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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMOY DE LA IGLESIA |
PRUDENCIO DAMBORIENA
FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA
INTRODUCCIONGERMENES DE INQUIETUD EN LA EUROPA DEL SIGLO XVI
La aparición del protestantismo en la historia ha dado
lugar a una amplísima bibliografía. Apenas hay aspecto relacionado con aquel
magno acontecimiento que haya escapado a la atención de los
investigadores. La situación religiosa de los países en que se implantaron
las nuevas doctrinas —y en particular la de Alemania— ha hallado dignos
historiadores en Janssen, Imbart de la Tour, Mentz, von Ranke, Holl, el
canónigo Cristiani, von Pastor, Mackinon, Hauser, von Bezold y otros. La
personalidad de los iniciadores del movimiento reformista nos trae a la
memoria las biografías de Koestlin-Kawerau, Hausrath, Bonaiutti,
Scheel, Denifle, Lortz, Fébvre, Grisar, Bóhmer, Miegge, Bainton, etc.,
para Lutero; las de Doumergue, Pannier, Menod, Hunt, MacNeill, Jourda,
Wendel, Kampschulte, Benoit y Gutersohn, etc., para Calvino; y las de Constant,
Gairdner, Janelle, Gasquet, Sanders, Lindsay, Powicke y Hughes —o los autores
del Cambridge Modern History— para el
anglicanismo. Los especialistas en la historia de la teología, empezando
por Seeberg, Hamack, Grabmann, Neve-Heick, Schaff y Tillich, han estudiado
—cada cual desde su perspectiva— las repercusiones de las
doctrinas protestantes en la enseñanza cristiana tradicional. Otros,
encabezados por Troeltsch, Burkhardt, Niebuhr y McGiffert, se han detenido en
el examen del fenómeno protestante y en su proyección sobre la sociedad moderna.
Max Weber, Tawney y sus respectivas escuelas han prestado particular
atención a las consecuencias económico-políticas acarreadas a nuestro siglo y
al talante democrático de la presente generación por las ideas de la
Reforma. Ni faltan siquiera estudios y monografías relacionadas
con el influjo del protestantismo y las corrientes artísticas, literarias y
musicales contemporáneas
Nuestro objeto en la presente obra es más modesto.
Queremos hacer resaltar el significado del movimiento protestante en el marco
de la Cristiandad del siglo XVI y evaluar los resultados de su presencia en la
vida de la Iglesia. Esto implica, a su vez, un estudio de la situación de
la Europa católica de la época. La tarea encierra no pequeña dificultad.
Son contados los que logran escribir desapasionadamente de la reforma
protestante, no tanto por lo que fue en sí o por los personajes que
intervinieron, como por las consecuencias de aquella obra heredadas hasta
nuestros días. Se ha querido a veces recurrir para resolver el enigma al
estudio psicológico y moral de sus fundadores. El método, de indudable
fascinación, deja bastante que desear por varias razones. Primero, porque
no hay apasionamiento —de signo positivo o negativo— comparable al que se
tiene hacia una persona. Y segundo, porque en las acciones humanas queda siempre
una zona opaca a nuestra limitada visión y patente sólo a Dios: la de la
conciencia que los hombres se forman sobre una doctrina o una situación y,
por lo tanto, de la intención con que la ejecutaron. Esta queda
para «Aquél que sabe lo que hay en el corazón de los hombres». Todo ello
sin tomar en cuenta que no hay individuo, por potente que sea, capaz de
arrastrar a medio mundo tras sí o de dar un viraje a toda la historia, a
no ser que en la sociedad en la que vive y donde opera existan ya los
gérmenes de aquella revolución cuyo caudillaje representa.
Descendiendo a nuestro caso concreto, nos hallamos en
el siglo XVI frente a un mundo que, en vísperas de cruzar los linderos de una
nueva época, vive su vida religiosa, económica y social; con unos
personajes de talla no vulgar que con sus palabras, sus escritos y sus
acciones —o en colaboración íntima con los amos políticos del tiempo—
inician una auténtica revolución que pronto alcanza vastas extensiones del
continente; y con una Cristiandad que, al calmarse a fines de siglo las
turbias aguas que la agitaron, se ve a sí misma rota en su unidad
y amenazada por nuevas fuerzas de disgregación. ¿Qué pensar de los
tristísimos adjuntos en que se movía por entonces la sociedad cristiana? ¿Hasta
qué punto pueden justificarse las impaciencias de reforma y las protestas de aquellos hombres y dónde empieza la línea
divisoria de su terrible responsabilidad ante Dios y ante la Historia?
¿Cuál es, a cuatro siglos de distancia, el resultado neto del cataclismo
religioso que en aquellos años pareció conmover las bases mismas de
la Europa cristiana?
Estas son las grandes preguntas que piden de nuestra
parte una solución. Otros aspectos del protestantismo —de indudable interés
para el investigador o el publicista— quedarán excluidos como menos
conducentes al propósito de nuestra obra. El hecho de que tantos otros
autores de tendencias antagónicas hayan deducido de un mismo evento histórico conclusiones total o parcialmente opuestas, no nos debe
desanimar. Los esfuerzos que en estos últimos decenios se han realizado para
aclarar los orígenes de la Reforma, no han sido baldíos. Como consecuencia de
una investigación más profunda y detallada de las fuentes, son muchos los
puntos en que se va haciendo luz. Personajes tan relevantes como los
de Lutero y Calvino —o en otro campo los Papas del Renacimiento— han
perdido algunas de sus primitivas aristas, para aparecer con contornos más
humanos y conformes con la historia. El acercamiento se aplica en medida
semejante a la interpretación del ambiente religioso predominante o aun a
ciertas virtudes que antiguamente se negaban un poco a priori a los fundadores de la Reforma. Queda en pie nuestra desavenencia sobre el
problema central de aquella convulsión: el de su supuesta necesidad (tesis protestante) o el de la imposibilidad de justificarla ante
la teología y la historia (criterio católico). El presbiteriano John
McNeill terminará su análisis del protestantismo afirmando su necesidad
como remedio único para el caos religioso en que se hallaba entonces la
Cristiandad, así como por razón de los grandes bienes que de aquel hecho
han dimanado para la sociedad. Por el contrario, los
historiadores católicos Bihlmeyer-Tuechle se referirán a la aparición y al
afianzamiento del protestantismo como a «la terrible catástrofe religiosa
que se desencadenó contra la Iglesia», trayendo consigo «la demolición de
la esencia misma de ésa» y rompiendo la unidad del mundo cristiano. Es probable que, en esta materia, tardemos mucho en
ponemos de acuerdo. Nos queda al menos el consuelo de que buscando sinceramente
la verdad, ésta nos librará del error. La Iglesia —y más particularmente
los últimos Pontífices— nos exhortan a seguir este camino. Nada tenemos que
temer, aun tratándose de épocas tan difíciles como las que precedieron y
acompañaron la aparición del protestantismo.
LOS VOCABLOS «PROTESTANTISMO» Y «REFORMA»
Antes de entrar en materia, aclaremos la cuestión del
vocabulario empleado al referimos al trascendental movimiento religioso citado.
Hay sobre todo dos vocablos que están dando lugar a frecuentes disensiones. El
primero se refiere al hecho mismo de la aparición histórica del protestantismo.
¿Merece éste el nombre de Reforma o debemos
designarlo con otra expresión de contenido diverso? El segundo se relaciona con
las palabras protestante y protestantismo, designaciones
corrientes, pero que empiezan a inquietar a sus seguidores, hasta el punto de
quererlas borrar de sus publicaciones o hablar de ellas como de caricaturas de su significado original y opuestas «al sentido profundo y cristiano»
que encierran.
La palabra protestante estuvo restringida en los principios a los seguidores de la iglesia luterana.
Los calvinistas se quedaron con el nombre de reformados. Las
comunidades a que pertenecían estos últimos se llamaron iglesias de la
reforma y las de los primeros, iglesias protestantes. El vocablo protestantismo no tardó en adquirir la extensión de todo el movimiento religioso separatista
del siglo XVI, al mismo tiempo que a todos sus adeptos se les conocía como protestantes. La iglesia anglicana —así como los grupos llamados no-conformistas— se resignaron con tal apelación. Con Bossuet y su libro Histoire des
variations des églises protestantes (1688) el apelativo se hizo
universal. Desde entonces se han multiplicado, por parte de los seguidores de
la nueva religión, las apologías del apelativo y de las grandezas de su
contenido.
Hoy empieza a sentirse, sobre todo en los círculos
anglo-americanos, cierta inquietud sobre la oportunidad de su empleo. Si, de un
lado, crece el número de publicaciones destinadas a reivindicar la palabra
y a defenderla «de las insidias de los adversarios», aumenta igualmente el
clamor de aquéllos que quisieran ponerle sordina o eliminarla del comercio
humano. «La palabra protestante, escribe
Davies, ha caído en malos tiempos. Era hasta hace poco un
término honorable y empleado en las mismas ceremonias de la coronación del
rey de Inglaterra. En cambio, hoy son ya muchos los que se avergüenzan de
él, afirmando que su iglesia no es protestante... o que conviene
sustituir el título por el de iglesia reformada». A otros les
molesta que se les defina solamente en
oposición a la Iglesia Católica; «esta relación de antagonismo y de
oposición entre la Iglesia de Roma y la Reforma, añade Hugh T. Kerr,
imprimió al protestantismo un carácter reaccionario que nunca ha logrado
arrojar de sí. El protestantismo queda definido sencillamente como
reacción negativa de la Iglesia de Roma. Y protestante, según los
diccionarios, es el miembro de una organización que tiene por objeto
fomentar esa oposición». Algunos atribuyen esta creciente desgana en
el uso del vocablo a los esfuerzos que está haciendo el anglicanismo,
sobre todo a partir de los años del Movimiento de Oxford, por deshacerse
del epíteto y aparecer como la iglesia católica. Piensan igualmente que
las tendencias ecuménicas modernas no podrán triunfar mientras las
iglesias separadas no se desprendan de un nombre demasiado ligado, en el
curso de la historia, con la polémica antiromana. En ciertos países, como los
Estados Unidos, la pujanza del Catolicismo constituye para muchos una
invitación a adoptar un título más directamente enlazado con Cristo y con su
mensaje de redención.
Estas concepciones parecen presidir, al menos en
parte, la nueva política de las iglesias separadas cuando se establecen en
tierras de misión o se infiltran por países católicos. En las primeras
tratan de omitir por completo, o de relegar a muy segundo término, la
palabra protestante para apropiarse en
exclusiva el nombre de cristianos, dejando para nosotros el de católico-romanos u otro parecido. En China se llaman Chi-tu-chiao = religión de
Cristo, y consiguientemente cristianos; mientras que el Catolicismo
continúa siendo T’ien-chu-chiao la religión del Señor del Cielo y
nosotros, los católicos, seguidores del mismo”. En Iberoamérica, donde la
palabra protestante lleva una connotación histórica peyorativa, las
iglesias disidentes han dado la consigna de sustituirla por el nombre de evangélica, tratándose de la religión, y de evangélicos cuando se refiere a sus
adeptos. Digamos, con todo, que los esfuerzos por
desterrar el vocablo no parecen abocados al éxito. Palabras acuñadas hace
siglos y plenamente apropiadas para indicar el espíritu de aquel
movimiento tanto en sus comienzos como a lo largo de su existencia histórica,
tienen todas las posibilidades de quedar afincadas en la historia.
Por eso, tal vez, un número crecido de escritores
protestantes adopta el sistema de darnos la versión auténtica y
original de aquella palabra y de su contenido
teológico. «La Reforma protestante, exclama Jenney, fue algo más que una
reacción contra las tergiversaciones (católicas) del Cristianismo; fue un
movimiento positivo y progresivo». «La Reforma, añade Abdel Wentz, no fue algo
reaccionario y negativo... Tampoco se redujo a una mera revuelta contra el
pasado inmediato o a un impulso de deshacerse de la montaña de errores
acumulados en el aparato eclesiástico oficial de la salvación. Por el
contrario, fue el producto lógico de siglos, la continuación de los
elementos más profundos y vitales de la piedad cristiana».
