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VIDA DE FRAY LUIS DE LEON

1527 - 1591

 

Hijos de Gómez de León, escudero que vivía de sus viñas y heredades, y de Leonor de Tapia, su mujer, eran el doctor Francisco de León, catedrático de prima en Salamanca, el licenciado Antonio de León, abogado en corte, Luis de León, clérigo tesorero en la colegial de Belmonte, en cuyo cargo reemplazó a su tío Juan de León, y don Lope, padre de nuestro poeta, que también se dedicó al noble ejercicio de la abogacía.

El no existir en Belmonte libros parroquiales de aquella fecha no nos permite saber cuándo D. Lope contrajo matrimonio. Resulta sin embargo, del proceso seguido al célebre agustino, que la madre de este se llamaba doña Inés de Valera y Alarcón, y que era también descendiente de familia avecindada desde remotos tiempos en aquellas tierras. Ejercía Juan de Valera, padre de esta señora, y marido de Mencia Álvarez Ossorio, el cargo de contino de S. M.; y prueba lo distinguido de esta familia el ser los hermanos de doña Inés, espitan el uno en Italia, canónigo el otro de Belmonte, alcalde de Palos el tercero, y el restante camarero del duque de Maqueda.

Después de su boda, y hasta el nacimiento de Fr. Luis de León, debió D. Lope ejercer la abogacía en su ciudad natal. Por el año de 1532 trasladóse a Madrid, siendo abogado en corte, cuando esta se pasó a aquella villa; y sin duda su mérito le alcanzó renombre, mereciendo por ello ser elegido en 1541 oidor de la Chancillería de Granada; puesto que ocupó hasta 1560, según noticias del marqués de Valdeflores, por cuyo tiempo debió ocurrir su muerte, como se deduce de las declaraciones de su hijo.

Cuatro hijos y dos hijas nacieron del matrimonio de D. Lope Ponce y doña Inés Valera, siendo el mayor de ellos nuestro poeta, según él mismo aseguró ante el Santo Oficio. Es pues inexacta la opinión del colector del Parnaso Español que le supone el último en edad de sus hermanos. Dos de estos, D. Cristóbal y D. Miguel, fueron veinticuatros de Granada. Según el mismo Sedaño, la veinticuatría del Miguel estaba aneja al mayorazgo de segundo-genitura, fundado a su favor por D. Lope con una asignación de 2.000 ducados exclusivamente para aquel oficio; pero los datos existentes en Simancas no acreditan ciertamente la exactitud de tal especie. Consta en aquel archivo que la facultad de fundar mayorazgo se concedió a D. Lope en 21 de Abril de 1543, no resultando nada respecto a la veinticuatría sino en 1539 (40 de Noviembre) que aparece haberse concedido a D. Miguel Fernández el Zegri, por vacación de un D. Miguel de León, que no debe ser el hermano de Fr. Luis, atendida la edad que este tendría en aquella fecha.

Más fácil es que las veinticuatrías servidas por los hermanos de nuestro autor fueran las que resultan en el archivo de aquellos oficios en Granada, con los números 27 y 42. Efectivamente, entre sus poseedores aparecen los nombres de D. Cristóbal de León y D. Miguel de León que entraron a desempeñarlas el primero en 1556, y en 1562 el segundo.

Las dos hijas de D. Lope, llamadas doña Mencía de Tapia y doña María de Alarcón, casáronse aquella con Francisco Dávalos, vecino de la villa de Hellín y ésta con el doctor Jaramillo, abogado de Granada, sabiéndose que había muerto en 1572, lo mismo que el otro hermano Antonio de León que fue clérigo.

Dejando ya tanta digresión acerca de los hermanos menores, vamos a tratar del mayor, objeto de estas páginas. Costumbre corriente para los historiadores de cada pueblo es traer a que nazcan en el mismo todos los personajes que por su fama pueden honrarle y por circunstancias particulares suponerse nacidos en el punto que acomoda a los escritores. De aquí que a Fr. Luis de León le haya visto bautizar una parte de sus biógrafos en Granada, mientras la otra le contemplaba llegar al mundo en Madrid o en Belmonte, no faltando tampoco quien nos asegure que nació en Sevilla. El haber desempeñado el padre de nuestro poeta el cargo de oidor en la ciudad de Boabdil, pudo ser causa de que le dieran por patria la del otro Fr. Luis, equivocación en que nadie hubiera caído con solo tomarse el trabajo de cotejar la fecha del nombramiento de D. Lope Ponce para la Cancillería de Granada y la edad que al agustino salmanticense atribuye su epitafio.

Descubierto ya en nuestros días el proceso instruido por el Santo Oficio no queda la menor duda acerca del particular. Fr. Luis de León vio la luz del sol en Belmonte en el año de 1527, siendo su padre abogado en aquella villa. Pasó allí su primera infancia, y a los cinco o seis años lleváronle a Madrid, donde D. Lope iba a ejercer la abogada. En la corte recibió la educación primera, y a los 14 años enviáronle a estudiar cánones en Salamanca. Querido de sus padres, que le proporcionaban medios de seguir carrera; debiendo esperar una lucida posición en el mundo por la que D. Lope ocupaba, rodeado en fin de risueñas esperanzas, no se sabe qué pudo influir en él en tan tierna edad para hacerle trocar los placeres de la vida por las austeridades del claustro. Es sin embargo lo más probable que una temprana vocación le llevara a tomar el hábito de San Agustín, en el convento de la misma orden de aquella ciudad, a los cuatro o cinco meses de haber llegado a ella. Cuatro mil ducados de renta que su padre tenia vinculados en él, como mayor de los hijos, dejaba por entrar en religión, según él mismo nos dice. Contento sin embargo con una pequeña dotación para libros, abandonaba el mundo, para él sin placeres, por dedicarse al estudio y a la contemplación de las cosas divinas y de los encantos de la naturaleza.

Seguía entre tanto sus estudios; y en 29 de Enero de 1544, a los 16 años de edad profesó en el convento de San Agustín, siendo prior el padre Fr. Alonso Dávila, y dándole la profesión el padre provincial Fr. Francisco de Nieva.

La falta de libros de matricula en Salamanca, anteriores a 1546, no nos permite saber qué clase de estudios ocuparon a nuestro joven desde su llegada a las famosas aulas, que habían de aplaudir un día su ciencia y su talento. En aquel año le hallamos inscrito entre los que se dedicaban al conocimiento del griego y de la retórica.

Más conforme con su genio y con su nuevo estado la carrera de teología que la de cánones, a que pensó dedicarse, si hemos de creer lo que él mismo dice, consagróse a ella, apareciendo haberse matriculado en 1553, y pasando luego no sé por qué motivo a cursar los cuatro años siguientes en la Universidad de Toledo, donde recibió el grado de bachiller. Con el dulce Francisco de la Torre, gloria de las musas castellanas y con el rector del colegio de San Agustín Fr. Gabriel Rojas y otros varios colegiales, vémosle matriculado en Alcalá como estudiante de teología desde San Lucas, o sea desde principio del curso de 1556; y en 1558 vuelve de nuevo a las aulas de Salamanca.

Desde 1558 empieza verdaderamente su carrera en esta Universidad. En 31 de Octubre se halla la incorporación de los cuatro cursos y el grado de bachiller seguidos y ganado en Toledo. En Mayo de 1560 hallamos el expediente de sus ejercicios para licenciado, honor que obtuvo por unanimidad de votos, logrando también en el mismo año las insignias del doctorado. Ya anteriormente había conseguido el titulo de maestro en Artes .

Endulzando la austeridad de sus estudios, dedicábase al mismo tiempo al ejercicio de las lenguas sabias. Su perfecto conocimiento del griego, del hebreo y del latín lo prueban sus traducciones, que no tienen rival en nuestra lengua; y según asegura Francisco Pacheco, era además famoso matemático, y aun argüía en los actos de la facultad de medicina.

Tan vasto ingenio no podía pasarse sin el adorno y la amenidad de las artes. Pacheco nos dice que Fr. Luis estudió sin maestro la pintura: y la ejercitó tan diestramente que entre otras cosas hizo (cosa difícil) su mismo retrato:» y del entusiasmo con que ensalza a Francisco Salinas, maestro de música, y de la declaración de Pedro Ramírez; procurador del fisco de S. M. en el Santo Oficio, que manifestó conocer a nuestro autor porque un hermano suyo le enseñaba música, parece presumible que también tenia conocimiento del arte sublime de la armonía.

En esta época de su existencia debió escribir muchos de sus rasgos poéticos; joven, cercado de aplausos, y los del bullicio y de los sinsabores del mundo, natural era que su imaginación volase libremente, produciendo sazonados frutos sus vastísimos conocimientos.

La afición a los clásicos latinos era universal en aquel tiempo; el que entonces pulsara la lira Debian necesariamente imitar en sus canciones la forma y los pensamientos de Virgilio o de Horacio, para merecer la aprobación de los doctos. De aquí que Fr. Luis de León se viera cercado de ellos en su niñez, y aprendiera desde muy temprano a conocerlos, enderezando su ingenio por el camino del buen gusto: de aquí su predilección por Horacio, el más conforme con su carácter pensado y filosófico, y de aquí que procurando imitarle en las formas, se hiciera uno de los poetas más originales de nuestra patria. Y digo en las formas porque nada más que en las formas se parecen el cantor español y los del Lacio. Ni puede ser otra cosa: porque ¿cómo hallar semejanza de pensamientos entre un poeta cristiano y un cantor del paganismo? El que cantaba la Ascensión de Cristo y la pureza de la Santísima Virgen jamás puede asemejarse al que ensalzaba las glorias de Baco y los placeres de Venus. Tal vez haya parecido en la estructura exterior, en la fachada, por decirlo así, de sus obras; pero el fondo de estas, que es lo esencial en todos los productos del ingenio, ninguna analogía tiene, por mas que el atan de algunos críticos haya querido buscarla, creyendo aumentar el mérito de nuestro autor con hacerle copia de las bellezas de los clásicos.

¿Pues qué, dirá alguien sin duda, la Canción a todos los santos, la Profecía del Tajo y la que empieza «Qué descansada vida...» no son puras imitaciones de Horacio? En la forma si; ¿pero esto es un defecto por ventura? Cuando la poesía castellana empezaba a formarse ¿no era llevarla por el mejor camino el copiar los buenos modelos?

Respecto a que la forma es igual en la primera y en el Quem vírum ninguna duda cabe; pero ¿basta que se trate de los santos en aquella y de los dioses en esta, con el mismo orden simétrico para decir que es la una completa imitación de la otra? En la Profecía del Tajo habla el río dirigiéndose al monarca godo, y Nereo en la oda Poetar cum traheret: la estructura del discurso es igual en ambas.

Ay, ¡cuanto de fatiga

Ay! cuanto de dolor está presente,

al que viste loriga,

al infante valiente,

a hombres y caballos juntamente!

dícese en aquella; pero ¿cuántas nuevas bellezas no hallamos en el autor español? ¿Dónde están en la oda latina estas imágenes:

Cubre la gente el suelo,

debajo de las velas desaparece

la mar, la voz al cielo

confusa y varia crece,

el polvo roba el día y le oscurece?

El enérgico «acude, acorre, vuela,» la pintura de Neptuno abriendo paso a las naves por el «hercúleo estrecho, con la punta acerada,» ¿no son adornos completamente originales y tan buenos como los mejores de la composición de Horacio?

