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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMOY DE LA IGLESIA |
PRUDENCIO DAMBORIENA
FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMACAPITULO
VI
Sumario
El primer período: la elaboración de
las grandes Confesiones de Fe en el luteranismo y en el calvinismo; los Treinta
y Nueve Artículos y el Book of Common Prayer de la iglesia anglicana.
El segundo período: la era de la
ortodoxia; sus características en las diversas iglesias; el arminianismo y sus
consecuencias; otras modalidades.
El tercer período: el iluminismo
teológico y su significado; el movimiento pietista; el deísmo en sus diversos
aspectos: importancia y consecuencia de la Ilustración.
El cuarto periodo: la teología
racionalista y sus principales corifeos; Ritschl y su teología; las escuelas de
Wellhausen y Tübingen; el liberalismo de Harnack; reacciones de Schleiermacher
y otros; los reavivamientos religiosos en Europa y en Norteamérica; la teología
de Kierkegaard.
El quinto período: la aportación de
Karl Barth; otras corrientes en el protestantismo alemán; la teología de los
países escandinavos; corrientes anglicanas; la teología contemporánea de los
Estados Unidos; Tillich, Neibuhr y Ferré; conclusiones.
En 1688 publicaba Bossuet su obra: Histoire des variations des églises protestantes para probar que los continuos cambios operados en la dogmática del protestantismo,
eran señal cierta de que no constituía la auténtica Iglesia de Dios. «Tú
varías, decía a su interlocutor, y lo que varía no es verdad».
Si el gran obispo de Meaux estuviera
hoy entre los vivos, su estupefacción subiría de punto. Con el correr de los
siglos, el confusionismo no ha hecho sino crecer. H. R. Mackintosch habla de la
«fascinadora ausencia de conformidad» existente en la teología protestante de
nuestros días. Ni siquiera la Biblia, proclamada por sus fundadores como única
fuente de verdad, escapa a la regla: «Hace mucho tiempo, escribe De Wolf, que
los protestantes repudiaron la idea de una iglesia infalible. Algunos trataron
de sustituirla con las páginas de un Libro, infalible también. Pero quienes se
acogen a este último dogma, se hallan en continuo conflicto. La Biblia
contiene no pocas inconsistencias internas y encuentra demasiados óbices
externos. Por eso, sus partidarios están siempre a la defensiva tratando de
convencerse a sí mismos ya que no convencen a los demás. Después de todo, es
evidente que el objeto de nuestra fe no puede encerrarse en las páginas muertas
de un Libro por muy infalible que lo queramos hacer». «El tiempo, añade
Gifford, no ha hecho más que aumentar las divergencias del pensamiento
protestante. La crítica bíblica ha llegado a hacer imposible a sus ministros el
uso del Libro santo... El protestante moderno, al emplear el nombre de
cristianismo, apenas piensa ya en la existencia de un cuerpo doctrinal común a
todos, sino sencillamente en un estilo de vida que está en armonía con los
preceptos de Jesús... La vaguedad y la falta de convicción son fenómenos
generales... La desintegración doctrinal se está dejando sentir desde el siglo
XVIII y... su resultado final siempre es el mismo: la confusión.
Las citas se podrían multiplicar.
Porque el mal llega hasta el punto de poner en tela de juicio la misma
divinidad de Nuestro Señor y el dogma de la Santísima Trinidad, considerados
como loables conatos de las iglesias del pasado por dar expresión y
salvaguardar la fe», pero totalmente inadecuados a nuestros tiempos. Lo que, a
su vez, ha dado lugar a estos conatos de buscar «solución» por medio de las
mutuas concesiones y del compromiso ya que, nos lo dice de nuevo Gifford,
«ninguna de las iglesias históricas ni de las escuelas teológicas del pasado ha
tenido ni tiene el monopolio de la verdad», por lo cual estamos obligados en
conciencia «a escuchar con simpatía y atención a nuestros hermanos para ver la
porción de verdad que nos pueden ofrecer» .
La historia de las variaciones
doctrinales protestantes suele dividirse en cinco grandes períodos:
1) el
de la estructuración de las fórmulas de fe de las grandes iglesias históricas;
2) el
conocido por el nombre de la ortodoxia doctrinal que abarca una buena parte del
siglo XVII;
3) el
del predominio de las corrientes deístas e iluministas a lo largo del siglo
XVIII;
4) el
de la duda racionalista del siglo XIX, principalmente en las iglesias y
escuelas teológicas de tradición luterana;
5) el
llamado de la neo-ortodoxia que predomina a ambas orillas del Atlántico en
nuestros días.
La clasificación tiene sus
inconvenientes. Cada uno de los períodos indicados da lugar a una gran variedad
de tendencias teológicas, diversas y a veces antagónicas. Además, al revés de
lo que sucede en la Iglesia católica, las desviaciones doctrinales del
protestantismo no terminan con la expulsión del mismo de los individuos que
defienden teorías heterodoxas. No existe allí poder humano capaz de hacerlo. Se
lo prohíben la primacía de la libertad individual y el principio de la
interpretación libre de la Biblia. Por eso sus iglesias están llenas de
«disidentes» y de «no conformistas». Sin embargo, mientras no se nos ofrezca
una clasificación mejor, adoptaremos la propuesta.
EL PRIMER PERIODO
Se prolongó hasta casi fines del
siglo XVI y tuvo por objeto la fijación de las doctrinas oficiales que más
tarde quedarían adoptadas por las iglesias. Se llamaron también «credos»,
«formularios» y «confesiones de fe». ¿Cuál es el valor doctrinal y obligatorio
de los mismos? Son sumarios de doctrina, salvaguardias contra el error e
instrumentos para la enseñanza de la religión. Sin embargo su fuerza
obligatoria no pasa de ahí. «En la Iglesia católica, leemos en la Enciclopedia
Luterana, los credos gozan de autoridad infalible y absoluta. En cambio, entre
las iglesias protestantes, los credos (norma normata) están subordinados a la
Biblia (norma normans). Los formularios nos reflejan los ideales y las
creencias de las épocas en que se redactaron. Y, aunque no siempre nos
interpreten aptamente la Biblia, contienen sin embargo en germen no pocos
elementos aprovechables».
Cada una de las ramas del
protestantismo original elaboró sus propias fórmulas. El luteranismo produjo,
además de los Catecismos de Lutero, la Confesión de Ausburgo (1530), los
Artículos de Esmalcalda (1537) y la Fórmula de Concordia (1557). La primera,
redactada por Melanchton, aprobada por Lutero, suscrita por varios príncipes
alemanes y presentada al emperador, estaba concebida en términos conciliadores
por miedo a que Carlos V cargase la mano al incipiente luteranismo. En cambio,
los Artículos de Esmalcalda presentaban un tono más áspero y abiertamente
antípapal debido en gran parte a que, en aquel momento, se estaban diluyendo
las esperanzas de conciliación. La Fórmula de Concordia debía su origen a las
luchas doctrinales sobrevenidas en el seno de la Reforma en materias como la
Eucaristía, el pecado original, el libre arbitrio, la justificación y las buenas
obras. A falta de autoridad eclesiástica, hubo de ser el Elector de Sajonia
quien bajo amenazas, pusiera término a las disensiones. W. A. Curtís admite que
son pocos los protestantes modernos que piensan de la misma manera sobre un
buen número de doctrinas incluidas en los formularios luteranos: sobre los
sacramentos, el pecado original, las dos naturalezas de Cristo, etc..
De todos ellos
Las iglesias de origen calvinista
dieron lugar a un número todavía mayor de credos. La multiplicidad se debió, en
parte, a la necesidad de ulteriores acoplamientos a medida que el calvinismo
se fue introduciendo en diversos países. Pero también a las continuas polémicas
que hubieron de sostener dentro de su comunidad o con sus adversarios
luteranos. Pueden distinguirse cuatro tipos de formularios : el grupo
helvético, el alemán, el franco-belga y el anglo-escocés.
También aquí su lista debiera estar
encabezada por el famoso Christianae Religionis Institutio y por los
Catecismos de Calvino, aquel de 1536 y estos de 1541. En ellos se contenía, en
frases concisas y claras, el meollo de la nueva religión. Pero aquellos libros
no bastaron y se hubo de recurrir a la composición de Formularios. El deseo de
componer sus disensiones con el zwinglianismo tuvo como resultado el Consensus
Tigurinos, compuesto con la ayuda de Bullinger en 1545. Siete años más tarde,
durante el ardor polémico relativo al predestinacionismo, los calvinistas
ginebrinos compusieron el Consensus Genevensis, que resultó de escaso prestigio
fuera de aquella ciudad. Los hugonotes franceses, no obstante la oposición
personal de Calvino. redactaron en 1559 su Confessio Gallicana, modificada
varias veces y vigente en aquella nación. Del último tercio del siglo XVII
tenemos el Consensus Helvéticus (1675) el más difundido y popular en el país.
Redactado para responder a los arminianos el documento nos refleja en toda su
crudeza el «horribile decretum» relativo a la predestinación.
El calvinismo alemán dio existencia a
casi media docena de formularios y de convenciones, señal indudable de las
luchas en que se debatían sus seguidores. Por lo visto, nunca faltaban
doctrinas que añadir, definiciones que suavizar, concesiones que hacer al
medio ambiente, etc. La predestinación, las doctrinas sacramentarias y a veces
(como en la Confesión de Benthein) la misma divinidad de Cristo, tenían
necesidad de ser inculcadas. En su publicación influyeron también grandemente
los dictados de los príncipes que en calidad de auténticos señores,
Los Países Bajos, en su parte calvinista, empezaron por adherirse a la Confessio Gallica, preparada por el apóstata Andrés Saravia. Los ataques contra la Iglesia de Roma revestían allí forma mitigada, pues se buscaba por entonces que Felipe II depusiera su actitud respecto de los protestantes. Caso extraño, la fórmula halló sus principales adversarios dentro mismo del calvinismo. Arminio la atacó furiosamente en el Sínodo de Dort (1616). Aunque con resultados bien exiguos, ya que sus propuestas fueron rechazadas por los demás asistentes y sustituida por los Cánones de Dort que contienen la quintaesencia de los decretos predestinacionistas. Los comentaristas modernos hallan en los mismos poco que alabar y son muchos los calvinistas que se preguntan si en ellos se ha dado respuesta adecuada a las objeciones que toda mente sana levanta contra la aparente crueldad de Dios con sus criaturas. «Los Cánones, nos dice uno de ellos, dejan la impresión de que Dios se deja llevar de la arbitrariedad. Podía haber elegido y salvado a todos, pero por razones buenas en sí, pero inescrutables y duras a la mente humana, y sin tener en cuenta para nada las responsabilidades individuales, los deja abondonados. El poder salvarlos y no hacerlo, el poder haber elegido a todos los pecadores y dejar a muchos, siendo así que todos nos sentimos indignos de aquella gracia, es un atributo que nos duele atribuir a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Ni las salvedades, ni las reservas puestas a la ley general, bastan para despejar de la mente popular la idea de un Dios cruel. Y esto es suficiente para desacreditar cualquier sistema religioso». Sabemos
por la historia que el calvinismo ortodoxo, seguro de la mayoría de los votos a
su favor, trató con mano dura a los opositores. Los remonstrantes fueron detenidos
y llevados a la cárcel por orden del príncipe Mauricio. El Sínodo depuso allí
mismo a 200 clérigos de tendencias arminianas. Hugo Grocio escapó de la cárcel
perpetua gracias a una estratagema de su mujer. Van Olden Barneveldt fue
injustamente condenado a muerte y ahorcado en La Haya en 1619.
Al establecerse el calvinismo en los
dominios ingleses con el nombre de presbiterianismo, su iniciador, John Knox,
trató de buscar sus propias fórmulas de fe. Una de ellas se llamó la Confessio
Scotica Prima y apareció en 1560. Quedó sustituida en 1581 por otra Confessio
Secunda que, si en algo se diferencia de aquella, es en las expresiones de odio
que muestra contra el Papado («Romanum illum antichristum»), contra los
sacramentos y contra la Santa Misa («Missam diabolicam»), el sacerdocio y los
decretos tridentinos. Schaff lo llama con razón: «la fórmula de confesión más
anticatólica de todas». Hagamos también mención de la conocida Confesión de
Westminster y de los catecismos del mismo nombre. El origen de ambos hay que
buscarlo en el empuje político que el presbiterianismo
El anglicanismo y sus grupos derivados
carecen, propiamente hablando, de Confesiones del tipo descrito. En cambio,
derivan sus normas de doctrina y de conducta de los Artículos y de los Prayer
Books. En 1538, durante las reuniones celebradas en
Wittemberg y Lambeth entre teólogos luteranos y anglicanos, se redactaron los
Trece Artículos. Una nueva alianza en la que entraban además calvinistas y
zwinglianos, dio como resultado (por obra especialmente de Cranmer) los
Cuarenta y Dos Artículos de 1553. En estos no se pretendía innovar las
doctrinas, sino buscar un «arreglo» al confusionismo existente distinguiendo
entre «verdades autorizadas» y «no autorizadas», aunque de hecho se viera en
ellos clara la huella del calvinismo. Después de toda una serie de revisiones,
la iglesia de Inglaterra decidió corregir algunos de aquellos puntos y adoptar
una fórmula más apta a las circunstancias. El intento pareció lograrse con los
Treinta y Nueve Artículos de 1563, debidos principalmente a Parker. Aquí las
influencias luteranas volvieron a imponerse sobre las calvinistas y las sustituciones
contribuyeron a dar a todo el documento un aire y un sabor mucho más
protestantes que las anteriores. «Su intención, su espíritu y su lenguaje son,
sin duda alguna, protestantes y tienen por lo mismo estrecho parentesco con lo
mejor que produjeron Wittemberg y Ginebra». Sin embargo, estos
formularios contienen también una característica que no se halla en el resto
del protestantismo contemporáneo: una vaguedad y una «flexibilidad» extraordinaria
que constituyen a la vez el secreto de la longevidad y la ruina teológica de la
comunión anglicana. «La dificultad de los Artículos, comenta Neve, estriba en
su eclecticismo y en su vaguedad. Tratan de combinar doctrinas provenientes de
sistemas teológicos diametralmente opuestos con la esperanza de que sean
adoptados por la masa popular la cual —por su parte— goza de plena libertad
para interpretarlas a su manera. El vicio crucial del anglicanismo está
precisamente en su comprensibilidad». «Todos aquellos
eclesiásticos anglicanos moderados lo mismo que los arminianos, interpretan
(los Treinta y Nueve Artículos) como auténticamente luteranos. Por el
contrario, los anglo-católicos que aborrecen tanto el luteranismo como el
calvinismo, ven en ellos un reflejo del Concilio de Trento. Por
último,
Por desgracia, las vacilaciones y
confusiones no han quedado subsanadas por el Book of Common Prayer, en ninguna
de sus versiones. La primera, publicada por Cranmer en 1549 era «un intento de
compromiso entre la vieja y la nueva escuela; por eso no llegó a satisfacer a
ninguna». En otra que se creía definitiva (la de 1662) se intentó de nuevo el
mismo camino (las fórmulas eucarísticas estaban redactadas de tal forma que lo
mismo podían incluir la presencia real como limitarse a la presencia simbólica)
con resultados parecidos. Como, a fines del siglo XIX, «nadie seguía en sus
detalles» el libro, y eran muchos los que lo creían «totalmente inadecuado a
las presentes necesidades... con sus arcaísmos aptos para un país agrícola y no
para una sociedad industrializada», las autoridades —entre las que figuraban
los Parlamentos— decidieron hacer otra revisión. Las modificaciones miraban a
una mayor adaptación de las doctrinas a la «mentalidad moderna». En importantes
puntos dogmáticos, el confusionismo quedó prácticamente intacto. Sin embargo,
las reformas —aprobadas por gran mayoría en las Asambleas de la iglesia
anglicana— parecieron insuficientes al ala extrema de la opinión y fueron
derrotadas durante dos veces consecutivas (1927 y 1928) por el Parlamento y la
Cámara de los Comunes. Hoy el empleo del famoso libro es optativo y son muchos
los obispos (sobre todo en tierras de misión) que lo modifican a discreción o
eximen a sus feligreses de atenerse al mismo.
Mirando en su conjunto a este período
de la formación de las Confesiones de Fe, salta a la vista la falta de unidad
doctrinal prevalente en cada una de las grandes ramas de la Reforma. Como se
ve, las disensiones afectan además, a puntos importantes —a veces sustanciales—
de nuestra fe. «Al terminarse sus primeros cien años de vida, comentaremos con
Algermissen, el protestantismo es ya un amasijo de tendencias contrastantes, de
iglesias y de sectas en lucha. Las escisiones, tan patentes desde los comienzos
indican a las claras que el abandono del magisterio eclesiástico lleva consigo
una disminución del sentimiento de unidad y que el fundamento protestante del
Ubre examen de la Biblia —libro al que cada facción acude para defender su
actitud— está basado sobre el error. Su único punto de unión es la lucha contra
Roma.