No he podido trazar la génesis de esta tendencia. En
un Protestant Dictionnary, editado en 1933 en
Nueva York, el autor del artículo Protestante desarrolla extensamente
sus orígenes históricos a partir de la Dieta de Spira y reivindica
el carácter positivo del documento que allí se redactó. Durante los años siguientes, Winfred Garrison en su Protestant
Manifesto, Nashville, 1942, y W. Anderson en su ya citada obra apologética Protestantism,
A Symposium, ib. 1944, tomaban la defensa de la teoría. Esta se hace
común en las publicaciones de la última post-guerra no solamente en
folletos o artículos de tipo propagandístico, sino también en trabajos que
quieren estudiar con seriedad científica la cuestión. De este modo, como
dice uno de ellos, esperan «borrar una mancha injustamente arrojada contra
los seguidores de la Reforma».
En síntesis, su argumentación es como sigue. La Dieta
de Worms (1521) había restringido notablemente la libertad del movimiento a los
súbditos luteranos del imperio. En la siguiente reunión, celebraba en Spira en
1526, los príncipes se aprovecharon de las dificultades políticas en que
se veía envuelto Carlos V y de la amenaza de la invasión turca que se
cernía sobre la Europa central, para arrancarle varias concesiones. «Los
amigos de la Reforma, escribe Ney, tenían motivos para alegrarse de los
resultados de la Dieta». En espera de la celebración del Concilio,
nacional o universal, los amos luteranos se sintieron libres dentro de sus
territorios «para obrar en materia religiosa como les pareciera sin
otra responsabilidad que la que tenían ante Dios y el emperador”.
Naturalmente, la solución no había agradado a los católicos ni al
emperador. Por eso en la Dieta siguiente (marzo de 1529) se quiso poner
remedio a la situación. Las circunstancias externas habían cambiado: Carlos V
había concluido la paz con el Papa y el grupo de los reformados daba
claras muestras de división interna. Además los electores católicos tenían
mayoría absoluta. El resultado fue —al menos en gran parte— un retomo a
las posiciones de Worms. Aun en los principados donde los católicos
estaban en minoría, se prohibieron las innovaciones, se restituyó
la celebración de la Misa y se negó el derecho de residencia a los
anabaptistas y a los negadores de la Presencia real.
Hasta aquí coinciden los relatos. ¿Qué es lo que
ocurrió después? Según la explicación comúnmente hasta ahora recibida entre los
mismos protestantes, al ver el sesgo que iban tomando las cosas, varios de
los electores, partidarios de Lutero, protestaron
oralmente contra el decreto declarando que no querían tener parte en
ninguna sesión posterior de la Dieta. Algo más tarde,
cuando Jacobo Sturm y sus seguidores, animados por las promesas recibidas
del intrigador Francisco I de Francia, creyeron tener ganada la causa, los
electores redactaron un documento en el que declaraban que la Dieta no
podía, sin consentimiento de ellos, invalidar un decreto aprobado tres
años antes por unanimidad. En consecuencia, protestaban y declaraban nula la
votación de la mayoría y no podían permitir que sus súbditos se desviasen
de las normas trazadas en el edicto de Spira. Se lo prohibía su conciencia
y la responsabilidad adquirida ante Dios. Respecto a la prohibición de los
zwinglianos, no tenían dificultad en obedecer puesto que, como decía
Sturm, «podrían llegar a demostrar que su doctrina eucarística no era tan
contraria como se creía»”. «De esta protesta, comenta Bihlmeyer, los
seguidores de la nueva fe recibieron el apelativo de protestantes (en vez del nombre de vin boni = creyentes, que a sí mismos se
daban), apelativo que ha continuado designando a los adeptos de la pseudo-Reforma».
En cambio, muchos de los autores protestantes modernos
rechazan esta interpretación. «El documento (de 1529), nos vuelve a decir
Davies, protesta contra la manera en que los príncipes reformados fueron
tratados por la Dieta y en particular, porque los electores católicos
rechazaban por simple mayoría una decisión que había sido aprobada antes
por unanimidad. Pero su objeto principal era positivo: el hacer una profesión
cristiana. La palabra protestante, acuñada por este documento, se refiere
a las personas reformadas que hacen protestación de fe a las enseñanzas evangélicas... Por eso, los signatarios del documento fueron
afirmadores y proclamadores de una verdad, no meros hombres que protestaban
contra algo. T. B. Douglass afirma que la palabra protestante ha adquirido modernamente un significado del que carecía hasta finales del
XVIII. En tiempos de Lutero, dice, significaba profesar, declarar
abiertamente, y cita en confirmación varios textos de Shakespeare a su
favor. «Nos hemos hecho a la idea, resume Jenney, de que el protestante es
un individuo que se planta contra algo que no le place. Esto lo define
como a un rebelde. Es un sentido que no responde a la verdad... En latín testis quiere decir testigo y, usado como verbo, equivale a testimoniar. Además, el prefijo pro significa en favor de y no en contra
de... Por lo tanto, protestar significa en el fondo testificar,
ser testigos de algo. Hénos aquí, pues, ante una palabra noble y
constructiva: el protestante es aquél que da testimonio de sus propias
convicciones... Jesús dijo: «vosotros sereis mis testigos». Es lo que hacemos
nosotros: ser testigos de Cristo y de su poder redentor».
Comprendemos el embarazo de nuestros interlocutores y
la razón de sus excursiones por los campos de la historia y de la filología,
aunque no estemos tan seguros de las pruebas halladas a su favor. Por de
pronto, el recurso filológico nos parece un tanto pobre. Todos sabemos cuál es
el sentido primario de la palabra latina protestare. Los citados autores podrían habernos aducido su correspondiente griega: diamartyromai (raíz de la que proviene mártir) y llegarían a la misma conclusión.
Pero otra cosa distinta es la de saber, si además de ese
significado primigenio, la palabra encierra otros que, aunque secundarios
en sí, tienen el mismo valor en la literatura y en el lenguaje común. Es
algo también muy sencillo que puede aclararse con el empleo de un simple
diccionario o de un glosario latino. Asimismo, el
recurso al idioma inglés para explicamos frases que se pronunciaron en
latín, es anacrónico, ya que el idioma empleado en aquellas reuniones no
fue el de Shakespeare, sino el de Cicerón. Por lo demás, basta consultar el
erudito Oxford English Dictionary, en su volumen VI (palabra Protestant), para cerciorarse de que la literatura clásica inglesa del siglo XVI y
XVII contiene ejemplos del sentido dado por nosotros.
Pero, en casos como el nuestro, es preciso recurrir a
los adjuntos históricos en que empezó a emplearse el nombre para encontrar la
llave de la solución. Protestante fue una especie de apodo puesto por los católicos a aquellos hombres que
en la Dieta de Spira se revelaban por enésima vez contra lo determinado
por las autoridades eclesiásticas e imperiales en lo tocante a su persona
y a sus doctrinas. Es obvio que los católicos no quisieran acuñar un
nombre que redundara en alabanza de sus propios adversarios. Esto mismo se
deduce de los Anales de Raynaldo, correspondientes a 1529, donde después
de citar in extenso el decreto del rey Fernando, añade: «Contra hoc decretum die XIX Aprilis statim protestan sunt Ioannes, Elector
Saxoníae... Haec est prima origo nominis protestantium. Ita illi in
perniciem Germaniae conjurarunt cum ab ipsis auxilia contra Turcas in Panoniam
irruentes posceretur». El examen del texto de la Protesta nos conduce a
la misma conclusión. En ella los signatarios se rebelan contra la
suspensión de los derechos que les habían concedido en 1526;
igualmente disienten de las pretensiones de los príncipes católicos; por
eso, añaden, «nuestras urgentes necesidades nos impelen a protestar
abiertamente contra vuestra resolución y a declararla nula y vacía en cuanto se
refiere a nosotros y a nuestro pueblo... Es lo que al presente hacemos con
estas palabras: protestamos ante vosotros y todos los demás que
nosotros ni sabemos, ni podemos, ni queremos concurrir a dicha resolución, sino
que la declaramos nula, etc.»
Creemos que difícilmente puede negarse a estas
expresiones el tono de una firme y solemne protesta, en el sentido que hoy
damos a esta palabra. Para abundancia de razones, podríamos añadir que en aquella
ocasión, los luteranos de Spira no se contentaron con protestas verbales,
sino que viniendo a los hechos, se confederaron inmediatamente contra el
emperador y contra la Iglesia. La decisión asustó a los mismos jefes de la
Reforma. Melanchton confesaba que la noticia le había aterrado y que los
tormentos le daban ganas de que terminase pronto su vida. Lutero la juzgó
de verdadera locura, pues juzgaba que podían ganar mucho más de la
situación fluida e indecisa que hasta entonces reinaba. Y, sobre todo, la
unión de sus seguidores con los zwinglianos, «tan opuestos a Dios y a la
Eucaristía como los peores enemigos del Señor y de su palabra», le pareció
un despropósito y lo atribuyó al inquieto elector de Hesse de cuyas
imprudencias temía cualquier cosa aun para la misma Reforma.
Era uno de los primeros ejemplos en que los reformados, aun difiriendo
entre sí en puntos cardinales de doctrina, se unificaban y hacían causa común
al tratar de oponerse contra el Catolicismo. La historia los ha calificado
de esta manera. «Mirado en globo el protestantismo, escribe Balmes, sólo
se descubre en él un informe conjunto de innumerables sectas, todas
discordes entre sí y acordes en un solo punto: en protestar contra la
autoridad de la Iglesia». «La unidad protestante, leemos
en Ferm, brota de su oposición al Catolicismo romano». «Al surgir nuevas
formas protestantes, opuestas doctrinalmente entre sí, leemos en otra de
sus publicaciones, conservan todavía un punto de vista común: el de
su oposición unánime al Papado». «La subsiguiente extensión del nombre
protestante, concluiremos con Gerhard Ritter, de la universidad alemana de
Freiburg, ha quedado justificada en el sentido de que la protesta oficial
ha llegado a ser el único punto común de las multifarias instituciones y
de las manifestaciones culturales de las iglesias surgidas de la Reforma. La
oposición —hecha en nombre de la responsabilidad ante Dios— lo abarca
todo: a la Iglesia católica misma asi como a su pensamiento literario,
artístico, científico y cultural».
La palabra Reforma, aplicada al movimiento protestante, se remonta hasta el siglo XVI. A los
comienzos, como ya dijimos, designaba a las comunidades calvinistas, tanto a
las continentales como a las que fueron brotando en las Islas Británicas. A
partir de 1550 se habló y se escribió sobre las iglesias reformadas, reservando
a sus creadores el título de reformadores. Teodoro Beza escribió una Historia
Eclesiástica de las iglesias reformadas en el reino de Francia, Ginebra, 1580. Con todo, el vocablo —sin ningún aditamento— quedó limitado
durante algún tiempo a escritores heterodoxos. Los católicos prefirieron,
al menos como regla general, llamarlos novadores o anteponer a la
palabra una poco laudatoria expresión: sic dicti reformatores, se
dicentes reformatores, etc. La consagración definitiva e histórica del
término se debe al historiador luterano Leopoldo von Ranke, quien
contrapuso los conceptos de Reforma y Contrarreforma en su
célebre obra: Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation. Desde
entonces ha recibido carta de ciudadanía en la literatura universal. Es
verdad que no pocos católicos se han rebelado contra su empleo. Sin
embargo, en la elección de sustitutivos, no les ha acompañado hasta ahora la
suerte. La expresión de rebeldía protestante parece echar en olvido
—al menos eso es lo que nos objetan— los elementos profundamente
religiosos de aquel acontecimiento. El término mismo de pseudo-reforma
—empleado después de von Pastor por no pocos historiadores— ha hallado
escaso eco en el mundo intelectual. El resultado de todo esto es que hoy
día las publicaciones de todo género al igual que la prensa mundial,
continúan empleando la palabra Reforma (a veces con la adición del
adjetivo protestante, otras veces sin él) para referirse a la
revuelta religiosa plasmada por Lutero y sus contemporáneos. Se ha
preguntado, y no sin razón, si estamos todavía a tiempo para retirar del
mercado literario esta expresión. Nuestra modesta opinión es que —lo mismo
que dijimos al tratarse de la palabra protestante— es ya tarde
para ello, no por ser la más apropiada, sino por
haber sido consagrada por el uso ese tirano «quem penes arbitrium».
