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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

PRUDENCIO DAMBORIENA

 

FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA

 

CAPITULO V

GEOGRAFIA HISTORICA DEL PROTESTANTISMO

Sumario

La primera gran expansión: del luteranismo en Alemania, países escandinavos y estados bálticos; del calvinismo en Suiza, Francia, Países Bajos; del anglicanismo en la Gran Bretaña. Infiltraciones en países europeos.

La segunda gran expansión: características de la misma; en Norteamérica y en el Canadá; ideales y realizaciones; iglesias históricas y sectas menores.

La tercera expansión: el ideal misionero en las iglesias de la Reforma; las grandes colonias inglesas de Australia y de los mares del Sur; penetración misionera en el Asia Oriental; en el África y en las islas oceánicas; participación diversa de las iglesias germánicas y las de origen anglo-americano; resultados en extensión geográfica y en cifras de conversiones.

La cuarta y última expansión: progresos y realizaciones en campos de misión.

Infiltraciones protestantes en países católicos. El caso de Iberoamérica: las diversas fases de expansionismo en las repúblicas; medios empleados en la penetración; resultados obtenidos; peligros de la cuña metida.

  

EL PROTESTANTISMO

 

El protestantismo constituye, sin género de duda, una de las grandes ideologías religiosas del mundo moderno. Numéricamente sus cientos millones de adeptos forman un bloque impresionante. Su presencia se extiende a los cinco continentes y sus enviados tratan de infiltrarse en naciones que durante siglos han formado parte integrante de la Iglesia católica. «En los países escandinavos, escribe uno de sus autores contemporáneos, la población es casi totalmente protestante. Una gran mayoría protestante se encuentra en Alemania, Gran Bretaña, Holanda, Suiza, Estonia y Letonia, y un fuerte contingente en Hungría. En los demás países de Europa, salvo en Francia y en Checoslovaquia, la población protestante representa una pequeña minoría. En los Estados Unidos de América, son protestantes más de dos tercios de los que hacen alguna profesión cristiana; en el Canadá más de la mitad. En la América Latina se estima que alcanzan a unos tres millones de protestantes». Culturalmente piensan sus defensores que al protestantismo debe el mundo moderno la mayoría de sus logros: desde la plena libertad humana y la liberación de la mujer, hasta los beneficios de la democracia. Su influjo económico y político —lo veremos más adelante— iguala o supera el de cualquier otra organización religiosa contemporánea.

¿Cómo se ha logrado alcanzar la presente situación? Es lo que en las páginas que siguen vamos a analizar tomando como base las etapas de su expansión geográfica a través de la historia. Ello bastará para convencernos de que su posición contemporánea dista mucho de ser —como a veces se imaginan ciertas gentes— aquella del siglo XVI en fuerza numérica, en extensión territorial y, por lo tanto, en influencia geopolítica.

 

LA PRIMERA GRAN EXPANSION

Esta se prolongó hasta casi la mitad del siglo XVII y tuvo como escenario una buena parte de la Europa central, las Islas Británicas, porciones limitadas del Este europeo y prácticamente todo el territorio de los países nórdicos. Todos ellos constituyeron el bloque de aquella revolución inicial y el punto de partida desde donde más tarde se difundió al testo del mundo. Dichas regiones formaban desde hacía tiempo uno de los puntos más débiles de la Cristiandad. Factores no siempre fáciles de discernir —entre los que habrían de incluirse el carácter de sus gentes y la lejanía geográfica de Roma— habían contribuido a crear en muchos de ellos un espíritu de difícil sumisión y de indocilidad al Papado. La rebeldía protestante fue el incendio mayor de toda una serie de amagos precedentes de separarse de la Cátedra de Pedro. Distingamos entre sus infiltraciones la parte correspondiente al luteranismo, al calvinismo y al anglicanismo.

 

Luteranismo

 

Sus primeros avances tuvieron lugar en Alemania, patria del reformador y cuna de todo el movimiento. El elector de Sajonia, los príncipes de Hesse, de Mecklenburgo y de Brauschweig, al igual que varias de las ciudades imperiales, se habían puesto de parte de Lulero. Prusia, feudo de la Orden teutónica, había también abrazado las nuevas doctrinas. La necesidad en que se veía Carlos V de hacer la guerra en varios frentes así como las alianzas (claras unas y disimuladas otras) que se tramaron contra sus planes, ayudaron notablemente a que se consolidara la revuelta. Por la Paz de Ausburgo (1552) el luteranismo adquirió carta de ciudadanía en Alemania. El poder religioso absoluto concedido a los príncipes y la promulgación del derecho de: «cuius regio, eius religio», no hicieron sino agravar la situación. Las defecciones de obispos y sacerdotes, de religiosos y religiosas, presentaron uno de los espectáculos más tristes de la historia. La revuelta se extendió pronto hasta Silesia. Lutero tuvo cuidado de no presentarse como negador de los principios fundamentales del cristianismo, sino como denunciante de «los abusos» de la Iglesia. Por otra parte, como observa Moreau, el luteranismo aportó beneficios apreciables, aunque fuera conculcando los derechos inalienables de Roma, a las diversas clases sociales del Reich: «a los príncipes la adquisición de bienes eclesiásticos secularizados y el dominio espiritual; al clero bajo una repartición más equitativa de las entradas de la Iglesia originadas de la supresión de los obispados; a los sacerdotes, religiosos y monjes, cansados del yugo de sus obligaciones, la posibilidad de librarse de ellas; al pueblo, castigado por las bruscas fluctuaciones de salarios y de crisis económicas, la abolición de los diezmos; a todos una vida menos sujeta a los reglamentos eclesiásticos, sobre todo a los relativos al ayuno y a la confesión anual». Debido a estos adjuntos, para fines del siglo XVI, la mayor parte de Alemania era ya protestante.

Contemporáneamente, el protestantismo penetró en los países escandinavos. Suecia había constituido un reino junto con Dinamarca y Noruega, pero desde 1448 llevaba vida casi independiente con un administrador (regente) que hacía las veces de monarca. Por entonces tuvo lugar una disensión entre Trulle, arzobispo de Upsala, y el administrador, Sture. Este encarceló al arzobispo obligándole a abdicar, acto que le trajo la excomunión pontificia y puso al país en entredicho eclesiástico. El arzobispo llamó en su ayuda al rey Cristian de Dinamarca, el cual, terminadas las hostilidades, tomó una venganza feroz de los enemigos en el llamado «Baño de Sangre de Estocolmo». Aquella conducta brutal del rey danés exacerbó a la población que se echó en manos de cualquiera que quisiera vengarla. Suecia contaba con muchos estudiantes en las universidades, ya luteranas, de Alemania. Uno de ellos, Gustavo Vasa, pariente de Sture y fanático «reformado», se puso al frente de los rebeldes, venció a los daneses y trabajó para imponer en su patria la nueva religión. No le guiaban en su empresa motivos puramente religiosos: «Fue favorable a la doctrina luterana, dice el protestante G. Fisher, por codiciar para su erario empobrecido las enormes riquezas que el clero había acumulado... Las propiedades de la Iglesia (católica) así como el derecho de disponer de ellas, pasó a manos del rey. Las iglesias que abrazaron la religión protestante, conservaron sus rentas y las propiedades eclesiásticas pararon en su mayor parte en manos de los nobles». Desde 1524 la ruptura con Roma era ya una realidad. Cinco años más tarde, en el Concilio de Orebro, el rey impuso el luteranismo como religión nacional, constituyéndose a sí mismo en jefe espiritual de la iglesia sueca. Lo demás lo hicieron sus predicadores, algunos de ellos traídos de Alemania con aquel fin. Desde hacía tiempo, el episcopado católico del país había dado muestras de inclinarse al conciliarismo. El nivel religioso de una buena parte del clero dejaba bastante que desear. Sin embargo, la población era y se sentía católica y fiel a la antigua religión. La Reforma estuvo impuesta por lo alto: «El protestantismo, leemos en uno de sus autores, fue en Suecia fruto de la política; llamado e introducido en el país contra la voluntad de una gran parte de la población por un monarca que lo consideraba como medio para consolidar su poder»

Tampoco la incorporación de Dinamarca al protestantismo se hizo por métodos que digamos evangélicos. Su rey Cristian vivía rodeado de un cuerpo de consejeros simpatizantes con el luteranismo. En 1520 envió por un capellán de la nueva religión e hizo lo posible para que el mismo Lutero visitara sus dominios. Al año siguiente, una orden real aconsejaba el matrimonio de los eclesiásticos y prohibía las apelaciones a Roma. Su sucesor en el trono, Federico I, antiguo duque de Schleswig, de origen alemán, estaba francamente imbuido de luteranismo. Al cabo de algún tiempo en el que contemporizó con las exigencias del clero, el monarca —coadyuvado por un fervoroso luterano, Hans Tausen— se dedicó a «protestantizar» su país. Hubo conatos de defender el catolicismo, pero fueron aislados y poco constantes. Las defecciones en algunas Ordenes religiosas resultaron fatales por el número y la calidad de los pasados a la otra banda. «La nobleza, escribe Fisher, favoreció al partido del rey por envidia de la potestad de los obispos y animada por el deseo de apoderarse de las propiedades eclesiásticas».

Luego vinieron las medidas de rigor: obligatoriedad del matrimonio para los sacerdotes; expropiación de bienes y de edificios religiosos; confesiones de fe impuestas al clero; excesos cometidos por los más celantes del nuevo orden; discriminaciones con quienes se negaran a atenerse a la ley, etc. Algunas de estas medidas excitaron a la población y hubo momentos de esperanza para la restauración católica. Pero fueron de escasa duración. Con su hijo, Cristian III, cuya admiración por Lutero databa desde la Dieta de Worms, las cosas fueron empeorando. El rey abolió la autoridad de los prelados y legalizó universalmente la Reforma. Los obispos católicos fueron encarcelados y obligados a renunciar a sus dignidades. Se redactó una nueva constitución para la iglesia danesa sometiéndola a Lutero para su aprobación. No contento con esto, el reformador envió a su amigo Bugenhagen para que pusiera en práctica el proyecto. Lo hizo consagrando primero al soberano a quien dio el título de summus episcopus. Repitió la ceremonia con los obispos y superintendentes de las diócesis. Para mitades de siglo, el protestantismo había triunfado en el país. Más tarde se llegaría a prohibir la religión católica y a cerrar la entrada formal a «monjes, jesuítas y papistas de toda suerte».

Noruega vivía demasiado ligada política y culturalmente a los destinos de Dinamarca para ofrecer resistencia eficaz a la nueva revolución. Más aún que en los otros dos países escandinavos, el pueblo dio muestras de querer permanecer en su antigua fe. Pero los adversarios eran demasiado potentes. En 1526 algunos pastores alemanes empezaron a predicar el luteranismo en Bergen. El rey Federico de Dinamarca (que lo era también de Noruega) les dio plena libertad. La nobleza danesa, unida en matrimonio con la noruega y por fines idénticos a los de aquélla, contribuyó no poco al afianzamiento de la causa. El atentado se consumó al advenimiento de Cristian III y al promulgarse la legislación anti­católica de 1536. El rey depuso a los obispos católicos sustituyéndolos por otros luteranos. Los sacerdotes hubieron de seguir suerte parecida. Los historiadores protestantes admiten que el influjo católico tardó en desaparecer y que «la lealtad del pueblo al sacerdote romano causó muchas fricciones entre él y los ministros luteranos». Pero no hay fuerza humana que resista a tales embates cuando a los fieles les falta la presencia de aquellos a quienes el Señor ha puesto como delegados suyos en la tierra. «Al finalizar el siglo, comenta un escritor, la Reforma estaba firmemente establecida y organizada en Noruega».

Finlandia y los países bálticos corrieron la misma suerte. En el primero de ellos la predicación luterana se había introducido con Pietari Sarkilati. En general, el episcopado se mostró de escasa altura y no tardó en contemporizar con el nuevo estado de cosas. Para prepararse el camino, los obispos enviaron a grupos de sus mejores estudiantes a completar sus estudios —y a embeberse en luteranismo— a Alemania, y sobre todo, a Wittemberg. Su vuelta a la patria significó la penetración sistemática de la revolución religiosa. El más famoso de ellos, Miguel Agrícola, con miras a la implantación del luteranismo, se entregó a la educación del pueblo componiendo gramáticas y traduciendo al idioma patrio el Nuevo Testamento, razón por la cual es considerado aun ahora como el padre de la literatura finlandesa. Su influjo en la introducción de las nuevas ideas fue universal. Los obispos trabajaron al mismo fin encomendando todos los cargos eclesiásticos a partidarios de la Reforma, pero teniendo al mismo tiempo cuidado de que externamente (en la liturgia y las costumbres religiosas) se conservaran las formas católicas. Cuando el rey de Suecia, Juan III, se apoderó del país, el protestantismo —sin que el pueblo cayera en la cuenta de ello— había echado hondas raíces en la sociedad. En 1593 se impuso la Confesión de Ausburgo desterrándose con penas y cárceles a quienes persistieran en la práctica de la antigua fe.

En los estados bálticos, gobernados por la Orden teutónica, la revuelta empezó en 1535 cuando su Gran Maestre, Alberto de Brandemburgo, trasformó el Este de Prusia en ducado secular. Su hermano, Guillermo, introdujo el protestantismo en Livonia en 1539. Los demás estados de la Orden permanecieron católicos hasta 1562 cuando Gothard von Ketteler implantó en ellos la Confesión Augustana. Estonia fue, entre todas aquellas regiones bálticas, la que, a pesar de todos los vaivenes, se mantuvo más adicta a su antigua fe que es la que, aun hoy día, conserva el pueblo en su gran mayoría.

 

Calvinismo

Junto al luteranismo, operaban en Europa otras dos fuerzas religiosas empeñadas en apoderarse de los pueblos del continente: el calvinismo y el zwinglianismo. Territorialmente, las ganancias de este último fueron más bien escasas y se limitaron a Suiza (en los cantones de Neuchátel, Berna, Constanza, St. Gall, Schaffhausen, Glarus y Grigione) así como a unas pocas ciudades del sur de Alemania. Pero, aun en esas mismas zonas, el zwinglianismo hubiera decaído notablemente de no haberse unido después de la muerte del fundador (ocurrida en la batalla de Kappel, 11 de octubre de 1531) con los seguidores del calvinismo. En cambio, el progreso geográfico del calvinismo fue notable a lo largo de los siglos XVI y XVII. Calvino, además de mejor teólogo que Lutero, le aventajaba en sagacidad y conocía al detalle los secretos de la infiltración. El terreno para su avance estaba también mejor preparado: religiosamente por las confusiones creadas por el luteranismo y el anabaptismo y políticamente por el descontento que otros regímenes (el católico en los Países Bajos y en Francia, o el anglicanismo en Inglaterra) habían creado entre los súbditos de aquellas naciones. Calvino había sabido igualmente inspirar a sus seguidores un fanatismo religioso que no se paraba ante las dificultades ni ante la muerte. Acierto suyo fueron también el colegio y la academia de Ginebra, instituciones que, para aquellos tiempos, eran lo más parecido a nuestras escuelas políticas de hoy. Exilados, aventureros, hombres disgustados por la política prevalente en sus países, fanáticos religiosos... todos se daban cita en la ciudad de los lagos para imbuirse en las nuevas ideas, emborracharse de revolución, y volver así a sus respectivas patrias. En pocos años Ginebra envió a Francia más de 120 «ministros» que, en forma abierta o disfrazada, tenían que trabajar en la implantación del calvinismo en su suelo. Inglaterra y la mayoría de los países europeos irían recibiendo contingentes parecidos. Veremos cómo se movían y lograban hacer triunfar sus ideas.

