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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMOY DE LA IGLESIA |
PRUDENCIO DAMBORIENA
FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA
CAPÍTULO IIZWINGLIO, CALVINO Y
LA RELIGION REFORMADA
En la historia del protestantismo moderno, las
iglesias de tipo calvinista (el presbiterianismo, el congregacionalismo y los
grupos de reformados) ejercen —principalmente en el mundo norteamericano— una
influencia extraordinaria. Desde el aspecto numérico, el total de sus
seguidores se acerca al de las iglesias luteranas, y sus obras de misión,
filantrópicas y educativas, se extienden por todo el mundo. Cuando hoy día se
habla de influjo protestante en la moderna sociedad —excepto en el campo de la
teología especulativa— nos referimos principalmente al papel jugado por esas
iglesias. A su lado el predominio luterano, restringido en gran parte a
Alemania y a los países escandinavos, es solamente relativo.
Sin embargo, genéticamente la aparición y los primeros
pasos de las iglesias reformadas revisten una importancia mucho menor y ninguno
de sus iniciadores es de la estatura de un Lutero. Cronológicamente los
fundadores apenas se llevaban diferencia. Zwinglio era solamente unos
meses más joven que el reformador alemán, y el mismo Calvino pudo asistir en
Ratisbona y en Worms a algunas de las
reuniones en que se discutía sobre las nuevas doctrinas. Pero en aquellos
tiempos preñados de acontecimientos de portada mundial, no era la diferencia de
los años, sino los hechos revolucionarios lo que contaba. Y antes de que Zwinglio,
Calvino y los suyos se lanzaran a las reformas, el protestantismo en su fase
luterana era una realidad. La ruptura decisiva, profunda, estaba consumada. Los
calvinistas y demás reformados partirían de la negación luterana del primado
pontificio; de la adopción de la Biblia como regla única de creencia; de la
supresión del número tradicional de sacramentos; del valor único de la
salvación por la sola fe, etc., para construir sobre aquellas bases sus
teologías particulares. Serían, propiamente hablando, continuadores de una
revolución puesta ya en marcha o, si se quiere, perfeccionadores de un sistema que, en algunos importantes aspectos, dejaba bastante que desear.
Por esto mismo quizás, la Santa Sede tampoco lanzaría nuevas bulas de
excomunión contra ellos o contra sus doctrinas; quedaban incluidas en la Exurge Domine como en su germen, o
recibirían debida atención en algunas de las sesiones del Concilio de Trento.
Lo dicho no obsta para que dediquemos nuestra atención
a estos nuevos movimientos. Lo piden tanto la personalidad religiosa de
Calvino, como la importancia que las ramificaciones de las iglesias y sectas
derivadas de él están teniendo en las Américas, en ciertas naciones europeas y
en las mismas tierras de misión. Dedicaremos también un breve apartado a Zwinglio y
a su obra de reforma.
ZWINGLIO REFORMADOR
DE ZURICH
El historiador advierte en seguida la importancia de
la pequeña Suiza en los orígenes y en la gestación de diversos brotes de la
Reforma. El país no sólo era el refugio de los descontentos y el nido de muchos
conspiradores, sino también la tierra acogedora donde tenían cabida todos
aquellos que trataban de inaugurar una revolución religiosa, sobre todo si
era antirromana. Antes de la llegada de Calvino
a Ginebra, pululaban por allí Farel y otros
muchos propagadores del protestantismo. Los humanistas habían hecho de Suiza el
lugar ideal para componer sus obras y lanzarlas a los demás mercados de Europa.
La circunstancia se debía principalmente a la estructura política y
administrativa de la nación. Suiza —que según Machiavelli era
«el pueblo mejor armado y más libre del mundo»— formaba en el siglo XVI una
entidad diversa de las del continente. Constaba de una confederación de
pequeñas repúblicas y ciudades de tipo teutónico primitivo en las que el poder
ejecutivo estaba en manos del obispo, del cabildo o del magistrado local. Las
unidades —o cantones— en la práctica independientes entre sí, se untan en una
liga y tenían su bandera común con el mote: «Uno para todos y todos para Uno».
Aquella independencia mutua dio a cada uno de los trece cantones su fisonomía
peculiar, su lengua o al menos su dialecto propio. Unos recibían mayor
influencia del imperio alemán, otros de Francia o de Italia, y esto no
solamente en el campo cultural, sino también en el estrictamente religioso.
Dicha configuración contribuía también a que los partidarios de la religión
reformada hallaran fácil asilo en el país y que aquéllos que se asignaban como
meta la protestantización de una ciudad o
de un grupo de ellas —como sucedió tanto con Calvino como con Zwinglio— se
vieran libres de las dificultades encontradas en otras naciones de gobierno
central más fuerte, como en Francia y en el mismo imperio.
Eclesiásticamente el país constaba de ocho diócesis,
pero su distribución era muy desigual y algunas partes de la comarca dependían
de obispos residentes fuera del territorio nacional. El Vallais pertenecía a la diócesis de Sión aunque después de 1511 quedara agregado
directamente al Papa. Los Grisones pertenecían a Chur, provincia eclesiástica
de Mainz; los distritos italianos a Como,
patriarcado de Aquilea. En cambio, Basilea, provincia de Besançon, y Ginebra, provincia
de Vienne, tenían su obispo propio. El resto del territorio, situado a la
ribera izquierda del Aar, dependía de Lausana, y
la parte derecha a Constanza cuyo obispo, Hugo von Hohenlandemberg,
gobernaba sobre una gran parte de la confederación y tenía bajo su mando tanto
a Zurich como a Berna. Sin embargo, como
advierte Ranke, estas ciudades habían alcanzado
notable independencia de la diócesis y los asuntos eclesiásticos estaban en
buena parte en manos del cabildo. MERLE D’ AUBIGNÉ, en su libro History of the Reformation, Ginebra, 1848, traza un contraste entre la
Reforma en Alemania, hasta cierto punto monárquica y con un jefe supremo, y la
de Suiza en la que toman parte numerosos caudillos. «En la Reforma de Alemania,
escribe, hay un único escenario, llano y uniforme como el mismo país, mientras
que en Suiza el reformismo aparece seccionado como la tierra por sus
innumerables montañas. Cada valle, por decirlo así, tiene su reavivamiento
espiritual y cada pico alpino su luz especial bajada del cielo».
En este ambiente hemos de colocar a Ulrich Zwinglio (1484-1531)
uno de los cuatro grandes entre los reformadores del siglo XVI, aunque sus
maneras independientes lo constituyan más bien en la categoría de un auténtico
francotirador. Había nacido en la aldea de Wildhaus,
en el alto valle de Toggenburg, de una familia de
buena posición. Tras unos primeros estudios de latín con un tío suyo sacerdote,
el niño pasó por las escuelas de Basilea y Berna, en las que se dedicó con
ardor a las humanidades. En 1498 se trasladó a la universidad de Viena donde
trabó amistad con numerosos humanistas, entre ellos Joaquín von Wat (Vadeanus), ganado después a
la causa protestante, y Heinrich Loriti (Glareanus) que se distinguiría por sus enseñanzas en las
universidades de Basilea y de París. De vuelta a la patria, terminó sus cursos
de bachiller y de maestro en artes en 1506. No aparece clara la razón por la
que se decidió a recibir las órdenes sagradas y a hacerse sacerdote. Por una
parte se ve que, a lo largo de sus años de formación, el estudio y los deseos
de aprender —en el sentido liberal que entre los humanistas se daba a esta
expresión— ejercían gran atractivo sobre su alma. «El Señor —diría él mismo más
tarde— me hizo desde la juventud el privilegio de dedicarme a la lectura de las
cosas divinas y humanas». Por otra parte, sus biógrafos protestantes echan de
menos en su decisión algo de aquel shock cuasi físico que impulsó a Lutero al
convento de los agustinos de Erfurt. De ahí quieren deducir que aquel paso
estuvo dado por miras humanas y sin el menor atisbo de vocación. «Zwinglio —escribe
Lindsay— no sintió en su juventud los remordimientos del pecado ni tembló ante
la terrible mirada de Jesús. Si en una ocasión estuvo a punto de hacerse
dominico, fue para gozar de la música y no para hacer penitencia ni para
obtener el perdón de un airado Dios. Entró en la carrera eclesiástica por mera
rutina y por hábito profesional. Hasta mucho más tarde, vivió despreocupado de
la piedad. No puede, por lo tanto, parangonarse con Lutero, Calvino o cualquier
otro reformador para quienes el servicio divino era algo íntimamente sentido y
personal».
La explicación no resulta del todo convincente, pero
tampoco vamos a ponernos a examinarla. Zwinglio tomó a su cargo en
1506 la parroquia de Glarus —sólo tenía veintitrés años— y se puso a ejercitar
sus deberes sacerdotales. «Quiero ser sincero y fiel a mi Dios en cualquier
circunstancia de la vida en que me halle», había dicho mientras iba a tomar
posesión de su cargo pastoral. La estancia duró diez años y, de creer a su
propio testimonio, se había tratado de una época de gran paz para su alma y de
perfecto entendimiento con las gentes del lugar. El cuidado parroquial le
dejaba todavía tiempo para dedicarse a sus escritores humanistas preferidos.
Multiplicó la lectura de los autores antiguos: historiadores, poetas, geógrafos
y filósofos. Entabló relaciones con los humanistas de Paris, sobre todo
con Lefévre d'Etaples.
Al trasladarse Erasmo a Basilea (1514) hizo lo posible para ponerse en contacto
con él. Las cartas que le dirigió en 1514 y 1516 son modelo de amaneramiento y
muestra del temor reverencial que los literatos bisoños guardaban
hacia el «vir doctissímus».
El traspaso a su nuevo puesto de Einsiedeln, donde había conseguido un
beneficio, tampoco cambió externamente su modo de ser. La fama ya adquirida de
excelente predicador le ganaba las simpatías de muchas de las gentes. Llevado
además de un ardiente patriotismo, acompañó como capellán a los regimientos
suizos en algunas expediciones por Italia. De su vida interior no sabemos gran
cosa. Sus discípulos y apologistas refieren que, ya para entonces, Zwinglio fustigaba
los vicios de la época, pero sin hacer todavía referencia a los errores
papistas por miedo a que alguno de sus oyentes lo denunciase a las autoridades
Pero esto no indicaba que estuviera abocado a la herejía. En cambio, conocemos
las dificultades que tuvo cuando trató de pasar a regir una de las parroquias
de Zurich en 1518. «Se le acusaba —dice
Lindsay— de haber violado a la hija de uno de los ciudadanos de Einsiedeln.
Y, aunque su carta en propia defensa parece exonerarle de aquel caso
particular, el documento muestra sin lugar a dudas que su conducta moral dejaba
mucho que desear. Con todo, logró el nuevo destino y pasó a la ciudad imperial
donde se puso pronto en contacto con los círculos humanistas que allí
florecían.
Por lo que se refiere al paso de Zwinglio a
la religión reformada, se le plantean al historiador dos problemas de distinto
aspecto, aunque íntimamente ligados entre sí. Uno se relaciona con la fecha en
que tomó aquella resolución, y otro a los motivos que le impulsaron a ello. La
variedad de opiniones respecto del primero es entre los
autores sorprendente y se debe probablemente a la dificultad de
fijar ese concepto de paso a la herejía. Es indudable —-y lo veremos confirmado
enseguida— que ya desde 1516 (año de su traslado a Einsiedeln) Zwinglio participaba
de lleno de los prejuicios y de la sistemática oposición que ciertos humanistas
alemanes mostraban a muchas de las prácticas y de las doctrinas de la Iglesia
católica. En una carta escrita en 1519 manifestaba deseos de «rasgar el velo de
la torpeza de la prostituta cubierta de púrpura, a fin de que Israel pueda ver
la luz traída por Cristo a la tierra y envilecida por ella». En sus
conversaciones y hasta en algunos sermones —sobre todo en los pronunciados
durante el conflicto político entre Zurich y
Roma— se desfogaba con frases antipapales que
hoy nos suenan a blasfemas, pero que entonces —siglos antes de la proclamación
del dogma del primado pontificio— no parecían todavía heréticas. Las noticias
que en 1519 fue recibiendo del proceso de Lutero, le afectaron profundamente y
sirvieron tal vez para que rechazara los cincuenta ducados que le debía la
Curia romana. Sin embargo, solamente se trataba de las preparaciones para la
ruptura total. Doctrinalmente sus desviaciones —al menos
internas— no dejaban lugar a duda y sólo esperaban una oportunidad para
salir a la superficie. En abril de 1521, Zwinglio aceptó el título de
canónigo del Gran Munster que le daba derecho
a la ciudadanía de Zurich. Era probablemente la
última amarra que quedaba por romperse antes de su pública aparición como
enemigo abierto de la Iglesia de Roma.
Entre los motivos que empujaron a Zwinglio a
la apostasía, unos fueron de origen político o eclesiástico y otros estuvieron
relacionados con su vida personal. Como acabamos de indicar, el humanismo había
jugado en su formación un importante papel. Algunos de sus profesores de Viena
e incluso Erasmo, le habían estimulado al estudio de los autores de la clásica
antigüedad. Los viajes hechos a Italia, le pusieron en contacto con la escuela
platónica de Florencia. «De 1516 a 1519, Zwinglio fue el perfecto
discípulo de Erasmo quien modeló sus ideales, le inspiró el recurso continuo a
las fuentes y le hizo tomar en serio todos sus programas de reforma. Dada
además su naturaleza fogosa, el suizo trató de poner aquellos consejos en
práctica. A juzgar por sus temas de predicación, el fin primario que busca en
sus sermones es la corrección de los abusos». El mismo nos confiesa que,
después de haberse dedicado inútilmente a las cosas del mundo, a sus filosofías
y teologías, había venido a concluir que era preciso «dejarlo todo para aprender
el significado de la Palabra en la Palabra misma». La mayoría de tales estudios
(piénsese por ejemplo en el estudio intenso de la Biblia) y de tales aficiones
eran fructuosísimos y no tenían de suyo por
qué apartarlo del recto camino. Mucho dependía de la mención y del espíritu que
los animaban. Pero el humanismo, al fomentar las bellas formas, el culto del
arte y la vuelta a lo antiguo, había fomentado en sus seguidores la crítica
acerba contra la Iglesia, contra sus instituciones y doctrinas, pero sobre todo
contra sus autoridades jerárquicas. Bastaban después factores de orden más
personal para acarrear la ruina definitiva a las almas.
