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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

PRUDENCIO DAMBORIENA

 

FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA

CAPITULO VI VAIVENES DOCTRINALES

 

Sumario

El primer período: la elaboración de las grandes Confesiones de Fe en el luteranismo y en el calvinismo; los Treinta y Nueve Artículos y el Book of Common Prayer de la iglesia anglicana.

El segundo período: la era de la ortodoxia; sus características en las diversas iglesias; el arminianismo y sus consecuencias; otras modalidades.

El tercer período: el iluminismo teológico y su significado; el movimiento pietista; el deísmo en sus diversos aspectos: importancia y consecuencia de la Ilustración.

El cuarto periodo: la teología racionalista y sus principales corifeos; Ritschl y su teología; las escuelas de Wellhausen y Tübingen; el liberalismo de Harnack; reacciones de Schleiermacher y otros; los reavivamientos religiosos en Europa y en Norteamérica; la teología de Kierkegaard.

El quinto período: la aportación de Karl Barth; otras corrientes en el protestantismo alemán; la teología de los países escandinavos; corrientes anglicanas; la teología contemporánea de los Estados Unidos; Tillich, Neibuhr y Ferré; conclusiones.

 

En 1688 publicaba Bossuet su obra: Histoire des variations des églises protestantes para probar que los continuos cambios operados en la dogmática del protestantismo, eran señal cierta de que no constituía la auténtica Iglesia de Dios. «Tú varías, decía a su interlocutor, y lo que varía no es verdad».

Si el gran obispo de Meaux estuviera hoy entre los vivos, su estupefacción subiría de punto. Con el correr de los siglos, el confusionismo no ha hecho sino crecer. H. R. Mackintosch habla de la «fascinadora ausencia de conformidad» existente en la teología protestante de nuestros días. Ni siquiera la Biblia, proclamada por sus fundadores como única fuente de verdad, escapa a la regla: «Hace mucho tiempo, escribe De Wolf, que los protestantes repudiaron la idea de una iglesia infalible. Algunos trataron de sustituirla con las páginas de un Libro, infalible también. Pero quienes se acogen a este último dogma, se hallan en continuo conflicto. La Biblia contiene no pocas inconsistencias internas y encuentra demasiados óbices externos. Por eso, sus partidarios están siempre a la defensiva tratando de convencerse a sí mismos ya que no convencen a los demás. Después de todo, es evidente que el objeto de nuestra fe no puede encerrarse en las páginas muertas de un Libro por muy infalible que lo queramos hacer». «El tiempo, añade Gifford, no ha hecho más que aumentar las divergencias del pensamiento protestante. La crítica bíblica ha llegado a hacer imposible a sus ministros el uso del Libro santo... El protestante moderno, al emplear el nombre de cristianismo, apenas piensa ya en la existencia de un cuerpo doctrinal común a todos, sino sencillamente en un estilo de vida que está en armonía con los preceptos de Jesús... La vaguedad y la falta de convicción son fenómenos generales... La desintegración doctrinal se está dejando sentir desde el siglo XVIII y... su resultado final siempre es el mismo: la confusión.

Las citas se podrían multiplicar. Porque el mal llega hasta el punto de poner en tela de juicio la misma divinidad de Nuestro Señor y el dogma de la Santísima Trinidad, considerados como loables conatos de las iglesias del pasado por dar expresión y salvaguardar la fe», pero totalmente inadecuados a nuestros tiempos. Lo que, a su vez, ha dado lugar a estos conatos de buscar «solución» por medio de las mutuas concesiones y del compromiso ya que, nos lo dice de nuevo Gifford, «ninguna de las iglesias históricas ni de las escuelas teológicas del pasado ha tenido ni tiene el monopolio de la verdad», por lo cual estamos obligados en conciencia «a escuchar con simpatía y atención a nuestros hermanos para ver la porción de verdad que nos pueden ofrecer» .

La historia de las variaciones doctrinales protestantes suele dividirse en cinco grandes períodos:

1) el de la estructuración de las fórmulas de fe de las grandes iglesias históricas;

2) el conocido por el nombre de la ortodoxia doctrinal que abarca una buena parte del siglo XVII;

3) el del predominio de las corrientes deístas e iluministas a lo largo del siglo XVIII;

4) el de la duda racionalista del siglo XIX, principalmente en las iglesias y escuelas teológicas de tradición luterana;

5) el llamado de la neo-ortodoxia que predomina a ambas orillas del Atlántico en nuestros días.

La clasificación tiene sus inconvenientes. Cada uno de los períodos indicados da lugar a una gran variedad de tendencias teológicas, diversas y a veces antagónicas. Además, al revés de lo que sucede en la Iglesia católica, las desviaciones doctrinales del protestantismo no terminan con la expulsión del mismo de los individuos que defienden teorías heterodoxas. No existe allí poder humano capaz de hacerlo. Se lo prohíben la primacía de la libertad individual y el principio de la interpretación libre de la Biblia. Por eso sus iglesias están llenas de «disidentes» y de «no conformistas». Sin embargo, mientras no se nos ofrezca una clasificación mejor, adoptaremos la propuesta.

EL PRIMER PERIODO

Se prolongó hasta casi fines del siglo XVI y tuvo por objeto la fijación de las doctrinas oficiales que más tarde quedarían adoptadas por las iglesias. Se llamaron también «credos», «formularios» y «confesiones de fe». ¿Cuál es el valor doctrinal y obligatorio de los mismos? Son sumarios de doctrina, salvaguardias contra el error e instrumentos para la enseñanza de la religión. Sin embargo su fuerza obligatoria no pasa de ahí. «En la Iglesia católica, leemos en la Enciclopedia Luterana, los credos gozan de autoridad infalible y absoluta. En cambio, entre las iglesias protestantes, los credos (norma normata) están subordinados a la Biblia (norma normans). Los formularios nos reflejan los ideales y las creencias de las épocas en que se redactaron. Y, aunque no siempre nos interpreten aptamente la Biblia, contienen sin embargo en germen no pocos elementos aprovechables».

Cada una de las ramas del protestantismo original elaboró sus propias fórmulas. El luteranismo produjo, además de los Catecismos de Lutero, la Confesión de Ausburgo (1530), los Artículos de Esmalcalda (1537) y la Fórmula de Concordia (1557). La primera, redactada por Melanchton, aprobada por Lutero, suscrita por varios príncipes alemanes y presentada al emperador, estaba concebida en términos conciliadores por miedo a que Carlos V cargase la mano al incipiente luteranismo. En cambio, los Artículos de Esmalcalda presentaban un tono más áspero y abiertamente antípapal debido en gran parte a que, en aquel momento, se estaban diluyendo las esperanzas de conciliación. La Fórmula de Concordia debía su origen a las luchas doctrinales sobrevenidas en el seno de la Reforma en materias como la Eucaristía, el pecado original, el libre arbitrio, la justificación y las buenas obras. A falta de autoridad eclesiástica, hubo de ser el Elector de Sajonia quien bajo amenazas, pusiera término a las disensiones. W. A. Curtís admite que son pocos los protestantes modernos que piensan de la misma manera sobre un buen número de doctrinas incluidas en los formularios luteranos: sobre los sacramentos, el pecado original, las dos naturalezas de Cristo, etc.. De todos ellos ha sido el formulario de Augsburgo el que ha tenido mayor aceptación: «La Confessio Augustana, continua el mismo autor, contiene la formulación clásica del luteranismo y ha sido considerada como tal por sus iglesias. Su digna sencillez, su tono moderado y su espíritu cristiano, le han ganado la estima de sucesivas generaciones convirtiéndola además en prototipo de formularios sucesivos».

Las iglesias de origen calvinista dieron lugar a un número todavía mayor de credos. La multiplicidad se debió, en parte, a la necesidad de ulteriores acoplamientos a medida que el calvinismo se fue introduciendo en diversos países. Pero también a las continuas polémicas que hubieron de sostener dentro de su comunidad o con sus adversarios luteranos. Pueden distinguirse cuatro tipos de formularios : el grupo helvético, el alemán, el franco-belga y el anglo-escocés.

También aquí su lista debiera estar encabezada por el famoso Christianae Religionis Institutio y por los Catecismos de Calvino, aquel de 1536 y estos de 1541. En ellos se contenía, en frases concisas y claras, el meollo de la nueva religión. Pero aquellos libros no bastaron y se hubo de recurrir a la composición de Formularios. El deseo de componer sus disensiones con el zwinglianismo tuvo como resultado el Consensus Tigurinos, compuesto con la ayuda de Bullinger en 1545. Siete años más tarde, durante el ardor polémico relativo al predestinacionismo, los calvinistas ginebrinos compusieron el Consensus Genevensis, que resultó de escaso prestigio fuera de aquella ciudad. Los hugonotes franceses, no obstante la oposición personal de Calvino. redactaron en 1559 su Confessio Gallicana, modificada varias veces y vigente en aquella nación. Del último tercio del siglo XVII tenemos el Consensus Helvéticus (1675) el más difundido y popular en el país. Redactado para responder a los arminianos el documento nos refleja en toda su crudeza el «horribile decretum» relativo a la predestinación.

El calvinismo alemán dio existencia a casi media docena de formularios y de convenciones, señal indudable de las luchas en que se debatían sus seguidores. Por lo visto, nunca faltaban doctrinas que añadir, definiciones que suavizar, concesiones que hacer al medio ambiente, etc. La predestinación, las doctrinas sacramentarias y a veces (como en la Confesión de Benthein) la misma divinidad de Cristo, tenían necesidad de ser inculcadas. En su publicación influyeron también grandemente los dictados de los príncipes que en calidad de auténticos señores, gobernaban aquellas iglesias. Para nuestro propósito basta mencionar el Catecismo de Heidelberg que el elector palatino Federico III mandó componer en 1563. Algunos autores han notado el tono acremente antipapal de no pocos de sus capítulos. Fue el formulario que prevaleció en toda la Alemania y que se extendió después a Polonia, Bohemia, Hungría y Escocia y, por medio de ésta, a una buena parte de las iglesias presbiterianas de Norteamérica.

Los Países Bajos, en su parte calvinista, empezaron por adherirse a la Confessio Gallica, preparada por el apóstata Andrés Saravia. Los ataques contra la Iglesia de Roma revestían allí forma mitigada, pues se buscaba por entonces que Felipe II depusiera su actitud respecto de los protestantes. Caso extraño, la fórmula halló sus principales adversarios dentro mismo del calvinismo. Arminio la atacó furiosamente en el Sínodo de Dort (1616). Aunque con resultados bien exiguos, ya que sus propuestas fueron rechazadas por los demás asistentes y sustituida por los Cánones de Dort que contienen la quintaesencia de los decretos predestinacionistas. Los comentaristas modernos hallan en los mismos poco que alabar y son muchos los calvinistas que se preguntan si en ellos se ha dado respuesta adecuada a las objeciones que toda mente sana levanta contra la aparente crueldad de Dios con sus criaturas. «Los Cánones, nos dice uno de ellos, dejan la impresión de que Dios se deja llevar de la arbitrariedad. Podía haber elegido y salvado a todos, pero por razones buenas en sí, pero inescrutables y duras a la mente humana, y sin tener en cuenta para nada las responsabilidades individuales, los deja abondonados. El poder salvarlos y no hacerlo, el poder haber elegido a todos los pecadores y dejar a muchos, siendo así que todos nos sentimos indignos de aquella gracia, es un atributo que nos duele atribuir a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Ni las salvedades, ni las reservas puestas a la ley general, bastan para despejar de la mente popular la idea de un Dios cruel. Y esto es suficiente para desacreditar cualquier sistema religioso».

Sabemos por la historia que el calvinismo ortodoxo, seguro de la mayoría de los votos a su favor, trató con mano dura a los opositores. Los remonstrantes fueron detenidos y llevados a la cárcel por orden del príncipe Mauricio. El Sínodo depuso allí mismo a 200 clérigos de tendencias arminianas. Hugo Grocio escapó de la cárcel perpetua gracias a una estratagema de su mujer. Van Olden Barneveldt fue injustamente condenado a muerte y ahorcado en La Haya en 1619.

Al establecerse el calvinismo en los dominios ingleses con el nombre de presbiterianismo, su iniciador, John Knox, trató de buscar sus propias fórmulas de fe. Una de ellas se llamó la Confessio Scotica Prima y apareció en 1560. Quedó sustituida en 1581 por otra Confessio Secunda que, si en algo se diferencia de aquella, es en las expresiones de odio que muestra contra el Papado («Romanum illum antichristum»), contra los sacramentos y contra la Santa Misa («Missam diabolicam»), el sacerdocio y los decretos tridentinos. Schaff lo llama con razón: «la fórmula de confesión más anticatólica de todas». Hagamos también mención de la conocida Confesión de Westminster y de los catecismos del mismo nombre. El origen de ambos hay que buscarlo en el empuje político que el presbiterianismo alcanzó en Inglaterra y las campañas llevadas a cabo con el fin de «purificar» el anglicanismo de los «restos católicos» que todavía conservaba. En la lucha terciaron el parlamento y aun algunos obispos anglicanos. La magna reunión se celebró en Westminster (1647) y terminó con el rotundo triunfo del presbiterianismo. El documento allí redactado ha ejercido enorme influjo en el calvinismo de origen británico —tanto en Europa como en el Nuevo Mundo—. La confesión westminsteriana conserva el predestinacionismo en su rigidez original. Los cambios se refieren principalmente a la estructuración de las iglesias que, en adelante, se regirán a base de sínodos, ancianos, elecciones libres de pastores, etc.

El anglicanismo y sus grupos derivados carecen, propiamente hablando, de Confesiones del tipo descrito. En cambio, derivan sus normas de doctrina y de conducta de los Artículos y de los Prayer Books. En 1538, durante las reuniones celebradas en Wittemberg y Lambeth entre teólogos luteranos y anglicanos, se redactaron los Trece Artículos. Una nueva alianza en la que entraban además calvinistas y zwinglianos, dio como resultado (por obra especialmente de Cranmer) los Cuarenta y Dos Artículos de 1553. En estos no se pretendía innovar las doctrinas, sino buscar un «arreglo» al confusionismo existente distinguiendo entre «verdades autorizadas» y «no autorizadas», aunque de hecho se viera en ellos clara la huella del calvinismo. Después de toda una serie de revisiones, la iglesia de Inglaterra decidió corregir algunos de aquellos puntos y adoptar una fórmula más apta a las circunstancias. El intento pareció lograrse con los Treinta y Nueve Artículos de 1563, debidos principalmente a Parker. Aquí las influencias luteranas volvieron a imponerse sobre las calvinistas y las sustituciones contribuyeron a dar a todo el documento un aire y un sabor mucho más protestantes que las anteriores. «Su intención, su espíritu y su lenguaje son, sin duda alguna, protestantes y tienen por lo mismo estrecho parentesco con lo mejor que produjeron Wittemberg y Ginebra». Sin embargo, estos formularios contienen también una característica que no se halla en el resto del protestantismo contemporáneo: una vaguedad y una «flexibilidad» extraordinaria que constituyen a la vez el secreto de la longevidad y la ruina teológica de la comunión anglicana. «La dificultad de los Artículos, comenta Neve, estriba en su eclecticismo y en su vaguedad. Tratan de combinar doctrinas provenientes de sistemas teológicos diametralmente opuestos con la esperanza de que sean adoptados por la masa popular la cual —por su parte— goza de plena libertad para interpretarlas a su manera. El vicio crucial del anglicanismo está precisamente en su comprensibilidad». «Todos aquellos eclesiásticos anglicanos moderados lo mismo que los arminianos, interpretan (los Treinta y Nueve Artículos) como auténticamente luteranos. Por el contrario, los anglo-católicos que aborrecen tanto el luteranismo como el calvinismo, ven en ellos un reflejo del Concilio de Trento. Por último, los calvinistas y los miembros de la Low Church, encuentran allí las doctrinas del reformador ginebrino».

Por desgracia, las vacilaciones y confusiones no han quedado subsanadas por el Book of Common Prayer, en ninguna de sus versiones. La primera, publicada por Cranmer en 1549 era «un intento de compromiso entre la vieja y la nueva escuela; por eso no llegó a satisfacer a ninguna». En otra que se creía definitiva (la de 1662) se intentó de nuevo el mismo camino (las fórmulas eucarísticas estaban redactadas de tal forma que lo mismo podían incluir la presencia real como limitarse a la presencia simbólica) con resultados parecidos. Como, a fines del siglo XIX, «nadie seguía en sus detalles» el libro, y eran muchos los que lo creían «totalmente inadecuado a las presentes necesidades... con sus arcaísmos aptos para un país agrícola y no para una sociedad industrializada», las autoridades —entre las que figuraban los Parlamentos— decidieron hacer otra revisión. Las modificaciones miraban a una mayor adaptación de las doctrinas a la «mentalidad moderna». En importantes puntos dogmáticos, el confusionismo quedó prácticamente intacto. Sin embargo, las reformas —aprobadas por gran mayoría en las Asambleas de la iglesia anglicana— parecieron insuficientes al ala extrema de la opinión y fueron derrotadas durante dos veces consecutivas (1927 y 1928) por el Parlamento y la Cámara de los Comunes. Hoy el empleo del famoso libro es optativo y son muchos los obispos (sobre todo en tierras de misión) que lo modifican a discreción o eximen a sus feligreses de atenerse al mismo.

Mirando en su conjunto a este período de la formación de las Confesiones de Fe, salta a la vista la falta de unidad doctrinal prevalente en cada una de las grandes ramas de la Reforma. Como se ve, las disensiones afectan además, a puntos importantes —a veces sustanciales— de nuestra fe. «Al terminarse sus primeros cien años de vida, comentaremos con Algermissen, el protestantismo es ya un amasijo de tendencias contrastantes, de iglesias y de sectas en lucha. Las escisiones, tan patentes desde los comienzos indican a las claras que el abandono del magisterio eclesiástico lleva consigo una disminución del sentimiento de unidad y que el fundamento protestante del Ubre examen de la Biblia —libro al que cada facción acude para defender su actitud— está basado sobre el error. Su único punto de unión es la lucha contra Roma.

