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Historia General de España |
E S P A Ñ A P R I M I T I VA PRIMEROS POBLADORES
FENICIOS,
GRIEGOS, CARTAGINESES Los fenicios fueron las primeras gentes civilizadas que llegaron a España y fundaron en ella poblaciones.
Estos descendientes de Canaán, cuya tierra habían cubierto de ciudades
ricas y populosas, las cuales habían elevado a un grado admirable
de esplendor y de prosperidad por medio de la navegación y del comercio,
en que eran singularmente entendidos y aventajados, sostenían mucho
tiempo hacía relaciones mercantiles en Egipto, en el Asia Menor, en
las costas del Mediterráneo y de la Europa Oriental. Verosímil es
que estos intrépidos navegantes en algunas de sus excursiones marítimas
hubieran avistado las costas de España, y aun arribado a ellas, o
con deliberado intento como exploradores, o arrojados por algún azar,
y que el aspecto de tan bello clima y de tan fértil suelo inspirara
a su genio mercantil el pensamiento de extender a él sus relaciones
comerciales. Sea lo que quiera de las expediciones que pudieran hacer
y la tradición oriental les atribuye antes de la época que vamos a
señalar, creemos que la fundación de sus primeros establecimientos
en el litoral de nuestra Península no puede remontarse más allá de
los quince siglos antes de la era cristiana. Coincide
este acontecimiento con la época en que arrojados los fenicios del
interior de sus tierras por las armas de Josué, que las había invadido
para dar a la posteridad de Abraham la posesión de la tierra prometida
por Dios, el crecimiento excesivo de la población que se había replegado
a las grandes ciudades, especialmente a Sidón y a Tiro, les
hizo pensar en salir a establecer colonias donde antes se habían presentado
solo como simples traficantes. En esta dispersión abordaron muchos
de ellos las costas africanas, y las del Sur de la Península española
que acaso conocían ya, y estableciéndose primero en la isla Eritya
o Eritrea, que se cree sea la de Santi-Petri, hoy en gran parte cubierta
por las olas, trasladáronse luego y fundaron Cádiz con el nombre de
Gadir, comenzando por erigir un templo a Hércules, su divinidad
favorita, cuyo culto llevaban consigo a todas partes, colocando en
él dos columnas de bronce de ocho codos de altas.
El
incendio sería violento, pues las piedras estaban calcinadas, así
como algunos huesos humanos, que se conservan en el Museo. Pocos
restos de la industria de aquellos remotos tiempos se salvaron de
la voracidad de las llamas, si se exceptúan algunas pocas vasijas
de un tosco barro arenisco, construidas a mano, sin ausilio del torno
de alfarero, leves pero elocuentes muestras de la rudeza, así de los
bravos habitantes de la ciudad, como del pueblo semi-salvaje que la
asoló e incendió.
He
aquí, pues, explicada según nuestras indagaciones, las causas
que produjeron la primera ruina de Tarragona; ruina terrible que a
pesar del transcurso de millares de años ha llegado a nosotros de
una manera expresiva, admirándonos de sus espantosos efectos. ¡Cuántas
y cuántas otras ruinas en los siglos venideros debían sufrir esta
infortunada ciudad, siempre por los mismos Celtas, Germanos o Galos
descendientes directos de aquellas hordas salvajes venidas de la Escitia
y de la Sarmacia! Aun recordamos con dolor una de ellas ocurrida en
nuestros días, tan sangrienta y feroz como aquella sin duda. Deducimos
que la acrópolis de Olérdula tuvo en aquella lejana época el mismo
desastroso fin que Tarragona; pero como el ave Fénix una y otra renacieron
de sus cenizas, como veremos más adelante. Pocos
puntos históricos pertenecientes a los antiguos tiempos se presentan
tan obscuros y tan controvertibles como la historia de los Celtas,
asi como no existe otro en que se hayan emitido tantas y tan diversas
opiniones. Mientras unos hacen originarios a los Celtas de los países
inmediatos al mar Báltico y otros septentrionales de Europa, otros
los consideran aborígenas de España, engañados sin duda estos por
el nombre de algunas comarcas occidentales y meridionales que en la
Península Ibérica poseyeron, y el de muchas ciudades de la antigua
geografía, llegando hasta el extremo de suponer que los Celtas residieron
antes en España que en las Galias. Igualmente se ha atribuido a este
pueblo la erección de los monumentos toscos y colosales calificados
hasta aqui de célticos, conocidos bajo el nombre de Menhires, Peulvans,
Trilitos y Cromlehs, Pasadizos cubiertos o Cuevas de las hadas,
Piedras vacilantes, etc.; y en verdad, que atendidas las eruditas
investigaciones de personas y corporaciones tan sabias y competentes
como sir Roberto Hoare, sir Higgins, M, Cambri, M. Eloy Johanneau,
M. de Frenmville y otros, así como la Sociedad Céltica de Francia,
fundada en 1807 y la Academia Real de Anticuarios que la sucedió en
1815, la Sociedad Highlandesa y la Sociedad Arqueológica de Londres,
de esperar era que no se hubiesen equivocado, siendo lo más notable,
que otras personas y corporaciones no menos sabias y respetables,
hubieran atribuido estos gigantescos y rudos monumentos a los sacerdotes
druidas que sucedieron a los Celtas; pero los estudios antropológicos
y paleo-arqueológicos recientes, verificados sobre estos
restos simultáneamente en Inglaterra, en la Bretaña, en la Bélgica
y Escandinavia; las investigaciones practicadas en las turberas de
todo el Norte de Europa; los casuales descubrimientos hechos en las
ruinas de los Palafitos y ciudades lacustres en el fondo de los lagos
de Suiza e Italia; y por último, las exploraciones ejecutadas en los
kjockkenmoedding o vaciaderos
de Dinamarca, Suecia y en Cornualles, han esclarecido esta parte importantísima