Francia.El país se había conmovido ante la rebeldía de Lutero. Los escritos de éste se multiplicaron rápidamente logrando ganar a algunos a su causa. Hubo en las grandes ciudades como París, Metz y Estrasburgo grupos de activos luteranos. Pero, la intervención rápida de las universidades y las represalias de las autoridades, lograron que no se multiplicaran aquellos focos. «En realidad, concluye de Moreau, la penetración de la religión venida de Alemania era poco profunda. En algunas de las ciudades importantes había grupos bastante considerables ganados a su causa. En otras partes, se trataba de casos aislados, aunque numerosos».

El caso era distinto con el calvinismo. Su primera penetración se había llevado a cabo por medio de escritos y a la sombra de importantes grupos de intelectuales. Francisco I había «flirteado» con Calvino y éste le había escrito una dedicatoria en su libro Institutiones Christianae. Pero lo hacía como hombre político que lo subordinaba todo a la grandeza de la nación. Hasta los contactos y los tratados con los herejes le parecían justificados con tal de que perjudicasen los intereses de su gran rival, el emperador Carlos V. En cambio, el protestantismo en cualquiera de sus formas le repugnaba como posible fuerza destructiva de la unidad nacional. A esto se añadía el recibimiento, generalmente frío, que el pueblo francés hizo a aquellas innovaciones. El clero alto —que no siempre era muy edificante— le ofreció resistencia abierta y no pactó para nada con ellas. Tanto en el clero inferior como en algunos sectores de las Ordenes religiosas, hubo ciertamente defecciones. Pero no tales que se convirtieran en apostasía general ni arrastraran a la masa. Esta se mostró siempre adicta a su antigua fe, a sus peregrinaciones y a sus santos. El reclutamiento protestante hubo, pues, de reducirse a ciertos intelectuales, a grupos más o menos compactos de las clases medias y a diversos elementos de la nobleza.

Durante el reinado de Francisco I, y por influjo de los partidos de extrema derecha, los protestantes franceses hubieron de sufrir verdadera persecución. El rigor se aplicó todavía con más dureza en tiempos de su sucesor Enrique II. «Francia, escribe Daniel Rops, conoció entonces años de verdadero terror anti­protestante... Viéronse encender hogueras en todo el país. Los suplicios contra los herejes adquirieron crueldad inaudita: si se atrevían a hablar en público, se les cortaba o arrancaba la lengua. En muchos lugares se llegó a suspender al condenado de una polea para que, subiendo y bajando lentamente, tardase más en quedar abrasado». En el término de dos años escasos, hubo en París más de quinientas ejecuciones capitales de herejes. En los decenios siguientes, amainó un poco la persecución y en 1559 los hugonotes pudieron celebrar un sínodo en París.

Por entonces Coligny hablaba de la existencia de 2.500 comunidades protestantes en Francia. Era asimismo evidente que sus adherentes empezaban a cons­tituir una potencia política y económica respetable. Esto hizo que sus adversarios, por razones quizás más políticas que puramente religiosas, les declarasen mayor aversión. A lo largo de la Guerra de los Treinta años, los hugonotes franceses fueron de nuevo víctimas de persecución con episodios tan trágicos como el de la Noche de San Bartolomé (23-24 de agosto de 1572). El Edicto de Nantes (1598) les concedió mayor libertad. Pero las sublevaciones políticas continuaban y la derrota protestante en varios frentes de guerra hizo que se coartaran de nuevo sus movimientos. (Nótese que, al contrario de lo que ocurría en otros países, el protestantismo francés tenía su causa religiosa demasiado ligada a la política. «Las luchas religiosas, nos dice un autor no católico, no constituyeron solamente una lucha por la fe, sino también una guerra civil y política en el sentido de que los jefes de ambos partidos trataron de explotar la debilidad de La corona y obtener el poder». Ello hace que se deba hablar con cautela de la existencia de «mártires» por cualquiera de las partes). Se calculan en 300.000 los protestantes franceses que en aquellos años lúgubres, buscaron refugio en Holanda. Suiza, colonias británicas de América, Prusia e Inglaterra. Al final del período que analizamos (mitades del siglo XVII) el protestantismo contaba en Francia 1.200.000 adeptos que, en aquella población de diecisiete millones de habitantes, representaba el 10 por 100 del total. Los centros más influidos por la Reforma eran, por orden de importancia: Languedoc, La Rochelle, Poitiers, el Delfinado, Bearn, Montauban, París, Burdeos, Santonge, etc.

De la penetración protestante en Suiza —la patria adoptiva de Calvino y su verdadero laboratorio de experiencias— hemos hablado detenidamente en el capítulo anterior. Ginebra quedó pronto constituida en la Roma protestante y en el centro de irradiación del calvinismo para todo el país. Con los cantones heredados de los zwinglianos, la iglesia reformada se hizo dueña de una buena parte del territorio nacional. Ginebra, Berna, Schaffhausen, Vaud, Neuchátel, Appenzell-Rhodes, quedaron pronto en sus manos. Se infiltraron también profundamente en Graubunden y en Aargau y, en proporciones menores, en varias otras regiones. Su entrada e instalación estuvieron acompañadas la mayoría de las veces por una lucha iconoclasta y por un odio antipapal desconocido en tierras conquistadas al luteranismo. La táctica provocó en la parte católica una fuerte reacción que, durante varios siglos se evidenció en esporádicas guerras religiosas.

El caso fue diverso en los Países Bajos. En los primeros años de la Reforma, se habían sentido allí el influjo de Erasmo y de algunos predicadores luteranos. Pero las intervenciones del emperador y de los inquisidores les habían parado los pasos. A partir de 1543 empezaron a notarse infiltraciones calvinistas procedentes de Ginebra, Estrasburgo y aun de la misma Inglaterra. Pensaban que el terreno estaba preparado, no tanto por la situación religiosa favorable al protestantismo, cuanto por el descontento de las gentes a la permanencia de la ocupación imperial en el país.

No es este el lugar de narrar los episodios, heroicos unos, sangrientos y desgraciados otros, que ocurrieron en aquellas regiones a partir de 1560 cuando los calvinistas redactaron para Flandes su Confessio Belgica, hasta 1579, año en que Mauricio de Nassau declaró la independencia de aquella provincia dándole como religión oficial la reformada. Para nuestro objeto, basten los detalles que siguen.

Ya en vida de Carlos V se habían tomado algunas medidas represivas del protestantismo que habían irritado a la población por considerarlas contrarias a las libertades ciudadanas. Con Felipe II, impopular como soberano, comenzó a empeorar la situación. Los predicadores calvinistas acusaban a la Iglesia de las dificultades existentes y no pocos miembros de la nobleza abrazaron la reforma. En varias ocasiones se celebraron con solemnidad bautismos por inmersión para los nuevos adeptos. Los descontentos (conocidos por el nombre de Los Pordioseros) se unieron en pacto y juraron abolir la Inquisición y arrojar del país a los ocupantes. El decreto que abolía el Tribunal religioso (julio de 1566) no bastó para calmarlos como se vio en los desórdenes y en la lucha contra las imágenes que emprendieron. «Estallaron, refiere un autor, revueltas en Amberes, Malinas, Valenciennes, St. Omer y en otras ciudades. En Amberes los calvinistas se reunían con regularidad a despecho de las autoridades. Bandas de fanáticos invadieron las iglesias de St. Omer rompiendo estatuas, destruyendo altares y haciendo pedazos los objetos de arte que caían en sus manos. En Courtrai y en otras ciudades aquellos fanáticos saquearon iglesias y destruyeron por el fuego monasterios y conventos. La magnífica catedral de Amberes quedó gravemente dañada por las turbas en los días 16 y 17 de agosto».

La respuesta no se hizo esperar. Felipe II quiso ir en persona a los Países Bajos, pero se lo impidieron sus consejeros. Envió para el cometido al duque de Alba cuyas grandes dotes militares no se hallaban siempre compensadas por sus sentimientos de equidad y de gobierno. Aun sin tomar en cuenta el cuadro aterrador que de él nos hacen los protestantes, debe admitirse que sus acciones (en las que tampoco supo siempre distinguir entre las aspiraciones nacionalistas y los brotes de protestantismo) contribuyeron no poco a excitar contra él la población con el resultado de que los insurrectos y los calvinistas formaran un verdadero frente común. Las sentencias de muerte dictadas por sus tribunales, los impuestos que recababa de la población para llenar los vacíos erarios reales, etc., contribuyeron igualmente a que las masas se pusieran abiertamente en contra suya. Las provin­cias septentrionales de Holanda, Zeeland, Gelderland, Overyssel y Utretch se levantaron contra el duque (agosto de 1572) con el apoyo de Inglaterra y Francia. El levantamiento fracasó, pero, en vista del desquite de las tropas, el rey tuvo que destituirlo en octubre del año siguiente.

Sus sucesores D. Juan de Austria, Luis de Requesens, Alejandro Farnesio y el conde de Mansfeld, no pudieron poner remedio a las cosas. Si los soldados ganaban las batallas en el campo de las armas, las perdían en el sentimiento popular. No bastaron ya las concesiones hechas en febrero de 1577 en la Unión de Bruselas (promesa de la retirada de las tropas españolas, restauración de las libertades nacionales, mantenimiento de la religión católica y respeto de la protestante, instauración de Guillermo de Orange, filocalvinista, como gobernador de las provincias del Norte) para restablecer la confianza de los habitantes. Las desdichas externas de España —entre otras el desastre de la Armada en aguas de la Mancha— dieron ánimos a los protestantes quienes tomaron algunas de las ciudades. Las continuas rebeliones de las tropas imperiales, eran señal evidente de que habían pasado los días gloriosos de los tercios de Flandes. Los calvinistas, identificados por completo con la revolución, cantaron victoria. Su influjo se hizo sentir cada día más. Antes de finalizar el siglo, las provincias septentrionales eran protestantes y perseguían a los católicos. Los habitantes del actual territorio belga hubieron de vivir durante algún tiempo bajo la misma opresión. En 1597 Mauricio de Nassau obtuvo la independencia para Holanda. Los puntos doctrinales de la nueva religión que­daron fijados en el Sínodo de Dort (1578) mientras que su primer centro teológico empezó a funcionar en la universidad de Leyden.

 

Anglicanismo

Para estas fechas, Inglaterra, antes baluarte de Roma, había pasado por una experiencia reformista sui generis cuyas características han quedado indicadas en otro lugar. Por lo que se refiere a la expansión geográfica del anglicanismo, el historiador apenas tiene tiempo que perder. En un país de autoridad central sin límites, el rey hacía y deshacía todo por mandato real, confirmando lo que había sido impuesto por el Consejo de la Corona. Durante el reinado de Enrique VIII, el dogma católico experimentó pocos cambios. Su obra fue principalmente destructiva: disolución de monasterios, enajenación de bienes, imposición de nuevos car­gos eclesiásticos y destrucción de conventos. Bajo Eduardo VI, su astuto consejero Cranmer redactó el Common Prayer Book (Libro de las Preces comunes), así como el Manual de las Ordenaciones y los Cuarenta y Dos Artículos. Ya en estas obras se notaba el influjo del protestantismo occidental en sus dos ramas, calvinista y luterana. El reinado de María y sus intentos de volver a la antigua fe agudizaron las luchas contra Roma y dieron ocasión a los protestantes llegados del continente para introducir nuevos elementos reformistas en el anglicanismo. Con la reina Isabel, la iglesia anglicana entró por aquella «vía media» que —se imaginaba— la conservaría a distancia igual entre el catolicismo y el protestantismo. La Corona se proclamó en autoridad suprema religiosa. Los «artículos» quedaron reducidos a treinta y nueve. Por influjo principal de Parker, se proclamó la doctrina de la sucesión episcopal que, más adelante, se convertiría en distintivo del anglicanismo.

Pronto empezaron las discordias, aun en el campo no católico. Una porción más radical —a la que se distinguió más tarde con el nombre de puritanos— convencida de que las reformas religiosas se habían quedado a mitad de camino, impugnó las doctrinas contenidas en el Prayer Book, en los Artículos y aun la del mismo episcopado. Si muchos de ellos prefirieron permanecer, al menos externamente, en el seno de la iglesia oficial, otros se rebelaron abiertamente impugnándola en público y aun levantándose en armas para hacer triunfar sus ideas. Con el tiempo, las Islas Británicas tendrían su iglesia nacional, la anglicana, y una serie de iglesias no-conformistas. La única que permanecería excluida sería la católica. Si los seguidores de ésta dieron durante algunos decenios muestras de valentía, cedieron más tarde a la fuerza mayor. Las cárceles, el destierro y el relajamiento vencieron a los más, quedando pocos fieles a su fe. «Para comienzos del siglo XVII, escribe Belloc, Inglaterra quedaba aislada del vínculo unitivo de la Cristiandad. Su destino estaba sellado y su fe católica podía darse como muerta».

 

Otros paises.—La Reforma protestante se infiltró también, pero en proporciones limitadas, en varias otras naciones del continente europeo. En Polonia trabajaron por las nuevas doctrinas algunos discípulos de Lutero logrando ganarse para su causa, aunque fuera momentáneamente, a parte de la nobleza polaca disgustada contra la política de su rey. Los centros principales de rebelión fueron las universidades de Cracovia y Posen. En 1573 sus seguidores obtuvieron del nuevo monarca, Segismundo II, la libertad de convivencia y de predicación. Sin embargo, el pueblo se mostró abiertamente opuesto a las nuevas ideas. Gracias a las pru­dentes medidas de reforma eclesiástica introducidas por el cardenal Hosio, Polonia pudo conservar la integridad de su fe.

Hungría fue otro de los campos en los que el protestantismo trató de infiltrarse. El luteranismo halló simpatizantes entre la población de origen alemán y hubo tiempos en que varios príncipes de la casa real profesaron aquella religión. El calvinismo penetró más entre gentes autóctonas y de la clase media que en 1557 adoptó para sus iglesias la Confesión Helvética. Las luchas internas entre las dos tendencias rivales contribuyeron no poco a debilitar el protestantismo húngaro. La contra-Reforma se aplicó también eficazmente con el resultado de que muchos, que ya habían caído en las redes del protestantismo, volvieran a la religión de sus padres.

Las regiones de Bohemia, debilitadas ya por los conflictos religiosos surgidos entre husitas moderados y radicales, experimentaron también las sacudidas de la Reforma. En 1535 los luteranos llegados de Alemania concluyeron con los husitas un «pacto de amistad» que incluía, entre otras concesiones, la adopción de doctrinas reformadas por parte de los nacionales. Las relaciones, ventajosas siempre al luteranismo, se vieron reforzadas al redactarse en 1575 la Confesión de Bohemia. Sin embargo, la calma no fue duradera. Los husitas, teniendo al frente a Amos Comenio, abandonaron a sus amigos y se volvieron al calvinismo. En medio de aquella confusión, sobrevinieron las guerras religiosas, la victoria de los católicos y la aplicación de las medidas de la Contra-Reforma. Estas fueron aceptadas con entusiasmo por el pueblo que siempre se había conservado fuertemente ligado a la Iglesia de Roma.