Estos no faltaron en el caso de Zwinglio. De
creer a sus biógrafos, las distintas regiones de Suiza estaban plagadas de
supersticiones romanas y la gente profesaba un culto ciego a los santos con
detrimento de la verdadera religión. Zurich tuvo
también por entonces su predicador de indulgencias —un franciscano llamado
Bernardino Sansón— a quien él y sus amigos se dedicaron a ridiculizar. Sin embargo,
como lo hicieron al modo erasmiano, fijándose más bien en el lado cómico de la
predicación del buen fraile, las campañas fueron de escaso éxito. Lindsay se
queja también de que el reformador suizo no fuera hasta el fondo de la cuestión
y dejara sin analizar los profundos aspectos doctrinales del error de las
indulgencias. La política entró también a complicar la situación y de manera
totalmente favorable a la Reforma. Zwinglio había dado desde un
principio muestras de oposición a Francia. Por eso, el concordato de Bolonia,
celebrado en 1516 entre Francisco I y León X, había constituido para él una
desilusión inculpando por ello al Papado. Estos sentimientos tomaron cariz peor
cuando en 1521 el Papa volvió a pedir a la ciudad una fuerza de varios miles de
soldados mercenarios, aunque con la promesa de que no serían empleados en ayuda
de Francia. El consejo ciudadano se negó a conceder, pero los mercenarios
partieron a formar parte del ejército pontificio. La expedición resultó
desastrosa, la mayoría de los soldados no volvió al país y las relaciones con
el Papado empezaron a empeorar. Para Zwinglio, que se había opuesto
siempre al reclutamiento de compatriotas para el extranjero, aquella derrota
constituyó la gran ocasión para intervenir. El 21 de mayo de aquel mismo año,
el Consejo prohibió —por recomendación suya— el sistema de reclutamiento,
aislando así a Zurich del resto de la
nación y dando al reformador la primera oportunidad para implantar sus
programas religiosos. «El decreto —comenta Lindsay— significó prácticamente la
ruptura entre Zurich y el Papado. Desde
aquel momento la implantación de la Reforma era cuestión de tiempo.
Entraba también en la cuenta, y de modo probablemente
muy directo, la crisis moral del mismo reformador. Cristiani ha
sido uno de los primeros en estudiar la importancia de aquellos deslices
de Zwinglio estando de cura en Einsideln.
Su cinismo al gloriarse de que había sido fiel en la observancia de tres
promesas: a saber, de no haber violado a ninguna virgen, de no haberse
apropiado la esposa de otro hombre y de no haber sacado del convento a ninguna
persona consagrada a Dios —o también de haber procedido con tal disimulo que «aún al
cometer aquellos pecados, ni siquiera sus más íntimos se percataban de nada»—
revelaban un alma muy poco delicada en el cumplimiento de deberes tan sagrados.
En cambio, se sentía gran predicador y en la colegiata del Gran Munster empezó a exponer —siguiendo el nuevo método—
los textos evangélicos. Y, una vez metido a reformar, las noticias llegadas de
Alemania le fueron señalando cómo tenía que proceder. Una de las primeras
medidas que le parecieron necesarias, fue la de obtener el matrimonio para los
sacerdotes. Consta que él mismo, a principios de 1522, se había unido en
matrimonio secreto con Ana Reinhard, viuda de
una rica familia de la ciudad. Unos meses más tarde, un grupo de sacerdotes
dirigió una petición, primero al obispo y luego al Consejo, pidiendo permiso
para casarse. Entre los signatarios estaba el mismo Zwinglio. Como escribe
irónicamente Kidd, no se trataba sino de
legalizar un estado de cosas existente: «muchos de los peticionarios estaban ya
casados y confesaban francamente que su propia vida pasada constituía un
argumento para que se les concediera la petición». ¿Tuvieron aquellas caídas —y
sobre todo aquella vida marital con su consiguiente infidelidad a las promesas
hechas— algo que ver con la defección de Zwinglio de la verdadera fe?
Es una pregunta que inútilmente hacemos a los autores protestantes, aunque
algunos de ellos admitan que aquella alianza marital secreta en un hombre que
se había dedicado a la Reforma, «quedaba siempre como un triste borrón en su
vida colocándolo en un nivel muy diferente al de Lutero y de Calvino». Dejemos
que el lector opine sobre el particular.
LAS REFORMAS
ZWINGLIANAS
La carrera reformadora de Zwinglio fue
breve, pero intensísima. Su campo experimental estuvo en Zurich, aunque en su mente los principios que allí se
ponían en práctica, estaban destinados al mundo entero. La meta propuesta era
«la emancipación de la ciudad del poder episcopal». Zwinglio quedaría
oficialmente en calidad de mero predicador que, apoyado por el Consejo, tenía
que proceder a la reforma según estas dos normas fundamentales:
a) eran las autoridades civiles y no el obispo quienes
detentaban el poder aun en materias espirituales;
y b) la Biblia,
y sola ella, había de trazar la pauta de la reorganización de toda la vida
ciudadana.
El programa empezó a aplicarse en 1522 por la
adopción de medidas que mostraron la seguridad con que se sentía el reformador.
En Cuaresma, un grupo de ciudadanos, azuzados por él, rompieron públicamente
las leyes del ayuno eclesiástico. El episodio dio lugar a discusiones y a
luchas callejeras entre los partidarios de la antigua y de la nueva
religión. Zwinglio los defendió ardientemente desde el púlpito
haciendo inútil la intervención del mismo obispo. Eran, decía el predicador,
prácticas no sancionadas por el Antiguo ni por el Nuevo Testamento. En julio
tuvo lugar el incidente ya mencionado de la petición matrimonial de los
sacerdotes. El Consejo de la ciudad vino en su ayuda y aprobó solemnemente ambas
medidas. Estos triunfos le animaron y pronto se enzarzó en discusiones
teológicas, una de ellas contra la intercesión de los santos. Hasta se atrevió,
«previo el permiso de las autoridades civiles» a meterse en conventos de
religiosos y religiosas a difundir sus teorías. El obispo escribió al Capítulo
catedralicio una fuerte reprimenda por los abusos que ocurrían en la ciudad. La
respuesta de Zwinglio —«en que daba muestras de gran impertinencia y
manejaba la ironía de la manera más insultante»— consistió en la publicación
del Apologéticas Archeteles (Primera
y Última Palabra de Apología). Enterado de ello Erasmo tuvo el valor de
reprenderlo severamente indicándole el enorme daño que con ello se hacía. Pero
su antiguo admirador no estaba ya para recibir consejos de nadie.
Entre los años 1523 a 1525 —Zwinglio que
prácticamente se consideraba desertor de la Iglesia— pudo dar un mayor impulso
a sus planes. El período comenzó con grandes discusiones públicas con los
teólogos más conocidos de la ciudad, incluso con el Vicario General del Obispo
de Constanza, Dr. Johannes Faber, y con la publicación de sus Sesenta y Siete
Artículos que contienen por primera vez la formulación de sus doctrinas
heterodoxas. Véanse algunos de sus artículos más típicos.
«Todos aquéllos que dicen que el Evangelio no es nada
si no lleva la aprobación de la Iglesia, se equivocan».
«La potestad que se arrogan a sí mismos el Papa y los
obispos, así como el fasto en que viven, no tienen fundamento en las Sagradas
Escrituras y en las doctrinas de Cristo».
«La confesión que se hace al sacerdote no debe
considerarse hecha para obtener la remisión de los pecados, sino únicamente por
razones de consulta».
«La Biblia no reconoce después de esta vida ningún
purgatorio».
«No existen más presbíteros o sacerdotes que aquéllos
que predican la palabra de Dios».
Mientras los sacerdotes se casaban públicamente, se
permitió a las monjas abandonar los conventos con el mismo fin. Nuestro
predicador se puso también a reformar la administración de los sacramentos,
adoptando primero el uso de la lengua nacional en su administración y
componiendo después una nueva fórmula sacramental «en la que se omitían
aquellas palabras que no estaban en la Biblia». Sus críticas del Canon de la
Misa y de muchas prácticas cristianas se hicieron cada vez más acerbas. En el
mes de octubre de 1523 se dio el mandato para la abolición de las imágenes y de
la Misa papista. Convencido por los anabaptistas, que hicieron por entonces su
aparición, prohibió el bautismo de los niños. Pero la admiración hacia los
nuevos herejes no fue duradera, ya que para mediados de 1526 se promulgaban
edictos de persecución y hasta la misma pena de muerte a quienes siguieran
aquellas diabólicas doctrinas. Viendo, además, que los católicos se estaban
cansando de tantas medidas injustas, Zwinglio decidió presentarles
abierta batalla. El miércoles de Ceniza de 1529 estalló una verdadera guerra
contra las imágenes y por la abolición total de la Misa. La operación —sobre
todo la primera— se llevó a cabo con furia tan satánica que el mismo Erasmo (tan
frío y cínico en materia del culto de los santos) se escandalizó, no tanto por
la cosa en sí como por las consecuencias que podían derivarse de tales bacanales
de una plebe totalmente fuera de control. «No quedan más estatuas en los
templos, en los vestíbulos ni en los pórticos ni en los monasterios. Se han
borrado las huellas de todo lo que adornaba las paredes; el fuego ha devorado
lo que podía y lo demás ha quedado hecho añicos. No se ha tomado en cuenta ni
el precio ni el arte de los objetos. Después se ha abrogado la Misa, que no
puede celebrarse ni en privado». Sin embargo, en la descripción no hay un asomo
de horror o de asco por aquellos excesos brutales de la plebe ni por la
gravedad de los sacrilegios. Todo está escrito con platónica frialdad y hasta
con estupor de que las imágenes maltratadas no hayan repetido contra sus
ofensores algunos de los castigos milagrosos de que tanto hablan las crónicas
piadosas.
Para esta fecha Zwinglio estaba seguro de
que su democracia religiosa podía valerse por sí misma. No es que el concepto
fuera idéntico al aplicado en otras materias. Su democracia consistía, ante
todo, en eliminar la autoridad episcopal y lo que llaman el predominio
clerical. A pesar de sus alabanzas a la libertad de los individuos y del contacto
directo del alma con Dios, el reformador se fiaba poco de sus seguidores y no
consentía siquiera que sus pastores tuvieran las riendas del poder. «No se debe
permitir —escribía— que en nombre de la Escritura, los pastores tengan
autoridad distinta de la autoridad civil ya que ello significaría la ruptura de
la unidad». En consecuencia, el mando de los asuntos eclesiásticos debía de
quedar concentrado en la autoridad secular. «Lo que toca al gobierno de la
Iglesia, lo dejamos en manos del Consejo de los Doscientos». Fue un punto en
que su política fue más rígida —al menos teóricamente— que la de Lutero, aun
sin llegar a la severidad de Calvino en Ginebra.
Asegurada de esta manera la seguridad de Zurich y su estabilidad, el reformador pudo dedicar su
atención a otras partes de Europa. Su nombre era ya conocido en los demás
círculos de la Reforma y aún existía cierto interés en entablar
contacto con aquel hombre audaz, de miras reformatorias, pero independientes,
que con sus doctrinas estaba suscitando frecuentes controversias entre los
partidarios de la nueva religión. Las señales de descontento que aparecían en
los cantones católicos, le empujaban también a unir sus fuerzas con otros
elementos reformados del continente. El primer paso en este sentido fue la formación
de la Liga Cívica Cristiana que comprendía a Basilea, Constanza, Biel, Mulhausen,
Schaffhausen, St. Gall y Estrasburgo.
Originariamente parecía tener como objeto la mutua defensa. Pero pronto amplió
sus horizontes para convertirse (al menos en la mente de sus organizadores) en
una Confederación europea en la que entrarían los príncipes protestantes de
Alemania, el rey cristianísimo y la república de Venecia. Sus intenciones no
eran precisamente de paz evangélica, ya que buscaba refrenar la autoridad
imperial y hasta dar el cetro al no muy edificante príncipe Felipe de Hesse. Es
verdad que todo quedó en planes. El coloquio de Madburgo (octubre
de 1529) probó que el entendimiento doctrinal entre Zwinglio y Lutero
era una quimera no sólo por los puntos de partida distintos, sino también
porque ambos se creían inspirados por Dios y empujados por su Espíritu. «Sois
de un espíritu muy distinto del nuestro», le dijo fríamente el alemán, mientras
se despedía sin darle siquiera la mano. La Liga se desmoronó y Zwinglio empezó
de nuevo a preocuparse por el sesgo que tomaban las cosas en su propio país,
donde los cantones católicos habían decidido acudir a las armas en defensa de
sus derechos religiosos. En las filas protestantes se alistó como siempre su
audaz reformador. Pero las tropas protestantes fueron vencidas y Zwinglio,
caído del caballo, recibió el tiro de gracia de un capitán de Unterwalden. Era el 11 de octubre de 1531. Lutero —que
nunca se mostraba compasivo con sus adversarios— atribuyó aquel fin «al castigo
merecido por su inconmensurable orgullo y por sus blasfemias contra la Cena del
Señor». Para sus seguidores incondicionales, fue un golpe mortal y Ecolampadio, entristecido por el acontecimiento, le siguió
a los pocos meses a la tumba. Uno de sus fieles discípulos, Bullinger, tomó su lugar como episcopus de Zurich, mientras que Myconio le
sucedía en la ciudad de Basilea. Pero eran remedios demasiados tardíos para la
gravedad del mal y el zwinglianismo se salvaría únicamente uniéndose con la
iglesia calvinista.
ZWINGLIO EN LA OBRA
DE LA REFORMA
Calvino, escribiendo a su amigo Farel, no dudaba en afirmar que Lutero superaba con mucho
a Zwinglio. La ventaja se refería no sólo a la amplitud y profundidad de
la obra reformatoria del primero, sino también a su producción teológica
general. Conservamos del reformador suizo dos Confesiones de Fe, una presentada
a Carlos V durante la Dieta de Augsburgo y otra —en parte póstuma— compuesta
entre los años 1528 y 1531. Su Exposición y Pruebas de las Sesenta y
Siete Tesis contienen los puntos preparados por él para la
disputa pública de 1523. Algunos tratados sobre la justicia divina y humana,
sobre la manera de predicar, así como un pequeño volumen (Anleitung)
de iniciación cristiana, completan su obra propiamente doctrinal, a la que es
necesario añadir una no muy abundante correspondencia epistolar. En toda esta producción no hay una sola obra que en la literatura de
la Reforma haya alcanzado categoría de clásica, aunque algunos quieran dar este
puesto al librito compuesto para el monarca francés.