de la historia antigua de una manera admirable, resultando en consecuencia,
que dichos monumentos no solo no eran célticos, sino que los Celtas
a su llegada a los países en donde existían desde muy antiguo
se asombraron de su grandeza, de modo que muy lejos de ser sus constructores,
se aprovecharon por el contrario de estas enormísimas moles utilizándose
de ellas en lo que les convino (Fignier), y de ahí la destrucción
y desaparición completa de los unos, y de la ruina parcial de la mayor
parte de los existentes. Menos
razón hay para considerarlos druídicos; primero, porque los verdaderos
Druidas, según todas las investigaciones enunciadas, no aparecen realmente
en las Galias hasta el siglo sexto antes de nuestra era, y ninguna
parte de la historia habla de sus pretendidas construcciones gigantescas
ni de estos toscos altares denominados dolmenes y menhires
que tan ligeramente se les atribuyen; y segundo, porque es ya
sabido que los sacerdotes druidas practicaban su culto y sus supersticiosas
ceremonias en la espesura de los bosques, en donde cogían el muérdago
sagrado, y ejercían en la soledad de las umbrosas selvas sus misteriosas
prácticas, iniciando allí a sus adeptos; y precisamente los monumentos
calificados de célticos por unos y de druídicos por otros se levantan
casi sin excepción en comarcas despejadas y peñascosas, y muy comúnmente
en las orillas de mar, no siendo ya dudoso el que, si para los celtas
eran antiquísimos estos monumentos, para los Druidas su erección se
perdía en la noche de los tiempos. Las
pomposas y recientes descripciones de estos supuestos altares druídicos
(E. Bretón) en donde se degollaban sin misericordia las víctimas humanas
en cruentos sacrificios, o se precipitaban cruelmente desde su altura
para quedar destrozados sus cuerpos en las puntas de hierro destinadas
a recibirlos, han quedado desmentidas desde luego, reduciéndose estos
altares ficticios o dolmenes, a cámaras sepulcrales, construidas con
piedras toscas puestas de pié, y otras enormísimas colocadas horizontalmente
encima para servirlas de techo, de las que, habiendo desaparecido
la tierra que sus constructores habían acumulado encima, en forma
de montículos (túmulus), han quedado descarnadas. De
aquellas poéticas descripciones de los sabios, más brillantes que
sólidas, hechas muy modernamente nos han admirado dos cosas; una,
¿cómo habiendo sido examinados interiormente algunos de estos túmulos
o cámaras sepulcrales, cubiertas con sus correspondientes montículos
en perfecta integridad, según sucedió en Firlemont, Bartlow y Silbury,
y otros semidestruidos como en Pornic, en Bongon y en New-Orange,
no hayan observado los arqueólogos que los describieronue los dólmenes
o altares druídicos de Anglesey, de Roscoff, de Kerven-Burel, de Librac,
etc., tenían la misma configuración interior de aquellas, y por lo
tanto que estos fingidos altares druídicos se reducían a simples esqueletos,
digámosle así, de aquellos túmulos o cámaras funerarias? y luego ¿cómo
no pensaron sus apologistas en la imposibilidad de ser altares druídicos
los que existen en Inglaterra, en España y sobre todo en Africa, donde
no se introdujo ni ejerció jamás el culto druídico? Y ciertamente
que no faltan en España importantísimos monumentos de aquel género
en varios puntos, especialmente en Andalucía, debiendo citar entre
otros los de Dilar y de Hoyon, descritos recientemente por nuestro
amigo D. Manuel de Góngora, los cuales son de mayor importancia sin
duda que los que tanta celebridad han conseguido los situados en las
costas de la Gran Bretaña, en las Galias y en la Bélgica, pudiendo
en consecuencia deducir que aquellos tan decantados estudios verificados
por los sabios durante la primera mitad de este siglo, eran muy imperfectos,
así como es de colegir que su atribución a un pueblo anterior de muchísimo
a los Celtas es no solo posible, sino aún, históricamente hablando,
indispensable. Una
segunda cuestión sumamente importante surge cuanto se trata de someter
a cómputos cronológicos la época de la venida a Europa de los pueblos
célticos o escíticos, hasta ahora poco conocidos, cuestión ávida y
en extremo controvertible. Los
antiguos escritores creían ya tan remota la época del establecimiento
de los Celtas en los países donde los encontraron situados, que los
consideraban casi como aborígenes. Plinio los hace anteriores al Diluvio,
del que dice se salvaron. Estrabón dice que Celtas y Escitas
son un mismo pueblo con diferentes denominaciones, los cuales vivían
desde tiempos ignotos en los países situados al extremo septentrional
del antiguo mundo, cuyo territorio apellida indistintamente Escitia
o Céltica, añadiendo luego, que después del desbordamiento de estos
pueblos por el Occidente se denominó a los septentrionales escíticos,
y a los occidentales célticos. Lo mismo con poca variedad dicen Eforo,
de donde lo sacó Estrabon y Plutarco en la vida de Mario. Los
escritores griegos y romanos hablan muy vagamente de los Celtas, porque
tuvieron ideas bien poco precisas de estos pueblos semisalvajes, como
que habitaban en regiones para ellos casi desconocidas. Los escritores
modernos, según hemos dicho, no conocían la historia de los Celtas
sino por lo que dijeron los antiguos, sin tomarse la pena de practicar
averiguaciones arqueológicas; de modo que, lo escrito hasta hace poquísimos
años no es bastante para formarse un juicio de los Celtas; pero todos
están conformes en remontar su origen hasta las primeras edades del
hombre después del Diluvio; y los más eruditos los hacen proceder
de lo spaíses inmediatos a la laguna Meótides y de las orillas del
mar Caspio: hasta aquí llegan las indagaciones. Mr.
