BIBLIOTECA DE HISTORIA MEDIEVAL
 

 

TODO SOBRE RODRIGO DIAZ DE VIVAR

EL CID CAMPEADOR

 

EL CID EN LA HISTORIA

POR

R. MENÉNDEZ PIDAL

 

El Cid es, ante todo, un héroe épico, un gran inspirador de poesía, cuya eficacia idealizadora no sólo perdura, sino que crece a través de los siglos. Lo cantó la poesía castellana de más elevadas proporciones, la primera manifestación del genio literario español que revistió dimensiones de luego floreció durante tres centurias. Lo cantó la más vigorosa poesía popular que jamás ha existido, la de los romances, que lo mismo resonaba en las danzas de los labradores que en los saraos cortesanos, y cuyo último eco aún hoy se escucha en la tradición oral desde Galicia hasta Chile. Lo representó el teatro clásico, el pseudoclásico, el romántico, el moderno. No hay momento alguno de la vida poética española en que falte una obra importante consagrada al Cid; así que su recuerdo ideal es algo inseparable de nuestra misma existencia en cuanto españoles. Y eso no es solo. El Cid, después de excitar en su patria una cantidad de poesía como ningún héroe de otra nación, pasó también a la literatura universal. En Francia, el Cid inspiró la primera tragedia moderna, tragedia de tal valor que en su lectura la imaginación francesa aprende desde la niñez a sentir la ática perfección de su antiguo teatro, unida a los exóticos nombres del Cid y de Jimena; y luego otros insignes poetas como Víctor Hugo, Heredia, Leconte de Lisle renuevan la idealidad del héroe castellano. Más allá del Rin, los versos del patriarca romántico Herder hicieron que entre los alemanes fuesen los amores del Cid y de Jimena casi más famosos  que los odios cantados en torno de Sigfrido y de Krimhilda por los Nibelungos. En Inglaterra podíamos recordar los poemitas de Lockhart y Gibson, las crónicas poéticas de Southey y Dennis; en Italia, el romancero cidiano de Monti; en Dinamarca, los fragmentos escritos por Cari Bagger...; y la última voz en el coro de la poesía de tantos pueblos la oiríamos allá en la Oceanía, donde los tagalos tienen también su relato popular en verso acerca de Don Rodrigo.

Pero el Cid es un héroe épico de naturaleza singular. Muy poco o nada sabe la historia acerca de los protagonistas de la epopeya griega, germánica o francesa. Hábiles y doctas excavaciones nos convencen de que la guerra troyana fué un suceso acaecido realmente sobre las ruinas que nuestros ojos pueden ver, y nos aseguran que la poesía homérica tiene realidad en los objetos excavados que la confirman e ilustran; pero de Aquiles nunca sabremos nada. Nada tampoco de Sigfrido; sólo cabe sospechar que fue personaje histórico, como seguramente lo fue el rey borgoñón Gunther, en cuya corte nos dice la poesía que el esposo de Krimhilda padeció amor y muerte. Las historias de Carlomagno nos aseguran que existió Roldan, el conde de Bretaña; pero fuera de su existencia, nada más sabemos que el momento de su desastroso fin. Estas heroicas vidas quedarán para siempre en la región pura de la poesía, intangibles para el curioso análisis histórico. Mas he aquí que el Cid es héroe de temple muy diverso: desde su superior poético desciende hasta nosotros y entra con paso firme en el campo de la Historia. No es ésta su menor heroicidad; no teme abandonar la idealidad épica para dejar que la crítica analice y examine; no teme dejar al descubierto rasgos muy verdaderos de su carácter. Una inquebrantable confianza, que le acompañaba en los peligros de la vida, le hace después de su muerte venir serenamente a correr este mayor riesgo: el dejarse historiar por el pueblo enemigo a quien siempre humilló, y el de dejarse por los eruditos modernos, que en ocasiones han mostrado más incomprensión que los enemigos mismos.

Siempre es difícil apreciar históricamente la vida del Cid, porque desarrollada en una época de agitación hirviente, el relato de sus hechos se hizo perturbado por dos pasiones principales. De un lado, las viejas animosidades entre León y Castilla y entre Castilla y Aragón tuvieron entonces su momento más resonante; y los hechos del Cid, que participaron muy activamente en las luchas fratricidas, fueron contados con acaloramiento por los cronistas y por los poetas de uno y de otro bando. La historiografía cristiana de entonces era tan árida, tan escasa, que, como fuente seca en estío, parece que gotea tan sólo para exasperar nuestra sed. Las narraciones principales no pertenecen a los cronistas, sino a los poetas épicos; pero bien se comprende que la poesía heroica, si es inestimable fuente histórica, por conservar múltiples destellos de la realidad desatendidos por los cronistas, es también un activo elemento de deformación, en cuanto a la exactitud la ordenación cronológica de los sucesos que nos transmite.

Y para colmo de complicación, añádase que desde muy temprano la leyenda poética y el relato de los cronistas se confundieron y enmarañaron apretadamente en la vida del Cid, sin que los historiadores ni los poetas se enteraran bien de lo que hacían, siendo muy difícil para el crítico moderno separar estos dos elementos, confundidos casi desde su origen. Por otra parte, también la multisecular lucha con los musulmanes arreció con violencia extrema en tiempos del Cid; y como los historiadores musulmanes estaban entonces mucho más adelantados qué los cristianos en el arte de escribir la historia, ellos nos conservan los pormenores y descripciones más interesantes y el mayor número de rasgos caracterizadores de la figura del Campeador, la cual así nos aparece hoy dibujada principalmente por mano enemiga,

Según predominó en la historia del Cid uno u otro de estos elementos, varió, como es natural, la apreciación del carácter del personaje.

En los primeros tiempos, desde la Crónica general iniciada por Alfonso el Sabio, hasta el siglo XVI, predominaron en la biografía cidiana las fuentes poéticas, y predominaron cada vez más hasta ahogar casi a los testimonios históricos. Tanto, que en los tiempos de decadencia de esas crónicas, el Cid tendió a convertirse en un héroe fabuloso, y con razón imaginaba Gracián que el verdadero Cid se cubría el rostro con las manos, «corrido de las necedades en aplauso que contaban de él sus nacionales».

El segundo período en la historiografía cidiana lo llamaremos benedictino. A la depuración crítica de las fábulas que infestaban la biografía del Cid se consagraron los benedictinos castellanos fray Prudencio de Sandoval (1615) y fray Francisco Berganza (1719), a veces en discusión malhumorada con los benedictinos aragoneses, quienes, como el abad de San Juan de la Peña, don Juan Briz, afirmaban que en la historia de Rodrigo Díaz había más mentiras que palabras.

Pero todo esto sólo fue una preparación, pues la biografía moderna del Cid no comienza sino en el tercer período, cuando el agustino fray Manuel Risco publicó su libro La Castilla y el más famoso castellano, con ocasión del descubrimiento hecho en el convento de San Isidoro de León de la Historia latina del Cid, redactada unos quince años después de muerto su protagonista. Hay que confesar que Risco, aunque muy ufano (y bien podía estarlo) con su descubrimiento, no supo sacar de él gran ventaja, ni supo poner en relación la historia latina con las otras fuentes. No obstante, su biografía sirvió de fundamento a aquellas en que la gloria histórica del Cid llega a su apogeo, entre las cuales basta citar la que en 1805 escribió el ilustre historiador de la Confederación Suiza, Jean de Müller, para quien «todo lo que Dios, el honor y el amor pudieron producir en un caballero se ve reunido en Don Rodrigo».