El problema cambia cuando descendemos al análisis del
concepto mismo de la Reforma. No hay por qué insistir en la filología de las palabras latinas reformare y reformatio que significan devolver a un objeto su forma primitiva. En
el sentido moral han servido para indicar la corrección de costumbres
corrompidas. Su uso eclesiástico queda definido por la historia. En la Edad
Media, «reformar quería decir: formar de nuevo una cosa (una institución) ya
existente pero deformada; en otras palabras, devolver a su forma primitiva
—que por hipótesis era excelente y vigorosa— a una institución debilitada
por el tiempo, minada y corrompida por los abusos». Se aplicaba tanto a la
restauración de las Órdenes religiosas —indicadoras del fervor del pueblo
cristiano— como a la de toda la Iglesia. De esta última se habían ocupado
—sobre todo a lo largo del siglo XV— muchas personas celosas y santas que
trabajaron para conseguir la restauración (no la ruina) de la Cristiandad
«en la Cabeza y en los miembros». Aquellos conatos se verían más tarde
coronados por la celebración del Concilio de Trento, que ha quedado en la
historia como el modelo de todos ellos. «La Iglesia, escribe Congar, se ha
mostrado siempre activa por lo que respecta a la reforma de sí misma... El
hecho ha impresionado a todos los historiadores del Papado, tanto a
católicos como a protestantes. A veces han sido las Órdenes religiosas las que
corrigen sus propias debilidades o se vuelven a moldear según sus primeros
estatutos —y esto con tal ímpetu que su influjo llega a influir a toda la
Cristiandad. Otras, son los Papas quienes emprenden una reforma general
de los abusos o de un estado de cosas gravemente deficiente, por ejemplo,
en tiempos de Gregorio VII y de Inocencio III. A veces es un fermento
evangélico más universal que, trabajando en las almas, da lugar a la aparición
de las grandes Ordenes religiosas, como la de Santo Domingo y la de San
Francisco de Asís. Tal es, finalmente, la empresa encomendada a los grandes
concilios de la Iglesia: desde aquellos sínodos romanos anuales que fueron instrumento
de la reforma gregoriana hasta los concilios generales que, empezando por
el de Letrán (1215), constituirían durante siglos los grandes medios de
reforma religiosa en la cabeza y en los miembros»
¿Entra el protestantismo en la categoría de reforma religiosa en el sentido
clásico de la palabra? Los historiadores católicos dan unánimemente
respuesta negativa a la cuestión, y no por prejuicios sistemáticos, sino
porque ni las intenciones ni los resultados de aquel cataclismo religioso
corresponden a la noción de una auténtica reforma. Estos autores son los
primeros —lo veremos dentro de poco— en pintarnos con rasgos más que
sombríos los abusos, los pecados y la deplorable situación moral e intelectual
de la Iglesia en muchas de sus autoridades jerárquicas y en sus miembros.
Pero esos mismos historiadores nos recordarán otro aspecto —demasiado
relegado al olvido— a saber que los fundadores del protestantismo no aspiraban
a la extirpación de aquellos males que aquejaban al pueblo cristiano, sino
a algo más profundo: a la innovación radical de lo que debe considerarse
como la esencia misma del Cristianismo histórico. Como observa
atinadamente Villoslada, los protestantes se aprovecharon de aquel clamor
universal en favor de la reforma para fines muy distintos de aquéllos que se
buscaban con tal expresión.
Lutero fue tal vez el que, en este punto, se expresó
con mayor claridad. Otros, antes que él, habían buscado reformar las costumbres,
pero sin éxito. Por eso, los esfuerzos hechos en esta dirección por Huss,
Wycleff y el mismo Erasmo, apenas merecían su entusiasmo. «Alguno me dirá, escribía antes del episodio de
las indulgencias, mirad esos crímenes, esos escándalos de fornicación,
esas borracheras, la pasión del juego, todos esos vicios del clero. Son grandes
crímenes, lo admito. Hay que denunciarlos y remediarlos. Pero los vicios a
que vosotros os referís están visibles todos; son materiales y excitan
vuestra cólera. Pero hay un mal, una peste incomparablemente peor y más
cruel: el silencio organizado de la Palabra de Dios y su alteración. De
esto nadie habla, nadie lo advierte, no suscita la rebelión ni el terror
de ninguno. Y, sin embargo, el único pecado posible de un sacerdote como
tal es el pecado contra la palabra de la Verdad» La Palabra, la Verdad, eran conceptos que en su
mente suponían la corrupción doctrinal total en la Iglesia y la reforma que
en ella (empezando por la doctrina del Papado y de los sacramentos)
pensaba él llevar a cabo. La parte moral ocupaba en su programa lugar muy
secundario. Admitía sin dificultad que en esto sus seguidores eran todo
menos modelos de perfección. El miraba a otra cosa: «Distingamos entre la
doctrina y la vida. Esta es mala entre nosotros como lo es entre los
papistas. No discutamos, pues, de esto con ellos. Mi lucha se concentra
en la palabra, en la doctrina que profesan». Por lo mismo hay que
desechar la fábula del supuesto escándalo sufrido por Lutero en su visita
a la Roma de los Papas del Renacimiento: «Yo, dirá más tarde, no me
ocuparía del Papa si su doctrina fuera recta; su conducta desarreglada no
me hubiera hecho mal alguno». Se entiende, por lo tanto, la crítica que le
dirigió su antiguo maestro Bartolomé Amoldi, al decir: «Si (Lutero y los
reformadores) hubiesen querido reformar los abusos reales, yo me hubiera
ido con ellos. Pero lo que han querido cambiar es la oración y la doctrina
de la Iglesia»
El ex-agustino, convertido ya en verdadero revolucionario (Congar), nos ha
dicho de mil formas cuál era el objetivo de sus intentos. Ya en el Manifiesto
a la Nobleza Alemana (1520) pedía el asalto a las tres murallas sobre las que se emboscaba el romanismo, a saber, la eliminación del
orden sacerdotal, la independencia en la interpretación de la Biblia, y el
poder exclusivo de convocar el Concilio. En escritos posteriores acusó a la
Iglesia de haber «pervertido el culto y de haber inventado nuevos sacramentos».
El Papado vino a convertirse en su opinión en la más grande de las
usurpaciones de la historia: «Papatus est robusta venatio Romani Episcopi».
Estas ideas fijas le siguieron durante toda su vida; por eso, nunca cesó
de luchar por la abolición del estado religioso; la eliminación del
derecho canónico y la teología católica; la supresión de la doctrina del
mérito y de las indulgencias; la transformación de la Misa; y la
destrucción de la estructura jerárquica, empezando por el mismo Papado.
Las directivas que dió a Melanchton cuando éste le representó en la Dieta
de Augsburgo, contenían la lista de siempre: la obtención de la comunión
bajo ambas especies, y la eliminación de los votos religiosos; de la Misa como
sacrificio y de las abstinencias y penitencias impuestas a los fieles. Allí no
se mencionaba más que un abuso: el del poder, con el significado
que éste tenía en sus labios.
Lo dicho se aplica en modo semejante a los demás
iniciadores de la Reforma. No hablemos de Enrique VIII y de sus colaboradores
en quienes se veían demasiado patentes los motivos de su separación de la
Iglesia Madre. Pero en los mismos suizos y franceses, la reforma de
costumbres jugaba un papel secundario. «Si Zwinglio se separa de Roma,
escribe Cristiani, no es para llegar a una reforma de costumbres de las
que su vida privada ofrece muy escasas pruebas, sino para lo que él
denomina «seguir la voz de la conciencia», para restaurar la fe en
nombre de las Sagradas Escrituras, para eliminar las superfetaciones
abusivas con las que la fe había quedado cubierta desde que el favor de Constantino
la había convertido en potencia mundana». Calvino fue más cauto en su
manera de proceder. En más de una ocasión fustigó con frase cortante los vicios de la Iglesia. No cesó tampoco de
advertir a sus lectores y oyentes que su obra religiosa era positiva. Uno
de sus objetivos consistía en «retirarse de la sujeción y de la tiranía papal
con el fin de ordenar de una manera mejor la Iglesia». A los que le
criticaban de introducir novedades, replicaba que no había tal; lo único
que él buscaba era «restituir la profesión cristiana a toda su pureza, limpiándola
de toda inmundicia»; volver a san Pablo y a la desnuda verdad del
Evangelio. Esto nada tenía de nuevo sino «para quienes el mismo Cristo y
su palabra son desconocidos». En Farel, en los
reformadores franceses o en los señores escandinavos que plantaron
el luteranismo en sus dominios, el aspecto reformista —en sentido moral—
jugaba igualmente un papel muy limitado.
Esto lo va reconociendo cada vez más la historia. Para
Lutero y Calvino, admite Congar, «no se trataba de corregir a la Iglesia-pueblo
(a la comunidad cristiana) según el modelo de la Iglesia-institución, sino de
corregir la institución misma. La acción reformadora pasaba del plan de la vida de la Iglesia, al de su misma
estructura». Ya a fines del siglo XVII el calvinista Basnage afirmaba que
las tres causas por las que se había hecho la Reforma eran; «la necesidad
de cambiar la fe de la Iglesia, corregir su culto y derrumbar la autoridad
del Papado». Evidentemente, la excusa de querer volver al Cristianismo
primitivo era una pretensión demasiado manoseada por los herejes de
todos los tiempos. Marción, uno de los primeros rebeldes de la antigüedad
cristiana, recurría ya en el siglo III a la misma treta. Y las infinitas
sectas desgajadas del protestantismo continúan en nuestros tiempos
haciendo otro tanto «Las palabras reforma, iglesia primitiva, escribe
Lucien Fébvre, no eran sino fórmulas cómodas para disimular a sus propios ojos
la audacia de sus secretos deseos. Lo que ellos buscaban en realidad,
no era una restauración, sino una total innovación.
La Iglesia que ha dado, a lo largo de su secular
existencia, cabida a numerosas reformas que afectaban las costumbres de sus
miembros o de sus jerarquías, se mostró desde los comienzos en extremo
severa frente a las pretensiones de los protestantes. Indudablemente la
habían atacado en algo en que ella no podía ceder porque supondría una
infidelidad continuada al mensaje y a la
comisión recibidas de su divino Fundador.
Al final del capítulo analizaremos las razones en que
se ha basado su conducta. Ahora nos toca examinar las causas
histórico-doctrinales que dieron ocasión a que estallara el incendio, para
pasar después al estudio de los caudillos que dirigieron el movimiento.
Cristiani reduce a tres las principales causas de la
reforma luterana: 1) a la decadencia de Roma, paralela al advenimiento de la monarquía absoluta, adversaria de los
privilegios de la Sede Apostólica; 2) al desarrollo de la mística agustiniana que, al crecer al mismo tiempo que la sociedad contemporánea
paganizante, abocará en «la mística barata de la salvación por la sola
fe»; y 3) a la decadencia de la teología
eclesiástica, contemporánea a un resurgir bíblico, que servirá
a Lutero para recurrir —en confirmación de sus doctrinas— a las páginas
del Sagrado Libro. «Las causas políticas, económicas, religiosas, morales o
sociales, todas convergen en los tres puntos indicados».
La mayoría de los autores se conforma —con variantes de poca monta— al
esquema. Es el que, al menos en sus líneas generales, adoptamos en nuestra
obra.