Amadeo Thierry, si bien no se atreve a asegurar la época cierta del
establecimiento de la confederación céltica en Francia, cita no obstante,
de acuerdo con la opinión de Freret, la época del paso de los Celtas
por los Pirineos a España por primera vez, sobre 1400 años antes de
la era vulgar, lo que siempre es un dato. Este
cálculo cronológico del erudito historiador de las Galias está basado
sobre un hecho histórico muy conocido. Los
Fenicios arrojados de gran parte de la Palestina por los Israelitas
conducidos por Moisés, enviaron colonias a España, posesionándose
de los países meridionales de la península. Esta expedición fenicia
se verificó quince siglos antes de nuestra era, época de la entrada
de los Hebreos en el país de Canaán, según las cronologías de Eusebio,
de Userio y de Bosuet. Por
testimonio de Estrabón y de Plinio los Celtas ocuparon España
después de los Fenicios, por cuyo motivo Mr. Freret da un siglo más
de antigüedad a las navegaciones de los Tirios que a la venida de
los Celtas a la Península Ibérica, como queda expresado arriba. Pero
por ingenioso que sea el cálculo de Freret, apoyándose en el testimonio
de aquellos dos historiadores, creemos que siendo tres las irrupciones
célticas a España como expresa Thierry, la primera completa y destructora,
la segunda parcial, y la tercera, ya en época histórica, apenas intentada,
la atribución de los citados escritores debe referirse sin duda alguna
a la segunda, la más próxima a su época. Sobre esto expondremos nuestras
conjeturas al hablar de la venida de los Cimbrios a España, o sea
la segunda invasión. Mr.
Le Hon, sincronizando varios acontecimientos históricos calcula que
la emigración ariana o céltica del Asia al Norte y Sudoeste de Europa
hubo de ser simultánea con el paso de los Hicsos de la Arabia al Egipto,
y remonta a cuatro mil años la venida de los Celtas a ocupar las Galias
por primera vez. No
hallamos desacertada la conjetura de Mr. Le Hon, pues si efectivamente
sincronizamos los acontecimientos históricos de data conocida, vienen
a dar el mismo resultado. A tenor de las mejores cronologías, el patriarca
Abrahám nació en Ur de Caldea 2093 años antes que Jesucristo, y según
el texto de la Biblia salió de allí para el país de Canaán sobre el
año de 1960; pero por causas que no explican los Libros sagrados hubo
de detenerse en Harán, pueblo situado a orillas del Eufrates. A
la edad de 75 años, dice el Génesis, es a saber
el de 1921 (el mismo de la vocación del Señor) partió aquel patriarca,
padre del pueblo hebreo de Harán para la Palestina; transcurridos
430 años del expresado acontecimiento, memorable en los fastos de
la historia de los Israelitas, se verificó la salida de estos de la
esclavitud del Egipto y el paso del mar Rojo bajo la conducta de Moisés,
según el Exodo, lo que coincide con el año 1491, como expresa la cronología
de Userio, igual fecha o en los contornos de la primera expedición
de los Fenicios a España. Estas datas son históricas, y nos servirán
de base para las conjeturales. Hemos
visto que Abraam abandonó la ciudad de Ur sobre el año 1936, y que
residió 45 en Harán. La Biblia no expresa la causa que le obligó a
huir de su patria con toda su familia, ganados y riquezas, pero los
sucesos contemporáneos lo indican claramente. La ciudad de Ur se hallaba
situada en la orilla derecha del Tigris, no muy lejos de Nínive, confinando
con el Irán. Una de las más terribles irrupciones del Turán a este
país obligó a los Iranios o Arias a emigrar en masa de su patria,
desbordándose por los países limítrofes, y este movimiento de repulsión
fue causa de tres notables acontecimientos históricos simultáneos;
la mayor parte de la familia Aria emigrante se esparció por el Norte
y Sudoeste de Europa, y de aquí el origen de la primera y más grande
invasión celta a orillas del Báltico y Océano Germánico; otra parte
se desparramó por la Mesopotamia y por el Yemen, obligando a los Hicsos,
o pueblos pastores que
transhumaban por los desiertos de la Arabia, a pasar al Bajo Egipto,
del que se apoderaron con violencia, y se sospecha con muchas
probabilidades que éste quizás fué el motivo también que precisó a
Taré a abandonar su casa y patrimonio con su hijo Abraam, salvándose
por orden del Señor al país de los Cananeos, Si
en vista de estos antecedentes computamos las fechas, nos darán la
comprobación de aquellos tres tan importantes acontecimientos. En
efecto, restando del año 1980 en que salió Abraam de Ur, los 260 que
los Hicsos permanecieron en Egipto sojuzgándole, nos da el guarismo
1700, precisamente la época, según Bosuet, del encumbramiento del
patriarca José, hijo de Jacob en la corte de Faraón y si a
los 1966 años anteriores a Jesucristo añadimos los del corriente siglo
nos dan 3960 fecha que se aproxima al cálculo de Mr, Le Hon, quien
