenientemente explotados, este estado o imperio sería el de España.

Por lo mismo no es maravilla que desde la más remota antigüedad atrajera el concurso de pueblos extraños, y que cuantos de él iban teniendo noticia anhelaran fijar su planta y asentarse en esta región tan singularmente favorecida.

¿Quiénes fueron los primeros que a ella llegaron? ¿quiénes los primitivos pobladores de España?

Oscuro por lo demás y entre densas nieblas envuelto se presenta por lo común el origen y primer periodo de la historia de casi todos los pueblos. Ocasiónalo el temerario afán y pueril orgullo de querer remontar su antigüedad a la época más apartada posible, comúnmente a la de la trasmigración de las gentes después del Diluvio, y a falta de otro origen que poder atribuirse suelen llamarse hijos de la tierra. Al empeño de realzar esto que algunos llaman glorias de antigüedad, ha sido muchas veces lastimosamente sacrificada la verdad histórica, supliendo la falta de datos con invenciones ingeniosas, con fabulosas tradiciones, o con caprichosas y sutiles etimologías, especie de adivinación fantástica, en que por palabras aisladas y sonidos semejantes se pretende deducir y legitimar las derivaciones que se buscan y están en la mente o en el intento y conveniencia del escritor. Con el propósito de dar a un país o a una población la preeminencia de antigüedad se han tejido esas cronologías caprichosas de príncipes o personajes que jamás existieron, y cuyos hechos, sin embargo, no falta quien refiera con tal puntualidad, como si hubiera conocido a los primeros, y hubiese sido testigo presencial de los segundos. Ficciones halagüeñas con que no ha debido ser difícil sorprender la credulidad pública en épocas poco alumbradas todavía, y que fácilmente trasmitidas de generación en generación han ido recibiendo una especie de sanción tradicional, hasta que la antorcha de la sana crítica las hace desaparecer.

Tal vez nuestra España ha sido una de las naciones que por más tiempo han probado los efectos de este sistema que las luces y el buen sentido han condenado ya. No fueron sólo los historiadores griegos y latinos los que desfiguraron nuestra historia con bellas ficciones mitológicas, porque así les convenía en su tiempo para mantener entretenidos los espíritus con las ideas de lo extraño y de lo maravilloso: nuestros historiadores más antiguos, o con buena fe adoptaron ciegamente lo que en aquellos hallaron escrito, o con menos sinceridad ellos mismos inventaron crónicas que más adelante se averiguó ser apócrifas y supuestas, en que ya se hacía a Noé venir a España y fundar en ella poblaciones, ya se traía a ella la mitad de los dioses del Olimpo, ya se daba el catálogo y cronología de más de treinta reyes fabulosos que debían haberse sucedido en el gobierno de España y cuyos hechos, guerras, leyes y vicisitudes minuciosamente se referían.

Aun después de evidenciada la falsedad de las crónicas de Auberto, de Juliano, de Dextro, y del nuevo Beroso de Fray Annio de Viterbo, sobre que fundó la suya el buen Florián de Ocampo, todavía el mismo padre Mariana, historiador por otra parte tan sensato, juicioso y erudito, no atreviéndose a desechar abiertamente aquellas fábulas, aunque parecía reconocerlas o sospecharlas de tales, dedicó no pocos capítulos de su historia a darnos razón de una serie de imaginados reyes, entre los cuales cuenta como verdaderos los Geriones, Híspalo, Héspero, Atlas, Sículo, Gargoris y Abides, y refiere las hazañas de Osiris, de Baco, de Hércules, de Ulises, de los Argonautas, y de otros héroes y divinidades: si bien aparece tal la vacilación e incertidumbre que trabajaba su ánimo, que lo que en una página sienta formalmente como cosa cierta y averiguada, en otra afirma haberlo puesto siempre en cuento de hablillas y consejas: con lo que introduce en el espíritu del lector no poca perplejidad, confusión y embarazo.

He aquí lo que escribía Florián de Ocampo sobre este particular:

 

CRÓNICA GENERAL DE ESPAÑA.

LIBRO I. CAPITULO PRIMERO.