EL SEGUNDO PERIODO Suele denominarse la era de la
ortodoxia, y ocupó en la práctica todo el siglo XVII. El protestantismo, en
posesión de Confesiones de Fe, intentó servirse de ellas para edificar un
corpus doctrinae que le sirviera en la formación de sus dirigentes —sobre todo
de los pastores— y que pudieran presentar ante el mundo como base y
justificativo de la Reforma. Su oportunidad venía asimismo dictada por las
necesidades cada día más urgentes de enfrentarse con los teólogos católicos.
La tarea exigía un periodo de calma,
aun política. Pero la tuvo en tierras luteranas después de la guerra de los
Treinta Años cuando la Paz de Westfalia (1648) dividió a Alemania en dos
confesionalidades religiosas. Holanda, otro de los baluartes de la Reforma,
había obtenido su independencia, lo que permitió al calvinismo —ya bien
asentado en Suiza— afianzar allí sus conquistas. El más turbulento de los
países protestantes fue Inglaterra donde las guerras civiles, el sucederse de
las dinastías, las irrupciones de los ejércitos de Cromwell y las intervenciones
parlamentarias turbaron con frecuencia la paz del siglo. Sin embargo, en su
conjunto, la situación era mucho mejor y los protestantes quisieron aprovecharía
para sus fines.
El luteranismo hizo un esfuerzo que
era constructivo y defensivo a la vez. En teoría, la tarea había quedado
concluida con el Liber Concordiae de 1580. Pero los hechos mostraron lo
contrario. El campo apareció pronto dividido entre los partidarios de la
reconciliación melanchtoniana y los seguidores del luteranismo ortodoxo.
Wittemberg, Estrasburgo y Greiswal fueron escuelas de este último tipo,
mientras Helmstedt, Rinteln y Künisberg se mostraban partidarios de la teoría
conciliante. La lucha contra Melanchton, a quien se acusaba de haber
adulterado el pensamiento de Lutero, tuvo su principal promotor en Juan
Gerhard, profesor de la universidad de Jena, «el oráculo del tiempo» y «el
mayor campeón de la teología luterana». Sus Loci Theologici (1610-1620) fueron
durante muchos años la obra clásica en la materia. «Por su enorme erudición,
vasto programa, precisión de detalle y aguda lógica, Gerhard es en el
luteranismo la contraparte de Santo Tomás de Aquino».
Pero su aparición no liquidó las discusiones.
Se polemizó sobre la inspiración de las Sagradas Escrituras, sobre la
interpretación simbólica o realista de la Eucaristía, sobre la comunicación de
idiomas, etc. Después del Concilio de Trento, los teólogos católicos fueron
otra de sus pesadillas y Gerhard trató de contestarles con su Confessio
Catholica destinada a ser la respuesta luterana a las netas
Por entonces afloró también en el
protestantismo una tendencia llamada, con el tiempo, a ser fatal para muchas de
sus iglesias: la distinción entre verdades fundamentales (las contenidas en el
Credo de los Apóstoles o las formuladas en los símbolos) y las no
fundamentales, añadidas a los formularios subsiguientes como consecuencia de
las internas desavenencias. Si la distinción hubiera quedado en esto, todavía
menos mal. Pero, la determinación de cuándo una verdad debía ser incluida en la
segunda categoría, se dejaba de nuevo en manos de los teólogos e incluía
doctrinas tales como: la predestinación, las naturalezas de Cristo, la
Santísima Trinidad, la inspiración de las Sagradas Escrituras y una larga lista
de enseñanzas originadas en la Reforma. El movimiento traía hondas raíces de
ciertos círculos intelectuales y tenía por impulsor a Jorge Calixto, teólogo,
pero sobre todo humanista y gran amigo de Melanchton. El motivo inmediato de
aquella rebelión lo habían dado las diversas facciones luteranas con sus
desacuerdos doctrinales y el ambiente de continua polémica que con ellos
habían creado. Los humanistas pensaron que, con aquella famosa distinción, se
cortarían por lo sano las discusiones. En el fondo, lo que buscaban era mostrar
que las diferencias doctrinales y aun litúrgicas no hacían al caso. Lo
importante era conseguir una «communio interna» entre las diversas iglesias
—sin excluir a la de Roma— aunque se echara todavía de menos la «communio
actualis et externa per sacramentum».
En las iglesias de tradición
calvinista la estructuración de las doctrinas enseñadas por el maestro
ginebrino avanzó a paso mucho más lento que en el luteranismo. Aquéllas
carecían todavía de grandes teólogos y de universidades propias donde crear una
escuela propia. Por otra parte, se vieron pronto arrastradas por
Hicimos ya referencia a la solución
negativa dada al problema por el Sínodo de Dort (1618-9). Pero los arminianos
no se dieron por vencidos. De hecho representaban una corriente fuerte de la
opinión encabezada por los humanistas. Estos habían favorecido al
protestantismo, pero disentían de muchas de las fórmulas concretas en que
había cristalizado. Pedían, además, mayor libertad, invocaban la Biblia (al
margen de las Confesiones) como única regla de fe y buscaban una especie de
moralidad universal que se aplicara a todo el mundo. Después de la muerte de
Arminio, la doctrina encontró ardientes defensores en hombres como
Uitenbogaert, Vortsius, Episcopius, Grocio, etc. Pero, los protestantes
ortodoxos preveían a dónde llevaban aquellas concesiones: «El arminianismo,
escribe Meusel, fue poco a poco subordinando el dogma a la moralidad y mirando
en Cristo más a un legislador que a un Redentor. En el dogma trinitario se
inclinó decididamente a la subordinación del Hijo y del Espíritu Santo al
Padre. El pecado original perdió también su carácter de rebelión contra el
Altísimo para convertirse en debilidad congénita al hombre... El arminianismo
negó que la justificación fuera una mera imputación forínseca de los méritos de
la redención. Los sacramentos fueron cobrando un significado totalmente
ceremonial... El bautismo de los niños perdió su razón de ser y el valor de la
Eucaristía se fue reduciendo al robustecimiento de nuestra fe y de nuestro amor».
En las Islas Británicas no resulta
fácil, a lo largo del siglo XVII, hallar una teología anglicana o presbiteriana
que se pueda llamar verdaderamente constructiva. En cambio, abundaron las
luchas entre el anglicanismo —llamado ya iglesia establecida— y los «papistas»
y los «puritanos». A partir de la mitad del siglo, los hombres políticos
comprendieron que les convenía reforzar lo más posible a la iglesia oficial.
William Laud, primer canciller de Oxford y luego arzobispo de Canterbury,
figuró entre los campeones por aquella supremacía. Tanto por el Acta de
Conformidad de 1662 como por el de Tolerancia de 1689 el anglicanismo pudo
considerarse bien asentado en el país.
Esto no quería decir que no tuviera
enemigos ni que éstos fueran despreciables. Estaban por una parte los
puritanos, embebidos en principios calvinistas, que acusaban al anglicanismo
de quedarse a medio camino entre Roma y el protestantismo. Entre sus
principales representantes figuraban J. Hooper, T. Cartwright, W. Travers, H.
Barrow, R. Brown y otros. Sus puntos de oposición eran muchos. Rechazaban toda
jerarquía episcopal reduciendo las autoridades eclesiásticas a los ancianos y
a los seglares elegidos por la comunidad. Suprimían la liturgia con sus
ceremonias, sus ornamentos, cruces e imágenes, para sustituirla por la
predicación y la simple lectura de la Biblia. Luchaban por la observancia
severa del domingo, pero suprimían todas las demás fiestas del año. En punto a
predestinacionismo, aceptaban en sus líneas generales la versión calvinista,
inculcando, sin embargo, la necesidad de una colaboración personal y evitando
así los peligros de cierto fatalismo. Personalmente querían aparecer como
hombres de conducta intachable y enemigos de toda frivolidad. Lanzaron campañas
contra el teatro, las fiestas, el juego y las diversiones de cualquier género
que fuesen. El pueblo empezó a llamarlos —en ocasiones un poco irónicamente—
los puritanos.
A pesar de esta actitud rebelde,
muchos prefirieron permanecer dentro de la iglesia oficial que, con el tiempo,
hallaría para ellos un puesto dentro de su comprensividad para que no fuesen
molestados por nadie. Otros, llamados entonces independientes formaron —o al
menos echaron las primeras raíces— para el congregacionalismo. Un sector más
izquierdista y radical, sobre todo en materias eclesiológicas, iría preparando
el camino para la fundación de las iglesias bautistas.
Por otra parte, el arminianismo se
fue también abriendo paso por los círculos eclesiásticos ingleses y aun entre
sus mismos teólogos. Estos amenazaban además las bases del anglicanismo
partiendo de otros principios. Había que negar los principios calvinistas y
combatir la lucha que estos llevaban contra el anglicanismo y la autoridad del
rey. Pero ello incluía al mismo tiempo el rechazo, no sólo de los principios
del predestinacionismo, sino también de muchas otras doctrinas de la Reforma y
aun del cristianismo como religión revelada. Uno de sus más famosos exponentes
fue el obispo anglicano Jeremy Taylor, teólogo y escritor muy conocido entre
sus contemporáneos. Taylor abogaba por la tolerancia y la libertad en materias
dogmáticas. No había que dar fe ciega a las fórmulas de fe, ni siquiera a las
del Concilio de Nicea; impugnaba las doctrinas calvinistas de la naturaleza
caída, del valor de la gracia y de la redención y estaba convencido de que los
Concilios generales de la Iglesia habían constituido un gran mal para el
cristianismo.
Estas tendencias, que hoy llamaríamos
de extrema izquierda, no eran las únicas que brotaban en Inglaterra. Hubo
teólogos que quisieron establecer una especie de unión doctrinal entre
anglicanos y puritanos, pero a base de concesiones mutuas o de la adopción de
un denominador común en puntos dogmáticos y morales. Recibieron varios nombres.
Se les llamó tolerantes y racionalistas por la importancia que daban a la
razón natural y aun por la amistad que brindaban a quienes doctrinalmente
opinaban lo contrario de ellos. Otros recibieron el nombre de latitudinarios.
El apelativo lo decía todo. Eran todavía más liberales que los anteriores y en
ocasiones ocultaban a individuos abiertamente unitarios o ateos. Sostenían que
la unidad cristiana había que buscarla «en las grandes realidades del
pensamiento cristiano» y no en la fidelidad a un mierta clausus de doctrinas
religiosas. Muchos de ellos abocaron en el indiferentismo religioso. Los
autores hacen bien en considerarlos como precursores de la Broad Church y del
liberalismo que, en siglos posteriores, haría estragos en el anglicanismo.
Después de cuanto llevamos dicho, el
lector se preguntará cómo este período puede todavía llamarse el de la
ortodoxia protestante. En las tres grandes ramas de la Reforma, las disputas,
los cambios teológicos y las desviaciones doctrinales abundaron tanto o más que
sus fidelidades a la verdad inicial. Refiriéndose al luteranismo, Kattenbush
piensa que la explicación podría hallarse en aquella especie de fe ciega que
los teólogos atribuían a las doctrinas de Lutero y Melanchton así como en la
sumisión con que la masa popular aceptaba el nuevo orden de cosas. En efecto,
el luteranismo fue entrando en el pueblo y adquiriendo carta de ciudadanía en
la nación. Al correr de las generaciones, los predicadores no hablaban ya de
él como de una innovación, sino como de algo aceptado —al menos como hecho
histórico que no se discutía— por todos. Sus teólogos no se creían ya obligados
como en los primeros tiempos a justificar su presencia en el mundo. «El pueblo
aprendía el catecismo luterano y escuchaba atentamente a sus predicadores,
recibiendo además con devoción los sacramentos. Y con ello parecían
EL TERCER PERIODOAl tercer período que abarcó el siglo
XVIII se le designa comúnmente con el nombre de iluminismo teológico. A los
brotes de formalismo religioso y de racionalismo surgidos en la época anterior,
los dirigentes del protestantismo reaccionaron de dos maneras distintas. Unos,
deseosos de salir de aquel marasmo de frialdad, se echaron en brazos de un
sentimentalismo devoto que satisficiera sus anhelos personales, aunque para
ello se dejaran a un lado algunas consideraciones dogmáticas. Fueron los
pietistas. Otros, en cambio, creyeron que la solución se hallaba en un mayor
uso de la razón y en el empleo de la técnica científica que entonces empezaba a
aplicarse al estudio de la Teología y de las Sagradas Escrituras. Formaron el
grupo amorfo que recibió el nombre de iluministas. Digamos dos palabras sobre
los representantes de ambos grupos.
La dogmática protestante del siglo
XVII se había petrificado en un intelectualismo peligroso y eran muchos los
que sentían la necesidad de una religión más personal, sin las ataduras de los
formularios y del legalismo a los que se les quería someter. No pocos de sus
teólogos habían pedido la vuelta a la devoción ferviente de los Padres de la
Reforma. Pero fue, sobre todo, Jaime Spener, el influyente pastor de Halle,
quien dio forma concreta a aquellos anhelos en su libro: Desiderio Pietatis, de
1675. Spener estaba convencido de que el luteranismo, precisamente por
insistir demasiado en el lado dogmático de las cosas, había cesado de ser una
religión viviente. Con el fin de remediar aquella situación, fundó en diversas
ciudades de Alemania sus «collegia pietatis», especie de conventículos de
devoción en los que sus miembros leían las Escrituras, meditaban, cantaban
himnos y se comunicaban entre sí sus sentimientos religiosos. El método se desarrolló
con extraordinaria rapidez y halló un gran protector en uno de los conocidos
teólogos de la época, Augusto Francke, que lo apoyó con toda su autoridad.
Pero el pietismo traía consigo
también una técnica de renovación espiritual y una serie de principios
teológicos que lo elevaban a categoría de auténtica escuela de religión. La
técnica, expuesta en su obra: Sex Desiderio, comprendía los siguientes puntos:
el estudio de la Biblia en pequeños y espontáneos grupos; la restauración de la
doctrina del sacerdocio universal; un cristianismo llevado a la práctica cada
día; el abandono de la polémica y el empleo de la bondad en el trato con los no
creyentes; la reforma de la enseñanza teológica que debía dirigirse a una
religión más vital; y una predicación espiritual con la vuelta a la sinceridad
y a la simplicidad de los primeros cristianos. En el campo propiamente teológico,
sus innovaciones eran también revolucionarias. Pedía, ante todo, una experiencia de la conversión. La regeneración
no se alcanzaba (como lo quería Lutero) con la sola fe, ni —en el caso del
bautismo de los niños— con la mera recepción del sacramento, sino era algo que
había que sentir. La conversión aseguraba, además, al alma la perseverancia en
el bien. En el terreno práctico, los pietistas se asemejaban bastante a los
puritanos: exigían de sus seguidores la fuga del mundo y la supresión de toda
clase de diversiones —desde los juegos del azar y la lotería, hasta la
asistencia al teatro—. A sus ojos, la Iglesia perdía ya el sentido de universalidad
heredada por una tradición secular para convertirse en conventículos
(«ecclesiolae in ecclesia») llamados a «purificar» la iglesia madre, en la que,
sin embargo, querían permanecer. Por esta misma razón, las cuestiones y
discusiones dogmáticas se hacían inútiles y quedaban sustituidos por los
ejercicios de la piedad individual.
El pietismo penetró en círculos
influyentes de Alemania. El mecenazgo de Francke le abrió paso a las
universidades de Halle, Wurttenberg, Leipzig, Tubingen, etc. Gracias al conde
de Zinzendorf que se había adherido desde los comienzos a aquel movimiento, el
pietismo atrajo hacia sí a los Hermanos Moravos quienes lo cultivaron en sí
mismos y lo propagaron en sus extensos campos misioneros del Asia y de
América. Los pietistas se infiltraron sobre todo entre las clases sencillas y
piadosas de varios países protestantes: Suiza, Holanda, Dinamarca y hasta Rusia.
Fue precisamente en estos círculos donde aparecieron los primeros signos
extravagantes de aquella devoción. Algunos de los himnos cantados por los
Hermanos Moravos mezclaban expresiones eróticas de gusto muy discutible. Zinzendorf,
metido a teólogo, nombraba a la Santísima Trinidad con los nombres de Padre,
Madre e Hijo. Otros, durante los «éxtasis y arrebatos» que decían tener,
desvariaban en materias teológicas. Una de las «visionarias», Eleanora
Petersen, afirmaba no poder admitir las penas del infierno. En cambio
aseguraba, como recibido del cielo, la inminente conversión de los judíos y de
todo el mundo pagano.