Mas he aquí que, a partir de esta fecha, todo cambia de raíz. En el mismo año 1805, el jesuita barcelonés Masdeu publicaba el tomo XX de su Historia critica de España, y en él se mostraba heredero tardío de uno de aquellos resentimientos que provocaron las hazañas reales del Cid. En vano el antiguo rey de Aragón olvidó los descalabros que el Cid le había causado y se hizo su aliado; en vano el conde de Barcelona, aprisionado por el caballero de Vivar, admiró la generosa cortesía de su vencedor y procuró su amistad; no participaron del sincero desapasionamiento de sus antiguos soberanos los historiadores aragoneses y catalanes, y el que menos participó fue Masdeu, pues no se contentó ya, como otros, con negar la prisión del conde de Barcelona, sino que, examinando la Historia latina que relata esa prisión, descubrió en cada página «alevosías, perjurios y desvergüenzas de Rodrigo Díaz», traiciones, cobardías e impiedades, y cosas tan inverosímiles y descabelladas que le convencían de que toda esa Historia no era sino una falsificación, una superchería. Y una vez destruido ese testimonio histórico, Masdeu creyó poder decir aquellas desaforadas palabras: «No tenemos del famoso Cid ni una sola noticia que sea segura o fundada, o memorias de nuestra nación el Campeador nada absolutamente sabemos con probabilidad, ni aun su mismo ser o existencia.»

De esta angustiosa negación sólo pudo salir el Cid por obra de los arabistas, los cuales abren el último período de la historiografía cidiana. En 1820, Antonio Conde, en su Historia de la dominación de los árabes en España, publicó extensas noticias del Campeador, sacadas de varios manuscritos árabes de la Biblioteca del Escorial, las cuales probaban que el Cid había vivido realmente y había conquistado a Valencia; así quedó deshecho el escepticismo de Masdeu, aunque la Historia latina siguiese sospechada de falsedad. Después, el orientalista holandés Dozy amplió y metodizó estas noticias de origen arábigo, trazando una vida del Cid fundada principalmente en la historia del Ben Alcama, que se hallaba en Valencia cuando la sitió y dominó el Campeador, y en otras noticias y documentos árabes recogidos por el moro portugués Ben Bassam. De este modo, Conde y Dozy aniquilaron la negación de Masdeu. Pero dejaron subsistir su rabiosa cidofobia, porque si bien la templaron mucho, en cambio la robustecieron. Esta aversión hacia el héroe que aparece en Masdeu como fruto nuevo, totalmente crecido, pero todavía en agraz, ácido e incomestible, ahora sazonado al calor de cincuenta años de arabismo, llega a perfecta madurez en Dozy. Y la cidofobia triunfa desde entonces. Si en los períodos anteriores el Cid que conocía la Historia era el Campeador leal, el que en buen hora nació, ahora, al resurgir de entre las cenizas del escepticismo de Masdeu, ya no será sino el Campeador que Alá maldiga, el infiel perro gallego de los historiadores árabes. Se han rectificado muy acertadamente varios errores de pormenor cometidos por Dozy, se ha probado el apasionamiento de este escritor y la falsedad de su crítica en algunos puntos; pero, a pesar de todo, no sólo no se ha producido aún otra biografía del Cid fundada en nuevo estudio y en nueva construcción de los materiales disponibles, sino que ni aun se ha logrado cambiar fundamentalmente el concepto del personaje, porque los reparos propuestos a Dozy no miran a destruir los apoyos de todas las acusaciones de perjurio, falsía y brutalidad que ese autor estableció sobre bases documentales. Y en definitiva, a pesar de apologías caseras, el Cid que la Historia universal conoce sigue siendo siempre el que Dozy nos pinta como  muy opuesto al Cid de la poesía; es siempre ese desterrado que pasó los años de su vida al servicio de los reyes árabes de Zaragoza; ese Cid que asoló de la manera más cruel una provincia de su patria; ese aventurero cuyos soldados pertenecían en gran parte a la hez de la sociedad musulmana, y que combatió como verdadero mercenario, ora por Cristo, ora por Mahoma, preocupado únicamente del sueldo que había de percibir y del botín que podía pillar; ese Raoul de Cambrai, que violó y destruyó muchas iglesias; ese hombre sin fe ni ley, que procuró al rey Sancho de Castilla la posesión del reino leonés por una traición infame, que engañaba al rey Alfonso, a los reyes árabes, a todo el mundo, que faltaba a las capitulaciones y a los juramentos más solemnes; ese que quemaba a sus prisioneros o los hacía despedazar por sus perros.

Y en vista de esto, ¿qué pensar del héroe burgalés? ¿Debemos cerrar con doble llave el sepulcro del Cid, según se ha dicho, y callar ante él, como si los restos que encierra fuesen ya para siempre mudos a toda noble evocación?

De la declamatoria caracterización que Dozy hace del Cid, se ha rebatido ya por varios la supuesta traición cometida en la batalla de Golpejar para dar un reino a Sancho de Castilla; se ha observado que la devastación de una provincia castellana, la Rioja, fue hecha en ejercicio de un derecho que el Cid desterrado tenía según el Fuero Viejo; y se ha hecho notar que la violación de iglesias sólo consta en una carta llena de injurias que el conde de Barcelona dirige al Cid; ¿y qué hombre justo se libraría de la infamia si creyésemos los insultos de sus enemigos? Pero las demás acusaciones subsisten firmes, y parece debemos contentarnos con creer que el Cid, a pesar de tantos defectos, podía ser un tipo heroico. Menéndez y Pelayo lo ha dicho: Un héroe épico no debe ser un dechado de virtudes; necesita haber usado y abusado de la fuerza; le cuadran bien cierto grado de brutalidad, ciertos rasgos de carácter díscolo y altanero, y no le deshonran las estratagemas y tratos dobles, porque la astucia ha madrugado en el mundo tanto como el valor, y Ulises es tan antiguo como Aquiles.

Confieso que esta docta conformidad de Menéndez y Pelayo se examinando los materiales de la biografía cidiana para escribirla de nuevo, he podido observar que esas acusaciones que Dozy hizo pesar sobre el Cid estaban muy mal fundadas. Y aunque no me proponga ahora exponer por extenso mis razonamientos, deberé indicar algunos, ya que repugna a mi índole de hombre de ciencia el oponer a las vehementes inculpaciones de Dozy otra era declamación de tono apologético.

Que el Cid quemaba a sus prisioneros o los hacía despedazar por los perros es noticia procedente de Ben Alcama. Pero Dozy la falsea como si se refiriese a los prisioneros en general, a quienes por capricho se atormenta, el mismo Ben Alcama disculpa o razona tal conducta, refiriendo que se empleaba contra las bocas inútiles que los asediados de Valencia expulsaban o que huían espontáneamente del hambre, a pesar del pregón publicado por el Cid prohibiendo toda salida. Después de ocho siglos, los tratadistas de Derecho internacional se atreven aún a sancionar esta conducta, reconociendo al sitiador el derecho a impedir que las bocas inútiles salgan de la plaza sitiada.