EL SEGUNDO PERIODO

Suele denominarse la era de la ortodoxia, y ocupó en la práctica todo el siglo XVII. El protestantismo, en posesión de Confesiones de Fe, intentó servirse de ellas para edificar un corpus doctrinae que le sirviera en la formación de sus dirigentes —sobre todo de los pastores— y que pudieran presentar ante el mundo como base y justificativo de la Reforma. Su oportunidad venía asimismo dictada por las necesidades cada día más urgentes de enfrentarse con los teólogos católicos.

La tarea exigía un periodo de calma, aun política. Pero la tuvo en tierras luteranas después de la guerra de los Treinta Años cuando la Paz de Westfalia (1648) dividió a Alemania en dos confesionalidades religiosas. Holanda, otro de los baluartes de la Reforma, había obtenido su independencia, lo que permitió al calvinismo —ya bien asentado en Suiza— afianzar allí sus conquistas. El más turbulento de los países protestantes fue Inglaterra donde las guerras civiles, el sucederse de las dinastías, las irrupciones de los ejércitos de Cromwell y las intervenciones parlamentarias turbaron con frecuencia la paz del siglo. Sin embargo, en su conjunto, la situación era mucho mejor y los protestantes quisieron aprovecharía para sus fines.

El luteranismo hizo un esfuerzo que era constructivo y defensivo a la vez. En teoría, la tarea había quedado concluida con el Liber Concordiae de 1580. Pero los hechos mostraron lo contrario. El campo apareció pronto dividido entre los partidarios de la reconciliación melanchtoniana y los seguidores del luteranismo ortodoxo. Wittemberg, Estrasburgo y Greiswal fueron escuelas de este último tipo, mientras Helmstedt, Rinteln y Künisberg se mostraban partidarios de la teoría conciliante. La lucha contra Melanchton, a quien se acusaba de haber adulterado el pensamiento de Lutero, tuvo su principal promotor en Juan Gerhard, profesor de la universidad de Jena, «el oráculo del tiempo» y «el mayor campeón de la teología luterana». Sus Loci Theologici (1610-1620) fueron durante muchos años la obra clásica en la materia. «Por su enorme erudición, vasto programa, precisión de detalle y aguda lógica, Gerhard es en el luteranismo la contraparte de Santo Tomás de Aquino».

Pero su aparición no liquidó las discusiones. Se polemizó sobre la inspiración de las Sagradas Escrituras, sobre la interpretación simbólica o realista de la Eucaristía, sobre la comunicación de idiomas, etc. Después del Concilio de Trento, los teólogos católicos fueron otra de sus pesadillas y Gerhard trató de contestarles con su Confessio Catholica destinada a ser la respuesta luterana a las netas formulaciones teológicas de la magna asamblea. Por su lado, el calvinismo —que iba penetrando profundamente en algunas regiones alemanas— combatió con todas sus fuerzas a los discípulos de Lutero. Los puntos de divergencia eran numerosos, empezando por la misma concepción de Dios que para Calvino y sus seguidores era «un celoso guardián de su gloria a la cual debía subordinarse todo, incluso la reprobación de unos y la salvación de otros», mientras que los luteranos mantenían que la «esencia de Dios consiste en el amor y en la bondad, atributos por los cuales concede la gracia de la salvación a todos cuantos la desean». Las acusaciones de mala fe y de tergiversación de las Escrituras, no estaban llamadas a restituir la paz. Los luteranos hubieron de sufrir también por parte de los anabaptistas y menonitas que, unidos a los schwenkelfeldianos, negaban la presencia eucarística y destruían hasta la noción de la Iglesia. En Polonia y Transilvania sus adversarios principales (salidos de sus propias filas) fueron los socinianos que pretendían racionalizar el misterio de la Santísima Trinidad.

Por entonces afloró también en el protestantismo una tendencia llamada, con el tiempo, a ser fatal para muchas de sus iglesias: la distinción entre verdades fundamentales (las contenidas en el Credo de los Apóstoles o las formuladas en los símbolos) y las no fundamentales, añadidas a los formularios subsiguientes como consecuencia de las internas desavenencias. Si la distinción hubiera quedado en esto, todavía menos mal. Pero, la determinación de cuándo una verdad debía ser incluida en la segunda categoría, se dejaba de nuevo en manos de los teólogos e incluía doctrinas tales como: la predestinación, las naturalezas de Cristo, la Santísima Trinidad, la inspiración de las Sagradas Escrituras y una larga lista de enseñanzas originadas en la Reforma. El movimiento traía hondas raíces de ciertos círculos intelectuales y tenía por impulsor a Jorge Calixto, teólogo, pero sobre todo humanista y gran amigo de Melanchton. El motivo inmediato de aquella rebelión lo habían dado las diversas facciones luteranas con sus desacuerdos doctrinales y el ambiente de continua polémica que con ellos habían creado. Los humanistas pensaron que, con aquella famosa distinción, se cortarían por lo sano las discusiones. En el fondo, lo que buscaban era mostrar que las diferencias doctrinales y aun litúrgicas no hacían al caso. Lo importante era conseguir una «communio interna» entre las diversas iglesias —sin excluir a la de Roma— aunque se echara todavía de menos la «communio actualis et externa per sacramentum».

En las iglesias de tradición calvinista la estructuración de las doctrinas enseñadas por el maestro ginebrino avanzó a paso mucho más lento que en el luteranismo. Aquéllas carecían todavía de grandes teólogos y de universidades propias donde crear una escuela propia. Por otra parte, se vieron pronto arrastradas por una fuerte controversia dogmática que consumiría por largo tiempo sus energías. La controversia se llamó: el arminianismo y su iniciador era Jacobo Arminio, profesor de Leyden. Por ella pretendía terminar de una vez con aquellos «decretos horribles» con los que Calvino predestinaba a la gloria o al infierno a todos los hombres, sin miramiento alguno a los méritos o deméritos adquiridos en su vida. Para los protestantes imbuidos en ideas humanistas, la afirmación constituía una blasfemia y un mentís a la libertad concedida por Dios a sus criaturas. La teoría prendió enseguida en los círculos intelectuales de Holanda, pero halló fuerte oposición en los medios eclesiásticos.

Hicimos ya referencia a la solución negativa dada al problema por el Sínodo de Dort (1618-9). Pero los arminianos no se dieron por vencidos. De hecho representaban una corriente fuerte de la opinión encabezada por los humanistas. Estos habían favorecido al protestantismo, pero disentían de muchas de las fórmulas concretas en que había cristalizado. Pedían, además, mayor libertad, invocaban la Biblia (al margen de las Confesiones) como única regla de fe y buscaban una especie de moralidad universal que se aplicara a todo el mundo. Después de la muerte de Arminio, la doctrina encontró ardientes defensores en hombres como Uitenbogaert, Vortsius, Episcopius, Grocio, etc. Pero, los protestantes ortodoxos preveían a dónde llevaban aquellas concesiones: «El arminianismo, escribe Meusel, fue poco a poco subordinando el dogma a la moralidad y mirando en Cristo más a un legislador que a un Redentor. En el dogma trinitario se inclinó decididamente a la subordinación del Hijo y del Espíritu Santo al Padre. El pecado original perdió también su carácter de rebelión contra el Altísimo para convertirse en debilidad congénita al hombre... El arminianismo negó que la justificación fuera una mera imputación forínseca de los méritos de la redención. Los sacramentos fueron cobrando un significado totalmente ceremonial... El bautismo de los niños perdió su razón de ser y el valor de la Eucaristía se fue reduciendo al robustecimiento de nuestra fe y de nuestro amor».

En las Islas Británicas no resulta fácil, a lo largo del siglo XVII, hallar una teología anglicana o presbiteriana que se pueda llamar verdaderamente constructiva. En cambio, abundaron las luchas entre el anglicanismo —llamado ya iglesia establecida— y los «papistas» y los «puritanos». A partir de la mitad del siglo, los hombres políticos comprendieron que les convenía reforzar lo más posible a la iglesia oficial. William Laud, primer canciller de Oxford y luego arzobispo de Canterbury, figuró entre los campeones por aquella supremacía. Tanto por el Acta de Conformidad de 1662 como por el de Tolerancia de 1689 el anglicanismo pudo considerarse bien asentado en el país.

Esto no quería decir que no tuviera enemigos ni que éstos fueran despreciables. Estaban por una parte los puritanos, embebidos en principios calvinistas, que acusaban al anglicanismo de quedarse a medio camino entre Roma y el protestantismo. Entre sus principales representantes figuraban J. Hooper, T. Cartwright, W. Travers, H. Barrow, R. Brown y otros. Sus puntos de oposición eran muchos. Rechazaban toda jerarquía episcopal reduciendo las autoridades eclesiásticas a los ancianos y a los seglares elegidos por la comunidad. Suprimían la liturgia con sus ceremonias, sus ornamentos, cruces e imágenes, para sustituirla por la predicación y la simple lectura de la Biblia. Luchaban por la observancia severa del domingo, pero suprimían todas las demás fiestas del año. En punto a predestinacionismo, aceptaban en sus líneas generales la versión calvinista, inculcando, sin embargo, la necesidad de una colaboración personal y evitando así los peligros de cierto fatalismo. Personalmente querían aparecer como hombres de conducta intachable y enemigos de toda frivolidad. Lanzaron campañas contra el teatro, las fiestas, el juego y las diversiones de cualquier género que fuesen. El pueblo empezó a llamarlos —en ocasiones un poco irónicamente— los puritanos.

A pesar de esta actitud rebelde, muchos prefirieron permanecer dentro de la iglesia oficial que, con el tiempo, hallaría para ellos un puesto dentro de su comprensividad para que no fuesen molestados por nadie. Otros, llamados entonces independientes formaron —o al menos echaron las primeras raíces— para el congregacionalismo. Un sector más izquierdista y radical, sobre todo en materias eclesiológicas, iría preparando el camino para la fundación de las iglesias bautistas.

Por otra parte, el arminianismo se fue también abriendo paso por los círculos eclesiásticos ingleses y aun entre sus mismos teólogos. Estos amenazaban además las bases del anglicanismo partiendo de otros principios. Había que negar los principios calvinistas y combatir la lucha que estos llevaban contra el anglicanismo y la autoridad del rey. Pero ello incluía al mismo tiempo el rechazo, no sólo de los principios del predestinacionismo, sino también de muchas otras doctrinas de la Reforma y aun del cristianismo como religión revelada. Uno de sus más famosos exponentes fue el obispo anglicano Jeremy Taylor, teólogo y escritor muy conocido entre sus contemporáneos. Taylor abogaba por la tolerancia y la libertad en materias dogmáticas. No había que dar fe ciega a las fórmulas de fe, ni siquiera a las del Concilio de Nicea; impugnaba las doctrinas calvinistas de la naturaleza caída, del valor de la gracia y de la redención y estaba convencido de que los Concilios generales de la Iglesia habían constituido un gran mal para el cristianismo. Sin aquellas definiciones precisas ni aquellas condenaciones perentorias, no hubieran existido herejes en el mundo.

Estas tendencias, que hoy llamaríamos de extrema izquierda, no eran las únicas que brotaban en Inglaterra. Hubo teólogos que quisieron establecer una especie de unión doctrinal entre anglicanos y puritanos, pero a base de concesiones mutuas o de la adopción de un denominador común en puntos dogmáticos y morales. Recibieron varios nombres. Se les llamó tolerantes y racionalistas por la importancia que daban a la razón natural y aun por la amistad que brindaban a quienes doctrinalmente opinaban lo contrario de ellos. Otros recibieron el nombre de latitudinarios. El apelativo lo decía todo. Eran todavía más liberales que los anteriores y en ocasiones ocultaban a individuos abiertamente unitarios o ateos. Sostenían que la unidad cristiana había que buscarla «en las grandes realidades del pensamiento cristiano» y no en la fidelidad a un mierta clausus de doctrinas religiosas. Muchos de ellos abocaron en el indiferentismo religioso. Los autores hacen bien en considerarlos como precursores de la Broad Church y del liberalismo que, en siglos posteriores, haría estragos en el anglicanismo.

Después de cuanto llevamos dicho, el lector se preguntará cómo este período puede todavía llamarse el de la ortodoxia protestante. En las tres grandes ramas de la Reforma, las disputas, los cambios teológicos y las desviaciones doctrinales abundaron tanto o más que sus fidelidades a la verdad inicial. Refiriéndose al luteranismo, Kattenbush piensa que la explicación podría hallarse en aquella especie de fe ciega que los teólogos atribuían a las doctrinas de Lutero y Melanchton así como en la sumisión con que la masa popular aceptaba el nuevo orden de cosas. En efecto, el luteranismo fue entrando en el pueblo y adquiriendo carta de ciudadanía en la nación. Al correr de las generaciones, los predicadores no hablaban ya de él como de una innovación, sino como de algo aceptado —al menos como hecho histórico que no se discutía— por todos. Sus teólogos no se creían ya obligados como en los primeros tiempos a justificar su presencia en el mundo. «El pueblo aprendía el catecismo luterano y escuchaba atentamente a sus predicadores, recibiendo además con devoción los sacramentos. Y con ello parecían quedar satisfechos». Creemos que, en debidas proporciones la explicación es aplicable al calvinismo y a la iglesia anglicana. Nos hallamos en el momento histórico de la evolución de un régimen —político o religioso— en el que el pueblo acepta sin discutir la nueva situación y se siente casi satisfecho de la misma. Si todo el movimiento está bien enderezado, buena señal. De lo contrario, hay indi­cios de que los narcóticos, bien administrados, han tenido su efecto en la masa. Es la hora en que uno empieza a dudar seriamente si las naciones caídas en tal estado podrán volver al redil del Buen Pastor.

EL TERCER PERIODO

Al tercer período que abarcó el siglo XVIII se le designa comúnmente con el nombre de iluminismo teológico. A los brotes de formalismo religioso y de racionalismo surgidos en la época anterior, los dirigentes del protestantismo reaccionaron de dos maneras distintas. Unos, deseosos de salir de aquel marasmo de frialdad, se echaron en brazos de un sentimentalismo devoto que satisficiera sus anhelos personales, aunque para ello se dejaran a un lado algunas consideraciones dogmáticas. Fueron los pietistas. Otros, en cambio, creyeron que la solución se hallaba en un mayor uso de la razón y en el empleo de la técnica científica que entonces empezaba a aplicarse al estudio de la Teología y de las Sagradas Escrituras. Formaron el grupo amorfo que recibió el nombre de iluministas. Digamos dos palabras sobre los representantes de ambos grupos.

La dogmática protestante del siglo XVII se había petrificado en un intelectualismo peligroso y eran muchos los que sentían la necesidad de una religión más personal, sin las ataduras de los formularios y del legalismo a los que se les quería someter. No pocos de sus teólogos habían pedido la vuelta a la devoción ferviente de los Padres de la Reforma. Pero fue, sobre todo, Jaime Spener, el influyente pastor de Halle, quien dio forma concreta a aquellos anhelos en su libro: Desiderio Pietatis, de 1675. Spener estaba convencido de que el luteranismo, precisamente por insistir demasiado en el lado dogmático de las cosas, había cesado de ser una religión viviente. Con el fin de remediar aquella situación, fundó en diversas ciudades de Alemania sus «collegia pietatis», especie de conventículos de devoción en los que sus miembros leían las Escrituras, meditaban, cantaban himnos y se comunicaban entre sí sus sentimientos religiosos. El método se desarrolló con extraordinaria rapidez y halló un gran protector en uno de los conocidos teólogos de la época, Augusto Francke, que lo apoyó con toda su autoridad.

Pero el pietismo traía consigo también una técnica de renovación espiritual y una serie de principios teológicos que lo elevaban a categoría de auténtica escuela de religión. La técnica, expuesta en su obra: Sex Desiderio, comprendía los siguientes puntos: el estudio de la Biblia en pequeños y espontáneos grupos; la restauración de la doctrina del sacerdocio universal; un cristianismo llevado a la práctica cada día; el abandono de la polémica y el empleo de la bondad en el trato con los no creyentes; la reforma de la enseñanza teológica que debía dirigirse a una religión más vital; y una predicación espiritual con la vuelta a la sinceridad y a la simplicidad de los primeros cristianos. En el campo propiamente teológico, sus innovaciones eran también revolucionarias. Pedía, ante todo, una experiencia de la conversión. La regeneración no se alcanzaba (como lo quería Lutero) con la sola fe, ni —en el caso del bautismo de los niños— con la mera recepción del sacramento, sino era algo que había que sentir. La conversión aseguraba, además, al alma la perseverancia en el bien. En el terreno práctico, los pietistas se asemejaban bastante a los puritanos: exigían de sus seguidores la fuga del mundo y la supresión de toda clase de diversiones —desde los juegos del azar y la lotería, hasta la asistencia al teatro—. A sus ojos, la Iglesia perdía ya el sentido de universalidad heredada por una tradición secular para convertirse en conventículos («ecclesiolae in ecclesia») llamados a «purificar» la iglesia madre, en la que, sin embargo, querían permanecer. Por esta misma razón, las cuestiones y discusiones dogmáticas se hacían inútiles y quedaban sustituidos por los ejercicios de la piedad individual.

El pietismo penetró en círculos influyentes de Alemania. El mecenazgo de Francke le abrió paso a las universidades de Halle, Wurttenberg, Leipzig, Tubingen, etc. Gracias al conde de Zinzendorf que se había adherido desde los comienzos a aquel movimiento, el pietismo atrajo hacia sí a los Hermanos Moravos quienes lo cultivaron en sí mismos y lo propagaron en sus extensos campos misioneros del Asia y de América. Los pietistas se infiltraron sobre todo entre las clases sencillas y piadosas de varios países protestantes: Suiza, Holanda, Dinamarca y hasta Rusia. Fue precisamente en estos círculos donde aparecieron los primeros signos extravagantes de aquella devoción. Algunos de los himnos cantados por los Hermanos Moravos mezclaban expresiones eróticas de gusto muy discutible. Zinzendorf, metido a teólogo, nombraba a la Santísima Trinidad con los nombres de Padre, Madre e Hijo. Otros, durante los «éxtasis y arrebatos» que decían tener, desvariaban en materias teológicas. Una de las «visionarias», Eleanora Petersen, afirmaba no poder admitir las penas del infierno. En cambio aseguraba, como recibido del cielo, la inminente conversión de los judíos y de todo el mundo pagano.

