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VIDA DE CARLOS III 

1716-1788

 

Carlos Gutiérrez de los Ríos, Conde de Fernán Núñez

 

Introducción

Primera parte

Capítulo primero Desde su nacimiento hasta la conquista de los Reinos de Nápoles y Sicilia.

Capítulo II Reinado del Rey Carlos en Nápoles.

Segunda parte

Capítulo primero.- Desde la llegada del Rey a España (1759) hasta la paz de 1763.

Capítulo II.- Desde la Paz del 63 hasta la conclusión de la Primera expedición, de Argel.

Capítulo III.- Desde la conclusión de la expedición de Argel hasta la guerra del 1779.

Capítulo IV.- Que comprende desde la guerra, empezada en el 79, hasta la paz, concluida en el 1783

Capítulo último.- De las calidades y vida interior del Rey Carlos

 

Introducción

     Si la muerte tiene el incontestable derecho de arrebatarnos nuestros parientes, amigos y bienhechores, le falta, a lo menos, la facultad de privarnos de su memoria y de la de sus virtudes. El hacerlas pasar a la posteridad es, pues, el único arbitrio que nos queda para contrarrestar su duro poder. Por este medio tenemos los vivos el consuelo de inmortalizar a nuestros difuntos y de hacer que, pasando de siglo en siglo la memoria de sus virtudes, sientan todos no haberlas poseído. Este es el fin que me propongo, reuniendo aquí, para mi propio consuelo y para mi ejemplo y el de mis hijos, algunos dichos y los principales hechos de la vida de mi amado Monarca el Señor Don Carlos III que la Providencia ha querido llevarse para sí el 13 del mes pasado de Diciembre. Mi amor y mi gratitud me obligan a tributarle este último obsequio.

     Quedé huérfano de padre y madre a la edad de ocho años, en el de 1750. Mi madre mandó en su testamento se me trajese a París al Colegio de Luis el Grande, donde quería me criase bajo la tutela de mi tío -y su hermano- el Duque de Rohan-Chabot. El Rey Fernando el VI se opuso a esta resolución, y tomándonos bajo su protección a mi hermana y a mí, encargó del cuidado de nuestras personas al Duque de Béjar, como marido de la Princesa Leopoldina de Lorena, nuestra tía materna; dio la tutela de mis bienes a Don Francisco Cepeda, del Consejo de S. M., y, para que estos pudiesen desempeñarse, puso a mi hermana en el Real Monasterio de la Visitación de Madrid, y a mí en el Real Seminario de Nobles, pagando 800 ducados anuales por mí y 400 por mi hermana, que fue lo que sus superiores reputaron suficiente. Educado así a expensas de S. M. el Sr. Fernando el VI, en 18 de Abril del año de 1758, me hizo alférez de R.s G.s Españolas en que había sentado plaza de cadete en 18 de Marzo de 1752. Salí a hacer como tal mi primer servicio, montando la guardia de Aranjuez con mi compañía, que era la del Marqués de Rosalmonte. En esta mi primer salida tuve el dolor de ver morir, el 28 de Agosto, a la reina Bárbara, esposa del Rey, que, afligido de su pérdida, se retiró al castillo de Villaviciosa, donde acabó sus días, después de once meses de una penosa enfermedad, el 10 de Agosto del año siguiente de 59.

     Privado desde el principio de dos Soberanos que habían hecho conmigo las veces de padres, sólo me quedó el dolor de no poderles acreditar con mis servicios mi reconocimiento. Pero llamado a la legítima sucesión del Trono su hermano el Sr. D. Carlos III, que reinaba en Nápoles, tuve la fortuna de recibirle en Madrid con mi compañía, que fue la primera que le montó la guardia en el palacio del Retiro, donde llegó el día 9 de Noviembre de 1759, y encontré en su benignidad un nuevo objeto digno de todo mi cariño y gratitud.

     En 15 de Mayo de 1760 me hizo S. M. segundo teniente de la compañía del Marqués de Torrenueva, con la cual pasé a Barcelona el año de 1760, y en 22 de Agosto de 1761 me ascendió a primer teniente de la compañía de Don Juan de Sesma, y con ella me transferí, en 1762, al ejército que hizo la guerra en Portugal a las órdenes de los Excmos. Sres. Marqués de Sarria y Conde de Aranda en las provincias de Trasosmontes y Beira. Llevé a S. M. al Real Sitio de San Ildefonso la noticia de la toma de Almeida, que se rindió el 25 de Agosto de aquel año. S. M., después de haberme distinguido con sus honrosas expresiones, me dijo haberme dado el grado de coronel. Solicité por medio de Don Ricardo Wall, ministro de la Guerra, pasar de coronel agregado a un regimiento de infantería para incorporarme, a fin de poder pedir luego el mando de alguno, respecto de no ser mi ánimo quedar de capitán de Guardias, cuyo servicio no proporciona las ocasiones de instrucción que el mando de un cuerpo. Hizo presente a S. M. el Ministro mi solicitud, y su respuesta fue: «Díle que yo le sacaré desde allí a mandar un cuerpo.»

     Restituíme al ejército, donde llegué tres días después. En este intermedio había solicitado su retiro, por falta de salud, D. Antonio Idiaquez, que era coronel del regimiento de infantería de Castilla, hoy Inmemorial del Rey. Díjomelo luego que me vio el Inspector general, Marqués de Villafuerte, que era mi amigo y sabía mi deseo de pasar a la infantería, instándome a que diese luego memorial; pero yo que, aunque no tenía más que veinte años, había ya hecho un concepto justo del valor de la palabra de mi buen Rey, le dije la que acababa de darme, y le añadí: que creería ofenderle con mis recuerdos. El hecho lo confirmó, pues cuatro días después vino la admisión de la dejación que Idiaquez había hecho del Regimiento de Castilla, que S. M. se había dignado conferirme.

     Toda mi vida me gloriaré de haber sabido, en aquella edad, conocerle y apreciarle como se merecía.

     Acabada la campaña, pasé con mi regimiento de guarnición a la plaza de Cádiz, y, estando allí, se dignó S. M. conferirme, en el mes de julio de 1763, la Encomienda de los diezmos del septeno en la Orden de Alcántara, pensionada en la tercera parte a favor de Don Fernando Andrián, segundo comandante de la Real Brigada de Carabineros.

     Habiendo pasado con licencia a Madrid en Agosto del mismo año, en 15 de Febrero del siguiente de 64 se digno S. M. honrarme con la llave de su Gentilhombre de Cámara con ejercicio, con motivo del matrimonio de la Serenísima Sra. Infanta de España, Doña María Luisa, con el gran duque de Toscana, habiendo desde luego tomado como tal mi servicio y debido a S. M. la honra de que en el primer día que entré de guardia me diese las obras del Herculano que tengo en mi librería.

     En el año siguiente de 65 hice como Gentilhombre la jornada del Pardo, en que mi amor y reconocimiento a mi Soberano hallaron continuamente motivos de admiración, respeto y cariño.

     Tuve el consuelo de estar a su lado, sin otro intermedio que su confesor, las dos veces que, en 23 de Marzo de 1766, se vio precisado a presentarse al público de Madrid en el balcón de su palacio, cuando el tumulto, y de admirarle y compadecerle en aquella triste situación.

     En el año de 1767, estando mi regimiento de guarnición en Madrid, asistió S. M. a una de las maniobras militares que hizo en julio en los altos inmediatos a la Ermita del Ángel, y habiendo yo ido después a hacerle mi corte a Palacio, entré en su Cámara al tiempo que se estaba quitando la casaca para retirarse a dormir la siesta. No había allí más que tres o cuatro Gentileshombres y jefes; pero ninguno de ellos era militar. Se encaró a mí S. M., empezó a alabar las maniobras y particularmente a mi regimiento, a lo cual manifesté la debida gratitud. Pasado un corto rato, dijo: «Señores, aquí tienen vuestras mercedes un nuevo Brigadier.» Yo estaba tan cansado y distraído, que no hice en ello el menor alto, de modo que dirigiéndome S. M. la palabra me dijo: «Hombre, ¿dónde estás? ¿A quién puedo yo haber hecho aquí Brigadier sino a ti?

     No sólo yo, sino el Duque de Santistéban y cuantos se hallaban presentes, le besaron la mano, por la gracia y el modo amistoso y honorífico con que me la había conferido.

     Después de haber viajado desde junio de 1772 en Italia, Alemania, Polonia, Inglaterra y Francia, hallándome en París en Abril de 75 con ánimo de seguir en aquella primavera mi viaje de Holanda y Suiza, recibí la noticia de haber marchado mi regimiento, y luego me puse en camino para Cartagena. Allí me incorporé con él, y pasé al desembarco de Argel, efectuado el 7 de julio del mismo año. En él recibí una contusión en el pecho, y, concluida la expedición, pasé de guarnición a Valencia, y con licencia a Fernán Núñez y Madrid, donde llegue el 18 de Enero de 1776.

     En el mes de Marzo de este año me hizo S. M. Mariscal de Campo, con agregación al ejército de Castilla la Vieja, y me eligió para hacer como Gentilhombre las jornadas de San Ildefonso y el Escorial, y de vuelta de este sitio, me confirió, sin solicitud alguna mía, la gran Cruz de su Real y distinguida Orden, el 7 de Diciembre del mismo año.

     Corrieron constantemente voces en aquella jornada de que S. M. se quería retirar a San Ildefonso, como lo había hecho su padre. Mi ánimo fue decididamente pedir a S. M. me nombrase para acompañarle el resto de su vida, lo que hubiera preferido a toda otra satisfacción y ascenso, por el amor que le profesaba; pero no se verificó la noticia, y empleado posteriormente por S. M., tuve la satisfacción de continuarle mis servicios, aunque no tan desinteresadamente como los que mi cariño se proponía hacerle personalmente, sin otro galardón que el de la satisfacción interior que sentiría mi corazón de acreditarle mi amor y reconocimiento.

     Habiendo yo tomado estado en el siguiente año, y manifestado al Sr. Marqués de Grimaldi desearía emplearme en la carrera diplomática, insinuando después a su sucesor, el Sr. Conde de Floridablanca desearía fuese en Portugal, se dignó S. M. conferirme esta Embajada en 26 de Febrero de 1778.

     Con motivo de los servicios útiles que S. M. creyó le había hecho en esta Embajada, durante la guerra que duró desde 79 a 83, se dignó conferirme, sin solicitud mía, la Orden del Toisón, cuyo collar me puso en el capítulo celebrado en Madrid en julio del mismo año.

     La arenga que le hice fue: «Señor, V. M. se ha dignado anticipar sus recompensas a mis servicios.» Su respuesta fue: «No, no, estoy bien cierto que me los continuarás siempre.»

     Nombrado por S. M. en el año de 1785 por su Embajador extraordinario y plenipotenciario a la misma corte de Lisboa, con motivo de los desposorios del Seren.mo Sr. Infante D. Juan de Portugal (hoy Príncipe del Brasil) con la Serenísima Sra. Doña Carlota, hija del Rey, Nuestro Señor, Carlos IV, entonces príncipe de Asturias; y el del Seren.mo Sr. Infante D. Gabriel, su hermano, con la Seren.ma Sra. Doña Mariana Victoria, Infanta de Portugal, y efectuados dichos dos matrimonios en el mismo año, se dignó S. M. nombrarme su Consejero de Estado con sueldo de tal, gracia a que ni debía ni podía aún aspirar, por mi edad y servicios; pero la bondad de este Soberano me adelantó como siempre sus recompensas.

     En 22 de Julio pensó destinarme y me propuso la Embajada de Viena, por medio del Secretario de Estado, Conde de Floridablanca; pero habiendo yo manifestado que sólo una obediencia indispensable me empeñaría a aceptarla, no se volvió a hablar del asunto, y en 3 de Marzo de 86 me nombró S. M. por su Embajador a la corte de Londres, para la cual me disponía a marchar, cuando, en 6 de Marzo del año siguiente, recibí en Lisboa el aviso de haberme transferido S. M. a la Embajada de París, por haber pedido su retiro el Sr. Conde de Aranda que la ocupaba.

     Tanta continuación de beneficios, que sólo recapitulo para aumentar, si es posible, mi gratitud, sería capaz de esclavizar el corazón más ingrato, aun cuando la persona que los dispensase no fuese un Soberano, y no tuviese otro motivo que este para ser amado.

     ¿Que será, pues, uniendo al título de mi particular bienhechor, tantos y tan dignos de la memoria y veneración, no sólo de todos sus vasallos, sino de cuantos tuvieron la fortuna de tratarle y conocerle?

     Satisfago, pues, en parte mi obligación y los impulsos de la gratitud de mi corazón, recordando a mi memoria, y a la de mis hijos, para estimular su lealtad y amor a sus Soberanos, parte de los principales hechos y de algunos dichos particulares de la vida de mi amado Rey, sintiendo no haber estado siempre a su lado, para haber escrito exactamente su vida, en que ciertamente habría mucho que admirar, y de la cual tengo el dolor de que sólo pueda ser este papel un muy limitado compendio, sobre todo de sus virtudes y del continuo ejemplo que daba, aún en su interior, con sus palabras y sus acciones.

 

Compendio de la vida del rey D. Carlos III de España

Primera parte

Capítulo primero

Desde su nacimiento hasta la conquista de los Reinos de Nápoles y Sicilia.

 

     Después de haber superado gloriosamente nuestro Monarca, el Sr. D. Felipe V, todos los obstáculos que se opusieron a sus justos derechos a la Corona de España, y de haber asegurado la sucesión a esta monarquía con dos hijos, Luis y Fernando, nacidos de una princesa de Saboya que, por sus virtudes, talento y conducta debiera haber sido inmortal, quiso la Providencia probar la constancia y resignación de este gran monarca arrebatándola de su lado.

     No obstante el justo dolor que ocasionó a este Soberano su pérdida, haciendo nuevamente uso de aquella firmeza que tenía tan acreditada a la nación entera en las fatigas de una larga y penosa guerra, creyó no deberla exponer nuevamente a otra igual, dejando abandonada la sucesión de la Corona a las vidas de sólo dos tiernos hijos, y resolvió contraer nuevo matrimonio con la Princesa heredera de Parma, doña Isabel Faunesco, reuniendo por este medio a los derechos que la Corona de España tenía a la de Portugal los de la augusta casa de Faunesco, superiores aún a los de Felipe II y a los de la casa reinante de Saboya.

     El tiempo acreditó la justa previsión y prudencia de esta determinación, pues, aunque los dos hijos primeros del Sr. Felipe V tomaron estado y reinaron con la denominación de Luis I y de Fernando el VI, ni uno ni otro dejaron sucesión alguna, y por su falta se hubieran seguido nuevamente a la España los mayores males. Aunque los hijos de los Reyes son por lo común una carga al Estado, ésta puede disminuirse en beneficio suyo, empleándolos en su servicio, lo cual no debe temer en el día un gobierno prudente y firme, a quien será imposible evitar las malas resultas de la falta de sucesión.

     Quiso, pues, la divina providencia precaverlas, concediendo una sucesión numerosa a nuestra segunda Reina, D.ª Isabel Faunesco, cuyo primogénito el Sr. Infante D. Carlos, había destinado el cielo para defendernos de tantos males, para restablecer un Reino extinguido después de doscientos años, y para reinar y hacer felices por el espacio de cincuenta y cuatro los pueblos de Italia, España y América, que vivieron bajo su justa y benéfica dominación.

 

Nació el Infante D. Carlos en Madrid, el día 20 de Enero de 1716, y educado con el cuidado y esmero correspondiente, se mantuvo al lado de sus padres, acompañólos en el viaje que hicieron a Badajoz para efectuar en el río Caya, en una casa de madera construida sobre él a este fin, los desposorios del Sr. Don Fernando el VI, su hermano, entonces Príncipe de Asturias, con la Seren.ma Sra. D.ª Bárbara de Portugal, hija del Rey D. Juan V. Este monarca con toda su corte se transfirió igualmente a aquel punto de reunión del Caya en que ambas familias R.ls de España y Portugal se vieron unidas por la primera vez, después de tantos años de enemistad y desconfianza. Parece que el Cielo destinó al Infante Don Carlos para presenciar desde sus primeros años objetos análogos a la bondad de su corazón y al constante deseo que tuvo toda su vida de reunir el género humano, considerándole como un solo individuo, para amarle y anhelar su felicidad.

     Para mayor conocimiento del corazón humano, que es el objeto primario de todas las historias, y para imponerse en la delicadeza de las cortes, conviene referir aquí una anécdota particular, de aquellas que no suelen hallarse sino en los manuscritos.

     El Marqués de Abrantes, Embajador extraordinario de Portugal en España, comisionado como tal para esta ceremonia, vino desde Madrid acompañando a SS. MM. y AA. hasta la frontera. Luego que llegó la Corte a Badajoz, pasó el Marqués a la plaza de Yelves, donde estaban esperando SS. MM. FF. y toda su Real Familia.

     Ufano de su comisión el Marqués, que merecía la mayor aceptación y confianza de su Soberano, le dijo: «Aquí traigo a V. M. el León fiero de Castilla que le espera en Badajoz.» Chocada de esta frase la altivez de D. Juan V, cuyos primos segundos venían sirviendo al Monarca español, le respondió con enfado: «¿Pues no vengo yo aquí también? ¿Qué mucho que él venga?» Desde este punto trató al Marqués siempre con despego y como quien le había ofendido.

     Prescindiendo de lo que distan entre sí ambas monarquías por su poder y antigüedad, pasemos a comparar el mérito personal de estos dos Monarcas. Felipe V, nieto del mayor Monarca de la Europa, por su valor y su conducta, había sabido ganarse el Reino y el corazón y amor de todos sus vasallos, empleándose constantemente en defenderlos y hacerlos felices.

     Don Juan V, nacido en un reino reducido, no había tenido ocasión de adquirirse una reputación pública, pues, aunque estaba dotado de cualidades de Monarca por su generosidad y grandeza de ánimo, faltas éstas de objetos dignos de ellas, se habían empleado en amores escandalosos de todas clases, sin perdonar las religiosas, y en generosidades vanas e indiscretas; y cuando creyó hacerlas menos perjudiciales, o por mejor decir, capaces de borrar delante de Dios y de los hombres sus primeros errores y escándalos, fundó una Patriarcal que sería magnífica para todas las Américas. Logró con ella, a costa de millones que hizo pasar a Roma, edificar un establecimiento con que disminuyó las rentas de los obispos y catedrales del reino. Creó un Patriarca, que es un mal remedo del Papa, a cuyas ceremonias arregla las suyas; veinte y cuatro plazas con el título de Principales y paga de 120.000 reales para doce segundos jóvenes (que logró, no de balde, vestir de Cardenales, como los chicos se visten gratis de frailecitos), que buscan el modo más alegre de comérselos en Lisboa; setenta y dos plazas de Monseñores, que también imitan a los de Roma, con 40.000 reales cada uno, que procuran disfrutar a imitación de sus principales, y, a proporción, un número competente de canónigos racioneros, etc.

     Fundó también un magnífico convento, llamado Mafra, a seis leguas de Lisboa, para poner en él cien frailes descalzos de San Francisco, de la Reforma de San Pedro de Alcántara, cuyo fundador, si los viera en aquel suntuoso edificio, tan ajeno de la humildad de su instituto, se agarraría a dos de las columnas magníficas de aquel templo para dejarle caer como Sansón, o los arrojarla fuera, como Cristo a los mercaderes que estaban en el Templo. Otra locura de magnificencia hizo también en un paraje llamado Ventas Novas, a diez leguas de Lisboa, donde en pocos días edificó un magnífico palacio, sólo para pasar una noche cuando fue a la raya a efectuar el matrimonio de que se trata. Estas son las tres grandes y mejores memorias de éste Rey, que hizo a costa de muchas vejaciones Y tropelías, de modo que no hay portugués sensato que no las desapruebe, y uno de ellos me decía un día: que eran tres guerras que había hecho a Portugal, y cuyas malas resultas durarían mucho tiempo.

     Compárese ahora el merito de uno y otro Monarca y se conocerá mejor la ceguedad del corazón humano, la dificultad del conocimiento propio, y los efectos del natural orgullo en quien no sabe corregirlo, que es el fin que me he propuesto en esta digresión.

     Volviendo, pues, de nuevo al principal objeto de este escrito, diré que, después de haber asistido SS. MM. a los desposorios del Príncipe de Asturias, que se verificaron en el día 19 de Enero de 1729, continuo toda la Real Familia su viaje a Sevilla. Allí se embarcó para Sanlúcar a bordo de las galeras que mandaba mi padre, y fue por tierra a Cádiz, donde permaneció algún tiempo.

     Reunía la Reina Isabel Farnesio y su línea el derecho a la herencia de los Estados de Parma y Toscana (que se hallaban sin sucesión), como sobrina del Duque D. Antonio de Parma y nieta de Ranucio, segundo hijo de Margarita de Médicis. La Reina madre, que vela que su hijo primogénito era el tercero de Felipe V, su marido, pensó desde luego colocarle en aquellos Estados, para asegurarle una suerte independiente, en lo posible, de sus medios hermanos. Para conseguirlo, aconsejada por el ábate Alberoni, hizo hacer un desembarco en Cerdeña y Sicilia, perteneciente entonces al Duque de Saboya, cuya línea posee hoy el trono de Cerdeña, a fin de estar en disposición de apoderarse de los puertos de Toscana; pero los austriacos, auxiliados por los ingleses, como garantes del tratado de Utrecht, atacaron y batieron nuestra escuadra en los mares de Mesina, e impidieron el fruto de esta empresa. La Sicilia pasó a poder del Emperador, y se concluyó en Londres, en 1718, el Tratado de la Cuádruple alianza, a que al fin accedió Felipe V, a favor de cuyo hijo D. Carlos ofrecía la Corte de Viena la posesión futura de los Estados de Parma y Toscana, con tal que se reconociesen por feudo del Imperio y se le diese la investidura como tal. Este artículo, que hacía a la Casa de Austria dueña de la Italia, y que ésta apoyaba diciendo ser necesario para contrarrestar la preponderancia que la Casa de Borbón tendría en ella, poseída por sus Príncipes, ofreció muchas dificultades, y, para ventilarlas, se celebró en 1721 el Congreso de Cambray.

     Tratóse en este tiempo el matrimonio del Infante Carlos con la Princesa de Beaujolais, hija del Duque de Orleans, Regente de Francia en la menor edad de Luis XV, dando, en cambio, para esposa de este Príncipe a la Infanta Doña Mariana Victoria, hermana del Infante D. Carlos, que fue después Reina de Portugal. Convenidos los matrimonios, pasaron estas Princesas a sus destinos, para que, educadas en ellos desde sus tiernos años, les fuesen menos extrañas las costumbres; cuya política convendría observar, en cuanto fuese posible, para los matrimonios de los Soberanos. Este tratado aumentó la desconfianza de las Cortes de Viena e Inglaterra sobre el engrandecimiento y poder de la Casa de Borbón en Italia, y las negociaciones del Congreso de Cambray, que desde el principio habían sido un tejido de intereses complicados que no producían sino intrigas y retardos, tuvieron un nuevo motivo de aumentar uno y otro. Para inutilizarlas, trataba entre tanto, directa y reservadamente, Felipe V (subido por la segunda vez al Trono, por muerte de su hijo Luis I, durante cuyo reinado se había retirado a San Ildefonso, después de haber abdicado a su favor la Corona) con los Duques reinantes de Parma y Toscana, para arreglar el punto de la sucesión de su hijo Carlos. Por otro lado, éste, muerto su hermano Luis I, se hallaba ya el segundo para la herencia de la Corona de España, lo cual aumentaba en los españoles el interés de conservarle en el reino, y en las potencias extranjeras el de impedir si reuniesen de nuevo los Estados de Italia a la dominación española.

     En 1725 pasó a Viena el Barón (después duque) de Riperdá para concluir la paz, directa y reservadamente, con el Emperador Carlos VI, a quien era ya gravosa la mediación de la Inglaterra, como a la España la de la Francia, y en 30 de Abril de 1725 se firmó el Tratado con arreglo al de Londres, excepto que en el artículo en que se trataba de la sucesión de Toscana y Parma se quitó la introducción de la guarnición. Quedó con todo lo de la investidura Cesárea, que rescató luego la España en virtud de 200.000 doblones dados por una vez, y quedó convenido el matrimonio del Infante D. Carlos con la hija menor del Emperador.

     De esta novedad inesperada resultó, como era regular, una mutación total y un aumento de recelos y desconfianzas. Su primero y preciso efecto fue el regreso a Madrid de la Infanta de España D.ª Mariana Victoria, que se hallaba en París, y el de la Princesa de Beaujolois a Francia. Esta potencia, enemiga natural de la Inglaterra, se reunió a ella, a la Holanda y a la Prusia. Los españoles atacaron a Gibraltar, a las órdenes del Conde de las Torres, hombre singular e ignorante en su profesión. Con todo, conducidos por un pastor, lograron las tropas españolas subir a lo alto del monte por una senda llamada del Pastor; pero fueron rechazados. Los ingleses bloquearon a Portobelo. Los manejos secretos del Cardenal de Fleuri hicieron entibiar la empresa de esta nueva alianza, y logró se firmase en 1729 el tratado de Sevilla, en que Francia y la Inglaterra se obligaban a hacer recibir por fuerza al Emperador guarniciones en los presidios de Toscana; pero este Tratado no tuvo más efecto que los que le habían precedido.

     A vista de tantas dilaciones, se resolvió Don José Patiño, Ministro de Estado de España, a escribir al gran Duque D. Juan Gastón admitiese en sus Estados al Infante D. Carlos, haciéndole reconocer como Príncipe heredero de ellos. Convino en ello el Duque, en virtud de un Tratado que se firmó en Florencia en 25 de julio de 1731.

     En estas circunstancias, murió el Duque de Parma, D. Antonio, cuya mujer se creyó quedaba preñada. Declaró por heredero en su testamento a lo que naciese, y, en su falta, al Infante D. Carlos. El Conde Carlo Stampa pasó con 6.000 alemanes a tomar posesión de los Estados del Duque por el Emperador Carlos VI. Pero desvanecido el preñado, se deshizo el matrimonio, tratado por Riperdá, entre el Infante Don Carlos y la primogénita de dicho Emperador. Este ponía en una justa desconfianza a todas las potencias de Europa, y, sobre todo, a Francia, por ver si podía verificarse (como se hubiera verificado) la reunión de los Estados de España a los de la Casa de Austria, y así, por un acuerdo hecho en Viena en 30 de Septiembre, se tomó nueva posesión del Estado de Parma, en nombre del Infante D. Carlos, que quedó desde entonces reconocido por el Duque de Parma y Plasencia, bajo la tutela de la Duquesa viuda Dorotea de Neubourg, y por heredero inmediato de la Casa de Médicis, como se declaraba en el Tratado de 25 de julio arriba citado.

     Reunióse en Barcelona una escuadra inglesa a la española, mandada la primera por el Marqués Mari, la segunda por el Almirante Wager. Componíase de 25 navíos de línea, 7 galeras y 17 buques ingleses, y llevaban a su bordo 6.000 hombres de desembarco, que llegaron a Liorna el 26 de Octubre de dicho año de 31, y tomó su mando el Conde de Charni. El día 11 de Septiembre había depositado el gran Duque en el archivo de Pisa una protestación contra la feodalidad del Imperio. Incorporáronse a esta escuadra tres galeras del gran Duque de Toscana, a pesar de las representaciones del Ministro del Emperador, Conde de Estampa, cuya Corte veía de mala gana, y forzada sólo de las circunstancias, a un Príncipe español en posesión de aquellos Estados de Italia. Se dirigió la escuadra a Antibo para cubrir el paso del Infante D. Carlos, que se despidió de su padre en Sevilla el 20 de Octubre, y llego a Liorna la tarde del 27 de Diciembre, después de haber sufrido muy mal tiempo en esta travesía.

     Pasaron a Italia, con S. A., el Conde de Santistéban, después Duque, en calidad de ayo y Mayordomo mayor; D. Joseph Miranda, después Duque de Losada, y el Marqués de Villafuerte, como gentil hombre; D. Manuel de Larrea, Don Francisco Chacoro y D. Juan de Garicochea, con ayudas de cámara y caballerizos de campo, y otros varios españoles. De éstos, los cinco últimos volvieron a España en 59 con el Rey Carlos cuando vino a tomar posesión del reino, y el Duque de Losada fue nombrado su Sumiller de Corps. El de Santistéban regresó después que S. M. tomo estado.

     La presencia hermosa del Infante, su edad de diez y seis años, su viveza, y su agrado y humanidad le ganaron todos los corazones, y añadiéndose a sus cualidades personales las de la magnificencia, esplendidez y política generosidad de su Corte, nada dejaba que apetecer la llegada de un sucesor semejante. Las ventajas que los comerciantes de Liorna preveían en esta nueva unión con la España, fue un nuevo motivo para desearla y celebrar el verla realizada.

     Cuando S. A. se preparaba a pasar a Pisa, le acometieron las viruelas, lo cual retardó el viaje, que se efectuó después de bien pasado el término de la convalecencia. En dicha ciudad conoció a Bernardo Tanuci, lector de derecho público en Florencia, y le hizo auditor del ejército con motivo de haber defendido una causa de inmunidad de un soldado español. Logró ganar se después de tal modo la confianza del Infante, que fue su Ministro favorito en Nápoles hasta su regreso a España, y aun después, durante la menor edad del Rey D. Fernando, su hijo.

     El 9 de Marzo de 1732 hizo S. A., a caballo, su entrada pública en Florencia, y, con todas las aclamaciones y honores de un Príncipe heredero de aquellos Estados, fue conducido al palacio Pitti. En el cuarto que le estaba preparado le esperaba la Electriz Palatina viuda, Ana Luisa María, hermana del gran Duque reinante Juan Gastón. Esta Princesa, después de demostrarle la satisfacción que tenía en verle, le condujo al cuarto del Duque. Este, aunque postrado en cama tres años hacia por su suma debilidad, abrazó con el mayor gusto y ternura a este hijo adoptivo.

     El 24 de Junio, día de San Juan, fue S. A., en nombre del Duque Juan Gastón, y como su sucesor inmediato, a recibir el homenaje de los castillos, etc., según la costumbre anual de aquellos Estados, con lo cual quedó aún más asegurado en sus derechos. Este paso desagradó mucho a la Corte de Viena, que procuró por todos los medios impedir su efecto, pero sin poderlo lograr.

     Asegurado, pues, el Infante, pasó a tomar posesión de los Estados de Parma, en cuya ciudad hizo su entrada pública, en medio de vivas y aclamaciones, el día 9 de Septiembre del mismo, habiendo dejado guarniciones españolas en Liorna y Portoferrajo. La Corte de Roma, en la cual reinaba entonces el Papa Clemente XII, protestó, y protestó inútilmente contra esta posesión de los Estados de Parma y Plasencia, de que no ha vuelto a recibir desde entonces ni aun el censo que los Farnesios pagaban a la Cámara apostólica.

     Esto, y la pretensión del Infante a los Estados de Castro y Roncillone, cuya denominación tomaba, desagradó mucho a la Corte de Roma, que no se atrevía a recurrir a la de Francia.

     No obstante que, según las leyes de Italia, los Príncipes deben salir de la menor edad a los catorce años, se mantenía aún en ella el Rey Carlos, que tenía diez y siete, por consideración a su abuela la Duquesa viuda de Parma; pero, viendo que ésta se hallaba bien con el Gobierno, se declaró S. A. mayor de edad, confirmando la ley, y tomó las riendas del Gobierno.

     Estaba entonces, felizmente, en paz la Europa, por la prudencia de los dos Ministros de Francia e Inglaterra, Fleuri y Walpole; pero la muerte del Rey de Polonia, Augusto I, Elector de Sajonia, alteró esta tranquilidad. Carlos XII quería le sucediese Estanislao Lenzinski, que tenía la mayoridad de la nación, fue elegido Rey; pero el Czar Pedro decidió la suerte en la batalla de Pultava a favor de Augusto, Elector de Sajonia, y Estanislao se vio precisado a retirarse a Alemania. Este Príncipe (como suegro de Luis XV) era adicto a los franceses, y como tal, la Emperatriz de Rusia, Ana, se oponía a su elección. Había tenido correspondencia con el Príncipe Ragozzi y los rebeldes de Ungría, y así el Emperador y la Rusia tenían un mismo interés. Acercaron tropas a las fronteras, y formaron un segundo partido a favor de Augusto II; y Estanislao, que, con el mayor número, había pasado a Dantzic, viéndose abandonado, tuvo que salir del reino, sin que Francia pudiese socorrerle con una escuadra, como lo intentó, por haberse opuesto a ello Inglaterra. Los rusos tomaron a Dantzic, el Embajador de Francia quedó prisionero, y el Rey se vio precisado a huir disfrazado, porque el General ruso había puesto a precio su cabeza. Esta fue la época de la primera dominación de Rusia en Polonia.

     Para vengarse y distraer las fuerzas de la Casa de Austria, entraron los franceses en la Lorena. El Mariscal de Villars, unido con las tropas del Rey de Cerdeña, se dirigió a Milán. Hízose una liga entre estas dos potencias y España; pero la conducta de Víctor Amadeo, que en 1730 había hecho un tratado doble y contradictorio con Francia y Austria, de resultas del cual hizo dejación del reino, le hacía sospechoso, y los intereses complicados de cada una de las tres potencias no satisfacían las miras de la Reina Isabel a favor de su hijo Carlos.

     Carlos Manuel, sucesor de Víctor Amadeo, pensó diferentemente y se lisonjeó lograr el Milanés. El Marqués de Ormea, su Ministro, supo persuadir al General Filipi, enviado por el Emperador a Turín, que no había tal alianza con España, y aún le dio de ella un testimonio por escrito, que llevó a Viena, y con el cual quedaron tranquilos y descuidados, que era lo que se quería. Entonces las tropas de Francia y Saboya atacaron el Milanés en 26 de Octubre, y el Conde de Daun se retiró a Mantua. El Duque de Castropiñano, al frente de los españoles, tomó el castillo de Aula para abrir la comunicación entre los Estados de Parma y Florencia, en cuyos puertos desembarcaron otras tropas españolas, a cuyo frente estaba el Conde de Montemar, en cuya presencia y la del Mariscal de Villars quedó el Infante D. Carlos reconocido y declarado Generalísimo del ejército de su padre en Italia el día 20 de Enero de 1734, día de su cumpleaños.

     En la marcha del ejército que se dirigía a los Estados de Nápoles se encargó y guardó la más exacta disciplina para conservar la benevolencia de los pueblos de la Toscana, y se protegió el comercio con particular cuidado, para empeñar a Inglaterra y Holanda a no tomar parte en esta guerra. Al mismo tiempo, el Príncipe de Conty entró en Alemania, tomando el fuerte de Kell.

     Envió el Emperador a Italia al General Conde de Mercy, hombre intrépido y rudo, cuyas cualidades le hacían pocos amigos. Propuso un plan violento de ataque en Toscana, ganando marchas para cortar las del ejército español que se dirigía al reino de Nápoles, tomándoles los puestos, a fin de impedir su retirada y los socorros. El plan era el único, si hubiera podido llegarse a tiempo; pero tenía que superar el ejército galo-sardo que cubría la Lombardía. Retirado éste del Po, con sorpresa del General, se atrincheró desde Parma a Sala. Lo atacó allí el General alemán, que perdió la batalla y la vida el 29 de junio. Mandaban el ejército francés el Mariscal de Coigny y el de Broglio, por retiro del de Villars, que murió en Turín. El 19 de Septiembre se dio la batalla de Guastala, que libró a Parma y Toscana del poder de los alemanes.

     El Infante había pasado a Florencia en principios de Febrero, y el 24 se despidió para seguir el ejército que se dirigía a Nápoles. El sentimiento fue general, pues nadie veía a Carlos que no le amase, y así le seguían un gran número de personas, que hay quien lleva a 10.000, para establecerse en Nápoles.

     No sólo concedió el Papa el paso a las tropas españolas, que pasaron el Tíber a las inmediaciones de Roma en 15 de Marzo, sino que dio las mayores pruebas de amistad y benevolencia, acaso esperando lograr algo en Parma o Toscana si se verificaba la conquista del reino de Nápoles. Esta conducta desagradó mucho a la Corte de Viena, y el Emperador escribió una carta al Papa, en que se lo hacía conocer, y le añadía que Nápoles, provincia, era un recurso para él y sus Cardenales, por las pensiones y los beneficios que de él sacaban; pero que, restablecida en reino, les privarían de todo. El 28 de Marzo tomó S. A. el mando del ejército, y entró en el reino de Nápoles por San Germán. El General Traun, que sólo tenía 4.600 hombres, se retiró, y su plan fue guardar las plazas, para dar tiempo a la llegada de un socorro de 20.000 hombres que le ofrecían de Viena. Caraffa, al contrario, quería sacar las guarniciones, reunir todas las fuerzas e impedir la toma de la capital, «con la cual, decía (y decía bien), caería todo el reino». Prevaleció la opinión del primero, con lo cual el ejército siguió tranquilamente su marcha, y llegó el 12 de Abril a Aversa. Allí fue la Diputación de Nápoles a dar al Rey las llaves de la ciudad y a hacerle juramento de fidelidad. S. A. hizo su entrada pública en aquella capital el 10 de Mayo de 1734, después de haberse apoderado de todas sus fortalezas. Antes de esto había publicado S. A., por medio de un Manifiesto, la carta que su padre el Sr. Felipe V le había escrito en 27 de Febrero, dándole el mando del ejército y autorizándole a hacer aquella conquista para librar a los napolitanos del yugo austriaco, de que se le habían quejado, quitándoles los impuestos gravosos establecidos por él, dando los beneficios a los nacionales, etc. Este Manifiesto, que anunciaba lo que todos los Pueblos del mundo desean y esperan comúnmente en los principios de un nuevo Gobierno, no podía dejar de producir buen efecto.

     Poco después llegó la cesión de los reinos de las dos Sicilias, que el rey Felipe V había hecho en 22 de Abril a favor de su hijo D. Carlos, lo cual llenó de gozo a un pueblo de los más hermosos y bien situados del mundo, que, teniendo las mejores proporciones para prosperar por sí, hacía doscientos y treinta años se veía reducido a la suerte, no de una provincia unida a los Estados del Soberano, pero de una colonia remota, de que, por lo común, sólo piensan en sacar el jugo mientras duran los Soberanos y sus Virreyes y dependientes. Tuvo, pues, el Rey Carlos la gloria de volver a dar el ser al reino más hermoso de Europa, que decía el gran Federico II de Prusia debía ser el retiro honrado del decano de sus Reyes. La Providencia quiso dar este consuelo al hombre más digno de él, y cuyo corazón era el más capaz de sentirle y de hacer feliz al género humano.

     El Conde de Montemar, instruido de que los alemanes se reforzaban en Bari con 7.000 hombres, marchó con 15.000 españoles, y los atacó y deshizo en Bitonto, donde logró una victoria completa, y el Rey le dio el título de Duque de Bitonto. La conducta del Príncipe de Belmonte, General napolitano, fue algo sospechosa en esta ocasión, según algunos; pero el número superior bastaba, sin necesidad a infamar a nadie. Todas las plazas se rindieron, y la de Cápua, en que estaba el General Traun, capituló el 24 de Noviembre. A este sitio, y al de Gaeta, asistió en persona el Rey Carlos. Los alemanes se embarcaron en Manfredonia para pasar a Trieste veintisiete años después de haber tomado posesión del reino, en que entraron en 7 de Junio de 1707 y salieron en 30 de Noviembre de 1734.

     El Duque de Montemar se presentó victorioso delante de Palermo el 25 de Agosto con cinco navíos de línea, 300 tartanas, cinco galeras, dos balandras muchos buques de transporte. La ciudad le abrió sus puertas, y reconoció al Rey Carlos por Soberano. Lo mismo hizo Messina, y al año siguiente se rindieron los fuertes de Matagrifon, Castelazzo y Taormina, en los cuales habla reunido el resto de sus tropas el General Lobcowitz. Entre tanto, tomaron los franceses a Filisburgo, y el Príncipe Eugenio no los pudo empeñar en una acción decisiva, como lo deseaba.

     El Emperador recurrió a la Inglaterra y Holanda, a quien no podía ser indiferente el considerable engrandecimiento de la Casa de Borbón, y amenazaron atacar las posesiones ultramarinas de España y Francia si no se convenían a una paz general, a que la primera no quería acceder sin que le asegurasen la posesión de sus conquistas de Italia.

     El Duque de Montemar se encaminó con su ejército victorioso a incorporarse en Lombardía con el ejército aliado galo-sardo, y para evitar las resultas, pasó el Adigio el General Königsegg, y se retiró y fortificó en Goito, donde el Duque quiso atacarlo y hacer el sitio de Mantua; pero los aliados lo impidieron, pues ya empezaban a tener celos de los progresos de las armas españolas, y no querían poner en sus manos la plaza de Mantua, que miraban como la llave de la Lombardía. El Cardenal de Fleury envió a Viena a Mr. de la Baume para tratar de la paz directamente con el Conde de Zinzendorff, Ministro del Emperador. La base del tratado fue una evaluación y cambio de Estados, a lo cual prestaba campo el estado decadente de la salud del Gran Duque de Toscana, cuyos dominios no convenían las potencias de Europa que quedasen en poder del nuevo Rey de Nápoles; firmáronse, pues, los preliminares en Viena el 3 de Octubre de 1735.

     Por ellos se estipuló:

     1.º Que Augusto II quedaba reconocido Rey de Polonia, y su competidor Estanislao conservaba el título de Rey y la posesión de los Ducados de Bar y Lorena, que, por su muerte, se incorporarían a la Corona de Francia.

     2.º La Toscana pasaría a la Casa de Lorena a la muerte de Juan Gastón, en pago de las cesiones hechas por el artículo anterior, y se retirarían las guarniciones españolas.

     3.º Renunciando el Rey Carlos a todos sus derechos a este Estado y el de Parma, conservaría para sí y su línea Nápoles, Sicilia y los puertos de los Estados de Siena y Longon.

     4.º Los Estados de Parma y Plasencia quedarían unidos al Milanés, y el Papa en quieta posesión de Castro y Roncillone.

     5.º El Novarés, Tortones, Vigevano, Tesino y Langhe quedarían por el Rey de Cerdeña.

     Este tratado secreto lo hizo saber el Mariscal de Noailles al Duque de Montemar, y le dejó sólo con su ejército español. Atacado éste por 30.000 alemanes, al mando del General Kevenhuller, tuvieron que levantar el sitio de Mantua y retirarse precipitadamente a Florencia, donde causó la mayor consternación esta noticia inesperada. Vieron con el mayor dolor y miedo la pérdida de su futuro Soberano Carlos, que había sabido ganarse sus corazones, y, al paso que sentían verse privados de la generosidad de los españoles y de las ventajas que su alianza ofrecía al comercio, temían las resultas de la alegría que habían manifestado de verse libres del yugo alemán, bajo el cual caían nuevamente.

     Disfrutaba entre tanto tranquilamente en Nápoles el Rey Carlos de las bendiciones de todos sus vasallos, que eran el fruto de su justicia, de su afabilidad y del amor que no podía ni quería ocultar les profesaba, pues acomodado a las costumbres del país, y hablando a cada cual en su lengua, el noble, y el último de los lazarones le miraba como padre y le amaba como tal, tratándole con la misma confianza que si fuese uno de ellos.

     Aumentó los privilegios de la ciudad, abrió las cárceles, concedió perdones, pago de su bolsillo y del de su padre lo que la ciudad había adelantado a sus tropas, confirmó la posesión de los dominios comprados en tiempo de los austriacos, con tal que sus dueños prestasen, como era justo, juramento de fidelidad, en el tiempo y forma prescrita por su ley.

     Prestado el juramento en manos del Duque Lorenzana, nombró un Consejo para proceder contra los que rehusasen hacerlo. Nombró doce Vicarios para presidir en las provincias, todos de los principales señores, olvidando lo pasado, y de este modo, y dando audiencias diarias a todo el mundo, sin distinción de clases, se granjeó las voluntades de todos, y todos los Príncipes feudatarios de la Corona de Nápoles, residentes en Roma, quitaron las armas del Emperador para poner las de España.     

 El Rey Carlos nombró, en 9 de junio, al Duque Cesarini por su Embajador para presentar al Papa la hacanea y los 7.000 ducados romanos del tributo anual, pagado sólo en virtud de un acuerdo hecho entre Eugenio IV y Alfonso I y otro entre Sixto IV y Fernando I. El Emperador nombró por su parte al Príncipe de Santa Choce, porque aún no había reconocido al Infante D. Carlos como Rey de Nápoles. Clemente XII nombró una junta de Cardenales para salir del conflicto. Esta decidió a favor del Emperador, ínterin que todas las Cortes no reconocían al Rey Carlos, y el Príncipe de Santa Choce hizo la ceremonia, contra la cual protestó el Duque Cesarini, en nombre de su Soberano, y se retiró a Nápoles.

     ¿Quién diría que el mismo Rey que, a porfía con el Emperador, quería pagar aquel tributo al Papa, antes de cincuenta años lo miraría como injusto y lo negaría redondamente? Así va el mundo; la posición y las circunstancias mudan el colorido de todas las cosas.

 

 

Capítulo II

Reinado del Rey Carlos en Nápoles.

 

     TRANQUILA ya la Italia, se dedicó el Rey Carlos a ir corrigiendo los abusos que había radicado en favor de los Barones la tolerancia de una feudalidad que los Soberanos distantes consentían con estudio, para estar más seguros del pueblo, teniéndole más sujeto. Procuró: 1.º, asegurar una cesión clara del Emperador; 2.º, abatir la independencia de los feudos; 3.º, hacer conocer a Roma que no debía ni podía considerarle como dependiente. El Marqués Tanuci trabajó con mucha inteligencia y acierto en esta última parte. De resultas de un Congreso que tuvieron en Florencia los Duques de Montemar y Noailles y el General Wachtendonk, se hicieron a fin de Diciembre en Pontremoli, en la Lunigiana Florentina, los canges de todas las cesiones convenidas, y que quedan dichas en el tratado de Viena; pero el Rey Carlos protestó contra la cesión y alodiales de la Casa de Médicis, y continuó estas protestaciones en Viena y Florencia, hasta el año de 1761, en que casó, como se verá, su hija Doña María Luisa con el Gran Duque de Toscana.

     Asegurado ya entonces de la conservación de sus conquistas, redobló su actividad para corregir abusos que oprimían al pobre, ensoberbeciendo y haciendo difícil de gobernar a la grandeza. La Iglesia había también, por su lado, extendido su jurisdicción e inmunidades más allá de lo que debía; pero el Rey obró con firmeza contra todos los que se oponían a sus justas miras, y logró corregir los abusos y establecer leyes sólidas que impidiesen su regreso. Aumentó en aquel año más de 3 millones de ducados napolitanos (de 17 reales y medio de España); restableció los arsenales y la marina; puso en forma la biblioteca Farnesina que trajo de Parma, con mas de 5.000 ducados napolitanos de gasto. A vista de este ardiente celo del nuevo Soberano, le dio la ciudad un don gratuito de un millón de ducados, que aceptó, concediéndole todas las prerrogativas que pudo y no eran contrarias a los derechos de su soberanía, ni al bien y tranquilidad de sus súbditos.

     Los pueblos de Sicilia, que, desde que Carlos V fue a Mesina victorioso de vuelta de su expedición de Túnez, no habían visto a otro Soberano, lograron ver al Rey Carlos, cuyas sienes coronaron en Palermo el día 3 de Julio de 1736, Corona que había adornado la frente del célebre Federico II de Suabia y de Alfonso de Aragón. La alegría y la magnificencia fueron cual lo exige un espectáculo tan nuevo y agradable, cuyo objeto era digno de todo amor, admiración y respeto. De vuelta de Sicilia, estuvo el Rey expuesto a perecer en un arroyo al ir de Nápoles a la casa de Bovino; pero el postillón, cuyo caballo cayó, condujo medio a nado al de varas hasta la orilla, y salvó la importantísima vida de aquel digno Monarca, de quien la humanidad debía aún recibir tantos beneficios.

     Mientras que el Rey se hallaba en Sicilia, hubo un alboroto entre los paisanos y las tropas españolas y napolitanas acuarteladas en Roma y Veletri, que pudo haber traído consecuencias muy serias. Aquellos se fortificaron en Veletri, escogiendo 16 capitanes de los más ricos del país para mandarlos. Las tropas los atacaron el 7 de Mayo; mataron más de cuarenta, y los hicieron pagar 40.000 escudos. Otros atacaron a Ostia, amenazaron a Palestrina y sacaron 15.000 escudos de contribución por vía de castigo. Los Cardenales Aquaviva y Belluga, Ministros de España en Nápoles, se retiraron a sus Cortes, y les siguieron todos los españoles y napolitanos residentes en el Estado pontificio, a pesar de los esfuerzos que hizo el Papa para impedirlo, y que quedasen a lo menos los Prelados y eclesiásticos. El Nuncio Valenti Gonzaga, que iba a Madrid, se detuvo en Bayona. El Papa nombró, según costumbre, una junta de Cardenales, y envió plenos poderes al Cardenal Espinelli, Arzobispo de Nápoles, para tratar de ajuste. Creció en Roma el tumulto y los temores, de modo que se doblaron las guardias y cerraron cinco puertas de la ciudad. Dio el Papa cuenta de todo al Rey Luis XV e imploró con ardor la protección de la Corte de Viena. El Cardenal de Fleury trató esto como un nublado pasajero que se llevaría el mismo aire que le había formado. La Corte de Viena, al contrario, respondió dando a entender los motivos de resentimiento personal que tenía con el Papa por su predilección por los españoles y sus intereses; pero concluía que, no obstante éstos, como Rey de romanos y protector de la Iglesia, enviaría un numeroso cuerpo de tropas para sostenerle, ordenando a su Ministro en Roma lo hiciese saber así al Embajador de Francia que allí se hallaba, no dudando haría lo mismo S. M. C.ma, como igualmente obligado a defender la Santa Sede. Efecto de esta declaración fue mandar el Rey de Nápoles salir inmediatamente de los Estados del Papa las tropas españolas y napolitanas que habían quedado en ellos. Llevaron consigo los paisanos principales motores del tumulto de Veletri, que, habiendo pedido perdón a los Cardenales Aquaviva y Belluga, y padecido algunos días de arresto, consiguieron al fin su libertad, dando al mundo en este acto de humillación, tan distante de los antiguos triunfos y violencias del pueblo romano, un nuevo ejemplo y un testimonio de la vicisitud de las cosas humanas.

     La Reina Isabel envió a su hijo millón y medio de pesos para rescatar varios feudos enajenados de la Corona en tiempo de los Virreyes, a fin de aumentar así sus rentas y el esplendor de su nueva Corte. Con el mismo fin, presentó a S. M. un Abate, que se dice se llamaba Genovesi, un estado de las exorbitantes rentas que poseían las manos muertas. Proponía se señalasen 4 carlines a cada religioso y religiosa, para su manutención, y 6 a los Superiores: que se hiciese también asignación fija a los Canónigos, asignando un feudo para fábricas y culto, e incorporando los bienes a la Corona.

     Un país acabado de conquistar, y la inmediación a Roma, hacía más difícil una innovación de esta especie, no obstante que la pluralidad del Consejo aprobase la mayor parte del plano, y para tratarle se envió a Roma a monseñor Galliani el Menor.

     Fundado éste en un Breve dado en Salerno a 5 de Julio de 1098 por el Papa Urbano II, en el onceno año de su Pontificado, a favor de Rugiero, Conde de Calabria y Sicilia, solicitó de la Corte de Roma lo siguiente:

     1.º El derecho de conferir Obispados y Beneficios en el reino. 2.º La exclusiva en el Cónclave, y los demás privilegios de los otros Príncipes católicos. 3.º Fijación del número de sacerdotes, frailes y monjas que debían gozar de las franquicias que pagarían los que excediesen de él. 4.º Que las herencias destinadas a manos muertas pasasen al Real Fisco. 5.º Que el Nuncio y su Tribunal de la Nunciatura se pusiesen en el mismo pie que en las otras Cortes, y que aquellos no ejerciesen jurisdicción alguna sobre los eclesiásticos, seglares y regulares. A todo se negó la Corte de Roma, no obstante que todas las ciudades del reino de Nápoles representaron aparte en los mismos términos, pidiendo pagasen al Rey los bienes eclesiásticos un diezmo, y que se fundiese toda la plata de las iglesias que no fuese necesaria, para aumentar la circulación en el reino.

     La espantosa erupción del Vesubio, acaecida en 19 de Mayo del año antes, es igual a la que cuenta Plinio, pues la lava de betún corrió doce millas, y llegó hasta el mar, y la cantidad de cenizas fue tal, que obscurecía la luz del día. Los curiales romanos y los frailes lo atribuyeron a castigo del cielo por las innovaciones que el nuevo Monarca pensaba hacer sobre sus bienes; pero éste, con la misma eficacia que socorría a los que habían padecido en la erupción, perdonando todos los tributos, enviaba nuevas Órdenes a Roma, con varios títulos e instrumentos fehacientes hallados en los archivos públicos, que acreditaban más y más la justicia de los derechos que reclamaba.

     Nombró S. M. Virrey de Sicilia al Príncipe D. Bartolomeo Corsini, que, con esto, y viéndose morir, y deseando acabar el Papa paz con todas las potencias católicas, se prestó a composición. Pasó a Madrid monseñor Altoviti a llevar el capelo al Infante D. Luis, hermano del Rey Carlos, y fue admitido el Nuncio Valenti, que estaba detenido en Bayona.

     El 12 de Mayo el Cardenal Aquaviva, como Embajador del Rey de Nápoles, recibió en el Quirinal la investidura del reino bajo la denominación de Carlos VII de las dos Sicilias. En esta ocasión se renovó la Bula antigua, dada de resultas del peligro en que la Santa Sede se vio en tiempo de Federico II de Suabia por haber unido al Imperio el reino de las dos Sicilias, dando la exclusión de esta dignidad al Rey Carlos. Pero si las circunstancias (reinas del Universo) lo hubieran exigido, se hubiera tergiversado la Bula, como sucedió en tiempo de los dos Emperadores Carlos V y VI de este nombre. Firmado este solemne acto de todos los Cardenales, lo llevó a Nápoles el Abate Storace, y volvió a recibirse en ella como Nuncio monseñor Simonetti, retirado en Nola, y se miró como un triunfo el que el Papa recibiese entonces la investidura y la hacanea que le presentó, en nombre del nuevo Monarca, el Condestable Colona.

     El Conde de Fonclara pasó a Nápoles a tratar el matrimonio del Rey Carlos con la Archiduquesa María Ana, hija segunda del Emperador, pero éste dispuso se le prefiriese la Princesa María Amalia de Sajonia, hija del Elector Augusto II, Rey de Polonia, y sobrina del Emperador, y el 9 de Mayo se desposó con ella en Dresde el Príncipe Federico Augusto, su hermano, en virtud de poder del Rey Carlos.

     El 13 salió para Italia de incógnito, y el 29 halló en Palma Nueva la comitiva de su esposo, mandada por el Duque de Sora, D. Cayetano Buoncompagni, Mayordomo mayor de ella.

     En Venecia la cumplimentó Antonio Mocenigo, nombrado a este fin como Embajador extraordinario del Senado. En Padua le salió al encuentro el Duque de Modena, Francisco III. En Ferrara halló al Cardenal Mosca, enviado a este fin como legado adlatere de S. S.

     La Corte de Roma reconoció al Rey Carlos como Soberano de las dos Sicilias, en los mismos términos que Eugenio II en 1437 a Renato el Bueno, y le concedió el nombramiento de algunos Beneficios y Obispados consistoriales. Le concedió la misma Bula de la Cruzada que en 1509 había concedido Julio II al Rey D. Fernando el Católico, a fin de estimular al Rey Carlos a formar una marina contra los moros, que pondría en más seguridad las costas del Papa que cuando no la había, en tiempo del dominio alemán, que se contentaba con pagar un tributo a los barbarescos, lo cual no sucedió en tiempo del virreinato del Duque de Osuna, que llego a poner en la mar 30 buques de guerra napolitanos.

     La nueva Reina de Nápoles llegó el 19 de junio a Gaeta, donde el Rey la esperaba, y el día siguiente 22 llegaron a la ciudad de Nápoles, donde hicieron su entrada pública el 3 de julio con la mayor magnificencia.

     S. M. instituyó entonces la Orden de San Jenaro, patrón de Nápoles, cuyo número fijó entonces a sesenta caballeros.

     No tomó parte el Rey en la guerra declarada entre España e Inglaterra en 1739, y esta última potencia envió a Nápoles por ministro a Mr. Pelham, para observar y entretener la amistad.