¡Perjurio! Según Dozy, el Cid firma la capitulación de entrega de Valencia, comprometiéndose a respetar en su cargo al cadí Ben Jehaf y asegurándole su persona, la de sus hijos y la posesión de sus bienes. Mas luego, a los pocos días, sin el menor motivo, exige el vencedor a los moros valencianos que prendan a su cadí y se lo entreguen; despoja a los moros de sus casas, haciéndoles ir a vivir al arrabal de la Alcudia, y una vez ya dueño absoluto de Valencia, se resuelve a vengarse del cadí, que tanto tiempo le había defendido la ciudad: lo atormenta cruelmente a fin de hacerle escribir la lista de todas las riquezas que tenía ocultas, los collares, las perlas, las sortijas, los muebles preciosos, y después que le despoja de sus tesoros manda enterrar vivo al prisionero, dejándole sólo la cabeza y brazos fuera; alrededor de la fosa encienden tal cantidad de leña que el calor de las llamas quemaba la cara a los espectadores. ¡Cuánto se anima el relato de Dozy a la lumbre de esa hoguera! El desdichado Aben Jehaf pronuncia la invocación: «En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso», y acerca con sus manos los más ardientes tizones a fin de acortar tan espantosa agonía.

En principio parece poco comprensible la psicología de este Cid, que, sin que se sepa por qué razón, se complace en ser perjuro y en tar a los vencidos tan sólo para apoderarse de sus joyas. Cuesta trabajo asemejarlo a esos Césares decadentes y refinados, que, no teniendo en qué ejercitar su grandeza, la ostentaban en caprichos de crímenes inútiles. El Cid, según reconoce el mismo Dozy, sabía hacer algo más; sabía realizar hazañas resonantes: la ambición de fama en él no tenía para qué derivar a esos rasgos de erostratismo, propios de ánimos atormentados por el desequilibrio entre su vanidad y su valer. Este Cid de Dozy obra como un loco, sin brújula que gobierne su mentecata conducta. Una vez apoderado de Valencia, cuando ya no puede temer nada de los rendidos moros, otorga a éstos mucho más de lo que la capitulación le obligaba: manda a sus soldados que traten con todo miramiento a los vencidos, que cuando hallen en la calle a los notables les cedan el paso y les digan: «nuestro señor el Cid nos manda que os hagamos acatamiento como a su persona misma o como a la de su hijo»; hace tapiar las ventanas de las torres que daban al interior de la ciudad para que las miradas indiscretas de los cristianos no pudiesen descubrir la recatada intimidad de las casas de los casas de los moros.. Y a la mañana siguiente, sin el menor cambio en los sucesos, viola la capitulación, haciendo prender al cadí, y luego se entrega a despojos y feroces.

A poco que se observe, empero, se aprecia la desaprensión con que Dozy compagina su relato. Sigue en él a la historia de Ben Alcama y sin el menor fundamento altera el orden de los hechos, suponiendo que los moros valencianos son expulsados de sus casas antes del suplicio del cadí, y no después, como dice Ben Alcama; con lo cual parece sugerir que, siendo la muerte del cadí una venganza personal del conquistador, éste no se hubiera atrevido a llevarla a cabo estando la ciudad ocupada por su vecindario moro. Después observamos que el gran arabista que descubrió, publicó y ensalzó las páginas de Ben Bassam, cierra voluntariamente los ojos a la brillante luz que se desprende de esas páginas.

He aquí ahora lo que yo hallo en los autores árabes, autores que Dozy estaba más capacitado para manejar y más obligado a meditar que yo. El antiguo rey de Valencia, Alcadir, aliado y tributario del Cid, fue destronado por una revolución: huía el pobre rey entre sus mujeres, llevando consigo sus más preciados tesoros, rodeado su cuerpo de sus más espléndidas alhajas, cuando fue asesinado y su cadáver despojado. La revolución triunfante colocó al frente del Gobierno de Valencia al cadí Ben jehaf. El Cid, al saber la rebelión de la ciudad, acudió a ponerle cerco, y juró públicamente no dejar de guerrearla hasta no castigar la muerte del que él achacaba al cadí Ben Jehaf. Por esto, cuando Valencia se rindió, si bien el Cid se comprometió a respetar al cadí en su cargo y en sus bienes, hizo a la vez que el cadí firmase una capitulación, jurando ante los principales hombres de las dos religiones que él no poseía los tesoros del rey asesinado, según dice Ben Bassam, esto es, aquellos que fueron robados sobre el cadáver del rey el día de su asesinato; el cadí reconocía expresamente que si se le descubriese perjurio, si en su poder fuesen encontradas tales joyas, el Cid tendría derecho de desposeerle de su cargo y de verter su sangre. De este proclamaba el Cid que su conquista de Valencia tenía por fundamento la necesidad de castigar la muerte del antiguo rey, que vivía bajo su vasallaje y protección. En consecuencia, el Cid inquirió el paradero de las joyas; descubrió que las poseía Ben Jehaf, y exigió a los moros la prisión del cadí; y esto fue, no a la semana siguiente de la rendición de Valencia, sino un año después, según nos dice Ben Alabar.

Ya lo vemos: el Cid no quemó vivo a Ben Jehaf faltando a las capitulaciones, sino en cumplimiento de ellas. No le quemó para apoderarse de sus tesoros, que esto no tiene sentido en sí, ni tiene apoyo en los autores árabes. No fue, pues, perjuro el Cid; el perjuro fue Ben Jehaf, que, ocultando las alhajas personales del rey muerto, quedaba convicto de regicidio y condenado como regicida. Nada de esto vio Dozy; su retina, ofuscada por la cidofobia, no podía percibir en el Cid más que villanías.

Dozy nos dice que el Cid engañaba al rey Alfonso, a los reyes moros, a todo el mundo. Esta acusación se refiere al modo como el Cid esbozó su primer plan de la conquista de Valencia entre los años 1088 y 1089; ni la raposa de todos los cuentos populares juntos es más fecunda que el Cid en embrollos, falsedades y mentiras. Pero es el caso que los embrollos no son sino de Dozy. El engaño al rey de Zaragoza lo deduce el orientalista holandés mezclando dos autores árabes, al Kitab-al-iktifá y Ben Alcama, que mutuamente se contradicen; el historiador moderno puede escoger uno u otro, pero no fundirlos. El engaño a Alfonso y al rey moro de Lérida los deduce de dos absurdas interpretaciones de la Crónica general, una de ellas acaso no intencionada, porque Dozy entendía con dificultad el castellano antiguo. Deshechos tales errores, el Cid obra en todas estas negociaciones como un leal vasallo de Alfonso VI, y la cándida malicia de Dozy se descubre al observar que omite un rasgo de fidelidad del Cid, cual es someter al obligándole a pagar tributo al rey de Castilla.

