Cristo Raul.org |
BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMOY DE LA IGLESIA |
PRUDENCIO DAMBORIENA
FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA
CAPÍTULO I LA REFORMA DE LUTERO
El iniciador de la Reforma ha sido juzgado
diversamente por la crítica. «En los primeros años de la Reforma —dice Bóhmer—
Lutero era considerado entre los suyos como el profeta de Dios. Aun escritores moderados como Alberto Dürer, lo describían como al hombre
inspirado por lo Alto. Los más fanáticos buscaban y hallaban en los
pasajes de la Biblia y en las profecías medievales vaticinios relativos a su
persona y a su obra. Los artistas colocaban sobre su cabeza una aureola de
santo o la imagen de la paloma del Espíritu de Dios... Los protestantes
ortodoxos lo llamaban el profeta de Alemania cuya doctrina estaba en
perfecto acuerdo con las Sagradas Escrituras... Para la plebe continuaba
siendo el santo y se le tributaba el culto de tal, sin que
faltaran narraciones de milagros y la búsqueda de reliquias que se aplicaban
después a los enfermos». Les complacía especialmente compararlo con los
profetas del Antiguo Testamento (Elias y Jeremías), con Juan Bautista o
con el ángel del Apocalipsis que el evangelista vió volar por los cielos
llevando a todos los hombres el evangelio de la salud. «Aquel ángel
que gritaba: temed a Dios y dadle alabanza era el doctor Martin Lutero». Bugenhagen lo consideraba como el gran
enemigo del anti-Cristo, identificado éste con el Papado. Por eso, pedía a Dios
que, al igual que las demás profecías, se verificara en él aquella que
había deseado figurase como inscripción de su tumba sepulcral: «Pestis
eram virus, moriens tua mors ero. Papa».
En los siglos XVII y XVIII la fama de Lutero
experimentó un primer cambio. Los luteranos ortodoxos, empezando por Gerhard y
los teólogos de Wittemberg, continuaron defendiéndolo contra los ataques
cada día más duros de los apologistas católicos, aunque tratando de poner
el acento en su doctrina más que en su discutida conducta personal. Johannes
Muller en su Lutherus defensas (1634-45), lo tenía como el hombre providencial de Alemania para purificar
la Iglesia corrompida: «Lutero, empujado y asistido por el Espíritu Santo, se
levantó contra los errores papistas y fundó una nueva religión». En
cambio, para los hombres de la siguiente generación, el reformador fue
perdiendo aquel halo de superioridad que tenía para sus contemporáneos.
Von Seckendorf en su Historia Lutheranismi. 1694, afirmaba
llanamente: «Yo no lo exalto sobre los demás hombres y en mi libro nunca
he pretendido defender indistintamente todas sus palabras y obras. Ello sería
hacer injusticia a sus manes». Con Leibníz se dio un paso adelante en
la misma dirección. No es que el sabio reprendiera la obra de Lutero: más
bien creía que su reforma había sido necesaria y que, por consiguiente,
era injusto catalogarlo como hereje. Pero tampoco tuvo miedo de criticar
duramente algunos trazos de su carácter y de su vida privada. Los
desahogos anti-papales del ex-religioso, le parecían absurdos. Difería
totalmente de él en materias doctrinales empezando por su doctrina de la
naturaleza corrompida y de la salvación por la sola fe. Para los planes
sincretistas y ecuménicos leibnizianos, el luteranismo constituía un verdadero
óbice.
Pero quienes más contribuyeron a bajarlo de su
pedestal fueron los pietistas con Spener, Arndt, el conde von Zinzendorf y
otros. Para éstos, lo importante era la piedad, la religiosidad interna, la meditación de la vida y pasión del Señor
y, sobre todo, su imitación. El pietismo, iniciado como reacción al árido
doctrinarismo de la época anterior, se desentendía de los dogmas y sólo
deseaba poner un dique a la espantosa corrupción de costumbres que había
seguido a la aparición del protestantismo. Para ello recomendaba la vida
austera, la mortificación, las penitencias y las buenas obras, es decir,
todo lo opuesto a la doctrina primordial luterana. Los pietistas veneraban
al Lutero de los años juveniles como al Padre de su fe y al autor
de una nueva y profunda espiritualidad. Pero nada más. «Lutero
—decía Spener— no pasa de ser un mero hombre, por supuesto muy por debajo
de los apóstoles... Respecto de sus interpretaciones bíblicas, tengo que
decir que no estaba equipado para hacerlas; que muchas veces erró en la
interpretación... y que en innumerables pasajes se apartó del texto
original».
La actitud del iluminismo (Aufklarung), fue todavía más radical. Aquellos hombres que no admitían el
orden sobrenatural ni por consiguiente los grandes dogmas cristianos, estaban
radicalmente incapacitados para entender la profunda religiosidad del
reformador. Las luchas de éste las atribuyeron a una enfermedad morbosa y sus
doctrinas quedaron arrinconadas como errores inaceptables. El historiador
Semler en su respuesta a las acusaciones de Bossuet «reconocía con
gusto todos los pecados y exageraciones que (a Lutero) se le habían
notado». Estaba de acuerdo con Erasmo en condenar su matrimonio; admitía
su orgullo, su espíritu de duplicidad, etc., y creía que «sin todos
aquellos defectos no hubiera sido capaz de las grandes cosas que hizo».
Por supuesto, los iluministas se negaban a prestar fe ciega a sus
doctrinas. «Puesto que no estamos preparados a que el Papa sea infalible,
tampoco se nos ocurre atribuir esa cualidad a Lutero o a cualquier
otro protestante». En aquel ambiente abundaron las
críticas. Había, con todo, un aspecto que la Aufklarung quería ensalzar en él: el de haber sido el gran defensor de la libertad.
Semler consideraba a la Reforma como una etapa en el progreso de la
humanidad. Otros alababan los ataques de Lutero contra los frailes y
sus luchas por la libertad de conciencia. El poeta Schiller lo llamó:
«luchador de la razón libre contra las supersticiones del Vaticano».
Lessing mantuvo fuertes discusiones con los teólogos luteranos ortodoxos que se
atrevían a defender a su maestro. Justus Moser escribió en su
correspondencia descripciones de la vida y el carácter del reformador que
escandalizaron al mismo Voltaire. Federico de Prusia lo alababa «por haber
librado a los príncipes de las supersticiones clericales y enriquecido con
la expoliación de monasterios sus tesoros», pero lo reprendía por haberse
quedado a medio camino sin «extirpar completamente sus desviaciones y su
fanatismo». Lutero hubiera sido grande —añadía— si hubiera «abrazado el Socianismo,
que es verdaderamente la religión de un solo Dios».
En el siglo XIX los románticos admiraron sus
extraordinarias cualidades de intuición, de fantasía y de sentimiento. Era para
ellos un ser que se acercaba al Genio creado por sus inteligencias como prototipo de la humanidad. El primero
en bautizarlo con el epíteto fue el propio Goethe en los últimos años de
su vida. Numerosos fueron también los que comenzaron a fijarse en él como
en un héroe nacional. Las desdichas patrias y los horrores de las guerras
napoleónicas les servían de magnifico incentivo: «Lutero —decía Fichte—
uno de los héroes de la resistencia». «Poseía —escribía de él Herder— un
entendimiento privilegiado; por eso fue el verdadero profeta y predicador
de la patria, el primero que nos dio un libro en alemán. Sus obras nos
alientan y dan ánimos; sus himnos respiran nuestro vigor. Oh noble Sombra,
vuelve a ser el Maestro de tu nación, su profeta y su predicador; haz que
el país, sus príncipes, sus nobles, su corte y su pueblo oigan tus
palabras, claras como el mediodía y persuasivas hasta el punto de ser terribles
e inspiradoras de temor». Tampoco faltaron otros que, dejando de lado las
consideraciones de orden patriótico o literario, se dedicaron a la
investigación de las fuentes históricas para darnos un retrato más objetivo del
reformador. Abrió la marcha —y señaló en gran parte la pauta— Leopoldo von
Ranke, historiador de los Papas y especialista de las condiciones religiosas de
Alemania, maestro en valorar documentos y en encuadrar a los personajes en
la época en que vivieron. Más que a la persona misma de Lutero, von Ranke
evaluó su obra, que juzgó admirable y consideró como verdadero punto de
partida de la edad moderna.
La celebración de las fiestas jubilares de Lutero
(1883) daría especial ímpetu a la tendencia histórica para hacer de ella el
punto de arranque de los más florecientes estudios. Lo exigían el
recrudecimiento del espíritu conservador en Prusia, deseosa de eliminar el
influjo del calvinismo; pero sobre todo la necesidad de hallar para las
iglesias separadas un centro de unidad que se opusiera a las conquistas
espirituales de Roma. La biografía de Julius Koestlin, de J. K. F. Knabe y
la publicación de las Obras Completas del reformador, señalaron un primer paso. Luego vinieron los estudios,
también biográficos, de Th. Kholde, de A. Berger, de Adolfo Hausrath y de
G. Kawerau. En todos ellos, no obstante su tono científico, afloraba la
tendencia de glorificar a Lutero tanto por haber sido el impulsor de una
gran reforma religiosa como por personificar las grandes virtudes del hombre
moderno, y en concreto, del hombre alemán. Esta glorificación, conscientemente
fomentada por Bismarck en favor de sus campañas militares y políticas,
volvió a aparecer con caracteres todavía más agudos durante y en el
decenio que siguió a la primera guerra europea. «En esta contienda
—escribía Th. Hoffmann— Alemania lucha por aquellas libertades cuyo
fundamento puso Lutero». «Lutero —añadía Baungarten—, es la máxima revelación
de la esencia del alma germánica». Hasta hubo quienes le llamaron «el
generalísimo del ejército nacional». Paralelamente abundaron los estudios
acerca de su persona y de su obra, aunque ninguno de ellos suplantara las
biografías anteriores. Las obras de Otto Scheel, Martin Luther, vom
Katolizismus zur Reformation (1916-17) y de Heinrich Bohemer, Der Junge
Luther (1925) constituían una excepción.
La época nazi y la segunda guerra mundial tuvieron una
repercusión casi inesperada sobre los estudios luteranos. No faltaron algunos
nacional-socialistas que se pusieron a exaltar las virtudes raciales de
aquél. La tendencia se notó principalmente dentro de los grupos
protestantes que optaron por una completa colaboración con el régimen.
Pero ni fueron muchos ni supieron producir nada que realmente fuera de
imperecedero valor. En cambio, el entusiasmo luterano contagió a los católicos
que sintieron por primera vez la necesidad de ponerse a su favor con alabanzas apenas tributadas por sus mismos
seguidores. La nueva actitud traía diversas raíces. El patriotismo de los
católicos alemanes empezó a considerar toda injusticia lanzada
contra Lutero como injuriosa a todos los hombres de la nación. La lucha contra
el enemigo común, en la dura época del nazismo, los había acercado a los
luteranos. La nueva ola del movimiento ecuménico se extendió —y en general con
excelentes resultados— a muchos de los sectores católicos del país. Uno de
los principios en que fundaban su obra de acercamiento iba a
consistir precisamente en una revalorización de los
elementos religiosos y cristianos de la Reforma como medio para echar el
puente hacia una posible unión. En esta perspectiva entraba directamente
la nueva interpretación de la vida de Lutero.
La tarea era ardua. La primera opinión católica sobre
la Reforma transmitida por los apologistas de los siglos XVI y XVII
(influenciada grandemente por Codeo) había continuado prácticamente hasta
mediados del siglo XIX. Las críticas de Dollinger, Janssen y del mismo von
Pastor habían sido, en su conjunto, adversas. La obra de Denifle dejaba a la
persona del reformador en muy mal lugar. Grisar —no obstante su tono
moderado y su conato de corregir las exageraciones del dominico— nos daba
un retrato del Lutero tradicional, con muchos más rasgos sombríos que claros y,
sobre todo, con una condenación neta de su obra religiosa... Los nuevos autores
quieren borrar de la historia esa imagen. Abre la marcha Joseph Lortz,
sacerdote y profesor de la universidad de Münster, con su magna obra Die Reformation in Deutschland (1939-40). Dotado
indudablemente de excelentes cualidades y conocedor del alma de sus
compatriotas, Lortz intenta defender a Lutero presentándolo como a un
hombre profundamente religioso, animado de buenas intenciones y arrastrado a su
revolución por fuerzas poco menos que incontrolables. Esto lleva consigo
bastante dosis apologética mezclada de duros ataques contra aquellos católicos
que nos han dado del hereje un retrato muy distinto del que él intenta
sacar. La tesis —porque se trata de tal— exige igualmente la omisión de
todos aquellos trazos que podrían afear el carácter del reformador, aunque
éstos vengan confirmados por testimonios de irrecusable autenticidad.
