Cristo Raul.org |
![]() |
BIOGRAPHYCAL LIBRARY(cristoraul.org)aquí encontrarás una colección más completa en habla inglesa |
VIDA DE FRAY LUIS DE LEON
1527 - 1591
Hijos de Gómez de León, escudero que vivía de sus viñas y heredades,
y de Leonor de Tapia, su mujer, eran el doctor Francisco de León, catedrático
de prima en Salamanca, el licenciado Antonio de León, abogado en corte, Luis de
León, clérigo tesorero en la colegial de Belmonte, en cuyo cargo reemplazó a su
tío Juan de León, y don Lope, padre de nuestro poeta, que también se dedicó al
noble ejercicio de la abogacía.
El no existir en Belmonte libros parroquiales de aquella fecha no
nos permite saber cuándo D. Lope contrajo matrimonio. Resulta sin embargo, del
proceso seguido al célebre agustino, que la madre de este se llamaba doña Inés
de Valera y Alarcón, y que era también descendiente de familia avecindada desde
remotos tiempos en aquellas tierras. Ejercía Juan de Valera, padre de esta
señora, y marido de Mencia Álvarez Ossorio, el cargo
de contino de S. M.; y prueba lo distinguido de esta familia el ser los
hermanos de doña Inés, espitan el uno en Italia, canónigo el otro de Belmonte,
alcalde de Palos el tercero, y el restante camarero del duque de Maqueda.
Después de su boda, y hasta el nacimiento de Fr. Luis de León,
debió D. Lope ejercer la abogacía en su ciudad natal. Por el año de 1532 trasladóse a Madrid, siendo abogado en corte, cuando esta
se pasó a aquella villa; y sin duda su mérito le alcanzó renombre, mereciendo
por ello ser elegido en 1541 oidor de la Chancillería de Granada; puesto que
ocupó hasta 1560, según noticias del marqués de Valdeflores,
por cuyo tiempo debió ocurrir su muerte, como se deduce de las declaraciones de
su hijo.
Cuatro hijos y dos hijas nacieron del matrimonio de D. Lope Ponce y
doña Inés Valera, siendo el mayor de ellos nuestro poeta, según él mismo
aseguró ante el Santo Oficio. Es pues inexacta la opinión del colector del
Parnaso Español que le supone el último en edad de sus hermanos. Dos de estos,
D. Cristóbal y D. Miguel, fueron veinticuatros de Granada. Según el mismo Sedaño, la veinticuatría del Miguel estaba aneja al
mayorazgo de segundo-genitura, fundado a su favor por D. Lope con una
asignación de 2.000 ducados exclusivamente para aquel oficio; pero los datos
existentes en Simancas no acreditan ciertamente la exactitud de tal especie.
Consta en aquel archivo que la facultad de fundar mayorazgo se concedió a D.
Lope en 21 de Abril de 1543, no resultando nada respecto a la veinticuatría
sino en 1539 (40 de Noviembre) que aparece haberse concedido a D. Miguel
Fernández el Zegri, por vacación de un D. Miguel de
León, que no debe ser el hermano de Fr. Luis, atendida la edad que este tendría
en aquella fecha.
Más fácil es que las veinticuatrías servidas por los hermanos de
nuestro autor fueran las que resultan en el archivo de aquellos oficios en
Granada, con los números 27 y 42. Efectivamente, entre sus poseedores aparecen
los nombres de D. Cristóbal de León y D. Miguel de León que entraron a
desempeñarlas el primero en 1556, y en 1562 el segundo.
Las dos hijas de D. Lope, llamadas doña Mencía de Tapia y doña
María de Alarcón, casáronse aquella con Francisco
Dávalos, vecino de la villa de Hellín y ésta con el doctor Jaramillo, abogado
de Granada, sabiéndose que había muerto en 1572, lo mismo que el otro hermano
Antonio de León que fue clérigo.
Dejando ya tanta digresión acerca de los hermanos menores, vamos a
tratar del mayor, objeto de estas páginas. Costumbre corriente para los
historiadores de cada pueblo es traer a que nazcan en el mismo todos los
personajes que por su fama pueden honrarle y por circunstancias particulares
suponerse nacidos en el punto que acomoda a los escritores. De aquí que a Fr.
Luis de León le haya visto bautizar una parte de sus biógrafos en Granada,
mientras la otra le contemplaba llegar al mundo en Madrid o en Belmonte, no
faltando tampoco quien nos asegure que nació en Sevilla. El haber desempeñado
el padre de nuestro poeta el cargo de oidor en la ciudad de Boabdil, pudo ser
causa de que le dieran por patria la del otro Fr. Luis, equivocación en que
nadie hubiera caído con solo tomarse el trabajo de cotejar la fecha del
nombramiento de D. Lope Ponce para la Cancillería de Granada y la edad que al
agustino salmanticense atribuye su epitafio.
Descubierto ya en nuestros días el proceso instruido por el Santo
Oficio no queda la menor duda acerca del particular. Fr. Luis de León vio la
luz del sol en Belmonte en el año de 1527, siendo su padre abogado en aquella
villa. Pasó allí su primera infancia, y a los cinco o seis años lleváronle a Madrid, donde D. Lope iba a ejercer la
abogada. En la corte recibió la educación primera, y a los 14 años enviáronle a estudiar cánones en Salamanca. Querido de sus
padres, que le proporcionaban medios de seguir carrera; debiendo esperar una
lucida posición en el mundo por la que D. Lope ocupaba, rodeado en fin de
risueñas esperanzas, no se sabe qué pudo influir en él en tan tierna edad para
hacerle trocar los placeres de la vida por las austeridades del claustro. Es
sin embargo lo más probable que una temprana vocación le llevara a tomar el
hábito de San Agustín, en el convento de la misma orden de aquella ciudad, a
los cuatro o cinco meses de haber llegado a ella. Cuatro mil ducados de renta
que su padre tenia vinculados en él, como mayor de los hijos, dejaba por entrar
en religión, según él mismo nos dice. Contento sin embargo con una pequeña
dotación para libros, abandonaba el mundo, para él sin placeres, por dedicarse
al estudio y a la contemplación de las cosas divinas y de los encantos de la
naturaleza.
Seguía entre tanto sus estudios; y en 29 de Enero de 1544, a los 16
años de edad profesó en el convento de San Agustín, siendo prior el padre Fr.
Alonso Dávila, y dándole la profesión el padre provincial Fr. Francisco de
Nieva.
La falta de libros de matricula en Salamanca, anteriores a 1546, no
nos permite saber qué clase de estudios ocuparon a nuestro joven desde su
llegada a las famosas aulas, que habían de aplaudir un día su ciencia y su
talento. En aquel año le hallamos inscrito entre los que se dedicaban al
conocimiento del griego y de la retórica.
Más conforme con su genio y con su nuevo estado la carrera de teología
que la de cánones, a que pensó dedicarse, si hemos de creer lo que él mismo
dice, consagróse a ella, apareciendo haberse
matriculado en 1553, y pasando luego no sé por qué motivo a cursar los cuatro
años siguientes en la Universidad de Toledo, donde recibió el grado de
bachiller. Con el dulce Francisco de la Torre, gloria de las musas castellanas
y con el rector del colegio de San Agustín Fr. Gabriel Rojas y otros varios
colegiales, vémosle matriculado en Alcalá como
estudiante de teología desde San Lucas, o sea desde principio del curso de
1556; y en 1558 vuelve de nuevo a las aulas de Salamanca.
Desde 1558 empieza verdaderamente su carrera en esta Universidad.
En 31 de Octubre se halla la incorporación de los cuatro cursos y el grado de
bachiller seguidos y ganado en Toledo. En Mayo de 1560 hallamos el expediente
de sus ejercicios para licenciado, honor que obtuvo por unanimidad de votos,
logrando también en el mismo año las insignias del doctorado. Ya anteriormente
había conseguido el titulo de maestro en Artes .
Endulzando la austeridad de sus estudios, dedicábase al mismo tiempo al ejercicio de las lenguas sabias. Su perfecto conocimiento
del griego, del hebreo y del latín lo prueban sus traducciones, que no tienen
rival en nuestra lengua; y según asegura Francisco Pacheco, era además famoso
matemático, y aun argüía en los actos de la facultad de medicina.
Tan vasto ingenio no podía pasarse sin el adorno y la amenidad de
las artes. Pacheco nos dice que Fr. Luis estudió sin maestro la pintura: y la
ejercitó tan diestramente que entre otras cosas hizo (cosa difícil) su mismo
retrato:» y del entusiasmo con que ensalza a Francisco Salinas, maestro de
música, y de la declaración de Pedro Ramírez; procurador del fisco de S. M. en
el Santo Oficio, que manifestó conocer a nuestro autor porque un hermano suyo
le enseñaba música, parece presumible que también tenia conocimiento del arte
sublime de la armonía.
En esta época de su existencia debió escribir muchos de sus rasgos
poéticos; joven, cercado de aplausos, y los del bullicio y de los sinsabores
del mundo, natural era que su imaginación volase libremente, produciendo
sazonados frutos sus vastísimos conocimientos.
La afición a los clásicos latinos era universal en aquel tiempo; el
que entonces pulsara la lira Debian necesariamente imitar en sus canciones la
forma y los pensamientos de Virgilio o de Horacio, para merecer la aprobación
de los doctos. De aquí que Fr. Luis de León se viera cercado de ellos en su
niñez, y aprendiera desde muy temprano a conocerlos, enderezando su ingenio por
el camino del buen gusto: de aquí su predilección por Horacio, el más conforme
con su carácter pensado y filosófico, y de aquí que procurando imitarle en las
formas, se hiciera uno de los poetas más originales de nuestra patria. Y digo
en las formas porque nada más que en las formas se parecen el cantor español y
los del Lacio. Ni puede ser otra cosa: porque ¿cómo hallar semejanza de
pensamientos entre un poeta cristiano y un cantor del paganismo? El que cantaba
la Ascensión de Cristo y la pureza de la Santísima Virgen jamás puede
asemejarse al que ensalzaba las glorias de Baco y los placeres de Venus. Tal
vez haya parecido en la estructura exterior, en la fachada, por decirlo así, de
sus obras; pero el fondo de estas, que es lo esencial en todos los productos
del ingenio, ninguna analogía tiene, por mas que el atan de algunos críticos
haya querido buscarla, creyendo aumentar el mérito de nuestro autor con hacerle
copia de las bellezas de los clásicos.
¿Pues qué, dirá alguien sin duda, la Canción a todos los santos, la
Profecía del Tajo y la que empieza «Qué descansada vida...» no son puras
imitaciones de Horacio? En la forma si; ¿pero esto es un defecto por ventura?
Cuando la poesía castellana empezaba a formarse ¿no era llevarla por el mejor
camino el copiar los buenos modelos?
Respecto a que la forma es igual en la primera y en el Quem vírum ninguna
duda cabe; pero ¿basta que se trate de los santos en aquella y de los dioses en
esta, con el mismo orden simétrico para decir que es la una completa imitación
de la otra? En la Profecía del Tajo habla el río dirigiéndose al monarca godo,
y Nereo en la oda Poetar cum traheret: la
estructura del discurso es igual en ambas.
Ay, ¡cuanto de fatiga
Ay! cuanto de dolor está presente,
al que viste loriga,
al infante valiente,
a hombres y caballos juntamente!
dícese en aquella; pero ¿cuántas nuevas bellezas no hallamos en el
autor español? ¿Dónde están en la oda latina estas imágenes:
Cubre la gente el suelo,
debajo de las velas desaparece
la mar, la voz al cielo
confusa y varia crece,
el polvo roba el día y le oscurece?