Para Masdeu y para Dozy el Cid fue un  mercenario sin fe ni ley, a quien lo mismo le daba hacer la guerra a los moros que a los cristianos. Quintana pronunció en mal hora por primera vez una palabra afortunada, si bien lo hizo respetuosamente: el Cid, dice, fue acaso no condottiero, aunque con más gloria y quizás con más virtud que los condottieri italianos. Y condottiero, pero ya sin virtud, repitieron Romey, Rosseauw-Saint-Hilaire y tantos otros hasta la saciedad. Pero los condottieri se caracterizan externamente en aquellas batallas sin sangre que se producían cuando peleaban unos con otros, porque eran lobos de la hacían daño entre sí. Ahora bien: si el Cid, por ayudar al rey moro de Zaragoza, fuera un condottiero, otro tal sería el conde de Barcelona ayudando al rey de Lérida. Mas cuando pelean entrambos en Tébar, el el conde de Barcelona es duramente aprisionado, mueren innumerables combatientes, arden en la batalla viejos rencores guardados en el alma de los caballeros, y allí se deciden las más apasionadas ambiciones de la reconquista del suelo patrio. ¿En qué se parece esta batalla a aquellas incruentas de Anghiari, de Castracano, ejecutadas sólo para devengar la paga y donde los más empeñados encuentros se reñían sin causar una sola baja?

El condottiero sirve siempre a varios señores y aun suele, traicionando a unos y a otros, acabar su vida en el cadalso para satisfacer la venganza de alguno de los engañados; esta fue la vida y este el fin de Carmagnola, de Piccinino, de Fra Moríale y de tantos otros.

En cambio, el Cid rey de Zaragoza invariablemente por siete años, y sólo la entibia cuando, reconciliado con su rey castellano, sirve los intereses de éste, negándose a secundar incondicionalmente los planes del de Zaragoza. Y después, el Cid ya no peleó al servicio de ningún otro rey moro, ni reconoció más  señor que el rey de Castilla, cuando éste quiso tenerle por vasallo. No sé tampoco bajo este aspecto en qué puede parecerse el Campeador a un condottiero.

Condottiero significa substancialmente un capitán mercenario, sin patria, que no lucha en favor de ninguna idea, sino porque su profesión es guerrear para ganar un sueldo. Pues la profesión del Cid no era ésta. Si trató con el moro de Zaragoza no fue espontáneamente, sino obligado por el destierro, y sin hacer una condotta o contrato de mercenario, sino algo así como una alianza de protectorado; no hace sino continuar en cierto modo, a nombre propio, idénticas relaciones que con el mismo rey de Zaragoza había sostenido el de Castilla, Sancho II, cuando le fue a ayudar en la batalla de Graus contra el rey de Aragón. Además, el Cid, desterrado, sigue teniendo una patria castellana: siempre piensa, como dice el poeta, en Castilla la gentil y en el rey que de ella le desterró injustamente. Esto lo muestra bien a las claras cuando el rey Alfonso no le deja en paz ni aun dentro de su refugio de Zaragoza, y va allá a fomentar una rebelión que el castillo de Rueda sostenía contra el rey moro aliado del Cid. El rey de Castilla pasa en esa aventura un trance muy apurado, y entonces el Cid no vacila en acudir presuroso en socorro de su antiguo soberano, aunque el moro aliado pueda disgustarse por ello. Sucede a este rasgo de generosidad una nueva ingratitud del rey, y, sin embargo, cada vez que después el desterrado entrevé la esperanza de una reconciliación con el monarca, acude lleno de buena fe, siempre deseoso de volver a la gracia de su rey y a la paz de Castilla, siempre confiado, sin poder convencerse de que el rey le guarda tan largo rencor. Bien claro está; llamar mercenario sin patria al Cid desterrado, es algo más que una insensatez; es una crueldad.

 

Muy lejos de ser el Cid de la realidad un forajido sin ley, un condottiero que sólo se rige por la codicia, un cascatreguas sin honor, según aparece en la malévola biografía de Dozy, podemos ver que la vida del Campeador se produce toda como desarrollo y solución normativa de los problemas jurídicos que la vida pública y privada le imponían.

El caballero debía siempre ser justiciero, amparar en su derecho a los débiles; pero además en aquella edad, que tan inculta se juzga por los que superficialmente la conocen, solían caballeros ser técnicos en Derecho. No pienso que la abogacía fuese entonces, como hoy, una epidemia implacable para todos los jóvenes que no se hallan inoculados por el ideal de una dirección personalmente escogida; es que aquellos tiempos exigían para poder desarrollar una actividad enérgica y varia el conocimiento individual, profundo y directo de las complicadas, de las vagas normas que regían tan revuelta sociedad. El ser entendido en materias jurídicas era, pues, una elevada necesidad y una de las dotes preeminentes que debía poseer el perfecto caballero. Así, cuando el viejo Gonzalo Gustioz de Salas hace su lamento funeral ante la degollada cabeza de su hijo más valiente, recuerda ésa entre las más excelentes prendas que en el hijo encomia: «conoscedor de derecho, amábades lo juzgar»; y andando los siglos, vemos al último perfecto caballero, Don Quijote de la Mancha, juzgando y decidiendo el derecho con extremado conocimiento de sus leyes.

Pues el Cid poseía esta perfección heroica. Nos consta que entre los caballeros de su tiempo se distinguía como sabedor de Derecho, como hombre capaz de manejar las leyes góticas, de examinar la autenticidad de una escritura, de ordenar un juramento y de dictar una sentencia. Para esto, en un pleito entre el obispo ovetense y el conde Vela Ovequiz, el rey Alfonso designa como juez, en compañía del obispo de Patencia y del conde de Coimbra, a Rodrigo Díaz el castellano. El objeto de la disputa, los litigantes, los otros jueces, todo y todos pertenecían al reino de León: sólo el Cid era de Castilla; y no era conde ni rico hombre, como solían ser los jueces escogidos por el rey; y sólo contaba entonces unos treinta años.

Después, el Cid fue siempre un realizador de Derecho. La lid judicial que sostuvo en nombre de Castilla contra el caballero navarro, sobre los linderos de los dos reinos convecinos, es símbolo de su juventud militar puesta al servicio de los derechos y aspiraciones de su patria. Más tarde, el destierro vino a crear para el Cid una extraña situación jurídica, vino a colocarle fuera del derecho habitual o normal, y a desligar de su rey al vasallo. Pues el destierro del Cid, lejos de desenvolverse en una energía hostil hacia el monarca que le había extrañado, es una reiterada tendencia a la reconciliación y una lenta y penosa conquista de las reparaciones que le son debidas por su rey. El Cid pone en acción los recursos que el derecho medieval reconocía al desterrado, como medio para conciliarse la gracia del rey; dos veces acude en socorro de su soberano, hecho que, según el Fuero, era causa inmediata de perdón; otra vez propone justificarse por dio del juramento legal, y el Cid mismo, como sabedor en Derecho, redacta cuatro fórmulas de jurar, para que el rey escoja una o proponga otra mejor.