En cuanto a la oda en alabanza de la vida del campo, parécese al Beatus ille en que pinta las dulzuras campestres; pero ni esta misma pintura, ni el fin moral de la composición tiene nada de semejante en las dos poesías. La del agustino es puramente un elogio de la vida campestre; la del protegido de Mecenas es una sátira contra lo incorregible de la avaricia.

Esta afición a los clásicos, pues, trazó el camino a nuestro poeta. Pero aun hallaba, como he dicho, en su infancia, la poesía castellana. No hacia muchos años que Boscan ensayaba la introducción de nuevas formas poéticas en España, y que el dulce Garcilaso daba albergue en nuestro suelo a muevas musas vestidas en traje italiano. Inocente, sencilla y juguetona la musa del guerrero de Carlos V, como las primeras horas del día, y como la doncella que empieza a contemplarse hermosa y a gozar los encantos del mundo, complacíase en cantar la belleza de los campos, los gorjeos de las avecillas y los ¡respetuosos amores de nobles caballeros ocultos bajo el nombre de Salicids y Nemorosos, bajo cuyo pellico se veía brillar la coraza, y cuyo lenguaje era mas propio de dorados alcázares que de pajizas chozas.

Pero el maestro León estaba destinado a sacar la poesía de la adolescencia y guiarla en los generosos arranques de la juventud. Por eso si pinta las bellezas de los campos, no es únicamente por hacer cuadros agradables y descripciones del género bucólico, sino para meditar sobre la fragilidad del mundo y lo breve y miserable de nuestra existencia. No las quejas de enamorados e inverosímiles pastores ha­cen resonar su lira: educado en el claustro y dedicado a la meditación, si recorre las galas de la naturaleza es para exclamar

Y pues toda la tierra

tan fea me parece viendo el cielo,

y todo lo que encierra

el estrellado velo ,

no quiero desde hoy mas amor del suelo.

Siempre en fin sus acentos son en alabanza de Dios, siempre consagrados a recordar lo perecedero del mundo y lo eterno de los goces celestiales: ora exclama

¿Qué vale el no tocado

tesoro, si corrompe el dulce sueño,

si estrecha el nudo dado,

si mas enturbia el ceño

y deja en la riqueza pobre al dueño?

Otra

El hombre está entregado

al sueño, de su suerte no cuidando,

y con paso callado

el cielo vueltas dando

las horas del vivir le va hurtando.

Ya deja ,volar su fantasía en la contemplación de los arcanos de la naturaleza, imaginándose verlos desde la mansión de los justos, libre de los vínculos terrenales:

Veré las inmortales

columnas, do la tierra está fundada,

las lindes y señales

con que a la mar hinchada

la providencia tiene aprisionada.

Las soberanas aguas,

del aire en la región quien las sostiene;

de los rayos las fraguas;

los tesoros tiene

de nieve Dios, y el trueno donde viene.

Ya sigue la nave que trae a España el cuerpo del Apóstol, donde mezcla, si no con oportunidad, a lo menos con belleza, las glorias de nuestra patria y los milagros del catolicismo con los retozos de las nereidas,

Por los tendidos mares

la rica navecilla va cortando;

nereidas a millares

del agua el pecho alzando

trabadas entre si, la van mirando.

Y de ellas hubo alguna

que, con las manos, de la nave asida

la aguija con la una,

y con la oirá tendida

a las demás que lleguen las convida.

Alguna vez el asunto de las poesías no es puramente religioso o moral, pero ni aun en estos casos Fr. Luis se presenta como escritor profano. Si pinta al Tajo recordando sus deberes al rey Rodrigo, es para hacer ver cuán funestas son las consecuencias del vicio; si canta el nacimiento de una hija del marqués de Alcañices, mezcla entre los lugares comunes propios de tal clase de poesías no pocas reflexiones morales.

Y no sólo manifiesta Fr. Luis de León en sus odas tener un alma de poeta; es además pintor excelente y escultor perfecto, y consumado. Ese grupo de nereidas que rodea graciosamente la navecilla que lleva el cuerpo de Santiago ¿no le habéis visto en algún bajo relieve antiguo? Los versos de Fr. Luis que le copian, son una fotografía con todo el bulto, con todo el movimiento, con toda la delicadeza de contornos del original. Ojead sus poesías y encontrareis en abundancia paisajes embalsamados por el aroma de las flores, donde

El aire el huerto orea

y ofrece mil olores al sentido,

los árboles menea

con un manso ruido

que del oro y del cetro pone olvido;

cuadros de hermosa composición, como el que representa á la Magdalena que

Lavaba larga en lloro

al que su torpe mal lavando estaba;

limpiaba con el oro

que su cabeza ornaba

a la limpieza, y paz a su paz daba.

y fantasías de enérgico colorido:

Y entre las nubes mueve

su carro, Dios ligero y reluciente,

horrible son conmueve,

relumbra fuego ardiente,

treme la tierra, humíllase la gente.

En aquella época, en fin, ¿cómo no ser poeta y pintor a un tiempo mismo? La poesía y las bellas artes caminan siempre asidas de las manos; cuando una de ellas va por mal camino, las otras tienen que seguirla. Ved los templos derruidos de Grecia, y encontrareis en ellos la misma sencilla grandiosidad que en Sófocles y Eurípides. Roma os presenta al lado de sus arcos triunfales y sus anfiteatros las odas de Horacio y la Eneida; llena el churriguerismo de inverosímiles adornos lascases, y de retruécanos y sandeces el teatro, la poesía lírica y hasta los sermones; y después de los fríos cuadros de David y sus discípulos, contemporáneos de las comedias sujetas a las tres unidades y del renacimiento de las anacreónticas, con sus arrullos y sus zagalejas, viene la época presente copiando en el lodo y el yeso con que adorna las fachadas el desorden y los desatinos del articulo de fondo y la gacetilla.

Por eso el siglo XVI es completo, y Fr. Luis de León a la vez pintor y poeta: cuando España se ilustraba con las obras del cincel de Berruguete, de Monegro y de Siloe, y de los pinceles de Vicente Joanes, de Pantoja y del Mudo; cuando el monasterio del Escorial se elevaba a la voz de Juan Herrera, no podían menos de escribir Inmortales paginas Santa Teresa y San Juan de la Cruz y los dos Luises.

De estos años debieron ser obra también muchas de las traducciones de Fr. Luis: las odas de Horacio, que gallardamente puestas en romance corren con su nombre, las églogas y parte de las geórgicas de Virgilio y alguna de Tíbulo y Píndaro, deben contarse en este número. Pasan todas ellas como modelos de semejante clase de trabajos, en especial las églogas de Virgilio. Acaso una parte de la versión de los Salmos corresponda a la misma fecha, según hace presumir su afición a los estudios religiosos, a que constantemente se dedicó desde los primeros años; siendo en mi juicio posteriores, y escritas en la cárcel o después de salir de ella, las traducciones del libro de Job y del mayor número de los Salmos. De unas y de otras hablaré con mayor despacio más adelante.

Dejamos a Fr. Luis al empezar esta larga digresión adornado con el lauro de la ciencia. La universidad le prodigaba los mas altos honores; aplaudía su saber y sus virtudes la juventud estudiosa, y unos y otros buscaban su consejo. Necesario era ya que para gloria eterna de las aulas salmanticenses resonase desde la cátedra la voz de varón tan insigne. Así sucedió en efecto: con extraordinario aplauso y preferencia a otros opositores, entre los cuales los había catedráticos, cincuenta y tres votos de exceso le daban la cátedra de Santo Tomás en la vigilia de la celebridad del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, año de 1561. Votaban entonces los mismos estudiantes, por lo cual, los que aspiraban al título de maestros debían granjearse su aprecio, dedicándose con esmero al estadio y á la enseñanza. Prueba es por consiguiente tan señalado triunfo de lo mucho que ya entonces se apreciaba y distinguía al gran poeta.

Ni fue aquella la única ocasión en que demostró sus conocimientos: algunos años después (1565) obtuvo también la cátedra de Durando, previa oposición como para la otra, según él mismo dice, y según lo acreditan los documentos que acaban de encontrarse en Salamanca.

Tal es lo que podemos llamar primera parte de la vida de Fr. Luis de León. La virtud y las letras ocupaban sus días, que pudieran contarse por sus triunfos; gozosa acudía la juventud disputándose la entrada en las aulas por oír sus lecturas; difundíanse lo mismo estas que cuanto en verso y prosa brotaban de su pluma, llegando las copias hasta las más apartadas regiones, y la Universidad conocedora de su mérito le encargaba después del concilio Tridentino juntamente con el Dr. Miguel Francés la reducción del calendario. Ay! que pronto la envidia, enemiga de todo lo bueno, había de trocar tanta felicidad en los horrores de un calabozo. Pero no adelantemos los sucesos.

Del mismo modo que hoy es la política abundante manantial de cuestiones en tertulias y cafés, y en calles y paseos, lo eran entonces los asuntos teológicos entre los maestros de las universidades; y sucedía frecuentemente que de alegres y amistosos tornábanse aquellos coloquios ásperos e ingratos, como que en ellos se interesaba el amor pro­pio de los contendientes. Y no solo en las juntas de catedráticos, sino en las celdas, en las calles, y hasta en los paseos, donde quiera que llegaban a juntarse dos, fuesen maestros o estudiantes, se entablaba al instante la polémica. El mismo Fr. Luis nos presenta a Sabino y Juliano discutiendo sobre los nombres de Cristo en los momentos dedicaros al recreo en la deliciosa isleta bañada por el Tormes.

En tales cuestiones teológicas tomaron gran parte, llegando a hacerse enemigos declarados, los frailes de Santo Domingo y los de San Agustín, a cuya orden pertenecía Fr. Luis. El genio fuerte y vivo de éste, y su vastísima ciencia y grandes conocimientos en e! hebreo, griego y latín, tan útiles para la interpretación de las Sagradas Escrituras, excitaron la envidia de no pocos. Resentíanse también contra los frailes de San Gerónimo, porque Fr. Luis fue parte, según él dice, a que uno de ellos, Fr. Héctor Pinto, «no hubiese en esta universidad un partido que pretendía», por haberle sido contrario en una cátedra que pretendió y perdió. Y por igual razón le odiaba el maestro Rodríguez, también derrotado por él en las oposiciones á las cátedras de Santo Tomás y de Durando, y el cual no ponía en buena fama á nuestro autor, según éste asegura.