El enérgico «acude, acorre, vuela,» la pintura de Neptuno abriendo
paso a las naves por el «hercúleo estrecho, con la punta acerada,» ¿no son
adornos completamente originales y tan buenos como los mejores de la
composición de Horacio?
En cuanto a la oda en alabanza de la vida del campo, parécese al Beatus ille en que pinta las dulzuras campestres; pero ni esta
misma pintura, ni el fin moral de la composición tiene nada de semejante en las
dos poesías. La del agustino es puramente un elogio de la vida campestre; la
del protegido de Mecenas es una sátira contra lo incorregible de la avaricia.
Esta afición a los clásicos, pues, trazó el camino a nuestro poeta.
Pero aun hallaba, como he dicho, en su infancia, la poesía castellana. No hacia
muchos años que Boscan ensayaba la introducción de
nuevas formas poéticas en España, y que el dulce Garcilaso daba albergue en
nuestro suelo a muevas musas vestidas en traje italiano. Inocente, sencilla y
juguetona la musa del guerrero de Carlos V, como las primeras horas del día, y
como la doncella que empieza a contemplarse hermosa y a gozar los encantos del
mundo, complacíase en cantar la belleza de los
campos, los gorjeos de las avecillas y los ¡respetuosos amores de nobles
caballeros ocultos bajo el nombre de Salicids y
Nemorosos, bajo cuyo pellico se veía brillar la coraza, y cuyo lenguaje era mas
propio de dorados alcázares que de pajizas chozas.
Pero el maestro León estaba destinado a sacar la poesía de la
adolescencia y guiarla en los generosos arranques de la juventud. Por eso si
pinta las bellezas de los campos, no es únicamente por hacer cuadros agradables
y descripciones del género bucólico, sino para meditar sobre la fragilidad del
mundo y lo breve y miserable de nuestra existencia. No las quejas de enamorados
e inverosímiles pastores hacen resonar su lira: educado en el claustro y
dedicado a la meditación, si recorre las galas de la naturaleza es para
exclamar
Y
pues toda la tierra
tan
fea me parece viendo el cielo,
y
todo lo que encierra
el
estrellado velo ,
no
quiero desde hoy mas amor del suelo.
Siempre en fin sus acentos son en alabanza de Dios, siempre
consagrados a recordar lo perecedero del mundo y lo eterno de los goces
celestiales: ora exclama
¿Qué vale el no tocado
tesoro, si corrompe el dulce sueño,
si estrecha el nudo dado,
si mas enturbia el ceño
y deja en la riqueza pobre al dueño?
Otra
El hombre está entregado
al sueño, de su suerte no cuidando,
y con paso callado
el cielo vueltas dando
las horas del vivir le va hurtando.
Ya deja ,volar su fantasía en la contemplación de los arcanos de la
naturaleza, imaginándose verlos desde la mansión de los justos, libre de los
vínculos terrenales:
Veré las inmortales
columnas, do la tierra está fundada,
las lindes y señales
con que a la mar hinchada
la providencia tiene aprisionada.
Las soberanas aguas,
del aire en la región quien las sostiene;
de los rayos las fraguas;
dó los tesoros tiene
de nieve Dios, y el trueno donde viene.
Ya sigue la nave que trae a España el cuerpo del Apóstol, donde
mezcla, si no con oportunidad, a lo menos con belleza, las glorias de nuestra
patria y los milagros del catolicismo con los retozos de las nereidas,
Por los tendidos mares
la rica navecilla va cortando;
nereidas a millares
del agua el pecho alzando
trabadas entre si, la van mirando.
Y de ellas hubo alguna
que, con las manos, de la nave asida
la aguija con la una,
y con la oirá tendida
a las demás que lleguen las convida.
Alguna vez el asunto de las poesías no es puramente religioso o
moral, pero ni aun en estos casos Fr. Luis se presenta como escritor profano.
Si pinta al Tajo recordando sus deberes al rey Rodrigo, es para hacer ver cuán
funestas son las consecuencias del vicio; si canta el nacimiento de una hija
del marqués de Alcañices, mezcla entre los lugares comunes propios de tal clase
de poesías no pocas reflexiones morales.
Y no sólo manifiesta Fr. Luis de León en sus odas tener un alma de
poeta; es además pintor excelente y escultor perfecto, y consumado. Ese grupo
de nereidas que rodea graciosamente la navecilla que lleva el cuerpo de
Santiago ¿no le habéis visto en algún bajo relieve antiguo? Los versos de Fr.
Luis que le copian, son una fotografía con todo el bulto, con todo el
movimiento, con toda la delicadeza de contornos del original. Ojead sus poesías
y encontrareis en abundancia paisajes embalsamados por el aroma de las flores,
donde
El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido;
cuadros de hermosa composición, como el que representa á la Magdalena
que
Lavaba larga en lloro
al que su torpe mal lavando estaba;
limpiaba con el oro
que su cabeza ornaba
a la limpieza, y paz a su paz daba.
y fantasías de enérgico colorido:
Y entre las nubes mueve
su carro, Dios ligero y reluciente,
horrible son conmueve,
relumbra fuego ardiente,
treme la tierra, humíllase la gente.
En aquella época, en fin, ¿cómo no ser poeta y pintor a un tiempo
mismo? La poesía y las bellas artes caminan siempre asidas de las manos; cuando
una de ellas va por mal camino, las otras tienen que seguirla. Ved los templos
derruidos de Grecia, y encontrareis en ellos la misma sencilla grandiosidad que
en Sófocles y Eurípides. Roma os presenta al lado de sus arcos triunfales y sus
anfiteatros las odas de Horacio y la Eneida; llena el churriguerismo de
inverosímiles adornos lascases, y de retruécanos y sandeces el teatro, la
poesía lírica y hasta los sermones; y después de los fríos cuadros de David y
sus discípulos, contemporáneos de las comedias sujetas a las tres unidades y
del renacimiento de las anacreónticas, con sus arrullos y sus zagalejas, viene la época presente copiando en el lodo y el
yeso con que adorna las fachadas el desorden y los desatinos del articulo de
fondo y la gacetilla.
Por eso el siglo XVI es completo, y Fr. Luis de León a la vez
pintor y poeta: cuando España se ilustraba con las obras del cincel de
Berruguete, de Monegro y de Siloe, y de los pinceles
de Vicente Joanes, de Pantoja y del Mudo; cuando el
monasterio del Escorial se elevaba a la voz de Juan Herrera, no podían menos de
escribir Inmortales paginas Santa Teresa y San Juan de la Cruz y los dos Luises.
De estos años debieron ser obra también muchas de las traducciones
de Fr. Luis: las odas de Horacio, que gallardamente puestas en romance corren
con su nombre, las églogas y parte de las geórgicas de Virgilio y alguna de Tíbulo y Píndaro, deben contarse en este número. Pasan
todas ellas como modelos de semejante clase de trabajos, en especial las
églogas de Virgilio. Acaso una parte de la versión de los Salmos corresponda a
la misma fecha, según hace presumir su afición a los estudios religiosos, a que
constantemente se dedicó desde los primeros años; siendo en mi juicio
posteriores, y escritas en la cárcel o después de salir de ella, las
traducciones del libro de Job y del mayor número de los Salmos. De unas y de
otras hablaré con mayor despacio más adelante.
Dejamos a Fr. Luis al empezar esta larga digresión adornado con el
lauro de la ciencia. La universidad le prodigaba los mas altos honores;
aplaudía su saber y sus virtudes la juventud estudiosa, y unos y otros buscaban
su consejo. Necesario era ya que para gloria eterna de las aulas salmanticenses
resonase desde la cátedra la voz de varón tan insigne. Así sucedió en efecto:
con extraordinario aplauso y preferencia a otros opositores, entre los cuales
los había catedráticos, cincuenta y tres votos de exceso le daban la cátedra de
Santo Tomás en la vigilia de la celebridad del nacimiento de Nuestro Señor
Jesucristo, año de 1561. Votaban entonces los mismos estudiantes, por lo cual,
los que aspiraban al título de maestros debían granjearse su aprecio, dedicándose
con esmero al estadio y á la enseñanza. Prueba es por consiguiente tan señalado
triunfo de lo mucho que ya entonces se apreciaba y distinguía al gran poeta.
Ni fue aquella la única ocasión en que demostró sus conocimientos:
algunos años después (1565) obtuvo también la cátedra de Durando, previa
oposición como para la otra, según él mismo dice, y según lo acreditan los
documentos que acaban de encontrarse en Salamanca.
Tal es lo que podemos llamar primera parte de la vida de Fr. Luis
de León. La virtud y las letras ocupaban sus días, que pudieran contarse por
sus triunfos; gozosa acudía la juventud disputándose la entrada en las aulas
por oír sus lecturas; difundíanse lo mismo estas que
cuanto en verso y prosa brotaban de su pluma, llegando las copias hasta las más
apartadas regiones, y la Universidad conocedora de su mérito le encargaba
después del concilio Tridentino juntamente con el Dr. Miguel Francés la
reducción del calendario. Ay! que pronto la envidia, enemiga de todo lo bueno,
había de trocar tanta felicidad en los horrores de un calabozo. Pero no
adelantemos los sucesos.
Del mismo modo que hoy es la política abundante manantial de
cuestiones en tertulias y cafés, y en calles y paseos, lo eran entonces los
asuntos teológicos entre los maestros de las universidades; y sucedía
frecuentemente que de alegres y amistosos tornábanse aquellos coloquios ásperos e ingratos, como que en ellos se interesaba el amor
propio de los contendientes. Y no solo en las juntas de catedráticos, sino en
las celdas, en las calles, y hasta en los paseos, donde quiera que llegaban a
juntarse dos, fuesen maestros o estudiantes, se entablaba al instante la
polémica. El mismo Fr. Luis nos presenta a Sabino y Juliano discutiendo sobre
los nombres de Cristo en los momentos dedicaros al recreo en la deliciosa
isleta bañada por el Tormes.
En tales cuestiones teológicas tomaron gran parte, llegando a hacerse
enemigos declarados, los frailes de Santo Domingo y los de San Agustín, a cuya
orden pertenecía Fr. Luis. El genio fuerte y vivo de éste, y su vastísima
ciencia y grandes conocimientos en e! hebreo, griego y latín, tan útiles para
la interpretación de las Sagradas Escrituras, excitaron la envidia de no pocos. Resentíanse también contra los frailes de San
Gerónimo, porque Fr. Luis fue parte, según él dice, a que uno de ellos, Fr.
Héctor Pinto, «no hubiese en esta universidad un partido que pretendía», por
haberle sido contrario en una cátedra que pretendió y perdió. Y por igual razón
le odiaba el maestro Rodríguez, también derrotado por él en las oposiciones á
las cátedras de Santo Tomás y de Durando, y el cual no ponía en buena fama á
nuestro autor, según éste asegura.