¿Cuál fue el resultado final de la interacción pietista con las iglesias de la Reforma? Los historiadores están acordes en admitir los bienes que aportó a su causa. Cuando el protestantismo, sobre todo en su rama luterana, estaba a punto de secarse, el pietismo supo comunicarle calor y hacerle sentir que el cristianismo es algo personal que tiene que ser vivido para poder dar sus frutos. La frecuente lectura de los Evangelios, el amor a la persona de Jesús, la conducta personal irreprochable y el desprendimiento de las cosas del mundo, eran aportaciones positivas de no escasa trascendencia. Sus beneficios se sintieron hasta en el arte sacro: Juan Sebastián Bach y Federico Hándel nos lo mostraron en los maravillosos acordes de sus oratorios y de sus cantatas. La caridad cristiana —con la fundación de orfanotrofios— y la instrucción religiosa alcanzó una vitalidad desconocida hasta entonces.

Sin embargo, tampoco se puede exonerar al pietismo de la difusión de principios falsos o equivocados que, a la larga, resultarían nocivos. La Enciclopedia Luterana le hace los siguientes reproches: 1) el haber insistido demasiado en el concepto de piedad separándolo de los medios de la gracia; 2) el no haber estudiado la Biblia como verdadera fuente y base de nuestras creencias; 3) el haber mezclado los conceptos de espíritu y letra, espíritu y carne confundiendo asi la santificación y la justificación, dando lugar a un exagerado milenarismo y a un misticismo de mala ley. «Con su poca atención a la teología, escribe Mons. Algermissen, su formalismo religioso, su estrechez ética, su juicio pesimista de la vida y de la alegría del vivir, el pietismo tuvo a la larga consecuencias desastrosas en la masa protestante, a la que, casi sin caer en la cuenta, empujó hacia el iluminismo para el que lo había preparado con su religión sentimental, su desconocimiento del dogma y su cristianismo de pura moralidad».

El iluminismo protestante traía sus orígenes de la época anterior. La desconfianza mostrada por muchos en el valor de las fuentes reveladas (y a fortiori en las Confesiones de Fe) se había ido haciendo cada vez más común por falta, sobre todo, de una autoridad competente que fallara en aquellas materias. Sólo se esperaba que las circunstancias externas favoreciesen su expresión, lo que ocurrió en el siglo XVIII. En 1693 Inglaterra concedía la libertad de prensa. Esta, aunque más restringida, funcionaba también en Francia, Holanda y Alemania. Fue el momento en que aquellos espíritus audaces —que ya antes vivían prácticamente al margen del cristianismo— intentaron despojarlo de su carácter sobrenatural y de rebajarlo al nivel de una de las grandes religiones contemporáneas. El movimiento revistió tres aspectos según los países de procedencia: se llamó deísmo en Inglaterra; naturalismo en Francia y racionalismo en Alemania.

El deísmo

Para comprender la aparición y el desarrollo del deísmo, el historiador necesita fijarse en las circunstancias religiosas por las que entonces pasaba Inglaterra. La iglesia oficial dejaba insatisfechos a la mayoría de sus miembros. Terminada la era de las persecuciones, el anglicanismo se había entregado a una especie de ociosidad espiritual —ambiente el más propicio para la aparición de escépticos y hasta de incrédulos—. Montesquieu, a la vuelta de una de sus visitas a Inglaterra, afirmaba que allí «no había eso que se llama religión y que si el tema se mencionaba en los círculos de la alta sociedad, excitaba la risa de los presentes». Las clases dirigentes estaban entregadas a la frivolidad; las masas trabajadoras mataban sus penas a fuerza de gin, la bebida que se había convertido en una de las principales causas de la terrible mortandad prevalente. En los ambientes intelectuales, los filósofos y los socinianos trabajaban por sembrar la duda respecto de todo cuanto se relacionara con el mundo sobrenatural. Las tendencias utilitaristas del carácter inglés tuvieron también influjo en su desarrollo.

El deísmo pretendía fundar una religión puramente natural construida sobre la razón y que fuera, al mismo tiempo, capaz de absorver a todas las iglesias y tendencias confesionales. Admitía, es verdad, la existencia de un Dios, creador del universo, pero desentendido de la obra de sus manos. Es, decían, como el relojero que construye su gran reloj; le da cuerda para siempre y lo deja andar sin preocuparse más de él ni permitir otras intervenciones, sobre todo de orden sobrenatural. Su crítica demoledora se extendía a todos los campos. En su opinión la Biblia no pasaba de ser un conjunto de narraciones piadosas más o menos verídicas según su coincidencia o su discrepancia de la razón. La divinidad de Cristo, su obra redentora personal y la continuación de esta en la Iglesia, eran cuestiones que no suscitaban entre ellos ningún interés.

Entre sus principales teólogos descollaron lord Cherbury (1582-1648) llamado el padre del deísmo cuyos «cinco puntos» constituyeron las bases principales de aquel movimiento, a saber:

1) la existencia de Dios;

2) el deber de adorarle;

3) el carácter práctico-moral de esa adoración;

4) el deber de arrepentimos y de evitar los pecados,

y 5) la divina retribución, parte en esta vida y parte en la otra.

En tal sistema no se negaba explícitamente la revelación, pero se la hacía innecesaria, ya que todas las verdades habían de quedar sometidas al entendimiento humano. Sus continuadores no se detendrían allí. Charles Blount en su libro: Anima Mundi (1679) exaltó las virtudes de los paganos y en su Vida de Apolonio de Tyana trató de mofarse de los milagros de Jesús comparándolos con los atribuidos a ciertas divinidades paganas. J. Toland publicó a fines del siglo XVIII su obra: Christianity Not Mysterious en la que el mensaje de Cristo quedaba reducido a mera doctrina humana y los medios que tenemos para conocerla (las Sagradas Escrituras, los Concilios y la Iglesia) a instrumentos inventados para hacer caer en el error a los crédulos; Mateo Tyndal, en su trabajo: Christianity as Old as Creation (1730), sostenía que todas las religiones tienen el mismo origen, las mismas normas morales e idénticas verdades doctrinales: «Si el cristianismo, concluía, enseña cosas que no están contenidas en la religión natural, esas pertenecen a la esfera de la superstición o son corruptelas de la verdad original».

El deísmo pasó a principios de siglo a Francia tomando en ocasiones un cariz más radical, revolucionario y aun ateo. Baste recordar los nombres de Diderot, Lamettrie, Condillac, Montesquieu, Voltaire y Rousseau —o a los demás filósofos de la Enciclopedia. Sin embargo, como sus defensores no pertenecían en su mayoría al protestantismo (eran por desgracia miembros nominales de la Iglesia católica) no tendríamos por qué prestarles aquí atención. Si lo hacemos brevísimamente es por el influjo que el naturalismo galo tuvo en los Estados Unidos de América. En el momento mismo en que las Trece Colonias obtenían su independencia, las ideas religiosas francesas estaban moldeando la mentalidad de muchos de los dirigentes de aquella revolución y de los verdaderos padres de la patria. «Las ideas liberales políticas y religiosas de Francia, escribe Mecklin, penetraron rápidamente en los Estados Unidos como resultado de la gratitud de nuestras generosas pero poco críticas gentes hacia aquel pueblo que lo había ayudado a alcanzar su independencia. Uno de los más influidos por aquellas corrientes religiosas fue el propio Jefferson. Lo más extraño es que tales ideas, sobre todo en forma de deísmo, penetraran en el interior y se llegaran hasta la verdadera frontera de la patria. En 1794 un misionero bautista, J. A1. Peck, decía hablando del Norte de Ohio y del Mississipí que 'la infidelidad francesa amenazaba allí con barrer el último rastro del cristianismo'. El deísmo francés se mezclaba con una democracia jeffersoniana. La Edad de la Razón se había convertido en el libro más popular y la Biblia sólo se leía en las familias más piadosas»

«El protestantismo, aunque parece en los comienzos opuesto a la Ilustración y al filosofismo, como nacido de la experiencia religiosa de Lutero, con todo, al rebelarse contra las supremas autoridades del papa y del emperador, enseñó al hombre a no tolerar yugo alguno, ni de la Iglesia, ni de la tradición, ni del poder civil y político El protestantismo, en general, al destruir o desvirtuar el sacerdocio, el sacrificio y los sacramentos y al levantarse contra la jerarquía eclesiástica, secularizó —aun sin saberlo a veces— la religión, y desconsagrada ésta, la puso en manos politicas y laicas. ¿Cómo no había de perecer allí todo elemento sobrenatural? Por otra parte, al proclamar el libre examen, echó los gérmenes del falso misticismo y, sobre todo, del racionalismo. Consiguientemente al libre examen retoñaron infinidad de sectas y de dogmas que explicaban la Biblia a su manera, con lo que se rompió y, en algunas partes, se pulverizó la unidad religiosa de Europa, dando origen a que en muchas partes naciera el indiferentismo religioso que ponía en duda la existencia de la religión revelada y despertaba un anhelo de buscar principios religiosos superiores y comunes a todas las confesiones y a todas las religiones positivas. Y ya tenemos el deísmo, la religión de la Ilustración y del positivismo».

 

La AufklÁrung

En Alemania el iluminismo abarcó dos períodos de los que solamente el primero —conocido por el nombre de Aufklárung— pertenece al siglo XVIII. Sus principales exponentes fueron: Leibniz, Wolff, Spadling, Reimarus, Herder y otros. A Wilhelm Leibniz (1646-1716) se le ha llamado «el filósofo del optimismo» no sólo por sus intentos de reunir a las iglesias protestantes entre sí y con el catolicismo, sino también porque todo su sistema estaba en contraste con el profundo pesimismo que Lutero había legado a sus seguidores. No obstante, algunos pujos racionalistas, Leibniz no se atrevió a negar abiertamente el orden sobrenatural. Pero tampoco asignó al cristianismo el puesto —fuera de serie— que le corresponde. Era, a lo más, una mónada especial aparecida en la historia, útilísima y extraordinaria en muchos sentidos, pero reducible a la categoría de las cosas humanas. Su discípulo Christian Wolff (1670-1754) cultivó una teología demasiado naturalista y trató de «explicar racionalmente» las verdades religiosas en que convenían todas las confesiones. En cambio H. Reimarus (1694-1768) negó la existencia de la revelación, hizo una criba de «libros auténticos y no auténticos» de la Biblia, descartó muchas de las narraciones relativas a Cristo y enseñó que la religión natural ha de constituir la norma única de nuestra vida. H. Hencke trabajaría para «liberar al cristianismo de la triple superstición de la adoración de Cristo, de la Biblia y de los trasnochados principios teológicos». Herder soñaría en establecer una religión filantrópica universal, sin dogmas ni creencias obligatorias. J. F. Roehr, de la universidad de Weimar, se atrevería a meterse —cosa que sus predecesores no lo habían hecho sino con mucha timidez— con la persona misma de Jesús». «El racionalismo, escribía, venera en El al hombre enviado por Dios como maestro de la verdad en el sentido ordinario de la palabra. Jesús era sencillamente un hombre en cuya vida y misión la providencia obraba de una manera particular».

Por desgracia, estas desviaciones de sabor auténticamente heterodoxo suscitaron escasa reacción en los círculos conservadores del país. O, al menos, las voces que se levantaban carecían del prestigio de los adversarios. Por eso, tomado en su conjunto el resultado final de la época que analizamos fue desastroso para la ortodoxia de la Reforma. Verdades que Lutero y sus contemporáneos nunca hubieran puesto en tela de juicio, perdían una buena parte de su actualidad o quedaban relegadas a «opiniones del tiempo pasado». «Hay que llegar al siglo XVIII, escribe el historiador protestante Perriraz, para contemplar la ruptura definitiva (de la teología protestante) con el pasado. Si la difusión del pensamiento cartesiano y las conquistas de la astronomía significaron una rigurosa confirmación de las teorías de Copérnico, en el campo dogmático los resultados de la crítica histórica aplicados a la Biblia y a la Iglesia provocaron la lenta pero segura desintegración de las doctrinas llamadas reveladas. Estas no pudieron ya resistir el asalto de aquellas nuevas concepciones. Se formó lentamente la conciencia de la nobleza de la razón humana, de la importancia que para la vida tiene el sentimiento al mismo tiempo que se disminuía el respeto por las fórmulas teológicas Con ello se intentaba volver al pensamiento original de la Reforma dando cuerpo a la experiencia fundamental de donde había salido la obra luterana. En Worms, Lulero no había admitido otras razones que las de la Biblia y su manera personal de sentirla. Los teólogos protestantes del siglo XIX se referían a la experiencia de los demás, a la Escritura y aun a los libros simbólicos sólo en cuanto las afirmaciones contenidas en dichas fuentes estaban acordes con la experiencia personal, fuente y norma de juicio sobre el valor de cualquier hecho religioso»

 

EL CUARTO PERIODO

Resulta probablemente inexacto clasificar sin atenuaciones a todo el siglo XIX como época racionalista. El epíteto indicaría un relajamiento general en la ortdoxia dogmática. Indudablemente hubo mucho de esto; más aún, podríamos decir que tal fue la tónica de la teología protestante del período. El relativismo y el evolucionismo abrieron brecha en su teología, sin perdonar aquellos dogmas tenidos hasta entonces como esenciales de sus iglesias.

Este relativismo no perdona siquiera a la Biblia; y casi podríamos decir que empieza por ella. La Escritura no es ya un conjunto de ideas dadas por Dios al hombre y que éste tendrá buen cuidado de no tocar, sino algo así como el resumen de la evolución de un pueblo (Israel) al que Dios ha hablado de alguna manera. Por eso, las afirmaciones bíblicas «no tienen ya para los teólogos modernos el valor absoluto de otros tiempos. Las verdades encerradas en ellas no fuerzan ya a la razón, sino que deben quedar siempre sometidas a las experiencias de los lectores.

Sin embargo, es también cierto que no todos siguieron la misma dirección. Hombres como Schleiermacher y Kierkegaard, entre otros, trataron de detener aquella avalancha y de impedir los daños que de ella se seguían. Hubo asimismo, tanto en Europa como en América, reavivamientos religiosos con el fin de que las masas volvieran a sentir el calor del cristianismo y conatos de rescatar las doctrinas fundamentales que la maldad de los tiempos y de los hombres habían destruido. Por todas estas razones, creemos más conveniente distinguir en la teología protestante del siglo XIX dos corrientes: la liberal, llamada también racionalista, a la que pertenecía Hegel, Ritschl, la escuela de Tübingen-Wellhausen y la histórica; y la conservadora cuyos representantes europeos más conocidos fueron Schleiermacher y Kierkegaard, pero que tuvo también sus defensores en Inglaterra y en las iglesias de Norteamérica.

El pensamiento protestante del siglo XIX debía mucho a Kant (1724-1802). El filósofo de Kónisberg no se preocupó directamente de teología, pero los principios filosóficos introducidos en ella, constituyeron una auténtica revolución. Un mundo que no conocemos sino al trasluz de las percepciones personales; un Dios cuya existencia objetiva ignoramos, aunque la admitimos a ciegas como imperativo categórico; una razón humana exaltada hasta hacer innecesaria o imposible toda revelación; un desprecio de los dogmas cristianos empezando por el de la Santísima Trinidad; conceptos de pecado diametralmente opuestos a los profesados por la tradición cristiana; indiferencia de la existencia histórica de Cristo, de su obra redentora, de la vida de la gracia y de la eficacia de la oración; por fin, un cristianismo de origen puramente humano, basado en la fe religiosa individual y en la que no entran para nada la estructura jerárquica ni el sistema sacramentarlo todo esto equivalía a un atentado contra la Iglesia que instituyera Cristo y se conservaba como herencia inviolable en la misma Reforma. Cualquier sistema religioso fundado en estos principios tenía que resultar fatal para el auténtico cristianismo. Lo mostraron sus seguidores y discípulos.

Al frente de los corifeos de la teología racionalista suele figurar Federico Guillermo Hegel (1730-1831) aunque a un católico le resulte difícil imaginarse la clase de cristianismo derivado de sus premisas. Hegel se consideraba solidario de Lutero y estaba persuadido de que su nueva filosofía religiosa no hacía otra cosa que derivar las últimas consecuencias del sistema inaugurado por aquel. «Lutero, decía, rompiendo en la Cristiandad con los votos religiosos y con la estructura jerárquica de la Iglesia (por medio del «sacerdocio universal») obtuvo la libertad y la autonomía del espíritu que se desenvuelve en sí y por sí hasta convertirse en la misma divinidad». Su papel se reducía a desentrañar por medio de formulaciones más modernas aquellos principios luteranos. Su punto de partida fue un panteísmo a ultranza identificado con la Idea Absoluta de la que, por proceso de tesis, antítesis y síntesis, derivan todas las demás cosas. Hegel aplicó esta dialéctica a los misterios del cristianismo. La Santísima Trinidad era para él un desdoblamiento de aquella Idea: el Padre, potencia universal y abstracta, al exteriorizarse es el Hijo y éste, reencontrándose, y tomando posesión del espíritu del hombre, es el Espíritu Santo, seres todos que —en última instancia— no son más que tres momentos de una misma realidad. El filósofo vivió obsesionado con la idea de divinizar al hombre: «si la esencia divina no fuese la esencia del hombre y de la naturaleza, sería una esencia que no sería nada». Por lo mismo, la Encarnación y la Redención tenían para él solamente significados simbólicos. La doctrina del Dios-Hombre era para Hegel un sublime símbolo «por medio del cual el entendimiento humano ha podido en el decurso de la historia comprender que la humanidad y la divinidad son una misma cosa, que la vida del hombre es la vida de Dios en su forma temporal... De modo parecido, la muerte, la resurrección y la exaltación de Cristo eran nobles representaciones imaginarias, afirmaciones parabólicas destinadas a mostrar que el hombre finito es presa de la corrupción, pero que contemplando su unidad en el Infinito, puede levantarse a sublimes alturas logrando así una participación en el proceso panteísta del mundo... En tal sentido, y en ningún otro, podemos decir que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».