Si ahora volvemos la mirada a los métodos con que, en la mayoría de los países, se realizó la penetración protestante, las conclusiones históricas no son muy favorables a ésta. Por mucho que se hable de la corrupción del clero y de la penetración de las ideas erasmianas; por mucho que se inculque la repugnancia con que se veían las intervenciones romanas, y hasta de la ignorancia religiosa de las masas, la historia nos enseña con evidencia irrefutable que, en la mayoría de los casos, el protestantismo fue impuesto por la fuerza y que las nuevas doctrinas hallaron fuerte resistencia en la masa popular, a veces más que en los elementos del clero. Tampoco puede dudarse de que, fueran cualesquiera las buenas intenciones de los iniciadores de la Reforma, en la aplicación de ésta entraron motivos muy rastreros por parte de los príncipes, de la nobleza y de las clases pudientes. «La Reforma, les decía ya Bossuet, es obra de príncipes y de magistrados. Por imposición de ellos se han establecido los ministros del culto y se han arrojado los antiguos pastores así como los antiguos dogmas» Es una acusación sin réplica. Sus crueldades e injusticias aparecen por todas partes, sin que se vea apenas rastro de respeto por la propiedad o por la personalidad ajenas. Muchos historiadores protestantes modernos, defensores de una supuesta expan­sión pacifica de la Reforma, quisieran borrar de sus anales muchas de las páginas de la época. Al no poder lograrlo, culpan a la maldad de los tiempos o a las pe­rentorias necesidades impuestas por las circunstancias...

El mapa de Europa a fines del siglo XVI nos ha mostrado que de todas sus grandes naciones, solamente Italia y la Península Ibérica lograron salvarse de aquel naufragio general. (Humanamente hablando, la salvación del primero de los países se debió en buena parte a la intervención del emperador y a su terca voluntad de impedir los avances de la Reforma. La Italia renacentista que había tenido tanta culpa en la revolución protestante, carecía de fuerzas internas para resistirla). En un extremo del Noroeste se salvaba también la heroica Irlanda, pagando a veces con su sangre el tesoro de su fe. Geográficamente, las pérdidas globales de la Cristiandad eran muy elevadas. El continente, excluidos los países balcánicos y Rusia, tenían entonces unos sesenta millones de habitantes. De ellos casi una tercera parte (los cálculos varían entre los quince y los veinte millones) habían sucumbido al protestantismo. «Nunca hasta entonces, escribe Hertling, había sufrido la Iglesia una defección tan grande, ni siquiera durante el siglo V con los nestorianos y monofisitas —que apenas llegaban a los cuatro millones— ni al ocurrir el cisma del Oriente ya que, en este tiempo, los cristianos del imperio griego habían descendido en número y las tierras de Rusia se hallaban todavía medio despobladas». Esta vez, en cambio, las pérdidas eran ingentes. Por eso, cuando al restaurarse la paz religiosa, Europa pudo volver en sí, empezó a caer en la cuenta de la magnitud de la catástrofe. A la manera como en el tercer día de la Creación se separaron las tierras de las aguas, así apareció ahora el Viejo Mundo dividido en dos por la sima profunda de la revolución protestante.

La segunda fase expansiva protestante tuvo lugar en los siglos XVII y XVIII. Sus avances europeos fueron muy escasos. La Reforma fue consolidándose en algunas de las naciones, principalmente en Inglaterra. Los príncipes lograron imponer su voluntad, en ocasiones ahogando en sangre las insurrecciones que brotaban en sus territorios. Internamente el protestantismo empezó a dar muestras de inestabilidad. Las disensiones teológicas fueron minando sus energías y en la mayoría de sus iglesias se fue notando una sensible falta de fervor que, en algunas partes, abocaría en indiferentismo religioso. Las posibilidades de vivir una existencia tranquila sin que nadie les molestara por sus creencias, habían terminado por apagar muchos de sus primitivos entusiasmos. El termómetro religioso de Europa se mostraba también en las estadísticas de su población: estacionaria para los protestantes (que en 1700 no pasaban de los veinte millones) y en curva ascendente para los católicos que ya habían alcanzado los cincuenta millones.

Expansionalmente el protestantismo tomó otra dirección: la de aquel Nuevo Mundo, descubierto por España, y evangelizado por los misioneros católicos.

 

Iberoamérica

Para fines religiosos, el continente americano se dividía en dos grandes zonas. La primera, que ocupaba dos terceras partes de su extensión territorial, estaba siendo cristianizada por las tres principales potencias católicas de Europa. Portugal trabajaba en las vastísimas regiones que hoy comprenden el Brasil. El campo designado a los misioneros españoles comprendía desde Punta Arenas, toda la América del Sur y la Central, los territorios de Méjico y amplias franjas de los actuales estados norteamericanos de California, Texas, Arizona, Nuevo México, Florida y Luisiana. Francia evangelizaba en el Canadá y en varios puntos de los actuales estados de Maine, Michigan, Illinois y Wiscosin. En todos estos territorios (y más particularmente en los que dependían de las Coronas de España y Portugal) la única religión predicada era la católica. En la Península Ibérica todo candidato para las Indias, antes de obtener el permiso de embarque, debía de pasar por un riguroso escrutinio religioso social en el que figuraba la cláusula de ser: «de familia católica en la cual no hubiese nadie condenado por la Inquisición desde las dos últimas generaciones». Ya en su puesto de trabajo, los organismos políticos y la Inquisición velaban para que no entraran peligrosos gérmenes de herejías. Además, como el protestantismo carecía entonces del prestigio de hoy, tampoco constituía una tentación para quienes vivían en el seno de la Iglesia y en naciones católicas.

Norteamérica

La segunda zona (que durante más de un siglo después de los descubrimientos españoles había permanecido religiosamente como tierra de nadie) incluía las regiones que primero se llamaron de las Trece Colonias inglesas y que luego formarían el actual territorio de los Estados Unidos.

Hay entre los historiadores protestantes una tendencia a considerar como providencial que los misioneros romanos —y las potencias a que pertenecían— no se preocuparan de la ocupación de aquellas regiones y que la primera en llegar fuera la protestante Inglaterra. De hecho fueron los protestantes quienes se apoderaron de las tierras.

En 1607 un grupo de ingleses, acompañados de su capellán anglicano, Robert Hunt, desembarcaron en las costas de Virginia y fundaron la ciudad de Jamestown. Trece años después arribó la segunda expedición, compuesta de puritanos, enemigos del anglicanismo, que al establecerse en Nueva Inglaterra, constituyeron los gérmenes del congregacionalismo norteamericano. Otro «separatista» inglés, Roger Williams, llegado en 1631, y perseguido por los puritanos, tuvo que buscar asilo con sus compañeros en Rhode Island —en un punto al que llamó Providente— asentando allí los fundamentos de la iglesia bautista. Los presbiterianos provenientes, casi en los mismos años, de Inglaterra, Gales y Escocia, empezaron a trabajar en Massachussets. Los reformados holandeses eran dueños —y en exclusiva— desde 1628 de las tierras de Nueva Holanda (Nueva York). Los cuá­queros, con sus doctrinas antilitúrgicas y sus sermones sobre «el contacto directo con Dios», fueron mal recibidos por las iglesias llegándose en casos a castigar con pena de muerte a cualquiera que osara poner pie en ciertos estados. A fines de siglo llegaron los grupos luteranos que huían de Alemania y de las tropas francesas allí instaladas. Una generación después arribaría la última de las grandes iglesias protestantes, la metodista, iniciada en Inglaterra por los hermanos Wesley, y organizada en el Nuevo Mundo por Asbury y sus compañeros. Al lado de estas iglesias trabajaron ya durante la época colonial denominaciones menos importantes como los moravos, los menonitas, los Dunkers, los universalistas, los Hermanos del río, los Shakers, etc. La proliferación de sectas, importadas unas y de origen nacional otras, que imprimirán un sello peculiar al protestantismo norteamericano, son posteriores al período que analizamos.

El carácter y los ideales de aquellos emigrantes diferían en más de un trazo del de los protestantes europeos contemporáneos. Inglaterra importó, como era obvio, a sus colonias el anglicanismo dándole una especie de rango oficial. Pero sin preocuparse demasiado de confiarle la dirección de los negocios religiosos del territorio. Hasta el punto de que las colonias no tuvieron nunca un obispo ni una diócesis propiamente dicha. La despreocupación se fundaba parcialmente en la frialdad religiosa por la que pasaba el anglicanismo en su propia nación de origen como consecuencia del deísmo y de otras tendencias menos ortodoxas. Pero había que buscarla principalmente en la presencia —cada año más densa— de facciones religiosas «disidentes» a cuyos ojos la iglesia de Inglaterra había «claudicado» del auténtico cristianismo de la Reforma. Ni estas, ni menos todavía los rudos colonos de las nuevas tierras, estaban dispuestos a obedecer a ninguna autoridad central. Preferían, como dice Sperry, «apoyarse en sus propios recursos y buscar sanción para sus acciones en sus necesidades y convicciones personales». La ausencia de una iglesia oficial contribuiría al desarrollo de las que habían huido de Europa como «rebeldes».

Del ideal buscado por aquellos grupos emigrantes, existen dos versiones (am­bas americanas y protestantes) totalmente divergentes. Los panegiristas —pertene­cientes a la que se ha llamado «escuela histórica de la piedad filial»— los declaran heraldos de la fe exaltando su programa de libertad religiosa y de motivos misioneros. Es la versión prevalente en los círculos religiosos protestantes y en una buena parte de la literatura destinada ad extra. Sus adversarios niegan rotundamente la existencia de tales ideales y buscan en las crónicas contemporáneas anécdotas, frases y actitudes, sobre todo en sus relaciones con las tribus indias, para probar su posición. «Aunque parezca sacrílego afirmarlo, dice uno, el hecho incontro­vertible es que los Padres Peregrinos, primeros exponentes de este mito, no bus­caban en las nuevas tierras ‘libertad para adorar a Dios’. Este motivo no estaba incluido por William Bradford, primer gobernador de la colonia, entre las razo­nes de su traslado a América»

No tenemos por qué meternos en la controversia. La teoría que los quisiera convertir en meros aventureros —como será más tarde el hecho con ciertos buscadores de oro del Far West— parece en contradicción con irrecusables testimonios históricos. Probablemente se trataba de hombres sinceros, amantes de sus libertades (entre ellas la de su religión), deseosos de abrirse camino en la vida y de hacerse con una fortuna. Entre los hombres de estado de Inglaterra —lo mismo que entre los jefes de algunas expediciones— tampoco podía faltar el deseo de cortar el paso a los avances de los españoles por el Sur y de los franceses por la parte del Canadá. Y aquí ya entraban motivos en parte políticos, pero en parte también religiosos. «Si la protestante Inglaterra, escribe Sperry, no se apresuraba a intervenir y actuar rápidamente, se corría el peligro de que los católicos que venían del Norte y del Sur cerraran sus líneas en una operación conjunta para la ocupación y colonización de los territorios todavía vacantes que se extendían desde Florida al Canadá».

De lo que no parece haber duda es del fanatismo de aquellos protestantes cuando se trataba de salir a la defensa de la iglesia a la que pertenecían. Tanto los anglicanos como los puritanos trataron con mano dura a los cuáqueros, a los bautistas y a otras iglesias llegadas más tarde que ellos o consideradas todavía como meras sectas. Varios de los estados tenían decretados castigos, sanciones y hasta penas de muerte para toda una categoría de personas calificadas de disidentes.

Si, al cabo del tiempo, la libertad religiosa se convirtió «en norma y timbre de gloria del cristianismo norteamericano», se debió a diversos factores que no hacemos sino indicar:

1) El cristianismo empezó a considerarse por parte de muchos, no como Iglesia instituida por Cristo como arca de salvación para el mundo, sino como un conjunto de principios morales y religiosos útiles para satisfacer las ansias del individuo y para dirigir mejor la sociedad. En esta concepción influyó grandemente el deísmo, importado de Inglaterra y profesado por muchos de los prohombres de la política norteamericana de entonces. William Penn, Benjamín Franklin, Thomas Jefferson y otros estaban imbuidos en aquella filosofía.

2) Lo pedía también el lucro comercial al reclamar para sí la independencia de una autoridad central y la subordinación de la religión a sus negocios. La elimi­nación sistemática de grupos étnicos de muchas de las colonias (y precisamente por motivos de discriminación religiosa) se le hacía insoportable. En Inglaterra el Consejo del Comercio (Lords of Trade) respondiendo a los anglicanos que en Virginia se oponían a la entrada de los presbiterianos, afirmaba solemnemente que: «el ejercicio libre de la religión... es una condición esencial al progreso y al enriquecimiento de una nación comercial y debe tenerse como sagrada en las colonias de Su Majestad». Al otro lado del Atlántico, eran muchos los terratenientes que pensaban lo mismo. Fue la tendencia que pronto empezó a prevalecer en las colonias del Sur que después sirvieron de modelo a los estados de la Confederación.

3) Una vez obtenido este «equilibrio religioso», tanto la concordia de los individuos, como del país, exigían el respeto y la tolerancia mutua. Ni la misma iglesia de Inglaterra se hubiera atrevido a obrar de otro modo. Los «reavivamientos religiosos» que en los siglos XVIII y XIX sacudieron el país, contribuyeron a afianzar aquellas posiciones, primero porque sus organizadores eran bautistas, presbiterianos y metodistas, y segundo porque el énfasis de sus sermones se hacía sobre el arrepentimiento y la conversión, no sobre la necesidad de pertenecer a tal o cual iglesia. Esta última idea quedaba en la penumbra como si se dejara al arbitrio del «regenerado» la elección de la iglesia de su gusto. Llegada la oportunidad, los políticos —que ya abundaban en los mismos princi­pios— no tardaron en trasladarlos a la legislación. En 1785 la asamblea general de Virginia dio un primer paso oficial al establecer en sus estatutos la completa libertad religiosa tanto en lo que respecta a sus creencias individuales, a su pertenencia social y a su desligamiento como en lo relativo al sostenimiento de los ministros del culto. Tres años más tarde, el principio tomó forma de ley cuando la primera Constitución definió: a) No se requerirá prueba alguna religiosa como cualificación para cualquier oficio o cargo público en los Estados Unidos; b) El Congreso no dará ninguna ley relativa al establecimiento (oficial) de la religión o prohibitiva del libre ejercicio de la misma.

Pero, esto ocurría en el último tercio del siglo XVIII. En épocas anteriores la discriminación religiosa había sido la regla y uno de sus objetivos más concretos era la Iglesia católica: «Aquellos protestantes cuya religión personal era una mezcla de ferviente patriotismo con dosis de moralidad y de fe ciega en la providencia, se mostraban fanáticos cuando se trataba de odiar a los católicos. Si para el pagano traían la espada y no la paz, para el Papa —a quien comparaban con el turco y el demonio— sólo deseaban un fin: su total destrucción. «El Espíritu Santo, decía Cotton, no hace diferencia alguna entre el paganismo de los papistas y el de los infieles. El Papado es el paganismo refinado y el estado de los que mueren en su religión, es peor que el de los paganos que viven en la ignorancia» De ahí que el: «No Popery (¡Abajo el Papa!) figurara entre sus gritos preferidos de batalla o que las disensiones internas que separaban a sus iglesias, desaparecieran cuando se trataba de hacer un frente común contra la de Roma.

Las mismas leyes fueron —durante largo tiempo— discriminatorias de la Igle­sia católica. «Mientras las sectas disidentes, escribe Curran, obtenían la toleran­cia, el catolicismo iba siendo objeto de nuevas medidas de represión. En 1700 Massachussets conmutaba por la cadena perpetua la pena de destierro perpetuo impuesta sobre ‘todo jesuíta o sacerdote de seminario’ que se encontrara en su jurisdicción. Nueva York aprobó aquel año una ley similar castigando con el cadalso a Margaret Kerry por ser ‘empedernida papista’, lo mismo que a John Urry por creérsele (erróneamente) sacerdote católico. Las leyes de Maryland formaban probablemente el código más completo contra el catolicismo... sin olvidar las sanciones económicas. Todo terreno perteneciente a los católicos quedaba so­metido a doble impuesto, en tanto que a los apóstatas se les daba derecho legal para quitar sus propiedades a sus mismos padres católicos». La conclusión de uno de sus mejores historiadores, William Sweet, es tajante: «Desde los comienzos de la colonización inglesa hasta la independencia (americana), la cruzada protestante contra el catolicismo figuraba como motivo principal entre los proyectos, la implantación y los avances de aquellas colonias en América».

