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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

PRUDENCIO DAMBORIENA

 

FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA

 

III

CISMA Y HEREJIA EN INGLATERRA

 

La defección de Inglaterra, «el acontecimiento capital y el momento crítico en la gran lucha de la Fe contra la Reforma» (Belloc), fue un caso distinto de los ya descritos para el luteranismo y el calvinismo. «La iglesia y el pueblo inglés —escribe Lindsay— se desgajaron del antiguo tronco eclesiástico de modo excepcional. Aquella ruptura apenas tuvo nada de común con los movimientos contemporáneos de Francia y de Alemania». Las diferencias fueron muchas, pero ninguna tan profunda como la teológica. Lutero, Zwinglio y Calvino pensaron y estructuraron primero su cuerpo doctrinal para imponerlo después en sus patrias de origen o en el resto del continente. En cambio, en Inglaterra la doctrina jugó un papel muy secundario y los ingleses tampoco se preocuparon durante varios siglos de aplicar sus sistemas a otros países. «El dogma —escribe Constant— no tuvo en la reforma inglesa la parte que la justificación por la sola fe en Alemania o la predestinación en Suiza. Al inglés nunca le han preocupado demasiado las ideas abstractas... Por eso, el anglicanismo empezó no por la proclamación de novedades teológicas, sino por la destrucción de los privilegios del clero y por la confiscación de los bienes eclesiásticos; en otras palabras, por quejas de orden práctico unidas a un problema económico»

Ha sido frecuente en cierta escuela histórica atribuir, de modo casi exclusivo, aquella catástrofe religiosa a la pasión carnal del más despótico de sus reyes. Pero es evidente que no hay monarca capaz de acarrear una revolución de tales magnitudes si en el medio ambiente no hay gérmenes que ayuden aquella eclosión. La pasión real jugó su papel importantísimo, pero no fue el único. ¿Dónde estriba, por lo tanto, tal interpretación? Quizás en este doble factor; en la manera externamente brusca en que la Isla de los santos desertó de la Iglesia Madre y en el importantísimo papel que sus reyes jugaron en su implantación y afianzamiento, «Los reyes de Inglaterra, había dicho al nuncio papal Enrique VIII en 1515 nunca han tenido en tiempos pasados otro superior que sólo Dios Podéis interpretar los decretos (pontificios) como mejor os plazca. En cuanto a mí yo nunca me avendré a vuestros deseos, como tampoco lo hicieron mis progenitores». Era el modo como entendía él la sumisión real a las decisiones de la Santa Sede.

 

LUCES Y SOMBRAS DE LA RELIGIOSIDAD INGLESA

A principios del siglo XVI, Inglaterra parecía un sereno lago de piedad cristiana y de paz religiosa. Al espíritu de rebelión que dos siglos antes había aflorado en ciertos sectores— y cuyos principales representantes eran Wycleff y los Lolardoshabía seguido una época de tranquilidad. El pueblo era piadoso y su existencia estaba envuelta en prácticas y creencias de hondo sabor cristiano. Lo notaban más que nadie los extranjeros llegados al país por razones de comercio o en funciones diplomáticas. «Los ingleses —anotaba en 1500 un veneciano— oyen Misa todos los días y rezan en público muchos padrenuestros. Las mujeres van con un largo rosario en la mano y las que saben leer llevan el libro del Oficio de la Virgen para leerlo en voz alta en la iglesia a la manera de los clérigos». Al italiano le sorprendió también que fueran tan liberales en las colectas dominicales, pues, según decía, nadie daba menos de lo correspondiente a un ducado de oro. Entre los libros publicados por entonces, eran de nuevo los manuales de iglesia, los devocionarios y los libros de Horas los que se llevaban la palma. La nobleza participaba también en la piedad popular y sabemos que la madre de Enrique VIII tradujo del francés el IV libro de la Imitación de Cristo. Los ingleses se entregaban igualmente a las obras de caridad y enrolados en asociaciones como la del Holy Cross, servían en los hospitales o socorrían a los necesitados. Los grandes centros de peregrinación —y principalmente Roma y Santiago de Compostela— contaban entre sus peregrinos a los visitantes llegados de la lejana Britania. Las crónicas contemporáneas son testigo del enraizamiento de las grandes devociones cristianas —empezando por la del Santísimo Sacramento y la de la Virgen— en la vida popular. La venerada tumba de Santo Tomás de Canterbury se había convertido en lugar de peregrinaciones nacionales. Los santuarios de Glastonbury y Walsinghan no eran sino los más conocidos que la piedad mañana había levantado a lo ancho y largo de su territorio. Los marinos antes de hacerse a la mar sabían que en Walsinghan se hallaba la Virgen, patrona de los navegantes y auxilio de los náufragos

Y tampoco se trataba de una devoción meramente externa. Llevado quizás por su mismo instinto de practicidad el inglés medio se preocupaba más que otros de asegurar su eterna salvación o de librarse de las penas del purgatorio. «Yo, Walter Cawode —leemos en un acta notarial— a fin de que la venida del Gran Esposo (cuando a Él le plazca llamarme) no me encuentre dormido, recomiendo y entrego desde ahora mi alma pecadora a Dios todopoderoso, Creador y Redentor mío, y a la bienaventurada siempre Virgen María, que es después de El todo mi socorro y mi esperanza». Por eso, recomendaba al sacerdote que, en tiempos fijos, dijese Misas por el eterno descanso de su alma. Había casos en los que el moribundo sufragaba los gastos de otra persona para que peregrinase a Roma a rogar por él ante la tumba de los Apóstoles. No parece que la gente sencilla hubiera perdido su confianza en el sacerdote quien, al fin y al cabo, tomaba parte tan activa en toda su vida y era algo así como su consejero nato en las dificultades, y en las dudas. Las críticas tuvieron su origen más bien en las clases dirigentes y, como veremos a su tiempo, no siempre por motivos de puro amor de Dios. En conjunto, pues, la situación religiosa de Inglaterra podía compararse con la de cualquier otra nación extranjera.

Sin embargo, lo dicho no obsta para que en el país —aún bajo tales apariencias de tranquilidad— hubiera elementos peligrosos, tendencias heterodoxas y aun ciertos brotes de rebeldía. Por de pronto flotaba en el ambiente, cierto antirromanismo más o menos difundido según las regiones. Unos lo atribuían a las humillaciones infligidas en otros tiempos por el Papado a ilustres personajes de la nación: por Alejandro III al rey Enrique II como a responsable del asesinato de Tomás Becket, y por Inocencio III a Juan sin tierra y a sus seguidores. Otros culpaban de ello al continuo temor de que las intromisiones romanas conculcaran o disminuyeran las libertades nacionales. La permanencia pontificia en la corte de Aviñón había dejado amargos recuerdos en todo el mundo. Los fieles se escandalizaron de lo que se contaba de la vida de aquella ciudad y del carácter particularista que iba cobrando el Pontificado. Ambos cleros protestaron de las cargas fiscales que se les imponían y de la parcialidad mostrada por la Curia en la colación de beneficios eclesiásticos. Los reyes, además de enviar severas amonestaciones, hicieron saber a los Pontífices que en adelante las provisiones de beneficios pertenecían a la corona real: estatutos de 1351 y 1533. Cuando el Papa Urbano V exigió a Eduardo III el pago retrasado de treinta años de tributos, éste —después de consultado el parlamento— se negó rotundamente a hacerlo. «El rey —escribe el cronista— respondió brevemente que no le pensaba pagar tributo porque poseía y gobernaba su reino sin estar sujeto a nadie en este mundo».

Existían igualmente corrientes teológicas adversas a las interferencias pontificias en los problemas de la nación. El franciscano Guillermo de Ockam había puesto en duda la autoridad del Papado sobre el rey. Las tesis de Wycleff eran rabiosamente antipapales: según él, bastaba Cristo como Cabeza de la Iglesia; el Papa era el antiristo y el emperador podía deponer a quien se arrogara aquel título. El hereje había llegado también a defender otras dos sentencias, que al rey y al parlamento iban a servir de pauta en más de una ocasión: a saber, que los monarcas tienen ilimitados poderes sobre los bienes de la Iglesia y que ésta, por su carácter puramente espiritual, estaba obligada a desprenderse de todas sus posesiones materiales. Como ocurre en épocas de anticlericlarismo (sobre todo si el pueblo está económicamente necesitado) los descontentos y envidiosos sacaron a plaza las fortunas del clero y de los monasterios. El citado visitante veneciano fue uno de los primeros en denunciarlos. «La fortuna de estos señores espirituales —decía— supera en Inglaterra la de los señores temporales, ya que en sus dominios poseen una décima parte de los productos de la tierra y del ganado. No hay iglesia parroquial, por pequeña que sea sin crucifijo, ostensorios, patenas y cálices de oro; ni convento de Órdenes mendicantes sin ornamentos dignos de una catedral. No podéis haceros idea del esplendor de los monasterios benedictinos, cistercienses y cartujos; se parecen más a palacios de barones que a casas de religiosos». Otros se dedicaron a difundir —por medio de panfletos y de libros— parecidas acusaciones atribuyéndoles una extensión que de hecho no correspondía a la verdad. De aquí a presentarlos como a auténtica amenaza para el bienestar de toda la economía de la nación, no había sino un paso. Libros como el escrito en 1528 The Very Beggar's Supplication Against Popery, por Simón Fish, en el que se describían, en tono de vituperio, las riquezas del clero, tuvieron grandísima repercusión. Como lo notó Tomás Moro en respuesta al libro, las acusaciones eran exageradas o positivamente injustas. Pero una parte del pueblo las creyó pensando quizás que la solución propuesta de la repartición de los bienes eclesiásticos, no estaba del todo descaminada.

 

LA SITUACION DEL CLERO

Hablemos primero del clero secular. Piensa Hughes que, mientras no poseamos estudios más detallados sobre su formación teológica o sobre sus ministerios sacerdotales, no es lícito —a la manera en que lo hacían entonces ciertos humanistas y continúan hoy día algunos autores— lanzar acusaciones generales contra aquel sector clerical.

De modo parecido, es anticientífico basarse exclusivamente en los cánones prohibitivos de las asambleas provinciales o de las visitas episcopales para juzgar según ellos de toda la situación. «Unos y otros —comenta Janelle— se fijan naturalmente en la parte sombría del cuadro... Con mayor razón, tampoco se pueden admitir sin control las afirmaciones de los panfletarios protestantes del tipo de Simón Fish o aquéllas que los enviados de Enrique VIII quisieron producir con el objeto de justificar la expoliación de los monasterios. Se diría que el estado moral del clero del otro lado de la Mancha era superior al que en 1510 ofrecía la curia romana al embajador inglés Richard Pace. Los casos de concubinato eran poco frecuentes: seis condenaciones por incontinencia entre 1452 y 1506 en la diócesis de Ripon (York) que contaba 150 sacerdotes del clero secular».

El primero de los autores citados distingue entre los miembros del clero británico del siglo XVI dos categorías: los sacerdotes que habían hecho un curso completo de estudios y los que se habían preparado con excesiva rapidez. Parece claro —aun por las listas de las universidades— que los primeros eran los menos y que, en consecuencia, la formación de la gran mayoría dejaba mucho que desear. Naturalmente los críticos de la Iglesia se cebaron en ellos, apresurándose a trazar un contraste entre su ignorancia y los conocimientos de la nueva clase intelectual que entonces empezaba a salir de los centros universitarios. William de Meltham los llamaba rudium et stolidorum turba y los acusaba de holgazanería y de toda clase de vicios. Vivían, por lo general, en las aldeas o, si estaban en la ciudad, ocupaban los puestos más humildes y despreciados. Los cronistas contemporáneos insisten asimismo en el número excesivo de clérigos para una población tan escasa como la de aquellas islas. Es evidente, por ejemplo, que 12.000 sacerdotes seculares —además de los miembros del clero regular— no podían hallar suficiente ocupación en tan reducido territorio. Este clero plebeyo —sin dar una connotación peyorativa a la palabra— económicamente mal atendido y poco estimado de sus feligreses, difícilmente podía estar a la altura de su vocación ni ofrecer una fuerte resistencia en los momentos difíciles. La raíz del mal estaba en buena parte en la escasa selección que se hacía de los candidatos. Tomás Moro se quejó amargamente de esta deficiencia Y otros humanistas, menos religiosos que él fustigaron a los obispos por el descuido mostrado en el particular. «Los obispos —decía Colet— son demasiado fáciles en la admisión para las Ordenes Sagradas. Aquí está el origen y la fuente de todas nuestras desgracias: la puerta de la Ordenación sacerdotal es demasiado ancha y su entrada está demasiado abierta. No hay persona que se ofrezca a penetrarla, a quien se le diga que no. De aquí viene que tengamos en el país tanta multitud de sacerdotes con poca ciencia y menos piedad todavía».

A la parte mejor educada del clero, se le hacían otras críticas: el absentismo y el excesivo apego a los negocios políticos y mundanos. En ambas incurrían tanto los párrocos, canónigos y beneficiados, como los obispos; en mayor grado los últimos que los primeros. Tratándose de párrocos, era una práctica por desgracia bastante común que las parroquias estuvieran encomendadas (por los mismos obispos) a patrocinados seglares. Estos, mientras cobraban sus pingües beneficios, encomendaban la cura de almas a coadjutores (vicarios) en general poco preparados para aquel trabajo. El caso era también bastante ordinario cuando la parroquia estaba a cargo de un sacerdote proveniente de una mejor clase social, que poseía varias parroquias a su cuidado. Evidentemente aquellas ausencias significaban el abandono de las almas y grandes peligros espirituales para quienes debían de haber tenido cuidado de las mismas. «Desde hace cincuenta años —escribía con amargura Gascoigne— no conozco que en este país se promuevan a cargos a hombres que saben, pueden y quieren trabajar por las almas»

El absentismo era más corriente entre los obispos. Aquí, sí, el mal era casi universal. En el momento de estallar el cisma anglicano, sólo cuatro de los veintiún obispos de la nación se podían llamar propiamente residentes. Los demás visitaban sus diócesis de vez en cuando; recogían los dineros que les correspondían por sus beneficios y volvían a la corte o se entretenían en la caza o en otras diversiones. El historiador benedictino, Dom Gasquet, hablando de uno de aquellos prelados, Richard Fox, escribe que «los deberes episcopales preocupaban tan poco su conciencia, que a pesar de haber sido consagrado en 1487 obispo de Exeter; trasladado a Bath y Wells en 1491 y de nuevo a Durham en 1494, nunca visitó su catedral de Exeter ni puso pie en sus diócesis de Bath y Wells».