«Para Hegel el cristianismo no es sino la mas alta expresión de la religión, insuperable por la sencilla razón de que la concepción religiosa, como conciencia de Dios en el hombre, encuentra su mejor y más clara expresión en el Cristo histórico. Aunque, por otra parte, esta revelación tenga su existencia solamente en cuanto representada, es decir como símbolo En tal esquema, Cristo no es más que una idea filosófica, lo mismo que sucedía en el antiguo monarquianismo defendido por Sabelio. En otras palabras, Cristo se convertía en la idea principal, pero sin existencia tangible»

En el esquema hegeliano, el dogma cristiano quedó destrozado. Jesús no pasaba de ser «uno de los grandes hombres de la historia», por haber realizado en su ser mucho mejor que ningún otro mortal que «Dios está en nosotros». El pecado es una etapa necesaria en el progreso del hombre. Las narraciones evangélicas carecen de sentido literal y deben interpretarse en manera simbólica. La noción de Iglesia, de sacramentos y de gracia no entran para nada en su proceso de «divinización» de las criaturas. En su concepción la vida del espíritu debe subordinarse a la vida política (la Iglesia al Estado) ya que es éste el que rige los destinos de los pueblos. La inmortalidad del alma —con todos sus corolarios— le apareció como idea transnochada carente de realidad o como la simple manifestación de un deseo fantástico del hombre por convertirse en Dios. «Hegel, escribe un crítico luterano de nuestros días, no obstante su pretensión de amalgamiento perfecto de su filosofía con el cristianismo, lo redujo —por razón de su panteísmo— a la negación absoluta de la religión del Divino Maestro. No creyó en el Jesús de la historia y con sus ideas contribuyó a la destrucción de los fundamentos históricos del cristianismo».

 

Ritschl y su teología

Se ha dicho que, durante el último cuarto del siglo XIX, no hubo influencia teológica protestante comparable, por su vigor y amplitud, a la del profesor de Gottingen, Albretcht Ritschl. Murió en 1889 y, sin embargo, aun hoy día sus teorías juegan papel importantísimo en la dogmática de las iglesias. Harnack no estaba lejos de la verdad cuando lo llamaba: el último de los Padres de la Iglesia.

Ritschl protestó siempre de sus buenas intenciones y de su fidelidad al luteranismo. Este, en su opinión, había quedado deformado por las tendencias pietistas y reducido a la última expresión por el subjetivismo de Schleiermacher y de su escuela. Y él se creía llamado a devolverlo a su primitivo esplendor, sobre todo, luchando con el pietismo que siempre fue su bestia negra. «La vuelta al Nuevo Testamento tomando como guía la Reforma», fue una de las normas de su vida. Gracias a este ideal, logró evitar los escollos del panteísmo, devolviendo a la teología parte de la objetividad que los seguidores del sentimentalismo habían tratado de arrebatarle. Pero, tampoco logró elevarse a las alturas desde las que se contemplan con los ojos de una serena fe los misterios del cristianismo. Sus alas estaban atadas a las categorías de Kant y a los absolutos de Hegel. Por eso se quedó con frecuencia a medio camino, buscando remedio en una concepción del cristianismo fundada casi exclusivamente en motivos morales.

Ritschl admitió la existencia de un Dios personal, distinto del universo aunque discernible a nosotros solamente por los postulados de la razón y los imperativos categóricos. De todos sus atributos, el único que le interesó hasta hacer del mismo el punto focal de su sistema, fue el de la paternidad: «si Dios es la expresión que nos explica el origen de todo ser y de toda vida (a Deo, per Deum, ad Deum’), no hay duda de que el principal artículo de fe de las confesiones cristianas tiene que ser la concepción de este Dios como Padre». A esto corresponde en el hombre una sola virtud primordial: «la confianza en el significado y en la victoria de la vida, en otras palabras, el abandono confiado en la voluntad de Dios sin tomar en cuenta el destino, los pecados, la muerte y el demonio; y por otra la certeza del perdón, la humildad que mira a Dios y la voluntad actuante que en cualquier condición o profesión en que nos encontremos, se pone al servicio suyo y al del prójimo».

Los demás dogmas le preocuparon poco. Admitió la fe en las Sagradas Escrituras como un postulado más de la razón. Cristo, aunque colocado sobre los demás hombres, fundador del cristianismo y maestro de nuestra conducta, quedó despojado de su divinidad. La doctrina de las dos naturalezas, las relaciones entre las Personas de la Santísima Trinidad, el nacimiento virginal y la resurrección fueron descartados de sus tratados como superfluos. «Allí donde encuentro un misterio, decía, lo que hago es callar». Rechazando como mito el pecado original, definió los pecados actuales como frutos de la ignorancia considerándolos desligados de la noción de un Dios ofendido. De este modo, la reconciliación se reducía a que: «quienes antes se hallaban en activa oposición con Dios, se encontraran ahora en amistad con El» y que más tarde vivieran una vida moral irreprochable. En todo el proceso del perdón de los pecados, no intervenía para nada la obra de la Redención. Cristo y su obra tenían para Ritschl una sola finalidad: la de ser prototipos de la conducta ejemplar que había de preponderar en el mundo si este quería hallar el objeto de su existencia. La religión se convertía para él en un negocio práctico. Hablaba con frecuencia del Reino de Dios predicado por Jesús, pero se trataba de un reino terrenal, carente en absoluto de perspectiva escatológica y limitado a las estrechas fronteras de esta vida. Si aquí abajo logramos vivir según los principios morales y, sobre todo, si hacemos bien al prójimo, hemos alcanzado la perfección aunque hayamos dejado de lado los aspectos dogmáticos y sacramentales del cristianismo.

El protestantismo conservador ha criticado duramente a Ritschl que, «gloriándose de ser discípulo de Lutero y predicador de Cristo», no ha hecho sino destruir los fundamentos mismos de la Reforma al «rechazar la palabra revelada e infalible de Dios» y crear una religión cuyas bases son la conciencia del creyente y una vida moral como la podían llevar los paganos de la antigua Grecia. La crítica es fundada. Pero ese mismo prescindir de las verdades duras —objeto de fe— y de la sujeción a una Iglesia que habla en nombre de Cristo, poniendo freno a nuestros egoísmos, han servido para hacer del sistema ritschleano una de las religiones de moda de ciertas gentes de nuestros días.

Wellhausen y TÜbingen

En el campo de la teología protestante de extrema izquierda, dominaron las escuelas de Tübingen y Wellhausen. El fundador de la primera fue Christian Baur (1792-1860) quien quiso aplicar los principios del rígido hegelianismo a la vida de Cristo y de su Iglesia. En la aparición de ésta no había, según él, elementos sobrenaturales y divinos, sino que todo se reducía a un simple juego de categorías metafísicas. En su estadio primitivo, el cristianismo se había limitado a ser una religión más o menos nacional con un Mesías como centro. Sus defensores eran principalmente los apóstoles Santiago y Pedro (tesis). En contraposición a esta tendencia, surgió Pablo con su cristianismo de tipo universalista (antítesis). Del choque de ambas corrientes —y como resultado de las luchas teológicas de las primeras generaciones cristianas— apareció allá por el siglo II una religión amorfa que se llamó cristianismo (síntesis), que es la prevalente hasta nuestros días. Los documentos neotestamentarios (a los que, por supuesto, se les negaba todo origen divino) quedaron subordinados a esta concepción simplista: aquellos que se amoldaban a la teoría, eran históricos, los demás quedaban rechazados como espúreos. Tübingen produjo no pocos teólogos y escrituristas imbuidos en los mismos principios. Mencionemos solamente a David F. Strauss (1808-1874) el tristemente célebre autor de la Vida de Jesús en la que quiso probar que «Cristo no fue la perfecta revelación de la naturaleza divina, ni siquiera de la humana». Los Evangelios no son auténticos y los hechos narrados de la vida de Jesús pertenecen en gran parte a la mitología. Por supuesto, su divinidad y sus milagros quedaron relegados al reino de los mitos. En obras posteriores, el pobre Strauss —como si fuera un castigo por sus blasfemias— fue abandonando todo resto de creencia cristiana, llegando a ridiculizar la noción teísta de Dios, la inmortalidad del alma, etc., y viniendo a parar en el panteísmo. Por su parte, los teólogos de la escuela de Wellhausen se dedicaron principalmente a la crítica bíblica aplicando a su estudio los principios racionalistas y prescindiendo, por lo general, o negando positivamente los elementos de inspiración presentes en los Sagrados Libros. Sus conclusiones radicales y destructivas constituyeron el golpe más duro para un protestantismo que continuaba todavía admitiendo a sus autores como miembros de sus respectivas iglesias. Entre sus principales promotores figuraron el mismo Wellhausen, Gunkel, Gressman, Wrede, Weinel, Heitmueller, Bousset y otros.

Los partidarios de la escuela histórico-religiosa se dedicaron a estudiar el cristianismo y su evolución en el marco histórico-geográfico. El empeño era de suyo laudable, pero sus prejuicios los inhabilitaban casi por completo para triunfar en el intento. La mayoría de ellos profesaba un panteísmo larvado. Y los que no llegaban a tanto, partían del supuesto de la negación de la divinidad de Cristo y de la posibilidad de una revelación propiamente dicha, dos postulados que ipso facto rebajaban al cristianismo al nivel de cualquier otra religión. Entre sus representantes figuraban Lagarde, Dilthey, Meyer, Chantepie de Saussaye, y sobre todo Ernest Troeltsch. Este, rechazando «los dogmas fijos» de las iglesias, redujo la revelación a una especie de sentimiento religioso, pero de orden meramente natural, en el que el cristianismo sería solamente el punto culminante de las «revelaciones» y «redenciones» que habían aparecido en el curso de la historia. Troeltsch empleó siempre un lenguaje más reverente que sus contemporáneos, pero una combinación de prejuicios derivados de Hegel y Schleiermacher constituyeron verdaderos óbices en su camino hacia la verdad. Su Dios carecía de la trascendencia del Jehová de los Sagrados Libros; el Jesús descrito en sus páginas no pasaba de ser «una gran personalidad cuya contemplación es siempre atractiva» o aun podía llamarse «el tipo humano cuyo puesto no lo puede cubrir ningún otro», pero sin pasar de ahí. Los misterios cristianos tenían a sus ojos valor meramente simbólico. Troeltsch llegó a recomendar a los misioneros protestantes que cesaran de hablar en sus predicaciones a los paganos de un cristianismo totalmente diferente de las demás religiones. Era: primus inter pares, por lo que, los misioneros debían dedicarse más a la difusión de los elementos positivos de la cultura cristiana, que al trabajo propiamente dicho de conversión de las almas.

El liberalismo de Harnack

El ciclo de teólogos liberales puede cerrarse con el nombre de Adolf von Harnack (1851-1930) ya que su producción dogmático-histórica principal cae todavía dentro del siglo XIX. Neve lo llama «el mayor historiador de la escuela de Ritschl», aunque en la mayoría de los casos se mostrara mucho más radical que su maestro. Harnack estaba convencido de que la clave para la auténtica interpretación de Cristo y de la Cristología tenía que partir de un estudio profundo de los primeros siglos de la vida de la Iglesia. Fue de hecho la época que él más investigó. Por desgracia, sus postulados racionalistas no eran la mejor preparación para aquella tarea. Harnack figura probablemente como uno de los grandes sabios de los orígenes cristianos cuya obra, admirable bajo muchos conceptos, queda empañada e inutilizada por la filosofía que preside y acompaña a cada una de sus afirmaciones.

Dogmáticamente Harnack se mostró siempre un auténtico racionalista. El cristianismo se encerraba para él en una simple fórmula: «Dios no puede y no debe ser otra cosa que el Bien en el sentido del amor misericordioso y redentor. Todo lo demás está de sobra: Dios no es el legislador ni el severo juez; es el Amor personificado que redime y beatifica». Este postulado llevó al docto profesor a descartar, como figura central del Evangelio, a Jesús: «No es el Hijo, sino el Padre el que pertenece plenamente al Evangelio». La personalidad de Jesús apenas superó —al menos en su esencia— a los grandes hombres: «La tesis de que la vida de Jesús no fue puramente humana sólo puede tener esta interpretación: en su vida hallamos muchos aspectos para los que no encontramos analogías en la historia. He aquí la única fórmula aceptable al hombre de ciencia». Es obvio que en tan estrecho —o más bien angosto— marco apenas quedaba espacio para el orden sobrenatural: «No existen milagros, aunque no falte en el mundo mucho que es maravilloso e inexplicable». En materias bíblicas Hamack se adhirió a los «resultados» obtenidos por la escuela wellhausiana: el Antiguo Testamento no le inspiraba ningún respeto; si la Reforma del siglo XVI tuvo que admitirlo, su conservación en el siglo XX es únicamente consecuencia de la «parálisis religiosa y espiritual» que padecemos. De los escritos neotestamentarios admitió o rechazó aquéllos que se acoplaban o disentían de sus principios racionalistas. Su dogmática estuvo enfocada según los mismos principios: «el dogma cristiano, escribía, es en su concepción y desarrollo el trabajo del espíritu griego a base del Evangelio».

«Si la obra de Harnack es digna de toda consideración por su aportación al estudio y al conocimiento de las fuentes de la crítica textual, resulta por el contrario inaceptable en su interpretación y valoración del hecho cristiano... Su visión estaba impedida por los prejuicios racionalistas... De ahí que el mensaje de Cristo, trasmitido por él, carezca de toda profesión de fe, de dogmas cristológicos, de la idea de una Iglesia organizada en forma social, jerárquica y cultural. En sus obras el cristianismo aparece como una fase evolutiva de la religión natural y como reelaboración de pensadores embebidos en cultura helénica... Según sus teorías, la forma de cristianismo que más se aparta del árbol primitivo es la profesada por la Iglesia católica, y la más cercana a ella la de las iglesias de la Reforma, a condición, sin embargo, de que éstas se liberen de sus inútiles ligámenes dogmáticos».

Reacciones ortodoxas

Como era de esperar, el protestantismo ortodoxo se rebeló contra las concepciones bíblico-dogmáticas de los partidarios del liberalismo. Levantó bandera contra él y desplegó todos sus recursos para probar que tales hombres estaban en el polo opuesto de los auténticos seguidores de la Reforma. La historia nos dice que la lucha no siempre terminó en victoria. Para el fin que se buscaba, no era suficiente una dosis mayor o menor de buena voluntad. Y muchos de los que lo intentaron, se hallaban imbuidos de principios filosóficos incompatibles con aquellos conatos.

Uno de los primeros en romper aquel cerco fue Federico Schleiermacher (1768-1834), uno de los restauradores de la teología protestante moderna y «el Orígenes de la moderna Reforma». «Es verdad, escribía Mackintosh en 1939, que el tiempo de su mecenazgo se halla ya en el ocaso, pero es también indudable que fue él quien, a finales del siglo XVIII, abrió una nueva era en el campo de nuestra teología y en la interpretación científica de la religión. A nadie, si exceptuamos a Lutero, se le ha prestado tanta atención. El mismo Brünner, en medio de los terribles ataques de que le ha hecho objeto, no duda en llamarlo el gran teólogo (protestante) del siglo XIX».

Religiosamente, Schleiermacher descendía directamente de los pietistas moravos, por cuyo contacto había vuelto a la fe tras un largo período de dudas y de abandono de prácticas religiosas. «El pietismo, dirá él mismo, es el seno materno que en su misteriosa oscuridad ha nutrido con su leche mi incipiente existencia». En el terreno filosófico su dependencia de Kant, Hegel y aun de Spinoza era evidente. Otro de los moldeadores de su personalidad fue el romanticismo alemán, sobre todo, a través de Schelling. A éste debía su tendencia al análisis psicológico, a la introspección y al sentimentalismo.

Schleiermacher abrigaba excelentes intenciones al emprender su obra teológica. Quería defender la religión contra los ataques de los detractores. El Aufklárung había sembrado la confusión en los ánimos. A su parecer el camino tomado por la Reforma no era suficientemente eficaz para el fin que se perseguía. El presentaría un nuevo método cuya eficacia, así al menos lo pensaba, estaba asegurada de antemano. Tal fue la tarea que se impuso primero en sus Discursos sobre la Religión (1799) y, sobre todo, en su producción cumbre: La Fe Cristiana según los principios de la iglesia evangélica (1821).

Nuestro autor empezó por negar el concepto clásico de religión fundado en los conocimientos racionales, en la revelación y en los hechos de la historia. «Los hombres, escribía, hacen de su religión una cuestión histórica. Contemplan a Dios en Judea y en Egipto, en Moisés y en Jesús, pero no dentro de sí mismos. Necesitamos una religión vivida como la que se albergaba en los corazones de Abraham y de Pablo». Para el caso, lo mismo era que los documentos se derivaran de la historia profana o de la revelación escriturística: la única fuente válida era la de la experiencia personal. Este subjetivismo sentido formaría el centro de su teodicea y, en gran parte, hasta de su teología. Transfiriendo al campo religioso el ideal romántico de la reflexión filosófica, había que buscar la vía directa del alma a la ciencia del Todo, hacia aquel Ser a quien llamaba «el Uno y el Todo», «el Infinito en lo finito», «el Destino», «la Providencia eterna», etc. La medida en que el «Yo», puesto en presencia de lo divino experimentara en sí «el sentimiento de dependencia, de humildad y de gratitud, de reverencia por lo eterno e invisible, de fe y de confianza», determinaría la profundidad de la religión en el individuo.

¿Qué era lo divino en el pensamiento de Schleiermacher? Los autores no coinciden en fijarlo aunque la mayoría perciba en ello un claro sabor deísta o quizás aun algo peor: «No puede negarse, comenta Perriraz, la presencia de un panteísmo bastante pronunciado en los Discursos del autor. Con todo, tampoco podemos considerarlo como panteísta a secas. Si acercaba demasiado a Dios al mundo y mostraba que la religión es una cosa del sentimiento, lo hacía para excluir del proceso toda colaboración intelectual. Se ha dicho que tal concepción podía dar pie a los incrédulos a contentarse con el sentimiento y a llamarse religiosos sin creer en Dios. Así es. Nos hallamos ante uno de los déficits más patentes del filósofo y de la imprecisión de sus definiciones».