En cuanto a dependencias ideológicas, los críticos
discuten acaloradamente hasta qué punto bebe el reformador suizo su inspiración
en las doctrinas luteranas. Se sabe que, a partir de 1518, Zwinglio conocía
las obras de Lutero y que siguió con especial interés sus vicisitudes después
de la disputa de Leipzig. Hay también evidentes semejanzas en el vocabulario
empleado por ambos. Las nociones de pecado, de arrepentimiento y de recurso a
Cristo —así como la misma idea de la fe fiducial—
parecen tomadas del ex-agustino. «Zwinglio —era la conclusión de Seeberg— empezó por la idea erasmiana que le condujo por la
mano al estudio de las Escrituras. Sin embargo, fueron las categorías
luteranas las que le guiaron en la interpretación. Por eso en el punto central
de su aprehensión de la verdad religiosa, Zwinglio depende de
Lutero». Hoy los especialistas en zwinglianismo no son tan apodícticos en sus
afirmaciones, y los estudios de O. Farner y
de W. Kohler tienden a disminuir bastante
las supuestas dependencias. Se fundan para ello, ante todo, en las
aseveraciones categóricas del mismo Zwinglio que siempre se negó a
admitir aquella subordinación. «No estoy preparado a llevar el nombre de
Lutero, porque he recibido poco de él. Lo que he leído en sus obras se contiene
ya en la Palabra de Dios». Parece que el análisis de muchos de los puntos de
mutuas desavenencias doctrinales, les conduce a la misma conclusión.
En cualquiera de las hipótesis, no podía tratarse de
una subordinación servil. No lo permitiría el carácter independiente de Zwinglio.
El mismo punto de partida era distinto: uno estaba embebido en principios
humanistas y en aprecio de las dotes humanas, mientras que para el otro la
naturaleza del hombre, emponzoñada aun antes de nacer, era incapaz de hacer
nada en esta vida. «La raíz de las diferencias entre ambos —escribe Loofs— hay que buscarla en el hecho de que la
interpretación escriturística de Lutero
venía condicionada por su experiencia vivida y personal, mientras que la
de Zwinglio dependía en gran manera de la formación clásica y
humanística que había recibido». Por eso es posible también hacer un catálogo
de doctrinas o de grandes puntos de vista teológicos en los que difieren entre
sí. Para nuestro propósito, bastará indicar algunos de los más importantes.
Las Sagradas Escrituras son también para Zwinglio fuente
única de revelación hasta el punto de que su iglesia será totalmente bíblica
sin que se permitan en ella prácticas que no estén positivamente sancionadas en
la palabra revelada de Dios. (Por esta razón negará la posibilidad del bautismo
de los niños. Sin embargo, tampoco caerá en el extremo de negar con los
luteranos que el hombre, privado de la Biblia vive en perpetua oscuridad aun
tratándose de conocimientos de orden natural. Sus antiguos ídolos —los
humanistas de la antigüedad griega y romana— poseían verdaderos conocimientos
religiosos, no debidos a sí mismos, sino a aquella «luz que Dios imprime en la
mente de todos los hombres». Los luteranos acusan a Zwinglio de no
tener una teología suficientemente cristocéntrica.
Quizás no les falte razón, ya que la educación humanista le había inclinado a
insistir en la soberanía de Dios con detrimento del Cristo divino-humano en la
obra de la redención. De ahí su odio a los ídolos —o a todo lo que se les
imaginaban como tales— y la prominencia dada a los atributos divinos de
libertad, independencia absoluta y distinción de sus criaturas. Este mismo
empeño le llevó a hacer una separación neta —a veces demasiado aguda— entre la
naturaleza divina y humana de Cristo, razón por la que se le han atribuido
tendencias nestorianas. En materias de elección divina para la salvación, Zwinglio se
aparta de la tradición reformada. «La elección divina —escribe— es la que salva
al hombre, aunque éste muera fuera de la iglesia oficial. Por lo tanto, no hay
duda de que muchos personajes del Antiguo Testamento o del mismo mundo pagano,
pudieron salvarse aun antes de la venida de Cristo. Era una tesis impuesta por
su humanismo que no le permitía condenar al fuego eterno a quienes, según los
cánones del clasicismo, habían sido modelos de perfección. Hércules, Teseo,
Sócrates, Arístides, Antígonas, Numa, Camilo, Catón, los Escipiones,
Cicerón y otros muchos quedaron colocados por él en las galerías celestiales
por la sencilla razón de que en vida habían obrado según los dictados de su
conciencia. La idea zwingliana del pecado dista infinitamente de la de los
demás reformadores y hasta del admitido por toda la tradición cristiana. El
identifica el pecado original con los defectos de Adán y no es más que una
enfermedad de nuestra malparada naturaleza. Por eso mismo, la fe fiducial tampoco tiene en su sistema el puesto central
que en la teología luterana. Es la confirmación de la elección que uno ha
recibido de Dios; de ningún modo el nervio del proceso salvífico del hombre. Se
ha insistido mucho en las profundas diferencias de ambos reformadores en
materias sacramentarias. Al católico, el supuesto abismo le parece menos
profundo quizás, porque el concepto sacramentario luterano dista tanto del suyo
propio. Las divergencias se refieren principalmente al papel menos importante
asignado por Zwinglio a la fe fiducial —que
en Lutero lo hace todo— y a la cuestión de la presencia eucarística, que para
el suizo es meramente simbólica y para Lutero posee cierta realidad.
«El Espíritu Santo mueve al hombre de manera que le
hace ver que las Escrituras contienen la verdad y de esa manera alcanzan
confianza en la gracia de Dios. Esto es la fe. De ese modo, la Biblia como
doctrina tiene para el hombre un significado distinto del que tiene para Lutero
cuya fe surge directamente de la experiencia de la actividad eficaz de Cristo
en nosotros»
La idea de Iglesia pasó por diversos estadios de
transformación. Al principio sus adversarios estaban en la Iglesia Católica. De
ahí su empeño en eliminar de su concepción cualquier idea de jerarquía. Cristo
solo es el fundamento de la Iglesia y todos sus discípulos («todos los
creyentes y maestros») reciben las llaves, es decir, la autoridad para predicar
el evangelio. Los prelados y las autoridades eclesiásticas no constituyen su
ser que está integrado «por la entera congregación de quienes están fundados y
edificados en una fe que es la de Cristo Jesús». Esta «comunión de los santos»,
compuesta de creyentes que no obedecen «a las ordenanzas mundanas», no es
visible, ya que sus miembros están esparcidos por todo el mundo. De ella pueden
tomar parte aun aquéllos que nunca estuvieron regenerados por las aguas del bautismo.
Esta iglesia —hasta cierto punto universal— nunca se equivoca ya que depende
únicamente de la Palabra de Dios y sigue solamente a los pastores que se la
predican. A ella se le pueden aplicar los atributos de unidad, de santidad,
etc., que los teólogos asignan a su Iglesia.
A esta primera concepción siguió otra suscitada
principalmente por sus controversias con los anabaptistas. Pollet la ha llamado Iglesia empírica zwingliana. Los
nuevos adversarios pretendían asimilar a las comunidades zwinglianas a sectas
perfeccionistas. Para evitarlo, el reformador hubo de elaborar otra noción de
Iglesia en la que hubiera cabida para todos: para los predestinados y para los
que, sin serlo, forman parte de la organización externa. Hay, por lo tanto,
una ecclesia sensibilis o visibilis que incluye a todos aquellos que por
medio de algún rito especial (sobre todo por el bautismo) se incorporan a la
Iglesia; y otra ecclesia spiritualis invisibilis o electa integrada
únicamente por los predestinados o elegidos a la vida eterna. Aquella primera
no encierra para Zwinglio especial interés. En cambio, esta segunda
forma el trazo característico de su eclesiología. En esta entran los elegidos
de todos los tiempos —empezando por los nobles espíritus paganos antes
mencionados, en otras palabras «todos aquellos a quienes el Espíritu habrá
transformado por su omnipotencia». Si todavía insiste en el concepto de
visibilidad —para la categoría de miembros externos pero no elegidos— es por
exigírselo la política y porque la experiencia le ha enseñado que las
comunidades puramente carismáticas son imposibles en la práctica. La presencia
de una autoridad, aunque en su caso sea meramente civil, se hace necesaria para
dirigir y para mantener en orden a los elementos díscolos. Para esto nada más
fácil que integrarlos en la categoría poco envidiable de miembros de la Iglesia
por virtud de un rito externo, aunque excluidos de la posibilidad de salvación
por no hallarse en el número de los elegidos.
Este breve análisis sirve para indicamos las filias y
fobias del protestantismo moderno frente a la obra de Zwinglio. Para los
teólogos reformados de tipo conservador, sean luteranos o calvinistas, Zwinglio no
contribuyó demasiado al acerbo doctrinal de la auténtica Reforma. Al contrario,
su falta de insistencia en los grandes principios de aquella revolución (la
fe fiducial, el sentido profundo de la
naturaleza corrompida, el sacramentalismo demasiado
simbólico, etc., ha servido con frecuencia para sembrar la confusión entre sus
seguidores. En cambio, el protestantismo liberal halla en sus teorías los
gérmenes que, con el tiempo, servirán para revigorizar la Reforma. La
admiración de este grupo se dirige principalmente al «aprecio mayor que Zwinglio hizo
de las fuerzas y posibilidades humanas»; a haber tenido el valor de «desechar
el pesimismo luterano»; a su «moderna e inteligible interpretación de la
doctrina eucarística», etc. «Humanista, sabio bíblico, protestante liberal y
patriota como era, escribe Hugo Watt, el reformador suizo nunca hubiera sido
capaz —aun en la hipótesis de que las circunstancias hubieran estado a su
favor— de llevar a cabo una gran revolución religiosa. Le faltaba la fuerza y
la pasión impelente de un Lutero. En cambio, con la ayuda de éste, Zwinglio realizó
una reforma hacia la cual muchos protestantes de la actual generación se
sienten más atraídos que a la de sus contrapartes de Wittemberg o
de Ginebra».
Lo que hoy nos queda —al menos de forma sistemática y
estructural— de la obra teológica- eclesiástica de Zwinglio, no es gran
cosa. «Al igual que sus planes políticos, comenta Seeberg,
quedaron cortados por su muerte, así también su influjo doctrinal apenas
sobrevivió a su tumba. Aun hombres que habían vivido tan cerca de él como Bullinger aceptaron sus puntos de vista solamente como
esquema general apresurándose enseguida a «profundizarlos» y a desarrollarlos.
En los círculos de la Alemania meridional, más influenciados por su pensamiento,
surgió un nuevo tipo de teología que, ligado íntimamente a Lutero, mostraba
todavía ciertas inclinaciones a Zwinglio. Su representante principal fue
Martín Bucer». Sin embargo, el impacto dejado
por éste en la teología reformada fue siempre limitado y no llegó a formar
escuela. Como iglesia organizada, el zwinglianismo fue de escasa
duración. Bucer, Bullinger y
otros discípulos suyos proveyeron a la Reforma con Confesiones de Fe
zwinglianas, pero no con una organización que permaneciera estable al lado de
las demás iglesias. El Consensos de Zurich (1549)
fue la prueba evidente de que el zwinglianismo, para poder subsistir de alguna
manera, debía amalgamarse con el calvinismo.
CALVINO CATOLICO
Refiere Teodoro Beza,
discípulo y primer biógrafo de Calvino, en un párrafo lleno de
reminiscencias predeterminacionistas, que su
maestro fue «un hombre suscitado por Dios y destinado a ser, por misericordia
suya, un gran servidor de la Iglesia. Elegido por su pura gracia en el tiempo y
en el lugar que le plugo, fue también El quien lo llamó, lo condujo, lo
fortificó y lo armó de una santa perseverancia hasta el día de su muerte para
edificar a todos con su palabra y sus escritos y con una vida conforme a toda
ley».
Calvino nació en Noyon,
en los confines de la Picardía, Francia, el 10 de julio de 1509. Su padre
ejercía el cargo de notario apostólico del obispado y del capítulo
catedralicio. De su madre, Juana, se dice que fue una mujer devota que,
embebida todavía en supersticiones medievales, «tomaba a su niño de la mano y
lo llevaba a visitar los santuarios de los alrededores haciéndole en una
ocasión besar la reliquia en que se contenía un fragmento de la cabeza de Santa
Ana». El futuro reformador era el cuarto hijo de los cinco de un hogar, que,
como anotan los historiadores católicos, parecía tener alguna tara especial,
precisamente en materias religiosas. Uno de los hijos, sacerdote, y excomulgado
por haber tomado parte en un duelo, se mostró tan empedernido que, a la hora de
la muerte, rechazó los sacramentos. La suerte del padre no fue mucho mejor.
Enredado en dificultades económicas con el capítulo de los canónigos, no supo
dar cuenta de sus dineros y fue también excomulgado, logrando a duras penas
para sus restos mortales una sepultura eclesiástica. Jourdá piensa
que fue un descontento, un hombre de la oposición, tal vez un auténtico
rebelde. Con la particularidad de que la rebeldía del padre y del hijo —así
como más tarde la de Juan— tendrían un objeto común: la autoridad de la Iglesia
que, por diversas razones, se les hizo insoportable.
Nos faltan detalles fidedignos de los primeros años
del futuro reformador. Pero sabemos que —cosa ordinaria en familias que vivían
de empleos eclesiásticos— su padre le destinó a la carrera clerical. La
ausencia de la madre, a la que perdió cuando sólo tenía tres años, contribuyó
tal vez a que se desarrollara en él aquel hosco retraimiento y falta casi
absoluta de sentimiento, que serían características de su vida. Muy jovencito
todavía, mientras frecuentaba un colegio local, su padre le proveyó de un
beneficio en la catedral, acto para el que se preparó recibiendo la tonsura. En
el decenio siguiente recaerían sobre él otros dos beneficios parecidos, aunque
éstos últimos fuera de la ciudad. Tales ayudas
de costa le servirían para poder empezar y continuar sus estudios en centros de
enseñanza más renombrados que los de su pequeña ciudad natal. En agosto de
1521 salió para la capital francesa donde vivió en casa de un pariente
instalado allí desde hacía tiempo. Inscrito como alumno externo en el colegio
de La Marche, Calvino tuvo como maestro de latín a uno de los más eminentes
maestros de la época, Mathurino Cordier, entablando pronto una amistad que duraría toda la
vida. De él recibió una excelente educación humanista y «adquirió aquel sentido
seguro del estilo y de la dicción que caracterizarán todas sus obras».