     El Rey se ocupaba en su Consejo con todo tesón: 1.º, en hacer un tratado con la Puerta, y, si podía, con las demás potencias berberiscas, para asegurar su tráfico y navegación; 2.º, en la reforma de administración de las Aduanas y arreglo de los impuestos interiores del reino; 3.º, arreglo de las tarifas de los puertos; 4.º, en el fomento de manufacturas de todas clases; 5.º, en hacer tratados de comercio con las otras naciones y en solicitar del Rey de España permiso para establecer una compañía que traficase en América; 6.º, en atraer a su reino a los extranjeros útiles, y aun a los judíos, con el libre uso de sus religiones respectivas; 7.º, en hacer un canal de comunicación desde el Mediterráneo al Adriático; 8.º, en el establecimiento de un Consulado y cónsules; 9.º, en permitir la libre extracción de los granos sobrantes. A este fin hizo limpiar el puerto de Nápoles, que estaba casi abandonado; hizo caminos al puerto y la Magdalena, formó el arsenal e hizo fundir cañones para armar los buques.

     Federico II, en 1220, había hecho venir a Nápoles a los judíos, que expelió Carlos V en 1540, y el Rey Carlos los volvió a llamar en virtud de un edicto de 13 de Febrero de 1739. Esto dio mucho que decir a los curas y frailes, y se vieron muchos pasquines, entre los cuales uno decía: Infans Carolus, Rex Judaorum. El Rey obró con firmeza y prudencia: restituyó S. M. los empleos a todos los que los habían tenido en el anterior Gobierno, y mandó volver al reino a todos los Barones ausentes y a los feudatarios de la Corona, so pena de ciertas sumas considerables que redundaban en beneficio del Real Erario. Dio varios privilegios a los vasallos, que los apartaba de los tribunales de los Barones, cuya tiranía feudal necesitaba moderarse a un infinito punto, que aún en el día habría que rebajar bastante de ella.

     Don Josef Finocehieti pasó a Constantinopla, y trató y concluyó con el Marqués de Villanueva y el Conde de Boneval el Tratado de paz con la Puerta, donde llevó luego por 50.000 escudos de regalo el Príncipe de Francavila. La Puerta envió al Rey un Embajador extraordinario. Aquel año dio a luz la Reina una Infanta, que murió poco después.

     La muerte de Clemente XII fue favorable a los asuntos de Nápoles. Sucesor fue el Cardenal Próspero Lambertini, Arzobispo y nativo de Bolonia, que tomó el nombre de Benedicto XIV, que siempre se repetirá con admiración y pena. Su talento y su prudencia supieron concluir las disensiones entre las dos Cortes vecinas. Concedió facultad al Rey para cargar un 4 Por 100 sobre todos los bienes eclesiásticos, lo cual ascendía a cerca de un millón de ducados. A más de esto, para reemplazar el antiguo tribunal llamado de la Monarquía de Sicilia, que Clemente XI y Benedicto XIII habían abolido, erigió otro, compuesto de cuatro Asesores, dos eclesiásticos y dos seculares, presidido por un eclesiástico, y en él se juzgaban todas las causas mixtas o comunes a personas de ambos Estados.      

La muerte del Emperador Carlos VI, acaecida en 20 de Octubre de este año de 1740, puso en gran consternación la Europa, y agitó en ella varias pretensiones a la herencia de sus vastos Estados. Su hija María Teresa, gran Duquesa de Toscana, había sido reconocida por sus pueblos heredera legítima de su padre; pero otros varios Príncipes le disputaban esta ventaja. El primero fue Carlos Alberto, elector de Baviera. Alegaba éste el derecho de representación de su abuela Ana de Austria, primera llamada, en falta de varones, a la sucesión de aquella rica herencia por el Emperador Fernando I, hermano de Carlos V. Augusto III, Rey de Polonia, Elector de Sajonia, estaba casado con la hija primogénita del Emperador Josef I, hermano mayor de Carlos VI, y pretendía como más inmediato al último poseedor; pero, hembra por hembra, este derecho no parece podía perjudicar al de la hija de este, y que, en caso de retroceder a buscar el llamamiento de hembra por la extinción de los varones, debía subirse hasta hallar la primera, suprimiendo el mayorazgo de una sucesión regular, puesto que admitía las hembras. María Teresa alegaba el testamento de su padre, llamado Pragmática sanción que la llamaba expresamente. Su tía la Archiduquesa, Reina de Polonia, le oponía otra pragmática, hecha por Leopoldo, padre de los Emperadores Josef I y Carlos VI, la cual anuló éste, y decía que si pudo anularla a favor de su hija, también podía anularse la suya, para poner en vigor la anterior; pero esta misma razón era contraria a la Reina de Polonia, pues por ella debería retrocederse de anulación en anulación hasta hallar la que se hizo a favor de la primera hembra llamada para la sucesión de aquellos dominios.

     Viendo Felipe V que se trataba de alegar, sea como fuese, se presentó también como representante de los derechos de la Reina María, cuarta mujer de Felipe II, hija del Emperador Maximiliano II, de la que descendía, y para estar más en estado de alegar y sacar partido de sus derechos, que alarmaron mucho a toda la Europa, se propuso apoderarse de los Estados austriacos de la Lombardía y colocar en ellos a su hijo el Infante D. Felipe.

     Pasaron, pues, a Italia las tropas españolas, a las órdenes del Duque de Montemar, y desembarcaron en los puertos de Orbitelo y otros, pertenecientes a la Corona de Nápoles. El Rey de Nápoles llamó al Duque de Castropiñano, que estaba de Embajador en París, para mandar el ejército auxiliar, que su padre le había prevenido pusiese en estado de unirse al nuestro.

     La Toscana, que amaba más el Gobierno español que el de los Príncipes de Lorena, tuvo un momento de esperanza de salir de éste; pero la Corte de Francia, que, en cambio de la Toscana, había adquirido la Lorena, que deseaba conservar, como unida a su reino, aseguró a la Corte de Viena que estuviese tranquila en esta parte, pues se había asegurado de la Corte de Madrid. El Rey de Nápoles aseguró también al Papa, y así las tropas aliadas tuvieron el paso libre por sus dominios.

     La Francia veía con celos en Italia la extensión del poder de la Casa de España, y así, aunque habla dado 12.000 hombres para sostener los derechos del Elector de Baviera, y concedido el paso por la Provenza a parte del ejército español, se negó absolutamente a dar socorro al Infante D. Felipe, que en el fondo no quería ver dueño del Milanés y del Parmesano y Mantuano, siendo Rey de Nápoles su hermano Don Carlos.

     El Cardenal de Fleury, Ministro prudente y pacífico, quería evitar una guerra de pura enemistad de su nación contra la Casa de Austria; pero las intrigas le obligaron al fin a empeñarse, contra su voluntad, en ella. Parecíales a los franceses había llegado el momento de aspirar a la Monarquía universal, de abatir a la Casa de Austria y de sacar de ella más ventajas aún que Enrique IV y Luis XIV. Marcharon, pues, dos ejércitos a sostener las pretensiones que el Elector de Baviera formaba sobre la Bohemia y la Austria, y entre tanto el Rey de Prusia atacaba la Silesia, alegando para su posesión antiguos derechos que pretendía tener la Casa de Brandemburgo. María Teresa, superior a todo, tomó un partido, fundado en el conocimiento del corazón humano, que es el primer resorte del que debe gobernar, y fiada en su hermosura y en el carácter de la nación húngara, se transfirió a Hungría, y se presentó a la nobleza con su hijo el Emperador Josef II en sus brazos, diciéndoles venía a buscar entre ellos un refugio. Fue tal la conmoción que ocasionó este acto de generosa confianza en aquel pueblo noble y belicoso, que, sacando los sables todos los circunstantes, exclamaron diciendo: Moriamur pro Rege nostro Maria Theresa. Este sin duda es el acto más grande y el momento más brillante y tierno de la vida de esta augusta Soberana, que no lo olvidó nunca, y manifestó a los húngaros su gratitud conservándolos en la entera posesión de todos sus privilegios, a que son tan adictos, como nación que se siente y aspira a ser libre conservándolos. Su hijo, como que estaba en menor edad, no pudo sentir todo el afecto de la generosidad de aquellos vasallos, y así atropelló sus regalías sin consideración ninguna; pero su sucesor Leopoldo II las ha restablecido, conociendo las ventajas que puede y debe sacar de ellas. Se armaron, pues, inmediatamente, empeñando a que los imitasen a los panduros, ulanos, valacos y demás naciones sus vecinas, cuyos aspectos y trajes aumentaban su ferocidad, de la cual no habían antes hecho uso los Emperadores.

     El Elector de Baviera perdió en poco tiempo sus conquistas. El Rey de Prusia hizo su paz particular en Breslau el 22 de Junio, por medio de la adquisición de la Silesia inferior y de una parte del Condado de Glatz. El Rey de Polonia siguió en breve el ejemplar de la Prusia, e hizo la paz, y destruidos los ejércitos franceses por la escasez, enfermedades, deserción, descontentos y por la mala inteligencia que reinaba entre todas las tropas confederadas, como sucede regularmente, dieron tiempo a la Reina María Teresa para ocuparse de sus posesiones de Italia.

     El gran Duque de Toscana, esposo de María Teresa, se declaró neutro en esta guerra, para no comprometer su ducado, y que pudiesen tener lugar por este medio las seguridades de invasión que hemos visto le había dado el Cardenal de Fleury Montemar obró con lentitud, y dio lugar al General Traun, Gobernador de Milán, para reunirse al socorro que le vino por el Tirol y a las tropas sardas que el Rey Carlos Manuel III, que se declaró en esta ocasión por la Casa de Austria, daba para sostenerla. Político fino y buen general, supo este Soberano conocer siempre sus verdaderos intereses entre las Casas de Borbón y Austria, y aplicarse al partido que podría serle más ventajoso a ellos, según las circunstancias, haciendo conocer a ambos la importancia de su alianza a causa de la posesión intermedia entre ambos Estados.

     Penetraron las tropas austriacas y sardas hasta Módena, y obligaron al Duque Francisco de Este a retirarse de sus Estados por no haber querido separarse de la neutralidad que había adoptado, y así sus Estados pagaron la subsistencia de este ejército. El Papa auxilió a la Reina de Hungría, de cuyo primogénito, nacido en 3 de Marzo de 1741, había sido padrino, y le permitió exigir un diezmo sobre los beneficios eclesiásticos de sus posesiones de Italia.

     No obstante que las tropas españolas y napolitanas eran superiores a las enemigas, Montemar, que las mandaba, siempre se iba retirando, y salió de la Romanía y del Boloñés, de modo que llegó a sospecharse y decirse lo que no podría creerse de él, y es que procedía de acuerdo con el Rey de Cerdeña y el Cardenal de Fleury. Su llamada a la Corte desvaneció estas calumnias y dio motivo a creer tenía orden de ella para no arriesgar una batalla. Le sucedió en el mando del ejército el Conde de Gages, flamenco, oficial de guardias walonas, que se hizo amar y respetar de todos por su dulzura, prudencia y talento militar.

     El Infante D. Felipe intentó un desembarco en las costas de Génova; pero lo impidieron los ingleses, y tuvo que pasar el invierno en Chamberi, abandonado por el Rey de Cerdeña, para atender a la defensa de sus posesiones de Italia, más útiles que aquella de Saboya, de que apenas saca anualmente 2 millones de libras.

     Negaron los suizos el paso a las tropas españolas que querían introducirse en el Milanés, y los venecianos armaron 20.000 hombres para hacer respetar su neutralidad. Lo mismo hacía el Rey Carlos, creyendo que dar un socorro a su padre no le hacía perder la calidad de neutral. Pero los ingleses y holandeses, aliados de los austriacos, no lo pensaron así y proyectaron un desembarco en las costas de Sicilia, donde creían aún contar con algunos parciales, y que, por este medio, distraerían del Milanés y Lombardía las tropas de España. El Rey de Polonia representó a favor de su hija la Reina de Nápoles, y se suspendió la expedición.

     Con todo, el 18 de Agosto de 1742, se presentaron delante de Nápoles seis navíos de guerra ingleses y cuatro bombardas, y su comandante Martín notificó al Ministro, en nombre de su Soberano, que si, dentro de una hora precisa, no se le prometía retirar las tropas napolitanas del ejército español y observar en lo sucesivo una total neutralidad, tenía orden de bombardear la ciudad. Todos los napolitanos mostraron gran deseo de vengar esta injuria, ofreciéndose a quemar la escuadra inglesa; pero el Rey, que sabía el mal estado de defensa en que se hallaba, no pudiendo exponerse a ello, creyó necesario retirar sus tropas y aplicarse a la reparación de sus castillos y a la defensa de sus costas, para estar en adelante en estado de no sufrir semejantes humillaciones. A este fin, pasó S. M. a reconocer y hacer fortificar las costas del Adriático, e hizo acampasen en San Germán los 12.000 hombres que había retirado de la Lombardía para estar prontos a defender sus costas cuando y donde se necesitase, sin que, por más que su padre, el Rey de España, le instase a hacer volver marchar las tropas a incorporarse con las suyas, quisiese S. M. condescender en ello, para no apartarlas de su principal objeto.

     Sirvieron oportunamente estas tropas para un objeto tan importante como imprevisto. Un navío genovés que venía del golfo de Lepanto con lana y granos entró en Mesina el 20 de Marzo, con pasaporte falso que decía haber salido del puerto de Brindis, e introdujo en aquella ciudad la peste que traía a su bordo. No se hizo alto al principio en el gran número de enfermos que traía, y, faltando las primeras precauciones, se dio tiempo a que las que después se tomaron fueran ya inútiles, y todo lo que pudo lograrse (y no fue poco), con la actividad y celo de las providencias del Soberano, fue enterrar la peste en las dos ciudades de Messina y Regio, e impedir se comunicase al resto de la Italia y acaso a una gran parte de la Europa. Estas dos ciudades padecieron tanto, que desde el 15 de Mayo al 15 de Julio se calculan 44.000 hombres perdidos de esta cruel enfermedad, no obstante el esmero con que el general irlandés, Conde de Mahoni, obedeció todas las órdenes de su piadoso Soberano.

     Entre tanto, la Italia contaba cinco ejércitos en diferentes partes. El del Infante D. Felipe, que ocupaba la Saboya, y el sardo, que se le oponía al paso de los Alpes. El resto, unido a los austriacos de la Lombardía, hacia frente al ejército español, mandado por el Conde de Gages, que había ocupado nuevamente el Boloñés. El quinto ejército era el que el Rey D. Carlos tenía para la defensa particular de sus Estados. La Alemania estaba también ocupada por otros ejércitos, y la Europa entera en espectativa de las resultas de tan terribles aparatos.

     El 2 de Febrero de 43 pasó el Conde de Gages sin oposición el Panaro para atacar al ejército austriaco-sardo. Avisado éste a tiempo (a lo que se dijo) por el Marqués Davia, noble bolonés, adicto a la Reina de Hungría, se preparaba a recibirle en Campo Santo, donde se dio la famosa batalla de este nombre, por la cual ambos partidos cantaron el Te Deum, como sucede muchas veces, después de haber sufrido los dos una pérdida considerable. Los españoles se retiraron a los ocho días a Bolonia, y siguieron hasta el reino de Nápoles, donde entraron y se acuartelaron el 16 de Marzo. Avisó el General al Rey Carlos que, recelando que los enemigos venían a atacar al reino de Nápoles, había creído deber venir a su socorro. Aunque S. M. no podía dejar de conocer en el fondo la importancia de este servicio, se vio de nuevo empeñado por la palabra de su neutralidad, que había reiterado a la Inglaterra. Aprobó al fin la resolución del General español, y mandó adelantar un cuerpo napolitano sobre los Estados del Papa, para mantener más la neutralidad, retardando la llegada de las tropas austriacas.

     Aunque parecía que éstos deberían dirigirse hacia la Lombardía para socorrer al Rey, de Cerdeña, que se hallaba solo contra el ejército del Infante D. Felipe, la conquista del reino de Nápoles era un objeto preferente, y el Príncipe de Lobkowitz marchó al frente de sus tropas para emprenderla.

     A vista de esto, creyó el Rey Carlos que, viéndose amenazado en su propio reino no obstante la neutralidad que había observado, y que por ella los enemigos de la España habían estado comerciando, sacando de sus Estados los socorros que no se daban a españoles y que éstos tenían que traer con riesgo de su país, le era ya imposible dejar de tomarlas armas para defensa de sus vasallos. Así lo declaró en un Manifiesto que envió a todas las Cortes de Europa. Después nombró un Consejo de Regencia, a la cabeza del cual puso a D. Miguel Reggio, y resolvió pasase la Reina a Gaeta, plaza fortificada, con la Infanta Doña María Josefa Antonia, que había nacido en 20 de Enero en aquel año de 43. Los napolitanos representaron al Rey que sus pechos servirían de defensa la más fuerte contra los enemigos de la Reina; pero S. M. agradeció su lealtad, e insistió en lo mandado, apoyándolo en el estado de preñez en que se hallaba la Reina. Los encargó la sumisión al Consejo de Regencia, y, para darles pruebas de su entera confianza, mandó poner en libertad en aquel momento crítico a todos los que estaban presos en el Tribunal de inconfidencia, como conocidamente adictos a la Casa de Austria y protectores de sus intereses. Este acto de generosidad y grandeza de ánimo denota bien la nobleza del que le supo hacer en tan delicadas circunstancias. Se puso S. M. en marcha con su Ministro el Duque de Montealegre, el Marqués del Hospital, Embajador de Francia, el Príncipe de Santo Buono y otros de su comitiva. Llegado a Chieti el 24 de Marzo, tomó el mando del ejército hispano-napolitano, que mandaba bajo sus órdenes el Conde de Gages, y obligó a todos los Señores del Abruzzo a que le siguiesen en la campaña.

     Hizo cubrir S. M. el paso de San Germán, que era el más expuesto, pues ya el ejército austriaco se hallaba a las puertas de Roma, donde el miedo hizo se les diese la mejor acogida. El Cardenal Aquaviva había propuesto algunos años antes formar un cuerpo itálico confederado, a cuya cabeza estuviese el Papa, a imitación del cuerpo germánico, de que es jefe el Emperador; pero este proyecto era bueno para los antiguos romanos, que nacían con las armas en la maño, y no para sus nietos, que han sustituido a los cascos, las corazas y las lanzas, las mitras, las casullas y los hisopos, y así, siguiendo su sistema, dicen siempre, y dicen bien: Viva quien vence; y aun así se dan los pobres por muy dichosos en el día si les dejan lo que es suyo.

     Reunidos los dos ejércitos español y napolitano en Celano y Sora, el Duque de Castropiñano, que, con el Conde de Gages, mandaban bajo las órdenes del Rey, camparon el 15 de Mayo en los Estados del Papa, y el Rey se aposto en Frosinone sobre el Garillano, cubriendo de este modo el reino de Nápoles; pero sin exponer una acción general. A este fin se aposto todo el ejército en las inmediaciones de la ciudad de Veletri, cuya elevada situación le era muy ventajosa. Efectivamente, conociéndolo así el General alemán Lobkowitz, no se atrevió a atacarle, aunque le había seguido con esta idea, y campó en Genzano y Nemi. Para cortar al ejército hispano napolitano la comunicación con el reino de Nápoles, había dispuesto le auxiliase por mar el General inglés Matews; pero éste se detuvo a inquietar las costas de Provenza, y llegó tarde a las de Italia. Los Generales Novati y Gorani, alemanes, vadearon el Trento. Uno se dirigió a Aquila y el otro a Collalto, donde estaban los almacenes de los españoles, Los húsares pasaron a Civitela, cuyo gobernador les precisó a retirarse; pero Teramo, ciudad abierta, se rindió sin resistencia. Publicó allí luego el General alemán un Manifiesto, que introdujo e hizo correr en el reino de Nápoles, cuyos ciudadanos, indignados de el, enviaron por cuerpos diputaciones al Rey para renovarle su fidelidad inalterable. Las guarniciones de Pescara y el Abruzzo se reunieron, y obligaron a los destacamentos austriacos a abandonar sus conquistas, no obstante las voces que habían esparcido y escrito al ejército del Rey de Cerdeña de que los ánimos estaban dispuestos a favor de la Reina de Hungría, y que miraban como segura la conquista del reino de Nápoles. La mentira siempre sale a la cara, más o menos tarde.

     Estaban atrincherados los dos ejércitos; el alemán en la Fayola y Monte Espino, y el hispano-napolitano en el monte de los Capuchinos de Veletri, separados por un profundo valle, en que había diarias escaramuzas, con las cuales contenía el Rey a los alemanes e impedía una acción general, que era a lo que aspiraba.

     Cansado ya de esta guerrilla, sugirió el General Braun a Lobkowitz emprendiese una sorpresa como la que en 1702 había practicado en Cremona el famoso Príncipe Eugenio, y, apoderándose del Rey, Duque de Módena y principales Oficiales, acabar de este modo la guerra, haciéndose árbitros por este medio de las condiciones de la paz. Adoptó el General el pensamiento, y el 11 de Agosto, una hora antes del día, atacó con 6.000 hombres la ciudad por diversos parajes. El Marqués del Hospital fue el primero que avisó al Rey, que, igualmente que el Duque de Modena, pudieron pasar al campamento. Los alemanes se entretuvieron, como siempre, en el saqueo, que fue crecido, y éste dio tiempo a los españoles y napolitanos a reunirse y echarlos de la ciudad, y a defender las trincheras de los Capuchinos, no obstante los repetidos ataques que hizo en ella el Príncipe Lobkowitz, que las atacó con 9.000 hombres. Las guardias walonas, los irlandeses, el regimiento de Castilla (hoy Inmemorial del Rey), de que he sido catorce años coronel, y las milicias napolitanas de la tierra de Labore hicieron prodigios de valor. Se cree que los alemanes perdieron 2.000 hombres, y los españoles y napolitanos 4.000, 11 banderas y muchos bagajes y utensilios; pero lograron la más completa victoria, puesto que, después de haber sido sorprendidos, rechazaron completamente al enemigo, resistieron los ataques reiterados de las trincheras y frustraron su empresa de la conquista del reino de Nápoles, obligándolos al fin a retirarse a Viterbo el 7 de Octubre, después de haber pasado los dos ejércitos en su misma posición los meses de Septiembre y Octubre.

     El calor había reducido a 15.000 hombres el ejército imperial, que siguió el del Rey Carlos con 18.000, para coronar más su victoria. Los romanos vieron tranquilamente desde sus murallas la marcha de estos dos ejércitos que se perseguían, espectáculo tan nuevo, desagradable e inesperado para los actuales romanos, cuanto había sido familiar a los antiguos.

     La gran alma del rey Carlos no podía dejar de sentir una cierta atracción que le arrastraba a avistarse con el inmortal Benedicto XIV, y esto, más que la curiosidad de ver la antigua capital del mundo, le hizo desear entrar en ella. Fue el Príncipe de Santo Buono a hacer saber al Papa que el Rey deseaba verle al día siguiente, 3 de Noviembre. Estaba el Rey alojado en la villa Patrici, donde vinieron a cumplimentarle, en nombre de S. S., los Cardenales Valenti y Colonna, el uno Secretario de Estado y el otro Mayordomo del Santo Padre, y fueron también todos los ministros extranjeros residentes en Roma.

     Se transfirió el Rey, rodeado de sus guardias, al palacio de Montecavallo, y se apeó a la puerta del jardín que corresponde a la sala real. Allí lo recibieron el maestro de ceremonias y demás oficiales de Palacio, que lo condujeron a la sala del Café, en que lo esperaba el Papa. Este se adelantó a abrazar al Rey luego que abrieron las dos hojas de la puerta de la sala en que estaba sentado, sin darle tiempo a arrodillarse, y duró la conferencia más de media hora, después de la cual toda la comitiva besó el pie a S. S. El Rey volvió a montar a caballo, paseó las calles de Roma, vio a San Pedro y el palacio del Vaticano, donde comió en público, descubriéndose desde el balcón el ejército austriaco, que estaba acampado en el monte Mario, inmediato a Roma, y, tomando el coche del Cardenal Aquaviva, y seguido de otros cuatro, se encaminó a Veletri, habiéndole saludado la artillería del castillo de Sant'Angelo, no obstante de estar incógnito bajo el título de Conde de Puzzoli.

     Para remunerar a los habitantes de Veletri de lo que habían padecido, les concedió el comercio libre en sus Estados, sin pago de alcábalas, y estableció un fondo para la celebridad de la fiesta del Corpus.

     El 4, día del Santo de su nombre, marchó a Gaeta, y tuvo el gusto de abrazar a la Reina, su esposa, aquella misma tarde, y de conocer a su, nueva hija, la Infanta Doña María Josefa, que actualmente vive en Madrid, y que había nacido durante su ausencia.

     Al día siguiente se dirigió a Nápoles, donde fue recibido como correspondía a un Príncipe, que, al amor que había inspirado y a la fidelidad que había excitado en su pueblo, reunía ahora la nueva calidad de ser su libertador y de haber rechazado y alejado de sus fronteras a sus enemigos.

     El ejército austriaco se retiró de Viterbo y Perusa a la Lombardía, y el General Gages, que le seguía, pasó el invierno en el ducado de Urbino, para atacar a la primavera la Toscana y pagar a los austriacos lo que habían querido hacer con él en el reino de Nápoles, y a este fin tenía preparado un Manifiesto. La Corte de Francia se opuso, por la razón arriba dicha, de la Lorena, y Gages pasó a la Lombardía, llevando consigo, como auxiliares, las tropas napolitanas.

     El 20 de Enero de 1745 murió en Munik, de edad de cuarenta y siete años, el Emperador Carlos de Baviera, agobiado de males y del peso de la Corona imperial, que lo será siempre para todo Príncipe que no sea muy poderoso, pues sólo da el dominio de una ciudad y una corta renta que trae consigo, cargas muy excesivas. Pensó la Francia, y aprobó el rey Carlos, le sucediese su suegro Augusto III, Rey de Polonia, elector de Sajonia, y, para conseguirlo, ofreció a su Ministro, Conde de Bruel, seis Círculos en Bohemia, y el capelo al confesor de la Reina; pero todo fue inútil, pues, a vista del ejemplo del antecesor, prefirió el Príncipe la tranquilidad de sus Estados a un esplendor aparente y de más peso que utilidad. A más de que, habiendo dado a la Reina de Hungría 20.000 hombres, como auxiliares, contra el Rey de Prusia, que sin razón justa había tomado las armas, calculó le convenía más tener por aliada que por rival a la Casa de Austria, y, renunciando a la dignidad imperial, como lo había hecho su antepasado Federico el Grande, coetáneo de Carlos V, dio, pues, su voto al gran Duque de Toscana, Francisco Esteban de Lorena, esposo de María Teresa y co-regente de sus Estados, que, aunque le faltaron los votos de la Prusia y del Elector palatino, fue elegido. Emperador el 13 de Septiembre, y se dice que su mujer fue la primera que gritó ¡Viva! en su proclamación.

     Este objeto ocupó enteramente la atención de María Teresa, y así los españoles hicieron rápidos progresos en la Lombardía, y se apoderaron de Parma, Plasencia y Milán, cuya residencia parece se dedicaba al Infante D. Felipe. Pero la conservación de la Corona imperial, y la paz concluida con la Prusia en Dresde a 25 de Diciembre, dejo desocupada a la nueva Emperatriz, que dedicó de nuevo su atención al solo objeto que le quedaba a que atender, que eran sus Estados de la Lombardía. Bajaron a reforzar el ejército que se hallaba en aquel país las tropas de Bohemia, que antes hacían frente al Rey de Prusia. Entonces se verificó lo que el Conde de Gages había predicho de la Reina Isabel Farnesio, que desde su gabinete quería dirigir las operaciones de la guerra; esto es, que el ejército era poco, y que no pudiendo cubrirse con él tanta extensión de terreno, sería preciso abandonarle, acaso con pérdida. Así fue. La sorpresa de Asti, en cuya ciudad había 5.000 franceses descuidados, fue la primera acción de esta campaña. Después el General español se vio obligado a abandonar el Milanés y a atrincherarse bajo los muros de Plasencia, donde le atacó y venció el 16 de junio el Príncipe de Lichtenstein, tomando gran número de prisioneros y varias banderas, cañones ymorteros.

     Con todo, conservó Gages la posesión de la plaza hasta la mitad de Agosto, en que, habiéndose introducido la mala inteligencia entre el General español y el francés, Mariscal de Maillebois, el ejército de las operaciones debía necesariamente resentirse de ello. El General Bota, alemán, presentó nueva batalla el 10 de Agosto, junto al río Tidone, al ejército hispanogalo-napolitano, que la perdió, y no tuvo mejor suerte en las inmediaciones de Turín. Esto le forzó a hacer una retirada precipitada, que el Rey de Cerdeña pudiera haber impedido en Voghera; pero a enemigo que huye puente de plata, y así evitó políticamente la ocasión, pues, como Príncipe hábil, conocía su situación, y vela debían naturalmente resentirse sus Estados del alimento del poder de la Casa de Austria en Italia, y que lo mejor era acabar la guerra.

     Las intrigas de Corte echaron sobre el General de Gages las desgracias que hemos dicho había previsto como indispensables y como una consecuencia precisa de las órdenes de la Reina, que nunca podía esperarse quisiese parecer la culpable. Así se sacrificó a un General, cuya reputación tiene por testigos la Europa entera y todos los que estuvieron bajo sus órdenes. Los Príncipes pueden dar y quitar los empleos, pero no son dueños de la opinión pública, que (sin que llegue a sus oídos, por desgracia) vuelven contra sí, sin conocerlo, las más veces que no quieren escucharla. Fue, pues, llamado a Madrid, y vino a relevarle en posta el Marqués de la Mina.

     Poco después de su llegada, vino la noticia de haber muerto de un accidente de apoplegía el Rey Felipe V, de edad de sesenta y dos años, que espiró entre los brazos de la Reina, su esposa, habiendo muchos atribuido esta desgracia a la impresión que hicieron en él las repetidas desgracias de su ejército de Italia.

     Esta inesperada novedad causó todo el dolor que puede considerarse en el ánimo del Rey Carlos y del Infante D. Felipe, su hermano. Mandaba ya ejército el nuevo Mariscal General Mina, el cual, sin oír los consejos de su antecesor, abandonó precipitadamente la Italia, dejando descubierto el genovesado, que se había declarado por la Casa de Borbón. En consecuencia, tomó el Rey de Cerdeña casi toda la ribera de Poniente, y los austriacos se acercaban a sus murallas. Pidieron los genoveses auxilio a las Cortes de Madrid y París, y perdón a las de Londres y Viena, ofreciendo a los austriacos dos puertas de la ciudad, a título de capitulación provisional, y el pago exacto de la contribución que se les impusiese. Pidieron 16 millones, de los cuales pagaron desde luego 8, pidiendo plazo para los otros 8, lo que se les negó en 30 de Noviembre, exigiendo a más mantuviesen los nueve regimientos que ocupaban el Burgo de San Pedro de Arenas.

     Hostigados los genoveses de tanta violencia, deseaban con ansia el momento de la venganza, que consiguieron en breve. Meditaban los austriacos una irrupción en Provenza, para la cual sacaban de Génova los cañones y municiones, que hacían arrastrar al pueblo. Un oficial dio un día un palo a un paisano, y esto fue la señal de la venganza. Todos se amotinaron, tocaron a rebato, y en breve se reunieron de las inmediaciones más de 30.000 hombres, armados a su modo, y arrojaron de la ciudad al General Bota y a su tropa, que se vio precisada a huir precipitadamente por la Boqueta, habiendo dejado más de 4.000 prisioneros, sin los muertos. El Príncipe Doria mandó el destacamento que le obligó a huir.

     Esta sorpresa influyó en la expedición de Provenza de modo que los alemanes se vieron obligados a repasar el Var, río que la divide del Piamonte. Expelidos los austriacos de la Provenza, quisieron volver sobre Génova, mandados por el General Schulemburg; pero la Francia y el rey Carlos, que estaba amenazado de nuevo por el acantonamiento de más de 12.000 hombres de caballería austriaca, que estaba en el Modenés y Parmesano, socorrieron a los genoveses. Los mismos ingleses, interesados en que la costa estuviese en poder de una débil República, y no de la Casa de Austria, que si la tomaba no la cedería tan fácilmente, hacían la vista gorda al paso de los convoyes, que impidieron, con sus socorros y con las tropas galo hispanas que pasaron a Génova, los nuevos designios de los alemanes, por más que éstos deseaban reparar su vergonzosa retirada.

     Asegurada ya Génova, intentó el ejército galo-hispano penetrar de nuevo en Piamonte; pero habiendo atacado imprudentemente el caballero de Belle-Isle, hermano del General, el 19 de Julio las trincheras del collado llamado de la Asieta, entre Esilles y la fortaleza de Fenestrelles, perdió la vida, igualmente que más de 12.000 hombres, que los generales austriacos Bricherasco y Colloredo vencieron con pocos más de 6.000.

     El rey Carlos, receloso de un nuevo ataque, y no tan unido con su medio hermano el Rey de España D. Fernando, retiró de Provenza sus fatigadas tropas, para restablecerlas y cubrir sus dominios.

     El nuevo Rey de España insinuó, a principios de julio, a su madrastra, madre del Rey Carlos, escogiese, fuera de la Corte, una ciudad para su residencia, y S. M. prefirió el Sitio de San Ildefonso, que había edificado su difunto marido, y en cuya Colegiata se había mandado enterrar. Esto denotaba la frialdad y deseo de separarse de la guerra de Italia y de adoptar un sistema de unión con la Inglaterra, análogo al que entonces tenía con Portugal, y que estaba apoyado por la nueva Reina portuguesa, doña María Bárbara, que tenía la mayor parte en el Gobierno, y con quien tenía mucha influencia D. Benjamín Keene, un político fino que había vivido mucho en España y en Portugal, y que acabó sus días de Embajador de Inglaterra en Madrid. Este era el alma de esta negociación. El Rey Carlos, de acuerdo con el Ministerio francés, pudo contrarrestarla, y D. Fernando declaró no abandonaría la causa de sus dos hermanos en Italia, ni se separaría del sistema del Rey padre, estrechando más los vínculos entre ellos y la Corte de Francia.

     El nacimiento del primogénito del Rey Carlos, a quien dio el título acostumbrado de Duque de Calabria, dio nuevo motivo a acreditarlo. S. M. C. le declaró Infante de España, con la pensión anual de 40.000 duros, y envió como su Embajador extraordinario a Nápoles al Duque de Medinaceli, que fue su padrino, en nombre de su Soberano, y se le puso el nombre de Felipe. Sólo le vivían entonces al Rey sus dos hijas Doña María Josefa y Doña María Luisa, hoy Emperatriz de Alemania, que fueron las que le acompañaron a España.

     Quiso Dios ejercitar la paciencia del rey Carlos y hacer brillar sus virtudes, y, para probarle, cuando estaba lleno de consolación, después de haber libertado por dos veces su reino de los desastres de una guerra, y que ya había asegurado la sucesión de varón en su Corona, tuvo a bien afligirle del modo más sensible para un buen padre, cuya calidad sentía íntimamente en su corazón este Soberano, que jamás olvidó que era un hombre como los otros. Así lo acreditaba siempre, y aun decía a menudo, y sobre todo cuando se trataba del cumplimiento de su palabra: Primero Carlos que Rey, sentencia digna de imprimirse en bronce.

     Estaba, pues, un día el ama del tierno Infante en una disputa muy altercada, que la había puesto en agitación la bilis, cuando de repente la llamaron para dar de mamar al niño, que se había dispertado; subió aceleradamente, sin dar tiempo a calmar su cólera, y desde este día en adelante empezó a enfermar la criatura y a padecer de accidentes epilépticos. Discúrrase el pesar de los padres y los medios que emplearían para aliviarle. Después de mucha mutación de amas, vino al fin una cuya leche parece le era más análoga, y el niño empezaba a sentir alivio. Los padres no sabían qué hacerse con esta mujer; pero cuando menos se pensaban, le vino la idea de irse con su marido, y por más que el Rey la ofreció y la pidió, hasta llegarse a poner de rodillas delante de ella, según se me ha asegurado, no hubo forma de ceder. Viendo esto el Rey, y teniendo presente la máxima que queda dicha arriba, dijo, penetrado del dolor que se puede creer: Que se vaya, pues que nada, le basta; pero que no le hagan ningún mal. Así lo mandó el Rey, y así lo hicieron todos, menos su marido, que, llegada a su casa, la dio su merecido, como que había perdido su fortuna y, la de toda su familia con una acción que sólo puede tener excusa en la locura. Tal era en todas ocasiones el dominio que el Rey tenía sobre sí mismo.

     Los napolitanos han sido siempre enemigos del Santo Oficio de la Inquisición, y en tiempo del Rey D. Fernando el Católico y de Carlos V, se rebelaron porque quiso introducirse en el reino, y, sólo para evitarlo en lo sucesivo, se estableció una junta o consejo, llamada Diputación contra el Santo Oficio, que debía vigilar y oponerse al primer indicio de que se quisiese formar este Tribunal. Una sentencia, dada por el Cardenal Spinelli, Arzobispo de Nápoles, contra tres eclesiásticos, dio motivo a que dos de ellos acudiesen a, dicha junta denunciando la providencia del Arzobispo, como dirigida a introducir el Tribunal de la Inquisición, diciendo visaba a ello desde el año de 1739, y el Tribunal representó a S. M. que el pueblo amenazaba una sublevación. El Rey Carlos, dotado desde la cuna del don de prudencia y oportunidad, no obstante de haberse criado en España con las ideas del respeto y de la necesidad del Santo Tribunal, que sostuvo luego cuando vino a reinar a su patria, conoció cuánto deben respetarse en cada país sus costumbres, y aun las preocupaciones del pueblo, y así, oído por S. M. el dictamen del Tribunal de Santa Clara, que es el equivalente al Consejo de Castilla en España, expidió en 29 de Diciembre una orden a la Diputación del Santo Oficio, desterrando a los Canónigos que habían tenido parte en la decisión, y reprendiendo al Vicario del Arzobispo por haber quebrantado las leyes del Estado en la formación de los autos. Mando que uno de los clérigos encerrados se enviase a Cápua, a las órdenes de su Arzobispo, y que a los otros dos se les diese libertad; que se anulase y absolviese todo lo perteneciente al Tribunal de la Fe existente en el arzobispado; que se despidiesen todos sus miembros, y rompiese el sello, y quitase la inscripción de Sanctum Officium, grabada en mármol sobre la puerta principal, y que se notificase así a todos los Arzobispos y Obispos del reino, para que supiesen cómo debían proceder en adelante en este punto. Poco después hizo el Rey que el Cardenal Arzobispo Spinelli hiciese dejación del arzobispado de Nápoles, en el que le sucedió el Cardenal Sersale. El Papa envió a Nápoles al Cardenal Lanti para ver si podía moderar la providencia del Rey, pero no logro nada. Esta resolución oportuna y firme aquietó enteramente los ánimos, y dio al Rey mayor crédito y dominio sobre el espíritu de los napolitanos, que se veían sostenidos en todos sus privilegios y en sus ideas religiosas del modo que las creían más útiles.

     Lo más singular de esto es que en los archivos de la Curia episcopal se hallaban Ministros con el nombre de Santo Oficio, con que los mismos napolitanos honraban a varias personas condecoradas; que muchos autos de los Obispos, pertenecientes a asuntos de fe, tenían el título del Santo Oficio; que desde el año de 1581 a 1589 se hallaban varias abjuraciones; que, a más de esto, en toda causa de herejía se acudía a aquel Tribunal, y lo que es más aún, y no podía ocultarse a nadie, que aún en el tiempo del Emperador Carlos VI, la mañana de San Pedro salían de este Tribunal vergonzante del Santo Oficio, con toda solemnidad, muchas cestas con hechicerías y cosas semejantes, que se quemaban en una grande hoguera inmediata a la Catedral, delante de la cual pasaba esta procesión, y no obstante la pretendida oposición al Tribunal, nadie lo advertía, ni receló del peligro que había de que al fin parasen aquellos principios en una Inquisición descubierta y autorizada en toda forma, y, sin la representación de los dos curas, hubiera llegado a verificarse con el tiempo. Esto prueba cuán fácil de engañar es el pueblo, y que rara vez se mueve en ciertos asuntos si no le excitan. Los napolitanos llenaron de bendiciones a su Soberano, y le dieron un donativo voluntario de 300.000 ducados de aquella moneda para acreditárselo y acudir a los gastos que podrían ocasionar las tropas puestas en las fronteras, y que, no obstante de no pasarlas, servían para imponer y precaver toda invasión de la parte de los austriacos y para acudir en caso necesario al socorro del ejército galo-hispano, que estaba hacia el Var y Villafranca.

     Cansadas y abatidas las potencias beligerantes de tan larga guerra, se convocó para hacer la paz el Congreso de Aquisgran; pero al mismo tiempo cada cual agenciaba secreta y separadamente sus intereses. Los franceses, dueños de los Países Bajos austriacos, se resistían a volverlos; pero la ruina de su marina y la pérdida de Cabo Bretón les obligaba a hacer sacrificios. Para forzarlos a ello, se pusieron de acuerdo la Inglaterra, Austria y Holanda, y persuadieron a la Emperatriz de Rusia, Isabel, a enviar 40.000 rusos a las orillas del Rhin y de la Mosela. No podía dejar de aceptar un proyecto que lisonjeaba tanto su amor propio, y sus tropas marcharon al degüello para satisfacerle, resultando de ello que en 30 de Abril de 1748 se firmaron improvisadamente los preliminares de la paz entre la Francia, Inglaterra y Holanda, y las Cortes de Viena y Turín tuvieron que acceder a ellos. Sus principales artículos fueron los siguientes:

     1.º Restitución general de todas las conquistas de Europa y América.

     2.º Cesión de los Estados de Parma y Plasencia a favor del Infante D. Felipe y su línea por una porción de dinero, con reversión del primero a la Emperatriz María Teresa y su línea, y del segundo al Rey de Cerdeña, en falta de sucesión de dicho Infante, o de su pase a la Corona de Nápoles, a que se quería se transfiriese, si el Rey Carlos llegaba a pasar a la Corona de España. Contra esto protestó formalmente este Soberano en el Congreso de Niza, pretendiendo no podía permitir la exclusión de sus hijos menores en favor de su hermano y su línea, tanto más que la Reina acababa de aumentar su familia con el Infante D. Carlos (hoy Carlos IV de España), que nació en 12 de Noviembre de aquel año.

     3.º Que el Duque de Módena y la República de Génova entrasen en quieta y pacífica posesión de sus Estados respectivos.

     4.º Que el Rey de Prusia conservase la parte que había tomado en la Silesia y el de Cerdeña la cedida en el Milanés.

     5.º La España confirmó el terrible contrato del asiento de negros con los ingleses, que por él eran los únicos que podían introducirlos en las colonias españolas, restricción dura de que, a Dios gracias, se ha salido ya, y además hubo que hacerles algunas promesas secretas de privilegios en el comercio de la América española.

     Concluida ya la paz, los soldados, acostumbrados a correr países, se cansaron de estar tranquilos en el suyo, y hubo una deserción muy grande de las tropas de Nápoles que se retiraban a la ciudad de Benevento, en el Estado del Papa. El Rey envió tropas a bloquear y pedir los desertores. El Papa resistió su entrega; pero al fin hubo de ceder, y hacer, por medio del Marqués de la Roca, que envió a Nápoles, un convenio para la restitución en lo sucesivo, a cuyo fin residiría siempre en Benavento un oficial napolitano.

     Habíanse introducido en el reino un gran número de francmasones, que hacían continuamente nuevos prosélitos. El misterio de sus juntas y el secreto inviolable de que hacían juramento en su recepción, los había hecho siempre sospechosos al Gobierno, y no sin razón. Los acusaban de enemigos declarados de los reyes, y aun de la religión, y, como tales, había fulminado contra ellos una Bula Clemente XII, que confirmó con este motivo Benedicto XIV. Prescindo de la verdad de esta acusación; lo cierto es que el secreto es sospechoso, y que lo que en el día sucede en Francia hace ver que los principales de los francmasones, que son los únicos que están en el secreto, y los de otras sectas derivadas de ellos, son el origen y el móvil oculto y verdadero del trastorno general que se padece en este desgraciado reino. Los demás, no iniciados a fondo, lo ignoran, y entran de buena fe por el atractivo de la diversión, de un socorro mutuo con que los lisonjean y que esperan en todas ocasiones, y de una facilidad de introducirse y de hallar amigos en todas partes, sobre todo en los viajes, por medio de las señas de reconocimiento establecidas a este fin, y empeñados inocentemente, parte por curiosidad, parte por estas razones, aumentan el número y el crédito a los que no conocen, y con dificultad pueden desistir cuando algunos llegan a apercibirse del mal y desearían separarse.

     ¿Cómo es posible que sin una preparación muy combinada y anterior se viese desde luego una uniformidad semejante de opiniones en todo el reino de Francia, y un deseo apostólico de propagarlas en el universo? ¿En qué otra cosa puede tener su origen esta afectada igualdad, esta manía de llamarse todos hermanos, como si fuera una descubierta, y como si nuestra santa bien entendida religión no nos lo enseñara así, y no hubiera sido la primera a establecer esta fraternal caridad en todo el género humano, sin que el abuso que han hecho algunos de las verdaderas máximas pueda ser suficiente para contradecir esta verdad? No pretendo acusar positivamente a los buenos e inocentes francmasones; pero es muy de temer que algunos hayan abusado de este instituto para forjar siempre con él los fundamentos de un sistema destructor de todo principio de sociedad y orden, y no faltan documentos que lo confirman y que encierran, con máximas de la sociedad, todas las que los innovadores de Francia establecen contra la religión y la monarquía. Entre otras, hay un manuscrito verdadero, que se halla entre mis papeles, que lo acredita así, y que se cogió en una logia (o sociedad) masónica, sorprendida en Venecia en estos últimos años.

     Como quiera que sea, pensándolo así el rey Carlos y deseando precaverlo en tiempo y tranquilizar el pueblo, que, estimulado por los predicadores, se preparaba a insultarlos, defendió semejantes juntas con penas muy, graves, y el Rey actual imitó últimamente a su padre en 1776.

     Mientras que el Rey cuidaba de atajar el estrago político que creía poder resultarle de la tolerancia de confraternidad francmasónica, sobrevino otro estrago real, que amenazaba una pronta ruina. El 23 de Octubre de 1750 se sintió en Nápoles un fuerte terremoto, a que sucedió el 25 una terrible erupción del Vesubio, que arrojó mucha lava, piedra y ceniza. El daño se extendió más de cuatro millas, y el Rey no omitió, como siempre, ni dinero, ni cuidado para aliviar a los desgraciados.

     Concluyóse y publicóse en Aranjuez el 14 de junio de 1752 un tratado de amistad y concordia entre las Casas de Austria, España y Cerdeña, a que convidaron al Rey Carlos, haciéndole ver era el modo de asegurar sus posesiones de Italia. Este Monarca, que no había asentido a la cesión de sus derechos a los bienes de la Casa de Médicis en favor de la de Lorena, no se convino a ello, y recurrió a la Corte de París, donde envió al Marqués Caracciolo para tratar este negocio. El modo de conciliar todos los intereses fue tratar el matrimonio del Archiduque Leopoldo, hijo segundo de la Emperatriz, con la Infanta Doña María Luisa, hija segunda del rey Carlos (cuyo matrimonio ocupa hoy el solio del Imperio de Alemania), cediendo este a favor de su línea sus derechos a la Casa de Médicis, y otra hija de la Emperatriz se destinaría a esposa del heredero de la Corona de Nápoles. Así se ha verificado después, y la Italia debe a la prudencia y previsión del rey Carlos los cuarenta años de paz de que goza, y que no parece pueda interrumpirse por ahora, a vista de la moderación del Emperador y de la de los demás Príncipes actuales de la Europa.

     Cuando Carlos V, después de la pérdida de Rodas, cedió a la Orden de Malta la isla de este nombre, que poseía como Rey de las dos Sicilias, se conservó por este título el tributo anual de un halcón y la elección y patronato del obispado, para el cual le propondría el Gran Maestre tres sujetos. La Casa de Austria había abandonado un privilegio que, no siendo lucrativo, no la interesaba mucho a aquella distancia; pero el nuevo Rey pensó de otro modo, y quiso rehabilitarlo. A este fin mandó al Obispo de Siracusa pasase a visitar la isla. Envió Vicarios que le precediesen; pero no fueron admitidos, y en las dos tentativas que él mismo hizo posteriormente tuvo igual suerte, y le amenazaron en la segunda con el canon si ponía el pie en tierra. Acudió el gran Maestre al Papa y a todas las potencias de Europa reclamando su derecho de posesión; pero sólo el primero se prestó a intervenir en el asunto, y los malteses enviaron a este fin un Baylío a Nápoles. Su Santidad decía no quería atacar el derecho primitivo del Rey; pero exigía alguna consideración, en virtud del abandono de él por más de doscientos años, etc. S. M. S. no dio cuartel, amenazó y se apoderó de las encomiendas del reino, cortó la comunicación de Sicilia con Malta, y, falta ésta de apoyo y aun de víveres, por la inmediación de Cerdeña a que recurrió, logró el Rey con su tesón arreglar este punto, y, por la intermisión del Papa, restituyó las encomiendas y abrió de nuevo la comunicación interrumpida con la isla de Malta.

     Se suscitó otro nuevo altercado entre las Cortes de Roma y Nápoles. El Papa había concedido una pensión de 6.000 escudos a favor del Infante D. Fernando, sobre el arzobispado de Monreal en Sicilia, que decía el Papa ser infra y el Rey ultra tertium. De esta disputa resultó se negase en 1753 el envío deja hacanea; pero el Duque Ceresano compuso con el Papa se presentase un memorial en nombre del Rey solicitando la pensión por tres años, la que se concedió, y luego se presentó la hacanea, como los demás años.

     Termináronse inesperadamente el día 1.º de Mayo de 1756, en virtud de un tratado de alianza, llamado de Versalles, las rivalidades que reinaban entre las dos Casas de Borbón y de Austria desde el matrimonio de Maximiliano I con María de Borgoña. El Príncipe de Kaunitz se hallaba entonces de Embajador en París. Este digno y raro Ministro hace treinta y cuatro años lo es del Emperador durante tres reinados, y merecerá siempre la fama póstuma, por su rectitud, prudencia y judiciaria, que no son capaces de obscurecer las singularidades y nimiedades de su carácter. Era Ministro de Estado en Francia el Abate, hoy Cardenal, de Bernis. Supo el Embajador austriaco empeñar de modo a este Ministro y a la Marquesa de Pompadour, favorita de Luis XV, que consiguió la conclusión de este Tratado, en que se guardó el mayor secreto, pero que el Embajador de España D. Jaime Masones, de quien se habían guardado, como de otros, descubrió originalmente antes que nadie. Era este Embajador de carácter franco, amable, alegre y seguro en el trato, de modo que todos le buscaban y hablaban con confianza, sin mirarle con aquella reserva que inspira regularmente un Embajador, cuyo carácter olvidó él mismo en el trato, sin faltar al decoro del empleo. Convidado un día a comer amistosamente en casa del Cardenal, en compañía de Kaunitz, se puso a dormir en su silla después de la comida a su acostumbrado, y, contando con esto, el Cardenal y el Embajador del Emperador se entregaron a su asunto. Masones oyó algo entre sueños, y, despertándose, sin abrir los ojos, cogió toda la conversación, y despachó la noticia a España. Como allí se había ya empezado este proyecto, en virtud del Tratado de 52, de que arriba se ha hablado, no desagradó el ver aún más aseguradas las posesiones de Italia, lo cual no dejaría también de influir en un Abate Ministro, que sin duda no perdía de vista el capelo, y estaba interesado en ello como Cardenal.

     Esta anécdota es buena de saber, para hacer conocer a los Embajadores cuán útil les es proceder con una natural franqueza, para adquirirse la confianza, y para que no olviden los Ministros que, aunque en esta ocasión no tuvo malas resultas su descuido, en otras podría tenerlas, y el no precaverse aún de los que duermen. Yo supe igualmente otro secreto, no de esta importancia, en el Pardo, del Marqués de Esquilace, que, creyéndome dormido, habló del Marqués de la Corona, D. Francisco Carrasco, de sus proyectos de enviarle a América, y me enteré del fin y de la suma resistencia del Marqués, que al fin logró no ir, sin haberlo dicho a nadie hasta ahora. Uno de los motivos que obligaron a hacer este Tratado fue precaverse contra una invasión de la Casa de Austria, si, como se recelaba, llegaba a encenderse una guerra en el Continente, la que ya hacía años se hacían en las Antillas y el Canadá los ingleses y, los franceses. Estos recelos llegaron a verificarse, y el rey de Prusia invadió inopinadamente la Sajonia, de que se apoderó, excitado por la Inglaterra, que se alió con ella para vengarse de la frialdad con que la Corte de Viena no sólo había rehusado tomar interés por ella para debilitar y distraer las fuerzas de la Francia, sino que había concluido un Tratado que le separaba de ella. A vista de esta inesperada invasión, salieron a la defensa del rey de Polonia, Elector de Sajonia, la Rusia, la Suecia, la Francia, el Cuerpo germánico y la Casa de Austria, y todos pusieron sus tropas en campaña. Mr. de la Gallissonniére batió completamente en el Mediterráneo al Almirante inglés Bing, hijo del que en 1718 combatió y venció la escuadra española junto a Mesina. Este Almirante fue decapitado por sentencia a bordo de su nave capitana, y, de resultas del combate, tomó el Mariscal Duque de Richelieu la plaza de Mahón e isla de Menorca.

     El Rey de Nápoles se mantuvo enteramente neutral; pero socorrió con dinero a su suegra la reina de Polonia, detenida con su familia en Dresde. Los ingleses se quejaron a la Corte de Nápoles de que pasaban marineros y obreros a Mahón al servicio de los franceses, faltando en esto a la neutralidad. S. M. respondió lo ignoraba, y, no tenía parte en ello; pero que, aunque la tuviese, no podía impedir a sus súbditos pasar a servir donde les acomodase, indiferentemente a Francia, Inglaterra u otra parte, a lo cual no quedaba qué replicar.

     Era general la guerra por mar y por tierra. La América y todas las partes del mundo se resentían de ella, y, la Alemania era su principal teatro en Europa. Llegó el rey de Prusia a Praga; pero el General Daun le obligó a retirarse él, y el General Haddich y los rusos pusieron por otra parte a contribución su Corte de Berlín.

     En estas críticas circunstancias, favorables acaso para la nueva posición en que se iba a hallar el rey, Carlos, murió en Villaviciosa, castillo distante sólo dos leguas de Madrid, a los cuarenta y seis años de su edad, el rey, de España D. Fernando, su hermano, que había subido al trono en 1746, y de cuyos dominios era el inmediato heredero.

     Fue este Príncipe muy amado de sus vasallos, porque era de carácter dulce y agradable, aunque de aspecto más presto serio que risueño; español de corazón, observante de la religión, amante de la paz y lleno de virtudes y buenas calidades. Se dedicó al restablecer lo que tantos años de guerras habían destruido en el reino. Fomentó sus fábricas, se redujo y economizó de sus gastos, dio una nueva existencia a la marina e hizo, por dirección del celebre general de Marina, D. Jorge Juan, tan conocido en las Academias científicas de Europa, los diques de Cartagena, los primeros que se han construido en el Mediterráneo, donde no hay, mareas, y los construyó también en el Ferrol, haciendo de planta uno y otro arsenal, que son de los mejores de Europa. Hizo venir constructores ingleses. Estableció la fábrica de telas de Talavera de la Reina, y la de San Fernando, que se transfirió luego a Guadalajara. Empezó el canal de Castilla. Concluyó el camino del puerto de Guadarrama, distante nueve leguas de Madrid, y donde tenían todos los viajantes que desarmar los coches y pasarlos a lomo, haciendo una caravana o cabalgata, tan propia de los desiertos de la Arabia o del Kanchiatka, como indecente a las inmediaciones de la capital del Monarca de la España y de casi toda la América. No debe quitarse al Marqués de la Ensenada la parte de gloria que le toca, tanto en esto como en haber enviado a toda Europa viajantes de todas clases y estado pagados por la Corte para perfeccionarse en sus respectivas profesiones.