Naturalmente, al describir los males que entonces padecía la Iglesia,
Lortz carga la mano para que la silueta tenga todos los caracteres de
situación desesperada. Esto le es necesario para su conclusión final: «La
descomposición de la Iglesia había llegado a límites insospechados». «El estado
de la Cristiandad inmediatamente antes de la Reforma, la conducta
del clero alto, incluida la corte pontificia, la actitud de una parte de
los teólogos, llegaron a provocar y a favorecer en la conciencia cristiana
una profunda crítica. Esta era, por lo tanto, históricamente necesaria».
«Martin Lutero, padre de la Reforma, en su lucha sincera a los ojos de
Dios, no preveía que podría salir de la Iglesia romana» «Por lo tanto, la
falta de aquella escisión recae sobre todos los cristianos (católicos y
protestantes) que deben hacer penitencia por la misma»
Lortz ha formado escuela sobre todo en Alemania. Se
multiplican las obras de apología luterana. Richter escribe un libro, Martin Luther und Ignatius von Loyola todavía
más laudatorio que el de su predecesor. Adolf Herte trata de probar que
el falso concepto de los católicos sobre Lutero se funda
exclusivamente en los relatos, con frecuencia inexactos, de Codeo, enemigo
declarado del reformador. El holandés Van der Pol, que pasó del calvinismo a la
iglesia anglicana y de ésta a la de Roma, cree que hasta la fecha se han
falsificado «el retrato auténtico y las rectas intenciones» del iniciador
de la Reforma. En conferencias de tipo ecuménico se insiste en la
necesidad de presentar esta nueva línea como la única conducente
a la mutua comprensión. Hasta un autor a quien hemos citado frecuentemente
en estas páginas ha quedado contagiado por el nuevo entusiasmo como se
deduce de la comparación de sus ediciones de 1940 y de 1957. No solamente
se borra de un plumazo en esta última «el aspecto libidinoso» de la vida
de Lutero, sino que narrando como la cosa más natural su matrimonio con la
ex-cisterciense Catalina de Bora, se detiene a examinar los «piadosos
consejos» contenidos en su correspondencia epistolar con ella o a ensalzar el
ejemplo de «padre modelo» que dio a todos. La insistencia en que el
reformador «con su actitud fundamentalmente teocéntrica y su orientación
cristocéntrica constituyó la oposición más neta al ideal humanístico-antropocéntrico
del hombre del renacimiento al que pertenecían también largos sectores de
eclesiásticos de alto rango», contribuye a que los lectores se fijen más
en la responsabilidad de los católicos que en la de los protestantes. Todo
ello para terminar culpando a las «desgraciadas circunstancias del
tiempo» el resultado final de aquella magna revolución.
Muchas de estas ideas eran comunes a los autores
protestantes. Hoy empiezan a serlo de ciertos católicos. ¿Es que todas ellas
son el resultado de una investigación histórica más profunda (y que puede
considerarse más o menos definitiva) o nos hallamos ante otro de los
altibajos por los que ha pasado la personalidad de Lutero en la historia?
LOS PRIMEROS AÑOS
Lutero nació el 10 de noviembre de 1483 en Eisleben.
Sajonia, el segundo de ocho hijos de una modesta familia. Siguiendo la
costumbre de la época, el recién nacido fue bautizado a la mañana
siguiente en la iglesia parroquial de San Pedro, recibiendo el nombre de
Martín en honor del santo del día. Su padre, Hans Luther, era un minero
que. gracias a su constancia y a su esfuerzo, mejoró
de posición hasta hacerse contramaestre y tener más tarde su
fundición propia. La madre, Margarita, se encargaba de recoger la leña del
bosque, de los quehaceres domésticos y del cuidado de aquel racimo de
hijos. Trasladada la familia a Mansfeld, importante centro industrial, fue
ésta la ciudad donde transcurrieron los primeros años de la vida del
futuro reformador. Este no se avergonzó nunca de su humilde procedencia, pero
tampoco fomentó ninguna clase de rencor hacia las clases más acomodadas.
La infancia de Lutero transcurrió como la de cualquier
niño de una de las familias trabajadoras del contorno. Su padre, deseoso de
que, al menos, alguno de sus hijos tuviera una vida menos dura que la
suya, quiso que Martín estudiara jurisprudencia. En la escuela primaria de la
ciudad, el niño aprendió los rudimentos de la educación: lectura,
escritura, canto y latín, al mismo tiempo que se instruía en catecismo y
en historia sagrada. Los ejemplos del hogar completaban aquella formación. Su
padre, aunque de genio pronto y de modales un poco fieros, era en el fondo
bueno y quería a sus hijos. Margarita unía a una gran piedad todo aquel
mundo de historietas fantásticas, de intervenciones diabólicas o de narraciones
supersticiosas comunes a las gentes de aquellos (y de nuestros) tiempos.
Las largas horas transcurridas por el padre en las negras entrañas de la
tierra, servían para aumentar el terror de los pequeños cada vez que se
contaban en casa aquellos episodios
A los catorce años Lutero pasó a estudiar las
asignaturas correspondientes a nuestra segunda enseñanza en la ciudad de
Magdeburgo. El dueño de la fundición en que trabajaba su padre le pagó los
gastos de viaje y obtuvo que uno de sus amigos le proveyera de una cama
para dormir. Al igual que los demás escolares, Martín hubo de procurarse
(al menos en parte) su comida pidiendo de casa en casa, al son de tonadas
populares, alimentos o dinero para comprarlos. Frecuentó la escuela donde
enseñaban también algunos Hermanos de la Vida Común, reputados como los mejores educadores de Europa. Por desgracia,
el contacto con aquellos maestros fue de corta duración. Por razones que
desconocemos, al cabo de un año, hubo de volver a Eisleben para hospedarse en
casa de unos parientes y continuar sus estudios. A este tiempo ascribe la
leyenda el episodio del joven Martín cuya bellísima voz conmueve a Ursula
Cotta, esposa de un rico mercader, que lo recibe en su casa para que desde
allí frecuente la escuela parroquial. No podía haber caído en mejores
manos. «La familia —escribe Bohmer— era probablemente la más piadosa de la
localidad... Allí fue también donde Lutero entabló por primera vez
contacto con gentes para quienes la religión formaba verdaderamente parte
integrante de su vida... Hasta podríamos conjeturar que fue en el círculo
de aquella familia donde brotaron aquellas tendencias y aquellos deseos
que más tarde lo animaron a abrazar el estado religioso».
El estudiante les conservó siempre agradecido afecto.
La estancia duró tres años. Entonces el joven decidió
pasar a la universidad de Erfurt a iniciar sus estudios superiores. La mejorada
situación familiar le permitía aquel lujo y él, hombre de ambiciones,
estaba decidido a abrirse un honorable camino en la vida. Erfurt era una
de las más importantes ciudades alemanas (superada en población solamente
por Colonia y Estrasburgo) y contaba con una famosa universidad de más de dos
mil alumnos. En sus aulas dominaba la teología nominalista y algunos de
los profesores que más influjo tuvieron en su formación, por ejemplo
Trutvetter y Usingen, pertenecían definitivamente a dicha escuela. De la vida que llevó en la universidad, apenas sabemos
nada. Nos consta, sin embargo, que estudió con ahinco y que en mayo de
1505 alcanzó brillantemente su título de Magister artium. Por otra parte, las referencias hechas en sus tardos años a las enseñanzas
de sus maestros y a los dogmas por ellos profesados, son fruto del resquemor
del hombre que ya ha apostatado de la Iglesia y no merecen crédito por parte
nuestra. Dígase algo parecido —por el lado opuesto— de las alusiones a una
conducta desordenada lanzadas contra él por sus antiguos camaradas de estudios,
convertidos después en adversarios acérrimos de sus nuevas doctrinas. Lo
probable es que, durante sus años universitarios, Lutero no fuese ni mucho
mejor ni mucho peor que los demás compañeros de estudios. «Martín —escribe
el P. de Morcau— era estimado por la brillantez de sus estudios de filosofía,
por su ardor al trabajo y también por su talento musical. Comenzaba todos
los días sus estudios por la oración y una visita a la iglesia. En sociedad
era un buen compañero. Erfurt no se convertiría en centro del nuevo
humanismo y en enemigo de la vida religiosa, sino después de la entrada de
Lutero en el convento. Ciertamente no fueron sus profesores los que le
introdujeron por caminos descarriados ni hay pruebas de que hombres como
Crotus Rubeanus. Conrado Muciano y Jorge Spalatino, ejercieron sobre él ningún
influjo perjudicial».
Recibido su primer título, Lutero empezó a dictar sus
lecciones en la universidad mientras se enrolaba como oyente en la Facultad de
Derecho, la más renombrada de todas las de Erfurt. Sus biógrafos quedan un
tanto desconcertados al pensar que un hombre que, en el resto de su vida, había
de odiar tan cordialmente a los juristas, escogiera precisamente aquel
campo del saber. Al libro de Derecho Canónico lo llamaba «spurcissimus líber»,
y al de los Decretales «líber plenus mendacii et tyrannidis». Pudo ser un
acto de filial obediencia a su padre, que acababa de regalarle un tomo del Corpus Iuris para que lo
aprendiese; o sencillamente que por entonces Lutero no abrigara todavía aquella
especie de odio instintivo que más tarde se apoderaría de él contra todo lo
relacionado con la legislación eclesiástica. En cualquier hipótesis, los
estudios jurídicos no iban a ser de larga duración. Un caluroso dia de
julio de aquel año, cuando volvía de visitar a unos parientes en Mansfeld,
Lutero fue sorprendido en el camino por una fortísima tempestad. Mientras a sus
pies caían los rayos, el joven aterrorizado invocó a Santa Ana
prometiéndole que si, le sacaba del peligro, abrazaría la vida religiosa.
De retorno a la universidad, sólo pensó en poner en práctica la promesa.
La fuerte oposición de su familia, principalmente de su padre que desaprobaba
por completo aquella extraña iniciativa, no le arredró y, el 17 de aquel mismo
mes, acompañado de varios amigos, el joven aspirante se llegó hasta el
convento de los agustinos eremitas de la ciudad donde fue admitido como
novicio de la Orden
El episodio, por lo inesperado y repentino, ha
provocado más de una discusión. Entre los antiguos historiadores del
luteranismo, era común atribuir el hecho al duro trato recibido por Martín en
sus años de infancia así como «a la desastrosa instrucción religiosa
impartida por la Iglesia romana» a base de terrores infernales, de un Dios
iracundo y de una vida oprimida bajo el peso de las penitencias. En
aquella situación psicológica, el único refugio para Lutero estaba en la vida monástica. W. Koehler, A. V. Mueller y Scheel,
piensan que se trataba de una decisión instantánea sin preparación psicológica
alguna, de una verdadera catástrofe, debida al terror causado por la tempestad y por el miedo a la salvación
eterna que allí experimentó. En nuestros días un número
creciente de autores piensa que, aun en el supuesto de que la decisión de
Lutero fuera repentina en el modo, sin embargo venía madurándose de más
atrás y hasta podría llamarse el resultado normal de sus años juveniles
—alegres y quizás frívolos en alguna ocasión— pero en el fondo religiosos. En
la Alemania del siglo XV y principios del XVI abundaban las resoluciones
del género y no llamaban en absoluto la atención: «Lutero —escribe Emile
Léonard— entró en el monasterio agustiniano por un ardiente deseo de
santidad». «Martín —añade Bóhmer— era uno de esos hombres que toman
decisiones sólo después de largas y tenaces luchas internas, aunque luego
cristalizaran en un momento de tempestuosa actividad». Con toda verosimilitud
—dice Algermissen —«aquel joven de temperamento serio, vivaz, apasionado y
de ordinario grave, había pensado en aquella decisión en sus últimos años de
estudio y aún quizás con anterioridad. Pero no llegaba a resolverse por causa
de la oposición paterna. La escena de los truenos y de los rayos, sirvió
para que tomara una resolución definitiva. Como ocurre también con estos
caracteres pasionales, la determinación tomada en un momento tan solemne y
aparentemente bajo inspiración divina, quedó pronto puesta en práctica».
«Entré en el convento —dirá más tarde él mismo— convencido como estaba de
que con aquel género de vida, agradaba al Señor».
EN LA ORDEN AGUST1NIANA
La rama de la observancia de los agustinos ermitaños
era una de las más florecientes de la gran Orden, y estaba en Alemania bajo la
dirección de Johann von Staupitz. Vicario del General que residía en Roma.
Los miembros de la comunidad se alegraron con la venida de aquel joven
brillante, maestro en artes y conocido por sus dotes intelectuales. Tras
unos días de prueba y de iniciación, fue admitido como novicio y se agregó a la
comunidad. «Se le puso entonces al estudio de los estatutos de la reforma
redactados por Staupitz según las antiguas constituciones de la Orden.