Pero el mayor de los enemigos de Fr. Luis de León y el más cruel y encarnizado de todos ellos era el maestro León de Castro, hombre por entonces de unos sesenta años, de carácter díscolo y violento, catedrático de Prima y jubilado de gramática, y envidioso perseguidor de todos los hombres notables de aquel tiempo. así lo decía con su sabía ingenuidad en una carta escrita en defensa de Arias Montano, el célebre historiador de aquella universidad Pedro Chacón. Va dirigida al mismo León de Castro, y exprésase en estos términos. «Y si para mayor prueba, añadiere a esto lo que se dejan decir los que vienen de Salamanca, que vuesa merced por si o por interpuesta persona ha hecho prender a los que en estos reinos acompañan la teología con letras griegas y hebreas para quedar solo en la monarquía, y que ahora pretende hacer lo mismo con Arias Montano, entendiendo que vuelve á España, para que muertos o encerrados los perros no puedan la­drar ni descubrir la celada, nos dejarán estas cosas hincadas púas de si­niestras sospechas en el ánimo de los jueces.» No menos enérgico el resto de la carta, trátase en ella á León de Castro como «hereje peor que Celso y Porfirio; y como Mahometano y como Atheista, que quería introducir en España esta mala peste, y derribar el fundamento firme de la Sagrada Escritura, y tomar por instrumento para ello la autoridad del Supremo Consejo de la Inquisición para que ninguno se atreviese a reedificarle». Añadiendo «que mofaba y burlaba en sus papeles del Sumo Pontífice, porque dio el motu propio para la edición de la Biblia regia, y de los Cardenales porque la aprobaron, y de los Obispos de España porque la consintieron, y del Rey porque la mandó imprimir y la autorizó con su nombre.» También nuestro autor, a pesar de su discreta moderación, asegura que le tenía por hombre de poco juicio, y que en un libro que había escrito destruía la autoridad de la Vulgata. Esto además de expresar a veces opiniones sospechosas sobre puntos teológicos, que Fr. Luis de León rechazaba enérgicamente.

Tal era el maestro León de Castro, que a pesar de tan malas propiedades ocupaba una cátedra en aquella ilustre escuela, y llegó después, en el año de 1580, a obtener la plaza de lectoral en Valladolid.

Veíase Fr. Luis de León precisado a tener con este hombre frecuentes cuestiones por razón del puesto que ambos ocupaban. Ya sospechaba y conocía que sus enemigos no habían de perdonar ninguna especie de calumnias para perderle. «Demás de esto digo que tengo grande sospecha no me hayan levantado algún falso testimonio, porque sé que de dos años a esta parte se han dicho y dicen algunas cosas de mí que son mentiras manifiestas, y sé que tengo muchos enemigos.» Así decía él mismo, y así sucedía efectivamente: trece o catorce años continuos estuvo leyendo teología en las escuelas de Salamanca teniendo sobre si en constante acecho los ojos de los frailes de Santo Domingo. Uno de ellos el maestro Fr. Bartolomé de Medi­na, asociado con León de Castro, siempre contrarios ambos en opiniones a Fr. Luis, vanamente buscó entre sus escritos y papeles, fingiéndose amigo, cosa de que poder denunciarle. Todo fue trabajo inútil hasta que uniéndose varios de aquellos infames que pertenecían a la clase tan de mano maestra descrita por Fr. Luis en el libro de Job, y otros que sólo eran de esas personas que viven únicamente para hacer coro y servir de instrumento a los osados, tramaron contra el sabio y virtuosísimo maestro, la intriga que juzgaron bastante para perderle, y lo ha sido por el contrario, para manchar eternamente la memoria de tales calumniadores, y elevar más y más la del célebre agustino.

«Perseguir a un miserable y dar pena al que nada en ella, y al caído y al dolorido acrecentarle mas el dolor, es caso vilísimo y de corazones bajos, y villanos, y desnudos de toda humanidad y virtud. Dios nos libre de un necio tocado de religioso y con celo imprudente, que no hay enemigo peor...» Así decía más tarde retratando de mano maestra a sus perseguidores.

La guerra continua en que los teólogos vivían a causa de sus pretensiones y competencias, por lo cual, dice Fr. Luis «todos teníamos enemigos»; y el entender muchas veces los oyentes una cosa en lugar de otra, se aprovechó por los émulos de nuestro autor. Había entre los papeles de éste muchos que no eran composición suya, ni aun siquiera de su propiedad, como lecturas de los maestros Victoria, Cano y Vega, Fr. Pedro de Sotomayor, Fr. Juan de la Peña, Gallo, Guevara y otros, juntamente con diversos cartapacios que frailes y distintas personas le habían prestado, y varios sermones en suma que había copiado de su letra después de oírlos al dominico Fr. Alonso Gutiérrez. Y aunque, como él asegura, en dichos papeles no creía que hubiese cosa alguna de mala doctrina, y muchos de ellos, ni siquiera los había leído, este fue uno de los medios que utilizaron sus enemigos para hacerle la guerra.

¡Qué más! hasta la amistad, ese movimiento espontáneo del alma que embellece la vida, se convertía en motivo de persecuciones para nuestro autor. Era este con efecto amigo de cierto maestro llamado Grajal, y así lo confesaba ante la Inquisición, añadiendo: «Y quererle yo bien comenzó de que siendo competidores en la cátedra de Biblia, que él llevó, en las demás oposiciones que yo hice, sin saberlo yo, trató en mi favor con tanto cuidado y con tan gran encarecimiento, de buenas palabras, que cuando lo supe quedó obligado, a tratarle, y del trato, resultó conocer en él uno de los hombres de más sanas y limpias entrañas y mas sin doblón que yo he tratado; y así nuestra amistad fue siempre, no como de hombres de letras para comunicar y conferir nuestros estudios, sino como dos hombres que trataban ambos de ser hombres de bien, y por conocer esto el uno del otro se querían bien. Y en tanto es esto verdad, añadía, que en muchos años que nos tratamos, fuera de lo que yo le oía a él o él me oía a mí decir en los actos públicos arguyendo o sustentando como los demás maestros, no trató conmigo ni yo con él cosas de letras tres veces; y si fueron tres no fueron cuatro»

Tenia el maestro Grajal la desgracia de no expresarse bien por falta en la lengua; y nuestro autor, que le oía con la bondad de un amigo, explicaba lo que había querido decir a los demás maestros que le argüían. Atribuyendo pues a Grajal ciertas ideas que excitaran el rigor del Santo Oficio, hacíase cómplice a Fr. Luís que las explanaba.

Otro de los envueltos en la acusación era el maestro Martínez. Con él apenas tenia trato Fr. Luis de León: pasábase un año o dos sin verle, y cuando le hablaba era en las escuelas sobre algún libro nuevo griego o latino. «Por lo demás siempre le tuve y tengo por el hombre más leído en santos de cuantos hay en aquella universidad.» así decía el docto procesado, añadiendo que jamás había oído a Martínez decir «cosa alguna en desprecio de los santos;» y sospechando que el pretexto para calumniarle fuera la extremada llaneza con que explicaba.

La amistad que a Benito Arias Montano profesaba Fr. Luis de León, tampoco había de quedar sin ser aprovechada por sus enemigos. Mantenían ambos sabios correspondencia científica, y enviaba aquél a éste desde Flandes, ya ejemplares o copias de las obras que escribía, ya diferentes libros que Fr. Luis le encargaba para si o para otros. Este mismo refiere en el proceso que por los años de 1563 pidió al Montano a su paso por Salamanca, la traducción que había hecho del Cantar de los Cantares, la cual le ofreció enviar así que volviera a su convento de San Marcos de León, y la cual deseaba consultar nuestro autor para .el trabajo que estaba haciendo sobre el mismo libro sagrado, y que fue luego uno de los pretextos que se alegaron para perseguirle.

Tal se presentaba la existencia del virtuoso agustino a los ojos de la envidia. Ya claramente había él comprendido la enemistad de aquella gente. Un poco antes de las vacaciones de 1574 dice él mismo que comenzó a entender que Fr. Bartolomé de Medina trataba de poner escrúpulo en ciertas proposiciones de nuestro autor sobre la Vulgata y la declaración romanceada de los Cantares. El escándalo movido por Medina en tal ocasión era tan grande, que Grajal y Fr. Luis acudieron al comisario del Santo Oficio, Francisco Sancho, a fin de que en una junta explicase el Fr. Bartolomé lo que le ofendía, cosa que no llegó a tener efecto, primeramente por enfermedad del mismo, y luego por otra del calumniado agustino. La ausencia de este había dado mayor aliento a sus enemigos para extender injuriosas voces; pues consta en el proceso que a los principios del año 1570 la Universidad envió a Fr. Luis a la corte para ciertos negocios, que estuvo ausente hasta San Lucas del mismo año, y salió nuevamente poco después para Belmonte a negocios de familia, donde se detuvo hasta Marzo de 1574 .—Antes de estos viajes, y en el intervalo que mediaba entre ambos, ocupábase con los otros maestros de la escuela salmanticense en examinar por orden del Consejo general de la Inquisición la Biblia de Vatablo, que había de imprimirse por el librero Gaspar de Partonariis, y en cuyas discusiones creció la envidia de sus contrarios.

Con tales preparativos formóse una cruzada contra nuestro autor, llevando por jefes a León de Castro y Bartolomé de Medina. Vieron estos y buscaron entre los papeles de Fr. Luis cosa de que poder asir con color, y no hallándola, idearon denunciar a Grajal y Martínez, los cuales, o por no declararse bien o por no entenderlos los estudiantes, se decía haber dicho cosas que ofendían. Pensaban que haciendo sospechosa la amistad de Fr. Luis para los dos, y sobre todo con Grajal, y divulgando algunas calumnias esparcidas confusamente, habría lo bastante para perderle. Túvose pues junta de estudiantes llamados por Medina a su celda, el cual inquirió si habían oído o saben algo, poniéndolos en escándalo, y tomándoles firmas y juramentos. Concertóse luego lo que habían de hacer entre León de Castro, varios gerónimos y otras diferentes personas, en cuyo número cuenta el mismo acusado, Fulano de Alarcón, colegial de San Millán de Salamanca, y se repartieron los sitios por donde cada uno había de acometer como en caso de guerra.

En efecto: el día 17 de Diciembre de 1574 fue llamado a declarar ante el comisario del Santo Oficio reverendo maestro Francisco, Fr. Bartolomé de Medina, maestro de teología: que anda en lengua vulgar el libro de los cánticos de Salomón, compuesto por Fr. Luis de León; que en aquella Universidad algunos maestros, y señaladamente Grajal, Martínez y Fr. Luis, en sus pareceres y disputas quitan autoridad a la edición Vulgata, diciendo que se puede hacer otra mejor y que tiene hartas falsedades; y en fin, que entiende que otras proposiciones debe haber oído de las cuales no se acuerda: tal fue el primer golpe dado contra nuestro autor. El mismo Medina sostuvo en 18 de Febrero, como si un le pareciese poco lo que había dicho, que en aquella Universidad había mucho afecto a las cosas nuevas, principalmente por parte de los mismos tres maestros, los cuales pasaran más adelante si no comprendieran que disgustaban a los demás. Añadiendo que en sus disputas estos maestros prefieren las interpretaciones de Vatablo, Pagnino y los judíos a la traslación Vulgata. Tras de este el colegial de Cañizares, Francisco Cerralbo de Alarcón, limitóse a declarar (26 Diciembre) que corrían copias del Cantar de los Cantares, traducido por Fr. Luis de León.