¿Cuál fue el resultado final de la
interacción pietista con las iglesias de la Reforma? Los historiadores están
acordes en admitir los bienes que aportó a su causa. Cuando el protestantismo,
sobre todo en su rama luterana, estaba a punto de secarse, el pietismo supo
comunicarle calor y hacerle sentir que el cristianismo es algo personal que
tiene que ser vivido para poder dar sus frutos. La frecuente lectura de los
Evangelios, el amor a la persona de Jesús, la conducta personal irreprochable y
el desprendimiento de las cosas del mundo, eran aportaciones
Sin embargo, tampoco se puede
exonerar al pietismo de la difusión de principios falsos o equivocados que, a
la larga, resultarían nocivos. La Enciclopedia Luterana le hace los siguientes
reproches: 1) el haber insistido demasiado en el concepto de piedad separándolo
de los medios de la gracia; 2) el no haber estudiado la Biblia como verdadera
fuente y base de nuestras creencias; 3) el haber mezclado los conceptos de
espíritu y letra, espíritu y carne confundiendo asi la santificación y la
justificación, dando lugar a un exagerado milenarismo y a un misticismo de mala
ley. «Con su poca atención a la teología, escribe Mons. Algermissen, su formalismo religioso, su estrechez ética, su juicio pesimista de
la vida y de la alegría del vivir, el pietismo tuvo a la larga consecuencias
desastrosas en la masa protestante, a la que, casi sin caer en la cuenta,
empujó hacia el iluminismo para el que lo había preparado con su religión
sentimental, su desconocimiento del dogma y su cristianismo de pura moralidad».
El iluminismo protestante traía sus
orígenes de la época anterior. La desconfianza mostrada por muchos en el valor
de las fuentes reveladas (y a fortiori en las Confesiones de Fe) se había ido
haciendo cada vez más común por falta, sobre todo, de una autoridad competente
que fallara en aquellas materias. Sólo se esperaba que las circunstancias
externas favoreciesen su expresión, lo que ocurrió en el siglo XVIII. En 1693
Inglaterra concedía la libertad de prensa. Esta, aunque más restringida,
funcionaba también en Francia, Holanda y Alemania. Fue el momento en que
aquellos espíritus audaces —que ya antes vivían prácticamente al margen del
cristianismo— intentaron despojarlo de su carácter sobrenatural y de rebajarlo
al nivel de una de las grandes religiones contemporáneas. El movimiento
revistió tres aspectos según los países de procedencia: se llamó deísmo en
Inglaterra; naturalismo en Francia y racionalismo en Alemania.
El deísmo
Para comprender la aparición y el
desarrollo del deísmo, el historiador necesita fijarse en las circunstancias
religiosas por las que entonces pasaba Inglaterra. La iglesia oficial dejaba
insatisfechos a la mayoría de sus miembros. Terminada la era de las
persecuciones, el anglicanismo se había entregado a una especie de ociosidad
espiritual —ambiente el más propicio para la aparición de escépticos y hasta de
incrédulos—. Montesquieu, a la vuelta de una de sus visitas a Inglaterra,
afirmaba que allí «no había eso que se llama religión y que si el tema
El deísmo pretendía fundar una
religión puramente natural construida sobre la razón y que fuera, al mismo
tiempo, capaz de absorver a todas las iglesias y tendencias confesionales.
Admitía, es verdad, la existencia de un Dios, creador del universo, pero
desentendido de la obra de sus manos. Es, decían, como el relojero que
construye su gran reloj; le da cuerda para siempre y lo deja andar sin
preocuparse más de él ni permitir otras intervenciones, sobre todo de orden
sobrenatural. Su crítica demoledora se extendía a todos los campos. En su
opinión la Biblia no pasaba de ser un conjunto de narraciones piadosas más o
menos verídicas según su coincidencia o su discrepancia de la razón. La
divinidad de Cristo, su obra redentora personal y la continuación de esta en la
Iglesia, eran cuestiones que no suscitaban entre ellos ningún interés.
Entre sus principales teólogos descollaron lord Cherbury (1582-1648) llamado el padre del deísmo cuyos «cinco puntos» constituyeron las bases principales de aquel movimiento, a saber: 1) la existencia de Dios; 2) el deber de adorarle; 3) el carácter práctico-moral de esa adoración; 4) el deber de arrepentimos y de evitar los pecados, y 5) la divina retribución, parte en esta vida y parte en la otra. En tal
sistema no se negaba explícitamente la revelación, pero se la hacía
innecesaria, ya que todas las verdades habían de quedar sometidas al entendimiento
humano. Sus continuadores no se detendrían allí. Charles Blount en su libro:
Anima Mundi (1679) exaltó las virtudes de los paganos y en su Vida de Apolonio
de Tyana trató de mofarse de los milagros de Jesús comparándolos con los
atribuidos a ciertas divinidades paganas. J. Toland publicó a fines del siglo
XVIII su obra: Christianity Not Mysterious en la que el mensaje de Cristo
quedaba reducido a mera doctrina humana y los medios que tenemos para conocerla
(las Sagradas Escrituras, los Concilios y la Iglesia) a instrumentos inventados
para hacer caer en el error a los crédulos; Mateo Tyndal, en su trabajo:
Christianity as Old as Creation (1730), sostenía que todas las religiones
tienen el mismo origen, las mismas normas morales e idénticas verdades
doctrinales: «Si
El deísmo pasó a principios de siglo a Francia tomando en ocasiones un cariz más radical, revolucionario y aun ateo. Baste recordar los nombres de Diderot, Lamettrie, Condillac, Montesquieu, Voltaire y Rousseau —o a los demás filósofos de la Enciclopedia. Sin embargo, como sus defensores no pertenecían en su mayoría al protestantismo (eran por desgracia miembros nominales de la Iglesia católica) no tendríamos por qué prestarles aquí atención. Si lo hacemos brevísimamente es por el influjo que el naturalismo galo tuvo en los Estados Unidos de América. En el momento mismo en que las Trece Colonias obtenían su independencia, las ideas religiosas francesas estaban moldeando la mentalidad de muchos de los dirigentes de aquella revolución y de los verdaderos padres de la patria. «Las ideas liberales políticas y religiosas de Francia, escribe Mecklin, penetraron rápidamente en los Estados Unidos como resultado de la gratitud de nuestras generosas pero poco críticas gentes hacia aquel pueblo que lo había ayudado a alcanzar su independencia. Uno de los más influidos por aquellas corrientes religiosas fue el propio Jefferson. Lo más extraño es que tales ideas, sobre todo en forma de deísmo, penetraran en el interior y se llegaran hasta la verdadera frontera de la patria. En 1794 un misionero bautista, J. A1. Peck, decía hablando del Norte de Ohio y del Mississipí que 'la infidelidad francesa amenazaba allí con barrer el último rastro del cristianismo'. El deísmo francés se mezclaba con una democracia jeffersoniana. La Edad de la Razón se había convertido en el libro más popular y la Biblia sólo se leía en las familias más piadosas» «El protestantismo, aunque parece en los comienzos
opuesto a la Ilustración y al filosofismo, como nacido de la experiencia
religiosa de Lutero, con todo, al rebelarse contra las supremas autoridades del
papa y del emperador, enseñó al hombre a no tolerar yugo alguno, ni de la
Iglesia, ni de la tradición, ni del poder civil y político El protestantismo,
en general, al destruir o desvirtuar el sacerdocio, el sacrificio y los
sacramentos y al levantarse contra la jerarquía eclesiástica, secularizó —aun
sin saberlo a veces— la religión, y desconsagrada ésta, la puso en manos
politicas y laicas. ¿Cómo no había de perecer allí todo elemento sobrenatural?
Por otra parte, al proclamar el libre examen, echó los gérmenes del falso
misticismo y, sobre todo, del racionalismo. Consiguientemente al libre examen
retoñaron infinidad de sectas y de dogmas que explicaban la Biblia a su manera,
con lo que se rompió y, en algunas partes, se pulverizó la unidad religiosa de
Europa, dando origen a que en muchas partes naciera el indiferentismo religioso
que ponía en duda la existencia de la religión revelada y despertaba un anhelo
de buscar principios religiosos superiores y comunes a todas las confesiones y
a todas las religiones positivas. Y ya tenemos el deísmo, la religión de la
Ilustración y del positivismo».
La
AufklÁrung
En Alemania el iluminismo abarcó dos
períodos de los que solamente el primero —conocido por el nombre de
Aufklárung— pertenece al siglo XVIII. Sus principales exponentes fueron:
Leibniz, Wolff, Spadling, Reimarus, Herder y otros. A Wilhelm Leibniz
(1646-1716) se le ha llamado «el filósofo del optimismo» no sólo por sus
intentos de reunir a las iglesias protestantes entre sí y con el catolicismo,
sino también porque todo su sistema estaba en contraste con el profundo
pesimismo que Lutero había legado a sus seguidores. No obstante, algunos pujos
racionalistas, Leibniz no se atrevió a negar abiertamente el orden sobrenatural.
Pero tampoco asignó al cristianismo el puesto —fuera de serie— que le
corresponde. Era, a lo más, una mónada especial aparecida en la historia,
útilísima y extraordinaria en muchos sentidos, pero reducible a la categoría
de las cosas humanas. Su discípulo Christian Wolff (1670-1754)
cultivó una teología demasiado naturalista y trató de «explicar racionalmente»
las verdades religiosas en que convenían todas las confesiones.
En cambio H. Reimarus (1694-1768) negó la existencia de la revelación, hizo una
criba de «libros auténticos y no auténticos» de la Biblia, descartó muchas de
las narraciones relativas a Cristo y enseñó que la religión natural ha de
constituir la norma única de nuestra vida. H. Hencke trabajaría para «liberar
al cristianismo de la triple superstición de la adoración de Cristo, de la
Biblia y de los trasnochados principios teológicos». Herder soñaría en
establecer una religión filantrópica universal, sin dogmas ni creencias obligatorias.
J. F. Roehr, de la universidad de Weimar, se atrevería a meterse —cosa que sus
predecesores no lo habían hecho sino con mucha timidez— con la persona misma
de Jesús». «El racionalismo, escribía, venera en El al hombre enviado por Dios
como maestro de la verdad en el sentido ordinario de la palabra. Jesús era
sencillamente un hombre en cuya vida y misión la providencia obraba de una
manera particular».
Por desgracia, estas desviaciones de
sabor auténticamente heterodoxo suscitaron escasa reacción en los círculos
conservadores del país. O, al menos, las voces que se levantaban carecían del
prestigio de los adversarios. Por eso, tomado en su conjunto el resultado final
de la época que analizamos fue desastroso para la ortodoxia de la Reforma.
Verdades que Lutero y sus contemporáneos nunca hubieran puesto en tela de
juicio, perdían una buena parte de su actualidad o quedaban relegadas a
«opiniones del tiempo pasado». «Hay que llegar al siglo XVIII,
EL CUARTO PERIODO
Resulta probablemente inexacto clasificar sin atenuaciones a todo el siglo XIX como época racionalista. El epíteto indicaría un relajamiento general en la ortdoxia dogmática. Indudablemente hubo mucho de esto; más aún, podríamos decir que tal fue la tónica de la teología protestante del período. El relativismo y el evolucionismo abrieron brecha en su teología, sin perdonar aquellos dogmas tenidos hasta entonces como esenciales de sus iglesias. Este relativismo no perdona siquiera a la Biblia; y casi podríamos decir que empieza por ella. La Escritura no es ya un conjunto de ideas dadas por Dios al hombre y que éste tendrá buen cuidado de no tocar, sino algo así como el resumen de la evolución de un pueblo (Israel) al que Dios ha hablado de alguna manera. Por eso, las afirmaciones bíblicas «no tienen ya para los teólogos modernos el valor absoluto de otros tiempos. Las verdades encerradas en ellas no fuerzan ya a la razón, sino que deben quedar siempre sometidas a las experiencias de los lectores. Sin
embargo, es también cierto que no todos siguieron la misma dirección. Hombres
como Schleiermacher y Kierkegaard, entre otros, trataron de detener aquella
avalancha y de impedir los daños que de ella se seguían. Hubo asimismo, tanto
en Europa como en América, reavivamientos religiosos con el fin de que las
masas volvieran a sentir el calor del cristianismo y conatos de rescatar las
doctrinas fundamentales que la maldad de los tiempos y de los hombres habían
destruido. Por todas estas razones, creemos más conveniente distinguir en la
teología protestante del siglo XIX dos corrientes: la liberal, llamada también
racionalista, a la que pertenecía Hegel, Ritschl, la escuela de
Tübingen-Wellhausen y la histórica; y la conservadora cuyos representantes
europeos más conocidos fueron Schleiermacher y Kierkegaard, pero que tuvo
también sus defensores en Inglaterra y en las iglesias de Norteamérica.
El pensamiento protestante del siglo
XIX debía mucho a Kant (1724-1802). El filósofo de Kónisberg no se preocupó
directamente de teología, pero los principios filosóficos introducidos en
ella, constituyeron una auténtica revolución. Un mundo que no conocemos sino al
trasluz de las percepciones personales; un Dios cuya existencia objetiva
ignoramos, aunque la admitimos a ciegas como imperativo
Al frente de los corifeos de la
teología racionalista suele figurar Federico Guillermo Hegel (1730-1831) aunque
a un católico le resulte difícil imaginarse la clase de cristianismo derivado
de sus premisas. Hegel se consideraba solidario de Lutero y estaba persuadido
de que su nueva filosofía religiosa no hacía otra cosa que derivar las últimas
consecuencias del sistema inaugurado por aquel. «Lutero, decía, rompiendo en la
Cristiandad con los votos religiosos y con la estructura jerárquica de la
Iglesia (por medio del «sacerdocio universal») obtuvo la libertad y la
autonomía del espíritu que se desenvuelve en sí y por sí hasta convertirse en
la misma divinidad». Su papel se reducía a desentrañar por medio
de formulaciones más modernas aquellos principios luteranos. Su punto de
partida fue un panteísmo a ultranza identificado con la Idea Absoluta de la
que, por proceso de tesis, antítesis y síntesis, derivan todas las demás cosas.
Hegel aplicó esta dialéctica a los misterios del cristianismo. La Santísima
Trinidad era para él un desdoblamiento de aquella Idea: el Padre, potencia
universal y abstracta, al exteriorizarse es el Hijo y éste, reencontrándose, y
tomando posesión del espíritu del hombre, es el Espíritu Santo, seres todos que
—en última instancia— no son más que tres momentos de una misma realidad. El
filósofo vivió obsesionado con la idea de divinizar al hombre: «si la esencia
divina no fuese la esencia del hombre y de la naturaleza, sería una esencia que
no sería nada». Por lo mismo, la Encarnación y la Redención
tenían para él solamente significados simbólicos. La doctrina del Dios-Hombre
era para Hegel un sublime símbolo «por medio
«Para Hegel el cristianismo no es sino la mas alta expresión de la religión, insuperable por la sencilla razón de que la concepción religiosa, como conciencia de Dios en el hombre, encuentra su mejor y más clara expresión en el Cristo histórico. Aunque, por otra parte, esta revelación tenga su existencia solamente en cuanto representada, es decir como símbolo En tal esquema, Cristo no es más que una idea filosófica, lo mismo que sucedía en el antiguo monarquianismo defendido por Sabelio. En otras palabras, Cristo se convertía en la idea principal, pero sin existencia tangible» En el esquema hegeliano, el dogma
cristiano quedó destrozado. Jesús no pasaba de ser «uno de los grandes hombres
de la historia», por haber realizado en su ser mucho mejor que ningún otro
mortal que «Dios está en nosotros». El pecado es una etapa necesaria en el
progreso del hombre. Las narraciones evangélicas carecen de sentido literal y
deben interpretarse en manera simbólica. La noción de Iglesia, de sacramentos y
de gracia no entran para nada en su proceso de «divinización» de las criaturas.
En su concepción la vida del espíritu debe subordinarse a la vida política (la
Iglesia al Estado) ya que es éste el que rige los destinos de los pueblos. La
inmortalidad del alma —con todos sus corolarios— le apareció como idea
transnochada carente de realidad o como la simple manifestación de un deseo
fantástico del hombre por convertirse en Dios. «Hegel, escribe un crítico
luterano de nuestros días, no obstante su pretensión de amalgamiento perfecto
de su filosofía con el cristianismo, lo redujo —por razón de su panteísmo— a
la negación absoluta de la religión del Divino Maestro. No creyó en el Jesús de
la historia y con sus ideas contribuyó a la destrucción de los fundamentos
históricos del cristianismo».