Staupitz, sin trasgredir la ley, tomaba en cuenta la debilidad humana. Los
novicios, dirigidos por su Maestro, se ejercitaban en la vida pobre, se
desprendían de toda propiedad personal, y cultivaban la pureza y el
renunciamiento. Dedicaban diariamente de cuatro horas y media a cinco al
canto del Oficio divino. Todos los dias debían asimismo leer y meditar
la Biblia. Los ayunos eran frecuentes y, como en las demás Ordenes monásticas, ocupaban alrededor de una tercera
parte del año. A veces los novicios salían a pedir de puerta en puerta. Se
confesaban también con frecuencia». Lutero, que
tan duramente atacaría más tarde todo lo relacionado con su anterior
vida de católico, no pareció guardar malos recuerdos de aquel primer
contacto con la Orden. De su Maestro de novicios dirá que «era hombre
buenísimo y, aún bajo aquella maldita cogulla, un verdadero siervo de
Dios». De sus primeras ocupaciones recordará con particular esmero sus
largas meditaciones y lecturas de la Biblia. Al
año de noviciado, fue admitido a los votos (verano de 1506) y empezó en
seguida sus estudios de teología.
Siguiendo la costumbre de la época, el joven religioso
fue inmediatamente promovido a las órdenes sagradas del subdiaconado, del
diaconado y del presbiterado. Ordenado de sacerdote en 1507 celebró su Primera
Misa en el mes de mayo. Conservamos una carta escrita por él en aquella
ocasión. «Son líneas llenas de reconocimiento y de humildad. Lutero se nos
revela en ellas penetrado de la grandeza del sacerdocio y no hay indicios
que prueben se tratara de ningún fingimiento. Ni la menor hesitación ni el
menor temor. El joven religioso se mostraba feliz en su estado de vida y
encantado de haber sido elevado al sacerdocio». Conviene tener esto presente
para no asustarse de ciertas afirmaciones que más tarde hará con relación
a aquellos años.
La ordenación sacerdotal sólo fue un feliz paréntesis
en la vida de estudios teológicos que ahora inició en el mismo Erfurt, y una
vez más bajo la dirección de maestros imbuidos de ideas occamistas y
nominalistas. Aunque pueda dudarse que ahondara mucho en ellos ya que en
1508 Staupitz lo llamó a Wittemberg a explicar filosofía en aquella
ciudad, al mismo tiempo que proseguía el estudio de las ciencias sagradas.
En marzo de 1509 obtuvo el grado de bachiller en Sagrada Escritura. Esto bastó
para que fuera trasladado a Erfurt para tomar a su cargo la cátedra de
teología de su Orden. Como se ve, demasiados traslados para un joven de 26
años, consciente de sus cualidades intelectuales, pero sin la paz
necesaria para un estudio reposado de los grandes autores de la patrística y
de la teología católica. Sin embargo, gozaba de gran popularidad entre
los suyos como se vió en el episodio siguiente. La Orden agustiniana se
debatía en Alemania entre dos facciones internas: la de los que favorecían
la reforma de la Orden y la de los que se negaban a ponerse bajo la
obediencia del reformador Staupitz. La querella subió hasta el punto de que se
pensó en acudir para la solución a Roma. Los observantes, temiendo que la Regla sufriera en la fusión de los no-reformados,
eligieron a Lutero para que defendiera su causa en la Ciudad Eterna. El largo
viaje tuvo lugar entre los años 1510 y 1511.
Se han escrito largas y doctas elucubraciones sobre
los escándalos de la Roma de los Papas medíceos y de los posibles influjos que
éstos pudieron tener en la evolución espiritual del joven religioso. La
verdad es que las auténticas fuentes luteranas son escasísimas y que sus
testimonios posteriores hay que aceptarlos con mucha cautela. Entonces
como hoy, Roma tenía mucho que era edificante y mucho que dejaba bastante
que desear. El fruto o el daño derivado de la visita dependía en gran parte —entonces como hoy— del espíritu de quien la recorría. Y no
hay razones convincentes para pensar que fray Martín abrigara ya
entonces los sentimientos antipapales que más tarde lo habían de
caracterizar
De vuelta a su patria, Lutero volvió a la enseñanza en
la universidad de Wittemberg. Por razones que ignoramos, abandonó la causa de
los observantes que había
defendido en Roma y se convirtió en defensor de Staupitz. En
adelante aquéllos empezarían a figurar entre sus más encarnizados objetos
de odio. En 1512 obtuvo el doctorado en teología y, aquel mismo año, fue
nombrado por Staupitz vice-prior del convento de Wittemberg. Aquel título
universitario le confería gran dignidad y respeto ante sus oyentes, cuando
interpretaba las Sagradas Escrituras o hablaba de materias teológicas.
«Hombre elocuente y categórico en sus afirmaciones, fervoroso e íntimo, muy
personal y nuevo en la manera de explicar a los autores, todo ello
contribuyó en grado sumo a atraerse y a inflamar a sus discípulos.
Tratándose además de una universidad reciente y de escasa tradición, su
nombre figuró pronto como una auténtica gloria de aquel centro del saber».
A esto se añadían sus trabajos con las almas, sus predicaciones llenas de fuego
y de convencimiento y su trato personal que no tardaba en cautivar a
cuantos se le acercaban.
En la cátedra el tema de sus cursos desde 1513 a 1518
fue bíblico, en la manera en que esto se entendía en aquellos tiempos, es
decir, una exposición de las Sagradas Escrituras a base de los Padres de
la Iglesia y de los grandes teólogos. Los historiadores han tratado de analizar
con el mayor esmero posible los escritos luteranos de aquel período para
descubrir las ideas teológicas que por entonces profesaba el futuro
reformador. Las conclusiones a que han llegado son de grandísimo interés
para nosotros. De 1512 a 1515 Lutero explicó un curso sobre el Libro de los Salmos. «Ninguna de sus
doctrinas se opone todavía al dogma católico. La exposición se hace con
calma, sin polémicas ni violencias. Aquí y allá el autor denuncia los
abusos de la Iglesia. Nada nos descubre todavía un alma atormentada. Sin
embargo, hay en muchos de sus pasajes una clara oposición a los frailes
observantes a quienes compara con los judíos y trata de desobedientes, hipócritas y orgullosos que sólo se ocupan de la observancia
externa y de las ceremonias. Aparecen también sus sentimientos contrarios a
las buenas obras y una inclinación a la fe fiducial en los méritos de
Cristo». Sus sermones, cortados según el mismo patrón, nos preanuncian al
orador de palabra fácil, de los epítetos cáusticos contra todos aquéllos
que difieren de su opinión. Entre 1514-1516 Lutero comentó desde su
cátedra universitaria la Epístola de San Pablo a los Romanos. Un pequeño
manuscrito, que no estaba destinado a la publicación —y cuya copia fue
descubierta por Denifle en 1904, mientras que el original era hallado años
después por Ficker en Berlín— nos revela el estado de ánimo y las
posiciones teológicas del agustino. Internamente profesaba ya claras
doctrinas heréticas: identificaba el pecado original con la
concupiscencia; afirmaba la total corrupción de la naturaleza humana;
negaba que el bautismo o los demás sacramentos fueran capaces de destruir
en nosotros el pecado; se rebelaba contra las buenas obras y contra su eficacia
respecto de la salvación. Esta y la justificación nos han de venir
únicamente a través de la fe fiducial en Cristo. «Cuando Lutero escribió
este tratadito —dice Bohmer— ya estaban definidos en sus líneas generales los
principios religiosos y éticos de su sistema, aunque necesitaban todavía
de retoques de importancia. Por ejemplo, en materias de matrimonio y
celibato, Lutero suscribía aún las nociones tradicionales... Sin embargo,
las doctrinas afirmadas en este comentario —formuladas de una o de otra
manera— le satisficieron y quedaron intactos en su punto esencial».
EL ESTALLIDO DE LA HEREJIA
No era posible que en un hombre tan impulsivo como
Lutero estas convicciones quedasen por mucho tiempo encerradas en su alma. La
popularidad de su persona y el eco hallado por las nuevas doctrinas
(recuérdense los nombres de Amsford, Carlstadt y Link entre otros)
constituían para él una verdadera tentación. Al igual que otros
revolucionarios, procuró difundir aquellas ideas por medio de su
correspondencia epistolar, enviando disertaciones todavia no impresas a
sus amigos y, en fin, por conducto de su ardiente predicación. El odio
contra Roma afloraba en todas partes con caracteres cada vez más
pronunciados: «La Curia romana —escribía en 1516— está totalmente
corrompida e infecta; es un caos de inconcebibles crápulas, bribonadas,
ambiciones y sacrilegos ultrajes. La ciudad está hoy tan enfangada en
vicios como en los tiempos de los Césares, si no más... Sin embargo, y
aunque tengas todos los vicios enumerados por San Pablo en la II Epístola
a Timoteo (capítulo tercero), con tal de que defiendas los derechos de la
Iglesia, serás considerado como el mejor de los cristianos». Es evidente,
que, en este estado de ánimo, tenía que bastar cualquier ocasión para que
saltara la chispa. Se ha hablado de provocación por parte de Roma. No hubo tal. La revuelta hubiera estallado, aun sin el
incidente de la predicación de indulgencias.
Son de todos conocidas las circunstancias de aquel
conflicto. Con el fin de cubrir los gastos de la construcción de la nueva
basílica de San Pedro, el Papa Julio II en 1507 y su sucesor León X,
siguiendo una costumbre ya tradicional, habían concedido una indulgencia
plenaria a los fieles de todo el mundo que, después de haber confesado y
comulgado dignamente, ofrecieran una limosna para la magna basílica
romana. La indulgencia se predicó de hecho en toda Europa sin que causara
mayor alteración. Hasta naciones como Inglaterra y Suiza, que más tarde
harian causa común con el protestantismo, parecieron admitir aquel modo de
predicar recibido comúnmente en la Iglesia Solamente Lutero se
levantó contra ella. El motivo no era únicamente el disgusto por lo que
hubiera de reprensible en la predicación, sino sobre todo por lo que la
doctrina de las indulgencias encerraba en sí. En su opinión —lo había dicho
claramente en un sermón de 1516— las indulgencias «daban al hombre una
seguridad falsa y lo hacían perezoso para buscar la gracia de Dios».
Además «el Papa era cruel al no concederlas gratuitamente a los pobres, cuando
lo podía hacer a cambio de una suma de dinero». El fondo doctrinal y el
estilo popularesco —y no carente de exageraciones o imprecisiones peligrosas—
con que el dominico Tetzel anunció en la ciudad y en los contornos la
indulgencia, acabaron por excitarle.
La víspera de Todos los Santos mandó clavar a las
puertas de la iglesia de la universidad de Wittemberg sus 95 tesis escritas en
latín sobre el valor y la eficacia de las indulgencias. Su finalidad era
—además de mostrar su audacia en oponerse a aquellas creencias de la Iglesia—
desafiar a Tetzel, o a cualquier teólogo, a una disputa pública sobre las
mismas. La lista presentada contenía de todo: doctrinas que eran totalmente
inocuas, y otras discutibles o peligrosas o decididamente falsas. Aseguraba que
el Papa no podía perdonar sino aquellas penas que él mismo había decretado
(tesis 5); que las indulgencias no podían aplicarse a las almas del
purgatorio (tesis 8-29); que con una buena contrición sobraban todas las
indulgencias (tesis 36, 37); que la Iglesia no estaba en posesión del thesaurus meritorum, fundamento de la
doctrina de las indulgencias (tesis 58); que había que exhortar a los
fieles a seguir a Cristo más que a poner una falsa esperanza en esa clase
de remisión (tesis 94-95). Naturalmente el Papa y la Santa Sede aparecían
mencionados en diversas partes y para no quedar nunca en buen
lugar. Lutero les preguntaba por qué, siendo más ricos que Creso, no
podían construir la basílica vaticana con sus propios medios sin acudir a
vaciar los bolsillos de los fieles (tesis 86). Las invectivas —anota
certeramente von Pastor— iban dirigidas, menos al dominico que al Papado.
«No fueron siquiera los abusos que entonces podían existir en materia de
indulgencias los que movieron a Lutero a salir a la palestra; las tesis
del 31 de octubre eran la primera ocasión externa que mostró al mundo el
contraste profundo de su alma con las doctrinas de la Iglesia». El mismo,
escribiendo a Tetzel ya gravemente enfermo, le decía: «quédese tranquilo,
pues aunque la cosa comenzó por usted, la criatura tenia ya otro padre»
La invitación a la disputa no obtuvo resultado. Sin
embargo, la noticia del reto corrió como pólvora por toda la región suscitando
viejos rencores anti-romanos. Aparecieron innumerables escritos a favor y en
contra de aquella posición. Tetzel publicó una contrarréplica no deteniéndose
en los detalles de la doctrina indulgenciaría, sino yendo al fondo de la
cuestión: la autoridad eclesiástica y las decisiones de la Santa Sede en
materias de fe y de doctrina. Lutero continuó oponiéndose a todos en
escritos y sermones llenos de hiel y de amargura. Se ve que estaba pasando
por una fuerte crisis espiritual entre el temor de ser declarado como
hereje —cosa que no podía agradarle, pues tampoco estaba aún dispuesto a
romper con la Iglesia— y el ánimo popular que iba recibiendo de muchos
de sus compatriotas, empezando por los sacerdotes y religiosos. Pero la
cosa no paró allí. Johann Maier de Eck, uno de los más conocidos
humanistas y teólogos alemanes, escribió otras 95 Annotationes para probar las indudables afinidades entre el nuevo reformador y el
hereje Huss. En Roma, el dominico Silvestre Prierías, maestro del Sacro
Palacio, lo denunció en un Diálogo contra las presuntuosas conclusiones
de Martín Lutero contra la potestad pontificia. Esto le podía perjudicar.