hace ascender a cuatro mil años la primera invasión de los Celtas
a Europa; y he aqui que a la vez tenemos los datos casi ciertos para
conocer la época del establecimiento de la confederación céltica y
gaélica de la Bélgica, en la Bretaña y en las Galias y su paso por
los Pirineos, causando según Thierry grandes desastres en España,
según lo atestiguan las ruinas de los dólmenes en Andalucía, en Portugal
y en otros puntos, y la destrucción de los gigantescos muros ciclópeos
de Tarragona, todo lo que no vacilamos a atribuirlo a los Celtas,
según explicamos arriba. Resumiendo
pues lo que acabamos de exponer, resulta, que la gran emigración iraniana
o de los Arios aconteció sobre 1966 años antes de nuestra era, y que
a consecuencia de la misma ocurrieron a un tiempo las invasiones de
los Arias a la Mesopotamia y al Yemen o Arabia, arrojando a los Hiksos
contra los Egipcios, de que queda hecha mención, y la de los Celtas,
da la misma familia, al Septentrión y Occidente de Europa, llevando
en pos de sí la destrucción, de conformidad con la opinión de Mr.
Thierry y Mr. Le Hon, lo mismo que atestiguan los monumentos denominados
hasta aqui y con error célticos o druídicos, situados en el Norte
y Occidente de Europa. Que
una vez dado el impulso, aquellas emigraciones célticas, esciticas
o arias continuaron sin interrupción, como queda demostrado, y una
multitud de pueblos o tribus, sin duda de la misma estirpe y procedencia,
pero con diversas denominaciones, empujándose mutua y sucesivamente
llegaron de comarca en comarca hasta ocupar, si bien que temporalmente
a la sazón, la península ibérica devastándola. Como
todos estos movimientos exigían tiempo, podremos calcular prudenciamente
la época de su arribo a España sobre diez y nueve siglos antes de
nuestra era, de modo que el paso de los Sicanos a Italia y Sicilia,
y el de los Ligures a las Galias, asi como la ruina de los muros ciclópeos
de Tarragona, se remontaron, según aquellos cálculos, nada menos que
a 3700 años; calcúlese entonces la antigüedad de su construcción. Dijimos
que la primera ocupación de España por los Celtas o Arios fue transitoria,
en el supuesto que no dejaron otro recuerdo de su desoladora irrupción
que la ruina de los monumentos erigidos por el pueblo de los dólmenes;
y creemos con entera convicción, que el establecimiento definitivo
de la raza céltica y gaélica en España retardó algunos siglos, hasta
la invasión de los Cimbros que los griegos tradujeron homofónicamente
en Cimmerio y los latinos en Cimbros, verificándose en este intermedio
las expediciones fenicias, ocurridas quince siglos antes de Jesucristo,
y de ahí que tanto Estrabón como Plinio, por testimonio de
Varrón, pongan a los Celtas ocupantes de España posteriormente
a los Fenicios, y a esta segunda invasión solamente debe remontarse
la mezcla de los Celtas con los Íberos, de la que resultó la
raza Celtíbera, como opina juiciosamente Mr. Carlos Romey en su Historia
de España. BUENAVENTURA
HERNÁNDEZ SANAHUJA Una
vez asentados en Cádiz, situación grandemente favorable para el comercio,
fueron extendiendo sus colonias por el litoral de la Bética, y por
todo el país habitado por los turdetanos, fundando ciudades y estableciendo
factorías en la costa y a las márgenes de los grandes ríos, y en general
en los puntos más acomodados para el tráfico. Pertenecen a las primeras
fundaciones Málaga, Sevilla, Córdoba, Martos, Adra, y otros varios
pueblos de Andalucía, de los cuales unos subsisten aún, otros con
el tiempo han desaparecido. Fuéronse luego derramando por el interior;
que no podían ser indiferentes a los oídos de aquellos comerciantes
las noticias que recibían de las riquezas que el país encerraba, y
de que les llevaban preciosas muestras los naturales. Cebo era este
a que no podía resistir la codicia de aquellos hombres, por otra parte
de genio naturalmente emprendedor, y así determinaron entrarse tierra
adentro, estableciendo de paso, según su costumbre, almacenes y depósitos
en correspondencia con los de las costas, donde acudían los bajeles
de Tiro a hacer sus cargamentos. Grandes debieron ser las riquezas
que extrajeron de España, puesto que en aquel tiempo fue cuando adquirió
la ciudad de Tiro aquella prosperidad y engrandecimiento mercantil
que la hizo tan famosa. Y suponiendo que Aristóteles hablara más como
poeta que como filósofo al decir que los fenicios construían de oro
y plata todos los utensilios, anclas, herramientas y vasijas de sus
naves, y que hasta lo cargaban como lastre, todavía rebajando la parte
hiperbólica a que pudo dejarse arrastrar, o en su entusiasmo, o en
su admiración, el sesudo filósofo, infiérese que era prodigiosa la
cantidad de oro y plata que aquellos asiáticos exportaban a cambio
de sus mercancías: que tan desconocido o tan desestimado era entonces
de los naturales de España el valor de estos preciosos metales.