Pero en el mismo día 26 es cuando tuvo lugar la declaración más fuerte y más infame: la de León de Castro. Él solo sostuvo más calumnias que todos los otros juntos. Su deposición es una suma de los cargos que en el curso del proceso habían de hacerse al perseguido maestro. Que Fr. Luis vuelve por Grajal y Martínez con gran pasión, y en disputas de lugares de profetas declarados por los evangelistas y el mismo Dios, ha sostenido con grao porfía que aun cuando sea verdadera aquella interpretación, también puede serlo la de los judíos, y que lo uno y lo otro significa el profeta; que tienen los tres poco respeto a las interpretaciones de los Santos Padres y más a las de los rabies, y que lo ha entendido así de Martínez y Grajal en disputas y en pláticas, y en disputas de Fr. Luis, aunque no tan claramente; que a los tres los ha visto defender, que se pueden traer explicaciones de escrituras nuevas, no contra la explicación de los santos, sino praeter, pero que aquel praeter le parece sofisticado; que aun cuando no lo han dicho delante de él, según varios estudiantes, que no recuerda quiénes son, Grajal y Martínez burlan de las interpretaciones de los santos sosteniendo que en la Vulgata hay muchas cosas mal trasladadas, y que ellos y Fr. Luis disputaron que en el Viejo Testamento no había promesa de la vida eterna. Con tales y tan inicuas suposiciones pensaba el envidioso maestro perder al sabio agustino. Esas vacilaciones que se observan en su declaración, ese remordimiento de la conciencia que le obliga a decir que él no oyó algunas de las falsedades que asegura, sino que las sabe con referencia al dicho de otros, todo está demostrando claramente la perversa intención y el ánimo envidioso del maestro León de Castro. ¡Ay que no sabia que la calumnia es como las tem­pestades, que si por un momento abaten los campos, luego los hacen aparecer mas llenos de vida y lozanía!

En 6 de Marzo fue la confesión de Fr. Luis. Somete a la aprobación y juicio del tribunal las cuestiones y proposiciones que en público defendiera, y que ya antes había sometido al parecer de personas competentes, prometiendo, conforme por el Santo Oficio le fuese mandado, declarar, corregir o quitar lo que se le previniese en sus escritos. Confesó que diez u once años antes a instancia de una persona religiosa, había hecho una declaración breve sobre el Cantar de los Cantares y que Fr. Diego de León, que tenia cargo de su celda, hallando abierto un escritorio donde guardaba sus papeles lo sacó con otros, trasladándole; de lo que se multiplicaron tanto las copias que le fue imposible recogerlas, y aunque ha satisfecho a todos los que la han visto, sin embargo a algunos no les pareció bien que estuviese en lengua vulgar, y él si pudiera lo evitara, para lo cual comenzó a ponerla en latín. Sometíase a hacer las correcciones que el tribunal le ordenase, y recusó al mismo tiempo a varios de sus enemigos, suponiendo con mucha razón que no podían ser testigos imparciales.

Ya el día 13 escribe nuestro Fr. Luis a Fr. Hernando de Peralta, prior de los agustinos de Granada, anunciándole la detención de Grajal y suplicándole que no le devuelva las proposiciones que le había enviado para revisar sin la firma del arzobispo D. Pedro Guerrero, porque son muchos los que le quieren mal á causa de las polémicas universitarias, y todo lo teme de sus enemigos. ¡Inútil trabajo y vana esperanza! Cuando la desgracia se apodera del hombre, cuando le acosa la enemistad del poderoso, ¡ qué pocos son los que tienen valor para socorrerle y ayudarle! ¡cuántos los que le vuelven la espalda sin ocultar siquiera su cobardía!

En 27 del mismo mes respondía Peralta que el arzobispo, él bien ha manifestado estar conforme, no ha querido dar por escrito su parecer tanto por estar muy escarmentado, como por. saber que en Salamanca reinaba entonces gran agitación entre los maestros, y que se había conducido preso a Valladolid a un catedrático de Biblia.

En fin, el día 26 dióse el mandamiento de prisión contra Fr. Luis de León por los inquisidores de esta ciudad, mandando prenderle donde quiera que se hallase, aunque fuera en lugar sagrado; recogerte lo que llevara sobre si de alhajas, armas o papeles, y secuestrar sus bienes dejándole sin embargo los vestidos y ropa blanca que hubiere menester para su uso. El jueves 27, el mismo día en que contestaba Hernando de Peralta á la carta de Fr. Luis, en virtud de aquel mandamiento fue éste conducido por el familiar Francisco Almansa ante el secretario Esteban Monago.

Ya empezaban pues a producir su efecto la envidia y la mentira. ¿Quién al verse tan inicuamente arrancado de su estudioso retiro y encerrado en una cárcel no hubiera prorrumpido en amargas quejas y violentas imprecaciones? Fr. Luis, sin embargo, apenas conducido a las cárceles del Santo Oficio en Valladolid, hace profesión de fe, sometiéndose humildemente como perfecto cristiano a la voluntad del Señor por si la muerte le tomase. Poco después (el 31 de Marzo), pide una imagen de Nuestra Señora o un crucifijo de pincel, varias obras de San Agustín, San Bernardo y Fr. Luis de Grabada, unas disciplinas y unos polvos que para las melancolías solía enviarle Ana de Espinosa, monja de Madrigal, «que nunca tuve de ellos mas necesidad que aho­ra,» encargándole además, «que sobre todo le encomiende a Dios sin cansarse.» Reclamó igualmente un pandelero, unas despaviladeras y «un cuchillo para cortar lo que cómo; que por la misericordia de Dios seguramente se me puede dar: que jamás deseé la vida y las fuerzas tanto como ahora para pasar hasta el fin con esta merced que Dios me ha hecho por la cual yo le alabo y bendigo.»

Desde este momento la causa va siguiendo lentamente su curso: multitud de testigos, frailes la mayor parte, se presentaron, unos voluntariamente y otros en virtud de llamamiento a prestar sus declaraciones. ¿A qué referir minuciosamente los cargos que se hicieron al acusado? Todos son variaciones sobre el mismo tema. Que Fr. Luis profesaba opiniones nuevas y atrevidas en asuntos teológicos; que había traducido en castellano el Cantar de los. Cantares, y que prefería las interpretaciones de los judíos á las de los Santos Padres. ¡Y para que se vea hasta donde lleva la infame pasión de la envidia, y cómo mata todas las virtudes y nobles sentimientos del corazón humano! hubo un hombre, Juan Cigüelo, fraile de la misma orden que nuestro autor, qué sostuvo que éste siempre decía misa de réquiem, aún cuando fuese día festivo, sin que se le oyese las palabras que pronunciaba, y que en cierto convite dio muestras de dudar de la venida de Jesucristo el que mas tarde explicaba en inmortales páginas las excelencias de sus nombres.

Hubo entre los declarantes personajes por extremo grotescos, que mas adelante zahería el acusado con notable gracia al contestar a sus declaraciones. Era uno de ellos cierto Bachiller Rodríguez, llamado por burla en aquellas escuelas el Doctor Sutil, hombre ridículo que servía de diversión a maestros y estudiantes. Fr. Luis mismo nos cuenta que infinitas veces corría por las calles por librarse de las eno­josas preguntas de aquel idiota, que le perseguía hasta que alguno le llamaba la atención, por otra parte.

Otro de semejantes testigos era Fr. Diego de Zúñiga, por otro nombre Rodríguez, agustino también como el procesado. Preciábase tal sujeto de sabio, y sostenía, si hemos de creer a Fr. Luis, que su nombre era muy conocido en la corte romana, y que el Papa le estimaba en mucho y tenia grandes deseos de conocer alguna de sus obras; por cuya razón él le había enviado un tratadillo que con el nombre de Manera para aprender todas las ciencias, brotara poco antes de su docta pluma. Seis ú ocho pliegos de papel componían la obra, que Fr. Luis calificó en presencia de su autor, de poca sustancia; y para ella, como para todas sus explicaciones, no necesitaba Zúñiga conocer lo que antes de él habían dicho otros sobre los mismos asuntos: así se alababa de no leer los Santos para hacer sus explicaciones de Sagrada Escritura.

No faltaron tampoco frailes de la misma orden que el procesado que declarasen contra éste. Uno de ellos es el mismo Zúñiga de que acabo de hablar, y a quien con tanto desprecio trataba nuestro autor. Otro, Fr. Gabriel de Montoya, hombre de 53 años y prior de los agustinos de Toledo, declaró sobre cierta lectura de la Vulgata que Fr. Luis consultara con varios religiosos de Sevilla; y el procesado, después de asegurar que este era enemigo suyo, dice que le falta mucha doctrina y le sobra mucha pasión; que no tiene el fundamento del saber, que es la humildad; que debe conocer por si lo que asegura de que quien miente en lo poco mentirá en lo mucho, y en fin agota los términos duros para retratarle.

Grande amigo de Fr. Gabriel Montoya era, al decir de Fr. Luis, otro agustino lector en Sevilla, llamado Fr. Francisco de Arboleda, que también figura como testigo en la causa, igualmente que Fr. José de Herrera, agustino como Arboleda, y como él lector en Sevilla. A uno y otro los contesta con desprecio nuestro poeta, colocando al primero en la clase de los que hablan mal de lo que no entienden, y de los que con tener varios libros, leyendo un renglón cada año piensan entender de todo.

No solamente eran frailes los acusadores de Fr. Luis: en el proceso figura D. Alonso de Fonseca, cuñado de la condesa de Monterey Doña Inés de Velasco, que no parece pertenecer a la categoría de maestro ni á la de discípulo, y que no tuvo más que decir sino que Fr. Luis y el maestro Grajal prefieren la traducción de San Gerónimo a la Vulgata, mereciendo por ello que el procesado le contestara únicamente, que este testigo no sabia lo que se decía.

No eran Salamanca y Valladolid los únicos puntos en que se recibían declaraciones: el proceso de Fr. Luis tenia todo el aspecto de una vasta conspiración tramada para perder a una persona cuya ciencia y virtu­des excitaban la envidia de otros. Asi es que las indagaciones se exten­dieron a Granada, Murcia, Cartagena, Arévalo y Toledo, y hasta llegó el caso de que en la ciudad del Cuzco el canónigo Fr. Pedro de Quiroga, comisario del Santo Oficio, examinase al agustino Fr. Gerónimo Núñez, haciéndole presentar una copia de la traducción de los Cantares, hecha por Fr. Luis, que le había dado otro fraile de la misma orden, el cual la depositó además, en la biblioteca del convento; prueba clara del aprecio con que se extendían hasta las mas remotas regiones las obras del perseguido maestro.

Infinitas veces sacóse a este de su prisión para dirigirle minuciosos interrogatorios en presencia de los inquisidores, a los que él contestaba siempre con extraordinario ingenio. Con tanto rigor se le custodiaba en su encierro que ya le hemos visto pedir un cuchillo de que carecía para partir la comida, y a poco que recorramos su proceso, veremos que hasta los pliegos de papel para sus defensas se le daban contados y quedando nota en el expediente. Quéjase en diferentes ocasiones de las enfermedades que en su encierro padecía, ya manifestando que desfallecía de hambre, por no haber tenido quien le trajese el alimento; ya que las calenturas le acosaban, sin haber quien le curase mas que un muchachillo medio simple; ya diciendo que por grandes que pudieran ser sus culpas, y aun cuando hubieran parecido probadas, harto castigadas estaban con la durísima prisión sufrida. Hasta en tos trámites legales de la causa se hacían todas las dilaciones posibles: véase sino cuantas veces pide la publicación de testigos, que al fin se hizo en Marzo de 1573.

Pero a pesar de tantos trabajos y tan largo encierro ni un momento deja demostrarse el gran ingenio y la noble energía del procesado, así como ni una sola vez manifiesta el menor rencor contra los que tan duramente le perseguían. Reparar la nota y mal nombre en que por su prisión pudieran incurrir las aulas salmanticenses, era su único afán; que si habla de sus enemigos, o es para tratarlos con el desprecio, o más frecuentemente aún para perdonarlos. «Dios perdone, exclama en una ocasión, a los que por sus pasiones particulares han hecho tan general daño y tan sin causa.»