Dentro de este esquema, los dogmas no podían serle de gran interés. Equivalían sencillamente a expresiones abstractas de intuiciones religiosas o a resultados de la reflexión sobre las formas originales del sentimiento religioso. En cualquiera de las hipótesis, no afectaban ni pertenecían a la esencia del cristianismo. Por este razonamiento simplista y absurdo, Schleiermacher se entregó a la tarea de cambiar de significado a las nociones teológicas fundamentales de nuestra fe. He aquí algunas de sus nuevas definiciones: revelación es toda intuición nueva y original del universo; varía según los individuos; milagro: «todo hecho natural que revela al alma lo infinito»; pecado: la perturbación de la armonía entre los poderes naturales del hombre que le impiden interiormente la afirmación de sus relaciones con Dios; redención: la influencia moral de Cristo sobre el creyente por la que el hombre queda recibido en la energía de la divina conciencia del Señor; la persona de Jesús: un ser humano que nos revela, lo mismo que en el caso de Adán, la presencia de Dios en la tierra; su mensaje consiste en comunicarnos «que en orden a alcanzar la únión con el infinito, todos los seres finitos están necesitados de su mediación»; inmortalidad: consiste en que nos sintamos uno con el infinito hasta perdemos en él. «Por amor del universo, tratad de vivir en el Todo, de superaros a vosotros mismos y de ser, en el seno de lo finito, una cosa con el Infinito y de ser eternos en el momento que pasa».

Uno se pregunta qué teología cristiana se puede construir a base de fundamentos tan mezquinos. Su insistencia en la experiencia religiosa vivida por muy beneficiosa que sea, tiene su contrapeso en la negación de tantos otros dogmas fundamentales del cristianismo. Si la persona de Cristo ha de formar el centro de nuestra vida de piedad, ciertamente ha de tratarse del Hijo de Dios y no solamente del Hijo de María como lo quiere nuestro autor. Algunos protestantes han lanzado duras críticas a su influjo pernicioso en la teología de la Reforma. Karl Barth lo llama: «ilustre traidor a la causa de Cristo» y Emil Brünner «el archiheresiarca del siglo XIX por haber construido una teología de base meramente antropológica». En todo caso, el resultado de sus esfuerzos fue, en su conjunto, negativo: «A causa de su acentuación unilateral y exclusiva del sentimiento religioso, de su falta de comprensión del pecado y de la necesidad de la redención, de sus grandes fallos en materias cristológicas y soteriológicas, Schleiermacher no pudo ni dar una dirección única a la corriente antirracionalista por él iniciada, ni penetrar en el pensamiento original de Lutero, bajo el punto cristiano mucho más profundo que el suyo, ni finalmente renovar la teología de la Reforma».

Los REAVIVAMIENTOS RELIGIOSOS

Las tentativas dejaron insatisfechas a la mayor parte de las iglesias. Por eso éstas —en concreto las de tendencias conservadoras— determinaron ensayar otras vías. Se quiso aprovechar el tercer centenario de la revuelta luterana (1817), para volver la atención a los escritos del fundador y a las fórmulas de fe de las grandes confesiones. En Alemania la lucha política contra la ocupación napoleónica sirvió para unir a los patriotas bajo el banderín de: «la vuelta a la Reforma». Lo mismo que durante el judaismo post-exílico, la Alemania del siglo XIX identificó su patriotismo con la fe de una ortodoxia sin mancha. Esto traía consigo una sistemática oposición al racionalismo firmemente pertrechado en los círculos intelectuales. Por eso aquella reacción tuvo un matiz menos científico y más piadoso y popular. Se quería que el pueblo volviera a vibrar con aquellas ideas y aquellos sentimientos. Una ola parecida cundió en las Islas Británicas y tuvo sus repercusiones al otro lado del Atlántico. El gigantesco movimiento recibió el nombre de reavivamiento religioso, revival of religión. Sus modalidades fueron diversas: en la patria de Lutero el movimiento se conservó todavía en un plano intelectual; en Inglaterra se combinaron casi a partes iguales la teoría y la práctica; mientras que en los Estados Unidos se dio rienda suelta al emocionalismo y a la convulsión de masas.

En Alemania la «vuelta a Lutero» se manifestó de varias maneras. Unos con W. Hengstenberg (1802-1869) no solamente defendieron la genuinidad de todas las páginas de la Biblia, sino que por la aplicación de un sistema alegórico, quisieron probar que el Antiguo Testamento, aun en sus más accidentales pasajes, contenía la figura del futuro Mesías. En teología suscribieron con rapidez las tesis de la primitiva Reforma y en sus escritos atacaron fuertemente tanto a los pietistas como a los racionalistas. Otros —que formaron la escuela llamada de Erlangen— mantenían la necesidad de recobrar los valores de la Reforma, pero aprovechando los cambios didácticos y metodológicos introducidos por Schleiermacher y otros; querían, en otras palabras, «enseñar la verdad antigua, pero con ropaje nuevo». Establecían una distinción entre el Lutero auténtico y sus intérpretes o aun las confesiones de fe. Estas últimas no podían considerarse como fórmulas estáticas, incapaces de variación, sino como «fuerzas dinámicas de una iglesia viviente» y siempre subordinadas a la experiencia personal. Introdujeron también variaciones en la noción de iglesia tradicional: ésta quedaba reducida a «una reunión de creyentes cuyos activos instrumentos son los medios de gracia y el oficio de administración». Entre sus promotores figuraron Adolfo Harles, Christian Hoffman, Hermán Frank y otros. Un tercer grupo creyó hallar la fórmula feliz en una insistencia mayor en el contenido de la Biblia (por eso se llamaron biblicistas), pero interpretándola de modo que fuera un compromiso entre el liberalismo a ultranza y los defensores del puro mensaje de la Reforma. Como exponentes típicos de esta escuela pueden considerarse: Tobías Beck, Augusto Neander, Hermán Cremer y A. Domer. Los biblicistas enseñaron que la Sagrada Escritura, sin ayuda de las Confesiones, y en su desnuda sencillez debía de ser la norma única de la vida cristiana. Por su parte, ésta debe consistir en una relación personal del individuo con Dios en Cristo. Puesto que los evangelios no hablan nada de la estructura orgánica de la Iglesia, ésta debe ser considerada como fruto de la actividad humana y no como algo perteneciente a la esencia del cristianismo.

En Inglaterra los fieles, cansados de la esterilidad de la iglesia oficial, buscaron refugio en una u otra forma de subjetivismo religioso. El camino había quedado trazado en el siglo anterior por los hermanos Wesley y la fundación del metodismo. Ninguno de los dos mostró interés por problemas de eclesiología. Lo importante para ellos era insistir en una experiencia vivida de la conversión como medio para que el individuo llevase una buena vida moral. De la iglesia anglicana —que abandonaron de mala gana y cuando su permanencia se les había hecho imposible— conservaron aquellos elementos que creían útiles para el fomento de la devoción personal y la elevación de la moralidad de las masas. La dicotomía fue en extremo arbitraria: retuvieron el bautismo y «la cena del Señor» como ritos externos; admitieron la existencia del episcopado con tal de que este se limitara a funciones administrativas; pero al mismo tiempo daban a la conversión y a la regeneración instantánea una importancia fuera de toda proporción y ajena a la tradición anglicana.

Otro sector, ansioso de reforma pero reacio al abandono del anglicanismo, recibió el nombre de evangélicos. Sus miembros insistían en la necesidad de adoptar un «cristianismo práctico» y más adaptado a las exigencias de los tiempos. Su más conspicuo dirigente fue William Wilberforce (1759-1833), el campeón del abolicionismo esclavista y uno de los hombres políticos más influyentes de la época. Los evangélicos estaban impulsados por una gran pasión: la de salvar almas y hacer bien a la humanidad. Por lo mismo su esquema teológico era sencillo: en la Biblia, interpretada al pie de la letra por el individuo, se hallaba toda la verdad; la naturaleza depravada necesitaba de redención y ésta le venía por la fe fiducial en los méritos de Cristo. Despreciaban la elaborada liturgia anglicana y apenas se fijaban en los aspectos sacramentales del bautismo y de la «cena». Los miembros de la High Church los miraron siempre con desprecio. En el campo misionero desplegaron gran actividad.

Los hombres del Movimiento de Oxford emprendieron otro camino. Estudiando los males acarreados por la revolución protestante («el protestantismo, decía Froude, fue una pierna dislocada y mal repuesta que es preciso romper si queremos volverla a su lugar») creyeron que la solución se hallaba en la vuelta al cristianismo primitivo y a los Padres de la Iglesia. Su objetivo inmediato se centró en «la salvación de la iglesia de Inglaterra». Para lograrlo, unos pensaron que era necesario buscar un arreglo entre las tendencias luteranas y católicas de la iglesia oficial. Otros profundizaron la concepción de Iglesia trasmitida por los Padres así como las credenciales de la supremacía romana, hallando así el camino que les conducía al catolicismo. Pero la mayor parte se quedó a medio camino acusada por los protestantes ortodoxos de haber claudicado en la doctrina de la justificación por la sola fe y tildadas por los católicos por la timidez de sus posiciones dogmáticas. Cogidos entre dos fuegos, los oxfordianos creyeron poder salir del paso con la teoría eclesiológica de las tres ramas. Según ella, la verdadera Iglesia de Cristo se hallaba igualmente dividida entre la rama católica (útil para los países latinos); la ortodoxa (sin duda la mejor adaptada para las regiones orientales); y la anglicana, destinada providencialmente para los súbditos de Su Majestad o para sus seguidores dispersos en el mundo entero. Por medio de esta distinción pensaron haber salvado la dificultad optando la vía media entre «los errores dogmáticos de la Reforma y los abusos en que había caído la Iglesia romana».

Los REAVIVAMIENTOS NORTEAMERICANOS

El protestantismo norteamericano del siglo XIX empezaba a recortar su personalidad después de haber figurado durante largo tiempo diluida y confundida con las iglesias emigradas del Viejo Mundo. La necesidad de convivir en el mismo territorio; la carencia de contacto con las tradiciones del protestantismo europeo; el escaso cuidado que, durante la época colonial, tuvo la iglesia de Inglaterra por sus hijas de ultramar; y el instinto practicista de aquellos hombres, roturadores y audaces en casi todos los aspectos de la vida, determinaron la fisonomía de su cristianismo. Este consistió en gran parte en un intento de fusión de la teología especulativa con las necesidades diarias de la vida práctica. Por eso algunos de sus mejores pensadores fueron al mismo tiempo predicadores de primera calidad.

En el terreno propiamente especulativo, las tendencias eran abiertamente de extrema izquierda. Como hemos indicado en otro lugar, las ideas deístas habían penetrado en ciertos círculos políticos e intelectuales del país y entre no pocos de los proceres de su independencia. Aun los que apartándose de aquella corriente, se gloriaban de su «ortodoxia», caían en un personalismo dudoso o se acogían al pragmatismo sentimental de un William James. Más alejados todavía del cristianismo se hallaban los unitarios John Murray, Channing, Hosea Ballou y el mismo Emerson, que negaba los misterios de nuestra fe, o los congregacionalistas que con Bushnell querían aplicar los principios hegelianos a la teología. El influjo de todos ellos, aun sin penetrar en el pueblo, fue extendiéndose cada vez más y haciendo presa de no pocos predicadores y profesores de seminarios.

A esta situación respondieron los elementos sanos de las iglesias con el recurso a los reavivamientos religiosos. Se buscaba «la vuelta del pueblo a Dios» para lo cual era necesario renovar en sus corazones «las grandes verdades cristianas» y excitarlos al arrepentimiento y a la conversión. La técnica derivaba directamente del pietismo centro-europeo, llevado por los moravos al Nuevo Mundo e implantado de manera más sistemática por el metodismo. Más que el convencimiento rígido del entendimiento, se buscaban las decisiones de la voluntad reblandecida por presiones morales y emotivas. «Nuestro pueblo, decía el primer promotor de aquellos despertares, no necesita que se le llene la cabeza de ideas, sino que se le toque el corazón». Y a la conquista de éste, por métodos a veces dignos, a veces colindantes en lo ridículo, se lanzaron una tras otra las principales confesiones protestantes del país. «El reavivamiento, ha escrito Drummond, ha sido la característica del protestantismo norteamericano desde mediados del siglo XVIII hasta nuestros días».

El historiador Latourette distingue «tres oleadas» de despertares religiosos en los Estados Unidos. La primera empezó en 1797 por obra del pastor presbiteriano James McGready —coadyuvado por bautistas y metodistas— y se extendió principalmente por los estados de Kentucky y de la Carolina del Norte. En los sermones, celebrados al aire libre, el emocionalismo y la histeria popular alcanzaron límites inimaginables. La segunda estuvo a cargo del predicador congregacionalista Charles G. Finney y tuvo por campo de acción Nueva York y sus regiones circunvecinas durante la mitad del siglo XIX. Las campañas levantaron mucho revuelo por la manera directa con que se enfrentaba con el pecado y el pecador (por quien oraba nombrándolo personalmente en público) y por el vigor con que hablaba de la necesidad de la regeneración. En el «banco de la ansiedad», colocado en primera fila, tomaban asiento aquellos pecadores que «luchaban en la agonía de un nuevo nacimiento». Dwigt L. Moody, figura central de la tercera oleada, se había ganado la vida como zapatero hasta el momento en que, sintiéndose llamado por el Espíritu, empezó a recorrer Chicago y las ciudades del Middle West predicando el «mensaje de salvación». Trató de eliminar —y con éxito— las excentricidades y los fenómenos histéricos que estaban desacreditando entre las gentes sensatas aquellas campañas. Se asoció a Irma D. Sankey, un famoso barítono de arrebatadora voz, para que le acompañara en el canto de himnos que, repetidos por la multitud, tenían electrizados a todos. Teológicamente decía basarse en la Biblia (interpretada literalmente hasta en los pasajes más oscuros) y repetía las nociones admitidas por una buena parte de las iglesias conservadoras. Lo demás, y en concreto la eclesiologia, quedaba al margen de sus preocupaciones. Moody viajó también al extranjero, sobre todo a Inglaterra. Su sistema de predicación ha quedado plasmado en el potente Moody Bible Institute que es uno de los portaestandartes del protestantismo norteamericano conservador.

La eficacia de estos reavivamientos espirituales ha sido juzgada de diversa manera. Los liberales continúan juzgándolos «como una de las peores plagas de la nación». Pero sus críticas no llegan al pueblo, el cual sigue acudiendo a tales reuniones cada vez que aparece en escena algún Billy Sunday o un Billy Graham. Es indudable que con ellos se sacia momentáneamente la sed religiosa de las masas. Las consecuencias digamos teológicas dependen de muchos factores, empezando por las doctrinas enseñadas por el predicador. Algunos pocos se mantienen equilibrados y conservan la mayor parte de las doctrinas fundamentales del protestantismo primitivo, a excepción de puntos como el de la predestinación, que les tienen sin cuidado. Otros, en cambio, enseñan toda clase de nociones escatológicas y carismáticas absurdas derivadas de su interpretación personal de la Biblia. La preponderancia del emocionalismo y la propaganda de tipo utilitarista y comercial o el fanatismo a ultranza desplegado por sus predicadores contribuye, y no sin razón, a desprestigiar entre las gentes educadas el protestantismo y aun la misma religión.

La teología de Kierkegaard

Y dejemos el Nuevo Mundo para fijar por un momento nuestra atención en un solitario pensador danés que, olvidado durante su vida y aun medio siglo después de su muerte, ejerce en nuestros dias enorme influjo religioso. A Soren Kierkegaard (1813-1855) se le han tributado los mayores elogios: es para unos «el mejor pensador del siglo», «el Sócrates del Norte» o «el príncipe de los psicólogos cristianos», y para otros: «el más exquisito cantor de la introspección humana» o «el verdadero predecesor e inspirador del pensamiento de Karl Barth».

Kierkegaard fue uno de esos hombres en quienes la doctrina era. en gran parte, reflejo de su vida y de sus experiencias personales. Nació en una familia cuyo padre, melancólico y atormentado, le inspiró continuamente el sentido del miedo y de la responsabilidad ante Dios. Esto produjo en el hijo una religiosidad brusca, llena de angustia y con un peso oprímeme del pecado y de sus consecuencias en cada uno de nosotros. Pasó también por una crisis religioso-moral pero sin llegar a perder la fe. La muerte de su padre (y la revelación hecha de un pecado cometido) constituyeron un nuevo motivo de angustia para su espíritu. En 1843, prometido para el matrimonio a una joven, Regina Olsen, rompió el compromiso causándose una herida que le duraría hasta la muerte. Ya en plena actividad científica, Kierkegaard sufrió otros dos fuertes reveses: los ataques de cierta prensa capitalina y sobre todo las alabanzas que el pueblo y el clero tributaron al obispo luterano Minster que había profesado el hegelianismo en sus escritos. Nuestro hombre respondió con una serie de artículos de extrema dureza y aun de invectiva personal. Fue la ruptura clamorosa con la iglesia oficial a la que acusó de no ser más que «caricatura del cristianismo e inmenso agregado de errores y de ilusiones sin apenas dosis del Evangelio auténtico».

El punto de partida de su teología —y de todo su sistema— es el primado de la subjetividad. Busca el modo de llegarse a ser uno mismo, ya que el pensar es obrar y en el pensamiento se realiza la existencia: «no se conoce la verdad; se es la verdad». Esta subjetividad tiene que ser consciente, vivida, apasionada. Cuando se aplica a materias religiosas, recibe el nombre de fe. Esta es «un sufrimiento... un conmoverse de toda la existencia. Puede solamente compararse a lo que llamamos pasión... o a lo que en términos cristianos se llama muerte, la muerte del Yo autónomo. Pero, al mismo tiempo es también alegría, algo así como la resurrección de un nuevo Yo». Este Yo, al trasponer sus limitadas fronteras, se encuentra con Dios, con el Absoluto, con el Completamente Otro, distanciado de nosotros por un abismo, pero revelándosenos en Cristo y en sus misterios. Los medios clásicos ideados para entablar contacto con El (la apologética racional o las demostraciones históricas) no sirven para el objeto. Son «mentiras y falsificaciones del cristianismo». Ante el Absoluto no cabe otra actitud que la del respetuoso silencio: «Cállate, es el Completamente Otro». Y esto lo lograremos solamente por la fe, entendida ésta como «un salto en el vacío».