No
se contentaron los fenicios con derramarse por la Península como enjambres
industriales, ni con explorar el Océano discurriendo por la costa
occidental de España, sino que se atrevieron a avanzar en sus excursiones
hasta las regiones septentrionales de Europa, llegando hasta las islas
Casiteridas, según todas las probabilidades las Sorlingas de Inglaterra,
de donde traían abundancia de estaño. Esencialmente
comerciantes los fenicios, y por lo tanto más amantes de la paz que
de la guerra, supónese que se presentaron ante los indígenas menos
como conquistadores que como traficantes, y que para captarse el asentimiento
y buena voluntad de aquellas gentes, a fin de que no se opusieran
a que asentasen en su suelo, debieron emplear menos fuerza que política
y astucia, cuidando de mostrarse inofensivos y dispuestos a entablar
con ellos o amistades o alianzas. No consta por lo menos que los indígenas
opusieran resistencia abierta á la admisión de estos primeros huéspedes,
que sin duda acertaron a deslumbrarlos con los productos y artefactos,
bagatelas muchos de ellos, que de su país les trajeron y les daban
a cambio y trueque de otras más positivas riquezas, no conociendo
entonces aquellos hombres rústicos y groseros el valor respectivo
de aquellos y de estas. Tal fue en posteriores tiempos la conducta
de estos mismos españoles, ya civilizados, con los habitantes del
Nuevo Mando. Fueron
pues los fenicios los primeros civilizadores de España, cuyo nombre
lograron imponer a todo el país, sembrando en ella las ideas del comercio,
de la navegación y de las artes, con cuyo trato y ejemplo comenzaron
a modificar su rudeza nativa los antiguos iberos, y a adquirir una
civilización, aunque muy imperfecta todavía.
Los
fenicios habían civilizado también la Grecia y establecido en ella
colonias. Habían comunicado a los griegos sus artes y sus letras,
y hécholos comerciantes y navegadores como ellos. Entre los griegos
insulares distinguíanse los de Rodas por sus largas expediciones marítimas;
mientras la Grecia europea colonizaba la Calabria y la Sicilia, los
griegos asiáticos comenzaron a venir a España como competidores ya
de sus antiguos maestros los fenicios. Vinieron, pues, los Rodios,
como unos novecientos años antes de la era cristiana, y fundaron en
la costa de Cataluña la ciudad de Rodas, hoy Rosas, entre Gerona y
los Pirineos. Indica Estrabón haber poblado también los rodios las
islas Gymnesias o Baleares, y así parece infefirse del nombre de Ophiusa,
dado a la isla de Ibiza, que es también el nombre antiguo de Rodas.
Poco
tiempo después los focenses, navegando por los mismos mares, arribaron
a las costas del país de los edetanos (en el reino de Valencia). Y
según Herodoto, un bajel de Samos, en el octavo siglo antes de J.
C. fue el primero que, empujado por el viento, pasó el Estrecho y
llegó a Tartesso, donde los samios, contentos por el buen despacho
que lograron dar a sus mercancías, consagraron la décima parte de
su producto a la diosa Juno. Háblase con esta ocasión del viejo Argantonio,
que dicen reinaba en aquella
sazón sobre los tartesios, y los colmó de riquezas, aunque no logró determinarlos a que se estableciesen en
el país: primer vestigio histórico que encontramos sobre el gobierno
de los indígenas en aquellas épocas remotas. La noticia de este resultado
estimuló a otros griegos asiáticos a
venir a tentar fortuna a nuestras costas, y contribuyó al gran movimiento
de navegación y al tráfico lucrativo que se entabló entre aquellos
insulares y las costas íbero-hispanas.