Sabido es que en el Santo Oficio no se revelaba al acusado los nombres de los testigos, designándolos únicamente por números. Pues bien: uno por uno, al contestar a los calumniosos cargos que caita cual había lanzado contra él, los va señalando con su nombre sin equivocarse jamás, expresando al mismo tiempo los motivos que tenían para perseguirle. ¡Prueba admirable de su sagaz ingenio y de lo bien que conocía el corazón humano!

Notables son todos los escritos de Fr. Luis no solo por la resignación cristiana que demuestran y por su noble energía, sino también por el purísimo estilo que aumenta su valor. Trozos hay en ellos, que a pesar de conocerse que se han escrito sin cuidado ninguno y de prisa, pueden pasar como modelos de lenguaje castellano,

Ventilándose además en estos importantes documentos graves cuestiones de teología, vienen a formar una colección de disertaciones dignas de estudio, no solo por demostrar la mucha ciencia de su autor, sino también para conocer el modo de interpretar las Sagradas Escrituras en aquella época y las costumbres literarias de las Universidades.

Y en tanto ¿cómo respetaba la de Salamanca la memoria de su encarcelado maestro? ¿Proveía en otro su cátedra, o en memoria siquiera de sus buenos servicios, la conservaba vacante para cuando pudiera ser restituido a sus honores? Cuestión fue esta no muy clara hasta ahora. Los que han escrito sobre la vida de Fr. Luis, los que han exa­minado sus obras, unos tras otros han ido asegurando que la Universidad siempre le reservó su puesto; pero ninguno presenta las razones en que apoya semejante idea. En Marzo de q573 vemos al procesado pedir licencia para que otro haga oposición en su nombre o la cátedra que sirvió, y que debe quedar vacante por cumplir entonces el cua­drienio. No hallamos resolución a esta súplica, en el proceso, pero en los documentos publicados por Sedaño hay uno en que Fr. Luis, restituido a la libertad, pide el salario de la cátedra de Durando por el tiempo que la sirvió desde San Lucas de 1574 hasta el 29 de Marzo de 1573 en que vacó y se proveyó en el maestro Fr. Bartolomé de Medina. Además en otro documento publicado con el anterior, nuestro poeta al presentarse en las aulas salmanticenses, vuelto a sus honores por el Santo Oficio, se aparta del derecho que tiene a su cátedra, dándola por bien empleada en el P. Maestro Fr. García del Castillo, abad de San Benito, que la servía. ¿No bastaban estas noticias para dejar probado que la Universidad ninguna consideración guardó a la memoria del maestro de Durando, y que su cátedra se proveyó sin hacer caso de sus justas reclamaciones? Yo hubiera tenido por suficientes estos datos, pero los encontrados poco hace en Salamanca, aclaran por completo la cuestión. En 30 de Marzo de 1573, hízose publicación de la vacante de la cátedra de Durando, y en 7 de Abril se proveyó en Fr. Bartolomé de Medina, después de oposición entre este y el agustino Fr. Pedro de Uceda. Ascendido luego en 1776 Medina a la cátedra de Prima de teología, concedióse la de Durando a Fr. García del Castillo, que es quien la conservaba al salir de su encierro Fr. Luis de León.

Pero encerrado, padeciendo de hambre y de frio, enfermo y con el alma destrozada por la maldad de los hombres, aún hallaba Fr. Luis grato consuelo en el estudio y en la meditación; aún brotaban de su lira religiosos cánticos. El que había dedicado su vida entera a contemplar y ensalzar las cosas divinas ¿cómo era posible que pidiera justicia a los hombres que tan sin ella le maltrataban? ¿cómo era posible que dejara de elevar su corazón y su pensamiento al que todo lo puede, al que tiene en su mano el remedio de las amarguras?

Asi es que Fr. Luis de León al esforzar sus razones por defenderse, siempre se dirige a Dios principalmente, confiando en su misericordia: así es que en la cárcel están escritas o pensadas por lo menos casi todas sus mejores obras. ¿Qué mejor prueba de lo dicho de la declaración de Fr. Juan Cigüelo que los Nombres de Cristo? El que según aquel miserable dudaba de la venida del Mesías, escribe un libro explicando los nombres que le dan las Sagradas Escrituras, libro que será siempre honor de las letras españolas, y que basta por si solo para acreditarle de teólogo profundo. Las infames calumnias que le tienen encerrado en los calabozos del Santo Oficio, el hambre y las enfermedades en ellos sufridas le dan ocasión de explicar en otra obra el libro de Job. ¡Cuántas amargas alusiones hay en aquellas páginas a su miserable estado y a la maldad de sus perseguidores! ¡Cuántas lecciones de cristiana filosofía y de conocimiento del mundo y del corazón humano!

Séame permitido hojear aquellas admirables páginas llenas de doctrina y vestidas de apacible y purísimo lenguaje. Motivo le dieron para escribirlas al autor, según en la introducción nos cuenta, ya su constante anhelo de que en lengua castellana se tratasen las ciencias, dejando a un lado el tosco latín que entonces se usaba, ya el noble deseo de alentar la afición del vulgo a la lectura de libros religiosos. El que sufría en un calabozo, acusado entre otras cosas de haber puesto en lengua vulgar las Sagradas Escrituras, tiene valor para tronar en su encierro contra los que encargados de explicarlas se contentaban con disculpar su ignorancia prohibiéndolas y haciendo explicar tales materias en latín; para que no las entendiesen los indoctos. Tal es la introducción de la obra, notable por su valentía. Los nombres con que nuestro Señor Jesucristo es llamado en la Sagrada Escritura, son después minuciosamente explicados en el coloquio que tres agustinos entablan en una granja del convento donde se habían retirado a pasar una temporada de las vacaciones. Marcelo, el que dirige las discusiones, el que más respetan los otros, es a no dudarlo, el retrato de Fr. Luis de León. Además de ser él quien explana siempre las ideas que nuestro autor profesaba, hállanse en el discurso de la obra otras razones que prueban mi juicio. «Algunos: hay, dice el mas joven apenas llegados a la granja, a quien la vista del campo los enmudece y debe ser condición de espíritus de entendimiento profundo; mas yo, como los pájaros en viendo lo verde, deseo o cantar o hablar.—«Bien entiendo lo que decís, respondió al punto Marcelo, y no es alteza de entendimiento, como dais a entender por lisonjearme o por consolarme, sino cualidad de edad y humores diferentes, que nos predominan y se despiertan con esta vista, en vos de sangre y en mi de melancolía.» .. Esta tristeza de Marcelo, ese respeto con que los otros le tratan ¿no pintan la situación de Fr. Luis, su amor a la soledad y su vida en la granja, dónde leía las obras del P. Granada, y donde tal vez dio la última mano a los Nombres de Cristo? Recitando más adelante Marcelo los traducciones de varios salmos, que al pie de la letra se hallan en la colección de poesías de nuestro autor, pregúntanle los otros interlocutores cuyos son aquellos versos, y, de un común amigo nuestro responde «que, aunque cada uno de nosotros dos tenemos amistad con muchos amigos, uno solo tenemos que la tiene conmigo y con vos cuasi en igual grado; porque a mi me ama como a si, y a vos en la misma manera que yo os amo.»

Cuantos han examinado los escritos del maestro León, colman de elogios la obra de que estoy hablando. Preciosa colección de sermones, tratado admirable de teología, libre de sutilezas y puesto al alcance de todo el mundo, los Nombres de Cristo enaltecen la época en que se escribieron y las escuelas que contaban con maestros capaces de producir tales obras. Todo allí es naturalidad, todo sentimiento: las figuras retóricas, la correcta forma del discurso parecen haber brotado espontáneamente bajo la pluma del autor, como las amapolas en el campo, al soplo de las auras y sin el cultivo del jardinero.

Vedle declarando el nombre de brazo de Dios. «Gran ceguedad es creer, dice, que el brazo cercado de fortaleza invencible que Dios promete en las Escrituras, sea un guerrero cercado del estruendo bélico. ¿Tan gran valentía es dar muerte a los mortales, y derrocar los alcázares, que ellos de suyo se caen, que le sea a Dios o conveniente o glorioso, hacer para ello brazo tan fuerte, que por este hecho le lla­me su fortaleza? ¡Oh, cómo es verdad aquello que en persona de Dios les dijo Isaías: cuanto se encumbra el cielo sobre la tierra, tanto mis pensamientos se diferencian y levantan sobre los vuestros!»

Al examinar los nombres de Rey y príncipe de Paz, ¡qué profundas máximas sobre el modo de gobernar a los pueblos! ¡qué lecciones para los que encargados de educar a los príncipes, sólo los acostumbran a no bajar los ojos de su grandeza a sus súbditos, y «a que ensanchen el estómago cada día con cuatro comidas, y a que aun la seda les sea áspera y la luz enojosa!» De aquí dice las leyes rigorosas y la tiranía «de nunca haber hecho experiencia en si de lo que duele la aflicción y pobreza.»

¡Cuán hermosa manera de explicar lo que es la gracia divina! Marcelo, señalando el rio que a sus pies corría reflejando el azul del cielo en sus mansas ondas: «Esto mismo, exclama, que ahora aquí vemos en esta agua, que parece como un otro cielo estrellado, en parte nos sirve de ejemplo para conocer la condición de la gracia.» Que así como el agua, cuerpo dispuesto para servir de espejo al recibir la imagen del cielo se hace semejante al mismo, así la gracia «venida al alma y asentada en ella, asemeja á Dios y le da sus condiciones de él, y la transforma en el cielo cuanto le es posible a una criatura.»

La descripción de lo que se entiende por paz, la de los destinos de la poesía y de las circunstancias que se requieren para escribir romance, son modelos de correcto y gallardo estilo, que nunca deben dejar de imitarse por cuantos aspiren á escribir bien el habla castellana.

Difícil será encontrar en nuestra literatura otra obra más llena de pensamientos profundos y de sentencias de todos géneros que la exposición del libro de Job. De gran consuelo debió servir a nuestro autor el escribirla, derramando sobre el papel los tesoros de ciencia y de cristiana resignación que encerraba su alma. El retrato del hipócrita, que levanta al cielo como limpias las manos que gotean sangre; el del usurero de quien se dice que nunca podrá dar limosna, porque es imposible que tenga caridad para los pobres el que se atreve a hacer­los; la pintura del codicioso a quien el allegar riquezas es culpa mien­tras vive y tormento al morir; la de los bienes mal ganados, que parecen dulces al recogerlos y después se tornan amargos, y otros infinitos rasgos, me hacen estimar el libro de Job como la obra más perfecta y al mismo tiempo mas profunda que produjo nuestro agustino. Citar bellezas seria infundirme deseos de copiarlas aquí y esto alargaría mi trabajo: abra el curioso aquel volumen y lea por cualquiera parte, seguro de encontrar siempre rasgos felicísimos.

Que Fr. Luis era poeta lo hemos visto ya: no hizo pues versos en la cárcel porque el ocio de su prisión se los inspirase, como dice Viardot, ni el ocio seria tanto teniendo que estudiar constantemente para responder a las declaraciones de los testigos. Muchas son sin embargo las poesías que parecen escritas en aquel período, y en todas lucen los mismos pensamientos cristianos que en las obras en prosa qué acabo de mencionar. Un día abrumado por la tristeza, exclama:

Huid contentos de mi triste pecho.