Ritschl y su
teología
Se ha dicho que, durante el último
cuarto del siglo XIX, no hubo influencia teológica protestante comparable, por
su vigor y amplitud, a la del profesor de Gottingen, Albretcht Ritschl. Murió
en 1889 y, sin embargo, aun hoy día sus teorías juegan papel importantísimo en
la dogmática de las iglesias. Harnack no
Ritschl protestó siempre de sus
buenas intenciones y de su fidelidad al luteranismo. Este, en su opinión,
había quedado deformado por las tendencias pietistas y reducido a la última
expresión por el subjetivismo de Schleiermacher y de su escuela. Y él se creía
llamado a devolverlo a su primitivo esplendor, sobre todo, luchando con el
pietismo que siempre fue su bestia negra. «La vuelta al Nuevo Testamento
tomando como guía la Reforma», fue una de las normas de su vida. Gracias a este
ideal, logró evitar los escollos del panteísmo, devolviendo a la teología parte
de la objetividad que los seguidores del sentimentalismo habían tratado de
arrebatarle. Pero, tampoco logró elevarse a las alturas desde las que se
contemplan con los ojos de una serena fe los misterios del cristianismo. Sus
alas estaban atadas a las categorías de Kant y a los absolutos de Hegel. Por
eso se quedó con frecuencia a medio camino, buscando remedio en una concepción
del cristianismo fundada casi exclusivamente en motivos morales.
Ritschl admitió la existencia de un
Dios personal, distinto del universo aunque discernible a nosotros solamente
por los postulados de la razón y los imperativos categóricos. De todos sus
atributos, el único que le interesó hasta hacer del mismo el punto focal de su
sistema, fue el de la paternidad: «si Dios es la expresión que nos explica el
origen de todo ser y de toda vida (a Deo, per Deum, ad Deum’), no hay duda de
que el principal artículo de fe de las confesiones cristianas tiene que ser la
concepción de este Dios como Padre». A esto corresponde en el
hombre una sola virtud primordial: «la confianza en el significado y en la
victoria de la vida, en otras palabras, el abandono confiado en la voluntad de
Dios sin tomar en cuenta el destino, los pecados, la muerte y el demonio; y por
otra la certeza del perdón, la humildad que mira a Dios y la voluntad actuante
que en cualquier condición o profesión en que nos encontremos, se pone al
servicio suyo y al del prójimo».
Los demás dogmas le preocuparon poco.
Admitió la fe en las Sagradas Escrituras como un postulado más de la razón.
Cristo, aunque colocado sobre los demás hombres, fundador del cristianismo y
maestro de nuestra conducta, quedó despojado de su divinidad. La doctrina de
las dos naturalezas, las relaciones entre las Personas de la Santísima
Trinidad, el nacimiento virginal y la resurrección fueron descartados de sus
tratados como superfluos. «Allí donde encuentro un misterio, decía, lo que hago
es callar». Rechazando como mito el pecado original, definió los pecados
actuales como frutos de la ignorancia considerándolos desligados de la noción de un Dios
ofendido. De este modo, la reconciliación se reducía a que: «quienes antes se
hallaban en activa oposición con Dios, se encontraran ahora en amistad con El»
y que más tarde vivieran una vida moral irreprochable. En todo el
proceso del perdón de los pecados, no intervenía para nada la obra de la
Redención. Cristo y su obra tenían para Ritschl una sola finalidad: la de ser
prototipos de la conducta ejemplar que había de preponderar en el mundo si este
quería hallar el objeto de su existencia. La religión se convertía para él en
un negocio práctico. Hablaba con frecuencia del Reino de Dios predicado por
Jesús, pero se trataba de un reino terrenal, carente en absoluto de perspectiva
escatológica y limitado a las estrechas fronteras de esta vida. Si aquí abajo
logramos vivir según los principios morales y, sobre todo, si hacemos bien al
prójimo, hemos alcanzado la perfección aunque hayamos dejado de lado los
aspectos dogmáticos y sacramentales del cristianismo.
El protestantismo conservador ha
criticado duramente a Ritschl que, «gloriándose de ser discípulo de Lutero y
predicador de Cristo», no ha hecho sino destruir los fundamentos mismos de la
Reforma al «rechazar la palabra revelada e infalible de Dios» y crear una
religión cuyas bases son la conciencia del creyente y una vida moral como la
podían llevar los paganos de la antigua Grecia. La crítica es
fundada. Pero ese mismo prescindir de las verdades duras —objeto de fe— y de la
sujeción a una Iglesia que habla en nombre de Cristo, poniendo freno a nuestros
egoísmos, han servido para hacer del sistema ritschleano una de las religiones
de moda de ciertas gentes de nuestros días.
Wellhausen y
TÜbingen
En el campo de la teología
protestante de extrema izquierda, dominaron las escuelas de Tübingen y
Wellhausen. El fundador de la primera fue Christian Baur (1792-1860) quien
quiso aplicar los principios del rígido hegelianismo a la vida de Cristo y de
su Iglesia. En la aparición de ésta no había, según él, elementos sobrenaturales y divinos, sino
que todo se reducía a un simple juego de categorías metafísicas. En su estadio
primitivo, el cristianismo se había limitado a ser una religión más o menos
nacional con un Mesías como centro. Sus defensores eran principalmente los
apóstoles Santiago y Pedro (tesis). En contraposición a esta tendencia, surgió
Pablo con su cristianismo de tipo universalista (antítesis). Del choque de
ambas corrientes —y como resultado de las luchas teológicas de las primeras
generaciones cristianas— apareció allá por el siglo II una religión amorfa que
se llamó cristianismo (síntesis), que es la prevalente hasta nuestros días. Los
documentos neotestamentarios (a los que, por supuesto, se les negaba todo
origen divino) quedaron subordinados a esta concepción simplista: aquellos que
se amoldaban a la teoría, eran históricos, los demás quedaban rechazados como
espúreos. Tübingen produjo no pocos teólogos y escrituristas imbuidos
en los mismos principios. Mencionemos solamente a David F. Strauss (1808-1874)
el tristemente célebre autor de la Vida de Jesús en la que quiso probar que
«Cristo no fue la perfecta revelación de la naturaleza divina, ni siquiera de
la humana». Los Evangelios no son auténticos y los hechos narrados de la vida
de Jesús pertenecen en gran parte a la mitología. Por supuesto, su divinidad y
sus milagros quedaron relegados al reino de los mitos. En obras
posteriores, el pobre Strauss —como si fuera un castigo por sus blasfemias— fue
abandonando todo resto de creencia cristiana, llegando a ridiculizar la noción
teísta de Dios, la inmortalidad del alma, etc., y viniendo a parar en el
panteísmo. Por su parte, los teólogos de la escuela de Wellhausen
se dedicaron principalmente a la crítica bíblica aplicando a su estudio los
principios racionalistas y prescindiendo, por lo general, o negando
positivamente los elementos de inspiración presentes en los Sagrados Libros.
Sus conclusiones radicales y destructivas constituyeron el golpe más duro para
un protestantismo que continuaba todavía admitiendo a sus autores como
miembros de sus respectivas iglesias. Entre sus principales promotores
figuraron el mismo Wellhausen, Gunkel, Gressman, Wrede, Weinel, Heitmueller,
Bousset y otros.
Los partidarios de la escuela
histórico-religiosa se dedicaron a estudiar el cristianismo y su evolución en
el marco histórico-geográfico. El empeño era de suyo laudable, pero sus
prejuicios los inhabilitaban casi por completo para triunfar en el intento. La
mayoría de ellos profesaba un panteísmo larvado. Y los que no llegaban a tanto,
partían del supuesto de la negación de la divinidad de Cristo y de la
posibilidad de una revelación propiamente dicha, dos postulados que ipso facto
rebajaban al cristianismo al nivel de cualquier otra religión. Entre sus representantes figuraban Lagarde, Dilthey,
Meyer, Chantepie de Saussaye, y sobre todo Ernest Troeltsch. Este, rechazando
«los dogmas fijos» de las iglesias, redujo la revelación a una especie de
sentimiento religioso, pero de orden meramente natural, en el que el
cristianismo sería solamente el punto culminante de las «revelaciones» y
«redenciones» que habían aparecido en el curso de la historia. Troeltsch empleó
siempre un lenguaje más reverente que sus contemporáneos, pero una combinación
de prejuicios derivados de Hegel y Schleiermacher constituyeron verdaderos
óbices en su camino hacia la verdad. Su Dios carecía de la trascendencia del
Jehová de los Sagrados Libros; el Jesús descrito en sus páginas no pasaba de
ser «una gran personalidad cuya contemplación es siempre atractiva» o aun podía
llamarse «el tipo humano cuyo puesto no lo puede cubrir ningún otro», pero sin
pasar de ahí. Los misterios cristianos tenían a sus ojos valor meramente simbólico.
Troeltsch llegó a recomendar a los misioneros protestantes que cesaran de
hablar en sus predicaciones a los paganos de un cristianismo totalmente
diferente de las demás religiones. Era: primus inter pares, por lo que, los
misioneros debían dedicarse más a la difusión de los elementos positivos de la
cultura cristiana, que al trabajo propiamente dicho de conversión de las almas.
El
liberalismo de Harnack
El ciclo de teólogos liberales puede
cerrarse con el nombre de Adolf von Harnack (1851-1930) ya que su producción
dogmático-histórica principal cae todavía dentro del siglo XIX. Neve lo llama
«el mayor historiador de la escuela de Ritschl», aunque en la mayoría de los
casos se mostrara mucho más radical que su maestro. Harnack estaba convencido
de que la clave para la auténtica interpretación de Cristo y de la Cristología
tenía que partir de un estudio profundo de los primeros siglos de la vida de la
Iglesia. Fue de hecho la época que él más investigó. Por desgracia, sus
postulados racionalistas no eran la mejor preparación para aquella tarea.
Harnack figura probablemente como uno de los grandes sabios de los orígenes
cristianos cuya obra, admirable bajo muchos conceptos, queda empañada e
inutilizada por la filosofía que preside y acompaña a cada una de sus
afirmaciones.
Dogmáticamente Harnack se mostró
siempre un auténtico racionalista. El cristianismo se encerraba para él en una
simple fórmula: «Dios no puede y no debe ser otra cosa que el Bien en el
sentido del amor misericordioso y redentor. Todo lo demás está de sobra: Dios
no es el legislador ni el severo juez; es el Amor personificado que redime y
beatifica». Este postulado llevó al docto profesor a descartar, como figura
central del Evangelio, a Jesús: «No es el Hijo, sino el Padre
«Si la obra de Harnack es digna de
toda consideración por su aportación al estudio y al conocimiento de las
fuentes de la crítica textual, resulta por el contrario inaceptable en su
interpretación y valoración del hecho cristiano... Su visión estaba impedida
por los prejuicios racionalistas... De ahí que el mensaje de Cristo, trasmitido
por él, carezca de toda profesión de fe, de dogmas cristológicos, de la idea de
una Iglesia organizada en forma social, jerárquica y cultural. En sus obras el
cristianismo aparece como una fase evolutiva de la religión natural y como
reelaboración de pensadores embebidos en cultura helénica... Según sus teorías,
la forma de cristianismo que más se aparta del árbol primitivo es la profesada
por la Iglesia católica, y la más cercana a ella la de las iglesias de la Reforma,
a condición, sin embargo, de que éstas se liberen de sus inútiles ligámenes
dogmáticos».
Reacciones
ortodoxas
Como era de esperar, el
protestantismo ortodoxo se rebeló contra las concepciones bíblico-dogmáticas
de los partidarios del liberalismo. Levantó bandera contra él y desplegó todos
sus recursos para probar que tales hombres estaban en el polo opuesto de los
auténticos seguidores de la Reforma. La historia nos dice que la lucha no
siempre terminó en victoria. Para el fin que se buscaba, no era suficiente una
dosis mayor o menor de buena voluntad. Y muchos de los que lo intentaron, se
hallaban imbuidos de principios filosóficos incompatibles con aquellos conatos.
Uno de los primeros en romper aquel
cerco fue Federico Schleiermacher (1768-1834), uno de los restauradores de la
teología protestante moderna y «el Orígenes de la moderna Reforma». «Es verdad,
escribía Mackintosh en 1939, que el tiempo de su mecenazgo se halla ya en el
ocaso, pero es también indudable que fue él quien, a finales del siglo XVIII,
abrió una nueva era en el campo de nuestra teología y en la interpretación
científica de la religión. A nadie, si exceptuamos a Lutero, se le ha prestado
tanta atención. El mismo Brünner, en medio de los terribles ataques de que le
ha hecho objeto, no duda en llamarlo el gran teólogo (protestante) del siglo
XIX».
Religiosamente, Schleiermacher
descendía directamente de los pietistas moravos, por cuyo contacto había
vuelto a la fe tras un largo período de dudas y de abandono de prácticas
religiosas. «El pietismo, dirá él mismo, es el seno materno que en su
misteriosa oscuridad ha nutrido con su leche mi incipiente existencia».
En el terreno filosófico su dependencia de Kant, Hegel y aun de Spinoza era
evidente. Otro de los moldeadores de su personalidad fue el romanticismo
alemán, sobre todo, a través de Schelling. A éste debía su tendencia al
análisis psicológico, a la introspección y al sentimentalismo.
Schleiermacher abrigaba excelentes
intenciones al emprender su obra teológica. Quería defender la religión contra
los ataques de los detractores. El Aufklárung había sembrado la confusión en
los ánimos. A su parecer el camino tomado por la Reforma no era suficientemente
eficaz para el fin que se perseguía. El presentaría un nuevo método cuya
eficacia, así al menos lo pensaba, estaba asegurada de antemano. Tal fue la
tarea que se impuso primero en sus Discursos sobre la Religión (1799) y, sobre
todo, en su producción cumbre: La Fe Cristiana según los principios de la
iglesia evangélica (1821).
Nuestro autor empezó por negar el
concepto clásico de religión fundado en los conocimientos racionales, en la
revelación y en los hechos de la historia. «Los hombres, escribía, hacen de su
religión una cuestión histórica. Contemplan a Dios en Judea y en Egipto, en
Moisés y en Jesús, pero no dentro de sí mismos. Necesitamos una religión vivida
como la que se albergaba en los corazones de Abraham y de Pablo».
Para el caso, lo mismo era que los documentos se derivaran de la historia
profana o de la revelación escriturística: la única fuente válida era la de la
experiencia personal. Este subjetivismo sentido formaría el centro de su
teodicea y, en gran parte, hasta de su teología. Transfiriendo al campo
religioso el ideal romántico de la reflexión filosófica, había que buscar la
vía directa del alma a la ciencia del Todo, hacia aquel Ser a quien llamaba «el
Uno y el Todo», «el Infinito en lo finito», «el Destino», «la Providencia
eterna», etc. La medida en que el «Yo», puesto en presencia de lo divino
experimentara en sí «el sentimiento de dependencia, de humildad y de gratitud,
de reverencia por lo eterno e invisible, de fe y de confianza», determinaría
la profundidad de la religión en el individuo.
¿Qué era lo divino en el pensamiento
de Schleiermacher? Los autores no coinciden en fijarlo aunque la mayoría
perciba en ello un claro sabor deísta o quizás aun algo peor: «No puede
negarse, comenta Perriraz, la presencia de un panteísmo bastante pronunciado en
los Discursos del autor. Con todo, tampoco podemos considerarlo como panteísta
a secas. Si acercaba demasiado a Dios al mundo y mostraba que la religión es
una cosa del sentimiento, lo hacía para excluir del proceso toda colaboración
intelectual. Se ha dicho que tal concepción podía dar pie a los incrédulos a
contentarse con el sentimiento y a llamarse religiosos sin creer en Dios. Así
es. Nos hallamos ante uno de los déficits más patentes del filósofo y de la
imprecisión de sus definiciones».
Dentro de este esquema, los dogmas no
podían serle de gran interés. Equivalían sencillamente a expresiones
abstractas de intuiciones religiosas o a resultados de la reflexión sobre las
formas originales del sentimiento religioso. En cualquiera de las hipótesis, no
afectaban ni pertenecían a la esencia del cristianismo. Por este razonamiento
simplista y absurdo, Schleiermacher se entregó a la tarea de cambiar de
significado a las nociones teológicas fundamentales de nuestra fe. He aquí
algunas de sus nuevas definiciones: revelación es toda intuición nueva y
original del universo; varía según los individuos; milagro: «todo hecho natural
que revela al alma lo infinito»; pecado: la perturbación de la armonía entre
los poderes naturales del hombre que le impiden interiormente la afirmación de
sus relaciones con Dios; redención: la influencia moral de Cristo sobre el
creyente por la que el hombre queda recibido en la energía de la divina
conciencia del
Uno se pregunta qué teología
cristiana se puede construir a base de fundamentos tan mezquinos. Su
insistencia en la experiencia religiosa vivida por muy beneficiosa
que sea, tiene su contrapeso en la negación de tantos otros dogmas
fundamentales del cristianismo. Si la persona de Cristo ha de formar el centro
de nuestra vida de piedad, ciertamente ha de tratarse del Hijo de Dios y no
solamente del Hijo de María como lo quiere nuestro autor. Algunos protestantes
han lanzado duras críticas a su influjo pernicioso en la teología de la
Reforma. Karl Barth lo llama: «ilustre traidor a la causa de Cristo» y Emil
Brünner «el archiheresiarca del siglo XIX por haber construido una teología
de base meramente antropológica». En todo caso, el resultado de
sus esfuerzos fue, en su conjunto, negativo: «A causa de su acentuación
unilateral y exclusiva del sentimiento religioso, de su falta de comprensión
del pecado y de la necesidad de la redención, de sus grandes fallos en materias
cristológicas y soteriológicas, Schleiermacher no pudo ni dar una dirección
única a la corriente antirracionalista por él iniciada, ni penetrar en el
pensamiento original de Lutero, bajo el punto cristiano mucho más profundo que
el suyo, ni finalmente renovar la teología de la Reforma».