Tenían
los Focenses su principal y más rica colonia en Marsella, sobre la
costa de la Galia Meridional. Su espíritu comercial los animó a establecer
algunos depósitos hacia los Pirineos, y fundaron Ampurias bajo el
expresivo nombre de Emporión o mercado. O menos políticos
los griegos que los fenicios, o menos sufridos y más fieros los Indigetes
que habitaban aquel país que los Turdetanos de la Bética, no dejaron
a los Focenses apoderarse impunemente de su territorio, y sólo después
de porfiadas guerras vinieron los dos pueblos a concluir un singular
tratado, por el que los naturales cedían a los extranjeros una parte
de su ciudad, pero con la expresa condición de que una gruesa muralla
había de tener separada la porción correspondiente a cada uno. Lo
más admirable es que los dos pueblos observaran religiosamente tan
extravagante pacto sin mezclarse ni oprimirse, gobernándose cada cual
con absoluta y mutua independencia, al decir de Estrabón y Tito Livio.
Y cuando los Focenses se sintieron estrechos en tan reducido espacio,
fieles al convenio, antes que atacar a los Indigetes prefirieron hacer
sentir su humor belicoso a los Rodios, griegos como ellos, apoderándose
de Rodas, tres siglos antes fundada. Siguieron costeando la Cataluña,
y extendieron sus excursiones a lo que hoy es reino de Valencia, donde
con menos oposición de los naturales pudieron establecer algunas colonias
y erigir el famoso templo de Diana, en el lugar que hoy ocupa la ciudad
de Denia. No lejos de allí y en la misma costa fundaron los griegos de Zante la ciudad de Sagunto, hoy Murviedro, que tan célebre había de ser en la historia. Así
los griegos en su sistema de colonización de la Península siguieron
una marcha y orden inverso al de los fenicios. Aquellos procedieron
de Oriente a Mediodía y Occidente, estos de Mediodía y Occidente a
Oriente. Parecía haberse convenido en compartirse la explotación del
Mediterráneo. Mas aunque no sabemos que ocurriesen choques o colisiones
entre estos dos pueblos rivales, conócese que los fenicios tuvieron
cuidado de preservar la posesión de la Bética del dominio de los nuevos
colonizadores, reservándosela exclusivamente para sí. Civilizadores
también los griegos, difundieron entre los iberos el culto de sus
dioses, y principalmente el de Diana, enseñáronles algunas artes,
e introdujeron el alfabeto fenicio recibido de Cadmo y modificado
y añadido por ellos, que se hizo la base del alfabeto celtíbero, como
el fenicio lo había sido del turdetano. Prevaleció en toda España
el método de escribir de izquierda a derecha, al revés de los fenicios.
La
colonia fenicia de Cádiz era la más antigua y la que había prosperado
más. Su engrandecimiento y su opulencia llegaron a ser mirados con
envidia y con celos por los naturales: acaso los gaditanos, desvanecidos
con su poder, olvidaron la benévola acogida que a los indígenas habían
debido, y dejaron de tratarlos con la política y la dulzura que en
el principio habían necesitado usar; tal vez o la codicia o el orgullo
de su superioridad los arrastró a actos que ofendieran o irritaran
el ánimo levantado y firme de los españoles. Lo primero lo dice expresamente
el historiador Justino, lo segundo lo indican otros autores, y está
en el orden natural y común de las cosas humanas. Ello es que enojados
y sentidos los Turdetanos movieron guerra a los de Cádiz, con intento
al parecer y resolución de arrojarlos de su suelo; e hiciéronlo con
tal ímpetu y bravura, que puestos en aprieto los fenicios y desesperanzados
de poder resistir a los continuados ataques y batidas de la raza indígena,
ocurrióles en tal congoja volver los ojos a Cartago, ciudad de la
costa de Africa, y colonia también de Tiro como ellos, y demandar
a los cartagineses su protección y amparo, confiados en que acordándose
de su común origen no los desampararían en tan apurado trance. Hiciéronles
pues solemne y formal llamamiento. En mal hora lo hicieron, como muy
pronto lo habremos de ver.
Era
Cartago, como hemos dicho, una colonia fenicia como Cádiz. Pero Cartago
era ya una ciudad rica y populosa, metrópoli de la república de su
nombre, la primera república conquistadora y mercantil de que hace
mención la historia. Habíase emancipado de Tiro, y héchose cabeza
de una confederación de colonias militares extendidas por la costa
de África. Comerciantes los cartagineses como todos los fenicios,
distinguíanse de los de España por su ardor guerrero, por una inquietud
belicosa que los conducía, no sólo a sostener por las armas sus establecimientos,
sino a atacar sin piedad a cuantos a su engrandecimiento se opusieran.
Su poderío marítimo era inmenso, y entendían el sistema de colonización
mejor que ningún pueblo de la antigüedad. Tiempo
hacía que envidiaban la prosperidad de los fenicios españoles: tenían
puestos los puntos sobre España, y deseaban ocasión y pretexto de
fijar su planta en este país de todos apetecido. Así el senado cartaginés
accedió de buen grado a dar a los de Cádiz el socorro que pedían,
y aparejada una flota, vinieron a combatir a la Península. Pelearon,
pues, con los naturales en favor de los fenicios, y empleando alternativamente
la fuerza y el halago, venciendo unas veces, procurando otras darse
a partido con los españoles, cuyo brío en más de una ocasión experimentaron,
lograron al fin ocupar algunos puntos de las playas de la Bética.