No pinta el prado aquí la primavera,

ni nuevo sol jamás las nubes dora,

ni canta el ruiseñor lo que antes era.

La noche aquí se vela, aquí se llora

el día miserable sin consuelo,

y vence al mal de ayer el mal de agora.

En mí la ajena culpa se castiga,

y soy del malhechor ¡ay! prisionero,

y quieren que de mí la fama diga:

«Dichoso el que jamás ni ley ni fuero

ni el alto tribunal, ni las ciudades

ni conoció del mundo el trató fiero.»

Otra vez dirigiéndose a la Santísima Virgen, encomienda su suerte:

Virgen que el sol más pura,

gloria de los mortales, luz del cielo,

en quien es la piedad como la alteza

los ojos vuelve al suelo, y

mira un miserable en cárcel dura

cercado de tinieblas y tristeza.

En fin, aquellas de sus poesías que respiran al mismo tiempo la amargura que da el conocimiento del mundo y la resignación que producen la fe y el amor de Dios, aquellas las podemos considerar escritas en la cárcel. ¿Qué decir acerca de su mérito que no sea repetir lo escrito ya cuando hablé de sus anteriores obras? Hay sin embargo una diferencia que notar: Fr. Luis de León antes de ser perseguido por el Santo Oficio, es un hombre que vive feliz entré el estudio y la religión; pero desde que entra en la cárcel ya deja conocer que ha gustado el amargo cáliz de los dolores y los desengaños. Más tarde, obtenida su libertad, le veremos cantando el triunfo de la virtud sobre la calumnia.

En esta época y la anterior podemos también colocar muchas de las traducciones de los Salmos, y principalmente la del Libro de Job en tercetos. Ya hemos visto cuánto partido sabía sacar nuestro poeta de sus modelos; ya hemos visto de qué suerte imitaba las bellezas de sus autores predilectos: quien así embellecía lo bello, cuando solamente tuviera que copiarlo ¿no es natural que lo hiciese de una manera inmejorable? Por eso las traducciones de Fr. Luis de León tienen toda la fuerza, toda la energía de un original, y conservando la intención de sus autores, toman sin embargo el giro, el sabor de las obras del traductor. La versión de las églogas de Virgilio ¿ha sido superada por alguna otra posterior? De los infinitos que han traducido a Horacio en verso castellano ¿quién se ha poseído más del espíritu del amigo de Mecenas? ¿quién ha vaciado en nuestra lengua sus pensamientos con más delicadeza de detalles? Y si pasamos a examinar las traducciones de los Salmos veremos esto aun más claramente. Fr. Luis de León dedicado desde sus primeros años al estudio de la Sagrada Escritura, sabe expresar las sublimes imágenes del original con la concisión y con el vigor que permite nuestra lengua.

Asi dice traduciendo uno de los Salmos:

Alaba, ¡oh alma! a Dios: Señor, tu alteza

¿qué lengua hay que la cuente?

vestido estás de gloria y de belleza,

y luz resplandeciente.

Encima de los cielos desplegados

al agua diste asiento;

las nubes son tu carro,

tus alados caballos son el viento.

Es heno su vivir, es flor temprana

que sale y se marchita;

un flaco soplo, una ocasión liviana

la vida y ser le quita.

Tú que los montes ardes si los tocas,

y al suelo das temblores.

He aquí otra notable prueba de lo dicho en este pasaje del Libro de Job.

Cuando tintas del negro humor las venas

caiga la pesadilla al hombre, y cuando

la noche ofrece formas de horror llenas:

Adentro de los huesos penetrando

un súbito pavor me sobrevino,

y sin saber de qué, quedé temblando,

Y como soplo, un aire peregrino

pasó sobre mi rostro, y cada pelo

se puso en mí mas yerto que el espino.

De esta suerte pasó Fr. Luis cinco años entre los horrores de un calabozo: su salud no muy buena se había alterado por completo, pero en cambio su corazón, lleno siempre de energía, conservaba mezclados con ella la inocencia de la niñez y los generosos ímpetus de la juventud. Asi le vemos nombrar por sus patronos a Fr. Bartolomé de Medina, su enemigo, y al maestro Mancio, dominico, de quien también sospechaba que no le quisiese bien; insistiendo en pedir el auxilio de éste, a pesar de haberle abandonado al empezar á reconocer los papeles que llevó para su examen.

Por fin, el 28 de Setiembre de 1576 votaron los jueces la decisión de tan largo proceso: cuatro de ellos opinaron que nuestro amigo fuese puesto a quistion de tormento y que este se le diera moderado en atención á la falta de salud que sufría, continuándose luego el proceso; dos opinaron que fuese reprendido después de hacer una especie de retractación de las proposiciones que había dejado correr en sus obras, debiendo prohibírsele además el ejercicio del magisterio, y uno manifestó que daría su voto por escrito, no apareciendo en el expediente que lo hiciese.

Afortunadamente el Tribunal de la Suprema procedía con más cordura que los Inquisidores de Valladolid, y ni creyó justo martirizar a un enfermo débil y hambriento, causándole la muerte con filantrópica moderación, ni conveniente privar de tan digno maestro a las aulas de Salamanca. Y el 7 de Diciembre de e576 absolvió a Fr. Luis de la instancia del juicio, encargándole para lo sucesivo en tales materias mucha moderación y prudencia para no dar escándalo y evitar errores, y mandando recoger su versión española del Cantar de los Cantares. Al mismo tiempo, y según costumbre, se le hizo jurar que no guar­daría rencor a nadie, y que conservaría completo silencio en todo lo relativo a su proceso.

Ya tenemos libre al sabio maestro; ya la inocencia triunfó de la calumnia. La Universidad de Salamanca prepárase a recibirle dignamente, y tal vez los mismos que le persiguieron serían entonces los qué más contento demostraran, que tal y tan miserable es la condición humana.

En fin, el 13 de Diciembre, el Rector de Salamanca convoca al claustro pleno, preséntase ante él el ilustre señor Benito Rodríguez, colegial de San Bartolomé y comisario del Santo Oficio, y manifiesta que el Tribunal volvía a Fr. Luis de León su libertad, sus honores y su cátedra. Aquí es donde nuestro sabio despliega completamente su grandeza de alma, y con ella acaba de vencer y echar por tierra a sus enemigos. En efecto, entonces, delante de todos los maestros, apártase del derecho que se le concede para volver a su cátedra, prometiendo no pedirla jamás al que entonces la tenía, y suplicando «que en otra futura se le haga la merced que haya lugar como él la espera del muy ilustre claustro.» Al mismo tiempo suplicó a la Universidad que como se extendió la mala nueva de su prisión haga que se extienda la de su libertad; y que recuerde los trabajos que por causa de aquellas cátedras había sufrido, teniendo el favorable éxito de su causa por claro testimonio de su inocencia. Y en seguida se retiró dejando su voto, no a cualquiera de sus amigos, sino al mas encarnizado de sus perseguidores al maestro Fr. Bartolomé de Medina.

Poco después, el generoso agustino tomaba posesión del partido que le asignó la Universidad, teniendo en cuenta su ciencia y lo que había trabajado en, honor de aquellas escuelas, para explicar una lección de Sagrada Escritura en cada día lectivo. Premio harto merecido por el heroico comportamiento de nuestro sabio.

Libre, restituido a su profesión y elevado en el aprecio público por la noble entereza de su alma, quien como Fr. Luis tenia un corazón de poeta debió sentir dulcísimas emociones que le hicieran prorrumpir en cánticos de entusiasmo. ¿No es natural que exclamara entonces, dirigiéndose al mismo inquisidor general?

No siempre es poderosa,

Pertocarrero, la maldad, ni atina

la envidia ponzoñosa;

y la fuerza sin ley que más se empina

al fin la frente inclina,

que quien se opone al cielo

cuanto más alto sube viene al suelo.

No pudo ser vencida,

ni lo será jamás, ni la llaneza,

ni la inocente vida,

ni la fe sin error, ni la pureza

por mas que la fiereza,

del tigre ciña un lado,

y el otro el basilisco emponzoñado.

Desde entonces vuelto a su estudiosa existencia, dedicóse Fr. Luis únicamente a la enseñanza y a las letras, sin volver a pensar en sus enemigos. Mas ¡ay! que para hombres como Fr. Luis de León la soledad es la mejor compañía, y aun en el pequeño trato que tenia con el mundo estaba expuesto a encontrar motivos que le hiciesen echar de menos la tranquilidad de su calabozo. «Y aunque yo de ninguna manera soy tal que pueda ser contado entre los siervos de Dios, con todo eso, tratándome Dios benignamente y con sana clemencia, experimenté en mi aquel (según vulgarmente se juzga) calamitoso y miserable tiempo, cuando por las mañas de algunos hombres criminalmente fui acusado como sospechoso de haberme opuesto s la fe, apartado no solo de la conversación y compañía de los hombres, sino también de la vista, por casi cinco años estuve echado en una cárcel y en tinieblas. Entonces gozaba yo de tal quietud y alegría de ánimo, cuál ahora muchas veces echo menos, habiendo sido restituido a la luz y gozado del trato de los hombres que me son amigos.» Asi decía nuestro agustino no mucho tiempo después al dedicar la Explicación del Salmo 26 al cardenal D. Gaspar de Quiroga, arzobispo de Toledo.

Dos años después de salir de la cárcel daba a la estampa la explicación del Cantar de los Cantares puesta en latín, cortando de esta suerte toda sospecha del mal efecto que hubiera podido producir la versión castellana de aquel libro, pretexto alegado por sus perseguidores para sepultarle en un calabozo. Por eso mismo y por el buen nombre de los agustinos, habíale mandado en 1578 el padre provincial de Castilla Fr. Pedro Suarez publicar sus obras expositivas. Tan útiles las juzgaba para el estudio de la teología.

En el año de 1580, al mismo tiempo que el Cantar de los Cantares, dio a luz la Exposición latina del Salmo 26, dedicándola nada menos que al arzobispo de Toledo D. Gaspar de Quiroga, inquisidor general. Los sufrimientos de la cárcel habían hecho cauto a Fr. Luis, y ningún medio mejor que el que elegía para conciliarse fe en su obra.

Desde entonces siguiéronse publicando varias ediciones de sus trabajos, saliendo tres de La Perfecta Casada en el espacio de cuatro años de las prensas salmanticenses, y otras tantas de los Nombres de Cristo, y extendióse la fama de nuestro sabio por pueblos extranjeros, que no tardaron en trasladar a su idioma tan inmortales discursos.

Nuevo motivo halló sin embargo la envidia en la publicación de La Perfecta Casada para exhalar sus aun no bien encubiertos rencores. Hiciéronse cargos a Fr. Luis por aquel libro, suponiendo impropio de su estado sacerdotal el dar consejos a las casadas, como si los minis­tros del Señor sólo debieran enseñar el camino de la virtud a los solteros; y renováronse con tal pretexto al mismo tiempo las acusaciones hechas ya antes al autor por dejar a un lado el mal perjeñado latín que se usaba entonces, reemplazándolo con gallardo romance. A todos estos cargos contestó victoriosamente el sabio maestro en la introducción al tercer libro de los Nombres de Cristo. «¿Por qué las quieren más en latín? pregunta en aquel bellísimo trozo, hablando de tales obras; no dirán que por entenderlas mejor ni hará tan del latino ninguno que profese entenderlo mas que a su lengua, ni es justo que, porque fueran entendidas de menos, por eso no las quisieran ver en romance, porque es envidia no querer que el bien sea común a todos, y tanto mas fea cuanto el bien es mejor.»