Muchos años después que Dios nuestro Señor hubo criado el mundo, según que más largamente lo cuenta la sagrada Escritura, habiendo ya gran abundancia de gentes en la tierra, comenzaron a crecer tanto los vicios y maldades entre los hombres, que no queriendo Dios sufrirlo, determinó de destruir el mundo con aguas. Solo se hallaron entre los varones Noé, con tres hijos suyos que fuesen justos, y que viviesen fuera de los pecados de los otros. Uno de ellos fue su primogénito, de nombre Sem, y el mediano Cam, y el más pequeño Jafet: a los cuales nuestro Señor quiso guardar con sus mujeres, para que después de pasada su ira multiplicasen y restaurasen el linaje humano. Por esta causa mandó a Noé que hiciese un gran navío a manera de arca, cubierto y embetunado por todas partes, donde se metiese con ellos, y se pudiesen librar de las muchas aguas que sobre la tierra viniesen, las cuales duraron cuarenta días y cuarenta noches; la mar y los ríos se salieron de madre, y se derramaron sobre la tierra de tal suerte que no se libró cosa viva que no fuese anegada, salvo los animales y personas que Noe metió consigo en el arca: las cuales anduvieron dentro, hasta que poco a poco la mar y los ríos se fueron calmando, y las aguas comenzaron a bajar y descender, de tal manera que la tierra se descubrió por algunas partes, y el arca o navío topó en los montes de una tierra que llaman Armenia, donde se detuvo. Desde allí Noé salió fuera con su gente, y considerando que todas las tierras quedaban despobladas, repartió las provincias del mundo entre sus hijos para que las morasen, y multiplicasen en ellas su generación. Y quiso Dios nuestro Señor mostrar en esta necesidad tal misterio, que mientras el Diluvio duró, las mujeres parían dos criaturas en cada parto. Con aquello, y con la mucha vida que los hombres en aquel tiempo vivían, como veremos adelante, se pudo multiplicar tanto la gente, que los hombres se repartieron en todos cabos. Entre las personas que pocos años después de esto pasado, Noé como padre principal, a quien todos obedecían, señaló para poblar las tierras del mundo, envió también a España un hombre lleno de virtudes y de gran habilidad, llamado Jobel o Jubal, a quien por otro nombre las historias sagradas dicen Tubal.

Tubal vino con su mujer y sus hijos, y con otros muchos que ya tenía de su linaje: los cuales muy liberalmente le hicieron compañía. En esto concuerdan todos los Autores que mejor escribieron antigüedades, como son Josefo, Beroso, San Isidro, San Agustín, y todas las crónicas de España, sin discrepar alguna: las cuales, juntamente con la sagrada Escritura, dicen de este Jubal o Tubal ser nieto de Noé, hijo de Jafet, uno de los tres que en el diluvio se libraron, y éste fue el primer hombre que en las Españas sabemos haber morado: del cual descendemos, y de los que con él vinieron todos los que de ella son verdaderamente naturales.

Mas porque los buenos Historiadores, así Latinos como Griegos, acostumbran al principio de sus obras describir el asiento y la forma de las tierras de quien algo hablan, paréceme que será cosa justa decir en el principio de nuestras crónicas algo de la figura y del sitio de España, discurriendo primeramente por el contorno de sus riberas y márgenes, y señalando las distancias de los lugares y pueblos que por este tiempo conocemos en ellas.

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Confesamos ingenuamente que después de haber consultado, con el interés de quien busca de buena fe la verdad, cuantos autores antiguos hemos podido haber que supiésemos haber tratado las cosas de España, después de haber evacuado muchas citas con gran escrupulosidad y consumo de tiempo, no nos ha sido posible encontrar segura brújula y norte cierto por donde guiarnos en las oscuras investigaciones acerca de los pobladores primitivos de nuestra nación: antes bien hemos tenido momentos de turbarse nuestra imaginación cuando la hemos engolfado en este laberinto de dudas sin salida razonable, tropezando siempre, o con relaciones que llevan marcado el sello de la fábula, o con noticias que por confesión de los mismos autores se asientan en livianos y flacos fundamentos. Con la fe más ardiente desearíamos que hubiese quien hallara datos más sólidos, luces más claras y salida más segura de este intrincado dédalo.

Un pasaje del historiador de los judíos, Flavio Josefo, ha dado lugar a que algunos de nuestros historiadores hayan afirmado como cosa segura que Tubal, hijo de Jafet y nieto de Noé, fue el primer hombre que vino a España, «y la gobernó con imperio templado y justo». Apoyados otros en un capítulo del Génesis, en que se nombra a Tarsis, hijo de Javán y nieto de Jafet, entre los que salieron a poblar las islas de las naciones después de la confusión de las lenguas en la torre de Babel, le hacen el primer poblador de España y el que dio su nombre a la isla Tarseya, y de aquí el origen y principio de la nación española. Bien querríamos, pero no nos es posible, tener por bastante sólidos los fundamentos de una y otra opinión para asentar ni la una ni la otra como ciertas.