Miras
no menos avanzadas ni más generosas traían respecto a los fenicios
en cuyo auxilio acudieran. Llevados del pensamiento, propio sólo de
corazones desleales, de expulsar de la Península a aquellos mismos
a quienes debían el pisar la tierra de España, a aquellos mismos hermanos
que los habían invocado por auxiliares, sin tener en cuenta ni los
vínculos del antiguo parentesco, ni los lazos de la reciente amistad,
acometieron su principal ciudad y atacaron Cádiz con el interés y
empeño de quienes parecían mirar su conquista como la base del futuro
señorío de toda España, que ya entonces sin duda entraba en sus proyectos
y designios. Debieron, no obstante, encontrar no poca resistencia
en la metrópoli de las colonias hispano-fenicias, y hubo de costarles
algunos meses de asedio, puesto que para derribar sus muros tuvieron
que emplear una de las más formidables máquinas de batir que conocieron
los antiguos, el ariete, por primera vez mencionado en la historia.
Mas al fin tomaron Cádiz, y expropiaron y expulsaron a los fenicios
de la más rica ciudad y del más fuerte atrincheramiento que en España
tenían, y que ya no trataron de recobrar. Con esto acabó su dominación
en la Península ibérica. ¡Felonía insigne de parte de los cartagineses,
de que más adelante habían de dar aquellos africanos más de un ejemplo!
Sucedió esto a los 252 años de la fundación de Roma,
y 501 antes de J. C. Dueños
los cartagineses de Cádiz, fuéles ya fácil extenderse por el risueño
litoral de la Bética. Su sistema era ir asegurando militarmente las
posesiones que adquirían, fortificándolas y poniendo en ellas guarniciones.
Hubieran acaso emprendido entonces la conquista del país, si las guerras
en que por otras partes andaban envueltos no les hubieran movido a
diferir este pensamiento para ocasión más oportuna. Antes calculando
que la amistad y alianza de los españoles podría servirles de gran
provecho y ayuda para las empresas en que la república andaba por
otras regiones empeñada, estrecharon con ellos relaciones y tratos
y fingiéronse amigos, hasta el punto de conseguir de los incautos
y crédulos españoles que les facilitasen riquezas y soldados. Habíanse
dedicado los Cartagineses a dilatar su imperio y dominación por el
Mediterráneo, donde tenían los griegos numerosas y ricas colonias,
y por lo tanto veían éstos con recelo y de mal ojo el afán con que
los de Cartago pretendían el señorío de aquellos mares, y temían la
rivalidad de un pueblo conocido ya por su poder y por su crueldad
fría y calculada. Desde 550 hasta 480 antes de C. aparecen dueños
de Cerdeña; y aliándose con los tirrenios, arrojan también de Córcega
a los griegos focenses, obligándolos a refugiarse entre sus hermanos
de Marsella; y revolviendo después contra los mismos tirrenios sus
aliados, cuyos progresos marítimos veían con envidia, los atacan a
su vez y les toman todas sus posesiones insulares del Mediterráneo.
Aparecen también sometidas asu dominio las islas Gymnesias o Baleares,
no sin que les costara ser alguna vez rechazados a pedradas por sus
célebres honderos. Entonces fue cuando las colonias griegas de España comenzaron a temer la peligrosa rivalidad de los Cartagineses, y se dispusieron a aliarse con los Romanos, que ya en aquel tiempo se mostraban poderosos, y ya se habían encontrado en los mares con los Cartagineses. Debemos al griego Polibio el conocimiento del más antiguo tratado que la historia menciona entre los dos pueblo. Sin embargo, ni en esta estipulación ni en otra que se celebró después se menciona a España. Acaso entraba en la recelosa y reservada política de los Cartagineses no llamar sobre ella la atención de los Romanos. La
letra del tratado traducida del latín bárbaro, decía
así: «Entre los romanos y sus aliados y entre los cartagineses
y los suyos habrá alianza bajo las siguientes condiciones:
que los romanos ni sus aliados del Latium no navegarán más
allá del gran Promontorio, a no ser que a ello se vean obligados
por sus enemigos o arrojados por las tempestades: que en este último
caso no les será permitido comprar ni tomar nada, sino lo precisamente
necesario para avituallar sus naves o para el culto de los dioses,
y que no podrán permanecer más de cinco días:
que los que vayan a comerciar no podrán concluir negociación
alguna sino en presencia de un pregonero y un notario: que todo cuanto
se venda delante de estos testigos se considerará bajo la seguridad
de la república, ya se verifique en el mercado de Africa, ya
en el de Cerdeña: que si algunos romanos arriban a la parte
de la Sicilia que se halla sometida a Cartago, gozarán de los
mismos derechos que los cartagineses: que estos por su parte no inquietarán
de modo alguno a los anciotas, los ardeanos, los laurentinos, los
circeyanos, los terracinenses ni otro alguno de los pueblos latinos
que obedezcan a los romanos: que si hay algunos que no estén
bajo la dominación romana, los cartagineses no combatirán
sus ciudades: que si toman alguna, la entregarán á los
romanos sin restricción: que no construirán fortalezas
en el país de los latinos, y que si entran armados en una plaza,
no pasarán en ella la noche.» Polibio En
el año 480, famoso por la expedición de Jerjes, hallaron buena ocasión
los de Cartago para abatir el poderío marítimo de los griegos, valiéndose
de la alianza de aquel poderoso rey para ingerirse de su cuenta en
Sicilia, de donde tuvo principio aquella larga serie de guerras sicilianas,
de que a nosotros no nos toca sino apuntar la parte que en ellas cupo
a los españoles. Durante aquellas sangrientas luchas no cesaron los
cartagineses de levantar gente en las provincias de España, prestándose
los españoles con increíble generosidad a servirles de auxiliares.