La enfermedad tenía por causa principal el sistema empleado en su elección, la acumulación de beneficios y su completo servilismo a la corona. Una buena parte de ellos llegaba a los nuevos cargos sin vocación. Eran hijos de familias pudientes que habían ya servido como oficiales del estado y que, por recomendaciones o por su habilidad personal, recibían del rey aquellos empleos para que continuaran sirviéndole con la fidelidad de antes. El cuidado espiritual de la diócesis venía en segundo lugar. «Una lista de obispos —escribe Elton— cuya formación había estado sometida durante dos siglos al beneplácito real en carreras como la de leyes, la diplomacia o el servicio administrativo, podía resultar — y de hecho lo fue— un modelo de eficiencia, de trabajo arduo y de rectitud. Pero, naturalmente, tales hombres no estaban preparados para ser guías de almas y, menos todavía para emprender las reformas que eran del todo necesarias. Al contrario, y educados como estaban en aquel ambiente, sólo contribuyeron a perpetuar los males existentes».

 

BROTES ANTI-ROMANOS

Se ha hablado de un protestantismo inglés anterior a la aparición del anglicanismo, aludiendo con ello a las consecuencias dejadas por Wycleff y sus sucesores así como a la existencia de una iglesia nacionalista de la que el sistema anglicano sería una mera continuación. Sin embargo, la mayoría de los autores —incluso los menos catolizantes— descartan principalmente el influjo de los lolardos en el advenimiento de la segunda revolución. «Los lolardos y su sistema —vuelve a decirnos Elton— aunque estuvieron activos ciento cincuenta años antes, no tuvieron parte alguna en la aparición de la Reforma en Inglaterra»

Allison piensa también que su acción fue más bien indirecta en cuanto que sus doctrinas pasaron a Bohemia y de aquí —a través de los husitas— a la Alemania luterana y de ésta, en fin, de nuevo a la Reforma en las Islas Británicas. Esto no impide, con todo, que muchas de las teorías de los lolardos quedaran en el ambiente aun después de su desaparición como fuerza organizada. Sus doctrinas contra la institución sacerdotal y el celibato, así como su oposición a la confesión auricular, a la Misa y a los exorcismos, fueron dejando huella en la población. Aquel desprecio a la tradición y a la autoridad constituida —patentes en ciertos sectores de la vida inglesa— eran, según Constant, resultado de la propaganda que se había hecho en dicho sentido.

El aislamiento de la Iglesia de Inglaterra de la Sede Romana era también algo real. No que la nación como tal hubiera dado muestras de independencia doctrinal o administrativa de Roma. La generosidad con que tanto sus obispos como sus fieles habían acudido en auxilio de la Santa Sede en momentos de peligro (empezando por la época de las Cruzadas) bastaban para probar lo contrario. Sino en el sentido de que diversos adjuntos, unos de orden geográfico, otros de carácter político, habían contribuido a distanciar a ambas potencias y a disminuir el contacto ininterrumpido necesario al entendimiento mutuo entre ellas. Es evidente que la lejanía territorial influía algo en aquella carencia de relaciones. Pero existían también otros elementos debidos a la libre elección humana. Señalemos entre ellos al humanismo, a las infiltraciones luteranas, a la terca hostilidad parlamentaria y al triste papel jugado por el cardenal Wolsey.

 

LOS HUMANISTAS Y LOS LUTERANOS

Al igual que en otras naciones europeas, los humanistas tuvieron su parte en la preparación de la reforma religiosa en Inglaterra. Relativamente pocos de ellos llegaron hasta el borde del cisma. Se contentaron por lo común con asentar los principios y con lanzar una propaganda que, abrazada en todas sus premisas, llevaría a otros a profesarla. Erasmo —escribiendo en casa de su amigo Tomás Moro el Elogio de la Locura— ridiculizaba a frailes, curas, obispos y Papas. Sus exageradas críticas de las indulgencias, de la veneración de los santos y de sus reliquias, dieron pábulo abundante a los anticlericales de su tiempo. La Utopía de More, aun admitidas sus hipérboles y alegorías, podía dar a algunos ocasión de tratar con escaso respeto a muchas personas y cosas de la Iglesia. Colet —íntimo amigo de los anteriores— se dio a fustigar los vicios (unos verdaderos y otros que no lo eran tanto) del clero de su nación. Ni que decir tiene que los discípulos aprendieron bien las lecciones de los maestros. El más famoso de ellos, William Tyndale, primer traductor de la Biblia al idioma inglés, pasó al luteranismo y se convirtió en ardiente propagandista de las nuevas ideas. «Su celo ardiente; aquel maravilloso dominio del lenguaje; su odio y mordiente ataque y la elocuencia que su indignación le inspiraba... sirvieron para que el potente orador arrastrara hacia sí a otros muchos». Había también grupos que, reunidos alrededor de la pensión llamada The White Horse, de la universidad de Cambridge, formaron las primeras células semiheréticas de la nación.

Tras los humanistas, llegaron los auténticos emisarios de la Reforma. Los luteranos continentales habían puesto sus ojos en Inglaterra, aunque en los comienzos no tuvieron grandes esperanzas de vencer la oposición, cuyo representante principal era el mismo rey. Pero esperaban que las universidades —o al menos algunos de los colleges— fueran dando entrada a las nuevas ideas. En 1527 Wolsey mandó comparecer ante sí a varios hombres de estudio, acusados de profesar el luteranismo. La propaganda escrita protestante hizo también su aparición. Sabemos que uno de los libreros de Oxford, John Dome, tenía a la venta una colección de libros heréticos. Erasmo, escribiendo a Ecolampadio (mayo de 1521) le decía que abundaban en las islas los libros de Lutero y que, de no haber intervenido él, muchos habrían sido condenados a las llamas.

El arzobispo Warham informaba también que Oxford estaba plagado de luteranos. Cambridge no se hallaba en mejor situación. Los profesores designados por Wolsey para su nuevo colegio universitario (Cardinal College) estaban infeccionados en herejía, y llevados delante de los jueces a responder de sus cargos, no tenían empacho en confesar sus creencias y en admitir prácticamente todos los postulados luteranos. Tomás Moro preveía los peligros de la situación y no aprobaba a aquellos contemporáneos suyos que se creían inmunizados contra el contagio protestante en su patria. «Tales hombres —escribía refiriéndose a aquellos católicos— no tienen suficiente visión. Porque así como es verdad que el mar nunca rodeará y se tragará a toda la tierra, sin embargo no lo es menos que la ha comido en muchas partes, y que se ha tragado a países enteros cubriendo con sus aguas regiones habitadas antes por numerosas gentes. De modo parecido, aunque la fe de Cristo nunca quedará sofocada por la herejía, ni las fuerzas del infierno prevalecerán contra su Iglesia, sin embargo, ésta (la herejía) que en algunas partes va ganando a nuevos pueblos, puede también llegar a penetrar en otros, precisamente por la negligencia de los católicos».

 

EL HUMOR PARLAMENTARIO

El parlamento iba a convertirse también en instrumento de alejamiento de Roma y, por consiguiente, de aproximación al cisma. A decir verdad, la ilustre asamblea había mostrado con frecuencia su estado de ánimo en este particular y su anticlericalismo era conocido de todos. La medida tomada por Wolsey en 1515 de suprimir indefinidamente sus sesiones, fue de eficacia más que dudosa. Sus miembros, elegidos por la mayor parte, entre las clases industriales y pudientes de la nación, tenían muchas quejas —o si se quiere, abrigaban muchas sospechas y envidias— de los privilegios eclesiásticos y de las riquezas del clero. Por eso, hacían cuanto estaba por su parte para limitar aquéllos, ya que por el momento no podían emprender sus confiscaciones en regla. La legislación coercitiva emanada contra ambos cleros fue numerosa y se extendió en ocasiones al mismo terreno espiritual. Para promulgarla, recurrían a una larga lista de supuestos privilegios suyos respecto de los eclesiásticos y de la misma corte romana. La aversión a ambas fue adquiriendo caracteres agudos, y San Juan Fisher quiso advertírselo —gozaba de gran autoridad moral ante sus miembros— en 1529: «Mirad, milores, que cada vez se presentan más proyectos de ley dirigidos a la destrucción de la Iglesia. Por amor de Dios, acordaos de lo que era el reino de Bohemia y de la ruina que le ha sobrevenido al separarse de Ella. Y, sin embargo, en los Comunes parece no oírse otro grito que el de: ¡abajo la Iglesia!». Pero ya era tarde. La aversión era profunda y no esperaba sino la ocasión propicia para exteriorizarse.

Lo peor del caso parecía ser que en este punto el parlamento coincidía con la manera de ver del rey, aun antes de que éste pensara en apostatar de su fe. Había intereses comunes que defender, sobre todo en lo concerniente a una independencia mayor de la Curia romana y en punto a bienes y privilegios temporales del clero que se estimaban excesivos. Esto trajo como resultado la perfecta sumisión del parlamento a los designios de la corona. «El parlamento y el rey —escribe Constant— fueron aliados en su lucha contra todas las jurisdicciones que se les opusieran. Ambos buscaron el aumento del poder. Las leyes aprobadas en la segunda parte del reinado de Enrique VIII, prueban que la acción conjunta fue más armoniosa que nunca».

 

WOLSEY: EL INSTRUMENTO FATAL

Estos elementos desfavorables al Papado necesitaban una fuerza dinámica que los ayudara en su actuación. La suerte les puso en el camino al hombre que, con su influjo y sus intrigas, dominó durante más de un decenio los destinos del país, el cardenal Tomás Wolsey. Oriundo de una modesta familia de comerciantes en lanas, había puesto desde joven su mirada en la carrera eclesiástica, no tanto para servir a Dios cuanto como medio para medrar en la vida. «Wolsey —dice de él el anglicano Elton— se esforzó por servir a los señores de este mundo, relegando casi al olvido los negocios de la eternidad». Por caminos que parecen bastante tortuosos, comenzó a subir pronto por la escala de las dignidades. En 1506 era ya capellán de Enrique VII; cinco años después canciller privado de su hijo Enrique VIII; en 1514 obispo de Lincoln y arzobispo de York; al año siguiente lord canciller y cardenal, y en 1518 legado papal ad latere con plenos poderes. Estuvo también dos veces a punto de ser elegido Papa. En su vida privada fue todo menos ejemplar. La sed de riquezas no tuvo en él límites: los tres obispados, los monasterios de los que (al igual que de las diócesis) era pastor in absentia; los 5.000 ducados de oro que le correspondían como canciller; las transacciones con el extranjero y las pingües sumas que recibía en recompensa de los cargos y de los beneficios distribuidos... redondeaban su cuantiosa fortuna. «Su corte —escribía el embajador Fariel— era espléndida y superaba a la del rey». Giustiniani, después de asistir a algunos de sus banquetes, los comparaba a los que Calígula y Cleopatra solían ofrecer en la antigua Roma

Dejemos para los historiadores políticos el estudio de su actuación en el campo económico de la nación. Aquí nos interesa su papel en los negocios eclesiásticos y, en concreto, en la gestación del cisma anglicano. Wolsey era omnipotente en la corte de Inglaterra. Para los asuntos religiosos debía de haber sido un lazo de unión entre el rey y la Santa Sede, aunque de hecho se convirtió en un pequeño Papa que usurpaba poderes, eliminaba adversarios y promovía aduladores. Su responsabilidad en la aparición del cisma religioso fue doble.

Por una parte, al surgir el conflicto de Enrique VIII con Roma, Wolsey dio pruebas de una total carencia de conciencia moral, de increíble servilismo a su soberano y de despreocupación de lo que en el asunto legislaban los cánones eclesiásticos. Mientras le fue bien, sirvió al Papa porque con ello pensaba contribuir a su personalidad y prosperidad particular, y al soberano de quien dependía. «Ubi Petrus —solía decir— ibi Anglia». En cambio, al surgir las dificultades —en las que de antemano había asegurado al rey que él hallaría favorablemente solución—, y al no resolverse según sus previsiones, desertó miserablemente de su vocación para ponerse del lado real. Fue el momento en que —como legado pontificio— aseguró al Papa que «ya no estaba en sus manos servir a Su Santidad».

Por otra parte, la vida y las costumbres de aquel prelado —para no decir nada de su conducta en el asunto matrimonial del rey— suscitaron en las gentes un antirromanismo como hasta entonces no se había conocido. Si la Santa Sede, argüían, se hace representar en Inglaterra por un hombre de la especie de Wolsey, el pueblo inglés no tiene mucho que esperar de Roma, y quién sabe si no es verdad lo que se escribe y se cuenta sobre aquella corte papal.

«Nunca hubo —escribe Hughes— en la historia de Inglaterra un hombre tan revestido de autoridad, ni tan poderoso, ni tan rico, ni tan ostentoso. Y, sin embargo, tampoco es posible hallar en nuestros anales otro que suscitara tales olas de amargo y de irrefrenable odio. El cardenal no fue un actor en el gran negocio del cambio de religión... Pero, al momento de su muerte, las baterías estaban preparadas para disparar la primera bolea contra la supremacía papal. Su carrera fue tal, que puede decirse fue él quien puso al rey en el disparadero (del cisma) y entrenó a la mayoría de sus gentes... En este sentido también su caída en desgracia fue verdaderamente el preludio de una revolución».

Cuando, expulsado de sus honoríficos cargos, Wolsey recibió la orden de presentarse ante los tribunales para dar cuenta de su conducta y de sus negocios, el pobre —viejo ya y achacoso— hizo esta sabia reflexión: «Si yo hubiera servido a Dios con la misma diligencia con que lo he hecho a mi rey, El no me hubiera abandonado en los años de mi vejez». El arrepentimiento era tardío y la historia no se lo ha perdonado: «Wolsey —leemos en el The New Cambridge Modern History— fue el primero que, sin saberlo, preparó la ruina de la Iglesia. La batalla estaba perdida aun antes de que empezaran los ataques al pontificado. Wolsey, a causa de su administración autocrática, había establecido por vez primera una especie de ligamen indisoluble entre la autoridad eclesiástica y la civil, debilitando el poder de la Iglesia al convertir a los mismos Obispos en meros agentes de su política. Por su enorme impopularidad, Wolsey había convencido también a muchos sobre la realidad de los peligros inherentes al poder pontificio. Finalmente, al caer en desgracia, iba a poner en manos de otros el argumento táctico ideal para reducir a la Iglesia a servidumbre. Por todo esto, cuando se estudia de cerca la influencia dañina de Wolsey lo que nos sorprende no es que la Iglesia cediera ante las presiones del rey sino que después de los quince años de gobierno fuerte, egoísta y totalmente desastroso del cardenal, le quedasen todavía fuerzas para resistir durante tanto tiempo».

 

LOS PRIMEROS DESVIOS DEL REY

El joven y apuesto Enrique VIII no parecía destinado a ser el protagonista de una estruendosa ruptura con la Iglesia de Roma. El embajador veneciano —dejándose llevar un poco de su imaginación meridional— aseguraba que «Dios había combinado en él las más altas dotes físicas y espirituales». Era, además, «amable, liberal y simpático, sobre todo con los hombres de ciencia a quienes estaba siempre dispuesto a favorecer». Religiosamente hacía profesión de una gran piedad: «por lo general, asiste a dos Misas diarias y los días festivos además a una Misa mayor. Es también muy caritativo y distribuye anualmente diez mil ducados entre huérfanos, viudas e inválidos».