Por eso se decidió a escribir al mismo Papa una carta en la que uno
apenas sabe por dónde decidirse, pues contiene frases de aparente humildad
y sumisión («yo me prosterno a los pies de Vuestra Santidad ofreciéndome
con todo lo que soy; haced de mí lo que os plazca; dadme la vida o la
muerte»); protestas de que se le está calumniando injustamente como a
rebelde de la autoridad ponticia; y afirmaciones de una indecible sangre fría
en las que asegura que ha obrado según su conciencia y que se cree inocente
y tranquilo en todo cuanto ha escrito y ha obrado
Pero las cosas siguieron su curso. Una invitación de
la Santa Sede a las autoridades de la Orden agustiniana para que mandaran
retractarse al fraile rebelde, terminó con la escandalosa adhesión de muchos de
sus hermanos de religión a las nuevas teorías. Se le intimó el mandato de
presentarse en Roma, pero lo impidió su protector el príncipe Federico de
Sajonia. El interrogatorio hecho por el nuncio Cayetano durante la Dieta
imperial de Augusta (octubre de 1518) no dio ningún resultado positivo.
Lutero no sólo negó la doctrina del thesaurus Ecclesiae, sino que defendió ya abiertamente la causalidad de los sacramentos por la
sola fe. Ante el temor de ser arrestado, apeló del Papa mal informado
al mejor informado, demanda que más tarde cambió por la apelación al
Concilio General. El legado pontificio quisó arrestarlo, pero Federico se
opuso de nuevo con la excusa de que no había sido todavía condenado como
hereje. Otras tentativas propuestas por la Santa Sede (conversaciones de
Miltitz y promesas de observar el silencio si sus adversarios hacían lo mismo;
peticiones hechas a los príncipes para que procediesen más enérgicamente
en el asunto, etc.), fueron totalmente inútiles. El ambiente estaba
excitadísimo y aumentaba cada día el número de los simpatizantes de las nuevas
doctrinas. La disputa de Leipzig tenida en el castillo de Pleissenburg
entre Eck y uno de los más fieles seguidores del agustino, Carlostad, auxiliado
después por el mismo Lutero, fue útil o desastrosa según el ángulo desde
donde se le mire. Eck mostró en aquella ocasión sus grandes dotes de
teólogo y de dialéctico. Los asistentes quedaron convencidos de que
el agustino se había equivocado gravemente. El mismo Bóhmer, decidido a
defender el triunfo luterano de Leipzig, admite que «Eck hizo más
impresión que Lutero sobre el auditorio». Las
razones con que probó que el rebelde mantenía las mismas posiciones que
Wycleff y Huss, condenadas ya por la Iglesia, animaron sin duda a las
universidades de Lovaina, París y Colonia a mostrarse severas y a rechazar
categóricamente las nuevas doctrinas. «La importancia de la
disputa —escriben Bihlmeyer-Tuechle— consiste en el hecho de que se obligó
al reformador a declarar sin ambages sus doctrinas heréticas sobre la Iglesia y
el Papado. De este modo se reveló el abismo profundo que lo separaba de la
doctrina católica. No se trataba ya de opiniones o de doctrinas secundarias,
sino de un asalto radical contra los dogmas y la constitución de la
Iglesia». En cambio —y en esto puede consistir el
aspecto trágico de la famosa reunión— Lutero vio que mantenía posiciones
indefendibles y que su ruptura con Roma se convertía en necesidad. Y la
decisión fue irrevocable.
La Santa Sede, después de muchos titubeos, se decidió
a tomar una actitud más firme y radical. En la bula Exurge Domine (15 de junio de 1520) se condenaban 41 tesis de Lutero, con todos sus
escritos; se amenazaba con la excomunión a él y a sus seguidores si no se
sometían en el término de 60 días. El inculpado se sintió herido en lo más
vivo y se vengó con escritos llenos de veneno contra el Papado y la
Iglesia. El 10 de diciembre, acompañado de sus discípulos, quemó en
pública hoguera la bula pontificia y el libro del Corpus Iuris Canonici. Una nueva bula, Decet Romanum Pontificem (3 de enero de 1521) lo
excomulgaba solemnemente de la Iglesia. La fatal escisión quedaba consumada.
LA CRISIS DEL ALMA LUTERANA
Llegados a este punto, verdaderamente crucial en la vida
de Lutero, se impone una mirada retrospectiva a los años anteriores a su
rebelión pública de 1517. La crítica moderna rechaza la antigua tesis de
una apostasía luterana sin más base que la controversia de las
indulgencias. Aun admitiendo las exageraciones ocurridas en su concesión o
en el modo de predicarlas, las indulgencias no constituyeron sino la
ocasión para que se manifestara una deslealtad que internamente habia
ocurrido desde bastante atrás. Sus biógrafos están acordes en que —a partir
de 1512 o, a lo más 1515— el agustino profesaba ya, en el reducido círculo
de sus seguidores, doctrinas heterodoxas, no solamente en cuanto a la remisión
de las penas temporales por pecados ya perdonados, sino también sobre el
concepto tradicional de la Iglesia, de las fuentes de la teología y aun de la
misma obra de la Redención. Los años siguientes sólo sirvieron para madurar
aquellas teorías, confirmarlas con textos escriturísticos y extenderlas a otros
campos de la dogmática y de la moral. Lo que de 1517 en adelante ocurra en
su vida será asimismo la consecuencia lógica —más o menos acelerada por
las personas y por los acontecimientos— de las premisas asentadas con
anterioridad.
Los historiadores se han detenido, no sin cierto
temor, ante este umbral para preguntarse por las razones íntimas de aquella
deserción. ¿Fué sencillamente «la lógica consecuencia de unos conatos
fallidos por encontrar a Dios según las vías de la ascética y de la
teología católica», o se debió a causas de orden más íntimo —psicológico y
moral— que con frecuencia suelen abocar en defecciones de este género?
Digamos de antemano que cualquiera de las dos soluciones deja
intacta nuestra opinión sobre los orígenes del protestantismo. Puede haber
—y quizás haya habido— hombres de conducta moral intachable que, sin
embargo, han fallado en puntos de obediencia a la Santa Sede o de fe a las
doctrinas definidas y han sido condenados como herejes. Su buena conducta no puede
justificar su rebelión ni resarcir el daño que han hecho a la Cristiandad
rasgando la vestidura inconsútil que Ella había recibido en herencia de su
Fundador. «Ningún talento —escribe Lacordaire— ningún servicio puede compensar
el mal que hace a la Iglesia una separación. Preferiría ser arrojado al mar con
una piedra de molino al cuello antes de abrigar ninguna clase de
esperanzas, de ideas o aun de buenas obras fuera de la Iglesia».
En el caso luterano tenemos dos versiones opuestas
—además de una tercera intermedia— que tratan de explicar lo que realmente
sucedió en los años de crisis que corren de 1508 a 1517. La primera podría
llamarse la versión protestante tradicional y trae sus orígenes del mismo Lutero. Aunque éste no escribió ninguna obra
de tipo autobiográfico, pero explicó en diversas ocasiones los motivos
que lo indujeron al rompimiento con la Iglesia. Estos datos, aprovechados
por sus historiadores, nos han reconstruido el relato. Según éste, Lutero vivió
en el monasterio una vida regular observantísima, entregado por completo a las
obras de penitencia y de mortificación, a ayunos y rigores, todo con el fin
doble de buscarse la paz del alma y de asegurarse la eterna salvación. «He
sido fraile durante veinte años; me he martirizado de tal manera con
oraciones, desvelos y ayunos, sin hacer caso del invierno que, solamente
con su frío, hubiera bastado para causarme la muerte». «¿Por qué me entregaba en el claustro a austeridades,
afligía mi cuerpo con ayunos, con vigilias y con el frío? Porque anhelaba
obtener la certeza de que, por medio de aquellas obras, obtenía perdón de
mis pecados». Al no hallar en aquellas prácticas la ansiada paz, Lutero
recurrió a la Biblia, leyó y meditó a San Pablo para hallar por fin en sus
epístolas que solamente Cristo, por la aplicación de sus méritos a la
persona que pone en El su fe fiducial, es quien nos puede librar de las
angustias del espíritu. «En aquel momento —nos dirá él mismo— me
sentí renacer. Se me abrieron de par en par las puertas, vi que se me
revelaban las Escrituras y como que yo mismo entraba en el Paraíso».
La historiografía luterana —y más universalmente toda
la protestante— se ha nutrido durante siglos de este relato. Con pequeñas
variantes, la mayoría de sus biógrafos actuales, se contenta con repetirlo
a sus lectores. El mismo Bbhmer nos lo ha trasmitido en el capítulo, literariamente
bellísimo, que lleva por título: La aurora de la conciencia reformatoria. De otras obras más populares, por ejemplo del Here I Stand, de
Ronald Baiton, la narración ha pasado a la pantalla cinematográfica y de aquí a
la imaginación popular. Por otro lado, hay que conceder que tal secuencia
de hechos concuerda con las teorías caras a los protestantes sobre los orígenes
y el carácter de la Reforma considerada como «la vuelta al
cristianismo primitivo adulterado por las supersticiones y los abusos de
la Iglesia romana». «Este hermoso y dramático relato —dice Fébvre— se
acopla perfectamente con todo lo que (entre los protestantes) se dice
sobre los orígenes y las causas del protestantismo. ¿No había nacido de
los abusos tantas veces denunciados y nunca corregidos de la Iglesia?
Abusos materiales: simonías, tráfico de beneficios y de
indulgencias, vidas desarregladas en los eclesiásticos, disolución rápida
de las instituciones monásticas. A su lado, abusos morales en la misma
proporción, sobre todo por la decadencia y miseria de una teología (la
católica) que reducía la fe viva a un sistema de prácticas muertas».
Si para los protestantes el desenlace era normal, el
único posible en aquellas circunstancias, el caso cambia para los historiadores
católicos que siguiendo casi el mismo camino y asentando parecidas premisas, se
ven obligados a abandonarlos en el último momento, porque su conciencia —y
en parte las normas de la Santa Sede— les prohiben continuar en su compañía
hasta el fin. Los protestantes los han acusado, y tal vez con razón, de no
ser lógicos en su raciocinio. Si es verdad todo cuanto afirma Lutero sobre
las tristes condiciones de la Iglesia, sobre las actuaciones del Papado, sobre
su imposibilidad de hallar remedio en los sacramentos y en las prácticas
puestas en sus manos por la religión católica —el reformador «sentía
dentro del alma una profundidad religiosa que el catolicismo de su
tiempo no podía saciar»— resulta en extremo difícil condenar su actuación
posterior o su ruptura total con Roma.
La segunda versión —conocida durante mucho tiempo con
el nombre de la católica— se bifurca en dos
direcciones: una de tipo completamente popular y otra que tiene sus bases
científicas. Aquélla, abusada tanto en nuestros púlpitos y en nuestra
literatura barata, se contenta con darnos un retrato burdo del reformador y de
su obra. Lutero habría sido sencillamente un fraile de vida irregular que, al
no poder soportar el yugo de la disciplina monástica, colgó los hábitos,
dio rienda suelta a sus pasiones, se arrimó maritalmente a una monja
apóstata, animó a sus contemporáneos a que imitaran su ejemplo y, después
de hacer un escarmiento brutal en la guerra de los campesinos, se
entregó a la bebida y a la crápula, mientras con todas sus fuerzas trataba
de destruir la Iglesia y el Papado. Esto, como decimos, simplifica los
hechos, desenfoca los acontecimientos y, a fin de cuentas, no responde a
la verdad total. Se parece más a una caricatura que a un retrato.
Un hombre manchado sólo por tales vicios, no hubiera sido capaz de
realizar una de las más grandes revoluciones de la historia. La
investigación seria ha descubierto facetas de su vida espiritual, de sus
hondas preocupaciones religiosas y aun de su acumen teológico, que
contradicen la descripción anterior. El iniciador de la Reforma fue algo muy
distinto de lo que esos polemistas, por lo demás abandonados a su sino por
los historiadores serios de nuestros días, nos quisieron presentar.
Pero queda en pie otra estampa trazada por hombres
que, guiados indudablemente por un afán científico, se han dedicado de lleno al
estudio de los orígenes del luteranismo. En ella abundan igualmente las
sombras, las lacras morales y los errores intelectuales, para darnos un Lutero
con escasos derechos al pedestal de un auténtico reformador. A principios
del siglo (1904) se publicó en Alemania la obra explosiva de Denifle: Lutero y el Luteranismo. «En menos de seis
meses se había agotado la primera edición. Los luteranos temblaron de
rabia y de secreta angustia. Una parte de los católicos alemanes levantó
también las manos al cielo en señal de una vaga desaprobación. En las
revistas, en los periódicos y en las hojas volantes, no se hablaba más que
de Lutero. En las mismas asambleas gubernamentales, se oyeron interpelaciones y
protestas contra aquel libro atroz y sacrilego». Sus
golpes fueron tan duros que, aun al cabo de medio siglo, la obra
denifliana continúa levantando controversias. Amigos y enemigos tienen que
recurrir a él para tomar en cuenta —aunque sea para refutarle— las pruebas
aducidas en favor de sus asertos.