En su relación con los moros el Cid adoptó dos normas de conducta opuesta, según trató con los moros españoles solos, o aliados con los africanos. Con los moros españoles solos siguió el pensamiento de Femando I y Alfonso IV, considerando la reconquista de los reinos de Taifas como una reconquista de equitativa convivencia; los musulmanes andaluces eran, según la tesis que sostiene el profesor Ribera, tan españoles, tan ibero-romanos o godos, como los cristianos, aunque unos y otros viviesen bajo una religión y una cultura muy diversa. Con estos moros el Cid cree posible convivir en justicia, respetando su religión, derecho y costumbres. En su discurso a los moros valencianos rendidos les dice: «No haré yo como vuestros reyes y señores; yo no cantar y a beber, ni, como ellos, os cobraré tributos injustos, sino sólo el diezmo, que es lo que manda el Corán; pues si yo mantengo el derecho en Valencia y mejoro su situación, Dios dejará, y si yo hago mal en ella con injusticia o con soberbia, bien sé que me la quitará.» Y el mismo Ben Alcama reconoce que el Cid «hacía tan gran justicia y derecho que nunca ningún oro tenía querella de él, ni de su almojarife, ni de ninguno de sus empleados; siempre los juzgaba según la ley musulmana y nunca los sacaba de sus usos y costumbres». Pero los moros españoles cometieron uno de los errores históricos más graves para España y desde luego funesto para ellos mismos, abriendo el estrecho y trayendo a nuestro suelo los africanos almorávides. Ante este atentado contra las razas hispánicas, el Cid adoptó una nueva actitud opuesta y terminante: la guerra con los africanos invasores no podía ser jamás de convivencia, sino de irreductible pugna, de irreconciliable rigor. Cada vez que los moros españoles se alían con los almorávides, el Cid se hace terrible con ellos y les hace sentir todo el peso de su oposición a esto que él mira justamente como un nefando contubernio con las razas africanas. El episodio más notable que pone frente a frente estos dos principios observados por el Cid fue la revolución de Valencia que destronó y asesinó al rey Alcadir, tributario del Campeador, pues esa revolución fue hecha a nombre de los almorávides y entregó a estos bárbaros la ciudad. Tal cambio de cosas vulneraba los dos principios de política cidiana con los moros: la justicia respecto del rey aliado y la exclusión de los almorávides. Por esto el Campeador, con su juramento solemne, elevó el cerco de Valencia a la dignidad de una empresa justiciera, concibiéndolo como exigencia del castigo de un regicidio. No puede darse mayor necedad que llamar hombre sin ley, infractor de pactos, a este héroe vengador que escoge una meta de justicia política para dar vida ideal a su más grandiosa empresa militar.

Hasta tal punto la vida del Cid ofrece aspectos ni vistos ni apreciados. Para comprenderla y estudiarla de nuevo, necesita uno desarrollar no poco esfuerzo mental, a fin de libertar el pensamiento y la imaginación de la embotada poquedad con que Risco empequeñeció su afortunado hallazgo, de la denigrante crítica y del escepticismo alocado de Masdeu, y de la corcovada figura magistralmente diseñada por Dozy. ¡Tanto hay que desaprender antes de empezar a aprender la verdadera historia del Campeador!

Nunca la ciencia del pasado necesita más milagroso poder que cuando, como en el caso de la biografía cidiana, tiene que tratar una época obscura y revuelta que ha dejado de sí tan poco escrito, y cuando ese poco yace muerto y descompuesto por una crítica descarriada. Se necesita ser «zahori de las historias», según la frase de Cervantes, para traspasar con la mirada la espesa corteza de los disconformes y casi mudos documentos y ver dentro su oculto valor y su sentido en relación con los hechos a que fugaz y enigmáticamente aluden. Se necesita, como otro profeta Ezequiel, inspirado por el dios de la Antigüedad, vaticinar sobre esos huesos secos, dispersos en el campo, para que se junten buscando cada uno su coyuntura, para que vengan músculos y nervios a darles construcción humana, y después se necesita evocar de los cuatro vientos el espíritu de vida que anime ese cuerpo inerte: vida que se esconde en el amortiguado rescoldo de la Historia latina del héroe, vida que vaga en la descolorida, pero grandiosa sombra trazada por los clérigos de la corte del Campeador con hieráticos rasgos de encomio, vida que palpita cálida en la rencorosa admiración de los musulmanes, o que brota fresca y gentil en los versos de los poetas más antiguos escribieron aún la alada semilla desprendida del árbol de aquella existencia heroica.

¡Los poetas! Fuente peligrosísima, pero esencial. No ha de olvidarse que la enorme aberración con que la historia moderna vio la figura del Cid tiene por causa la negación de las fuentes poéticas. Una vida esencialmente excitadora de poesía, como la del Cid, no puede ser ajada con el prosaísmo, ora insensato, ora brutal, ora frívolo, con que la trataron Risco, MasdeuDozy.

Se dirá que la compenetración entre los documentos históricos y poéticos es una forma de historiografía arcaica, que ya ha quedado atrás con la Crónica general; y que un intento moderno de tal compenetración ha fracasado definitivamente en la erudita credulidad del monje de Cardeña fray Francisco de Berganza. Y yo confieso que si pensamos en los héroes que arriba decíamos, Aquiles, Sigfrido, Roldán, la corriente majestuosa de la creación artística se nos muestra como un misterioso Nilo, ignoto e inexplorable, y que si miramos el revuelto caudal poético de la biografía del Cid que corre por las páginas de la antigua Crónica de España, engrosado con aguas venidas de las más apartadas regiones, no acertamos a encontrarle un vado seguro por donde atravesar para reconocer el terreno. Pero el Cid ya hemos dicho que es un héroe de naturaleza muy especial. Podemos remontar el río poético cidiano hacia las más alejadas alturas, y allí entonces la vena se hace límpida, se adelgaza, la podemos cruzar en todas direcciones y, guiados por ella, podemos explorar las escondidas fuentes donde el heroísmo poético brota a borbollones en las mismas cumbres divisorias de las regiones de la Historia y de la Poesía.

El fracaso de Berganza se explica por sí misma inconsciencia, por su falta absoluta de discernimiento entre lo que era historia y lo que era poesía. El historiador del Cid tiene que procurar, mediante seguros análisis, obtener pura la tradición poética más vieja, la que aún está caldeada con el aliento vital del héroe; sólo ella puede darnos el sentido pleno de la vida del Cid, que la inexperta historiografía de entonces no sabe darnos. El principal historiador cristiano percibe casi únicamente el estruendo que las armas del Campeador producen hacia las partes de Cataluña, Aragón y Valencia. El principal historiador árabe no busca sino la «Demostración de la grave calamidad» que hirió a los musulmanes valencianos por no cumplir las leyes coránicas y por confiarse a hombres de otra religión. Sólo los antiguos, juglares se preocuparon de devolver al pueblo la imagen completa que del héroe se formó el mismo pueblo a nombre del cual el Cid obró sus hazañas.

El relato de los más viejos poetas tiene una inestimable parte histórica. No me refiero a multitud de pormenores de hecho en que la poesía antigua está admirablemente conforme con los sucesos comprobados documentalmente, pues sabido es que la epopeya castellana es la más histórica de todas; me refiero a rasgos generales del carácter del protagonista. Descaminadísimo anda Renán cuando, admitiendo demasiado dócilmente el divorcio entre el Cid poético y el Cid histórico establecido por Dozy, considera que «ningún héroe ha perdido más que éste al pasar de la leyenda a la historia.» Muy al contrario, la historia y la poesía primitiva muestran una rara conformidad caracterizadora. Hemos dicho que el Cid de la realidad fue siempre fiel al rey que le desterró, le respeta siempre, aun cuando el rey llegue al colérico agravio; aun en el momento de mayor éxito personal del héroe, cuando se hace dueño de Valencia por el solo esfuerzo de su brazo y hostilizado por todos, hasta por el mismo Alfonso, declara ante los vencidos moros que la ciudad le pertenece: «salvo el señorío de mi señor el rey Don Alfonso». Lo mismo en el Poema de Mío Cid primitivo, uno de los principales nervios de su poesía, según ya notó F. Wolf, es la lealtad del héroe, a pesar del rigor injusto del monarca.