 

Diversas iglesias. ¿Cuál era el estado de las iglesias protestantes de Norteamérica en vísperas de su independencia patria? No es fácil trazar un cuadro completo de sus efectivos de clero ni del número exacto de adherentes. El lector caerá, por de pronto, en la cuenta de que Las Trece Colonias constituían un territorio muy inferior al de los Estados Unidos actual cubriendo poco más que la franja costera que desciende desde Maine hasta Georgia. Ni la densidad geográfica ni el fervor religioso de las distintas regiones era idéntico. Sin embargo, en sus líneas generales, la situación era como sigue.

El anglicanismo se había constituido en iglesia oficial en seis de las trece colonias. Pero sin alcanzar en ninguna de ellas el influjo que aquel título indicaba. Su posición y sus lazos demasiados estrechos con la corona británica le restaban una buena parte de las simpatías de la gente. Sus mejores instrumentos de difusión fueron la Society for the Propagation of the Faith in Foreing Lands y las organizaciones filiales. El anglicanismo alcanzó mayor poder en Virginia, en las regiones de Nueva Inglaterra y en algunas de las colonias del Sur. Fue —y queda hasta nuestros días— como la iglesia de las clases pudientes. El congregacionalismo tenía su base principal en las colonias de Plymouth, Massachussets, Connecticut y New Hampshire. Sus miembros procedían en general de las clases medias. Tanto teológica como eclesiásticamente se organizaron según el modelo del cal­vinismo ginebrino, pero dando cada vez menor importancia a lo que llamaban «controversias doctrinales» y dejando a cada individuo plena libertad de creencias. Entre sus aportaciones características se señala la de haber contribuido a difundir en el protestantismo el proceso democrático.

Las iglesias reformadas (o sea todas las de origen calvinista) constituyeron pronto el grupo más potente. La proveniencia étnica los tuvo separados durante mucho tiempo aunque la profesión doctrinal fuera en gran parte semejante. Los de origen británico (irlandeses, escoceses y galeses) dieron lugar a la iglesia presbiteriana que pronto se extendió a todo el territorio. Massachussets, Connecticut, Nueva York y sobre todo Pennsilvania se convirtieron en centros influyentes de presbiterianismo. Además de grandes predicadores, contaron con hombres de talento organizador que fueron creando presbiterios, sínodos y una Asamblea Ge­neral. La iglesia experimentó en 1745 un cisma interno debido a las discusiones sobre la predicación y sobre la formación de ministros. Pero pudo sobrevivir y, al cabo de algunos decenios, cobrar la pujanza que antes le había caracterizado Los miembros de la iglesia holandesa reformada (Dutch Reformed Church) fueron a principios del siglo XVII dueños de Nueva York y de toda su región. Pero el dominio fue de corta duración y sus seguidores debieron emigrar hacia el in­terior hasta que finalmente crearan de nuevo su reino en el estado de Michigan. Otra rama calvinista, la iglesia reformada alemana, buscó refugio en Pensilvania sin llegar a adquirir nunca la fuerza de las demás. El calvinismo norteamericano sería, en definitiva, de tipo escocés: puritano en sus costumbres, aferrado al predestinacionismo y a sus interpretaciones peculiares de la Biblia, activo y emprendedor en todos los órdenes de la vida, inclinado al activismo en sus diversas formas y de espíritu eminentemente misionero

Otra de las fuerzas religiosas de la Norteamérica colonial era indudablemente la de las iglesias bautistas. Sus comienzos habían sido humildes. Pero sus hombres habían dado pruebas de firmeza en sus ideas religiosas y de auténtico fanatismo en propagarlas entre los demás. Aquellas pequeñas comunidades de Rhode Island se extendieron pronto a la mayoría de las demás colonias. La persecución los parecía reanimar y el halo de martirio que en ella cobraran, contribuía más bien a su difusión. Aquella separación estricta de la iglesia y del estado, la importancia dada al bautismo de adultos y a la necesidad de profesar una fe viva, los hacía simpáticos a las gentes. Los predicadores bautistas tomaron parte en las campa­ñas del «Gran Reavivamiento» enrolando en sus filas a muchos nuevos adeptos. Finalmente sus avances hacia el Sur, el trabajo fructífero entre gentes de color y el ardiente proselitismo de sus pastores, la convirtieron en una de las iglesias más potentes del país.

El luteranismo tardó en hallar su camino y en aclimatarse en los Estados Unidos. Sus primeros grupos, compuestos principalmente de emigrantes alemanes y de algunos escandinavos, se establecieron en Nueva York, Delaware, Maryland y, sobre todo, Pensilvania. Carecían de dirigentes y la pobreza en que vivían no les permitió alcanzar el prestigio del resto del Protestantismo. El hecho de que no ordenaran en suelo americano ningún pastor hasta el año de 1703 era buena prueba del triste estado de cosas. Las iglesias recibieron una inyección de vida con la llegada de M. Muelenberg quien, a partir de 1748, trató de organizar aquellas comunidades, de dotarlas de nueva liturgia, de fundar sínodos, etc. Pero, los esfuerzos de un hombre no bastaron y el luteranismo conservó, hasta bien entrado en el siglo XIX, el carácter extranjerizante y germano que le impediría —casi hasta nuestros días— identificarse totalmente con las costumbres y modos de ser de la vida norteamericana.

Los metodistas experimentaron también sus dificultades —en primer lugar la poca simpatía que hallaban en la iglesia nacional con la que habían roto los lazos —pero, a la larga, aquella actitud les ganó la simpatía de la población. Los anglicanos se habían negado a crear obispos americanos; los metodistas se los darían sin dilación. El quietismo en que habían caído aquellos, quedó sustituido por el fervor de los seguidores de Wesley que pronto se pusieron al frente de los reavivamientos y fundaron la organización hasta entonces desconocida, de los predicadores itinerantes. Cierto liberalismo en materias dogmáticas, unido a la severidad de costumbres impuesta por sus pastores, la negación de los decretos predestinacionistas así como su doctrina de la salvación que, si no en teoría, al menos en la práctica, había que conseguirse mediante el esfuerzo personal, constituyeron otros tantos cebos de atracción ofrecidos por la nueva iglesia a las masas americanas. Pronto se instalaron en las costas septentrionales y penetraron por la Carolina y Virginia hasta los estados del Sur en competencia con los bautistas. Durante «la marcha al Oeste» los metodistas desplegaron una incansable actividad: «Sus predicadores, escribe Brauer, eran las tropas de choque del Señor en las zonas fronterizas. Solteros y entregados por completo a la causa, trabajaron hasta la heroicidad. Viajaban con frecuencia sin otras provisiones que la Biblia, el himnario, el libro de la disciplina y su pobre ajuar para dormir. Siempre prestos a predicar y deseosos de ayudar al necesitado, trabajaban día y noche. Un granero, una cabina, una escuela vacía, un claro en el bosque —cualquier sitio les bastaba para predicar al Señor».

A principios del siglo XIX la inmensa mayoría de los 35 millones de norte­americanos profesaban el protestantismo. Otra cosa era la calidad de su adhesión. Su historiador oficial, K. S. Latourette, nos traza el siguiente sumario que es conveniente reproducir:

«La mayoría de los inmigrantes había venido a las Trece Colonias no por motivos religiosos, sino económicos. Buscaban la mejora económica y también la social. En sus países de origen habían tenido una conexión nominal, por fuerza de costumbre, con las iglesias locales. En el Nuevo Mundo aquellos lazos se relajaron y la mayoría de ellos se disociaron de la religión. En el momento de conseguirse la independencia nacional y, no obstante, los esfuerzos llevados a cabo por las iglesias para reavivar aquella fe, sólo una minoría de la población podía considerarse todavía practicante. La proporción de los que se sentían aún ligados con alguna iglesia, variaba de colonia en colonia. Probablemente era mayor en Nueva Inglaterra, donde el motivo religioso había tenido mayor influjo en sus primeros pobladores, y mucho menor en Virginia donde aquellos ideales habían sido prácticamente nulos. Aquí la masa de la población vivía al margen de las iglesias».

No obstante lo dicho, el protestantismo había dejado una huella imborrable en la nación. Los centros de educación estaban en manos de las iglesias. El puritanismo, en todos sus aspectos, se había convertido en herencia nacional. La doctrina de la separación de la iglesia y del estado distinguía al protestantismo norteamericano de el del continente europeo. Con esto, la religión se convertía en negocio puramente personal no solamente en el sentido clásico del cristianismo, sino aun en el de dar al individuo absoluta libertad para cambiar de una iglesia a otra o de fundar una nueva. Los reavivamientos religiosos, el activismo acentuado y una tradición de proselitismo agresivo, figurarían también entre sus dis­tintivos y contribuirían en mucho grado a preparar la nueva era de expansión misionera que estaba para aparecer.

 

Canadá

Añadamos unos pocos datos relativos a los comienzos del protestantismo en el Canadá. Sus vastísimas extensiones habían estado durante más de siglo y medio bajo la tutela de la Iglesia Católica. Francia, aun sin emplear la energía de España, hacia bastante para excluir de sus dominios a los predicadores protestantes. Los pequeños grupos llegados después de la proclamación del Edicto de Nantes (1598), apenas lograron asentar pie en la colonia. A partir de 1627 el rey prohibió prácticamente toda emigración de hugonotes.

Con la conquista británica y la Paz de París (1763) por la que Francia cedía a Inglaterra sus posesiones de Norteamérica y reconocía el Mississippi como frontera entre Luisiana y las colonias británicas, el destino religioso del Canadá tomó nuevas rutas. Aquel mismo año se proclamó la entrada del anglicanismo como iglesia nacional. Aunque con mayores dificultades, lograron también su admisión los presbiterianos, los congregacionalistas, los bautistas y los metodistas. De los católicos, nos dice Bates, que «gozaron de una gran libertad religiosa» y que la provincia de Quebec no quedó incluida en las leyes penales antipapales vigentes en Inglaterra. En cambio, los autores católicos, más conscientes de la dura realidad sufrida por sus antepasados, parecen poner más de una cortapisa a aquella supuesta libertad:

«Conocida es, escribe Mgr. Champagne, la suerte reservada a los católicos franceses (del Canadá) que por la conquista se convirtieron en súbditos británicos. La voluntad de los nuevos amos era clara: suprimir toda sujeción a Roma. Si se elaboró un vasto plan de establecimiento de iglesias y de escuelas protestantes, si se pidieron a Inglaterra numerosos pastores, no fue solamente para satisfacer a las necesidades espirituales y culturales de los nuevos habitantes no católicos, sino para imprimir una mentalidad inglesa protestante a los antiguos, sometidos además a obligaciones susceptibles de provocar la apostasía y llevar a cabo la asimilación étnica».

Por el Acta de Quebec (1774) se concedió plena libertad de cultos que fue aprovechada por las «iglesias disidentes» para instalarse en el país. La iglesia anglicana, colmada de privilegios y remisa en el cumplimiento de sus deberes, no tardó en atraerse las antipatías y aun el desprecio de las demás. Con un resultado doble para el protestantismo y el catolicismo. Este logró sostenerse y aun consolidar su antigua posición gracias en parte a haber identificado su cultura francesa a la causa de la Iglesia. El protestantismo no-conformista continuó su marcha ascendente llegando pronto a reemplazar, en número de miembros y sobre todo en fervor religioso, a la iglesia anglicana.

Abarcando de un vistazo los avances del protestantismo en este período, vemos que, por lo que se refiere al Nuevo Mundo, fueron grandísimos. El trasplante de la Reforma había ya dado sus resultados. Podía hablarse de un protestantismo norteamericano distinto del británico o del europeo. Todavía eran pocos, aun entre los mismos protestantes, los que vislumbraban las potencialidades que se encerraban en su ser. Diríase que, al igual que los recursos económicos de la gran nación, preferían ocultarse a la vista de los hombres. Las generaciones siguientes se encargarían de descubrirlos.


 

LA TERCERA EXPANSION

El tercer avance del protestantismo coincidió con el aumento demográfico experimentado por el mundo y sobre todo por las grandes naciones industriales (y al mismo tiempo oficialmente protestantes) de la época, a saber, Inglaterra, Estados Unidos y Alemania. Para las iglesias separadas fue el período de su gran expansión misionera por tierras paganas. Cronológicamente ocupó todo el siglo XIX y lo que llevamos del XX.

Las repercusiones del naciente industrialismo en la sociedad son demasiado complicadas para detenernos aquí a describirlas. Para sus usufructuarios, aquella revolución significó una política expansionista (o colonial según los casos) bien marcada. Los Estados Unidos, por medio de compras y de tratados, redondearon sus posesiones hasta convertirse en amos de lo que hoy es la Confederación y ocupando, por medio de guerras, puestos estratégicos en Iberoamérica y en el Extremo Oriente. Inglaterra, dueña ya absoluta de los mares, se expandió por el Asia, los mares del Sur, Australia y África. Por medio de la poderosa East India Company, controló durante mucho tiempo el comercio y todo el transporte del Asia Oriental. A Alemania no le faltaron planes parecidos, aunque varios de ellos terminaran en fracaso. Cada uno de estos movimientos expansivos significaba, unas veces a sabiendas, otras por las circunstancias del momento, una propagación del protestantismo.

Debe tomarse también en cuenta el ritmo de las emigraciones europeas, primero a los Estados Unidos y al Canadá, más tarde a Australia, a las Indias holandesas y al África del Sur, que —en su conjunto— resultaron en extremo favorables a la causa de la Reforma. El ejemplo de los Estados Unidos que, entre 1806-1906, recibió casi un total de veinte millones de protestantes europeos, era un caso aleccionador. De modo semejante, las emigraciones holandesas hacia sus posesiones asiáticas, las británicas hacia Australia, Nueva Zelanda y África del Sur, eran de signo claramente protestante. Todo ello contribuyó a que, a principios de la guerra europea, las tres potencias occidentales citadas formaran un bloque de más de cien millones de protestantes —fenómeno nunca ocurrido hasta entonces en la historia—. Finalmente, conviene recordar la rapidez con que el protestantismo norteamericano se extendió por todos los estados del Oeste hasta las orillas del Pacífico reforzando así sus efectivos por aquellas regiones que, aun hoy día, se conservan en gran parte adictas a algunas de sus iglesias.

Avances misioneros. Dejamos para más tarde el estudio detallado del resurgir misionero en las comunidades protestantes. Baste con advertir aquí que la Reforma, tras de haber vivido durante casi tres siglos al margen y aun en abierta oposición a la idea de la evangelización de los gentiles, comenzó a fines del siglo XVIII a sentirse misionera y a pensar seriamente en llevar la Buena Nueva a aquellos pueblos. La chispa, prendida en un sencillo predicador bautista inglés, William Carey, se comunicó pronto a las demás iglesias, primero a las británicas y estadounidenses, después a las del continente europeo. Con el resultado de que, a mediados del siglo XIX, el protestantismo vibraba ya de entusiasmo misionero.

El planteamiento del nuevo avance se hizo con la escrupulosidad y el espíritu de organización en que son maestros los anglosajones. Aprovechando las muchas bases coloniales de Inglaterra y el influjo comercial de los Estados Unidos en el Extremo Oriente, su primer empuje se dirigió hacia aquellas lejanas tierras. La India, China y el Japón —sin hablar de Australia convertida en la nueva posesión blanca de los mares del Sur— constituyeron por largo tiempo sus campos preferidos de acción. La extensión y riqueza de sus territorios, el esplendor de sus culturas milenarias y la atracción que sus gentes parecían sentir por la técnica y los adelantos del Occidente, les hizo abrigar grandes esperanzas de su conversión. Más tarde, y sin tanto romanticismo, se dirigieron hacia el continente africano aprovechándose de las grandes facilidades de penetración ofrecidas por las poten­cias coloniales.