En el punto que nos ocupa, la tesis de Denifle puede
resumirse en los siguientes trazos. Indudablemente Lutero fue un hombre de
cualidades extraordinarias. Pero éstas venían contrarrestadas por defectos
y vicios también abultados. Por de pronto, los detalles trasmitidos por él
a sus discípulos y relacionados con su vida monástica, con sus austeridades y
penitencias, no corresponden a la verdad. El reformador había mentido a
sabiendas, como lo probaban las innumerables citas aducidas por el
dominico en confirmación de su tesis. Esto valía igualmente de las
acusaciones lanzadas por él contra la teología católica
y aplicables solamente a los autores nominalistas que moldearon su
formación y le sirvieron después de pauta. Lutero tampoco había sido un
religioso piadoso ni observante, sino al contrario, un hombre que dejaba
bastante que desear aun al tratarse de algunas de sus serias
obligaciones. Le faltaron las virtudes esenciales de la oración, de la
humildad y de la confianza en Dios. Fue probado con tentaciones de lujuria
y de desesperación. Si al principio les ofreció resistencia, al cabo de un
tiempo se dejó vencer por ellas. Y fue entonces cuando, cansado de la lucha,
atormentado por pasiones cada día más fuertes, recurrió a su teoría de la
naturaleza totalmente corrompida, de la inutilidad de las obras buenas y
de la justificación por la sola fe. La contienda terminó —en el
plano intelectual— declarando la guerra abierta a la vida monástica y al
Papado, y en el moral casándose con una monja.
La crítica de Denifle fue demoledora. Aquellas
páginas, empedradas de textos, revelaban a un Lutero muy distinto del que hasta
entonces figuraba en los manuales y en la literatura piadosa de las iglesias
separadas. El no ser ciudadano alemán —conociendo, sin embargo, la
idiosincracia de aquel pueblo— hacían a Denifle apto para una crítica
imparcial. Su teoría de la apostasía luterana encuadraba perfectamente en
innumerables casos anteriores de la historia de la Iglesia y hasta en el
concepto que de ella se ha formado la imaginación popular.
Teológicamente, tenía a mano las explicaciones de los autores ascéticos y
místicos y de toda la doctrina católica relativas a la necesidad absoluta de la
gracia y a los peligros a que se expone el alma cuando no la impetra debidamente
del Señor por medio de la oración y de la correspondencia a sus llamadas. Pero
hay que admitir que, en más de un detalle, el sabio dominico excedió los
límites de la objetividad. La selección de textos fue con frecuencia
arbitraria, su interpretación pecaba a veces de parcial. Por eso su
estrella —al menos como autoridad indiscutible en materias luteranas— fue
de efímera duración. La obra del jesuíta alemán, P. Grisar, mucho más ecuánime
y basada en las fuentes, suavizó la dureza de los rasgos espirituales del
reformador. Hoy los autores achacan a Denifle un buen número de defectos: no
todo lo que dijo Lutero sobre su vida católica puede ser catalogado como
mentiroso, sino que es con frecuencia meramente hiperbólico; no es lícito,
como lo hacía su biógrafo, restringir el concepto luterano de concupiscencia al vicio de la
carne; tampoco consta con certeza que, en sus años de religioso, llevara
la vida disoluta que él le quiere atribuir, etc. Añadamos que Denifle ha
hallado en su camino un tropiezo mucho mayor: el momento histórico en que
vivimos. El patriotismo de muchos autores alemanes cuando se trata de su
compatriota; las tendencias irónicas de cierta historiografía
moderna y aun los deseos de condonar las responsabilidades de aquella catástrofe
religiosa. Todo ello milita contra quienes levantan un poco la voz y se
atreven a llamar herejes, apóstatas o rebeldes a quienes
trajeron todos aquellos males a la Iglesia.
Al lado de estas dos tesis extremas: la del Lutero
adornado de virtudes y deseoso de buscar solamente a Dios, y la del Lutero
moralmente corrompido, hallamos una tercera explicación que quiere tomar en
cuenta los factores psicológicos y teológicos que intervinieron en aquella
crisis. La nueva teoría prescinde prácticamente del aspecto moral (en el
sentido de pecaminoso) que pudo haber en la vida del fraile agustino. Admite
que a partir de 1508, su vida de observancia dejaba bastante que desear,
pero no parece atribuir a ello una importancia mayor en relación con el
desenlace final. En cambio, parte del hecho de un Lutero que, tanto por
educación de familia como por su propio carácter, vivía en un continuo
terror de los castigos de Dios. El mismo Cristo se le figuraba solamente
en forma de severo juez. «En el monasterio —escribirá más tarde— teníamos
lo necesario para comer y beber; pero allí padecíamos verdaderos dolores y
martirios de conciencia y no hay nada que pueda compararse con éstos. Yo
temblaba con frecuencia ante el nombre de Jesús y aun al mirarlo en la
Cruz, sentía como si me fulminara con un rayo. Hubiera preferido
pronunciar el nombre del demonio antes que el suyo. Por eso estaba
convencido de la necesidad de practicar obras buenas para que Cristo se me
volviera amigo y propicio. En el monasterio yo no pensaba en mujeres, ni
en dinero ni en bienes temporales, sino que mi corazón temblaba y se agitaba
en deseos de hacerme propicio a Dios». Hay
ocasiones en las que Lutero se refiere a tormentos parecidos a los del
purgatorio y del infierno, frases que algunos autores han llegado a
comparar con las noches oscuras de nuestros grandes místicos.
Puesto en estas angustias, Lutero acudió a los medios
sugeridos por la Iglesia para casos parecidos. Recibió el sacramento de la
penitencia; consultó a su director espiritual; y hasta se entregó a penitencias
corporales. Pero todo fue en vano. Los remedios eran ineficaces. La concupiscencia
estaba allí; las tentaciones no se alejaban y su alma vivía atormentada.
«Cuanto más corría y deseaba llegarme a Cristo, tanto más se apartaba El
de mí. Después de las confesiones y de las Misas, yo continuaba
perturbado. La razón es que la conciencia no puede quedar
tranquilizada por las buenas obras».
Se preguntan los autores de esta teoría por qué unos sacramentos —-nos
referimos a la Confesión y a la Eucaristía— instituidos por Cristo para el
perdón de los pecados y aumento de la gracia santificante, sacramentos que
además han llevado la paz y el consuelo a innumerables almas,
resultaban tan ineficaces en el caso de Lutero. Y responden que la causa
residía en su mentalidad teológica deformada y en su identificación del pecado con la concupiscencia. Al ver que esta última no quedaba extirpada
por el empleo de aquellos remedios, concluía a la no remisión de los
pecados y, en consecuencia, a la inutilidad de todas aquellas prácticas
piadosas, incluida la misma recepción de sacramentos
Abandonadas asi las prácticas cristianas, Lutcro se
dto a la búsqueda de otra solución. Por lo que parece, no tardó en hallarla. Y
los autores místicos —y sobre todo la Theologia
Germánica— le habían persuadido de la necesidad de entregarse totalmente
en los brazos amorosos del Señor quien nos cubre bajo sus alas (a nosotros y a
nuestros pecados). Los consejos de Stauptiz, Vicario General de la Orden y
gran confidente suyo, lo habían enderezado en las horas de angustia por el
mismo camino. Sus propios estudios paulinos —sobre todo los de la Carta a
los Romanos— lo confirmaban en aquella opinión. La revelación de la torre había sellado aquella cadena de testimonios internos y externos. Y como
tales puntos de vista personales valían en su opinión más que la doctrina
oficial de la Iglesia y la enseñanza tradicional de quince siglos, Lutcro
decidió saltar por encima de todo y asentar las bases de su nueva visión
de la vida cristiana. Ésta comprendía los siguientes principios, resultado
de sus años de lucha y de experiencia personal: 1) la concupiscencia es
invencible y se identifica con el pecado original; 2) éste no queda borrado
por el bautismo, como ni los pecados actuales lo son por el sacramento de la
confesión; 3) la naturaleza humana ha quedado totalmente corrompida; no gozamos
de libertad de acción, y en consecuencia nuestra vida se reduce a un
continuo pecar; 4) sin embargo, basta que con fe fiducial creamos en
Cristo y en la eficacia de su sangre para que nuestros pecados queden
cubiertos por El y para que nosotros —aun permaneciendo internamente
leprosos y con el alma cubierta de hediondas llagas— aparezcamos justificados en la presencia de Dios. «Los santos —dirá Lutero— son
intrínsecamente tan pecadores como todos... aunque externamente (ex sola
Dei reputatione) aparezcan como justos».
La vivencia de esta paradoja, nos dice él, le llevó
una gran paz al alma. Ya no le afectaba ni la posibilidad de pecar. Había agarrado a Cristo con la fe fiducial; había
creído que El le perdonaba los pecados; y eso le bastaba. «Fíjate
—escribirá en el libro De Captivitate Babylonica—, lo rico que es
el cristiano. Aunque quiera, no puede ya condenarse, con tal de que no
rechace la fe. Hay un solo pecado que nos puede llevar a la condenación:
la incredulidad, es decir, el no creer que Cristo nos perdona». Al parecer —y por mucho que a uno le cueste persuadirse
de ello— Lutero se persuadió de la validez del raciocinio y encontró en él
la consolación que buscaba ansiosamente desde hacía tanto tiempo.
De este modo, casi por un mero error teológico y por unas taras
melancólicas heredades de sus antepasados, se habría verificado su gran
ruptura con la Iglesia católica.
DESPUES DE LA APOSTASIA
Consumada así la apostasta pública y arrojado de la
Iglesia, Lutero siguió el camino normal de los herejes que le habían precedido.
Doctrinalmente la condenación romana le empujó a deducir las últimas
consecuencias de las premisas asentadas antes de 1517. Ayudado por Melanchton,
las doctrinas quedarían encuadradas en un sistema teológico más o menos
coherente. Pero las innovaciones más importantes afectaron al terreno práctico.
Las provocaciones del ex-agustino hallaron eco favorable en innumerables
monasterios y conventos, trayendo como resultado la deserción de numerosos
religiosos y religiosas. Llegaron también en auxilio suyo los príncipes y
señores temporales, no siempre por puro amor al luteranismo, sino porque
el nuevo evangelio les abría el
camino a continuas expoliaciones de los bienes eclesiásticos.
La elección de Carlos V para emperador de Alemania (28
de junio de 1519) parecía presagiar días de triunfos a la Iglesia católica. El
joven monarca daba en todo momento muestras de honda religiosidad y de
amor a la Santa Sede. Al ser coronado en Aquisgrán (octubre de 1520) había
prometido tutelar los derechos del Papado y desbaratar el cisma que
acababa de aparecer. El legado pontificio Alcandro le había pedido que,
según los derechos vigentes, se procediese inmediatamente contra Lutero. Pero
se opusieron los príncipes, quienes exigieron al monarca escuchase primero
al acusado. Carlos V accedió a hacerlo en la Dieta de Worms (1521) a donde
sería llamado, no para discutir sino para retractarse de sus errores. Entonces
empezó a verse —por la actitud arrogante del reformador y por los
agasajos triunfales de que era objeto en el camino— que el hereje contaba
con el apoyo de los príncipes. Se lo diría más tarde Tomás Muntzer,
primero amigo y luego adversario acérrimo suyo: «si en Worms pudiste
enfrentarte con el imperio, fue porque tenías contigo a la nobleza —-a la
que habías pasado la mano— convencido como estaba de que con tus
predicaciones ibas a repetir el caso de Bohemia dándoles los bienes de los
monasterios y de las iglesias. Si hubieras cedido, te hubieran descuartizado».
Las sesiones de la Dieta confirmarían aquella impresión. Lutero empezó con
evasivas, pero al ver que los legados pontificios le urgían para que
definiera su actitud, lo hizo con frases que eran todo menos señal de
arrepentimiento: «A no ser que se me convenza por la Escritura o por otras
razones evidentes, yo no creo ni al Papa ni a los Concilios, todos los
cuales se han equivocado con frecuencia. Me siento ligado a los textos que
acabo de aducir y mi conciencia queda cautiva de la palabra divina. No
puedo ni quiero retractarme, pues no es conveniente ir contra la propia conciencia.
Que Dios me ayude. Amén».
Por eso era previsible que la petición del legado
surtiese escaso efecto. Carlos V —que había dicho durante las reuniones: «este
hombre no hará de mí un hereje»— dió un edicto de expulsión para él y sus
seguidores. A Lutero se le llamaba «hereje diez veces más pernicioso que
el mismo Huss», «enseñador de doctrinas perversas» y verdadero «demonio en
persona». Sus escritos debían ser entregados a las llamas. La orden era
clara, pero, una vez más, su ejecución quedaba confiada a los
príncipes, muchos de los cuales eran los menos dispuestos para el cometido.