Viniendo a las razas de que más averiguadamente consta que poblaran España en los tiempos que se esconden a las investigaciones históricas, aparecen los primeros y más antiguos los Íberos, procedentes, según los datos más probables, de las tribus indo-escitas, raza nómada, compuesta de pastores y guerreros, que de la India escítica vinieron derramándose por Europa hasta su extremidad occidental. El erudito Vaudoncourt, siguiendo las sabias investigaciones de Bayer, Schlozer y Adelung sobre el origen de los pueblos de Europa, hace a los Íberos los aborígenes de España. Suponen muchos que la lengua que hablaban estos pueblos fuese la misma que hoy conservan y hablan todavía los vascos o euskaros; y no es de extrañar que habiendo sido éstos los que más resistieron la dominación romana y donde se hizo menos sensible su influjo, pudiera conservarse en ellos el idioma que primitivamente hablaron los españoles. Afirman, no obstante, otros eruditos y respetables autores haber sido el primitivo idioma de la población íbera el hebreo-fenicio, o un dialecto del hebreo, del cual pretenden demostrar haber quedado a la lengua española una tercera parte de sus voces. Mucho desearíamos que acabara de resolverse esta cuestión entre los filólogos.

Incontestable parece también la existencia posterior de los Celtas, que vinieron a disputar a los Íberos la posesión de la Península. Mucho tiempo se ha cuestionado, y creemos que tampoco esta cuestión se ha resuelto todavía, sobre si existieron los Celtas en España antes que en la Galia y emigraron de aquí a allá, como pretenden entre los nuestros Masdeu y Flórez, fundados en un testimonio de Herodoto; o si invadieron la Península por las gargantas de los Pirineos, viniendo de la Galia, como nos inclinamos a creer con Humboldt, por la marcha de Este a Oeste que llevaban todas las grandes emigraciones de los pueblos primitivos. De todos modos, esta nueva raza, belicosa, bárbara, y seminómada también, se mezcló con los íberos, llegando a dividirse entre sí el país y a formar una nación bajo el nombre de Celtíberos; bien fuese sin guerrear y por medio de pacíficas alianzas y matrimonios, como indica Estrabón, bien después de largas luchas, como lo atestigua Diodoro de Sicilia, y era más natural que acaeciese entre gentes que habitaban de largo tiempo un país, y otras que le invadían para posesionarse de él de nuevo. En una de estas guerras debió ser cuando algunas tribus íberas arrojadas de sus territorios, emigraron a su vez y se derramaron por los pueblos de Italia con los nombres de ligurios y sicanios, llevando allí su idioma y sus costumbres.

Poblada la Península por estas dos grandes razas, al paso que se iban extendiendo fraccionábanse en tribus más o menos numerosas, llegando a subdividirse en términos que cada comarca componía una pequeña nación o tribu independiente, a que las ayudaba la material organización del territorio, desconociendo por otra parte en su estado incivil la utilidad y hasta el arte de hacer alianzas y de gobernarse con unidad.

De su distribución y de sus costumbres sólo tenemos las noticias que nos han suministrado los escritores griegos y romanos, únicos pueblos civilizados cuyos escritos hayan llegado a nosotros. Pero conviene no olvidar que las relaciones de estos escritores se refieren a España tal como la encontraron los romanos cuando la invadieron sus armas, y que entonces había sufrido ya la Península las dominaciones, aunque parciales, de tres pueblos cultos. Pero las revoluciones intestinas que entre sí habrían tenido las primitivas razas no pudieron serles conocidas sino cuando más por imperfectas tradiciones. De suponer es, no obstante, como en el principio de nuestro discurso dijimos, que al paso que fueran asentándose en las diversas comarcas y zonas, irían contrayendo hábitos, ocupaciones, vínculos diferentes, y que los intereses de localidad y de tribu ocasionarían choques y guerras entre los moradores de los vecinos territorios; sucesos de la infancia de las sociedades, más fáciles de adivinar que de encontrar quien los trasmita. Sin embargo, como los fenicios, los griegos y los cartagineses sólo habían estado en inmediato contacto con los habitantes de las costas, de las riberas de los grandes ríos y de las llanuras o comarcas abiertas, las costumbres que nos describen de los moradores del interior y de las regiones montuosas, conócese que habían sufrido muy poca alteración, pues presentan toda la rudeza y ferocidad propias de los pueblos nacientes.