La crítica moderna rechaza como poco fundada la versión de Paolo Sarpi (repetida después por muchos autores) según la cual Enrique, como hijo menor de la familia, había estado destinado y aun habría comenzado la carrera eclesiástica. Ello no obsta para que mostrara siempre afición a los estudios teológicos y se empleara en defensa de la verdadera religión. Por eso, tan pronto como el Papa León X publicó la bula en que se excomulgaba a Lutero, el rey intervino en la discusión y respondió al hereje en su libro: Assertio Septem Sacramentorum, que era una réplica al De Captivitate Babylonica del ex-agustino. El libro iba dedicado de propia mano al Papa con hermosas frases de adhesión a la supremacía pontificia.

León X juzgó la obra como verdadero diamante del cielo y dio a su autor el título de Defensor Fidei que lo ponía casi a la par con el Rey Católico de España y el Muy Cristiano de Francia. El libro tuvo enorme repercusión. Se tradujo a varias lenguas y causó más de una molestia a los protestantes. Lutero le respondió con un panfleto de tan baja estofa que Enrique juzgó indigno de su rango abajarse hasta él y encomendó a Tomás Moro que lo hiciera en su lugar. El gran humanista tomó la pluma y compuso una de aquellas piezas de apología en las que uno no sabe qué admirar más, si el cuidado en no rebajarse al estilo del tosco teutón o su clara visión —no tan fácil de obtener en aquellos principios— del verdadero significado de la nueva herejía. Esta, en su opinión, era como una síntesis de todos los errores anteriores y, si no se le ponía pronto remedio, podía dar al traste con todo los valores religiosos de nuestra civilización cristiana.

Además de sus libros, el rey quería aprovechar cualquier ocasión para mostrarse adicto a la Sede Apostólica. Las cartas escritas a Clemente VII a raíz del saco de Roma, parecían sinceras. Gustaba también de afirmar, tanto en su correspondencia privada como a través de Wolsey, que «estaba siempre preparado a exponer su persona y sus bienes para sostener el honor y la dignidad de la Santa Sede». Quería servir al pontificado con aquella fidelidad propia de ciertos reyes contemporáneos y más aún del de Inglaterra; es decir, en cuanto Roma no interfiriera demasiado en los negocios de la nación.

El viraje brusco del carácter regio en los años siguientes se debió al problema pasional que arrastró —a él y a una buena parte de su pueblo— hasta el abismo. «El divorcio real —dice Hughes— nos explica la sed de venganza, amarga y agresiva; el fraude, la crueldad, las mentiras y la afectación religiosa del soberano; aquel resentimiento suyo que bordeaba en manía; en fin, todos los excesos que tuvieron lugar en Inglaterra y que hicieron de su revolución algo tan distinto en el resto de la historia de la reforma protestante».

El matrimonio de Enrique con Catalina de Aragón, hija de los reyes Católicos, contraído como tantos otros de la época por conveniencias políticas, fue a sus comienzos una unión feliz. «El rey —informaba su confesor Diego Fernández— adora a la reina y ella a él». Las disensiones —si es que se puede hablar así cuando ellas dependen de una sola de las partes— afloraron muchos años después. Catalina, como lo demostraría en los momentos de las grandes pruebas, le fue siempre fiel e hizo lo posible por agradarle. Hablaba perfectamente el inglés; se había acomodado en todo a las costumbres de su nueva patria; y era —en conjunto— una soberana sinceramente querida de sus súbditos. Había, es verdad, algo que no satisfacía a su esposo, pero que tampoco dependía de su voluntad. De los seis hijos que Dios les había dado, cinco no habían llegado a sobrevivir. Sólo les quedaba una hija, María, la futura reina María Tudor. No se podía decir otro tanto del rey. En medio de su conducta externa normal, Enrique mantenía sus amantes entre las damas de la corte. La historia nos ha transmitido el nombre de dos de ellas: Isabel Blount, de quien tuvo un hijo, y María Boleyn —hermana de la famosa Ana— con quien mantuvo relaciones maritales durante largo tiempo. Probablemente tampoco fueron las únicas. Pero sea que la reina estuviese enterada de todo o no, el matrimonio llevaba vida normal y el pueblo continuaba considerándolos como fieles esposos.

Hasta que en 1527 —cuando llevaban dieciocho años de casados— las gentes se enteraron de que su rey pensaba repudiar a su legítima esposa para unirse con otra mujer. Es innegable que la carencia de un hijo varón que le sucediese en el trono le traía preocupado. Dos años antes se había pensado en proclamar heredero al hijo bastardo nacido de Isabel Blount. Pero no se trataba de la razón de mayor peso. Como ha dicho Belloc saliendo al paso de ciertos autores, «la opinión inglesa aceptaba a la princesa (María) y la quería con verdadero entusiasmo. Naturalmente el rey deseaba un hijo varón; pero no fue esa la causa íntima de su divorcio».

Pronto se dio el nombre del nuevo objeto de los ilícitos amores reales: era Ana Boleyn, una de las damas de la corte. Dicen que Ana no era un modelo de beldad. Pero sabía ganarse admiradores y, sobre todo, era muy ambiciosa. Al rey, a quien iba enredando cada vez más en sus redes, le había dicho sin rodeos que no se prestaría —como lo había hecho su hermana— al mero papel de concubina real. Enrique consintió, y a comienzos de aquel mismo año, le escribió asegurándole que la haría su reina, alejando para ello a quienquiera que se le pusiera de por medio. «Ana —comenta Constant— jugó con gran destreza su papel y esto no sólo durante unos meses, sino a lo largo de siete años. Sólo cedió cuando Enrique, a punto de caer en el cisma y sin esperanzas de volver atrás, le dio plenas garantías de que aquella intriga laboriosamente pensada iba a darle pleno resultado».

Pero en un negocio tan serio, no bastaba la voluntad real. Había que buscar las razones que cohonestaran aquella decisión, destinada a causar tanto escándalo entre sus súbditos y aun en toda la Cristiandad. Enrique, olvidándose del problema dinástico del hijo varón, trató entonces de buscar otras salidas. No resulta claro quiénes fueron los inspiradores del nuevo plan de ataque. Ciertamente andaba por allí Wolsey, pero el áulico tenía más de intrigante que de teólogo y de canonista. Parece que intervino directamente el obispo de Tarbes, gran favorito de Francisco I, llegado a Londres a concertar el matrimonio de la princesa María con el primogénito de su rey. Fueron él y el cardenal los que delegaron a Longland, confesor de Enrique, para que advirtiese al rey que «todo el mundo estaba escandalizado de su matrimonio con Catalina» y que debiera permitir a algunos teólogos estudiar su caso.

La treta, aunque burda, le gustó y aún no se sabe si había sido él mismo el primero en inspirarla. Catalina había estado casada con el príncipe Arturo, hermano de Enrique, cuando sólo tenía catorce años. Aunque se habían obtenido para las segundas nupcias todas las dispensas pontificias necesarias, quedaban sin embargo algunas prescripciones del Antiguo Testamento (Levítico, 20, 21) por las que se prohibían aquella uniones. Partiendo de este supuesto, se podría argüir contra la validez de aquella primera unión de diversas maneras: o manteniendo que no se había dado la dispensa papal; o que el Papa no tenía poderes para concederla; o, en fin, que el Sumo Pontífice poseía también en la actualidad poder para retractarse de aquella acción declarándola nula o carente de ciertos requisitos, lo que bastaría para que se pasara a segundas nupcias. El empleo de éste o aquel razonamiento quedaba a la discreción de los procuradores del rey. Este, en cambio, tenía que aparecer como el hombre abrumado por el peso de una acción que, aunque involuntaria por su parte, lo hacía desgraciado para toda la vida.

Los autores anglicanos se esfuerzan todavía en defender la sinceridad de los escrúpulos del rey y la versión dada de su divorcio. A principios de siglo, lo afirmaba Lindsay con estas palabras: «No hay razones para poner en duda la sinceridad de Enrique y sus dudas sobre la legitimidad de su matrimonio con Catalina, o que, a sus ojos, la imposibilidad de tener de ella un heredero de la corona, se identificaba con un castigo de Dios. En aquellas perplejidades el camino más corto era el recurso al Papa que declararía la no existencia de la primera unión».

Cincuenta años más tarde, el profesor Elton mantiene prácticamente la misma posición y piensa que Enrique era incapaz de hipocresías del género; que no pensaba en cambiar mujeres ni en cosas parecidas. «Pensaba sencillamente que estaba viviendo en estado de pecado con su mujer y quería aclarar aquella cuestión». Naturalmente son muchos los protestantes no-anglicanos que rechazan tales interpretaciones. Algunos, con George P. Fisher, afirman que «no sabemos si Enrique abrigaba semejantes escrúpulos respecto de la legitimidad de su matrimonio»; otros con Richardson están ciertos de que «la causa inmediata de su ruptura con Roma fue, ni más ni menos, el deseo de satisfacer su pasión camal»; en fin, hay quienes juzgan que el pobre rey —con sus divorcios y su falta de respeto a la ley de Dios y a la decencia humana— «jugó el más triste papel en toda la historia de la Reforma».

Aun sin meternos a juzgar las acciones humanas, en el caso de Enrique VIII las circunstancias externas le son poco favorables. Él sabía que, aun entre sus vasallos más fieles y letrados (pongamos el caso de Moro y de Fisher), había quienes condenaban totalmente sus propósitos, como contrarios a la ley de Dios. La mera existencia de escrúpulos de esta clase en un hombre que había llevado su vida —o la que llevaría después— resultaría poco menos que inexplicable. Hubo, además, un amigo valiente, unido a él por parentesco y por sincera ve­neración, que le dijo llanamente dónde estaba la raíz del mal y el porqué de aquellas caídas que estaban escandalizando al mundo entero. Fue su pariente Reginaldo Pole: «A vuestra edad —le escribía en 1536— y con toda la experiencia que teníais de la vida, os dejásteis esclavizar por la pasión hacia una joven. Sólo que ella no se os quería entregar hasta que rechazárais a vuestra legítima esposa, cuyo puesto ansiaba ocupar desde mucho tiempo atrás. Porque aquella mujer de modestos orígenes no quería ser vuestra amante sino vuestra esposa. Había aprendido, si no de otra parte, del ejemplo de su propia hermana, lo pronto que os cansabais de las amantes... Ahora bien, ¿qué clase de mujer es la que os habéis tomado en lugar de vuestra legítima esposa? No es la hermana de aquélla a quien primero violasteis y después guardasteis como concubina? Así es. Y todavía venís hablando del horror que os causa un matrimonio ilícito. ¿Es que ignoráis la existencia de una prohibición para casarse con la hermana de una mujer con la cual habéis sido una misma carne? No, ciertamente no lo ignoráis, puesto que habéis estado haciendo lo posible para obtener del Papa la dispensa para casaros con la hermana de vuestra anterior concubina... Aquí está el origen de todo este conflicto».

Por esto, porque era la pasión la que le cegaba y le empujaba, trabajó Enrique para ganarse aduladores y colaboradores serviles que lograsen de la Santa Sede aquella dispensa que le era necesaria, no para calmar su conciencia, sino para satisfacer a la opinión del país. Cuando vio que el Papado no accedía a su demanda, la decisión tomada fue la de independizarse de Roma y proclamarse totalmente libre para seguir su instinto pasional. Pero veamos brevemente cuáles fueron las principales etapas de aquella ruptura.

 

LOS EMBROLLOS DE UN «DIVORCIO» REAL

Curiosa la actitud de Enrique VIII en todo este proceso. Se le ve convocar a los altos prelados de sus dominios; enviar emisarios a las cortes y universidades del continente; hacer un despliegue de fuerzas en la capital de la Cristiandad; unirse en alianzas con potencias europeas; prometer y amenazar todo para conseguir una dispensa matrimonial cuya concesión o negativa no iban a cambiar para nada sus preconcebidos planes de abandonar a Catalina y unirse a Ana Boleyn. ¿Sabía el rey que, a pesar de contar con poderosos protegidos, no era fácil arrancar concesiones de aquel género a la Santa Sede y que el Espíritu Santo vela sobre su Iglesia y sobre quienes tienen autoridad en ella? En cualquier hipótesis, la insistencia terca en buscar una declaración pontificia para aquel asunto, constituye una hermosa afirmación del poder y de la autoridad romana aun sobre los grandes y poderosos de la tierra. Hay ciertas cosas sobre las que ni los reyes ni los emperadores pueden pasar mientras deseen vivir como miembros fieles de la Iglesia.

El rey ensayó todos los recursos para obtener sentencia favorable a su causa. Empezó por ventilarla en Inglaterra. El plan era aparentemente sencillo: Wolsey, como legado ad latere, declararía insuficiente la primera dispensa pontificia y consiguientemente la nulidad de su matrimonio con Catalina; el Papa ratificaría aquella decisión y Enrique quedaría libre para unirse con quien quisiera. Pero la estratagema no resultó eficaz. El rey no compareció ante los jueces y se temió que la reina negara la jurisdicción del legado. Era mejor —decidió Wolsey— que todo pasara a Roma. Así se hizo, pero tomando las medidas convenientes de precaución. Wolsey partió a la corte de Francia con el fin de asegurarse el apoyo de Francisco I y la aprobación de las universidades francesas. Camino de Roma partió el secretario particular del rey, William Knight.

La Santa Sede vivía entonces días llenos de tristeza y de humillación. «El 6 de mayo de 1527, los mercenarios españoles y alemanes del ejército imperial se amotinaron capturando la Ciudad Eterna. La más espléndida capital europea, centro del renacimiento en su mayor esplendor, quedó durante cuatro semanas entregada al saqueo o sometida a robos, sacrilegios y crímenes de todo orden. Murió asesinada casi una cuarta parte de la población. Obispos y Cardenales quedaron detenidos como rehenes y el mismo Papa sólo pudo escapar con vida huyendo al castillo de Sant’Angelo. En el Vaticano los soldados alemanes celebraron una elección de farsa y nombraron Papa a Lutero. Y aunque la furia cedió, el ejército quedó dueño de la ciudad y el Papa permaneció prisionero durante los siete meses siguientes». Los tristes acontecimientos (que parece no llegaron a conmover a Wolsey) le hicieron temer que retrasaran el negocio real que «hasta entonces marchaba tan bien». Fue entonces, cuando, con audacia incomprensible, intentó hacerse nombrar vicario del Papa con poderes absolutos. «Desea —escribía el nuncio— ser legado en Francia y en Inglaterra, como quien dice un Pontífice... o su vicario universal con toda potestad»

El proyecto, naturalmente, fracasó. Por el contrario, Wolsey se enteró en Francia de que su soberano no solamente deseaba separarse de Catalina, sino que estaba también decidido (la elección de Wolsey iba a Renée, hija de Luis XII) a unirse con aquella Ana Boleyn a quien —ni personalmente ni por la familia de donde procedía— profesaba el cardenal ninguna simpatía. Pero era la voluntad real y había que secundarla, aun contrariando sus propios deseos.