LUCES Y SOMBRAS EN LA EUROPA RELIGIOSA
Se impone primeramente una mirada serena a la
situación religiosa de Europa —y particularmente de Alemania— en vísperas de la
aparición del protestantismo La cuestión ha quedado analizada desde todos
los puntos de vista por los expertos. En la tarea se han distinguido
también algunos de nuestros mejores historiadores católicos, quienes, sin miedo
a desagradables sorpresas, se han lanzado al trabajo paciente de consultar
archivos y desempolvar documentos con el fin de conocer —dentro de
nuestras limitaciones— la situación real.
El cuadro resultante no es ciertamente halagador para
quien tiene amor a la Iglesia y sabe que su Fundador la quiso limpia y sin arruga. Muchos de
sus miembros —sin excluir aquéllos a quienes El había escogido para
dirigirla— se mostraron indignos de su vocación o habían contribuido con
sus vicios y con su mala conducta a deshonrarla. Y no es necesario para esto
recurrir a las interminables listas de pecados o a las descripciones de
un realismo de gusto dudoso que nos han trasmitido tanto los humanistas
como los mismos reformadores. Las conclusiones de los católicos coinciden,
en sus rasgos fundamentales, en la misma apreciación. «La Iglesia, al
finalizar la Edad Media, nos dice Algermissen, no era ciertamente un reino
florido de Dios. Si la opinión de los primeros protestantes que nos la
presentaban como una ininterrumpida noche sin apenas un resquicio de claridad
es históricamente inadmisible... queda, sin embargo, fuera de toda duda
que los abusos eclesiásticos de la época se habían propagado de modo espantoso».
«Los males, añade von Pastor, eran gravísimos. Casi en todas partes reinaban
graves desórdenes en la vida eclesiástica. La autoridad pontificia había
experimentado una fuerte sacudida. Bajo muchos puntos de vista las cosas
habían ido tan lejos, que bastaba una chispa para que aquella abundante
materia incendiaria tomase fuego y devorase junto lo bueno con lo malo».
Sin embargo, aun después de contemplar las negruras
que afean el cuadro, el atento observador debe ponerse a reflexionar antes de
sacar sus consecuencias. «Es un hecho histórico probado, continúa
Algermissen, que tales abusos no eran generales y que a ellos contraponían
muchos el ejemplo de una vida eclesiástica auténtica y sincera que se
manifestaba en iglesias suntuosas, en numerosas fundaciones caritativas, en el
cuidado intenso de pobres, enfermos y huérfanos, en el aumento de fieles
que se acercaban a los sacramentos, en instituciones de soda-licios religiosos
y en una oración cada vez más intensa. El siglo XV tiene sus
santos, pintados por Fra Angélico en sus inmortales lienzos o descritos
por Tomás de Kempis en su Imitación de Cristo; obispos, sacerdotes y religiosos ejemplares que trabajaban por las almas y por
la auténtica reforma religiosa. Lutero mismo abandonará más tarde su
monasterio, no por estar disgustado de los desórdenes morales, sino más
bien por la razón contraria: porque creía ver en aquella ascética claustral la
práctica de la justicia y de la santificación por el esfuerzo humano en
contraste con el valor de la gracia». Hasta el
contemporáneo Jacobo Wimpheling, uno de los más duros fustigadores de los
vicios de su tiempo, nos lo confiesa con estas palabras: «Yo conozco, Dios
me es testigo de ello, en las seis diócesis del Rhin, muchos, más aún,
innumerables pastores del clero secular provistos de amplia cultura, sobre
todo en lo tocante a la salud de las almas y de una intachable moralidad.
Conozco también, aun en los capítulos catedralicios y en colegiatas, prelados,
canónigos y vicarios que llevan la misma vida. Lo repito: son muchas las
personas de fama íntegra, llenas de piedad, de liberalidad y de
modestia en el cuidado de los pobres». «La opinión, concluyen
Bihlmeyer-Tuechle, muy difundida en el pasado entre los protestantes de
que el clero y las instituciones eclesiásticas de la época estaban
totalmente corrompidas y maduras para disolución, se ha probado insostenible a
la luz de los nuevos estudios históricos. El pueblo, en sus sectores no
influidos por la herejía y el humanismo radical, vivía aferrado a su fe y
a su culto, a los sacramentos y a las fiestas, a las consagraciones y
bendiciones, correspondiendo siempre con fruto a la continua cura pastoral
que de él se tema. La fe católica permanecía siempre en el alma de la vida
popular. Su existencia cotidiana estaba sumergida en el complejo de las
costumbres religiosas»
Tengamos también en cuenta estos detalles
complementarios. Las bases doctrinales de la Iglesia permanecían sólidas y los
principios del dogma intangibles. «Es significativo, escribe Daniel Rops, que
durante toda la época renacentista y hasta la aparición misma de Lutero no
aflore ninguna herejía. Aun Italia, donde no todo era edificante ni mucho
menos, fue una de las partes del mundo en que el protestantismo halló más
dificultad de infiltración. De todos los Papas cuya conducta se puede
discutir, no hay uno solo cuyas bulas sean dogmáticamente discutibles. El
mismo León X, el Pontífice que parecía encarnar aquella época en lo que
menos tema de cristianismo, mostró en el Concilio de Letrán una extraordinaria
energía al condenar tesis relativas a la inmortalidad del alma, introducidas
por algunos de sus amigos humanistas». Además no es lo mismo
—menos entonces que ahora— amontonar en las páginas de un libro los
detalles sombríos recogidos de regiones geográficamente apartadas, que
afirmar que los individuos de aquella época vivieron bajo la impresión
aplastante que en nosotros causa su acumulación. Dadas las dificultades de
comunicación de la época, los individuos llevaban una existencia bastante
aislada, y no es probable que entre los límites de un pequeño territorio
se acumularan todos los graves síntomas de corrupción que en conjunto se
atribuyen a aquella sociedad. No estará tampoco de sobra recordar que, a cuatro
siglos de distancia, nuestra perspectiva es muy distinta de la de los
hombres que vivían inmersos en aquel ambiente. ¿Experimentaban ellos
el mismo horror o parecido escándalo al sentido por nosotros? Uno se
permite racionalmente ponerlo en duda.
Todo lo cual no resta gravedad a aquella situación.
Los historiadores, con el objeto de proceder con orden, distinguen entre las
causas que dieron pie a la misma insurrección protestante y aquéllas que
más contribuyeron a su rápida difusión. Entre unas y otras colocan la acción
personal de los reformadores que, al fin y al cabo, fueron quienes
iniciaron el movimiento. Es evidente que esta especie de vivisección que
hacemos de los hechos históricos, tiene bastante de artificial. En
realidad las causas externas, las pasiones humanas y los acontecimientos
de orden religioso y político se entremezclaron sin permitir a los
contemporáneos una visión tranquila y serena de sus mutuas interferencias.
Pero tales divisiones son una exigencia de la claridad de exposición.
DECADENCIA DEL PAPADO
En la Iglesia donde, por voluntad de Cristo, el Sumo
Pontífice ocupa lugar tan prominente, los vaivenes humanos del Pontificado
están llamados a ejercer grandísimo influjo sobre la vida de sus miembros.
Por eso también cualquier decadencia suya habrá de repercutir en la vida
de toda la Cristiandad. El nuncio Campeggio, enviado de la Santa Sede a
Alemania para componer el litigio luterano, atribuía las desgracias de los
tiempos principalmente a la disminución de la autoridad y del prestigio
pontificios. «Es evidente, comenta un historiador
moderno, que si el Romano Pontífice hubiese tenido en los siglos XV-XVI la
autoridad de que gozaba en el siglo XIII, ni Lutero se hubiera atrevido a
rebelarse con tanta violencia contra Roma, ni hubiera recibido la misma
ayuda de los príncipes y de otros seguidores, sobre todo después de su solemne
condenación por León X. Pero, por desgracia, su autoridad había decrecido;
más aún, era objeto de escarnio por parte de muchos de sus contemporáneos»
El mal traía sus orígenes de muy atrás. La cautividad pontificia de Avignon
(1305-1377) había constituido un rudo golpe para el prestigio papal,
contribuyendo a que se eclipsara a los ojos del pueblo su oficio de pastor
universal de las almas. Durante setenta años la Iglesia había estado regida por
Papas franceses, por una curia cardenalicia de la misma nación, por
oficiales y dignatarios que eran muchas veces instrumentos de la política del
rey. Varios países, empezando por Inglaterra, trataron de independizarse de
unos Papas a quienes creían subordinados a los caprichos y ambiciones de
una corte enemiga de la nación. En Italia el disgusto fue cundiendo
(aunque no siempre por razones espirituales) como lo demostraban
los escritos antipapales de Petrarca y de sus contemporáneos.
El cisma de Occidente sólo sirvió para ahondar el mal. El espectáculo de una cristiandad dividida en
dos o tres obediencias a otros tantos personajes que se llamaban sucesores
a la Cátedra de San Pedro —con santos y santas que abogaban por los distintos
candidatos— fue de los más tristes de la historia. Tiene razón von Pastor
al afirmar que aquel cisma «preparó con su acción fatal y duradera la gran
apostasia del siglo XVI». La confusión creada en los fieles
fue indescriptible. Pero, además, la conducta de aquellos Papas no ayudaba
a aclarar el horizonte. Con objeto de amplificar o conservar el territorio
de su obediencia, los Pontífices hubieron de conceder a los príncipes
poderes e intromisiones aun en el campo eclesiásticos. La necesidad de
tener a mano los recursos económicos indispensables, les obligó a imponer
a los fieles cargas fiscales que se les hicieron odiosas y que más de una
vez eran totalmente injustas. Pero el cisma trajo consigo algo peor: la
aparición de las teorías conciliaristas y el eclipse momentáneo de
la doctrina del Primado. Los brotes de rebelión aparecieron por todas
partes. El Defensor Pacis de Marsilio de Padua señaló el comienzo
de una ofensiva para despojar al pontificado de su suprema potestad y
subordinarla al rey y al concilio. Enrique de Langestein y otros veían en
la magna reunión el único modo de devolver la paz a la Iglesia. En Francia,
Gerson, después de fustigar los vicios de la corte pontificia, pedia que
se declarara al Concilio como autoridad suprema para dirimir todos los
litigios. Otros, como el General de los Franciscanos, Miguel de Cesena,
para defenderse de los adversarios, se contentaban con repetir que:
«todo Papa puede errar en materias de fe y de moral; pero la Iglesia en su
conjunto no errará jamás»
Es verdad que estas teorías sólo triunfaron en parte.
Dios velaba por su Iglesia. El Concilio de Constanza (1414-1418) no obstante
los esfuerzos sobrehumanos de algunas facciones, sobre todo de la
francesa, no contempló el triunfo total de la doctrina conciliarista y de
los que la defendian. La reunión de Basilea (1431-37) en vez de conseguir
el triunfo del conciliarismo, vino a resolverse en cisma y en la base
dogmática de lo que después se llamaría galicanismo. Por el concordato de Viena (1448) se pacificaron los ánimos y se afirmó,
al menos externamente, la jurisdicción pontificia.
El gran interrogante estaba en saber si el
pontificado, a su vuelta a Roma, se mostraría a la altura de sus funciones y
capaz de resolver la terrible crisis de conciencia que las complicaciones
anteriores habían creado. La historia nos dice, que, desgraciadamente, no
fué así. Los llamados Papas del Renacimiento agravaron con su conducta y su modo de proceder la situación. Las
corrientes humanistas
«Ninguna maravilla, comenta con tristeza el
historiador de los Papas, que, al otro lado de los Alpes, la oposición al
pontificado ganase fuerza; que resonase cada vez más el grito de la reforma en la cabeza v en los miembros; y que muchos
millares dieran fe a las mayores acusaciones e imputaciones que Lutero,
Hutten y otros empedernidos adversarios del Papado difundían en Alemania»). Por
la misma razón perdieron una buena parte de su eficacia los principales
instrumentos que el pontificado tenía en sus manos para cortar la rebelión : las censuras eclesiásticas y las excomuniones.