Pero el mayor de los enemigos de Fr. Luis de León y el más cruel y
encarnizado de todos ellos era el maestro León de Castro, hombre por entonces
de unos sesenta años, de carácter díscolo y violento, catedrático de Prima y
jubilado de gramática, y envidioso perseguidor de todos los hombres notables de
aquel tiempo. así lo decía con su sabía ingenuidad en una carta escrita en
defensa de Arias Montano, el célebre historiador de aquella universidad Pedro
Chacón. Va dirigida al mismo León de Castro, y exprésase en estos términos. «Y si para mayor prueba, añadiere a esto lo que se dejan
decir los que vienen de Salamanca, que vuesa merced por si o por interpuesta
persona ha hecho prender a los que en estos reinos acompañan la teología con
letras griegas y hebreas para quedar solo en la monarquía, y que ahora pretende
hacer lo mismo con Arias Montano, entendiendo que vuelve á España, para que
muertos o encerrados los perros no puedan ladrar ni descubrir la celada, nos
dejarán estas cosas hincadas púas de siniestras sospechas en el ánimo de los
jueces.» No menos enérgico el resto de la carta, trátase en ella á León de
Castro como «hereje peor que Celso y Porfirio; y como Mahometano y como Atheista, que quería introducir en España esta mala peste,
y derribar el fundamento firme de la Sagrada Escritura, y tomar por instrumento
para ello la autoridad del Supremo Consejo de la Inquisición para que ninguno
se atreviese a reedificarle». Añadiendo «que mofaba y burlaba en sus papeles
del Sumo Pontífice, porque dio el motu propio para la edición de la Biblia
regia, y de los Cardenales porque la aprobaron, y de los Obispos de España
porque la consintieron, y del Rey porque la mandó imprimir y la autorizó con su
nombre.» También nuestro autor, a pesar de su discreta moderación, asegura que
le tenía por hombre de poco juicio, y que en un libro que había escrito
destruía la autoridad de la Vulgata. Esto además de expresar a veces opiniones
sospechosas sobre puntos teológicos, que Fr. Luis de León rechazaba enérgicamente.
Tal era el maestro León de Castro, que a pesar de tan malas
propiedades ocupaba una cátedra en aquella ilustre escuela, y llegó después, en
el año de 1580, a obtener la plaza de lectoral en Valladolid.
Veíase Fr. Luis de León precisado a tener con este hombre frecuentes
cuestiones por razón del puesto que ambos ocupaban. Ya sospechaba y conocía que
sus enemigos no habían de perdonar ninguna especie de calumnias para perderle.
«Demás de esto digo que tengo grande sospecha no me hayan levantado algún falso
testimonio, porque sé que de dos años a esta parte se han dicho y dicen algunas
cosas de mí que son mentiras manifiestas, y sé que tengo muchos enemigos.» Así
decía él mismo, y así sucedía efectivamente: trece o catorce años continuos
estuvo leyendo teología en las escuelas de Salamanca teniendo sobre si en
constante acecho los ojos de los frailes de Santo Domingo. Uno de ellos el
maestro Fr. Bartolomé de Medina, asociado con León de Castro, siempre
contrarios ambos en opiniones a Fr. Luis, vanamente buscó entre sus escritos y
papeles, fingiéndose amigo, cosa de que poder denunciarle. Todo fue trabajo inútil
hasta que uniéndose varios de aquellos infames que pertenecían a la clase tan
de mano maestra descrita por Fr. Luis en el libro de Job, y otros que sólo eran
de esas personas que viven únicamente para hacer coro y servir de instrumento a
los osados, tramaron contra el sabio y virtuosísimo maestro, la intriga que
juzgaron bastante para perderle, y lo ha sido por el contrario, para manchar
eternamente la memoria de tales calumniadores, y elevar más y más la del
célebre agustino.
«Perseguir a un miserable y dar pena al que nada en ella, y al
caído y al dolorido acrecentarle mas el dolor, es caso vilísimo y de corazones
bajos, y villanos, y desnudos de toda humanidad y virtud. Dios nos libre de un
necio tocado de religioso y con celo imprudente, que no hay enemigo peor...»
Así decía más tarde retratando de mano maestra a sus perseguidores.
La guerra continua en que los teólogos vivían a causa de sus
pretensiones y competencias, por lo cual, dice Fr. Luis «todos teníamos
enemigos»; y el entender muchas veces los oyentes una cosa en lugar de otra, se
aprovechó por los émulos de nuestro autor. Había entre los papeles de éste
muchos que no eran composición suya, ni aun siquiera de su propiedad, como
lecturas de los maestros Victoria, Cano y Vega, Fr. Pedro de Sotomayor, Fr.
Juan de la Peña, Gallo, Guevara y otros, juntamente con diversos cartapacios
que frailes y distintas personas le habían prestado, y varios sermones en suma
que había copiado de su letra después de oírlos al dominico Fr. Alonso
Gutiérrez. Y aunque, como él asegura, en dichos papeles no creía que hubiese
cosa alguna de mala doctrina, y muchos de ellos, ni siquiera los había leído,
este fue uno de los medios que utilizaron sus enemigos para hacerle la guerra.
¡Qué más! hasta la amistad, ese movimiento espontáneo del alma que embellece
la vida, se convertía en motivo de persecuciones para nuestro autor. Era este
con efecto amigo de cierto maestro llamado Grajal, y así lo confesaba ante la
Inquisición, añadiendo: «Y quererle yo bien comenzó de que siendo competidores
en la cátedra de Biblia, que él llevó, en las demás oposiciones que yo hice, sin
saberlo yo, trató en mi favor con tanto cuidado y con tan gran encarecimiento,
de buenas palabras, que cuando lo supe quedó obligado, a tratarle, y del trato,
resultó conocer en él uno de los hombres de más sanas y limpias entrañas y mas
sin doblón que yo he tratado; y así nuestra amistad fue siempre, no como de
hombres de letras para comunicar y conferir nuestros estudios, sino como dos
hombres que trataban ambos de ser hombres de bien, y por conocer esto el uno
del otro se querían bien. Y en tanto es esto verdad, añadía, que en muchos años
que nos tratamos, fuera de lo que yo le oía a él o él me oía a mí decir en los
actos públicos arguyendo o sustentando como los demás maestros, no trató
conmigo ni yo con él cosas de letras tres veces; y si fueron tres no fueron
cuatro»
Tenia el maestro Grajal la desgracia de no expresarse bien por
falta en la lengua; y nuestro autor, que le oía con la bondad de un amigo,
explicaba lo que había querido decir a los demás maestros que le argüían.
Atribuyendo pues a Grajal ciertas ideas que excitaran el rigor del Santo
Oficio, hacíase cómplice a Fr. Luís que las
explanaba.
Otro de los envueltos en la acusación era el maestro Martínez. Con
él apenas tenia trato Fr. Luis de León: pasábase un año o dos sin verle, y
cuando le hablaba era en las escuelas sobre algún libro nuevo griego o latino.
«Por lo demás siempre le tuve y tengo por el hombre más leído en santos de
cuantos hay en aquella universidad.» así decía el docto procesado, añadiendo
que jamás había oído a Martínez decir «cosa alguna en desprecio de los santos;»
y sospechando que el pretexto para calumniarle fuera la extremada llaneza con
que explicaba.
La amistad que a Benito Arias Montano profesaba Fr. Luis de León,
tampoco había de quedar sin ser aprovechada por sus enemigos. Mantenían ambos
sabios correspondencia científica, y enviaba aquél a éste desde Flandes, ya
ejemplares o copias de las obras que escribía, ya diferentes libros que Fr.
Luis le encargaba para si o para otros. Este mismo refiere en el proceso que
por los años de 1563 pidió al Montano a su paso por Salamanca, la traducción
que había hecho del Cantar de los Cantares, la cual le ofreció enviar así que
volviera a su convento de San Marcos de León, y la cual deseaba consultar
nuestro autor para .el trabajo que estaba haciendo sobre el mismo libro
sagrado, y que fue luego uno de los pretextos que se alegaron para perseguirle.
Tal se presentaba la existencia del virtuoso agustino a los ojos de
la envidia. Ya claramente había él comprendido la enemistad de aquella gente.
Un poco antes de las vacaciones de 1574 dice él mismo que comenzó a entender
que Fr. Bartolomé de Medina trataba de poner escrúpulo en ciertas proposiciones
de nuestro autor sobre la Vulgata y la declaración romanceada de los Cantares.
El escándalo movido por Medina en tal ocasión era tan grande, que Grajal y Fr.
Luis acudieron al comisario del Santo Oficio, Francisco Sancho, a fin de que en
una junta explicase el Fr. Bartolomé lo que le ofendía, cosa que no llegó a
tener efecto, primeramente por enfermedad del mismo, y luego por otra del
calumniado agustino. La ausencia de este había dado mayor aliento a sus
enemigos para extender injuriosas voces; pues consta en el proceso que a los
principios del año 1570 la Universidad envió a Fr. Luis a la corte para ciertos
negocios, que estuvo ausente hasta San Lucas del mismo año, y salió nuevamente
poco después para Belmonte a negocios de familia, donde se detuvo hasta Marzo
de 1574 .—Antes de estos viajes, y en el intervalo que mediaba entre ambos, ocupábase con los otros maestros de la escuela salmanticense
en examinar por orden del Consejo general de la Inquisición la Biblia de Vatablo, que había de imprimirse por el librero Gaspar de Partonariis, y en cuyas discusiones creció la envidia de
sus contrarios.
Con tales preparativos formóse una
cruzada contra nuestro autor, llevando por jefes a León de Castro y Bartolomé
de Medina. Vieron estos y buscaron entre los papeles de Fr. Luis cosa de que
poder asir con color, y no hallándola, idearon denunciar a Grajal y Martínez,
los cuales, o por no declararse bien o por no entenderlos los estudiantes, se
decía haber dicho cosas que ofendían. Pensaban que haciendo sospechosa la
amistad de Fr. Luis para los dos, y sobre todo con Grajal, y divulgando algunas
calumnias esparcidas confusamente, habría lo bastante para perderle. Túvose pues junta de estudiantes llamados por Medina a su
celda, el cual inquirió si habían oído o saben algo, poniéndolos en escándalo,
y tomándoles firmas y juramentos. Concertóse luego lo
que habían de hacer entre León de Castro, varios gerónimos y otras diferentes personas, en cuyo número cuenta el mismo acusado, Fulano de
Alarcón, colegial de San Millán de Salamanca, y se repartieron los sitios por
donde cada uno había de acometer como en caso de guerra.
En efecto: el día 17 de Diciembre de 1574 fue llamado a declarar
ante el comisario del Santo Oficio reverendo maestro Francisco, Fr. Bartolomé
de Medina, maestro de teología: que anda en lengua vulgar el libro de los
cánticos de Salomón, compuesto por Fr. Luis de León; que en aquella Universidad
algunos maestros, y señaladamente Grajal, Martínez y Fr. Luis, en sus pareceres
y disputas quitan autoridad a la edición Vulgata, diciendo que se puede hacer
otra mejor y que tiene hartas falsedades; y en fin, que entiende que otras
proposiciones debe haber oído de las cuales no se acuerda: tal fue el primer
golpe dado contra nuestro autor. El mismo Medina sostuvo en 18 de Febrero, como
si un le pareciese poco lo que había dicho, que en aquella Universidad había
mucho afecto a las cosas nuevas, principalmente por parte de los mismos tres
maestros, los cuales pasaran más adelante si no comprendieran que disgustaban a
los demás. Añadiendo que en sus disputas estos maestros prefieren las
interpretaciones de Vatablo, Pagnino y los judíos a la traslación Vulgata. Tras de este el colegial de Cañizares,
Francisco Cerralbo de Alarcón, limitóse a declarar
(26 Diciembre) que corrían copias del Cantar de los Cantares, traducido por Fr.
Luis de León.