Por su parte, Knight pudo convencerse pronto de las dificultades que encerraba su misión. Cuando el cardenal Pucci leyó la petición real y el texto de la Bula redactado ya en Inglaterra, para que, sin más, la firmara el Papa, se llevó las manos a la cabeza juzgando aquello como una verdadera infamia para la Sede Apostólica. Por otro lado, como tampoco Clemente VII se sentía con fuerzas para contradecir al rey, se trató de buscar una via media. Los canonistas romanos tomaron el documento enviado desde Londres y cambiaron algunas de sus frases fundamentales de manera que, en adelante, la decisión final quedase reservada a Roma. Knight, que no entendía gran cosa de sutilezas curiales, remitió a su soberano la nueva Bula expresando su alegría por aquel triunfo diplomático. Cuando Wolsey la hubo leído, sólo tuvo un comentario: “as good as none at alb”.

El rey no tuvo más remedio que poner de nuevo el negocio en manos de Wolsey y urgir se le diera una rápida solución. El cardenal comisionó para Roma a dos de sus más fieles amigos, con promesas de que sus servicios quedarían bien recompensados: Esteban Gardiner, el mejor canonista del país, y Eduardo Foxe, que ya había sondeado las posibilidades de unión de Enrique con los luteranos alemanes. Su principal arma había de ser la amenaza: la alianza política con el soberano francés o la escisión religiosa, caso de que no se concediera el divorcio. El Papa Clemente VII acababa de hallar asilo en Orbieto y todo hacía prever que, en aquel estado de depresión moral, no sería capaz de ofrecer resistencia. Las conversaciones fueron largas y extenuantes. Pero, al fin, triunfó la paciencia, y las amenazas del enviado inglés quedaron amortiguadas por la fina sonrisa de los oficiales romanos o las frases, nunca demasiado claras, del mismo Papa. Cuando Gardiner amenazó sin rodeos que si las cosas no marchaban con mayor rapidez, «el rey se las entendería por sí mismo», el Papa aparentó ceder y los enviados obtuvieron una bula en la que se delegaba a los cardenales Wolsey y Campeggio para pronunciar sentencia con la posibilidad, además, de que en caso de que uno de ellos se negara a actuar, el otro pudiera obrar independientemente.

El enviado real arrancó también al Pontífice otro documento en el que se señalaban los defectos que podían hacer nula una dispensa, y que, según los partidarios del divorcio, coincidían con los que se habían dado entre Catalina y el príncipe Arturo. Pero el documento era estrictamente secreto y debía de permanecer como tal. Con esto, la nueva posición del Papa se convirtió en extremo delicada. Algunos han hablado de verdadera capitulación: La expresión es probablemente dura. En la Curia romana se esperaba, además, que, dando largas al asunto, suscitando dificultades cada vez que se tratara de buscar una solución o usando rémoras parecidas, se lograría todavía revocar el proceso a Roma. Era la política señalada claramente a Campeggio antes de embarcar para Francia e Inglaterra.

Vinieron después en rápida concatenación los procesos londinenses de 1533; las urgentes demandas de Wolsey; las dilaciones o las enfermedades diplomáticas del legado pontificio; sus presiones a la reina para que por el bien de todos, entrara en un monasterio; la respuesta de Catalina y la presentación de una copia auténtica del Breve pontificio que Julio II había enviado a Isabel la Católica con la dispensa sobre los impedimentos del primer matrimonio, etc. Hay en todos aquellos incidentes una figura hermosa, bella y pura —la de la mujer fuerte de la Biblia— que, cuando se trata de los derechos divinos, cree no poder ceder un ápice aun con peligro de perder su propia vida.

«La figura de la reina Catalina de Aragón— escribe Constant— noble, cubierta con un halo de fidelidad conyugal y orgullosamente valiente, es una de las más patéticas en la historia de Inglaterra. Tanto su nombre, jamás manchado con el más leve aliento del escándalo, como su infortunio y la justicia de la causa que defendía, le ganaron las simpatías del pueblo».

El mismo rey, después de una de aquellas escenas en que su esposa se le echó a los pies pidiéndole desistiese de sus propósitos, no pudo menos de exclamar: «Es, milores, la esposa más verdadera, fiel y obediente que por mi imaginación hubiera podido pasar. Tiene todas las virtudes y cualidades que deben honrar a una persona de su dignidad»

Pero al exigirlo las circunstancias Catalina sabía también defender sus derechos. Su recurso, al apelar a Roma, enfurecía a sus adversarios y al mismo rey. Las intervenciones de su pariente Carlos V ante la corte pontificia fueron asimismo surtiendo su efecto. A fines de julio, el nuncio Campeggio (no sabe uno si por miedo o en un gesto de humorismo) declaró que había llegado la época de vacaciones y que, siguiendo la costumbre romana, hasta octubre no había nada que hacer. Entonces Wolsey, que había estado enviando sin cesar misivas al Papa acusándole de ser el responsable de la tormenta que se cernía sobre todos, decidió que el tribunal inglés apresurase la causa de la sentencia. Ante aquella actitud rebelde —y temiendo todavía una ruptura con el rey— Clemente VII ordenó que la causa quedara revocada a Roma. Aquello fue el principio del fin. Wolsey cayó en desgracia y en su lugar aparecieron dos célebres personajes llamados a jugar un papel de primer orden en todo el proceso matrimonial.

 

LOS DOS TOMASES: CROMWELL Y CRANMER

Ambos se mostraron decididos a hacer triunfar la causa real. Como, además, ninguno padecía escrúpulos de conciencia, el soberano, que conocía su servilismo, tenía razones para esperar que todo terminaría con rapidez y según sus deseos. Cranmer, le sugirió la necesidad de obtener el asentimiento de las universidades europeas. La petición, preparada con grandes dádivas y promesas reales, obtuvo una respuesta favorable de las universidades inglesas, francesas y de la Italia del Norte. Cambridge, a pesar de las fuertes presiones ejercidas, se atrevió a afirmar que «está prohibido, por derecho divino y natural, tomar por esposa la mujer del hermano difunto, si el primer matrimonio había sido consumado».

Para reforzar aquel consensus, más aparente que verdadero, Cromwell juzgó conveniente ganar para su causa al clero de la nación. El medio ideal, pensó, era paralizarlo financieramente, acusándolo de haber violado la Ley del Praemunire aceptando, sin consentimiento real, la autoridad de legado de Wolsey. Los acusados trataron de librarse de las consecuencias de aquel acto (en el que, por supuesto, no había habido culpabilidad de ningún género) ofreciendo voluntariamente al rey una fuerte suma de dinero. Pero se les respondió que la oferta sólo sería aceptada si reconocían al mismo tiempo a Enrique como a Protector y Cabeza Suprema de la Iglesia y del clero de Inglaterra. El título suponía, además, que el cuidado de las almas quedaba encomendado a Su Majestad y que ésta defendería únicamente aquellas libertades y privilegios que no derogaban el poder real ni las leyes del reino. Hubo alguna resistencia, pero no fue en manera alguna general. Los más reacios pidieron se insertara la cláusula: «hasta donde lo permita la ley de Cristo», concesión que Cromwell no tuvo dificultad en admitir, pues el resto de la cesión era más que suficiente para el logro de sus designios. De hecho, al año siguiente, el clero accedería a que no se diera ningún decreto ni se emitiese canon alguno sin contar con el beneplácito del gobierno. La declaración, como observaba el embajador imperial, equivalía a proclamar al rey Papa de Inglaterra. De toda la asamblea apenas se levantaron otras voces de protesta que la del arzobispo Warham y la del obispo de Rochester, John Fisher. El último declaró con aquella firmeza suya, casi flemática, que «un príncipe temporal no puede por ley divina inmiscuirse como jefe supremo en la jurisdicción eclesiástica con el fin de juzgar, dar órdenes o cambiar leyes en asuntos espirituales». El silencio de los demás fue revelador y se debía, por una parte, al gran prestigio de los Tudores por la paz y tranquilidad traídas al país después de la guerra de las Dos Rosas, y por otra, a la táctica real de no atacar frontalmente a la Iglesia, sino de proceder paso a paso de modo que la oposición, movida por una especie de terror, no llegara a decir: «hasta aquí y no más».

La muerte del arzobispo Warham y su sustitución en la silla de Canterbury por el astuto Cranmer, parecieron quitar de en medio otros obstáculos. El rey y Ana empezaron a vivir maritalmente. Otra asamblea del clero declaró que el matrimonio con Catalina había sido inválido.

El 1 de junio de 1533 Ana fue coronada solemnemente por Cranmer en la Abadía de Westminster, mientras Enrique, para justificar su conducta y asustar con amenazas a Roma, empezaba a proclamar la superioridad del Concilio General sobre las decisiones pontificias. En septiembre de aquel año le nació una niña a la que se puso el nombre de Isabel. Por fin, en marzo de 1534, Clemente VII declaraba la validez del matrimonio del rey con Catalina de Aragón, y excomulgaba a Enrique y a Ana Bolena si, antes de pocos meses, no deshacían la unión. Pero ya era muy tarde para surtir efectos prácticos. La opinión estaba siendo trabajada en sentido contrario; el clero había ido cediendo en puntos importantísimos de los que no se podía echar atrás, sino sometiéndose a los tormentos y al martirio; el Parlamento votó una serie de leyes que empezaban por la sumisión absoluta de los eclesiásticos, la supresión de las anatas y la elección de obispos dejada en manos del rey, hasta la obligación de designar al Papa con el mero nombre de Obispo de Roma y la ley de sucesión por la que se legalizaban los hijos nacidos del nuevo matrimonio.

La Iglesia de Inglaterra —escribe Constant— quedaba nacionalizada. Privada de su antigua característica de universalidad, dejaba de ser una rama de la Iglesia católica en Inglaterra, para convertirse en la iglesia de Inglaterra.

La siguiente etapa consistió en popularizar aquella separación de Roma por medio de una increíble propaganda, escrita y hablada, a base de folletos, libros y disertaciones de todo género en los que, además de justificarse el matrimonio real, se difundían las más burdas calumnias contra la Iglesia católica y el Papado. La tesis de la omnipotencia regia tuvo su reflejo en el libro Espejo de Justicia (A Glasse of the Truthe) y en una serie de Artículos, destinados a convencer al pueblo de las razones que justificaban la conducta de Enrique VIII (ordenador de ambos) y las muchas bendiciones traídas a la nación por el nuevo estado de cosas.

Los emisarios de Cranmer y Cromwell se dieron también a recoger en el continente todos aquellos tratados en que —sobre todo a lo largo de los conflictos entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso— se había denigrado la autoridad papal y que, traducidos al inglés, servirían de pábulo al pueblo. Ciertos humanistas contribuyeron igualmente con su aportación. Sus antiguos enviados a la corte pontificia ofrecieron de nuevo su incondicional servilismo para la nueva ofensiva. Foxe y Sampson salieron a la palestra negando al Papa jurisdicción sobre los príncipes y hasta refutando la interpretación tradicional del Tu es Petrus o del ejercicio del Papado en los primeros siglos de la Iglesia.

Al coro de hipócritas alabanzas unió su voz Gardiner, caído ya en desgracia, pero deseoso de volverse a ganar la amistad real. Otros, encabezados por Cranmer pensaron que la única manera de salvar a la iglesia de Inglaterra, era la de inyectar en su teología y en sus prácticas, dosis cada día mayores de protestantismo. Se importaron libros y aun se invitó a reformadores de Alemana y del Centro de Europa. Pero los partidarios de esta tendencia hubieron de proceder con cautela, pues el rey mantenía con terquedad, idéntica a la mostrada en el asunto del matrimonio, que él aceptaba y defendía todas las doctrinas de la Santa Iglesia, sobre todo en materia de fe y de sacramentos.

 

EL REINO DEL TERROR

No contento con esta propaganda artificial, Enrique y sus consejeros hubieron de recurrir (como la mayoría de los tiranos) a un verdadero reino de terror con el fin de imponer sus ideas. Es un capítulo heroico de la historia de Inglaterra con sus altibajos de alegría y de tristezas, de heroicidades y villanías que, sin embargo, a nosotros no nos toca reseñar. He aquí algunos de sus elementos de mayor importancia. Aparentemente, la resistencia del pueblo era magnífica. Las masas despreciaban a Ana Bolena y callaban un poco asustadas ante la conducta de su soberano. Pero éste contaba con los medios, con la astucia y con la maquinaria policíaca para hacerlas doblegar. Sabía también que, a la larga, y con tal de tomarse las convenientes precauciones, las multitudes son olvidadizas y aceptan con una especie de resignación fatalista, las nuevas situaciones. De hecho, su astuto plan pudo ser llevado a cabo sin oposición mayor. Hasta llegaría el momento en que el rey, cerciorado de que no habría sublevación popular, se lanzaría a una auténtica persecución iconoclasta, sin perdonar aquellos sitios de culto que parecían identificarse desde hacía siglos con el alma religiosa de la nación. Un día sus esbirros entraron a saco los santuarios marianos del país, poniendo sus manos sacrílegas en el templo mismo de Nuestra Señora de Walshingan. Otro tocó su vez a la venerada cripta de Santo Tomás Becket, en Canterbury, donde los oficiales reales —acompañados por la chusma— entraron irreverentes a destruir las estatuas de los santos, pisoteando el sagrado lugar y sacando a carretadas los tesoros de oro y plata o los exvotos que allí se guardaban.

Ni siquiera el clero se mostró —al menos a los comienzos— a la altura de sus deberes y de su vocación. La circunstancia se nos hace difícil de creer. Pero los testimonios son unánimes. Entraba en ello el temor reverencial, absurdamente exagerado, hacia la persona del rey. Se imaginaban también que aquello era algo pasajero, que el cielo habría de intervenir o que las abjuraciones que se les pedían, no tenían ningún significado de gravedad, y menos todavía el valor de una verdadera apostasía.