En la obra misionera colaboraron, en proporciones difíciles de concretar, pero siempre elevadas, todas las «iglesias históricas» del protestantismo. Se unieron también a la empresa, sobre todo desde finales del siglo XIX, las sectas de reciente aparición, así como ciertas organizaciones juveniles, bíblicas, educativas, etcétera. El trabajo en países de misión dio lugar a la creación de nuevas sociedades misioneras que, con frecuencia, serían los mejores y más activos instrumentos de su penetración. La participación tampoco se redujo solamente a los pastores ordenados, sino que comprendió a seglares de todos los órdenes, desde las esposas de los misioneros hasta los médicos, profesores, técnicos y ayudantes. La gran obra movilizó sus recursos más diversos así como los adelantos todos de la civilización. En sus misiones aparecieron: centros de enseñanza en tocios sus niveles, con énfasis muy principal en los grados universitarios; variadas obras de beneficencia y de filantropía; proyectos sociales y culturales con el fin de perfeccionar los conocimientos de los neófitos y de elevar la cultura patria, etc.

La aparición y el desarrollo de las misiones protestantes presentó asimismo nuevos problemas a la obra evangelizadora de la Iglesia católica. Nuestras misiones que, desde los primeros siglos del cristianismo, habían monopolizado prácticamente el trabajo de la conversión de los gentiles, se encontraron por todas partes con seguidores de Lutero y Calvino dispuestos a hacerles competencia y aun a arrebatarles sus conquistas. Es cierto que, pasados ya los primeros estadios, muchos de sus misioneros prescindían de sus ataques al catolicismo para concentrar sus esfuerzos en la predicación directa de los paganos. Pero, se trataba de una regla con muchas excepciones. Su actitud dependía no solamente de la iglesia o secta en cuestión, sino también del humor del misionero individual, de la sombra que el misionero católico hacía a su obra, de la potencia colonial a la que pertenecía el territorio, etc. Por lo general, la «lucha contra los errores de Roma» formaba parte de su proselitismo con la desorientación y los prejuicios que este modo de proceder creaba en la mentalidad de los paganos o de los catecúmenos. La disgregación sectaria del protestantismo, las luchas entre sus mismas iglesias, el poco edificante rapto de adeptos mutuos en que se entretenían, y, sobre todo, las contradicciones doctrinales en que incurrían, llegaban a constituir para los no cristianos verdaderas piedras de escándalo en su camino para la conversión. A partir del siglo XIX la Iglesia católica de misiones se ha visto obligada a trabajar en un doble frente de acción: el cubierto por aquéllos que todavía no han abrazado la fe y el de quienes permanecen enrolados en la herejía. Con la agravante de que muchos de estos últimos, pasados los primeros fervores, abandonan junto con el cristianismo toda traza de religión volviéndose prácticamente al indiferentismo religioso. El fenómeno tiene sus excepciones, pero con frecuencia reviste caracteres de universalidad.

La epopeya de las misiones protestantes a lo largo del siglo XIX requeriría mucho mayor espacio del que aquí le podemos dedicar. Contentémonos, pues, con una mirada de conjunto a las ganancias conseguidas durante dicho período en algunos de sus grandes territorios misionales. Así nos mantendremos limitados al tema de la expansión geográfica protestante.

Australia y Nueva Zelanda, además de haber sido los primeros territorios con­quistados por el protestantismo moderno, ofrecen la ventaja de haberse convertido casi totalmente en «naciones cristianas», al menos en el sentido más amplio de la palabra. A fines del siglo XVIII, el explorador Cook, en una de sus correrías por los mares del Sur, descubrió un inmenso país al que llamó New South Wales. En 1788 se estableció allí la primera colonia británica. En menos de 75 años surgirían dentro del territorio ciudades y puertos que, ocupados por una creciente población británica-irlandesa, harían posible su división en cinco estados y la formación de la mancomunidad australiana (The Commonwealth of Australia).

Externamente las condiciones no parecían las más favorables a la implantación del cristianismo. En la mente de la corona, aquellas apartadas tierras habían de servir principalmente para alojar presos, muchos de ellos políticos, arrojados de la madre patria. El primer establecimiento, Port Jackson (la actual Sydney) estaba destinado para convictos. Consiguientemente, tampoco existía ni entre las autoridades ni entre los emigrantes forzados el entusiasmo religioso que —al menos en parte— los había conducido a Norteamérica.

No obstante estos contratiempos, las iglesias empezaron pronto a interesarse por aquellos habitantes y, a medida que se regularizaron las emigraciones o desapareció el arribo de reclusos, sus misioneros tomaron con empeño aquel trabajo espiritual. La primera en intervenir fue la iglesia de Inglaterra —principalmente en su rama evangélica. Misioneros como Richard Johnson y Samuel Marsdem realizaron una magnífica labor de roturación. Varios de los gobernadores les con­cedieron terrenos y subvenciones para construir iglesias, rectorías y centros de educación. En 1821 se erigió la diócesis de Australia dependiente de la de Calcuta. En Inglaterra se hizo una intensa propaganda en favor de la nueva misión y aun se levantó un seminario para preparar pastores para Australia. Las circunscrip­ciones eclesiásticas fueron en aumento con el resultado de que en 1862 verificó la ruptura entre las iglesias anglicanas y el estado. La decisión significaba la entrada en mayoría de edad del anglicanismo australiano que al presente cuenta con 20 diócesis y lleva un trabajo intenso de proselitismo entre los aborígenes de la nación, de las islas adyacentes y de varios países asiáticos. Casi al mismo tiempo se fundó la iglesia presbiteriana de Australia, por obra principalmente del escocés John Lang que durante varios decenios promovió aquella obra en la isla y fue causa directa de muchas de las desmembraciones ocurridas en ella. Las mutuas concesiones consiguieron en 1864 la paz y, desde entonces, el presbiterianismo se propagó por todo el país. La iglesia metodista entró en el nuevo territorio en 1812. Después de unos comienzos ardorosos, el metodismo australiano pasó por una serie de crisis hasta que, a fines del siglo, recibió refuerzos de Inglaterra y pudo reorganizar sus filas. Los congregacionalistas llegaron a través de los miembros de la London Missionary Society. Durante los primeros decenios del siglo, la iglesia anglicana quiso erigirse en organismo oficial tratando con desprecio y aun con mano dura a sus rivales. La más castigada fue la Iglesia católica. A pesar del elevado número de presos políticos irlandeses, no se permitía la presencia de capellanes católicos a su lado. Es verdad que en 1820 se dio un edicto de tolerancia, pero —como nos dice la Enciclopedia de Oxford, anglicana— «hasta bien entrados en 1844, se obligaba todavía a los católicos a asistir a los oficios religiosos de la iglesia de Inglaterra». Pero, también hubieron de sufrir las demás. Hasta que los hechos le convencieron de que toda oposición era inútil. Así, a partir de 1830, se nota el arribo incesante de las más diversas formas del protestantismo: bautistas, cuáqueros, pentecostales, adventistas, el ejército de salvación, etc. Para fines de siglo, Australia y Nueva Zelanda no figuraban ya entre los países de misión sino entre las auténticas tierras protestantes. Según Latourette, en 1921 el 96,9 por 100 de la población «profesaba alguna clase de contacto con las iglesias cristianas».

India.— Algunos moravos y daneses habían cultivado en el siglo XVIII unas pequeñas misiones en el Sur del país. Pero fueron demasiado precarias y en su conjunto de escasos resultados. La East India Company tenía en sus manos el comercio y el transporte del Oriente y, a sus ojos, la cristianización de aquellos países debía de subordinarse siempre a su propio lucro. Sólo cuando en 1805 se introdujeron en sus estatutos algunas cláusulas favorables a la propagación del cristianismo y, sobre todo, cuando años después el gobierno la despojó de su monopolio, pudieron los misioneros moverse con mayor libertad. Esta, por otra parte, dependía no poco de los gobernadores y oficiales británicos que mandaban en la colonia. Desde 1813 hasta 1857 las sociedades misioneras —prescindiendo de la privile­giada posición de la iglesia oficial— fueron haciendo su entrada en el país: en 1805 la London Missionary Society; en 1813 los bautistas con el célebre Adoniram Judson; en 1817 los metodistas; en 1829 los presbiterianos escoceses; algo más tarde los luteranos y varias sociedades misioneras alemanas. A mediados del siglo, habían logrado reunir unos 100.000 adeptos, casi todos de castas bajas. Su campo más activo y fecundo había estado en el Sur.

El motín de Meeruk y las matanzas de Cawnpore (1857) en las que perdieron su vida varios misioneros protestantes, señalaron una nueva era para su obra de evangelización. Inglaterra tomó las riendas inmediatas de toda la península indostánica. Se quiso imponer a sus habitantes una nueva cultura e introducir los adelantos de la civilización occidental. Uno de sus elementos tenía que ser el cristianismo a cuya expansión había de darse libertad y protección. La reina Isabel se mostraba claramente favorable a servirse de la obra misionera para estos fines. Las iglesias, como es natural, se entregaron de lleno a secundarla. Las sociedades existentes quedaron reforzadas con nuevo personal y se abrió la puerta a la llegada de otras. La ofensiva, si es lícito expresarse de este modo, se hizo conjuntamente desde tres frentes. Un gran número de misioneros se dedicó activamente a la conversión de sus habitantes. En la práctica, la cantera de reclutamiento continuo siendo la de las clases bajas, ya que las castas altas se negaban ni siquiera a entablar un primer contacto. Los trabajos se concentraron primero en el Sur, pero para moverse paulatinamente al Centro y a las regiones septentrionales. Esta labor de predicación directa quedó facilitada en gran parte por las muchas instituciones de caridad (hospitales, clínicas abundantes, etc.), que fueron levantando en todas partes. Ciertos aspectos de este amor al prójimo (y en concreto su trabajo entre los leprosos) fueron de indudable edificación y aun de eficacia para la conversión de otros. Muchas de las iglesias protestantes (la anglicana, presbiteriana, metodista y bautista) tomaron también a pechos —e invirtieron ingentes recursos— en el fomento de las obras de educación en todos sus aspectos, sobre todo el de segunda enseñanza y universitaria. Al principio, este sistema que no influía directamente en las conversiones, suscitó ardientes controversias entre los protestantes. Pero intervino en ellas Alexander Duff para convencerles de su urgente necesidad si se quería elevar el nivel de vida de sus propios neófitos y, sobre todo, romper los prejuicios que el hinduísmo dirigente abrigaba contra el cristianismo. El razonamiento les satisfizo y el protestantismo levantó en la India casi medio centenar de colegios universitarios y muchos más centros de enseñanza media —además de las 20.000 escuelas elementales esparcidas a lo ancho y largo del país. Para fines del siglo, el número de misioneros extranjeros pasaba de los 3.500 y la cifra de convertidos se acercaba a los 700.000.

China.— Fue indudablemente otro de los países que ejerció mayor atractivo sobre las iglesias protestantes. No era únicamente su inmensidad geográfica ni su cultura multisecular lo que intervenía. La importancia dada por San Francisco Javier a la conversión del imperio de la seda y los trabajos de los jesuitas de los siglos XVII y XVIII, les habían llamado mucho la atención y —como se ve por su correspondencia— los protestantes se sentían algo así como los herederos de aquella empresa misionera. Les correspondía a ellos, «hijos de la luz y portadores de los tesoros de la civilización cristiana», completar la obra que los católicos no habían podido llevar a término.

La misión de China comenzó en 1807 cuando Robert Morrison, de la London Missionary Society, desembarcó en Cantón y empezó su silenciosa labor de aprender la lengua y de traducir a ella las Sagradas Escrituras, obra colosal que estaba terminada para 1822. Ayudado por algunos compatriotas y unos pocos misioneros norteamericanos, el trabajo misionero propiamente dicho apenas pudo avanzar hasta que en 1842 la Guerra del Opio abrió a los extranjeros las puertas del imperio. Los cañonazos de los barcos de guerra ingleses, franceses y americanos que se abrían camino por el delta del río Azul o, en el Norte, por la desembocadura del río Amarillo, constituyeron la llamada para las misiones protestantes del mundo entero. Al principio, el contingente inglés (misiones anglicanas, presbiterianas, congregacionalistas y wesleyanas) superaba el de otras naciones. Pero, antes de fina­lizar el siglo, las ramas norteamericanas les habían tomado la delantera. En China se dieron cita todas las abigarradas formas del protestantismo internacional. Más aún, la misión había dado lugar a la fundación de una sociedad misionera sui generis, la China Inland Mission, que reclutaba predicadores entre todas las iglesias, les permitía conservar sus propias creencias —con tal de no herir en público a las demás— logrando así inspirar a sus miembros un proselitismo desconocido hasta entonces. Su fundador, Hudson Taylor, figura señera de misionero emprendedor, se convirtió pronto en símbolo de pionero y logró, al cabo de algún tiempo, hacer de su organización el grupo más potente de todo el protestantismo.

Las iglesias separadas tuvieron fuertes tropiezos en su avance primero durante la guerra de los Tai-Ping (1850-1862) y más tarde durante la rebelión de los Boxers (1900). Pero ninguno bastó para arredrarlas. Al contrario, la fundación de la república (1911) pareció ofrecerles la gran ocasión. Muchos de sus dirigentes habían estudiado en centros protestantes o profesaban públicamente (tal era el caso del Padre de la Patria, Sun Yat Sen) la religión reformada. La terminación de la primera guerra mundial fue testigo de la gran avalancha misionera protestante hacia China —con una cifra global que se acercaba a la de ocho mil misioneros. Eran los hombres que, siguiendo el slogan de John Mott, se proponían «ganar a China para Cristo en el término de una generación». Al cabo de algunos años, aquellas ilusiones se fueron esfumando y la ocupación japonesa del país (1938) señaló el comienzo de su gran retirada.

Más todavía que en la India, los protestantes ensayaron en China los más di­versos métodos de penetración. La predicación —suplementada por una ingente producción escrita— ocupó las energías de la mayoría de sus enviados. Pero no constituyó su principal ocupación ya que trataron de complementarla con sus múltiples obras benéficas y sociales. China vio surgir en la mayoría de sus ciudades de alguna importancia magníficos hospitales protestantes, escuelas de enfermeras, centros sociales, etc. Las periódicas inundaciones y sequías sufridas por el país les ofrecieron magníficas ocasiones de mostrar su generosidad. Las actividades educativas constituyeron otro de sus innegables triunfos. La educación femenina, las escuelas de magisterio, la introducción de los adelantos y de la técnica occiden­tal son indudablemente reformas debidas en gran parte a la perspicacia y al celo de sus misioneros. Hubo un tiempo en que sus dirigentes se gloriaban —y no sin fundamento— de que la clase culta de la nueva China era fruto del esfuerzo protestante. En materia de formación de clero nacional, sus seminarios fueron produciendo numerosos pastores, administradores y —en el caso de las iglesias de origen anglicano— obispos chinos.

Estadísticamente los resultados de la misión protestante en China no se podían comparar con los de la India. El número de adeptos fue siempre muy reducido y no siempre de óptima calidad. Aun después de la intervención de las sectas adventistas y pentecostales, los adeptos dignos de ese nombre no pasaron del medio millón. Estos, comparados con los casi cuatro millones de católicos agregados a la Iglesia durante el mismo período de tiempo y por misioneros que trabajaban en condiciones económicas mucho menos favorables, significaba que había alguna falla en sus sistemas de predicación. Los gastos de personal, el derroche de organiza­ciones económicas, educativas y sociales de todo género, prometía algo más. Pero, tampoco es este el lugar de examinar sus causas.