Pero en el mismo día 26 es cuando tuvo lugar la declaración más
fuerte y más infame: la de León de Castro. Él solo sostuvo más calumnias que
todos los otros juntos. Su deposición es una suma de los cargos que en el curso
del proceso habían de hacerse al perseguido maestro. Que Fr. Luis vuelve por
Grajal y Martínez con gran pasión, y en disputas de lugares de profetas
declarados por los evangelistas y el mismo Dios, ha sostenido con grao porfía
que aun cuando sea verdadera aquella interpretación, también puede serlo la de
los judíos, y que lo uno y lo otro significa el profeta; que tienen los tres
poco respeto a las interpretaciones de los Santos Padres y más a las de los rabies,
y que lo ha entendido así de Martínez y Grajal en disputas y en pláticas, y en
disputas de Fr. Luis, aunque no tan claramente; que a los tres los ha visto
defender, que se pueden traer explicaciones de escrituras nuevas, no contra la
explicación de los santos, sino praeter, pero que aquel praeter le parece
sofisticado; que aun cuando no lo han dicho delante de él, según varios
estudiantes, que no recuerda quiénes son, Grajal y Martínez burlan de las
interpretaciones de los santos sosteniendo que en la Vulgata hay muchas cosas
mal trasladadas, y que ellos y Fr. Luis disputaron que en el Viejo Testamento
no había promesa de la vida eterna. Con tales y tan inicuas suposiciones
pensaba el envidioso maestro perder al sabio agustino. Esas vacilaciones que se
observan en su declaración, ese remordimiento de la conciencia que le obliga a
decir que él no oyó algunas de las falsedades que asegura, sino que las sabe
con referencia al dicho de otros, todo está demostrando claramente la perversa
intención y el ánimo envidioso del maestro León de Castro. ¡Ay que no sabia que
la calumnia es como las tempestades, que si por un momento abaten los campos,
luego los hacen aparecer mas llenos de vida y lozanía!
En 6 de Marzo fue la confesión de Fr. Luis. Somete a la aprobación
y juicio del tribunal las cuestiones y proposiciones que en público defendiera,
y que ya antes había sometido al parecer de personas competentes, prometiendo,
conforme por el Santo Oficio le fuese mandado, declarar, corregir o quitar lo
que se le previniese en sus escritos. Confesó que diez u once años antes a
instancia de una persona religiosa, había hecho una declaración breve sobre el
Cantar de los Cantares y que Fr. Diego de León, que tenia cargo de su celda,
hallando abierto un escritorio donde guardaba sus papeles lo sacó con otros, trasladándole;
de lo que se multiplicaron tanto las copias que le fue imposible recogerlas, y
aunque ha satisfecho a todos los que la han visto, sin embargo a algunos no les
pareció bien que estuviese en lengua vulgar, y él si pudiera lo evitara, para
lo cual comenzó a ponerla en latín. Sometíase a hacer
las correcciones que el tribunal le ordenase, y recusó al mismo tiempo a varios
de sus enemigos, suponiendo con mucha razón que no podían ser testigos
imparciales.
Ya el día 13 escribe nuestro Fr. Luis a Fr. Hernando de Peralta,
prior de los agustinos de Granada, anunciándole la detención de Grajal y
suplicándole que no le devuelva las proposiciones que le había enviado para
revisar sin la firma del arzobispo D. Pedro Guerrero, porque son muchos los que
le quieren mal á causa de las polémicas universitarias, y todo lo teme de sus
enemigos. ¡Inútil trabajo y vana esperanza! Cuando la desgracia se apodera del
hombre, cuando le acosa la enemistad del poderoso, ¡ qué pocos son los que
tienen valor para socorrerle y ayudarle! ¡cuántos los que le vuelven la espalda
sin ocultar siquiera su cobardía!
En 27 del mismo mes respondía Peralta que el arzobispo, él bien ha
manifestado estar conforme, no ha querido dar por escrito su parecer tanto por
estar muy escarmentado, como por. saber que en Salamanca reinaba entonces gran
agitación entre los maestros, y que se había conducido preso a Valladolid a un
catedrático de Biblia.
En fin, el día 26 dióse el mandamiento de
prisión contra Fr. Luis de León por los inquisidores de esta ciudad, mandando
prenderle donde quiera que se hallase, aunque fuera en lugar sagrado; recogerte
lo que llevara sobre si de alhajas, armas o papeles, y secuestrar sus bienes
dejándole sin embargo los vestidos y ropa blanca que hubiere menester para su
uso. El jueves 27, el mismo día en que contestaba Hernando de Peralta á la
carta de Fr. Luis, en virtud de aquel mandamiento fue éste conducido por el
familiar Francisco Almansa ante el secretario Esteban Monago.
Ya empezaban pues a producir su efecto la envidia y la mentira.
¿Quién al verse tan inicuamente arrancado de su estudioso retiro y encerrado en
una cárcel no hubiera prorrumpido en amargas quejas y violentas imprecaciones?
Fr. Luis, sin embargo, apenas conducido a las cárceles del Santo Oficio en
Valladolid, hace profesión de fe, sometiéndose humildemente como perfecto
cristiano a la voluntad del Señor por si la muerte le tomase. Poco después (el
31 de Marzo), pide una imagen de Nuestra Señora o un crucifijo de pincel,
varias obras de San Agustín, San Bernardo y Fr. Luis de Grabada, unas
disciplinas y unos polvos que para las melancolías solía enviarle Ana de
Espinosa, monja de Madrigal, «que nunca tuve de ellos mas necesidad que
ahora,» encargándole además, «que sobre todo le encomiende a Dios sin
cansarse.» Reclamó igualmente un pandelero, unas despaviladeras y «un cuchillo para cortar lo que cómo; que
por la misericordia de Dios seguramente se me puede dar: que jamás deseé la
vida y las fuerzas tanto como ahora para pasar hasta el fin con esta merced que
Dios me ha hecho por la cual yo le alabo y bendigo.»
Desde este momento la causa va siguiendo lentamente su curso:
multitud de testigos, frailes la mayor parte, se presentaron, unos voluntariamente
y otros en virtud de llamamiento a prestar sus declaraciones. ¿A qué referir
minuciosamente los cargos que se hicieron al acusado? Todos son variaciones
sobre el mismo tema. Que Fr. Luis profesaba opiniones nuevas y atrevidas en
asuntos teológicos; que había traducido en castellano el Cantar de los.
Cantares, y que prefería las interpretaciones de los judíos á las de los Santos
Padres. ¡Y para que se vea hasta donde lleva la infame pasión de la envidia, y
cómo mata todas las virtudes y nobles sentimientos del corazón humano! hubo un
hombre, Juan Cigüelo, fraile de la misma orden que
nuestro autor, qué sostuvo que éste siempre decía misa de réquiem, aún cuando
fuese día festivo, sin que se le oyese las palabras que pronunciaba, y que en
cierto convite dio muestras de dudar de la venida de Jesucristo el que mas
tarde explicaba en inmortales páginas las excelencias de sus nombres.
Hubo entre los declarantes personajes por extremo grotescos, que
mas adelante zahería el acusado con notable gracia al contestar a sus
declaraciones. Era uno de ellos cierto Bachiller Rodríguez, llamado por burla
en aquellas escuelas el Doctor Sutil, hombre ridículo que servía de diversión a
maestros y estudiantes. Fr. Luis mismo nos cuenta que infinitas veces corría
por las calles por librarse de las enojosas preguntas de aquel idiota, que le
perseguía hasta que alguno le llamaba la atención, por otra parte.
Otro de semejantes testigos era Fr. Diego de Zúñiga, por otro nombre
Rodríguez, agustino también como el procesado. Preciábase tal sujeto de sabio, y sostenía, si hemos de creer a Fr. Luis, que su nombre
era muy conocido en la corte romana, y que el Papa le estimaba en mucho y tenia
grandes deseos de conocer alguna de sus obras; por cuya razón él le había
enviado un tratadillo que con el nombre de Manera para aprender todas las
ciencias, brotara poco antes de su docta pluma. Seis ú ocho pliegos de papel
componían la obra, que Fr. Luis calificó en presencia de su autor, de poca
sustancia; y para ella, como para todas sus explicaciones, no necesitaba Zúñiga
conocer lo que antes de él habían dicho otros sobre los mismos asuntos: así se
alababa de no leer los Santos para hacer sus explicaciones de Sagrada
Escritura.
No faltaron tampoco frailes de la misma orden que el procesado que
declarasen contra éste. Uno de ellos es el mismo Zúñiga de que acabo de hablar,
y a quien con tanto desprecio trataba nuestro autor. Otro, Fr. Gabriel de
Montoya, hombre de 53 años y prior de los agustinos de Toledo, declaró sobre
cierta lectura de la Vulgata que Fr. Luis consultara con varios religiosos de
Sevilla; y el procesado, después de asegurar que este era enemigo suyo, dice
que le falta mucha doctrina y le sobra mucha pasión; que no tiene el fundamento
del saber, que es la humildad; que debe conocer por si lo que asegura de que
quien miente en lo poco mentirá en lo mucho, y en fin agota los términos duros
para retratarle.
Grande amigo de Fr. Gabriel Montoya era, al decir de Fr. Luis, otro
agustino lector en Sevilla, llamado Fr. Francisco de Arboleda, que también
figura como testigo en la causa, igualmente que Fr. José de Herrera, agustino
como Arboleda, y como él lector en Sevilla. A uno y otro los contesta con
desprecio nuestro poeta, colocando al primero en la clase de los que hablan mal
de lo que no entienden, y de los que con tener varios libros, leyendo un
renglón cada año piensan entender de todo.
No solamente eran frailes los acusadores de Fr. Luis: en el proceso
figura D. Alonso de Fonseca, cuñado de la condesa de Monterey Doña Inés de
Velasco, que no parece pertenecer a la categoría de maestro ni á la de
discípulo, y que no tuvo más que decir sino que Fr. Luis y el maestro Grajal
prefieren la traducción de San Gerónimo a la Vulgata, mereciendo por ello que
el procesado le contestara únicamente, que este testigo no sabia lo que se
decía.
No eran Salamanca y Valladolid los únicos puntos en que se recibían
declaraciones: el proceso de Fr. Luis tenia todo el aspecto de una vasta
conspiración tramada para perder a una persona cuya ciencia y virtudes
excitaban la envidia de otros. Asi es que las
indagaciones se extendieron a Granada, Murcia, Cartagena, Arévalo y Toledo, y
hasta llegó el caso de que en la ciudad del Cuzco el canónigo Fr. Pedro de
Quiroga, comisario del Santo Oficio, examinase al agustino Fr. Gerónimo Núñez,
haciéndole presentar una copia de la traducción de los Cantares, hecha por Fr.
Luis, que le había dado otro fraile de la misma orden, el cual la depositó
además, en la biblioteca del convento; prueba clara del aprecio con que se
extendían hasta las mas remotas regiones las obras del perseguido maestro.
Infinitas veces sacóse a este de su
prisión para dirigirle minuciosos interrogatorios en presencia de los
inquisidores, a los que él contestaba siempre con extraordinario ingenio. Con
tanto rigor se le custodiaba en su encierro que ya le hemos visto pedir un
cuchillo de que carecía para partir la comida, y a poco que recorramos su
proceso, veremos que hasta los pliegos de papel para sus defensas se le daban
contados y quedando nota en el expediente. Quéjase en
diferentes ocasiones de las enfermedades que en su encierro padecía, ya
manifestando que desfallecía de hambre, por no haber tenido quien le trajese el
alimento; ya que las calenturas le acosaban, sin haber quien le curase mas que
un muchachillo medio simple; ya diciendo que por grandes que pudieran ser sus
culpas, y aun cuando hubieran parecido probadas, harto castigadas estaban con
la durísima prisión sufrida. Hasta en tos trámites legales de la causa se
hacían todas las dilaciones posibles: véase sino cuantas veces pide la
publicación de testigos, que al fin se hizo en Marzo de 1573.
Pero a pesar de tantos trabajos y tan largo encierro ni un momento
deja demostrarse el gran ingenio y la noble energía del procesado, así como ni
una sola vez manifiesta el menor rencor contra los que tan duramente le
perseguían. Reparar la nota y mal nombre en que por su prisión pudieran
incurrir las aulas salmanticenses, era su único afán; que si habla de sus
enemigos, o es para tratarlos con el desprecio, o más frecuentemente aún para
perdonarlos. «Dios perdone, exclama en una ocasión, a los que por sus pasiones
particulares han hecho tan general daño y tan sin causa.»