Con tales razones y otras por el estilo, en que ensalza las excelencias de la lengua castellana, defiende el generoso empeño de hacerla intérprete de las ciencias, y a los que juzgan ajeno a la dignidad del hábito sacerdotal el escribir del matrimonio háceles observar «que el Espíritu Santo no tiene por ajeno de su autoridad el escribirles a los casados su oficio, y que yo en aquel libro lo que hago solamente es poner las mismas palabras que Dios escribe y declarar lo que por ellas les dice, que es propio oficio mío, a quien por titulo particular incumbe el declarar la Escritura; demás de que del teólogo y del filósofo es decir a cada estado de personas las obligaciones que tienen; y sino es del fraile, encargarse del gobierno de las casas ajenas, poniendo en ello sus manos, como no lo es, sin duda ninguna, es propio del fraile sabio y del que enseña las leyes de Dios, con la especulación traer a luz lo que debe cada uno hacer y decírselo.»

No se sabe si con ocasión de pasar a Madrid o tal vez estando en Valladolid o Salamanca, pues según las fechas de los capítulos del Libro de Job, en Diciembre de 1580 estaba en Valladolid y en Madrid por Octubre de 1590, le encargó el Consejo Real en 1587 la revisión de las obras de Santa Teresa, que habían de darse a la estampa, y el escribir la introducción a las mismas y la vida de la Santa Madre. He aquí como acerca de este particular se expresa el obispo de Tarazona Fr. Diego de Tepes en el prólogo a la vida de la ilustre escritora. «La emperatriz, hermana del Rey D. Felipe II nuestro Señor, le fue devotísima, y de­seó que el P. Maestro Fr. Luis de León, de la Orden de San Agustín, catedrático de Escritura de la Universidad de Salamanca y hombre bien conocido en la Europa por la grandeza de sus letras e ingenio, escribiese su vida y milagros pareciéndole (y con justa razón) que ninguno había entonces en España que mejor pudiese satisfacer a este argumentó y a su deseo. Y así le encargó tomase este trabajo, que para él fue de mucho gusto. Tomó luego la pluma y juntó muchas cosas que después del libro que escribió tan acertadamente el padre doctor Rivera descubrió el tiempo y cuidado, y yo le di entonces por escrito mucho de lo que aquí digo; pero fue Dios servido que muy a los principios, cuando aun no había escrito cinco o seis pliegos, muriese el autor, dejándonos a todos frustrados de nuestras esperanzas. Pero ya que no sacó a luz parto tan deseado, hizo un prólogo que anda juntamente con el libro que escribió de su vida la Santa Madre, en el cual, aunque brevemente, con tanta erudición como verdad escribe altamente las maravillas grandes que Dios obró en esta Santa y por esta Santa.»

En efecto, a la edición de las obras de Santa Teresa preparada por nuestro autor, no acompaña la vida de que el P. Yepes aseguraba haberse escrito algunos pliegos; tal vez pensaría publicarla en otra se­gunda impresión o formar con tan agradable asunto un libro aparte.

De todos modos la introducción a las obras de la Santa nos dice cuánto debió trabajar en los cuatro años que estuvo preparando la edición, y cuán grande era el esmero con que la dispuso. «Los cuales libros que salen a luz, y el Consejo Real me cometió que los viese, puedo yo con derecho enderezarlos a este santo convento, como de hecho lo hago, por el trabajo que he puesto en ellos, que no ha sido pequeño. Porque no solamente he trabajado en verlos y examinarlos, que es lo que el Consejo mandó, sino también en cotejarlos con los originales mismos que estuvieron en mi poder muchos días, y en reducirlos a su propia pureza en la misma manera que los dejó escritos de su mano la Santa Madre, sin mudarlos ni en palabras ni en cosas, de que se ha­bían apartado mucho los trabajos que andaban, o por descuido de los escribientes o por atrevimiento y error.»

¡Lástima grande que no podamos gozar al lado del fruto de tan minucioso trabajo de la ya comenzada historia de la Santa! Pero la introducción a sus obras, muestra que nos hace mas sensible que aquella no se terminara, es uno de los trozos mas hermosos del lenguaje que su autor produjo.

«Yo no conocí ni vi, empieza diciendo, a la Santa Madre Teresa de Jesús, mientras estuvo en la tierra; mas ahora que vive en el cielo la conozco y veo casi siempre en dos imágenes vivas que nos dejó de si, que son sus hijas y sus libros, que a mi juicio son también testigos fieles y mayores de toda excepción de la grande virtud, porque las fi­guras de su rostro, si las viera mostráronme su cuerpo, y sus palabras si las oyera me declararan algo de la virtud de su alma; y lo primero era común y lo segundo sujeto a engaño, de que carecen estas dos co­sas en que la veo ahora; que como el sabio dice, el hombre en sus hi­jos se conoce.»

Sigue luego ensalzando la grande obra de la reforma de su orden llevada felizmente á cabo por la Santa. «Qué milagro es que una mujer y sola haya reducido a perfección una orden en mujeres y en hombres... Porque no siendo de las mujeres el enseñar, sino el ser enseñadas, como lo escribe San Pablo, luego se ve que es maravilla nueva una flaca mujer tan animosa que emprendiese una cosa tan grande, y tan sabia y eficaz que saliese con ella y robase los corazones que trataba para hacerlos de Dios, y llevase las gentes en pos de sí a todo lo que aborrece el sentido.»

Los libros de la Santa y lo útil de su lectura, la materia de revelación y la cuestión de si ciertos tratados deben andar en manos de todos por el mal uso que puede hacer de ellos la impiedad, cuestión resuelta afirmativamente en todas las obras del sabio agustino, forman el resto de la introducción, convidando a su lectura por el gallardo estilo y apacible lenguaje que las adorna.

Nuevamente demostraron su aprecio los agustinos a Fr. Luis, encargándole en el concilio que presidió en Toledo el general Gregorio Elparense en 1588, las ordenanzas para los religiosos recoletos de aquella orden, las cuales se imprimieron el mismo año; prueba grande del respeto en que le tenían, y de su intervención en los mayores negocios de la congregación.

Dedicado pues a la enseñanza y a la reimpresión de sus obras expositivas, mientras preparaba la edición de Santa Teresa para la estampa, veía correr sus horas el sabio maestro retirado en la granja que a la orilla del Tormes tenían los agustinos para solaz y esparcimiento. «Era la huerta grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden, mas eso mismo hacia deleite en la vista.» Allí ora paseando, ora «gozando del frescor, ora sentado a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente que entraba en la huerta por aquella parte y corriendo y tropezando parecía reírse» pasaba las primeras horas de la mañana.

Cuando «la fuerza del calor comenzaba a caer, saliendo de la granja y llegado al río, que cerca de allí corría, en un barco, pasábase al soto que se hacia en medio de él en una como isleta pequeña que ape­gada a la presa de unas aceñas se descubría: y en lo más espeso y más guardado de los rayos del sol junto a un álamo alto, que estaba casi en el medio, en la sombra y sobre la yerba verde casi juntando al agua los pies» sentábase a contemplar las maravillas de la naturaleza y a meditar sobre las obras del maestro Fr. Luis de Granada, en cuya lectura, según escribía a su amigo Arias Montano, aprendiera más que de cuanta teología escolástica había estudiado.

No siempre sin embargo corría venturosa en aquel agradable retiro la existencia de nuestro autor. Según las fechas puestas al pie de varios capítulos del Libro de Job eran frecuentes sus excursiones a la corte y a Valladolid. Lo extendido de su reputación como hambre de no vulgares conocimientos, y el aprecio en que le tenían los agustinos, pudieron ser bastante causa para que le encargaran los negocios más importantes de la orden.

Otra cuestión pudo también ser motivo de alguno de los viajes de Fr. Luis; cuestión de importancia que le produjo no pocos sinsabores y que tal vez fuera origen de la enfermedad que le abrió las puercas da la tumba. Séame licito decir acerca de ella cuatro palabras.

Continuaban .por aquel tiempo agitando los ánimos en todos los conventos las cuestiones tocantes a la reforma de la orden del Carmen, a costa de tantos trabajos gloriosamente inaugurada por Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Las venerables María de San José, Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé fundaban y dirigían conventos en diferentes ciudades de España, en Paris, en Lisboa y en Flandes; estallaba la discordia entre el padre Fr. Gerónimo Gradan y el genovés Doria, que le sucedió en la dirección de la reforma, persiguiéndose mutuamente y llegando hasta el caso de verse Gradan expulsado de. su convento de Madrid, mal visto del Papa, errante, náufrago y cautivo en poder de los moros, y entre las monjas y los frailes carmelitas cuestionábase sobre si aquellas habían de tener o no libertad para elegir confesores dentro o fuera de su orden.

Fr. Luis de León no se había convencido, a pesar de su larga prisión, de que en este mundo quien más hace es casi siempre quien más pierde. No le permitía tampoco su genio estar ocioso, ni era de esos hombres que hallan su placer en la holganza. Asi es que le vemos también tomar parte en las controversias de los religiosos del Carmen, decidiéndose a favor de las monjas. «Creo (dice la venerable María de San José, en la Historia de los descalzos y descalzas carmelitas) que es notorio a todos los que han leído los libros y leyes que la Santa Madre Teresa de Jesús escribió, la grande instancia que hace, y lo mucho que pide a los Prelados no quiten a sus monjas la libertad de poder comunicar sus conciencias con hombres santos y doctos, cuales ella en toda su vida procuró comunicar... Los padres, descontentos de que gozásemos de esta libertad santa, y no mala, como ellos dicen, procuraban quitárnosla, y mudar esto y otras cosas de las constituciones, bien en daño de todos nuestros conventos. Estando muchas de nosotras ciertas de esto, acudimos al Padre y Pastor universal de todos, que es el Papa y dando poder a un procurador, alcanzamos confirmación de nuestras constituciones que la Santa Madre nos dio, honrándola el Santísimo Padre Sixto V, y dándola nombre de Madre y Maestra de frailes y monjas, y fundadora de todos, y haciendo á las religiosas tanto favor y amparo, que no se podía pedir más. Merecieron nuestros pecados que antes que el Breve se ejecutase muriese el Santo Sixto, que nos le había concedido; y viendo nuestros religiosos lo que habíamos alcanzado, fue tanto su coraje y furia cual puede juzgar quien conoce frailes con algún poder. Viendo que venia el Breve amparado con dos delegados tan graves como D. Teotonio de Berganza y el maestro Fr. Lis de León no pudieron deshacer lo hecho...»

He aquí pues a Fr. Luis de León metido en nuevas estaciones. En un expediente mutilado descubierto recientemente, como otros que ya han visto mis lectores, en los archivos de Salamanca la nunciatura dirige en 1591 una comunicación al arzobispo de Evóra y a Fr. Luis para que, como ejecutores del Breve de Sixto V, se presenten en el capitulo general que había de reunirse en el Monasterio de San Hermenegildo de Carmelitas, de Madrid; Fr. Luis pide licencia a la Universidad para venir a la corte en Junio del mismo año, y la comisión de catedráticos nombrada para informar sobre él asunto se opone a la salida de nuestro sabio, alegando que bastaba en el capçitulo con la presencia de D. Teotonio. No se sabe, por faltar hojas a este expediente, cual fue la resolución que en él recayera; pero sí que el padre Doria, alentado por Felipe II, acordó que los carmelitas descalzos se abstuviesen de confesar a las descalzas; que la venerable María de Jesús por haber obtenido el Breve estuvo encerrada nueve meses con un candado a la puerta, y sin poder oír misa más que los días de precepto; y que Fr. Luis de León puso de mal talante al Rey con su conducta, mereciendo, según la Crónica Carmelitana, que el austero Felipe II dijera con expresión de enojo «¡quién le mete a Fr. Luis en estas cosas!»