El reformador, camino ya del destierro, fue víctima de una fingida
agresión y quedó raptado por el
Elector de Sajonia quien lo ocultó durante largo tiempo en su propio castillo
de Wartburg. Los dieciocho meses transcurridos en aquella soledad —la
«isla de Patmos» del luteranismo— estuvieron ocupadísimos. Lutero
experimentó grandes remordimientos contra el paso que había dado al
desertar de la Iglesia y arrastrar por el mismo camino a innumerables
almas. Volvieron también a asaltarle las antiguas tentaciones contra la
castidad, sin que se le ocurriera emplear contra ellas los remedios
prescristos por la ascética cristiana para tales ocasiones: «Sufro los ardores
de mi carne indómita; y yo que debiera arder en el fuego del espíritu, me
consumo en mi carne, en la lujuria, en la somnolencia y en la inacción. No sé
si Dios se ha apartado ya de mí. Por desgracia, rezo poco... Llevo ya ocho
días sin escribir, sin orar ni estudiar, molestado por estas tentaciones
de la carne».
El remedio que encontró fue el de entregarse
totalmente a las actividades externas. Algunas de las obras salidas entonces de
su pluma han pasado a la posteridad. El católico recuerda con cariño que fue
durante aquellos meses solitarios cuando Lutero escribió su bello
comentario mariano del Magníficat.
A la misma época pertenece también la traducción que, sirviéndose de la
Vulgata y de la versión erasmiana, hizo de las Sagradas Escrituras al
alemán. «La Biblia de Lutero —nos dicen Bihlmeyer-Tuechle— fue una obra de
gran valor lingüístico, alcanzó difusión extraordinaria y se convirtió en
vínculo unitivo para sus seguidores. En ella, sin embargo, mostraba el
reformador que para él ni siquiera la Sagrada Escritura constituye una
autoridad intangible, al menos en aquellos puntos en que no logra armonizarla
con sus propias concepciones. Así, por ejemplo, en la introducción al
Nuevo Testamento, eliminó de un plumazo la Epístola de Santiago,
definiéndola como carta de paja y opuesta al espíritu evangélico,
precisamente por la doctrina de las buenas obras que en ella se contenía».
Pero la mayor parte de las energías se le fueron en tratados y diatribas
anticatólicas. Aquel hombre parecía sentir una especie de necesidad de renegar
de aquellos aspectos de la vida católica y religiosa en los que se mostraba
más triste su defección. Ocupaban el primer lugar sus escritos cantra el
Papado; luego los votos monásticos (Juicio de Martin Lutero sobre
los votos religiosos) y por fin la Santa Misa (De abrogando Missa
privata). Esta última se convirtió para él en terrible pesadilla y le
inspiró algunas de las expresiones más nauseabundas salidas de su pluma.
LA REVUELTA DE LOS CAMPESINOS
Los años siguientes no lograron traerle la paz.
Mientras su discípulo Melanchton se dedicaba a compilar y ordenar las doctrinas
del maestro, éste veía ensombrecerse el horizonte con nubes de tormenta. La
revolución por él predicada empezaba a dar sus amargos frutos. Los amigos más
íntimos no cesaban de informarle sobre la horrible situación moral prevalente
en los sectores que abrazaban su programa. La relajación total de los conventos
y monasterios que empezaban a vaciarse —con la agravante de que la
presencia de aquellos exclaustrados eran otros tantos revolucionarios en
potencia— empezó a inquietarle. La cosa empezó cuando un grupo de
fanáticos seguidores encabezados por Muntzer y Carlstadt, ambos luteranos, se
pusieron a tomar justicia por su mano, destruyendo imágenes,
suspendiendo la Misa y otras prácticas religiosas. Los nuevos iconoclastas
habían aprendido la lección del maestro y predicaban también su evangelio peculiar, que
decían recibido de lo Alto en un momento de inspiración. Negaban el bautismo de
los infantes (por eso se llamaron anabaptistas), se rebelaban
contra las autoridades constituidas, pedían la abolición de las
instituciones eclesiásticas y anunciaban el próximo fin del mundo.
Aquellas rebeliones molestaron profundamente a Lutero, no solamente por
las aberraciones dogmáticas que predicaban, sino porque al hacerlo se
fundaban en el derecho de la revolución que creían —y no sin
motivo— corolario auténtico de la Reforma. Llamado urgentemente por
Melanchton (y no obstante la prohibición imperial) Lutero se dirigió a las
ciudades en que los revoltosos ejercitaban su actividad, se presentó ante
los amotinados y logró por el momento restablecer la calma, si bien tuvo
que acceder a la supresión de la Misa privada, de los ayunos y del
celibato eclesiástico. La intervención aumentó en el pueblo su prestigio.
Los jefes del alboroto fueron expulsados —por intervención del príncipe—
más allá de las fronteras del territorio. Publicó también un tratado: Contra
los profetas celestiales (1524) en el que se hacía una distinción neta
entre las bases de la reforma luterana y las pretensiones visionarias de
aquellos ilusos. Una de sus víctimas, Carlstadt, desterrado por el
Elector, llevaba colgando un gran cartel que decía: «Andrés Carlstadt,
expulsado por el doctor Martín Lutero sin ser escuchado ni convencido de
error».
En 1525 estalló la guerra de los
campesinos, verdadera explosión de anarquismo contra
terratenientes y señores feudales, dirigida por Muntzer y otros
cabecillas luteranos. Estos creían también hallar en la Biblia la
justificación de sus planes incendiarios. Entre los doce artículos en que
resumían el programa (que decían inspirarse claramente en las teorías
luteranas) figuraban los siguientes: la condenación de la esclavitud; la
supresión de las clases sociales, así como de los privilegios de los
ricos; el derecho de nombrar ministros que predicaran el puro evangelio; eliminación
de iglesias, estatuas e imágenes así como la transformación de monasterios en
hospitales, etc. La puesta en práctica de dichos puntos se llevó a cabo de
manera radical. Los campesinos —aun sin comprender los objetivos últimos
de las arengas— acudieron en tropel ilusionados con que aquello
significaba el fin de sus miserias. Los insurrectos recorrieron el país
devastando, incendiando y entregando al pillaje cuanto encontraban a su paso.
Asesinaron a sacerdotes y religiosos, cometieron violencias en iglesias y
en conventos, incendiaron bibliotecas y destruyeron innumerables obras de arte.
Muntzer, en estado de intoxicación mental, firmaba sus órdenes con el título: la
espada de Dios y de Gedeón. Desde la Alsacia a Sajonia, el
movimiento se extendió a casi toda la Alemania meridional, llegando hasta
las regiones austríacas del Tirol así como al lago Constanza y el Rhin
superior. Pero sus triunfos no fueron duraderos. Los príncipes cayeron en la
cuenta del peligro, se unieron entre sí y pronto lograron derrotar a
aquellas turbas mal organizadas y peor armadas. Las venganzas que se siguieron
no tienen nombre y los pobres campesinos sintieron en sus propias carnes los
efectos de aquel loco levantamiento. Se habló de la liquidación de cien mil de
ellos. Los jefes, empezando por Muntzer, pagaron con la vida su audacia.
Del influjo luterano en la gestación, no parece caber duda. La libertad
evangelica estaba a la base de toda la revuelta. Lutero había
predicado más de una vez la necesidad de destruir las iglesias,
los conventos y los obispados del anti-Cristo. Los caudillos de la
rebelión eran todos luteranos. «Si históricamente —concluye Grisar— no se
puede echar sobre el reformador todo el peso de la responsabilidad de aquel
monstruoso movimiento, tampoco se puede dudar de que sus teorías y las de
sus predicadores tuvieron en él parte principal».
La actitud de Lutero, a lo largo de la revuelta
armada, tiene para el historiador especial interés por la luz que arroja sobre
toda su personalidad. Por una parte, es verdad que el reformador odiaba
aquellos levantamientos por las fatales consecuencias que le podían acarrear. A
veces manifestó la opinión de que «el demonio, que no había podido
vencerle sirviéndose del Papa, buscaba ahora arruinarlo y engullirlo por
medio de aquellos profetas sanguinarios y de aquellos espíritus turbulentos y
criminales». Convencido también de que la revuelta traía sus orígenes de
los principios doctrinales de la Reforma, trató durante algún tiempo de favorecer la
causa de los campesinos. En su Exhortación a la Paz, escrito en respuesta a algunos de ellos, Lutero los defendía contra las
vejaciones y los impuestos de las autoridades y de los príncipes,
advirtiendo a éstos que la espada estaba ya desenvainada para castigar su
arrogancia: el siervo cristiano posee la libertad cristiana. Pero la defensa de los oprimidos acabó pronto.
Los acontecimientos fueron demostrándole que, de triunfar los campesinos,
los príncipes ahogarían en sangre a los sublevados y él —Lutero— podía
perder su protección y amistad. Esto no lo podía consentir. Entre las dos
facciones, prefería la de los señores territoriales. «Más vale la
muerte de los campesinos que la de los príncipes», escribió por entonces a
Amsdorf. Tomó, pues, la pluma y con aquel estilo violento que le
caracterizaba, escribió primero un panfleto: Contra las bandas
homicidas y ladronas de los campesinos, y luego otro: Sobre el
severo trato contra los campesinos. En ambos agotó sus epítetos
injuriosos contra aquellos indefensos siervos de la gleba, llamándolos perros
rabiosos, ladrones y asesinos, populacho que sólo obedece al látigo, etc.,
y exhortando a todos sus seguidores a «descuartizarlos, estrangularlos y a
pasarlos a cuchillo en privado y en público». «Que todos y cada uno, como
puedan y donde puedan, los ataquen, traspasen, estrangulen y corten la
cabeza como a perros enrabiados». Y para lograrlo
mejor, pidió auxilio a los príncipes con frases que hoy día no se pueden
leer sin espanto, y que con frecuencia los autores protestantes prefieren
omitir: «Soltadnos las cadenas, oh señores, y venid a salvarnos. Exterminadlos,
colgadlos a todos ellos. Vivimos en tiempos tan extraordinarios que los
príncipes que ahogan en sangre a los campesinos pueden ganar más cielo que
quienes se pasan los días rezando»
Como decimos, la revuelta quedó suprimida de la forma
más brutal. Y como el demonio le acusara de
aquellos asesinatos, el reformador le respondió reafirmándose en el hecho,
pero buscándole una explicación que probablemente había escapado
la atención del maligno: «Yo, Martín Lutero, he sido quien en la
insurrección de los campesinos, he matado puesto que yo di órdenes de que
se les matara; por lo tanto, que toda su sangre caiga sobre mí; yo a mi
vez la arrojaré sobre Dios, Nuestro Señor, que me ha mandado hablar como lo he
hecho». No es fácil barruntar los motivos de aquella inspiración. Queda, sin embargo, en todo esto un punto claro. El levantamiento armado
había enseñado a Lutero una gran lección: los verdaderos cristianos son incapaces de gobernarse a sí mismos; todos tienden al individualismo y
a la rebelión. Esto lo puede lograr únicamente el señor temporal. En
otras palabras, la única manera de salvar su revolución religiosa, estaba en
la sujeción de la misma a los príncipes. Optaría decididamente por aquella
solución. En adelante, el luteranismo «en lugar de ser la pura iglesia del
pueblo, se convertiría en iglesia subordinada a los príncipes y señores
temporales, encargados de velar por el orden y de intervenir aun en los
negocios más espirituales». Era, no se puede negar, una buena manera de
deshacerse de la tiranía de Roma.
EL CASAMIENTO Y LOS CONFLICTOS DOCTRINALES
En su vida privada, Lutero trató de aplicar
personalmente los principios básicos de la revolución. En 1524 arrojó de si el
hábito religioso. Por entonces había trabajado también en compañía de unos
amigos en sacar del monasterio a una comunidad de monjas cistercienses,
cometiendo además la imprudencia de hospedarlas en su castillo. Un estudiante
informaba irónicamente: «Aquí ha llegado a la ciudad un vagón lleno de
vestales, todas descosas de casarse más que de otra cosa. Que el cielo les
busque pronto maridos, porque de lo contrario puede ocurrir cualquier cosa». La
gente habló mal de aquella cohabitación del ex fraile con las mujeres.