Sabido es que en el Santo Oficio no se revelaba al acusado los
nombres de los testigos, designándolos únicamente por números. Pues bien: uno
por uno, al contestar a los calumniosos cargos que caita cual había lanzado
contra él, los va señalando con su nombre sin equivocarse jamás, expresando al
mismo tiempo los motivos que tenían para perseguirle. ¡Prueba admirable de su
sagaz ingenio y de lo bien que conocía el corazón humano!
Notables son todos los escritos de Fr. Luis no solo por la
resignación cristiana que demuestran y por su noble energía, sino también por
el purísimo estilo que aumenta su valor. Trozos hay en ellos, que a pesar de
conocerse que se han escrito sin cuidado ninguno y de prisa, pueden pasar como
modelos de lenguaje castellano,
Ventilándose además en estos importantes documentos graves
cuestiones de teología, vienen a formar una colección de disertaciones dignas
de estudio, no solo por demostrar la mucha ciencia de su autor, sino también
para conocer el modo de interpretar las Sagradas Escrituras en aquella época y
las costumbres literarias de las Universidades.
Y en tanto ¿cómo respetaba la de Salamanca la memoria de su
encarcelado maestro? ¿Proveía en otro su cátedra, o en memoria siquiera de sus
buenos servicios, la conservaba vacante para cuando pudiera ser restituido a
sus honores? Cuestión fue esta no muy clara hasta ahora. Los que han escrito
sobre la vida de Fr. Luis, los que han examinado sus obras, unos tras otros
han ido asegurando que la Universidad siempre le reservó su puesto; pero
ninguno presenta las razones en que apoya semejante idea. En Marzo de q573
vemos al procesado pedir licencia para que otro haga oposición en su nombre o
la cátedra que sirvió, y que debe quedar vacante por cumplir entonces el
cuadrienio. No hallamos resolución a esta súplica, en el proceso, pero en los
documentos publicados por Sedaño hay uno en que Fr.
Luis, restituido a la libertad, pide el salario de la cátedra de Durando por el
tiempo que la sirvió desde San Lucas de 1574 hasta el 29 de Marzo de 1573 en
que vacó y se proveyó en el maestro Fr. Bartolomé de Medina. Además en otro
documento publicado con el anterior, nuestro poeta al presentarse en las aulas
salmanticenses, vuelto a sus honores por el Santo Oficio, se aparta del derecho
que tiene a su cátedra, dándola por bien empleada en el P. Maestro Fr. García
del Castillo, abad de San Benito, que la servía. ¿No bastaban estas noticias
para dejar probado que la Universidad ninguna consideración guardó a la memoria
del maestro de Durando, y que su cátedra se proveyó sin hacer caso de sus
justas reclamaciones? Yo hubiera tenido por suficientes estos datos, pero los
encontrados poco hace en Salamanca, aclaran por completo la cuestión. En 30 de
Marzo de 1573, hízose publicación de la vacante de la cátedra de Durando, y en
7 de Abril se proveyó en Fr. Bartolomé de Medina, después de oposición entre
este y el agustino Fr. Pedro de Uceda. Ascendido luego en 1776 Medina a la
cátedra de Prima de teología, concedióse la de
Durando a Fr. García del Castillo, que es quien la conservaba al salir de su
encierro Fr. Luis de León.
Pero encerrado, padeciendo de hambre y de frio, enfermo y con el
alma destrozada por la maldad de los hombres, aún hallaba Fr. Luis grato
consuelo en el estudio y en la meditación; aún brotaban de su lira religiosos
cánticos. El que había dedicado su vida entera a contemplar y ensalzar las
cosas divinas ¿cómo era posible que pidiera justicia a los hombres que tan sin
ella le maltrataban? ¿cómo era posible que dejara de elevar su corazón y su
pensamiento al que todo lo puede, al que tiene en su mano el remedio de las amarguras?
Asi es que Fr. Luis de León al esforzar sus razones por defenderse,
siempre se dirige a Dios principalmente, confiando en su misericordia: así es
que en la cárcel están escritas o pensadas por lo menos casi todas sus mejores
obras. ¿Qué mejor prueba de lo dicho de la declaración de Fr. Juan Cigüelo que los Nombres de Cristo? El que según aquel miserable
dudaba de la venida del Mesías, escribe un libro explicando los nombres que le
dan las Sagradas Escrituras, libro que será siempre honor de las letras
españolas, y que basta por si solo para acreditarle de teólogo profundo. Las
infames calumnias que le tienen encerrado en los calabozos del Santo Oficio, el
hambre y las enfermedades en ellos sufridas le dan ocasión de explicar en otra
obra el libro de Job. ¡Cuántas amargas alusiones hay en aquellas páginas a su
miserable estado y a la maldad de sus perseguidores! ¡Cuántas lecciones de
cristiana filosofía y de conocimiento del mundo y del corazón humano!
Séame permitido hojear aquellas admirables páginas llenas de
doctrina y vestidas de apacible y purísimo lenguaje. Motivo le dieron para
escribirlas al autor, según en la introducción nos cuenta, ya su constante
anhelo de que en lengua castellana se tratasen las ciencias, dejando a un lado
el tosco latín que entonces se usaba, ya el noble deseo de alentar la afición
del vulgo a la lectura de libros religiosos. El que sufría en un calabozo,
acusado entre otras cosas de haber puesto en lengua vulgar las Sagradas
Escrituras, tiene valor para tronar en su encierro contra los que encargados de
explicarlas se contentaban con disculpar su ignorancia prohibiéndolas y
haciendo explicar tales materias en latín; para que no las entendiesen los
indoctos. Tal es la introducción de la obra, notable por su valentía. Los
nombres con que nuestro Señor Jesucristo es llamado en la Sagrada Escritura,
son después minuciosamente explicados en el coloquio que tres agustinos
entablan en una granja del convento donde se habían retirado a pasar una
temporada de las vacaciones. Marcelo, el que dirige las discusiones, el que más
respetan los otros, es a no dudarlo, el retrato de Fr. Luis de León. Además de
ser él quien explana siempre las ideas que nuestro autor profesaba, hállanse en el discurso de la obra otras razones que
prueban mi juicio. «Algunos: hay, dice el mas joven apenas llegados a la
granja, a quien la vista del campo los enmudece y debe ser condición de
espíritus de entendimiento profundo; mas yo, como los pájaros en viendo lo
verde, deseo o cantar o hablar.—«Bien entiendo lo que decís, respondió al punto
Marcelo, y no es alteza de entendimiento, como dais a entender por lisonjearme
o por consolarme, sino cualidad de edad y humores diferentes, que nos
predominan y se despiertan con esta vista, en vos de sangre y en mi de
melancolía.» .. Esta tristeza de Marcelo, ese respeto con que los otros le
tratan ¿no pintan la situación de Fr. Luis, su amor a la soledad y su vida en
la granja, dónde leía las obras del P. Granada, y donde tal vez dio la última
mano a los Nombres de Cristo? Recitando más adelante Marcelo los traducciones
de varios salmos, que al pie de la letra se hallan en la colección de poesías
de nuestro autor, pregúntanle los otros
interlocutores cuyos son aquellos versos, y, de un común amigo nuestro responde
«que, aunque cada uno de nosotros dos tenemos amistad con muchos amigos, uno
solo tenemos que la tiene conmigo y con vos cuasi en igual grado; porque a mi
me ama como a si, y a vos en la misma manera que yo os amo.»
Cuantos han examinado los escritos del maestro León, colman de
elogios la obra de que estoy hablando. Preciosa colección de sermones, tratado
admirable de teología, libre de sutilezas y puesto al alcance de todo el mundo,
los Nombres de Cristo enaltecen la época en que se escribieron y las escuelas
que contaban con maestros capaces de producir tales obras. Todo allí es
naturalidad, todo sentimiento: las figuras retóricas, la correcta forma del
discurso parecen haber brotado espontáneamente bajo la pluma del autor, como
las amapolas en el campo, al soplo de las auras y sin el cultivo del jardinero.
Vedle declarando el nombre de brazo de Dios. «Gran ceguedad es
creer, dice, que el brazo cercado de fortaleza invencible que Dios promete en
las Escrituras, sea un guerrero cercado del estruendo bélico. ¿Tan gran
valentía es dar muerte a los mortales, y derrocar los alcázares, que ellos de
suyo se caen, que le sea a Dios o conveniente o glorioso, hacer para ello brazo
tan fuerte, que por este hecho le llame su fortaleza? ¡Oh, cómo es verdad
aquello que en persona de Dios les dijo Isaías: cuanto se encumbra el cielo sobre
la tierra, tanto mis pensamientos se diferencian y levantan sobre los
vuestros!»
Al examinar los nombres de Rey y príncipe de Paz, ¡qué profundas
máximas sobre el modo de gobernar a los pueblos! ¡qué lecciones para los que
encargados de educar a los príncipes, sólo los acostumbran a no bajar los ojos
de su grandeza a sus súbditos, y «a que ensanchen el estómago cada día con
cuatro comidas, y a que aun la seda les sea áspera y la luz enojosa!» De aquí
dice las leyes rigorosas y la tiranía «de nunca haber hecho experiencia en si
de lo que duele la aflicción y pobreza.»
¡Cuán hermosa manera de explicar lo que es la gracia divina!
Marcelo, señalando el rio que a sus pies corría reflejando el azul del cielo en
sus mansas ondas: «Esto mismo, exclama, que ahora aquí vemos en esta agua, que
parece como un otro cielo estrellado, en parte nos sirve de ejemplo para
conocer la condición de la gracia.» Que así como el agua, cuerpo dispuesto para
servir de espejo al recibir la imagen del cielo se hace semejante al mismo, así
la gracia «venida al alma y asentada en ella, asemeja á Dios y le da sus
condiciones de él, y la transforma en el cielo cuanto le es posible a una
criatura.»
La descripción de lo que se entiende por paz, la de los destinos de
la poesía y de las circunstancias que se requieren para escribir romance, son
modelos de correcto y gallardo estilo, que nunca deben dejar de imitarse por
cuantos aspiren á escribir bien el habla castellana.
Difícil será encontrar en nuestra literatura otra obra más llena de
pensamientos profundos y de sentencias de todos géneros que la exposición del
libro de Job. De gran consuelo debió servir a nuestro autor el escribirla,
derramando sobre el papel los tesoros de ciencia y de cristiana resignación que
encerraba su alma. El retrato del hipócrita, que levanta al cielo como limpias
las manos que gotean sangre; el del usurero de quien se dice que nunca podrá
dar limosna, porque es imposible que tenga caridad para los pobres el que se
atreve a hacerlos; la pintura del codicioso a quien el allegar riquezas es
culpa mientras vive y tormento al morir; la de los bienes mal ganados, que
parecen dulces al recogerlos y después se tornan amargos, y otros infinitos
rasgos, me hacen estimar el libro de Job como la obra más perfecta y al mismo
tiempo mas profunda que produjo nuestro agustino. Citar bellezas seria
infundirme deseos de copiarlas aquí y esto alargaría mi trabajo: abra el
curioso aquel volumen y lea por cualquiera parte, seguro de encontrar siempre
rasgos felicísimos.
Que Fr. Luis era poeta lo hemos visto ya: no hizo pues versos en la
cárcel porque el ocio de su prisión se los inspirase, como dice Viardot, ni el ocio seria tanto teniendo que estudiar
constantemente para responder a las declaraciones de los testigos. Muchas son
sin embargo las poesías que parecen escritas en aquel período, y en todas lucen
los mismos pensamientos cristianos que en las obras en prosa qué acabo de
mencionar. Un día abrumado por la tristeza, exclama:
Huid contentos de mi triste pecho.