     Gobernó Fernando pacíficamente por diez años el reino, al cabo de los cuales perdió en Aranjuez, el 28 de Agosto de 1758, a su esposa la reina Doña María Bárbara de Portugal, a quien amaba tiernamente. Este pesar se apoderó de su ánimo, y, acostumbrado a vivir siempre acompañado y, servido en su interior por las personas que servían a la Reina, con quien pasaba casi todo el día, se halló aislado sin su antigua compañera, y la tristeza, a que era algo propenso, empezó a apoderarse de él y privó a la España de este amado Príncipe el día 10 de Agosto del año siguiente de 1759. Las circunstancias particulares de su enfermedad se hallarán en la nota segunda.

     Luego que murió este Soberano, se despachó un correo en toda diligencia a Nápoles para anunciar a su hermano el rey Carlos tan importante noticia, y, para llamarle a la sucesión del trono de su padre, a que era el primer llamado, por falta de sucesión de sus dos hermanos mayores el rey Luis I y Fernando VI. Luego que pasaron los funerales de este Monarca, se hizo en todo el reino la proclamación de su sucesor, bajo el título de Carlos III. Ejecutó esta ceremonia en Madrid el E. S. Conde de Altamira, como Alférez mayor de la villa, con toda la solemnidad acostumbrada, arrojando medallas con el cuño del nuevo Rey.

     Apenas que el nuevo Rey Carlos recibió esta noticia, reexpidió el correo, confiriendo la regencia del reino a su madre ínterin llegaba a Madrid. El único movimiento de placer que tuvo este Monarca en aquel momento, fue el de poder dar al mundo una prueba del cariño y respeto que había conservado siempre a su madre, y aliviarla por esta satisfacción de lo que necesariamente habría sufrido en los doce años que pasó en San Ildefonso, donde la adulación a los nuevos Soberanos hacía que poco a poco se fueran olvidando de ella, y, que pocos o nadie la visitasen.

     Esta Soberana, aunque al principio solía allí salir a los jardines, había ya muchos años que el único movimiento que hacía era de su pieza de dormir a la inmediata, en que pasaba el día sentada en una silla poltrona. La extraordinaria distribución de horas que el rey Felipe, su marido, había tenido en los últimos años de su vida, se había ya hecho en S. M. una costumbre, y, así hacía del día noche y de la noche día. Se levantaba a la una o las dos. Oía Misa (con permiso particular) a las tres y media. Comía a las ocho de la noche, cenaba a las cinco de la mañana, y se acostaba a las siete. Era preciso seguir siempre la ilusión de su método de vida, y, tanto en verano como en invierno, las luces ardían a la hora en que se acostaba, y se encendía el velador en verano a las ocho de la mañana, para que ardiese mientras dormía, como pudiera hacerse a las doce de la noche. Todos los sirvientes tenían gran cuidado de no decir «esta mañana» a las seis de ella; la noche anterior debía durar, a lo menos de palabra, hasta que S. M. se acostaba, y se enfadaba si no se hablaba con arreglo a este sistema.

     Cualquiera creería que, después de doce años de semejante vida, no podría S. M. emprender un viaje de catorce leguas de mal camino, con un puerto como el de la Fonfría, sin mucho cuidado y precauciones, y en silla de manos; pero esto del mando, para el que tiene la suerte de gustar de él, es la pasión más dominante y el remedio más seguro de todos los males. Apenas recibió la Reina la noticia y poderes para la regencia, se puso en coche, y en un día se halló en Madrid, habiendo hecho todo el viaje sin el menor quebranto. Tanto puede en el hombre la fuerza de la imaginación y el gusto o pesar con que se hacen las cosas.

     Después de haber dado el Rey una regenta o Reina gobernadora (cuyo título tomó) a sus nuevos Estados, se dedicó a establecer el gobierno o sucesión de los que le era preciso dejar en Italia. Según la convención de Aranjuez, arriba citada, había llegado el caso de que pasase a Nápoles el Infante D. Felipe, Duque de Parma y su rama, y de distribuir sus Estados como allí se convino; esto es, el Parmesano a la Emperatriz Reina y el Placentino al rey, de Cerdeña. Si la Europa se hubiera hallado en paz, sin duda se hubiera alterado en esta ocasión (no obstante la protestación del rey Carlos contra esta división), y la Italia hubiera vuelto a ser el teatro de la guerra que estaba encendida en Alemania y se hallaba en su mayor fuerza, y esta circunstancia facilitó segunda vez al Rey los medios de ser él en el día el conservador de la paz de Italia, y de poder asegurar probablemente por mucho tiempo su tranquilidad, cortando este pretexto de interrumpirla y arreglando la sucesión importante del reino de Nápoles.

     A este fin, pudo conseguir que, imponiendo en el Banco de Génova, a favor de la Emperatriz Reina y del rey de Cerdeña, un capital, cuyo rédito igualase a la renta anual libre de los Estados que debía heredar el Infante Don Felipe, renunciasen dichos Soberanos a su favor y de su línea la propiedad de aquellos países, a que por el tratado de Aranjuez tenían derecho en este caso. Convínose además entonces el matrimonio del Emperador Josef II, primogénito de la Emperatriz María Teresa, con la Infanta primogénita de Parma, Doña Isabel, que supo hacerle feliz, y que su esposo no olvidó y amó, y echo menos después de su muerte, hasta el día de la suya.

     Si el heredar un trono como el de España sería en lo general para cualquiera nacido para reinar un motivo de gozo y complacencia, para el rey Carlos (salvo el gusto de ver a su madre y a su hermano el Infante D. Luis) fue un motivo de pesar y de amargura. Había vivido desde los diez y seis años en un país tan delicioso y ameno como la Italia, y sobre todo Nápoles, de cuyo clima y situación hemos visto ya lo que decía el gran Federico II. Había sido el conquistador y el regenerador de aquel reino, y era el primer Soberano que, después de siglos, habían visto aquellos pueblos, dominados y tratados como colonias por los vireyes de unos príncipes remotos. La dulzura del clima, el amor de sus vasallos, que le miraban y amaban como a un padre, la ninguna necesidad de mezclarse en las disputas de los otros príncipes de Europa, todos estos eran, para un Monarca filósofo, cristiano, ajeno de ambición, y que conocía la gravedad del peso que traía consigo la nueva corona y el dilatado Imperio de la América, otros tantos motivos de reflexiones y de pesar. A ellos se añadía otro aún mayor, que era el ver el estado de incapacidad en que se hallaba su hijo primogénito D. Felipe, y la necesidad absoluta en que se veía de hacerlo constar públicamente a todas las potencias de Europa. A este fin, mandó hiciesen los médicos un examen público del estado de su hijo, con todas las formalidades necesarias, y que le declarasen jurídicamente incapaz no sólo de reinar, sino de toda razón, por hallarse enteramente estúpido, de resultas de un total desconcierto de la imaginación, ocasionado por una repetición de accidentes epilépticos, que le continuaron desde los once meses de su edad, y con los cuales le vi yo en Nápoles en 1772. Amaba mucho la música, y se divertía en ponerse una cantidad de guantes, que llamaba la manona, y que se echaba al hombro como un fusil, y así pasó hasta su muerte, que fue en 19 de Septiembre de 1777.

     Considere cualquiera que sienta lo que es ser padre, lo que padecería en semejante acto el corazón de aquel hombre Monarca, sobre todo acordándose del lance del ama, que parece hubiera podido, y no quiso curarle, como queda referido arriba.

     El 29 de Septiembre llegó a Nápoles la escuadra española, que iba a buscar a SS. MM. y su real familia. Se componía de 16 navíos de línea y algunas fragatas, a las órdenes del Marqués de la Victoria, D. Juan Navarro, que había empezado a servir en la infantería, y se halló como capitán de granaderos en la toma de Barcelona, al principio de este siglo.

     Señaló S. M. el 6 de Octubre para su embarco, y aquella mañana hizo pública cesión de su reino a favor de su hijo tercero Fernando y su línea, declarando la imbecilidad de su primogénito Felipe (a quien dejó en Nápoles con su hermano) y destinando a su hijo segundo Carlos y su línea para el trono de España. Tengo en mi casa un cuadro que representa este solemne acto, que no puede ser más glorioso. Ver al Rey Carlos, conociendo su corazón, separarse para siempre de dos hijos, y rodeado de vasallos fieles, que miraba como si todos lo fuesen y le amasen como a padre, llorando una separación que los más miran como eterna, sin que le quede otro arbitrio para consolarlos que el de redoblar su dolor y unir sus lágrimas a las suyas, es el espectáculo más tierno para un alma sensible. Pero, por otro lado, el verse circundado de vasallos de tantos pueblos, cuyos corazones posee, disponiendo tranquilamente de la sucesión de unos estados tan considerables como los de España, Nápoles y Parma, mientras que los demás Príncipes de Europa despedazaban mutuamente sus vasallos, sin haber casi sacado fruto de siete años de guerra, es un espectáculo majestuoso y único, de que acaso no ofrecerá ejemplo la historia. Pero Dios crió el alma grande de Carlos para cosas grandes y, para hacer felices a muchos.

     La víspera de esta augusta ceremonia había creado S. M., como Rey de España, varios grandes de España y caballeros del Toisón y de San Jenaro, cuya nominación se quiso conservar por una fina política hasta la mayor edad del Rey. Llegada la hora, subió S. M. al trono, acompañado de dichos señores, Embajadores y Ministros extranjeros y del reino, de los Barones de él y de los representantes de la ciudad de Nápoles, teniendo a su lado al nuevo Rey de Nápoles, D. Fernando, su hijo. Leyó en alta voz el Marqués Tanucci, secretario de Estado, el acto de cesión, que se halla íntegro en la nota tercera. Después el Rey empuñó la espada, y, dándola a su hijo, le dijo: Esta debe ser la defensa de tu religión y de tus vasallos, y todos juraron inmediatamente al nuevo Rey.

     Nombró después S. M. el Consejo de Regencia para durante la menor edad del Rey, que duró ocho años. Los nombrados fueron: su ayo, el Príncipe de San Nicandro, el Marqués Tanucci y D. Antonio del Río, Secretarios de Estado, Guerra y Marina, y D. Carlos de Marco, que lo era de Gracia y Justicia.

     Concluida esta augusta ceremonia, el Rey Carlos no volvió a aparecer como Soberano. El Marqués de la Victoria vino a tomar la orden para el embarco, y, no obstante las repetidas representaciones que le hizo del mal tiempo, de que no sería posible salir y de las que le reiteró sobre que no debía ir toda su familia en un buque, porque era exponerla toda de una vez a un acaso de la mar, S. M. sólo le respondía: Victoria, a las tres y juntos. Al fin, tanto le insistió, que S. M., en tono algo serio, le dijo: Victoria, ya he dicho que a las tres y juntos. Dios sabe las veras con que lo he pedido por la salud de mi hermano, y, el ningún deseo que tenía de, poseer sus inmensos bienes. S. D. M. ha querido vaya a España; él cuidará de nosotros, y se hará su santa voluntad. El embarco se hizo a las tres en punto, con viento contrario, y con toda la familia en un navío. Por la noche se puso el viento favorable, y fue tan feliz el viaje como se verá en adelante.

     Quedaron los napolitanos penetrados de dolor viendo partir al restaurador de su reino y de su libertad, que amaban tiernamente, y cuyo amor ha pasado de padres a hijos, pues aún el día de hoy pronuncian con ternura el nombre de Carlos los mismos napolitanos, que sienten no haberle conocido, y que le llaman il nostro Carlucio. Su hijo, dotado de un corazón como el de su padre, les recuerda su memoria, y los gobierna con igual dulzura, de modo que es amado de sus vasallos y de cuantos tienen la fortuna de conocerle; trabaja con celo y acuerdo por el bien de sus pueblos, ha hecho caminos en todo el reino, fomentado mucho la marina y el comercio y puesto en buen pie su ejército.

     No sólo la dulzura del Rey Carlos, sino los monumentos que ha dejado en Nápoles harán inmortal su memoria.

     Como desde que salió al mundo había tenido una vida activa y se había empleado en regenerar y hacer felices a sus semejantes, su corazón, naturalmente propenso a hacer bien, había adquirido tal complacencia en hacerle, que podía decirse de él lo que de Tito: Que no se creía feliz el día que no hacía algún dichoso. Uno de sus mayores gustos era la fabricación, y así aborrecía, por consiguiente, todo lo que era destrucción, y padecía en ver cortar un solo árbol. Hizo fabricar, a cuatro leguas de Nápoles, el palacio de Caserta, que es uno de los mayores y más magníficos que se conocen, y el acueducto que construyó no cede a los de los antiguos romanos, y liará honor al Soberano que lo emprendió y al célebre arquitecto Vanvitelli, que lo imaginó y dirigió la obra.

     No merece menos admiración el palacio de Capodimonte, que está en Nápoles, en el cual hay una colección de preciosas antigüedades, y sobre todo de cameos. El hospital general, construido por su orden, es también obra suntuosa, y su solo defecto es ser demasiado grande, porque para su alma era chico el mundo entero. Estableció también una fábrica de porcelana y otra de mosaico de piedra dura, al estilo de Florencia, que perfeccionó mucho.

     Pero lo que sobretodo merece la gratitud del mundo entero, es la obra grande que emprendió el Rey Carlos de las excavaciones de las ciudades de Herculano y Pompeya, en la cual ha ilustrado la Europa y resucitado en ella el gusto de los griegos y romanos, poniendo a la vista sus monumentos, de modo que no hay artista ni hombre de luces que no deba mirar al Rey Carlos como una divinidad restauradora de las artes.

     Estas dos ciudades existían, según se cree, más de mil trescientos cuarenta y dos años antes de Cristo; esto es, sesenta años antes de la guerra de Troya. Pompeya pereció en el gran terremoto acaecido en tiempo de Nerón, el 5 de Febrero de 63, en el cual padeció también mucho Herculanum, que fue sumergido por la lava y las cenizas del Vesubio en la grande erupción acaecida en 4 de Agosto de 79, en tiempo del Emperador Tito. Esta erupción es la que describió con la mayor elegancia Plinio el Menor, que fue testigo ocular de ella, y cuyo tío Plinio el Mayor, el naturalista (que era General de la armada romana que cruzaba siempre las costas de Sicilia), pereció en ella, queriendo acercarse a tierra para socorrer a los desgraciados habitantes de las faldas del monte. Fue tal la fuerza de esta erupción, y la cantidad de cenizas que arrojó de sí el volcán, que no sólo llegaron a Roma, sino al Asia y a la Siria, y ellas acabaron de cubrir las ruinas de Pompeya.

     Había ya mil seiscientos cuarenta y un años que estaba Herculano sepultado, y nadie pensaba en verle, cuando el Príncipe d'Elbeuf, que construía una casa de campo al pie del Vesubio en 1720, buscando para ella unos mármoles, encontró a las inmediaciones algunos ya trabajados, que le empeñaron en buscar otros. No sólo los halló, sino que descubrió algunas estatuas antiguas, que regaló al Príncipe Eugenio de Saboya, y continuó en ir sacando. Pero viendo el Rey Carlos que, según todas las noticias antiguas, aquellas ruinas podían ser parte de las dos ciudades Pompeya y Herculanum, cuya situación era: la primera hacia la Torre del Greco, y la segunda entre ésta y Nápoles, creyó que era necesario todo el poder y medios de un Soberano para hacer con utilidad esta descubierta, que tanto podía interesar a la literatura y a las artes, y así, satisfaciendo al Príncipe sus gastos y comprando el terreno, emprendió a toda costa la excavación, bajo la dirección de personas hábiles, que en esta obra, digna de un Monarca, han dado impresa a la Europa la colección más interesante y completa que puede imaginarse, y que van continuando. La excavación de Herculanum se empezó en 1750; unos paisanos hallaron después de esta época las ruinas de Pompeya.

     Es, a la verdad, cosa bien singular y agradable el pasear por las calles y por las mismas banquetas de una ciudad fabricada hace ya tres mil años. Yo he tenido esta satisfacción en 1773, viajando por Italia. El Rey Carlos mandó fabricar en Herculanum su casa de Campo de Portici, en la que hace una colección de todas las antigüedades que se van descubriendo, y que es única en el mundo. Varios le reconvenían, diciendo no debía exponer una colección tan preciosa en un paraje tan inmediato al Vesubio; pero S. M. se reja, y les decía: Así tendrán los venideros otra nueva diversión de aquí a dos mil años, les hará honor descubriéndola.

     Aunque esto prueba la grandeza de ánimo, despego y filosofía cristiana de este Monarca, es muy de desear que, en premio de ella, no se verifique, por el bien de las artes.

     Uno de los trabajos más ímprobos que han resultado de esta descubierta es el de desenvolver los manuscritos que se han encontrado enrollados y casi quemados. Un Religioso somasco, llamado Antonio Piaggi, y otros trabajan continuamente en esta improvisación de obra, y el día en que pueden desenvolver y colocar una tira de un dedo de ancho, el un día feliz. Bien se ve cuánto tiempo es preciso para adelantar poco. En la obra famosa de Herculanum, que mandó hacer el Rey Carlos, y cuya memoria inmortalizó por ella, y que es uno de los monumentos más preciosos para las artes, por hallarse en ella la colección de estos descubrimientos, se ve el método de que se sirve este Religioso para desenvolver los manuscritos, del que se halla también una noticia en la Enciclopedia.

     Hasta ahora sólo se ha descubierto un libro sobre la música, que no da ninguna noticia interesante. Es cosa muy notable que el primer fruto de estos trabajos haya sido relativo a la música, cosa que aborrecía el Rey Carlos, porque, cuando chico, le hacía ir por fuerza a la ópera su ayo, el Conde de Santistéban. Lección que es muy oportuna para los padres y ayos. También es singular que el mismo Monarca, tan enemigo de la música, sea el que ha hecho el teatro mayor que se conoce, que es el de San Carlos de Nápoles; pero a esto puede decirse que, como el palco del Rey esta en el fondo, lo ha hecho así para estar más lejos de la música.

     Aquí puede terminarse la primera parte de la vida de este gran Príncipe, que, después de haber mandado una gran parte de los pueblos de Italia, de haberse hecho amar de ellos y de haberlos hecho felices por espacio de veintiséis años, quiso la Providencia disfrutase de igual dicha su patria, del modo que se dirá en adelante.

Fin de la primera parte

 

Notas de la parte primera de la Vida de Carlos III

Nota primera

Relativa al Marqués de la ensenada, ministro de Hacienda de España.

     ERA este Ministro de una extracción obscura, pero de un alma elevada, que, sin instrucción, le hacía desear el bien y buscar los medios de conseguirlo en las personas en quien lo hallaba y a las cuales se entregaba con entera confianza, y facilitaba a todos los medios. Anticipaba las recompensas, y estudiando de antemano lo que podía ser más agradable a cada uno, según su situación, aumentaba el valor de la dádiva y el reconocimiento de los que, sin haber tenido que pretender, veían un Ministro que, adivinando sus pensamientos, y añadiendo una cierta gracia a todo lo que daba, suprimía la triste e incierta carrera de pretendientes, a los que su mérito particular distinguía del común de ellos. Por estos medios, que, por desgracia, olvidan o desprecian en general los que tienen en su mano el poder, se captó los corazones y la confianza de la nación, y con ella su crédito, de modo que todos le ofrecían cuanto quería, asegurados de que nada perderían, y que antes sí ganarían mucho en ello. Había sido este Ministro guardaalmagacen de los de marina, y aun entonces tenía humos de Ministro, convidaba a comer y se distinguía de los otros por su generosidad y trato. Estos principios le hicieron conservar siempre una inclinación particular a la marina, y puede, decirse sin mentir que de ella nació la regeneración, o, por mejor decir, la creación de la de España en el pie en que se halla en el día. Con todo, su primer establecimiento se resintió de la calidad del mismo impulso que le había producido, pues todo el manejo de los arsenales se fió a la gente de pluma, con una especie de desconfianza de los oficiales de marina poco decorosa para el cuerpo y sumamente perjudicial al bien del servicio; así, los comandantes, no pudiendo desechar los cables, velas, etc., de mala calidad, que la inteligencia secreta de los proveedores hacia más frecuente, se hallaba comprometido su honor y el de la nación, y aun las vidas de sus individuos cuando salían a la mar y se presentaban al combate. Nada prueba más que la perfección es casi imposible, o a lo menos muy rara en el principio de un establecimiento, siendo éste en lo general el resultado de un esfuerzo de la imaginación del que le produce. Este es preciso proceda de un impulso interior suyo, o de interés, o de amor propio, o de otra pasión cualquiera, y difícilmente podrá dejar de resentirse a los principios el establecimiento del vicio que haya tenido influencia pública o secreta en él. Pero este defecto no debe impedir el que se ponga en planta; antes bien, es preciso mirarle como una cosa inherente a la naturaleza humana y dejar que el tiempo lo corrija luego. Así sucedió con el defecto que acabo de referir de la marina; después se ha corregido, y los oficiales de marina están actualmente en el pie que deben. Cada capitán es ducho y responde del almagacen destinado a su navío, y no tiene precisión de admitir lo que no crea lo mejor, con lo cual debe caer sobre él toda la responsabilidad, cuando ya se ha hecho a la vela abastecido a satisfacción de todo lo que necesita.

     Si se hubiera insistido al principio en este método, hubiera creído el Ministro ser indecoroso a los oficiales de cuenta y razón de que había sido miembro y que queríase alzar por este medio, y, chocado de esto, se hubiera quedado la marina lo mismo o peor que estaba. No hará muchos establecimientos útiles el que no sepa contemplar hasta un cierto punto ciertos afectos de esta clase en sus principios.

     Pasó el Marqués a Italia por secretario del Infante D. Felipe, como grande Almirante, y de allí fue llamado al ministerio de Hacienda, a la muerte de Felipe V.

     Estuvo en él hasta 1754, en que las intrigas de la Corte le hicieron salir, y los manejos secretos que le supusieron con los Jesuitas en el asunto del Paraguay y de la colonia del Sacramento, que luego se declararon por falsos.

     Poco después de venir del despacho, le despertó un oficial de guardias de Corps, llamado Rozas, para anunciarle estaba cercada su casa de tropas, y que a la puerta le esperaba un coche, en el cual tenía orden de conducirle a Granada. Vistióse con tranquilidad, y, entregando todas sus llaves a las personas comisionadas para recibirlas, se puso en coche, reposando sobre su propia conciencia y sobre la justicia de su Soberano. Hay quien dice que el Duque de Alba, mayordomo mayor del Rey, que fue la principal causa de su caída, estuvo de oculto a verle salir. En el carácter de este señor, cuyo mal corazón igualaba a su gran talento, no sería extraño este hecho. La muerte de D. José Carvajal, hermano del Marqués de Sarria, español honrado, fue la que facilitó esta desgracia. El Marqués logró en ella pruebas nada equívocas del concepto que debía al público, y todo le sobraba en su destierro. Transfirióse después al Puerto de Santa María, y en el año 1760 entró victorioso en Aranjuez, de orden del Rey Carlos, que le recibió muy bien.

     Falto de subalternos y del poder, que eran los medios que le habían hecho brillar, y reducido a sí solo, se limitó a hacer una compañía servil a su bienhechor y amigo el Duque de Losada, Sumiller del Rey, y a acreditar a S. M., por medio de una corte asidua y molesta, la lealtad y reconocimiento de un buen corazón. Se le consultó en algunos asuntos; pero como nada era por sí, no satisfacía como se esperaba. Así pasó sin faltar ningún día a la mesa del Rey, en que se ocupaba en hacer fiestas a sus perros. Pero el astuto Soberano, a quien nada chocaba más que le adulasen y quisiesen obligar por este medio a prodigar sus palabras y distinciones, desde luego que penetró el sistema del Marqués (que no tardó mucho), no volvió a hablarle una sola palabra.

     Cuando la causa del Gobernador de la Habana, D. Juan de Prado, y del General de la escuadra, D. Gutierre de Evía, su amigo, se quiso mezclar en intrigas para protegerlos, y ponía espías al Conde de Aranda, presidente del Consejo de guerra nombrado para juzgarlos, para saber sus pasos y buscar modos de atraerle a su dictamen. Esto, junto con la amistad íntima que tenía con el P. Isidro López, jesuita hábil e intrigante, que era uno de los que él había enviado a estudiar a Francia, hizo que, cuando se trataba de la expulsión de esta Orden, de que estaba encargado el mismo Conde de Aranda, se le mando salir de Madrid, y escogió para su morada Medina del Campo. Allí vivió, teniendo mesa de Estado, en la que no comía con motivo de su salud; pero convidaba a toda la gente de forma y forasteros, y asistía a la mesa más o menos, según la calidad de los convidados. Así acabó sus días en aquel destierro, alimentando con su magnificencia genial y el afecto que generalmente le tenían todos como a buen español, la ilusión de un Ministerio en que oía que muchos desearían verle colocado. Si en vez de quedarse en Madrid, y de seguir asiduamente los sitios, se hubiera retirado y venido solamente a Aranjuez o al Escorial algún año a hacer la corte a SS. MM, es casi cierto hubiera vuelto al Ministerio en el tumulto de 1766, cuando no se sabía de quien echar mano, y en cuyas circunstancias muchos le aclamaron. Pero acaso hubiera sido más infeliz que en Medina del Campo. Tal fue la vida del Marqués de la Ensenada, de quien, como la persona más interesante del reinado del Sr. D. Fernando el VI, he creído deber hacer mención en esta nota. Es verdad no debía serle reconocido, por haber sido el que, en el año de 1748, reformó el cuerpo de las galeras, de que fue último Capitán general mi padre, que murió seis meses después medio loco de pesadumbre. Pero su fin era bueno, porque el cuerpo de las galeras, separado del de la marina, era un verdadero monstruo dañoso. Aquel pretendía preeminencias, como más antiguo; pero como en lo general su oficialidad era menos instruida, la marina, que necesitaba de otros principios, la despreciaba, y de este continuo contraste de antigüedad o nobleza ignorante y de ciencia superior, aunque moderna, nada podía resultar de bueno. Incorporado este cuerpo en el otro, hubiera sido uno, y se evitaba el inconveniente; pero como el Marqués había sido marino plumista, se resintió de la enemistad de los cuerpos, y partió por medio. Yo le debí particular amistad y atenciones, y así, debo hacer honor a su memoria, y no quitarle nada de la gloria que se merece por un mal que nunca hubiera querido ni creído hacerme su buen corazón.

     Dejo a mi padre y a todos los oficiales sus grados y sueldos; pero aquél empezó a decir: No, no; ¡yo con sueldo y mis soldados sin él! Nada quiero, nada quiero; y fue la víctima de su honradez y buen corazón.

     Viendo mi padre que, en las instrucciones de reformas que se hallan entre mis papeles y en que se mandaban entregar los efectos de las galeras, no se nombraba expresamente el estandarte real que arboraba la Capitana, y en que estaban las armas de España, creyó no deberle entregar a la marina ni almagacenes sin especial orden, e hizo a este fin una representación en 11 de Diciembre de 48, que se halla entre mis papeles relativos a esta reforma. Representaba en ella ser aquellas insignias las primitivas de la marina española, citando las acciones en que en 1673, 85, 98, y 1701, y 702 se habían hecho particularmente respetar, y a sus expresiones acreditaba el celo y gusto con que a su vista había sabido exponer su vida repetidas veces, y el efecto que, como experimentado, conocía producían en las ocasiones en los militares semejantes estímulo, imaginarios en el fondo, pero incalculables por sus efectos; pero como en la secretaría sólo calculaban el valor del tafetán, respondieron lo entregase como lo demás en los almacenes. Mi padre, que había visto siempre en aquella insignia el Rey y la nación para perder por ella su sangre, recibió en esta respuesta el golpe de gracia que acabó de arruinarle. ¡Véase qué diferente efecto produce un mismo objeto, según el valor que le da la imaginación, que esta lección sirva de escarmiento a los que la leyeren y lleguen a mandar, para no olvidar nunca lo que pierden y empobrecen al Soberano y a la nación, en no querer sacar el partido que deben de las preocupaciones útiles de los hombres! Si la respuesta del Ministro hubiera sido alabar el celo del General, y mandarle conservar en su casa aquellas últimas insignias, haciéndole con este motivo un elogio para consolarle de su reforma, le hubiera vuelto la vida a poca costa obligádole acaso a confesar, pasado el primer momento, la utilidad de la misma reforma que queda indicada arriba.

 

Nota segunda

Relativa a la última enfermedad del Rey Fernando el VI, que fue el 28 de Agosto de 58, en Aranjuez.

     Inmediatamente que murió la Reina Bárbara, se trasladó el Rey al antiguo castillo de Villaviciosa, distante de Madrid dos leguas, cuyas espesas murallas parecían, más que otra cosa, una prisión y no un lugar destinado y propio para distraer el ánimo de un melancólico, y la aridez de sus inmediaciones no eran tampoco capaces de contribuir a conseguir el fin. Sin duda que el motivo que obligó a escoger esta morada fue buscar un paraje próximo a la Corte en que el Rey no hubiese nunca estado con la Reina, su esposa, a fin de quitarle todos los recuerdos melancólicos que esta memoria podría ocasionarle. Pero el pueblo, que amaba poco al Mayordomo mayor del Rey, le culpó en la elección, y tuvo tanto más motivo de murmurar de él, que no fue a hospedarse a Villaviciosa, donde sólo iba algunas veces, teniendo su residencia en Madrid, con un pretexto frívolo de salud. Esta conducta era tanto más chocante, cuanto que dicho señor había sido siempre particularmente querido y distinguido por el Rey.

     Entregado, pues, a sí mismo nuestro santo Monarca, creció de día en día su tristeza y el abatimiento de ánimo, y, aunque salía por las tardes un poco a caza, aquella diversión, que ocupaba su cuerpo, no aliviaba su imaginación, que era su tormento. Sólo se le notaba algo de alegría y un interés particular en saber del correo de Italia, y, estaba siempre impaciente el día de su llegada hasta el recibo de las cartas. Tenía el Infante D. Felipe, su hermano, dos hijas, la una, nuestra actual Reina Doña María Luisa, y la otra, mayor, que era la Infanta Doña Isabel, que casó con el Emperador Josef II. Había el Rey conocido a esta última Princesa, que nació en España, y, por esto, y las noticias que tenía de su educación, talento y piedad, le profesaba una particular inclinación, y, pensaba sin duda, según todas las apariencias, en casarse con ella. Este interés, y el gusto con que miraba un retrato que tenía suyo eran unos indicios ciertos de ello.

     Si el Rey hubiera tenido bastante resolución para hacerse superior a los respetos humanos, y, para conocer la necesidad en que se hallaba de superarlos para no ser la víctima de su tristeza, hubiera dicho lo que pensaba, hubiera tomado su partido, y, haciendo venir a su sobrina, hubiera sido feliz; y el reino, que le amaba, hubiera tenido el consuelo de conservarle. Esta Princesa fue adorada después por el Emperador, su esposo, y de cuantos la conocieron, y fue tanto el amor que S. M I. la conservó siempre, que jamás pudo acostumbrarse a su segunda mujer, por más que ésta hiciese para serle grata. Entrado en San Sebastián, en vino de los dos viajes que hizo a Francia, hallándose ya viudo la segunda vez, dijo con ternura y efusión de corazón al Duque de Crillón, que le acompañaba, y me lo ha dicho: Si estuviera cierto de hallar en una de estas mujeres, aunque fuese del pueblo, una española como la que tuve la desgracia de perder, me casaría con ella en el momento. Este dicho, en la boca de un Príncipe que no había tenido nunca pasión por ninguna mujer, es un elogio completo del mérito de esta Princesa.

     La timidez natural del carácter de Fernando le privó, pues, de poseerla, y continuó siempre aumentando su melancolía.

     He visto en Viena, en el panteón de los Capuchinos, los sepulcros de las dos mujeres del Emperador José, inmediato uno a otro, y he notado en ellos una cosa muy singular. En el de la parmesana, que amaba tiernamente, está un corazón, y en él, me parece, el retrato del Emperador. En el de la bavaresa, que S. M. I. no podía sufrir, sólo hay una serpiente redonda con la cola en la boca, que, aunque es símbolo de la eternidad, atendidas las circunstancias, parece hubiera podido omitirse y preferir otro emblema menos susceptible de interpretación.

     Otro inesperado suceso fue el que dio el último golpe al ánimo demasiado abatido de este Monarca. El Rey D. Josef II de Portugal, hermano de la Reina Bárbara, cuya falta era la causa de su tormento, yendo de noche en su calesa a casa de la Marquesa de Tavora, según su costumbre, acompañado sólo de su ayuda de cámara Texeira, se vio asaltado por varias gentes a caballo, que, deteniendo al postillón, le tiraron un tiro a la calesa, que hirió a. S. M., habiendo tenido la fortuna de que faltase fuego al trabuco con que tiraron al postillón, con lo cual pudo galopar y salvar la persona del Rey. Según los indicios, el que tiró al postillón fue el mismo Duque de Aveiro, Mayordomo mayor del Rey, a quien todo Lisboa atribuía al día siguiente a voces este intentado asesinato. Su carácter personal, su ambición insaciable y las relaciones del Rey con la Marquesa de Tavora, estaban tan complicadas entre sí, que dieron lugar a esta uniformidad de opinión, que fue un grito casi general luego que se traslució en el público esta triste noticia. Al día siguiente fue el Duque a ver al Rey, que se hallaba en la cama, como si nada supiese del hecho, y S. M. le recibió como si no sospechase de él. Con todo, un ayuda de cámara, favorito del Monarca, escribió en un papel después de la visita: El asesino del Rey es el Duque de Aveiro. Y lo dio sellado a un amigo suyo, diciéndole no le tocase hasta que él se lo dijese. Así se hizo, y se realizó su previsión. Inmediatamente empezó a instruirse con la mayor reserva el proceso, bajo las órdenes y dirección del famoso Marqués de Pombal, Ministro favorito, que siguió tratando al Duque como si nada hubiese. Este, con todo, acusándole su conciencia, y mirando acaso como sospechosa aquella misma tranquilidad, quiso descubrir terreno, y fue un día a ver al Marqués de Pombal, para pedirle apoyase una pretensión que tenía, y decirle que si S. M. no hallaba inconveniente, se iría por unos días a una quinta o casa de campo que tenía del otro lado del río, entre Lisboa y Setuval. El Marqués estaba justamente con su proceso entre las manos, que ocultó, como puede creerse, de modo que no lo viese. Lo oyó con el mayor agrado, y, le dijo que no hallaba el menor inconveniente en que partiese, y que, en cuanto a su asunto, que le tenía muy presente, y que no debía dudar se le haría la justicia que merecía.

     Fuese tranquilo el Duque a su casa de campo, en la cual fue arrestado poco después, de resultas del gran proceso, en que fueron condenados a muerte el Duque de Aveiro, Conde de Atouguia y Marqués de Tavora y demás señores comprendidos en la causa, que padecieron su castigo el día 13 de Enero de 1759, día de horror y consternación para toda Lisboa, que no se olvidará nunca. En él dio el Marqués de Pombal, aún Conde de Oeiras, una prueba bien grande de su despotismo y del punto de abatimiento a que había reducido la nobleza del reino. Mandó aquella misma tarde a todos los parientes de los reos que no se hallaban presos, y que, por consiguiente, no se miraban como implicados en el asunto, se vistiesen de gala y fuesen a palacio a besar las manos a SS. MM. y a darle gracias de haber castigado a unos parientes que miraban como infames y traidores a sus Soberanos. Así lo hicieron, de tan mala gana como puede considerarse, y me han confirmado en Lisboa veintiséis años después, llenos aún de cólera y horror los mismos que entonces pudieron reprimirla, que estaban viendo humear el cadalso en que ardían las cenizas de sus próximos parientes desde el palacio en que ellos estaban reunidos para celebrar su ejecución.

     Este proceso es uno de los más famosos de la Europa; ha dado mucho que hablar contra el Marqués de Pombal, que todos convienen en que, por sus fines particulares, extendió el rigor sobre algunos inocentes, aunque no hay quien cuente en este número al Duque de Aveiro. Es cierto que el Marqués de Pombal, no siendo de las familias primeras del reino, y, siendo altivo y ambicioso, hizo siempre un estudio de abatir a una nobleza orgullosa que conocía le miraba con desprecio, y, se aprovechó de esta ocasión para conseguirlo y, ejercitar algunas venganzas y opresiones crueles, de que no desistió hasta que, muerto el Rey, veinte años después, y falto de poder, le hicieron retirar. La Reina María I, actualmente reinante, hizo salir de las cárceles a todos los destinados a morir en ellas, entre los cuales se vieron muchos que se suponían ya muertos, y, se vio faltaban otros que se creían aún vivos. Entre los primeros merece tenerse presente uno llamado Enserrabodes, que había sido Ministro en Inglaterra, y luego en Roma, y que el Marqués había hecho retirar de este último destino porque no se conformaba a sus ideas religiosas. El Rey de Inglaterra le había estimado mucho durante su residencia en Londres por su gran talento y mérito, y se interesó con el Rey Don Josef para que le diese su libertad, haciéndole hablar por su Ministro en Lisboa. Viendo que no tenía respuesta, resolvió escribirle, y mandó a su Ministro diese al mismo Rey su carta. Así lo hizo, y habiendo S. M. hablado a Pombal, diciéndole quería dar gusto al Rey de Inglaterra, este Ministro le replicó no era posible, porque Enserrabodes había muerto, y para probarlo, dio a otro una pensión que él tenía. Así me lo ha contado el mismo muerto, en Lisboa, en 1785. En la segunda clase merece singular atención el Conde de la Rivera. Este había podido entretener una correspondencia con su mujer por medio de un negro, por el cual la Condesa le enviaba papeles y dinero. Muerto el Conde, vio el negro le faltaba aquel recurso, y tuvo la maña de continuar una correspondencia, por medio de la cual, a más del pago de su trabajo, se embolsaba los socorros que le daban para el difunto Conde. Abiertas las cárceles, la Condesa envió a buscar a su marido, y se preparaba a recibirle; corre a la escalera, cuando ve de lejos el coche, llega éste, y, en vez de su marido, ve sólo al criado, que, a fuerza de pretextos, procuró prepararla lo que pudo a recibir la noticia de su muerte. Por este estilo hubo otros varios sucesos sumamente extraños. Pero entre ellos no debe omitirse el del Conde de San Lorenzo. Era este señor gentil hombre de cámara, favorito del Infante D. Pedro, que sucedió al Rey, D. Josef II, como marido de la Reina Doña María. El motivo de su arrestación fue la predilección que el Infante tenía por él, y las sospechas del Marqués de Pombal de que le servía de espía a favor de los Jesuitas, a que S. A. y él eran adictos. Esto bastó para encerrarle como a los otros, mostrándose el Infante muy ofendido de esta providencia. Creía, pues, el Conde que, luego que subiese al trono, el primer objeto del nuevo Rey, sería librar a su favorito, que sabía padecía por él; pero ninguna demostración hizo a su favor, y salió de la prisión a su turno, como uno de tantos. El Conde, que es hombre de mucho talento, instrucción y carácter, no podía ser insensible a esta indiferencia, y, desde que salió del encierro, se le notó una manía singular y única, pues en todo lo demás estaba muy racional, sin la menor agitación en nada, ni aun en su manía, fuera de la cual hablaba de literatura, historia y de todos los demás ramos, en que estaba muy instruido, y su memoria y modo de producirse hacia su sociedad tan agradable e instructiva como lo había sido siempre. Su manía única fue fijarse en la época en que entró en el castillo, y renunciar a reconocer cuanto había sucedido después. El Rey D. Josef y, Pombal reinaban siempre para él en Portugal. El Rey D. Pedro era siempre el Príncipe del Brasil, y en él esperaba, haciéndose lenguas de sus virtudes y repitiendo las honras que le debía constantemente. Clemente XIII ocupaba siempre la Silla apostólica, y así de lo demás. Esta situación le impidió el ir a la Corte, ni ver a nadie. Retiróse en este estado a un Monasterio, llamado la Penina, que está en lo más alto de la sierra de Cintra, y allí se mantuvo algunos años, haciendo una vida cristiana y estudiosa, y siendo las delicias de los tres o cuatro religiosos que habitaban aquel desierto. De él se pasó después a Lisboa al convento de las Necesidades, de Padres de San Felipe de Neri. Allí hay hombres muy dignos e instruidos, una biblioteca selecta, que le ocupa enteramente. Tiene más sociedad y ve a tal cual de sus parientes y amigos muy íntimos. Todos le hallan el mismo que antes, salvo en el artículo dicho, en que no da cuartel, manteniéndose siempre en no pasar adelante de la época de su arrestación, como la de su muerte para el mundo.

     Semejante conducta, combinadas todas las circunstancias, acredita, a mi modo de ver (y no soy el solo), que el respetable Conde de San Lorenzo, lejos de estar maniático, nos da una lección muy rara, y acaso única, de tesón, prudencia y honor. Ofendido y olvidado por el que fue la causa de su arresto, y no pudiendo tomar de él la satisfacción que hubiera exigido de un igual suyo, creyó no podía presentarse a su Soberano como verdaderamente reconocido, cuando anidaban contra él en su corazón Justos motivos de resentimiento, y que el mismo Rey podría sentirlos en su corazón cuando le viese, conociendo su falta de consecuencia y amistad. Para evitar, pues, los malos ratos recíprocos de semejantes reflexiones y sus resultas, y convencido, después de diez y ocho años de encierro, de lo que vale el mundo y las Cortes, se resolvió a renunciar a uno y, otro, y dar una nueva lección decorosa y prudente y verdaderamente filosófica, de consecuencia y amistad a quien le había faltado a uno y otro, sin salir del deber que le imponía la calidad de vasallo. Esto debe servir de ejemplo a todos, y mucho más a los Soberanos, cuya elevación los expone más a incurrir en estas faltas, en perjuicio suyo y de su reino, pues las personas de carácter, consecuencia, verdadero mérito y, reflexión cuentan menos de lo que pudieran con sus demostraciones, y aun con sus resoluciones, y, alejándose de ellos, dejan el puesto a los tontos y aduladores bajos, o a los ambiciosos malignos, que los ocupan en descrédito del mismo Soberano y en detrimento del bien de sus vasallos.

     Este Ministro singular, uno de los primeros que ha tenido el Portugal, es, como todos los hombres, un compuesto de buenas y malas calidades, y de la combinación de unos y otros, resulta tenía calidades grandes para el mando, y que si, en vez de haber sido ministro, hubiera nacido Rey de Portugal, no hubiera incurrido en las faltas que cometió, y que nacieron las más de su situación. Si su cuna le hubiera hecho tan superior a los otros como creía serio por su talento, no hubiera necesitado de cometer las faltas que no tuvieron otro estímulo que el de querer avasallar a los otros, y si han sido ciertos los defectos que atribuyen a su ambición para enriquecer su casa, o no los hubiera tenido tampoco, o si era ambicioso, su ambición le hubiera hecho guerrero y, conquistador, y hubiera mudado de nombre.

     Otra prueba de lo dicho es que, mientras su Ministerio, hizo con su prepotencia se casase su hijo segundo con la hija heredera del actual Embajador de Portugal en París; pero esta señora, que tenía otra inclinación, tuvo más tesón que todos los suyos, y jamás cohabitó con su marido, de modo que, aunque la pusieron en un convento para forzarla a ello, sufrió la prisión, que acabó por casarse con el otro.

     Entonces el Marqués casó a dicho hijo segundo con una heredera de la familia Tavora, cuyo padre, Nuño de Tavora, tenía y mantuvo preso, sin que ni siquiera supiera la boda. Cuando salió este hombre virtuoso de la prisión en que el Marqués le había tenido diez y ocho años, y de que sólo lo sacó la justicia de la Reina, halló que su yerno, heredero de su casa, era un tonto, hijo de su Nerón. Lo único que dijo al saberlo fueron estas palabras: Dios lo ha querido; a mí me faltaría esto para purificarme, y abrazándole, ha continuado en tratarle como si él mismo hubiera hecho la boda. Sólo una verdadera religión puede producir semejantes efectos en el corazón del hombre convencido íntimamente de ella, y así he querido, hijos míos, no ignoréis este ejemplo de su poder y utilidad aún en lo humano.

     Estoy casi cierto de que en la guerra con España, en 1762, en que los ingleses ofrecieron al Rey de Portugal y a su familia un asilo en su reino (en que nada hubiera perdido la Inglaterra), el Marqués lo rehusó, y tenía pronta una flota con todo lo necesario para un viaje de mar de seis meses de la familia real. No tenía otra mira en esto que la de transplantarse a la América y establecer en el país un nuevo reino de Portugal sin límites. Esta idea era propia de su genio y ambición de gloria. Por ella tenía la de ser el establecedor de la revolución y nuevo Imperio del otro mundo, que tanto tiempo hace nos estaba pronosticada y que otros han realizado después. El hubiera enriquecido como hubiera querido su familia, y aquellos habitantes le hubieran mirado como una divinidad, y, hubieran adoptado, como venida de ella, todas las leyes que les hubiese querido imponer, y que en el corto terreno que poseían en Europa podían dar poco de sí, teniendo que vencer un sin número de obstáculos autorizados por la costumbre envejecida de siglos. Allí se hubiera reído y aun hecho temer de los españoles, en cuyos dominios hubiera podido introducirse a poca costa y con muchas ventajas, en vez de que en Europa era preciso los mirase siempre con respeto y temor, y que hiciese Portugal el papel de una potencia secundaria. Tales creo eran las ideas del Marqués, sobre el cual y el singular suceso de la desgracia del Rey de Portugal y sus resultas he querido dar una noticia, algo detallada, aun a costa de esta digresión.

     Volviendo, pues, a lo que toca al Rey Fernando, diré que la noticia de esta inesperada y horrible desgracia hizo tanta impresión en su ánimo débil, preparado ya a la melancolía, que pasando esta a su segundo grado, degeneró en manía. Con motivo del luto del cuñado no volvió a salir del castillo encantado en que le habían puesto para alegrarle, y pasaba horas enteras paseándose solo en su cuarto. Al fin, un día se encerró desde por la mañana, y, no obstante de que era sumamente devoto, no abrió ni para oír Misa ni para nada, y se le veía por la cerradura de la puerta andar de arriba a abajo Paseando melancólicamente. Por fortuna quedó este consuelo en medio de esta aflicción, pues, a no haber podido ver lo que hacía, hubiera sido preciso echar abajo la puerta, y sabe Dios el efecto que hubiera causado en los principios esta contradicción. Así continuó hasta las tres de la mañana del día siguiente, que se acerco a la puerta, la abrió y se presentó en chupa y gorro, llamando a la orden lo ordinario, como si nada hubiera habido. Considérese la sorpresa de todo el mundo. Dio el Santo a lo acostumbrado, y se retiró a acostarse. Todos saben que su padre, Felipe V, había estado maniático en sus últimos tiempos, casi desde que volvió a tomar la Corona, después de la abdicación que había hecho de ella en favor de su hijo Luis, contra la voluntad de su mujer la Reina Isabel Farnesio, que bien a pesar suyo le hizo volver a subir al trono. Decía Felipe que éste ya no le podía pertenecer, y que el verdadero Rey era su hijo Fernando; que él había ya hecho su abdicación, y que era usurpador del derecho de sus hijos. Esta manía, nacida de su deseo de la inacción, le tenía triste y disgustado siempre. Llegó a tanto su desvarío, que al fin iba a pescar a las dos de la noche, se quería montar sobre los caballos de las tapicerías y hacía otras estravagancias semejantes. Su mujer, que no se apartaba de él, las estaba ocultando cuanto podía, no sin peligro, pues a veces la amenazaba, como cuando se mete miedo a los chicos; pero ella le conocía, y no le temía, porque sabia que, aun en sus desvíos, la respetaba y quería. Falto su hijo Fernando de este auxilio necesario y continuo de una persona que le diese sujeción, hizo más rápidos progresos en el este terrible mal de la melancolía, y fue pasando de manía en manía y de extravagancia en extravagancia, habiendo estado una vez diez y ocho horas sentado sin moverse en la esquina de un taburete, y otras cosas semejantes. Procuraban distraerle; pero sin fruto, o a lo menos muy pasajero. Hicieron venir de San Ildefonso a su hermano el Infante D. Luis, que estaba siempre en aquel sitio acompañando a su madre, y que quedó en Villaviciosa mientras vivió el Rey; pero nada se adelantó. Otro día hicieron venir al P. Rábago, Jesuita de edad y de un aspecto severísimo, que había sido su confesor, y a quien S. M tenía mucha sujeción. Otra vez llamaron, y vino, a la Marquesa de Aytona, camarera mayor de la Reina Bárbara, que era una señora muy respetable, y a quien el Rey quería mucho; pero no quiso verla. Lo mismo sucedió con el Gobernador del Consejo, y aun a veces con el Sr. D. Manuel Quintano, Inquisidor general, su actual confesor. Semejantes procedimientos en un hombre de piedad y dulzura no dejaban duda de la triste situación en que se hallaba su imaginación. El Duque de Béjar, mi cuñado, su Sumiller de Corps, a quien amaba el Rey tiernamente, y que consideraba por su virtud y excelentes calidades, era el único a quien conservaba aún algún respeto, y no se separó del Rey en todo el tiempo de su enfermedad, en que le sirvieron también con el mayor celo y esmero, como sus gentiles hombres de cámara, mis sobrinos el Duque del Infantado y Marqués de Santa Cruz y los Duques de Uceda y Montellano. Desde luego que se declaró la enfermedad, entabló el Duque de Béjar una correspondencia semanal con el Rey Carlos, como su inmediato sucesor, para darle cuenta de todo cuanto pasaba. Por muerte de mi cuñado y mi hermana, su mujer, conservo, vinculado en mi casa un libro encuadernado en tafilete encarnado, con presillas de plata, en que se hallan originales de su mano todas las respuestas del Rey al Duque durante la enfermedad del Rey Fernando.

     Todo se pasaba en el reino durante estos diez meses de la falta del Rey de legítimo sustituto de su persona, con la misma tranquilidad que si viviese. Parece que todos se habían dado la palabra para darle la prueba mas extraña y única del amor que le profesaban y del deseo y esperanza que tenían de su restablecimiento. Los tribunales seguían su curso regular, y por medio de las órdenes de los Ministros (de acuerdo con la Reina madre y el Rey de Nápoles), tomaron el medio término de valerse de esta expresión: Conviene al servicio del Rey.

     Con todo, no faltaron espíritus inquietos que quisieron, conmover el público, haciendo coplas para conseguirlo, entre las cuales había unas que empezaban:

   Españoles descuidados,

insensibles e indolentes,

cobardes, de confiados,

necios de puro prudentes, etc., etc.

     Este principio indica bien el espíritu que reinaba en semejantes escritos. A esto se juntó también que no faltó quien, mirando ya el sol que iba a aparecer sobre el horizonte, y formando cálculos sobre su llegada, quiso prevenirla y hacer una especie de junta de Estado, en que entrasen el Embajador de Nápoles, como representante del inmediato heredero, y algunos de los señores principales del reino, de cuyo número no se creía excluido, siendo el motor del pensamiento. Pero todo esto se desvaneció, y la fidelidad y amor de los españoles fueron el mejor garante del orden y de la tranquilidad del reino, empleado todo en rogativas y demostraciones piadosas, propias del deseo que tenían de volver a vivir bajo el dulce yugo de su amado Fernando. Este se agravaba de día en día, y a veces se ponía furioso y mordía aun los vasos de plata con que habían reemplazado por esta razón los de cristal. Se postró al fin en la cama, en que hacía todas sus inmundicias, que arrojaba indistintamente a todos los que le servían, sin respetar ya a lo último, ni aún al mismo Duque de Béjar, que naturalmente no conocía. Con todo, tenía algunos momentos de razón, y, entre ellos, preguntando un día por el Marqués de Villadarias, Sargento mayor de Guardias de Corps, hombre devoto, a quien quería, sin dejar de conocer tenía un carácter cortesano y adulador (calidades que suelen no separarse), le respondieron estaba en la iglesia pidiendo a Dios por su salud, y replicó S. M.: Sí, sí, por mi salud;... estará pidiendo por el feliz viaje de mi hermano Carlos.

     Al cabo, pues, de diez meses de continuo padecer, murió privado de los consuelos de la religión y entre sus propios escrementos el Rey de España Fernando, el más religioso y el más pulcro de los hombres, y su mujer la Reina Bárbara, que era igualmente pulcra, murió (aunque con todo su conocimiento y Sacramentos) en el mismo estado de inmundicia. Quedó el pobre Señor de tal modo, que me han asegurado el Duque del Infantado y el Marqués de Santa Cruz, que le vistieron después de muerto, que, al lavarle, todo el pellejo se venía con la esponja.

     Ambos Soberanos se enterraron en Madrid en el Monasterio de la Visitación, que había sido fundación de la Reina Bárbara. Yo, que estaba de guardia con mi compañía, como alférez de Guardias españolas, en Aranjuez, cuando murió la Reina Bárbara, y me retiré al cabo de cincuenta días a Madrid, con sólo cinco hombres y el teniente de la compañía, pues los demás eran reemplazos de los que habían caído con tercianas, que tuve yo al año siguiente, y asistí con ellas al entierro del Rey, su esposo, no debo olvidar este día, pues en una de las descargas reventó detrás de mí el cañón de un fusil, que, por la buena calidad del hierro, se abrió sin saltar, pues, a haberlo hecho, es probable no hubiera podido dar aquí esta noticia y tributar a estos dos Soberanos, a quienes mi hermana y yo debimos nuestra educación, como lo dije al principio, este testimonio de mi reconocida memoria.

 

Nota Tercera

Abdicación de la Corona de Nápoles y establecimiento del Consejo de regencia durante la menor edad del Rey y de la sucesión de la Corona para después de sus días.

     Nos, Carlos III, por la gracia de Dios Rey de Castilla, etc.

     Entre los graves cuidados que me ha ocasionado la Monarquía de España y de las Indias después de la muerte de mi muy amado hermano el Rey católico D. Fernando el VI, ha sido uno de los más serios la imposibilidad conocida de mi primer hijo. El espíritu de los tratados de este siglo muestra que la Europa desea la separación de la potencia española e italiana. Viéndome, pues, en la precisión de proveer de legítimo sucesor a mis Estados italianos, para partir a España, y escoger entre los muchos hijos que Dios me ha dado, y decidir cuál sea apto para el gobierno de los pueblos que van a recaer en él, separados de la España y de las Indias, esta resolución, que quiero tomar desde luego para la tranquilidad de la Europa, y, para no dar lugar a sospecha alguna de que medite reunir en mi persona la potencia española e italiana, exije que desde ahora tome medidas respecto a la Italia. Un cuerpo considerable, compuesto de mis Consejeros de Estado, de un Consejero de Castilla, que se hallaba aquí, de la Cámara de Santa Clara, del Teniente de la Sumaria de Nápoles y de toda la junta de Sicilia, asistido de seis diputados, me ha referido que, por más exámenes y experiencias que han hecho, no han podido hallar en el Príncipe uso de razón, ni principio de discurso o entendimiento y, criterio humano, y que, habiendo sido lo mismo desde su infancia, no sólo no es capaz ni de religión, ni de raciocinio al presente, pero ni se deja ver para lo futuro sombras de esperanzas, concluyendo su parecer uniforme este Cuerpo que no se debe pensar ni disponer de él como quisieran la naturaleza, la justicia y el amor paterno. Así, viendo en este momento recaer por divina voluntad la capacidad y el derecho de hijo segundo en el tercero D. Fernando, no obstante su edad menor, he creído debía pensar en el acto de traspasar a él mis Estados italianos, como Soberano y como padre, y, en su tutela y cuidado, que no pienso ejercitar con un hijo que viene a ser Soberano independiente en Italia, como yo lo soy en España.