Supone la misma Crónica que el enfado del monarca fue bastante a producir la muerte a Fr. Luis de León: no diré yo tanto; quien se defendía con ánimo inalterable en los calabozos del Santo Oficio, enfermo y hambriento, no es de creer que se afectara hasta tal punto ni aun por incurrir en el descontento del soberano. No es esto negar sin embargo que pudieran acabar con su salud los disgustos y persecuciones que sufrió con motivo de la reforma de la orden del Carmen, y que por poco no le produjeron la pérdida de su cátedra y otro nuevo encierro, según el expediente hallado en Salamanca.

A distraer su imaginación de tales asuntos vino entonces el capitulo celebrado en Madrigal el día 14 de Agosto de 1591, al que debía asistir como vicario general que era de la provincia de Castilla desde principios del mismo año. Nueva demostración de respeto diéronle entonces sus hermanos eligiéndole provincial de la orden. Mas ¡ay! que poco debía durarle tan alta dignidad: pues el día 23, antes que el capitulo terminase, llamóle el Señor a mas tranquila existencia después de una aguda enfermedad que allí le asaltara. La muerte del célebre maestro fue motivo de luto y de pesar para aquellas aulas que ilustró con su doctrina, y para la orden de San Agustín que le dio en vida tantas pruebas de estimación y aprecio.

Sesenta y cuatro años tenia al morir el nuevo provincial de los agustinos, dedicados en su mayor parte al estudio y a la contemplación de las cosas divinas. Separado de su familia desde la niñez, fraile a los 14 años, encerrado cinco en un calabozo padeciendo hambre, frio y todo linaje de enfermedades ¿cómo extrañar el amor constante que manifiesta en todas sus obras a la soledad y al campo? ¿cómo extrañar que lleno de dolor al contemplar las miserias del mundo exclame:

¡cuándo será que pueda

libre de esta prisión volar al cielo?

Pero Aquél que había de llevarle al salir de esta vida a la

morada de grandeza

templo de claridad y hermosura,

a aquella

alma región luciente,

prado de bienandanza 

producidor eterno de consuelo

quería purificarle haciéndole sufrir todos los dolores de la tierra, bien así como el lapidario pule y desgasta el diamante cuando quiere que por sus luces asombre al mundo entero y merezca brillar en la corona de un soberano.

Trasladado el cadáver de Fr. Luis desde Madrigal a Salamanca, diósele sepultura en uno de los claustros del convento, marcando el lugar donde tan preciosos restos descansaban, un epitafio latino, reemplazado dos siglos después por otro que sólo tenía el mérito de ser más largo y menos expresivo. Allí delante del altar de Nuestra Señora del Pópulo, veneráronse por largos años la memoria del sabio maestro y el recuerdo de sus virtudes por cuantos jóvenes frecuentaban aquellas aulas en que aún parecía resonar el eco de su voz un tanto débil y apagada por las enfermedades sufridas en el calabozo.

Mas ¡ay! que hasta en la tumba había de perseguir la desgracia al sabio agustino. Invadida la ciudad de Salamanca por los franceses, y temiendo sin duda ser hostilizados desde el convento de San Agustín, ocurrióseles la ingeniosa idea de colocar cuatro barriles de pólvora bajo los machones de los arcos torales, con cuya explosión quedó arruinada la iglesia y en mal estado el resto, del convento. En 1825, bajo la dirección de un arquitecto de Valladolid dióse a este nueva planta, quedando la iglesia y el claustro en el mismo estado que los dejara la ilustración de los invasores, y así continuaron aquellas ruinas hasta el año de 1856. Ya mucho antes de éste habíase tratado de buscar entre los escombros la sepultura del maestro Fr. Luis de León; pero a pesar del celo de las comisiones provinciales de monumentos ningún resul­tado se pudo obtener. Tomando sin embargo noticias de personas que a principios del siglo estudiaron en aquella Universidad, y de otras conocedoras de las antigüedades salmanticenses, empezaron nuevamente a fines del año de 1854. las pesquisas para descubrir los deseados restos.

Pasó todo el año de 4855, y enterada por fin la comisión del sitio que ocupaba el altar de Nuestra Señora del Pópulo, y de la situación de la pared que separaba la sacristía y el claustro, empezáronse las excavaciones en los primeros días de Marzo de 1856, y el 43 del mismo, a distancia de vara y media de la hornacina en que se suponía estar colocada la imagen de Nuestra Señora del Pópulo hallóse un ataúd, que la comisión abrió, con toda solemnidad, creyendo, en vista de una porción de circunstancias, que contenta los huesos del sabio maestro.

Y, si eran aquellos realmente, ¡en qué estado se presentaba a recibir los supremos honores que el mundo concede a las cenizas de aquellos cuya vida amargó tal vez con el desprecio y la calumnia! Aquel hombre, que en un calabozo y agobiado de enfermedades tenía la suficiente fuerza de ánimo para escribir por sí mismo los papeles de su defensa y confundir enérgicamente a sus perseguidores, aparecía encerrado en la estrecha caja donde guarda y conserva la sociedad a los que ya no le sirven sino de espanto y podredumbre; de aquel cuerpo que no pudieron encorvar los sufrimientos no quedaban mas que huesos medio desechos, y aquella cabeza, asiento del saber y de la discreción, no pudo conservarse entera, deshaciéndose en polvo al tocarla solamente. ¡Cuánta razón tenia el virtuoso agustino en despreciar por vanos y deleznables los placeres y las glorias del mundo!

Tal fue Fr. Luis de León. No prestan al biógrafo los días de su vida episodios novelescos; pero ocupados la virtud, la fortaleza de alma y el estudio, ofreciendo a la imitación de los venideros altos y saludables ejemplos. La viveza de ingenio y la práctica del mundo que demuestran sus obras, no se desmiente un momento durante su vida: no podía estimarse ciertamente hombre vulgar el que conoce y nombra uno por uno los testigos de su causa con solo leer sus declaraciones. Si en sus obras resplandece la virtud, no menos resplandece en su vida; si con cristianos y filosóficos pensamientos eleva el alma del lector al amor de Dios en las odas y en los Nombres de Cristo, no menos efecto produce la grandeza de alma con que en la prisión sólo se acuerda de sus enemigos para perdonarlos, y la generosidad con que al volver a las escodas de Salamanca deja su cátedra al que la ocupaba y su voto al mas encarnizado de sus perseguidores.

No hace mucho oyeron mis lectores al mismo Fr. Luis en la introducción á las obras de Santa Teresa, que el mejor retrato de esta eran sus obras y su vida: tengo pues trazado ya el de nuestro autor. Algunos de sus biógrafos sin embargo, y en particular Sedaño, que mostraba extraordinaria afición a describir el aspecto de nuestros poetas, retratan al maestro León diciendo que era de regular estatura, color moreno, el rostro varonil y expresivo, grave y apacible su ademán, vivos los ojos y el cabello espeso y enrizado. Su alma hallárnosla mejor retratada todavía en los escritos de su defensa y en verle en secreto empleando su dinero en limosnas y en mandar decir misas en el nombre de Jesús.

Para los agustinos ha sido siempre objeto de veneración la memoria de Fr. Luis; en los conventos de esta orden guardábanse con esmero los manuscritos del sabio maestro, y preparábanse ediciones de sus obras; la Universidad de Salamanca le respeta como el más ilustre de sus hijos y la gloria mayor de sus celebradas cátedras; y cuantos autores han escrito de literatura española encuentran en el maestro León el primer poeta castellano en quien van unidos lo profundo del pensamiento y lo bello de las formas.

Tres épocas —ya lo dije antes—forman la vida del maestro León: su juventud, su prisión y su vuelta a la libertad. En cual de ellos es más profundo y filosófico y al mismo tiempo más correcto, seria difícil determinarlo. Fr. Luis había recibido de manos del Señor ingenio privilegiado y tenia vastísima instrucción, cosas que siempre se retratan en cuanto produjo. Para que de su pluma brotasen profundos sentimientos y elevadas ideas ayudábale además su época. La España extendía sus dominios por ambos mundos, y nuestra península florecía libre de las sangrientas cuestiones religiosas que agitaban el resto de Europa. Un tribunal severo y terrible extremando sus castigos contra los que de cualquiera modo atacaban la pureza de nuestra religión, libraba sin embargo de mayores males nuestra patria; y las universidades españolas producían teólogos eminentes, pasmo de las extranjeras. Con tales elementos la imaginación se engrandecía, y las artes y la literatura dejaban recuerdos memorables á la admiración de los venideros.

Pero si entre los clamores de la guerra se alzaban los cantos de la poesía vistiéndola un traje de nueva y agradable tela, y enalteciendo el habla castellana, ésta se veía reducida a servir únicamente para las obras de recreo: el latín usurpaba los honores de explicar las ciencias divinas y humanas. ¿Quién negará a Fr. Luis de León la gloria de haber defendido constantemente los fueros de nuestra lengua? ¿quién la de haber tratado de inculcar en todas las clases de la sociedad la afición a los libros religiosos? Al lado de tan laudables fines ¿qué importan los defectos que puedan encontrarse en los escritos de nuestro poeta? Son manchas en el sol, que antes sirven para embellecerle que no para privarle de su luz. En la poesía tradujo, como dice muy bien M. Puibusque, el mejor de los libros, el corazón humano, y adornó sus canciones con la dulce sencillez que presta la verdad al que dice lo que siente. En su prosa reina la misma naturalidad; no se conoce en ella ese artificio, que según nos dice en el libro m de los Nombres de Cristo, quería introducir en el romance «no por presunción que tengo de mi, que sé bien la pequeñez de mis fuerzas, sino para que los que la tienen se animen a tratar de aquí adelante su lengua como los sabios y elocuentes pasados, cuyas obras por tantos siglos viven, trataron las suyas; y para que la igualen en esta parte que le falta, con las lenguas mejores, a las cuales, según mi juicio, vence ella en muchas virtudes.»

Asi los pensamientos elevados, las ideas más hermosas aparecen como caídas de la pluma del autor; no busquéis en Fr. Luis de León las formas retóricas del P. Granada y la elegante pompa de su estilo, buscad sí las comparaciones del gusto oriental y la sublimidad de la sencillez. Esta, que tanto escasea en nuestros días, era el principal carácter de nuestros escritores del siglo XVI, rico en obras de saludable estudio.

Fr. Luis de León, en fin, disfrutó los halagos que proporciona la sociedad a los hombres de mérito: mientras estuvo en el mundo sus hermanos le admiraron, le cercaron de honores y le hicieron perder la salud en un calabozo; y hoy buscamos sus cenizas, porque esas ya no causan envidia a nadie, y le colmamos de elogios reconociendo su mérito, porque no nos estorba. ¡Triste condición humana, que para hacer justicia necesita del auxilio de la muerte!

 

 

 

D. JOSÉ GONZALEZ DE TEJADA.