Así vemos en 413 a Aníbal Gisgón venir a España en busca de
recursos para acometer a los siracusanos. En 411 fueron los Españoles
los primeros en dar el asalto a Selinonte como auxiliares. En 396
un considerable ejército español acudió para reparar sus pérdidas
de Sicilia. Así más adelante los vemos en el sitio de Agrigento dar
la victoria a los Cartagineses, cuando ya los llevaban en derrota
las tropas, del tirano Dionisio. Así todavía después hallamos a un
senador de Cartago recurriendo de nuevo a España en demanda de socorros
con que poder indemnizarse de los desastres de Sicilia. ¡Triste suerte
la de España, estar sacrificando a sus hijos en lejanas tierras en
favor de fingidos aliados, a quienes daban triunfos, para que vinieran
después a imponerles el yugo de su tiranía! En
aquella misma Sicilia estalló en 264 una lucha de que había de depender
más tarde la suerte de España. Hallábase entonces aquella isla dividida
entre los Cartagineses, los Siracusanos y los Mamertinos. Apurados
estos por Gerón, rey de Siracusa, iban a entregarle su última ciudad,
cuando receloso Aníbal, general entonces de los cartagineses, del
creciente poder de Gerón envió tropas a Messina. Colocados así los
Mamertinos entre dos enemigos poderosos, en su conflicto, como campamos
que eran, pidieron auxilio a Roma. Tal fue el origen de la primera
guerra púnica, que duró 24 años, y que después de mucha sangre vertida,
costó a los cartagineses tesoros inmensos y la pérdida de Sicilia
y Cerdeña, de donde tuvieron que salir ajustada una paz bajo durísimas
condiciones. Dos
propósitos formaron entonces los Cartagineses: el de indemnizarse
en España, de las pérdidas y desastres de Sicilia, y el de buscar
en esta región un nuevo campo en que vengarse de los Romanos sus vencedores.
Lo primero lo exigía la necesidad, lo segundo el orgullo humillado
de la república. Resolvióse, pues, la conquista de España. Pero
antes tuvieron los Cartagineses que dar cima a otra guerra que se
suscitó en su propio país, la guerra de los Mercenarios. Debemos decir
dos palabras de lo que fue esta guerra horrible. Ella nos dará idea
del carácter de los que vinieron en seguida a dominar nuestro suelo.
Ajustada
con Roma la paz de Sicilia, Cartago trató de licenciar las tropas
mercenarias, que le eran ya gravosas. Amotináronse éstas reclamando
sus sueldos atrasados. Aquellas feroces bandas, procedentes de diferentes
pueblos, que se expresaban en multitud de idiomas, excitaron y arrastraron
tras sí a las ciudades africanas, irritadas entonces por el exceso
de los tributos. Juntáronse, pues, a los veinte mil estipendiarios
sesenta mil africanos, y Cartago se vió asediada por este ejército
formidable de rebeldes. Encomendó el senado su salvación a Amílcar
Barca, que se había distinguido en las guerras de Sicilia. Amílcar
soborna con dinero a los Númidas, y priva a los rebeldes del auxilio
de la caballería; pero irritados éstos, aprisionan a Giscón que había
ido a tratar con ellos, y mutilándole y desjarretándole, lo mismo
que a otros setecientos cartagineses, los precipitan en el fondo de
un abismo. Amílcar, por vía de represalias, arroja a las fieras todos
sus prisioneros, y cercando a los rebeldes, los reduce al extremo
de devorarse de hambre unos a otros. En tan apurado trance acuden
los jefes a Amílcar en solicitud de paz. Amílcar la otorga a condición
de que le entreguen en rehenes las diez personas que él escogiera.
Convenido que hubieron aquellos, «pues bien, les dijo Amílcar, las
diez personas sois vosotros», y apoderándose de ellos los hace crucificar.
Privados los rebeldes de sus caudillos, fueron degollados hasta cuarenta
mil. Otros sirvieron de diversión a los habitantes de Cartago, que
en sus espectáculos gozaban con la muerte horrorosa que les hacían
sufrir. Así terminó la famosa y horrible guerra de los mercenarios.
Concluida
la cual, y en el año 238 antes de nuestra era, acordó el senado enviar
a aquel mismo Amílcar Barca a la conquista de España, donde hasta
entonces se habían limitado los cartagineses a fundar colonias en
el litoral, y a servirse de las alianzas con los pueblos o tribus
comarcanas para reclutar auxiliares y enviarlos a la expedición de
Sicilia. |