Hasta que un buen día el pueblo se enteró de que el reformador se
había casado secretamente con una de ellas, Catalina Bora, de veintiséis
años y de familia noble. Aun en aquellos turbulentos tiempos, la cosa se
prestaba a la crítica. El reformador había asegurado que nunca tomaría
esposa. Tres años antes había afirmado que los votos monásticos eran
obligatorios y que su ruptura podía traer el caos a la Iglesia. Un amigo
suyo, Jerónimo Schurf, había dicho: «si este fraile se nos casa, todo el
mundo y el diablo mismo se van a reir y Lutcro va a arruinar cuanto ha
hecho hasta ahora». A los principios, sus mejores discípulos se llenaron de
horror. Lutero hubo de salir al paso de aquellos comentarios —con frecuencia
picantes— y defender su buen nombre ante los demás. Las explicaciones fueron variadas: «Dios lo ha querido
así; y cuando mis pensamientos estaban en otras cosas, el Señor me ha arrojado
en el estado conyugal»; con el matrimonio, «he tapado la boca a los que
nos calumniaban a Catalina y a mí», etc. Más tarde diría que la boda había
tenido como único objeto «burlarse del diablo y de todas sus escamas» y
«reirse de los príncipes y de los obispos, porque prohibían el matrimonio a sus
sacerdotes». Llegó también a asegurar que no lo había hecho en absoluto
por pasión ni por amor. Todo esto —sobre todo lo último— no deja de ser
irónico en el hombre apasionado y habituado a flirteos poco dignos aun en los
meses que precedieron a su unión. Tal vez uno de sus
mejores conocedores —Felipe Melanchton —nos revele parte de la verdad al
decirnos, en carta escrita a uno de sus íntimos, estas palabras:
«Estarás quizás asustado al enterarte de que, mientras
todas las personas capaces y gentes de bien viven en medio de la tribulación,
Lutero no tenga compasión de nosotros, esté —al menos aparentemente— lleno
de comodidades y deshonre su vocación (de reformador) cuando Alemania está
tan necesitada de su prudencia y de su fuerza. Pero te voy a dar mi
explicación: nuestro hombre es muy fácilmente abordable y las monjas,
después de tenderle muchos lazos, lo han cogido en ellos. Tal vez el
frecuente trato con ellas lo ha ablandado o quizás hasta inflamado, aunque él
es noble y de buenos sentimiento. Así ha caído en este nuevo e inoportunísimo
género de vida. Con todo, las habladurías que han corrido sobre sus relaciones
ilícitas, no reposan en la verdad. Ahora no tomemos a mal este hecho consumado,
pues yo estoy cierto de que hay una ley de vida que nos obliga al matrimonio.
En fin, esperemos que el matrimonio lo hará un poco más serio y le
hará renunciar a las bufonerías en que con frecuencia le hemos
sorprendido».
La carta, además de damos estos detalles sobre las
intenciones matrimoniales del reformador, nos revela el sentimiento de
vergüenza que dejó aquella decisión aun entre sus mismos seguidores.
Melanchton terminaba su misiva recordando a su amigo que «Dios ha mostrado su
voluntad a través de los numerosos pecados de sus santos» y que, en
materias religiosas, debemos tomar por norma «no a un hombre según las
apariencias», sino solamente «la palabra por él enseñada». «Pobre de
aquél que rechaza la doctrina a causa de los pecados del maestro que la
enseña». Consideración muy oportuna si es que la doctrina luterana no
claudicara por sí misma en más de un punto primordial. La verdad es que
quienes conocían también ésta, no acababan todavía de reponerse de la mala
impresión. «Las comedias —decía satíricamente Erasmo— terminan de ordinario en
matrimonio: lo mismo que ha ocurrido con la tragedia luterana. El fraile
se nos ha casado con una monja... Lutero comienza a ser más dulce...
Verdad que no hay ser humano que no lo amanse una mujer». Lutero admitió que con aquel acto «se había rebajado
y envilecido». Y mucho, a los ojos de Dios y de los hombres.
Pero la revolución luterana no se detuvo. Las
libertades concedidas en materia de dogma, pero sobre todo de moral, tuvieron
buena acogida en las masas, aunque a muchas de éstas se les hiciera
difícil desprenderse de ciertas fiestas y costumbres litúrgicas heredadas
desde tiempo inmemorial. Pero eran sobre todo los príncipes los más
favorecidos por el movimiento y los empeñados en hacerlo triunfar.
Vimos en páginas anteriores los cambios introducidos en sus dominios por
las Dietas de Worms (1520) y las de Spira de 1525 y 1529. La erección de iglesias territoriales fue el gran paso
obtenido en favor de las nuevas doctrinas y el hecho cuasi-jurídico que
las trasmutó de un mero movimiento religioso, más o menos profundo, en
una institución con sus límites, sus leyes y sus prohibiciones. Los
príncipes, al adquirir el ius legislandi y el ius reformandi, fueron cobrando la dignidad de verdaderos pontífices del luteranismo.
Según se presentaban las ocasiones, se encargaban de nombrar a los
dirigentes de las nuevas comunidades y aun de castigar con duros castigos
todo pecado de desviación o de rebeldía. La imposición de la Misa alemana, la supresión de varios sacramentos, la adopción de un nuevo ritual y aun
la más rígida censura contra todo cuanto se opusiera al luteranismo,
constituyeron otros tantos actos de ejercicio de aquel poder. La Confesión
de Ausburgo (1530) redactada en latín y en alemán por Melanchton, formuló por
primera vez los principios doctrinales por los que se regirían las nuevas
iglesias. En su primera parte (artículos 1-21) se exponía la doctrina
luterana en términos lo menos distintos posibles de la fe tradicional; pasando
por alto doctrinas tan tradicionales como el primado, el sacerdocio, las
indulgencias, el purgatorio y el culto de los santos Hasta se afirmaba que
«toda la disensión entre católicos y luteranos, se reducía a la cuestión de
unos pocos abusos; tota dissensio est de paucis quibusdam abusibus».
En la segunda parte (artículos 22-28) se hacía la lista de algunos de
tales abusos: la comunión bajo una sola especie, el celibato eclesiástico,
las Misas privadas, la obligación de la confesión, el precepto del ayuno,
los votos monásticos y la jurisdicción episcopal. Naturalmente, además de los
grandes dogmas, enunciados claramente o arteramente disimulados, de la
Reforma. Los católicos escribieron una refutación, que resultó del
todo inaceptable a los protestantes. Lutero, imposibilitado de abandonar su
retiro, trabajó para que los suyos abandonasen la reunión. Llamaba a aquellos
conatos de pacificación, intentos imposibles: «queréis unir a Lutero y al
Papa; pero ninguno de los dos consentirá en ello; equivaldría a
reconciliar a Cristo con Belial»
El emperador deseaba hacer algo para aplastar aquella
revolución que iba tomando un carácter cada vez más incontenible. Pero le
faltaban elementos. Su Edicto imperial del 15 de noviembre de 1530 halló un eco demasiado débil en los mismos
príncipes católicos y Lutero tuvo la osadía de refutarlo con una Advertencia
a mis queridos alemanes en la que, hablando en nombre del Espíritu
Santo, afirmaba que no existía fuerza humana capaz de resistir al
ímpetu de sus seguidores. Fue también cambiando poco a poco sus antiguas
teorías sobre la pura predicación evangélica por el de una
posibilidad de resistir, aun con la fuerza de las armas, las emboscadas de
todos aquéllos que se opusieran a la Palabra de Dios. El volta face se debía sobre todo a la actitud retadora de los príncipes
luteranos o luteranizantes que se creían suficientemente fuertes para oponerse
al mismo emperador. El reto se concretó en la Liga de Esmalcalda (1531),
integrada por un elevado número de príncipes, que se comprometía a dar
batalla en el momento en que cualquiera de sus territorios se sintiera
amenazado «por causa del evangelio». «Los protestantes —comenta Grisar—
tenían ahora un centro político, una fuerza sobre la que
apoyarse... Ya no eran ni Lutero ni sus teólogos quienes representaban la causa
de la Reforma, sino las autoridades civiles que sabrían aprovecharse de
ella para su medro personal». Carlos V no hubiera tolerado en otras
circunstancias aquellos retos. Pero sus enemigos exteriores le acosaban
por todos lados y no tuvo más remedio que contemporizar. La amenaza de los
turcos poma en peligro a Viena. En julio de 1532 el compromiso de
Nüremberg determinó dejar las cosas in statu
quo (es decir, dejar a los príncipes en posesión completa de sus territorios) hasta
que se convocara un nuevo Concilio. Los luteranos pudieron respirar.
Las debilidades del enviado pontificio Vergerio —auténtico ejemplar de
ciertos ultra-irenistas de nuestro tiempo— terminaron en absoluto fracaso. Los
nueve años de ausencia del emperador sirvieron para que el luteranismo
echara sus hondas raíces en Alemania.
Mientras tanto, Lutero pudo también dedicarse —casi
sin ser molestado— a consolidar sus ganancias. Su actividad fue incansable y
estaba en gran parte motivada por las continuas controversias que surgían
alrededor de diversos puntos doctrinales. Erasmo le había vuelto las espaldas y
lo había atacado con dureza. Las diferencias de opinión eran anteriores,
pero se habían manifestado más agudamente en algunas de las obras escritas
entonces por el humanista de Rotterdam. Su Diálogo del Libre
Albedrío (1524) iba dirigido a atacar de raíz el
dogma luterano de la corrupción total. Las discordias tomaron cariz
todavía más personal en la correspondencia epistolar que se cruzó entre ambos.
Lutero le respondió en 1525 con su tratado De servo arbitrio que se
ha calificado como «el más perfecto salido de su pluma», y que, en todo
caso, se lo debemos de agradecer porque es el que mejor nos refleja «el
insondable abismo de la miseria humana», al menos tal como la veía el
reformador. Personalmente no se sentía mejor que en sus años de monasterio. «Olim
in monasterio, escribía, longe eram sanctior quam nunc sum». El
tratado abundaba también en diatribas personales. Erasmo tomó la réplica,
la estudió bajo todos los puntos de vista y descubrió los lados débiles de
su contenido; los errores de citación; las alteraciones voluntarias del
texto sagrado, etc. Para pagarle en la misma moneda, el humanista puso de
relieve el ilimitado orgullo de su adversario. Las críticas erasmianas de
la réplica Hyperaspistes sirvieron para que la mayoría de los
humanistas —a excepción de los que estaban ya implicados en la
revolución religiosa— se apartasen del partido de Lutero. Este pidió una y
otra vez que «se desenmascarase la ignorancia y la maldad de Erasmo», pero
no logró demasiado. La oposición era asimismo
fuerte, —lo veremos en su lugar— con los reformados suizos y franceses.
Zwinglio lo atacó en materia sacramentaría, en cuestiones de fe y en su
punto céntrico de la presencia eucarística. Calvino, con su doctrina de la predestinación
eterna, fue otro de los adversarios con quienes nunca pudo llegar a un
entendimiento. Desde la lejana Inglaterra, era nada menos que el rey Enrique
VIII quien se oponía sistemáticamente a sus doctrinas y vituperaba el acto
de su separación de la Santa Sede. Las respuestas a todos ellos robaron
mucho tiempo al reformador, quien, además de satisfacerlos doctrinalmente, casi nunca dejaba de obsequiarlos con ramilletes de
injurias y de amenidades. Sobre todo las dirigidas al rey inglés, son
intraducibies. De 1529 son dos de los más hermosos tratados de Lutero, su Catecismo
Mayor y Menor. De este último escribe G. Rupp que es tal vez «la mejor
obra de Lutero, bella en su sencillez y única entre los documentos del
protestantismo, un instrumento de oración inteligible hasta para un niño;
el libro del que el reformador hizo su manual de oración hasta el fin de
la vida».
LOS ULTIMOS DIEZ AÑOS
No fueron tan felices como se los había prometido el
reformador. De la marcha de la revolución religiosa por él suscitada, no pudo
ocuparse demasiado por la sencilla razón de que su implantación estaba en manos
de los príncipes que la habían tomado como cosa propia. «Lutero —escribe
Algermissen— no pudo ya controlar su movimiento y se convirtió más en un
hombre que es arrastrado, que en un impulsor. Con frecuencia se vió
también obligado a hacer concesiones que le fueron amargas y que sólo
sirvieron para que vacilara su autoridad. El reformador fue viendo
asimismo cómo maduraban los amargos frutos de su doctrina. Fueron muchos los
sacerdotes y religiosos de espíritu mundano, libidinosos y mujeriegos,
que se les unieron para echar por la borda, junto con el celibato, toda su
vida sacerdotal».