Los REAVIVAMIENTOS RELIGIOSOS
Las tentativas dejaron insatisfechas
a la mayor parte de las iglesias. Por eso éstas —en concreto las de tendencias
conservadoras— determinaron ensayar otras vías. Se quiso aprovechar el tercer
centenario de la revuelta luterana (1817), para volver la atención a los
escritos del fundador y a las fórmulas de fe de las grandes confesiones. En
Alemania la lucha política contra la ocupación napoleónica sirvió para unir a
los patriotas bajo el banderín de: «la vuelta a la Reforma». Lo mismo
En Alemania la «vuelta a Lutero» se
manifestó de varias maneras. Unos con W. Hengstenberg (1802-1869) no solamente
defendieron la genuinidad de todas las páginas de la Biblia, sino que por la
aplicación de un sistema alegórico, quisieron probar que el Antiguo
Testamento, aun en sus más accidentales pasajes, contenía la figura del futuro
Mesías. En teología suscribieron con rapidez las tesis de la primitiva Reforma
y en sus escritos atacaron fuertemente tanto a los pietistas como a los
racionalistas. Otros —que formaron la escuela llamada de
Erlangen— mantenían la necesidad de recobrar los valores de la Reforma, pero
aprovechando los cambios didácticos y metodológicos introducidos por
Schleiermacher y otros; querían, en otras palabras, «enseñar la verdad antigua,
pero con ropaje nuevo». Establecían una distinción entre el Lutero auténtico y
sus intérpretes o aun las confesiones de fe. Estas últimas no podían
considerarse como fórmulas estáticas, incapaces de variación, sino como
«fuerzas dinámicas de una iglesia viviente» y siempre subordinadas a la
experiencia personal. Introdujeron también variaciones en la noción de iglesia
tradicional: ésta quedaba reducida a «una reunión de creyentes cuyos activos
instrumentos son los medios de gracia y el oficio de administración». Entre sus
promotores figuraron Adolfo Harles, Christian Hoffman, Hermán Frank y otros.
Un tercer grupo creyó hallar la fórmula feliz en una insistencia mayor en el
contenido de la Biblia (por eso se llamaron biblicistas), pero interpretándola
de modo que fuera un compromiso entre el liberalismo a ultranza y los
defensores del puro mensaje de la Reforma. Como exponentes típicos de esta
escuela pueden considerarse: Tobías Beck, Augusto Neander, Hermán Cremer y A.
Domer. Los biblicistas enseñaron que la Sagrada Escritura, sin ayuda de las
Confesiones, y en su desnuda sencillez debía de ser la norma única de la vida
cristiana. Por su parte, ésta debe consistir en una relación personal del
individuo con Dios en
En Inglaterra los fieles, cansados de
la esterilidad de la iglesia oficial, buscaron refugio en una u otra forma de
subjetivismo religioso. El camino había quedado trazado en el siglo anterior
por los hermanos Wesley y la fundación del metodismo. Ninguno de los dos
mostró interés por problemas de eclesiología. Lo importante para ellos era
insistir en una experiencia vivida de la conversión como medio para que el
individuo llevase una buena vida moral. De la iglesia anglicana —que
abandonaron de mala gana y cuando su permanencia se les había hecho imposible—
conservaron aquellos elementos que creían útiles para el fomento de la devoción
personal y la elevación de la moralidad de las masas. La dicotomía fue en
extremo arbitraria: retuvieron el bautismo y «la cena del Señor» como ritos
externos; admitieron la existencia del episcopado con tal de que este se limitara
a funciones administrativas; pero al mismo tiempo daban a la conversión y a la
regeneración instantánea una importancia fuera de toda proporción y ajena a la
tradición anglicana.
Otro sector, ansioso de reforma pero
reacio al abandono del anglicanismo, recibió el nombre de evangélicos. Sus
miembros insistían en la necesidad de adoptar un «cristianismo práctico» y más
adaptado a las exigencias de los tiempos. Su más conspicuo dirigente fue
William Wilberforce (1759-1833), el campeón del abolicionismo esclavista y uno
de los hombres políticos más influyentes de la época. Los evangélicos estaban
impulsados por una gran pasión: la de salvar almas y hacer bien a la humanidad.
Por lo mismo su esquema teológico era sencillo: en la Biblia, interpretada al
pie de la letra por el individuo, se hallaba toda la verdad; la naturaleza
depravada necesitaba de redención y ésta le venía por la fe fiducial en los
méritos de Cristo. Despreciaban la elaborada liturgia anglicana y apenas se
fijaban en los aspectos sacramentales del bautismo y de la «cena». Los miembros
de la High Church los miraron siempre con desprecio. En el campo misionero
desplegaron gran actividad.
Los hombres del Movimiento de Oxford
emprendieron otro camino. Estudiando los males acarreados por la revolución
protestante («el protestantismo, decía Froude, fue una pierna dislocada y mal
repuesta que es preciso romper si queremos volverla a su lugar») creyeron que
la solución se hallaba en la vuelta al cristianismo primitivo y a los Padres
de la Iglesia. Su objetivo inmediato se centró en «la salvación de la iglesia
de Inglaterra». Para lograrlo, unos pensaron que era necesario buscar un
arreglo entre las tendencias luteranas y católicas de la iglesia oficial. Otros
profundizaron la concepción de Iglesia trasmitida por los Padres así como las
credenciales de la supremacía romana, hallando así el camino que les conducía
al catolicismo. Pero la mayor parte se quedó a medio camino acusada por los
protestantes ortodoxos de haber claudicado en la doctrina de la justificación
por la sola fe y tildadas por los católicos por la timidez de sus posiciones
dogmáticas. Cogidos entre dos fuegos, los oxfordianos creyeron poder salir del
paso con la teoría eclesiológica de las tres ramas. Según ella, la verdadera
Iglesia de Cristo se hallaba igualmente dividida entre la rama católica (útil
para los países latinos); la ortodoxa (sin duda la mejor adaptada para las
regiones orientales); y la anglicana, destinada providencialmente para los
súbditos de Su Majestad o para sus seguidores dispersos en el mundo entero. Por
medio de esta distinción pensaron haber salvado la dificultad optando la vía
media entre «los errores dogmáticos de la Reforma y los abusos en que había
caído la Iglesia romana».
Los REAVIVAMIENTOS NORTEAMERICANOS
El protestantismo norteamericano del siglo XIX empezaba a recortar su personalidad después de haber figurado durante largo tiempo diluida y confundida con las iglesias emigradas del Viejo Mundo. La necesidad de convivir en el mismo territorio; la carencia de contacto con las tradiciones del protestantismo europeo; el escaso cuidado que, durante la época colonial, tuvo la iglesia de Inglaterra por sus hijas de ultramar; y el instinto practicista de aquellos hombres, roturadores y audaces en casi todos los aspectos de la vida, determinaron la fisonomía de su cristianismo. Este consistió en gran parte en un intento de fusión de la teología especulativa con las necesidades diarias de la vida práctica. Por eso algunos de sus mejores pensadores fueron al mismo tiempo predicadores de primera calidad. En el terreno propiamente
especulativo, las tendencias eran abiertamente de extrema izquierda. Como hemos
indicado en otro lugar, las ideas deístas habían penetrado en ciertos círculos
políticos e intelectuales del país y entre no pocos de los proceres de su
independencia. Aun los que apartándose de aquella corriente, se gloriaban de su
«ortodoxia», caían en un personalismo dudoso o se acogían al
A esta situación respondieron los
elementos sanos de las iglesias con el recurso a los reavivamientos religiosos.
Se buscaba «la vuelta del pueblo a Dios» para lo cual era necesario renovar en
sus corazones «las grandes verdades cristianas» y excitarlos al arrepentimiento
y a la conversión. La técnica derivaba directamente del pietismo
centro-europeo, llevado por los moravos al Nuevo Mundo e implantado de manera
más sistemática por el metodismo. Más que el convencimiento rígido del
entendimiento, se buscaban las decisiones de la voluntad reblandecida por
presiones morales y emotivas. «Nuestro pueblo, decía el primer promotor de
aquellos despertares, no necesita que se le llene la cabeza de ideas, sino que
se le toque el corazón». Y a la conquista de éste, por métodos a veces dignos,
a veces colindantes en lo ridículo, se lanzaron una tras otra las principales
confesiones protestantes del país. «El reavivamiento, ha escrito Drummond, ha
sido la característica del protestantismo norteamericano desde mediados del
siglo XVIII hasta nuestros días».
El historiador Latourette distingue
«tres oleadas» de despertares religiosos en los Estados Unidos. La primera
empezó en 1797 por obra del pastor presbiteriano James McGready —coadyuvado
por bautistas y metodistas— y se extendió principalmente por los estados de
Kentucky y de la Carolina del Norte. En los sermones, celebrados al aire libre,
el emocionalismo y la histeria popular alcanzaron límites inimaginables.
La segunda estuvo a cargo del predicador congregacionalista Charles G. Finney
y tuvo por campo de acción Nueva York y sus regiones circunvecinas durante la
mitad del siglo XIX. Las campañas levantaron mucho revuelo por la manera
directa con que se enfrentaba con el pecado y el pecador (por quien oraba
nombrándolo personalmente en público) y por el vigor con que hablaba de la
necesidad de la regeneración. En el «banco de la ansiedad», colocado en primera
fila, tomaban asiento aquellos pecadores que «luchaban en la agonía de un nuevo
nacimiento». Dwigt L. Moody, figura central de la tercera oleada,
se había ganado la vida como zapatero hasta el momento en que, sintiéndose
llamado por el Espíritu, empezó a recorrer Chicago y las ciudades del Middle
West predicando el «mensaje de salvación». Trató de eliminar —y con éxito— las
excentricidades y los fenómenos histéricos que estaban desacreditando entre las
gentes sensatas aquellas campañas. Se asoció a Irma D. Sankey, un famoso
barítono de arrebatadora voz, para que le acompañara en el canto de himnos que,
repetidos por la multitud, tenían electrizados a todos. Teológicamente decía
La eficacia de estos reavivamientos
espirituales ha sido juzgada de diversa manera. Los liberales continúan
juzgándolos «como una de las peores plagas de la nación». Pero sus críticas no
llegan al pueblo, el cual sigue acudiendo a tales reuniones cada vez que
aparece en escena algún Billy Sunday o un Billy Graham. Es indudable que con
ellos se sacia momentáneamente la sed religiosa de las masas. Las consecuencias
digamos teológicas dependen de muchos factores, empezando por las doctrinas
enseñadas por el predicador. Algunos pocos se mantienen equilibrados y
conservan la mayor parte de las doctrinas fundamentales del protestantismo
primitivo, a excepción de puntos como el de la predestinación, que les tienen
sin cuidado. Otros, en cambio, enseñan toda clase de nociones escatológicas y
carismáticas absurdas derivadas de su interpretación personal de la Biblia. La
preponderancia del emocionalismo y la propaganda de tipo utilitarista y
comercial o el fanatismo a ultranza desplegado por sus predicadores contribuye,
y no sin razón, a desprestigiar entre las gentes educadas el protestantismo y
aun la misma religión.
La teología
de Kierkegaard
Y dejemos el Nuevo Mundo para fijar
por un momento nuestra atención en un solitario pensador danés que, olvidado
durante su vida y aun medio siglo después de su muerte, ejerce en nuestros
dias enorme influjo religioso. A Soren Kierkegaard (1813-1855) se le han
tributado los mayores elogios: es para unos «el mejor pensador del siglo», «el
Sócrates del Norte» o «el príncipe de los psicólogos cristianos», y para
otros: «el más exquisito cantor de la introspección humana» o «el verdadero
predecesor e inspirador del pensamiento de Karl Barth».
Kierkegaard fue uno de esos hombres
en quienes la doctrina era. en gran parte, reflejo de su vida y de sus
experiencias personales. Nació en una familia cuyo padre, melancólico y atormentado, le
inspiró continuamente el sentido del miedo y de la responsabilidad ante Dios.
Esto produjo en el hijo una religiosidad brusca, llena de angustia y con un
peso oprímeme del pecado y de sus consecuencias en cada uno de nosotros. Pasó
también por una crisis religioso-moral pero sin llegar a perder la fe. La
muerte de su padre (y la revelación hecha de un pecado cometido) constituyeron
un nuevo motivo de angustia para su espíritu. En 1843, prometido para el
matrimonio a una joven, Regina Olsen, rompió el compromiso causándose una
herida que le duraría hasta la muerte. Ya en plena actividad científica,
Kierkegaard sufrió otros dos fuertes reveses: los ataques de cierta prensa
capitalina y sobre todo las alabanzas que el pueblo y el clero tributaron al
obispo luterano Minster que había profesado el hegelianismo en sus escritos.
Nuestro hombre respondió con una serie de artículos de extrema dureza y aun de
invectiva personal. Fue la ruptura clamorosa con la iglesia oficial a la que
acusó de no ser más que «caricatura del cristianismo e inmenso agregado de
errores y de ilusiones sin apenas dosis del Evangelio auténtico».
El punto de partida de su teología —y
de todo su sistema— es el primado de la subjetividad. Busca el modo de llegarse
a ser uno mismo, ya que el pensar es obrar y en el pensamiento se realiza la
existencia: «no se conoce la verdad; se es la verdad». Esta
subjetividad tiene que ser consciente, vivida, apasionada. Cuando se aplica a
materias religiosas, recibe el nombre de fe. Esta es «un sufrimiento... un
conmoverse de toda la existencia. Puede solamente compararse a lo que llamamos
pasión... o a lo que en términos cristianos se llama muerte, la muerte del Yo
autónomo. Pero, al mismo tiempo es también alegría, algo así como la
resurrección de un nuevo Yo». Este Yo, al trasponer sus limitadas
fronteras, se encuentra con Dios, con el Absoluto, con el Completamente Otro,
distanciado de nosotros por un abismo, pero revelándosenos en Cristo y en sus
misterios. Los medios clásicos ideados para entablar contacto con El (la
apologética racional o las demostraciones históricas) no sirven para el objeto.
Son «mentiras y falsificaciones del cristianismo». Ante el Absoluto no cabe
otra actitud que la del respetuoso silencio: «Cállate, es el Completamente
Otro». Y esto lo lograremos solamente por la fe, entendida ésta como «un salto
en el vacío».
Con relación al cristianismo,
Kierkegaard tiene también sus ideas propias. Sus aspectos históricos le
preocupan poco. En cambio, quiere saber en qué se distingue el cristianismo de
las demas religiones. El enigma del cristianismo, responde, está en su carácter
paradójico. Todo nos aparece en él lleno de contradicciones. En la Encamación
la paradoja está en la presencia mutua y en la compenetración total del
Hombre-Dios, del Infinito y de lo finito, del hombre que habla y obra como Dios
y de un Dios que habla, obra y muere como hombre. Este aparente
En algunos puntos Kierkegaard se
acerca más a nosotros que a la Reforma. Su doctrina de «las buenas obras»,
continúa siendo anatema en las iglesias separadas. Sus páginas sobre la
Santísima Virgen podrían figurar en algunos de nuestros florilegios. En
general, sus juicios sobre la obra de la Reforma eran negativos. Aquella fue
«una concesión a las pasiones y a la sensualidad». «Cuanto más examino,
escribía, el protestantismo, más me convenzo de que ha conducido al cristianismo
a un estado de terrible confusión». Sin embargo, de aquí al
catolicismo hay muy largo camino. Sus conceptos de fe, de pecado original, de
la justificación, etcétera, son típicamente luteranos. Su cristología ofrece
muchos puntos débiles. Las relaciones del Cristo Encarnado con la pobre
humanidad son apenas perceptibles y dignas de tenerse en cuenta. «La vida de
Cristo nada tiene que ver con la historia», nos dice, y su existencia fue en
todo momento «tangencial a la tierra». Su afán de la paradoja le conduce a
gozarse de que «el Hijo del Hombre viniese al mundo y se moviera por todas
partes sin que nadie cayera en la cuenta de su presencia» Esto podrá ser todo
lo «trágico» que se quiera, pero está muy lejos del espíritu del Evangelio. La
vida sacramentaria no parece existir para él. En eclesiología depende del
concepto de «iglesia invisible» de la Reforma, pero agudizado por su aversión
personal a toda organización externa como si esta significara oposición
irreductible al «cristianismo del espíritu» que él profesaba. El ideal
«No hay en toda la obra de
Kierkegaard, escribe Mesnard, uno sola alusión concreta al Cuerpo Místico de Cristo.