El nepotismo, la simonía y la
venalidad hicieron su aparición en escalas desconocidas hasta entonces. Las
predicaciones apocalípticas de Savonarola contenían en el fondo, aunque no en
la forma, su gran base de verdad. Los levantamientos de Wycleff en
Inglaterra, de Huss, de los Fraticelli y de los Espirituales eran síntomas de que las cosas iban tomando sesgo casi desesperante. «El
gobierno pontificio desde Sixto IX a León X, escriben Bihlmeyer-Tuechle,
representó desde el punto de vista religioso-eclesiástico la época menos
feliz del Papado después de los tiempos del siglo oscuro. El
contraste entre la persona y la dignidad de que estaban revestidos, entre
el ideal de su altísimo cargo y la manera concreta de actualizarlo, resaltaron
allí de una manera radical. Es verdad que varios de ellos merecieron bien
de la historia como mecenas del mejor arte renacentista, pero esto no nos
puede hacer olvidar que casi todos ellos olvidaron su deber más excelso,
el del cuidado religioso de la Iglesia y el de la promoción de una
verdadera y enérgica reforma... La penetración del espíritu mundano en el
oficio mismo de Pastor supremo muestra hasta dónde había disminuido el espíritu
de Cristo en su Iglesia»
CRISIS EN LA TEOLOGIA
Afectó no a la masa popular, sino a los iniciadores de
la Reforma o a aquellos círculos de intelectuales que, a veces sin abrazar
ellos mismos el protestantismo, los animaron a seguir por aquel camino.
Las desviaciones teológicas fueron asimismo causa de que los errores prendieran
con tanta facilidad en los medios eclesiásticos y religiosos de la época.
La teología católica había alcanzado su apogeo en el
siglo XIII con las grandes lumbreras del cristiano saber que se llamaron Alejandro
de Hales, San Alberto el Grande, Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura.
En sus obras adquirió el dogma católico aquella claridad, mesura y
proporción que la distinguen de cualquier otro período. La síntesis de la
Escritura, del pensamiento patrístico y de la teología medieval, parecían fundirse en armónica hermandad. Pero aquella
preminencia no fue de larga duración, y a lo largo del siglo siguiente
aparecieron los síntomas claros de una inminente decadencia. La
multiplicación de escuelas teológicas, del prurito de la dialéctica, de la
frase aguda, del análisis del detalle a costa del olvido de los grandes
problemas dogmáticos, cristológicos y eclesiológicos, así como las luchas
cada día más abiertas entre los partidarios de la tendencia antigua (realistas)
y de la nueva (nominalistas) eran indicios claros de aquel decaimiento. El
daño que tal estado de cosas causaba a la Iglesia empezó a preocupar a
los mejores pensadores contemporáneos. Gerson. canciller durante casi
cuarenta años de la universidad de París, pedía se pusiera remedio a la
situación por las siguientes razones: primera, la discusión de doctrinas
inútiles o carentes de solidez llevaba consigo el abandono del estudio de
los dogmas necesarios a la salvación; segunda, el interés mostrado por los
teólogos en tales discusiones daba la impresión de que allí, y no en la Biblia
o en los Padres de la Iglesia, se encontraba la cantera de la verdad; y
tercera, las nuevas tendencias contribuían a que las demás facultades
universitarias despreciaran y ridiculizaran a los teólogos llamándolos fantásticos y acusándolos de
ignorar hasta los rudimentos de la verdad, de la moral y de la ciencia.
El mal se reflejaba principalmente en dos aspectos: en
la negación o en la duda de dogmas admitidos hasta entonces unánimemente por la
Cristiandad y en la adopción de principios filosóficos y teológicos que,
llevados a sus últimas consecuencias, podían acarrear la ruina a las enseñanzas
de la Iglesia. El historiador de la teología protestante, Reinhold
Seeberg, ha querido probar que los teólogos de los siglos XIV y XV
escondían en germen la mayoría de los principios adoptados más tarde por
la Reforma. Aunque el intento nos parece demasiado audaz, la
tesis contiene su fondo de verdad. Hemos mencionado ya las posiciones
heterodoxas que, sobre todo en materia de Papado, mantuvieron Marsilio de
Padua y otros. Más extensos fueron los errores de dos eminentes personajes
de la época, Guillermo Ockam, franciscano, y Gregorio de Rímini, agustino.
Al primero se le considera como el corifeo del nominalismo. En materias
teológicas, Ockam se enfrentó con las doctrinas enseñadas por la Iglesia; atacó
a la jerarquía poniendo a la Biblia como regla suprema de fe; expresó sus
dudas sobre la transubstanciación; negó la distinción real entre persona y
naturaleza, comprometiendo así el dogma trinitario y el cristológico; habló de
la incompatibilidad de la ciencia y de la revelación; ensalzó la libertad
e independencia divinas hasta el punto de atribuir de modo exclusivo a
su querer la bondad o la malicia de las acciones humanas; y redujo el
perdón de los pecados a la mera no-imputación de los mismos por parte de
Dios. Gregorio de Rímini, General de los Agustinos,
quiso superar el escollo racionalista de Ockam combinando la doctrina
agustiniana de la gracia y del pecado con los postulados del nominalismo.
Pero el intento resultó vano y nuestro teólogo cayó en los escollos opuestos.
Defendió que el pecado original —trasmitido directamente por medio
del acto generativo, que es puramente pecaminoso— es una realidad
inherente al alma («realitas animae») y puede identificarse con la
concupiscencia («est ipsa concupiscencia»). Ambos
autores ejercieron indudable influjo en el joven Lutero. A Ockam le
llamaba mi querido maestro; y las enseñanzas de Gregorio de Rímini, como cabeza de la Orden a la que
pertenecía, debieron pesar mucho en su formación. Cree Seeberg que el
nominalismo, representado principalmente por estos teólogos, debe contarse
«entre las fuerzas que prepararon la Reforma». Es el motivo por el que él
se inclina a perdonarles algunos de sus defectos personales, en compensación
del gran servicio que ambos hicieron a la teología protestante.
Tanto Huss como Wycleff pertenecían al campo
heterodoxo. Es natural por consiguiente, que sus doctrinas contribuyeran más
directamente a la aparición del protestantismo. Una mera lista de ellas, tal
como quedaron condenadas en el Concilio de Constanza, bastaría para probarlo. Wycleff, partiendo de la idea de una
Iglesia invisible —«la congregación de todos los predestinados»— admitió
para ella sólo una cabeza, Cristo, llegando a dudar si los Sumos
Pontífices pueden contarse siquiera entre sus miembros. Fue también el
primero en asignar a la Iglesia un carácter puramente nacional según los territorios
en que quedara instalada. Al Papa falible opuso la autoridad infalible de la Biblia. Luchó por la eliminación de los
dos sacramentos que, según él constituyen la ruina de la Iglesia, a
saber, la Penitencia y la Eucaristía. Esta actitud le convirtió también en
acérrimo adversario de la doctrina de las indulgencias. Historiadores como
Loserth y Workman han probado la estrecha dependencia de Huss a su maestro
Wycleff, corroborando así la rectitud del Concilio de Constanza al
proponer las 39 preguntas que había que dirigir a los husitas antes de ser
admitidos en la Iglesia. Los protestantes le acusan todavía de no haber sido
lo bastante radical en la cuestión de la invocación de los santos; en
haber admitido —al menos hasta cierto punto— el valor de las obras humanas
y en no haber tenido ánimo para rechazar la doctrina de la
transubstanciación. Lutero sentía también un gran respeto hacia él y no
dudaba de que el Espíritu Santo había trabajado muy profundamente en su
alma».
Además de estos errores que prepararon a las
inmediatas la dogmática protestante, la teología de aquella época trajo consigo
otros resultados perjudiciales. El desprestigio de la escolástica era una
enfermedad muy extendida. Aquel prurito de sus teólogos por las cuestiones
sutiles y por las discusiones domésticas condujo a muchos a despreciar en
globo sus conclusiones prescindiendo de sí se trataba de los mismos dogmas
fundamentales de nuestra religión. Participan en este desprecio tanto los
humanistas como los reformados. Lutero descubría su posición escribiendo a
Staupitz en 1518: «Si les fue permitido a Escoto, a Gabriel (Biel) y a otros
disentir de santo Tomás, y a los tomistas se les permite disentir de todo el
mundo o si entre los escolásticos hay tantas sentencias como cabezas —o
como cabellos en cada cabeza— no veo por qué a mí no se me deja hacer con
ellos lo mismo que ellos hacen con sus propios adversarios». Principios
como éstos aplicados a tratados que, como el de Ecclesia, no habían recibido la sistemática atención que recibirían después del Concilio
Tridentino, podían dar lugar a infinidad de confusiones y a que los
teólogos se lanzasen a defender tesis audacísimas. «Scholastica theologia nihil
aliud est quam opinio», afirmará rotundamente Lutero con una seguridad que
hoy día nos causa estupor. Tan bajo habían descendido para muchos de
aquellos hombres las doctrinas del Cristianismo a través de la decadencia
de la teología tradicional.
Pero, paralelamente al abandono de las doctrinas
tradicionales, había hecho en la Iglesia acto de presencia algo que todavía era
peor: una nueva actitud de la mente humana frente a las verdades
reveladas. El nominalismo había empezado por romper la concordia armoniosa
que hasta entonces existía entre la filosofía y la revelación. Como
consecuencia entró por primera vez en el campo teológico —al menos por
la puerta grande— un exagerado subjetivismo. Las cosas, las doctrinas, no
se juzgaban por lo que son en sí —ya que su valor objetivo es inexistente—
sino por lo que representaban al sujeto. De este modo la tradición, los Padres
y los teólogos de la Iglesia, perdieron su auténtico valor para quedar
sustituidos por la experiencia personal. Seeberg se gloría de que aquella
especie de liga que se había formado entre el Evangelio y el pensamiento
especulativo a partir de la época de Orígenes para verse sublimada por la
Escolástica del siglo XIII, quedara reducida a la nada en manos del Nominalismo
de la época posterior. A lo que se llamaba con desprecio la fuerza muerta de la tradición, sustituyeron los reformadores la Biblia como regla suprema y única de fe, pero
subordinándola —aunque fuera bajo capa de inspiración de lo Alto— a la
opinión personal del lector tanto en lo que se refería al número de
los libros que debían incluirse en el Canon de las Escrituras, como en lo
relativo a la interpretación de cada uno de los pasajes. El prototipo de
esta exégesis sería el mismo Lutero, y su ejemplo serviría de norma a sus
discípulos. Se ha dicho que no hay protestantismo como tal, sino un
hormiguero de protestantes que piensan y actúan según los dictámenes de su
conciencia. La frase, discutible bajo más de un aspecto, corresponde a la
verdad en cuanto que cada individuo protestante se erige a sí mismo —en
virtud del principio subjetivo indicado— en su propio Pontífice y en su
propia Biblia» .
EL MISTICISMO DE LUTERO
El término es desafortunado y tiene poco de común con
lo que en el lenguaje de la Iglesia se ha entendido por la expresión.
Consiguientemente todo intento de paralelismo con las experiencias
sobrenaturales y unitivas de nuestros grandes santos místicos, resulta
superfluo. Son dos mundos distintos, dos ideales opuestos, fundados el uno en
la perfecta sumisión del alma a Dios y a los instrumentos puestos a su
alcance para llegarse a El, y el otro en el rechazo positivo de estos
intermediarios considerados como perjudiciales para el fin. Si en algo
coinciden es en el deseo de llegar a la cima y poseer —en cuanto es posible a una criatura— aquel Supremo Bien. Sin embargo, nos
hallamos ante una de esas expresiones usadas —o abusadas— por los autores
que tratan de las causas que intervinieron en la aparición del protestantismo.
En el transcurso del apartado se verá cuál es el significado concreto
que le queremos atribuir.
Almas místicas las ha habido en todos los tiempos.