Por razones que ignoramos, Calvino pasó pronto al
célebre colegio de Montagú. «Cambio brutal
—comenta Jourdá— de una institución abierta a las
corriente pedagógicas modernas, a un establecimiento mantenido según las líneas
más austeras y en una tradición de rigorismo fuertemente discutido aun por sus
mismos contemporáneos». La tradición de austeridad le venía al colegio de uno
de sus antiguos rectores, Juan Standonck, que
había introducido en el colegio algo del espíritu y de los métodos de los
Hermanos de la Vida Común. Su sucesor, Noel Beda,
gran partidario de la ortodoxia doctrinal contra los nuevos vientos humanistas,
lo había convertido en fortaleza de la austeridad. En 1523 su rector era
Pierre Tempéte quien, por haber exagerado
las mismas tendencias, venía motejado por los estudiantes con el nombre
de hórrida tempestas.
Por el mismo motivo, Erasmo y Rabelais lo
habían convertido en objeto de sus iras. La vida del colegio era en extremo
dura. El silencio y los prolongados ayunos podían compararse con los observados
por las Órdenes monásticas. Abundaban los castigos y se hacía trabajar a los
alumnos de la noche a la mañana. No parece, sin embargo, que la disciplina
interna o el jolgorio externo de la estudiantina parisiense afectase de modo
apreciable la vida de Calvino. Al menos la obra de Beza no
refleja ninguna inquietud. «Calvino —escribe— vivía en el colegio de Montagú teniendo en clase a un preceptor español
(¿Antonio Coronel?) y viviendo en el
aposento con otro estudiante de la misma nación, que después se doctoró en
medicina (¿Juan de la Peña?). Era ya entonces un espíritu singular y aprovechó
tan bien, que en pocos años fue promovido al estudio de la filosofía. En cuanto
a costumbres era tan fino de conciencia, enemigo de los vicios y dado a lo que
entonces se llamaba servicio de Dios, que sus deseos le inclinaban hacia la
teología».
El retrato parece correcto. Ninguno de sus profesores
tuvo motivos para acusarlo y ciertas habladurías que luego se propalaron sobre
su conducta moral, no han podido resistir al examen de la crítica. Un biógrafo
le quiere aplicar la frase que San Gregorio Magno decía de su maestro San
Benito: «desde sus días mozos, dio siempre muestras de poseer la inteligencia
de un anciano». Sin llegar a tanto, debemos admitir que se veían en él signos
de una madurez precoz, lo que evidentemente no es una excesiva alabanza para un
joven de su edad. París sirvió al mismo tiempo para que Calvino entablara
relaciones de amistad con gentes que —de modo más o menos directo— influirían
más tarde en la introducción del protestantismo en Francia. Su primo Juan Olivetano, muy inclinado ya a la reforma; el médico y gran
helenista Guillermo Budé; Nicolás Coq y sus hijos, así como la familia Hangest, formarían más tarde parte del grupo de refugiados
político-religiosos franceses de Ginebra. En cambio, la permanencia simultánea
de Calvino con Ignacio de Loyola —tema que ha dado pábulo a repetidos arranques
oratorios— es más difícil de probar. Los mejores historiadores piensan que
Ignacio llegó cuando Calvino estaba ya abandonando la capital, o que su
coincidencia en Montagú no duró sino cosa
de pocas semanas.
A principios de 1528 Calvino —joven todavía de
dieciocho años— obtenía su título de bachiller en Artes. Pero no era ya para
continuar la carrera eclesiástica, sino la de leyes. El atribuyó el cambio algo
brusco a una resolución de su padre, convencido de que las leyes enriquecían
más que la teología. Puede que ocurriera así. Aunque Calvino nunca profesó
cariño a su padre, el temor reverencial pudo inducirle a obedecer. Con todo, es
también posible que el anciano, fulminado ya por la excomunión, previera las
dificultades que en el futuro pudieran ocurrir caso de que al joven se le
suprimieran algunos de los beneficios eclesiásticos con que se sufragaba los
gastos. ¿Había estado alguna vez el hijo entusiasmado con la carrera sacerdotal
o con lo que significaba el ministerio de las almas? Uno se permite seriamente
dudarlo. Al contrario de lo que ocurría con Lutero, el lector de la vida de
Calvino apenas halla en él rastro alguno de auténtica vocación o de deseos de
tender a la perfección religiosa. De todos modos, el laureado parisiense se
dirigió, a empezar sus estudios de leyes, a la universidad de Orleans. El
cambio venía dictado por varias razones entre las que hay que incluir la mayor
libertad de opinión que aquí gozaban sus profesores. Porque es indudable también
que, para aquella fecha, Calvino mostraba abierta inclinación hacia las nuevas
ideas, aunque por razones tácticas no hubiera llegado todavía el momento de
exteriorizarlas. Beza nos asegura que, por
entonces, «habiendo gustado algo de la pura religión (reformada Calvino
comenzaba a abandonar las supersticiones papales.
La permanencia en Orleans —y más tarde la de Bourges— iba a polarizar aquellos sentimientos. Los
estudios jurídicos no absorbieron todos sus ocios. Las ideas reformistas
que invadían el ambiente, ejercían cada vez mayor atractivo sobre él. Los
escritos de Lefévre d’Etaples,
el apoyo que a las nuevas corrientes daba Briçonnet,
obispo de Meaux, la propaganda luterana llevada a cabo por Berquin, y, sobre todo, el entusiasmo creciente por los
ideales reformatorias del humanismo, fueron en sus años de formación otros
tantos elementos que aumentaban su desafecto hacia la Iglesia. En Bourges —adonde llegó probablemente en 1530— el
ambiente era todavía más cargadamente antirromano.
En aquella ciudad conoció e intimó con Melchor Volmar,
acérrimo luterano, a quien más tarde dedicaría una de sus obras. Allí vivían
también varios de los protegidos de la protestantizante princesa
Margarita de Navarra. Según, Beza, durante
aquellos años Calvino «predicaba con frecuencia la lectura de la Biblia» y
todos cuantos se le acercaban, quedaban admirados de su erudición y de su
fervor. El menciona también algunos sermones predicados en una pequeña
localidad del Berry. Al dueño que le había invitado —y que no era por
naturaleza supersticioso— le agradó aquella predicación sobre todo al
contrastarla «con los monjes que venían cada año a predicar v lo hacían a la
manera de los marmitones para ganar dinero y hacerse famosos». Durante 1530-31
Calvino volvió a París donde asistió a los cursos del Colegio Real fundado por
el rey. Entonces se licenció también en leyes. La composición y publicación de
su primer libro, un comentario al De Clementia,
de Séneca ha dado lugar a discusiones entre los críticos. Para algunos se trata
de un mero ejercicio literario compuesto para abrirse camino en el mundo de las
letras. Otros, en cambio, quieren percibir en él ciertos resabios de doctrinas
reformadas y —en su insistencia en la idea de piedad— una velada súplica al rey
en favor de la tolerancia religiosa, precisamente cuando los protestantes
franceses pagaban sus novedades con la cárcel o aun con la misma vida. Beza se contenta con darnos el título de la obra,
aunque para añadirnos a renglón seguido que ya era Calvino gran amigo del
comerciante parisino, Esteban de la Forge,
quemado después como hereje y que, para aquella fecha, «habiendo resuelto
dedicarse del todo a Dios, trabajaba con fruto entre los demás».
En 1533 se sitúa un episodio llamado a ser —al menos
por sus consecuencias— transcendentalísimo en
la vida de Calvino. En la capital francesa se agitaban, por entonces, los
partidarios y los simpatizantes de la reforma protestante. La presencia de
hombres ilustres en el campo de las letras, de la jurisprudencia y del gobierno
que al mismo tiempo veían con simpatía las innovaciones luteranas, les daba
ánimos para continuar por aquel camino. La actitud del rey dependía un poco de
sus relaciones más o menos tirantes con el emperador. En cambio sabían que su
hermana, Margarita de Navarra, margarita margaritarum,
se había inclinado bastante claramente hacia el protestantismo. Lo decía, a
falta de otros innumerables testimonios, la reedición de su obra Espejo
del alma pecadora, que en aquel año se ponía a la venta y que acababa de
ser censurada fuertemente por la Sorbona. Esta intromisión desagradó
a la universidad de París y su rector, Nicolás Coq,
quiso manifestarlo públicamente en la inauguración del curso académico. El
discurso fue —en medio de su tono moderado— terriblemente explosivo. En él se
invocaba la tolerancia para los equivocados; se contraponían la ley y el
Evangelio; se formulaba la doctrina de la salvación por la sola fe, y se
protestaba contra quienes, llamándolos herejes y seductores, pretendían limitar
por la fuerza el avance de la pureza evangélica en los corazones de los
creyentes. Coq hubo de darse inmediatamente
a la fuga. Calvino, a quien la opinión apuntaba con el dedo como a autor, o al
menos como a inspirador del discurso, prefirió también ponerse a salvo
abandonando la ciudad. Anduvo rondando de una parte a otra, tratando siempre de
entablar contacto con personajes que también estaban jugando con su fe. Llegado
a Noyon, hizo renuncia de sus beneficios
eclesiásticos, gesto que no fue más que un símbolo de la ruptura con la Iglesia
que se había ya efectuado en su alma. «Una vez admitido el principio de la
justificación por la sola fe, escribe Imbart de
la Tour, aquel espíritu claro y lógicamente rígido debía adivinar las
consecuencias. Entre la doctrina de la corrupción total del hombre y la de su
valor moral, no hay compromiso posible. Y si es verdad que nada podemos por
nosotros mismos, entonces tiene que ser Dios quien nos salve por pura
liberalidad. En esta hipótesis, los medios que la Iglesia nos propone, nuestros
méritos y los de los santos resultan inútiles. Lo único que vale es la fe sin
las obras. A quienes nos digan que éstas son novedades, se les responderá que
las de los católicos tampoco se encuentran en los Evangelios. Ni siquiera vale
la razón de que la Iglesia ha condenado nuestra manera de ver. ¿Quién sabe si
se equivoca la Iglesia?».
LA CONVERSION DE
CALVINO
También en Calvino nos sale al paso el problema, con
la enorme diferencia de que aquí contamos con muy escasos elementos con que
resolverlo. La versión del interesado es demasiado breve y enigmática. En el
prefacio al Comentario de los Salmos, escrito en 1557, dice que la cosa
ocurrió subita conversione. He aquí sus palabras:
«Estando yo obstinadamente entregado a las
supersticiones del papado, y siendo bien difícil sacarme de un cenagal tan
profundo, Dios por medio de una conversión instantánea me domó e hizo difícil
mi corazón, el cual, por razón de la edad, estaba demasiado endurecido con
aquellas cosas. Habiendo, pues, recibido algún gusto y conocimiento de la
verdadera piedad, quedé inflamado por un deseo tan grande de aprovechar que,
aunque no abandone todos los estudios, me entregaba ya a ellos con mayor
flojedad. Y quedé todavía admirado cuando caí en la cuenta de que antes de
pasar un año, todos cuantos deseaban conocer la pura doctrina, se acercaban a
mí para aprenderla».
Aun prescindiendo de las estereotipadas referencias a
la vida miserable que llevó cuando era católico —un verdadero lugar común en
los apóstatas de todos los tiempos— su relato nos arroja muy escasa luz.
Los autores calvinistas se preguntan, ante todo, el
significado del adjetivo súbito. Hay unos pocos que lo toman por participio
pasivo del verbo latino subiré, con el significado de conversión
padecida por el alma (o también conversión causada por Dios) en cuyo caso
sobrarían todas las disquisiciones acerca de la subitaneidad de
aquel fenómeno. Sin embargo, a la mayoría tal interpretación le parece
excesivamente forzada y se atiene al sentido que comúnmente se ha dado a
aquella expresión. Entonces el enigma se reduce a buscar en la vida de Calvino
indicios suficientes para detectar el momento en que pudo ocurrir aquel
fenómeno. Y no parece que los detalles que conocemos de su vida, nos puedan
poner en la pista segura para conseguirlo. Por lo cual, la cuestión vuelve a
desviarse al estudio de aquellos años que debieron influir mayormente en la
maduración de aquel cambio religioso de su paso al protestantismo. Aquí las
sentencias se bifurcan. Queda el grupo de los que, con Doumergue,
ponen la conversión antes de 1529, es decir, desde el momento en que Calvino,
tras las desgracias familiares ya mencionadas, se dejó influir por su
primo Olivetano y abrazó —aunque todavía
secretamente— las grandes tesis de la teología luterana. Otros, con Pannier, sostienen que Calvino, trabajado fuertemente
en Bourges por el luterano Volmar y el grupo de reformados que allí se
albergaban, abandonó entonces su antigua fe para entregarse al protestantismo
—aunque una vez más— sin exteriorizar aún la decisión que había tomado.
Finalmente la escuela de Imbart de la Tour
—a quien siguen muchos católicos modernos— prefieren retrasar
la fecha hasta 1534, momento cumbre en el que, después de la renuncia formal a
sus beneficios eclesiásticos, empezó a propagar claramente sus nuevas creencias
y a convertirse en fanático proselitista de la reforma. «Podemos
—concluye Wendel— colocar sin gran peligro de
error la conversión de Calvino (es decir, el cambio radical que él afirma
haberse obrado en su ser) inmediatamente antes del breve viaje que hizo a Noyon para renunciar sus beneficios eclesiásticos».
Al menos los autores de las dos últimas categorías
están acordes en conceder un largo período de formación —comenzada
probablemente desde 1528— antes de que Calvino se decidiera a dar el paso
definitivo. El modo en que se operó aquel cambio tuvo mucho de extraño.