     Constituido, pues, el Infante D. Fernando, mi tercer hijo, en estado de recibir mis dominio italianos, paso en primer lugar, aunque no fuese necesario tratándose de un Soberano, a emanciparlo con este presente acto, que quiero se repute el más solemne y, con todo el vigor de acto legítimo, y, aun de ley, y quiero que desde este punto sea libre, no sólo de mi paterna potestad, sino también de mi autoridad suprema. En segundo lugar establezco y ordeno el Consejo de regencia, para la menor edad de dicho mi tercer hijo, que debe ser Soberano y Señor de todos mis Estados italianos, a fin de que este Consejo administre la soberanía y el dominio mientras llega a su mayor edad, con el método prescrito por mí en una Constitución de este mismo día, firmada de mi mano, sellada con mi sello y firmada por mi Consejero y Secretario en el departamento de mi Estado y casa real cuya Constitución quiero que sea y se juzgue parte integral de este mi acto, y se repute en todo y, por todo referida aquí, para que tenga la misma fuerza de ley. En tercer lugar, decido y establezco por ley fija y perpetua de mis Estados y bienes italianos, que la mayor edad de aquellos que, como dueños y señores tendrán la administración libre de ellos, sea a les diez y seis años cumplidos. En cuarto lugar, quiero igualmente, por ley constante y perpetua, para la sucesión del Infante D. Fernando, y para mayor explicación de los reglamentos interiores, que su sucesión sea el orden de primogenitura, con el derecho de pasar a la descendencia masculina de varón en varón. A aquel que, siendo de la línea recta, le falten hijos varones, deberá suceder el primogénito de varón de la línea más inmediata y próxima al último reinante, del cual sea tío paterno o hermano, o, en mayor distancia, sea el hijo mayor en su línea en la forma ya dicha, o sea en el ramo que inmediatamente se ha separado de la línea recta primogénita del Infante D. Fernando o de la del último reinante. Lo mismo ordenó en el caso de que faltasen todos los varones, hijos de varón, de la descendencia masculina de dicho Infante D. Fernando, y de varón en varón respecto al Infante Don Gabriel, mi hijo, a quien deberá pasar entonces la sucesión italiana, y en sus descendientes varones como queda dicho. Faltando dicho Infante D. Gabriel y sus descendientes varones de varón, como arriba es dicho, pasara la sucesión, con el mismo orden, al Infante D. Antonio Pascual, y después de él y de su descendencia varonil, al Infante D. Xavier y su descendencia, y después a los otros Infantes, mis hijos, que Dios me diere, según el orden de la naturaleza y su descendencia varonil. Acabados todos los varones de varón en mi descendencia, sucederá aquella hembra de la sangre y del parentesco que al tiempo de la falta esté viva, o bien sea hija mía o de otro Príncipe varón de varón de mi descendencia, la cual sea la más inmediata al último Rey y al último varón de la consanguinidad que falte, o de otro Príncipe que haya faltado antes, repitiendo siempre que en la línea recta se observe el derecho de representación, con que se mide la proximidad de primogénito, siendo ella de la afinidad; y respecto a ésta, de sus descendientes varones de varón, que la deberán suceder, obsérvese el método arriba explicado. Faltando después la línea femenina, recaerá la sucesión en mi hermano el Infante Don Felipe y sus descendientes varones de varón, y faltando éstos, también en mi hermano el Infante D. Luis y sus descendientes varones de varón, y faltando éstos, en la hembra más próxima de la consanguinidad, con el orden prescrito arriba. Bien entendido, que el orden de la sucesión señalado por mí, nunca podrá ocasionar la unión de la Monarquía de España con la soberanía y dominios italianos, de modo que, o varones o hembras de mi descendencia, conforme a lo dicho, sean admitidos a la soberanía italiana, siempre que no sean Rey de España o Príncipe de Asturias declarado ya o para declararse, cuando haya otro varón que pueda suceder en los bienes italianos en virtud de este mi acto. No habiéndolo, deberá el Rey de España, luego que Dios le provea de un segundo hijo varón, o nieto o biznieto, pasar a él todos los Estados y bienes italianos.

     Encomiendo humildemente a Dios el dicho Infante D. Fernando, que dejo para reinar en Nápoles, dándole mi bendición paternal, y encargándole la defensa de la religión católica, la justicia, la mansedumbre, la vigilancia, el amor a los pueblos, que, por haberme servido y obedecido fielmente, son beneméritos de mi real Casa. Por lo mismo, cedo, transfiero y doy al mismo Infante D. Fernando, mi tercer hijo por naturaleza, los reinos de las dos Sicilias, y todos los demás Estados, bienes, razones, derechos, títulos y acciones, y, hago al mismo desde este punto la más amplia cesión y translación, sin que quede parte alguna de soberanía o superioridad ni a mí ni a mis sucesores los Reyes de España, fuera de los casos arriba dichos. En consecuencia de esto, desde el momento que salga yo de esta capital, podrá administrar independientemente de cualquiera que sea, con su Consejo o Regencia, todo aquello que será transferido, cedido y, dado por mí al mismo. Espero que éste mi acto de emancipación, constitución de edad mayor, destino de tutela y cuidado del Rey pupilo y, menor en la administración de dichos Estados, y, en los bienes italianos de donación y cesión, redundará en bien de los pueblos, de mi familia real, y, finalmente, contribuirá a la quietud de la Italia y de la Europa toda. El presente instrumento será firmado por mí y por mi hijo D. Fernando, sellado con mi sello, y firmado por los infrascritos Consejeros y Secretarios de Estado, en calidad de Regentes y tutores del mismo Infante D. Fernando.=Dado en Nápoles a 6 de Octubre de 1759. = Carlos. = Fernando.=Domingo Cattaneo.=Miguel Reggio. =Joseph Pappacoda. =Pedro Bologna.=Domingo de Sangro.= Bernardo Tanucci.

 

 

Segunda parte

Que comprende desde su llegada a España hasta su muerte.

Capítulo primero

Desde la llegada del Rey a España (1759) hasta la paz de 1763.

 

     Quiso la divina Providencia recompensar el sacrificio que, por todas las razones arriba dichas, había hecho nuestro Monarca abandonando un reino tan delicioso y que había creado él mismo, y premiar la entera confianza con que hemos visto se había puesto en sus manos, y así, aunque al tiempo de su embarco no se manifestaba el viento favorable, mudó aquella misma noche, y a los cuatro días de haberse separado de sus antiguos dominios, abordó a las costas de su patria, que le esperaba con los brazos abiertos. Desembarcó S. M. y su real familia en Barcelona el 12 de Octubre, antes de que hubiesen aún podido llegar por tierra varias personas de las que vinieron de Madrid y de otras partes del reino para recibirle.

     Mantúvose allí pocos días; pero en ellos dio muestras de su benignidad y benevolencia, restituyendo a los catalanes varios de los privilegios de que habían gozado antes de la rebelión de 1640, los cuales había abolido su augusto padre después de haber tomado la plaza en 1714, El Duque de Béjar, D. Joaquín de Zúñiga, mi cuñado, que estaba a la cabeza de la cámara del Rey, como Sumiller del difunto, se presentó al nuevo Monarca, con quien se ha visto había tenido una larga e íntima correspondencia durante todo el tiempo de la enfermedad de su difunto hermano. S. M., que le conocía personalmente antes de su embarco, lo recibió con las mayores pruebas de cariño y de gratitud por lo bien que se había portado y por su asidua asistencia al Rey Fernando. Para darle una prueba de la entera confianza que tenía en él, le nombró desde luego ayo del Príncipe de Asturias D. Carlos (que hoy reina felizmente bajo el título de IV) y de sus hermanos D. Gabriel, Don Antonio y D. Xavier, de que sólo nos queda desgraciadamente D. Antonio. El Duque reconoció todo el valor de semejante confianza, y hubiera deseado que el estado de su salud le permitiese desempeñarla, como deseaba y podría haberlo hecho en otro tiempo, por sí, por su instrucción, carácter y prendas naturales. Pero dominado de una melancolía profunda, no podía hacer muchas veces lo que quería y creía necesario. S. M. habla traído consigo de Nápoles como Sumiller a D. Joseph Fernández de Miranda, Duque de Losada, que se había embarcado con él en Sevilla, como gentil hombre de cámara, y que nunca se había separado de su persona. Este favorito era digno de un tal Rey, que, si no hubiera sabido serio sin abusar de su favor, no le hubiera tenido a su lado hasta que murió en El Escorial, en el cuarto inmediato al suyo, que siempre ocupaba, el año 1783. Honrado, noble, franco, verdadero amigo de sus amigos, incapaz de intrigas, de hacer mal ni de hablar mal de nadie, y solícito en alabar y hacer bien a cuantos podía; tal fue, y debía ser necesariamente, el carácter personal del digno y dichoso favorito y del amigo fiel de un hombre Monarca, cual lo fue Carlos III. Nada sentía más este Soberano que el que le dejasen, pues decía que él no abandonaba ni dejaba a nadie, y que así lo quería lo dejasen. Bien lo merecía, pues trataba como hermanos y amigos a los que tenían la honra de servirle, y les cobraba un verdadero cariño, a que era difícil no corresponder. Por esta razón, para conservar a su lado a su amigo Losada en la plaza de Sumiller que tenía en Nápoles, premiando al mismo tiempo al que lo era en España, buscó S. M. el medio de nombrarle por Ayo de sus hijos, y poniendo en sus manos sus esperanzas y las de todo el reino. También nombró S. M. al Marqués de Squilace por Ministro de Hacienda, cuyo empleo había servido en Nápoles.

     Pasó S. M. a Zaragoza, donde le fue preciso detenerse algunos días a causa del sarampión de sus hijos; pero, restablecidos felizmente, continuaron todos su viaje hasta Madrid, donde tuve el honor de recibirlos, en medio de una copiosísima lluvia, la tarde del 9 de Diciembre de 1759, como Alférez de Guardias españolas de la compañía del Marqués de Rosalmonte, que fue la primera que le montó la guardia.

     No obstante que sólo tenía entonces diez y siete años, me acuerdo siempre del cuidado con que observé y el efecto que me hizo la mutación de la escena para los que en tiempo del Rey pasado habían tenido favor, como D. Carlos Broschi Farinelo, músico favorito y predominante en tiempo de la Reina Bárbara; D. Baltasar de Enao, ballestero, que era medio bufón del Rey; D. Cayetano Obreguz, primer ballestero, y D. Pedro Marentes, ayuda de cámara. S. M. los trató muy bien a todos; pero separó de sí con muy buenos sueldos a los primeros, continuando en sus empleos a los otros, que por su probidad y, honradez lo merecían mucho. También la habían acreditado siempre los dos primeros, especialmente el primero, cuya probidad y, modestia fue constante en su favor, no abusando nunca de él, no obstante de que era todopoderoso con la Reina, que dirigía la voluntad del Rey, y haciendo bien a cuantos pudo. Esto hizo que, con todo lo que debía chocar, y chocaba particularmente, a una nación como la nuestra, amante del decoro, el ver un pobre castrado, condecorado con la Orden militar de Santiago y lleno de poderes, todos sintieron su retiro, y hacían justicia a su probidad juntaba a ésta una gratitud que le duró hasta la muerte en su retiro de Bolonia. Yo le vi en él en 72, y comí en su casa de campo con el Duque de Arcos y otros señores españoles que veníamos de Nápoles, donde el Duque había ido a ser padrino, en nombre del Rey, de su nieta Doña María Teresa, primogénita de los Reyes de Nápoles, casada hoy, con el Archiduque Francisco, primogénito del Emperador Leopoldo. Tenía entonces Farinelo setenta y tres años; pero, con todo, acabado de comer, se puso al clave y cantó un poco, como podía a su edad, pero sin que se dejase de conocer lo que había sido. Lo poco que tuvo de agradable su canto lo suplió con decirnos después que lo había hecho sólo por acreditarnos no olvidaría nunca sus principios, y que todo lo debía a la España.

     El Infante D. Luis, hermano del Rey, que, con su madre la Reina viuda, Isabel Farnesio, había venido a Madrid luego que murió el Rey, Fernando, se adelanto a Guadalajara a recibir al Rey, con una infinidad de Grandes y Señores de la Corte. La Reina madre vino en su silla de manos a recibir a la Real familia a la segunda sala después del gran salón del Retiro, apeándose en el Casón de madera que da al jardín, en el cual tomaba siempre el coche el Rey Fernando. Sería difícil describir sin debilitarlos los muchos afectos que debería sentir en aquel momento de reunión una madre que, al cabo de veintiocho años de ausencia, se hallaba de nuevo unida a un hijo que había amado siempre tiernamente, y a quien no podía contar probablemente volver a ver en toda su vida; a un hijo que venía a ocupar el trono de su padre, no obstante de haber nacido el tercero y, de haber reinado sus dos hermanos mayores, hijos de otro matrimonio; a un hijo que se le presentaba rodeado de una numerosa y hermosísima familia de cuatro hijos y dos hijas, dejando en manos de otro de sus nietos el hermoso reino que la política y esfuerzos de su misma madre había sabido adquirirle. Creo que es difícil, y acaso único, ver reunidas un conjunto de circunstancias semejantes a éstas, sobre todo si se considera la tranquilidad con que, en medio de una guerra casi general en la Europa, veía esta Soberana coronados sus hijos y nietos en varias partes de ella.

     Calmados los justos efectos del cariño filial, acompañaron a S. M. a su cuarto, y el Rey y la Real familia pasaron constantemente todos los días al cuarto de su madre hasta el de su muerte que fue en Aranjuez en el mes de julio de 1766.

     Empezó desde luego S. M. a dar pruebas de su justicia, de su amor a sus vasallos y de su respeto a la memoria de su augusto padre, y mandó pagar, no sólo sus deudas, sino las de Carlos I y, II y Felipe II, III y IV, lo cual se hizo por algunos años. Pensó desde luego en la iluminación, empedrado y limpieza de Madrid, y de la Corte más puerca del mundo hizo la más limpia que se conoce. Todas las inmundicias se arrojaban por las ventanas, de modo que el hedor era insoportable. La plata y el oro se tomaban; las rejas de las calles estaban cubiertas de un sarro infecto. El color y las dentaduras de los hijos de Madrid eran conocidos por los peores en toda España. Esta porquería del suelo, y el continuo peligro de lo que, sin más que decir: ¡Agua va! (cuando ya caía), arrojaban continuamente por las ventanas, hacía que no podía irse a pie estando vestido, y obligaba el uso de la capa y, sombrero gacho o chambergo, pues aún en los coches solía entrar la basura cuando enfilaba la portezuela, que caía con violencia, por algunos de los conductos o canalones de madera, como le sucedió una vez a mi padre, que se vio medio inundado de inmundicia dentro de su mismo coche. A vista de esta descripción, nada exagerada, todos creerán que el pensamiento de limpiar a Madrid de esta inmundicia había de hallar un apoyo general en sus habitantes. Pero no fue así, pues no sólo los cerdos (especialmente los de San Antón, por privilegio particular), que andaban por muchas calles, se mantenían con ella, sino que muchas personas, que no permitirían se lo llamasen, se aprovechaban de lo que se pagaba para su limpieza. De aquí resultaba que, siempre que se había intentado la limpieza radical de Madrid, los inconvenientes de todas clases lo habían impedido. Llegó esto a tanto, que, en tiempo de uno de los Felipes, hicieron los médicos una consulta, diciendo que el aire de Madrid era tan sutil, que si no se impregnaba en aquella inmundicia, causaría los mayores estragos. Esta consulta se le presentó al Marqués de Squilace, encargado de esta empresa, entre la infinidad de obstáculos que se le pusieron contra ella. Llevóla el Marqués al Rey, y S. M. le dio una respuesta digna de su talento y conocimiento de los hombres. Díjole: «Me alegro me hayas traído este papel, pues con él se ataba todo. A la verdad, no es posible que se me dé una razón más poderosa para que yo desista de mi intento que el ser contrario a la salud pública. Ahora pues, dispónlo todo luego, luego, para que se limpie Madrid por medio de los conductos y demás arbitrios determinados. Manda que se haga uso de ellos, y en el primer momento en que yo vea verificado lo que dicen los médicos antiguos, en mandando volver a arrojar las inmundicias por las ventanas, con una firma, doy, mi palabra de que se remediará todo el mal.» La obra se hizo; la salud de las generaciones actuales y, futuras ha ganado en ello, y los que conocieron el antiguo Madrid y el actual no cesan de bendecir el Soberano que ha sabido extender sus beneficios a todos los siglos venideros, y, dar a las preocupaciones inventadas por la maldad e intereses particulares el verdadero valor que se merecen, haciendo patente su falsedad maliciosa.

     Hechos todos los preparativos necesarios para la entrada pública del nuevo Monarca, se verificó ésta el 13 de Julio de 1760, con toda la magnificencia correspondiente. Se dirigieron SS. MM. en público a la iglesia de Santa María de Atocha. Al día siguiente hubo fiesta de toros en la Plaza Mayor, a que asistió la Real familia, y, S. M. hizo una numerosa promoción de marina y ejército y, otras gracias, y, perdonó más de cuatro millones de atrasos de empréstitos y de granos y dinero, hechos a los labradores de Andalucía, Murcia y Castilla la Nueva desde el año de 48 al de 54. El 15 por la mañana se hizo en la iglesia de San Jerónimo la jura del Rey y de su hijo el Príncipe de Asturias D. Carlos Antonio, al cual se le proclamó como heredero presuntivo del trono. Dijo la misa el Arzobispo de Toledo, Conde de Teva, hermano del Conde de Montijo. Leyó la fórmula del juramento D. Pedro Colón de Larreategui, Decano del Consejo de Castilla, y se prestó éste en manos del Duque de Alba, Mayordomo mayor del Rey, que lo había sido de Fernando el VI, a quien hemos dicho debió singulares distinciones y favor, a que no correspondió. Era hombre de gran talento, pero no del mejor carácter, y, sumamente inconstante y altivo. Procuró ganar al Rey, y a este fin no omitió medio alguno con cuantos le habían acompañado desde Nápoles; pero, conociendo la penetración de este experimentado Monarca, creyó no podrían estar mucho tiempo juntos, e hizo dimisión de su empleo.

     Mientras el Rey estaba dedicado todo al cumplimiento de sus obligaciones y al alivio de sus nuevos vasallos, quiso la Providencia quitarle de su lado a su amada esposa Doña María Amalia, que, de resultas de una caída de un caballo que dio en Nápoles yendo a caza, y que disimuló, había padecido continuamente, y al fin falleció el 27 de Septiembre de 1760, a los treinta seis años de su edad.

     Poco después pensó S. M. en pasar, y pasó, del Palacio del Buen Retiro, que habitaban los Reyes desde la quema del Palacio antiguo, al nuevo, que se estaba haciendo, y con cuyas piedras y coste hubiera podido edificarse el más hermoso del mundo, siendo todo de piedra de sillería. Su situación era perversa, sin proporción para extenderse ni para tener jardines, todo lo cual se hallaba en el Retiro, por donde, a poca costa, pudiera hacerse pasar el río Jarama, para lo cual, y para hacer allí un soberbio palacio, hay un excelente proyecto de Sabatini. Hay también un modelo antiguo del ingeniero Jubarra para hacerle en los altos de San Bernardino, situación menos ventajosa que el Retiro; pero superior a la del palacio viejo; pero Felipe V quiso absolutamente se edificase sobre el mismo terreno del antiguo. Los caprichos que cierran los oídos a la razón, son dañosos en todos; pero en los Soberanos son defectos de mucha consecuencia, pues en ellos la tienen grande, e influyen en el bien de sus vasallos y de su reino su virtudes y sus defectos. Para hallar terreno sólido en los fundamentos de este edificio ha sido preciso bajar casi al nivel del río, de modo que hay siete altos debajo de tierra, qui merecen verse por su término, no menos que lo que está sobre ella, pues hay un gran palacio enterrado costosísimo, sin utilidad alguna.

     Era la Reina Amalia una Princesa sumamente religiosa, aplicada a sus obligaciones domésticas como una simple particular, cuidadosa en extremo de la educación de sus hijos, a quienes nada disimulaba. Estando en Barcelona viendo pasar los carros triunfales con que la ciudad festejó el arribo de SS. MM., uno de sus hijos hizo algo que le disgustó, y le castigó inmediatamente a la vista de todo el público. Era afable y caritativa, y tenía un excelente corazón; pero la extremada viveza de su genio ofuscaba a veces en un primer momento, de que luego se arrepentía, el fondo de estas buenas calidades. El Rey, su esposo, que la amaba tiernamente y que quería corregirla, la predicaba constantemente con el ejemplo de su persona, moderación y mansedumbre que, no obstante la viveza natural de su carácter, había ya hecho natural en él a fuerza de constancia y de virtud. No le desagradaba, pues, cuando hallaba algún modo oportuno de hacerle conocer a la Reina un defecto que, siendo él solo, se hacía en ella más visible. El Príncipe de Espacaforno, gentil hombre de cámara, que conocía el carácter y humor de sus Soberanos, cuyos prontos y dichos le permitía y celebraba el Rey, dio un día a la Reina una lección pública, que sólo su virtud habrá podido perdonarle. Hallábase S. M. en vísperas de parir, y se había mandado que luego que se supiese estar con dolores, se pusiesen todos los grandes uniformes, para estar prontos a asistir al bautizo, que se hace, según costumbre, luego que nace el Infante. Servía un día en Nápoles la mesa pública de SS. MM. Espacaforno, y, al poner un plato, cayó algo de salsa. La Reina, con su viveza, dio un grito (como solía) tan fuerte, que el pobre Espacaforno echo a correr delante de toda la corte. El Rey le llamó, diciendole: ¿A dónde vas, loco? (Dove vai, pazzo?) A lo cual le responde, con gran prisa y agitación: Maestà, Maestà, vado a metermi l'uniforme grande, che la Regina partorisce. (Voy a ponerme el uniforme grande, pues la Reina está pariendo.) El Rey, mordiéndose los labios de risa, le dijo que no fuese loco, y mirando de reojo a la Reina, como solía hacerlo en semejantes ocasiones, con un aire malicioso, le dijo en voz baja: ¿Lo ves? ¿Lo ves?, y no dejó de tratar como antes al que le había dado la lección, dando en esto una nueva prueba de su prudencia, rectitud y modo de pensar. Esta Princesa tuvo nueve hijos y sólo perdió una niña en vida.

     La virtud que aparentaba y, que creía verdadera en la Duquesa de Castropiñano, su dama, había hecho la distinguiese muy particularmente; pero el público veía en ella lo que a S. M. se le ocultaba, y luego que murió se retiró a Nápoles, sin haber perdido su tiempo en el año escaso que hizo valer su protección en España, pues no reparaba en barras, como suele decirse. El Duque de Medinaceli, Caballerizo mayor del Rey, le envió a su llegada, de regalo, un tiro soberbio de mulas,y cuando las vio, aseguran dijo al Caballerizo que se las presentó: ¿Y qué, no hay guarniciones? El Caballerizo, que no era lerdo, la respondió luego, sin turbarse, que venían separadas, para que, pudiese ver mejor las mulas estando en pelo, e incontinenti mandó traer un tiro nuevo para que nada faltase.

     La guerra de mar y tierra en que hacía varios años se hallaba empeñada la Francia, la había puesto en un estado deplorable, pues no hay tesoros que basten para entretener a un tiempo en actividad una marina y, un ejército numerosos, y esta es una de las ventajas de la marina inglesa, que, por su posición, lo más que puede estar en el caso de mantener por tierra es un cuerpo de tropas auxiliares y las necesarias para las expediciones ultramarinas, pero nunca numerosos ejércitos, como la Francia y las demás potencias del Continente. Los progresos de la marina inglesa habían sido constantes en esta guerra, y bien que, al principio, pareció la suerte querer ser favorable a los franceses, luego se desmintió esta esperanza, y se apoderaron del Canadá, Cabo Bretón, la Martinica y de casi todos sus otros establecimientos de América.

     La Corte de España en tiempo del Rey Fernando había sido más presto amiga de la Inglaterra que de la Francia, y se hacía valer con frecuencia un antiguo proverbio español que dice: Guerra con cualquiera y paz con Inglaterra.

     La influencia de la Reina portuguesa, Doña María Bárbara, sobre el ánimo de su marido, tenía mucha parte en este sistema, que hallaba fácilmente partidarios en el carácter español, poco conforme al francés y en los restos de la antigua enemistad entre las dos naciones, de que sacaban partido los amigos de los ingleses. La Corte de Portugal, íntimamente unida a la de Inglaterra desde que la Francia lo estuvo a la España por el Tratado de los Pirineos, olvidando fue la que protegió su independencia, no podía ya ver en ella sino un poderoso enemigo. Por consiguiente, consideraba que la unión de la España a la Inglaterra le era tan ventajosa a su existencia como la unión a la Francia le era contraria; sin reflexionar que esta potencia sería la que más se opusiese al engrandecimiento de la España, uniéndose al Portugal, si lo intentase. Mr. Keene, Ministro de Inglaterra, y después Embajador en Madrid, donde murió, había pasado algún tiempo en Lisboa, y esto le adquirió la confianza de la Reina Bárbara. Como tenía mucho talento y habilidad, supo aprovechar de todas las circunstancias, y la Corte de España era manifiestamente adicta a la de Londres.

     El Ministerio de Francia sufrió con constancia, esperando, como todo el que padece, que el tiempo mejoraría las cosas. Así sucedió. Apenas murió el Rey Fernando, que el Duque de Choiseul conoció había llegado el momento favorable, y se aprovechó inmediatamente de él. Había dejado este Monarca un tesoro considerable de más de doscientos millones de reales, y aunque el ejército estaba diminuto y no muy disciplinado, y la marina poco ejercitada, y menos numerosa y en estado que en el día, con todo, habiendo dinero, lo demás era menos difícil. Conocía Choiseul la bondad del carácter del nuevo Rey, de España, su pundonor, la nobleza de su ánimo, su generosidad natural, y, sobre todo, su extremado amor a su familia y su tesón en sostener el decoro de ella, como si fuera un mero particular, que puede hacerlo sin consecuencias tan transcendentales. Poniendo, pues, en movimiento toda su actividad y astucia, dirigió atentamente sus baterías contra el hombre, y sucedió como siempre, que logró lo que deseaba del Rey. Era tanto más fácil conseguirlo, que, fundándose su solicitud en un principio incontestable, que es la utilidad y aun necesidad que tiene la España de estar íntimamente unida a la Francia, el tránsito de un pequeño reino a otro mucho mayor y el tesoro que se hallaba en éste, eran unos estímulos más que suficientes para empeñar un alma grande como la del Rey a socorrer una potencia vecina y aliada, cuando se hallaba abatida, radicando sobre una acción de generosidad desinteresada esta nueva alianza, en que veía asegurada la tranquilidad futura de la España, empezando su nuevo reinado por una acción tan noble y generosa.

     Todo lo conocía el Ministro francés, y así, propuso y se firmó en Madrid, en 11 de Agosto de 61, un Tratado, con el título de Pacto de familia, cuyo contenido se halla literal en la nota segunda.

     Las Cortes de Nápoles y Parma, convidadas para entrar en él, rehusaron políticamente hacerlo, conociendo que, de lo contrario, se expondrían en cualquiera guerra de la Inglaterra, que no podía interesarles nunca directamente, y que siempre que la existencia particular de sus estados estuviese en peligro, toda la Casa de Borbón vendría a socorrerla por su propio interés, sin el nuevo pacto de que se trataba.

     Este Tratado, que en toda otra circunstancia, y modificados algunos de sus artículos, no hubiera dejado que desear, fue en su origen muy nocivo a la España. Noticiosa de él la Inglaterra, mandó el Rey británico a Milord Bristol, por su Ministro el gran Pitt, enemigo declarado de la Gasa de Borbón, declarase a D. Ricardo Vall, Ministro de Estado en España, que S. M. británica pedía una respuesta categórica sobre si el Rey de España pensaba o no, en virtud de su Tratado último con la Francia, proceder de acuerdo con ella contra la Inglaterra, declarando tomaría como una agresión manifiesta la falta de respuesta. La altivez con que se dio este paso irritó la moderación del Rey Carlos. Le recordó la indignación que le había causado otro igual que hemos visto tuvo que sufrir estando en Nápoles, y, acordándose entonces de que ya era Rey de España, creyó debía hacerse justicia de ambos, y la Corte de Francia consiguió, acaso más pronto de lo que lo hubiera logrado, el inmediato fruto que se proponía sacar del Pacto de familia en aquel momento crítico. Respondió, pues, S. M. que miraba la proposición como un insulto, y que así declaraba la guerra, y que si el Embajador quería retirarse, podía hacerlo, como le pareciese. Luego que el Rey Jorge III (que poco antes había subido al trono) recibió esta respuesta, declaró la guerra a la España.

     En esta ocasión, como en todas, dio el Rey una prueba de la grandeza de su ánimo. Había dejado la Reina Bárbara por heredero a su hermano el Rey D. Pedro de Portugal, y la herencia importaba muchos millones. Parece que, declarada la guerra, podría haberse suspendido su envío hasta la paz; pero S. M. no lo creyó propio de su noble modo de pensar, y la hizo pasar toda inmediatamente al Rey su hermano.

     Declarada la España, hubiera querido la Francia forzar a la paz a la Inglaterra, haciendo un fuerte desembarco en su isla para quemar sus arsenales; pero, conociendo la imposibilidad, hizo lo que aquel que, pasando por la calle, se sintió echar encima un cubo de basura, y empezó a tirar piedras a las vidrieras del cuarto principal; salió la criada quejándose, y el ofendido le dijo la causa de su enojo. Replicó la criada, diciendo: No ha sido de aquí; ha sido del cuarto segundo, y el respondió: Amiga, cada uno tira a donde puede alcanzar. Fundado, pues, el Ministerio francés en esta máxima, que le era útil para el momento, empleó todos sus esfuerzos en persuadir a la España que era preciso que Portugal cerrase sus puertos a los ingleses, sin lo cual se podía decir estaban dentro de España, o declararle la guerra. A este fin enviaron a Lisboa como Ministro plenipotenciario a D. Jacobo O-Dun, irlandés, sujeto activo y muy hábil y ladino, que, de acuerdo con D. Josef Torrero, Embajador de España, declarase al Rey F.mo D. Josef I dijese positivamente si tomaría o no partido a favor de sus aliados los ingleses. Este Monarca no pensaba unirse a la Inglaterra; pero esto no bastaba a quien quería arrojar los ingleses de los puertos de Portugal, y así, instaron de nuevo los Ministros de España y Francia, ofreciendo una alianza constante con la Casa de Borbón si rompía la que tenía con la Inglaterra; y habiéndose negado noblemente a ello el Monarca portugués, SS. MM. Católica y Cristianísima mandaron retirar sus Ministros, que estuvieron detenidos en la raya hasta la llegada a Badajoz del Embajador portugués, y se hizo al mismo tiempo el pase de la raya de unos y otros.

     Chocó mucho al Rey Carlos este proceder ridículo y desconfiado de parte de la Corte de Lisboa, e hizo mención de él en el Manifiesto o declaración de guerra firmado en Aranjuez en 3 de junio de 62.

     Juntó S. M. C. un ejército de 40.000 hombres, cuyo mando dio por su propia elección, y contra la opinión de su Ministro de Estado y Guerra, D. Ricardo Wall, al Marques de Sarria, Teniente general y Coronel de guardias españolas. Le había conocido el Rey en Italia, donde le vio distinguirse y proceder con sumo honor y probidad, y esto decidió su elección, no obstante que su salud se hallaba muy quebrantada de la gota. Formóse el proyecto de atacar el reino de Portugal por diferentes partes, y se arrimaron tropas a la frontera de Extremadura, Galicia, Andalucía y Castilla; pero el principal punto que se pretendía atacar era Almeida, para caer sobre Lisboa, y así los principales almacenes se hicieron hacia la parte de Ciudad Rodrigo y Fuerte de la Concepción, inmediato a dicha parte portuguesa. Un ingeniero catalán, llamado Gaber, hábil, pero muy atronado, aunque pasaba de setenta años, y que había hecho antiguamente el reconocimiento de Portugal, se presentó con un proyecto diferente, que era atacar Miranda y Braganza, las dos provincias de Tras los Montes y entre Duero y Miño, y apoderarse de Oporto, que es la plaza más comerciante de Portugal, después de Lisboa, y muy importante por la gran exportación de vinos, y daba la cosa como muy fácil y pronta. Este proyecto, que presentaba una conquista rápida e importante de dos provincias que, divididas por el Duero del resto del reino de Portugal, podían disminuirle, sin arruinarle, y aumentar el nuestro en una paz ventajosa, tenía además otra ventaja, peculiar a las circunstancias, y personal a los que mandaban, lo cual, sin conocerlo los interesados, influye siempre en la decisión de los más importantes asuntos. La Reina de Portugal, Doña Mariana Victoria, era la hermana querida del Rey Carlos, e hija predilecta de la Reina madre; por consiguiente, todo proyecto que alejase las hostilidades de la capital, debía ser grato a la madre de la Soberana de Portugal, la cual, conociendo que el objeto no era la conquista del reino, sino hacer en él una diversión para los ingleses, debía preferir el hacerla donde no inquietasen tanto a su hija las hostilidades de una guerra, y donde, en caso de ser muy favorable, pudiese sacarse un partido conservando lo conquistado. Aceptóse, pues, el nuevo proyecto de Gaber, y las tropas que debían ir a Ciudad Rodrigo marcharon a Zamora, donde no había almacenes, ni las provisiones necesarias, lo cual detuvo mucho su marcha.

     Otra causa bien singular contribuyó también a esta demora. Estando en Zamora, y tratando de continuar las marchas, se reconoció que el río Esla, cuyo nombre casi no se conoce en España, era uno de los infinitos torrentes de España, de que no se hace mención, porque hoy se pasan casi a pie seco y mañana pudieran navegarse. Necesitaba entonces este río un puente de barcas para atravesarse, y a este fin se construyó a toda prisa en Zamora uno de 24 barcas, cuyo número hace ver si era o no preciso este auxilio.

     El Conde de Gazola, que había venido de Nápoles con S. M., tenía el mando de la artillería, como director general de ella, hizo se trabajase con la mayor actividad en esta obra.

     Era Gazola hombre de mérito, y puso la artillería en el pie más brillante, que mantiene con aumentos mi amigo el Conde de Lacy, oficial del mayor mérito. Estableció Gazola en el alcázar de Segovia un colegio para su Cuerpo, que no puede mejorarse, y una de las cosas que hacen honor a su sucesor es que en todo ha seguido su sistema, dedicándose sólo a perfeccionarlo, sin dejarse llevar de aquel amor propio, tan dañoso, que hace despreciar y olvidar todo lo que era de su antecesor, no saliendo jamás de la infancia los establecimientos con esa continua variación de principios, que es la más nociva al mérito. El Conde de Gazola, como que conocía la Corte, escogió un paraje en que pudiese el Rey mismo ver el establecimiento y tomar interés en él, en la inmediación de San Ildefonso, donde iba todos los años. Efectivamente, este establecimiento no ha tenido la suerte que el colegio de Ávila y el del Puerto de Santa María, que estableció después el Conde de O-Reilli para la infantería, ni que el de Ocaña, establecido para la caballería por D. Antonio Ricardos, el cual, aunque inmediato a Aranjuez, no pudo resistir al crédito e ignorancia del Ministro Llerena, que lo destruyó en el corto tiempo en que tuvo como interino el Ministerio de la Guerra por la muerte del honrado Conde de Gausa D. Miguel Muzquiz, de que se hablará más adelante.

     Finalmente, el 28 de Abril marchó la derecha del ejército desde Zamora a campar en Montamarta, y dirigiéndose por Navianos y Gallega del Río a Alcañizas, campó y se estableció el cuartel general en Siete Iglesias, lugar de Portugal. Desde allí publicó el Marqués de Sarria un Manifiesto, consiguiente a la declaración del Rey que se halla en la nota 3.ª, en que expresaba no ser el ánimo de S. M. C. hacer la guerra ofensiva contra Portugal, sino sólo asegurarse de sus plazas y puertos, para que por ellos los ingleses no pudiesen hacer a la España el daño que la habían causado en la guerra de Sucesión. Este Manifiesto produjo el efecto que debía; esto es, prepararse los portugueses a la defensa, y tomar para ella todos los medios posibles.

     Descansaban los portugueses en una paz profunda desde el principio del siglo, que las nuevas alianzas entre las dos Casas Reales de España y Portugal parecía asegurar por mucho tiempo, y así la marina y el ejército estaban en el pie del mayor abandono, y si nuestro ejército hubiera estado en el pie de disciplina que los del Rey de Prusia y el Emperador, que, habilitados en la paz siempre para la guerra, nada les falta, y, pueden salir a campaña al día siguiente, la conquista del reino de Portugal hubiera costado menos que en tiempo del Duque de Alba. No tenían ni tropa ni generales, y para mandar su ejército hicieron venir, por intercesión de la Corte de Londres, al Conde de la Lippe, que, con otros muchos oficiales extranjeros, pasaron a Portugal, y empezaron a formar un ejército que no había, en medio de la misma guerra. El socorro de 6.000 hombres escasos que, después de mil dificultades, le envió la Inglaterra era de malos reclutas, de modo que, con una voluntad decidida y otra conducta, hubiera sido cierta y pronta la conquista de la capital. Así lo recelaba el Ministro Carvallo, el cual tenía prontos 12 navíos, con todas las provisiones necesarias, para hacer embarcar la familia Real y transportarla, no a Inglaterra, como lo deseaban y aun insinuaron los ingleses, para atraer a sí el oro de Portugal, haciéndose mérito, sino para el Brasil, por los fines que dejo insinuados en la Nota 2.ª de la Primera Parte. Por esta razón, el plano del Conde de la Lippe fue reunir todas sus fuerzas en un punto que cubriese la capital, y escogió el campo de Abrantes, donde se fortificó, y así las plazas del Alenteijo estaban muy poco guarnecidas, viendo dividida la capital por el Tajo, y que en caso propicio hubieran podido pasar por Abrantes para impedir lo hiciésemos nosotros. Por este medio iba ejercitando su tropa, y formada ésta y reunidas sus fuerzas, podía lisonjearse vencernos en un encuentro general, si, corno en la batalla de Aljubarrota, nos lisonjeábamos de la superioridad, y fiados en ella y en el espíritu de desprecio con que en general mirábamos a los portugueses, olvidábamos que aún no hemos podido sujetarlos, y perdíamos de confiados la victoria, como nos ha sucedido varias veces, sobre todo en dicha batalla de Aljubarrota, de cuya victoria conservan monumentos en los conventos de este título y, en el de Batalha, y, entre otros, una pala famosa, con que dicen mató una panadera un gran número de castellanos.

     Mientras que el General portugués reunía y daba una idea de los primeros elementos del arte de la guerra a unos reclutas indisciplinados, estaba nuestro ejército disperso y perdiendo tiempo en todas las fronteras de Portugal. En Galicia había un cuerpo que se apoderó de la plaza de Chaves y otros puestos de aquella frontera. El Conde de Maceda estaba con otro cuerpo en Ciudad Rodrigo, sin pasar la frontera de Castilla, y cubrían la de Extremadura las tropas de aquella provincia, a las órdenes del Teniente general D. Gregorio Muniain, Comandante de ella. El Marqués de Ceballos, con otro cuerpo de tropas, se apoderó de Braganza, y el marqués de Casatremañes, de Moncorvo y su puente, que es la comunicación con Almeyda; pero todo se hizo con poca resistencia de parte de los enemigos. Sólo en Villaflor se dejó ver un cuerpo de 5.000 hombres bien apostados, que pusieron en fuga los nuestros, los cuales dejaron salir libres los 1.500 hombres de la guarnición de Moncorvo, donde tomaron 83 cañones, o morteros, 500 quintales de pólvora y varios almagacenes. El Marqués de Sarria, que se hallaba con su cuartel general en el lugar de Siete Iglesias, envió un fuerte destacamento, a las órdenes del Brigadier D. Francisco Lasi, Coronel del regimiento de Ultonia, para investir la de Miranda, que es la más importante y fuerte por aquel lado. El Gobernador no quiso, como era regular, oír la intimación del General, y empezó a hacer fuego. La confusión que ocasionó la poca pericia de la guarnición, hizo que, pegándose fuego a un barril de pólvora, saltase un almacén, que abrió una brecha en la muralla, por la cual entraron aquella misma tarde, por capitulación, las tropas españolas, quedando por este medio dueños de todas las plazas de la provincia de entre Duero y Miño.

     La Corte, a vista de esto, creía que con la misma facilidad se tomaría a Oporto, y estaba tan persuadida de ello, que contaban con que tal día se entraría en la ciudad, como a jornadas regulares, y así se explicaba con el Marqués de Sarria en sus despachos, acusándole de inacción. Este general, falto de provisiones y acopios que, como queda dicho, se habían hecho con arreglo al primer plano de la parte de Ciudad Rodrigo, no podía internarse en una provincia pobre, asperísima y sin caminos. Un solo destacamento que adelantó a Villareal, a las órdenes del Brigadier D. Alejandro (hoy Conde) de O-Reilly, que mandaba la vanguardia de tropas ligeras, estuvo para perecer, y confirmó al General en la total imposibilidad de internar en aquellas provincias y de llegar a Oporto sin otros medios y mucho tiempo, riesgo y fatiga. El General pudo finalmente persuadirlo al Ministro, que, no obstante su mal humor (siempre inútil contra la impotencia), tuvo que renunciar a Oporto y mandar retirar el ejército, para venir al primer proyecto de Ciudad Rodrigo, y después de tres meses de poca o ninguna utilidad, y de muchos gastos y fatigas, el 30 de Junio, se puso en marcha para Zamora, y campó el 4 de Agosto delante de la ciudad de Almeyda, plaza regular, nueva y bien fortificada, estableciendo su cuartel general en el lugar de la Junça. Mientras que el ejército campó detrás del fuerte de la Concepción, que cubre nuestra frontera de España, se había adelantado un destacamento, mandado por el Conde de Aranda, y en que me nombró S. E. como Teniente Coronel. Este se dirigió al lugar de Castelbom, distante dos leguas de Almeyda, y que se rindió después de tirar dos tiros y hacer escapar la poca tropa que había. De allí pasamos a hacer el reconocimiento de otra plaza, de que nos hicieron bastante fuego, y hubo varias escaramuzas entre las partidas de caballería de nuestro destacamento y las grandes guardias de la plaza.

     En el campo de Almeyda se reunió al ejército español un cuerpo de 8.000 franceses, mandados por el Mariscal de Beauvau, casado con mi tía, hermana del Duque de Chabot.

     El 15 se abrió la trinchera, y el 25 capituló la plaza, sin haberse aún abierto bien la brecha. Había más de 4.000 hombres de guarnición; pero todo tropa nueva y algunos oficiales ingleses. La artillería y almagacenes estaban bien provistos, y en otras manos hubiera hecho una vigorosa defensa; pero el no haber sacado de la plaza ni mujeres, ni niños, ni religiosos, contribuyó a su rendición, pues el estrago de las bombas fue muy considerable y ocasionó muchos clamores, a que un Gobernador inexperto, aunque muy viejo, no pudo resistirse. Inmediatamente se despachó un correo con esta agradable noticia, y el 26 por la noche llevé yo las capitulaciones y detalles, y S. M. me dio el grado de Coronel, como queda dicho en la Introducción. El Marqués de Sarria, acosado de la gota, y conociendo que el Ministro de la Guerra deseaba tuviese el mando del ejército el señor Conde de Aranda, que desde la Embajada de Polonia, en que se hallaba, se había puesto en camino luego que supo la guerra, pidió su retiro, y, S. M. se lo concedió, dándole el Toisón en prueba de lo satisfecho que se hallaba de sus buenos servicios.

     La mañana del día en que yo llegue a San Ildefonso con la noticia de la toma de esta plaza había salido en posta para París Mr. O-Dun, de quien arriba queda hecha mención, que había venido a arreglar los artículos de la paz que ya se trataba en París, y que quedaron convenidos. Se le despachó un alcance con esta noticia, y es cosa bien singular que nos juntásemos como Embajadores en Lisboa en 1780 él y yo, que habíamos sido los dos correos que llevamos a nuestras cortes la noticia de la toma de la plaza de Almeyda, que los portugueses llamaban la Doncella porque nunca se había tomado desde su renovación.

     Destacó el nuevo General, Conde de Aranda, un cuerpo de tropas, a las órdenes del Conde de Ricla, a ocupar los puestos de Piñel y la Guardia, y marchó con el grueso del ejército para Aldea Nueva, Cerveira, Sabugal, Penamacor, San Piri, Pedrogaon, San Miguel d'Acha y Escallos de cima a Castelbranco. El Conde de Maceda se había adelantado con un destacamento de granaderos hacia el Campo de las Talladas, que son unas alturas que estaban ocupadas por un cuerpo fuerte de portugueses e ingleses, que se hallaban atrincherados sobre el río Albito, y estaba con ellos el General La Lippe. Otro cuerpo marchó por la derecha de dicho puesto hacia San Julián del Pereiro, donde tuvo un pequeño encuentro, y otro por la izquierda hacia Villavella, de cuyo puesto se apoderaron los nuestros, haciendo prisionera la guarnición. A vista de este movimiento, creyeron los portugueses íbamos a cortarles la retirada, y así la emprendieron precipitadamente, dejando algunos cañones enterrados, que hallamos en dicho Campo de las Talladas, que ocupó un destacamento avanzado nuestro, en que estuve con mi regimiento.

     Tenían los portugueses un campamento de ingleses enfrente de Villavella, separado del nuestro por el río Tajo, que creíamos intransitable. Pero como tenía a tres cuartos de legua de allí un vado muy bueno, que sabían los del país, el General inglés lo pasó una noche, sorprendió el campamento español, hizo varios prisioneros, y entre ellos estuvo para ir el General D. Eugenio Alvarado, y los llevaron a Lisboa, donde se hallaba el General Balanza, que había sido sorprendido antes en Valencia de Alcántara, cuando improvisamente entraron en la ciudad los portugueses. He oído que su proyecto era dirigirse a Braga para tomar cuarteles de invierno y tener interrumpida la comunicación de las provincias del Norte de Portugal con su capital; pero parece hubiera necesitado no poco para que en esta posición no interceptasen la suya con España, siendo penoso y sin auxilios, y teniendo enemigos por ambos lados.

     A la verdad, para la conquista del Portugal, el proyecto mejor es el más rápido, y contra Lisboa, por mar y tierra, sin lo cual, difícilmente podrá conseguirse. Pero séase lo que se fuese de la verdad del plan de campaña supuesto al Conde de Aranda, la seguridad de la paz le impidió emprenderle y pasar más adelante, y así empezó a hacer desfilar las tropas hacia Valencia de Alcántara, Badajoz y Alburquerque, donde se estableció el último cuartel general de la campaña. Un destacamento fuerte de más de 6.000 hombres, y entre ellos mi regimiento, a las órdenes del Teniente general, Marqués de Villafuerte, pasó el Tajo por Herrera sobre planchones, hechos de corchos reunidos, que formaban una plancha de menos de cuatro varas en cuadro. En cada una de ellas iban arrodillados cuatro o seis soldados, y, a las puntas se habían puesto las cuerdas de los campamentos, que estaban dos de un lado y dos de otro, del río para dirigirlos. La caballería pasaba en pelo y a nado con los hombres encima, pues sólo había una pequeña barca, en que no hubiéramos pasado en tres días. A no haber tenido al otro lado un campamento nuestro en el lugar español de Herrera, no era posible haber intentado de este modo este singular y, atrevido paso del río. Con todo esto, y que la corriente era muy rápida (pues el río estaba entre dos montañas altas), sólo sucedió una desgracia de un granadero de mi regimiento, que, yendo en la barca, llevaba por la brida un caballo, y por quererle sujetar, le hizo caer en el río, cuya rápida corriente le hizo desaparecer luego.

     Estando el cuartel general en Alburquerque, intentó el Conde de Aranda sorprender a Campo mayor, y desde Badajoz salimos a hacer lo mismo con Olivenza, a las órdenes del General Muniain; pero, estando ya en marcha sobre el glasis, se supo haber entrado socorro en dichas plazas, con lo cual, y la noticia de estar ya concluida la paz, se suspendió el ataque y nos retiramos, sin que después hubiera ninguna operación en la campaña. Aunque en ella no hubo batalla ni encuentro alguno de consideración, con todo, se perdió mucha gente por las enfermedades. Los lugares los hallábamos abandonados y sin provisión alguna, y lo que dañó mucho fue el calor excesivo y el mosto, de que usaban con exceso los soldados, y con el cual se quemaban los intestinos, como lo hizo ver la autopsia de los cadáveres. La caballería padeció también mucho por la escasez de los forrajes. El Conde de Aranda obtuvo el grado de Capitán general luego que llegó a la corte, anteponiéndole al Marqués de Sarria, mucho más antiguo, cargado de edad, méritos militares, y bajo cuyo mando se hizo lo poco que dio de sí favorable la campaña. No es esto decir que el Conde de Aranda no merezca esta graduación; conozco su mérito, le he debido siempre mucha amistad y cariño, y no cedo a nadie en hacerle justicia y ser su amigo y apasionado; pero como el fin de la historia es la verdad y la instrucción, creo deber entrar en este detalle, para que el lector confronte los méritos y servicios y se acuerde de que el Rey consideraba, amaba personalmente y eligió al Marqués de Sarria para el mando, contra la opinión del Ministro, que no le era adicto y lo era de Aranda, y saque las consecuencias que pueda para su utilidad y, para adquirir el conocimiento del mundo y de los hombres, que es lo que debe proponerse en su lectura. El Marqués de Sarria, lleno de virtud y honradez, lo acreditó en esta ocasión como en todas. Aunque en Portugal nada se había hecho que no fuese favorable para nosotros en la paz, no había sucedido lo mismo en América y en Asia, y, las noticias de la América llegaron desgraciadamente antes de que se firmasen los preliminares, que mudaron enteramente nuestras desgracias.

     Luego que los ingleses tuvieron noticia del proyecto del Pacto de familia, empezaron a hacer fuertes preparativos, y apenas vieron no podían impedirlo, marchó una poderosa escuadra, a las órdenes del Almirante Pokok, con 6.000 hombres de desembarco, que maridaba el General Albemarle, provistos de todo lo necesario para hacer un desembarco, cuyo objeto era la conquista de la isla de Cuba. El Conde de Fuentes, Embajador de España en Londres, dio aviso anticipado de estos preparativos, y S. M. envió por Gobernador de la Habana al general D. Juan de Prado, que tenía mucha reputación de valor militar, aunque no los mayores talentos. Una cosa es saberse dejar matar obedeciendo, y, otra caber dirigir las operaciones de los otros. El clima de la Habana influyó sobre su salud, lo cual no dejó de contribuir a la lentitud de las providencias, y cuando los ingleses se presentaron sobre las costas, no podían persuadirse fuesen ellos. El jefe de escuadra, Hevia, se hallaba en el puerto de la Habana con nueve navíos de línea de a 70 cañones y cuatro fragatas, y si éstas fuerzas se hubieran unido a las francesas, como lo propuso a D. Juan de Prado el Gobernador de las islas francesas, hubieran podido atacar a los ingleses en su marcha y, desvanecer la expedición. Pero D. Juan de Prado, falto de medios para su defensa, tenía todas sus esperanzas en los que podría suministrarle la escuadra, y así no convino en su salida, y cerrando la entrada del puerto con tres navíos que echó a pique, inutilizó el resto dentro de él, y empleó su artillería, tropa y marinería en la defensa de la plaza, y, sobre todo, en la del fuerte del Morro, que domina ésta y todo el puerto, y contra el cual dirigieron los ingleses su ataque. Confió su defensa a los oficiales de marina Velasco y González, que le defendieron vigorosamente veintinueve días. El General inglés, aburrido de tanta constancia, resolvió poner una mina para facilitar el asalto de la brecha, con ánimo de reembarcarse si no lograba su intento. Pero, por desgracia nuestra, pudo conseguirlo. Hizo volar los hornillos a eso de las dos de la tarde, mientras la hora de comer, y, apenas se oyó su ruido, que un sargento de granaderos de los ingleses se halló sobre la muralla, mató la centinela, y cuando acudieron los que estaban comiendo, ya le había seguido, aunque a la desfilada, su compañía, y fue inútil toda resistencia. El Gobernador, D. Juan de Prado, que se veía dominado, tuvo que rendirse el 13 de Agosto, con toda la escuadra que estaba en el puerto, en el cual, no obstante la pretendida cerradura, entró sin dificultad toda la inglesa. Esta, a pesar de los temporales que suele haber en aquellas costas, logró el tiempo más feliz y sereno durante la mansión que hizo sobre ellas. El Gobernador, que no sólo lo era de la plaza, sino de toda la Isla, hubiera podido y debido retirarse y reforzarse dentro de ella, y aguardar que el clima y la fatiga, de que ya se resentían los ingleses, los hubiese debilitado aún más, para caer sobre ellos y hacerse nuevamente dueño de la plaza, y cuando no, hubiera conservado a lo menos aquella dilatadísima Isla; pero, temeroso de un saqueo de la ciudad, todo lo entregó, y perdió en un mal momento el crédito de toda su vida. Un consejo de guerra, presidido por el señor Conde de Aranda, examinó su conducta y la de los demás oficiales, y le condenó a muerte; pero S. M. le hizo gracia, y le permitió se retirase a un lugar a su arbitrio, y habiendo escogido el de Vitigudino, en Castilla, acabó allí sus días pocos años después. S. M. mandó se diese el nombre de Velasco a uno de los navíos de la escuadra, que lo conserva, y la familia de González tomó el título de Conde del Asalto, que en el día tiene su hermano, Teniente coronel de guardias españolas. Ambos oficiales murieron valerosamente en la última defensa del castillo; pero es lástima que no haya sido una victoria, y no una toma, la que perpetuase el nombre de un asalto desgraciado.

     Dirigieron los ingleses otra expedición contra Manila, capital de las islas Filipinas, y de las cuales se hicieron igualmente dueños, después de una corta resistencia, pues no esperaban semejante ataque. El Arzobispo, que es quien, por falta del Gobernador, mandaba la plaza, hizo aún más de lo que podía esperarse; pero se rindió prisionero de guerra con la guarnición, y para salvar la ciudad de un saqueo, ofreció cuatro millones de pesos, que no tenía. Los ingleses los han reclamado después; pero como el Arzobispo no estaba autorizado a esta oferta, y que los ingleses tomaron cuanto pudieron, como si no la hubiera hecho, el Rey se la ha negado constantemente, y habiéndose sujetado a la decisión del difunto Rey de Prusia, de acuerdo con la Inglaterra, se declaró éste contra ella, dando la razón al Rey Carlos, y desde entonces no ha vuelto a tratarse del asunto. A más de esta victoria, tuvieron también los ingleses la fortuna de apresar un galeón de Acapulco que llevaba tres millones de duros en dinero y efectos.

     La nobleza de Mallorca, Cataluña y Valencia ofreció al Rey defender sus costas, y S. M. les manifestó su gratitud por el celo con que querían sacrificarse en defensa de la patria.

     La noticia de estas victorias tan remotas no llegó por fortuna a Europa tan presto como la de la toma de la isla de Cuba, que causó tanta alegría en Londres como consternación en las Cortes de España y Francia. Estaban ya convenidas en las condiciones de la paz; pero esta novedad mudó mucho el aspecto de las cosas. Con todo, el Duque de Choiseul, Ministro de Francia, y el Duque de Bedfort, pudieron, no obstante, conciliar las pretensiones recíprocas, de modo que la paz se firmó en París el 3 de Noviembre de 1762. El Rey Carlos, habiendo tomado las armas sólo por restablecer la paz de la Europa, escribió al Marqués de Grimaldi, su Embajador en París: Más quiero ceder de mi decoro que ver perecer a mis pueblos, pues no seré menos honrado siendo padre tierno de mis hijos.

     El tratado de paz consta de 16 artículos. Por él cede la Francia a la Inglaterra el Canadá y Cabo Bretón. Los ingleses restituyeron a la España la isla de Cuba, y en cambio les cede la España las Floridas hasta el Mississipi. La Francia restituye a Mahón, y da a la España, por esta pérdida de las Floridas, que le ha resultado de haber sacado la cara por ella, la provincia de la Luisiana. La España restituye al Portugal todas sus conquistas en el estado en que se hallaban, y las conquistas que pueden haberse hecho, y de que aún no hay noticia se restituirán igualmente a sus respectivos dueños. De este número fue Manila, y, las islas Filipinas, y la colonia del Sacramento, tomado a los portugueses por D. Pedro Ceballos, que mandaba la provincia de Buenos Aires.

     Poco antes se había concluido la paz entre la Casa de Austria, la Prusia y Sajonia. De esta guerra cruel y sangrienta, que duró siete años, sólo resultaron desgracias y empeños, sin ninguna ventaja para las potencias beligerantes, que se restituyeron todas sus conquistas. El Rey de Prusia se vio en las posiciones más críticas, y de que sólo su talento y pericia militar pudieron sacarle, porque obraba por sí, ajeno de toda responsabilidad, pues a haberla tenido, y, a no conocer el poder de su ejemplo, no hubiera tomado sobre sí el arriesgar lo que arriesgó muchas veces. Declarada contra él la Rusia, le era casi imposible resistir a tantos enemigos; pero la muerte de la Emperatriz Isabel I le dio un aliado en este enemigo. El Emperador Pedro III le restituyó todas sus conquistas y le dio auxilio contra la Casa de Austria. Este Soberano miraba al Rey de Prusia como si lo fuera suyo, vestía su uniforme, y éste y otros procederes semejantes fueron en gran parte la causa (o a lo menos el pretexto) de su deposición y, de su muerte. La Emperatriz Catalina II, que subió al Trono de Rusia, hizo retirar sus tropas, y abrazó una neutralidad prudente, que contribuyó no poco al restablecimiento de la paz.