Durante el siglo XV la decadencia y aridez de la Escolástica había dado origen
a un florecimiento mayor de la teología del mismo nombre. Los místicos sentían
verdadera repugnancia a las sutilezas dialécticas y a las discusiones de la
Escuela, y este trazo bastaba para atraer hacia sí a muchos hombres
hondamente religiosos de aquella época. Lutero se había familiarizado con
varios de ellos. Durante su viaje a Roma había conocido las obras del
Pseudo-Dionisio Areopagita y no dejó de acudir a él cuando se trataba de
defender algunas de sus posiciones doctrinales. Otro de sus autores favoritos
era el dominico Juan Eckhardt (1260-1327), hombre devoto y pío, quien no
obstante algunas desviaciones doctrinales condenadas después de su muerte,
halló muchos seguidores en los territorios actuales de Bélgica, Holanda y
Baviera. Sin embargo, nadie atrajo tanto su atención como Juan Taulero
(1300-1361), el hombre que unía a su profunda mística una elocuencia fervorosa
y unos tratados espirituales en lengua alemana que constituyeron las
delicias de sus contemporáneos. Taulero se mantuvo en la ortodoxia
doctrinal aunque, en más de una ocasión, la dificultad de las
materias tratadas y las imperfecciones del idioma empleado, restaran a su
dicción la claridad y exactitud requeridas en un campo tan delicado. Por
fin, Lutero bebió no pocas de sus ideas en el libro de un compatriota
anónimo, autor de un pequeño tratado místico, que el reformador dió a luz
en 1518 bajo el título de Theologia germánica (Theologia
deutsch). Los críticos han hallado que la edición preparada por
Lutero contiene divergencias en relación con lo que parece deber
considerarse el manuscrito original, motivo que los ha inclinado a dudar de la
buena fe del reformador, ya que las diferencias militan siempre a favor de
las teorías que para aquella fecha se manifestaban
en sus lecciones y en sus escritos. Por lo demás, parece que el tratado es
ortodoxo y que contiene escasos gérmenes de la herejía que entonces estaba
para nacer.
¿Hasta qué punto puede hablarse de una influencia
directa de estos místicos en la gestación de la Reforma? No todos sus
resultados fueron perjudiciales. Paquier nos hace sentir la atracción que
aquellas ideas, escritas en su lengua materna, debieron ejercer en el alma
hondamente patriótica y amante de las tradiciones patrias de Lutero. En el
terreno meramente religioso había asimismo más de una perla preciosa que
desenterrar: «De su contacto con los místicos, prosigue el mismo autor, Lutero sacó
grandes ventajas. La unión confiada de aquellas almas con el Divino
Salvador contribuyó a reforzar su firme adhesión a los dogmas de la
divinidad de Cristo, de la redención, de su presencia real en la
Eucaristía y su gran estima de la Biblia». La
manera de expresarse de aquellos autores le recordaba la paz y la quietud
del alma que él había estado buscando en vano por tanto tiempo.
Expresiones tales como el reposo total del alma, el gozo del reposo
en la intuición de la verdad infinita, etcétera,
constituían para él un lenguaje lleno de hondo y nuevo significado.
Pero, además, todo ello se podía alcanzar —al menos
así lo interpretaba Lutero— por vías muy distintas de las que él había
aprendido en el monasterio o en los manuales de teología. Los místicos
apenas hablaban de mortificación ni de prácticas ascéticas. El mismo aspecto
del esfuerzo humano (la terrible obsesión luterana de las buenas obras) quedaba relegado a
segundo lugar para dar paso a la insistencia en el abismo de la miseria
humana o en la necesidad de abandonarse totalmente en los brazos de
la misericordia infinita de Dios. Todo esto era aptísimo para llevarle
la paz del alma, sobre todo en los años en que su conciencia católica
le remordía todavía del abandono de las penitencias, del rezo del
Breviario y de la celebración de la Santa Misa. «Taulero y la teología
germánica sirvieron poderosamente para tranquilizarle. Lo único que le
interesaba era el sentimiento religioso, sin ejercicios corporales ni oraciones
vocales de parte suya, un sentimiento profundo a secas sin autoridad
externa que le controlara ni le molestara. Y las obras de los
místicos estaban redactadas en términos suficientemente vagos como para
que en ellas pusiera Lutero casi todo lo que le parecía.
En la Theologia germánica se enseñaba también que las obras creadas
son nada ante Dios, carecen de ser propio y sólo sirven para manifestar la
gloria del Creador. Este puede encamarse en nosotros por
la redención y, por cierto, sin mérito alguno por nuestra parte. El medio
de unirnos con El consiste en una especie de quietismo obediencial fundado
precisamente en el convencimiento de nuestra total incapacidad para obrar
el bien. Como se ve, de aquí al luteranismo auténtico, la distancia no era
grande.
Algunos de los especialistas insisten en la
importancia que este elemento de consolación del alma tuvo en la gestación de la revolución luterana. Cristiani había apuntado
en esta misma dirección relacionándola con la doctrina céntrica
reformada de la justificación por la sola fe. Una de las diferencias entre
los antiguos herejes —y en parte los del siglo XIV— y el luteranismo
consiste en que los primeros se contentaban con presentar un elenco de
dogmas contrarios a la doctrina tradicional, mientras que el
reformador alemán los enseña además como vivencias personales y como algo
que —bajo el punto de vista de experiencia religiosa— viene a llenar
el ansia profunda de sus contemporáneos. Por razones en cuya explicación
no podemos entrar ahora, había penetrado en gran parte del pueblo
cristiano una especie de terror por la salvación personal, contrapesado
por la vida ruda, llena de vicios de las gentes de cualquier clase social.
Como remedio a esta tendencia, los teólogos y los autores ascéticos
insistían en la necesidad de nuestra cooperación personal hasta el punto
de hacer de ella la clave casi única del éxito. En algunos casos las
obras externas (peregrinaciones, penitencias, adquisición de indulgencias)
habían recibido una atención mayor de la que les asignaba una sana
teología. Pues bien, en parte como reacción a esta tendencia hacia la exteriorización
de la religión y en parte porque a nuestra naturaleza caída se le hace
muy cuesta arriba el camino de la cruz, había aflorado en otras partes una
corriente sentimental hacia lo que se llamaba la religión interior,
sencilla y evangélica. Un sector importante de sus seguidores, por
ejemplo los discípulos de la Devotio moderna, se mantuvieron dentro de
los cauces de la ortodoxia. Los humanistas fomentaron también la
tendencia, pero de manera diversa. Insistían en la vuelta a la Biblia y a
San Pablo; ensalzaban la misericordia de Cristo redentor, la omnipotencia de su
gracia y la nada de nuestra cooperación. Pero tenían también especial horror a
los méritos humanos y se gozaban en describir las honduras de la
debilidad humana para que, en contraste, apareciera en su grandeza la
misericordia divina. Al mismo tiempo, empleaban sus aceradas plumas para
combatir los vicios de la Iglesia, sus ritos externos y su ascética como opuestas al
genuino espíritu del Evangelio».
Este fermento, presente en las clases dirigentes y aun
en una parte del clero, sirvió magníficamente a Lutero para sus fines. Tenía
para ello cualidades extraordinarias: fantasía ardiente, elocuencia popular,
capacidad de vivir íntimamente los problemas internos y, sobre todo, una
crisis intelectual (y tal vez moral) para la que buscaba una solución. Su
trato de gentes y su experiencia sacerdotal le habían mostrado que eran muchas
las almas que se hallaban en la misma situación. Lleno de aquellas ideas y
de aquellas preocupaciones, el agustino —alejado ya internamente de ese
algo que llamamos el sensus Ecclesiae—
intentó proyectarlas sobre los demás prometiéndoles que les llevaba algo
que nadie hasta entonces había logrado darles: una íntima y profunda
consolación. Esta comprendía tres aspectos. En la parte doctrinal, bastaba creer en las Sagradas Escrituras, que contienen la Palabra de
Dios; todo lo demás se reduce a silogismos y a invenciones humanas; son
aditamentos de teólogos y juristas que sólo sirven para oscurecer y
corromper la simple Verdad. En el campo moral, había que partir de
una base: el hombre está totalmente corrompido por la
concupiscencia; no obstante sus buenas intenciones, sólo podrá cometer errores
y pecar; en consecuencia, tampoco hay por qué asustarse por sus
caídas. Pero Lutero añadía un elemento adicional que es la clave de su sistema: la consolación. Los pecados no
impiden nuestra justicia y nuestra salvación con tal de que, por parte
nuestra, cumplamos con un sencillo requisito: el de la fe ciega en Cristo
que con su redención cubre nuestros pecados y nos asegura la salud eterna. Esta
idea expuesta con la vividez y el convencimiento que le daba Lutero,
hizo impresión en sus contemporáneos que vieron allí el remedio definitivo
a las angustias de la salvación que los atormentaban. El hallazgo lo
consideraron providencial, casi milagroso: «Oh, miserables de nosotros,
escribía uno de ellos, que durante más de cuarenta años no hemos tenido en
la Iglesia a nadie que nos hablara de esta nueva especie de contrición.
Pero, al fin, Dios se ha compadecido de nosotros, ha revelado la Buena Nueva
a su pueblo y ha levantado las afligidas conciencias de sus hijos. Si me
preguntas qué es lo nuevo que nos ha traído Lutero, ahí tienes en
compendio la respuesta». El mismo reformador, aun reconociendo que
varios padres de la Iglesia, incluso San Agustín, disentían de él en esta
doctrina, creía hallarla en San Pablo. A sus ojos era también la doctrina
que pacificaba la conciencia, de hecho, la única consolación ofrecida
por la Iglesia.
Como decimos, la novísima interpretación luterana
agradó aun a aquéllos que más tarde, al caer en la cuenta de las consecuencias
morales y eclesiológicas derivadas del principio, abandonaron la reforma.
«La persuasión, concluye Villoslada, de que el hombre puede obtener la
justicia y la salvación por la sola fe y no por las obras, y de que los
pecados no pueden ser un obstáculo a la salvación ya que la sangre
de Cristo cubre la multitud de los pecados del creyente —aunque éste
continúe cometiendo otros más— este sentido íntimo de confianza plena en la
sangre de Cristo llevó una gran consolación y una conciencia de seguridad
a aquéllos que, turbados por los remordimientos, buscaban la certeza
absoluta de que Cristo los había salvado. Es lo que, además, se llamaba
impropiamente el misticismo luterano puesto que fue el motivo impelente que infundió a sus seguidores aquella
especie de ardor sagrado y fanático». Es también, añadiremos nosotros, la
fuerza que todavía hoy lanza a muchas de las sectas de tipo escatológico y
pentecostal a la conquista del mundo y a la predicación de Cristo
Salvador, con el resultado de que sean todavía muchos los que se les
juntan porque creen hallar en su doctrina esa seguridad de salvación.
EL ANTI-ROMANISMO DEL PUEBLO ALEMAN
La historia de la Iglesia es testigo del
importantísimo papel jugado por los nacionalismos exacerbados —sobre todo si
van mezclados con elementos de tipo religioso— en el nacimiento y en el
desarrollo de las herejías. El nestorianismo y el eutiquianismo fueron en
buena parte resultado del odio que aquellos pueblos del Medio Oriente iban
nutriendo contra Bizancio. En el siglo XI los cismas de Focio y de
Cerulario se debieron tanto o más que a problemas dogmáticos a las
desavenencias político-culturales de las razas eslávicas frente al creciente
poder de Roma. El jansenismo y el galicanismo fueron una rebelión de
ciertos sectores étnicos europeos contra el exagerado
centralismo romano en detrimento de otros inalienables
derechos nacionales. Los brotes nacionalistas aparecen demasiado
evidentes en más de un malhumor católico ante determinadas actitudes
dogmáticas o disciplinares de la Santa Sede de nuestro siglo XX. La
revolución protestante entra de lleno en esta categoría. Los pueblos en
que esta dolencia muestra síntomas más serios son la Gran Bretaña, algunos
cantones helvéticos, el territorio que hoy comprenden los Países Bajos y
Alemania. De los primeros trataremos en otro lugar. Fijémonos, por un
momento, en el caso alemán que es el más típico v el más agudo de
todos ellos.