«Toda la documentación que tenemos a mano, comenta un historiador inglés contemporáneo, es una prueba viviente de que el clero apenas ofreció resistencia. Poseemos las firmas de más de 6.500 miembros del clero secular de las diócesis de Lincoln, Londres, Canterbury, Rochester, Worcester, Bath, Wells, Exeter; largas listas de firmantes de capítulos catedralicios y colegiatas, así como de canónigos y religiosos pertenecientes a ciento seis monasterios grandes y pequeños. No hay duda tampoco de que los firmantes (al menos los del clero) sabían... que aquello a que estaban renunciando, era una creencia religiosa específica, algo que hasta entonces había profesado como verdad de fe... Sus firmas equivalían a esta expresa declaración: El obispo de Roma no posee, concedida por Dios en este reino de Inglaterra, ninguna jurisdicción superior a la de cualquiera de los otros obispos extranjeros»

Hubo, es verdad, ejemplos de admirable resistencia y sus nombres deben tener un puesto de honor en obras que tratan de la historia eclesiástica del país. En aquella galería hubo representantes de todos los estados de la vida. El clero secular tuvo a su gran héroe en el obispo de Rochester, John Fisher. Había sido uno de los auxiliares de la madre de Enrique VIII y sus aficiones humanistas le habían granjeado amistades en toda Europa. Su oposición al divorcio del rey fue para este un pecado que ya no podía perdonar y cuyo castigo tardaría en llegar solamente el tiempo que Cromwell empleara en buscar una causa contra él. Acusado varias veces por predicar la supremacía papal, multado en diversas ocasiones por su «osadía» en oponerse a los «derechos del soberano», Fisher fue llevado a la Torre el 13 de abril de 1534. Los intentos por arrancarle el juramento de la autoridad del rey sobre la de Papa resultaron siempre inútiles. Clemente VII, deseando premiar aquella invicta profesión de fe, lo nombró cardenal de la Santa Iglesia. El gesto enfureció al rey quien, después de asegurar que el nuevo purpurado «tendría que llevar su capelo sobre las espaldas, ya que no tendría cabeza sobre la que colocarlo», lo condenó a muerte. Fue decapitado el 22 de junio de 1535.

Entre las Órdenes religiosas, la resistencia mayor a las pretensiones reales provino de los franciscanos de la estrecha Observancia, varios de los cuales pagaron con su vida la defensa de la supremacía papal; de los cartujos a quienes Enrique quiso ganar a su causa y a quienes, al no lograrlo, castigó con mayor dureza que a los demás; y de los agustinos de la Abadía de Sión que supieron también dar la suprema prueba de su inquebrantable adhesión a la obediencia hacia la Santa Sede.

Entre los seglares, descolló el gran Tomás Moro, el excanciller favorito de la corona, que declaró solemnemente ante los jueces que el Acto de Supremacía exigido por el monarca «repugnaba directamente a las leyes de Dios y de la Iglesia», ya que «no hay príncipe que pueda arrebatarle el supremo gobierno de toda o de parte de ella» siendo así que dicha potestad pertenece por derecho a la Iglesia de Roma como «prerrogativa especial concedida por el Divino Salvador —cuando estaba en la tierra— a San Pedro y a sus sucesores, obispos de la Sede de Roma». Tomás Moro, subido ya al cadalso, sin arrogancia pero al mismo tiempo sin timidez, llamó a los presentes para que «fueran testigos de que él estaba sufriendo la pena de muerte en y por la fe de la Iglesia católica». Era el 6 de julio de 1535, víspera de la fiesta de otro mártir inglés del pontificado, Santo Tomás Becket, arzobispo de Canterbury.

Pero, repitamos, se trataba de excepciones. La masa de los cristianos y aun muchos de sus pastores de almas, habían claudicado, unos por el terror, otros por pensar que no se trataba de una cosa tan seria como de hecho lo era. «Estoy avergonzado, escribía un testigo, al constatar la facilidad con que el pueblo hace el juramento de fidelidad (a la supremacía real) a pesar de los remordimientos de su conciencia. En cambio, para el rey la indiferencia con que la opinión del mundo entero recibió la noticia de la muerte de aquellos hombres famosos constituyó la confirmación de que las potencias católicas no le harían guerra por una mera cuestión religiosa. «Era, comenta Parker, una prueba más del grado en que Enrique había roto con la idea de una comunidad cristiana mundial». En cierta ocasión Tomás Moro había recomendado a Cromwell que enseñase claramente a su soberano lo que podía y lo que no podía hacer porque —añadía— «si el león conociera su propia fuerza, al hombre se le haría muy difícil domar al animal». Enrique había gustado el apetito del poder absoluto y el comer parecía aumentar su hambre.

 

EL CEBO DE LOS BIENES ECLESIASTICOS

Quedaba todavía la posibilidad de que los parlamentarios y las clases dirigentes (o las que aspiraban a serlo) constituyesen una amenaza potencial a los planes del rey. Pero, para amansarlos tenía este un cebo que sabía los aquietaría en la mayoría de los casos: los bienes de la Iglesia y de los monasterios. Para sus efectos Cromwell había preparado todo un programa de paulatina expoliación. Envió primero a sus oficiales para que, tras una breve visita, más formal que minuciosa, compilaran las listas de «desarreglos morales» prevalentes en aquellas comunidades. Aquel celo no dejaba de ser sospechoso en hombres que, en sus propias vidas, habían conculcado todas las leyes divinas y humanas de moralidad. A muchos les pareció además sintomático que, de la noche a la mañana, aquellos centros reputados como modelos de observancia regular, se convirtieran (y todos sin excepción) en lugares de relajamiento y de incontinencia. Pero el astuto canciller esperaba que las gentes volvieran a tomar con cierta pasividad aquellas nuevas medidas. Se confiscaron primero los bienes de los pequeños monasterios, entendiendo por tales aquellos que percibían ingresos anuos inferiores a las cinco mil libras esterlinas. En 1536 llegó su vez a los grandes. Por un Act of Attainder se mandó que sus bienes pasaran a manos de la corona. Para obtenerlos sin dilación, el parlamento decretó las medidas represivas conducentes: el encarcelamiento o el destierro de los religiosos «menos culpables» y la pena de muerte para los abades de los principales monasterios. El delito común de que se los acusaba era el de «alta traición».

Poco a poco, los demás bienes eclesiásticos: hospitales, fundaciones de beneficencia, canonjías, prebendas, etc., pasaron a manos del rey. Aquel saqueo organizado escandalizó a Europa y el Papa Paulo III renovó en diciembre de 1538 la Bula de excomunión contra Enrique VIII, suspendida desde hacía tres años.

«La disolución de los monasterios ingleses, escribe Janelle desbarató la vida social y política del país. Los bienes robados no pasaron —sino en la proporción de menos de una cuarta parte— a manos de la alta y de la pequeña nobleza. El resto lo guardaron los funcionarios reales, los negociantes, los dueños de los comercios y los agricultores... Se formó así, sobre las ruinas de los monasterios, una nueva clase social, la de los propietarios, y esto en una época en que la posesión de la tierra llevaba consigo un gran influjo político; clase además que, por sus propios orígenes, quedaba ligada al protestantismo. De esta manera cobró también fuerza la Cámara de los Comunes en un momento en que la de los Lores, empobrecida, daba claras señales de ocaso. Será también esta la clase que, más tarde, se rebele contra el absolutismo de un Carlos I y del arzobispo Laud».

Religiosamente —y aparte del injusto latrocinio de que fue objeto la Iglesia— los efectos de la supresión de monasterios fueron fatales. El pueblo vio desaparecer con ellos aquella pompa litúrgica que constituía en muchos casos la base de su vida religiosa. Indudablemente eran muchos miles los pobres que quedaron en la calle como resultado de la falta de limosnas recibidas de los monjes, hasta el punto de que los príncipes Tudores hubieron de emanar una Poor Law (ley de los pobres) con el objeto de proveer a aquella necesidad.

La Iglesia se encontró de pronto sin la ayuda de aquellos religiosos (muchos de ellos fervorosos) que tenían a su cargo gran parte de la instrucción religiosa, de las misiones populares y de la administración de los sacramentos. El cierre de tantas casas de trabajo y de oración significó para el país el ocaso de otros tantos centros a donde se podían dirigir quienes aspiraban a la vida de perfección. Y lo peor del caso fue tal vez que las medidas se llevaran a cabo sin que las gentes sencillas cayeran en la cuenta de su arbitraria imposición; tan bien había estado preparada la propaganda.

«La religión, dice Belloc, seguía su camino sin que en teoría hubiese habido ningún cambio de importancia. Y sin embargo, había desaparecido una de las principales fuentes de la fuerza católica, mientras aumentaban las esperanzas y el poder del ya creciente partido de los reformadores que, no obstante su categoría insignificante, gozaban ya de las simpatías de la más alta nobleza... y veían cómo cada nuevo asalto a la religión, llevaba consigo un aumento de sus propias riquezas».

 

LOS CASAMIENTOS DEL REY

En una obra como esta, la vida privada de Enrique VIII apenas merece los honores de la crónica. Para 1535 se había cansado de Ana Bolena. La excusa podía ser cualquiera: el no haberle dado un heredero varón; el ser hermana de una persona con quien él había vivido maritalmente; sospechas de infidelidad, etc. Cromwell hubo de buscar la que más conviniese para cohonestar el cambio. La aducida fue la del supuesto incesto de la Boleyn con un hermano suyo que servía en la corte. El proceso de disolución se hizo con mayor rapidez que la vez anterior. Cranmer —que debía toda su carrera a la familia de Ana— declaró nulo el matrimonio suyo con el rey. Mientras tanto un tribunal la condenaba a muerte por aquellos «horribles crímenes contra la santidad matrimonial». Llevada a la Torre, la infeliz consorte protestó de su inocencia y de haber querido siempre a Enrique como a esposo; pidió también perdón por sus propios pecados y, ratificando su deseo de que el cielo conservara «a su soberano maestro, a su rey muy bueno, al nobilísimo y amabilísimo príncipe», lo citó para el tribunal del Supremo Juez donde, «sea lo que otros juzguen de mi conducta, brillará de nuevo mi inocencia».

Por desgracia para ella. Enrique no parecía muy preocupado por aquellos pensamientos de eternidad ya que el día mismo del suplicio de Ana, se vestía de blanco y a la mañana siguiente contraía nuevas nupcias con Ana Seymour, hija de un rico hacendado a cuya propiedad solía ir él para sus cacerías. Pero, el «matrimonio» no fue feliz, ya que la madre murió al dar a luz al futuro príncipe Eduardo. Por eso Cromwell hubo de afanarse de nuevo en buscar una solución a su solitario protector. Creyó que esta podría ser ahora política pues convenía a la corona la alianza matrimonial con alguna familia dinástica que se opusiera claramente a los designios del emperador. De esas había muchas en Alemania —con la ventaja de que, siendo luteranas, satisfacían mejor las inclinaciones protestantes del omnipotente canciller. La suerte recayó esta vez sobre Ana Cloves cuyo padre se había distinguido por sus luchas contra Carlos V. Cromwell había descrito además a su pretendiente como a una auténtica belleza. Pero Enrique, al encontrarla por primera vez en Rochester, la halló bastante mustia y, sobre todo, desprovista de toda cultura. Los cortesanos comprendieron que las nuevas bodas no podían ser de larga duración, mientras Cromwell y Cranmer hacían los preparativos para el nuevo cambio. Antes de cuatro meses, el diligente arzobispo de Canterbury presentaba al rey «las pruebas» que buscaba para disolver aquella unión. La cosa era verdaderamente urgente ya que, para la fecha (mayo de 1540) Enrique había decidido casarse con Catalina Howard, sobrina del duque de Norfolk y alta dama de la corte. La boda fue solemne y se mandó el canto del Te Deum en todas las iglesias del reino para conmemorar el acontecimiento. Sin embargo (como no podía menos de ocurrir en aquel juego interminable) los amores reales fueron efímeros. Lo notó Cranmer —que odiaba a la consorte por motivos familiares— y la acusó de haber llevado conducta desarreglada antes del matrimonio. Enrique fingió encolerizarse quejándose de que «lo hubiesen engañado de nuevo» haciéndole casarse «con una persona tan indigna». La pobre reina de pocos meses confesó sus caídas y afirmó merecer no una sino cien muertes «por haber tratado tan mal a su rey y señor que la había querido tan graciosamente». La muerte en el cadalso reparó aquel «crimen» y dejó al rey «libre» para entrar en nuevas nupcias. Un año y medio después —largo espacio de tiempo para quienes conocían al mujeriego soberano— Enrique decidió casarse con una viuda, Catalina Parr. Fue la única que —al revés de sus menos afortunadas hermanas— pudo sobrevivir al rey escapando a la suerte que su real marido —es el mismo Sanders quien nos lo certifica— le tenía preparada en la horca.

¿Qué sucedía mientras tanto a los grandes responsables del desastre religioso de Inglaterra? Dejemos que Cranmer goce todavía de unos años de paz y redondee su cuantiosa fortuna. Su cómplice Cromwell no fue tan dichoso. Tenía en la nación muchos enemigos. Su táctica de enfrentarlos para la mutua destrucción no le había dado, a la larga, los resultados que él se había imaginado. El duque de Norfolk lo denunció al Consejo real y fueron muchos los que apoyaron su acusación. Las claras tendencias luteranas le traicionaban. Fue arrestado y en menos de tres semanas, el Consejo probó un Bill of Attainder (el instrumento fatídico que él mismo había ideado para saquear los monasterios y deshacerse de sus enemigos) y lo aplicó contra su persona. Lo demás fue cosa de pocos meses. Se le confiscaron «las cruces, los cálices, las mitras, los vasos sagrados y todo cuanto había acumulado de los despojos de la Iglesia». Cromwell suplicó de la manera más abyecta que al menos le fuese perdonada la vida. Pero, las acusaciones eran graves, sobre todo en materia doctrinal. ¿No había dicho que «no se debía creer en la Eucaristía y en otros artículos de la fe tradicional», y que «él se encargaría de inducir al rey a abrazar la nueva religión (la luterana) aunque para ello hubiera de levantarse en armas toda la nación»? Estas eran acusaciones que Enrique no podía tolerar. Por eso se mostró inflexible con quien tanto había hecho para consolidar su trono. El parlamento lo condenó a la pena capital en junio de 1540 como hereje y como traidor sin darle siquiera oportunidad para defen­derse. Poco antes de que su cabeza cayera bajo el hacha del verdugo, el excanciller protestó que moría en la antigua fe y de que nunca había favorecido la herejía —afirmación esta última que nadie quiso creer y que la historia confirmaría como opuesta totalmente a la realidad—.

«Cromwell, envidiado por la nobleza a causa de su rápido ascenso y odiado por todos aquellos que creían en el catolicismo o habían sido víctimas de sus expoliaciones o de sus leyes sanguinarias, vio en un instante el colapso de toda su gloria y de su poder. Los adversarios, al mirarse, repetían aquellas palabras del salmista: «Vimos al impío exaltado como los cedros del Líbano; después pasamos otra vez por allí y ya había desaparecido».