La encarnación del mensaje cristiano viene a ser para él un continuo declive
cuyo punto más bajo está en la Reforma. Para él no hay más hecho religioso que
el diálogo del alma con Dios, diálogo convertido en agónico con la venida de
Cristo ya que si antes Dios trataba a los hombres como a niños exigiéndoles una
obediencia exterior y nominal, ahora Cristo los pone cara a cara con sus
responsabilidades y el Espíritu que le ha sucedido exige de ellos una renuncia
total. Asimismo la idea del crecimiento de la Iglesia por obra de las misiones
y el establecimiento de una jerarquía orgánica, no puede en modo alguno
compaginarse con su cristología y con su individualismo».
EL QUINTO PERIODO
Es casi imposible resumir en los
estrechos límites de unas páginas la teología protestante de estos últimos
cincuenta años. Es verdad que las corrientes del pensamiento se enlazan en gran
parte con los de la época anterior. Pero no lo es menos que la situación ha
variado en otros aspectos. En nuestros días hay que tomar en cuenta, además de
las escuelas centro-europeas e inglesas, a los teólogos escandinavos y
norteamericanos que contribuyen con su aportación al acerbo total. Pero sobre
todo, nos hallamos todavía demasiado cercanos a los sistemas y a los personajes
para adquirir la perspectiva y la serenidad necesarias a un juicio adecuado de
la situación.
El análisis tiene que empezar por los
teólogos de lengua alemana, que son los que todavía marcan la pauta. El primero
de ellos será el suizo Karl Barth, profesor de las universidades de Berna,
Berlín, Tübingen y Marbourg, y el pensador más conocido de la Reforma
contemporánea. «Barth, se ha dicho, ha acaparado en nuestro siglo el puesto
que en el anterior se reservaba a Schleiermacher. La posición de los demás
teólogos se precisa según la relación que guardan con él. Todo escritor que
trate de materias teológicas lo ha de hacer confrontando su manera de ver con
el pensamiento barthiano».
Aportación
barthiana
Para captar su pensamiento, conviene
traer a la memoria cuanto llevamos dicho sobre la situación en que el
liberalismo y el racionalismo habían dejado al protestantismo ochocentista. Al
principio del siglo actual (XX), eran todavía muchos los que pensaban que la técnica
y la fraternidad humana (en otras palabras el antropomorfismo filosófico y
teológico) bastarían para resolver los problemas del mundo. Barth flirteó
también durante algún tiempo con ellos. Pero los horrores de la primera guerra
europea bastaron para mostrarle lo quimérico de tales remedios. Desde entonces
se dio a denunciarlos, no con la fácil oratoria de un tribuno, sino fundándose
en razones teológicas y tomadas de la Sagrada Escritura. Su gran
En 1919 apareció la primera edición
barthiana del Comentario a los Romanos en el que, descartando el
«Cristianismo burgés» de los liberales, proclamaba al Completamente Otro como
centro de su teología y como esperanza del mundo. Siguió una segunda edición
totalmente refundida ya que, como decía él mismo, de la primera no quedaba allí
piedra sobre piedra. En esta nueva obra, exponía Barth la doctrina de «la
interna dialéctica de la realidad» por medio de una especie de dualismo
cósmico, encerrado en la frase: «Dios está en el cielo y tú en la tierra». El
era el Incomprensible, el Absoluto, el Ding an sich incapaz de ser alcanzado
por nosotros ya que «finitum non est capax Infiniti». El libro constituyó una
terrible diatriba para quienes esperaban todavía algo del esfuerzo humano aun
en el mundo religioso y moral.
No es este, ni mucho menos, el único
punto en que Barth se aparta de la teología liberal para acercarse de nuevo al
pensamiento de los primeros reformadores. Su «teología de la crisis» —en la que
se notan claros influjos de Kierkegaard— se diferencia de ella en otros muchos
aspectos. La historia, dice Barth, no tiene que ver nada con la religión que
Cristo trajo a la tierra. La «ley de las obras» (Rom. 3,27) debe ceder bajo
nuestros pies ya que ninguna de ellas, ni aun la más espiritual y perfecta,
debe de ser tomada en consideración. Nuestra experiencia religiosa es la que no
lo es; nuestra religión consiste en la abolición de la misma; nuestra ley es
una desvalorización de toda experiencia humana, de todo humano saber, obrar y
tener. De lo humano debe quedar en nosotros solamente el vacío y la pura
indigencia. El hombre debe sentirse como la más insignificante realidad del
mundo, polvo y ceniza delante de su Dios, lo mismo que todas las demás cosas
criadas. En su lugar, Barth hace resaltar la Majestad de Dios a
quien se deben no solamente el poder, sino todo género de iniciativa en
nosotros. En nuestras relaciones mutuas, el movimiento viene siempre y
exclusivamente de Dios y se nos comunica revelándosenos en Jesucristo. Es la
irrupción del mundo de Dios que brota de un santuario cerrado para penetrar en
nuestra vida profana; es la resurrección corporal de Jesús entre los muertos
que somos nosotros. La misma gracia no es, como se había
imaginado con frecuencia, una fuerza física o psíquica que penetra en el hombre,
sino algo que queda siempre oculto e impenetrable, como exclusiva de Dios. La
única manera de acortar estas distancias es la fe. Con ella, «el mayor
alejamiento entre Dios y el hombre se convierte en verdadera unidad. Tiempo y
eternidad, justicia de los hombres y justicia de Dios, están inseparablemente
divididos —pero a la vez reunificados— en Jesús... Todos los contrastes,
conocidos como tales, quedan iluminados por la fidelidad de Dios que libra
condenando, vivifica matando, dice sí allí donde todavía se
El 1927 publicó Barth la segunda de
sus grandes obras: la Dogmatik —nueva edición en 1932— otro de los grandes
productos de la teología protestante moderna. A éste seguirían, desde 1938,
los siguientes volúmenes, todavía no terminados, de su imponente edificio
teológico. En sus páginas las cuestiones relativas a la Palabra Revelada y a la
Cristología vuelven a ocupar prominente lugar. Barth rechaza con vigor la
teología natural y cuanto pueda relacionarse con ella. Tampoco admite, para
gran desengaño de sus correligionarios, el clásico predestinacionismo
calvinista. Por otro lado, ataca sin compasión la doctrina católica de la
analogía y sus aplicaciones al orden sobrenatural. «Considero, dirá en una
ocasión, la analogía del ente como invención del anti-Cristo y pienso que es la
razón por la cual uno no puede ser católico». A sus
ojos, la única analogía posible entre Dios y el hombre está en la posibilidad
de la libertad, en un encuentro del hombre con Dios que es la absoluta
libertad. Son ellos los que se hacen encontradizos en la Santísima Trinidad. De
modo parecido, el hombre en su encuentro con Cristo, recibe la libertad por la
que se une al Señor. La vida humana, en cuanto tiene de más noble, es la imagen
de este encuentro. La imagen de Cristo de la nueva dogmática
barthiana ha abandonado también algunas de sus asperezas anteriores para
mostrarnos su Amor como una de las grandes palancas de su obra redentora. La
revelación y la encarnación tienen lugar en el tiempo, son hechos históricos
destinados a mostramos la Persona y los tesoros de Aquél que por nosotros «Verbum Caro factum est».
La obra teológica de Barth ha sido
objeto de innumerables comentarios, favorables unos, totalmente adversos
otros. Es sabido que algunos de sus íntimos colaboradores de primera hora, lo
abandonaron definitivamente. Emil Brünner, tras una célebre polémica sobre las
relaciones de la naturaleza y la gracia, se ha quedado en posiciones mucho más
cercanas al liberalismo. Algo parecido ocurrió con Friedrich Gogarten en cuestiones
de trascendencia e inmanencia. Los principales representantes presbiterianos
de la escuela de Edimburgo lo han acusado, entre otras cosas, de infidelidad
teológica a su propia iglesia calvinista. La oposición hallada entre los teólogos
norteamericanos —empezando por Niebuhr y Tillich— ha sido muy general. Tal vez
las frecuentes correcciones, los cambios y retoques de que ha sido objeto su
obra hayan contribuido al mismo resultado ya que, según Neve, «no hay teólogo
(protestante) moderno que haya cambiado tantas veces de posición como él».
De todos modos, no hay duda de que Barth ha asestado un fuerte golpe mortal a
la teología racionalista y liberal del siglo XIX: «Al humanismo, dice
Mackintosh, que consideraba las ideas del yo, de Dios, del pecado y de la
muerte como meros símbolos útiles para el pasado, Barth ha replicado que
existe un Dios vivo que ha hablado a los hombres... y que esta revelación
servirá de norma y de tribunal a las acciones humanas». «Si el
protestantismo ortodoxo, añade Karl Adam, experimenta algún día un
renacimiento, lo deberá en gran parte a la teología barthiana que ha removido
con particular fuerza en la conciencia protestante el profundo respeto hacia
Dios y el terror del pecado».
Otras
corrientes alemanas
Barth, no obstante su influjo en
extensos círculos protestantes, está lejos de ser el único exponente
contemporáneo de la teología alemana. En sus universidades e iglesias hallamos
también otras tendencias que si no han tenido la repercusión universal del pensador suizo,
guardan todavía su importancia en el mundo de la Reforma.
Hay, por ejemplo, varias corrientes que se inspiran, aunque en grado diverso, en las tendencias ecuménicas. Una de las más conocidas es la fomentada por los dirigentes de la Hochkirche o iglesia alta luterana. Su teólogo, Friedrich Heiler ha trabajado para llevar a cabo en el terreno doctrinal el acercamiento entre el protestantismo y el catolicismo, pero conservando todo los valores auténticos que él y los suyos creen hallar en las tradiciones de la Reforma. «El movimiento, escribe Algermissen, quiere reavivar entre la masa protestante la conciencia de pertenecer a la iglesia universal de Cristo, dar un significado mayor al contenido de los sacramentos, imprimir a la vida común de los cristianos una más ferviente religiosidad por medio de una liturgia más rica, con la introducción de las prácticas de la confesión y de la recepción eucarística y devolver al sacerdocio la posición y autoridad que le corresponden por voluntad de Cristo. Enseña que la Iglesia, además de visible, es el arca de salvación fundada por Cristo y sus apóstoles, pero sólo cuando está dirigida por obispos que reciben de El el título y el oficio. Insiste en la necesidad de la ordenación sacerdotal, así como en el reconocimiento del carácter sacrificial de la Eucaristía». Otros, como el grupo de Bemeuchen, y su más
conocido exponente W. Stáhlin, trabajan por la restauración litúrgica y la
readmisión de muchos elementos (incluso el del episcopado de sucesión apostólica)
que los iniciadores de la Reforma hubieran desechado como «sacrilegos». Son los
que —junto con el grupo anterior— más se acercan a nosotros. «Tenemos que
volver, escribe Pfarrer Wesenberg, a la idea de una Iglesia dispensadora de los
sacramentos. Un sacerdote católico que cree seriamente en lo que hace, está
mucho más cerca de mí que un pastor protestante que niega la divinidad de
Cristo» «En el momento en que nosotros, protestantes, dice Sthálin, empezamos
a hacer un serio esfuerzo por construir la Iglesia, surge siempre el miedo de
hacernos católicos».
De mayor importancia —en esta misma dirección— son aquellos teólogos que se afanan por dar al dogma protestante una visión eclesiológica que, por desgracia, estaba muy relegada al olvido en una buena parte de sus comunidades. El acercamiento práctico a nosotros no es, tal vez, tan evidente como el de la Hochkirche, pero el defecto queda subsanado, al menos en parte, por el prestigio de teólogos como Cullmann, Kattenbusch, Tr. Schmídt, Schlatter y otros que lo dirigen. Y sus conclusiones han de tener enorme repercusión en el mundo teológico de la Refoma. Véanse, como ejemplo, algunas de ellas: 1) el Reino de Dios, anunciado por Cristo, no es ni puramente interno ni puramente escatológico; 2) la Iglesia y el pueblo de Dios no se reducen a una asociación o comunidad libre de hombres; la fundación de la Iglesia pertenece esencialmente a la obra mesiánica, 3) el grupo de los Doce era el símbolo de la verdadera Ekklesia; 4) ésta no puede considerarse como mero fenómeno carismático; 5) la Iglesia, ya en su forma originaria, era visible; 6) la Iglesia es, además, escatológica, creada con el fin específico de preparar el mundo presente para el futuro. Esto, como escribe el P. Braun,
significa una vuelta al equilibrio religioso, principalmente cuando —como
ocurre con Cullmann— se rehabilita el prestigio de Pedro como cabeza de la
Iglesia fundada visiblemente sobre su persona, y se empieza a mirar al Cuerpo
Místico de Cristo como a institución que, establecida para la tierra y en la
tierra, está enderezada esencialmente a su consumación en la eternidad.
En el campo opuesto, son todavía
poderosos los exponentes de la escuela liberal. Rudolf Otto, que ha profesado
en las principales univesidades alemanas, ha explotado en su libro Das Heilige la noción del noumen para concluir que la base de toda concepción religiosa se
halla en «el miedo» ante el misterio tremendo de Dios. El mismo cristianismo no
escapa totalmente a esta regla general ya que el Reino predicado por Jesús —y
por lo tanto la esencia de su mensaje mesiánico— participa de esa grandeza
maravillosa que fue la que, al fin y al cabo, le atrajo tantos discípulos.
Bultmann y los partidarios de la Formgeschichtliche han atacado la fe
tradicional desde otro ángulo. Según ellos, no solamente no puede hablarse de
una inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras, sino que —aun en el
Nuevo Testamento— hay que llevar a cabo una severa selección de textos antes de
admitir los auténticos y rechazar los espúreos. La razón es obvia: «aquellos
libros contienen un mosaico de fábulas, leyendas, paradigmas y palabras auténticas
del Señor» fijadas en su forma actual por el entusiasmo misionero de la Iglesia
primitiva. Corresponde a «la crítica de la forma» llevar a cabo la terrible
poda de la «demitologización», Esta se ha efectuado ya por parte de los especialistas
y nos ha dado las siguientes conclusiones:
1) Mediante un análisis de los textos, se han llegado a distinguir en el Nuevo Testamento diversas estratificaciones entre las cuales se hace posible distinguir los hechos auténticos de Jesús, aunque su realidad histórica quede todavía sofocada por el mito del Mesías; 2) Lo único que podemos afirmar de Jesús es que fue un profeta escatológico hebreo que anunció como inminente el Reino de Dios. El reconocer en Aquél al «Señor», al «Mesías» y al «Hijo del hombre», es por nuestra parte un puro acto de fe que no depende de si El mismo creía poseer tal dignidad; 3) De hecho, la cristología (en otras palabras nuestra atribución de
títulos mesiánicos a Jesús) es una reconstrucción del primitivo cristianismo a
base de dos elementos: uno judío (el del Hijo del Hombre) y otro helénico, que
Cuál de las dos tendencias a que
hemos apuntado sea más potente o tenga mayor número de seguidores, es difícil
conjeturar. En cualquier hipótesis, resulta triste constatar la mera existencia
—dentro de la patria de Lutero y entre hombres que se dicen fieles discípulos
suyos— de grupos influyentes que con sus teorías nihilistas llegan a la
negación de las mismas fuentes de la revelación y de la fe.
En los
países escandinavos
El protestantismo escandinavo ofrece
al historiador algunas figuras de relieve en el campo de la teología. Al
frente de ellas están Nathan Sóderblom (1866-1931) arzobispo de Upsala y
promotor insigne del movimiento ecuménico llamado del Life and Work. Su campo
de especialización fue la historia de las religiones, y de ésta derivaron en
buena parte sus concepciones teológicas. Según Sóderblom cualquier religión
—sea cualquiera el estadio en el que se le considere— es producto de una
revelación. Esta, por consiguiente, no se restringe al cristianismo, aunque
admitamos que en él alcanza una primacía especial y aun el verdadero ápice de
su perfección. Esencialmente, la revelación se halla esparcida en toda la
naturaleza; en la conciencia de los profetas; y entre los fundadores de todas
las organizaciones religiosas. En buena lógica, esto nos llevaría a equiparar
al cristianismo con la más rudimentaria de las religiones centro-africanas.
Sóderblom no quiso, al menos abiertamente, dar ese paso y continuó proclamando
la unicidad del cristianismo. Digamos, con todo, que sus nociones teológicas
dejan mucho que desear bajo el punto de vista de la ortodoxia. Sus afirmaciones
cristológicas son en extremo vagas y el buen arzobispo llega a negar las dos
naturalezas en Cristo como «doctrina inaceptable al hombre moderno». En sus
teorías de la Redención se ve claramente el influjo de Loisy y de los
modernistas. Esta despreocupación por las cosas del dogma nos explica, entre
otras razones, su tendencia a la colaboración con las demás iglesias, aun
haciendo caso omiso de las diferencias doctrinales que a sus ojos parecían tener
importancia secundaria.