La población céltica, diseminada por toda la costa septentrional y occidental de la Península, dividíase en cinco grandes y poderosas tribus, los cántabros, los vascones, los astures, los galaicos y los lusitanos, que ocupaban los países que hoy poco más o menos comprenden las provincias Vascongadas y Navarra, las Asturias, Galicia y Lusitania o Portugal, si bien no es tan exacta la correspondencia de los antiguos y de los modernos límites, que los astures y los galaicos, por ejemplo, no se extendiesen entonces por una buena parte del reino de León y de Castilla la Vieja, los lusitanos por las Extremaduras y Castilla, los vascones por Aragón, y los cántabros por la actual provincia de Santander. Subdividíanse además estas tribus en multitud de pequeñas poblaciones o grupos, tanto, que al decir de Estrabón, eran quince las que componían la nación galaica, y sobre cincuenta las fracciones en que se compartían los lusitanos.

Ocupaba la raza íbera el Mediodía y el Oriente de España, dividida también en porción de tribus, de las cuales eran las principales, los turdetanos, que se extendían por la costa de la Bética o Andalucía hasta una parte de la Lusitania; los bástulos, que habitaban al Este del Estrecho, en lo que hoy es Ronda y el condado de Niebla; les beturios, que poblaban las cercanías de Sierra Morena; los bastetanos, en la costa de Murcia hasta el Segura; los contéstanos, desde Cartagena hasta el Júcar y parte de los reinos de Murcia y de Valencia; los edetanos, que ocupaban también parte de Valencia y de Aragón hasta confinar con la Celtiberia; los ilercavones, que se asentaban entre el Oduba y el Ebro; y desde el Ebro hasta el mar y los Pirineos los cosetanos, ausetanos, indigetes, lacetanos, ceretanos e ilergetes: por último, los gymnesios, o habitantes de las Baleares: casi todos subdivididos también en pequeñas tribus como los Celtas.

Habitaba el centro de la Península la raza mixta de los celtíberos; sus principales tribus, según Estrabón, eran los arevacos, los más poderosos de todos, al Sur del Duero; los carpetanos, en la comarca de Toledo por donde corre el Tajo; los vacceos, por la parte donde está hoy Palencia; los oretanos, en lo que riega el alto Guadiana: siendo los límites de la Celtiberia, por el Norte las sierras de Urbión y de Oca, por el Sur el Orospeda, por el Este las sierras de Segura y de Alcaraz, habiendo variado mucho por Occidente, hasta llegar en una época cerca de las costas del Mediterráneo.

No hemos fijado los límites precisos de cada uno de estos pueblos, por la frecuencia con que debieron variar, y porque sería de desear también mayor conocimiento del que respecto a las alteraciones de cada época pudieron tener los antiguos geógrafos. Ni hemos mencionado todas y cada una de las subdivisiones de tribus, ya por la escasa importancia histórica que algunas tienen, y ya también porque muchas de ellas omitieron los mismos escritores griegos y romanos so pretexto de la repugnancia que dicen les causaba lo poco armonioso, si ya no lo ridículo de sus nombres. Estrabón da por excusa de su silencio la difícil y semibárbara pronunciación que tenían. Plinio no menciona sino las que eran fáciles de pronunciar en latín. Y a Marcial le sirvió de tema la rusticidad de sus nombres para sus punzantes epigramas.

Groseras y rústicas tenían que ser las costumbres de estos primitivos pueblos. Expresaremos algunos de sus rasgos característicos, tales como nos han sido trasmitidos por los más antiguos historiadores.

Distinguíanse los habitantes de las montañas por su ruda y agreste ferocidad. Estrabón pondera en términos acaso demasiado enérgicos la fiereza de los cántabros. Intrépidos y belicosos, de genio indomable y ánimo levantado, contentos y bien hallados entre la fragosidad de sus bosques, en guerra siempre con otras gentes por sostener su independencia, negábanse estos montañeses a toda transacción y aún a toda comunicación con los demás pueblos. Su furor marcial llenó de terror a cuan tos intentaron su conquista.