 

LA «ORTODOXIA» REAL Y LA CONSUMACION DEL CISMA

Porque lo enigmático del carácter de Enrique VIII es que, no obstante su desarreglada vida o su abierta rebeldía contra el Papado, pretendiera todavía mantenerse en la ortodoxia de sus mayores y persiguiera sañudamente a quienes trataban de innovar en materias de fe o introducir novedades doctrinales. Es verdad que, aun en este punto, su conducta había sido todo menos uniforme. La conveniencia política había bastado para borrar sus escrúpulos de conciencia y mostrarle la necesidad de entablar contactos —o tentar verdaderos pactos— con los luteranos. Sus favores a Tyndale por la traducción de la Biblia o por la composición de tratados en defensa de la supremacía real, eran otra muestra de que la herejía per se no le asustaba demasiado siempre que la pudiera controlar. Los luteranos y calvinistas del continente lo sabían. De ahí su deseo de fomentar la correspondencia con los consejeros reales; el envío de grandes cantidades de propaganda escrita que sería distribuida en los centros intelectuales y eclesiásticos de Inglaterra y, sobre todo, la colocación de propagandistas protestantes —camuflados de una u otra forma— en diversos puntos del país.

El lazo que en estas empresas unía a todos era el odio común hacia el pontificado y a todo cuanto esto representara. Lo importante en aquella delicada situación era aprovecharse de los momentos de mayor malhumor del soberano contra Roma para introducir en la nación los principios de la Reforma. Melanchton, el superteólogo luterano, lo intentó ya en Wittemberg con la presentación de Diez Artículos que servirían de base para un entendimiento. Pero resultaron demasiado fuertes y no tuvieron aceptación. El rey quería contrariar al Papa, pero no de manera tan abierta. Le pareció mejor tomar otro camino. En 1535 dio dos de las sedes episcopales a Latimer y a Shaxton, infectos ambos de herejía. Tres años más tarde, sus consejeros, animados por Cranmer, redactaron los Trece Artículos, de espíritu claramente protestante que, en tiempo de sus sucesores, servirían de base a los Treinta y Nueve Artículos que todavía rigen la iglesia anglicana.

En cambio, los intentos de introducir en su reino doctrinas claramente protestantes, hallaron siempre la oposición del rey. Los propagandistas llegados del continente —y apoyados abiertamente por Cranmer— se habían tomado demasiadas libertades levantando contra su obra una ola de indignación popular. El proceso de Cromwell le había mostrado la necesidad de adoptar nuevas medidas de represión, más que nada con el fin de que las nuevas doctrinas no se convirtieran, al igual que Roma, en un peligroso reto a la doctrina de la supremacía del rey. Empezó por prohibir la difusión de la Biblia de Tyndale hasta que se hicieran «las correcciones necesarias». En abril de 1539 hizo votar al Parlamento la ley de los Seis Artículos en los que se imponían los siguientes decretos:

1) la obligación de creer en la Presencia eucarística;

2) la no-necesidad de la Comunión bajo ambas especies;

3) el celibato del clero;

4) la obligación para los religiosos de observar los votos de castidad;

5) la prescripción de las Misas privadas; y

6) la necesidad de la confesión auricular.

La pena para quienes negaran el primero de los artículos era la horca; para los demás la cárcel y la privación de bienes. Se castigaba también como crimen el no asistir los domingos a Misa. Cranmer, que estaba secretamente casado, trató de oponerse al rey en lo relativo al celibato eclesiástico, pero sin lograr convencerlo. Con todo, en uno de aquellos raros gestos de protección a quienes tanto habían hecho para servirle, Enrique tampoco lo quiso llevar a juicio dejando que las cosas continuaran como antes.

Las reformas reales quedaron consolidadas por la publicación de diversos manuales de doctrina y, sobre todo, por el tratado de ceremonias conocido por el nombre de The King’s Book que los obispos no tuvieron más remedio que aprobar. Aquellos fueron también años de persecución para todos cuantos eran acusados de profesar doctrinas heterodoxas. Algunos como Barnes (que había sido el principal delegado de Enrique en las conversaciones con los luteranos en Alemania) pagaron con su vida aquella osadía.

Esta aparente doblez en la conducta del rey necesita alguna explicación. Los autores la encuentran en las teorías de la supremacía real y en el maquiavelismo profesado por Enrique como doctrina fundamental de toda su política. El monarca fue ante todo un político egoísta y vicioso tanto en lo que tocaba a su placer personal como en lo concerniente a su gloria y al prestigio del país que gobernaba. La teología, el Cristianismo y la Iglesia sólo debían de servir como pedestales para aquel fin. Esta subordinación de los intereses espirituales y religiosos a otros fines más rastreros, forma el núcleo de su conducta —al menos a partir de los años en que la Santa Sede se muestra reacia a consentir en el asunto de su divorcio. Desde entonces es el oportunista por excelencia— «Mister facing-both-ways», como lo ha llamado T. M. Parker.

Su consejero vitalicio Cranmer afirmaba en 1546 que el rey había planeado ya en unión con el rey de Francia «cambiar la Misa por un servicio de comunión y extirpar el dominio del Obispo de Roma y su usurpado poder del territorio de ambas soberanías». Aquel mismo año el inglés Hooper, exilado por sus ideas protestantes, aseguraba a sus amigos lo siguiente: «Habrá cambio de religión en Inglaterra y el rey abrazará el Evangelio de Cristo (el protestantismo) caso de que el emperador quede derrotado en esta destructiva contienda (la guerra contra la Liga de Smacalda). En cambio, si perdemos esta batalla, el rey mantendrá esta impía Misa». Los luteranos perdieron la contienda y Enrique continuó defendiendo la antigua religión.

Se ha insinuado con frecuencia que, al fin de la vida de Enrique VIII, la iglesia de la que era jefe supremo, permanecía doctrinalmente «tan católica como la misma Roma». La frase es históricamente equivocada. El cisma implantado durante su reinado, constituía ya una gran aberración doctrinal en una Iglesia que había reconocido siempre la supremacía papal como uno de los pilares de su dogmática.

La confusión sembrada en las masas por un monarca que imponía o suprimía a capricho verdades evangélicas y reveladas, significaba de hecho un mal mayor que muchas herejías particulares juntas. Hay que tener también en cuenta el mal de minado llevado a cabo por la intensa propaganda protestante, propaganda que Enrique, ni siquiera en los momentos de hervor teológico, pudo o quiso cortar de raíz. Como los hechos se encargarían pronto de demostrar, las reformas protestantes hallarían el terreno preparado para una siembra de errores, fecunda y rápida.

«Quienes hablan de un Enrique VIII enemigo del protestantismo hasta el fin de su vida, tienen que explicar el hecho singular de que confiara la educación del heredero al trono a tutores protestantes ya que hasta su mismo profesor de francés, Jean Balmaine, profesaba las ideas de la Reforma.» Lo contrario, habría sido ilógico. Era inútil pretender destruir lo que él y sus dos grandes consejeros —Cranmer y Cromwell— habían tratado de implantar. Aquel gesto desesperado con que Enrique en su lecho de muerte (28 de enero de 1547) agarraba fuertemente la mano de Cranmer, significaba, entre otras cosas, la consumación fatal de una revolución religiosa.

Algunos biógrafos simpatizantes del anglicanismo se creen en el deber de justificar ante sus lectores el hecho del nacimiento de una nueva organización eclesiástica —la iglesia de Inglaterra— por obra y gracia de un hombre que en vida se llamó Enrique VIII. Los demás autores protestantes prefieren no detenerse a dar explicaciones y dejan que los restos mortales del pobre rey descansen en la tumba del palacio de Windsor, donde «fueron enterrados con gran solemnidad». Es lo que haremos también nosotros. El historiador de la Iglesia encuentra poco que admirar en la existencia de aquel monarca.

 

EDUARDO VI Y LA IMPLANTACION DE LA HEREJIA

Opina Belloc que la implantación del protestantismo en Inglaterra fue «un negocio desesperadamente largo». El cronista de aquellos hechos lo sabe por experiencia. La revolución religiosa inglesa parece no terminarse nunca. Aun después de implantada la iglesia cismática por Enrique VIII, se tardará todavía casi medio siglo hasta que la herejía, en forma de anglicanismo, asiente su pie en la nación.

La lentitud se debió a diversos factores entre los que hay que destacar el carácter primariamente político de aquellos cambios, la falta de interés del inglés medio por las discusiones dogmáticas y el apego popular a la antigua religión. Si, por fin, Inglaterra cae en el protestantismo, será porque sus políticos logran descartar (sirviéndose de una lenta pero sistemática persecución) a los mejores elementos capaces de oponer resistencia: clero, Obispos y miembros de la antigua nobleza. Y, sobre todo, porque las generaciones de la primera mitad del siglo XVII no han vivido nunca el auténtico Catolicismo y consiguientemente tampoco se sienten animados a hacer una revolución para cambiar aquel status quo que, por añadidura, coincide con el resurgir político-económico de su patria.

A la muerte de Enrique se notaron en seguida los primeros síntomas de transformación, comenzando por el del sector religioso. El trono quedaba ocupado por un niño de nueve años, enfermizo y débil, nacido de la unión del rey con Jane Seymour. El Consejo de Regencia, a cuyo frente figuraba su tío, Eduardo Seymour, duque de Somerset, estaba compuesto en su mayoría por gentes abiertamente adictas al protestantismo. El duque gozaba además de poderes casi monárquicos hasta poder actuar sin consultar a sus consejeros o cambiar a estos según su parecer. «Como siempre en la Reforma inglesa, era el estado el que detentaba el poder y el que, en ausencia de un rey efectivo, se serviría de la regencia para dictar la misma política religiosa».

Paget, Russell, Wriothsley y, sobre todo Somerset, tomaron a cargo los negocios políticos, mientras la parte teológica quedaba encomendada a Cranmer como a obispo de la sede primacial. Este había procurado, durante el reinado del monarca anterior, disimular sus sentimientos. Ahora, en cambio, podía dedicarse de lleno a la Reforma. Sus planes eran grandiosos y hasta había concebido la convocación de un sínodo compuesto por todas las facciones protestantes para oponerse al Concilio de Trento que entonces se celebraba con tanto éxito. “Nuestros adversarios, escribía a Calvino, se reúnen en Trento para consolidar sus errores. Nosotros debemos tener un sínodo para refutarlos y para purificar y propagar la verdad”

Como primera medida, hizo llamar a Inglaterra a los mejores representantes de la reforma continental, empezando por los apóstatas italianos. El florentino Pedro Mártir Vermigli empezó a enseñar teología en Oxford; Manuel Tremellio, de Ferrara, obtuvo la cátedra de lengua hebrea en Cambridge; y el ex-general de los Capuchinos, Ochino de Sena, se empleó en la predicación de las nuevas doctrinas. De Estrasburgo vinieron Bucer y Fagio; Zurich envió a Bullinger y hasta Polonia tuvo su representante en Lasko. Entre los recién llegados había de todo: reformadores de tipo anabaptista y radical; hombres moderados que buscaban la acomodación del protestantismo a Inglaterra; luteranos que insistían en una más intensa propaganda de las «verdades básicas» empezando por la justificación por la sola fe; y hasta auténticos oportunistas para quienes el abandono del Catolicismo significaba la manera de ganarse una tranquila existencia.

No resulta fácil determinar el grado en que estos hombres influyeron en la nueva teología anglicana que se estaba elaborando. Indudablemente sus ideas fructificarían más tarde en la gestación del puritanismo y de las tendencias no-conformistas. El anglicanismo propiamente dicho procedió con mayor cautela en su asimilación. Cranmer y sus consejeros quisieron —no se sabe si siempre con éxito— conservar su independencia. Habría reforma, sí, pero sin reconocer, al menos en público, la deuda que debía a los demás; una reforma de sello nacional que con su vía media, equidistante de Roma, Wittemberg, Ginebra y Zurich, constituiría las delicias del anglicanismo. ¿Fue todo ello una mera ilusión? Dejemos que lo determinen los historiadores de la teología.

Porque los innovadores no estaban ociosos, aunque la orden de Somerset fuera de proceder con cautela, sin levantar olas internas de descontento, ni suscitar sospechas en el exterior. Cranmer sacó a luz varios escritos, compuestos ya en tiempos de Enrique VIII, en los que se trazaban las líneas generales de su nueva revolución. En el Libro de las Homilías, que habían de predicarse cada semana, se atacaban las «supersticiones papales», se exponía una versión moderada de la justificación por la sola fe y se ignoraba la existencia de la Eucaristía y de los demas sacramentos. En 1549 apareció la primera edición del Libro de Preces (Prayer Book) con la admisión de varios principios típicamente protestantes. Su Instrucción para la Comunión (Order of Communion) dejaba en duda ciertas verdades escriturísticas veladas en una fraseología ambivalente y todo menos ortodoxa.

La imposición práctica de estas y de otras innovaciones quedó en manos del omnipotente parlamento quien dio órdenes de que se procediera con cautela pero, al mismo tiempo, con firmeza. Así empezaron a predicarse sermones contra las imágenes, con casos esporádicos de persecución iconoclasta. Los funcionarios reales visitaron las diócesis para cerciorarse de que se cumplían aquellos mandatos. Cada parroquia e iglesia hubo de recibir la obra Paráfrasis del Nuevo Testamento en la que Erasmo criticaba algunas de las prácticas y las devociones católicas. Más tarde vinieron las medidas de rigor: la Comunión bajo ambas especies y el matrimonio de los sacerdotes. Para quienes como Gardiner protestaban contra aquellas imposiciones, Cranmer tenía a mano la solución: una permanencia más o menos larga, según los casos, en la tétrica cárcel de la Torre de Londres.

En 1552 se publicó el Segundo Libro de Preces de Eduardo VI. Era también hechura de Cranmer que lo había compuesto tras largas consultas con los protestantes continentales. A pesar de que en el prólogo se aseguraba al lector que la obra había sido examinada y aprobada por la Cámara de los Lores y el Parlamento, su autor no decía la verdad. Cranmer pretendía con ella acomodar la liturgia del anglicanismo a la del protestantismo continental, conservando, sin embargo, el sabor nativo que sabía ser del gusto de sus compatriotas. Su punto central —volvemos a encontramos aquí con el mismo fenómeno que en Alemania y en Suiza— era la supresión del Santo Sacrificio de la Misa.

La poda y la sustitución de vocablos había de ser tal que, obrando de hecho aquella mutación, los lectores pensaran que no se había cambiado nada. Se suprimió la palabra altar para sustituirlo con mesa; se emplearon indiferentemente los vocablos sacerdotes y ministros; se eliminaron varios ornamentos sagrados; se impuso el empleo del pan fermentado; y hasta se suprimió la invocación, «tened piedad, oh Señor», para desterrar de los fieles la presencia de Cristo en la Eucaristía. La primera edición había conservado todavía la fórmula clásica de la distribución de la Comunión: «El Cuerpo de Cristo que se entregó por ti, preserve tu cuerpo y tu alma hasta la vida eterna». En cambio, en la segunda se había sustituido por esta otra: «Toma y bebe esto en recuerdo de que Cristo murió por ti; aliméntalo también en ti por la fe y por la acción de gracias».