En Suecia se ha elaborado también una
teología que, tomando el nombre de la universidad en que tiene su sede, se
llama escuela de Lund. Sus dos principales promotores han sido los obispos
luteranos Gustav Aulen y Anders Nygren. Ambos pretenden liberar a su iglesia
del confusionismo creado por los racionalistas, sin caer al mismo tiempo en las
redes del «literalismo trasnochado» defendido por
Nygren ha expuesto en su libro Agape
y Eros (1930-6) su nueva concepción de Dios. Nueva, nos explica él, por lo
olvidada de los teólogos ya que fue la prevalente entre los primeros
cristianos y estuvo a la base de la reforma luterana. La teoría se resume en
estas palabras: «Dios es el amor soberano que muestra su condescendencia con el
hombre en Cristo Jesús. Para llegar a El, no hay otro camino que el de Dios al
hombre y no viceversa». El amor representa, propiamente hablando, ese amor
dadivoso, alejado de todo egoísmo, de Dios a las criaturas que no son amables
por sí mismas, sino a consecuencia de aquel beso divino, patente en la obra de
la Redención y sobre todo en el misterio de la Cruz. Por el contrario, Eros
simboliza el deseo del hombre por tener y alcanzar a Dios. Es amor egocentrista
aunque no malo. La combinación de estos dos amores, magníficamente expuesta
por San Agustín, olvidada después por el Renacimiento y vuelta a aparecer con
Lutero, es la que de nuevo nos dará la esencia del cristianismo.
La teología
anglicana del siglo xx
En la teología anglicana contemporánea
se van agudizando los contrastes entre las corrientes anotadas en el período
anterior. La rama evangélica de su iglesia se entrega de lleno a las obras
sociales y en países misioneros a la conversión de los paganos. En la escena
doméstica se opone a todo aquello que, en su opinión, es la esencia de la
corrupción moral: los juegos de azar, las bebidas alcohólicas, las carreras de
caballos, los espectáculos de los domingos y aun las formas más inocentes de
diversión. En teología sus seguidores se inclinan al protestantismo continental
más que al rancio anglicanismo, aunque externamente vivan en el seno de éste.
Defienden la Biblia como única fuente de revelación; se muestran reacios a la
intervención de las autoridades jerárquicas; apenas dan en su sistema lugar a
la Iglesia como tal; y no faltan grupos anárquicos, como el fundado por John
La rama anglo-católica (que en teoría debiera ser la más cercana a nosotros) no acaba de hallar en el campo teológico su completo equilibrio. Entre sus seguidores brotan pujantes las dos tendencias opuestas: la de los ritualistas, que fomentan la vida litúrgica hasta identificarla casi —al menos en lo exterior— con la de la Iglesia Católica; participan en las conversaciones ecuménicas de Malinas; o practican en silencio los Ejercicios Espirituales; y la del sector liberal, cada dia más vecino a la heterodoxia y víctima, en ocasiones, de la incredulidad. A veces es una y a veces la otra la que parece triunfar. Hoy, después de las claudicaciones habidas en el asunto de la unión de la iglesia del Sur de la India, son muchos los observadores que temen sea la linea del compromiso doctrinal la que está prevaleciendo en este sector anglicano. El examen de un volumen famoso: Essays Catholic and Critical (1906) en el que colaboraron algunas de las mejores plumas anglo-católicas y quería ser algo así como el manifiesto-programa del grupo, deja al lector perplejo e intranquilo. Allí se encuentra de todo: desde trabajos a los que podría suscribir un escritor católico, hasta ensayos de puro sabor racionalista. Tanto el difunto arzobispo de Canterbury, William Temple (18811944) como Conrad Noel, autor de una conocida Vida de Cristo, mezclan en sus teologías principios racionalistas y metodología hegeliana con alusiones a los Padres de la Iglesia y a la más pura tradición ortodoxa. Mientras tanto, en la cátedra y en los libros, reaparecen sin poder agotarse nunca los temas de la sucesión episcopal, las órdenes anglicanas y ahora el problema de la unión de las iglesias. El tercer grupo ha sido designado con
el nombre de anglicanismo liberal cuyo significado podríamos resumir diciendo
que sus seguidores se hallan, en materias doctrinales, más a la izquierda
todavía que las dos escuelas precedentes. La publicación del libro Lux
Veritatis (1902), del que eran autores siete profesores de la universidad de
Oxford, fue un índice de la pujanza de esta corriente, así como una muestra de
sus postulados doctrinales. Algunos de los colaboradores negaban claramente los
milagros en tanto que otros, por ejemplo el brillante escritor deán Inge, se
mostraban poco firmes respecto de la divinidad de Cristo, dogma que negaba
abiertamente A. Barnes, arzobispo de Liverpool. El modernismo (al que
contribuyeron el apóstata Tyrrell y el poco seguro Yon Hügel) dejó también
huella profunda entre los liberales cuyo credo quedó reducido a estas verdades
fundamentales: «Dios es amor, Luz, Verdad y Espíritu; Jesús es en su carácter
reflejo del Padre invisible y la verdadera Palabra de Dios en la historia
humana. A su lado, los dogmas históricos quedaron relegados a «materias de
segunda importancia» y de elección libre, ya que, en su opinión, el
cristianismo podía subsistir sin ellos.
El revuelo levantado por tales
afirmaciones fue indescriptible y los anglo-católicos (ya que no podían excomunicarlos)
quisieron que, de una vez para siempre, se aclarase la cuestión. En 1922 se
constituyó una comisión para estudiar: qué es lo que cree la iglesia anglicana.
Los trabajos no se publicaron hasta 1938 bajo el título de: Doctrine of the
Church of England. Para el observador imparcial su contenido no deja de ser
desconcertante: nadie puede ser expulsado de la iglesia anglicana por el mero
hecho de defender doctrinas condenadas; la inerrancia de la Biblia viene
excluida como «imposible de defenderse a la luz de los conocimientos que ahora
poseemos»; sobre los milagros, la comisión no se atreve a dictaminar, aunque
todos sus miembros coincidan en afirmar que tales portentos carecen hoy día de
la fuerza probativa de otros tiempos; la doctrina del nacimiento virginal de
Cristo es «más bien perjudicial» y no ayuda a nuestra comprensión del Verbo
hecho Carne; hay diferencias fundamentales respecto del hecho histórico de la
resurrección de Cristo; se impone una revisión a fondo de los conceptos
comunmente admitidos de eternidad, de las penas del infierno, de la
resurrección de los muertos y de doctrinas parecidas; la comisión no está
tampoco de acuerdo en lo que atañe al misterio de la Santísima Trinidad.
¿Nos reflejan estas tres tendencias la situación real del anglicanismo? Quisiéramos pensar que no; e inclinarnos más bien a la existencia de muchos pastores y fieles que permanecen adictos a los dogmas tradicionales de la cristiandad. Sin embargo, no todos lo creen así. «Cien años después de Hegel, escribe un luterano, los teólogos anglicanos son todavía hegelianos... Y esto implica inmanentismo, misticismo, sujetivismo y experimentación. La idea que los anglicanos se hacen de la Iglesia y de los sacramentos se basa en los conceptos hegelianos de la realidad. Ha quedado entre ellos olvidada la distancia entre Dios y el hombre; la revelación se convierte en una conciencia del yo propio (self-consciousness); la Encarnación es un proceso inmanente y la justificación un mero cambio de disposición del alma. Los teólogos anglicanos hablan demasiado de «la idea de Dios» y en su opinión eso es equivalente a los «ídolos» fabricados por los teólogos. La teología anglicana vive todavía preocupada con la armonización de la Biblia y del hombre moderno, como lo estuvieron Schleiermacher, Hegel y sus discípulos del siglo XIX» La teología
contemporánea norteamericana
En nuestros días ningún país
protestante muestra contrastes teológicos tan agudos como los Estados Unidos.
Los norteamericanos son muy personales e independientes en materia de religión. Por eso encontramos dentro de sus fronteras toda una gama de corrientes
teológicas: liberales que despojan al cristianismo de su carácter
sobrenatural; conservadores a ultranza que interpretan las Sagradas Escrituras
con un literalismo un tanto trasnochado; y ecumenistas que se afanan por hallar
«métodos prácticos» de realizar «la unión de todos los cristianos» aun a costa
de las más profundas diferencias doctrinales y eclesiológicas.
El liberalismo norteamericano es
descendiente directo del arminianismo, del deísmo y del unitarismo importados
de Europa en los siglos XVII y XVIII Los adelantos de la ciencia y el principio
del evolucionismo aplicados al terreno religioso, terminaron de romper las
amarras que a muchos de los individuos enlazaban todavía con la fe de sus
mayores. William Channing (1780-1842) profesaba el inmanentismo; negaba la
divinidad de Cristo y falsificaba el concepto tradicional trinitario; Waldo
Emerson (1803-1882) enseñó una combinación de racionalismo y misticismo, con un
Dios que se parecía al de los panteístas, un Jesús rebajado al nivel puramente
humano y un mundo en el que no pueden existir lo milagroso y lo sobrenatural;
tanto Horacio Bushnell (1802-1876) como Th. Parker (18101860) aplicaron los
mismos principios al relativismo como regla única de nuestras creencias, sin
ver en la obra de Cristo otra cosa que su aspecto humanitario, limitado a
aliviar las miserias de la vida
El liberalismo norteamericano de nuestros días no es uniforme. Algunos de sus exponentes adoptan los principios de la «alta crítica» de la escuela de Wellhausen en materias bíblicas; son hegelianos en filosofía y profesan ilimitada veneración por Ritschl y Schleiermacher. Es el caso de A. Gordon, Henry Churchill King, Newton Clarke, Parkel B. Broxvn, H. Emerson Fodsick y, sobre todo, de Adams Browne. «Esta tendencia, piensa De Wolfe, constituye la marca distintiva de la teología norteamericana y forma el núcleo más influyente en los púlpitos del país. Entran de lleno en este grupo los metodistas y los congregacionalistas y, aunque en menor contingente, los presbiterianos, episcopalianos y bautistas del Norte». Entre sus postulados característicos, conviene señalar los siguientes: 1) una veneración casi ciega por la ciencia y los métodos científicos; 2) la desconfianza de poder alcanzar un conocimiento de la realidad de las cosas; 3) su énfasis en el «principio de continuidad» por el que el cristianismo queda rebajado casi al plano de las demás religiones; 4) la repugnada hacia todo lo sobrenatural, empezando por sus manifestaciones en la vida de Jesús; 5) un gran optimismo sobre las posibilidades del progreso y de la bondad de los hombres; 6) la importancia extrema atribuida en materias dogmáticas a la experiencia personal a la que se coloca por encima de las fuentes objetivas de la revelación; 7) su insistencia en la centralidad de la persona de Cristo (con el lema Back to Christ) al que, sin embargo, se le niegan los atributos de la divinidad. La misma idea de Dios aparece en muchos de ellos nublada por preocupaciones hegelianas. Una de las modalidades de este
liberalismo recibió —podemos hablar en forma de tiempo pasado porque el
movimiento ha perdido ya gran parte de su fuerza— el nombre de Evangelio Social
(Social Gospel). Era, en gran parte al menos, repercusión tardía de un
movimiento homónimo que floreció en Europa a mediados del siglo XIX como
respuesta al Manifiesto Comunista que entonces lanzaba al mundo Carl Marx. El
Social Gospel abogaba por una intervención más directa del cristianismo en la
solución de los males sociales de la época. Afectó principalmente a
congregacionalistas, presbiterianos, metodistas y episcopalianos. La tendencia
cuadraba magníficamente en la ola de entusiasmo de la joven nación que se había
propuesto preparar para sus ciudadanos un verdadero Edén de bienes y de
prosperidad. Pero el movimiento tenía también su teología. La persona humana
quedaba exaltada indebidamente con el peligro de perder su dependencia del
Criador. En sus manos el Evangelio se convertía en un mero código de reformas
sociales. El Reino predicado por Jesús, olvidando su carácter escatológico,
cobraba el aspecto de una comunidad terrena moldeada —decían ellos— «según las
normas del Sermón de la Montaña». La «salvación» no se extendía más allá de las
fronteras de esta vida. La obra redentora de Cristo quedaba reducida a una
«batalla contra el fanatismo, la corrupción política y social, el militarismo
y la lucha de clases». El pecado venía identificado con el egoísmo y la vida de
ultratumba relegada al olvido como asunto «de escasa utilidad» porque el género
humano «tiene problemas mucho más urgentes de que ocuparse».
Entre los «profetas» del Social Gospel descollaron Walter Rauschenbusch (18611918)
del seminario de Rochester y Shailer Mathews (1863-1941) de la universidad de
Chicago. Estas ideas penetraron en muchos de sus territorios de misión (el caso
más llamativo fue probablemente el de China) causando verdaderas catástrofes
entre sus neóficos y pastores nativos.
La reacción del protestantismo
ortodoxo no se dejó esperar. Aquella teología no era cristiana. Por otro lado,
los desastres de la primera guerra europea y la depresión económica nacional
bastaron para probar la ineficacia de aquel evangelio camuflado de socialismo.
La reacción se llamó el movimiento fundamentalista, del nombre de una serie
de volúmenes publicados a partir de 1909 bajo el título de Fundamentals. En
éstos se enumeraban aquellas verdades religiosas sin las cuales, en opinión de sus
compiladores, no podía subsistir el cristianismo. Incluían, entre otras: la
inerrancia de las Sagradas Escrituras, aun en sus mínimos detalles; la fe en el
nacimiento virginal de Cristo, en su divinidad y en su resurrección física; el
concepto de redención y de fe salvífica profesados por la Reforma y la
creencia en la inminente segunda venida de Cristo a la tierra.
Aquella proclama fue como el grito de
guerra que reunió en un haz a una buena parte del protestantismo. Las pequeñas
iglesias y las sectas, que habían ido
Los fundamentalistas se organizaron
para defender sus principios. En 1918 crearon la Asociación Fundamentalista
Mundial y sirviéndose de Institutos Bíblicos, de Seminarios y de una intensa
propaganda, dejaron oír su voz en la nación. Después de la última guerra el
pastor Mclntere creó su Consejo americano de las iglesias cristianas, para
enfrentarse con su gran rival, el Consejo Ecuménico de las iglesias cristianas.
Los fundamentalistas emplean, tanto en sus publicaciones como en sus
discursos, un lenguaje áspero e insultante contra las demás iglesias a las que
acusan de «haber apostatado de la verdadera Iglesia de Dios». Por supuesto, uno
de los objetivos predilectos de sus invecticas es la Iglesia Católica.
El juicio que del fundamentalismo nos
formemos, depende mucho del ángulo desde el que se le contemple. No hay duda de
que el protestantismo norteamericano necesitaba una revisión teológica y una
vuelta a la ortodoxia. En este sentido la contribución de los fundamentalistas
es positiva. Sin embargo, son todavía muchos los autores (por lo demás opuestos
al liberalismo) que ponen en tela de juicio el método y las conclusiones a que
han llegado sus partidarios. Les acusan de dar una «explicación mecánica y
absurda» a la doctrina de la inerrancia de las Sagradas Escrituras; de haber
exaltado la divinidad de Cristo hasta el punto de minimizar los detalles
humanos de su vida terrena; de ser incapaces de distinguir entre religión
natural y religión revelada; de tratar de la segunda venida de Cristo como si
ella constituyera el punto fundamental de su mensaje, etc. Es evidente también
que la metodología empleada por el fundamentalismo tiene sus grandes fallos.
Los diversos ramos de la ciencia, empezando por la historia, la arqueología, la
historia comparada de las religiones y otras pueden contribuir a profundizar
nuestros conocimientos escriturísticos y dogmáticos. La ignorancia de estos
conocimientos conduce (y es el caso frecuente entre los fundamentalistas) a
las fantásticas libertades de interpretación que se toman en el estudio de la
Sagrada Biblia, interpretaciones que sólo sirven para sembrar el desprestigio
de los incrédulos sobre toda la cristiandad. Por todos estos motivos, el
fundamentalismo no ha
Tillich, Niebuhr y FerrÉLa neo-ortodoxia es el último grito
de la teología protestante norteamericana. Llegó a sus iglesias a través de
Barth y de Brünner. Bajo su manto se cobijan todos aquellos que no están
conformes con los principios del puro liberalismo ni con los extremos de la
tesis fundamentalista. Las primeras apariencias eran de que el movimiento se
inclinaría en esta dirección. Pero pronto se vio que, no obstante el vocabulario
parecido o idéntico empleado, las realidades propugnadas eran totalmente
diversas. «Los neo-ortodoxos, escribe De Wolfe, hablaban de la caída del
hombre, pero no se referían al mismo evento histórico del Génesis, ni al jardín
del Edén, sino de una manera mitológica. Aludían con todo ello a una verdad
espiritual más sutil encerrada bajo el simbolismo de la narración genesíaca.