De los demás países del Asia Oriental bastarán unos pocos datos. En Ceilán trabajaron los bautistas, metodistas y anglicanos logrando, al cabo de más de un siglo de trabajo, la escasa cifra de 50.000 bautizados. Birmania fue, durante mucho tiempo, feudo de los misioneros bautistas quienes trabajaron principalmente entre las tribus de Karem entre los que tuvieron verdaderas conversiones en masa. Estos y otros grupos dispuestos a abrazar el cristianismo, dieron a sus iglesias esperanzas de que se estaba en vísperas de una evangelización de resultados maravillosos. Sin embargo, sus números se vieron diezmados y en 1938 su total no pasaba de los 200.000 —cifra que, sin embargo, ha vuelto a experimentar un nuevo incremento estos años—. Tanto en Siam como en Indochina sus éxitos fueron muy modestos. Malaya, a pesar de su condición de posesión inglesa, tuvo que contentarse con 50.000 protestantes. Indonesia (las antiguas Indias holandesas) estuvo a cargo de los protestantes holandeses o de quienes éstos quisiesen admitir. La penetración cristiana no fue la misma en todas partes: mayor en Java y Sumatra, lenta en Borneo, Nueva Guinea, etc. En su conjunto resultó ser el campo más fecundo del protestantismo en el Asia Oriental (1.577.477 adeptos en 1938) con la particularidad de que más de 50.000 de ellos procedían del islamismo. A su lado los católicos, en la misma fecha, no llegaban al medio millón. Por fin, el Japón fue objeto de cuidadosos esfuerzos por parte del protestantismo. Entre sus misioneros estaban representadas todas las grandes y pequeñas iglesias en un abi­garrado conjunto que contribuía no poco a oscurecer la verdadera naturaleza del mensaje de Cristo. No obstante las conversiones individuales conseguidas en ciertos ambientes de la clase media —circunstancia que ha ayudado no poco a su preeminencia después de la última guerra—, su número de adeptos (1938) apenas pasaba de los doscientos mil. Por confesión propia, el imperio japonés presenta un terreno difícil a la penetración del protestantismo En Corea, los presbiterianos obtuvieron resultados parecidos a los de los bautistas de Birmania. El número de sus adeptos creció de 8.288 en 1900 a casi 200.000 ocho años después. La anexión japonesa aminoró la velocidad, pero sin matar del todo la semilla. En 1938 se hablaba de la existencia de 249.000 protestantes en toda la península.

El continente africano, durante la época que estudiamos consumía una parte bastante limitada del esfuerzo misionero protestante. El motivo aducido era la imposibilidad de llegar con iguales refuerzos a todas partes. A ello había que añadir la seguridad con que los protestantes creían poder entrar en el momento que creyeran oportuno, en las colonias británicas —y en general europeas— del África, mientras que los seísmos político-culturales del Asia daban una especial urgencia a su evangelización. Notemos asimismo que la convicción casi unánime de políticos y economistas apuntaba al Asia, y no al África, como al gran continente del porvenir. Al protestantismo le convenía, por lo tanto, tener allí sus plazas fuertes y ejercer influjo religioso-cultural sobre las nuevas generaciones asiáticas.

Esto no quiere decir que descuidaran, ni mucho menos, las tierras del conti­nente negro. Ya desde los comienzos las iglesias británicas —empezando por la anglicana— entraron en las posesiones de la Corona, introduciéndose más tarde en las pertenecientes a Francia, Bélgica y Portugal. A partir de 1925, fecha de su primera catástrofe de China, el protestantismo norteamericano multiplicó allí sus esfuerzos. Desde fines de la última guerra, su gran «aventura misionera» se la reparten África e Iberoamérica.

Recorramos, brevísimamente, de Norte a Sur algunos de sus principales terri­torios. En el Africa Occidental, desde el Senegal y Gambia hasta los Camerunes sus actividades han sido de menos cuantía que en otras partes del continente. En el Senegal el trabajo ha estado confiado a los miembros de la misión evangélica de París. A Gambia llegaron en 1888 los wesleyanos que luego recibieron ayuda de la Sociedad para la Propagación del Evangelio (S. P. G.) pero sin grandes resultados. Para Sierra Leona la iglesia anglicana tuvo que buscar voluntarios entre los misioneros alemanes. Más tarde aparecieron los protestantes irlandeses, los wesleyanos y algunos grupos norteamericanos, sin hablar de los adventistas y pentecostales llegados a fines de siglo. Las ganancias de todos estos territorios eran en 1938 demasiado limitadas para excitar el entusiasmo del protestantismo: 41.627 adeptos, la mayoría anglicanos y metodistas. Liberia estuvo desde los comienzos encomendada principalmente a las iglesias norteamericanas (presbiteriana, metodista, episcopaliana) reforzadas luego por las sectas menores. Hay que admitir que —a pesar de haber tenido cuidado de enviar al territorio pastores negros americanos— las ganancias estadísticas no hablaban mucho en su favor, ya que en 1938 el número de protestantes practicantes no llegaba a los diez mil. Más fecunda resultó la labor misionera en las extensísimas regiones de las dos Costas (la de Oro y la de Marfil) así como en Nigeria. En ellas predominaron los misioneros británicos, ayudados por algunos escandinavos y varias iglesias norteamericanas, en concreto la de los bautistas del Sur. En la Togolandia trabajaron, mientras el territorio perteneció a Alemania, los luteranos alemanes. En Nigeria la obra protestante —sobre todo la de beneficencia y de educación— ha cobrado gran incremento contribuyendo en su medida a la elevación cultural de los convertidos. El panorama global de todos estos territorios era para Aberly, al comienzo de la segunda guerra mundial, el siguiente: la comunidad protestante era de 935.483 repartida en 4.690 núcleos y a cargo de 1.032 misioneros extranjeros y casi cinco mil auxiliares nacionales.

En las cinco grandes colonias británicas del Centro-Este africano (Nyasalandia, Tanganica, Kenya, Uganda y Rodesia del Norte) los trabajos misioneros se des­arrollaron con intensidad. Nyassaland ha estado, en buena parte, a cargo de la iglesia de Inglaterra —en su rama anglocatólica— y de la presbiteriana escocesa. Sus misioneros, a través del UniversitiesMission to Central Africa, implantaron una excelente red de centros educativos que son los que contribuyeron a elevar el nivel cultural de los doscientos mil convertidos del territorio. Kenya ha sido otra de las plazas fuertes del anglicanismo. Desde fines de siglo, tomaron también parte en su evangelización varias sociedades misioneras norteamericanas, entre otras la de los Friends y los adventistas. El número de protestantes del territorio llegó a los 130.170. En la antigua colonia alemana de Tanganica, los primeros operarios provenían de varias iglesias luteranas de aquel país. A su lado los anglicanos han regido una floreciente diócesis. La comunidad protestante alcanzó la cifra de 125.000 con un elevado porcentaje de 70.000 miembros practicantes. Uganda, al igual que para los católicos, constituyó para los anglicanos un fecundo campo de apostolado. Los nombres de Alexander Alackay y de los obispos Tucker y Hannington han pasado a la historia como roturadores en el trabajo misionero. Uganda tuvo —en 1938— algo más de trescientos mil protestantes. En cambio la Rodesia del Norte se mostró más reacia y, a pesar de los esfuerzos de wesleyanos, bautistas, anglicanos y adventistas, no dio a sus iglesias más de 60.000 adeptos.

Antes de pasar adelante, conviene dejar asentada la intensa labor misionera realizada por el protestantismo dentro de los territorios dependientes de potencias católicas. Sus informes anuales se han quejado con frecuencia de las «discriminaciones» y hasta de las «positivas rémoras» puestas a su labor por los gobiernos coloniales. Creemos sinceramente que las lamentaciones necesitan tomarse cuan grano salís. Legalmente los protestantes han tenido siempre las puertas abiertas. En lo que llevamos de siglo, los gobiernos franceses no han apelado a la discriminación religiosa en sus colonias. Bélgica se ha mostrado excesivamente liberal tal vez por creer que las misiones católicas no tenían nada que temer de la concurrencia. Portugal, que ha dado a sus misioneros cierto rango oficial, ha podido sustraer a los protestantes las asignaciones monetarias dadas a los católicos. Pero el lector admitirá que las grandes sociedades norteamericanas y británicas han logrado cubrir con satisfacción los huecos. Por lo demás, los protestantes se han movido sin dificultad en todos esos territorios y, a veces, con resultados que superan a los de sus misiones orientales. Entre los territorios franceses, en el Camerún tenían en 1938 casi 150.000 adeptos; en el Africa Ecuatorial Francesa —donde trabaja el conocido Dr. Schweitzer— unos 50.000 y en Madagascar medio millón con una estupenda organización de escuelas elementales y medias. El Congo belga ha constituido desde los principios otro de sus puntos de atracción. En la fecha indicada sus misioneros pasaban del millar y los pastores ordenados congo­leses eran 336 —ayudados por 8.015 auxiliares congoleses—. En sus 8.000 escuelas recibían instrucción 300.000 alumnos y el conjunto de sus neófitos era de quinientos mil. En las colonias portuguesas, las dificultades debieron terminar al proclamarse la república en 1910. En Angola llegaron a tener 53.500 neófitos y en África oriental portuguesa 42.025, cifras que si comparadas con las de los católicos resultaban muy inferiores, eran signo evidente del intenso proselitismo realizado en el corto espacio de 25 años.

Al Africa del Sur se le considera poco más o menos como posesión de las igle­sias protestantes. Lo es en el sentido de que es el grupo religioso no indígena más importante. No en cuanto que el catolicismo no haya echado hondas raíces. Su misma distribución es muy desigual. El Sudeste africano y el protectorado de Bechuanalandia se conservan, en su inmensa mayoría, paganos. En la misma Rodesia del Sur el avance protestante (110.684) adeptos, está lejos de ser una excepción. En cambio, las grandes urbes de la Unión sudafricana, del Orange y aun del Transvaal contienen una población protestante muy superior: 1.601.517 en 1938. El grupo mejor organizado, política y económicamente más potente y religiosamente más fanático es el de la iglesia reformada de Holanda. Sin embargo, fenómeno curioso, sus conquistas entre la población indígena han sido casi nulas. Al calvinismo sudafricano le ha faltado espíritu misionero y se ha tenido que con­tentar con preservar en la fe —a la medida de lo posible— a los emigrantes llegados de la Europa y a sus descendientes. Por eso, la iglesia anglicana le ha cogido la delantera. Sus numerosas diócesis, su magnífica red de centros de beneficencia y de educación, así como la devoción de muchos de sus misioneros le han granjeado un puesto de honor en el territorio. El anglicanismo ha sabido también entrenar un elevado número de pastores africanos y aun ha consagrado algún obispo. Sudáfrica ha visto llegar a numerosas iglesias y sectas norteamericanas y de la Europa continental. Según Aberly, la comunidad protestante del África del Sur era, al comienzo de la segunda guerra mundial, de 1.828.760 adeptos de los que 835.465 aparecían como practicantes. Sus misioneros llegaban a 2.553 y los pastores nativos ordenados a 2.609. En sus 4.674 escuelas elementales se educaban 423.227 niños y en sus 76 colegios de segunda enseñanza había casi cuatro mil alumnos.

 

Resultados.—¿Qué es lo que este nuevo avance misionero del siglo XIX y del actual significa en la geografía del protestantismo? Fuera del caso de Australia y Nueva Zelanda (y en el primero de los países la minoría católica es muy fuerte y numerosa), no se trata de territorios enteros ganados a la Reforma, sino de núcleos mayores o menores perdidos en la densa masa pagana que les rodea. Por otra parte, la obra misionera ha universalizado al protestantismo llevando sus concepciones a los puntos más apartados de la tierra. En muchas regiones el paso ha sido directo de las sombras del paganismo a alguna de las variedades religiosas que reciben el nombre de protestantes. Sirviéndose de los grandes recursos económicos de que disponían y de la visión organizadora de sus obras (sobre todo de las educativas hasta en su escala universitaria) los misioneros protestantes han sabido difundir la mentalidad de la Reforma en muchos de los dirigentes políticos e intelectuales de las jóvenes naciones del Asia y del África. Bajo el aspecto doctrinal, las divisiones internas, las contradicciones dogmáticas y las frecuentes luchas con que mutuamente se laceran, han contribuido desastrosamente a la presentación de un Cristo dividido y de una Iglesia que, al no ser una, va contra la expresa voluntad de su Fundador. Muchos parecen arrepentidos de este pecado y tienden a unificar su acción. Pero, el daño está hecho y afecta no sólo al protestantismo sino aun a la misma Iglesia católica, ya que los paganos no saben hacer una dis­tinción neta entre ambas.

Estadísticamente las misiones han contribuido de modo patente al crecimiento de las iglesias de la Reforma. En 1792 no existían apenas misioneros protestantes; para 1900 su número había ascendido a 18.164 y para 1952 a 29.188. Si durante el tercer decenio su crecimiento sufrió un breve eclipse, fue para volver a aumentar notablemente después de la segunda guerra mundial. En cambio, el reclutamiento de auxiliares nacionales seguiría su ininterrumpida marcha ascensional: de 2.800 a principios del presente a 10.134 en 1925 y a 17.789 (siempre se trata de pastores ordenados) en 1938. Algo parecido ha ocurrido con sus adeptos que no llegaban al medio millón en 1850 y pasaron a los 3.613.391 en 1903 y a 10.968.186 en la última de las fechas indicadas. Evidentemente la puesta en marcha de la gigantesca obra ha requerido la multiplicación de instituciones de formación: desde escuelas, colegios y universidades hasta casas editoras, obras diversas de benefi­cencia y acción social, escuelas bíblicas, seminarios, etc. No hay duda tampoco que las misiones han sido una fuerte inyección de vida y de juventud para iglesias que se estaban anquilosando o perdían sus energías en vanas disputas teológicas. La nueva dimensión misionera ha servido para que las iglesias de la Reforma se convenzan de que su mensaje vuelve a ser de viviente actualidad y de que el mundo «necesita escucharlo» si es que piensa sobrevivir. ¿Será todo ello mera ilusión? Porque, indudablemente, las misiones protestantes han mostrado también al mundo pagano algunas de las más profundas llagas de las iglesias separadas, llagas que ahora tratan de restañar por medio de la unificación, aunque sea artificial, de sus fuerzas.

La cuarta y última expansión protestante toma dos direcciones distintas pero que, de hecho, resultan complementarias. Por una parte se intensifica su labor misional en países paganos. Es verdad que en una buena parte del Asia los hombres y los tiempos ponen cortapisas a sus movimientos. A excepción del Japón —sometido por el tratado de paz de 1945 a la tutela norteamericana— las nuevas naciones asiáticas se muestran decididamente frías hacia los misioneros protestantes a quienes identifican con «la política colonialista» de las potencias occidentales. La sustitución de misioneros extranjeros por otros nacionales no está resultando en muchos de los casos todo lo eficaz que se preveía. En cambio, el continente africano les continúa abriendo las puertas tanto en las regiones que hasta ahora han dependido de Inglaterra como en las que han estado sometidas a naciones católicas. El resultado no se ha dejado esperar: los misioneros protestantes se han volcado sobre el África en un esfuerzo casi desesperado de evitar que los jóvenes estados africanos repitan, con escasas variantes, la lección aprendida de sus hermanos del Asia.