Con relación al cristianismo, Kierkegaard tiene también sus ideas propias. Sus aspectos históricos le preocupan poco. En cambio, quiere saber en qué se distingue el cristianismo de las demas religiones. El enigma del cristianismo, responde, está en su carácter paradójico. Todo nos aparece en él lleno de contradicciones. En la Encamación la paradoja está en la presencia mutua y en la compenetración total del Hombre-Dios, del Infinito y de lo finito, del hombre que habla y obra como Dios y de un Dios que habla, obra y muere como hombre. Este aparente escándalo (que ha causado tanto» estragos en la teología racionalista) no se puede superar sino por la fe aunque el hombre quede siempre libre para abrazarla o recharla. Por medio de la fe entabla su contacto con Dios. Al menos hasta cierto punto ya que de hecho la criatura queda abrumada ante la presencia de Dios y de su Cristo. El «miedo a lo Eterno» quedará para siempre como una de las características de su sistema. Y esto en gran parte por la obsesión que el pecado parece haber dejado en su ser. El pecado es la categoría que nos separa totalmente del Creador. Kierkegaard llega casi a gozarse de ello y habla de «la felicidad de pensar que estamos siempre equivocados y que somos siempre culpables ante Dios». Este es un peso tan deprimente que no queda aliviado del todo ni siquiera por la obra de la Redención. El misterio de la Cruz y la gracia de que los hombres «hayamos sido comprados por la sangre de Cristo», recibe en sus páginas escasa atención. El pensador danés jamás llegó a sentir el dulce gozo del «divinae facti consortes naturae», ni todo lo que en la tradición misma luterana ha significado la sangre de Cristo derramada por nosotros.

En algunos puntos Kierkegaard se acerca más a nosotros que a la Reforma. Su doctrina de «las buenas obras», continúa siendo anatema en las iglesias separadas. Sus páginas sobre la Santísima Virgen podrían figurar en algunos de nuestros florilegios. En general, sus juicios sobre la obra de la Reforma eran negativos. Aquella fue «una concesión a las pasiones y a la sensualidad». «Cuanto más examino, escribía, el protestantismo, más me convenzo de que ha conducido al cristianismo a un estado de terrible confusión». Sin embargo, de aquí al catolicismo hay muy largo camino. Sus conceptos de fe, de pecado original, de la justificación, etcétera, son típicamente luteranos. Su cristología ofrece muchos puntos débiles. Las relaciones del Cristo Encarnado con la pobre humanidad son apenas perceptibles y dignas de tenerse en cuenta. «La vida de Cristo nada tiene que ver con la historia», nos dice, y su existencia fue en todo momento «tangencial a la tierra». Su afán de la paradoja le conduce a gozarse de que «el Hijo del Hombre viniese al mundo y se moviera por todas partes sin que nadie cayera en la cuenta de su presencia» Esto podrá ser todo lo «trágico» que se quiera, pero está muy lejos del espíritu del Evangelio. La vida sacramentaria no parece existir para él. En eclesiología depende del concepto de «iglesia invisible» de la Reforma, pero agudizado por su aversión personal a toda organización externa como si esta significara oposición irreductible al «cristianismo del espíritu» que él profesaba. El ideal propuesto en uno de sus escritos tiende a la «paulatina desaparición de toda iglesia jurídica» para dar paso a una religión totalmente individual.

«No hay en toda la obra de Kierkegaard, escribe Mesnard, uno sola alusión concreta al Cuerpo Místico de Cristo. La encarnación del mensaje cristiano viene a ser para él un continuo declive cuyo punto más bajo está en la Reforma. Para él no hay más hecho religioso que el diálogo del alma con Dios, diálogo convertido en agónico con la venida de Cristo ya que si antes Dios trataba a los hombres como a niños exigiéndoles una obediencia exterior y nominal, ahora Cristo los pone cara a cara con sus responsabilidades y el Espíritu que le ha sucedido exige de ellos una renuncia total. Asimismo la idea del crecimiento de la Iglesia por obra de las misiones y el establecimiento de una jerarquía orgánica, no puede en modo alguno compaginarse con su cristología y con su individualismo».

 

EL QUINTO PERIODO

Es casi imposible resumir en los estrechos límites de unas páginas la teología protestante de estos últimos cincuenta años. Es verdad que las corrientes del pensamiento se enlazan en gran parte con los de la época anterior. Pero no lo es menos que la situación ha variado en otros aspectos. En nuestros días hay que tomar en cuenta, además de las escuelas centro-europeas e inglesas, a los teólogos escandinavos y norteamericanos que contribuyen con su aportación al acerbo total. Pero sobre todo, nos hallamos todavía demasiado cercanos a los sistemas y a los personajes para adquirir la perspectiva y la serenidad necesarias a un juicio adecuado de la situación.

El análisis tiene que empezar por los teólogos de lengua alemana, que son los que todavía marcan la pauta. El primero de ellos será el suizo Karl Barth, profesor de las universidades de Berna, Berlín, Tübingen y Marbourg, y el pensador más conocido de la Reforma contemporánea. «Barth, se ha dicho, ha acaparado en nuestro siglo el puesto que en el anterior se reservaba a Schleiermacher. La posición de los demás teólogos se precisa según la relación que guardan con él. Todo escritor que trate de materias teológicas lo ha de hacer confrontando su manera de ver con el pensamiento barthiano».

Aportación barthiana

Para captar su pensamiento, conviene traer a la memoria cuanto llevamos dicho sobre la situación en que el liberalismo y el racionalismo habían dejado al protestantismo ochocentista. Al principio del siglo actual (XX), eran todavía muchos los que pensaban que la técnica y la fraternidad humana (en otras palabras el antropomorfismo filosófico y teológico) bastarían para resolver los problemas del mundo. Barth flirteó también durante algún tiempo con ellos. Pero los horrores de la primera guerra europea bastaron para mostrarle lo quimérico de tales remedios. Desde entonces se dio a denunciarlos, no con la fácil oratoria de un tribuno, sino fundándose en razones teológicas y tomadas de la Sagrada Escritura. Su gran victoria ha sido indudablemente el derrumbamiento de los mitos que corrían en torno a aquellos falsos remedios.

En 1919 apareció la primera edición barthiana del Comentario a los Romanos en el que, descartando el «Cristianismo burgés» de los liberales, proclamaba al Completamente Otro como centro de su teología y como esperanza del mundo. Siguió una segunda edición totalmente refundida ya que, como decía él mismo, de la primera no quedaba allí piedra sobre piedra. En esta nueva obra, exponía Barth la doctrina de «la interna dialéctica de la realidad» por medio de una especie de dualismo cósmico, encerrado en la frase: «Dios está en el cielo y tú en la tierra». El era el Incomprensible, el Absoluto, el Ding an sich incapaz de ser alcanzado por nosotros ya que «finitum non est capax Infiniti». El libro constituyó una terrible diatriba para quienes esperaban todavía algo del esfuerzo humano aun en el mundo religioso y moral.

No es este, ni mucho menos, el único punto en que Barth se aparta de la teología liberal para acercarse de nuevo al pensamiento de los primeros reformadores. Su «teología de la crisis» —en la que se notan claros influjos de Kierkegaard— se diferencia de ella en otros muchos aspectos. La historia, dice Barth, no tiene que ver nada con la religión que Cristo trajo a la tierra. La «ley de las obras» (Rom. 3,27) debe ceder bajo nuestros pies ya que ninguna de ellas, ni aun la más espiritual y perfecta, debe de ser tomada en consideración. Nuestra experiencia religiosa es la que no lo es; nuestra religión consiste en la abolición de la misma; nuestra ley es una desvalorización de toda experiencia humana, de todo humano saber, obrar y tener. De lo humano debe quedar en nosotros solamente el vacío y la pura indigencia. El hombre debe sentirse como la más insignificante realidad del mundo, polvo y ceniza delante de su Dios, lo mismo que todas las demás cosas criadas. En su lugar, Barth hace resaltar la Majestad de Dios a quien se deben no solamente el poder, sino todo género de iniciativa en nosotros. En nuestras relaciones mutuas, el movimiento viene siempre y exclusivamente de Dios y se nos comunica revelándosenos en Jesucristo. Es la irrupción del mundo de Dios que brota de un santuario cerrado para penetrar en nuestra vida profana; es la resurrección corporal de Jesús entre los muertos que somos nosotros. La misma gracia no es, como se había imaginado con frecuencia, una fuerza física o psíquica que penetra en el hombre, sino algo que queda siempre oculto e impenetrable, como exclusiva de Dios. La única manera de acortar estas distancias es la fe. Con ella, «el mayor alejamiento entre Dios y el hombre se convierte en verdadera unidad. Tiempo y eternidad, justicia de los hombres y justicia de Dios, están inseparablemente divididos —pero a la vez reunificados— en Jesús... Todos los contrastes, conocidos como tales, quedan iluminados por la fidelidad de Dios que libra condenando, vivifica matando, dice sí allí donde todavía se escucha el no que acaba de ser pronunciado. Es como el Dios escondido que también como Dios, se nos revela en Jesús»

El 1927 publicó Barth la segunda de sus grandes obras: la Dogmatik —nueva edición en 1932— otro de los grandes productos de la teología protestante moderna. A éste seguirían, desde 1938, los siguientes volúmenes, todavía no terminados, de su imponente edificio teológico. En sus páginas las cuestiones relativas a la Palabra Revelada y a la Cristología vuelven a ocupar prominente lugar. Barth rechaza con vigor la teología natural y cuanto pueda relacionarse con ella. Tampoco admite, para gran desengaño de sus correligionarios, el clásico predestinacionismo calvinista. Por otro lado, ataca sin compasión la doctrina católica de la analogía y sus aplicaciones al orden sobrenatural. «Considero, dirá en una ocasión, la analogía del ente como invención del anti-Cristo y pienso que es la razón por la cual uno no puede ser católico». A sus ojos, la única analogía posible entre Dios y el hombre está en la posibilidad de la libertad, en un encuentro del hombre con Dios que es la absoluta libertad. Son ellos los que se hacen encontradizos en la Santísima Trinidad. De modo parecido, el hombre en su encuentro con Cristo, recibe la libertad por la que se une al Señor. La vida humana, en cuanto tiene de más noble, es la imagen de este encuentro. La imagen de Cristo de la nueva dogmática barthiana ha abandonado también algunas de sus asperezas anteriores para mostrarnos su Amor como una de las grandes palancas de su obra redentora. La revelación y la encarnación tienen lugar en el tiempo, son hechos históricos destinados a mostramos la Persona y los tesoros de Aquél que por nosotros «Verbum Caro factum est».

La obra teológica de Barth ha sido objeto de innumerables comentarios, favorables unos, totalmente adversos otros. Es sabido que algunos de sus íntimos colaboradores de primera hora, lo abandonaron definitivamente. Emil Brünner, tras una célebre polémica sobre las relaciones de la naturaleza y la gracia, se ha quedado en posiciones mucho más cercanas al liberalismo. Algo parecido ocurrió con Friedrich Gogarten en cuestiones de trascendencia e inmanencia. Los principales representantes presbiterianos de la escuela de Edimburgo lo han acusado, entre otras cosas, de infidelidad teológica a su propia iglesia calvinista. La oposición hallada entre los teólogos norteamericanos —empezando por Niebuhr y Tillich— ha sido muy general. Tal vez las frecuentes correcciones, los cambios y retoques de que ha sido objeto su obra hayan contribuido al mismo resultado ya que, según Neve, «no hay teólogo (protestante) moderno que haya cambiado tantas veces de posición como él». De todos modos, no hay duda de que Barth ha asestado un fuerte golpe mortal a la teología racionalista y liberal del siglo XIX: «Al humanismo, dice Mackintosh, que consideraba las ideas del yo, de Dios, del pecado y de la muerte como meros símbolos útiles para el pasado, Barth ha replicado que existe un Dios vivo que ha hablado a los hombres... y que esta revelación servirá de norma y de tribunal a las acciones humanas». «Si el protestantismo ortodoxo, añade Karl Adam, experimenta algún día un renacimiento, lo deberá en gran parte a la teología barthiana que ha removido con particular fuerza en la conciencia protestante el profundo respeto hacia Dios y el terror del pecado».

Otras corrientes alemanas

Barth, no obstante su influjo en extensos círculos protestantes, está lejos de ser el único exponente contemporáneo de la teología alemana. En sus universidades e iglesias hallamos también otras tendencias que si no han tenido la repercusión universal del pensador suizo, guardan todavía su importancia en el mundo de la Reforma.

Hay, por ejemplo, varias corrientes que se inspiran, aunque en grado diverso, en las tendencias ecuménicas. Una de las más conocidas es la fomentada por los dirigentes de la Hochkirche o iglesia alta luterana. Su teólogo, Friedrich Heiler ha trabajado para llevar a cabo en el terreno doctrinal el acercamiento entre el protestantismo y el catolicismo, pero conservando todo los valores auténticos que él y los suyos creen hallar en las tradiciones de la Reforma. «El movimiento, escribe Algermissen, quiere reavivar entre la masa protestante la conciencia de pertenecer a la iglesia universal de Cristo, dar un significado mayor al contenido de los sacramentos, imprimir a la vida común de los cristianos una más ferviente religiosidad por medio de una liturgia más rica, con la introducción de las prácticas de la confesión y de la recepción eucarística y devolver al sacerdocio la posición y autoridad que le corresponden por voluntad de Cristo. Enseña que la Iglesia, además de visible, es el arca de salvación fundada por Cristo y sus apóstoles, pero sólo cuando está dirigida por obispos que reciben de El el título y el oficio. Insiste en la necesidad de la ordenación sacerdotal, así como en el reconocimiento del carácter sacrificial de la Eucaristía».

Otros, como el grupo de Bemeuchen, y su más conocido exponente W. Stáhlin, trabajan por la restauración litúrgica y la readmisión de muchos elementos (incluso el del episcopado de sucesión apostólica) que los iniciadores de la Reforma hubieran desechado como «sacrilegos». Son los que —junto con el grupo anterior— más se acercan a nosotros. «Tenemos que volver, escribe Pfarrer Wesenberg, a la idea de una Iglesia dispensadora de los sacramentos. Un sacerdote católico que cree seriamente en lo que hace, está mucho más cerca de mí que un pastor protestante que niega la divinidad de Cristo» «En el momento en que nosotros, protestantes, dice Sthálin, empezamos a hacer un serio esfuerzo por construir la Iglesia, surge siempre el miedo de hacernos católicos».

De mayor importancia —en esta misma dirección— son aquellos teólogos que se afanan por dar al dogma protestante una visión eclesiológica que, por desgracia, estaba muy relegada al olvido en una buena parte de sus comunidades. El acercamiento práctico a nosotros no es, tal vez, tan evidente como el de la Hochkirche, pero el defecto queda subsanado, al menos en parte, por el prestigio de teólogos como Cullmann, Kattenbusch, Tr. Schmídt, Schlatter y otros que lo dirigen. Y sus conclusiones han de tener enorme repercusión en el mundo teológico de la Refoma. Véanse, como ejemplo, algunas de ellas: 1) el Reino de Dios, anunciado por Cristo, no es ni puramente interno ni puramente escatológico; 2) la Iglesia y el pueblo de Dios no se reducen a una asociación o comunidad libre de hombres; la fundación de la Iglesia pertenece esencialmente a la obra mesiánica, 3) el grupo de los Doce era el símbolo de la verdadera Ekklesia; 4) ésta no puede considerarse como mero fenómeno carismático; 5) la Iglesia, ya en su forma originaria, era visible; 6) la Iglesia es, además, escatológica, creada con el fin específico de preparar el mundo presente para el futuro.

Esto, como escribe el P. Braun, significa una vuelta al equilibrio religioso, principalmente cuando —como ocurre con Cullmann— se rehabilita el prestigio de Pedro como cabeza de la Iglesia fundada visiblemente sobre su persona, y se empieza a mirar al Cuerpo Místico de Cristo como a institución que, establecida para la tierra y en la tierra, está enderezada esencialmente a su consumación en la eternidad.

En el campo opuesto, son todavía poderosos los exponentes de la escuela liberal. Rudolf Otto, que ha profesado en las principales univesidades alemanas, ha explotado en su libro Das Heilige la noción del noumen para concluir que la base de toda concepción religiosa se halla en «el miedo» ante el misterio tremendo de Dios. El mismo cristianismo no escapa totalmente a esta regla general ya que el Reino predicado por Jesús —y por lo tanto la esencia de su mensaje mesiánico— participa de esa grandeza maravillosa que fue la que, al fin y al cabo, le atrajo tantos discípulos. Bultmann y los partidarios de la Formgeschichtliche han atacado la fe tradicional desde otro ángulo. Según ellos, no solamente no puede hablarse de una inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras, sino que —aun en el Nuevo Testamento— hay que llevar a cabo una severa selección de textos antes de admitir los auténticos y rechazar los espúreos. La razón es obvia: «aquellos libros contienen un mosaico de fábulas, leyendas, paradigmas y palabras auténticas del Señor» fijadas en su forma actual por el entusiasmo misionero de la Iglesia primitiva. Corresponde a «la crítica de la forma» llevar a cabo la terrible poda de la «demitologización», Esta se ha efectuado ya por parte de los especialistas y nos ha dado las siguientes conclusiones:

1) Mediante un análisis de los textos, se han llegado a distinguir en el Nuevo Testamento diversas estratificaciones entre las cuales se hace posible distinguir los hechos auténticos de Jesús, aunque su realidad histórica quede todavía sofocada por el mito del Mesías;

2) Lo único que podemos afirmar de Jesús es que fue un profeta escatológico hebreo que anunció como inminente el Reino de Dios. El reconocer en Aquél al «Señor», al «Mesías» y al «Hijo del hombre», es por nuestra parte un puro acto de fe que no depende de si El mismo creía poseer tal dignidad;

3) De hecho, la cristología (en otras palabras nuestra atribución de títulos mesiánicos a Jesús) es una reconstrucción del primitivo cristianismo a base de dos elementos: uno judío (el del Hijo del Hombre) y otro helénico, que consistió en trasferir a su persona histórica el culto griego del Kyrios y el mito soteriológico de los partidarios de la gnosis.

Cuál de las dos tendencias a que hemos apuntado sea más potente o tenga mayor número de seguidores, es difícil conjeturar. En cualquier hipótesis, resulta triste constatar la mera existencia —dentro de la patria de Lutero y entre hombres que se dicen fieles discípulos suyos— de grupos influyentes que con sus teorías nihilistas llegan a la negación de las mismas fuentes de la revelación y de la fe.