     Concluida ésta, recayó la elección de Rey de romanos en el Archiduque Josef, primogénito de la Emperatriz María Teresa. Poco después de esto murió el Rey de Polonia, Elector de Sajonia, penetrado de dolor de ver las ruinas y desastres que había ocasionado en sus pueblos esta larga e inútil guerra.

     Esta noticia afligió mucho el ánimo del Rey Carlos, su yerno, cuyo corazón era muy, sensible, y amaba toda la familia de su mujer como propia.

     Es de desear que los Soberanos reflexionen bien sobre las utilidades de las guerras, para que conozcan cuánto deben estudiar el evitarlas si no quieren hacer infelices los pueblos que la Providencia ha puesto a su cuidado.

     Acabada la guerra, D. Ricardo Wall, Ministro de Estado y Guerra, hombre de talento y amable; pero nada ambicioso ni amigo del trabajo, solicitó del Rey su retiro, pidiéndole el gobierno del Soto de Roma, que está inmediato a Granada y es un paraje delicioso, donde deseaba acabar sus días. S. M. se lo concedió, aunque con repugnancia, por la que tenía a ver se le separaban las personas en quienes tenía confianza, y para probárselo, le dijo le permitía su retiro con tal que todos los años viniese a hacerle una visita a Aranjuez, lo que hizo hasta su muerte, conservando la amistad tan apreciable de un tal Soberano. Los amigos del Ministro, que sentían por si su separación, le predicaban contra ella, diciéndole estaba aún en estado de hacer muy buenos servicios; pero él les respondía en filósofo cristiano: Yo conozco estoy ya en vísperas de chochear, y, cuando yo no lo conozca, lo conocerán los otros, y el mal no tendrá remedio. Esta es una buena lección para los Ministros ambiciosos y vanos. Él fue tan poco uno y otro, que supo dejar en tiempo su empleo, y que no obtuvo en él en los ocho años que le sirvió ni distinción ni pensión alguna, contentándose con un retiro muy moderado, y habiendo rehusado el Sancti Spiritus cuando se concluyó el Pacto de familia. El Marqués de Grimaldi, Embajador entonces en París, le sucedió como Secretario de Estado, y el Marques de Esquilace en el departamento de la Guerra.

 

Capítulo II

Desde la Paz del 63 hasta la conclusión de la Primera expedición de Argel.

 

     HECHA y ratificada la paz en el 63, aplicó el Rey Carlos todo su cuidado en reparar las grandes pérdidas que había hecho en sólo seis meses de guerra, sobre todo en su marina, y desde luego empezaron a construirse gran número de buques, no sólo en los tres arsenales de Cartagena, Cádiz y Ferrol, sino también en el de la Habana, cuya plaza se ha fortificado a toda costa, de modo que no hay en Europa fortificación más magnífica que la de la Cabaña y la del Morro, que la defienden. Los habitantes de la Luisiana repugnaban pasar al dominio español, y para reducirlos hizo S. M. pasase a ella el Mariscal de campo D. Alejandro O Reilly, que lo consiguió, y cuya conducta aprobó el Consejo de Indias, bien que sobre ella hay variedad de opiniones, y que, por de contado, todas o la mayor parte de las de los franceses no le son favorables. Este General llevó consigo varios ayudantes, para establecer allí y en la Habana algunos regimientos de milicias, que puso en un excelente pie.

     No olvidaba el Rey Carlos ninguno de los ramos que podían interesar la felicidad de sus pueblos y la conservación de sus legítimos derechos, y, aunque ningún Príncipe, ni a un particular, podía excederle en el debido respeto y veneración al jefe supremo de la Iglesia, con todo, se oponía con dignidad cristiana a todo lo que, sin faltarle, creía contrario a su legítima potestad secular, como lo había ya acreditado en Nápoles, y lo hizo confirmar en el caso siguiente.

     El Inquisidor general, D. Ramón Quintano Bonifaz, que había sido el último confesor del Rey Fernando el VI, de acuerdo con el Nuncio de Su Santidad, hicieron prohibir en Madrid la lectura de un libro intitulado Verdades cristianas, que la Congregación del Indice había prohibido en Roma. S. M. reconvino por ello al Nuncio y al Inquisidor, y publicó un decreto, por el cual prohibía en lo sucesivo la publicación y ejecución de todo Breve o Bula pontificia de que no tuviese antes conocimiento S. M. y su Consejo, y en que no se hubiese puesto el regio Exequatur, exceptuando sólo de esta regla los Breves de penitenciaría. Se prohibió al Inquisidor general publicar ningún Breve pontificio sin dicho Exequatur; se le mandó no pudiese prohibir libro alguno sin informar antes a S. M., por el Ministro de Gracia y justicia, para saber su dictamen, y se le previno que, antes de condenarlo, llamase, amonestase y oyese a los autores, para no condenarlos sin saber lo que querían decir, si eran culpables o inadvertidos, o si podían modificarse sus proposiciones sin hacerles perder la obra, porque muchas de ellas, de la mayor utilidad, quedan enteramente ignoradas en España, donde, expurgadas, pudieran ser muy útiles. Ninguna puede haber más difícil de purificar que la Historia filosófica del comercio de América, escrita por el Abate Raynal. En él se encuentra la quinta esencia de cuantas máximas filosóficas e irreligiosas están esparcidas en las obras más clásicas de esta clase, procurando confirmarlas todas con ejemplos, y acompañados de entusiasmo irreligioso y de un fuego de imaginación tan violento, que parece que el objeto de la obra es más predicar la irreligión y la incredulidad que instruir sobre conquistas y comercio de la India. Con todo, este libro infernal se halla expurgado y traducido al castellano por el señor Duque de Almodóvar, bajo el nombre de Eduardo Malo de Luque, lo cual no deja duda de que si hubiese muchos que quisieran sujetarse e imitar su celo patriótico, podría la nación tener varios conocimientos, de que carece por esta falta de cuidado prolijo.

     Hallábase ya el Príncipe de Asturias D. Carlos en los diez y siete años de su edad, y S. M. pensó era ya conveniente darle estado casándole con su prima hermana Doña María Luisa (hoy reinante), hija de su hermano el Duque de Parma. Trató al mismo tiempo de efectuar el casamiento de la Infanta Doña María Luisa (hoy Emperatriz) con el Archiduque Pedro Leopoldo, y por medio de D. Francisco Orsini, Conde de Rosemberg, Embajador del Emperador en Madrid, y del Conde de Mahoni, que lo era del Rey Católico en Viena, se concluyó este matrimonio.

     Hizo el señor Conde de Rosemberg su entrada pública para pedir a la Infanta, y estuvo alojado tres días por la corte, según costumbre, en la casa del Conde de Benavente, calle de Segovia, y cortejado con comida, refresco y cena, a que estuvieron convidados todos los Embajadores, Ministros y señores de la corte. Hubo las funciones públicas acostumbradas, y en los fuegos de una de las tres noches sucedieron varias desgracias, porque habiendo querido los guardias walonas hacer retroceder las gentes, empezaron a caer algunos, y sobre los primeros los otros que querían retirarse, de modo que este acaso turbó algo la celebridad del día.

     Estipulóse en el contrato matrimonial que el Archiduque Leopoldo sería Soberano del gran Ducado de Toscana, y que fijaría su residencia en Florencia, como Gobernador, mientras viviese el Emperador su padre. El Rey de España le cedió con esta condición todos los bienes de la Casa de Médicis. El Archiduque Josef repugnaba se nombrase a su hermano Leopoldo Gran Duque de Toscana mientras viviese su padre, en cuyo caso (decía) quedaba el un Príncipe sin estados, y con sólo el título de Rey de romanos, que no da nada; pero para cortar esta dificultad, su madre le declaró para este caso la misma asociación y la regencia de que gozaba su marido, con lo cual quedó cortada esta dificultad, por consejo del Príncipe Kaunitz, Ministro tan recto como prudente, experimentado y hábil.

     Concluidas las fiestas, se puso en marcha la Infanta Archiduquesa, acompañada del Embajador Rosemberg, que se había desposado con ella por poderes. El Duque de Santisteban fue, como Mayordomo mayor, acompañando a S. A., como jefe de la casa que iba para servirla. Embarcóse la real comitiva en Cartagena, donde la esperaba una lúcida escuadra, y haciéndose a la vela para Génova, desembarcó S. A. en aquel puerto el 17 de Julio.

     Se habían dado anticipadamente los avisos competentes, y pedido el beneplácito a la República, y, en consecuencia de él, se hallaba ya en Génova la Infanta de Parma, Doña María Luisa, con su familia, y también la comitiva alemana que debía encargarse de la nueva Infanta Archiduquesa.

     Un suceso desgraciado interrumpió la alegría de tan feliz enlace. El Duque de Parma, que había venido a Alejandría, donde se había avistado con el Duque y Duquesa de Saboya, su hermana y cuñado, murió casi repentinamente, unos dicen que de una caída de un caballo, que le arrastró, habiéndole quedado el pie en el estribo, y otros de resultas de males habituales que hace tiempo padecía, y que hubiera podido evitar; pero lo que se dijo fue que las viruelas le habían arrebatado, a fin de hacer menos cruel el modo de la pérdida a una hija que acababa de padecer el pesar de separarse de su padre probablemente para siempre.

     Despidiéronse las dos primas, y la nueva Archiduquesa se dirigió a Inspruk con la familia alemana que había venido a buscarla. Allí la esperaba su esposo, la Emperatriz María Teresa y su marido, el Archiduque Josep, ya Rey de romanos, y toda la familia, y Señores de la Corte de Viena. La hermosura, la franqueza y el agrado de la Infanta María Luisa se hizo dueña desde el primer momento de todos los corazones, y sus virtudes han ido aumentando y confirmando cada día más el amor y el respeto de cuantos la conocen. La Emperatriz, sobre todo, halló en ella un atractivo, que ni pudo ni hubiera querido resistir. El Archiduque, su esposo, no anunciaba entonces una naturaleza muy robusta, y más presto parecía estar tocado del pecho. La Emperatriz se lo dijo a la Infanta, recomendándole le cuidase, y S. A., con su franqueza natural, le respondió: Pierda V. M. cuidado; yo se lo cuidaré respuesta que le agradó infinito. Efectivamente, cumplió su palabra, pues cada día se fue mejorando, y su dilatada prole no deja duda del buen estado de su salud.

     En medio del gozo general a que todos estaban entregados, una nueva desgracia (la tercera ya en estas bodas) turbó este general contento y llenó de amargura todos los corazones. Acometió al Emperador Francisco, la tarde del 18 de Agosto, un accidente epiléptico, de que falleció, con lo cual se separó inmediatamente la Real familia. El nuevo Emperador Josef I y su madre marcharon a Viena, y los Grandes Duques se retiraron a Florencia, donde fueron recibidos con la alegría que corresponde a un pueblo que hacía muchos años carecía de la vista de sus Soberanos y de las ventajas de una Corte.

     Tanta continuación de malas noticias había afligido el ánimo del Rey Católico, y para calmarse necesitaba se verificase la feliz llegada de su sobrina y nueva hija la Princesa de Asturias, que es la segunda de la Casa de Parma que ocupa el trono de España en este siglo. Salió S. M. a recibirla desde San Ildefonso, donde se hallaba, a Guadarrama, y la condujo a su palacio, en que tuve la honra de hacerle mi corte al apearse del coche. Su corta edad de catorce años no cumplidos no permitía estuviese aún formado su cuerpo; pero su espíritu lo estaba más allá de lo que correspondía a su edad. El talento y cuidado de la Marquesa de Griñy, que había sabido educar a su desgraciada hermana, esposa del Emperador Josef I, no había omitido nada para sacar igual fruto de sus tareas con su augustísima hermana. Su gracia, su tino y su viveza nada dejaban que desear, y prometían todo lo que después nos ha acreditado y acredita la experiencia. Fue recibida esta amable Princesa con el mayor gozo, y la Reina madre fue la que tuvo más parte y más complacencia que nadie viendo llegar una nieta de la Casa de Parma y de la de Borbón, que venía para ocupar un día el trono de España. Pasó S. M. desde la Granja al Escorial, y de allí a Madrid, como todos los años. Hizo S. A. su entrada pública a Atocha, y hubo magníficas funciones para celebrar su arribo. Entre ellas, la más lucida fue la de las tres cuadrillas de a caballo, compuesta cada una de 48 caballeros con sus volantes, lacayos y caballos de mano correspondientes. De una de ellas (de que yo era), que iba vestida a la española antigua, era padrino el Duque del Infantado. De otra, vestida a la húngara, el Duque de Medinaceli, y de otra, vestida a la americana, el Conde de Altamira. Cada padrino, precedido de un gran número de volantes, lacayos y caballos de mano, marchaba delante de su cuadrilla, y entrando todas en la Plaza Mayor por diferentes puestos, ocuparon sus respectivos sitios; hizo cada una sus escaramuzas, corrieron después parejas y se retiraron, habiendo merecido un general aplauso. Lo más magnífico y extraño de esta función fue que cada padrino hizo todo el gasto de su cuadrilla, que el que menos subió a 500.000 reales, sin más insinuación que un mero papel de aviso, en que el Ministro les avisaba que S. M. les había elegido para dirigir dichas cuadrillas. Si las diversiones de la Corte de Francia hubieran costado tan poco al Real Erario, no se hubiera visto forzada a reunir sus Estados generales ni a sufrir las resultas de ellos.

     El Marqués de Squilace, Ministro de Guerra y Hacienda, tenía toda la confianza del Rey en este ramo. Su genio franco y generoso le había adquirido muchos amigos en el ejército hispano-napolitano cuando le había seguido en calidad de proveedor. Logró, por medio de la favorita, Duquesa de Castropiñano, de quien he hablado arriba, y a quien no podía estar mal tener un Ministro de Hacienda generoso que fuese su hechura, se le nombrase en Nápoles para este empleo, que el Rey le confirió después en España. Se había casado en Barcelona con una hija de un oficial, tan pobre como bien nacida, llamada Paternó; pero de un carácter muy altivo y, codicioso, que aumentó cada día, como sucede ordinariamente con todos los vicios. No es inútil esta disgresión sobre el carácter del Ministro y de su esposa. El conocimiento del carácter e inclinaciones de las Personas con quien se debe tratar y el de las que los rodean, es el primer paso para entablar, dirigir y concluir bien los asuntos, y aun las más veces, para calcular con acierto de antemano los efectos de las empresas más arduas, por lo que pueden dar de sí las personas a quienes se fían. Preguntaba un negociador todas las mañanas al ayuda de cámara del Ministro (que era muy obstruido y aprensivo), antes de entrar a hablarle, si había ido al retrete, y arreglaba su conversación o silencio al efecto diario de su estómago, que era la llave maestra del bueno o mal humor del Ministro. La bondad natural del Marqués de Esquilace, su deseo del acierto, de quitar abusos y de aumentar las rentas del Rey, junto al poco fondo de conocimientos que tenía en el ramo de la Hacienda, que sólo sabía por práctica, hizo que diese oídos a varías de aquellas personas que regularmente se llaman proyectistas, y que, estudiando el humor del Ministro, solo buscan el modo de adaptarse a sus ideas para hacer su fortuna particular, sin reparar el modo ni en los perjuicios públicos que pueden producir sus operaciones. Entregado sin conocimiento a estos hombres, se dio el Marqués a una inquisición odiosa de todos los privilegios antiguos, en términos que, sin merecerlo, se echó sobre sí el odio de muchas personas poderosas, que, por otra parte, aumentaban el genio y la conducta de la Marquesa su mujer.

     El falso principio, demasiado común en algunas Monarquías, de hacer que el pan y los comestibles de primera necesidad se mantengan más baratos en la capital que en el resto del reino, había atraído a Madrid un gran número de gentes ociosas de todas las provincias de España, que se había aumentado aún más de lo regular por la carestía que en aquella ocasión había en todo el reino. El origen de esta conducta es el temor de perder la tranquilidad pública en la corte y de impedir que los clamores del pueblo que la componen lleguen a oídos del Monarca. El Marqués había dado unas providencias extremadamente violentas para hacer venir granos de todo el reino, a costa de sumas considerables y de grandísima incomodidad y pérdida de los conductores, violentados en parte, y cuyos clamores aumentaban el número de los descontentos, que parecían comprarse con el mismo dinero que el Rey gastaba diariamente para mantener el pan a un precio moderado. Por otro lado, se había dado una providencia violenta para prohibir los sombreros redondos o gachos y las capas de los embozados, permitiéndolas sólo de un cierto largo y sin embozo. Los alguaciles destinados para hacer obedecer esta orden, abusando de su ministerio, como sucede demasiado a menudo, atacaban las gentes en las calles, los cortaban ellos mismos las capas, los sacaban multas y cometían otras tropelías, con las cuales agitaron el sufrimiento del público. Séase por esto sólo, o (como algunos pretenden) porque había quien, aprovechándose de esta buena disposición, tenía particular interés en excitar un movimiento popular, lo cierto es que en la tarde del día 23 de Marzo de 66, domingo de Ramos, dos embozados se hicieron insultar e insultaron en la plazuela de Antón Martín; se defendieron, y fue la señal de reunirse la gente y de empezar el motín. Una multitud de pueblo se acercó a Palacio y a la casa del Marqués de Squilace, gritando ¡Viva el Rey y muera Squilace! Este desgraciado Ministro había ido aquel día a comer a San Fernando con varios amigos, y a no haber tenido aviso de lo que sucedía, hubiera venido en derechura a su, casa donde hubiera sido la víctima de todo aquel pueblo que clamaba contra él. El Marqués se dirigió a Palacio, y la Marquesa a casa del Ministro de Holanda, Mr. Doublet..., su amigo, que había ido al campo con ellos, y no hubo particular rumor en aquella noche, pues aunque quisieron ir a quemar la casa al Marqués, un hombre sensato tuvo la fortuna de contenerlos, diciendo a la multitud no era suya, sino de un honrado español, el Conde de Murillo. Al día siguiente 24 continuó el alboroto, y la Marquesa tuvo tanta frescura y presencia de espíritu, que, atravesando la multitud, se entró disfrazada en su casa, oyó en ella dos misas, recogió sus diamantes y se retiró.

     Continuaban los gritos contra el Marqués, y aumentaba el tropel en Palacio, cuyas primeras puertas quería forzar el público, que obligaba a todos a desarmar sus sombreros a tres picos y a ponerlos redondos, de modo que yo he visto atravesar así la plaza de Palacio al Nuncio Palavicini, que lo era entonces en Madrid. Los guardias de Corps y las guardias de infantería española y wallona estaban formadas en el arco de Palacio y en las demás puertas exteriores para detener al pueblo; pero habiendo éste querido forzar el arco, tuvieron que hacer fuego. Aunque éste fue dirigido de modo que más sirviera de espanto que de daño, el poco que se hizo enardeció infinito al pueblo, sobre todo contra las guardias walonas, que miraban con encono desde el suceso desgraciado de las fiestas de la boda del Príncipe, de que se ha hecho mención más arriba. Por más que el Duque de Arcos, capitán de cuartel, y otros procuraron calmarlos, el furor aumentaba, y sobre todo contra las walonas, y por fin, a eso de las cinco de la tarde, se vio precisado el Rey a salir al balcón grande del centro de Palacio y permitir entrasen unos cuantos a la plaza para hablarle y pedir lo que deseaban.

     Yo, que no me aparté de allí en todo el día, salí con S. M., y sólo había entre él y yo el Confesor mientras estuvo oyendo las proposiciones que un caleseruelo, con chupetín encarnado y sombrero blanco (que no se borrará de mi imaginación en toda mi vida), le estaba haciendo desde abajo, como orador escogido por el pueblo; la exposición de todas sus proposiciones, reducidas a la diminución del precio del pan y de otras cosas, y sobre todo al retiro de Esquilace y de las guardias walonas. S. M. se convino a todo; pero continuando aún el tumulto, y manifestando el pueblo desconfianza porque no se les había prometido sino de palabra, tuvo S. M. que volver a salir al balcón segundo de su cámara, inmediato al gabinete del despacho, que es el segundo de toda la fachada principal del lado del campo, y desde allí volvió a ratificar lo mismo, autorizándolo y escribiéndolo abajo el padre Cuenca, Misionero de plaza, Religioso del convento de San Gil, que para calmar al pueblo se había puesto a predicar y, pudo inspirarle confianza. Empezó el Rey, inmediatamente a cumplir lo que había prometido, haciendo se retirasen las guardias walonas del patio interior de Palacio. Calmados entonces los espíritus, empezaron a reunirse los predicadores que se habían esparcido por las calles para contenerlos, y, pasaron por delante de Palacio algunos Rosarios en acción de gracias, para hacer ver se había restablecido la tranquilidad.

     No creyendo S. M. conveniente a su decoro el permanecer por más tiempo en Madrid, y deseando castigar a sus habitantes, determinó retirarse a Aranjuez aquella misma noche, y habiendo dado todas las providencias con el mayor secreto, salió con toda su Real familia por las bóvedas de Palacio, y tomando los coches fuera de la Puerta de San Vicente, se dirigió a Aranjuez, donde había hecho marchar las guardias walonas para su guardia. Como los callejones bajos eran estrechos, fue preciso cortar las varas a la silla de la Reina madre, que usaba siempre de ella, para que pudiese pasar. Pero con todo, salió e hizo su viaje como los demás, aunque dicen que nada omitió para empeñar al Rey a que no lo ejecutase.

     Apenas se supo en Madrid, la mañana del 25, la evasión del Rey, que el alboroto empezó con más fuerza, y tomando varias armas de los inválidos, marchaban ya formados, y mataron y arrastraron a un pobre guardia walón; pero en lo demás no cometieron desorden, y aseguran lo pagaban todo puntualmente por medio de varios capataces, a quienes estaban subordinados. Esto y otras cosas de que no puedo hablar, por no estar instruido con certeza en ellas, han dado motivo a decir era un plan premeditado y sostenido por algunas personas poderosas, que por este medio querían precaver su ruina, que preveían hace tiempo. Pero echando un velo sobre estos recelos, por falta de instrumentos para ponerlos en claro, seguiré la mera narración de los hechos públicos.

     Querían las gentes ir a Aranjuez a traer al Rey, y detenían a cuantos iban allá. Por fin, el Ilmo. Sr. D. Josef de Rojas y Contreras, Obispo de Murcia y presidente del Consejo, pudo conseguir calmarlas, enviando a Aranjuez un correo, diputado del pueblo. Se restableció el orden, sobre todo luego que se supo había ya marchado el Marqués de Squilace a embarcarse para Nápoles en Cartagena, la tarde del día de la llegada del Rey a Aranjuez.

     D. Miguel de Muzquiz (después Conde de Gausa), hombre honrado, cortesano, noble, pero sagaz, y que había servido toda su vida en la secretaría de Hacienda, cuyo manejo conocía a fondo, fue elegido por sucesor del Marqués de Squilace, elección que le cogió bien de nuevo, y de que hubiera querido excusarse, pues, prefiriendo a todo su descanso, se había ya retirado de la plaza de primer oficial, que ocupó con aceptación muchos años. D. Gregorio Muniain, Comandante general de Extremadura, sucedió al Marqués en el Ministerio de la Guerra.

     S. M. había mandado cortar los puentes del Tajo para contener a los que viniesen de Madrid, y de resultas del Consejo de Estado que se tuvo para tratar de lo que convenía hacer, despachó S. M. un correo al señor Conde de Aranda, que era entonces Capitán general de Valencia, para que viniese luego a Madrid, y, nombrándole Presidente del Consejo de Castilla y Capitán general de la provincia de Castilla la Vieja, comandancia creada para su persona, puso en él toda su confianza para el restablecimiento del orden, y reconcentrando en él el poder judiciario y militar, le dio todos los medios necesarios para corresponder a su confianza.

     La firmeza, la dulzura y la maña que empleo el Conde para calmar los espíritus y para atraer los ánimos, le hizo amar y respetar igualmente de todos.

     Distribuyó Madrid en cuarteles, estableciendo alcaldes de barrio paisanos, alternando, como carga concejil, los cuales, a más de los alcaldes de Corte, y bajo su dirección, vigilasen sobre la tranquilidad de sus cuarteles y respondiesen de ella. Hizo nombrar síndicos personeros en todo el reino, que fuesen los abogados del público y mirasen por sus intereses. Llamó sucesivamente los Grandes, títulos, cuerpos y gremios para asegurarse por escrito de su modo de pensar, y hacer responsable a cada uno del proceder de sus criados y dependientes por éste y otros medios. Hizo venir de guarnición tres regimientos de infantería y uno de caballería, y entre ellos el de Castilla o Inmemorial del Rey, de que el Conde había sido Coronel, si de que lo he sido yo catorce años.

     Restableció en Madrid un orden, una tranquilidad y una paz no conocida hasta entonces, y al cabo de pocos meses logró ver entrar de nuevo sin el menor temor, los mismos guardias walonas que el Rey se había visto precisado a hacer salir poco antes.

     El grande objeto de la reforma de los sombreros gachos lo consiguió el nuevo Presidente con declarar que sólo el verdugo podría usar de esta clase de sombrero gacho, con lo cual cada cual se dio prisa a no confundirse con él; y no los hay en Madrid, cuando ahora se usan mucho en otras partes. A la verdad que el sombrero redondo, no acompañado con el embozo exagerado, y no siendo disformes sus alas; es más análogo a su uso y al nombre que por él se le da, que no un sombrero de tres picos, que ni hace sombra, ni preserva del agua.

     La asiduidad con que el Conde asistía diariamente al Consejo desde las ocho de la mañana; la constancia con que era el primero a las Cámaras y a todas las juntas particulares; la paciencia con que daba audiencia siempre que entraba y salía de su casa, y cuando iba y venía de comer, que quiere decir seis veces al día; la facilidad con que aún en otras horas le hallaban los que le necesitaban con urgencia; la dulzura con que los oía, y el interés que parecía tomar en los asuntos de cada uno, le adquirió una confianza colectiva de cuantos acudían a él, que acaso no tendrá ejemplo en un empleo como el suyo.

     Sobre el disgusto que el suceso referido causó en el ánimo generoso del Rey, tuvo S. M. en Aranjuez el gran pesar de perder, en el mes de Julio, a su amada madre, cuya muerte no sería extraño hubiese acelerado el alboroto de Madrid y, sus resultas. Esta Soberana, llena de talento, tuvo siempre mucha influencia en el Gobierno, y su amor a sus hijos y la ambición de verlos todos Príncipes coronados, hizo empeñarse a España en algunas guerras, que hubiera podido excusarle en parte. La desgracia de su muerte hizo que el haberse dirigido S. M. en derechura desde Aranjuez a San Ildefonso, sin pasar por Madrid como otros años, pudiese colorarse, sin que pareciese, como lo era en el fondo, un despego o enojo contra Madrid, lo cual hubiera bastado para hacer infructuosas todas las medidas juiciosas del señor Conde de Aranda. Algunas personas de las más inmediatas al Rey votaban con tesón por que S. M. no volviese a poner allí los pies, y que transfiriese su Corte a otra parte. Unos votaban por Valencia y otros por Sevilla; pero el tesón y las providencias del Conde de Aranda disuadieron uno y otro, y es muy cierto que a él solo debe en el día Madrid ser aún la Corte del reino de España.

     El tumulto de Madrid, que se imitó con más fuerza en Zaragoza, dio motivo y medios para echar de España una Sociedad que, aunque había hecho mucho bien al reino, tenía en él muchos enemigos, y entre ellos el Duque de Alba, que hacía años le tenía declarada la guerra, y, sobre todo, el Ministro de Gracia y Justicia, don Manuel de Roda, que le tenía una aversión grandísima. Empezóse, pues, a tratar este importante punto con el mayor secreto entre los Secretarios de Estado y el Conde Presidente, y éste, como buen político y conocedor del corazón humano, para distraer la gente y tenerla divertida, propuso y consiguió del Rey el poner baile de máscara público en Madrid durante el Carnaval de 67, de modo que se establecieron primero en el Coliseo del Príncipe y luego en el de los Caños del Peral, compuesto de nuevo a este fin. A más de ocupar de este modo el público, daba al Rey el Conde una prueba de la tranquilidad de Madrid y de la seguridad con que disponía de él.

     Mientras los vinos bailaban, el mismo Conde, que las más veces estaba en el teatro, dos horas después de haber salido de la máscara, se ocupaba en el grandísimo asunto de la expulsión de los Jesuitas, que se efectuó en virtud de una orden de S. M. de 27 de Febrero, pasada al Conde de Aranda.

     Jamás se ha visto providencia más bien combinada, más uniforme, ni más secreta; de modo que los Colegios, que estaban ocupados la noche del 31 de Marzo, se hallaron vacíos la mañana siguiente y en camino todos sus miembros. El señor Conde y dos de sus edecanes, D. Joaquín Oquendo y D. Antonio Cornel, a quienes hizo antes jurar el secreto más profundo, lo trabajaron todo, y S. M. firmó todas las órdenes para los Gobernadores de América, poniendo en ellas de su puño: El Gobernador me responderá del secreto. Se enviaron órdenes e instrucciones circulares a todas las cabezas de los pueblos del reino en que había Casa de Jesuitas, encargando el secreto bajo las penas más severas. Fueron investidas todas las Casas del reino la noche del 31 de Marzo al 1º de Abril con tropa, que se apoderó inmediatamente de las torres para evitar tocasen a rebato. Llamaron al Rector y le intimaron convocase la Comunidad al refectorio, donde se les leyó el decreto. Cada cual volvió a su aposento acompañado de tropa, recogió los libros de devoción, chocolate, ropa y dinero propio, y reunidos de nuevo, tomaron los coches y calesas que les esperaban a la puerta. Se embarcaron todos en Cartagena para Civitavechia, y el Papa, que ignoraba su arribo, rehusó recibirlos, y los desembarcaron en Córcega, donde padecieron no poco, hasta que se compuso pasasen a los Estados de Su Santidad, que nada perdían en este ingreso de gente que llevaba para mantenerse. Así salieron de España, en 1767, después del tumulto de 66,los Jesuitas, que en 1759 habían sido expelidos de Portugal, después del asesinato intentado contra el Rey don Josef I, y que, en 1761, habían salido por la segunda vez de Francia. Toca a los Soberanos y a sus Ministros decidir si el respeto a la religión y al trono se han aumentado o disminuido desde entonces. Yo sólo debo decir, en honor de la verdad, que me crié con ellos, por orden y a expensas del Rey, como se ha visto en la Introducción, y que cuantas máximas me enseñaron se fundan en uno y otro, y en verter por su defensa la última gota de mi sangre, si quiero vivir y morir con honor y gozar de gloria en este inundo y en el otro, sin que jamás les haya oído nada que directa o indirectamente lo contradiga. Todos los innovadores de la nueva Asamblea Nacional de Francia (no en general la más afecta a la religión ni a los Soberanos) son, o jóvenes que no han alcanzado la educación de los Jesuitas, o sujetos que no han sido criados por ellos, o tal cual de los expelidos de su Sociedad. Así lo había yo observado, y me lo han hecho observar varios miembros sensatos de la misma Asamblea, indiferentes por todo espíritu de partido y adictos sólo al de la razón.

     Todo se ejecutó, y ni en España ni en América hubo la menor oposición y resistencia, no obstante el poder del pretendido Rey Jesuita del Paraguay, Nicolás, y de las proporciones que aquella soledad, extensión de dominios y, plena subordinación de los indios a los Misioneros ofrecían para la inobediencia y la fuga. Todos obedecieron, y he oído al mismo Conde de Aranda admirarse de esto y de no haberse encontrado, no obstante la sorpresa, un solo Jesuita arrestado en toda España. Esta Sociedad tenía, entre otras muchas, dos máximas utilísimas: la una era echar fuera los que veía no eran para ella; y la otra destinar a cada uno para lo que le dictaba su genio. Aunque en la ejecución de las órdenes de la conducción hubo algunos comisionados que no trataron como debían a los Padres, fueron pocos, y desobedecieron en ello a sus positivas instrucciones. He oído decir al Conde no tuvo parte, ni aprobó el desembarco en Córcega ni en los Estados del Papa, y que había propuesto otro medio para que el dinero de su subsistencia no saliese de España. Como quiera, no se oyó, y el odio puede más que la razón y la justicia. El número de los expulsos se calcula entre cinco y seis mil; pero pongámoslos a 5 000, son: a peseta, 1.825,000 reales, sólo del Rey, al año, sin contar los demás socorros que los enviasen sus parientes y particulares, que no será mucho si se calcula a 400.000 reales. Véase si merecía o no consideración el evitar esta extracción por un número tan dilatado de años. Creo que no diré mucho si, a vista de este cálculo, limito a 2 millones de duros el ingreso que por este medio se habla proporcionado a los Estados del Papa.

     Tanto la moderación y obediencia dicha, cuanto la que han acreditado en Italia los individuos de esta Sociedad, y el celo con que, aunque maltratados y echados de su patria, sin recurso de regresar a ella, se han empleado en defenderla e ilustrarla con sus escritos, prueba a lo menos que la educación que recibían en este Cuerpo sus individuos no era ni desobediente ni ingrata.

     El Rey Carlos, que varias veces decía que era primero Carlos que Rey, expresión bien digna de su corazón y de su humanidad, había sido educado por esta Sociedad, y no le era desafecto, y así aseguran dijo a su salida que Carlos había sentido mucho lo que el Rey se había visto precisado a hacer. No es dudable que las razones que le darían serían sin réplica, pues le he oído decir, hablando un día con el Prior de El Escorial sobre la responsabilidad del mando: Tiene razón, Padre, yo creo habré errado muchas veces; pero puedo asegurarle, como si estuviera en el tribunal de Dios, que jamás he hecho sino lo que he creído lo más justo y útil. La efusión de ánimo y el espíritu de humildad con que lo dijo valía tanto como un sermón. No pudimos dejar de enternecernos los que se lo oímos decir con el mismo candor que nos hubiera edificado en el más humilde paisano, y S. M. ni mentía ni conocía la hipocresía.

     El Nuncio Palavicini, primo del Marqués de Grimaldi, Ministro de Estado, había tenido alguna sospecha de que querían hacer tomar alguna providencia con los Jesuitas, y preguntó sobre esto al primo, olvidado de que le respondería como Ministro. Efectivamente, éste le tranquilizó enteramente, y él escribió en consecuencia a su Corte; pero a la mañana siguiente justamente supo la expulsión, y de resultas del pesar, estuvo a las puertas de la muerte. S. M. dio cuenta de esta providencia a el Santo Padre en su carta de 31 de Marzo.

     Las Cortes de Nápoles y Parma siguieron luego el ejemplo de la de España. Expelidos de Parma los Jesuitas, a quienes no sin razón llamaba Benedicto XIV sus tropas ligeras, porque marchaban siempre con anticipación para sostener la autoridad pontificia, creyó M. Du Tillot, Marqués de Feliño, podría sacar más fácilmente partido de la Corte de Roma y moderar algunos abusos que se habían introducido en ella, en perjuicio de la autoridad legítima de los Soberanos. En consecuencia de esto, expidió una ley prohibiendo a los súbditos del Duque de Parma pudiesen llevar a países extranjeros los asuntos empezados en sus tribunales; que todos los beneficios y pensiones eclesiásticas debían darse precisamente a sus vasallos y no a otros, y, últimamente, que ninguna Bula, Breve o carta dirigida por la Santa Sede pudiese tener cumplimiento en sus Estados sin preceder su examen y tener el libre Execuatur, del Soberano. La Corte de Roma, sumamente exasperada entonces contra los Príncipes de la Casa de Borbón por la expulsión de los Jesuitas, halló una ocasión de descargar sus iras contra la Corte de Parma, a quien, como la más débil, tocó la suerte ordinaria de las que lo son; esto es, la de pagar por los otros, como hemos visto en esta misma historia sucedió a Portugal en la guerra de 62. El piadoso Papa Clemente XIII, que era de un carácter débil y de avanzada edad, ofrecía piadosamente sus trabajos a los pies del Crucifijo y se deshacía en continuo llanto. Pero el Cardenal Torregiano, Ministro de Estado, hombre violento y, sumamente adicto de los Jesuitas, dejándose llevar de su carácter, y no teniendo presente el espíritu del siglo, quiso combatir con lanzas las baterías de cañones, y, calculando mal la fuerza de sus armas, obligó al Papa a publicar un Breve, en que declaraba nulo y de ningún valor el edicto del Duque de Parma, como contrario a la libertad e inmunidad eclesiástica, amenazando con excomunión a todos los que hubiesen tenido parte en él, sin excepción de persona ni dignidad, los cuales no podrían ser absueltos de la excomunión sino por el Papa in articulo mortis, a no retractarse inmediatamente. Afligió mucho esta resolución la piedad natural del joven Príncipe de Parma, cuyos parientes, más poderosos que él, creyeron deber venir a su socorro. Entre tanto, publicó el Duque un Manifiesto para justificar su conducta y hacer ver a la Europa sus justos derechos, en apoyo de los cuales citaba los reglamentos establecidos en el Imperio, Piamonte y Toscana relativamente a las manos muertas, sin que por ellos hubiese procedido la Corte de Roma en los términos que lo hacía ahora.

     Las Cortes de Madrid y de Versalles apoyaron en Roma con toda fuerza por sus Ministros este Manifiesto, y para dar más valor a sus razones, el Rey de Francia hizo ocupasen interinamente sus tropas Aviñón y el Condado Venesino, poseído por la Santa Sede en virtud de una pretendida compra hecha por ésta en 1347 a la Reina Juana I de Nápoles, que era de la Casa de Austria. Lo mismo ejecutó por su parte el Rey de Nápoles con las ciudades de Benevento y Pontecorvo, que son las únicas que la Santa Sede conservaba en sus dominios. El ánimo de las dos Cortes no era ciertamente privar al Papa de sus posesiones; pero sí persuadirle, por este medio a revocar el Breve expedido contra Parma.

     La Corte de Roma se mantenía firme, alegando a su favor varias razones, fundadas en los derechos que pretendía darle la famosa Bula In coena Domini, llamada así porque se leía voz alta en las iglesias la mañana del Jueves Santo. Examinada con atención dicha Bula por orden de S. M. C., se reconoció había sido la causa en tiempo de Gregorio XIII y Felipe II de varias discusiones acaecidas entre las Cortes de Roma y de Madrid, que llegaron a términos de haberse visto precisado el Nuncio del Papa a retirarse de esta última. Se vio también que los Reyes Carlos I y II y Felipe III, IV, y aun V, habían intentado varias veces evitar el cumplimiento de dicha Bula.

     Varios Obispos de España (cuya firmeza, fundada en la virtud, puede servir de ejemplo a los de toda la cristiandad) creyeron deber representar, exponiendo al Rey las razones que les parecían ser las más poderosas en favor de la Bula. El Obispo de Cuenca, hombre de ejemplar virtud, y hermano del Marqués de Sarria, coronel de guardias españolas, que había mandado el ejército de Portugal, arrebatado de su celo, escribió una carta al confesor de S. M., quejándose en los términos más fuertes de la providencia relativa a la Bula. El Rey respondió a esta carta, con fecha de 17 de Agosto.

     El Obispo de Cuenca fue llamado a Madrid, y compareció como reo en el Consejo que, con el título de extraordinario, se estableció, y que tenía en su casa, igualmente que la Cámara, el Presidente Conde de Aranda, para tratar de los asuntos de los Jesuitas. Como el Obispo de Cuenca era muy adicto a ellos, lo mismo que todos los de su casa, y... su carta, apoyada por su virtud, nacimiento y concepto, era un ejemplo que pudiera haber producido alguna mala resulta en tiempo en que aún existía la memoria y las cenizas del alboroto de Madrid, se tuvo por conveniente hacer este acto de autoridad, poco común, sobre todo en España, en la persona de un Obispo, para cortar por este medio en tiempo las consecuencias y los proyectos que podían suponerse al gran número de apasionados que tenían los Jesuitas, cuyas cartas de hermandad se recogieron a todos los particulares que las conservaban. Yo sé de uno que llevó la suya al mismo Conde de Aranda, después de haberle cortado las figuras de los Santos que estaban en la orla. El Conde lo vio; no le gustó nada; pero tampoco dijo una palabra al que se la presentó, que es el que lo escribe.

     Lo que ganó la Corte de Roma con su obstinación fue que Portugal, Venecia y todos los Estados de la Lombardía siguiesen el ejemplo de la Corte de España y prohibiesen igualmente que ella en sus Estados la lectura de dicha Bula.

     Había ajustado el Rey Católico el matrimonio de su hijo el Rey de Nápoles, D. Fernando IV, con la Archiduquesa María Josefa, hija del Emperador Francisco I y de María Teresa de Austria; pero habiendo muerto en Viena de viruelas esta Princesa, el Duque de Santa Elisabeta, su Embajador en aquella Corte, pidió para su Soberano a la Archiduquesa María, actualmente Reina de Nápoles, cuyo matrimonio se celebró a últimos de Mayo de 68. Llegó esta Soberana a Nápoles acompañada de su hermano y cuñada, el gran Duque y Duquesa de Toscana, y fue recibida con todas aquellas demostraciones de alegría correspondientes y propias del amor que profesaban a su nuevo Monarca Fernando, en quien veían un vivo retrato de las virtudes y amabilidad de su padre el Rey Carlos, cuyo nombre sabemos pronuncian siempre con ternura los napolitanos, que no pueden dar un paso sin encontrar un monumento que les recuerde su beneficencia y la regeneración y libertad que recobraron por su medio. El Rey padre había ya declarado la mayor edad de su hijo Fernando y separádose de su tutela, la cual, con arreglo a la costumbre establecida en la Casa de Borbón, debe cesar a los diez y seis años, excepto en Francia, donde hasta ahora ha terminado a los catorce. En el día, por un decreto de la Asamblea Nacional, inserto en la Sección 2.ª, capítulo II de la Constitución, presentada y, aprobada por S. M. en 14 de Septiembre de este año de 91, queda fijado el término de la menor edad a los diez y ocho año, cuya innovación no parece deber ponerse en las de la clase que exigen modificarse.

     Casi al mismo tiempo declaró el Rey, la mayor edad de su sobrino y pupilo el Duque de Parma, Fernando I, dándole por esposa a la Archiduquesa Amalia, hermana del gran Duque de Toscana y de la Reina de Nápoles. Por este medio consiguió el Rey Carlos hacer más bien a la Italia que el que le habían hecho antes que él la mayor parte de los Príncipes que han reinado en ella, proporcionándole una paz durable. Empezó por dar nueva existencia a los reinos de Nápoles y Sicilia, que por tantos siglos habían sido el objeto de guerras sangrientas, pasando de conquistador en conquistador, según lo exigía la dura ley, de las armas. Había conservado la soberanía independiente de la distinguida Casa de los Médicis, dejando íntegra la de Parma a su hermano D. Felipe, y para consolidar todo lo que había hecho, reunió los ánimos con los matrimonios del Rey de Nápoles, del Gran Duque de Toscana y del Duque de Parma, y combinó los intereses de las dos Casas rivales de Borbón y Austria, que por tanto tiempo se habían disputado aquellas ricas y deliciosas posesiones. Nada hubiera quedado que desear al Rey, si algunos incidentes, que no son aquí del caso, no hubieran impedido se verificase el matrimonio proyectado del Duque de Parma con la heredera de Módena y Masa, esposa del Archiduque Leopoldo, Gobernador de Milán, Princesa de un mérito raro; pero la Casa de Austria, siempre feliz por sus alianzas, tuvo la fortuna de hacer esta apreciable adquisición. Por ella, desde Viena a las fronteras del Estado pontificio, puede el Emperador enviar citando quiera un ejército, que sólo tendrá que atravesar las siete postas que hay desde Halla a Mántua sobre terreno que no sea o suyo o de sus aliados, a cuyo fin se ha abierto un nuevo camino desde, los Estados de Módena a Pistoia, sin pasar por el Boloñés. El Tratado de alianza entre la Francia y la Casa de Austria asegura también la tranquilidad de la Italia, y puede decirse ser ésta su mayor utilidad, que lo es mayor para la Casa de Borbón de España e Italia y para el Papa y demás Estados de Italia que para la Francia sola. El Cardenal de Bernis, que lo hizo, no olvidó en esto los intereses de su dignidad. ¡Quiera Dios que la ambición exagerada de algún Príncipe no descomponga algún día estas prudentes y pacificas medidas, por las cuales deberían todas las ciudades de Italia consagrar un monumento de gratitud a la memoria del Rey Carlos!

     Los franceses se apoderaron en este tiempo de la isla de Córcega en virtud de un convenio hecho con la República de Génova, lo cual disgustó no poco a la Inglaterra, que con menos motivos ha solido suscitar guerras en la Europa. El estado de gloria a que habían llegado sus armas después de la guerra concluida en 62, parece debía hacerla temer con más fundamento; pero no fue así. Agobiados los ingleses con el peso de la deuda contraída para conseguir sus victorias, y, ensoberbecidos con ellas, descuidaron un poco su marina, y el lord Graffton, primer Ministro, no quiso aumentar la inmensa deuda de su nación.

     Hallábase en guerra la Rusia y la Turquía, de resultas de las turbulencias acaecidas en Polonia por la elección del Rey Estanislao Poniatoski, noble polaco, a quien la Emperatriz (con quien había tenido particular e íntima amistad en su viaje de Rusia) hizo subir al trono. Esta elección excitó varias competencias entre los señores poloneses, sus compatriotas, que dominados después de varios años por príncipes extranjeros, no podían ya sufrir el ver la Corona sobre las sienes de un igual, y convenirse en que ocupase tranquilamente el trono. Por esta razón, en la última Constitución, adoptada en este año de 91, han declarado la Corona hereditaria de la Casa reinante de Sajonia, sin exclusión de las hembras, prefiriendo un dominio extraño y la posibilidad de ser elegidos Reyes, a sujetarse nunca a otro noble. No obstante todas las dificultades, la preponderancia de la Rusia, que trataba despóticamente a la Polonia, estableciendo en ella tropas a su arbitrio hasta en la misma capital, como si fuera una provincia suya, consiguió para su amigo, con la fuerza y la maña, el objeto que se proponía.

     Receloso el Rey Carlos de que esta agitación de la Rusia y la nueva adquisición de la Francia pudiesen producir algún movimiento en la Europa, se aplicaba a consolidar en el ejército la nueva disciplina prusiana, que estableció desde luego que llegó al reino, nombrando a este fin a D. Martín Álvarez y a D. Alejandro O-Reilly, que habían hecho como voluntarios la guerra de Alemania con el Mariscal Broglio, Ayudantes generales del ejército, empleo creado nuevamente para ellos con objeto de revistar todos los cuerpos y establecer en ellos una disciplina uniforme. Trabajaba también S. M. con todo ardor en el restablecimiento de la marina, que logró poner, y dejó a su muerte, en el pie más respetable que ha visto España, como lo comprueba el estado de ella el año de 88, que se halla exacto en la nota 5.ª

     La agricultura, las artes y el comercio ocupaban igualmente el celo de nuestro Monarca, y como la expulsión de los Jesuitas había hecho salir del reino más de 5.000 individuos, pensó en reemplazarlos, restituyendo a la agricultura un número superior al de los expulsos que fuese útil a la nación por otro término.

     Las montañas de Sierra Morena, pobladas en tiempo de los moros, se hallaban casi desiertas muchos años hace y reducidas a bosques espesos, en que sólo se encontraban pastores, lobos y facinerosos y muy pocas casas y, lugares, a grande distancia unos de otros. El camino real que conduce desde Madrid a Cádiz atraviesa dichos montes, y desde el lugar de El Viso, en la Mancha, hasta Bailén, que son ocho leguas muy largas, no se encontraban más que dos malas ventas, llamadas de Miranda y de Bailén, en que los venteros daban la ley, a su arbitrio, y se entendían, o por miedo o por convención, con los bandidos que infestaban el camino, y que, emboscados entre los árboles y matorrales, sorprendían a los viajantes, sin ser vistos por ellos sino cuando los atacaban. Para pasar las montañas desde El Viso hasta la venta de Miranda era menester descargar los coches, y que las personas y los fardos pasasen sobre caballerías.

     Entre Córdoba y Ecija, por donde pasa también el camino de Cádiz, sólo se encontraba la venta de La Parrilla, y estas ocho leguas eran tan expuestas como las que arriba hemos dicho.

     Consideró, pues, S. M. no podía colocar los nuevos colonos en parajes que fuesen más útiles que estos dos.

     Resolvió, pues, establecer en ellos varios pueblos, dando el nombre de Carolina al principal, de las poblaciones del lado de Bailén, y de Carlota, al de las poblaciones que hay entre Córdoba y Ecija.

     Nombró S. M. para el establecimiento y dirección de estas poblaciones a D. Pablo Olavide, caballero limeño que se hallaba en Madrid, y a quien S. M. había conferido últimamente, a proposición del señor Conde de Aranda, la dirección del Real Hospicio de San Fernando, en que dio pruebas de su celo e inteligencia.

     D. Carlos Turriegel, antiguo oficial prusiano, hizo la contrata para traer 6.000 colonos, a fin de establecer con ellos las nuevas poblaciones. Llegaron a Málaga a principios del verano, y deseando emplearlos y sacar de ellos utilidad desde luego, los transfirieron inmediatamente a Sierra Morena para que la desmontasen. La mayor parte de estos colonos eran artesanos, vagabundos o malos labradores, y los mejores eran los que se hallaban depositados en Francia para pasar a la Cayenne, los cuales, mantenidos sin hacer nada durante el tiempo de su demora en Francia, se habían ya acostumbrado a la ociosidad. De semejantes colonos, venidos de países muy fríos o poco templados a establecerse en el rigor del verano en un clima tan ardiente como el de la Sierra Morena, no podían esperarse muy rápidos progresos. Sofocados por el calor, recurrían al vino, cuya fuerza no conocían, y abrasados con uno y otro, cada día se aumentaba el número de los enfermos, y aun de los muertos, y he visto familias compuestas de nueve personas de que sólo quedaba una. La necesidad de remediar este mal, en que no tuvo parte el Intendente, obligó a éste a hacer precipitadamente una contrata para fabricarles a toda prisa las casas, que debieran haber estado hechas antes de que viniesen. Fabricadas a toda prisa estas, sólo para salir del día y por contrata, se arruinaban a poco tiempo de hechas, y los pasajeros, que sólo veían las ruinas sin profundizar la causa de ella, murmuraban contra el establecimiento y lo desacreditaban en la Corte. No faltaba también en ella, y aun en las mismas poblaciones, quien trabajase en lo mismo y aun en arruinarlas. El Embajador del Emperador no podía ver con indiferencia aquella emigración de alemanes, y de acuerdo con un capuchino alemán, que era confesor en la Carolina, trabajaban para destruir todo lo que se hacía, y para hacer se restituyesen a su patria los pobladores, como lo hicieron muchos.

     Como el objeto era introducir gente de fuera para aumentar la población del reino, se prohibió desde luego en el reglamento se admitiese a ningún español en las nuevas poblaciones. Aunque esta providencia parece conforme al objeto, yo creo que si se hubieran escogido en toda España familias pobres y honradas que no tienen que comer ni que hacer, no hubiera sido menor el aumento de población que se deseaba. Efectivamente, entre muertos, desertores e inútiles, apenas quedó un tercio de toda aquella gente, venida a grande costa. A vista de esto, fue preciso abrir la mano y permitir la introducción de españoles, los cuales y los extranjeros que vinieron en edad de poderse acostumbrar al clima, son los que verdaderamente han prosperado en él y llevado las poblaciones al buen estado en que se hallan en este año de 91, y que podrá verse en la nota 6.ª

     Estas dos partes del camino de Andalucía, que eran antes lo que se ha visto, son en el día un jardín delicioso; a cada paso ofrecen un nuevo motivo de alabar y bendecir la memoria del Rey Carlos que, para no dejar nada que desear, mandó hacer un camino que atraviesa la sierra, y por el cual se va como por una sala, sin tener que salir del coche ni descargar, como antes, que aún los coches sin carga pasaban con riesgo de hacerse mil pedazos, aún sin volcar, por las piedras y vaivenes.

     D. Pablo Olavide trabajó con el mayor celo e inteligencia en este útil establecimiento, de que es muy sensible se retirase a los once años de emprendido. El demasiado celo y el ardor de su carácter exaltaba su imaginación de modo que, dejándose arrastrar de varias ideas filosóficas de perfección imaginaria, y no permitiéndole la franqueza de su carácter disimular ni contemporizar con nada, decía con franqueza cuanto pensaba, igualmente en los asuntos de religión que los demás. El capuchino, que le observaba y que seguía sus instrucciones, no dejó de sacar partido de esta poca reflexión de Olavide (que aún mucho antes había sido notado de demasiado libre en sus opiniones religiosas), y, entre él y otros dieron con Olavide en la Inquisición, donde tuvo el dolor de verse sentenciado en un autillo público y depuesto de la Orden de Santiago que tenía. Pasado algún tiempo en cumplimiento de su penitencia, logró venir a Francia, donde vive tranquilo e incógnito bajo el nombre de Conde de Pilos, entregado enteramente a la devoción, que es lástima no hubiese adquirido en España para mayor honor suyo y aumento de las poblaciones que estaban a su cargo, y que nunca puede olvidar.

     En 1769 murió el Papa Clemente XIII, a quien sucedió Clemente XIV, llamado Ganganelli, religioso Mínimo, que poco tiempo antes había sido hecho Cardenal, y a quien en la entrada de su predecesor obligó un soldado a bajar de la trasera de un coche en que estaba puesto para verla mejor. ¿Quién le diría entonces el papel que haría él mismo en la entrada siguiente? Era Ganganelli nativo de Rimini, en la Romania, hombre de talento y virtud, y se propuso en su conducta seguir los pasos del gran Benedicto XIV. Amaba los Soberanos, y conociendo los límites de su poder y el de la Iglesia, aspiraba sólo a conservar a cada uno lo que le correspondía. Estas calidades distinguidas y poco comunes fueron la causa de que, no obstante de ser el único Religioso que había en el Sacro Colegio, fuese elegido para el Pontificado en un tiempo en que el crédito de las Religiones había decaído en toda Europa. Parece que ésta, conociendo el mérito del Cardenal Ganganelli, y que nadie mejor que él, como Religioso, podía conocer a fondo los abusos que había que corregir en las Religiones, quiso fiarse enteramente de su probidad, sin recelo de que el espíritu de partido le hiciese faltar a ella. Efectivamente así lo acreditó en todo el tiempo de su Pontificado. Empezó éste por reconciliarse con la Corte de Portugal y las de la Casa de Borbón, y por declarar reservada a si la causa de la beatificación del venerable Palafox, Obispo de los Ángeles, en que el P. Osma (Don Joaquín Eleta), Religioso Descalzo de San Pedro de Alcántara, después Obispo de Osma y confesor de S. M., tomaba y hacía tomar al Rey un particular y directo interés. Los Jesuitas, de quien Palafox no fue nunca apasionado, habían trabajado constantemente en impedir fuese adelante su causa, y este paso de Ganganelli fue un precursor del descrédito y desgracia de este cuerpo.