Servíanse de una especie de escudos llamados peltas, y de armas ligeras como el venablo, la honda y la espada, propias de gente que necesitaba de agilidad para sus asaltos y correrías de montaña. Los jinetes tenían sus caballos acostumbrados a trepar por sierras y colinas; y al modo de los astures, no menos guerreros que ellos, solían montar dos jinetes en un mismo caballo, para poder combatir, cuando el caso lo requiriese, a pie el uno y a caballo el otro. Hacíaseles insoportable la vida sin el arreo de las armas, y cuando la falta de vigor los inutilizaba para la guerra, preferían la muerte a una vejez que tenían por desdorosa, y la buscaban precipitándose de lo alto de una roca. Pródigos y despreciadores de la vida, si se veían amenazados de esclavitud, apelaban al suicidio; y si les faltaban armas, recurrían a un veneno con el que iban siempre provistos, y que decían mataba sin dolor.

Viéronse en la guerra cantábrica rasgos de heroísmo salvaje, que eclipsan las rudas virtudes bélicas de los espartanos. Madres que clavaban el acero en los pechos de sus hijos para no verlos en poder del enemigo; padres y hermanos, que hallándose prisioneros mandaban al hermano o al hijo que los matase para no ser esclavos; hijos que lo ejecutaban, y soldados que clavados en una cruz cantaban alegres himnos en honor de sus dioses.

Ni por eso eran desconocidos los afectos del corazón a aquellas rústicas gentes. Los vínculos de la amistad los llevaban a tal extremo, que en consagrándose a un jefe o caudillo, de tal manera ligaban y compartían con él su buena o mala fortuna por toda la vida, que no se vió un solo ejemplar de que, muerto él, rehusaran morir todos, ni siquiera nadie sobrevivirle. Admirable fidelidad, por lo mismo que caía en tan groseros corazones.

Refiérese de una de estas tribus que hacía su bebida favorita de sangre de caballo, a estilo de los sármatas y de los masagetas: y afírmase también que para limpiarse los dientes y encías usaban de un repugnante líquido, cuyo nombre dejamos al poeta Cátulo expresar en idioma latino. Las mujeres labraban los campos; y por más extraña que nos parezca la costumbre de hacer las recién paridas acostarse a sus maridos y asistirles con mucho cuidado y esmero, así nos lo atestiguan los escritores romanos, y no es este solo el pueblo de que se refiere tan extravagante singularidad.

Ágiles y astutos los lusitanos, diestros en armar asechanzas y en descubrir las que a ellos les ponían, hacían sus evoluciones militares con admirable orden y facilidad. Usaban pequeños escudos cóncavos atados con correas sin asas ni hebillas, puñal o machete, casco con penacho y cota de armas de lino. Algunos se servían de lanzas con los botes de cobre. Combatían a pie o a caballo, a la ligera o armados de todas armas: la guerra era su estado casi habitual; valientes, pero inconstantes de suyo.

Sobrios y frugales sobremanera como todos los habitantes de las montañas, sustentábanse las dos terceras partes del año con pan de bellotas; bebían una especie de sidra o cerveza; el poco vino que producía el país le consumían en los festines de familia. En esos banquetes se sentaban en bancos por orden de edad y de dignidad, y después danzaban al son de una flauta o trompeta. Dormían en el suelo sobre haces de hierba, cubiertos la mayor parte con túnicas negras o sacos oscuros. Las mujeres gastaban trajes rústicamente bordados. Los de tierra adentro traficaban entre sí por medio de cambios, si bien a veces empleaban por moneda pequeñas laminitas de plata que cortaban a medida que las necesitaban para pagar los objetos comprados.

Exponían los enfermos en los caminos públicos, al modo que lo practicaban los egipcios antiguamente, por si algún transeúnte conocía por propia experiencia la enfermedad y el remedio. Apasionados de los sacrificios, que ofrecían a una especie de divinidad guerrera, servíanse de las entrañas de los cautivos para sus adivinaciones, y desde el momento que la víctima recibía el golpe fatal sacaban los primeros augurios del modo o postura en que caía. Cortaban la mano derecha a los prisioneros de guerra, y los consagraban a sus dioses. Tenían también sus hecatombes, a semejanza de aquellas de que hablaba Píndaro cuando dijo: «Inmolad cien víctimas de cada especie de animales.» El suplicio de los reos de muerte era la lapidación, y sacaban a los parricidas fuera de las fronteras, o por lo menos de las poblaciones para aplicarles la pena.