En los países escandinavos

El protestantismo escandinavo ofrece al historiador algunas figuras de relieve en el campo de la teología. Al frente de ellas están Nathan Sóderblom (1866-1931) arzobispo de Upsala y promotor insigne del movimiento ecuménico llamado del Life and Work. Su campo de especialización fue la historia de las religiones, y de ésta derivaron en buena parte sus concepciones teológicas. Según Sóderblom cualquier religión —sea cualquiera el estadio en el que se le considere— es producto de una revelación. Esta, por consiguiente, no se restringe al cristianismo, aunque admitamos que en él alcanza una primacía especial y aun el verdadero ápice de su perfección. Esencialmente, la revelación se halla esparcida en toda la naturaleza; en la conciencia de los profetas; y entre los fundadores de todas las organizaciones religiosas. En buena lógica, esto nos llevaría a equiparar al cristianismo con la más rudimentaria de las religiones centro-africanas. Sóderblom no quiso, al menos abiertamente, dar ese paso y continuó proclamando la unicidad del cristianismo. Digamos, con todo, que sus nociones teológicas dejan mucho que desear bajo el punto de vista de la ortodoxia. Sus afirmaciones cristológicas son en extremo vagas y el buen arzobispo llega a negar las dos naturalezas en Cristo como «doctrina inaceptable al hombre moderno». En sus teorías de la Redención se ve claramente el influjo de Loisy y de los modernistas. Esta despreocupación por las cosas del dogma nos explica, entre otras razones, su tendencia a la colaboración con las demás iglesias, aun haciendo caso omiso de las diferencias doctrinales que a sus ojos parecían tener importancia secundaria.

En Suecia se ha elaborado también una teología que, tomando el nombre de la universidad en que tiene su sede, se llama escuela de Lund. Sus dos principales promotores han sido los obispos luteranos Gustav Aulen y Anders Nygren. Ambos pretenden liberar a su iglesia del confusionismo creado por los racionalistas, sin caer al mismo tiempo en las redes del «literalismo trasnochado» defendido por las sectas fundamentalistas y por la teología conservadora. En su opinión la doctrina —el dogma— no es más que algo normativo y tipológico. Sólo cuando aplicamos a ella una actitud vital, logramos sacarle el partido que se merece. Nuestras nociones tampoco se pueden aplicar al orden sobrenatural; Aulen se niega, por consiguiente, a hablar de la idea de Dios y la sustituye por algo aproximativo que él llama la pintura de Dios. La fe es asimismo algo ilógico y anti-intelectual colocado fuera de nuestras categorías y admitido por un sentimiento parecido al credo quia absurdum.

Nygren ha expuesto en su libro Agape y Eros (1930-6) su nueva concepción de Dios. Nueva, nos explica él, por lo olvidada de los teólogos ya que fue la prevalente entre los primeros cristianos y estuvo a la base de la reforma luterana. La teoría se resume en estas palabras: «Dios es el amor soberano que muestra su condescendencia con el hombre en Cristo Jesús. Para llegar a El, no hay otro camino que el de Dios al hombre y no viceversa». El amor representa, propiamente hablando, ese amor dadivoso, alejado de todo egoísmo, de Dios a las criaturas que no son amables por sí mismas, sino a consecuencia de aquel beso divino, patente en la obra de la Redención y sobre todo en el misterio de la Cruz. Por el contrario, Eros simboliza el deseo del hombre por tener y alcanzar a Dios. Es amor egocentrista aunque no malo. La combinación de estos dos amores, magníficamente expuesta por San Agustín, olvidada después por el Renacimiento y vuelta a aparecer con Lutero, es la que de nuevo nos dará la esencia del cristianismo.

La teología anglicana del siglo xx

En la teología anglicana contemporánea se van agudizando los contrastes entre las corrientes anotadas en el período anterior. La rama evangélica de su iglesia se entrega de lleno a las obras sociales y en países misioneros a la conversión de los paganos. En la escena doméstica se opone a todo aquello que, en su opinión, es la esencia de la corrupción moral: los juegos de azar, las bebidas alcohólicas, las carreras de caballos, los espectáculos de los domingos y aun las formas más inocentes de diversión. En teología sus seguidores se inclinan al protestantismo continental más que al rancio anglicanismo, aunque externamente vivan en el seno de éste. Defienden la Biblia como única fuente de revelación; se muestran reacios a la intervención de las autoridades jerárquicas; apenas dan en su sistema lugar a la Iglesia como tal; y no faltan grupos anárquicos, como el fundado por John Kensit, que se dedican a denigrar el episcopado y a la abolición de la liturgia. Entre éstos hallamos también a los más acerbos opositores de la Iglesia Católica.

La rama anglo-católica (que en teoría debiera ser la más cercana a nosotros) no acaba de hallar en el campo teológico su completo equilibrio. Entre sus seguidores brotan pujantes las dos tendencias opuestas: la de los ritualistas, que fomentan la vida litúrgica hasta identificarla casi —al menos en lo exterior— con la de la Iglesia Católica; participan en las conversaciones ecuménicas de Malinas; o practican en silencio los Ejercicios Espirituales; y la del sector liberal, cada dia más vecino a la heterodoxia y víctima, en ocasiones, de la incredulidad. A veces es una y a veces la otra la que parece triunfar. Hoy, después de las claudicaciones habidas en el asunto de la unión de la iglesia del Sur de la India, son muchos los observadores que temen sea la linea del compromiso doctrinal la que está prevaleciendo en este sector anglicano. El examen de un volumen famoso: Essays Catholic and Critical (1906) en el que colaboraron algunas de las mejores plumas anglo-católicas y quería ser algo así como el manifiesto-programa del grupo, deja al lector perplejo e intranquilo. Allí se encuentra de todo: desde trabajos a los que podría suscribir un escritor católico, hasta ensayos de puro sabor racionalista. Tanto el difunto arzobispo de Canterbury, William Temple (1881­1944) como Conrad Noel, autor de una conocida Vida de Cristo, mezclan en sus teologías principios racionalistas y metodología hegeliana con alusiones a los Padres de la Iglesia y a la más pura tradición ortodoxa. Mientras tanto, en la cátedra y en los libros, reaparecen sin poder agotarse nunca los temas de la sucesión episcopal, las órdenes anglicanas y ahora el problema de la unión de las iglesias.

El tercer grupo ha sido designado con el nombre de anglicanismo liberal cuyo significado podríamos resumir diciendo que sus seguidores se hallan, en materias doctrinales, más a la izquierda todavía que las dos escuelas precedentes. La publicación del libro Lux Veritatis (1902), del que eran autores siete profesores de la universidad de Oxford, fue un índice de la pujanza de esta corriente, así como una muestra de sus postulados doctrinales. Algunos de los colaboradores negaban claramente los milagros en tanto que otros, por ejemplo el brillante escritor deán Inge, se mostraban poco firmes respecto de la divinidad de Cristo, dogma que negaba abiertamente A. Barnes, arzobispo de Liverpool. El modernismo (al que contribuyeron el apóstata Tyrrell y el poco seguro Yon Hügel) dejó también huella profunda entre los liberales cuyo credo quedó reducido a estas verdades fundamentales: «Dios es amor, Luz, Verdad y Espíritu; Jesús es en su carácter reflejo del Padre invisible y la verdadera Palabra de Dios en la historia humana. A su lado, los dogmas históricos quedaron relegados a «materias de segunda importancia» y de elección libre, ya que, en su opinión, el cristianismo podía subsistir sin ellos.

El revuelo levantado por tales afirmaciones fue indescriptible y los anglo-católicos (ya que no podían excomunicarlos) quisieron que, de una vez para siempre, se aclarase la cuestión. En 1922 se constituyó una comisión para estudiar: qué es lo que cree la iglesia anglicana. Los trabajos no se publicaron hasta 1938 bajo el título de: Doctrine of the Church of England. Para el observador imparcial su contenido no deja de ser desconcertante: nadie puede ser expulsado de la iglesia anglicana por el mero hecho de defender doctrinas condenadas; la inerrancia de la Biblia viene excluida como «imposible de defenderse a la luz de los conocimientos que ahora poseemos»; sobre los milagros, la comisión no se atreve a dictaminar, aunque todos sus miembros coincidan en afirmar que tales portentos carecen hoy día de la fuerza probativa de otros tiempos; la doctrina del nacimiento virginal de Cristo es «más bien perjudicial» y no ayuda a nuestra comprensión del Verbo hecho Carne; hay diferencias fundamentales respecto del hecho histórico de la resurrección de Cristo; se impone una revisión a fondo de los conceptos comunmente admitidos de eternidad, de las penas del infierno, de la resurrección de los muertos y de doctrinas parecidas; la comisión no está tampoco de acuerdo en lo que atañe al misterio de la Santísima Trinidad.

¿Nos reflejan estas tres tendencias la situación real del anglicanismo? Quisiéramos pensar que no; e inclinarnos más bien a la existencia de muchos pastores y fieles que permanecen adictos a los dogmas tradicionales de la cristiandad. Sin embargo, no todos lo creen así. «Cien años después de Hegel, escribe un luterano, los teólogos anglicanos son todavía hegelianos... Y esto implica inmanentismo, misticismo, sujetivismo y experimentación. La idea que los anglicanos se hacen de la Iglesia y de los sacramentos se basa en los conceptos hegelianos de la realidad. Ha quedado entre ellos olvidada la distancia entre Dios y el hombre; la revelación se convierte en una conciencia del yo propio (self-consciousness); la Encarnación es un proceso inmanente y la justificación un mero cambio de disposición del alma. Los teólogos anglicanos hablan demasiado de «la idea de Dios» y en su opinión eso es equivalente a los «ídolos» fabricados por los teólogos. La teología anglicana vive todavía preocupada con la armonización de la Biblia y del hombre moderno, como lo estuvieron Schleiermacher, Hegel y sus discípulos del siglo XIX»

La teología contemporánea norteamericana

En nuestros días ningún país protestante muestra contrastes teológicos tan agudos como los Estados Unidos. Los norteamericanos son muy personales e independientes en materia de religión. Por eso encontramos dentro de sus fronteras toda una gama de corrientes teológicas: liberales que despojan al cristianis­mo de su carácter sobrenatural; conservadores a ultranza que interpretan las Sagradas Escrituras con un literalismo un tanto trasnochado; y ecumenistas que se afanan por hallar «métodos prácticos» de realizar «la unión de todos los cristianos» aun a costa de las más profundas diferencias doctrinales y eclesiológicas.

El liberalismo norteamericano es descendiente directo del arminianismo, del deísmo y del unitarismo importados de Europa en los siglos XVII y XVIII Los adelantos de la ciencia y el principio del evolucionismo aplicados al terreno religioso, terminaron de romper las amarras que a muchos de los individuos enlazaban todavía con la fe de sus mayores. William Channing (1780-1842) profesaba el inmanentismo; negaba la divinidad de Cristo y falsificaba el concepto tradicional trinitario; Waldo Emerson (1803-1882) enseñó una combinación de racionalismo y misticismo, con un Dios que se parecía al de los panteístas, un Jesús rebajado al nivel puramente humano y un mundo en el que no pueden existir lo milagroso y lo sobrenatural; tanto Horacio Bushnell (1802-1876) como Th. Parker (1810­1860) aplicaron los mismos principios al relativismo como regla única de nuestras creencias, sin ver en la obra de Cristo otra cosa que su aspecto humanitario, limitado a aliviar las miserias de la vida

El liberalismo norteamericano de nuestros días no es uniforme. Algunos de sus exponentes adoptan los principios de la «alta crítica» de la escuela de Wellhausen en materias bíblicas; son hegelianos en filosofía y profesan ilimitada veneración por Ritschl y Schleiermacher. Es el caso de A. Gordon, Henry Churchill King, Newton Clarke, Parkel B. Broxvn, H. Emerson Fodsick y, sobre todo, de Adams Browne. «Esta tendencia, piensa De Wolfe, constituye la marca distintiva de la teología norteamericana y forma el núcleo más influyente en los púlpitos del país. Entran de lleno en este grupo los metodistas y los congregacionalistas y, aunque en menor contingente, los presbiterianos, episcopalianos y bautistas del Norte». Entre sus postulados característicos, conviene señalar los siguientes:

1) una veneración casi ciega por la ciencia y los métodos científicos;

2) la desconfianza de poder alcanzar un conocimiento de la realidad de las cosas;

3) su énfasis en el «principio de continuidad» por el que el cristianismo queda rebajado casi al plano de las demás religiones;

4) la repugnada hacia todo lo sobrenatural, empezando por sus manifestaciones en la vida de Jesús;

5) un gran optimismo sobre las posibilidades del progreso y de la bondad de los hombres;

6) la importancia extrema atribuida en materias dogmáticas a la experiencia personal a la que se coloca por encima de las fuentes objetivas de la revelación;

7) su insistencia en la centralidad de la persona de Cristo (con el lema Back to Christ) al que, sin embargo, se le niegan los atributos de la divinidad. La misma idea de Dios aparece en muchos de ellos nublada por preocupaciones hegelianas.

Una de las modalidades de este liberalismo recibió —podemos hablar en forma de tiempo pasado porque el movimiento ha perdido ya gran parte de su fuerza— el nombre de Evangelio Social (Social Gospel). Era, en gran parte al menos, repercusión tardía de un movimiento homónimo que floreció en Europa a mediados del siglo XIX como respuesta al Manifiesto Comunista que entonces lanzaba al mundo Carl Marx. El Social Gospel abogaba por una intervención más directa del cristianismo en la solución de los males sociales de la época. Afectó principalmente a congregacionalistas, presbiterianos, metodistas y episcopalianos. La tendencia cuadraba magníficamente en la ola de entusiasmo de la joven nación que se había propuesto preparar para sus ciudadanos un verdadero Edén de bienes y de prosperidad. Pero el movimiento tenía también su teología. La persona humana quedaba exaltada indebidamente con el peligro de perder su dependencia del Criador. En sus manos el Evangelio se convertía en un mero código de reformas sociales. El Reino predicado por Jesús, olvidando su carácter escatológico, cobraba el aspecto de una comunidad terrena moldeada —decían ellos— «según las normas del Sermón de la Montaña». La «salvación» no se extendía más allá de las fronteras de esta vida. La obra redentora de Cristo quedaba reducida a una «batalla contra el fanatismo, la corrupción política y social, el militarismo y la lucha de clases». El pecado venía identificado con el egoísmo y la vida de ultratumba relegada al olvido como asunto «de escasa utilidad» porque el género humano «tiene problemas mucho más urgentes de que ocuparse». Entre los «profetas» del Social Gospel descollaron Walter Rauschenbusch (1861­1918) del seminario de Rochester y Shailer Mathews (1863-1941) de la universidad de Chicago. Estas ideas penetraron en muchos de sus territorios de misión (el caso más llamativo fue probablemente el de China) causando verdaderas catástrofes entre sus neóficos y pastores nativos.

La reacción del protestantismo ortodoxo no se dejó esperar. Aquella teología no era cristiana. Por otro lado, los desastres de la primera guerra europea y la depresión económica nacional bastaron para probar la ineficacia de aquel evangelio camuflado de socialismo. La reacción se llamó el movimiento fundamentalista, del nombre de una serie de volúmenes publicados a partir de 1909 bajo el título de Fundamentals. En éstos se enumeraban aquellas verdades religiosas sin las cuales, en opinión de sus compiladores, no podía subsistir el cristianismo. Incluían, entre otras: la inerrancia de las Sagradas Escrituras, aun en sus mínimos detalles; la fe en el nacimiento virginal de Cristo, en su divinidad y en su resurrección física; el concepto de redención y de fe salvífica profesados por la Reforma y la creencia en la inminente segunda venida de Cristo a la tierra.

Aquella proclama fue como el grito de guerra que reunió en un haz a una buena parte del protestantismo. Las pequeñas iglesias y las sectas, que habían ido disgregándose de las grandes comunidades por razón de la teología excesivamente liberal que profesaban, vieron en ello su gran ocasión providencial. Dentro de las iglesias históricas se verificó también la gran escisión, latente va de tiempo atrás, que separaba en dos bandos a los creyentes ortodoxos y a los de tendencias liberales. Ello trajo consigo una fuerte crisis interna en el protestantismo. Entre los teólogos dirigentes de esta tendencia descollaron W. B Warfield (1851-1921), Grehan Machen (1881-1937), Edgard Mullins (1860-1928; y otros. Hay también dos contemporáneos dignos de mención: F. H. Henry y E. Cornell, autores de importantes obras de apologética cristiana.

Los fundamentalistas se organizaron para defender sus principios. En 1918 crearon la Asociación Fundamentalista Mundial y sirviéndose de Institutos Bíblicos, de Seminarios y de una intensa propaganda, dejaron oír su voz en la nación. Después de la última guerra el pastor Mclntere creó su Consejo americano de las iglesias cristianas, para enfrentarse con su gran rival, el Consejo Ecuménico de las iglesias cristianas. Los fundamentalistas emplean, tanto en sus publicaciones como en sus discursos, un lenguaje áspero e insultante contra las demás iglesias a las que acusan de «haber apostatado de la verdadera Iglesia de Dios». Por supuesto, uno de los objetivos predilectos de sus invecticas es la Iglesia Católica.

El juicio que del fundamentalismo nos formemos, depende mucho del ángulo desde el que se le contemple. No hay duda de que el protestantismo norteamericano necesitaba una revisión teológica y una vuelta a la ortodoxia. En este sentido la contribución de los fundamentalistas es positiva. Sin embargo, son todavía muchos los autores (por lo demás opuestos al liberalismo) que ponen en tela de juicio el método y las conclusiones a que han llegado sus partidarios. Les acusan de dar una «explicación mecánica y absurda» a la doctrina de la inerrancia de las Sagradas Escrituras; de haber exaltado la divinidad de Cristo hasta el punto de minimizar los detalles humanos de su vida terrena; de ser incapaces de distinguir entre religión natural y religión revelada; de tratar de la segunda venida de Cristo como si ella constituyera el punto fundamental de su mensaje, etc. Es evidente también que la metodología empleada por el fundamentalismo tiene sus grandes fallos. Los diversos ramos de la ciencia, empezando por la historia, la arqueología, la historia comparada de las religiones y otras pueden contribuir a profundizar nuestros conocimientos escriturísticos y dogmáticos. La ignorancia de estos conocimientos conduce (y es el caso frecuente entre los fundamentalistas) a las fantásticas libertades de interpretación que se toman en el estudio de la Sagrada Biblia, interpretaciones que sólo sirven para sembrar el desprestigio de los incrédulos sobre toda la cristiandad. Por todos estos motivos, el fundamentalismo no ha sabido resolver la trágica situación a la que racionalistas y liberales habían conducido a muchas de sus iglesias. La intención pudo ser buena; los medios han sido con frecuencia ineficaces o del todo inconducentes.