De la existencia de un profundo antagonismo romano en
la Alemania del tiempo de Lutero apenas se puede dudar. Tal sentimiento era
perceptible en las esferas dirigentes y se infiltraba hasta en el pueblo
sencillo de sus ciudades y aldeas. Las raíces de aquella malquerencia eran
diversas. La oposición entre el Papado y el imperio, prolongada durante
generaciones, había dejado huella profunda en la nación. La política
francesa y anti-alemana de muchos de los Papas de Avignon (recuérdese la
abierta oposición de Juan XXII a Luis de Baviera y a los príncipes
electores) habían ahondado aquellos sentimientos. Como consecuencia,
varios de los altos jerarcas eclesiásticos alemanes como los arzobispos de
Maguncia pedían abiertamente la celebración de concilios nacionales que pusiera
fin a las injusticias de que eran
víctimas las gentes del país. Como era de temer, tampoco faltaron príncipes de
sangre real (entre otros Segismundo y el mismo Maximiliano I) que
atizaron el fuego difundiendo escritos injuriosos a la autoridad
pontificia. Entre éstos descollaron los famosos Gravamina Nátionis Germanicae, formulados por primera vez en la Dieta de Francfort (1456) y repetidos
después en muchas otras reuniones imperiales. Fue precisamente Maximiliano I
quien encargó al conocido humanista Jacono de Wimpfeling hacer una
definitiva compilación de tales resentimientos para ser presentada en las
Dietas de 1518 en adelante. Contenían un centenar de quejas del
pueblo alemán contra las ingerencias de la Santa Sede o sus injusticias contra los derechos del pueblo alemán. En ellas se acusaba a Roma de imponer a los fieles alemanes
impuestos insoportables y de llevarse el oro de la nación; de que los
beneficios eclesiásticos fueran a manos de aquellos que más pagaban, por lo
general hombres que vivían por algún tiempo en la corte romana con ese fin; de
que los curiales se dejaran sobornar para conceder beneficios simultáneos a dos
personas y así alargar indefinidamente en Roma los litigios; de que redujeran
a la miseria al pueblo alemán exigiendo dinero para la guerra contra los
turcos y otras causas nobles, dinero que después se empleaba para fines
muy diversos; de que se predicara la bula de la indulgencia sin contar con
los obispos locales, etc. «Estas quejas, comenta Bihlmeyer, tanto
por su elevado número como por su áspera formulación, constituyeron —aunque
siempre quedaran en forma de proyecto— un arma eficaz para los
innovadores en cosas de religión». Y no se trataba
siempre de enfados sin base en la realidad. «Con frecuencia, dice von
Pastor, estas quejas eran tan justificadas, que encontraban paladines en
hombres de sentimientos rígidamente eclesiásticos y lealmente devotos de
la Santa Sede. Si en Alemania la Curia se permitía numerosas usurpaciones
injustificables, la razón principal está en que allí no tenía que habérselas,
como en Inglaterra, o en Francia, con un poder civil y unido. El
desmembramiento del imperio en infinitos territorios, pequeños y grandes,
invitaba a aquella intromisión, y Roma que siempre tenía a mano tantos
medios, estaba segura de contar con el apoyo de un grupo de príncipes
aunque otros se le rebelaran».
Al pueblo, poco atento a otras clases de preferencias
y de demandas, estas cosas sí le hacían impresión. El resultado fue que, poco a
poco, flotara en el ambiente una especie de aversión hacia todo lo que
viniera de la cabeza de la Cristiandad. El historiador del Papado habla también
de un «mal humor general aguzado y envenenado en Alemania por el odio a
los italianos a quienes se acusaba de estimar en poco al pueblo germano y
de no pensar más que en estrujarlo para provecho propio». Algunos
se refieren a la introducción en Alemania del derecho romano «que hizo pasar la jurisprudencia a manos de hombres que pertenecían a las
clases doctas», como a otro de los motivos de aquella desconfianza y
acritud del pueblo contra todo lo que viniera de aquel país meridional. Tampoco se puede dudar de que el resurgir de la idea nacionalista —en el sentido noble de la palabra y sólo en contraposición
al concepto imperial del medievo— que entonces brotaba en
territorio germánico, contribuyó a considerar siempre como extranjera la intervención de la Santa Sede, o aun la de los mismos obispos locales,
en esferas que, con razón o sin ella, empezaban a reservarse a la
autoridad civil. La idea de que el gobernante debía tomar sobre sí todas
las prerrogativas de un princeps del antiguo imperio romano, se fue
abriendo camino en la opinión. Ello incluía «dar leyes y forma a las
cosas religiosas, investir o deponer a obispos, desviar para usos propios
los bienes de la Iglesia», etc. A veces las extensas posesiones o los
abusos de los monasterios o de las diócesis daban cierta aparente
justificación a aquellas intromisiones estatales. Al menos, el pueblo no
las vituperó o se imaginó que con el tiempo todo redundaría en propio
provecho, o en la disminución de sus cargas reñíales. Estaba dispuesto
a secundar cualquier movimiento que le sacara de aquel estado deprimente
de cosas
Los humanistas que podríamos llamar de extrema izquierda encontraron el
ambiente preparado para fomentar, por medio de su propaganda escrita o hablada,
el desdeño por Roma, y por todo lo que ésta representaba. «En las tierras
alemanas, escribía el humanista Conrado Celtis, el emperador ejerce el
poder, pero quien usa de sus bienes es el Pastor de Roma. ¿Cuándo hallará
Alemania sus antiguas fuerzas para arrojar el yugo extranjero que la
oprime?». El fanático Ulrico de Hutten atribuía todos los males de sus
conciudadanos a la avaricia y a la opresión de la Iglesia, y no hallaba
para las mismas otro remedio que la insurrección conjunta contra aquel
poder. «Roma es el granero donde se acumulan las riquezas del
mundo entero. Allí tiene su sede el gorgojo insaciable. ¿Es que los
alemanes desistirán todavía de tomar las armas y de lanzarse a su destrucción
por el fuego y la espada?». «Contra el veneno humeante que sale del corazón del
Papa, escribía el mismo en otra ocasión, no hay antídoto posible; sabe dar
protección a toda clase de engaños y ahogar todas las confabulaciones que
brotan a su lado. ¿A qué espera el pueblo alemán? Porque si nosotros
faltamos a la cita, se llamará a los turcos para que éstos, con sus
espadas desenvainadas, hagan lo que los cristianos, ciegos y engañados por
las supersticiones, no se atreven a cumplir».
Quien así arengaba era un gran admirador y cómplice de
Lutero. Porque éste, por difícil que resulte creerlo, abrigaba los mismos
sentimientos y estaba determinado a aprovecharse de la honda inquietud
religiosa reinante para derrocar al Papado e implantar su revolución.
Estamos frente a uno de los aspectos más mezquinos, menos evangélicos de toda su labor reformadora. Ciertamente no se trataba del verdadero motivo impulsor. La ruptura
interna con Roma era cosa hecha antes de que pensara en nacionalismos y se
debía a causas mucho más íntimas y de carácter hondamente personal. Pero si
—por un imposible— Roma hubiera consentido algunos de sus principios teológicos
y no lo hubiera declarado hereje, tal vez Lutero tampoco hubiera
tenido que recurrir a la política. Pero la disputa de Lipsia (151) lo
había desenmascarado ante el mundo y no tuvo más remedio que identificarse
con la causa del nacionalismo alemán. Y lo hizo con el ardor brutal y
demagógico que ponía en sus cosas, identificando su causa con la del
oprimido pueblo en que había nacido. «He nacido para servir a mis alemanes» es
una frase lapidaria que sintetiza su pensamiento y que se irá repitiendo con
frecuencia en su correspondencia epistolar o en sus otros escritos.
Su sentido era claro para los contemporáneos: en la
lucha contra la opresión extranjera (romana), Lutero iba a tomar parte principal.
Sería el gran héroe, el patriota de las horas difíciles, el hombre que
restituyera las libertades a los pueblos germánicos. Ello llevaba consigo
hacer causa común —no con los ilusos humanistas, más diestros en la pluma
que aptos para la guerra— sino con príncipes del imperio deseosos de
deshacerse de la política imperial y del catolicismo que simbolizaba.
La alianza era una manera de paliar el verdadero motivo de su
levantamiento que, en el fondo, miraba a la ruptura completa con todo el
Cristianismo tradicional.
LOS GRANDES INSTRUMENTOS DE PENETRACIÓN
Para comprender la rapidez con que el luteranismo
prendió y se propagó en Alemania, es conveniente considerar los grandes
instrumentos que halló preparados en su país de origen: los príncipes
temporales y una buena parte del clero. El éxito luterano se debió —por el
lado político— al auge cobrado en la nación por los príncipes y señores
temporales que eclipsaban el poder imperial; y —por el eclesiástico— a la
deplorable decadencia del clero y del estado religioso. No fue la masa de
los fieles la primera que desertó de la antigua fe. La pauta y el
mal ejemplo —o a veces la fuerte presión— le vinieron de más arriba: de
quienes regían los destinos políticos de la patria y de aquéllos que
debían haber sido los verdaderos pastores de sus almas.
A lo largo del periodo de la implantación del
luteranismo en Alemania, se nota una especie de lucha sorda entre el emperador,
deseoso de preservar los derechos de la Iglesia, y los príncipes
territoriales, poco entusiastas de prestarle apoyo,
o positivamente partidarios de la nueva religión. Carlos V tenía
demasiados enemigos (el turco, el rey francés, a veces hasta la Curia romana;
que le impedían concentrar su atención a sus dominios alemanes. Pero no se
trataba únicamente de los obstáculos externos. Era la estructuración misma del
imperio germánico —y la potencia creciente de sus señores territoriales—
lo que se oponía a sus planes y a sus intervenciones. A partir del siglo XIV la
historia de Alemania presenta una progresiva decandencia del imperio. El
territorio se había convertido en una federación de príncipes con
amplísimos privilegios que se extendían al acuñamiento de la moneda, a la
imposición de tributos y —en la práctica— a no pocos aspectos de la
misma política eclesiástica. «Ni siquiera un emperador tan potente como
Carlos V pudo cambiar ya aquella situación. Las casas principescas se
contentaron con dar al emperador —a quien llamaban presidente de las
comunidades germánicas— ciertos derechos de supremacía» Esto lo veían con cierta pena los
contemporáneos: «La dignidad imperial, decía Pedro D’Ailly, está tan
despreciada que las gentes —desde las más humildes a las más elevadas—
temen y veneran más a un capitán de soldados de Italia que al mismo emperador y
rey de los romanos».
¿Qué hacían o cómo se comportaban aquellos príncipes?
Los más importantes (ya por el territorio que poseían, ya por el voto electoral
de que gozaban) eran siete: tres de ellos eclesiásticos (los arzobispos de Maguncia,
Colonia y Tréveris) y cuatro seglares: el rey de Bohemia, el duque de Sajonia,
el conde del Palatinado y el marqués de Brandemburgo. A su lado —y en
parte también a sus órdenes— estaba la nobleza inferior, compuesta de señores feudales, que administraban sus castillos con las
posesiones adyacentes. Su número era elevadísimo, hasta constituir una
verdadera plaga, sobre todo, cuando —como ocurría en el siglo XVI—
la invención de la pólvora había disminuido su importancia en las guerras.