No pinta el prado aquí la primavera,
ni nuevo sol jamás las nubes dora,
ni canta el ruiseñor lo que antes era.
La noche aquí se vela, aquí se llora
el día miserable sin consuelo,
y vence al mal de ayer el mal de agora.
En mí la ajena culpa se castiga,
y soy del malhechor ¡ay! prisionero,
y quieren que de mí la fama diga:
«Dichoso el que jamás ni ley ni fuero
ni el alto tribunal, ni las ciudades
ni conoció del mundo el trató fiero.»
Otra vez dirigiéndose a la Santísima Virgen, encomienda su suerte:
Virgen que el sol más pura,
gloria de los mortales, luz del cielo,
en quien es la piedad como la alteza
los ojos vuelve al suelo, y
mira un miserable en cárcel dura
cercado de tinieblas y tristeza.
En fin, aquellas de sus poesías que respiran al mismo tiempo la
amargura que da el conocimiento del mundo y la resignación que producen la fe y
el amor de Dios, aquellas las podemos considerar escritas en la cárcel. ¿Qué
decir acerca de su mérito que no sea repetir lo escrito ya cuando hablé de sus
anteriores obras? Hay sin embargo una diferencia que notar: Fr. Luis de León
antes de ser perseguido por el Santo Oficio, es un hombre que vive feliz entré
el estudio y la religión; pero desde que entra en la cárcel ya deja conocer que
ha gustado el amargo cáliz de los dolores y los desengaños. Más tarde, obtenida
su libertad, le veremos cantando el triunfo de la virtud sobre la calumnia.
En esta época y la anterior podemos también colocar muchas de las
traducciones de los Salmos, y principalmente la del Libro de Job en tercetos.
Ya hemos visto cuánto partido sabía sacar nuestro poeta de sus modelos; ya
hemos visto de qué suerte imitaba las bellezas de sus autores predilectos:
quien así embellecía lo bello, cuando solamente tuviera que copiarlo ¿no es
natural que lo hiciese de una manera inmejorable? Por eso las traducciones de
Fr. Luis de León tienen toda la fuerza, toda la energía de un original, y
conservando la intención de sus autores, toman sin embargo el giro, el sabor de
las obras del traductor. La versión de las églogas de Virgilio ¿ha sido
superada por alguna otra posterior? De los infinitos que han traducido a
Horacio en verso castellano ¿quién se ha poseído más del espíritu del amigo de
Mecenas? ¿quién ha vaciado en nuestra lengua sus pensamientos con más
delicadeza de detalles? Y si pasamos a examinar las traducciones de los Salmos
veremos esto aun más claramente. Fr. Luis de León dedicado desde sus primeros
años al estudio de la Sagrada Escritura, sabe expresar las sublimes imágenes
del original con la concisión y con el vigor que permite nuestra lengua.
Asi dice traduciendo uno de los Salmos:
Alaba,
¡oh alma! a Dios: Señor, tu alteza
¿qué
lengua hay que la cuente?
vestido
estás de gloria y de belleza,
y
luz resplandeciente.
Encima
de los cielos desplegados
al
agua diste asiento;
las
nubes son tu carro,
tus
alados caballos son el viento.
Es
heno su vivir, es flor temprana
que
sale y se marchita;
un
flaco soplo, una ocasión liviana
la
vida y ser le quita.
Tú
que los montes ardes si los tocas,
y al
suelo das temblores.
He aquí otra notable prueba de lo dicho en este pasaje del Libro de
Job.
Cuando tintas del negro humor las venas
caiga la pesadilla al hombre, y cuando
la noche ofrece formas de horror llenas:
Adentro de los huesos penetrando
un súbito pavor me sobrevino,
y sin saber de qué, quedé temblando,
Y como soplo, un aire peregrino
pasó sobre mi rostro, y cada pelo
se puso en mí mas yerto que el espino.
De esta suerte pasó Fr. Luis cinco años entre los horrores de un
calabozo: su salud no muy buena se había alterado por completo, pero en cambio
su corazón, lleno siempre de energía, conservaba mezclados con ella la
inocencia de la niñez y los generosos ímpetus de la juventud. Asi le vemos nombrar por sus patronos a Fr. Bartolomé de Medina,
su enemigo, y al maestro Mancio, dominico, de quien
también sospechaba que no le quisiese bien; insistiendo en pedir el auxilio de
éste, a pesar de haberle abandonado al empezar á reconocer los papeles que
llevó para su examen.
Por fin, el 28 de Setiembre de 1576 votaron los jueces la decisión
de tan largo proceso: cuatro de ellos opinaron que nuestro amigo fuese puesto a quistion de tormento y que este se le diera
moderado en atención á la falta de salud que sufría, continuándose luego el proceso;
dos opinaron que fuese reprendido después de hacer una especie de retractación
de las proposiciones que había dejado correr en sus obras, debiendo
prohibírsele además el ejercicio del magisterio, y uno manifestó que daría su
voto por escrito, no apareciendo en el expediente que lo hiciese.
Afortunadamente el Tribunal de la Suprema procedía con más cordura
que los Inquisidores de Valladolid, y ni creyó justo martirizar a un enfermo
débil y hambriento, causándole la muerte con filantrópica moderación, ni
conveniente privar de tan digno maestro a las aulas de Salamanca. Y el 7 de
Diciembre de e576 absolvió a Fr. Luis de la instancia del juicio, encargándole
para lo sucesivo en tales materias mucha moderación y prudencia para no dar
escándalo y evitar errores, y mandando recoger su versión española del Cantar
de los Cantares. Al mismo tiempo, y según costumbre, se le hizo jurar que no
guardaría rencor a nadie, y que conservaría completo silencio en todo lo
relativo a su proceso.
Ya tenemos libre al sabio maestro; ya la inocencia triunfó de la
calumnia. La Universidad de Salamanca prepárase a
recibirle dignamente, y tal vez los mismos que le persiguieron serían entonces
los qué más contento demostraran, que tal y tan miserable es la condición humana.
En fin, el 13 de Diciembre, el Rector de Salamanca convoca al
claustro pleno, preséntase ante él el ilustre señor
Benito Rodríguez, colegial de San Bartolomé y comisario del Santo Oficio, y
manifiesta que el Tribunal volvía a Fr. Luis de León su libertad, sus honores y
su cátedra. Aquí es donde nuestro sabio despliega completamente su grandeza de
alma, y con ella acaba de vencer y echar por tierra a sus enemigos. En efecto,
entonces, delante de todos los maestros, apártase del
derecho que se le concede para volver a su cátedra, prometiendo no pedirla
jamás al que entonces la tenía, y suplicando «que en otra futura se le haga la
merced que haya lugar como él la espera del muy ilustre claustro.» Al mismo
tiempo suplicó a la Universidad que como se extendió la mala nueva de su
prisión haga que se extienda la de su libertad; y que recuerde los trabajos que
por causa de aquellas cátedras había sufrido, teniendo el favorable éxito de su
causa por claro testimonio de su inocencia. Y en seguida se retiró dejando su
voto, no a cualquiera de sus amigos, sino al mas encarnizado de sus perseguidores
al maestro Fr. Bartolomé de Medina.
Poco después, el generoso agustino tomaba posesión del partido que
le asignó la Universidad, teniendo en cuenta su ciencia y lo que había
trabajado en, honor de aquellas escuelas, para explicar una lección de Sagrada
Escritura en cada día lectivo. Premio harto merecido por el heroico
comportamiento de nuestro sabio.
Libre, restituido a su profesión y elevado en el aprecio público
por la noble entereza de su alma, quien como Fr. Luis tenia un corazón de poeta
debió sentir dulcísimas emociones que le hicieran prorrumpir en cánticos de
entusiasmo. ¿No es natural que exclamara entonces, dirigiéndose al mismo
inquisidor general?
No siempre es poderosa,
Pertocarrero, la maldad, ni atina
la envidia ponzoñosa;
y la fuerza sin ley que más se empina
al fin la frente inclina,
que quien se opone al cielo
cuanto más alto sube viene al suelo.
No pudo ser vencida,
ni lo será jamás, ni la llaneza,
ni la inocente vida,
ni la fe sin error, ni la pureza
por mas que la fiereza,
del tigre ciña un lado,
y el otro el basilisco emponzoñado.
Desde entonces vuelto a su estudiosa existencia, dedicóse Fr. Luis únicamente a la enseñanza y a las letras,
sin volver a pensar en sus enemigos. Mas ¡ay! que para hombres como Fr. Luis de
León la soledad es la mejor compañía, y aun en el pequeño trato que tenia con
el mundo estaba expuesto a encontrar motivos que le hiciesen echar de menos la
tranquilidad de su calabozo. «Y aunque yo de ninguna manera soy tal que pueda
ser contado entre los siervos de Dios, con todo eso, tratándome Dios
benignamente y con sana clemencia, experimenté en mi aquel (según vulgarmente
se juzga) calamitoso y miserable tiempo, cuando por las mañas de algunos
hombres criminalmente fui acusado como sospechoso de haberme opuesto s la fe,
apartado no solo de la conversación y compañía de los hombres, sino también de
la vista, por casi cinco años estuve echado en una cárcel y en tinieblas. Entonces
gozaba yo de tal quietud y alegría de ánimo, cuál ahora muchas veces echo
menos, habiendo sido restituido a la luz y gozado del trato de los hombres que
me son amigos.» Asi decía nuestro agustino no mucho
tiempo después al dedicar la Explicación del Salmo 26 al cardenal D. Gaspar de
Quiroga, arzobispo de Toledo.
Dos años después de salir de la cárcel daba a la estampa la
explicación del Cantar de los Cantares puesta en latín, cortando de esta suerte
toda sospecha del mal efecto que hubiera podido producir la versión castellana
de aquel libro, pretexto alegado por sus perseguidores para sepultarle en un
calabozo. Por eso mismo y por el buen nombre de los agustinos, habíale mandado en 1578 el padre provincial de Castilla Fr.
Pedro Suarez publicar sus obras expositivas. Tan útiles las juzgaba para el
estudio de la teología.
En el año de 1580, al mismo tiempo que el Cantar de los Cantares,
dio a luz la Exposición latina del Salmo 26, dedicándola nada menos que al
arzobispo de Toledo D. Gaspar de Quiroga, inquisidor general. Los sufrimientos
de la cárcel habían hecho cauto a Fr. Luis, y ningún medio mejor que el que
elegía para conciliarse fe en su obra.
Desde entonces siguiéronse publicando
varias ediciones de sus trabajos, saliendo tres de La Perfecta Casada en el
espacio de cuatro años de las prensas salmanticenses, y otras tantas de los
Nombres de Cristo, y extendióse la fama de nuestro
sabio por pueblos extranjeros, que no tardaron en trasladar a su idioma tan
inmortales discursos.
Nuevo motivo halló sin embargo la envidia en la publicación de La
Perfecta Casada para exhalar sus aun no bien encubiertos rencores. Hiciéronse cargos a Fr. Luis por aquel libro, suponiendo
impropio de su estado sacerdotal el dar consejos a las casadas, como si los
ministros del Señor sólo debieran enseñar el camino de la virtud a los
solteros; y renováronse con tal pretexto al mismo
tiempo las acusaciones hechas ya antes al autor por dejar a un lado el mal perjeñado latín que se usaba entonces, reemplazándolo con
gallardo romance. A todos estos cargos contestó victoriosamente el sabio
maestro en la introducción al tercer libro de los Nombres de Cristo. «¿Por qué
las quieren más en latín? pregunta en aquel bellísimo trozo, hablando de tales
obras; no dirán que por entenderlas mejor ni hará tan del latino ninguno que
profese entenderlo mas que a su lengua, ni es justo que, porque fueran
entendidas de menos, por eso no las quisieran ver en romance, porque es envidia
no querer que el bien sea común a todos, y tanto mas fea cuanto el bien es
mejor.»