La dirección y el financiamiento de las obras misioneras queda en gran parte en manos de norteamericanos y canadienses que, según Pierce Beaver, del Missionary Research Library de Nueva York, controlan ya más del 80 por 100 del perso­nal misionero y envían anualmente (se trata solamente de cifras oficiales fragmenta­rias) nada menos de 130 millones de dólares a aquellos territorios. Los misioneros americano-canadienses han ascendido de 11.151 que eran en 1936 a los 23.432 que son en 1956. «Hoy, escribe Frank Price, los misioneros norteamericanos y canadienses exceden por sí solos la fuerza total del protestantismo misionero de hace 45 años». El 29 por 100 del personal trabaja en el África, el 27 por 100 (según confesión propia) en Iberoamérica y un 15 por 100 escaso y muy desigualmente repartido en diversos puntos del Asia. Seis de diez personas lle­gadas a países de misión son mujeres, con todo el proselitismo femenil que re­presenta su presencia. No obstante las dificultades de entrada para misioneros extranjeros, la India es el país individual que tiene mayor número de ellos. Vienen luego el Japón y en tercer lugar el Congo belga. Por iglesias el primer puesto corresponde a la metodista, seguida muy de cerca por la adventista, la presbiteriana, la bautista, etc. Todos los autores anotan el contingente cada día mayor provisto por las iglesias de tipo fundamentalista, entre las que hay que destacar por razón de su proselitismo pegajoso a las sectas pentecostales. No deja de ser curioso que, según Bingle-Grubb, estas facciones conservadoras del protestantismo norteamericano provean ya el 41,7 por 100 del personal enviado a sus misiones. Ha habido paralelamente un notable crecimiento de clero nacional, aunque la diversa computación de las iglesias haga imposible el conocimiento exacto de sus totales. Idéntica es nuestra dificultad en materia de cómputos de protestantes ganados en sus misiones. Las cifras deben de andar entre los veinte y veinticinco millones.


En los países católicos.—Por otra parte, el protestantismo contemporáneo está haciendo un gran esfuerzo por infiltrarse en los países tradicionalmente católicos. Era una pretensión que parecía abandonada desde que se estableció de modo permanente en la Europa del siglo XVI y en algunas regiones americanas, por ejemplo en el Canadá. Parece también que las urgentes necesidades domesticas en naciones nominalmente protestantes deberían bastar para emplear fructuosamente sus actividades. Basta echar una mirada a los Estados Unidos, a las Islas Británicas, a los países escandinavos, a Suiza, Finlandia o la misma Alemania, para persuadirse del indiferentismo religioso que se ha apoderado de sus masas. En buena lógica, las iglesias separadas debieran acudir a predicarles la Buena Nueva y a atraerlas a la religión de sus mayores. Este abandono práctico de sus propias ovejas para ir a lejanas tierras a arrebatar las ajenas, resulta muy enigmático a primera vista.

Aun prescindiendo de motivos políticos-culturales, al historiador le toca buscar las causas de tal desviación. Los autores protestantes apenas se atreven a insinuarlas. Uno puede leer volúmenes enteros consagrados a la materia de sus infiltraciones en países católicos, sin encontrar nunca las verdaderas razones de tan extraña conducta. Evidentemente acusaciones como la del «paganismo» de las «idolatrías», de la «frialdad religiosa» de muchas gentes que viven en naciones católicas, etc., no son más que subterfugios, porque ellos —los misioneros protestantes— saben muy bien que esos casos son mucho más comunes en sus países de origen y que, por consiguiente, la verdadera obra de evangelización debiera empezar por casa. Es evidente que los propios Estados Unidos, con sus 70 millones de personas que no tienen conexión con ninguna iglesia (unchurched people) ofrecen campo más que amplio para una acción misionera bien organizada, sin tener que pensar en atravesar las fronteras del río Bravo y meterse en Sudamérica. Sobre todo en la hipótesis protestante de que las iglesias, al fin y al cabo, son instituciones humanas y sirven todas ellas para obtener la felicidad al hombre que se enrola en una de ellas. ¿Cómo se explica pues, el furor actual de meterse a convertir a las naciones católicas?

Una de las razones hay que buscarla en el seno mismo del protestantismo. El trabajo de sus iglesias entre esas masas de protestantes nominales de sus propias patrias resulta duro y estéril. Se trata de gentes que han abandonado la práctica del protestantismo porque este tiene nada o poco que les pueda satisfacer. Su retorno a la fe significaría un verdadero milagro en el que no es fácil esperar. Con frecuencia el pastor goza de muy escaso prestigio entre sus propios compatriotas. Ni es posible muchas veces entusiasmar a las gentes para que contribuyan económicamente a empresas y proyectos que tienen por objeto el apostolado entre los de su misma religión. Tales inconvenientes desaparecen cuando se trata de enviar misioneros a la conversión de gentes que viven en países alejados. Los enviados cobran un halo de heroísmo, sobre todo si «el infiel» a quien tienen que convertir pertenece a la Iglesia Romana. Sus informes y su correspondencia epistolar excitan la compasión de sus connacionales como no lo harían por cualquier otra causa religiosa. Hay también otra palabra mágica capaz de multiplicar las generosidades de los anglosajones: la palabra «persecución» —especialmente cuando es debida a «sacerdotes fanáticos» o a «grupos católicos enfurecidos»—. Por eso, al revés de lo que sucede cuando en la India o en China sufren auténtica persecución y se callan por razones de prudencia, en países católicos se da a las noticias —más o menos auténticas— toda posible publicidad ya en revistas do­mésticas, ya sirviéndose de las grandes agencias de información. Después de todo, son puntos que se ganan ante la opinión y pueden convertirse en positivas ventajas económicas.

En este mismo sentido ha intervenido en favor suyo la historia. Los aconteci­mientos que han sucedido a la segunda guerra mundial han significado el ocaso de muchas de sus mejores misiones del Asia oriental. «China, escribe Beaver, ha sido durante mucho tiempo el campo misionero preferido de las iglesias norteamericanas tanto por lo que toca al envío de personal misionero como al de recursos económicos. La retirada de nuestros misioneros y la prohibición de subvenir económicamente a aquellas misiones, impuesta por el actual régimen chino, alteran completamente la situación. Hubo un tiempo en que el 33 por 100 de los misioneros norteamericanos y canadienses trabajaban en aquel país, mientras que hoy (1952) no hay sino 25 en las listas esperando la expulsión». A China va a seguir —aunque no con la expulsión forzada— la India. Y una vez que estos colosos adopten la política de la exclusión de extranjeros, el resto del Asia va a encontrar, a la larga, muy difícil no seguir parecido ejemplo. Y quiera el cielo que el contagio no afecte más tarde a más de un país del continente africano.

Las iglesias protestantes tampoco pueden vivir hoy sin misiones. Estas son la gran vena que vivifica su organismo. En medio de la desgana general de muchos de sus seguidores y ante la disgregación doctrinal que va extendiéndose por todas ellas, queda todavía un ideal que les hace «sentir» que son parte de la Iglesia de Cristo: su participación en la extensión del Evangelio en todo el mundo. El auténtico y sincero protestantismo se trasmite a través do esos miles de misioneros y misioneras que, abandonando patria y comodidades, se dedican a «sembrar el bien por todas partes», a ayudar en sus clínicas y hospitales a enfermos y desdichados, a levantar el nivel social de los pueblos y a hacer partícipes de los beneficios de la cultura angloamericana (a sus ojos producto auténtico del protestantismo) a las gentes con quienes entablan contacto. No olvidemos finalmente que los esfuerzos del misionero protestante por sacar a sus misionandos del «ma­rasmo e ignorancia en que los ha sumido el fanatismo religioso», entiéndese católico, ejerce verdadera obsesión entre los miembros de sus iglesias a quienes tienen sin cuidado los dogmas y aun la práctica personal de su religión. Acabamos de presenciar cómo un multimillonario norteamericano (a quien, por cierto, los católicos le han dado la mayoría de los votos para ser gobernador de estado) viene de entregar a las iglesias protestantes más de tres millones de dólares para la for­mación de misioneros protestantes que «conviertan» a Iberoamérica.

La segunda razón provocadora de esta irrupción protestante sobre países ca­tólicos hay que buscarla en nosotros mismos. Muchas de nuestras naciones católicas dan muestras de un gran cansancio espiritual y de un envejecimiento prematuro. Muchas de sus gentes reaccionan muy lentamente —si es que lo hacen en absoluto— a los remedios con que pretendemos curar sus males. No hablemos de «la Europa católica» corroída en gran parte por el agnosticismo y el marxismo ateo hasta en sus formas extremas. Fijémonos, más bien, en el bloque de pueblos latinoamericanos de honda religiosidad rayana con frecuencia en superstición. El abandono religioso en que sus buenas gentes se han visto obligados a vivir, los ha convertido en presa fácil de cualquier predicador que les ofrezca un alimento espiritual con que saciar el hambre de sus almas. El catolicismo iberoamericano ha sufrido, durante un largo siglo, los embates del laicismo, de la masonería y del anticlericalismo más exacerbado. Sin educación cristiana, con los seminarios y conventos cerrados o medio vacíos, y, sobre todo, sin el número de sacerdotes exigidos para una mera supervivencia Iberoamérica no ha podido resistir el primer choque de ese protestantismo bien pertrechado de dólares, ayudado por el prestigio y —a veces— por la ayuda descarada de ciertas gentes poderosas. Las responsabilidades vamos a repartirlas casi por igual: entre las iglesias protestantes que se han lanzado sobre una tierra religiosamente fecunda pero abandonada; entre los gobernantes, nominalmente católicos, de muchos de esos países que o no han impedido o positivamente han coadyuvado a la llegada del protestantismo; y entre los mismos católicos que, durante demasiado tiempo, hemos preferido desoír la existencia del peligro o lo hemos despreciado como inoperante entre pueblos donde todo el mundo pertenece a la Iglesia.

Las infiltraciones protestantes en países tradicionalmente católicos abarcan un área muy extensa. En profundidad sus avances europeos han sido muy escasos. Los católicos del Viejo Continente no están para dar la entusiástica bienvenida a la Reforma. Si hubieran querido satisfacer sus anhelos religiosos, les bastaba acudir a sus sacerdotes y a sus santuarios. Si los han abandonado, ha sido porque ya no creen en nada. Su verdadero cáncer lo constituye la indiferencia religiosa. Por eso prefieren enrolarse en el liberalismo, en el socialismo y en el comunismo o militar en algunas de las muchas organizaciones anticlericales existentes. De ahí que la penetración protestante en países como Francia o Bélgica sea muy escasa. En ellos la distinción es neta y radical: o se es católico de veras, o se abandona toda religión. El protestantismo ha penetrado algo más en Italia —sobre todo en las regiones meridionales— porque siendo sus habitantes hondamente religiosos y estando menos atendidos por el clero, el mensaje de la Reforma (principalmente cuando llega envuelto en generosidades económicas y sociales) puede cundir con mayor facilidad en sectores que, por desgracia, viven en lamentable ignorancia religiosa. El progreso alcanzado en los últimos veinticinco años por sectas de poco empuje y de escasa organización hace abrigar serios temores si un día el protestantismo se lanzara en bloque a la conquista de la península italiana. El caso tiene ciertos parecidos en Portugal —aunque de hecho el número de sus seguidores sea allí escaso.

Las hipótesis acerca de España tienen que ser, por la fuerza, muy diversas se­gún el ángulo desde donde se las considera. Los 20.000 protestantes nominales (de ellos casi la mitad extranjeros) que viven en su territorio, no ofrecen base suficiente para conclusiones de orden general. Unos atribuyen la exigüidad de los efectivos protestantes a las cortapisas sin cuento halladas para sus actividades por los misioneros a causa de la legislación. A esto responden otros que una buena parte de sus adeptos actuales lo han hecho por razones económicas o por despecho político, acudiendo para confirmarlo a las escasas ganancias obtenidas cuando, en tiempos pasados, gozaban de plena libertad de movimientos. La controversia queda en pie. Según los protestantes, España ha ofrecido desde el siglo XVI el terreno mejor preparado para el protestantismo y llegará día en que, restituidas las «libertades», su pueblo abrace la Reforma. La réplica de quienes mejor conocen la idiosincrasia de la nación y, por otro lado, nada tienen de católicos prácticos es contundente y negativa.

Iberoamérica.—El campo preferido de esta infiltración protestante contem­poránea son, sin género de duda, las repúblicas iberoamericanas y las islas Filipinas; en otras palabras, las naciones evangelizadas y nutridas por España y Portugal. La importancia de sus intentos invasivos es innegable. Llega en un momento en que dichas naciones, por falta de clero y por la presencia de otros enemigos de la Iglesia, padecen una anemia religiosa honda y de no fácil curación. El asalto se lleva a cabo con una preparación minuciosa y con medios, técnicos y económicos, de casi irresistible eficacia humana. Un signo de modernidad y el prestigio mundial ascendiente del país de origen de los enviados, presiden su marcha. Hará falta todo el esfuerzo mancomunado del catolicismo internacional para detener un golpe que puede resultar fatal para aquellas extensas repúblicas.

¿Cuáles han sido las etapas del avance protestante en Iberoamérica? Su his­toria puede dividirse convenientemente en cuatro grandes períodos correspon­dientes a otras tantas fases de penetración. Hélos aquí en forma esquemática.

El primero es de tanteos y de iniciativas más o menos individuales. Se extiende desde los años de la Independencia (1810-20) hasta casi 1916, y significa un siglo de conatos por asentar pie en las diversas repúblicas. Los presbiterianos penetran en Chile en 1846; en Colombia en 1856; en el Norte del Brasil en 1869; durante los años siguientes en México, Argentina, Guatemala y Venezuela o, aprovechando las anexiones norteamericanas, en Cuba, Puerto Rico y Panamá, o en el extremo del Asia en las islas Filipinas. Los metodistas siguen un itinerario parecido: Argentina (1856), México (1871), Brasil (1886), Antillas (últimos años de siglo, Costa Rica y Panamá en vísperas de la primera guerra europea. Los bautistas se establecieron en el Brasil y en Argentina en 1881, para llegar a Chile, invitados por el presidente Balmaceda en 1888 y, siguiendo a las tropas estadounidenses, en la isla de Cuba y Puerto Rico. Tanto anglicanos como episcopalianos proceden con mayor lentitud, pero ocupan también puestos de importancia en varias de las repúblicas. A principios de siglo, aparecen en numerosos países (Argentina, Chile, Brasil, México, Cuba. Uruguay, etc.), los ardientes adventistas. Estos contingentes quedan reforzados por el arribo de sectas de menor abolengo, tales como los cuáqueros, los discípulos, etc., y por sociedades religiosas creadas específicamente para «misionar» Sudamérica, v. gr., la Inland South American Society, la Gospel Missionary Union, la Central American Mission, etc.

Con todo, sus avances son esporádicos. No hay todavía trabazón interna ni cuentan las sectas e iglesias con aquellos instrumentos vitales que más tarde constituirán en buena parte el secreto de su éxito: las obras de beneficencia, la educación y sus grandes organismos de propaganda escrita y radiada. Tampoco el pueblo sudamericano responde a su llamada; más bien los recibe con frialdad o con abierta oposición. De ahí que las relaciones protestantes contemporáneas lo acusen de retrógrado, ignorante y perseguidor. Numéricamente —y teniendo en cuenta que se trata de todo un siglo de conatos— sus ganancias son escasas: «En 1914, escribe su historiador K. S. Latourette, el resultado obtenido por el protestantismo en Iberoamérica no es impresionante. . Su total de adeptos apenas pasa de los cien mil, número muy inferior al logrado por los mismos misioneros en las Indias occidentales británicas o en las mismas Guayanas entre gentes de color».