De las tribus galaicas que moraban cerca del Duero dícese que no hacían sino una comida diaria muy sencilla y frugal, que se bañaban en agua fría, y que se frotaban dos veces al día el cuerpo con aceite al modo de los lacedemonios.

Atribúyese a los astures haber sido los primeros entre aquellas naciones bárbaras en dedicarse a la explotación de minas y al rebusco del oro, hasta el punto de llamarlos Silio Itálico avaros astúres, y Lucano pálidos escudriñadores del oro: si bien solían tropezarse con los galaicos sus vecinos, ocupados en la propia operación en las sierras aledañas de ambos países. Dícese que era frecuente en Galicia al labrar la tierra enredarse el arado en gruesos pedazos ele oro, y que había en sus fronteras un bosque sagrado al cual era prohibido aplicar el hierro: «solamente, añade Justino, cuando el rayo hendía la tierra, se permitía recoger el oro puesto así al descubierto como un presente de la divinidad»

Aparte de alguna ocupación propia de alguna de las mencionadas tribus, entiéndese que en lo general los cántabros, vascones, gallaicos, lusitanos y astúres, asemejábanse mucho en las costumbres y manera de vivir.

Dominando, a lo que parece, entre los celtíberos la raza celta sobre la íbera, tenían mucho de común con las tribus de que hemos hecho mérito, pero diferenciábanse ya en costumbres y en genio. También los celtíberos, como los cimbrios y como los cántabros, cifraban su gloria en perecer en los combates, y consideraban como afrentoso morir de enfermedad. También adoraban un dios sin nombre, al cual festejaban en las noches de los plenilunios, bailando en familia a las puertas de sus casas. Pero esto no impide el que dieran culto a Elman, a Endovellico, y a otras divinidades, según atestiguan las inscripciones, bien indígenas, o bien originarias de la Fenicia, como conjetura Depping. Natural es la idea de un culto religioso aun en los pueblos mas bárbaros; y lo que Estrabón dice de los galaicos, que no se les conocía religión alguna, suponemos significará que no se sabía adorasen ningún dios de la teogonia pagana.

El traje celtíbero era una ropilla negra u oscura, hecha de la lana de sus ganados, a que estaba unida una capucha o capuchón, que le dio el nombre de sagum cucullatum, con la cual se cubrían la cabeza cuando no llevaban el casquete, adornado con plumas o garzotas. Al cuello solían rodearse un collar; y una especie de pantalón ajustado completaba su sencillo uniforme. En las guerras usaban espadas de dos filos, venablos y lanzas con botes de hierro, que endurecían dejándole enmollecer en la tierra. Gastaban también un puñal rayado, y se alaba su habilidad en el arte de forjar las armas. Presentábanse ya a pelear a campo raso: interpolaban la infantería con la caballería, la cual en los terrenos ásperos y escabrosos echaba pie a tierra, y se batía con la misma ventaja que la tropa ligera de infantería. El cuneus, u orden de batalla triangular de los celtíberos, se hizo temible entre los guerreros de la antigüedad. Las mujeres se empleaban también en ejercicios varoniles, y ayudaban a los hombres en la guerra.

De entre las tribus celtíberas la que conservó por más tiempo los hábitos de la vida nómada fue la de los vacceos. Late vagantes los llama Silio Itálico. Pastores, agricultores y guerreros a un mismo tiempo, veíanse precisados para pelear a dejar guardados sus cereales en silos, especie de hórreos o graneros subterráneos, donde se conservaban bien los granos por largo tiempo. Aun subsisten muchos en los pueblos de la Vieja Castilla, y la curiosidad ha movido muchas veces al autor de esta historia a bajar a estos silos y a examinarlos. Distribuíanse los vacceos las tierras que habían de cultivar cada año, y se repartían su producto, considerando el suelo Como una propiedad común: el que ocultara alguna parte de estos frutos era castigado con la última pena.

Había entre los carpetanos una tribu que vivía en cavernas aisladas. Moraba en una colina al Norte del Tajo.