     El Rey Carlos mostró una satisfacción particular en la elección de este Pontífice, en que tuvo la mayor parte, y le escribió una carta con fecha 20 de junio de 69, sumamente expresiva, en respuesta del aviso que le dio de su exaltación al Pontificado, dándole en ella expresamente las gracias por la resolución que había tomado en la causa de Palafox, como podrá verse extensamente en la copia de dicha carta, que se halla en la nota 7.ª

     Hecha la paz del año de 63, pensó el caballero de Bougainville, oficial francés, hacer una especulación particular en una de las islas Malvinas o d`Egmond, situadas entre los 50 y 51 grados de latitud sobre las costas meridionales de América, con ánimo de establecer allí una pesquería de bacalao, y de ballena. Ayudado, pues, por su pariente M. d'Arbouland de Risbourg, director de postas, que le adelantó el dinero necesario, hizo en ellas un establecimiento en el año de 1764. No parece posible ignorase M. de Bougainville que la España y la Inglaterra no podrían ver con indiferencia un establecimiento francés en aquellos parajes, que desde el viaje del Almirante Anson había sido un objeto de especulación para los ingleses, y a los cuales la España tenía un derecho, de que no usaba mientras otras potencias no se estableciesen allí, por no aumentar y dilatar más sus posesiones, y por ser estas islas un terreno arenisco que sólo ofrece el abrigo de un puerto, cuya manutención no compensaría la poca utilidad que de él podría resultar a la navegación española. Con todo, Bougainville llevó adelante sus ideas, y el tiempo ha demostrado había tomado de antemano sus medidas para no arriesgar nada en el primer desembolso, y para acreditarse y adelantar por este medio en la marina. Habiendo reclamado el Rey Carlos sus derechos sobre aquellas islas, la Corte de Francia los reconoció inmediatamente, y dio orden al caballero Bougainville para que, pasando al Río de la Plata, hiciese entrega formal a los españoles del establecimiento que en ellas había hecho. Salió Bougainville de Nantes a bordo de la fragata La Boudeuse, el 15 de Noviembre de 1766, y entró en el Río de la Plata en 31 de Enero del año siguiente. El objeto del viaje de Bougainville no era sólo la entrega de estas islas, sino que aprovechó de esta ocasión para sus adelantamientos, y, después de haberla hecho, debía continuar su vuelta del mundo, pasando el cabo de Hornos y restituyéndose a Europa por el de Buena Esperanza, como puede verse en detall en su libro intitulado: Voyage autour du monde par la frégate du Roi «La Boudeuse» et la flúte «l'Etoile», impreso en París por Le Breton, año de 1771. Llevaba a su bordo Bougainville, como voluntario, al Príncipe de Nassau, que se ha distinguido después en Gibraltar a bordo de las baterías flotantes, y en el Báltico y el Mar Negro contra los suecos y turcos en servicio de la Rusia.

     Salió Bougainville de Montevideo el 28 de Febrero siguiente en conserva de dos fragatas y una tartana española, al mando de D. Felipe Ruiz Puente, capitán de navío, nombrado por Gobernador de las Malvinas, de las cuales tomó posesión, en nombre del Rey Católico, el día I.º de Abril del mismo año. El Rey Carlos, no obstante de que, reconocido por el Rey de Francia su legítimo derecho a dichas islas, no debía, según todas las leyes del derecho público, hacer ningún reembolso a Bougainville por los gastos que se le habían originado en aquella usurpación involuntaria, quiso, con pretexto de tomar el corto número de barcos, víveres y municiones que en ellas había, reembolsar a Bougainville de la suma que dijo haber expendido hasta el día de su entrega, y que ascendía a 603.000 libras tornesas, comprendido el interés del 5 por 100, que, por un exceso de generosidad, reembolsó también S. M. Así lo confiesa el mismo Bougainville en una nota de su obra que se halla al pie de la página 46.

     Celosos los ingleses de este nuevo establecimiento, enviaron en el año de 69 fuerzas suficientes para destruirle, a las órdenes del capitán Hunt, que se estableció al otro lado de la isla, en un paraje que denominó el puerto d'Egmont. Pasando de allí a reconocer el establecimiento español, intimó a su Gobernador lo abandonase en el término de seis meses, alegando el derecho anterior de descubierta. Sabedor de esto el Gobernador de Buenos Aires, D. Francisco Bucareli, por los avisos y protestas hechas por nuestro Gobernador de aquellas islas, envió inmediatamente, a las órdenes de D. Francisco Madariaga, fuerzas superiores a las de los ingleses, para obligarles a salir de allí, como efectivamente lo hicieron en el año siguiente de 70.

     Luego que lo supo la Corte de Londres, reclamó con toda fuerza una satisfacción y el reintegro de la posesión en que se hallaban de aquella isla, alegando siempre el derecho de descubierta y la afrenta hecha al pabellón británico.

     Hallábase en Londres de Embajador de España, el Príncipe de Maserano, y de Encargado de negocios en Madrid por la Corte de Inglaterra, el caballero James Aris, condecorado en el día con el título de lord Malmesburi, y ambos pasaron las correspondientes memorias sobre este asunto.

     Deseaba la Inglaterra evitar una nueva guerra, por las razones arriba dichas, y así se explicó en términos más moderados que suele usar en sus negociaciones, pues veía que la España aprontó en muy poco tiempo 52 navíos de línea y la Francia 63, cuando gran parte de los ingleses se hallaban abandonados y podridos. Con todo, las circunstancias políticas que ayudaron con su dinero en la Corte de París, les dieron un momento de esperanza de que podrían separar aún la España de la Francia y caer sobre la marina de esta potencia.

     Hallábase en el Ministerio el Duque de Choiseul, y muerta ya la Marquesa de Pompadour, favorita de Luis XV, Madame Du Barry, que se apoderó de su corazón, intrigaba para poner al Duque d'Aiguilión. en lugar del Duque de Choiseul. Este, que lo previó, y que sabía la parte que la Corte de Londres tenía en esta intriga, lisonjeándose de que la caída de Choiseul era un medio seguro para evitar que la Francia se declarase por nosotros, empeñó a la Corte de España a que cediese a las solicitudes de la Inglaterra, no obstante de que ésta, fundada en las esperanzas dichas, había ya tomado otro tono, mandando retirar de Madrid al caballero Aris. La Corte de Madrid envió también orden al Príncipe Maserano para que saliese de Londres; pero como tenía una plena confianza en el Duque de Choiseul, previno al Embajador que, no obstante dicha orden, se atuviese a lo que le propusiese últimamente el Ministro francés, atendidas las circunstancias. Como el Duque de Choiseul conocía el objeto de las nuevas pretensiones y tono de la Inglaterra, previno a Maserano suspendiese su marcha, como lo hizo. El Caballero Aris tenía entonces en Madrid una pasión que le hacía muy dura la separación de la Corte, y así, aunque se retiró de ella, no pasó de un lugar inmediato, y desde él venía oculto todas las noches a cenar con su amiga y conmigo, que lo era de ambos. Sin duda que en sus despachos no omitiría nada de cuanto pudiese conducir a calmar su Corte y a proporcionarle la continuación de su residencia en la nuestra y la conclusión en ella de la negociación de que se trataba, la cual conocía debía servirle de un particular mérito. Así fue, pues viendo la Corte de Londres que, no obstante el haber salido de Madrid su Encargado de los negocios, no se retiraba el Príncipe de Maserano, envió inmediatamente a aquél el título de Ministro plenipotenciario, y con él se presentó de nuevo Aris a la Corte para concluir la negociación, como lo hizo el 21 de Enero de 71, desaprobándose para con la Inglaterra la conducta de Bucareli, a quien por otro lado se dio la llave de Gentil hombre, para hacerle ver que esta desaprobación había sido sólo un efecto necesario de la política. Se convino también en que se abandonarían las islas, como se verificó en 74.

     Repugnaba el Rey de España desarmar sus navíos, y aún hacía pasar muchas tropas a Andalucía después de acabada ya la negociación, asegurando constantemente a los ingleses, bajo palabra de honor (de que era tan celoso), que no se dirigían contra ellos sus intenciones; pero al fin tuvo que desistir de ellas y dilatar hasta el año de 75 el desembarco de Argel, que era el objeto secreto de ellas.

     A la verdad, merece considerarse con reflexión la parte que han tenido dos mujeres en esta negociación, para no olvidar nunca la que tienen en todas las personalidades y los incidentes que parecen serles enteramente extraños.

     En el mes de Septiembre de 71 dio felizmente a luz la Princesa de Asturias el primer varón, de que fue padrino el Papa Ganganelli. Deseando la piedad del Rey y el amor a sus vasallos perpetuar la memoria de este feliz suceso, estableció, en obsequio de la Virgen de la Concepción, Patrona de España, la Real y distinguida Orden española de Carlos III, con la divisa de una banda azul celeste y dos bordes blancos, y en el escudo la imagen de la Concepción con la cifra de Carlos III, y un lema que dice Virtuti et merito. Esta Orden es igual en dignidad a la del Tolsón; pero se diferencia de ella en que, a imitación de la del Sancti Spiritus, estableció el Marqués de Grimaldi, que tuvo la dirección de ella, se hiciesen unas pruebas ridículas de cuatro generaciones, que no vienen bien con el título de Virtuti et merito, ni con el nacimiento que es natural tengan los que, se admiten en ella, antes de haber constituido por sí los servicios personales capaces de adquirirla con un título nada inferior al accidente de la cuna. Tiene, a más de las grandes cruces, otras pequeñas pensionadas, que se dan no sólo a los militares, sino a toda clase de personas.

     Las conquistas de los rusos contra los turcos eran tan rápidas, que, acercándose aquellos demasiado a la Hungría y a la Transilvania, estuvo muy adelantado un Tratado entre las Cortes de Viena y Constantinopla, cediendo ésta a aquélla Belgrado y una parte de la Valaquia, con tal que enviase 6.000 hombres contra los rusos a la Moldavia.

     El Emperador José II, deseoso de conocer, y aun de hacerse conocer del gran Rey de Prusia Federico (que le conocía bien a fondo sin haberle visto), se avistó con él en Náis en Silesia y en Neustad en Moravia, donde tuvieron varias conferencias. En ellas propuso Federico al Emperador una triple alianza con la Rusia, cuyo objeto principal debía ser el apropiarse, bajo varios pretextos y derechos antiguos, algunas provincias limítrofes de la Polonia, siendo el Rey de Prusia el que, por su situación, ganaba más en este engrandecimiento. No tuvo efecto por entonces el pensamiento, porque la Emperatriz Reina le repugnaba.

     En esta ocasión fue cuando el Rey de Prusia hizo al General Laudon un elogio, el mayor y más lacónico y oportuno que puede hacérsele, y que en la boca de un Rey general como Federico, no tiene precio. Retirábase, como siempre, el Mariscal con su singular modestia al tiempo de ponerse a la mesa, y notándolo el Rey de Prusia, no obstante que sabía no era aún Feldmariscal, y que con menos méritos que él lo era el General Lascy, favorito del Emperador, que estaba allí presente, le llamó en alta voz, diciéndole: Venez, venez, M. le Maréchal (que así le llamaba constantemente, sin serlo), j'aime mieux vous voir à côte de moi qu'en face. El buen Laudon no sabía dónde esconderse, pues su modestia y su mérito se disputaron siempre la preferencia.

     No por eso desistió el Rey de Prusia de la idea de la partición de la Polonia, y, guardándola para mejor ocasión, creyó ser oportuna para su cumplimiento la que le presentaban las circunstancias actuales del Tratado que quería hacer el Emperador con la Puerta, instigado por la Francia, a vista de los progresos de las armas rusas.

     Instruido, pues, el Rey de Prusia por su Ministro en Constantinopla del Tratado que se premeditaba, dio parte inmediatamente a la Emperatriz de Rusia, renovando su proposición de alianza y adquisición premeditada de las provincias de Polonia. La Emperatriz dio su consentimiento, en vista del cual, por más que difería el suyo la Emperatriz Reina de Hungría, cuyas tropas, inmediatas a la Polonia, estaban allí para defenderlas y sostener su tranquilidad contra los confederados, se vio precisada la religión de esta última Soberana (a lo que decía) a condescender en las nuevas adquisiciones que le proponían la Rusia y la Prusia, por ser éste el único medio que tenía para conservar sin efusión de sangre el equilibrio necesario entre sus Estados y los de estas dos potencias, cuyas ventajas serían demasiado considerables si la Emperatriz Reina no hubiese aumentado también sus dominios.

     No obstante la justa sorpresa e indignación que este inesperado robo político produjo en los Gabinetes de la Europa, todos fueron espectadores pacíficos de tan singular escena, y aunque el Rey Carlos conoció la irregularidad de ella y hubiera querido poderla impedir, como tan contraria a su recto modo de pensar y de proceder, ni la distancia ni los Medios le permitían hacerlo solo, de lo cual le pesó no poco, y nada ganó en su concepto con este paso la Corte de Viena.

     El nombre de la Inquisición infundía tanto respeto y temor en España, que por él y por la independencia total de sus juicios había ido extendiendo insensiblemente su jurisdicción, comprendiendo en ella varios delitos, que no eran directamente contra la fe, cuya conservación es el único objeto de aquel Santo Tribunal. Uno de los puntos sobre que extendió su jurisdicción fue el de la poligamia, fundándose sin duda en el desprecio que por ella se hace del Sacramento del matrimonio, lo cual supone falta de creencia en él, y, por consiguiente, falta de fe, por la cual se creía el Tribunal autorizado a atraer a sí las causas de esta especie. Pero si así fuese, habría pocos Mandamientos y Sacramentos por cuya infracción no estuviesen en el caso de ser juzgados por la Inquisición los que los quebrantasen. El proceso de un desgraciado soldado inválido, que había contraído un segundo matrimonio, viviendo su primera mujer, dio motivo a que S. M. tomase providencia en esta, parte. El Tribunal militar había tomado conocimiento de su causa, y, reclamada ésta por la Inquisición, resultó la competencia de jurisdicciones. En vista de ella, resolvió S. M. continuase su proceso el Tribunal militar, declarando mixtos éste y otros delitos, cuyo conocimiento y juicio debería pertenecer en adelante, hasta su conclusión, al tribunal que hubiese empezado la causa, con arreglo a lo que sobre esto previenen las leyes del reino, sobre cuya inobservancia reconvino al Inquisidor general, D. Manuel Quintano Bonifaz, Arzobispo de Farsalia. Hízole también entender se limitase a no mezclarse sino en los delitos de herejía y apostasía, como únicos de su competencia, y que cuidase de proceder en lo sucesivo con el más escrupuloso examen y la más madura reflexión al arresto de los reos, que sólo por el exponían su reputación y la de sus familias en el concepto general y modo de pensar de España. Advirtió al Inquisidor sería responsable a S. M. de la infracción de estas leyes.

     Las monedas que quedaban de en tiempo de Carlos II ofrecían alguna dificultad en la circulación y se hallaban ya muy usadas, y así, mandó S. M. se llevasen todas a las casas de moneda para refundirlas sin pérdida de los interesados, haciendo otra nueva de mayor bondad y hermosura.

     En este tiempo recibió S. M. la agradable noticia de haber dado felizmente a luz la Reina de Nápoles una niña, de que fueron padrinos su abuelo el Rey Carlos y la Emperatriz Reina de Hungría. Nombró S. M. para hacer las funciones de tal en su Real nombre al Excelentísimo Sr. D. Antonio Ponce de León, Duque de Arcos, Capitán de la compañía española de guardias de Corps, cuya generosidad y magnificencia igualaban a su nobleza y excelentes calidades.

     Apenas fue nombrado, que solicitó facultad Real para tomar a censo sobre sus Estados cuatro millones de reales, a fin de poder desempeñar con el debido esplendor la comisión honrosa que S. M. se había dignado confiarle. Salió de Madrid para Nápoles a principios de julio de 72, acompañado del Marqués de Cogolludo, primogénito del Duque de Medinaceli; del Marqués de Peñafiel, primogénito del Duque de Osuna, casado con la Condesa Duquesa de Benavente; del Marqués de Guevara, primogénito del Conde de Oñate, y de D. Pedro de Silva, Coronel del regimiento de África, hermano del Marqués de Santa Cruz. Hallándome yo anticipadamente viajando en Italia, me reuní con ellos en Nápoles a principios de Septiembre, para acompañar a mi íntimo amigo el Duque en sus funciones, y le seguí después hasta Turín, donde nos separamos, retirándose el con su comitiva a España, y quedándome yo a continuar mis viajes.

     El nombramiento del Duque fue a últimos de junio, y el día 8 de Septiembre había ya hecho su entrada pública en Nápoles y la ceremonia del bautizo. No es fácil formarse una idea justa de la magnificencia, la generosidad y el gusto que reinó en las repetidas funciones que dio el Duque, haciendo brillar la grandeza de ánimo de su Soberano y la suya. Los Reyes de Nápoles le hicieron la honra de asistir dos veces a su casa, en que sólo podían echar menos la persona augusta de su padre, aunque tan dignamente representada. El Duque fue tratado como Embajador extraordinario, y no quedó honra ni distinción alguna que no se le hiciese, dándole SS. MM. personalmente las mayores pruebas de confianza y cariño. Pusiéronse a la Princesa recién nacida (casada en el día con el Archiduque Francisco, heredero de la Casa de Austria) los nombres de María Teresa Carlota. El Duque de Arcos llevó para ella, en nombre de su abuelo, una vajilla de oro para el uso de su mesa, y para su augusta madre un collar de gruesas perlas orientales y una caja con diamantes sueltos. Hizo este señor acuñar a su costa monedas de oro y plata, en memoria de este feliz suceso, con esta inscripción: Ob Primam Regiam Prolem=Gratulatio Missilia Populo Napolitano 1772. El día de su entrada las arrojó al pueblo mezcladas con dinero que repartía con generosidad siempre que salía de casa, de modo que el día que salimos de Nápoles, que fue el 16 de Octubre, le vino acompañando una multitud de pueblo casi hasta la primera posta. S. M. confirió al Duque el grado de Capitán general a su llegada al Escorial.

     Expelidos los Jesuitas de España, Francia, Portugal y de las demás Cortes Borbónicas, los muchos apasionados que habían dejado conservaban siempre las esperanzas de su restablecimiento, y obrando conformemente a ellas, sostenían sus opiniones. Ellos, y no menos que ellos los que las contradecían, turbaban la tranquilidad, sin aclarar las opiniones, por medio de sus continuas disputas, en que desfogaban su encono. Deseoso S. M. de terminarlas, y valiéndose de este nuevo medio para la extinción de toda la sociedad, sus enemigos, que habían logrado expelirlos de España, hicieron ver al Rey que el carácter personal del Papa, la inclinación y respeto que profesaba a su Real persona y las obligaciones que le tenía, ofrecían una ocasión, la más oportuna que podía presentarse para conseguir su intento.

     La muerte de Monseñor Azpuru, Ministro del Rey en Roma, facilitó aún más la ejecución de este proyecto. Nombró, pues, S. M. para efectuarlo al Mariscal de Campo Conde de la Baña, hombre de talento, probidad e instrucción. Era hermano del Príncipe de Maserano, Capitán de la compañía italiana de guardias de Corps, que se hallaba entonces de Embajador en la Corte de Londres.

     Partió el Conde de esta Corte para la de Roma; pero a su paso por la de Turín murió de un accidente de apoplegía.

     Nada perdió en ello, no obstante sus buenas calidades, la comisión a que estaba destinado. Requería ésta una cierta clase de instrucción peculiar y una maña y una destreza particular, que difícilmente conocen los militares que no se han versado en los tribunales.

     Mejoróse, pues, la elección, recayendo por muerte de la Baña en D. Josef Moñino, Fiscal del Consejo de Castilla, cuyo talento, dulzura y elocuencia atractiva le habían distinguido siempre entre los abogados y los consejeros, que le llamaban el melifluo Bernardo.

     Pasó, pues, a Roma, revestido del carácter de Ministro plenipotenciario, y, aunque al principio halló muchos obstáculos que vencer, y yo lo vi en Roma muy disgustado, todo lo superó su maña, espera y observación continua, y, haciéndose dueño del corazón del Papa, consiguió al fin de él la Bula de extinción total de la Compañía de Jesús, publicada con fecha de 21 de julio de 1773.

     Conociendo Clemente XIV la mucha influencia de los Jesuitas, no se determinó a tomar esta providencia sin asegurarse antes por experiencias repetidas de que su cumplimiento no alteraría la tranquilidad pública. A este fin, empezó por hacer varios procedimientos contra algunos particulares, haciéndolos arrestar, y aun conducir presos durante el día, y mandando hacer varias visitas ruidosas y de aparato a los Colegios, todo con ánimo de asegurarse del espíritu del público y sólo expidió la Bula cuando vio que todas estas medidas anticipadas no alteraban la tranquilidad pública. Esta providencia tan seria e importante se tomó sin que precediese a ella ninguna consulta ni formalidad (a lo menos pública), y los Jesuitas, que habían sido siempre los defensores de la suprema autoridad, y aun de la infalibilidad del Papa, fueron al fin la víctima de uno de los mayores actos de aquella.

     Todos los Príncipes de la Europa se conformaron uniformemente en su extinción en que nada perdían en el momento sus intereses pecuniarios, bien que no me parece habían ganado nada en ella los políticos. Yo supe esta noticia por el Rey de Prusia, Federico, que me la dio un día estando en sus ejercicios militares en Náis, añadiéndome que ahora se restituirían al Papa Aviñón y Benevento.

     Tuvo el Rey Carlos en estas circunstancias el gran pesar de perder al Infante, de quien hemos visto había sido padrino el Pontífice. Así éste como todos los demás golpes los más sensibles, los llevaba con tiña resignación cristiana y edificante, y su respuesta regular cuando le daban alguna noticia de esta especie era levantar los ojos al cielo, bañados en lágrimas, diciendo: Dios me lo ha dado, Dios me lo quita; hágase su santísima voluntad. Después continuaba su distribución ordinaria sin alterarla en nada, procurando (bien que sin conseguirlo) ocultar su justo dolor y hacerse superior a él.

     El Emperador de Marruecos, con quien S. M. había concluido la paz, creyó verse obligado por su religión a interrumpirla. Tomó para ello el pretexto de no poder, como musulmán, permitir en sus dominios ningún establecimiento católico, y que así le era preciso atacar los presidios que nosotros teníamos en ellos. Añadía que como éste no era más que un cumplimiento de sus preceptos religiosos, no había razón ninguna para que no estuviésemos en paz por mar, aunque tuviésemos la guerra por tierra. Esta idea singular y nueva se parece a la de los niños que, creyéndose más maliciosos que los que no lo son, se figuran poderlos engañar. El Emperador, niño en política, pero con algunos principios de ella y de comercio, quería no interrumpir el suyo, y a este fin uso de la estratagema pueril que se ha dicho arriba, y que se trató como tal.

     Acometió, pues, por tierra con un ejército formidable los presidios de Melilla y el Peñón de Vélez; pero defendidos valerosamente, el primero por D. Juan Sherlol: y el segundo por Don Florencio Moreno, tuvieron los moros que levantar el sitio con mucha pérdida al cabo de cuatro meses, enviando al Rey Embajadores para renovar el tratado de paz, para el cual había ido antes a Marruecos, en calidad de tal, el Teniente general de marina D. Jorge Juan, de quien queda ya hecha mención, haciendo a su conocido mérito la justicia que merece.

     Muchos creen que esta irregular conducta del Emperador de Marruecos fue sugerida, por la Corte de Londres para ocupar la España, a fin de impedirla pudiese dar socorro a sus colonias de América, que empezaban ya a sublevarse. A la verdad que la conducta que ha tenido posteriormente la Inglaterra en otras ocasiones parece más propia para confirmar que para desvanecer estas sospechas, e indican han adoptado como un principio de su política el inquietarnos y ocuparnos en África siempre que necesiten distraernos de otros objetos.

     Deseoso el Rey de extender nuestro comercio en Levante, y de facilitar a todos sus súbditos el de nuestras Américas, quitando a Cataluña y a las demás provincias españolas que baña el Mediterráneo los obstáculos que los corsarios barbarescos ponían a su comercio, y, por consiguiente, al fomento de su industria, había pensado, como hemos visto arriba, sujetar a los argelinos, que son los más poderosos, por la fuerza de las armas, y precisarlos a pedir la paz. A, este fin, mando S. M. armar en Cartagena una escuadra de ocho navíos, ocho fragatas, 24 javeques y algunas galeotas y bombardas, con los buques mercantes necesarios para transportar 20.000 hombres de desembarco, con todo lo necesario para él, y que consta por menor en la nota 10.ª

     Mandaba la escuadra D. Pedro de Castejón, después Marqués González de Castejón y Ministro de la marina, y las tropas de desembarco el Teniente general Conde de O-Reilly.

     Salió la expedición de Cartagena, con viento favorable, el 23 de junio de 75; pero habiendo mudado y arreciado el tiempo, tuvo el convoy que tomar puerto en el de la Subida, que está al Oeste de Cartagena, quedando cruzando a la capa los navíos de guerra, hasta el 26 que seguimos la marcha. No debo olvidar aquí que, siendo el viento bastante recio, y viniendo en popa sobre nosotros, de vuelta encontrada, el navío de guerra San Francisco de Paula, pasó tan inmediato, que, a no haber obedecido el San José, en que yo iba, a la guiñada del timón (que mandó en el preciso momento su capitán Don Juan Barona, que salió apresuradamente de la cámara al alcázar), con la prontitud que pudiera hacerlo el mejor bote, se hubieran hecho pedazos ambos navíos.

     Al cabo de veinticuatro horas de crucero, se incorporaron a la escuadra dos fragatas del Gran Duque de Toscana, mandadas por el jefe de escuadra Mr. Acton. Este distinguido sujeto se halla en el día de Ministro a la cabeza de la marina de Nápoles, la cual va poniendo en un pie sobresaliente, habiéndose adquirido por este medio el concepto y estimación de sus Soberanos y del público.

     El día 1.º de Julio dio fondo la vanguardia de la escuadra en la bahía de Argel, habiéndose retardado algo la retaguardia por esperar a los que se habían refugiado al puerto de la Subida. Hallamos la bahía coronada de campamentos, desde los cuales hicieron los moros al anochecer una salva de fuego graneado que duró mucho tiempo, y que cubría sin interrupción las cinco leguas que tiene la bahía desde Argel al cabo de Matafui. Quisieron sin duda hacernos ver con esto el gran número de gentes que estaban prontas para recibirnos.

     Había sido en España un misterio impenetrable el objeto de esta expedición, a lo que creían el Marqués de Grimaldi y Conde de O Reilly, principales directores de ella, y (lo que es aún más singular y aún algo ridículo) también el confesor del Rey, que estaba muy interesado en ella, porque un fraile que, había estado en Argel fue quien dio el proyecto, por ser expedición contra los infieles. Con todo, el secreto había pasado de unos a otros, aunque siempre con el velo del misterio, y lo peor fue que lo penetraron en tiempo las Cortes extranjeras, interesadas en mantener nuestra enemistad con los moros, y en sostenerlos a ellos, para tener menos concurrentes en el comercio de Levante y África. Uno de los cautivos que se hallaba en Argel al tiempo de nuestro desembarco, y cuya declaración se halla entre mis papeles a continuación de mi diario de la expedición de Argel, me dijo en Madrid, donde le vi después, que a principios de Mayo tenían ya en la Secretaría del Cocha Cábalo (Ministro del Interior), en que él se hallaba empleado, una noticia exacta de nuestros proyectos y un estado de la escuadra y tropas de desembarco que les habían enviado desde Marsella nuestros amigos y aliados los franceses. A más de esto había en España un judío que daba puntuales avisos de todo por Marruecos, desde donde los pasaban a Argel.

     El General O-Reilly, que contaba con la sorpresa de los moros, fue el que verdaderamente experimentó los efectos de ella cuando vio frustradas sus esperanzas, hallándose rodeado de los mismos enemigos que creía sorprender. Estando la tarde de nuestra entrada observando con un anteojo desde el balcón de su navío El Velasco los campamentos y maniobras de caballería de los moros, me dijo, no muy contento, después de conocer las buenas posiciones que habían tomado: Ma foi, mon ami, le vin est versé, il faut le boire; proposición que, a la verdad, no indicaba grandes esperanzas del suceso, ni tener premeditado nada para el caso de no lograr la sorpresa, fiándose sólo ciegamente en las esperanzas de ella una expedición de esta clase e importancia.

     Confirmaron esta verdad las primeras providencias, pues en ellas se vio una incertidumbre y falta de combinación anterior. Viendo tan bien guarnecida la bahía, pensó el General hacer el desembarco en la de la Mala Mujer, que esta a espaldas del monte de Argel, distante de esta plaza tres leguas, y sin otra comunicación con ella que un camino estrecho por una garganta dominada por todas partes, de modo que pocos hombres podían defenderla contra muchos. Diéronse las órdenes correspondientes; pero el General y nosotros tuvimos la fortuna de que el tiempo impidiese su proyecto, cuyas resultas hubieran sido aún peores que las que experimentamos en el desembarco efectuado después en la bahía.

     Verificóse al fin este el día 8 de julio, pues aunque en el antecedente se había estado pronto para hacerle, no llego a efectuarse.

     Es difícil ver un espectáculo más hermoso que el que ofreció esta operación militar. Después de haber pasado la noche antecedente (que fue una de las más hermosas y serenas que pueden verse) esperando la aurora del día siguiente, luego que ésta empezó a aclarar el horizonte, rompieron su fuego los buques de guerra españoles y toscanos, que, cubriendo los flancos del desembarco, debían batir la playa destinada a él, habiendo el día antes desmontado las baterías que tenían en él. A esta señal empezaron a marchar con la mayor celeridad e, igualdad las siete columnas de barcas que llevaban la tropa de desembarco, y a cuya cabeza iba en cada una una barca cañonera. Logróse el desembarco a legua y media de Argel, entre esta plaza y el río Larache, al otro lado del cual había un fuerte campamento del Bey de Constantina. La playa es sumamente arenisca, de modo que no bastaban diez hombres para mover un cañón de a cuatro por lo que se hundía el terreno. Estaba éste dominado a poco más de mil toesas de distancia por la cordillera de colinas que rodean aquella parte de la bahía, y que están todas cubiertas y cortadas con pitas, árboles y caserías, que son otras tantas fortificaciones para defender a poca costa y con seguridad su acceso. Luego que formamos en batalla, vinieron a atacarnos varias partidas sueltas de moros, que se acercaban más que a tiro de pistola, y, plantando sus banderolas en los varios montones de arena de que abunda la playa, nos hacían detrás de ellos un vivo fuego, matándonos bastante gente, sobre todo de las partidas de granaderos tropas ligeras, que se adelantaban para desalojarlos, y apenas caía uno procuraban venir a cortarle la cabeza, porque el Rey había ofrecido un doblón de oro de recompensa por cada una. Tuve el pesar de ver que mi amigo D. Josef de Landa, primer teniente de granaderos de guardias españolas, que me había servido de mentor en mi primera salida al ejército, fue uno de los que tuvieron esta desgraciada suerte. También murió a pocos minutos después del desembarco el Mariscal de Campo Marqués de la Romana, que, en calidad de tal, mandaba la derecha de la línea, en que se hallaban las guardias españolas y mi regimiento del Rey, y con quien, como General de la derecha, en que yo estaba, había pasado la noche en la barca, y pusimos juntos el pie en tierra.

     Por una orden mal entendida, empezamos a marchar en batalla y llegamos hasta el pie de las Colinas, en que estaban las primeras pitas, que algunas de nuestras tropas ligeras pasaron. Apenas hicimos este movimiento, que vinieron a atacarnos por derecha e izquierda dos columnas numerosas de infantería y caballería, que, creyendo hubiésemos desembarcado la nuestra, hacían preceder su marcha por un gran número de camellos, a fin de alborotar y poner en desorden nuestros caballos, que se espantan de su olor y figura cuando no están muy acostumbrados a vivir entre ellos. Luego que vimos este movimiento, mandé formar un martillo con la segunda línea sobre la derecha para hacer frente a la columna que nos atacaba por aquel lado de Argel y lo mismo hicieron a izquierda las guardias walonas para rechazar el ejército del Bey de Constantina, que, igualmente que los moros de la derecha, querían tomarnos el flanco y cortarnos la retirada. Aunque nuestro fuego fue muy vivo en esta ocasión, más que a él debió atribuirse la derrota y huida de las dos columnas enemigas a los buques de guerra nuestros y toscanos que cubrían nuestros flancos, y que las hicieron pedazos con un vivísimo fuego de metralla. Como la abertura que ésta hace después de salir del cañón no es fácil calcularse, y mucho menos con el movimiento inquieto y, continuo de los buques, algunos pedazos llegaron a nuestra línea, y, efectivamente, uno de ellos rompió una pierna, e hizo caer entre mis brazos, a D. Josef Manso, Capitán del regimiento de Murcia, hermano del Conde de Hervias, que acababa de llegar con su piquete, y a quien, teniéndole yo por el brazo, le estaba indicando el paraje del claro que debía cubrir con su tropa en el martillo. Este pobre oficial murió poco después de cortarle la pierna.

     Rechazados los enemigos con una pérdida muy considerable, nos retiramos hacia la orilla, atrincherándonos en ella. Enfilaron los enemigos el atrincheramiento con un cañón, que, no obstante el fuego de nuestros navíos, habían podido conservar intacto detrás de unos grandes montones de arena, haciéndonos con él mucho daño. Para evitarle, fue preciso levantar varios espaldones paralelos al costado del atrincheramiento, al abrigo de los cuales estábamos más a cubierto.

     Reconoció el General podía ganar menos que perder si llevaba adelante su empresa, y resolvió reembarcarse y desistir de ella. Desde las cinco de la tarde empezó a ir retirando la tropa, que al amanecer del día siguiente se halló ya toda a bordo de sus buques, no habiendo dejado en tierra sino dos cañones clavados, que la luz del día no daba ya tiempo a retirar.

Los moros, que habían pasado la noche antecedente en poner varios cañones y morteros en las alturas que dominaban nuestras trincheras, a fin de arrojarnos de ella la mañana siguiente, creyeron con razón (por fortuna nuestra) que el objeto de las barcas que durante la noche iban y venían a la playa no era otro que traer más número de artillería y de tropa. A la verdad que esto era lo más regular, pues difícilmente podían persuadirse hubiésemos venido desde tan lejos con tantos pertrechos de guerra sólo a hacerles una visita de atención o a tener un día de campo con ellos. A no ser así, como la playa es de aquellas que se van perdiendo insensiblemente en el mar, con 20 hombres de caballería que hubiesen venido por la orilla y algo dentro de él, sable en mano, por cada lado de nuestra trinchera, hubieran entrado en ella sin resistencia, nos hubieran sorprendido, tomandonos por las espaldas, y no hubiera quedado sino la memoria de nuestra desgracia, pues no habiendo otra retirada que la del mar, pocos hubieran podido aprovecharse de ella. La mañana siguiente estuvieron mucho tiempo sin poderse persuadir a lo mismo que estaban viendo, y luego que dos de ellos se resolvieron a entrar en la trinchera, lo cual estábamos observando desde los buques, fueron increíbles las demostraciones de alegría que hicieron y el sinnúmero de moros que inundaron la playa y que empezaron inmediatamente a hacer hogueras para quemar los cuerpos muertos.

     Por más que las relaciones particulares, y aún algunos impresos, han exagerado el número de éstos y de los heridos, yo puedo asegurar (habiendo sido del número de los segundos por una contusión que recibí en el pecho) que, siendo cierta la nota que yo di de la brigada del Rey que estaba a mis órdenes, no hay razón para no creer lo fuesen igualmente todas las otras, a que se arregló el estado inserto en la Gaceta de Madrid de 16 de Julio, por el que constan 27 oficiales y 501 soldados muertos, y 191 oficiales, 2.088 soldados heridos, que son en todo 528 muertos y 2.279 heridos, y el total de uno y otro 2.807.

     A más de esto, el cautivo de que he hablado más arriba me dijo en Madrid que no pasaban de 500 las cabezas que habían llevado al Bey. Según su declaración, había 518 cañones en las diferentes baterías, y 121.000 hombres en los cinco campamentos que había en la bahía y ocultos en las montañas, cuyo detall consta en su declaración, que está en mis manuscritos de la expedición de Argel. Hicimos vela para Alicante con la vanguardia el día 12, y llegamos el 15; pero cuando nos esperaban victoriosos, sólo les ofrecimos un espectáculo el más triste e inesperado con el gran número de heridos que veían transportar a los hospitales. Así acabó esta desgraciada expedición militar, que no es mucho tuviese tan mal suceso dirigida sobre el proyecto y noticias de un fraile. Con todo, habiendo ido y desembarcado, no puede negarse que el haber puesto en tierra 18.000 hombres, con su artillería correspondiente; haber tenido una acción; haberse atrincherado y reembarcado con sólo el abandono de dos cañones y una pérdida de sólo quinientos y tantos hombres es acción que exije tanta actividad como fortuna; pero si los moros hubiesen obrado en esta ocasión con la intrepidez bárbara que acostumbran, atacándonos en nuestras trincheras, y no con la prudencia y precaución que lo hicieron, fortificándose para defenderse al día siguiente, hubieran hecho de nosotros una carnicería horrible. Los moros han ido haciendo cada día más difícil los desembarcos en aquella bahía, pues a, proporción que las expediciones que se han hecho en ella, desde Luis XIV, por los franceses, suecos y nosotros, se les indicaban los parajes más a propósito para hacer un desembarco, los iban fortificando, de modo qué en el día está toda la bahía cubierta de baterías, a medio tiro de cañón unas de otras, en las cuales me ha dicho uno que acaba de venir de allá, donde ha pasado cinco años, tienen 720 piezas de cañón para defenderlas.

     La noticia de esta desgracia, que fue la primera que se tuvo en Madrid de la expedición, después de su salida de Cartagena, ocasionó un pesar y fermentación increíble, a que daban más motivo las noticias apócrifas y exageradas que esparcía la ignorancia y la calumnia.

     El Marqués de Grimaldi y el Conde de O-Reilly, como extranjeros, tenían muchos émulos y enemigos, y el primero, que cuando el tumulto estuvo muy expuesto a perder su empleo, como Squilace, labró en esta expedición el principio de su ruina, y experimentó, a la verdad, en estas circunstancias un pago no merecido de parte de dos señores, amigos íntimos suyos, y por los cuales, igualmente que por su familia, había hecho constantemente más de lo que podían desear. El Rey, que nunca abandonaba a las personas de quien hacía concepto, tuvo por conveniente evitar viniese a Madrid en aquellas circunstancias el Conde de O. Reilly, contra quien, igualmente que contra Grimaldi y sus apasionados, se habían declarado abiertamente el Príncipe y la Princesa de Asturias, inducidos por el partido Aragonés, en general poco afecto a la Casa de Borbón. Era su director D. Ramón Pignatelli, hermano del Conde de Fuentes, que, valiéndose del favor que gozaba con SS. AA. su sobrino D. Juan Pignatelli, se había formado el proyecto de suceder a Grimaldi en su empleo. El Rey, a cuya penetración nada se ocultaba, aunque parecía no saberlo, uso para cortar estas intrigas de un ardid que debiera ser un principio constante en una Monarquía; pero la suerte quiere, por nuestra desgracia, que el bien se haga las más veces o por casualidad o por otro fin que el que debiera comúnmente, y por medios inesperados. Así sucedió en esta ocasión: la libertad con que hablaban los Príncipes y los que tenían la honra de estar a su lado, exigía alguna providencia que los contuviese. Pensó el Marqués de Grimaldi, aconsejado, a lo que se dijo entonces, por su íntimo amigo el ábate Pico de la Mirandola, hombre de mucho talento y mérito, que el modo de ganarse al Príncipe y de empeñarle a guardar secreto y circunspección en los asuntos políticos y gubernativos, era hacer confianza de él, mandándole el Rey asistir a todos los despachos de Estado. Efectivamente, así se hizo, y lisonjeado por este medio prudente y justo el amor propio de S. A., se logró cesasen las murmuraciones publica, que eran el principal objeto; pero no por eso se cortó la intriga oculta que había contra Grimaldi, como lo veremos en adelante.

     Mandó el Rey a O. Reilly pasase a reconocer las islas Chafarinas, situadas sobre la costa de África, donde hay un buen puerto, para ver si convenía establecerse en ellas, y abandonar todos los presidios de la costa de África, excepto Ceuta. Hecho este reconocimiento, pasó al puerto de Santa María a tomar posesión de la Capitanía general de Andalucía, que el Rey le había conferido. Conservóle también la Inspección de infantería, que había desempeñado siempre con el mayor celo y acierto, y para cuya mejor instrucción acababa de establecer una Academia de oficiales en Ávila, y emprendió luego un colegio en el Puerto, que hubiera sido de la mayor utilidad, a no haberlo destruido la ignorancia y la venganza personal cuando se separó de la Inspección.

     La venganza y la ambición son comunes a todos los Gobiernos, y suelen ser el fundamento de la intriga de las Cortes, que es el mayor enemigo de los pueblos y el descrédito de los inocentes Soberanos, que son las primeras víctimas de ella. Si así sucedió en esta ocasión en una Corte sin mujeres ni amores, con un Monarca tan justo y vigilante, ¿qué no deben temer las Cortes que están faltas de todos estos preservativos?

 

 

Capítulo III

Desde la conclusión de la expedición de Argel hasta la guerra del 1779.

 

     LA muerte del Papa Clemente XIV, acaecida en 22 de Septiembre de 1774, fue muy sensible al Rey Carlos, que veía en él un Pontífice digno de ocupar la Silla de San Pedro, con quien había tenido particular confianza, y al cual podía aplicársele lo que decían los ingleses de Benedicto XIV: Papa, sin despotismo; rey con la misma moderación que un Dux de Venecia; docto sin vanidad, y eclesiástico sin entusiasmo ni interés. A esto pudiera añadirse aún: Papa sin nepote ni favorito de quien hiciese la fortuna. Llegó a tanto su sistema en esta parte, que oía con indiferencia las reconvenciones que le hacían por no querer sacar de su estado de músico a un sobrino que tenía en la Romania, que era violinista. La única persona que había logrado alguna especie de influencia, aunque corta, sobre el Santísimo Padre era su confesor el P. Bontempi, cuyo nombre dio motivo a un pasquín gracioso que pusieron después de la muerte del Papa. Representábase en él una gran lluvia y una persona que atravesaba corriendo, cubriéndose y evitándola con un paraguas. Debajo habla esta inscripción: Son Passati i Bontempi. No faltó quien dijese que la muerte del Papa habla sido un efecto del veneno que pretendían haberle hecho dar los miembros de la sociedad que extinguió o sus amigos. Téngolo por una calumnia demasiado atroz y enteramente contraria a las máximas de religión y respeto que repito he oído siempre enseñar y me han enseñado los miembros de esta sociedad.

     La sagacidad de D. Josef Moñino y el talento y recta justicia de este Pontífice dieron un nuevo semblante al tribunal de la Nunciatura de España, que habla extendido sus facultades más alto de lo que debiera, y para establecerlo con arreglo al nuevo sistema, expidió Su Santidad, con fecha de 26 de Marzo de 71, un Breve.

     Sucedió a Clemente XIV en el Pontificado Pío VI, que gobierna felizmente la Iglesia, y en cuya elección no tuvo Carlos III menos parte que en la de su antecesor, por medio de su Ministro D. Josef Moñino y de su agente D. Nicolás de Azara, sujeto del mayor mérito, que en el día ocupa aquel ministerio.

     Habiendo S. M. enviado varias expediciones sobre las costas de la California y demás de la América Septentrional, hizo en ellas algunos establecimientos, y para facilitar más el culto en aquellos vastos dominios, erigió en ellos, de acuerdo con el Papa, tres obispados, el uno en la América Septentrional, en el seno mejicano; el otro en la provincia de Maracaybo, en el nuevo reino de Granada, y el tercero en el Perú, y mandó hacer un mapa en medida mayor de este reino y de toda la América Meridional.

Se ocupaba S. M. al mismo tiempo con un celo infatigable en fomentar la agricultura en el reino, y considerando con un justo dolor la esterilidad a que se hallaba reducida por falta de agua la mayor parte de los años el hermoso y vasto campo de Cartagena, pensó en realizar el proyecto antiguo de hacer en él un canal de riego y navegación, que, viniendo desde Lorca, y atravesándole enteramente para entrar en el Mediterráneo, hacia el puerto de las Águilas, que esta sobre la costa oriental, fertilizaría un terreno capaz de contener y alimentar más de 500.000 almas. Adoptó, pues, las nuevas proposiciones que se le hicieron a este fin, adquiriendo por medio de una lotería parte de los fondos necesarios para empezar la empresa. Pero mal dirigida esta en los principios, ofreció un sinnúmero de dificultades, que la atrasaron y hubieran imposibilitado el pago de las rentas que prometía la lotería, a no haber S. M. hipotecado y destinado a él la renta de correos, para establecer por este medio la buena fe y crédito, con la cual y un buen Gobierno es muy difícil falte nunca dinero a un reino.

     Por más que se hizo, se vio que, no obstante las nivelaciones, reconocimientos e informes dados, todas las aguas que podían recogerse no eran suficientes, no sólo para la navegación que se pensaba, pero ni aun para el riego del terreno proyectado. Hállase, pues, reducida en el día esta empresa a formar con dichas aguas los pantanos que su cantidad y el terreno permiten, a fin de utilizarla y extender el riego todo lo posible. Este es el método que creo más conveniente para hacer útil en España el agua que cae y que en gran parte la arruina. He creído siempre que el agua y la población de España, de cuya escasez oigo quejas continuas, no es tanta como se cree, y, que distribuyendo y aprovechando bien uno y otro serían sumamente rápidos los progresos de este sistema, sobre el cual tengo hecho un papel particular, que se encontrará entre los míos.

     El Infante D. Luis, hermano del Rey, que, retirado de la Corte y casa de sus padres desde sus primeros años, luego que murió Felipe V, dedicó su juventud a acompañar a su madre en la soledad de San Ildefonso, fue también el fiel compañero del Rey su hermano, con quien, desde que llego a España, salía solo en el coche mañana y tarde siempre que iba a caza. Cualquiera creerá que de esta frecuencia del trato íntimo debería resultar una confianza ilimitada, y que, conociendo ambos la felicidad de poder tenerla sin desconfianza ni recelo de adulación o fines particulares, atendidas su calidad y situación respectiva, mirarían como una dicha el poderse desahogar libremente uno con otro. Pero no fue así desgraciadamente, y aunque los dos hermanos se amaban tiernamente, no olvidando nunca el Infante que su hermano era su Rey, a quien miraba también como padre, el respeto debido a uno y otro carácter no le permitió nunca llevar su confianza a un punto en que, por su natural modestia, creía no poder hacérsela aun a su propio hermano, sin faltar a ella.

     Tanto pueden los vicios de una primera educación, en que no tenemos parte, y que luego nos dominan toda la vida por costumbre, contra lo que nos conviene y aun desearíamos hacer.

     Era el Infante de un natural robusto y vigoroso, y el estado de celibato, a que se hallan destinados por una costumbre política mal entendida los Infantes de España, era enteramente contrario a su temperamento natural, que había enrobustecido aún más el ejercicio y vida campestre que llevó S. A. constantemente desde su infancia. La suerte de sus hermanos, colocados el uno en Nápoles y el otro en el ducado de Parma, le hizo conocer que habiéndole destinado a él en su niñez un estéril capelo, anejo a los dos Arzobispados de Toledo y Sevilla (todo lo cual lo renunció a los veinte años), no tenía que aspirar a otra suerte ni a otro matrimonio que al de la Iglesia, no habiendo Estado alguno hereditario como el de sus hermanos que poder apropiársele.

     Imbuido, pues, en esta idea, y no pensando pudiese dispensarse a su favor la costumbre general establecida para los Infantes de España, no se atrevió jamás a exponer al Rey sus necesidades. Arrastráronle éstas a algunos deslices, que le hicieron perder su salud, y habiendo procurado a los principios sostenerla con paliativos, a fin de ocultar su estado, y no faltar a la compañía de su hermano, le fue preciso no acompañarle por más de cuarenta días para restablecerse radicalmente, como lo logró.

     Creo sea este uno de los grandes pesares que haya tenido el Rey en su vida, pues, a más del que le causaba la enfermedad de su hermano, a quien amaba mucho, su origen ofendía en algún modo su modestia, y su falta de confianza, con lo cual todo hubiera podido remediarse, penetraba su corazón.

     En estas circunstancias se publicó una pragmática relativa a los matrimonios desiguales, dividida en 19 artículos, con una instrucción a los Obispos, expedida en 23 de Marzo de 1776:

     «En vista de ella, se prohibieron a los hijos de familia los matrimonios con personas desiguales, no procediendo el consentimiento de los padres o de los que hiciesen sus veces.

     »Item: Los matrimonios de personas iguales sin el dicho consentimiento, antes que los contrayentes hubiesen cumplido la edad de veinticinco años, so pena, a las mujeres, de ser privadas del derecho de pedir su dote, y a los hombres de solicitar sus legitimas, quedando desheredados sus hijos. Si los padres o curadores negasen el consentimiento sin causa legítima, podrán los interesados recurrir al juez Real para conseguirlo.»

     Restablecido enteramente el Infante, le probó el Rey que si le hubiera tratado con la confianza que debiera haber tenido en él, no hubiera padecido su salud. Pensó, pues, S. M., no obstante la costumbre en contrario, casarle con su amada hija la Infanta Doña María Josefa, que, por ser pequeña y algo contrahecha, no había podido colocarse, y fue antepuesta a ella, como lo hemos dicho, su hermana menor Doña María Luisa para el Gran Duque de Toscana. No obstante esto, como su cara no era desagradable, y que el Infante D. Luis la amaba y conocía su corazón y excelentes calidades, aceptó con gusto la proposición, y ambos interesados estaban ya conformes y contentos. Pero de un día a otro mudo de opinión la Infanta, a quien algunos hablan persuadido sin la menor razón que los restos de la enfermedad del Infante (que estaba perfectamente curado) podrían perjudicarla, y así se rehusó a lo que antes había admitido, y quedó el Infante en una situación más desagradable aún que la anterior.

     No pudiendo entonces ocultarla ya al Rey, insistió en repetirle la necesidad que tenía de abrazar el estado del matrimonio, y S. M. le dijo que no habiendo en las circunstancias proporción alguna de colocarle conforme a su nacimiento, podría escoger entre las damas solteras de su reino la que se conviniese a aceptar su mano.

     A haber sido este matrimonio un enlace regular de los que antiguamente se hacían en España entre las personas reales y las primeras casas de los Grandes del reino, hubiera tenido el Infante, dos años antes, una colocación competente en la nieta del Duque de Alba, D. Fernando de Toledo, heredera única de sus vastos Estados, a que después se han incorporado los de Medina Sidonia; pero queriendo fuese considerado este matrimonio como meramente de conciencia, a imitación de los que en Alemania se llaman de la mano izquierda, para comprenderle en lo posible en la Pragmática de 23 de Marzo, citada arriba, no podía hallar el Infante sino una persona pobre y no de la primera clase, aunque noble, que aceptase este partido.

     Cayó, pues, la suerte sobre Doña María Teresa Vallabriga y Rozas, hija de los Condes de Torreseca, familia muy ilustre de Aragón. S. M. concedió a S. A. la licencia el día 22 de Mayo, declarando no decaer de su gracia por este enlace; pero mandando se efectuase el matrimonio fuera de Palacio, que pasase a vivir con su mujer como un particular fuera de la Corte, y que sus hijos no pudiesen usar de otro apellido que el de Vallabriga, que era el de la madre.

     Retiróse, pues, el Infante a su nuevo destino, para el cual escogió el lugar de Cadahalso. Pasado algún tiempo, tuvo allí algunas desazones, que le obligaron a transferirse al lugar de Arenas, donde murió el 23 de Agosto de 1785.

     Iba S. A. a ver a su hermano dos o tres veces al año, y siempre que lo hacía salían a recibirle a la última parada, antes del Sitio, su antigua familia en los coches de la Casa Real y la partida de guardias de Corps correspondientes. Tratábasele y servíasele en Palacio como siempre, y se le acompañaba a la salida, lo mismo que a la venida, hasta ponerle en su coche en el mismo paraje en que le había abandonado, y así se hizo la primera vez que salió de Aranjuez para contraer su matrimonio en Olias, que fue el 27 de Junio de 1776.

     Vivía S. A. en Arenas como un simple particular, y cuando iban a hacerle su corte los gentiles hombres, comían y cenaban en la mesa con él y con su mujer, a quien sólo daban el tratamiento de Señoría, volviendo ella el superior a los que le tenían por su nacimiento o empleo. Cuando al restituirme a Portugal, como Embajador extraordinario, en 1785, para los matrimonios del Infante D. Gabriel y la Señora Infanta Carlota, fui a hacer la corte a S. A. y a su mujer, que se hallaban en Velada, donde pasaban algunas temporadas, no me detuve mas que el tiempo preciso, y así no tuve la honra de comer con ellos.

     Tuvo S. A. de este matrimonio un hijo y dos hijas, de cuya educación encargó el Rey, después de su muerte, al Arzobispo de Toledo, que tiene al niño en su casa y a sus hermanas en un convento, procurando inclinarlos a todos al estado eclesiástico, que en su situación será de desear prefieran voluntariamente a otro. Su madre se mantiene en Arenas, donde está aún el cuerpo de su esposo.

     Casados sus padres con permiso expreso del Rey, y en presencia de la iglesia, sería difícil que si, por desgracia de España, llegase el caso de disputarse sus derechos o los de su línea, pudiesen ser suficientes ni la Pragmática sanción citada arriba, ni la declaración del Rey de no deber usar los hijos del nombre de su padre. Daría más fuerza aún a estos derechos la justa precaución que tomó el Infante, aconsejado por D. Pedro Stuart, Marqués de San Leonardo, hermano del Duque de Berwik, y por su mujer, viuda del Ministro Campillo y tía de la mujer del Infante, que era la que había hecho la boda y la que dirigía después la conducta de su sobrina y de su pariente. Luego que le nacía un hijo, daba S. A. parte formal al Consejo de Castilla, a quien igualmente se la dio del permiso del Rey y de la efectuación del matrimonio, acreditándolo todo formalmente para lo sucesivo por medio de este paso.

Estando el Infante en su retiro, tuvo el disgusto de que su hermana la Reina de Portugal, a quien amaba tiernamente, viniese a España a presenciar la triste situación en que se hallaba. Pero el golpe que le acabó fue ver que su sobrino el Infante D. Gabriel se casaba públicamente con una Infanta de Portugal, cuando él, sin culpa alguna, lleno de virtudes y buenas calidades, se hallaba tratado tan diferentemente. Asistió S. A. a la ceremonia de la boda en términos que ya su salud anunciaba su corta duración, y murió efectivamente poco después de haberse retirado a Arenas. Los detalles de su triste y desgraciada vida podrán verse más por menor en el corto resumen que he hecho de ella, como un obsequio y testimonio del reconocimiento y amor que siempre profesé a este respetable Príncipe por su carácter personal, por sus virtudes y por las honras que siempre me dispensó. En él se reconocerá que parece le destinó el cielo para consolar a los suyos y no para disfrutar de ellos.

     Hemos visto arriba que, aunque la introducción del Príncipe al despacho de Estado produjo buen efecto exterior, continuaba siempre en el fondo la intriga contra el Marqués de Grimaldi. Siéndole, pues, a éste ya demasiado duro sufrir los disgustos y desaires que de ella le resultaba, tomó el partido de retirarse, no sólo del Ministerio, sino también de España. Había siempre deseado y mirado, no sin razón, la Embajada de Roma como un descanso, el más honroso, agradable y útil, y así se le propuso para si S. M., que sentía su retiro y deseaba darle pruebas de ello, le concedió desde luego esta Embajada, que recreó de nuevo para él y que estaba reducida a Ministerio de muchos años a esta parte. Confirió a más de esto a Grimaldi el título de Duque y la Grandeza de España de primera clase, distinciones a que era muy digno por su cuna y por sus servicios. S. M. nombró para sucederle a D. Josef Moñino, que se hallaba de Ministro en Roma, concediéndole el título de Conde de Floridablanca. Esta elección fue una de aquellas que hacen más feliz al elector que al elegido.

     Poco antes había acaecido en Nápoles una mutación igual en el Ministerio. El Marqués de Tanuci que, como hemos visto, había merecido la confianza del Rey padre, y dirigido la Regencia durante la menor edad del Rey Fernando el IV, bajo las instrucciones que desde España le enviaba su augusto padre, se hallaba cansado y decaído después de tantos años de trabajo, y solicitó su retiro. Pero más que esto contribuyó a él el ascendiente que la Reina austriaca tomaba, en el Gobierno, el cual deseaba adoptase con preferencia un sistema más conveniente a la Casa de Austria que a la Casa de Borbón. Esto se confirmó claramente viendo que la elección que hizo para reemplazar a Tanuci recayó sobre el Marqués de la Sambuca, hombre de buen carácter, pero no de la mayor instrucción y talento. Esto prueba que lo que determinó esta elección fue hallarse el Marqués de Ministro de Nápoles en la Corte de Viena, y creerle adicto a ella e imbuido en sus máximas.

     Poco antes de salir Tanuci del Ministerio se suscitó con bastante fuerza la cuestión de la presentación de la hacanea en Roma, relativamente a la cual se había expedido un despacho.

     La Colonia del Sacramento y la línea de demarcación entre las posesiones españolas y portuguesas habían sido siempre la manzana de la discordia entre las dos potencias. Situada esta colonia enfrente de Buenos Aires, al otro lado del Río de la Plata, era un punto muy importante para el contrabando, no sólo de los portugueses, sino de los ingleses, holandeses y, demás naciones de Europa, que por su medio extraían crecidas cantidades de plata. Con todo, desde que el Marqués de Grimaldi estableció los correos marítimos mensuales para todos los puertos de América, disminuyó mucho, y cada día iba decayendo más el contrabando en la colonia.