Al fundador le dejaron a cargo las cuestiones
doctrinales. Pero ni aun aquí pudo obtener demasiado. A los principios había
insistido en la necesidad de que se ventilaran los puntos discutidos en un
Concilio General. Ahora Roma estaba haciendo lo posible para que se
celebrara uno. El Papa Paulo III había llevado a cabo los primeros
intentos con el objeto de que la magna asamblea se abriera en Mantua y en
Vicenza en 1536. Pero lo impidieron los manejos del rey francés, quien, como dice
muy bien E. Léonard, se mostró con frecuencia «luterano en política extranjera». Los luteranos —después de la publicación de los Artículos de Esmalcalda— poseían ya el
sumario doctrinal de sus creencias y, por cierto, formuladas de manera
contrastante y áspera, de modo que no quedara ninguna duda sobre sus puntos de
disensión con la Iglesia católica. Esta, sin embargo, quiso probar una vez
la dosis de buena fe que podía haber en los reformados. Así se hizo
en los famosos coloquios de Worms (1540) y de Ratisbona (1541). El
último se celebró en presencia del emperador y ante dos legados pontificios,
los cardenales Morone y Contarini. Ambas partes llevaron a sus mejores
teólogos: los católicos a Eck y a Pflug, y los protestantes a Bucer y a
Melanchton. Hubo a los comienzos alguna esperanza de acuerdo en puntos
como el pecado original, el libre albedrío y la justificación (aunque las
fórmulas adoptadas eran ambivalentes y se prestaban a lamentables confusiones,
por lo que fueron rechazadas por Roma), pero pronto se vió que se
estaba jugando con las palabras y que el deseo del compromiso podría traer consigo males incalculables. En las siguientes discusiones
—cuando se vino a tratar de la doctrina de la Iglesia, de los sacramentos
y de la jerarquía eclesiástica— los reunidos cayeron en la cuenta de que
no había nada que hacer. La presión de los ejércitos turcos en el frente
oriental, alejó al emperador y los coloquios hubieron de quedar suspendidos. Para entonces, la parte católica se había convencido de
la inutilidad de las reuniones. «Si Dios no hace un milagro —escribía
Contarini— no se llegará a ningún acuerdo por causa de la terca soberbia
de los protestantes» «No hay término medio —añadía más
enérgicamente Eck— las bellas frases no conducen a nada. Todo aquel que
quiere vivir unido a la Iglesia, debe aceptar las enseñanzas de los Papas
y de los Concilios y de todo cuanto Ella enseña. Todo lo demás es humo. No
bastarían cien años para cambiar las cosas» «Desde Worms a Trento —comenta
un protestante— Roma se mantuvo firme en materias sobre la supremacía
pontificia, el sacrificio de la Misa, las doctrinas ortodoxas sobre los
sacramentos, las buenas obras y la intercesión de los santos. A veces con la
mejor buena voluntad, eran puntos que la otra parte no podía admitir sin
traicionar a sus principios».
Las concesiones obligadas que el emperador tuvo que
hacer a los luteranos durante los años siguientes, les convencieron de que
había llegado la hora de obrar por cuenta propia y prescindir de lo que pensara
Roma sobre la materia. Los adjuntos políticos parecían ponerse a su favor. A la
invitación hecha por el Papa que asistiesen al
Concilio que aquel año de 1545 se abría en Trento, los
protestantes respondieron con la negativa tajante de la Dieta de Worms.
Lutero, por su parte, se desfogó con uno de sus tratados más injuriosos: Contra el Papado de Roma, fundado sobre el demonio (1545). Las intervenciones imperiales (consecuencia de la lucha interna de
Carlos V con Paulo III sobre la manera de celebrarse el Concilio) resultaron de
hecho muy favorables a los luteranos. El Interim de Ausburgo había
constituido uno de los grandes sueños del emperador y la manera práctica de
arreglar la situación con aquellos príncipes a quienes acababa de derrotar
tan brillantemente en el campo de batalla. Pero ya desde hacía algunos
años, su actitud respecto del luteranismo —no en cuanto a la doctrina que
él siempre rechazó, sino respecto de algún modus vivendi que quería
encontrar— parecía debilitarse un tanto. Las adversidades externas (pero
sobre todo las que venían del interior, precisamente de aquellas personas
que él creía debían haberle ayudado en la magna empresa de la defensa de
la verdadera fe) lo habían descorazonado. Las concesiones de 1544 por las
que se devolvía a los príncipes el uso de las entradas de los
bienes eclesiásticos secuestrados, constituían un mal precedente. Pero el
paso verdaderamente falso fue el de 1548 —el del Interim— por el que,
aun permaneciendo dogmáticamente ortodoxo, concedía a los protestantes el
matrimonio de los sacerdotes y la comunión del cáliz a los seglares, hasta
que el Concilio determinara sobre aquellas materias El papa protestó indignado
por aquellas intromisiones que conculcaban los sacrosantos derechos de la
Iglesia. Carlos V, que no quena dar a los protestantes
el mal ejemplo de una ruptura con el Pontífice, se excusó verbalmente de
lo hecho. Los católicos alemanes, como era natural, se resintieron de
aquellos privilegios hechos a sus adversarios. Pero ya no había nada que
hacer. La fuerza del protestantismo era irresistible. El remedio debía
haberse aplicado mucho antes y para eso faltó —entre otras cosas— la
colaboración de quienes luchaban por la defensa de los derechos de la Iglesia.
La solución —si es que merecía aquel nombre— se halló
en la paz religiosa de Augusta (25 de septiembre de
1555) por la que se decretó que debía reinar la paz perpetua entre
los católicos y los seguidores de Lutero. Quedaban excluidos de aquella
definición los zwinglianos y los anabaptistas. La religión de cada
territorio dependería de la voluntad del príncipe que mandara sobre él. A
éste venían sujetos también los señores feudales quienes, sin embargo,
conservarían algunos privilegios. En las ciudades imperiales se
toleraría la existencia de la otra religión, con lo que salieron
favorecidos los católicos. Los bienes eclesiásticos debían de quedar en
manos de los que ya los poseían desde 1552. Los obispos y príncipes
eclesiásticos —lo mismo que los abades— pasados a la herejía, perdían su
oficio, sus rentas y sus bienes. La solución no llegó a satisfacer a
ninguna de las dos partes y el Papa Paulo IV manifestó, por medio de sus
nuncios, su desaprobación.
Mientras tanto, a Lutero le llegaba el fin de la vida.
Además de los conflictos religiosos mencionados, había otros males que le daban
desasosiego. Sufría del mal de piedra y estuvo en varias ocasiones al
borde de la muerte. Las ruinas sembradas por sus doctrinas constituían
otra de las fuentes de desolación. No eran solamente los autores católicos
quienes se lamentaban de la horrorosa situación creada en el campo
doctrinal y en el de las costumbres por la aceptación de las nuevas ideas. Las quejas abundaban en su propio campo y Lutero no tuvo
dificultad en hacerse con frecuencia eco de las mismas. En tiempo del
papismo —decía— las gentes se sacrificaban y daban para los pobres,
mientras que ahora se ha enfriado el amor hacia ellos. Hubiera deseado
fundar escuelas para la educación de la niñez; pero sus seguidores se
negaban a contribuir a abrirlas. Sus ideas sobre la necesidad de atar
corto la libertad de las masas no habían experimentado ningún cambio
desde el tiempo de la guerra de los campesinos: «el único remedio para
tenerlos sujetos es el puño y el miedo... Cristo no ha querido abolir la
esclavitud... y si el mundo dura todavía mucho tiempo, será necesario
restablecerla». En conjunto, pues, había poco que pudiera llenarlo de
consuelo. «Veía —escribe Grisar— la disgregación de la vida de familia,
consecuencia necesaria de la relajación de los vínculos conyugales, punto
sobre el cual sus ministros no cesaban de lamentarse en su correspondencia epistolar.
Sentía la desaparición de la libertad de la Iglesia sujeta a las
usurpaciones de las autoridades civiles... Las Ordenaciones eclesiásticas y
los Consistorios habían perdido su eficacia... A la vista de la Liga de
Esmalcalda y de las guerras de religión —de cuyos resultados se dudaba con
toda razón— Lutero no veía otra solución que el fin del mundo y la venida del
gran Juez. El pensamiento de que su obra era una de las causantes de la triste
situación del imperio, debía de seguirlo hasta la tumba».
Durante el invierno de 1545-46 Lutero hubo de
trasladarse a Mansfeld a componer ciertos litigios de la nobleza local. De allí
fue trasportado a su ciudad natal de Eisleben que había de recoger también su
último respiro. Murió el 18 de febrero de 1546, después de repetir a
quienes le acompañaban que se mantenía inconmovible en
sus doctrinas y agradecer a Dios Padre porque le había revelado aquel Hijo de
quien el Papa blasfemaba. Fue sepultado en la iglesia del castillo de Wittemberg.
Una de sus últimas palabras había sido: «¡Oh Dios
mío!, entre qué angustias y sufrimientos me toca abandonar el mundo»
JUICIO SOBRE LUTERO
Un bosquejo tan breve como el nuestro, apenas permite
un juicio global sobre la personalidad de Lutero y de su obra. Las evaluaciones
de ambas han sido muy diversas. Por razones indicadas en páginas
anteriores —y a partir de la obra de Lortz— existe entre los autores
alemanes un prurito de acumular elogios del reformador y conatos de probarnos
sus óptimas intenciones y las grandes cualidades que lo adornaban. Se
tiende también a demostrar que su reforma fue no solamente el resultado de
su crisis personal, sino algo así como «una exigencia de la
profunda religiosidad alemana» en contraste «con la superficialidad del
cristianismo de los países mediterráneos». Entre
los historiadores protestantes no luteranos, el entusiasmo por el reformador
va, por lo común, mezclado con acotaciones a ciertos rasgos de su vida personal
así como a muchos de los métodos empleados en la difusión de su evangelio. En el extremo
opuesto, tenemos al grupo que continúa juzgándolo todavía como engendro
diabólico y calificando su obra de totalmente nociva a la humanidad.
Ya durante su vida, el perspicaz Calvino distinguía en
él una rara mezcla de vicios y de virtudes. «Si Lutero nos domina por sus
virtudes, no olvidemos que tiene también grandes vicios. Pluguiera al
cielo que se aplicara un poco a reconocerlo. Pero es demasiado inclinado a ser
indulgente consigo mismo... él que es un genio, pero de una desmesurada
violencia». Creemos que un número cada día mayor
de historiadores se va inclinando a esta posición. Admiran en él una profunda
religiosidad; una gran fuerza de convicción puesta al servicio de una
causa; sinceros deseos de crear un cristianismo menos envuelto en
prácticas externas que el prevalente en ciertos países de su tiempo; una
gran confianza en Dios; estima de la palabra revelada en las Escrituras y
amor tierno hacia la Persona del Divino Salvador y a su obra redentora. Pero a
su lado, se ven obligados a resaltar defectos que ensombrecen en buena
parte su personalidad. Lutero es grosero en su manera de hablar y de
escribir; llevado de su apasionamiento, comete las mayores injusticias con
sus adversarios, ficticios o reales; y su irascibilidad explosiva, lo hace
inepto para un juicio sereno de los hombres y de los acontecimientos. En
el terreno moral, sus deficiencias son más patentes. No duda en traicionar
de la manera más inicua a los campesinos con tal de ganarse la
benevolencia de los príncipes. Se sirve de la mentira y del engaño siempre
que éstos sirvan para sus fines y llega a decir que «la mentira necesaria
y útil que nos sirve para algo, no contraría a la ley de Dios». Hay en
algunas de sus manifestaciones públicas —por ejemplo en la
correspondencia dirigida a los nuncios y al mismo Papa— dosis de
hipocresía apenas concebibles en un hombre que aparentemente era la misma
—brutal— sinceridad. Los consejos dados al bigamo Felipe de Hesse; las
incitaciones dirigidas a las religiosas y religiosos para que abandonen el
claustro; las amenazas sugeridas a la esposa que no quiere cumplir con sus
deberes conyugales, y los remedios propuestos para las personas que están
tentadas, constituyen un cúmulo de defectos y de vicios que le inutilizan,
no solamente para ser un auténtico reformador, sino aun para ser comparado —como a veces se le ha querido hacer— con las
grandes almas religiosas de su época. «Si Lutero fue grande —concluye
Grisar— su grandeza fue del todo negativa»
Respecto a su influencia en la formación del pueblo alemán, baste para nuestro propósito este comentario de Ludwig von Hertling: «Sin duda alguna Lutero ha tenido su influjo en la formación del carácter alemán; pero ha sido, en general, un influjo infortunado más bien que favorable. Y algunos de los trazos que en los tiempos modernos han enemistado a tantos contra Alemania —la arrogancia, la fanfarronería, la tendencia a confundir el puñetazo en la mesa con la energía, atributos que uno busca vanamente en el alemán de la Edad Media— se remontan hasta cierto punto a Lutero. A éste se debe, sobre todo, el diletantismo en las cuestiones más importantes, fundado en la creencia de que cada uno puede preparar su Weltanschaung según sus propias luces y su discreción». Este historiador sabe que «hay católicos que, movidos por el deseo de reconciliarse con los protestantes, quisieran decir: vamos a cargarnos con toda la culpa (de la revolución protestante) afirmando tranquilamente que Lutero, a pesar de haber errado en puntos particulares, tenía en su conjunto razón; y que los Papas, los obispos y las instituciones eclesiásticas de la época eran dignas de vituperio; después de todo, la Iglesia católica tiene anchas espaldas para soportar esto y mucho más; y así echamos de una vez para siempre tierra sobre el asunto». Pero la actitud le parece insostenible. «Tal punto de vista, responde, hace honor a la buena voluntad de quienes la defienden. Pero la historia no puede aprobarla porque a sus ojos no hay duda de que fueron los reformadores del siglo los que se rebelaron contra la Iglesia y no viceversa».
CAPÍTULO II ZWINGLIO, CALVINO Y
LA RELIGION REFORMADA
|