Y aún nos sorprende hallar en común otro rasgo que parece exclusivamente propio de la exageración poética: el carácter de invicto. El poeta de la conquista de Almería nos dice, unos cincuenta años después de la que éste era ya entonces cantado como héroe jamás vencido por los enemigos: «de quo cantatur quod ab hostibus haud superatur». Pues en la historia comprobamos este rasgo por el título de «invictissimus princeps» que dan al Cid sus clérigos valencianos; y si sospechásemos que pudiera haber aquí adulación áulica, la autoridad irrecusable del enemigo nos convencería, cuando Ben Bassan dice: «la victoria seguía siempre la bandera de Rodrigo; con su corto número de guerreros hizo huir grandes ejércitos». Vemos aquí atestiguada la cualidad más brillante del héroe a los ojos del pueblo: la de gran capitán, cuya estrategia nunca padeció adversidad y siempre se desenvolvió con infalibilidad sobrehumana. Por la historia sabemos cómo el solo miedo a la victoria segura del Campeador dispersó un ejército almorávide que iba en socorro de Valencia; sabemos también que el conde barcelonés Ramón III el Grande, sitiador de Oropesa, tan sólo al oír de uno de sus soldados la noticia falsa de que Rodrigo se acercaba, levantó precipitadamente el sitio del castillo, sin pararse a averiguar la verdad. Estos hechos reales comentan versos del antiguo poema: «Arranco las lides como place al Criador: moros e cristianos de mi han grant pavor.»

Y así en otros puntos característicos hallaríamos la poesía y la historia en esencial acuerdo.

Y tomando la poesía como fuente histórica de singular valor, como aliento de vida que ha de animar los disgregados y disconformes datos históricos, ocurre más necesaria que nunca la pregunta trivial: ¿por qué fue cantado el Cid? ¿Cuáles fueron los aspectos de su vivir y de su obrar que le elevaron desde el superior de la poesía?

Pensó Dozy y repitió Renán que el Cid fué grato a la poesía castellana porque combatió a su rey leonés, como le combatieron otros héroes que los poetas celebraron, Fernán González y Bernardo del Carpió. Esta idea se funda en una cronología falsa de la poesía cidiana, hoy insostenible. El poema de Rodrigo, en que el héroe desacata al rey y amenaza al papa, es de formación legendaria muy tardía, propia de la decadencia de nuestra poesía heroica, y, sin embargo, Dozy se empeñó en seguir creyendo el Rodrigo anterior al Poema de Mío Cid, en que el héroe es constantemente fiel a su soberano.

Por otra parte, W. Grimm, que en los comienzos del romanticismo pensó tan alta y tan místicamente acerca de la epopeya, escribió: “En toda circunstancia histórica que produce en un pueblo primitivo una formación o una reformación de su conciencia nacional, se produce, a la vez, una fermentación épica; Carlomagno creó a Francia y vivió largos siglos en la poesía francesa; el Cid garantizó por primera vez a España una seguridad duradera contra los árabes, y por eso mismo le dió una poesía nacional”. Pero, a mi ver, no es el valor abstracto de las empresas, ni menos la duración de su resultado, lo que les da carácter épico; la poesía, por el contrario, da sus más espontáneas y abundantes flores en el terreno de lo concreto, individualizando lo general. La seguridad nacional frente a los musulmanes la sintieron antes del Cid los castellanos que acompañaron al conde Sancho García en su expedición militar sobre Córdoba, o los que fueron con Fernando I contra Valencia; pero como estos capitanes no eran sino el centro de la organización del pueblo que guiaban, no tuvieron la suficiente fuerza individual capaz de agitar las dormidas ondas de la fantasía poetizadora.

Entre los contemporáneos del Cid muchos colaboraron en la dura empresa de dar a España esa seguridad nacional; en primer término, el activo y batallador Alfonso VI, tan admirable en las armas como en la política, y que acaso no tuvo tacha mayor que su falta de generosidad para comprender al Cid; los poderosos yernos del rey, Ramón y Enrique de Borgoña; Alvarfáñez, que peleó contra los moros tan incansablemente como el Campeador; el conde Pedro Ansúrez, que mandaba un gran Estado, desde Zamora y Carrión hasta Saldaña y Liébana, íntimo amigo del rey y partícipe en todas las empresas de su reinado; el conde de Nájera, García Ordóñez, a quien Alfonso sublimaba extraordinariamente en los diplomas, llamándole: «sostén de la gloria de su reino»... Sin embargo, todos estos grandes personajes, en unión de su rey, eran piezas de un organismo complicado, muy interesante para la Historia, pero falto de dinamismo poético; así, que ninguno de ellos pudo sobrevivir fuera del penumbroso limbo de la pura erudición histórica. Los elogios y las mercedes reales allá les aprovecharían en vida a esos personajes, al par que mostraban la importancia de ellos dentro de la sociedad; pero no fueron valederos para librarlos del olvido del pueblo. En cambio, el Cid se adelantaba a todos, tomando una estatura poética extraordinaria, y esto precisamente desde el instante en que ese organismo social castellano le despide de sí. El destierro obró con el Cid lo que los elogios y el favor no pudieron obrar con los otros. El destierro confirió a la figura del Campeador su plena personalidad, su máxima energía individual, y como acertada operación química, extrajo del pardo terrón la más brillante figura poética, y la epopeya glorificó en el desterrado caballero, no la seguridad nacional en que el proscrito colaboró con sus orgullosos planes, sino la prodigiosa energía personal que desplegó en esos planes, el sobrehumano esfuerzo domeñador de todas las contrariedades de la siempre adversa fortuna. Aunque claro es que con esto reconoció también desde luego que las mayores hazañas del hombre, si carecen de un alto sentido nacional, no son propias para inspirar a la verdadera poesía heroica.

 

¿Careció de este alto sentido la más arrogante muestra de su poder que dió el Cid, la conquista de Valencia? Dozy, en un acceso de cidofobia más pasajero que los otros, llegó a desconocer el valor de esa conquista. «El Cid—dice—tomó la rica, la soberbia ciudad de Valencia; pero ¿qué ventaja sacaron los españoles de la toma de esta ciudad? Las bandas del Cid ganaron en ello gran botín; pero España no ganó nada, pues los árabes la recobraron poco después de muerto Rodrigo.» La insensatez de este párrafo pareció evidente al mismo autor, cuando lo suprimió al reeditar su trabajo. Pero, al fin, ¿qué vida hazañosa no podrá ser discutida con la amarga interrogación del fu vera gloria?

La conquista de Valencia fue en primer lugar un alentador ejemplo del esfuerzo más gigante y de la habilidad más clarividente; fue la extraordinaria empresa que en España se realizó por persona alguna que rey no fuese, según nota Zurita, el doctísimo y atinado historiador aragonés, el cual reconoce que aunque el rey de Castilla, el todo su poder, fuera muy difícil que hubiera conquistado una ciudad tan adentrada en la y de las más populosas que había. Por lo demás, aunque la conquista del Cid fue poco duradera, tuvo gran alcance oral y material. Querol, eleximio poeta valenciano, ha sentido delicadamente la perpetuidad del lazo ideal que la obra del Cid anudó sobre Valencia:

Dues voltea desposada, ab lo Cid de Castella y ab Jaume d’Aragó.