Lo mismo ocurría con sus alusiones 'a la segunda venida’. No se trataba para
ellos de aquel mismo Jesús que se paseó por los montes y valles de Galilea y
ahora bajaba de nuevo en forma sensible sobre las nubes del cielo. El
significado era muy distinto y dependía de las premisas de las que partía cada
autor».
La novísima corriente ha estado
apadrinada por escritores bien conocidos dentro de la nación y aun fuera de
sus fronteras. En las grandes universidades y en los seminarios unidos el
movimiento ha cundido hasta constituir lo que verdaderamente se podría llamar
la teología de moda en la Norteamérica de la segunda mitad del siglo XX. Entre
sus representantes, escojamos a los tres grandes que hoy acaparan la atención y
que indudablemente ejercerán influjo notable en la formación de las nuevas
generaciones de pastores, teólogos y misioneros, que el protestantismo
norteamericano exporta a todas las partes del mundo.
Paul Tillich era ya un escritor y
teólogo conocido en las universidades de Berlín, Tübingen, Dresden y Leipzig
antes de que —huyendo de la persecución nazi— hallase refugio en los Estados
Unidos. Ha sido durante varios años profesor del Union Theological Seminary de
Nueva York y ahora regenta su cátedra en la universidad de Harvard. Su obra
teológica no está todavía terminada y sólo cuando veamos el conjunto de su
producción, poseeremos los elementos suficientes para juzgar de su complejidad.
Tillich, luterano de nacimiento y de convicción, pertenece definitivamente a la
escuela existencialista con influencias filosóficas claras de Bóhme y
Schelling, y teológicas de Kierkegaard y Barth.
Entre sus obras de mayor valor
figuran: The Protestant Era (1948) y sus dos volúmenes de Systematic Theology
(1951 y 1958). Weigle no duda en llamarlo «the outstanding theologian of our
time», por razón de su vasta erudición, del empleo que hace de las fuentes —a
veces hasta de las católicas— y por haber sido, al menos entre los modernos,
uno de los primeros en presentar una Surnnia de la teología protestante
contemporánea.
Entre las fuentes de la revelación enumera
Tillich las Sagradas Escrituras, la historia de la Iglesia, las religiones
comparadas y la cultura. Ninguna de ellas se basta a sí misma aunque la Biblia
puesta en parangón con la Iglesia pueda servirnos de pauta en la investigación.
La historicidad de los Evangelios no le interesa. Por eso deja que los
liberales y los racionalistas hagan de ellos las podas que les parezca. El
Antiguo Testamento queda prácticamente relegado de su sistema. Se le ha
acusado a veces de tendencias panteistas en su concepción de la divinidad.
Parece, sin embargo, que aquí se puede defender su ortodoxia, aun admitiendo
que su fraseología dista mucho de la clásica. No se puede decir lo mismo de sus
doctrinas trinitarias. Su mismo concepto de revelación es oscura y apenas ve
uno cómo se la puede compaginar con lo que la Iglesia ha creído siempre en la
materia. El pecado original, con la historia de la caída de los primeros
padres, reviste a sus ojos un sentido meramente simbólico.
Había entre los admiradores de
Tillich gran interés por la aparición del segundo volumen de su obra, dedicado
a la Cristología. La impresión general aun dentro de los mismos círculos
protestantes, ha sido de desengaño. Su distinción entre el «Jesús histórico» de
Nazareth y el «Cristo» de la especulación teológica ha mostrado las ataduras
que todavía le unen a las viejas formas del liberalismo. ¿Es Jesús
verdaderamente Hijo de Dios? Tillich nos responde a veces con un encogerse de
hombros y otras con frases llenas de oscuridad elegidas al parecer para
despistar a los lectores. «La respuesta afirmativa sería errónea, pero así lo
sería también la negativa. La única manera de salir al paso es poniendo a su
vez la misma cuestión: ¿qué es lo que quiere usted con el empleo de ese
término? Si la respuesta afirmativa es literal, entonces hay que rechazarla
como supersticiosa. Si en la respuesta sólo se afirma el carácter simbólico
del término Hijo de Dios’', entonces se puede uno poner a discutir su
oportunidad. Hasta ahora se ha hecho mucho mal con el empleo literal de la
expresión». Por lo visto, él se conforma con que Jesús sea el
modelo, el guía y el profeta de la humanidad. Con ello cumple el papel
principal que le asigna la historia. El hombre, nos dice, en su ser existencial, se creía desgarrado entre la muerte y el no ser, y su resultado era la
ansiedad. Para arrancarlo de tal estado, necesitaba de un ser y de un modelo
que lo alentara en su vida. Ese hombre ha sido Jesús quien en un momento
crucial de su existencia, en el Huerto de las Olivas y en la Cruz, puso toda su
confianza en el Padre. Si elhombre lo imita en esta noble
actitud, habrá conseguido vencer la ansiedad. Tal es el Nuevo Ser
(The New Being) que parece constituir una de las llaves de su sistema.
Si a estas posiciones tillichianas
añadimos su escepticismo respecto de la posibilidad de los milagros; su
negación de la Encarnación «por la incompatibilidad de unión entre cosas
finitas e infinitas»; el concepto meramente natural que se forma de la Iglesia
en la tierra; sus errores y dudas en materia sacramental, etcétera, caeremos en
la cuenta de cuán pocos son los elementos cristianos —al menos en el sentido
tradicional— que quedan en pie en su sistema. Cómo —después de cuanto llevamos
brevemente enunciado— puede un crítico católico norteamericano hablar del
«estudio fascinador» de este teólogo, es algo que no llegamos a comprender.
«Si Tillich tiene razón, le ha objetado un crítico protestante, la fe objetiva
de los apóstoles y de las comunidades cristianas de veinte siglos ha sido
equivocada. Tillich no tiene dificultad en admitir que es así. La fe de los
cristianos primitivos se reducía a la fuerza del amor que les unía para vivir
y para resistir al no ser. Para Tillich no hay un Dios vivo que dirige nuestras
vidas y nuestras acciones, ni un Dios que nos ha salvado en Jesucristo por su Encarnación,
por su muerte y su resurrección. El tampoco cree en la vida eterna, con lo que
quedan también sin solución las tragedias de la presente existencia».
Reinhold Niebuhr, primero pastor
luterano de Detroit y luego profesor del Union Theological Seminary de Nueva
York, militó al principio en las filas del Social Gospel del que le apartaron
los horrores de la primera guerra mundial. Influenciado hondamente por Tillich
y por Barth, se echó entonces en brazos del existencialismo proponiendo su
teología de la crisis como solución a los males de la vida. Empezó su
producción teológica en 1932 con su libro Moral Man in an Inmoral Society,
afirmando la realidad del mal y negando rotundamente el optimismo de que
hacían gala algunos de sus compatriotas. Ese homo peccator, decía, se halla
siempre en necesidad del perdón y el único que se lo puede otorgar es Dios —el
Totus Alter— que se parece mucho al de Barth, aunque sin la sima de separación
que el último señalaba entre El y sus criaturas. En una obra posterior: The
Nature and Destiny of Man (1940-1) Niebuhr mantiene que el hombre es incapaz
En el terreno propiamente dogmático,
Niebuhr depende con frecuencia de Tillich. Su aprecio de la Biblia como fuente
de revelación proviene no de que ésta sea infalible (ya que se trata de un
libro lleno de errores debidos a sus autores humanos en el pleno sentido de la
palabra) sino de que contenga «la atestación de aquellos hechos históricos en
los que la fe discierne la revelación (self-disclosure) de Dios». De modo
parecido, sus definiciones de pecado distan muchísimo de los tradicionales y
por ninguna parte se discierne en ellos el sentido de la ofensa de Dios. El
pecado se reduce a esto: «el hombre es mortal y ese es su destino; pero
pretende ser inmortal y ese es su pecador. Niebuhr se niega a admitir el hecho
del pecado original en el sentido trasmitido por la Biblia. De
las dos revelaciones que existen: la natural por la que creemos a Dios como
Creador y la sobrenatural que nos lo muestra como Redentor, nos dice que no son
esencialmente distintas entre sí. En punto a Cristología, Niebuhr no ha
traspasado el linde del liberalismo. «El mayor desengaño que uno se lleva al
estudiar sus obras, escribe Carnell, es cuando lo ve distinguir entre Cristo,
sabiduría abstracta de la historia, revelación de la mente del Eterno sobre el
hombre, y la persona histórica de Jesús... Para él no existe una diferencia
esencial entre la persona de Jesús y digamos una figura histórica como la de
Ghandi... Cristo no pasa de ser el símbolo de lo que tiene que ser el hombre
como de lo que es Dios por encima del hombrea.
En otros puntos de la dogmática
tradicional: naturalezas de Cristo; milagros operados en su vida; realidad
histórica de su resurrección, ascención a los cielos y segunda venida, las
discrepancias son idénticas o mayores. «Puesto que la esencia de lo divino
consiste en su carácter incondicional y la esencia de lo humano en su
naturaleza contingente y condicionada, es imposible afirmar las dos cualidades
sobre una misma persona». De modo parecido su
desinterés por los problemas eclesiológicos es un reflejo del pobre papel
—meramente humano— que atribuye a la gran institución que ni siquiera considera
establecida en la tierra por Jesús, sino producto de la elaboración de los
hombres. Todo ello nos viene a probar (y sea esta nuestra conclusión final) que
si Niebuhr, partiendo de sus principios existencialistas, ha podido construir un
edificio filosófico más o menos compacto, ha errado completamente en su
inteligencia de Cristo y de su obra redentora tal como aparece en la Palabra
revelada de la Biblia.
Nels Ferré nació en Suecia de padres
bautistas, pero desde muy joven se trasladó a los Estados Unidos donde recibió
su educación y donde actualmente profesa en la universidad de Vanderbilt. Fue
también en su nueva patria donde, cambiando de iglesia, se ordenó como pastor
congregacionalista en 1934. Su abundante bibliografía contiene
entre otras obras las siguientes: The Christian Felloteship (1940), The
Christian Faith (1942), Return to Christianity (1943), Christianity and Society
(1951) The Christian Understanding of God (1951) y Christ and the Christian
(1958).
Ferré, que ha atacado duramente
algunas de las posiciones doctrinales de Niebuhr y Tillich, quiere ser más
ortodoxo que ambos y, de hecho, su terminología deja a primera vista esa
impresión. Su empeño parece centrarse en una armónica combinación de la
filosofía existencialista protestante con la noción del Dios-Amor de los
teólogos escandinavos. Critica a la teología tradicional porque ésta concentra
su idea de Dios en la noción de Ser cuando en realidad este concepto recibe su
fuerza y su significado de la noción de Amor. Dios, dice Ferré, es Amor; su naturaleza
se confunde con el Amor y el Agape; y es esta última cualidad la que explica en
última instancia todos los demás atributos. El Amor no puede contentarse, como
quisieran los teólogos, en el mutuo buen querer de las Tres Personas, sino que
tiende a comunicarse con los demás por medio de la creación y de la redención,
acciones ambas necesarias a su naturaleza. Ferré rechaza la
doctrina de la Trinidad primero porque, según él, no forma parte de la
primitiva tradición cristiana y segundo porque la idea misma en sí está en
abierta pugna con la noción de personalidad. Trátase, por lo tanto, de tres
aspectos de una misma entidad: «Dios es uno y entero. Básicamente es un
Espíritu trascendente e inmanente a la vez... El Dios trascendente es el Padre;
el inmanente es el Hijo; y los dos son Espíritu, Agape, algo Personal. El
perfecto Espíritu, a saber, la relación entre ambos es lo que constituye el
Espíritu Santo». En este esquema la divinidad de Cristo apenas
conserva otro puesto que el del mayor hombre de la historia. El afirmar que
Jesús fue impecable significa a sus ojos negar las prerrogativas de su auténtica
humanidad. «La unicidad de Jesús, concluye, es la unicidad del hecho histórico
de su Encarnación, pero de ningún modo una relación suya respecto de Dios
ConclusiÓn
Hace más de un siglo. Jaime Balmcs en
su libro El Protestantismo Comparado con el Catolicismo, resumía en estas
palabras la situación de las iglesias de la Reforma:
«Con sólo dar una mirada al
protestantismo, ora se le considere en su estado actual, ora en las varias
fases de su historia, siéntese desde luego la suma dificultad de encontrar en
él nada constante, nada que pueda señalarse como principio constitutivo,
porque incierto en sus creencias, las modifica de continuo y las varía de mil
maneras; vago en sus miras y fluctuante en sus deseos, ensaya todas las formas,
tantea todos los caminos y, sin que jamás alcance una existencia determinada,
sigue siempre con paso mal seguro nuevos rumbos, no logrando otro resultado que
enredarse en más intricados laberintos... Negad con los luteranos el libre
albedrío, renovad con los arminianos los errores de Pelagio, admitid la presencia
real con unos, desechadla luego con los zwinglianos y calvinistas; si queréis,
negad con los socinianos la divinidad de Jesucristo; adherios a los
episcopalianos o a los puritanos; daos, si os viniere en gana, a las
extravagancias de los cuáqueros; no dejais por ello de ser protestantes... Es
ese un espacio tan anchuroso del que apenas podréis salir por grandes que sean
vuestros extravíos: es todo el vasto terreno que descubrís en saliendo de las
puertas de la Ciudad Santa».
Creemos que la lectura del presente
capítulo y la mera enumeración de las continuas variaciones doctrinales
ocurridas en el protestantismo desde sus orígenes a nuestros días, constituye
una confirmación de la certera tesis balmesiana. Un crítico protestante
norteamericano, Arnold S. Nash, se ha preguntado si Lutero y Calvino, en caso
de que visitaran hoy los Estados Unidos, reconocerían como protestantes a la
mayoría de sus conciudadanos que llevan ese nombre. Pensamos
que servatis servandis, los primeros
reformadores se llevarían parecido desengaño al confrontar sus enseñanzas con
las que sus teólogos, europeos y americanos, han ido proponiendo a lo largo de
estos siglos.
La raíz del mal se debe buscar en eso
que nosotros juzgamos enfermedad ingénita e incurable de la Reforma: la
interpretación libre de la Palabra de Dios. «La tendencia protestante a la
independencia intelectual en materias religiosas, escribe Garrison, y
especialmente el ejercicio del derecho personal en la interpretación privada de
las Sagradas Escrituras, han producido entre nosotros esta enorme variedad de
escuelas doctrinales y de organizaciones eclesiásticas».
«Lo que distingue al protestantismo, añade el P. Weigle, no es esta o aquella
interpretación de las Escrituras, ni siquiera una determinada concepción de la
Iglesia, sino la libertad del individuo y de la comunidad a que pertenece en la
formulación de sus creencias religiosas... El protestante no posee un catálogo
fijo de dogmas inmutables porque esto sería ir contra sus propios principios
que le permiten cambiarlos sin hacer violencia a su profesión. Por eso puede
también negar fríamente la relación de la Biblia con cualquier punto de la vida
y continuar siendo protestante con tal de que su doctrina se relacione de algún
modo con el Cristo que se nos muestra en el Libro Sagrado. En principio, el
protestante tampoco está ligado a Lutero y a Calvino, ya que éstos eran
protestantes, no por haber sostenido ésta o aquélla teoría bíblica, sino por
haber proclamado su libertad de interpretación en materias religiosas. Tal es
el único verdadero punto de coincidencia entre los protestantes de hoy y los
fundadores de la Reforma».
Si ésta fuera la atmósfera en que se
mueve toda la masa protestante, su situación religiosa sería sencillamente
caótica. Pero, por fortuna, una gran parte de nuestros hermanos separados
creyentes no están afectados —al menos de manera muy honda— por el mal. Es
verdad que, como ocurre con las multitudes, sus nociones doctrinales son con
frecuencia en extremo vagas y que en materias morales (por ejemplo el divorcio
o la limitación de nacimientos) han adoptado posiciones incompatibles con las
enseñanzas evangélicas. Respecto de la Iglesia católica abrigan también
prejuicios, unos explicables, otros absolutamente ridículos. Pero, les queda
como preciosa herencia del pasado su amor a la Biblia, una profunda veneración
a
Aquí, precisamente en estos buenos,
honrados protestantes que creen y practican la religión cristiana en la forma
en que sus iglesias se lo han transmitido en no interrumpida sucesión, está la
verdadera esperanza de que un día —cuando también ellos tengan la oportunidad
y la gracia de ver toda la Luz— se realice el gran deseo de la Iglesia: el de
su vuelta al redil del Buen Pastor.
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