Con tales razones y otras por el estilo, en que ensalza las excelencias
de la lengua castellana, defiende el generoso empeño de hacerla intérprete de
las ciencias, y a los que juzgan ajeno a la dignidad del hábito sacerdotal el
escribir del matrimonio háceles observar «que el
Espíritu Santo no tiene por ajeno de su autoridad el escribirles a los casados
su oficio, y que yo en aquel libro lo que hago solamente es poner las mismas
palabras que Dios escribe y declarar lo que por ellas les dice, que es propio
oficio mío, a quien por titulo particular incumbe el declarar la Escritura;
demás de que del teólogo y del filósofo es decir a cada estado de personas las
obligaciones que tienen; y sino es del fraile, encargarse del gobierno de las
casas ajenas, poniendo en ello sus manos, como no lo es, sin duda ninguna, es
propio del fraile sabio y del que enseña las leyes de Dios, con la especulación
traer a luz lo que debe cada uno hacer y decírselo.»
No se sabe si con ocasión de pasar a Madrid o tal vez estando en
Valladolid o Salamanca, pues según las fechas de los capítulos del Libro de
Job, en Diciembre de 1580 estaba en Valladolid y en Madrid por Octubre de 1590,
le encargó el Consejo Real en 1587 la revisión de las obras de Santa Teresa,
que habían de darse a la estampa, y el escribir la introducción a las mismas y
la vida de la Santa Madre. He aquí como acerca de este particular se expresa el
obispo de Tarazona Fr. Diego de Tepes en el prólogo a la vida de la ilustre
escritora. «La emperatriz, hermana del Rey D. Felipe II nuestro Señor, le fue
devotísima, y deseó que el P. Maestro Fr. Luis de León, de la Orden de San
Agustín, catedrático de Escritura de la Universidad de Salamanca y hombre bien
conocido en la Europa por la grandeza de sus letras e ingenio, escribiese su
vida y milagros pareciéndole (y con justa razón) que ninguno había entonces en
España que mejor pudiese satisfacer a este argumentó y a su deseo. Y así le
encargó tomase este trabajo, que para él fue de mucho gusto. Tomó luego la
pluma y juntó muchas cosas que después del libro que escribió tan acertadamente
el padre doctor Rivera descubrió el tiempo y cuidado, y yo le di entonces por
escrito mucho de lo que aquí digo; pero fue Dios servido que muy a los principios,
cuando aun no había escrito cinco o seis pliegos, muriese el autor, dejándonos
a todos frustrados de nuestras esperanzas. Pero ya que no sacó a luz parto tan
deseado, hizo un prólogo que anda juntamente con el libro que escribió de su
vida la Santa Madre, en el cual, aunque brevemente, con tanta erudición como
verdad escribe altamente las maravillas grandes que Dios obró en esta Santa y
por esta Santa.»
En efecto, a la edición de las obras de Santa Teresa preparada por
nuestro autor, no acompaña la vida de que el P. Yepes aseguraba haberse escrito
algunos pliegos; tal vez pensaría publicarla en otra segunda impresión o
formar con tan agradable asunto un libro aparte.
De todos modos la introducción a las obras de la Santa nos dice
cuánto debió trabajar en los cuatro años que estuvo preparando la edición, y
cuán grande era el esmero con que la dispuso. «Los cuales libros que salen a
luz, y el Consejo Real me cometió que los viese, puedo yo con derecho
enderezarlos a este santo convento, como de hecho lo hago, por el trabajo que
he puesto en ellos, que no ha sido pequeño. Porque no solamente he trabajado en
verlos y examinarlos, que es lo que el Consejo mandó, sino también en
cotejarlos con los originales mismos que estuvieron en mi poder muchos días, y
en reducirlos a su propia pureza en la misma manera que los dejó escritos de su
mano la Santa Madre, sin mudarlos ni en palabras ni en cosas, de que se habían
apartado mucho los trabajos que andaban, o por descuido de los escribientes o
por atrevimiento y error.»
¡Lástima grande que no podamos gozar al lado del fruto de tan
minucioso trabajo de la ya comenzada historia de la Santa! Pero la introducción
a sus obras, muestra que nos hace mas sensible que aquella no se terminara, es
uno de los trozos mas hermosos del lenguaje que su autor produjo.
«Yo no conocí ni vi, empieza diciendo, a la Santa Madre Teresa de
Jesús, mientras estuvo en la tierra; mas ahora que vive en el cielo la conozco
y veo casi siempre en dos imágenes vivas que nos dejó de si, que son sus hijas
y sus libros, que a mi juicio son también testigos fieles y mayores de toda
excepción de la grande virtud, porque las figuras de su rostro, si las viera mostráronme su cuerpo, y sus palabras si las oyera me
declararan algo de la virtud de su alma; y lo primero era común y lo segundo
sujeto a engaño, de que carecen estas dos cosas en que la veo ahora; que como
el sabio dice, el hombre en sus hijos se conoce.»
Sigue luego ensalzando la grande obra de la reforma de su orden
llevada felizmente á cabo por la Santa. «Qué milagro es que una mujer y sola
haya reducido a perfección una orden en mujeres y en hombres... Porque no
siendo de las mujeres el enseñar, sino el ser enseñadas, como lo escribe San
Pablo, luego se ve que es maravilla nueva una flaca mujer tan animosa que
emprendiese una cosa tan grande, y tan sabia y eficaz que saliese con ella y
robase los corazones que trataba para hacerlos de Dios, y llevase las gentes en pos de sí a todo lo que aborrece el sentido.»
Los libros de la Santa y lo útil de su lectura, la materia de
revelación y la cuestión de si ciertos tratados deben andar en manos de todos
por el mal uso que puede hacer de ellos la impiedad, cuestión resuelta
afirmativamente en todas las obras del sabio agustino, forman el resto de la
introducción, convidando a su lectura por el gallardo estilo y apacible
lenguaje que las adorna.
Nuevamente demostraron su aprecio los agustinos a Fr. Luis,
encargándole en el concilio que presidió en Toledo el general Gregorio Elparense en 1588, las ordenanzas para los religiosos
recoletos de aquella orden, las cuales se imprimieron el mismo año; prueba
grande del respeto en que le tenían, y de su intervención en los mayores negocios
de la congregación.
Dedicado pues a la enseñanza y a la reimpresión de sus obras
expositivas, mientras preparaba la edición de Santa Teresa para la estampa,
veía correr sus horas el sabio maestro retirado en la granja que a la orilla
del Tormes tenían los agustinos para solaz y esparcimiento. «Era la huerta
grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden,
mas eso mismo hacia deleite en la vista.» Allí ora paseando, ora «gozando del
frescor, ora sentado a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una
pequeña fuente que entraba en la huerta por aquella parte y corriendo y
tropezando parecía reírse» pasaba las primeras horas de la mañana.
Cuando «la fuerza del calor comenzaba a caer, saliendo de la granja
y llegado al río, que cerca de allí corría, en un barco, pasábase al soto que
se hacia en medio de él en una como isleta pequeña que apegada a la presa de
unas aceñas se descubría: y en lo más espeso y más guardado de los rayos del
sol junto a un álamo alto, que estaba casi en el medio, en la sombra y sobre la
yerba verde casi juntando al agua los pies» sentábase a contemplar las maravillas de la naturaleza y a meditar sobre las obras del maestro
Fr. Luis de Granada, en cuya lectura, según escribía a su amigo Arias Montano,
aprendiera más que de cuanta teología escolástica había estudiado.
No siempre sin embargo corría venturosa en aquel agradable retiro
la existencia de nuestro autor. Según las fechas puestas al pie de varios
capítulos del Libro de Job eran frecuentes sus excursiones a la corte y a
Valladolid. Lo extendido de su reputación como hambre de no vulgares
conocimientos, y el aprecio en que le tenían los agustinos, pudieron ser
bastante causa para que le encargaran los negocios más importantes de la orden.
Otra cuestión pudo también ser motivo de alguno de los viajes de
Fr. Luis; cuestión de importancia que le produjo no pocos sinsabores y que tal
vez fuera origen de la enfermedad que le abrió las puercas da la tumba. Séame
licito decir acerca de ella cuatro palabras.
Continuaban .por aquel tiempo agitando los ánimos en todos los
conventos las cuestiones tocantes a la reforma de la orden del Carmen, a costa
de tantos trabajos gloriosamente inaugurada por Santa Teresa y San Juan de la
Cruz. Las venerables María de San José, Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé
fundaban y dirigían conventos en diferentes ciudades de España, en Paris, en
Lisboa y en Flandes; estallaba la discordia entre el padre Fr. Gerónimo Gradan
y el genovés Doria, que le sucedió en la dirección de la reforma,
persiguiéndose mutuamente y llegando hasta el caso de verse Gradan expulsado
de. su convento de Madrid, mal visto del Papa, errante, náufrago y cautivo en
poder de los moros, y entre las monjas y los frailes carmelitas cuestionábase sobre si aquellas habían de tener o no
libertad para elegir confesores dentro o fuera de su orden.
Fr. Luis de León no se había convencido, a pesar de su larga
prisión, de que en este mundo quien más hace es casi siempre quien más pierde.
No le permitía tampoco su genio estar ocioso, ni era de esos hombres que hallan
su placer en la holganza. Asi es que le vemos también
tomar parte en las controversias de los religiosos del Carmen, decidiéndose a
favor de las monjas. «Creo (dice la venerable María de San José, en la Historia
de los descalzos y descalzas carmelitas) que es notorio a todos los que han
leído los libros y leyes que la Santa Madre Teresa de Jesús escribió, la grande
instancia que hace, y lo mucho que pide a los Prelados no quiten a sus monjas
la libertad de poder comunicar sus conciencias con hombres santos y doctos,
cuales ella en toda su vida procuró comunicar... Los padres, descontentos de
que gozásemos de esta libertad santa, y no mala, como ellos dicen, procuraban
quitárnosla, y mudar esto y otras cosas de las constituciones, bien en daño de
todos nuestros conventos. Estando muchas de nosotras ciertas de esto, acudimos
al Padre y Pastor universal de todos, que es el Papa y dando poder a un
procurador, alcanzamos confirmación de nuestras constituciones que la Santa
Madre nos dio, honrándola el Santísimo Padre Sixto V, y dándola nombre de Madre
y Maestra de frailes y monjas, y fundadora de todos, y haciendo á las
religiosas tanto favor y amparo, que no se podía pedir más. Merecieron nuestros
pecados que antes que el Breve se ejecutase muriese el Santo Sixto, que nos le
había concedido; y viendo nuestros religiosos lo que habíamos alcanzado, fue
tanto su coraje y furia cual puede juzgar quien conoce frailes con algún poder.
Viendo que venia el Breve amparado con dos delegados tan graves como D. Teotonio de Berganza y el maestro Fr. Lis de León no
pudieron deshacer lo hecho...»
He aquí pues a Fr. Luis de León metido en nuevas estaciones. En un
expediente mutilado descubierto recientemente, como otros que ya han visto mis
lectores, en los archivos de Salamanca la nunciatura dirige en 1591 una
comunicación al arzobispo de Evóra y a Fr. Luis para
que, como ejecutores del Breve de Sixto V, se presenten en el capitulo general
que había de reunirse en el Monasterio de San Hermenegildo de Carmelitas, de
Madrid; Fr. Luis pide licencia a la Universidad para venir a la corte en Junio
del mismo año, y la comisión de catedráticos nombrada para informar sobre él
asunto se opone a la salida de nuestro sabio, alegando que bastaba en el capçitulo con la presencia de D. Teotonio.