Como se ve, estos cambios eran fundamentales y significaban que en la mente de su autor, la presencia eucarística no pasaba de ser simbólica y que las ambigüedades eran intencionadas con el fin de evitar el escándalo de los católicos del país. Por el mismo método la «Misa papista» quedaba sustituida por un «Memorial de la Pasión del Señor». Y todo ello se hacía sin negar explícitamente —ni una sola vez— una doctrina católica fundamental, pero insertando en cada párrafo frases y expresiones de ortodoxia dudosa.

«A cada momento, escribe Parker, se encuentra uno en el libro con que allí donde las doctrinas protestantes y católicas más se diferencian, hay frases cuidadosamente escogidas que permiten al protestante usarlas en sentido reformado y sin violentar su conciencia». Los resultados, a la larga, fueron fatales. «En esta edición del Libro de Preces, escribe Elton, quedaron suprimidos los restos de doctrina católica remanentes en la edición anterior... descartando todas aquellas prácticas papistas que habían sido objeto de la crítica de Lasko y de otros reformadores continentales.

Cranmer estaba ya totalmente del lado del protestantismo. Un Acta de Uniformidad impuso a todos, y bajo las penas más severas, el cumplimiento de aquellas ordenaciones y la obligatoriedad de la asistencia a los nuevos servicios religiosos. En 1553 el arzobispo publicó sus Cuarenta y Dos Artículos, de carácter totalmente heterodoxo, que el clero tenía que jurar como requisito para ejercer sus funciones».

Es verdad que entre los miembros del Consejo —ya que el niño rey apenas intervenía para nada— el entendimiento mutuo dejaba bastante que desear. Por de pronto, Somerset fue acusado por sus enemigos políticos de traición y ejecutado sumariamente en 1551. Pero, su lugar quedó ocupado por otro enemigo mayor del Papado, el duque de Northumberland, quien se mostró desde los comienzos adictísimo a los herejes y completó en pocos meses la obra de saqueo y de confiscación de bienes eclesiásticos empezado por su predecesor. A la oposición de los obispos, el duque respondió encarcelando a los «enriquianos» y amenazando con represalias a los demás. Las amenazas surtieron efecto y aquel hombre, que había sido odiado por todos a causa de sus crueldades, empezó a recibir de sus nuevos halagadores los títulos del «Moisés» y del «Josué» del pueblo inglés. El fanático Hooper lo saludó como al «instrumento más santo e intrépido del Verbo divino». Northumberland declaró guerra a las estatuas y a los santuarios de la devoción popular y los católicos hubieron de sufrir otra racha de interrogatorios, de cárceles y de tormentos. La misma princesa María Tudor tuvo que comparecer ante los jueces a responder del «crimen» de continuar asistiendo a la «Misa latina» y practicando otras «supersticiones papistas». Si no se atrevieron a ir más adelante, fue por temor al pueblo y porque la serenidad con que declaró que «si es verdad que estaba siempre dispuesta a dar la vida por su hermano, el rey, tampoco lo era menos que su alma pertenecía sólo a Dios», hacía impresión aun a hombres tan viles como los que la interrogaban.

Pero, por desgracia, no todos los católicos ingleses tuvieron el valor de su princesa. La labor de los propagandistas luteranos y calvinistas, fue haciendo mella en la población y los oficiales del Consejo podían constatar por sí mismos que las masas quedaban un poco insensibles ante los repetidos asaltos de que era objeto su religión. Los refugiados franceses y alemanes caían en la cuenta de la libertad de acción que se les concedía y la atribuían al arzobispo de Canterbury, convertido «en principal defensor y protector de los extranjeros (protestantes) con gran escándalo de algunos».

Para 1553, fecha de la muerte de Eduardo VI, Inglaterra era ya protestante al menos en la legislación. El alto clero poseía toda una serie de obispos y de personajes eminentes, como Hooper, Ridley, Latimer y Lever, totalmente adictos a la Reforma. Los partidarios del protestantismo eran todavía más numerosos entre la nueva clase dirigente, enriquecida gracias a las expoliaciones eclesiásticas. El mismo rey había profesado aquellas ideas «con la pasión inhumana de adolescente adoctrinado desde la niñez». Pero nadie dudaba tampoco de que la penetración herética fuera todavía superficial. El pueblo sencillo se mostraba indiferente a las innovaciones y una buena parte del clero continuaba (al menos si podía hacerlo al abrigo de las autoridades) practicando la liturgia de otros tiempos. Esto lo sabía Cranmer quien tenía ya terminada la compilación de una reforma legal —Reformatio Legum Ecclesiasticarum— destinada a convencer a las masas (por medio de los más severos castigos, incluso la pena de muerte) de la necesidad de cumplir rigurosamente las leyes del nuevo estado. Con una o dos generaciones sometidas a aquel régimen forzoso, pensaba el astuto arzobispo, la Reforma se convertiría en Inglaterra en una realidad. Pero el cielo no permitiría que él viese aquellos días. Iba a transcurrir un interludio de paz antes de que las fuerzas de la Reforma diesen su asalto definitivo contra la antigua isla de los santos.

 

ISABEL Y LA CONSOLIDACION PROTESTANTE

Entre el corto reinado de Eduardo VI y la ascensión al trono de la reina Isabel, tuvo lugar el dramático paréntesis del mandato de la reina María Tudor. Período cargado de emociones, de muchos buenos deseos y de algunos grandes errores, en el que aquella soberana profundamente católica hizo esfuerzos para devolver al pueblo la fe y la religión de sus mayores. Inglaterra, que sentimentalmente se conservaba todavía católica, entrevió entonces la posibilidad de una auténtica restauración. La gente estaba hastiada de innovaciones, de verse atacada en sus más caras creencias o privada de sus más veneradas devociones. Pero, fallaron también otros factores. Las masas no estaban dispuestas a consentir el empleo que la reina hacía de medidas represivas con quienes disentían de ella en materias religiosas —aun tratándose de castigos empleados en otras partes por los protestantes contra los católicos—. La política de María, demasiado ligada al poderío español, sirvió a sus numerosos enemigos para presentarla como dispuesta a vender a su país a una potencia extranjera cuya identificación con el catolicismo era demasiado conocida de todos. Los consejos, tal vez no siempre oportunos de su pariente, el cardenal Pole; las lentitudes de la Curia romana y aun la falta de apoyo de las grandes potencias en momentos decisivos para su reinado, contribuyeron al fracaso final.

En cambio, los protestantes, unidos en estrecha alianza, hicieron causa común para acusarla de «sanguinaria» (nombre que todavía le atribuyen en sus obras) y de regar con sangre de inocentes el suelo de la nación. Pero, sobre todo, la reina que había empezado a perder popularidad por su matrimonio con el príncipe Felipe de España, vio desvanecerse el afecto de sus súbditos al no poder dar al trono el heredero varón que todos deseaban. Todo ello quedaría completado como resultado de la derrota de las tropas inglesas en suelo francés y con la pérdida de la fortaleza y del puerto de Calais.

«La tragedia de María Tudor, nos dice un historiador protestante inglés, consistió en ser una mujer lógica en una situación ilógica y confusa. Heredando de su madre aquel catolicismo serio, razonado y ortodoxo característico de aquella España de los grandes teólogos del siglo XVI, la reina nunca comprendió y menos todavía simpatizó con la mentalidad confusa e instintiva de sus súbditos frente a la Reforma y a la Contrarreforma. María traía consigo el mismo espíritu que había servido de inspiración a las largas cruzadas españolas contra la morisma, la actitud sencilla de la persona que lo mira todo bajo el prisma de lo bueno o de lo malo, sin compromisos ni medias tintas de ningún género... Añádase a esto la tradición de absolutismo recibida de su padre y el influjo de una juventud frustrada, separada desde la tierna edad de su madre y condenada durante años enteros a la ignominia, y comenzaremos a comprender las circunstancias que moldearon a María y que fueron responsables de los errores de su reinado».

En vida todavía de la reina, su hermanastra Isabel había prometido conservar la fe tradicional y no innovar en materias religiosas. Pero tales promesas, inspiradas en buena parte por el miedo, no eran ni podían ser sinceras. La educación que había recibido en compañía de su hermano Eduardo, había sido en gran parte calvinista. Una vez pasado el peligro con la muerte de María, Isabel empezó pronto a dar muestras de sus verdaderos sentimientos. Joven de veinticinco años, bella («la plus belle femme du monde», decía de ella el enviado francés), la reina veía abrírsele un risueño porvenir al que —junto con el servicio de la nación— era menester sacrificarlo todo. Es probable que religiosamente no fuera ni tan protestante ni tan racionalista como a veces se la ha querido describir. De católica verdadera tenía todavía menos. En momentos de peligro, había sabido acomodarse a las circunstancias, acompañar a su hermana en las ceremonias religiosas o pretender ante el embajador español que su único deseo era el de encerrarse tras las rejas de un humilde convento. Pero aquellas afirmaciones resultaban a quienes veían con serenidad la situación poco convincentes.

«En materias religiosas, escribía el Obispo de Aquila, la reina ha estado saturada desde su nacimiento de odio acerbo contra nuestra santa religión». La mancha de «bastarda» que llevaba consigo, se la habían dado los católicos y es de suponer que por ello no les tuviera nada que agradecer. Parker piensa que «la reina participaba de la tendencia ecléctica propia de los ingleses en materia de religión y de un desprecio femenino a la consistencia excesiva en las cosas. Es asimismo probable que, careciendo de profundidad religiosa, mirara las controversias teológicas del tiempo con cierta despreocupación. Su corte estaba lejos de ser un modelo de piedad. Allí reinaban más bien la secularización de la cultura renacentista o lo que es peor, el escepticismo religioso, la astrología y la magia».

La reina supo escogerse colaboradores, sobre todo a William Cecil, el hombre que en sus largos años de servicio, llegaría a ser uno de los más famosos estadistas de la época. Internamente Cecil favorecía el protestantismo, pero no quería implantarlo sino por etapas, con la mayor cautela y sin dar lugar a las sublevaciones populares ocurridas en otros tiempos. Aunque los cálculos del embajador español, conde de Feria, de que Inglaterra se conservaba en sus dos terceras partes católica, no correspondieran a la verdad, tampoco había duda de que el país no estaba del todo maduro para caer en el protestantismo. Por eso convenía proceder sin precipitaciones innecesarias.

Cecil creyó que las primeras innovaciones podrían ensayarse en materia litúrgica, teniendo sin embargo cuidado de que el pueblo no cayera en la cuenta de que se le quitaba la Alisa. En esto el canciller contaba con el decidido apoyo de Isabel cuyo protestantismo en nada se traslucía como en el odio al Santo Sacrificio del Altar. Poco después de su proclamación, había mandado al Obispo de Carslile —a cuya Misa iba a asistir— que no elevara la Sagrada Hostia en la consagración. Como el prelado respondiera que en esto no la podía obedecer, la reina abandonó la capilla después de la lectura del Evangelio. A los dos días dio órdenes de que muchas de las partes de la Misa se dijeran en inglés. En las ceremonias de la coronación (15 de enero de 1559) fue ya un obispo reformado quien presidió el culto con la omisión de todas aquellas partes que no eran del agrado de su Majestad.

Las gentes vieron pronto que aquello iba tomando mal cariz y que la reina estaba decidida a romper con la tradición del reinado anterior. Pero lo haría todo con la suficiente astucia. Si por una parte daba edictos para anunciar que «no tenía intención de cambiar nada de lo que había ordenado su hermana», por otra mandaba que ni el clero ni los acólitos llevaran candelas en las procesiones de Westminster; avisaba a los Obispos que prescindieran en sus sermones de ciertos «tópicos delicados» y en concreto de lo tocante a las relaciones entre los soberanos y el Papado; admitía a los predicadores protestantes llegados del continente y les animaba a que hablaran «contra las imágenes y contra los abusos de la autoridad pontificia». «La reina, escribía el embajador imperial, se está mostrando cada día más abiertamente anticatólica y los herejes que antes escaparon del reino, empiezan a volver desde Alemania».

Isabel decidió también presentar la batalla al parlamento con el fin de sujetarlo a su servicio y preparar el camino a la proclamación de la supremacía real. El verdadero impedimento estaba en los Obispos que se resistían en bloque a hacer concesiones en materias litúrgicas de importancia y sentían repugnancia al solo pensamiento de que una mujer se arrogara para sí el título de cabeza de la iglesia nacional. Las primeras propuestas sobre la supresión de la Misa, el matrimonio de los sacerdotes, la abolición del culto de las imágenes, el expolio de los bienes eclesiásticos, etc., fueron rechazados por la Cámara de los Lores donde el episcopado tenía mucho influjo. La reina y Cecil vieron cernirse la tormenta y decidieron dar un paso atrás.

Isabel —en un gesto de hipocresía de los muchos que haría en su vida— afirmó que no estaba preparada a aceptar el título de Cabeza Suprema de la iglesia. La decisión amainó a los Obispos y logró dividir sus pareceres hasta el punto de que todos los decretos persecutorios hallaran la mínima mayoría para convertirse en leyes del país. Entonces resultó ya fácil su proclamación como «única gobernadora suprema de las cosas espirituales y temporales de este reino». Para disimular la usurpación, se nombró una comisión de eclesiásticos encargada de «salvaguardar la puridad doctrinal». Con esto, pensaron, se evitaban los motivos de sospecha de intromisión indebida en esferas del dogma y de la moral.

Provista de tales poderes, la reina se sintió segura de sí misma y pudo empezar su destructora labor. Dos eran las metas principales a que aspiraba: a abolir los derechos de aquella Iglesia a la que había odiado desde niña y a evitar el cisma religioso en el país, viniera éste de los fieles católicos o de los seguidores de la Reforma. Ello suponía un equilibrio muy difícil de lograr e Isabel pasaría los años de su vida en aquel juego peligroso que, sin embargo, debía constituir un gozo para su orgullo de mujer. La solución que se le ocurrió fue la de crear una iglesia que no fuera ni del todo católica ni del todo protestante, aunque en apariencia tuviera algo de las dos. El resultado sería: la iglesia anglicana.