Ambas clases sociales eran generalmente piadosas y respetuosas con la
Iglesia, al menos cuando ésta no se entrometía en sus negocios o no
hería sus intereses. Otra de las características en que coincidían era en
una insaciable sed de riquezas. Y como éstas parecían hallarse en buena
parte concentradas en manos del clero y de las Órdenes monásticas, el
resultado era un gran empeño por posesionarse de las mismas. La nobleza había
intentado en diversas ocasiones acapararlas. Con tal objeto, llevaba
practicando desde tiempo atrás, la táctica de destinar a sus hijos y
parientes a la carrera eclesiástica y de promoverlos a las dignidades más
elevadas en el clero secular o en las Órdenes monásticas. Los daños que de
esto se derivaron a la Iglesia eran gravísimos. Como observa atinadamente
Pastor, «la ocupación de numerosas sedes episcopales por hijos de
príncipes y de nobles que, olvidados de sus deberes, no eran por lo
general mejores que sus colegas seglares, así como la negligencia del
oficio pastoral que de allí se derivó, trajeron como resultado una
espantosa tibieza religiosa y moral, primero en el clero y luego en los
seglares. Sin aquella tibieza, todos los demás elementos favorables a la
revolución serían insuficientes para explicarnos la pérdida de la fe de
los mayores en tan gran parte de la masa del pueblo alemán.
Y con esto entramos en la segunda plaga de la época:
el triste estado en que se hallaba una buena parte del clero de aquel país.
Además de los tres obispos-príncipes ya mencionados, había en el territorio
nacional cincuenta obispos que eran verdaderos señores feudales (de ellos
dieciocho hijos de príncipes) y más de cuarenta abades que tenían también amplísimas
posesiones y eran de familias nobles. De esta manera, la nobleza
eclesiástica era prácticamente dueña de la tercera parte de la riqueza del
país. A sus órdenes trabajaba un verdadero ejército de la gleba que, sin
vivir esclavizada como a veces se nos quiere describir, estaba privado
de la mayoría de las comodidades de sus amos. Aquellos eclesiásticos,
llegados a sus cargos sin apenas ninguna vocación, sólo buscaban el
aumento de sus ingresos. Para lograrlo echaban mano de una de las terribles
epidemias morales del tiempo: la acumulación de
beneficios. Esto consistía en que una misma persona
(Obispo, canónigo, párroco o abad del monasterio) poseyera conjuntamente
varios cargos eclesiásticos cuyos ingresos percibía sin cumplir por su
parte —en casos por mera imposibilidad física— los deberes
correspondientes a aquellos títulos. A veces se trataba de la posesión
simultánea de varios obispados; en otras se acumulaban diversos oficios
escalonados. Suele aducirse como ejemplo típico el de Jorge,
conde palatino y duque de Baviera que, ya desde los trece años, había
empezado a acumular beneficios, y que, con el tiempo, vendría en posesión de
las prebendas catedralicias en Maguncia, Colonia, Treveris y Brujas, de varias
parroquias en Hochheim y Lorch, así como del obispado de Spira. Pero casos
semejantes eran bastante comunes, aunque no siempre —por razones ajenas al
interesado— los cargos acumulados fuesen tan numerosos.
La acumulación de beneficios llevaba consigo el absentismo. Este incluía no
solamente el abandono de la predicación, de la administración de los
sacramentos y de la cura directa de almas, sino aun la recepción
sacramental y sobre todo la celebración de la Santa Misa por parte de los
mismos interesados. Los casos aducidos por Janssen-Pastor resultan increíbles
para quienes tenemos un concepto tan diverso de la dignidad sacerdotal, y
más aún de las grandes responsabilidades de los obispos. Prelados como
Hermán, conde de Weid, que no había celebrado Misa sino tres veces en su
vida; o como Ruperto von Simmsem, obispo de Estrasburgo, de quien se
refiere que no la celebró durante treinta años, etc., eran en
aquellos tiempos una triste realidad que, por desgracia, no causaba
grandes escándalos. Es fácil imaginarse lo que sería la vida moral de
tales eclesiásticos. Ciertamente las diatribas del autor del Onus
Ecclesiae, aparecidas por entonces, son exageradas y su tono
apologético nos hace desconfiar con frecuencia de su objetividad.
Pero resulta indudable que en las acusaciones de ambición, de simonía, de
negligencia de los deberes sacerdotales y de incontinencia, contenían su
fondo de verdad. El hecho es que otros autores contemporáneos les hacían
eco. La vida del clero, escrita por el célebre Dionisio el
Cartujano (f. 1471) contenía escenas abundantes, detalles y nombres
concretos de eclesiásticos cuya conducta no les hacían ninguna honra. Otro
cartujo —Jacobo de Juterbock— fustigaba con igual ardor los vicios de aquellos
hombres: «Si Cristo viviera entre nosotros, decía, y ocupara la Sede Apostólica,
no es creíble que adoptara las reservas, las colaciones de beneficios, las
anatas, las provisiones, etc., en fin, todo este sistema encaminado a
excluir de los cargos a todos aquéllos que, según los cánones, tienen
derecho a ellos». Porque, es de nuevo el historiador de los Papas quien lo
advierte, «mientras que los Papas del siglo XIII combatieron a los
príncipes y nobles de la iglesia alemana que se atribuían aquellos monopolios,
en el siglo XV el terrible abuso no solamente quedó tolerado
sino aun favorecido por el gobierno supremo de la Iglesia. El
espíritu secularizante y la confusión de ideas habían alcanzado tales
proporciones en la Curia romana que, al parecer, no se llegaron allí a
comprender los resultados fatales que de un episcopado mundano podían
sobrevenir a todo el país»
Al lado del clero integrado por los elementos de la
nobleza, nos encontramos con el sector inferior designado, con epíteto bastante
poco apropiado, el bajo clero. Formaban
parte de él los vicarios o coadjutores, los curas rurales, los capellanes
y toda una categoría de hombres que, después de haber recibido las órdenes
sagradas, carecían de cargo fijo y tenían que ganarse la vida sirviendo a
otros. Janssen, quien, sin embargo, no les guardaba ningún rencor, los
designó con el nombre de proletariado clerical. Se han llevado a cabo
estadísticas detalladas de su distribución en el país para concluir que
Alemania estaba sobresaturada de ellos: Colonia, con sólo 40.000
habitantes, tenía 19 parroquias, más de 100 capillas, 22 monasterios y 76
conventos; la pequeña ciudad de Worms (7.000 habitantes) contaba con 8
parroquias, 9 monasterios de hombres y 5 de mujeres, etc. Pero,
además, muchos de ellos habían llegado al sacerdocio sin vocación, y sus
estudios teológicos habían dejado mucho que desear. «Los antiguos
institutos de instrucción para el clero, así como los seminarios
episcopales, habían perdido casi totalmente su importancia... Por consiguiente,
una gran parte de este clero inferior era ignorante. Según el autor del De
vitae sacerdotalis institutione no se preocupaban del estudio de
las Escrituras y algunos ni siquiera sabían leer». La ignorancia teológica
y la falta de educación, eran los peores consejeros. Por eso la vida de
muchos de ellos era con frecuencia piedra de escándalo para los demás.
Aquí, de nuevo, es preciso emplear con cautela los documentos acusatorios.
Sin embargo, en presencia de tantos testimonios convergentes, tampoco se
pueden cerrar los ojos a la realidad. Fara muchos, el comercio se
convertía en la manera normal de ganarse la vida. El concubinato
constituía también una plaga casi universal, sobre todo en las regiones de
Sajonía, Franconia, Westfalia, Baviera, en los territorios austríacos, en la
diócesis de Constanza, en el Rhin superior y en muchísimas ciudades de alguna
importancia.
Estas deficiencias —en la mayoría gravísimas— no
estaban del todo eliminadas ni siquiera en los conventos y monasterios que
debían haber sido el ejemplo auténtico de las virtudes y de las heroicidades
cristianas. Había, es verdad, numerosos casos de exacta observancia
regular, de ardiente celo de las almas, de hombres y mujeres dedicados
totalmente al servicio de Dios. Su influjo continuaba siendo benéfico en
el campo de la educación y de la beneficencia. La época conoció también a
grandes predicadores y a grandes santos. El hecho de que se intentara repetidas
veces la reforma de los monasterios, indicaba por parte de la Iglesia
un continuo interés por mejorar las condiciones y por superar las
dificultades. En Alemania se habían ensayado reformas entre los
benedictinos (congregación de Busrfeld), los canónicos regulares
(congregación de Windesheim, los agustinos y los franciscanos observantes).
Con todo, hay que admitir que los casos contrarios
eran también numerosos. Y es fácil entender la razón: recuérdese lo dicho sobre
la designación de los abades de los grandes monasterios. Aquellas ricas
abadías que, como dice Pastor, «se habían convertido en hospitales de la nobleza en que se metían
con preferencia los deformes, los que eran inútiles para el mundo... sin
vocación alguna eclesiástica», no podían ser modelos de observancia y de
fervor. El mal pasó después a las demás corporaciones monásticas.
Indudablemente, los escándalos no eran del calibre de los mencionados
antes para el clero secular. Pero la falta de observancia regular, la
negligencia en la guarda de los votos, los frecuentes pecados contra la
caridad mutua y, sobre todo, el debilitamiento de la fibra de santidad que
debe siempre florecer en institutos llamados a la más alta perfección,
bastaron para que, llegado el momento de la gran prueba, una gran
parte de sus miembros desfalleciese o se pasase, en elevado número, a las
filas del adversario. «Las Ordenes antiguas, a excepción de los cartujos,
y en parte los cistercienses, respondían muy poco a la vocación para la
que habían sido llamados. La creciente riqueza de los monasterios, el
pernicioso sistema de las encomiendas, las guerras y las ruinas de todo
género, habían traído consigo el relajamiento del fervor religioso y del
interés científico. La costumbre, las dispensas y los privilegios, hacían
inútiles las reglas. El sistema de las prebendas (que consistía en la
división del patrimonio o de los bienes del monasterio entre el abad y los
monjes) fueron tomando carácter general. No pocas de las grandes abadías
benedictinas, incluidas las de San Gallo, Fulda, Reichenau. Ellwagen,
etc., se habían convertido en lugares de sustento y de cómoda
existencia para los nobles, conduciéndose en ellas una vida libre, como la
de los hombres del mundo. Entre los canónigos regulares se notaba un claro
relajamiento del espíritu religioso. No se escapaban de esta terrible ley
ni siquiera las jóvenes Ordenes mendicantes, donde si, por una parte, las
posibilidades de poseer propiedad se habían convertido en letra muerta,
por otra, las frecuentes colisiones con el clero secular respecto a sus
mutuos derechos en la cura de almas, producían también
perniciosos resultados».
Indicadas de esta manera las causas que prepararon la
crisis protestante, nos toca ahora abordar el estudio de la personalidad de
quienes la suscitaron y actuaron en la historia. Como ocurre con todos los
grandes cataclismos, el de la Reforma no hubiera tenido lugar —o habría
sido algo muy distinto de lo que efectivamente fue— sin la acción dinámica
de aquellos iniciadores que se llamaron Lutero, Zwinglio, Calvino y Enrique
VIII. La historia —dice Hertling— la hacen los individuos y en ella no hay
lugar para el hado, la necesidad o la ciega evolución. Si Lutero no hubiera aparecido, o lo hubiera hecho de manera distinta,
la historia de Alemania habría seguido un curso enteramente diferente. Si
Enrique VIII hubiera sabido dominar sus pasiones, Inglaterra no se habría
rebelado. La verdadera responsabilidad cae, pues, sobre los individuos: los
electores de Sajonia y Brandemburgo, el landgrave de Hesse, el gran
maestre de la Orden Teutónica o los reyes de Suecia, Dinamarca e
Inglaterra».
La interacción de ambos elementos, el de los
reformadores propiamente tales y el de quienes, por debilidad o por ambiciones,
los favorecieron y protegieron serán la causa de la terrible herida
sufrida por la cristiandad. «La Reforma, escribe Elton, pudo mantenerse allí
donde los príncipes la favorecieron; en cambio, falló donde las autoridades se
esforzaron por suprimirla. Los países escandinavos, los principados alemanes,
Ginebra, y a su manera Inglaterra, son prueba de lo primero; España, Italia,
las tierras de los Habsburgos y, aunque no de manera conclusiva, Francia,
demuestran lo segundo»
CAPÍTULO ILUTERO
Y SU OBRA
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