El segundo periodo (1916-1938) puede calificarse de paréntesis aprovechado para unificar fuerzas, plantear programas y fijar los objetivos de un próximo colosal ataque. Rechazada en 1910 por el Congreso de Edimburgo la propuesta norteamericana de incluir a Iberoamérica entre sus países de misión (la oposición vino de luteranos y anglicanos), los misioneros de allende los mares deciden prescindir de lo que los europeos piensan sobre el particular y se lanzan, por su parte, a la lucha. En el Congreso Protestante de Panamá (1916) se afirma solemnemente aquella voluntad, se limitan las esferas de trabajo para diversas sociedades, se estudian los sectores más abandonados por los católicos y sus mejores posibilidades de penetración. A este siguen los Congresos de Montevideo (1925) y el de La Habana (1929). Es esta también la época en que se funda un organismo coordinador: el Committee on Cooperation in Latin America, la sombra negra de la infiltración protestante en aquellas repúblicas, bien respaldado económicamente y con sede en uno de los suntuosos edificios de la Quinta Avenida de Nueva York. En sus oficinas se redacta una revista La Nueva Democracia, dirigida por el apóstata franciscano Orts-González y la colaboración de grandes plumas liberales de Sudamérica; se proyectan los programas de proselitismo y se hace una buena parte del reclutamiento de candidatos para aquellas misiones. Durante este segundo período, el arribo y la consolidación de nuevas sectas y organizaciones misioneras se lleva a cabo con mayor rapidez. Tanto el Ejército de Salvación como las organizaciones juveniles (YMCA y YWCA) se afianzan en las grandes urbes americanas. Estas dan también cabida a las sectas de tipo pentecostal (Faith Missions) que con supuestas curaciones, dones de lenguas y de profecía, arrastran hacia sí a muchos incautos. Son estos los años en que el protestantismo prepara un sistemático plan para atraerse a las numerosas tribus indias del hemisferio. Para ello surgen la Presbyterian Cumberland Mission, la Peruvian Indian Mission, la Latin American Fellowship, la Mission to the Payu Indians, etc. Finalmente nos hallamos en los años en que el protestantismo levanta sus seminarios para formación del clero nacional y multiplica sus centros de educación, sobre todo sus colegios de se­gunda enseñanza.

En conjunto, las fuerzas misioneras protestantes se han revigorizado con la adición de casi un millar de pastores extranjeros, la mayoría norteamericanos. Sus dirigentes empiezan también a pensar en serio en la formación de un compacto cuerpo de auxiliares nacionales. Estadísticamente se ha dado un salto fenomenal: sus adeptos llegan a ser 1.600.000. Y lo que es peor, el avance se está llevando a cabo sin barullo propagandístico. Hasta el punto de que los primeros incrédulos sean los mismos católicos que han ido rechazando como fantasmagóricos los gritos de alarma lanzados por algunos acerca del mal cariz que va cobrando toda la situación.

El tercer período (1938-1945) podría llamarse el de la irrupción sistemática y masiva del protestantismo sobre Sudamérica. Restringiendo nuestras considera­ciones a factores religiosos y misioneros, la intensificación tiene por causa inmediata el descalabro de sus empresas misioneras en el Extremo Oriente de donde tienen que retirarse, a veces por la expulsión forzada de comunistas y nacionalistas, a veces por las pocas seguridades personales que a su acción ofrecen aquellos territorios. En tal cruce de caminos, las iglesias separadas han de tomar alguna importante resolución si quieren salir del impasse en que se van a ver envueltas. Su mirada se fija entonces en Sudamérica. La unidad lingüística y cultural, la ausencia de incomodidades propias de otros territorios; la cercanía de los Estados Unidos y la seguridad de protección por parte de sus autoridades consulares y diplomáticas; la honda profundidad religiosa (unida a la escasez de sacerdotes) de las masas sudamericanas... todo esto constituye el gran incentivo para su selección. Los dirigentes del movimiento misionero están acordes sobre la oportunidad. No hay más que un óbice: Sudamérica es ya, desde hace muchos siglos, católica y poseedora de un cristianismo mucho más completo que el que ellos pueden llevar. Pero la dificultad estaba prevista y algunos de sus dirigentes se habían tomado el trabajo de resolverla. Una propaganda sistemática (de libros, revistas, conferencias y medios difusivos de todo género) se había encargado de difundir durante años enteros la tesis de que Sudamérica es un continente infec­cionado por el ritualismo y las supersticiones romanas y necesitado de la predicación del Evangelio. Los asistentes al Congreso misionero de Madrás (octubre de 1938) se felicitan del hallazgo que les abre las puertas de los países situados al Sur del Río Bravo y, olvidando las mutuas rencillas que los dividen, determinan aunar sus esfuerzos para aquella empresa común. Tres de los más destacados miembros de aquel Congreso: John Mott, William Patón y L. A. Warnhuis, nos aseguran que: «Madrás abrió por primera vez los ojos a muchísimos protestantes que hasta entonces apenas conocían la América Latina sino como mera entidad geográfica». No nos equivocamos, pues, al designar aquel mes y aquel año como las fechas críticas en que Sudamérica queda elevada para los protestantes a su primer campo de misión.

Una vez dada la orden de marcha, vienen los preparativos ejecutados con la perfección y el detalle en que son maestros los norteamericanos. Las hostilidades de la segunda guerra mundial, la propaganda en favor del acercamiento de los dos hemisferios y de la política de la Buena Vecindad y hasta la aparente despreocupación con que los católicos norteamericanos contemplan la nueva fase de infiltración protestante, les sirven magníficamente para alcanzar sus efectivos. Gran parte del personal misionero que estaba destinado al Extremo Oriente se dirige hacia las tierras del Sur. Van apareciendo también nuevas sectas y sociedades misioneras. La ayuda económica creciente hace posible el desarrollo de sus instituciones y la fundación de otras nuevas. La propaganda escrita cobra proporciones que nunca había alcanzado. Se intensifica igualmente su propaganda radial y la Voz de los Andes (Quito) se convierte en poderoso instrumento religioso y político a la vez que encuentra simpatías en la mayoría de los gobiernos. Lo importante es que, en el momento del cese de hostilidades, el protestantismo tenga en Sudamérica sólidas bases de apoyo de las que sea muy difícil desbancarlo. El observador imparcial tiene que admitir que las tiene y que su «aventura» sudamericana ha terminado, al menos en parte, en triunfo. Una de sus iglesias más potentes, la presbiteriana, reconocía en 1945 lo mucho que habían ganado —más que en números, en prestigio y en la estabilidad dada a sus empresas— durante los años de la segunda guerra mundial. Y atribuía en gran parte aquellas ganancias a dos factores: al cierre de sus campos misioneros del Asia oriental y a lo bien que habían sabido aprovecharse de la solidaridad creciente de ambos hemisferios, tarea para la cual habían hallado apoyo incondicional en muchos de sus repre­sentantes consulares y diplomáticos.

El cuarto periodo corre desde 1945 hasta nuestros días. La velocidad adquirida en los años anteriores no decrece en ningún sector. En general, los gobiernos sudamericanos no parecen preocuparse gran cosa por la penetración de religiones que —entre otras muchas cosas— sirven para sembrar la desunión entre sus propios ciudadanos. Se muestran asimismo remisos en frenar aquellas actividades proselitistas que suscitan conflictos entre los católicos de la nación y los advenedizos pastores o sus seguidores. Los protestantes lo saben bien y se aprovechan —acudiendo a las autoridades diplomáticas de Norteamérica— para crear escándalos internacionales, secundados por una buena parte de su prensa y de sus agencias de noticias. Defendidos por esta cortina de humo —llamada en su vocabulario «persecución protestante en la América Latina»— las iglesias y sociedades se aprestan para multiplicar sus efectivos y ocupar nuevos puestos a todo lo largo y ancho del hemisferio. El número de misioneros extranjeros asciende de 1.707 en 1916 a unos 8.000 o más en la fecha actual. Las cifras de auxiliares nacionales han crecido de 2.176 hasta 14.299 entre ambas fechas. Careemos de estadísticas fidedignas sobre el crecimiento experimentado por sus obras de educación, sobre todo sus colegios de segunda enseñanza, por sus centros de formación de clero sudamericano (escuelas bíblicas, seminarios), por sus obras de beneficencia, etc. Pero el volumen es hoy día muy superior al de hace veinticinco años. La «ocupación territorial» se extiende a todas las repúblicas y aun a lugares muy apartados de las mismas con un aumento de «lugares de culto» (capillas, iglesias, salas religiosas) que va de 2.675 hasta 25.891. A estos esfuerzos corresponde el desarrollo de la «comunidad evangélica» del hemisferio que pasa de los 169.839 atribuidos en 1916 a los 4.594.415 asignados en 1957.

¿Se verán estos asaltos coronados por el éxito? Los impulsores y organizado­res de las campañas proselitistas no parecen dudarlo: «Hace setenta años, escribe Rembao, no había, por decirlo así, protestantes nativos en el mundo hispánico. Hoy se pueden contar por cientos de miles y en Brasil por millones. Esto nos obliga también a revisar ciertos conceptos sobre Iberoamérica, por ejemplo aquel que cataloga a todos sus pueblos como exclusivamente católicos. No es así y apelo a un hecho contemporáneo y real: hay una Iberoamérica que es protestante. Y el protestantismo es allí tan activo, tan visible, tan militante, que el escéptico y el aficionado a estadísticas, no tienen sino pararse y contar el número de adeptos... Tomando las cosas en su conjunto, podemos afirmar que el protestantismo ha crecido en Iberoamérica más rápidamente que en ningún otro campo de misión. Mientras que en el resto del mundo, las «nuevas iglesias» han crecido al ritmo de una a seis, en nuestro continente el crecimiento ha sido de uno a diez. Estas comunidades, aunque todavía pequeñas, están entrando en la tercera generación... Nuestros adeptos tampoco llevan ya sobre sí el estigma de renegados que antes los distinguía del resto del mundo».

Desde el mero punto de vista estadístico, los cinco amplios millones de adeptos con que cuentan en la actualidad, no significan demasiado dentro de las masas católicas de aquellas repúblicas. Y significarían menos todavía en el caso, por desgracia irreal, de que estas vivieran en su plenitud la vida religiosa que nominalmente profesan. Por otro lado, hay señales claras de que el protestantismo, rechazado en el siglo XVI por las naciones latinas (y especialmente por la Península Ibérica) quiere tomarse el desquite intentando la conquista de territorios que entonces no pudo arrebatar a la Iglesia de Roma. «La revolución protestante, nos vuelve a decir Rembao, no fracasó en España en el siglo XVI; sencillamente se retrasó para emerger triunfalmente siglos después en las antiguas posesiones de la América hispana. Nunca, durante los cuatrocientos años de su historia, ha logrado el protestantismo alturas tales de pasión apostólica y de vitalidad ecuménica como actualmente en Iberoamérica. Desde los días de la Reforma en Europa y la llegada de los peregrinos a las costas de Nueva Inglaterra, no se había registrado el fenómeno de una simultánea y masiva penetración protestante en veinte repúblicas que hasta ahora se consideraban como feudo de la Iglesia de Roma».

La teoría puede tener mucho de fantástica. Tal vez tampoco nos refleja los planes del protestantismo como cuerpo, sino los deseos propagandísticos de algunos de sus dirigentes. En los cálculos se olvida también que quizás hayan pasado ya los días de la penetración fácil, de una cierta inconsciencia y despreocupación por parte de los católicos, etc. Los autores citados no toman en cuenta que, a la larga, la presencia masiva, proselitista, despreciadora de los valores religiosos y culturales de los países a donde se dirigen, etc., puede suscitar sospechas y reacciones impensadas por parte de la población y de la sana opinión pública. Las dolorosas experiencias sufridas en el Asia oriental constituyen avisos que no debieran ser echados en saco roto... De todos modos, para nosotros, los católicos, las infiltraciones y los logros conseguidos nos deben servir de saludable lección. Las habernos con un competidor bien organizado, con planes perfecta­mente sincronizados y con medios humanos abundantísimos. Es evidente tam­bién que no se puede jugar con el fuego cuando este amenaza convertirse en incendio y destruir el 35 por 100 del catolicismo mundial que hoy todavía habita las extensas planicies y las montañas de la América Latina.

 

Resumiendo, pues, lo dicho hasta ahora; de las ganancias territoriales y numéricas del protestantismo no cabe lugar a duda. En lugar de aquellos tres o cuatro puntos geográficos iniciales de la Reforma que se llamaron Wittemberg, Ginebra, Basilea y Westminster, las iglesias separadas ocupan hoy inmensas extensiones en Europa, en el Nuevo Mundo y en los llamados países de misión. En las naciones escandinavas (incluidas Islandia y Finlandia) la población es casi totalmente protestante, al menos de nombre. Hay mayorías protestantes en Alemania (62 por 100), Gran Bretaña (20 millones de protestantes y cuatro millones de católicos en una población global de 48 millones), Holanda (45 por 100 de protestantes y 38 por 100 de católicos), Suiza (dos millones y medio de protestantes para casi dos millones de católicos), Estonia y Letonia en proporciones que, debido a las circunstancias políticas, resulta difícil evaluar. En los Estados Unidos de América —aun excluyendo los 70 millones de ciudadanos que afirman no pertenecer a ninguna iglesia— los protestantes se adjudican unos 60 millones de adeptos, mientras que los católicos pasan sobradamente de la mitad de esa cifra. En el Canadá la proporción es de un 47 por 100 de protestantes por un 45 por 100 de católicos. De los nueve millones de Australia los protestantes y anglicanos se reparten casi el 75 por 100 de la población. Las estadísticas de Nueva Zelanda son todavía más favorables a los mismos. En tierras misionales el protestantismo, aunque siempre en forma de minoría respecto de la población total, ha llegado a todas partes del mundo. Sus concentraciones más densas se hallan en las antiguas (o actuales) colonias del imperio británico: en el África del Sur y del Centro, en la India y en algunas islas del Pacífico. Dígase algo parecido de todas las presentes o antiguas posesiones norteamericanas, y en concreto de las islas Filipinas. Sus infiltraciones en diversos países orientales, así como su avance por tierras iberoamericanas, completan su expansión.

Esta preeminencia del protestantismo norteamericano ha llegado a persuadir a algunos de sus dirigentes de que han recibido del cielo «una vocación providencial». La teoría que estuvo de moda a finales del siglo pasado, vuelve a despuntar en nuestros días. No todos suscribirán la tesis del pastor alsaciano F. Hoffet en su libro : L’Imperialistne Protestant (París, 1948, por creerlo demasiado apodíctico en la mayoría de sus capítulos. Pero son muchos los que en este punto adoptan un tono que no es precisamente el de una cristiana humildad. Desde que Wilfred Garrison publicó su: Protestant Manifesto, el protes­tantismo norteamericano tiene la obsesión de haber sido el escogido por Dios para ejercer sobre el resto del mundo ese mecenazgo espiritual. La pretensión ha dado lugar a no pocos roces entre los protestantes de otras naciones. Pero, la oposición está lejos de detener su marcha. Hasta su historiador oficial, K. S. Latourette, sucumbió hace unos años a ese canto de sirenas. Partiendo del dudoso principio de que la Europa occidental, sede principal del catolicismo, está en pleno declive, concluía a la todavía más peregrina afirmación de que «tanto la empresa misionera como el porvenir del cristianismo» quedaban en manos de los protestantes. Y, analizando la situación de éstos en diversas partes del mundo, llegaba a deducir que, entre todas las corrientes de las iglesias separadas, la única llamada a triunfar era la importada desde Norteamérica.

 

 

 

CAPITULO VI

VAIVENES DOCTRINALES