     Es cosa digna de la mayor reflexión, y que continuamente me admira, el ver la inconexión aparente, que se halla más frecuentemente de lo que parece debiera ser, entre las causas y sus efectos. Estableció el Marqués de Grimaldi los correos de América con el solo y único fin de facilitar y arreglar la frecuente correspondencia con aquellos vastos dominios, e hizo en ello un particularísimo servicio a ambos mundos antiguo y moderno. Para lograrlo mejor, debieran sin duda haberse hecho buques pequeños, de resistencia, pero muy ligeros, y, capaces de transportar los víveres necesarios y, los paquetes de cartas. Pero, ¿qué sucedió? Que el interés particular se mezcló, como siempre, en los que más inmediatamente dirigían los detalles de este útil establecimiento, y de ello resultó, por un término inesperado, la utilidad pública, como sucede a menudo y debiera verificarse siempre si se estudiasen como se debiera las providencias para combinar uno y otro.

     Con pretexto de la seguridad de los correos y, otros que ignoro, fue creciendo el porte de los buques, de modo que vinieron a parar en unas pequeñas fragatas, que, lisonjeando ya el amor propio del Ministro de Estado, las miraba como una pequeña marina peculiar de su departamento, para lo cual hizo un arsenal proporcionado en la Coruña, dependiente enteramente de él.

     ¿Cuál fue la causa verdadera del aumento del tamaño de los buques? El poder llevar en ellos más número de mercancías. ¿Qué mal resultó de esto? La posibilidad del retardo de las correspondencias en alguna ocasión. ¿Qué utilidad se consiguió? El principio del comercio libre de América en aquella parte; el conocimiento de las ideas de él en el reino de Galicia y montañas de Asturias y sus inmediaciones; la creación de un nuevo y grande arrabal en la Coruña, y el aumento y prosperidad de todo el pueblo, y, sobre todo, la destrucción del contrabando de la colonia del Sacramento, que fundaba en él su principal existencia. Bien lejos estaba el Marques de Grimaldi de creer que su providencia produciría semejantes efectos, tan ajenos del principal objeto de ella. Esto debe servir para estudiar bien la combinación de las causas con los efectos directos e indirectos que deben producir las providencias que se den no olvidando nunca en ellas el principal móvil de las acciones, que es el interés particular, aplicándose a combinarlo siempre con el general, y entonces demostrará la misma experiencia que el conseguirlo no es tan difícil como se cree para quien lo desea y procura con el tesón, conocimiento y meditación debida antes de dar las providencias.

     Si todos los contrabandos tuviesen unas resultas tan útiles a la España como las que se ve han resultado de los que se hicieron en los primeros paquetes, bien pudiera hacerse feliz con ellos la España, y ganarse en lo sucesivo el Erario con ventaja lo que en el momento perdiese por ellos. En mi diario del viaje de Lisboa a Madrid por Sevilla, en 1787, se halla un artículo muy detallado que habla de los contrabandos y contrabandistas, de que abunda aquella frontera desde Badajoz a Sevilla y Cádiz por lo quebrado del terreno.

     Tomada la Colonia del Sacramento en la guerra de 62 por D. Pedro Ceballos, Gobernador de la provincia de Buenos Aires, se restituyó a los portugueses en virtud del Tratado de paz del año de 63; pero los fuertes de Santa Tecla y otros puestos situados sobre la orilla del río San Pedro fueron un objeto de disputa continua. El sistema de los portugueses en aquella parte, y mucho más aún en las demarcaciones del Norte inmediatas a Chile y el Perú, ha sido y será siempre, internarse en lo posible, para extenderse y hacer el contrabando, y para acercarse por este medio suave a nuestras minas. Esta es la causa de que en el año de 50 no se aclararon definitivamente los límites del Norte, no obstante las muchas partidas de ingenieros y astrónomos que se enviaron por ambas Cortes y los crecidísimos gastos que ocasionaron.

     Los ingleses, que por una parte excitaban contra nosotros los marroquinos por las razones insinuadas arriba, hacían por otra lo mismo con los portugueses, apoyando ocultamente sus solicitudes al mismo tiempo que hacían el oficio de mediadores para arreglar nuestras disensiones con ellos.

     El Marqués de Pombal, Ministro de Portugal, que gobernaba a su arbitrio el reino, lejos de tener concepto del Marqués de Grimaldi y amistad con él, le tenía una conocida oposición, que influyó, como rara vez dejan de hacerlo las personalidades, en los asuntos públicos. Hizo el Marqués que con diferentes pretextos fuesen desfilando insensiblemente para América varios regimientos, enviando últimamente allá una escuadra de algunos navíos y fragatas, a las órdenes de un oficial inglés llamado MacdoweIl.

     Empezaron los portugueses las hostilidades atacando algunos puestos de los que tenían los españoles en el río de San Pedro. Entonces tuvo el Rey por conveniente volver por el honor de sus armas, y para conseguirlo mandó salir de Cádiz una escuadra al mando del Teniente general Marqués de Castillo, compuesta, de siete navíos de línea, ocho fragatas, dos bombardas y cuatro paquebotes, que escoltaban los navíos de convoy, a cuyo bordo iban 14 batallones de infantería y cuatro escuadrones de caballería, a las órdenes del Teniente general D. Pedro Ceballos, que hemos dicho había ya tomado en 62 la Colonia del Sacramento. Salió al mismo tiempo de Cádiz, a las Órdenes del Teniente general D. Miguel Gastón, otra escuadra de cuatro navíos de línea y dos fragatas, cuyo destino se ignoraba, y que se presentó después y entró en el puerto de Lisboa, donde el Marqués de Pombal los trató con la mayor distinción y agasajo, porque su presencia inspiró alguna desconfianza y temor. Dirigíase Ceballos a Buenos Aires; pero habiendo apresado unos buques pequeños portugueses, vio por sus despachos podría probablemente hacerse dueño de la isla de Santa Catalina, situada sobre la costa del Brasil, que es muy hermosa y fértil, con un gran puerto y abundante pesca de ballena en sus inmediaciones. Efectuó, pues, el desembarco sin hallar resistencia, y, se fue apoderando sin ella de todos los castillos y puestos de la isla, siendo así que el camino que conducía a ellos era un desfiladero, para cuya defensa bastaban sólo niños, mujeres y piedras. D. Francisco Hurtado de Mendoza, hermano del Vizconde de Barbacena, su Gobernador, se retiró con su tropa a tierra firme, dejando dueño a Ceballos de toda la isla, por lo cual fue puesto en Consejo de guerra y sentenciado por él luego que llegó a Portugal.

     Estaba Macdowel con su escuadra en un puerto no distante de Santa Catalina, en que, según la opinión general, hubiera podido y aun debido atacarle con suceso Tilly, hallándose con fuerzas superiores a las suyas; pero hubo varias razones de intereses particulares que lo impidieron, siendo una de ellas la mala inteligencia que reinaba entre los dos generales de mar y tierra, lo que desgraciadamente sucede demasiado a menudo entre unos y otros, queriendo cada cual hacer el principal papel y tener toda la gloria, y siendo muy duro a los marinos, acostumbrados siempre a un mando absoluto, independiente y casi despótico, sujetarse a ser auxiliares de las tropas de tierra, ni a ser mirados por ellos como meros conductores.

     Concluida la conquista de Santa Catalina, y dejando en ella fuerzas suficientes para su resguardo, se dirigió la escuadra y el cuerpo de la expedición al Río de la Plata. El navío de guerra español San Agustín tuvo la desgracia de encontrarse improvisadamente rodeado de la escuadra portuguesa, a la cual le fue preciso rendirse después de una muy corta resistencia, dirigida solamente a salvar el honor de las armas, con el conocimiento cierto de serle imposible la defensa. Tomó posesión de este buque D. Josef de Mello Breyner, hijo de mi amiga la Condesa de Ficallo, oficial de un distinguido mérito, que ha muerto desgraciadamente en este año de 91 de un golpe de berga, que cayó estando haciendo una maniobra y le dejó en el sitio.

     Luego que llegó la escuadra a Buenos Aires, emprendió y consiguió Ceballos, no a mucha costa, conquistar por segunda vez la Colonia del Sacramento. Su nombre había dejado tal memoria en ella y en todos aquellos países, que para hacer miedo a los chicos portugueses bastaba decirles que venía Ceballos. Hecha esta conquista, emprendió el ejército la marcha para atacar el de los portugueses, que se hallaba en las inmediaciones del río San Pedro; pero un suceso inesperado interrumpió sus proyectos.

     Murió en Lisboa en 23 de Febrero de 77 el Rey D. Josef I, a quien sucedió su hija primogénita la Princesa del Brasil Doña María Francisca, casada con el Infante D. Pedro su tío. Según las leyes de Portugal, teniendo ya sucesión, gozaba éste del título de Rey y estaba asociado al Gobierno del reino, que directamente tenía su esposa como propietaria de la Corona.

     Hubiera querido el Marqués de Pombal desposeer a la Reina de esta herencia y hacerla pasar directamente a su hijo primogénito D. Josef, que murió de viruelas el año de 88, siendo Príncipe del Brasil. Alegaba para esto varias razones, fundadas, a lo que pretendía, sobre el espíritu de las leyes de Lamego y costumbres de Portugal, que interpretaba a su modo, a fin de impedir se verificase este primer ejemplar de caer en hembra la Corona portuguesa, haciendo ver el peligro que en ello había de la posibilidad de la introducción del dominio de un Príncipe extranjero. Con esta mira, y la de atraerse a sí para este caso el ánimo del Príncipe D. Josef, puso a su lado personas que le eran adictas y que le imbuían en las máximas que eran favorables a su sistema e intereses, y entre ellos al Obispo de Braga, que... cenáculo religioso, hombre de gran mérito y literatura, muy adicto al Marqués.

     A los últimos de la enfermedad del Rey Don Josef cedió éste las riendas del Gobierno a su esposa Doña María Victoria, hermana del Rey Carlos, que hasta entonces no había querido nunca tomar la menor parte en él, como hubiera podido hacerlo, adquiriéndose sobre su esposo el dominio que tuvo el Marqués de Pombal, y que con igual o mayor facilidad hubiera podido conseguir S. M., sobre todo manifestándose pasiva y no sabedora de las distracciones de su marido, que por ocuparla más y disfrutarlas tranquilamente, se hubiera puesto en sus manos en lo gobernativo. Pero las Princesas españolas tienen una calidad única, que las distinguió de todas las otras, y es que los verdaderos principios de religión en que van imbuidas por su primera educación las hace ser tan adictas a los intereses de sus maridos, y, por consiguiente, a los del país en que habitan, que creen de su obligación olvidar los del suyo. Así lo ha probado últimamente esta Soberana, la Reina de Cerdeña, la Delfina y la actual Emperatriz Reina de Hungría, Doña María Luisa.

     El Gobierno de la Reina fue el primer indicio de la decadencia de Pombal, con el cual se mostró esta Soberana desde luego tan firme y majestuosa como había sido antes sumisa y complaciente por dar gusto a su marido y acreditarle su amor y sumisión.

     Deseaba el Rey ver colocado a su nieto Don Josef antes de su muerte con su tía la Infanta Doña María Ana Benedicta, y para darle este consuelo, dispuso la Reina madre se efectuase en su presencia el matrimonio en los últimos días de su enfermedad. Esto dio motivo a alguna crítica, pues viendo los portugueses la distancia que había entre el sobrino y la tía, hubieran preferido se casase el Príncipe con una Princesa de su edad que les diese más esperanzas de sucesión.

     Y en esto no dejaban de tener razón.

     La muerte del Rey mudó enteramente el semblante político de las cosas, pues aunque las dos Cortes mantuvieron en ellas sus respectivos embajadores mientras obraban hostilmente en América, con todo, era muy de temer hubiesen parado estos principios en una guerra declarada, que impidió este suceso. Procuró inmediatamente la Reina madre y, su dignísima hija cortar las diferencias que iban a dar motivo a ella y establecer una unión sólida y durable entre las dos naciones, como lo exige su situación respectiva. Contribuyó también a esto el haber retirado del Ministerio al Marqués de Pombal y el de hallarse en el de Estado D. Ayres de Saa y Mello, hombre de cristiandad y de probidad conocida y de una sana razón, que había sido Embajador en Nápoles y España. Concluyóse, pues, en 24 de Febrero de 78, entre el Conde de Floridablanca y D. Francisco Inocencio de Souza, Embajador de Portugal en Madrid, un Tratado de paz, a que se siguió otro de garantía y comercio entre las dos naciones. Cedieron por él los portugueses a España la Colonia del Sacramento con todo su territorio, en lo cual tenía ya menos dificultad que anteriormente, por no sacar de ella el fruto que en otros tiempos, por las razones arriba expuestas, del comercio que hacían los barcos marítimos. Los españoles restituyeron a los portugueses la isla de Santa Catalina, cuya posesión les hubiera sido de la mayor importancia y hubieran ciertamente conservado, a no ser por una consideración política muy cauta y prudente.

     Consideraron, pues, que dicha posesión en poder de los portugueses no puede ser perjudicial, y, antes bien, útil a la España, para servirse de sus puertos como propios siempre que reine unión y confianza entre las dos naciones. Al contrario, si la España hubiera conservado esta isla sobre las costas portuguesas de América, hubiera sido un motivo continuo de discordia. Los ingleses la hubieran atacado a fuerza en primera guerra, con preferencia a toda posesión española, y si se hubiesen apoderado de ella, como era posible y aun regular, respecto de que la extensión de las posesiones de España no le permite defenderlas todas como quisiera contra una expedición formal y poderosa dirigida contra un solo punto, jamás se hubieran desprendido de esta importantísima adquisición, que los hubiera hecho dueños de la navegación del Río de la Plata y San Pedro y del cabo de Hornos. Formando en dicha isla un establecimiento considerable, como pudieran haberlo hecho a poca costa por las proporciones que presenta para ello, hubieran aumentado el contrabando de nuestra América y se hubieran proporcionado una escala y un depósito, por medio del cual les hubiera sido fácil realizar los proyectos que hace tanto tiempo tienen sobre la mar del Sur. Los que no ven más que el primer aspecto de las cosas, criticaron mucho esta restitución; pero en la política, como en el juego y en el comercio, es preciso a veces perder diez a tiempo con previsión, por no verse forzado después a perder ciento. Los ingleses se han arrepentido ciertamente más de una vez de no haber restituido en la paz de 63 a los españoles y franceses las Floridas y el Canadá, cuya conservación ha contribuido tanto a la pérdida de sus colonias, como se verá más adelante.

     Fijóse por este Tratado del 78 la línea de demarcación entre los dominios españoles y portugueses de la América meridional, nombrándose cuatro partidas de oficiales españoles y portugueses para pasar a verificarlo de acuerdo. Pero aunque ya han empezado sus operaciones, para cuya conclusión no se ha omitido ni gasto, ni providencia alguna, es muy de temer no se verifique ésta ahora, más que antes, en 50. El Ministerio portugués no la desea de buena fe, y sólo aspira a ir internándose y ganando terreno por medio de esta misma demarcación, y con dificultad sale del que ha ocupado una vez bajo este pretexto. Así lo he verificado por mí mismo durante el tiempo de mi embajada en Lisboa, en que la conducta de D. Martín de Mello, Ministro de Indias, no puede dejarme duda de su sistema en esta parte. Cedieron los portugueses a la España la isla de Fernando del Póo y de Annobon, situadas enfrente de la costa occidental del África, aunque distantes a unas 20 o 30 leguas de ella. No sacaban los portugueses utilidad ninguna de estas islas, que creímos podrían convenirnos para hacer el comercio de los negros en aquella parte de la costa de Guinea.

     La posesión que tenían de ellas era más imaginaria que real, pues no había ni Gobernador, ni pueblo, ni otra cosa que un capuchino que había estado para enseñar la doctrina en una de las dos, y una especie de sacristán negro que le había sucedido, y que era el que lo dirigía todo en la de Fernando del Póo, y el que dio una especie de posesión a los españoles, sin los cuales el capitán de fragata portugués que fue a dársela no hubiera encontrado con la tal isla. Sus habitantes eran todos negros y bárbaros, y no con poca dificultad lograron los españoles hacer un pequeño establecimiento en Fernando del Póo, que se vieron obligados a abandonar después, sin que me conste hayan vuelto a renovarle, y se habrán convencido sin duda de la ninguna utilidad que podían sacar de él. Por lo que mira a Anno Bon, no fue posible tomar de ella una posesión real, contentándose con reconocer los portugueses transferir a la España la imaginaria que tenían de ella.

     Concluido este Tratado, y restituido a la España el navío San Agustín, igualmente que a los portugueses los pequeños buques que se les habían tomado, se restableció la paz entre las dos naciones bajo principios más sólidos y permanentes que los que habían existido antes, faltando ya la manzana de la discordia, que era la Colonia del Sacramento; y, efectivamente, por aquella parte del Mediodía está concluida y bien marcada la línea divisoria

     Pensó entonces la Reina Madre de Portugal venir a España a hacer una visita a su hermano, de quien hacía casi cincuenta años se había separado, al tiempo de su matrimonio, en la orilla del Caya, y a quien había siempre profesado una particular inclinación y cariño. Acompañaron a S. M. hasta Villaviciosa, lugar inmediato a la raya, los Reyes y toda la Familia real portuguesa. Algunos dijeron que el objeto de este viaje era empeñar a su hermano a casarse con su hija segunda la Infanta Doña Mariana, Princesa de un distinguido mérito, instrucción y, virtud, que tenía entonces cuarenta y un años, y, que, por consiguiente, podía hacer compañía al Rey sin aumentar su familia para lo sucesivo. Sea lo que fuese de la intención de la Reina, lo cierto fue que el Rey, no mudó de estado.

     El Rey Carlos envió a Badajoz la familia y acompañamiento correspondiente para recibir a su hermana, nombrando para mandar esta real comitiva al Conde de Baños, mi amigo íntimo, Mayordomo mayor que había sido de la Reina Madre de S. M. Toda la comitiva de España fue presentada en Villaviciosa a la Familia real de Portugal por el Excmo. Sr. Marqués de Almodóvar, Embajador del Rey en aquella Corte, y, emprendiendo después su marcha, llegaron felizmente al Escorial la víspera de San Carlos.

     El Rey, que estaba impaciente de verla, quiso anticiparse este gusto, sorprendiéndola en el lugar de Galapagar, en que S. M. hizo alto para comer el día que llegó al Escorial. A este fin, ocultó a todos su proyecto hasta que, metiéndose en el coche, se dirigió a Galapagar. Encontró en el camino un correo que venía de allá, y, deseoso, como era regular, de saber si había alguna novedad, hizo parar el coche y le pidió las cartas. Entregándolas el correo, vio que el sobrescrito era para el Conde de Floridablanca, y teniendo presente, como siempre, su máxima favorita que decía: primero Carlos que Rey, se gobernó por ella, y olvidando que era Rey se acordó sólo de que era hombre. Moderó, pues, su curiosidad, natural en aquella ocasión, y, contentándose con volver a preguntar al correo si había algo de nuevo y si su hermana estaba buena, le volvió las cartas, diciéndole: Toma, hombre; no son para, mí, son para el Ministro. Ejemplo raro de moderación y del constante dominio que este Soberano tenía sobre si mismo.

     No es posible expresar el gozo que tuvieron estos hermanos cuando, contra todas sus esperanzas y contra la constante costumbre y suerte de los Príncipes, volvieron a abrazarse al cabo de tanto tiempo.

     Pasaron un año juntos, que probablemente había sido el más feliz de su vida, y después de él se separaron con el dolor que es natural, contando no volverse a ver.

     No es creíble el afecto del Rey a su hermana, ni las demostraciones de cariño, y aun de galantería, con que este quería demostrársela, dándola siempre el brazo y tratándola como si fuera su enamorada. Estas atenciones cariñosas ofrecían un contraste singular entre la buena voluntad y la falta de usó que el Rey tenía de semejantes obsequios y lo poco que a ellos se prestaba la edad y el traje regular de S. M.

     Llegó la Reina de vuelta a Villaviciosa el día 20 de Noviembre de 78, y tuve la honra de recibirla y hacerle allí mi corte, hallándome en Lisboa en calidad de Embajador desde el 17 de Octubre de aquel año. Restituida S. M. a Lisboa, empezó a decaer su salud, y falleció en el mes de Enero de 1781.

 

 

Capítulo IV

Que comprende desde la guerra, empezada en 79, hasta la paz, concluida en 1783

 

     AQUÍ llegamos a una época de la vida del Rey Carlos cuyas resultas han tenido y tendrán una grande influencia en la futura suerte de los Imperios y del género humano. Quiero hablar de la guerra última de América, de que resultó la independencia de las colonias inglesas, reconocidas hoy bajo el nombre de Estados Unidos de América.

     La descubierta del Nuevo Mundo produjo desde su principio una alteración total en el comercio, política, y aún me atrevo a decir en la religión del antiguo. El vasto campo que ofrecía a su industria aquel nuevo hemisferio, aumentó y extendió por todas partes el espíritu de comercio, y el deseo y la necesidad de aumentar las manufacturas, alteró los precios con la abundancia del dinero.

     Esta novedad dio consideración y existencia en la Europa a algunas potencias que hasta entonces no habían casi figurado en ella, y cambiando así su sistema general, ha llegado el comercio a tener tanta influencia en la política, que desde entonces, estableciendo ya un cierto equilibrio entre los dominios de Europa, y disminuido, en ella por su civilización el espíritu de guerra y conquistas y los objetos de ellas, ha sido y será el móvil de la mayor parte de sus guerras.

     Por otra parte, los conocimientos adquiridos con esta descubierta y las sucesivas a ella han dado motivo a que los filósofos, que, abusando de este respetable nombre, no se conforman a poner límites a su imaginación en el asunto sagrado de la religión, calculen, combinen, hablen y escriban en términos capaces de seducir y de debilitarla, y aun destruirla en los que no están bien imbuidos y convencidos de la verdad de los principios divinos en que se funda.

     Esta influencia ha sido indirecta hasta ahora, mientras aquellos vastos dominios han podido ni maravillosamente contenerse a una distancia tan grande en los términos de meras colonias sujetas a las potencias europeas; que, verificada en aquellas una igual industria y populación que en éstas, les serían muy superiores en fuerzas. Pero en el día en que han empezado a erigirse allí Estados libres, independientes de Europa, con un terreno indefinido para poder extender su populación por medio de propietarios industriosos, con unas leyes fundadas, no en el antiguo Derecho romano, en que se reconocía la esclavitud, sino en los principios más humanos, en que, desconocida aquella, se peca en el extremo contrario, es más que probable sea directa y eficaz la influencia de este Nuevo Mundo en el sistema gubernativo del antiguo.

     De resultas de las últimas guerras intestinas de Inglaterra del siglo pasado, pasaron a establecerse y poblar aquellas colonias de América varias familias que quedaron descontentas después de ellas. El mayor número de éstas eran de presbiterianos enemigos de la Monarquía y de toda jerarquía eclesiástica y secular, a quienes parecía una sujeción y esclavitud aun el mismo Gobierno y religión anglicana, mirado hasta ahora en Europa como el modelo de la libertad.

     Era casi imposible que unas colonias fundadas por personas imbuidas en estos principios, pudiesen con ellos permanecer a, aquella distancia sujetos voluntariamente a un Gobierno que se decía libre y que profesaba los principios de libertad. Esta dependencia sólo podía durar mientras su industria y su comercio no consolidase su existencia, o mientras estas colonias no se considerasen como tales, teniendo un Parlamento particular, como el de Irlanda, o enviando al de Inglaterra diputados, en los mismos términos que lo hacen la Escocia y las provincias y ciudades de la Inglaterra.

     Sería un delirio en un padre pretender gobernar de un mismo modo a sus hijos cuando, llegados al estado de virilidad y robustez, salen de su menor edad, que cuando estaban en los principios de ella. Para esto es preciso tener hijos insensibles e impotentes, y, cuando no, es indispensable que el padre les diese todo lo necesario, o que, asociándolos al gobierno de su casa, conviniese cada uno en lo que le era preciso, con conocimiento de los bienes de ella. Esta comparación demuestra claramente que la independencia de las colonias inglesas de América tenía en su mismo origen y en el Gobierno que, contra su sistema de libertad, quería dominarlas, el principio irresistible de la separación o independencia, que tarde o temprano debía verificarse. Por otra parte, hace ver, a pesar de lo que pretenden los que no combinan las situaciones y antecedentes, que la América española no debe seguir el ejemplo de la inglesa, pues siendo enteramente distinto su origen, su Gobierno y su sistema, no deben ser sus resultas las mismas sin que todo eso mude. Adquirida su posesión, juste vel injuste, por la fuerza de las armas; establecidas bajo reglas (buenas o malas, sobre lo cual hay mucho que decir, que tampoco es aquí del caso), las cuales, cortando los vuelos a su industria, las hace enteramente dependientes de la España, y aun, si bien se mira, de la Europa entera, que tiene interés en que lo sea; gobernada por una Monarquía e imbuida en los principios de ella; dirigida en lo general por españoles, que ocupan los primeros empleos y que tienen en España su origen, familia e intereses; conformes en un mismo sistema de religión, igual al de la Monarquía de que dependen, todos estos principios fundamentales de las posesiones españolas de América, digo, son unos obstáculos reales e inherentes de la situación de nuestras colonias, que, aunque no sean invencibles, son unas bases enteramente opuestas a las que causaron y debieron necesariamente causar la independencia de las colonias de América.

     Me dirán, sin duda, que el tiempo puede vencer estos obstáculos. No lo niego, y la humanidad en general nada perdería en ello, despojada (si es posible) de la política. Pero el genio indolente de los naturales del país es un obstáculo casi invencible que impide los progresos de su industria y de sus luces, sin lo cual no puede absolutamente verificarse lo que se pretende, y así, aun cuando suceda, es probable pasen muchos años antes de que se verifique.

     Los ingleses, más ambiciosos que prudentes y precavidos, habían dejado tomar demasiado cuerpo a sus colonias, sin limitar medio alguno para ponerlas en un estado de poder, no reflexionando en sus resultas. Había llegado éste a tal punto, que puede decirse debió la Inglaterra a los socorros que le suministraron durante la guerra de 57 las gloriosas conquistas de la Isla Real, Terranova, Canadá, la Martinica, la Habana, la Granada, las Caraibes, la Guadalupe y las Floridas, que fueron sus conquistas en la América en aquella guerra hasta la paz de 63. Suministraron en ella los americanos a la Inglaterra 25.000 hombres de tropas, y mantuvieron 800 corsarios, para los cuales y el servicio de la marina inglesa tenían 30.000 marineros.

     Aunque los ingleses se aprovecharon gustosos en aquella ocasión del poder de las colonias, conocieron con todo podría serles ya dañoso si éste aumentaba a proporción en lo sucesivo. Ensoberbecida, pues, la Inglaterra con la gloriosa paz que le proporcionaron sus victorias, pensó le era preciso cortar los vuelos a sus colonias, y servirse de ellas para ayudarla también a pagar la inmensa deuda de 500.000 libras esterlinas con que se hallaba al tiempo de la paz, y aunque a los principios no cesaban de alabarlas el Rey y el Parlamento, y aun de suministrarles medios para la extinción de su deuda, mudó después de sistema.

     Tenía cada colonia una Charte o reglamento particular para su gobierno, por la cual gozaban de varios privilegios y exenciones, concedidas para fomentarlas en los principios. Según ellas, la gran Bretaña sólo podía exigir dones gratuitos, que repartían entre sí según les parecía. El Lord Granville quiso, en virtud de un decreto de 4 de Abril de 64, arreglar un establecimiento de imposiciones, para aumentar por este medio las rentas de la Inglaterra y disminuir, al mismo tiempo a las colonias los medios de acrecentar su poder. No dejó de tener esta idea partidarios en Inglaterra, cuyos propietarios creyeron disminuirían sus actuales cargas en lo sucesivo partiéndolas con los americanos. Por otra parte, los negociantes veían también con gusto se contuviesen los progresos del comercio de América, que poco a poco hubiera podido hacerse independiente del suyo.

     Estaban cercados los americanos basta la paz de 63, al Norte, por los franceses, establecidos en el Canadá; al Mediodía, por los españoles, dueños de las Floridas, y al Poniente, por los indios, y así miraban como necesaria la protección de los ingleses contra aquellos vecinos poderosos. Pero libres de ellos después de la paz de 63, por medio de la cesión de la Florida y del Canadá, se vieron ya mano a mano con los ingleses. Consideraron que los españoles y franceses, sus antiguos vecinos, que miraban antes como enemigos, podrían ahora transformarse en sus aliados para ayudarles a disminuir el gran poder que habían adquirido los ingleses en la América, y que estas potencias no podrían ver con indiferencia. Así lo anunció M. Vaudreuil, Gobernador del Canadá, en el año de 1760, en que se vio forzado a rendirse a los ingleses. Cuando escribió al Ministerio la pérdida de aquella provincia, añadió podría ser ésta en lo sucesivo de mayor utilidad que desventaja a la Francia, porque de ella resultaría sin duda a los ingleses, si la conservaban, la pérdida de sus poderosas colonias de América, cuya opulencia les daba tantas ventajas en las guerras de América sobre todas las demás potencias que tenían allá posesiones. Siendo el estado de estas últimas enteramente pasivo (digámoslo así) en cuanto a lo militar, pues sólo tienen lo muy preciso pará su defensa regular en sus posesiones ultramarinas, debiéndoles venir de Europa los socorros extraordinarios para ella, las colonias inglesas son mucho más difíciles de atacar, por estar situadas en el continente, teniendo en si una fuerza activa capaz no sólo de defenderse, sino de dar a los ingleses los socorros que hemos visto les facilitaban por este medio una superioridad incalculable sobre las demás potencias, obligadas a traer desde Europa todas sus fuerzas militares. Con todo, si los ingleses, aun después de haberse dejado cegar por la ambición al tiempo del engrandecimiento de sus colonias, no hubieran procedido en los términos que lo hicieron cuando éstas se hallaban ya poderosas, y libres de las potencias extranjeras que las rodeaban, es probable hubieran podido aún conservarlas, a lo menos por algún tiempo, acabando por partir con ellos las nuevas adquisiciones que podían ir haciendo juntos en el seno mejicano y en el continente de la América y sus islas sobre los actuales dueños de aquellas apetecibles y vastas posesiones, que, tarde o temprano, serán las víctimas precisas de esta alteración política.

     Pero no fue así: los ingleses se dejaron llevar de un espíritu monárquico, y quisieron dirigir por él aquellas provincias, tan distantes de la Inglaterra, como de poder aceptar semejantes principios con el espíritu exageradamente republicano que hemos visto reinó en ellas desde su primer origen.

     Conocieron, pues, las colonias su fuerza y su nueva situación política, y viéndose ya con tres millones de habitantes, animados todos del mismo espíritu de independencia, creyeron poder resistir a aquella distancia, con las dificultades que hay para internar en el país a unos republicanos que menospreciaron y aborrecieron en aquel momento, porque conocieron claramente querían la libertad sólo para sí y la esclavitud para sus hermanos.

     Despreciando, pues, el decreto sobre las nuevas imposiciones, de 4 de Abril de 64, de que queda hecha mención arriba, y el posterior de 22 de Febrero de 65, en que se establecía el papel sellado, hubo un alboroto muy violento en Boston en el mes de Agosto de aquel mismo año, y de resultas de él resolvieron unánimemente no volver a recibir mercancía alguna inglesa de las que tenían nuevos derechos, y negaron la obediencia a los expresados decretos, al del té y al establecimiento de las Aduanas que intentaron ponerse en virtud de decreto de 29 de junio de 67.

     Continuaba siempre, no obstante esto, el Gobierno inglés en querer tratar desde Europa a sus colonias como si (con menos fuerza) se hubieran hallado situadas entre la Irlanda y la Escocia, en la posición de la isla de Man. Daba, pues, sus instrucciones, consiguientes a este falso sistema, a todos sus Gobernadores militares, que, con pretexto de proveer a la propia seguridad de las colonias, y de enviar fuerzas al Canadá y a las dos Floridas, hacían venir tropas e ingenieros, que alojaban en las casas de los habitantes, que lo repugnaban, como no acostumbrados a ello.

     El espíritu de partido y de discordia, que cada día hacía nuevos y mayores progresos entre los dos bandos royalista y americano, producía un disgusto y enemistad, de que difícilmente podían dejar de resentirse las providencias judiciales y aún gubernativas, concurriendo por este medio ellas mismas a exasperar los ánimos.

     Convencidos, pues, los americanos de que la Inglaterra estaba enteramente resuelta a sujetarlos a toda costa, dominándoles como Soberana, tomaron finalmente su partido.

     Preparados los espíritus a la independencia, y tomadas para ella las medidas convenientes en los Congresos y juntas particulares, y formados por los sucesos acaecidos desde el año de 64 al de 74, se juntó en éste por la primera vez en Filadelfia el Congreso general de los doce Estados unidos, que habían enviado a él sus diputados. Fue su presidente Pleyton Randolph, que, en señal de confederación e igualdad, partió en partes iguales con los diputados de las doce provincias una corona cívica.

     Había venido a América el General Gage con algunas fuerzas, y tomado el mando de las americanas el General Lee, que con sus tropas se apoderó el 14 de Diciembre del puerto de Portsmouth, que tomó por asalto.

     Constante siempre en su sistema, declaró el Rey rebeldes a los bostonienses, y se abrió la primera campaña formal entre los ingleses y los anglo-americanos el año siguiente de 75.

     Pusieron en campaña este año los americanos 25.000 hombres, destinando otro cuerpo escogido de 4.000 para la guardia del Congreso, establecido en Filadelfia. Nombraron por Generalísimo de todas sus fuerzas al famoso Washington, y los ingleses enviaron a los generales Howe, Bourgoyne y otros.

     Tomaron los americanos en aquella campaña a Ticonderoga. Rechazaron en 16 de junio al General ingles Howe en Bunkershill, y los vencieron en otros parajes, sin que bastase para intimidarlos las quemas de Lexington, la de Norfolk y otras varias que hicieron los ingleses en aquella campaña.

     Habían reunido para la siguiente fuerzas sumamente considerables, y nunca vistas en aquellas remotas regiones, en las cuales toda empresa de esta especie sólo puede ser momentánea, por su mucho coste, y por la dificultad de reemplazar las pérdidas desde Europa. Debe, pues, considerarse como uno de aquellos esfuerzos que se exigen en la naturaleza en una fuerte enfermedad, por medio de uno de aquellos remedios violentos que se dan a muerte o a vida. Así lo calcularon sin duda desde luego los ingleses, conociendo que una guerra larga en aquella distancia hubiera sido imposible de sostener, y tendría consecuencias peores que la misma pérdida de las colonias, y, por consiguiente, pusieron todas sus esperanzas en un golpe fuerte, capaz de producir una decisión pronta. Lo mucho que costó a la España la pérdida de los Países Bajos y la del Portugal por una obstinación mal calculada, aun hallándose en el continente de Europa, era una lección que no debía olvidar una nación tan calculadora como la inglesa.

     Tenían, pues, en América los ingleses, al principio de la campaña de 76, 31.000 hombres de tropas nacionales, 18 (sic) alemanas, 2.000 de tropa de marina, nueve compañías de artillería, 13 navíos de línea, 27 fragatas y 242 bastimentos menores, necesarios para obrar en lo interior de los ríos. Los americanos contaban 428.000 hombres de milicias, más robustos y acostumbrados a las fatigas y clima del país que disciplinados militarmente; pero resueltos, y unidos en un mismo espíritu y voluntad.

     No se hallaban los americanos con fuerzas marítimas capaces de presentarse a los ingleses, y por lo mismo, el plan que se formó el General Washington fue retirarse de la costa, evitar las acciones generales, y hacer una guerra de puestos, para ir acostumbrando en ella a su tropa al fuego y disciplina militar, de que carecían.

     El General Arnauld, americano, entró en el Canadá, y, aunque se mantuvo en él algún tiempo, tuvo al fin que retirarse. Los ingleses fueron rechazados en este año de Charlestown, y ganaron la batalla de Saratoga, en que fue rechazado y hecho prisionero el cuerpo numeroso del General Bourgoyne.

     Hubo en este año otras varias acciones particulares, que, igualmente que las de los dos años siguientes de 77 y 78, pueden verse detalladas en el libro intitulado Essáis historiques et politiques sur les anglo-americains, por Mr. D'Auberteuil, impreso en Bruselas en 1782, y en L'Histoire impartiale des événemens militaires et politiques de la dernière guerre, impreso en París en 1785.

     A vista de los sucesos de esta campaña de 76, creyeron los americanos deber declarar formalmente su independencia total de la Inglaterra, y lo ejecutaron el día 4 de julio.

     Pasó a América en este año de 76 el Marqués de la Fayeta, señor francés que, aunque de edad de veinte años, tenía una imaginación exaltada, valor, serenidad de espíritu y una ambición desmesurada, dirigida siempre únicamente a su fin, sin detenerse en los medios de conseguirle.

     La Corte de Francia, que veía con gusto las discordias de América, y deseaba, con poca previsión, contribuir secretamente a su independencia, hacía imprimir y correr indiscretamente en Francia, y sobre todo en París, varios impresos para excitar los ánimos a favor de la causa de los americanos y prepararlos para que se empeñasen con gusto en ella si lo exigían las circunstancias. No había tocador ni chimenea en que no se viesen brochuras relativas a la libertad americana, y el Laboureur de Pensilvanie y Les Memoires de Beauniarcháis, y otros semejantes, eran el objeto de la lectura y de las conversaciones de todas las damas y personas de la sociedad, que, entusiasmadas, según costumbre, de estas nuevas ideas, por ser las de moda, deseaban y se figuraban cada uno estar al lado del General Washington para defender su ofendida libertad y la de sus compatriotas. En el año de 75, en que yo estuve por la segunda vez en París, no se podía salir de casa ni presentarse en ninguna parte, sin haber leído antes salteados unos cuantos párrafos de estas dos obras, para poder entrar en la conversación. De este modo, trayendola con maña a lo que se había leído, oyendo de los otros lo que ellos habían hojeado, y dando a entender con una risa oportuna se sabía lo que no se había visto, se hacía un gran papel y se pasaba por un hombre instruido y enterado de todos los asuntos. Por desgracia, este método, demasiado común en París en todas las materias, da y mantiene el crédito de instrucción y talento a muchas personas que no le merecen, porque todo su arte consiste en citar la instrucción y noticias de los otros, y en saber hacer a tiempo y con gracia su retirada en el momento en que conocen va a descubrirse que no son sino superficiales.

     El Marqués de la Fayeta y otros oficiales franceses, seducidos con estas ideas y con la gloria que les resultaría de ser los protectores de la libertad americana, pasaron como voluntarios a defenderla. Desaprobólos la Corte en el público, al paso que secretamente aplaudía y auxiliaba su resolución.

     Un joven intrigante, pero de mucho talento y atrevido, llamado Caron de Beaumarcháis, logró pasar a América con instrucciones secretas para establecer las bases de un Tratado entre la Francia y las nuevas Colonias declaradas independientes.

     Era éste hijo de un relojero francés, y tenía una hermana casada en Madrid, en compañía de la cual estaba otra soltera. El establecimiento que quería proporcionar a ésta, obligó a Beaumarcháis a venir a la Corte de España. Tuvo allí un lance ruidoso con otra persona también de talento, llamada D. José Clavijo, autor de un papel periódico intitulado El Pensador. La penetración y viveza de Beaumarcháis se propuso, a. su regreso a París, fundar en su país, sobre el débil principio de un lance en que no salió lucido, las primeras bases del crédito que adquirió después en él y de la fortuna que le resultó.

     De todo saca partido el que reflexiona y conoce el genio de las naciones y de los particulares con quienes tiene que hacer. Este estudio es sumamente necesario para vivir en el mundo. Questo libro del mundo è grande assai; stà sempre aperto è non si legge mai, dice el proverbio italiano, y toda la historia del mundo tiene su origen en el carácter de los hombres y en sus pasiones, que son el resultado de él.

     Su genio, demasiado inquieto y ambicioso, no podía sujetarle a la carrera de su padre, ni a las cortas esperanzas que podía fundar en ella. Así lo dijo muy oportunamente en París a una señora que, queriendo bajar su orgullo en una sociedad numerosa en que se hallaba, recordándole sus principios, le dio a este fin un reloj muy rico que tenía, diciéndole delante de todos le hiciese el gusto de ponérselo, porque estaba atrasado. Conoció Beaumarcháis su intención, y recibiéndolo con gran modo, lo abrió, y, al tiempo de estarle componiendo, lo dejó caer maliciosamente en el suelo, y recogiéndole con gran priesa y pesadumbre aparente, dijo a la señora: Ah! Madame, que je suis malheureux! Mes parents m'ont toujours bien dit que j'étois trop vif et que je ne vaudrois jamais rien pour exercer leur talent. Je suis faché, madame, que vous ne vous en soyez pas aperçu comme eux. Quedó así castigada y corrida la ofensora y victorioso el ofendido. Esto prueba la viveza y descaro de la persona de quien se trata.

     Retirado, pues, de Madrid de resultas del lance con Clavijo, pensó formar sobre él una novela, adornada a su modo, en términos que interesase y divirtiese la ligereza de los parisienses, sobre todo de las damas, adornándola a su arbitrio de lances particulares capaces de excitar el sentiment, y otras palabras semejantes, cuyo electo exterior sabía le era necesario para que interesase su obra, y lograr así hacerse conocer ventajosamente en el público. Efectivamente, logró lo que deseaba, y a esta primera novela se siguieron después otros escritos, a que la gracia y ligereza de su pluma dieron todo el crédito que le era necesario, y a que únicamente aspiraba con ellos.

     Empezó por este medio a ganar mucho dinero, que empleó después en hacer especulaciones en las Colonias de América, aumentando así su caudal. Pudo también introducirse y lograr protección en Palacio, con motivo de enseñar a tocar el arpa a Mad. Adelaïde, tía del Rey, y para que se vea la osadía y atrevimiento de este mozo, conviene referir el hecho siguiente. Un día que, queriendo esta Princesa gratificarle, le dio una caja en que estaba su retrato, tuvo la imprudencia de decirle: Il ne manque ici que le portrail du maître, lo cual indignó, como era debido, a esta Princesa. Logró, pues, por medio de su caudal y protección, pasar a América con la comisión secreta que arriba se ha dicho. Se formó así una renta pingüe, e hizo una gran casa y jardín enfrente de la Bastilla, que le ha costado más de 500.000 libras, y encima de la cual ha puesto últimamente, para mayor seguridad, porque temía la insultasen: L'an premier de la, liberté inscripción que hace ver su patriotismo, que cuando es útil adopta, como adoptaría lo contrario por poco que le conviniese.

     Como su único fin era hacer su fortuna, le era indiferente el que, por conseguirla, se empeñase la Francia en una guerra que le costó un millar y 400 millones de libras (esto es, dos millares y 600 millones de reales de vellón), y que esta deuda y los principios de independencia que aprendieron allí los franceses haya sido el origen inmediato de su actual revolución y de los males que de ella resulten a la Francia.

     A la verdad, que siempre que paso por dicha casa de Beaumarcháis, me estremezco al considerar los efectos que trae consigo la ambición de un particular mal dirigida; y si este efecto produce en mi dicha casa, sin ser francés, no extrañaría la quemase uno que lo fuese, y que, arrebatado de su patriotismo, se dejase llevar de las ideas que éste podría inspirarle; pero le salva lo poco que son los que reflexionan y profundizan las cosas.

     En este mismo año de 74 paso de América a París el famoso Franklin, que fue el principal motor y director de la conducta de su patria. Había empezado éste por trabajar en una imprenta, y adquirido por este medio el gusto del estudio, hizo grandes progresos en la física, y adquirió en ella y en el arte de gobernar un concepto que (con justicia o sin ella en esta última parte, de lo cual prescindo) inmortalizará su memoria.

     El entusiasmo con que hemos visto se miraban en Francia los asuntos de América, aumento aún más con la llegada de Franklin, e hicieron con él las mayores demostraciones, teniéndose por dichosas las damas más lindas, jóvenes y petimetras, el día que le tenían a su lado o que les hacía alguna distinción.

     Con tales principios, era difícil no consiguiese en breve su intento, y así se firmaron los preliminares del Tratado con la Francia en 17 de Septiembre de 77, concluyéndose éste enteramente en 26 de Febrero de 78.

     En este año continuó la guerra en América, y los americanos tuvieron, entre otras ventajas, la de ganar la batalla de Monmouth, en cuya victoria tuvo la mayor parte el caballero Thomás Mauduit, mi amigo, que, haciendo pasar seis cañones por un terreno fangoso que los enemigos creían impenetrable, los tomó por el flanco, obligando a los ingleses a retirarse precipitadamente. Este oficial hizo distinguidos servicios en la guerra de América, y posteriormente en esta revolución de la isla de Santo Domingo. En premio de ellas le habían dado el regimiento de infantería de Puerto Príncipe, cuyos soldados, después de haberle amado como padre, le asesinaron el día 4 de Marzo de este año de 91, seducidos y engañados por un partido de facciosos, de que ha sido la víctima, como puede verse más por menor en el extracto que he escrito de su vida, haciéndole imprimir con su retrato.

     Hállase de ello un testimonio auténtico en la página 36 del tomo II de L'Histoire impartiale des événemens militaire et politiques de la dernière guerre, citado más arriba.

     El Doctor B. Rusb dice, entre otras cosas, en una carta, hablando del caballero de Mauduit lo que se hallará en la nota 21.ª

     Concluido ya, como hemos visto, el Tratado de alianza entre los franceses y americanos, y reconocida por aquellos su independencia, era preciso obrasen aquéllos con arreglo a él.

     El carácter francés es naturalmente ligero, inquieto, ambicioso y dominantes y el día de hoy es lo mismo que lo defina César cuando decía de ellos: Nimium feroces ut liberi sint; nimium superbi ut serviant. Son muy pocos los individuos que no lo acrediten así, aún en los países extranjeros, queriendo dar en ellos el tono y la ley; y esto, los mismos infelices peluqueros y artistas, que se ven obligados a salir para buscar su subsistencia. Así me lo dijo en una ocasión, hablando de esto, mi tía la Duquesa de Rohan (que Dios haya): Nos françois ne vont pas voir les autres pays; i1s n'y vont que pour se faire voir. Por consiguiente, sería difícil que el Gobierno no se resintiese de estas calidades. Cualquiera que lea con reflexión la historia de Francia, verá que ellas han sido la causa de las continuas divisiones y discordias intestinas del reino. Verá también que, sujetos bajo el Gobierno firme del Cardenal de Richelieu, aunque por medio de él y del sistema que estableció se reunió y tranquilizó en su interior la Francia, empezó su Gabinete a ejercitar su predominio e intriga sobre las demás Cortes de la Europa. Autorizábanse a hacerlo por su posición, que decían les obligaba á prévenir les événemens pour ne pas se voir obligés à être entraînés par eux. De esto ha resultado que nada se hacía en la Europa en que no tuviesen parte activa, siendo París el centro de las negociaciones, como lo había sido Roma en el tiempo que los Papas disponían a su arbitrio de los Imperios.

     La Francia fue la que sostuvo las revoluciones de Holanda y Portugal contra la España. Ella ha apoyado últimamente la segunda de Holanda en este año de 87, igualmente que la de América, y así, era preciso fuese la primera que reconociese, como lo hizo, su independencia. No es, pues, extraño ni injusto que, habiendo protegido tanto el espíritu de ella, se vea reducida en el día a ser la víctima de sus resultas.

     Instruidos los ingleses de la conducta de la Francia, se prepararon a tratarla como enemiga, e hicieron salir una escuadra, compuesta de 25 navíos de línea, a las Órdenes del Almirante Keppel. Los franceses armaron a toda prisa la suya en Brest, y su comandante, el Conde de Orvilliers, hizo adelantar algunas fragatas que, cruzando en la Mancha, reconociesen los movimientos de la escuadra enemiga.

     Se encontró la inglesa con las dos fragatas francesas la Licorne y la Palas, sobre las cuales tiraron con bala, pretendiendo debían bajar el pabellón; pero no habiéndolo hecho, y sí respondido con una descarga de fusilería, se vieron forzadas por la escuadra a rendirse, y las condujeron como presas a Porsmouth.

     Otra fragata inglesa, llamada la Aretusa, se encontró el 17 de Junio con la francesa llamada la Belle Poule, mandada por Mr. Clocheterie. Intimado éste por el Comandante de la fragata inglesa de venir a presentarse al Comandante de su escuadra, lo rehusó, diciendo que la comisión que tenía no le permitía perder tiempo. Entonces, queriendo el inglés obligarle a ejecutarlo por la fuerza, se empeñó a tiro de pistola un combate el más sangriento, que obligó a la fragata inglesa a retirarse, tan maltratada, que ya no respondía al fuego del enemigo, siéndole imposible a la francesa el perseguirla sin caer en medio de la escuadra inglesa. Esto le obligó a retirarse al puerto de Brest, donde fue recibida con los aplausos debidos al valor y buena conducta de sus jefes y marinería.

     Noticioso Keppel de que las fuerzas que se preparaban en Brest eran muy superiores (pues la escuadra francesa se componía de 33 navíos, y la suya sólo de 23), resolvió retirarse a la rada de Santa Elena el día 27 de Junio, habiendo dejado en crucero dos navíos y tres fragatas, que condujeron a Porsmouth dos buques mercantes franceses, con pretexto de llevar cargamento a la América. Estos buques persiguieron a la fragata francesa la Efigenia, que, en su retirada, atacó e hizo prisionera a la inglesa la Libely.

     Este pronto regresó de Keppel excitó mucho disgustó en el pueblo inglés, que culpaba, no al General, sino al Ministerio, por haber hecho salir la escuadra, exagerando antes la superioridad de sus fuerzas, para obligarles a retirarse vergonzosamente pocos días después por la reconocida inferioridad de ella. Estas hostilidades dieron ocasión, como siempre, de escribir varios papeles, inútiles para comprobar cuál de las dos partes había sido la agresora, lo cual justifican bastante los mismos hechos referidos arriba. Pero aun cuando por ellos parece no queda duda de haber sido los ingleses los agresores, tomando la cosa en su origen, los verdaderos agresores fueron sin duda los que, reconociendo la independencia de unos vasallos rebeldes, y tratando con ellos, fueron los primeros que faltaron directamente a la buena fe y buena inteligencia debida a la Inglaterra, con quien estaban en plena paz.

     El día 8 de julio salió finalmente de Brest la flota francesa, compuesta de 31 navíos de línea, seis fragatas, dos brulotes y dos bastimentos pequeños, y se reforzó luego con un navío y cuatro fragatas. El Almirante Keppel volvió a hacerse a la mar, reforzado ya hasta: el número de 30 navíos.

     Avistáronse las dos escuadras durante cinco días, en los cuales se separaron de la francesa algunos navíos, y así quedó ésta inferior en número a la inglesa. No obstante esto, habiéndose empeñado en un combate las dos escuadras el día 27, en la altura de Ouessand, fue éste sumamente reñido, y los ingleses perdieron en él más de 1.500 hombres, y se retiraron, muy maltratados, por la noche, a repararse a Porsmouth, habiendo apagado sus faroles para poderlo ejecutar tranquilamente. Mr. D'Orvilliers conservó el campo de batalla hasta el día siguiente, y se retiró el 29 a Brest a repararse igualmente de lo que había padecido.

     Este reñido combate, en que los dos partidos cantaban la victoria (como se ha visto varias veces), no tuvo otra consecuencia que la de reemplazar sangrientamente un Manifiesto tranquilo que autorizase la declaración de guerra con un rompimiento de hecho, en que padeció mucho más la humanidad sin utilidad ninguna. Tanto en Londres como en París fue muy bien recibida la noticia de esta pretendida victoria; pero cuando llegaron posteriores y más verdaderos detalles del programa, se cambió el regocijo en crítica, dolor y sentimiento. El duque de Chartres (hoy de Orleans), que, como voluntario, había ido en la flota, llevó a Versailles este aviso, y fue recibido allí y en París con el mayor entusiasmo en el primer momento. Cesó después éste, mudándose en una opinión bien diferente que hacía poco honor a la conducta personal del Duque de Chartres, a la cual se atribuía el no haber sido batidos los ingleses. Sea de esto lo que fuese, lo cierto es que se dio al Duque de Chartres el mando general de las tropas ligeras, lo que prueba a lo menos que había dado pocas esperanzas para la carrera marítima, y que no eran mucho mayores las que podían fundarse sobre él para la carrera de tierra, ni para el mando de los ejércitos, a que su nacimiento parecía destinarle. Parece que un premio semejante, después de un combate de mar, era sólo el efecto de la necesidad de acreditar al público, en honor al Duque, que S. M. y la marina reconocían en dicho Príncipe más valor personal que calidades para el mando.

     Dicen que acaeció precisamente en aquel tiempo en Londres, entre dos cocheros, en Ludgate-Hill, una de aquellas peleas que se ven frecuentemente en aquella ciudad, y que el público dijo ser un mal remedo del combate de Ouessand. Después de un largo rato de combate, uno de los campeones dio al otro una puñada que le echó en el arroyo. Queriendo entonces sacar partido de su situación, determinó quedarse allí tranquilo descansando. Dijo al otro uno de los espectadores que por qué no le hacía levantar para continuar la pelea o confesar que estaba batido. El que quedó en pie, que también estaba cansado de pelear, respondió que estaba esperando a que se levantase su compañero para continuar la pelea como hombre de bien. (Es de notar que no es permitido, según las leyes establecidas por estos combates, tocar al que cae en el suelo ínterin no se levanta.) Entretanto, vino la noche, y entonces cada cual se retiró a la taberna más inmediata a contar su victoria. Después de frescos, y de decir que, en estando convalecidos, volverían a medir sus fuerzas, el uno se fue a su casa por el camino más corto, y el otro perdió el camino, sin saber adonde estaba hasta que se vio a la puerta de la suya.

     A la verdad que es muy doloroso dar un combate tan sangriento para que lo mejor que resulte de él sea una chanza de esta especie. Con todo, tuvo un efecto directo y favorable para los ingleses, pues habiéndose retirado después de él la flota francesa, pudieron entrar libremente sus navíos mercantes que venían de la India, y cuya carga excedía del valor de millón y medio de libras esterlinas.

     Por otra parte, la Francia hizo ver a la Europa que, aun con fuerzas inferiores, no debía temer el presentarse a la marina inglesa.

     Luego que, verificado el combate de Ouessand, no quedaba ya duda ni interpretación que dar a las intenciones de la Francia, empezó ya la Corte de Versailles a reclamar abiertamente los socorros estipulados por el Pacto de familia. Acababa de llegar a Madrid como Embajador de Francia el Conde de Montmorin, que había relevado en ella al Marqués de Ossun, el cual había más de veinte años se hallaba de Embajador cerca del Rey Carlos, a quien había acompañado en calidad de tal desde Nápoles. Como este amable Soberano se aficionaba a las personas que trataba, y que, además de esto, la edad y aspecto respetable de este Embajador prevenía a su favor y agradaba al Rey, le vio S. M. partir con sentimiento, tanto más, que recelaba hubiese en su retiro personalidades e intrigas de la Corte de Francia, diametralmente opuestas a su personal carácter.

     El Conde de Montmorin, a quien el Rey de Francia profesaba una particular inclinación por haber sido su menino, tenía entonces poco más de treinta años, y sólo había estado empleado en Alemania en la pequeña Corte de Coblentz, de donde el mismo Rey le sacó para la Embajada de España. Estos antecedentes, y la poca representación exterior de su persona, hicieron que el Rey, que naturalmente no gustaba de ver caras nuevas, hallase dificultad en acostumbrarse a la suya en lugar de la del viejo Ossun, y así tuvo Montmorin un noviciado algo duro, y que hacía más difícil el logro de su principal comisión, que era empeñarnos en la guerra. Había también algo de política de nuestra parte en tratarle con frialdad, para adormecer más por este medio al Embajador de Inglaterra, Mylord Grantham, y hacerle ver nuestra repugnancia a prestarnos a entrar en guerra contra los ingleses, apoyando la revolución de sus Colonias. Tenía tanta más razón para creerlo, que la separación y el establecimiento de un Imperio independiente en el continente de la América debía ser más dañoso para la España que para ninguna otra potencia de la Europa.