Para empezar, el Parlamento —que funcionaba suavemente a las órdenes y a la menor insinuación de Cecil— abolió las reformas del tiempo de María Tudor y puso en vigor las vigentes en los reinados de Enrique VIII y Eduardo VI. Con ello los católicos perdían parte de sus derechos o se veían sometidos a un estado de persecución. De las iglesias desaparecieron las imágenes sagradas, las procesiones, la Misa latina, los vestimentos sagrados, etc. Volvió a ponerse en vigor el Libro de Preces de 1552 con castigos para quienes dejaran de cumplir sus prescripciones. La reina promulgó también (agosto de 1559) un Acta de Uniformidad por el que el clero y los fieles debían obligarse con juramento a no apartarse del camino religioso que se les había trazado. La medida llenó de gozo a los protestantes llegados del Continente. «Por fin, por el beneplácito de Dios, el Parlamento ha publicado una proclamación por la que se destierra al Papa y su jurisdicción, y se restaura la religión a la forma que tenía en tiempos de Eduardo VI», escribía uno. «El Libro de Preces, decía otro, está de nuevo en uso en todo el reino; y lo será para siempre no obstante las luchas y la oposición de los pseudo-obispos». Bullinger y sus amigos de Suiza no dudaban de que con aquello se aseguraba el porvenir de la Reforma en Inglaterra.

En cambio, el episcopado inglés se indignó ante aquella clara usurpación de los derechos pontificios y todos menos uno (conocido de antemano por su servilismo a las órdenes reales) se negaron a someterse. Tal vez esperaban que aquel gesto unánime levantara en protesta a la población. Pero ni la reina ni Cecil se perturbaron. No querían mártires ni la excitación de la opinión mundial. Depusieron fríamente a los obispos recalcitrantes, los despojaron de sus bienes o los enviaron al destierro. La búsqueda de sustitutos tardó en llegar. Los ministros redactaron largas listas de candidatos y la reina sintió el placer de manejar sobre un sencillo tablero el porvenir de toda la iglesia nacional. Nombró a Parker, antiguo capellán de Ana Bolena, para arzobispo de Canterbury. Fue consagrado según los nuevos ritos de 1552 por Barlow, obispo destituido de Bath, al que asistían otros dos prelados también depuestos de sus diócesis. Naturalmente, aquella primera consagración episcopal —de la que derivan las que en siglos posteriores han tenido lugar en la iglesia de Inglaterra— fue inválida porque lo que en ella se buscaba no era la consagración de obispos que ordenaran a verdaderos sacerdotes para la celebración de la Misa (excluida ya del Libro de Preces) sino la de pastores y ministros que administraran los sacramentos, según el número de éstos admitido en la nueva iglesia, y predicaran la Palabra de Dios. En otras palabras, tanto la falta de intención como la insuficiencia de las fórmulas empleadas viciaban radicalmente aquel acto. «Por eso, escribe Belloc, la iglesia que Cecil estaba creando, poseía continuidad del sacramento del orden, si la continuidad depende solamente de la imposición de manos; no la tenía si la ordenación está además condicionada a la intención de ordenar sacerdotes que ofrezcan el Santo Sacrificio del Altar».

Aquel hecho trascendental pasó casi desapercibido a la opinión. Los hombres que rodeaban a Isabel lo tomaron como síntoma de que el pueblo y aun parte del clero no estaban para levantamientos. Cecil vio que la intensa propaganda, los encarcelamientos y las amenazas estaban surtiendo su efecto. Envió a sus emisarios para que, acompañados de predicadores especialmente adiestrados, explica­ran al pueblo el significado y la oportunidad de los nuevos decretos. La consigna de no excitar al pueblo se llevó a efecto con una astucia y maestría digna de ciertos políticos comunistas de nuestros días. Lo mostró el hecho de que no pasaran de trescientos los sacerdotes depuestos de sus cargos, no obstante la proporción mucho mayor de clero que se negó a someterse al juramento de supremacía real. La reina disimulaba también sus sentimientos o se rebelaba contra los excesos que algunos fanáticos trataban de hacer destruyendo imágenes. Conservó el crucifijo y los candelabros de su capilla privada; mandó que se observaran los días de ayuno y las fiestas de precepto; que en las iglesias se cantaran los himnos religiosos de tiempos pasados, etc. Al Deán de San Pablo, que, en uno de sus sermones, habló irreverentemente de la señal de la Cruz, le interrumpió desde su sitial diciéndole que «abandonara aquella blasfema digresión». Las mismas fórmulas del juramento de supremacía estaban concebidas de tal manera, que muchos de los fieles eran incapaces de descubrir el veneno que en ellas se encerraba: «Cuando atribuimos a la Majestad real, decía uno de los comentarios oficiales, el gobierno supremo del reino (cosa que podría escandalizar a algunos espíritus inclinados a la calumnia) no concedemos a nuestros príncipes ni el ministerio de la Palabra divina, ni el de la administración de los sacramentos, sino únicamente aquella prerrogativa que, como nos dice Dios en las Escrituras, ha estado siempre concedida a los príncipes piadosos; a saber, la obligación que éstos, seculares y eclesiásticos, tienen de gobernar a sus súbditos y de suprimir con la espada a los malhechores y a los recalcitrantes».

Pasando adelante, se buscó la fórmula doctrinal que obligara a todos los súbditos del reino, no solamente a unos ejercicios litúrgicos, sino aun a idéntica manera de creer. La Convención de 1563 adoptó, por imposición de Parker, los Cuarenta y Dos Artículos del tiempo de Eduardo VI que, previas algunas modificaciones y supresiones, quedarían ahora reducidos a XXXIX y formarían para siglos venideros la verdadera confesión de fe de la iglesia anglicana. Su elaboración no fue cosa fácil, ya que las dos facciones protestantes —la luterana y la calvinista—, luchaban por dejar en ellos su huella. Los legisladores ingleses, empezando por la reina, pensaron que la última tendencia se avenía mejor al carácter nacional. Los pastores reformados venidos del continente mantuvieron una intensísima correspondencia con las iglesias de Ginebra, Estrasburgo y Basilea con el objeto de fijar los formularios o de hacer las concesiones que la reina exigía como conditio sine qua non para su adopción en Inglaterra. Porque, después de todo, era Isabel quien decía aun en materias religiosas la última palabra:

«Como sabes muy bien, escribía uno de aquellos pastores a Bullinger, nuestra gran reina es la que lleva el timón y lo dirige todo según le place. Lo único que nosotros podemos hacer es rogar al Espíritu que la ilumine y esperar... Sería en extremo peligroso quererla arrastrar contra su parecer en una dirección contraria a sus deseos».

Al igual que en otras ocasiones, el Parlamento obedeció sin pestañear a las indicaciones de la soberana por creer que los Artículos vendrían a constituir «el mejor medio para establecer y confirmar a los súbditos de Su Majestad en el consentimiento y en la unidad de la doctrina» evitando así «las disensiones que continuamente brotaban entre el pueblo y ponían en peligro la política real». El resultado fue un documento de hondo sabor calvinista, pero redactado de forma que pudiera interpretarse diversamente por los estrictos anglicanos de la High Church, por los puritanos y por los protestantes continentales. Lo vio claro el embajador español cuando se atrevió a conminar a la reina con una posible excomunión papal y le recordó la manera con que Fernando el Católico se había apoderado del reino de Navarra. La respuesta cínica de Isabel fue que «no se habían introducido innovaciones sino en tres o cuatro pequeños puntos de la Misa».

Unido a la promulgación de los Artículos, vino a ponerse en práctica como obligatoria aquella Reforma de las leyes eclesiásticas compuesta ya por Cranmer y por la que se castigaba con penas severísimas a los que no se avenían a los nuevos decretos religiosos. La más mínima expresión de duda en relación con la supremacía real; la celebración de la Misa; el desvío en materias litúrgicas; y mucho más la defensa de doctrinas no sancionadas por los Artículos, podían ser castigados con severas penas. La misma asistencia a los servicios litúrgicos era obligatoria y su omisión llevaba consigo multas pecuniarias, excomunión para los recalcitrantes con la particularidad de que los excomulgados podían ser arrojados a la cárcel y hasta condenados a la última pena. La reforma cranmeriana se convirtió así para los designios de la reina en un terrible instrumento de represión.

¿Cómo reaccionaron los católicos a estas legislaciones? Revueltas propiamente dichas no las hubo ya. La gente no veía la razón de ser de unos levantamientos en que no se hacia otra cosa que derramar sangre inocente sin ningún beneficio tangible para la religión. Los ingleses esperaron también (por desgracia en vano) que las potencias católicas vinieran en su ayuda. Pero ni España ni Francia —ambas en lucha perpetua por intereses de esta vida— hicieron prácticamente nada para ayudarlos. Los católicos de Inglaterra confiaron también en intervenciones más decididas de Roma. Sin embargo, en la corte pontificia las medidas prácticas o no llegaron nunca o, si lo hicieron, fue cuando ya no había remedio. Durante el reinado de María Tudor, el Papa Paulo IV —implacable enemigo de Felipe II— no tenía interés en hacer nada que favoreciese, aunque fuera indirectamente, a aquel soberano. La destitución del cardenal Pole fue uno de los golpes que mayor daño causaron a los ánimos de los católicos ingleses. En tiempos de Isabel, tampoco se quiso intervenir con rapidez. «Por grande que fuera en la Curia, escribe Pastor, el aturdimiento por la pésima evolución de los negocios religiosos de Inglaterra, no se pensó en recurrir a las penas extremas. En tales casos la Santa Sede suele ser magnánima y suele querer emplear primero todos los medios de bondad».

Durante algún tiempo, los ingleses fieles a Roma se formaron su conciencia y trataron de resolver del mejor modo posible sus conflictos de cada día en la confianza de que aquel estado de cosas no podía durar. Junto al pequeño número de los que, fieles sin ningún género de compromiso, se negaban a cualquier género de colaboración (pagada con frecuencia con la cárcel o el patíbulo) estaba la masa que juzgaba la compatibilidad de una adhesión meramente externa a los dictados de la reina con una inquebrantable profesión a su antigua fe. Asistían al culto público religioso prescrito, pero trataban al mismo tiempo de llamar a un sacerdote que —en algún lugar oculto— celebrara para ellos la Santa Misa o administrara los sacramentos a sus enfermos y moribundos. Pero, la solución no satisfacía, y algunos de sus jefes acudieron a los Padres del Concilio de Trento en busca de luz. La magna asamblea determinó que los católicos no podían en conciencia proceder agradando a la reina y sirviendo a su Dios. El veredicto —el único en consecuencia con las tradiciones de la Iglesia— resultó muy duro para la masa de los fieles, de los que muchos abandonaron decididamente el catolicismo. En cambio, fueron también numerosos los que, después de aquella medida, no dudaron en arriesgar su vida por la defensa de su fe. La publicación de la Bula: Regnans in excelsis, de San Pío V en 1569, en la que se excomulgaba solemnemente a la reina y a sus colaboradores, sirvió a los católicos de pauta para su nueva conducta.

Es verdad que Isabel fingió no resentirse de aquella condenación. Pero la práctica inmediata demostró que la pena pontificia había herido en lo vivo su orgullo de mujer. Sus tribunales empezaron a juzgar las causas contra los católicos con una severidad desconocida hasta entonces. La reina se entrometió hasta en los asuntos más íntimos de la conciencia de los individuos. Todo sacerdote que absolviera a una persona de sus pecados —lo mismo que ésta— incurría en traición y se exponía a la pena capital. La ausencia de los servicios religiosos protestantes se castigaba la primera vez con multas y la segunda con la total expropiación de bienes. Las cárceles se llenaron de presos religiosos, tanto eclesiásticos como seglares. El episodio, tierno y heroico a la vez, de la presencia, de la fuga, de las cárceles y de la santa muerte de María Stuart, reina de Escocia, exacerbó hasta lo indecible el ánimo de Isabel. El país volvió a sufrir otra de sus rachas periódicas de predicadores fanáticos luteranos y calvinistas que, si por una parte se convirtieron en objeto de las iras de la reina —hablamos de los puritanos— sirvieron por otra para consolidar la semilla protestante en el suelo nacional. En los últimos veinte años del reinado de Isabel, la persecución fue adquiriendo caracteres verdaderamente sangrientos. Las víctimas cayeron por centenares y el país atravesó por una verdadera ola de terror.

Así llegamos a principios del siglo XVII. La resistencia católica había visto caer, una tras otra, sus ilusiones de triunfo. La decapitación de María Stuart fue una de sus últimas esperanzas perdidas. Cada año disminuía el número de aquellos que sabían por experiencia personal lo que era la Santa Misa o la recepción de los sacramentos en la verdadera Iglesia. La desaparición del cardenal Alien, su gran protector en la corte romana, significó para muchos la ausencia definitiva de un consejero prudente que conocía a fondo el carácter de sus compatriotas. La entrada desde el continente de sacerdotes misioneros —heroicos como ninguno— falló en parte por las disensiones que reinaban entre ellos sobre la actitud que debían observar frente al régimen político imperante.

En 1603 moría la reina en el momento mismo en que planeaba nuevas medidas de persecución. La triste suerte de la Armada Invencible fue otro rudo golpe del que muchos no supieron reaccionar y, para los políticos, la señal de que ya no se impondría entre ellos y Roma el miedo a Felipe II o a sus ejércitos.

El advenimiento del nuevo monarca, Jaime I, al trono sólo contribuyó a empeorar la situación. Pronto se vio que sus promesas de tolerancia eran vanas y que las medidas represivas iban a superar en crueldad a las de los anteriores gobernantes. La existencia de los católicos se hizo intolerable —una vida de auténticas cazas al hombre, de destierros y de penas de muerte impuestos por las razones más fútiles—. En estas circunstancias, no es extraño que a algunos fanáticos se les ocurriera volar el Parlamento y terminar de aquella manera con sus perseguidores. La historia no ha dilucidado aún las partes de responsabilidad y las convivencias gubernamentales en aquella Conjura de la Pólvora (4 de noviembre de 1605). Hay dos hechos claros: que las autoridades eclesiásticas nunca llegaron a sancionar aquel proyecto de crimen; y que la Conjura sólo sirvió de excusa para que el rey multiplicara sus tormentos contra aquellos católicos indefensos contra quienes empezaba ya la Larga Noche de su eliminación como ciudadanos del país que había sido suyo desde su nacimiento.

Así se lleva a cabo el cambio de religión en Inglaterra. Mientras el catolicismo queda proscrito, echa más firmes raíces la iglesia nacional. Pero, no es para llevar la vida de pacífica posesión que ella esperaba. De su suelo brotarán pronto los frutos amargos de la reforma protestante que servirán, entre otras cosas, para sembrar la división religiosa en la nación. Los presbiterianos y los congregacionalistas lanzarán pronto un reto —y hasta harán tambalear— a la débil iglesia establecida. De Inglaterra saldrán también con el tiempo los bautistas, los metodistas, el ejército de salvación y toda una serie de iglesias que, cansadas del anglicanismo buscarán sus vías peculiares de salvación. Hoy aquel anglicanismo, con sus compromisos y sus vías medias, tiene más de apariencia que de realidad, porque la gran mayoría del pueblo británico prefiere ser fríamente despreocupado en materias de religión.

 

 

CAPÍTULO IV

BALANCE FINAL DE LA REFORMA PROTESTANTE