No se sabe, por faltar hojas a este expediente, cual fue la resolución que en
él recayera; pero sí que el padre Doria, alentado por Felipe II, acordó
que los carmelitas descalzos se abstuviesen de confesar a las descalzas; que la
venerable María de Jesús por haber obtenido el Breve estuvo encerrada nueve
meses con un candado a la puerta, y sin poder oír misa más que los días de
precepto; y que Fr. Luis de León puso de mal talante al Rey con su conducta,
mereciendo, según la Crónica Carmelitana, que el austero Felipe II dijera con
expresión de enojo «¡quién le mete a Fr. Luis en estas cosas!»
Supone la misma Crónica que el enfado del monarca fue bastante a
producir la muerte a Fr. Luis de León: no diré yo tanto; quien se defendía con
ánimo inalterable en los calabozos del Santo Oficio, enfermo y hambriento, no
es de creer que se afectara hasta tal punto ni aun por incurrir en el
descontento del soberano. No es esto negar sin embargo que pudieran acabar con
su salud los disgustos y persecuciones que sufrió con motivo de la reforma de
la orden del Carmen, y que por poco no le produjeron la pérdida de su cátedra y
otro nuevo encierro, según el expediente hallado en Salamanca.
A distraer su imaginación de tales asuntos vino entonces el
capitulo celebrado en Madrigal el día 14 de Agosto de 1591, al que debía
asistir como vicario general que era de la provincia de Castilla desde principios
del mismo año. Nueva demostración de respeto diéronle entonces sus hermanos eligiéndole provincial de la orden. Mas ¡ay! que poco
debía durarle tan alta dignidad: pues el día 23, antes que el capitulo
terminase, llamóle el Señor a mas tranquila
existencia después de una aguda enfermedad que allí le asaltara. La muerte del
célebre maestro fue motivo de luto y de pesar para aquellas aulas que ilustró
con su doctrina, y para la orden de San Agustín que le dio en vida tantas pruebas
de estimación y aprecio.
Sesenta y cuatro años tenia al morir el nuevo provincial de los
agustinos, dedicados en su mayor parte al estudio y a la contemplación de las
cosas divinas. Separado de su familia desde la niñez, fraile a los 14 años,
encerrado cinco en un calabozo padeciendo hambre, frio y todo linaje de
enfermedades ¿cómo extrañar el amor constante que manifiesta en todas sus obras
a la soledad y al campo? ¿cómo extrañar que lleno de dolor al contemplar las
miserias del mundo exclame:
¡cuándo
será que pueda
libre
de esta prisión volar al cielo?
Pero Aquél que había de llevarle al salir de esta vida a la
morada de grandeza
templo de claridad y hermosura,
a aquella
alma región luciente,
prado de bienandanza
producidor eterno de consuelo
quería purificarle haciéndole sufrir todos los dolores de la
tierra, bien así como el lapidario pule y desgasta el diamante cuando quiere
que por sus luces asombre al mundo entero y merezca brillar en la corona de un
soberano.
Trasladado el cadáver de Fr. Luis desde Madrigal a Salamanca, diósele sepultura en uno de los claustros del convento,
marcando el lugar donde tan preciosos restos descansaban, un epitafio latino,
reemplazado dos siglos después por otro que sólo tenía el mérito de ser más
largo y menos expresivo. Allí delante del altar de Nuestra Señora del Pópulo, veneráronse por largos años la memoria del sabio maestro y
el recuerdo de sus virtudes por cuantos jóvenes frecuentaban aquellas aulas en
que aún parecía resonar el eco de su voz un tanto débil y apagada por las
enfermedades sufridas en el calabozo.
Mas ¡ay! que hasta en la tumba había de perseguir la desgracia al
sabio agustino. Invadida la ciudad de Salamanca por los franceses, y temiendo
sin duda ser hostilizados desde el convento de San Agustín, ocurrióseles la ingeniosa idea de colocar cuatro barriles de pólvora bajo los machones de
los arcos torales, con cuya explosión quedó arruinada la iglesia y en mal
estado el resto, del convento. En 1825, bajo la dirección de un arquitecto de
Valladolid dióse a este nueva planta, quedando la
iglesia y el claustro en el mismo estado que los dejara la ilustración de los
invasores, y así continuaron aquellas ruinas hasta el año de 1856. Ya mucho
antes de éste habíase tratado de buscar entre los escombros la sepultura del
maestro Fr. Luis de León; pero a pesar del celo de las comisiones provinciales
de monumentos ningún resultado se pudo obtener. Tomando sin embargo noticias
de personas que a principios del siglo estudiaron en aquella Universidad, y de
otras conocedoras de las antigüedades salmanticenses, empezaron nuevamente a
fines del año de 1854. las pesquisas para descubrir los deseados restos.
Pasó todo el año de 4855, y enterada por fin la comisión del sitio
que ocupaba el altar de Nuestra Señora del Pópulo, y de la situación de la
pared que separaba la sacristía y el claustro, empezáronse las excavaciones en los primeros días de Marzo de 1856, y el 43 del mismo, a
distancia de vara y media de la hornacina en que se suponía estar colocada la
imagen de Nuestra Señora del Pópulo hallóse un ataúd,
que la comisión abrió, con toda solemnidad, creyendo, en vista de una porción
de circunstancias, que contenta los huesos del sabio maestro.
Y, si eran aquellos realmente, ¡en qué estado se presentaba a
recibir los supremos honores que el mundo concede a las cenizas de aquellos
cuya vida amargó tal vez con el desprecio y la calumnia! Aquel hombre, que en
un calabozo y agobiado de enfermedades tenía la suficiente fuerza de ánimo para
escribir por sí mismo los papeles de su defensa y confundir enérgicamente a sus
perseguidores, aparecía encerrado en la estrecha caja donde guarda y conserva
la sociedad a los que ya no le sirven sino de espanto y podredumbre; de aquel
cuerpo que no pudieron encorvar los sufrimientos no quedaban mas que huesos
medio desechos, y aquella cabeza, asiento del saber y de la discreción, no pudo
conservarse entera, deshaciéndose en polvo al tocarla solamente. ¡Cuánta razón
tenia el virtuoso agustino en despreciar por vanos y deleznables los placeres y
las glorias del mundo!
Tal fue Fr. Luis de León. No prestan al biógrafo los días de su
vida episodios novelescos; pero ocupados la virtud, la fortaleza de alma y el
estudio, ofreciendo a la imitación de los venideros altos y saludables
ejemplos. La viveza de ingenio y la práctica del mundo que demuestran sus
obras, no se desmiente un momento durante su vida: no podía estimarse
ciertamente hombre vulgar el que conoce y nombra uno por uno los testigos de su
causa con solo leer sus declaraciones. Si en sus obras resplandece la virtud,
no menos resplandece en su vida; si con cristianos y filosóficos pensamientos
eleva el alma del lector al amor de Dios en las odas y en los Nombres de
Cristo, no menos efecto produce la grandeza de alma con que en la prisión sólo
se acuerda de sus enemigos para perdonarlos, y la generosidad con que al volver
a las escodas de Salamanca deja su cátedra al que la ocupaba y su voto al mas
encarnizado de sus perseguidores.
No hace mucho oyeron mis lectores al mismo Fr. Luis en la
introducción á las obras de Santa Teresa, que el mejor retrato de esta eran sus
obras y su vida: tengo pues trazado ya el de nuestro autor. Algunos de sus
biógrafos sin embargo, y en particular Sedaño, que
mostraba extraordinaria afición a describir el aspecto de nuestros poetas,
retratan al maestro León diciendo que era de regular estatura, color moreno, el
rostro varonil y expresivo, grave y apacible su ademán, vivos los ojos y el
cabello espeso y enrizado. Su alma hallárnosla mejor retratada todavía en los
escritos de su defensa y en verle en secreto empleando su dinero en limosnas y
en mandar decir misas en el nombre de Jesús.
Para los agustinos ha sido siempre objeto de veneración la memoria
de Fr. Luis; en los conventos de esta orden guardábanse con esmero los manuscritos del sabio maestro, y preparábanse ediciones de sus obras; la Universidad de Salamanca le respeta como el más
ilustre de sus hijos y la gloria mayor de sus celebradas cátedras; y cuantos autores
han escrito de literatura española encuentran en el maestro León el primer
poeta castellano en quien van unidos lo profundo del pensamiento y lo bello de
las formas.
Tres épocas —ya lo dije antes—forman la vida del maestro León: su
juventud, su prisión y su vuelta a la libertad. En cual de ellos es más
profundo y filosófico y al mismo tiempo más correcto, seria difícil
determinarlo. Fr. Luis había recibido de manos del Señor ingenio privilegiado y
tenia vastísima instrucción, cosas que siempre se retratan en cuanto produjo.
Para que de su pluma brotasen profundos sentimientos y elevadas ideas ayudábale además su época. La España extendía sus dominios
por ambos mundos, y nuestra península florecía libre de las sangrientas
cuestiones religiosas que agitaban el resto de Europa. Un tribunal severo y
terrible extremando sus castigos contra los que de cualquiera modo atacaban la
pureza de nuestra religión, libraba sin embargo de mayores males nuestra
patria; y las universidades españolas producían teólogos eminentes, pasmo de
las extranjeras. Con tales elementos la imaginación se engrandecía, y las artes
y la literatura dejaban recuerdos memorables á la admiración de los venideros.
Pero si entre los clamores de la guerra se alzaban los cantos de la
poesía vistiéndola un traje de nueva y agradable tela, y enalteciendo el habla
castellana, ésta se veía reducida a servir únicamente para las obras de recreo:
el latín usurpaba los honores de explicar las ciencias divinas y humanas.
¿Quién negará a Fr. Luis de León la gloria de haber defendido constantemente
los fueros de nuestra lengua? ¿quién la de haber tratado de inculcar en todas
las clases de la sociedad la afición a los libros religiosos? Al lado de tan
laudables fines ¿qué importan los defectos que puedan encontrarse en los
escritos de nuestro poeta? Son manchas en el sol, que antes sirven para
embellecerle que no para privarle de su luz. En la poesía tradujo, como dice
muy bien M. Puibusque, el mejor de los libros, el
corazón humano, y adornó sus canciones con la dulce sencillez que presta la
verdad al que dice lo que siente. En su prosa reina la misma naturalidad; no se
conoce en ella ese artificio, que según nos dice en el libro m de los Nombres
de Cristo, quería introducir en el romance «no por presunción que tengo de mi,
que sé bien la pequeñez de mis fuerzas, sino para que los que la tienen se
animen a tratar de aquí adelante su lengua como los sabios y elocuentes
pasados, cuyas obras por tantos siglos viven, trataron las suyas; y para que la
igualen en esta parte que le falta, con las lenguas mejores, a las cuales,
según mi juicio, vence ella en muchas virtudes.»
Asi los pensamientos elevados, las ideas más hermosas aparecen como
caídas de la pluma del autor; no busquéis en Fr. Luis de León las formas
retóricas del P. Granada y la elegante pompa de su estilo, buscad sí las
comparaciones del gusto oriental y la sublimidad de la sencillez. Esta, que
tanto escasea en nuestros días, era el principal carácter de nuestros
escritores del siglo XVI, rico en obras de saludable estudio.
Fr. Luis de León, en fin, disfrutó los halagos que proporciona la
sociedad a los hombres de mérito: mientras estuvo en el mundo sus hermanos le
admiraron, le cercaron de honores y le hicieron perder la salud en un calabozo;
y hoy buscamos sus cenizas, porque esas ya no causan envidia a nadie, y le
colmamos de elogios reconociendo su mérito, porque no nos estorba. ¡Triste
condición humana, que para hacer justicia necesita del auxilio de la muerte!
D. JOSÉ GONZALEZ DE TEJADA.
|