Aparentemente no intervinieron en él los motivos de la corrupción de la Iglesia
y del clero, tan patentes en otros casos. Al contrario, pensamos que los
sinsabores familiares pudieron crear en su alma una repugnancia cada vez mayor
a todo lo relacionado con las jerarquías eclesiásticas. Algunos han hablado de
«una curva cambiante de tipo puramente intelectual fundada en el intenso
estudio de la tradición», así como de «una lenta convicción de que Dios le
llamaba a restablecer la Iglesia en su primitiva pureza». La hipótesis,
precisamente por lo audaz, necesitaría estar más corroborada por documentos de
su historia personal. Es verdad que la conversión de Calvino se lleva a término
con una premeditación fría y calculada. Después de consumada la apostasía,
apenas parece sentir un remordimiento de conciencia de su acción. El peso de
quince siglos de tradición católica, de la autoridad de Roma y del consensus del pueblo creyente, desaparecen como si no
significaran nada. En caso de que, durante sus años de estudiante, él hubiera
conocido y practicado de modo fiel la religión católica, la nueva actitud sería
fatal. Pero creemos que el caso de Calvino pudo ser distinto. A pesar de
proceder de familia relacionada con los negocios de la Iglesia, ésta nunca
significó para él otra cosa que un ligamen nominal. Desde la edad en que pudo
reflexionar seriamente sobre problemas religiosos (pongamos a los 16 ó 18 años) los factores que más influyeron en su
formación, no provenían precisamente de los auténticos representantes del
catolicismo, sino de individuos dudosamente ortodoxos o —al tratarse de Volmar y de otros— claramente alejados del camino de
la verdad. En consecuencia, su paso a la reforma, habría significado más que
una apostasía en el sentido genuino de la palabra, un primer contacto viviente
con la religión, predicada en este caso por los partidarios del puro Evangelio.
La misma insensibilidad con que se refiere a las supersticiones y a los errores
de su vida pasada, hace plausible esta explicación que, además, disminuiría su
responsabilidad ante la historia.
Calvino había tomado la gran decisión. «Desde entonces
—escribe Imbart de la Tour— no busca más
que un objetivo: propagar su fe. Entra en los círculos evangélicos de París,
pequeñas sociedades secretas donde se dan cita todos los iniciados en la
revolución religiosa: luteranos, sacramentarios y anabaptistas. Allí encuentra
a Servet que ha publicado ya su tratado de la Trinidad y a libertinos
espirituales como Pocque. Frecuenta la casa de
Esteban de la Forge, quien le pone en contacto
con el rico mercader genovés que le introducirá a Farel.
Un odio común, el de Roma, unía a todos aquellos revolucionarios. Cualesquiera
que fuesen sus creencias individuales, todos coincidían en la idea fija de
renovar el cristianismo, en la fe en el advenimiento (segundo) de Cristo y en
la necesidad de acabar con Babilonia (Roma). En aquellos círculos donde vivía
con nombre falso. Calvino se afirma como maestro, discute, dogmatiza y da a sus
hermanos el testimonio público que de él esperan». Aquel mismo año de 1534
estalló la revuelta de las planearías que bastó para despertar a Francisco I (protestantizante en política cuando se trataba de
hacer causa común contra Carlos V) mostrándole el peligro encerrado en aquellas
amistades. La reacción no se hizo esperar. Los evangélicos —y entre ellos
Calvino— tuvieron que darse a la huida. «Viendo —relata Beza— el pobre estado en que estaba cuanto a la religión el
reino de Francia, decidió ausentarse para vivir más pacíficamente y según su
conciencia».
A las pocas semanas se encontraba fuera del país.
Visitó Basilea, Metz y Estrasburgo, haciendo también una parada en la corte de
Ferrara, Italia, convertida en nuevo asilo de herejes bajo la protección de
otra dama aristocrática, vacilante en la fe, Renée de
Francia. Vivía ya entregado en cuerpo y alma a la lucha contra las prácticas
católicas, contra la Misa y las indulgencias. El antes tímido picardés se desboca también contra el clero (llamando
a los sacerdotes villanos, ladronzuelos y robadores) o se pone a aconsejar al
obispo electo de Olorón para que se
desprenda de su mitra y de sus ornamentos. Los protestantes, objetos de
persecución, se convierten a sus ojos en personas fieles y santas o en santos
mártires de la fe. Desde principios de 1535 establece su residencia en Basilea.
Su ocupación principal no es, por el momento, el entablar contacto personal con
las gentes de aquella ciudad, prácticamente ganada a la Reforma. Se dedica de
lleno —y con la perseverancia tenaz que sabe poner en sus cosas— a la redacción
de una obra que contenga en síntesis las bases de su nuevo edificio teológico.
Consulta la Biblia, estudia los tratados patrísticos, lee intensamente a
Lutero, Melanchton y Bucero —o hasta acude
a los textos de la dialéctica y de la filosofía escolástica abandonados desde
los años de Montagu— para extraer de ellos los
materiales de su producción. El esfuerzo se ve coronado por el éxito, para
fines de año. En 1536 los libreros de Basilea muestran a sus ávidos lectores el
nuevo libro: Christianae Religionis Institutio. Joanne
Calvino Noviodunensi auctore.
Es como la presentación en sociedad de las doctrinas de una nueva iglesia
reformada. Las gentes se lo quitan de las manos y en pocas semanas se ha
agotado la primera edición. Calvino logra aquí la inmortalidad. «El calvinismo
todo entero —dice Imbart de la Tour— está
en el Institutio,
obra capital que su autor nunca se cansó de revisar y de enriquecer. Fue
verdaderamente el libro del pueblo. Y su éxito nos explica el enorme desarrollo
del calvinismo, no sólo en los países católicos, sino aun en el seno mismo de
la Reforma». Hasta entonces, el nombre de su autor no había figurado como el de
un maestro, sino a lo más como el de un joven de talento, capaz de servir bien
a la causa. «Pero aquel tratado, sólidamente pensado y claramente escrito, dio
a muchos de sus partidarios la certeza de que ya tenían su código, su catecismo
y el libro fundamental de la nueva doctrina».
EL CHRISTIANAE VITAE INSTITUTIO
La obra cumbre de Calvino pasó por diversas ediciones
—todas ellas notablemente retocadas— hasta la definitiva de 1559. Durante la
vida del autor, vieron la luz siete ediciones latinas y diez francesas, y lo
que había empezado como un mero manual, terminó siendo una verdadera summa. La de 1536 que, comparada con las últimas, se
parecía más a un esbozo que a otra cosa, estaba calcada en los escritos de
Lutero, desde sus Catecismos, la Exposición del Símbolo y de la Oración
dominical, hasta sus tratados sobre el Cautiverio de Babilonia y sobre la
Libertad Cristiana. Lo precedía un famoso Prefacio, «nervioso, escrito en un
lenguaje lleno de recuerdos bíblicos, pleno de convencimiento y propia
seguridad», dedicado al rey de Francia para pedirle, no la mera tolerancia,
sino los plenos derechos para sus compatriotas partidarios de la Reforma. La
segunda edición, de 1539, que sirvió de modelo a la traducción francesa de
1541, aparecía muy ampliada y con influjos claros del pensamiento de Melanchton. Así, por ejemplo, el capítulo sobre los
sacramentos estaba calcado en los Loci Theologici de aquél. Las disensiones con los
anabaptistas le habían inducido a añadir capítulos en defensa del bautismo, de
la penitencia y de la justificación. La propaganda hecha por Miguel Servet
justificaba sus amplificaciones en el capítulo de la Santísima Trinidad. En la
edición de 1559 —corregida o al menos vigilada por Calvino— se había alcanzado
la madurez y se notaba una mayor coherencia en el desarrollo de los temas.
«Nunca —escribe Wendel— había llegado su autor a
dominar tan bien la materia que tenía a mano; y nunca tampoco se había
esforzado tanto en escribir con objetividad. En cambio, por lo que toca al tono
general y al estilo, los resultados eran menos satisfactorios. Quedaban todavía
muchos pasajes de carácter polémico como pruebas evidentes de la irritabilidad
y de la vehemencia que a él tanto le costaban dominar. Mucho más que en las
primeras ediciones, el escritor se entregaba a vapulear a sus adversarios con
múltiples y malsonantes epítetos, tan poco en consonancia con su exposición
mesurada y de apariencia científica».
Un brevísimo resumen nos mostrará el esqueleto y la
marcha del pensamiento del reformador en este opus magnum de
su teología. Se divide, en la forma ya clásica de la época, en cuatro libros y cada
uno de éstos en diversos capítulos. En el primero trata del conocimiento de
Dios, creador y soberano del mundo. La verdadera sabiduría consiste en
conocerle a Él y conocernos a nosotros mismos. Son dos cosas inseparables, ya
que el hombre no se conoce verdaderamente a sí mismo fuera de la presencia de
la santidad absoluta de Dios y no conoce realmente a Dios hasta que no penetra
en su propia miseria espiritual. Calvino prueba con frases lapidarias cómo Dios
ha impreso en el corazón humano su propia imagen hasta el punto de hacerlo
inexcusable de los pecados que comete. Pero como la naturaleza humana ha
quedado totalmente corrompida por el pecado original, es necesario acudir a la
Sagrada Escritura cuya autoridad queda confirmada por el Espíritu Santo en el
alma del creyente: «la Escritura tiene con qué manifestarse a sí misma; es un
sentimiento tan claro e infalible como el que tienen las cosas blancas y negras
para mostrar su color, o las cosas amargas y dulces para revelar su sabor». A
fortiori esta revelación bíblica nos es necesaria para conocer el misterio de
la Santísima Trinidad, la creación y la providencia. Esta se manifiesta en la
voluntad soberana de Dios que gobierna el mundo para su gloria, plegando a sus
designios a las criaturas buenas y malas y obligando al mismo demonio a
cooperar para el bien de sus escogidos. Pero entonces, el hombre carente de
libertad y obligado a seguir en todo lo que ha sido decretado desde la
eternidad acerca de él, hace también a Dios responsable de los mismos pecados.
Calvino se ve cogido; aduce textos escriturísticos fuera
de lugar para probar su afirmación y, al fin, deja a sus lectores con esta
ambigua respuesta: «cuando Dios realiza por medio de los malvados lo decretado
en su consejo secreto, ellos no quedan sin embargo excusados como si hubiesen
obedecido a su mandato (el de Dios), que ellos violan y destruyen en cuanto
está en sí mismos dejándose llevar de su maldita concupiscencia».
El segundo libro desarrolla la doctrina del
conocimiento de Dios redentor. Calvino se limita en esta parte a seguir las
huellas luteranas. Por el pecado original, el género humano queda sometido a la
maldición de Dios, y sus fatales consecuencias penetran hasta lo más íntimo de
nuestro ser: «el pecado original es una corrupción y perversión hereditaria de
nuestra naturaleza; sus efectos se difunden por todas las partes del alma y
después de hacernos culpables de la ira de Dios, producen en nosotros las obras
que la Escritura llama obras de la carne». Privado del libre albedrío, el
hombre queda sujeto a una miserable esclavitud y todo cuanto hace es pecado. En
este punto se equivocaron todos los Padres de la Iglesia, menos San Agustín, y
ello por meterse en filosofías que no eran de su oficio. Como, por otro lado,
el hombre peca voluntariamente, los pecados se le convierten en otras tantas
causas de condenación. Su única esperanza de salvación está en Jesucristo,
anunciado en el Antiguo Testamento y encarnado por nosotros en el momento
prefijado por Dios. Es El quien con su muerte en la Cruz, nos ha merecido la
salvación y la gracia necesaria para obtenerla.
El libro tercero lleva por título: «De la manera de
participar de la gracia de Jesucristo; de los frutos que se derivan de ella; y
de los efectos que se seguirán de la misma». Es, bajo muchos puntos de vista,
la parte más importante de su teología. Comienza por explicar lo que es la
inspiración del Espíritu Santo y cuáles son sus efectos en el alma. El
principal de ellos es la fe que se nos define como «un firme y cierto
conocimiento de la buena voluntad de Dios hacia nosotros que, estando fundada
en la promesa gratuita hecha en Jesucristo, se revela a nuestro entendimiento y
queda sellado en nuestro corazón por el Espíritu Santo». La fe produce la
auténtica penitencia y la regeneración restaurando en nosotros la imagen divina
con la mortificación de la carne y la vivificación del espíritu. Se continúa
por grados hasta alcanzar la vida eterna. En todo esto, el reformador refuta la
teoría católica de las buenas obras, de la mortificación y de las indulgencias.
Introduce también, aunque un poco fuera de lugar, una explicación más amplia de
la doctrina luterana de la justificación por la sola fe a la que llama el
artículo principal de la religión cristiana. «Se dice justificado delante de
Dios aquél que es reputado como justo ante su juicio y agradable a su justicia».
O también: «se dice justificado por la fe el que, estando excluido de la
justicia de las obras, aprehende por la fe la justicia de Jesucristo, revestido
de la cual, aparece ante la justicia de Dios, no como pecador sino como justo».
Siguen sus capítulos sobre la libertad cristiana y sobre la oración,
desplegando al mismo tiempo sus furias contra el culto de los santos tal y como
lo practican los católicos. Luego vienen sus doctrinas sobre la elección y la
predestinación. Dejando para más tarde el estudio de este problema, bástenos
por el momento retener la definición solemnemente dada por su autor: «llamamos
predestinación el consejo eterno de Dios por el que Él ha determinado lo que
quiere hacer con cada hombre. Porque no los ha creado a todos en la misma
condición, sino que los ha ordenado a unos a la vida eterna y a otros a ser
para siempre condenados». Con la particularidad de que, al hacerlo así, es el
hombre quien se condena a sí mismo y la justicia de Dios la que queda siempre
glorificada.
En el cuarto libro Calvino trata de los medios
externos que Dios emplea para invitar a los fieles a ir a Jesucristo y para
tenerlos unidos con El. Son la Iglesia y los sacramentos. Aquélla tiene dos
aspectos: como iglesia invisible (de hecho la única verdadera) está compuesta
de solos los predestinados y es, por lo tanto, conocida en su totalidad a solo
Dios; como iglesia visible contiene a todos aquéllos que hacen profesión de
honrar a Jesucristo, y está compuesta en buena parte de falsos cristianos que,
en cuanto excluidos de la eterna predestinación, nunca alcanzarán su eterno
destino. Las características de esta comunidad visible son la predicación recta
del evangelio, la administración de los sacramentos y el ejercicio de la
disciplina y de la caridad eclesiástica. Los sacramentos, meros sigilos con que
Dios confirma las promesas hechas, son dos: el bautismo y la Cena. El libro
termina con un largo tratado del régimen administrativo de la Iglesia y de sus
relaciones con el estado. Calvino, que pretende establecer la Iglesia
primitiva, empieza su labor vomitando sus iras contra Roma. Hay párrafos tan
duros —en el fondo, si no en la forma— como los peores salidos de la pluma de
Lutero. A sus ojos, la única imagen aplicable es la de Babilonia y no la de la
Ciudad Santa de Dios. A su lado, el estado ha sido instituido para que los
hombres no blasfemen de Dios; para que sus intervenciones ayuden a la
conservación de la Iglesia y a la paz de la sociedad. Los regímenes le son
indiferentes, aunque él se incline más al aristocrático. El deber de los
ciudadanos para con el estado sólo tiene un límite: el de la obediencia a los
mandamientos de Dios que nunca deben ser violados.