Ese primer desposorio castellano imprimió en la opulenta ciudad mediterránea un sello de carácter indeleble; reconquistada después por catalanes y aragoneses, recordó siempre sus amores primeros, que «tan malos son de olvidar», según el romance; y como agradándose en revivir remembranzas de la patria del Campeador, se unió en espíritu a ella, y le dio esplendor, acariciándola con ideas, fantasías y palabras castellanas, las cuales, cuando hablaron del antiguo héroe por boca del caballero valentino Guillén de Castro, resonaron felices en el mundo entero.

Pero la empresa cidiana de Valencia fue además decisiva en la reconquista española, pues señaló para el poderío almorávide el principio de su fin. Hacía ya medio siglo, desde los días de Fernando I, que los cristianos superaban visiblemente por la fuerza a los musulmanes españoles; se preveía la total sujeción de éstos bajo el cetro de Alfonso VI. Pero entonces los almorávides africanos invadieron la Península, trayendo un entusiasmo religioso, un espíritu militar fuerte y cohesivo que les daba un terrible poder combatiente, y todo cambió. Las huestes de Alfonso, que antes atravesaban la Andalucía como en paseo militar, no supieron mantener esa superioridad antigua; sufrían de continuo las más crueles derrotas en Zalaca, en Almodóvar, en Jaén, en Consuegra, en Cuenca, en Uclés; no lograban ya otra cosa sino resistir con admirable tenacidad, pero muy a duras penas. El rey de Aragón y el conde de Barcelona nada hacían en la espantosa contienda; así, que Castilla sola tomó sobre sí la defensa de toda España. Alfonso defendía el centro y el Oeste; el Cid defendía el Levante; uno y otro empeñaron en la descomunal lucha todas sus fuerzas y recursos, hasta sacrificar en la guerra la suprema esperanza familiar: el hijo único del Cid caía peleando al lado del rey en la derrota de Consuegra; el hijo único de Alfonso caía en Uclés al filo de las espadas almorávides. Pero mientras el gran monarca sufría los más sangrientos reveses, su gran vasallo deshacía los ejércitos invasores en el campo del Cuarte y en Bairén, y siempre invencible, según confiesa el mismo Ben Bassam, mantuvo su señorío  sobre las regiones levantinas, inmóvil como una roca, resistiendo los embates y resaca de la más llena marea que las tempestades africanas echaron sobre la Península. Y tan sólida fue la organización de ese señorío, que aun después de muerto su genial fundador, la asturiana Jimena pudo aún defenderlo, durante tres años de viudez, contra la incesante codicia de los almorávides.

Tanto Ben Bassam como el historiador latino del Cid (y su coincidencia da pleno valor de exactitud a la observación) están conformes en estimar que el Campeador, al apoderarse de Valencia, detuvo allí la invasión almorávide, y la impidió llegar hasta Lérida y Zaragoza, últimas fronteras musulmanas de entonces. Era aquel momento el de más irresistible pujanza en la invasión, y si ésta hubiera alcanzado entonces la cuenca del Ebro, días mucho peores que los de Zalaca habrían amanecido para Aragón y Cataluña, estados que entonces estaban aún separados y eran mucho más débiles que Castilla . Por su parte, el historiador alemán V. A. Huber extiende más todavía la eficacia de la obra del Cid, haciendo notar cómo las victorias y las conquistas del Campeador fueron un dique contra el nuevo diluvio islámico que ponía en peligro, no sólo a España, sino a la Europa occidental, entonces tan distraída en hondas contiendas intestinas y en las cruzadas de Tierra Santa. Algo así debían sentir los coetáneos, cuando en el monasterio francés de Moissac un monje registró con dolor en un cronicón la defunción del héroe burgalés: «En España, dentro de Valencia, falleció el conde Rodrigo, y su duelo en la cristiandad y el mayor gozo entre todos los paganos.»

 

Pero ya he indicado que un héroe no se eleva a la admiración popular tan sólo por el resultado material de su obra, por la duración de sus conquistas o de sus construcciones. Bajo este aspecto le puede superar cualquier modesto general o magistrado. Un héroe debe ser valor energético de su esfuerzo, y debe ser apreciado como inspirador de las generaciones que le rodearon y de las que después le admiraron desde lejos. Esta es la duración ideal de su obra: la duración en la memoria de un pueblo.

Rasgos dispersos que la historia conserva nos dejan entrever algo de la impresión que en sus coetáneos había de suscitar la actividad prodigiosamente exaltada del Campeador: sus chas incesantes y extraordinarias; su ágil acudir a todas las almenas y defensas de la vida por donde el peligro da imprevisto asalto; su rápida y clara visión de las circunstancias más enmarañadas; su certera iniciativa e impetuoso esfuerzo para domeñarlas y conducirlas al arbitrio de la propia voluntad; su incansable pelear; su siempre seguro vencer; su maravilloso espíritu organizador, que de las humeantes ruinas de la guerra hacía nacer en un día, como por encanto, la ciudad floreciente.

Después, la historiografía medieval conservó en frase de llana evidencia la idea popular de ese gran poder de acción; el Cid, según expresión de las Crónicas, siendo un simple caballero, se hizo, por el solo valor de su brazo, el mayor hombre del mundo que señor tuviese. Apreciación que aceptó la misma cidofobia al formular por su parte que «el Cid fué el más poderoso caudillo del siglo XI, el único que conquistó por sí solo un principado».

En fin, la poesía fue siempre el eco inextinguible del recuerdo popular en admiración del esfuerzo heroico por la común causa. Bien sintetizaba esa secular poesía Fray Luis de León, con su una breve invocación a la virtud hercúlea, hija de la divinidad:

Tú, dende la hoguera

al cielo levantaste al fuerte Alcides, 

tú en la más alta esfera 

con las estrellas mides al Cid,

clara victoria de mil lides.

Y aun otro recuerdo contrario, el del terror y el odio que dejó el Cid entre los musulmanes, es para su glorificación. Ben Bassam diez años después de muerto el héroe: “El poder de este tirano fue siempre en aumento, de modo que como grave peso se dejó sentir sobre los valles más hondos y sobre las cumbres más erguidas, llenando de terror a nobles y plebeyos. Uno me ha contado que le oyó decir en ocasión en que sus anhelos eran más vivos y su ambición extrema: «Un Rodrigo perdió esta península, mas otro Rodrigo la reconquistará»; frase que llenó los corazones de espanto e hizo pensar a los creyentes que lo que temían y recelaban acaecería muy presto. Pero hay que reconocer que este hombre, azote de su tiempo, era por su amor a la gloria, por la prudente firmeza de su carácter y por su valor heroico, uno de los grandes milagros del Señor.» He aquí un musulmán enemigo, lo mismo que el Manzoni de la oda napoleónica, inclinando religiosamente su cabeza ante la honda huella del espíritu creador estampada en el héroe.

 

Por último, no puede omitirse la mención de otro carácter importante de la vida heroica: su valor representativo nacional. La poesía primitiva destacó el doble sentido español de las hazañas del Cid: qui domuit mauros, comites domuit quoque nostros; domeñó a los moros, impuso sujeción y miedo al enemigo por ley y por raza, ero también sometió a los condes cristianos, impuso al enemigo interior cordura en su envidia desorganizadora.