Mucho menos toscos eran los que habitaban entre la costa oriental y los Pirineos. Los barcos representados en las medallas encontradas en los campos de Tortosa prueban que los moradores de la costa se daban ya al tráfico marítimo, y no es inverosímil o que estuvieran ya mezclados con los pelasgos y tirrenios, o que al menos mantuviesen tratos y relaciones con los etruscos de la opuesta costa de Italia. Valerosos y tenaces en defender su libertad nos pintan a los edetanos o ilergetes. El sol y la luna eran los principales dioses que adoraban aquellos pueblos.

Iban los de las Baleares a la pelea o enteramente desnudos, llevando en la mano un pequeño broquel y un venablo quemado por la punta, o cubiertas sus carnes con pieles de carnero a manera de zaleas, que nombraban sisyrnas. Ponderada fue siempre su habilidad y destreza en el manejo de la honda, y al decir de Lucio Floro, las madres no daban a sus hijos más sustento que aquel que puesto en el hito acertaban ellos a tocar con la piedra lanzada con la honda. Diodoro, hablando de las tres hondas de distintos tamaños que parece acostumbraban a llevar aquellos insulares, dice que una la llevaban ceñida a la cabeza, otra al rededor de la cintura y otra en la mano.

Distinta era ya la cultura de los íberos que poblaban la costa meridional de la Península. Establecidos de inmemorial tiempo en el templado litoral del Mediterráneo, o en las amenas márgenes del Betis o del Guadiana, es de creer que la belleza de aquel cielo, la dulzura del clima y la feracidad de aquel suelo privilegiado, habrían modificado su originaria rusticidad y hecho que gustasen más de la vida sedentaria y quieta, y que fuesen menos turbulentos y guerreadores que los pueblos del interior y de las montañas; sin que por eso hubiesen perdido del todo sus rudos instintos, ni dejaran de resistir con vigor y energía a los pueblos invasores. Los monumentos religiosos que dicen haberse hallado sobre el Promontorio Cuneo testifican la rudeza de los cinesios, pues según Estrabón y Artemidoro, reducíanse a tres o cuatro piedras sobrepuestas, y conforme a una tradición conservada de padres a hijos, cada vez que los navegantes abordaban aquel lugar mudaban las piedras y las cambiaban de posición, contentándose con dirigir algunas preces a aquella especie de altar movible y de obelisco rústico. También, según Valerio Máximo, inmolaban, como los cántabros, a los ancianos imposibilitados de llevar las armas.

En tal estado debieron encontrarlos los fenicios a su llegada. Mas habiendo sido las costas meridional y oriental de la Península las que primero recibieron la influencia de los tres pueblos civilizados que diremos después, natural es que cuando los conocieron los romanos hallaran ya en aquellos, pueblos otra cultura y otras costumbres más blandas y suaves. Estrabón y Polibio hablan en términos magníficos y pomposos de la civilización de los turdetanos. Suponen que hacía nada menos que seis mil años que poseían leyes escritas en verso. Por esta cuenta se remontaba la civilización turdetana a tiempos muy anteriores a la creación del mundo según la Escritura. Mas de la confusión y embarazo en que esta especie pudiera ponernos, sácannos con facilidad Diodoro de Sicilia, Varrón, Plutarco, Lactancio, Suidas y otros no menos graves autores, enseñándonos la costumbre de muchos pueblos antiguos, de contar, no por años solares, sino por años de estaciones o meses: en cuyo caso, siendo verosímil que ellos contasen por estaciones de a tres meses, coincidirían los primeros rayos de civilización que recibieron los turdetano con el arribo de los primeros colonizadores.

De todos modos, no es en el estado civil de los habitantes de las costas de Mediodía y Levante donde hemos de buscar el tipo de las costumbres de los primitivos pobladores de España, sino en los que ocupaban el Norte, el Occidente y el centro de la Península, en los que no habían sido modificados con el influjo de las colonias.

Los rasgos comunes y característicos de estos pueblos eran la rusticidad, la sobriedad, el valor, el desprecio de la vida, el amor de la independencia, la tendencia al aislamiento, y por consecuencia la falta de unidad. Separados y como aislados del continente europeo, y más todavía de las demás partes del mundo, parecían destinados á pasar una vida ignorada y una existencia oscura. Veamos ahora cómo fueron entrando a participar del movimiento social del mundo antiguo, no olvidando el fondo de carácter creado por las primitivas razas, que veremos ir sobreviviendo, bien que con algunas modificaciones, a los siglos, a las dominaciones y a las conquista.


 

FENICIOS, GRIEGOS, CARTAGINESES