Como ocurre en casos parecidos, los juicios que se han
hecho de la obra literaria calviniana son
muy diversos. En general, los protestantes reformados se entusiasman ante su
estructura orgánica, su estilo y su profundo contenido doctrinal. «Trátase — dice McNeill—
de uno de los pocos libros que han afectado profundamente la historia. En sus
páginas la expresión humana queda vivificada y elevada por la palabra de Dios
y empleada de nuevo para comunicar a los demás, con profunda convicción e
incontenible elocuencia, su divino mensaje. No es tanto la lógica cuanto el
vigor de su verbo y su extraordinario poder de comunicación, lleno de
convencimiento y de emoción religiosa, los que hacen de su autor uno de los
moldeadores de la inteligencia moderna». Entre los católicos, hay quienes
participan de los mismos encomios y quienes reciben de su estudio y análisis
muy diferente impresión. «Su lectura —comenta tal vez exageradamente Cristiana—
causa ante todo un colosal aburrimiento mezclado de indignación, no solamente
por las explanaciones y repeticiones de que está lleno, sino sobre todo por
razón de la monotonía de las injurias lanzadas por su autor a sus adversarios y
en especial a la Iglesia católica, que había sido la de su niñez y de su
juventud». Imbart de la Tour, generalmente
tan sereno en sus apreciaciones, se fija en la obra calviniana como
en el único conato llevado a cabo para salvar en aquellos momentos críticos a
un protestantismo que se debatía en direcciones contrarias y corría peligro de
deshacerse en un marasmo de corrientes antagónicas. «El genio de Calvino
—añade— consistió en comprender que si la nueva fe trataba de reemplazar a la
antigua Iglesia, lo debía hacer encontrando su fuerza unitaria y su
universalidad. Esta idea dominará tanto su doctrina como su acción. Su obra
consistirá en discernir entre las aspiraciones contrarias de la revolución
religiosa; en formar un cuerpo doctrinal que se adapte a todos los espíritus;
en independizar suficientemente a la Iglesia de las ataduras del estado; en
dotar al protestantismo de un dogma definido, de una moral rígida y de una
disciplina rigurosa con el fin de oponerlas al individualismo religioso, a la
independencia de costumbres y a los egoísmos nacionales; en otras palabras, en
reconstruir fuera y contra el catolicismo, otro catolicismo fundado únicamente
en la Palabra de Dios». La apreciación no nos explica cómo esa estructura
calvinista —que en su descripción nos aparece indestructible— empezó al cabo de
pocas generaciones a resquebrajarse o, lo que es peor, a convertirse en fuente
de cismas internos, de controversias doctrinales y de nuevas divisiones
sectarias. Pero, en fin, quede como está, porque tal pudo ser el programa —abortado
antes de nacer— del reformador francés.
LA PRIMERA REFORMA
GINEBRINA
Tras una breve permanencia en su patria, Calvino
decidió retirarse a Estrasburgo que, con su colonia de refugiados franceses
adictos a la Reforma, le ofrecía excelente campo de trabajo. Por razón de las
hostilidades, hubo de desviarse del camino recto y pasar por Ginebra. «Aquí
—escribirá él mismo más tarde— el Papado había sido arrojado por obra de la
buena persona, que ya he nombrado Farel) y del
maestro Pedro Viret. Pero las cosas no estaban
todavía arregladas y había disensiones peligrosas en la ciudad. Fue entonces
cuando un personaje (que ahora se ha rebelado villanamente y se ha vuelto a los
papistas: Tillet) me descubrió y me presentó a
los demás. A esto Farel (quien ardía en
celo de propagar el Evangelio) hizo todos los esfuerzos para retenerme; pero
cuando vió que yo tenía algunos estudios
particulares y necesitaba paz y tranquilidad, y se convenció de que con las
súplicas no iba a ninguna parte, empezó a imprecar y a amenazarme con que Dios
maldeciría mis estudios y mi descanso si, en una necesidad tan grave, me
retiraba y me negaba a auxiliarles. Aquella palabra me espantó y me estremeció
hasta el punto que desistí de continuar mi viaje».
La ciudad estaba pasando por una crisis religiosa muy
profunda. Su catolicismo, al menos durante los últimos tiempos, no había sido
excesivamente fervoroso y la conducta no suficientemente santa del Obispo había
empeorado la situación. Había también peligro de que Berna, ganada ya al
protestantismo y rival de Ginebra, impusiera sobre ésta su voluntad. Al frente
de los reformadores ginebrinos estaba el francés Guillermo Farel, discípulo de Lefévre d’Etaples, que desde 1526 rondaba por los cantones suizos
sembrando doctrinas reformistas. Las ganancias habían sido notables. El país,
trabajado ya por Zwinglio y otros innovadores, ofreció en general
poca resistencia. Y Farel, forzudo, orador de
fácil palabra y sostenido por varias facciones políticas, pudo poco a poco
hacerse dueño de la situación. En 1532 se instaló en Ginebra donde, al cabo de
dos años, fundó la primera capilla reformada. En 1535 habló desde el mismo
púlpito de la catedral. Una parte del pueblo le siguió y, dando rienda a su
furia iconoclasta, se puso a romper imágenes, destruir capillas católicas y a
hablar en público contra la Santa Misa y el estado sacerdotal. Pasando
adelante, creyó llegada la hora de reorganizar la vida administrativa ciudadana
a base de consejos concéntricos y de magistrados. Allí, el 21 de mayo de 1536,
«los ciudadanos reunidos prometieron con las manos en alto vivir según la
Palabra de Dios y abandonar la idolatría (romana)».
Calvino entró en escena precedido del renombre que le
daban sus actividades anteriores, la popularidad de su Christianae Religionis Institutio y
las maravillas que contaban, de él las gentes de la región. Pero, frío y
calculador, no quiso arriesgarse ni dejarse llevar de las alabanzas. Empezó sus
tareas como «lector de Sagrada Escritura en la iglesia de Ginebra». Pero sus
conocimientos teológicos, la claridad de expresión y aquel atractivo extraño
que parecía salir de su cuerpo, lo dieron pronto a conocer. Se le llamó a tomar
parte en los asuntos administrativos de la iglesia local e intervino con éxito
en un pleito que tema dividida a la comunidad protestante de Lausana. Con todo,
externamente, no era más que un predicador. «Poco después —refiere Beza— fue elegido como pastor. Designado así por la aprobación
legítima de la iglesia, escribió un breve formulario de confesión (de fe) y de
disciplina para dar forma a la nueva comunidad. Redactó también un catecismo
que contenía en breves puntos el sumario de la religión».
No tardó, sin embargo, en caer en la cuenta de que la
situación requería algo más que una reforma meramente religiosa. El nuevo
Evangelio tal como lo concebía él, debía hacer algo más que regular la vida
espiritual del hombre cuando, una vez por semana, asiste al servicio dominical.
La religiosidad calvinista apareció desde los comienzos
totalitaria y absorbente. Y, prosigue Beza,
«como viesen él y sus pastores que había (entre los fieles) un gran desprecio
de los sacramentos, sobre todo de la Santa Cena, y no se sabía si muchas de las
gentes habían renunciado a las supersticiones papistas, mandaron a los
magistrados que llamasen al pueblo en grupos de diez y le exigiesen juramento
de la nueva fe. Y se halló que la decisión era buena y que el pueblo, obligado
por las autoridades, obedecía alegremente». De hecho, hubo numerosos intentos
de plegar a la población al nuevo orden de cosas. Cuando los mandatos eran
meramente externos, las autoridades se bandearon más o menos bien. Pero al
querer sujetar a las gentes a someterse a la confesión de fe calvinista, las
cosas se pusieron mucho peor. Las visitas de los funcionarios a las casas con
el fin de arrancar a los cabezas de familia su asentimiento, terminaron en
ruidoso fracaso. Decidieron entonces reunir a la población en la catedral con
la esperanza de que, en público y por temor a los castigos, serían pocos los
recalcitrantes. Pero la experiencia tuvo como único resultado un elevado número
de abstenciones. «Por el momento —escribe Wendel—
la obligación impuesta a los ginebrinos de suscribir la Confesión, se manifestó
como un error debido a la inexperiencia política de Calvino». Los católicos
cayeron también en la cuenta de que eran muchos —sobre todo unidos a los
protestantes adversarios del calvinismo— los que se oponían a las reformas. A
esto se añadió el disgusto de la masa popular, reacia a la vida reglamentada
que se le quería imponer, sin fiestas ni diversiones, con comisarios encargados
de vigilar sus acciones y obligados a asistir a largos servicios religiosos.
Y como Calvino exigía no solamente el cumplimiento de
las órdenes, sino también amplios poderes para castigar a sus transgresores,
la primera experiencia ginebrina, fue de escasa duración. Tampoco faltaron
dificultades de otro género. Un protestantizante, Caroli, había acusado a Farel y
a Calvino de sostener doctrinas arrianas. Cuando el último, aun negando las
acusaciones, no quiso suscribir en público las fórmulas de fe de los Apóstoles
y del Concilio de Nicea, empezó a perder el prestigio que hasta entonces le
había acompañado. En abril de 1536 el Consejo de la Ciudad publicó un bando de
destierro contra los dos reformadores. Beza, en
su habitual buena fe, atribuyó aquellos decretos a las maquinaciones de
Satanás. Farel escapó a Neuchátel mientras Calvino tomaba la vía de
Estrasburgo. Los reformistas franceses le tributaron una calurosa acogida.
Instalado entre ellos, predicó con frecuencia, trabajó intensamente en las
nuevas ediciones de su obra doctrinal, continuó una frecuente correspondencia
con amigos y simpatizantes, asistió a las diversas conferencias religiosas que
se tenían entre los luteranos y el emperador, y hasta halló tiempo para
casarse. «Como ves —había escrito poco antes a un amigo— yo, adversario del
celibato, no me he casado nunca ni sé si lo haré. Caso de decidirme, sería para
consagrar mi tiempo al Señor y desembarazarme de los enredos de la vida». Parece
que esta vez prevalecieron tales razones y los consejos de Bucer, exdominico y
casado también con una exreligiosa. A éste —dice Wendel—
«le gustaba rodearse de amigos casados, tal vez por el deseo inconsciente de
justificar su propio casamiento con el de la conducta de los demás». Por eso se
puso a buscar compañera para su maestro. La suerte cayó sobre Idelette Bure, viuda de un
anabaptista, «mujer —escribe Beza— grave y
honrada con quien (Calvino) vivió pacíficamente hasta que el Señor la llevó
hacia Sí sin dejar hijos, pues, aunque tuvieron uno, se les murió
inmediatamente».
Pero la estancia en Estrasburgo no iba a prolongarse
mucho. En Ginebra las cosas iban de nuevo mal. Por una parte, a los primeros
conatos de implantar el puritanismo, había seguido un grave relajamiento moral
aun entre los mismos que habían abrazado la Reforma. Los pastores de diversas
tendencias no se entendían entre sí. El partido católico, animado por las
exhortaciones del Cardenal Sadoleto, parecía
cobrar ánimos. Pero, sobre todo, las amenazas de la ciudad libre de Berna
podían terminar en abierta hostilidad o en la pérdida de la independencia de
Ginebra. Los partidarios de la reforma persuadieron a las autoridades
ciudadanas que aquel caos necesitaba un remedio drástico y que para lograrlo
sólo había una mano fuerte, la de Calvino. Este, tras muchas protestas de que
«prefería mil muertes a aquella cruz» —cosa que los acontecimientos
subsiguientes iban a demostrar contraria a la verdad— se decidió a aceptar la
invitación y emprendió el camino de regreso. Lo hacía, además, poniendo
condiciones: los ginebrinos habían de obtener para ello el consentimiento de
Berna; él se llevaría consigo a los grupos más adictos de reformados franceses
residentes en Estrasburgo; exigía finalmente mano libre en el arreglo de los
negocios de la ciudad. Esta dio su asentimiento. La entrada fue triunfal.
Ginebra daba —al menos externamente— muestras de arrepentimiento. El pueblo,
cuenta Beza, fue más feliz que los antiguos
hijos de Israel quienes, por haber rechazado a Moisés, vieron su liberación
retrasada durante cuarenta años. Ginebra, al rechazar a Calvino y a sus
compañeros, merecía «haber sido condenada a la perpetua tiranía del demonio y
del anti-Cristo romano», pero la providencia no permitió que el destierro del
libertador durara más de tres años.
GINEBRA. LA
CIUDAD-IGLESIA
La reforma de Calvino se identificará, al menos en la
mente popular, con la protestantización de
Ginebra. Sus doctrinas se extenderán a las más apartadas regiones del mundo.
Pero sólo la ciudad situada a los bordes del Lemán sabrá
en su propia carne lo que es el calvinismo integral —moral, dogmático y
político— o cuál es su significado cuando se llevan sus principios hasta las
últimas consecuencias. «La primera creación de Calvino —escribe Imbart de la Tour— fue un libro: el Institutio; la
segunda fue una ciudad: Ginebra. Libro y ciudad se completan. Aquélla es la
doctrina formulada; ésta la doctrina aplicada» En el siglo XVI Ginebra era una
pequeña ciudad de unos 12.000 habitantes que a pesar de hallarse en un cruce de
caminos entre Suiza, Francia e Italia, conservaba todavía su aire de
provinciana y, por supuesto, no podía compararse con los grandes centros
literarios o culturales de otras poblaciones europeas. Ha pasado a la historia
porque fue la ciudad de Calvino. «Fue él quien la arrancó de su pasado,
haciéndole perder su individualidad y su nacionalidad, y transformándola con su
doctrina y su persona hasta darle categoría universal».
El reformador puso inmediatamente manos a la obra. La
ciudad tenía ya su engranaje administrativo (su Pequeño Consejo, el Consejo de
los Sesenta y el de Doscientos, con sus síndicos y magistrados), pero se
trataba de reorganizarla con miras a una implantación perfecta de la Reforma.