El Cid desterrado desarrolla eminentemente ese trágico suceso tan común en la vida española: el hombre necesario y excepcional se produce; pero el organismo social lo repele fuera del centro donde debiera irradiar más provechosa su virtud. Castilla había producido un capitán invencible, pero ése no dirigía las armas castellanas el día funesto de Zalaca, sino que entonces estaba apartado en el destierro.

Y la envidia es incansable en perseguir, pudiendo sólo triunfar de ella la más incansable magnanimidad del héroe. Los oídos del proscrito se sienten halagados por la voz de los burgaleses: «Dios, qué buen vasallo, si oviese buen señor»; pero él no busca venganza retirándose como Aquiles a las tiendas de la inacción, ni maldice ociosamente de la injusticia que le desconoce, sino que en el destierro hace desbordar la heroica plenitud de su energía, y cuando sus conquistas son ya un reino, lo presenta a su soberano, reconociendo «el señorío de su rey Don Alfoso». El Cid, yendo a reconciliarse con su rey a la vega toledana, y mordiendo ante él las hierbas del campo, según un viejo rito de humillación, da cima a su mayor heroicidad: la de matar en si el bravío individualismo ibérico. Después de haber probado en estruendosos casos el invencible valor de su brazo, quiere anonadarse ante la pequeñez que no le comprende, anhelando y reconociendo esa existencia superior que el individuo debe lograr dentro del cuerpo social; y toda la vida que le rodea no tiene otro fin que preparar el advenimiento del hombre superior, piensa que nada es la más fuerte individualidad del héroe sin el pueblo para el cual vive. El pueblo es el más allá del heroísmo, el campo donde el heroísmo tiene razón de ser y donde se eterniza.

Por tal sacrificio la eficacia ejemplar de la vida heroica se hizo perdurable en el alma de las ge-generaciones coetáneas y sucesivas. A poco de morir el Campeador, un clérigo le consagra una historia superior a la que entonces los cronistas oficiales solían escribir; un latinizante poeta de Cataluña congrega en derredor a sus oyentes, invocando el nombre famoso: Campidoctoris hoc carmen audite, y un vulgar poeta castellano se dirige a los que, aunque lejana, todavía guardaban memoria directa de los amigos y enemigos del héroe, para recordarles “la gesta de Mió Cid el de Vivar”; entonces nuestra lengua española nacía humilde, relegada a la intimidad familiar, inepta en los usos públicos, y fue el espíritu del Cid, que hacía poco se había arrancado de su cuerpo, el que, ya plenamente compenetrado con su pueblo, arrebató el balbuciente idioma hacia alturas nunca antes conocidas, para cantar en un poema de proporciones monumentales las aspiraciones, ideas y costumbres de la primitiva Castilla. Y desde ese momento el Campeador no cesó de inspirar la rica literatura española.

Pero, sobre todo, su alto ejemplo vivió en la historia nacional, pues ella se deleitó en la biografía del Cid y la dilató más que la de los más descollantes reyes. Esa biografía contaba un episodio en que el Cid, con sólo hacer comer a su mesa y en su plato al caballero montañés Martín Peláez, le había enseñado a ser valiente; y asi fue concebido el Cid como catedrático de valentía, según el apotegma de Juan Rufo, análogo al de profesor de energía, que se ha dicho de Napoleón; y, realmente, el Campeador fue siempre por medio de su crónica catedrático de la valentía, pues en la lectura de sus hechos todo caballero novel, fuese el joven Alfonso XI, futuro vencedor del Salado, fuese el aventurero conde don Pedro Niño, encontraba ejemplo soberano de afán y de fatiga para alcanzar la palma victoriosa. Y para todo el pueblo fue el Campeador una fuerza excitadora de entusiasmo. Sus huesos se agitaron inquietos en el sepulcro la víspera de la batalla de las Navas de Tolosa, y los españoles los sintieron resucitar en cada momento glorioso o en cada trance difícil de su vida nacional. Ayer todavía, en días muy amargos, Costa, aquel hombre de generosa y llameante voluntad, apartaba de sí al Cid de loriga y de tizona, para que no volviese a lanzar a España en cabalgadas guerreras, pero a la vez despertaba en su sepulcro al Cid de toga, al de Santa Gadea, queriendo que resurgiese en el pecho de cada español para dictarle normas jurídicas. Así, para cada tiempo, la vida del Campeador debe guardar nuevo sentido latente y nueva meditación.

Hoy Burgos, y con Burgos toda España, remueve los venerandos restos del caballero de Vivar, turbándolos una vez más en su sagrado reposo; hoy debemos recoger nuestro pensamiento para acercarnos más dignamente al sepulcro y evocar el sentimiento del heroísmo que allí duerme, siempre pronto a reanimarse; y lo podemos hacer confiados de que no evocamos un fantasma vano ni una sombra maligna. Debemos volver a anudar indisoluble ese vínculo ideal de la nación con su héroe, que tantos han pretendido romper en el pasado siglo. La historia del Campeador, entenebrecida por el pirronismo y la cidofobia, entrará en un nuevo día sereno y de gran luz; y del estudio histórico, guiado por la comprensión más penetrante, no perturbado ni por el odio ni por el amor, podemos estar seguros de que no sacaremos ninguna desilusión irreparable y envejecedora, seguros de que la vieja poesía nacional no se inspiró en quimeras sin cuerpo, sino en una vida real, vivida en el mayor ardor por el caballero, «que en buen hora ciñó espada» al servicio de los mismos ideales que aquella poesía cantó. Y la memoria del héroe que tanto afán sufrió en todas las conmociones de su España, trayéndonos en la Historia y en el Arte el pensamiento y el anhelo de los tiempos pasados, nos templará en esa comunión con las generaciones que fueron, para que sintamos toda la dignidad del presente, consagremos el más profundo respeto a la sociedad dentro de la cual vivimos, y en todo momento nos consideremos investidos de la misión—obscura o relevante, como el destino nos la depare—de preparar un advenimiento más noble a las generaciones venideras.

El espíritu del héroe seguirá animando nuestra conciencia nacional, y en lo futuro como en lo pasado guardarán hondo sentido de idealidad las sencillas palabras en que el anónimo poeta, patriarca de la gran literatura española, formuló la mística unión del héroe burgalés con el pueblo entero de España: «A todos alcanza ondra por el que en buen hora nació.» Y siempre la vida del Campeador será alto ejemplo que nos hará concebir la nuestra como regida por un deber de actividad máxima; siempre requerirá de nosotros esa heroicidad obscura, anónima, diaria, única base firme de engrandecimiento de los pueblos y sin la cual el heroísmo esplendente no tiene base; siempre nos guiará a nortear el supremo y último rumbo del interés personal hacia los ideales colectivos de la sociedad humana a que estamos ligados y dentro de la cual nuestra breve vida recibe un valor de eternidad.

 

LA CASTILLA DEL CID

El Cid y su época

 

 
Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador (de la Galería de Retratos, Letreros e Insignias Reales... del Alcázar de Segovia)

La jura de Santa Gadea

La afrenta del robledal de Corpes: pasaje del Poema en el que las hijas del Cid, bajo tos nombres falsos de Elvira y Sol, fueron azotadas y abandonadas por sus maridos, los infantes de Carrión

Sepulcro del Cid y de su esposa, Jimena

CATEDRAL DE BURGOS

Estatua ecuestre del Cid en Burgos