Tillich, Niebuhr y FerrÉ

La neo-ortodoxia es el último grito de la teología protestante norteamericana. Llegó a sus iglesias a través de Barth y de Brünner. Bajo su manto se cobijan todos aquellos que no están conformes con los principios del puro liberalismo ni con los extremos de la tesis fundamentalista. Las primeras apariencias eran de que el movimiento se inclinaría en esta dirección. Pero pronto se vio que, no obstante el vocabulario parecido o idéntico empleado, las realidades propugnadas eran totalmente diversas. «Los neo-ortodoxos, escribe De Wolfe, hablaban de la caída del hombre, pero no se referían al mismo evento histórico del Génesis, ni al jardín del Edén, sino de una manera mitológica. Aludían con todo ello a una verdad espiritual más sutil encerrada bajo el simbolismo de la narración genesíaca. Lo mismo ocurría con sus alusiones 'a la segunda venida’. No se trataba para ellos de aquel mismo Jesús que se paseó por los montes y valles de Galilea y ahora bajaba de nuevo en forma sensible sobre las nubes del cielo. El significado era muy distinto y dependía de las premisas de las que partía cada autor».

La novísima corriente ha estado apadrinada por escritores bien conocidos dentro de la nación y aun fuera de sus fronteras. En las grandes universidades y en los seminarios unidos el movimiento ha cundido hasta constituir lo que verdaderamente se podría llamar la teología de moda en la Norteamérica de la segunda mitad del siglo XX. Entre sus representantes, escojamos a los tres grandes que hoy acaparan la atención y que indudablemente ejercerán influjo notable en la formación de las nuevas generaciones de pastores, teólogos y misioneros, que el protestantismo norteamericano exporta a todas las partes del mundo.

Paul Tillich era ya un escritor y teólogo conocido en las universidades de Berlín, Tübingen, Dresden y Leipzig antes de que —huyendo de la persecución nazi— hallase refugio en los Estados Unidos. Ha sido durante varios años profesor del Union Theological Seminary de Nueva York y ahora regenta su cátedra en la universidad de Harvard. Su obra teológica no está todavía terminada y sólo cuando veamos el conjunto de su producción, poseeremos los elementos suficientes para juzgar de su complejidad. Tillich, luterano de nacimiento y de convicción, pertenece definitivamente a la escuela existencialista con influencias filosóficas claras de Bóhme y Schelling, y teológicas de Kierkegaard y Barth.

Entre sus obras de mayor valor figuran: The Protestant Era (1948) y sus dos volúmenes de Systematic Theology (1951 y 1958). Weigle no duda en llamarlo «the outstanding theologian of our time», por razón de su vasta erudición, del empleo que hace de las fuentes —a veces hasta de las católicas— y por haber sido, al menos entre los modernos, uno de los primeros en presentar una Surnnia de la teología protestante contemporánea.

Entre las fuentes de la revelación enumera Tillich las Sagradas Escrituras, la historia de la Iglesia, las religiones comparadas y la cultura. Ninguna de ellas se basta a sí misma aunque la Biblia puesta en parangón con la Iglesia pueda servirnos de pauta en la investigación. La historicidad de los Evangelios no le interesa. Por eso deja que los liberales y los racionalistas hagan de ellos las podas que les parezca. El Antiguo Testamento queda prácticamente relegado de su sistema. Se le ha acusado a veces de tendencias panteistas en su concepción de la divinidad. Parece, sin embargo, que aquí se puede defender su ortodoxia, aun admitiendo que su fraseología dista mucho de la clásica. No se puede decir lo mismo de sus doctrinas trinitarias. Su mismo concepto de revelación es oscura y apenas ve uno cómo se la puede compaginar con lo que la Iglesia ha creído siempre en la materia. El pecado original, con la historia de la caída de los primeros padres, reviste a sus ojos un sentido meramente simbólico.

Había entre los admiradores de Tillich gran interés por la aparición del segundo volumen de su obra, dedicado a la Cristología. La impresión general aun dentro de los mismos círculos protestantes, ha sido de desengaño. Su distinción entre el «Jesús histórico» de Nazareth y el «Cristo» de la especulación teológica ha mostrado las ataduras que todavía le unen a las viejas formas del liberalismo. ¿Es Jesús verdaderamente Hijo de Dios? Tillich nos responde a veces con un encogerse de hombros y otras con frases llenas de oscuridad elegidas al parecer para despistar a los lectores. «La respuesta afirmativa sería errónea, pero así lo sería también la negativa. La única manera de salir al paso es poniendo a su vez la misma cuestión: ¿qué es lo que quiere usted con el empleo de ese término? Si la respuesta afirmativa es literal, entonces hay que rechazarla como supersticiosa. Si en la respuesta sólo se afirma el carácter simbólico del término Hijo de Dios’', entonces se puede uno poner a discutir su oportunidad. Hasta ahora se ha hecho mucho mal con el empleo literal de la expresión». Por lo visto, él se conforma con que Jesús sea el modelo, el guía y el profeta de la humanidad. Con ello cumple el papel principal que le asigna la historia. El hombre, nos dice, en su ser existencial, se creía desgarrado entre la muerte y el no ser, y su resultado era la ansiedad. Para arrancarlo de tal estado, necesitaba de un ser y de un modelo que lo alentara en su vida. Ese hombre ha sido Jesús quien en un momento crucial de su existencia, en el Huerto de las Olivas y en la Cruz, puso toda su confianza en el Padre. Si elhombre lo imita en esta noble actitud, habrá conseguido vencer la ansiedad. Tal es el Nuevo Ser (The New Being) que parece constituir una de las llaves de su sistema.

Si a estas posiciones tillichianas añadimos su escepticismo respecto de la posibilidad de los milagros; su negación de la Encarnación «por la incompatibilidad de unión entre cosas finitas e infinitas»; el concepto meramente natural que se forma de la Iglesia en la tierra; sus errores y dudas en materia sacramental, etcétera, caeremos en la cuenta de cuán pocos son los elementos cristianos —al menos en el sentido tradicional— que quedan en pie en su sistema. Cómo —después de cuanto llevamos brevemente enunciado— puede un crítico católico norteamericano hablar del «estudio fascinador» de este teólogo, es algo que no llegamos a comprender. «Si Tillich tiene razón, le ha objetado un crítico protestante, la fe objetiva de los apóstoles y de las comunidades cristianas de veinte siglos ha sido equivocada. Tillich no tiene dificultad en admitir que es así. La fe de los cristianos primitivos se reducía a la fuerza del amor que les unía para vivir y para resistir al no ser. Para Tillich no hay un Dios vivo que dirige nuestras vidas y nuestras acciones, ni un Dios que nos ha salvado en Jesucristo por su Encarnación, por su muerte y su resurrección. El tampoco cree en la vida eterna, con lo que quedan también sin solución las tragedias de la presente existencia».

Reinhold Niebuhr, primero pastor luterano de Detroit y luego profesor del Union Theological Seminary de Nueva York, militó al principio en las filas del Social Gospel del que le apartaron los horrores de la primera guerra mundial. Influenciado hondamente por Tillich y por Barth, se echó entonces en brazos del existencialismo proponiendo su teología de la crisis como solución a los males de la vida. Empezó su producción teológica en 1932 con su libro Moral Man in an Inmoral Society, afirmando la realidad del mal y negando rotundamente el optimismo de que hacían gala algunos de sus compatriotas. Ese homo peccator, decía, se halla siempre en necesidad del perdón y el único que se lo puede otorgar es Dios —el Totus Alter— que se parece mucho al de Barth, aunque sin la sima de separación que el último señalaba entre El y sus criaturas. En una obra posterior: The Nature and Destiny of Man (1940-1) Niebuhr mantiene que el hombre es incapaz de conocer la verdad en sí aporque, por muchas vueltas que le demos a la cosa, sean cualesquiera los instrumentos que empleemos, no es posible alcanzar la verdad que permanece sujeta a la paradoja de la gracia)

En el terreno propiamente dogmático, Niebuhr depende con frecuencia de Tillich. Su aprecio de la Biblia como fuente de revelación proviene no de que ésta sea infalible (ya que se trata de un libro lleno de errores debidos a sus autores humanos en el pleno sentido de la palabra) sino de que contenga «la atestación de aquellos hechos históricos en los que la fe discierne la revelación (self-disclosure) de Dios». De modo parecido, sus definiciones de pecado distan muchísimo de los tradicionales y por ninguna parte se discierne en ellos el sentido de la ofensa de Dios. El pecado se reduce a esto: «el hombre es mortal y ese es su destino; pero pretende ser inmortal y ese es su pecador. Niebuhr se niega a admitir el hecho del pecado original en el sentido trasmitido por la Biblia. De las dos revelaciones que existen: la natural por la que creemos a Dios como Creador y la sobrenatural que nos lo muestra como Redentor, nos dice que no son esencialmente distintas entre sí. En punto a Cristología, Niebuhr no ha traspasado el linde del liberalismo. «El mayor desengaño que uno se lleva al estudiar sus obras, escribe Carnell, es cuando lo ve distinguir entre Cristo, sabiduría abstracta de la historia, revelación de la mente del Eterno sobre el hombre, y la persona histórica de Jesús... Para él no existe una diferencia esencial entre la persona de Jesús y digamos una figura histórica como la de Ghandi... Cristo no pasa de ser el símbolo de lo que tiene que ser el hombre como de lo que es Dios por encima del hombrea.

En otros puntos de la dogmática tradicional: naturalezas de Cristo; milagros operados en su vida; realidad histórica de su resurrección, ascención a los cielos y segunda venida, las discrepancias son idénticas o mayores. «Puesto que la esencia de lo divino consiste en su carácter incondicional y la esencia de lo humano en su naturaleza contingente y condicionada, es imposible afirmar las dos cualidades sobre una misma persona». De modo parecido su desinterés por los problemas eclesiológicos es un reflejo del pobre papel —meramente humano— que atribuye a la gran institución que ni siquiera considera establecida en la tierra por Jesús, sino producto de la elaboración de los hombres. Todo ello nos viene a probar (y sea esta nuestra conclusión final) que si Niebuhr, partiendo de sus principios existencialistas, ha podido construir un edificio filosófico más o menos compacto, ha errado completamente en su inteligencia de Cristo y de su obra redentora tal como aparece en la Palabra revelada de la Biblia.

Nels Ferré nació en Suecia de padres bautistas, pero desde muy joven se trasladó a los Estados Unidos donde recibió su educación y donde actualmente profesa en la universidad de Vanderbilt. Fue también en su nueva patria donde, cambiando de iglesia, se ordenó como pastor congregacionalista en 1934. Su abundante bibliografía contiene entre otras obras las siguientes: The Christian Felloteship (1940), The Christian Faith (1942), Return to Christianity (1943), Christianity and Society (1951) The Christian Understanding of God (1951) y Christ and the Christian (1958).

Ferré, que ha atacado duramente algunas de las posiciones doctrinales de Niebuhr y Tillich, quiere ser más ortodoxo que ambos y, de hecho, su terminología deja a primera vista esa impresión. Su empeño parece centrarse en una armónica combinación de la filosofía existencialista protestante con la noción del Dios-Amor de los teólogos escandinavos. Critica a la teología tradicional porque ésta concentra su idea de Dios en la noción de Ser cuando en realidad este concepto recibe su fuerza y su significado de la noción de Amor. Dios, dice Ferré, es Amor; su naturaleza se confunde con el Amor y el Agape; y es esta última cualidad la que explica en última instancia todos los demás atributos. El Amor no puede contentarse, como quisieran los teólogos, en el mutuo buen querer de las Tres Personas, sino que tiende a comunicarse con los demás por medio de la creación y de la redención, acciones ambas necesarias a su naturaleza. Ferré rechaza la doctrina de la Trinidad primero porque, según él, no forma parte de la primitiva tradición cristiana y segundo porque la idea misma en sí está en abierta pugna con la noción de personalidad. Trátase, por lo tanto, de tres aspectos de una misma entidad: «Dios es uno y entero. Básicamente es un Espíritu trascendente e inmanente a la vez... El Dios trascendente es el Padre; el inmanente es el Hijo; y los dos son Espíritu, Agape, algo Personal. El perfecto Espíritu, a saber, la relación entre ambos es lo que constituye el Espíritu Santo». En este esquema la divinidad de Cristo apenas conserva otro puesto que el del mayor hombre de la historia. El afirmar que Jesús fue impecable significa a sus ojos negar las prerrogativas de su auténtica humanidad. «La unicidad de Jesús, concluye, es la unicidad del hecho histórico de su Encarnación, pero de ningún modo una relación suya respecto de Dios que sea inaccesible al resto de los hombres». Por eso el cristianismo se limita a la paulatina manifestación del Agape en la vida del mundo y adquiere su plenitud y su punto cumbre en Jesús quien, a pesar de no ser más que hombre, nos sirve para conocer perfectamente el amor de Dios» A fuer de autentico congregacionalista, Ferré enseña que la Iglesia con sus sacramentos, su jerarquía y su liturgia, fue algo que siempre estuvo al margen de la mente de Jesús cuya única misión en el mundo consistió en manifestar a los hombres el Agape-Amor.

ConclusiÓn

Hace más de un siglo. Jaime Balmcs en su libro El Protestantismo Comparado con el Catolicismo, resumía en estas palabras la situación de las iglesias de la Reforma:

«Con sólo dar una mirada al protestantismo, ora se le considere en su estado actual, ora en las varias fases de su historia, siéntese desde luego la suma dificultad de encontrar en él nada constante, nada que pueda señalarse como principio cons­titutivo, porque incierto en sus creencias, las modifica de continuo y las varía de mil maneras; vago en sus miras y fluctuante en sus deseos, ensaya todas las formas, tantea todos los caminos y, sin que jamás alcance una existencia determinada, sigue siempre con paso mal seguro nuevos rumbos, no logrando otro resultado que enredarse en más intricados laberintos... Negad con los luteranos el libre albedrío, renovad con los arminianos los errores de Pelagio, admitid la presencia real con unos, desechadla luego con los zwinglianos y calvinistas; si queréis, negad con los socinianos la divinidad de Jesucristo; adherios a los episcopalianos o a los puritanos; daos, si os viniere en gana, a las extravagancias de los cuáqueros; no dejais por ello de ser protestantes... Es ese un espacio tan anchuroso del que apenas podréis salir por grandes que sean vuestros extravíos: es todo el vasto terreno que descubrís en saliendo de las puertas de la Ciudad Santa».

Creemos que la lectura del presente capítulo y la mera enumeración de las continuas variaciones doctrinales ocurridas en el protestantismo desde sus orígenes a nuestros días, constituye una confirmación de la certera tesis balmesiana. Un crítico protestante norteamericano, Arnold S. Nash, se ha preguntado si Lutero y Calvino, en caso de que visitaran hoy los Estados Unidos, reconocerían como protestantes a la mayoría de sus conciudadanos que llevan ese nombre. Pensamos que servatis servandis, los primeros reformadores se llevarían parecido desengaño al confrontar sus enseñanzas con las que sus teólogos, europeos y americanos, han ido proponiendo a lo largo de estos siglos.

La raíz del mal se debe buscar en eso que nosotros juzgamos enfermedad ingénita e incurable de la Reforma: la interpretación libre de la Palabra de Dios. «La tendencia protestante a la independencia intelectual en materias religiosas, escribe Garrison, y especialmente el ejercicio del derecho personal en la interpretación privada de las Sagradas Escrituras, han producido entre nosotros esta enorme variedad de escuelas doctrinales y de organizaciones eclesiásticas». «Lo que distingue al protestantismo, añade el P. Weigle, no es esta o aquella interpretación de las Escrituras, ni siquiera una determinada concepción de la Iglesia, sino la libertad del individuo y de la comunidad a que pertenece en la formulación de sus creencias religiosas... El protestante no posee un catálogo fijo de dogmas inmutables porque esto sería ir contra sus propios principios que le permiten cambiarlos sin hacer violencia a su profesión. Por eso puede también negar fríamente la relación de la Biblia con cualquier punto de la vida y continuar siendo protestante con tal de que su doctrina se relacione de algún modo con el Cristo que se nos muestra en el Libro Sagrado. En principio, el protestante tampoco está ligado a Lutero y a Calvino, ya que éstos eran protestantes, no por haber sostenido ésta o aquélla teoría bíblica, sino por haber proclamado su libertad de interpretación en materias religiosas. Tal es el único verdadero punto de coincidencia entre los protestantes de hoy y los fundadores de la Reforma».

Si ésta fuera la atmósfera en que se mueve toda la masa protestante, su situación religiosa sería sencillamente caótica. Pero, por fortuna, una gran parte de nuestros hermanos separados creyentes no están afectados —al menos de manera muy honda— por el mal. Es verdad que, como ocurre con las multitudes, sus nociones doctrinales son con frecuencia en extremo vagas y que en materias morales (por ejemplo el divorcio o la limitación de nacimientos) han adoptado posiciones incompatibles con las enseñanzas evangélicas. Respecto de la Iglesia católica abrigan también prejuicios, unos explicables, otros absolutamente ridículos. Pero, les queda como preciosa herencia del pasado su amor a la Biblia, una profunda veneración a la Persona del Divino Salvador, la convicción de que con su fe en El se le perdonan los pecados y de que hay otra vida de recompensas o de castigos para todos. Saben también que el bautismo infunde a quien lo recibe una especie de regeneración, aunque no sepan exactamente en qué consiste el fenómeno. Asisten de vez en cuando —o quizás regularmente—a los «servicios religiosos» de sus iglesias y están convencidos de la importancia de socorrer al necesitado, de enseñar al que no sabe, en una palabra, de hacer bien a los demás difundiendo en el mundo los grandes beneficios intelectuales, materiales y espirituales que, con razón, piensan haber recibido en herencia con el cristianismo.

Aquí, precisamente en estos buenos, honrados protestantes que creen y practican la religión cristiana en la forma en que sus iglesias se lo han transmitido en no interrumpida sucesión, está la verdadera esperanza de que un día —cuando también ellos tengan la oportunidad y la gracia de ver toda la Luz— se realice el gran deseo de la Iglesia: el de su vuelta al redil del Buen Pastor.