En última instancia se buscaba también colocar el mando bajo un hombre que,
llamándose inspirado, pretendía regirlo todo en nombre de Dios. Valiéndose de
las experiencias habidas en Estrasburgo, Calvino elaboró las famosas
Ordenaciones Eclesiásticas que fueron aprobadas por el Consejo General el 20 de
noviembre de 1541. Aparentemente no tenían más objeto que determinar los
oficiales de la iglesia por él creada; de hecho iban a convertirse en
instrumentos eficaces de la administración y aun de su política. Calvino distinguía
cuatro grados de oficiales eclesiásticos: pastores, doctores, ancianos y
diáconos, «todos ellos instituidos por Nuestro Señor para el gobierno de la
Iglesia». Los pastores debían anunciar la Palabra de Dios, adoctrinar,
amonestar y reprender tanto en público como en privado y administrar los
sacramentos. Para ello debían pasar por un riguroso examen intelectual y moral
y recibir la ordenación por la imposición de manos. Calvino había señalado
hasta el último detalle sus funciones, el número de veces, el sitio y el tiempo
en que tenían que predicar, etcétera. El oficio de los doctores —o maestros—
era «enseñar a los fieles la sana doctrina a fin de que la pureza del Evangelio
no quedase corrompida por la ignorancia y las malas opiniones». A su cargo
correría también la educación cristiana de los niños y jóvenes con miras a
prepararlos tanto al pastorado como al
gobierno civil. Los ancianos tenían un oficio más concreto y menos propiamente
eclesiástico: vigilar sobre todos los grupos de fieles y castigar a los
transgresores de la ley. Debían de ser «gentes de vida honesta, sin reproche
posible y sobre todo espiritualmente prudentes y temerosos de Dios». Su
elección había de llevarse a cabo con el mayor esmero de entre los miembros de
todos los organismos estatales y aun, a poder ser, de los diferentes barrios de
la ciudad. Los diáconos debían, por su parte, atender a las necesidades
materiales de los fieles, repartiendo caridades, acudiendo a los hospitales,
etc. A su cuidado estaba también tomar las medidas conducentes a evitar la
mendicidad.
Al frente de la comunidad ciudadana había dos
comisiones: la Vénerable Compagnie que, compuesta de pastores y doctores,
se encargaba de las cuestiones de enseñanza y del nombramiento de los
eclesiásticos y el Consistorio, formado por seis pastores, doce seglares
ancianos y cuatro alcaldes. Todos ellos debían estar elegidos entre los
miembros de los diversos Consejos de la ciudad. Teóricamente estos organismos
gozaban de cierta independencia. «Sin embargo —confiesa Wendel—, era Calvino el dueño del Consistorio. Cuando se
examinan los documentos, uno se encuentra por todas partes con huellas de sus
intervenciones». Conservó el título de presidente ordinario y la historia lo ha
conocido con el nombre de Juez-fiscal de Dios o también de magistrado supremo
de la democracia. Por voluntad suya, el Consistorio estaba investido de poderes
supremos de censura, de excomunión y aun de todas aquellas atribuciones que el
Santo Oficio se reservaba para sí mismo sólo en casos de excepción.
Elegidos así los instrumentos de control y ayudado por
un buen número de colaboradores (sobre todo de refugiados franceses, ya que los
ginebrinos mostraban poco entusiasmo), Calvino empezó a poner en práctica su
programa. Dos eran los aspectos que le interesaban dirigir: el religioso y el
moral. En el primero, al igual que los demás caudillos del protestantismo,
empezó por destruir todo aquello que a los fieles pudiera unir todavía a la
Iglesia católica. Ante todo la depuración de todos los restos de lo que él
denominaba abominación papal, empezando por el juramento con el que se
comprometían a la reforma del santo evangelio. Poco a poco fueron
desapareciendo —al menos externamente— los vestigios de la antigua Iglesia.
Quedó suprimido el culto; se destruyeron las imágenes; se sustituyeron los
nombres del santoral cristiano por otros tomados del Antiguo Testamento; se
persiguió con saña y con multas a los vendedores de ornamentos sagrados y de
cirios; a quienes invocaban a la Virgen o a los santos; a quienes rezaban en
latín o «se entretenían en la horrible práctica de orar por los difuntos».
Quedaron prohibidos los matrimonios mixtos, las fiestas del calendario
cristiano, los ayunos y las abstinencias. Para los culpables, el reformador
tenía reservados sus castigos: la presentación ante el tribunal; la reprimenda
pública; la multa o la cárcel. A algunos que se habían atrevido a proferir que
el Papa no era el anti-Cristo, sino una persona de bien por su conducta y por
las caridades que hacía, se les declaró culpables de superstición sometiéndoles
a las penas correspondientes. «Todo habitante de Ginebra —escribe Imbart de la Tour— debía participar no solamente de la
religión del estado, sino aun de los odios oficiales del mismo».
En el aspecto religioso —de imposición del calvinismo
como religión del estado y de cada uno de sus miembros— la labor de Calvino fue
igualmente totalitaria. El ginebrino desconfiaba de los individualismos. Las
experiencias de Lutero, y sobre todo los desórdenes de los anabaptistas, le
habían servido de escarmiento. Dentro de su iglesia todo el mundo debía creer
las mismas cosas, seguir una liturgia común, someterse rígidamente a una
autoridad. «Es necesario —dirá— que en la iglesia cristiana exista una política
uniforme y que los que forman un mismo cuerpo, sigan también una misma manera
de proceder» A esto ayudarían dos normas generales: nadie, sin consentimiento
suyo, podría escoger ministros de otra comunidad; y la excomunión lanzada
contra uno, debería ser escrupulosamente observada por todos los demás. «En
materias litúrgicas, la igualdad llegaba a extremos tales que, aun dentro de la
Iglesia católica, habrían juzgado insoportable. Sus discípulos, al salir de
Ginebra hacia diversas partes del mundo, llevaron consigo un mismo código
dogmático y moral; una ley, la Biblia, ante la cual todos debían doblegarse. Su
jefe único fue Calvino quien, si teóricamente carecía de las prerrogativas de
un jefe de estado, de hecho ejerció la más estricta dictadura, apoyándose en el
Consistorio al que imponía sus puntos de vista, sus directivas y sus
decisiones. Si, de nombre, Ginebra continuó llamándose república, en la
práctica fue una ciudad totalmente sometida al más severo poder religioso. La
moral cristiana para reinar, hubo de imponer sobre todos una disciplina total,
colectiva e individual, exterior e interior» Una mañana las gentes de la ciudad
vieron que unos hombres levantaban en cada plaza una horca con una inscripción
que decía: «Para quien hable mal de monsieur Calvino».
El aviso era elocuente y todos entendieron su significado.
Al régimen se le han dado varios apelativos: bibliocracia, teocracia, hierocracia, clerocracia, cristocracia,
etc.
EL REGIMEN
GINEBRINO ANTE LA HISTORIA
Se ha escrito mucho sobre las características de aquel
régimen, la estrechísima vigilancia ejercida en relación con la vida de los
ciudadanos, la reglamentación de los más mínimos detalles de su existencia, los
castigos impuestos a sus transgresores, etcétera. Todo ello nos da un cuadro
incomparablemente más tétrico de lo que nunca soñaron los hombres de la
Inquisición. «Calvino y su Consistorio —dice Walker— censuraron a los
delincuentes sin distinción de personas ni de edades. Hombres y mujeres
debieron de responder sobre sus conocimientos religiosos, de las críticas
hechas contra los pastores, de su ausencia a los sermones, de sus prácticas
supersticiosas, de sus querellas familiares así como de sus pecados más graves.
Castigaron a una viuda por haber rezado un responso en la tumba de su marido; a
alguno por haber pedido la buena ventura al agorero; a un orfebre por haber
labrado un cáliz; a otros por decir que la llegada de los refugiados franceses
había aumentado el coste de la vida, por haber danzado o por poseer en casa un
ejemplar de la Leyenda Aurea; a un barbero por haber hecho la tonsura a un
sacerdote; a ciertos individuos por haber metido ruido o por haberse reído
durante el sermón; a uno por leer el Amadís de Gaula y a otro por cantar una letra satírica contra
Calvino». Otro de los métodos favoritos de represión fueron los edictos, y las
consiguientes multas (o castigos mayores) para quienes se atreviesen a
conculcarlos. Quedaron prohibidos los juegos de cartas y de azar. Se cerraron
las tabernas reemplazándolas por abadías (una en cada sector) en las que se
podía comer y beber discretamente matando además el ocio con la lectura de la
Biblia. Las prohibiciones alcanzaron también a las canciones deshonestas para
terminar a raja tabla con las representaciones teatrales que no estuvieran
inspiradas en motivos bíblicos. El Consistorio reglamentó los banquetes, hasta
determinar el número de platos y la forma de las servilletas. Naturalmente la
moda no pudo escapar y pronto aparecieron edictos determinando las dimensiones
de los trajes femeninos y aun la forma de sus zapatos.
Y no había manera de librarse de aquella legislación.
Allí estaban sus oficiales para hacerla cumplir. Desde 1537 Calvino había
pedido al Consejo el nombramiento de «alguaciles de las buenas costumbres» para
cada uno de los distritos. Ocho años después prescribió la visita domiciliaria
trimestral. En ellas, tras un riguroso examen, se cercioraban de que no quedaba
en las paredes de la casa ningún símbolo de superstición; de que allí reinaban
las buenas costumbres y de que los miembros de la familia asistían regularmente
a la iglesia. Con aquellos datos, se hacía una lista general de la población
dividida entre los piadosos, los tibios y los rebeldes. «A la vigilancia legal
había que añadir la policía oculta formada por un ejército de chivatos, de
espías, de vecinos y hasta de parientes con quienes se codeaba en los
banquetes, en las calles o en el trabajo, hombres y mujeres siempre dispuestos
a sonsacar el secreto y a denunciar; delatores de profesión que llenarán con
sus denuncias las prisiones, o conducirán sin escrúpulos a sus acusados al
destierro o a la horca. Nunca ha existido una inquisición más sabia y rigurosa,
puesta al servicio de la ortodoxia, y tampoco jefe de iglesia que haya tenido
en sus manos con tanto rigor los espíritus, las conciencias y las vidas mismas
de todo un pueblo»
Porque a los culpables se les aplicaba rigurosamente
la ley. Los castigos variaban entre una simple reprensión, las multas —a veces
muy pesadas—, los períodos más o menos largos de cárcel, el destierro, la
excomunión y la última pena. Existía un catálogo para las diversas
transgresiones, pero su aplicación dependía en gran parte del mismo Calvino.
Los pecados contra la fe, la blasfemia contra Dios, la idolatría, la creencia
en los espíritus, la fornicación y el adulterio, se castigaban ipso facto con
la pena capital. Se calcula que, entre 1546 y 1564, hubo en Ginebra y sus
alrededores unas ocho mil personas que sufrieron uno u otro género de castigo. De
ellas casi un millar fueron sentenciadas a la cárcel, quinientas fueron
ejecutadas y unas sesenta y seis arrojadas de sus confines. Calvino era
terriblemente vindicativo y no perdonaba a sus enemigos. El caso más sonado fue
el del médico español, Miguel Servet, a quien, por negar el misterio de la
Santísima Trinidad, mandó quemar a fuego lento en la hoguera. Andaba desde
hacía tiempo tras él; había escrito diversos tratados contra sus detestables
errores en los que se demostraba además que es lícito castigar a los herejes.
Servet se aventuró a presentarse en la ciudad, pero pronto fue apresado y
condenado al último suplicio. Por ello Calvino mereció el título del nuevo
Calígula. Gibbons decía que la ejecución
del gran médico aragonés le apenaba más que todas las llamas de los autos de fe
de las inquisiciones de España y Portugal. Pero hubo otros muchos que, por
menores motivos —o por sola una injuria al reformador— pagaron su audacia con
el mismo castigo. «Servet —dice Wendell— padeció
la misma suerte que centenares de herejes y anabaptistas habían sufrido antes
de él de manos de autoridades protestantes de toda clase». Tenemos aquí una
nueva faceta del hombre que por sí y ante sí se arroga la autoridad sobre la
vida de sus semejantes en la persuasión de que con ello purifica la Iglesia y
la devuelve a su primitivo estado. ¿Se trataba de instintos personales de
crueldad o de un hombre alucinado que se creía llamado por Dios a reformar el
mundo según las normas del puro evangelio?
Para no terminar con una nota tan lúgubre el período
ginebrino, digamos unas palabras de una institución de tipo educativo llamado a
tener gran influjo en la historia de la reforma. Calvino estaba poco satisfecho
de la formación que hasta entonces tenían muchos de sus pastores. La indoctrinación era insuficiente y eran muchos los que,
en momentos de dificultad, se desalentaban o volvían al catolicismo. Ginebra se
estaba convirtiendo también en la meca de los que buscaban dedicarse a la nueva
religión. Hubo momentos en que el calvinismo se convirtió en la moda
religioso-moral de la época, algo así como el existencialismo o el comunismo
aburguesado de nuestros días. El contingente mayor era, como hemos visto
repetidas veces, francés. Pero abundaban los candidatos de otras naciones. El
grupo escocés estaba presidido por John Knox. Había también ingleses, alemanes,
bohemios, polacos, belgas, etc. Calvino tuvo especial gusto en admitir a los
refugiados italianos por creerlos doblemente desertores de su odiado Papado: al
ex-capuchino Ochino, al antiguo embajador de
Clemente VII en Alemania, Pablo Vergerio, a un
sobrino del Papa Paulo IV, al célebre Galeazzo Caraccioli y a otros. Para entrenarlos fundó el
reformador la Academia de Ginebra (1559). Teodoro Beza fue
su primer director y, al menos en gran parte, el inspirador de las famosas
reglas de la institución. Los alumnos tenían que obtener verdadera destreza en
las lenguas clásicas, en el manejo de la lógica, en el conocimiento de las
Sagradas Escrituras y de los principios teológicos de la Reforma. En la
historia de la educación moderna, la Academia calvinista —que a su vez se
inspiraba en la que Juan Sturm dirigía en
Estrasburgo— sirvió de modelo a centros protestantes similares de Francia.
Pero la institución calvinista tenía también otra finalidad.
Había de servir para que los estudiantes, entrenados en el aprendizaje teórico
de aquellas asignaturas, aprendiesen a actuarlas en la implantación del
calvinismo en Ginebra o fuera de ella. En otras palabras, debía de ser en manos
de su fundador una escuela de formación política. Allí recibieron sus
seguidores el sello de la nueva religión, aprendiendo a defenderse contra las
autoridades civiles; a conspirar —cuando esto fuera necesario— contra la
iglesia oficial; a discutir y aun a derrotar con su implacable lógica a
luteranos y anabaptistas. Dicha formación táctica hará que el calvinismo
—llegado históricamente tarde— pueda sin embargo infiltrarse o aun imponerse en
naciones ocupadas ya por otras iglesias de la Reforma. Al revés que el
luteranismo que encontrará su gran apoyo en las autoridades políticas, el
calvinismo se tendrá que abrir camino por ambientes que le son adversos. La
superación de los óbices se hará en gran parte gracias a la técnica aprendida
en la Academia.
LOS ULTIMOS AÑOS DE
CALVINO
Las actividades reformadoras de Calvino terminaron con
su obra ginebrina. Allí había desplegado, como hemos visto, su pasmosa
actividad pastoral sin darse un momento de reposo. Durante su permanencia en
Ginebra había demostrado sus grandes dotes de escritor hasta el punto de haber
legado a la posteridad más de dos mil sermones, una copiosa correspondencia
epistolar y tratados teológicos de diverso valor. Su tenacidad organizadora
había dado también sus frutos y, después de rota en buena parte la resistencia
de los adversarios, el reformador pudo gozar de relativa paz en los últimos
diez años de su vida. «El pueblo se hizo más obediente a la palabra de Dios, se
observaba mejor la santa reforma y se reprimían o castigaban debidamente los
vicios y los escándalos». Beza pensaba que
aquella calma y bonanza se reflejaban en la mejoría de su salud. Pero debía de
tratarse de una mejoría más aparente que real. A pesar de no contar más de
cincuenta años, Calvino daba la sensación de hombre aviejado. En el sermón
predicado la víspera de Navidad de 1559, tuvo que forzar la voz y los oyentes
notaron que no le iba bien. Al día siguiente apareció una maligna tos y arrojó
sangre. Los médicos diagnosticaron una enfermedad, entonces incurable:
tuberculosis. El mal afectó a todo su organismo y lo tuvo confinado al lecho
durante cinco años. No le faltaron tampoco disgustos de otro género, sobre todo
a causa de las dificultades y de la vigilancia de que eran objeto sus emisarios
de Francia. Calvino los afrontó con aquella sangre fría que era común en él.
Los días en que no podía moverse por sí mismo, se hacía llevar en una silla a
la iglesia para poder predicar, aunque no fuera sino a media voz, su sermón y
dar sus amonestaciones.
Al sentir que se acercaba la muerte, hizo su
testamento, mandó que vinieran los pastores de Ginebra de quienes se despidió
estrechando la mano de cada uno; logró también que se presentaran los miembros
del Consejo, les pidió perdón de lo que podía haberles ofendido; protestó de no
haber hecho más que «llevar la palabra de Dios que se le había confiado» y les
amonestó a que continuaran sin descanso su lucha contra el vicio y los
escándalos. «Pido a Dios —les dijo— que os conduzca y gobierne siempre, aumente
en vosotros sus gracias para que las hagáis valer en favor vuestro y de este
desgraciado pueblo» La agonía duró hasta el 27 de mayo de 1564. Cuando Beza y sus amigos fueron a verle, estaba ya cadáver.
«Aquel día, en un instante, se ocultó aquel sol y se retiró al cielo el mayor
luminar de la reforma de la Iglesia que haya visto el mundo, el hombre en quien
Dios se ha complacido enseñarnos la manera de vivir y de morir bien».
Son palabras dictadas por el amor de discípulo que,
además de haber convivido largos años con su maestro, heredaba de él su manto y
su autoridad. ¿Coincide con el mismo el veredicto de la historia? «Pocos
hombres —nos dice un moderno escritor— han dejado en la tierra huella tan
profunda. Es innegable que Calvino fue grande, que sembró grandes ideas, que
llevó a cabo grandes cosas y que plasmó grandes acontecimientos. La historia no
sería hoy lo que es sin su vida, su pensamiento y su implacable voluntad.
Quizás no ha habido sector de la Reforma que haya cundido tan hondo como el
calvinista. Casi cincuenta millones de hombres: presbiterianos, reformados y
congregacionalistas se consideran como seguidores suyos, aunque muchos de ellos
se hayan alejado de la doctrina favorita, fundamental, del fundador: el predestinacionismo. Calvino ha influido asimismo en el desarrollo
del capitalismo, de la democracia y del mismo socialismo. Estamos, pues, ante
uno de los personajes que, en el decurso de los siglos, ha determinado el curso
de la historia».
Conocida es también la descripción hecha por el
teólogo luterano Seeberg. «Es importantísimo recordar
que Calvino fue un hombre de la segunda generación de la Reforma y que recibió
sus ideas y su programa de acción en forma ya esencialmente definida. Su
contribución consistió en completar y organizar lo recibido. Calvino no fue un
genio como Lutero, ni poseyó las dotes que distinguieron a Zwinglio, ni
siquiera tenía el talento intelectual de Melanchton.
Sin embargo, poseía mejor que todos los anteriores
capacidad para asimilar todo un sistema de ideas y de expresarlas
debidamente en orden a sus conclusiones. Esto hizo de él el exegeta mayor de la
Reforma. Como teólogo, no contribuyó realmente con ideas nuevas, pero gracias a
su admirable sentido de percepción, supo ordenarlas según su carácter y su
desarrollo histórico. Fue una mente la suya, fina y delicada, pero no creadora.
A estas dotes se unía en él la fuerza de una voluntad nacida para la
organización, el espíritu tenaz e imperial de un gobernador de la antigua Roma.
Todo ello subordinado siempre a un principio superior: la de una vida dedicada
enteramente a la gloria de Dios sin miras a las exigencias de los hombres. Fue,
en suma, el mejor representante de la gran segunda generación reformadora».
Calvino expresó antes de morir el deseo de que sobre
su tumba no hubiera ninguna cruz ni otra señal que indicara su lugar de reposo.
Era su respuesta «a los papistas que acusaban a sus seguidores de hacer un
ídolo de su maestro». Por eso, continúa Hunt,
«sus huesos yacen escondidos en el cementerio ginebrino sin que hasta hoy nadie
sepa cuáles son los que le pertenecen»
Personalmente, Calvino tenía grandes cualidades:
inteligencia aguda más que profunda; clarividencia extraordinaria; constancia y
voluntad férrea para el trabajo; el genio de la organización y hasta un
secreto atractivo que, por muy inexplicable que nos parezca, era indiscutible y
real. Bajo el punto de vista teológico, fue el teólogo de la Reforma que
formuló más netamente —aunque en tono excesivamente tétrico— la nada que es el
hombre frente a la soberanía y majestad de Dios. La convicción de haber sido
elegido por El para purificar la Iglesia, dio a sus enseñanzas el
carácter apodíctico que las distingue: “por lo que toca a la doctrina —dice él
mismo— he enseñado fielmente y Dios me ha concedido la gracia de ponerla por
escrito sin alterar conscientemente un solo pasaje de las Escrituras”. Su celo
ardiente de la gloria divina fue el que lo impulsó a buscar en todo el bien de
los demás. Moralmente —sobre todo si el código moral se identifica con un
cierto puritanismo y severidad de costumbres— su conducta fue irreprochable.
Vivió y murió pobre y no parece que el sexo débil ejerciera sobre él atractivo
especial. «Calvino —escribe Jourdá— ignoró las
llamaradas de la sensualidad y no conocemos conversaciones peligrosas o chistes
suyos de mal gusto comparables a los de Lutero. No le gustó la bebida ni supo
apreciar lo que es un buen manjar».
En contraste, sus taras fueron quizá mayores. Algunas
de las virtudes indicadas son tales sólo cuando adornan a un ser humano, capaz
de comprender a sus semejantes y hasta capaz —si se nos permite la expresión—
de participar de algunas de las debilidades que hemos heredado al venir a este
mundo. De lo contrario, el resultado puede ser un individuo anacrónico,
solitario y artificial, un arisco cuya perfección podemos admirar, pero no
ponérnoslo como modelo de imitación. Y Calvino tuvo bastante de esto. «Calvino
—escribe Imbart de la Tour— es un puro
cerebro y en su cuerpo exangüe, la misma materia parece espiritualizarse. No
es, a pesar de las apariencias contrarias, el mejor panegírico que se debe
hacer de un hombre. Y el citado autor —que no le escatima elogios cuando se los
merece— va analizando los defectos de su carácter. Lo encuentra de un humor
triste y de una seriedad malhumorada, incapaz de la expansión y de la alegría.
Quizás la falta de ternuras maternales o la escasa atención prestada por su
padre, pudieron influir en ello. Pero, al mismo tiempo, tuvo reacciones de colérico.
No soportaba que se hiciera caso omiso de su persona y se enfurecía con quienes
se atrevían a contradecirle en lo más mínimo. Y lo mostraba con palabra áspera
y mordaz desde el pulpito o desde el consistorio apostrofando a las gentes,
fustigando los vicios y aun acusando duramente a los que estaban en el poder.
Aquella sensibilidad dolorosa y ulcerada se exacerbó con los años y las
enfermedades, dando lugar a frecuentes conflictos con las autoridades.
Calvino tenía, además, otros dos graves defectos. No
supo reconocer las cualidades ajenas y fue conscientemente vengativo. Trató con
frecuencia muy duramente a Bucer, que era uno de
sus grandes colaboradores. Nunca reconoció honradamente lo mucho que debía a
Lutero, a quien por el contrario reprendió en más de una ocasión. Su táctica
consistió en alejar de Ginebra a quienes por su talento e independencia podían
hacerle alguna sombra. El hombre que sometía al más severo control del
Consistorio las publicaciones de los demás, se negaba rotundamente a pasar él
mismo por la prueba. Cuando en 1554 los censores quisieron ver la Defensa que
había publicado contra Servet, su única respuesta fue la negativa y la amenaza
de que prefería arrojar al fuego el manuscrito antes de entregarlo para la
revisión de aquella pocilga de puercos. Imbart de
la Tour cita ejemplos de la fraseología empleada por el reformador al referirse
a sus adversarios, sobre todo si eran católicos. No son como para ser
trascritos en este lugar. «Comparado con Lutero —añade—, Calvino es moderado.
Pero en el alemán hay un fondo de generosidad y sus explosiones son de corta
duración. En cambio, en el francés el odio es más retenido y, por lo tanto, más
tenaz. No se contenta con injuriar: molesta y hunde a su adversario». Hemos
visto en otro lugar la suerte que él reserva a sus víctimas. Bolsee, Castellion y Servet —a pesar de constituir los casos
más ejemplares— están lejos de ser los únicos. Los acusa, a veces sirviéndose
de las denuncias más inicuas; obliga al Consistorio a cargar sobre ellos su mano;
no comunica a los acusados las respuestas favorables que han ido llegando de
diversas partes sobre su causa; vigila para que no se omitan detalles en la
aplicación de la pena última; y aun los ataca después de muertos. «Desaparecido
Servet, Calvino persigue todavía su memoria. En su libro Défense de la foi orthodoxe no hay una palabra de compasión para él.
Al contrario, trata de ensuciar su recuerdo describiéndolo como un falso ante
la muerte cuando los procesos verbales del suplicio dan testimonio de su
constancia».
De su obra religiosa no nos queda mucho por añadir.
Sus adversarios le acusaron de soberbio y de estar tan lleno de sí mismo que se
creía un hombre escogido por Dios. De esta conciencia de la misión propia no
cabe la menor duda. «Si hay algo duro en su carácter, ello se debe en gran
parte al convencimiento de ser el Servidor de Dios, el hombre destinado por la
providencia para poner en ejecución su voluntad. Lo ha repetido sin
rodeos: yo hablo por boca del Maestro.
Un escritor protestante, O. Pfister,
ha descrito a Calvino «como a una pobre víctima de neurosis compulsiva que le
impelía a reconstruir el mensaje de Jesús y de los apóstoles, produciendo así
un triste sustitutivo del Evangelio, que le empujaba además a frecuentes actos
de crueldad».
De ahí su actitud altiva de creerse en posesión de la
verdad, su desprecio de las opiniones de todos los demás. Atacar o difamar su
doctrina —y a fortiori atacar su persona— es volverse contra el mismo Dios.
¿Fue aquel convencimiento un resultado consciente de la reflexión o el colmo
del orgullo de un hombre, que rebelándose contra toda la Iglesia, se creía
autorizado a reformarla desde sus fundamentos? No es fácil decirlo. De lo que
no cabe dudar es del daño espantoso causado por su obra a la cristiandad. El
escritor inglés Hilaire Belloc piensa
que fue «Calvino quien levantó de forma definitiva el muro que separa hoy a la
Europa católica de sus oponentes y el que puso en marcha la mayor fuerza
religiosa contra la catolicidad». Lutero había echado las bases y asentado los
principios de la ruptura total. Pero a veces sus afirmaciones eran incompletas;
en otras ocasiones, no se había llegado a la formulación perfecta; y casi
siempre se trataba de doctrinas que necesitaban retoques y debían quedar reducidas
a un sistema. Esto fue obra de Calvino, de su Institutio y
del modelo ginebrino. En puntos fundamentales de teología, por ejemplo en la
doctrina sacramentaría, en eclesiología, en cuestiones de relaciones entre la
Iglesia y el Estado, en el rechazo total de la jerarquía eclesiástica, el
reformador francés abrió una zanja mucho más honda que la de su predecesor
alemán. «Calvino fue el hombre de la ruptura decisiva con Roma. Por eso, su
persona se convierte para todo católico en objeto de horror en grado mayor que
ningún otro contemporáneo. Fue él, mucho más que Lutero, el reformador que con
una especie de rigor luciferino, se aplicó a levantar el muro infranqueable
entre la Iglesia que le había dado el bautismo y la otra que él quería
reformar».
Se ha querido hacer un paralelismo entre ambas
revoluciones religiosas y afirmar que Calvino llegó a la historia en el momento
en que el luteranismo, a causa de la mística individualista y de las
disensiones internas de sus seguidores, estaba a punto de desmoronarse. Si la
primera parte de la afirmación tiene sus apariencias de verdad, la segunda no
ha sido confirmada por los hechos. La supuesta unidad y solidez del calvinismo,
si es que existió de veras, nunca fue de larga duración. Hoy es una de las
ramas de la Reforma más prolífera en divisiones. Con la triste particularidad
de que, habiéndose perdido en muchos de sus brotes una parte de la herencia
calvinista original, las tendencias prevalentes en su seno son de signo
totalmente izquierdista y conservan de cristianas poco más que el nombre. Lo
único en que se distinguen es en el alejamiento cada vez mayor de la Iglesia
Madre, de Roma.
III
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