     Rehusó, pues, la España cuanto pudo el entrar en esta guerra, y, entre otros argumentos que hizo a la Francia para disuadirla, uno de ellos parece no admitía réplica. Decía, pues: o las Colonias tienen por sí fuerzas suficientes para separarse de la Inglaterra, o no. En el primer caso, no necesitan de nuestro socorro, y nosotros podemos evitar el dar a la Inglaterra un justo motivo de queja para lo sucesivo, como lo haríamos declarándonos abiertamente por sus Colonias. Tanto éstas, como la Gran Bretaña, quedarán suficientemente debilitadas después de haber sostenido una guerra, de la cual resultará la separación, a que la Francia aspira. Si, al contrario, la Inglaterra logra sujetar las Colonias, las reconquistará arruinadas, y además de lo que se debilitará ella misma para conseguirlo, en vez de serle de la utilidad de antes, ofendidas por la humillación actual, se exaltará más, en vez de apagarse, su natural espíritu de independencia, y serán un objeto de carga y de continua discusión para la Inglaterra, que necesitará mantenerlas en sujeción por una fuerza enteramente contraria a su constitución. De esto deberá resultar indispensablemente un continuo contraste y guerra intestina que los devore y debilite recíprocamente por mucho tiempo.

     Con todo, los franceses tenían tomado su partido, como se ha visto, y habían contado, como siempre, arrastrarnos a él. Todo lo que pudo lograr la Corte de España fue entretener y dilatar la negociación que entabló con la Inglaterra, para dar tiempo a que entrase libre en Cádiz, como efectivamente sucedió, la flota que se esperaba de América.

     El Marqués de Almodóvar, a quien yo relevé en la Embajada de Portugal, pasó de ella a la de Londres, para acreditar más las intenciones pacíficas de la España.

     Tenía ésta también otro poderoso motivo para retardar su declaración de guerra. Había muerto en aquellas circunstancias en Alemania, sin dejar sucesión, Maximiliano Josef, Elector de Baviera, cuyos Estados debía heredar, como pariente más inmediato, el Elector Palatino. Reconociendo éste desde luego los derechos que el Emperador pretendía tener sobre una gran parte de sus nuevos Estados, contigua a los suyos, hizo con él un pacto a los cuatro días de la muerte de su predecesor. Celoso, y con razón, el Rey de Prusia, de este aumento de poder de su rival, movió secretamente por medio del Coronel Goertz al Duque de Dos Puentes, para que, como inmediato heredero del Palatino, se opusiese abiertamente a dicho pacto y pidiese auxilio a la misma Prusia para sostener sus derechos o impedir el engrandecimiento de la Casa de Austria, en perjuicio del equilibrio del Imperio. Escribió, pues, una carta al Rey de Prusia, que sólo esperaba este título para autorizarse a salir a campaña, como lo hizo, poniéndose a la frente de 100.000 hombres, a que se unieron 20.000 sajones.

     El día 5 de Julio entraron los prusianas en Bohemia por dos partes diferentes: la una por Sajonia, a las órdenes del Rey, y la otra por la Silesia, a las órdenes del Gran Príncipe Enrique de Prusia. Fue tal la conducta del respetable y experimentado General Laudon, que mandaba el ejército del Emperador, que, apostado ventajosamente sobre el Elba, le fue preciso al Príncipe Enrique abandonar la Bohemia, sin poder verificar su reunión premeditada con el ejército del Rey de Prusia. Pasóse el verano sin que ocurriese particular acción. Las tropas ligeras hicieron varias incursiones en Sajonia, y Laudon hubiera tomado a Dresde, si las órdenes de la Emperatriz madre, María Teresa, que sólo aspiraba a la paz, no se lo hubiesen impedido.

     Las operaciones militares del invierno sólo se verificaron en el Condado de Glatz, donde el General Wurmser se distinguió contra los prusianos, y asaltó y deshizo en Habelschwerdt el cuerpo que mandaba el Príncipe de Hesse-Philipstad, que se vio precisado a rendirse a los austriacos, dejándoles dueños de la ciudad, almacenes y establecimientos que en ella tenían.

     La Francia y la Rusia debían por sus Tratados particulares dar respectivamente socorro al Emperador y a la Prusia. Pero como por una parte no veían resultarles interés directo en la decisión de esta disputa, y por otra la Francia aspiraba a hacer la guerra a la Inglaterra, y los tártaros de Crimea amenazaban a la Emperatriz, ésta y el Rey de Francia tuvieron por conveniente preferir el ser mediadores a obrar como auxiliares. Conviniéronse, pues, en un armisticio las dos potencias beligerantes, y se entabló la negociación de paz en Teschen. Rehusaba el Emperador prestarse a ninguna de las proposiciones que se le hacían, sobre lo cual estuvo para romper con su madre. Esta le envió al Gran Duque de Toscana, que había hecho venir de Italia a este fin, conociendo la influencia que tenía sobre el espíritu de su hermano. Le recibió S. M. I. con bastante frialdad; pero al fin cedió a sus razones, y más aún a las instancias de su madre, y se firmó la paz el día 15 de Mayo. Por ella restituyó el Emperador una parte de lo que había tomado en Baviera, reservándose la que hay entre el Danubio y el Inn, la ciudad de Salzburg, que une el Tirol con la Austria superior, y las de Braunau y Schärding, siendo la Francia y la Rusia garantes del cumplimiento del Tratado.

     Desembarazada ya la Francia del justo recelo que teñía la España de verla empeñada a un mismo tiempo en una guerra de mar y de tierra, pudo ya el Rey Carlos tomar decididamente su partido y dar en consecuencia sus órdenes positivas al Embajador, Marqués de Almodóvar, que se hallaba en Londres. Mandóle retirarse de aquella Corte luego que hubiese entregado el Manifiesto de la declaración de guerra, y lo ejecutó en 16 de junio de 79.

     El 23 de aquel mismo mes salió de Cádiz la escuadra española, a las órdenes del Teniente general D. Luis de Córdoba, compuesta de 33 navíos de línea, a los cuales debían unirse en la altura del Ferrol otros ocho, mandados por Don Juan de Arce. Hubo algún retardo en esta reunión por falta de inteligencia en las señales, a que dijeron haberse añadido otros motivos particulares y personales que se atribuyeron a dicho Arce; pero justificado éste, recayó la culpa sobre el Mayor de la escuadra, Thomaseo, a quien se quitó este encargo, que desempeñó después con el mayor acierto y distinción mi amigo D. José Mazarredo, que se ha acreditado como un oficial del mayor mérito, no sólo en la escuadra española, sino en la combinada y en la enemiga.

     No obstante el retardo, el 21 de Julio se reunió toda la escuadra española, compuesta de 40 navíos de línea, y el 23 se incorporaron 24 navíos de la escuadra de Córdoba a los 26 que tenía Orvilliers, quedando Córdoba con 16 en el cuerpo de reserva.

     El día 6 de Agosto se hizo en Ouessant la reunión total de ambas escuadras, que se dividieron de este modo:

     El cuerpo principal de la escuadra reunida constaba de 45 navíos de línea, a las órdenes del General Conde d'Orvilliers. Córdoba mandaba sus 16 navíos españoles, que formaban un cuerpo de observación, y Mr. de la Touche Treville otros cinco, que formaban una escuadra ligera. Orvilliers estaba en el centro, Guichen a la derecha y Gaston a la izquierda de la línea de batalla. Reinó constantemente la mayor armonía y buena inteligencia entre los oficiales y marinería, que parecían de una misma nación y creo puede decirse no ha habido jamás dos escuadras más unidas. La permanencia de esta buena inteligencia, que es de desear dure, será siempre el mayor enemigo de la Inglaterra.

     El Almirante Hardy, que mandaba la escuadra inglesa, aunque tenía más número de navíos de tres puentes, y que sus buques eran más uniformemente veleros, se hallaba con todo con 23 navíos y 1.500 cañones de menos que la escuadra combinada. Por consiguiente, le era imposible empeñar un combate, y sólo debía limitar sus operaciones a procurar evitarle y a proteger la entrada de los crecidos y ricos convoyes que esperaba su comercio, y a defender las costas de Inglaterra, sobre las cuales se amenazaba un desembarco.

     Había, efectivamente, en los puertos del Havre, Honficur y Saint Malo un cuerpo de tropas, a las órdenes de Mr. de Vaux, conquistador de Córcega. Estaba dividido en cuatro columnas, cada una de 12 batallones, y la vanguardia debía componerse de la legión de Lauzun y de seis batallones de granaderos y cazadores, a las órdenes del Conde de Rochambeau. Dos regimientos de artillería, dos batallones del regimiento de París, destinados a servirla, 400 húsares y 400 dragones de los regimientos de la Rochefoucauld y de Noailles debían completar este ejército, para cuyo transporte se hallaban prontos en los puertos 500 buques. A más de éstos, había también en Dunquerque los necesarios para conducir un cuerpo de 18.000 hombres, que, a las órdenes de mi tío el Duque de Chabot, estaba destinado a auxiliar las operaciones del ejército de Mr. de Vaux.

     Todos estos gastos y preparativos fueron inútiles, y hay quien dice no tuvieron nunca otro objeto que el de ocupar toda la atención de los ingleses en la defensa de su isla, para impedirles pudiesen reforzarse en América, donde quería darse el golpe de la independencia.

     El 14 de Agosto entró en la Mancha la escuadra combinada, que sufrió en ella temporales bastante fuertes. Se presentó delante de Plimouth, donde causó su vista la mayor inquietud, no dudando que, instruidos del mal estado en que se hallaba la plaza, iban a verificar un desembarco para arruinar aquel rico arsenal, que era el mayor golpe que podía darse a la Inglaterra, destruyendo por este medio su marina. El Conde Robert de Paradès, embarcado a bordo de la escuadra francesa, hombre de la mayor actividad e intrepidez, había tenido medios de introducirse en Inglaterra y de facilitarse inteligencias en Plimotith y sobre las costas meridionales de aquella isla. El que lea las Memorias secretas que escribió a su salida de la Bastilla, no podrá ver sin dolor que con fuerzas tan considerables se perdiese una ocasión única de abatir a poca costa el orgullo inglés. Estas Memorias se han impreso en el año de 1789, y merecen leerse para admirar lo que puede la inteligencia y actividad de un hombre en esta parte.

     El Almirante Hardy se vio obligado por el tiempo a caer sobre las islas Sorlingas, y sabiéndolo el 25 los Generales de la escuadra combinada, se dirigieron a atacarle. El 31 llegaron a avistarse las escuadras; pero la destreza de Hardy, la ligereza uniforme de la marcha de sus buques y una equivocación de la escuadra combinada, sumamente dichosa para él, hizo que el día 3 de Septiembre pudiese llegar a la rada de Santa Elena, anclando al día siguiente en Spithead. La escuadra combinada entró toda en Brest desde el 12 al 14 de aquel mes, y así tuvieron los ingleses la fortuna de que llegasen a salvamento 303 buques del convoy de la Jamaica, 280 de las Antillas y II navíos que venían de Bengala y de la China, sobre los cuales estaba el comercio de Inglaterra en la inquietud que era regular, a vista de las fuerzas enemigas que se hallaban en la Mancha. Es difícil de perder en menos de dos meses tantas buenas ocasiones de hacer a poca costa un gran mal, a su enemigo. El único fruto de este crucero fue la toma del navío inglés de guerra de 64 El Ardiente, mandado por el Capitán Felipe Boteler, con 523 hombres de tripulación. Salió éste de Plimouth, y creyendo ser la escuadra francesa la del General Hardy, caminaba hacia ella con confianza; pero, atacado por el caballero de Marigny, que mandaba la fragata la Juno, a quien se unió después el Barón de Mengaud, Comandante de la Gentille, obligaron al navío inglés a rendirse, y, conducido a Brest, pudo, después de una corta reparación, salir incorporado a la escuadra francesa, bajo el mando del mismo caballero de Marigny, que le había apresado.

     Era muy considerable el número de enfermos de la escuadra francesa, siendo sumamente corto el de la española. Algunos, y, entre otros, el autor de la Historia imparcial, citada arriba, quieren atribuir esta diferencia a que, siendo frescas las provisiones de la escuadra francesa y saladas las nuestras, estaban aquellas más expuestas a la corrupción; pero yo he oído a muchos oficiales imparciales que la verdadera causa de esto fue el mayor aseo y cuidado que hay en nuestros navíos de airearlos y regarlos a menudo con vinagre. Como he confirmado por la experiencia que en general el interior de las casas francesas son sumamente puercas, no extrañaré lo sean aún más sus navíos, donde se necesita doble cuidado para mantener la limpieza y pureza de aire.

     El Conde de Orvilliers, que había perdido a su hijo de enfermedad en esta campaña, afligido con esta pérdida, y con la culpa que injustamente le atribuían del poco suceso de la campaña, pidió su dimisión, y dejó el mando de la escuadra al Conde Duchaffault, que en el combate de Ouessant habla tenido también el dolor de ver caer muerto a sus pies de un balazo a un hijo suyo. La actividad de este General hizo que a últimos de Octubre volviese a salir al mar la escuadra, bien que en menor número, a causa de los enfermos; pero reforzadas las tripulaciones con las de los buques que quedaron en el puerto. Con todo, la escuadra combinada era siempre superior a la inglesa, la cual fue a visitar a Porsmouth el lord Sandwith, mandándole se hiciese a la vela al primer viento favorable. Pero esta nueva salida no tuvo resulta alguna, y adelantándose la estación, se retiró nuevamente al puerto la escuadra inglesa.

     Después del combate de Ouessant enviaron ya los franceses a América una escuadra, que salió de Tolón a las órdenes del Conde d'Estaing; pero combatida por los vientos contrarios, tardó mucho en poder desembocar el Estrecho de Gibraltar, sin lo cual acaso los primeros socorros de la Francia hubieran sido suficientes para decidir favorablemente la suerte de las Colonias. Continuaban, pues, en ellas las hostilidades, y si los colonos, aún estando solos, habían sido suficientes para contener a los ingleses, el socorro de un aliado poderoso como la Francia los hacía mucho más temibles. Los sucesos fueron varios; pero los americanos sacaban ventaja de los favorables, sin descaecer por los adversos. Como el entrar en el pormenor de los hechos de esta guerra exigiría una obra sola, y sería ajeno de mi objeto, me remito en el particular a las dos citadas más arriba, en que podrán hallarse, y trataré únicamente por mayor de los que pertenezcan a la España.

     Hallábase de Gobernador de la Luisiana Don Bernardo de Gálvez, sobrino del Marqués de Sonora, Ministro de Indias, mozo de valor y de excelentes calidades, y queriendo dar muestras de uno y otro, envió una expedición, que se apoderó de los fuertes de Natchez, Misilimakinac, Panmure (?) y Batonrouge, situados sobre las orillas del Mississipi, por cuyo medio se internó mucho por este río, y aumentó la España un terreno considerable y sumamente fértil, facilitando al mismo tiempo el comercio de pieles. Además de esto, frustró Gálvez por este medio los proyectos que tenían contratados el General Campbell y el Brigadier Stuard, los cuales se descubrieron más claramente por las cartas que se interceptaron, en que se vio las maniobras secretas que hacían para levantar a los indios contra los españoles.

     Por otro lado, D. Roberto Rivas, Gobernador interino de la provincia de Yucatán, pensó en destruir todos los establecimientos que los ingleses habían hecho indebidamente en la bahía de Honduras, abusando del art. 16 del último Tratado de paz, en que se les había permitido el corte del palo de campeche y las chozas meramente necesarias para hacerle, pero sin establecimiento formal ni fortificación. Mientras Rivas se apoderaba de las que allí tenían, el Coronel Darlimple y Lutrel salieron de la Jamaica para apoderarse, como lo hicieron, del puerto de San Fernando de Omoa, que es la llave de la bahía de Honduras, y la comunicación en tiempo de guerra de la provincia de Guatemala y de toda aquella parte, por cuya razón se había fortificado a toda costa. Fiado en esto Rivas, obró sin la debida precaución, y no creyendo pudiesen venir a atacar aquel puesto, no lo dejó suficientemente reforzado cuando marchó a su expedición de Honduras. Aunque sólo se hallaron 8.000 pesos fuertes en las cajas de Omoa, se calcula había tres millones de pesos en los registros que allí se tomaron, sin contar los frutos de América, ni 250 quintales de plata labrada que había ido de Europa. Luego que supo Rivas esta desgracia, se dirigió a marchas forzadas para rechazar a los ingleses, que tuvieron que abandonar su conquista pocos meses después, clavando los cañones. No se utilizaron éstos tampoco de las riquezas que tomaron, pues el navío Leviathan, en que las cargaron, pereció en una en una tempestad, en que se perdió también un rico convoy que pasaba de Jamaica a Europa, escoltado por el navío de guerra el Carolte. Los ingleses tomaron el navío San Carlos, de 50 cañones, que pasaba de Cádiz a Cartagena de Indias, cargado de cañones y municiones de guerra.

     Animado Gálvez con sus primeras conquistas, pensó extenderlas, apoderándose del fuerte de la Mobila y Pansacola. El primero capituló el día 10 de Marzo del 80; pero fue preciso suspender hasta el año siguiente la toma del segundo, porque la empresa era más difícil. Entretanto, los ingleses se apoderaron del fuerte de San Juan, que les abría la comunicación con el nuevo reino de Granada; pero Don Roberto Rivas, el Teniente coronel D. Francisco Piñeiro y D. Josef Urrutia lograron desalojarlos enteramente, y con muy poca pérdida, de toda la provincia de Campeche, tomándoles 300 esclavos, 10 goletas y otras 40 embarcaciones menores, y haciéndoles otros daños, que, según su evaluación, ascendieron a un millón de duros.

     Una de las principales ventajas que se propuso lograr el Rey Carlos en esta guerra fue la recuperación de Mahón y Gibraltar. La honradez y hombría de bien de este Monarca le habían inspirado constantemente el deseo de restituir a la nación, siempre que lo pudiese, estos dos importantes puestos, que había perdido al principio del siglo por poner la Corona sobre las sienes de su padre. Si el amor que le profesaba le hizo desde luego que llegó a España mandar pagar las deudas a los particulares, no es extraño desease pagar a la nación entera la que conocía había contraído en su obsequio. Resolvió, pues, atacar por mar y tierra la plaza de Gibraltar, a cuyo objeto destinó 26 batallones de infantería y 12 escuadrones de caballería, a las órdenes del Teniente general D. Martín Álvarez de Sotomayor, confiando el bloqueo por mar al jefe de la escuadra, D. Antonio Barceló, que, a haberse declarado unos días antes la guerra, hubiera podido apresar varios socorros que entraron en la plaza, que fue embestida a últimos de Julio de 79.

     S. M. lo hizo saber a todas las potencias de la Europa, intimándoles sería tomado como de buena presa cualquiera buque que, pasando el Estrecho, se le viese dirigir su rumbo a Gibraltar. Con todo, se experimentaba en ella mucha falta de víveres y municiones, por lo cual, y aun más probablemente por conocer la superioridad de su situación, molestaron muy poco a los principios los trabajos de los sitiadores, que llegaron hasta unas 500 toesas de la plaza.

     Mandaba en ella el General Elliot, cuya reputación era muy conocida, y que por su constancia, frugalidad y demás calidades, reunía cuantas podían apetecerse para la crítica situación en que se hallaba. Tenía bajo sus órdenes 5.000 hombres, la mayor parte hanoverianos. Si Gibraltar hubiera sido una plaza situada en un peñasco escarpado por todos lados, pero reducido al circuito de una fortificación regular, hubiera cedido sin duda a los esfuerzos de los sitiadores; pero la situación de esta plaza la hace absolutamente inconquistable, a no mediar una traición de parte de los que están dentro, o uno de aquellos inesperados sucesos de la fortuna que ni pueden preveerse ni calcularse.

     Hállase la ciudad de Gibraltar situada al pie de la montaña de este nombre, abrigada y defendida por toda ella. Está coronada de baterías, colocadas algunas en galerías hechas dentro del mismo monte, donde se está enteramente al abrigo de la bomba, y aun del cañón, que dirigido de abajo arriba, no puede hacer el efecto que debiera, El General Elliot es quien más ha trabajado en esta especie de obras. La altura de más de 1.500 pasos de perpendicular que tiene esta montaña hace que sus baterías dominen enteramente los sitiadores, sobre los cuales tiran poco menos que perpendicularmente. Los sitiadores sólo pueden acercarse a la plaza por una lengua de arena que la une al continente, y que dificulta mucho los trabajos de la trinchera.

     Esta montaña tiene más de tres millas de largo desde la Puerta de Tierra de la plaza hasta la punta de Europa, de modo que no se trata sólo de tomar una plaza regular, aun la más fortificada, sino un espacio de terreno en el cual su extensión permite plantar verduras, tener ganados, y buscar otros mil arbitrios contra la escasez, que no pueden hallarse en una plaza reducida sólo a su recinto. A más de esto, la facilidad de la pesca es otro recurso no común en las demás plazas. Su situación en medio del mar hace que descubierta y aireada aquella extensión de terreno, los sitiados que pueden pasearse y tomar el aire libremente, no están expuestos a las enfermedades y miseria que proporciona tantas ventajas a los sitiadores la falta de estos recursos (sic). Tienen también otro, único en su especie, que es el estar tranquilos y al abrigo de la bomba en las cuevas que a este fin tienen hechas en la montaña, donde, o no llegan, o las ven caer tranquilamente como si fuese una fiesta de pólvora. La fuerza de las corrientes del Estrecho y de los vientos que entran por él, ofrecen también un medio único, sobre los generales que proporciona la incertidumbre de la mar, para que puedan con facilidad introducirse por ella los socorros, sin que todas las escuadras del mundo sean capaces de impedirlo enteramente. Efectivamente, no obstante la infatigable actividad de la escuadra nuestra que apresó más de 300 buques, el cálculo que hacían los negociantes de Lisboa, donde yo me hallaba, era que de cada tres buques entraba uno, y bajo este pie se arreglaban para asegurarlos, y ganaron muy buenos reales. Esto mismo prueba la actividad de nuestra escuadra, pues se ve hizo cuanto puede hacerse en aquella situación.

     Tenían los navíos de guerra y corsarios ingleses, y, sobre todo, los buques destinados a la comisión furtiva de Gibraltar, un asilo seguro en los puertos de Portugal, particularmente en los del Algarbe, de donde salían con viento hecho, seguros de que nadie podría impedirles la entrada en la plaza Los Cónsules ingleses del Algarbe, y sobre todo el de Tavira, enviaban continuamente barcos portugueses con refrescos y víveres a la plaza, de los cuales tomamos algunos. El Ministerio portugués hacía la vista gorda a su salida, coloreada siempre con falsos pretextos, por no disgustar a los ingleses; pero al mismo tiempo se manifestaba muy sentido, y convenía en que se tratase con todo rigor a los que apresásemos haciendo este tráfico.

     Todo esto prueba la infinidad de razones poderosas y peculiares que hay para considerar como inconquistable a Gibraltar. Esta plaza hubiera podido sin duda adquirirse, si desde luego que declaró la España la guerra, hubiera dirigido sus fuerzas contra la Jamaica que, hallándose entonces desproveída, hubiera sido una conquista segura y fácil, y por su restitución hubieran dado los ingleses diez Gibraltares.

     Hubo en este año de 79 en la Mancha varios encuentros particulares que hicieron mucho honor a la marina francesa, entre los cuales el más distinguido fue el que tuvieron la fragata francesa La Surveillante, mandada por el Caballero Couëdic, teniente de navío, y la inglesa La Quebec, mandada por el capitán Jorge Farmer. Ambas eran de 30 cañones de a 16 y 12 libras de bala, y cruzaban para observar los movimientos de su escuadra, teniendo cada una consigo un cuter. Se atacaron las dos fragatas el día 6 de Octubre, y empezó el combate con una andanada a metralla que disparó la fragata inglesa a la francesa, estando a un tiro corto de pistola de ella, de modo que sus vergas se tocaron varias veces en el combate, que duró más de tres horas. Desarboló enteramente la fragata inglesa a la francesa, que poco después hizo lo mismo con aquélla, echándose inmediatamente sobre ella al abordaje. Una de las granadas que echaron los franceses para prepararse a él, pegó fuego a un depósito de pólvora que tenían los ingleses en la proa, y sin la actividad infatigable de la marinería francesa, se hubiera comunicado el fuego a su fragata, cuyo bauprés se hallaba enredado en el cordaje de la inglesa. De 300 hombres que tenía, perecieron 257, y entre ellos su capitana Farmer, no habiendo podido salvar los franceses más que 43 hombres, a los cuales tuvieron la noble generosidad de darles su libertad luego que llegaron a Brest el día 8 de Octubre, considerando no debían ser prisioneros unos hombres tan valerosos. El Capitán Couëdic tuvo tres heridas, la una de ellas en el estómago, que se creyó mortal; pero aun estando así, se mandó transportar al alcázar, y desde allí mandó el abordaje. Tuvo la fragata francesa 36 hombres muertos y cerca de 100 heridos. Los dos cuters trabaron igualmente combate, y Mr. de Roquefeuille, que mandaba el francés, había ya apresado a su enemigo, cuando tuvo que abandonarle para venir al socorro de La Surveillante que estaba enteramente desarbolada, y que remolcó así hasta Brest.

     Inquieta y cuidadosa la Inglaterra de la conservación de Gibraltar, y conociendo que la exactitud de nuestro bloqueo por mar y tierra no permitía fuesen suficientes los socorros furtivos que podían introducirsele, resolvió enviar un convoy considerable, sostenido por una escuadra que protegiese su entrada a toda costa. Destinó para mandarla al Almirante Rodney que en la guerra pasada había conquistado la Martinica.

     Hallábase entonces dividida la escuadra española, de la cual 20 navíos se habían quedado en Brest a las órdenes del Teniente general D. Miguel Gastón, habiéndose restituido a Cádiz D. Luis de Córdoba con el resto de ella que se hallaba maltratada por los temporales, y necesitaba absolutamente repararse, para poder volver a salir a la mar. La escuadra combinada se hizo a la vela desde Brest el día 1º. de Enero para cortar el paso a la escuadra inglesa, destinada al socorro de Gibraltar; pero se vio tan combatida de los vientos contrarios, que le fue preciso volver a tomar puerto el día 3 de Febrero, sin haber podido encontrar a los ingleses que a fines de Diciembre habían ya salido de la Mancha.

     Encontró el Almirante inglés el día 8 de Enero a76 leguas del Cabo de Finisterre un convoy español que salía de San Sebastián cargado de municiones y pertrechos navales, destinados para la escuadra de Cádiz, y se apoderó de él sin resistencia.

     Este feliz suceso fue un presagio de otros mayores que le sucedieron.

     Hallábase D. Juan de Lángara cruzando con 13 navíos entre los Cabos de Espartel y de San Vicente para observar la escuadra inglesa, y después de varios días de niebla, se encontró entre Cádiz y el Cabo de Santa María con la escuadra inglesa de Rodney, que la niebla le impidió ver hasta tenerla ya encima.

     Desde Septiembre estaban todas las Gazetas anunciando la venida de esta escuadra, y su lista de 14 navíos, que yo la había remitido a la Corte desde Lisboa, y avisados sus refuerzos, y así no he podido nunca alcanzar la razón que pudieron tener para exponer un corto número de buques a unas fuerzas muy superiores. Para observación, bastaban fragatas, cuters y otras embarcaciones veleras; y para resistir, no era suficiente aquella escuadra, y así aun cuando ésta tuviese orden de retirarse, vista la superioridad de fuerzas de la Inglaterra, no era del caso exponerla a no poderlo hacer, o por la niebla, que fue la que impidió el reconocerla bien, o por otras tantas casualidades inevitables, de las infinitas que ofrece la inconstancia y poder despótico del mar. Formó Lángara como pudo su línea de combate, y se disponía él; pero a vista de la superioridad de Rodney, que tenía más de 20 navíos de línea, después de tomado por medio de las señales el dictamen de los capitanes de su escuadran, opinaron éstos por una pronta retirada al puerto más inmediato. Los navíos ingleses, más veleros que los españoles pudieron darles caza, obligando a II de ellos a tener que batirse en retirada. Apenas empeñado el combate, se voló el navío español Santo Domingo, el cual, desarbolado por el viento, iba atrasado de los otros. Su capitán Mendizábal, que pocos meses antes había estado en Lisboa, estándonos paseando en el jardín, y diciéndole yo no me volviese a entrar allí sin un navío de guerra inglés, lo menos, me respondió: Esté usted seguro que a mí no me tomarán los ingleses, porque o yo los tomo, o me han de hacer saltar antes que rendirme. Es lástima se verificase tan pronto su profecía, por un acaso, y que a lo menos la pérdida de este valeroso y honrado vizcaíno no fuese después de un combate más glorioso y útil.

     El navío El Fénix, en que iba D. Juan de Lángara (que fue herido en este combate) se vio obligado a rendirse a la superioridad de fuerzas, después de haberle desarbolado, y sólo entraron en Cádiz cuatro navíos, de los once que hablan combatido; pero empeñados en la costa dos de los siete tomados, los ingleses, que no la conocían bien, se vieron precisados a pedir a los españoles les salvasen; pero estos se rehusaron a hacerlo ínterin no los pusiesen en libertad, como lo hicieron, declarándose sus prisioneros, por ser el único medio que les quedaba para salvar sus personas y los buques, que los oficiales españoles entraron felizmente en Cádiz. Continuó Rodney felizmente en su ruta, y entró glorioso y triunfante en Gibraltar, desde donde destacó cuatro navíos de guerra a Mahón con provisiones y caudales.

     Observaron algunos la rara casualidad de que todos los navíos salvados tenían nombres de Santos, pues el Santo Domingo se voló, y así no quedó en poder del enemigo, que sólo tomó los que tenían nombres profanos. Respetando como es justo la piedad que en si encierra esta reflexión, yo prefiero no se den a los buques nombres de Santos, pues aun cuando a cada uno se le quisiese dar en su interior un protector particular, cuya imagen fuese la de su Capilla, como las maldiciones y juramentos de la gente de mar es su lenguaje corriente, si un navío se atrasa, se adelanta o hace algo que no conviene, llueven contra él las maldiciones y las indecencias que, aunque dirigidas en el interior sólo contra el navío, son proferidas en realidad contra el título que tiene, sin exceptuar el de la Santísima Trinidad, de la Concepción, etc., etc., lo cual es una irreverencia (aun perdonando la blasfemia), que no contribuirá ciertamente como mérito a que el Santo protector esfuerce con Dios su interposición a su favor.

     Reparada la escuadra española de las averías ocasionadas el año antecedente por los temporales, y deseoso el Rey Carlos de hacer ver que la pérdida de los navíos de Lángara no podía desanimarle, tomó medidas más vigorosas para continuar la guerra. Hizo salir con destino a América una escuadra de 12 navíos y 8 fragatas que a las órdenes de D. Josef Solano, se hicieron a la vela desde Cádiz, escoltando un convoy de 42 velas, cuya carga se evaluaba en 20 millones de pesos duros. Este prudente General sabía que las escuadras inglesas de América estaban todas en observación para caer sobre esta gran presa que, a más de su riqueza, era de la mayor importancia, por componerse la mayor parte de su carga de socorros militares para la continuación de la guerra y la defensa del reyno del Perú. La sugestión de los ingleses había fomentado en él la discordia, queriendo hacer valer los derechos de los Incas, antiguos soberanos del país. Pretendía ser descendiente de ellos un cierto Tupa Amaro que se puso a la cabeza de los rebeldes, y que hizo mucho daño en el país antes de que pudiesen conseguir los españoles apresarle y castigarle como merecía, según se verá más adelante.

     Para salvar el General Solano este rico convoy, le condujo por un nuevo rumbo, por el cual los ingleses no podían ciertamente esperarlo.

     El Almirante Rodney, que había salido de Gibraltar el 13 de Febrero con 22 navíos y dos fragatas, sin que D. Luis de Córdoba que se hallaba en Cádiz, pudiese salir a tiempo para cortarle el paso, se había reunido a principios de Abril en las Barbadas con la escuadra del Almirante Parquer, a fin de estar más seguro de poder atacar a Solano con ventaja. No obstante esto, logró este General burlar enteramente su Vigilancia, y que llegase el convoy a salvamento. Así pudo efectuarse el 19 de Junio la reunión de su escuadra con la francesa, mandada por Mr. de Guichen, componiéndose por este medio la combinada de 35 navíos de línea, y llegando las tropas de tierra de ambas naciones en aquellos dominios a 16.000 hombres con el refuerzo que había llevado Solano a las órdenes de D. Victorio de Navia. Por esta razón cuando el Rey le honró con el título de Castilla, escogió oportunamente la denominación, de Marqués del Real Socorro, como lo merecía la importancia del servicio que había hecho a la España con la salvación de éste.

     Aunque D. Victorio de Navia, hijo del gran Marqués de Santa Cruz, oficial del mayor mérito y circunstancias, llevaba el mando de las tropas españolas de América, como se hallaba allá D. Bernardo de Gálvez, después Conde de Gálvez, sobrino de D. Josef Gálvez, Ministro de Indias, lo dispuso de modo éste, que el mando se dio a su sobrino que se hallaba de Teniente de Granaderos del Regimiento de Sevilla seis años antes, en la expedición primera de Argel, a la salida de la cual se hizo Mariscal de Campo a D. Victorio. Éste se restituyó a España, sin hacer nada, por el efecto de una injusticia que aumentó su mérito por la moderación con que la sufrió, y confirmó la opinión que merecía la ambición y vanidad del Ministro que la hizo a favor de un sobrino que, por lo demás, tenía mérito y excelentes calidades para el mando y para las circunstancias de la reunión de las tropas españolas y francesas. No habiendo hecho marchar a Navia, se hubieran hecho brillar igualmente las buenas calidades de Gálvez, sin ofuscarlas con una injusticia escandalosa. Todos los oficiales franceses que he conocido de los que han estado en aquellas circunstancias en Santo, Domingo, hacen mil elogios del Conde de Gálvez, y de sus buenas calidades sociales y militares.

     Había dilatado D. Bernardo Gálvez hasta este año el sitio de Panzacola, y para él hizo venir de la Habana los refuerzos necesarios, y aunque los primeros tuvieron la desgracia de padecer una tempestad que los separó e hizo perecer mucha gente, con todo, la que quedó fue suficiente para hacer la importante conquista del puerto de Panzacola, sus fuertes y terreno dependiente de ellos.

     Rindióse la plaza el 9 de Mayo de 81, después de doce días de trinchera abierta, y a los sesenta y uno del desembarco hecho en la isla de Santa Rosa. Se hicieron en ella1.700 prisioneros de tropa, y más de 1.400 negros. Mandaba la plaza el Vicealmirante Chester, Comandante de la Provincia, y bajo él, el Mariscal de Campo Cambell.

     Aunque el país es en sí poco poblado e inculto, la posición del puerto era sumamente importante para los ingleses, por estar a la entrada del seno Mexicano; a más de que la Jamaica sacaba de allí muchos artículos de consideración, como índigo, algodón, peletería y palo de tinte, de modo que en el año anterior el valor de las exportaciones había ascendido a 122.000 libras esterlinas, y el de las importaciones a 150.000. Esta pérdida fue muy sensible para los ingleses, y luego que llegó a Londres la noticia, hubo en la ciudad por más de 300.000 libras esterlinas de pérdida. El Teniente general don Josef Solano, hoy Marqués del Socorro, auxilió con sus fuerzas marítimas esta expedición en que D. Bernardo de Gálvez hizo ver su intrepidez, siendo el primero que, no obstante las dificultades que le oponían algunos marinos, entró con una fragata en el puerto de Panzacola, para probar la posibilidad de hacerlo. En memoria de esta acción le concedió S. M. poner en sus armas una fragata con un lema análogo a ella. En este sitio murió a la cabeza de mi regimiento Inmemorial del Rey mi sucesor D. Luis Rebolo, hombre de excelentes calidades, y que amaba con entusiasmo la carrera militar, como lo prueba el hecho siguiente. Era Sargento mayor de mi Regimiento, y yo deseaba lograr para él algún buen retiro proporcionado a su mérito, pues estaba ya algo pesado para el empleo. Proponiéndoselo un día que paseábamos juntos, se volvió a mí con gran viveza, diciéndome: Eso no, mi Coronel, retiro no; yo he de morir al pie de mis banderas, y si pierdo los dos pies y las dos manos, haré que me pongan en la trinchera por salchichón. (No lo hubiera sido malo a la verdad, porque era bien gordo.) Esta expresión original prueba el celo y amor que este honrado Oficial tenía a su carrera. Hablaba de ella continuamente, y llevaba constantemente consigo un retrato del Cid Campeador, debajo del cual había puesto estos versos:

Héroe español, a ti solo

en tus virtudes y hazañas

pretende imitar Rebolo.

     Una partida de indios emboscada, le proporcionó la suerte que tanto deseaba; pero tuvo el disgusto de morir sin tener antes la satisfacción de saber se había logrado la conquista que le costaba la vida, y que hubiera sacrificado con doble gusto por su Rey y por su patria, como lo deseaba.

     Habían gastado los ingleses desde el principio de la guerra más de 10.000 libras esterlinas en fortificar a Panzacola, cuyos nuevos castillos apreciaron los ingenieros españoles en más de millón y medio de pesos fuertes. Halláronse en la plaza 143 cañones, 6 obuses y 40 pedreros, con muchas municiones de guerra y boca.

     El 18 de Agosto se apoderó igualmente Gálvez de San Agustín de la Florida, con lo que quedaron dueños de aquellas provincias los españoles, y la Georgia descubierta a las invasiones que quisiesen hacer en ella. También se apoderó de las islas Bermudas otra expedición española enviada a este fin a las órdenes del Teniente general D. Antonio Cajigal. Tomaron igualmente los españoles el fuerte de la Concepción, que está a la entrada del río de San Juan.

     El gran número de corsarios que cubrían los mares produjo el mismo efecto que por la necesidad de mantenerse suele producir frecuentemente la demasiada concurrencia, esto es, la mala fe y falta de observancia a las reglas en su tráfico. Aumentábase, pues, cada día el número de las presas injustas, en perjuicio conocido del libre comercio de las potencias neutras. Como los navíos de guerra y los Almirantazgos, particularmente el de Inglaterra, sostenían en lo posible sus corsarios, resultaba de esto una disputa continua entre las Cortes, que proporcionó a la Francia un nuevo medio de contener a la Inglaterra.

     Trabajaba ésta todo lo posible en Rusia para que la Emperatriz se declarase a su favor, y efectivamente, empezó a hacer un armamento a vista de las instancias de mi amigo Harris, de quien tengo hablado arriba, refiriendo la respuesta que dio en esta ocasión al Ministro Panine.

     La política, que nunca duerme, y que acierta siempre que estudia el carácter de las personas con quien tiene que hacer, y siempre que sabe dirigirle oportunamente a sus fines, propuso a la Emperatriz, en vez de una declaración de guerra costosa y expuesta, un objeto de gloria digno de satisfacer sin riesgo alguno su amor propio, y el más oportuno para empeñarla y hacerla creer daba la ley a la Europa, y dominaba los mares, aun sobre la misma Inglaterra, que se había creído hasta entonces dueña absoluta de ellos. Este fue el de una neutralidad armada de todas las Potencias neutrales, a cuya cabeza se hallaría la Emperatriz, y cuyo objeto fuese reprimir los excesos con que las mismas Potencias beligerantes interrumpían el libre comercio de las neutras. Un objeto tan digno de la grandeza de ánimo de la Emperatriz, fue adoptado inmediatamente por S. M. I. con el mayor gusto. Adhirieron a este Tratado la Suecia, la Dinamarca y la Holanda, a que después se unieron también en señal de aprobación, y para darle más fuerza, el Emperador Josef II, el Rey de Prusia y el Rey de Nápoles. El Rey Carlos dio también la suya en una carta entregada por el Conde de Floridablanca al Conde de Zenowieff, Ministro de Rusia en Madrid.

     Armó, pues, la Rusia 15 navíos y I0 la Suecia, la Dinamarca y la Holanda. Publicó la Emperatriz la alianza por medio de un Manifiesto, y los Artículos del Tratado eran los siguientes:

     I.º Que todos los navíos neutros podrían navegar libremente de un puerto a otro, aun sobre las costas de las Potencias actualmente en guerra.

     2.º Que los efectos que hubiese en ellos, pertenecientes a individuos de las Potencias beligerantes, deberían considerarse como libres, no siendo de los declarados positivamente por contrabando, como municiones de guerra, etc.

     3.º Que S. M. I. observaría exactamente lo convenido en los artículos I0 y II de su Tratado de comercio con la Gran Bretaña, relativamente a su conducta con todas las Potencias beligerantes.

     4.º Que no se consideraría como puerto bloqueado sino aquel en que la Potencia que lo ataca tuviese constantemente un cierto número fijo de navíos suficiente para que los buques no puedan introducirse sin conocido riesgo.

     5.º Que estos son los principios sobre los cuales debería arreglarse la legitimidad o ilegitimidad de las presas que se hiciesen.

     Aunque la Rusia solicitó la adhesión del Portugal, igualmente que la de las otras Potencias, segura aquella de que la España y la Francia no la atacarían en esta ocasión como en 62, y deseosa por otra parte de no chocar demasiado a la Inglaterra, busco siempre paliativos, y sin desaprobar ni desprenderse del derecho a entrar en la neutralidad que se le proponía, supo contemporizar con todos, y lograr se concluyese la guerra sin haberse visto precisada a tomar parte ni aun indirectamente en ella, y a dar a la Inglaterra este motivo de disgusto y de queja. Aprovechó infinito su comercio de la interrupción del de las otras naciones que le hacían disimuladamente como antes bajo el pabellón portugués, con gran ganancia y crédito suyo, y así el comercio sintió mucho en Portugal ver la conclusión de una guerra que le era tan ventajosa.

     Con todo, no le fue posible evitar, por más que hizo, el dejar de cerrar sus puertos a los corsarios ingleses, prohibiéndoles entrar en ellos en caso que no fuese por una extrema necesidad.

     Desde el principio de la guerra hablan sido los puertos de Portugal un asilo para todos los corsarios y navíos de guerra ingleses. Entraban y salían en ellos como pudieran hacerlo en los de Inglaterra; vendían sus presas, sacando de los puertos de Portugal y del país el mismo partido que pudieran de la isla de la Jamaica. Llegó a tanto el escándalo, que el día 20 de Febrero de 80 se hallaban anclados en el puerto de Lisboa 20 navíos ingleses entre los de guerra y los armados en guerra, cuya lista, que remití a la Corte, estando allí de Embajador, es la siguiente:

     Un navío de 50, tres fragatas de a 36, 28 y 24 y un cúter de la escuadra del comodoro Jonstone. Esta se hallaba estacionada constantemente en aquel puerto, de tal modo que, con pretexto de hacer tomar el aire a su tropa y marinería, llego a hacer un pequeño campamento más allá de la Junquera, a la salida de Lisboa. Avisado por sus embarcaciones ligeras de todos los movimientos de nuestros puertos, salía a cosa hecha siempre que lo creía conveniente, y se restituía poco después a Lisboa a vender las presas que había hecho en su corto y seguro crucero. A más de esto, se hallaba entonces en aquel puerto el navío de 74 El Dublín, que entró maltratado por el tiempo, y 15 corsarios. De éstos, tres eran de a 36 cañones; uno de 34 y otro de 32; otro de 26; dos de 22; tres de 20; uno de 14; dos de 12, y uno de 10 cañones.

     Desde el principio de la guerra había yo hecho vivas instancias para contener estos desórdenes; pero el interés que tenían algunas personas en el aumento de derechos de anclaje, que facilitaba la frecuente entrada y salida de los corsarios, y la ventaja que sacaba el comercio en su aprovisionamiento, y la venta de las presas, eran un obstáculo superior al deseo que tenía la Corte de contemplar a la Inglaterra, y a su miedo de disgustarla. Estas consecuencias las exageraba en gran manera el Ministro de Indias D. Martín de Mello, que, aunque sumamente honrado e incorruptible, era muy adicto al sistema inglés, por haber estado de Ministro en Inglaterra, donde logró la aceptación que se merecía por su talento y buenas cualidades. Al fin pude lograr que, convencida la Corte de Portugal de nuestras fuerzas marítimas, y de la buena fe y armonía que deseábamos conservar con ella, diese S. M. un Decreto prohibiendo la venta y entrada de presas, y aun de los mismos corsarios, a no ser en caso preciso. Aunque la Corte de Londres se dio por muy sentida de la conducta de la de Portugal, tuvo que conformarse a ella, atendida la situación en que se hallaba la Inglaterra.

     Hallábase entonces en Lisboa solo un Encargado de negocios de Francia; pero luego que vieron llegar como Embajador a Mr. O'Dunne, el mismo que en iguales circunstancias hemos visto les declaró la guerra en 62, y que vieron caminábamos de acuerdo, tomaron el partido que yo les tenía propuesto, aunque de mala gana, y temerosos de las resultas.

     También hubo entonces otro motivo de disgusto entre ambas Cortes, sobre el arreglo nuevo de tarifas que hizo la de Portugal, y sobre introducción de géneros irlandeses. La Irlanda, excitada por los enemigos de la Inglaterra, supo aprovechar oportunamente de la crítica situación en que se hallaba, y armando una numerosa tropa de voluntarios, hizo ver a la Inglaterra se hallaba en el caso de hacer lo mismo que las Colonias, si no la concedían lo que deseaba. Para evitarlo, se vio precisada a condescender en las libertades que solicitaban para su comercio. De esto resultó el exigir de Portugal las mismas exenciones para sus géneros que la que en virtud del Tratado de Cromwel disfrutaban los ingleses para los de la Gran Bretaña. Desde el tiempo del Marqués de Pombal había ido éste empezando a cortar las alas al comercio inglés, que, dueño absoluto del de Portugal, tenía casi en inacción a los negociantes del reino. Este sistema, seguido después por sus sucesores, ha disminuido mucho en Lisboa el poder y riqueza de los ingleses, y fomentado el comercio activo del país.

     No hubo en este año de 80 acción alguna verdaderamente decisiva entre las Potencias beligerantes, pues de las que acaecieron no resultó gran ventaja.

     El Almirante D. Andrés Byland salió del Texel con dos navíos de guerra escoltando un convoy. El comodoro ingles Fielding quiso reconocer el convoy, y oponiéndose Byland, haciendo ver no llevaba nada de contrabando, quiso obligarle por la fuerza, a la cual respondió Byland con una andanada, rindiéndose inmediatamente, para hacer constar la violencia. El Comandante inglés, conociendo las resultas, quiso empeñarle a que, enarbolando de nuevo su pabellón, continuase su rumbo; pero lo resistió el holandés, y se hizo conducir a los puertos de Inglaterra. Este insulto y otros justificaron que la conducta de la Inglaterra con la Holanda había forzado a ésta a tomar el partido de separarse de ella.

     El Conde de Guichen, Comandante de la escuadra francesa de 24 navíos, 3 fragatas, un lugre, un cúter y 3.000 hombres de tropa a las órdenes del Marqués de Bouillé, salió de la Martinica el día 13 de Abril, y habiendo avistado el 16, a las inmediaciones de San Pedro, la escuadra de Rodney, la atacó y duró el combate cinco horas sin resulta alguna de consecuencia. El 15 de Mayo volvió a presentarse Rodney sobre la Martinica, y atacándole Guichen, tuvo la fortuna de que, detenido Rodney por una calma que le sobrevino, pudo caer sobre la división de 7 navíos, mandada por Rowley, la cual maltrató considerablemente; pero tampoco tuvo resulta decisiva este combate.

     El 4 de Mayo perdieron los americanos a Charlestown, y hubo otros varios sucesos en aquella campaña.

     Se dieron en ella tres combates muy gloriosos, que fueron el de la fragata La Belle Poule, el de La Capricieuse y el de La Ninfa.

     Mandaba la primera, de 32 cañones (famosa por el reñido combate que hemos visto había tenido con La Licorne), el Caballero de Kergarión, y avistándose el día 15 de Julio con el navío inglés El Sans Pareil, de 64 cañones, que la atacó, sostuvo con él un combate de tres horas, en que perdió la vida dicho Oficial Comandante; pero su ejemplo había inflamado el celo de sus subalternos, y su pérdida excitaba su cólera y valor; y así, su sucesor, Mr. de la MotteTabourel, no se rindió hasta estar enteramente desmantelado, falto de equipaje, y con siete pies de agua en la bodega.

     La fragata La Capricieuse, de 32cañones, mandada por el Caballero de Cherval, se encontró con las dos fragatas inglesas La Prudente y La Licorne, una de 26 y otra de 28 cañones, y habiéndola atacado, no se rindió sino después de cinco horas de combate, y tuvo la satisfacción de que, habiéndose prendido fuego al resto de la fragata que había quedado, se sumergió a su vista, sin dejar a los enemigos posibilidad de utilizarse de su triunfo.

     La fragata La Ninfa, de solo 26 cañones, mandada por el Caballero de Rumain, se batió contra la inglesa La Flora, que montaba 44. Empezó el combate a las seis de la tarde, y su valeroso Capitán tuvo la desgracia de perecer, después de haber recibido cuatro heridas en menos de un cuarto de hora. Viendo los franceses la superioridad del cañón del enemigo, conocieron no les quedaba otro recurso que el del abordaje, que ejecutaron con la mayor precipitación. Duró el combate cuerpo a cuerpo sobre la fragata inglesa más de hora y media, en la cual perdieron la vida 60 franceses; entre ellos perecieron Mr. de Keranstret, primer Alférez; Mr. du Couëdic que, rechazado por un golpe de lanza, quedó espachurrado entre las dos fragatas. Mr. de Taillard que, por muerte del Caballero de Rumain, había tomado el mando de la fragata, tuvo casi a un tiempo dos fusilazos, uno en la espalda y otro en el muslo derecho, y un golpe de hacha sobre la cabeza que le hizo perder el sentido. Entonces fue cuando los ingleses se apoderaron de la fragata francesa, que tuvo el dolor de ver en su poder el valeroso Comandante francés Mr. Taillard, cuando volvió en si del golpe que había recibido por defenderla.

     El navío francés El Conde de Artois, de 64 cañones, mandado por el Caballero de Clonard, fue atacado sobre las costas de Irlanda por los dos navíos ingleses El Bienfaisant y El Charon, el uno de 74 y el otro de 52 cañones. No obstante la superioridad de estas fuerzas, se defendió vigorosamente más de dos horas, e intentó su Comandante varias veces abordar el navío de 74; pero habiendo logrado éste evitarlo, se vio obligado el navío francés a rendirse a fuerzas tan superiores, agotados los medios de una gloriosa aunque inútil defensa, que la misma humanidad y el bien del servicio no permitían pasase adelante.

     De todas las acciones marítimas de este año, la más útil y menos costosa de todas fue la que logró D. Luis de Córdoba, interceptando un convoy inglés de 64 velas, evaluado en más de millón y medio de libras esterlinas. Llevaba éste a su bordo cuatro compañías de infantería destinadas a Bombay; un regimiento de 860 hombres, para Jamaica; otro de Hesseses, y 2.500 marineros. Eran sumamente considerables los pertrechos militares de mar y tierra que conducía este convoy en que sólo los fusiles pasaban de 80.000. Sólo se escapó del convoy un navío, mercante, y los dos de guerra y las fragatas que lo escoltaban, que no pudo alcanzar Mr. de Beausset, aunque les dio caza con su escuadra ligera. Había a bordo de este convoy muchos pasajeros, y entre otros, la familia del General Dilling, con otras señoras que iban a América. S. M. mandó se les asistiese en un todo, y se les restituyese su equipaje, igualmente que a los oficiales.

     El año de 81 anunció desde su principio operaciones mas vigorosas y decisivas que el anterior. El comodoro Johnston había salido de Inglaterra con grandes proyectos secretos contra los españoles.

     Hallábase en Londres un ex-jesuita de esta nación, que hizo creer al Gobierno que por sus planos y noticias podría facilitar a la Inglaterra ventajas muy considerables en Buenos Aires. Salió, pues, con este fin una expedición mandada por Johnston que constaba de 17 buques, comprendidos los transportes armados. Fundaba todas sus esperanzas en las noticias de dicho español; pero habiéndolas examinado mas por menor, vio que era un impostor medio loco, del cual no se podía hacer caso alguno; y así después de haber perdido tiempo y dinero, lo desembarcó sobre las costas del Brasil. De allí se vino a Lisboa, donde me contó mil historias, que tuve como sospechosas, y lo avisé así a la Corte, a donde pasó mudando de nombre en el camino, dándose en Badajoz por Marqués de Peñaspardas, no obstante de haberle yo dado el pasaporte con el nombre que me dio de D. F. España, que me dijo ser el suyo. En el Escorial le reconoció un Oficial de dragones que aseguro había oído su misa en Buenos Aires, y en virtud de este y de otros indicios, le arrestaron como reo de Estado en el cuartel de Guardias de Corps, donde se halla hace años, sin que la variedad e incoherencia de sus declaraciones haya permitido que hasta ahora se dé contra él una sentencia formal.

     Este hombre hizo, sin saberlo, un gran servicio a los holandeses y a la causa que defendía la Casa de Borbón. Necesitado Johnston de refrescos por el tiempo que había perdido con él por las mentiras del ex-jesuita, sobre las costas del Brasil, le fue preciso tomar puerto en las islas de Cabo Verde en el llamado Santiago. La Corte de Francia, que sabía que la expedición de Johnston se dirigía principalmente contra el Cabo de Buena Esperanza, envió para salvarle al Bailió de Suffren, que con su escuadra se dirigía a defender las posesiones francesas de la India, a recuperar las que los ingleses hablan tomado a los holandeses en aquellos parajes, y a atacar en ellos las de los mismos ingleses.

     El 16 de Abril se halló sorprendido el comodoro Johnston con el aviso que le dieron de que se avistaban II velas francesas. Acercándose éstas al puerto, entraron en él a mano armada, y dando fondo, emprendieron dentro de él al áncora un reñido combate, en el cual se vio precisado Suffren a cortar los cables y a continuar su ruta perseguido por Johnston, que tuvo que retirarse sin haber hecho presa alguna. Pero el Bailio de Suffren logró el fin que se proponía en este golpe atrevido y decisivo para su objeto, pues habiendo maltratado mucho la escuadra y expedición de Johnston, tuvo éste que detenerse mucho tiempo en Santiago, para reparar sus perdidas. Entretanto Suffren dejo en el Cabo los refuerzos de tropas que llevaba para aquel destino, y habiendo tomado los refrescos necesarios para su escuadra, y dejado sobre aviso y en el mejor estado de defensa aquel importante puesto, como se le había mandado, continuó su derrota a la India, donde tuvo diferentes combates sucesivos, a cual más gloriosos, contra los ingleses, logrando casi siempre la superioridad sobre el Almirante Hughes y los demás que mandaban las fuerzas navales de la Gran Bretaña; sostuvo en aquellas remotas regiones el honor de las armas francesas, y defendió las posesiones que en ellas tenían los holandeses, como más por menor podrá verse en la Historia imparcial, citada más arriba, no siendo aquí del caso el entrar en el pormenor de estos detalles, ajenos de mi principal objeto.

     El comodoro Johnston se dirigió cuando pudo al Cabo de Buena Esperanza, que ya no le fue posible atacar. Al retirarse, tuvo noticia de hallarse en la Bahía de Saldaña cinco navíos holandeses que venían de la India ricamente cargados, y al favor de una niebla muy espesa, pudo entrar en ella sin ser visto, hasta que ya estaba encima. Aunque los holandeses (no quedándoles otro recurso) los hicieron dar contra la costa y les pegaron fuego, pudieron los ingleses apagarlo en cuatro de ellos de que se apoderaron, conduciéndolos a Inglaterra como único fruto de los vastos proyectos a que se había dirigido aquella expedición.

     No puede darse una infracción más manifiesta contra todos los derechos y tratados reconocidos hasta ahora, que la que acababa de hacer el Bailio de Suffren, internándose a mano armada en la Bahía de Santiago, para empeñar decididamente en ella un combate en un terreno neutro. Mucho menos hubiera bastado en otros tiempos para que la Inglaterra hubiese forzado al Portugal a exigir de parte de la Francia una satisfacción la más completa; pero el estado de abatimiento en que se hallaba la Gran Bretaña, la hizo pasar por todo, y fue

muy poco lo que se habló en Lisboa de este escandaloso procedimiento. Las Monarquías y los hombres particulares tienen más semejanza entre sí que la que parece regular.

     Los holandeses habían ya empezado sus hostilidades con la Inglaterra, como se ha visto arriba, y los ingleses les habían tomado sus mejores establecimientos, como Trincomale y Negapatan en la India; las islas de San Eustaquio, Esequibo y Demerari en la América, y muchos ricos convoyes. No obstante esto, el Príncipe Stathouder (inglés en el alma) ponía continuos obstáculos para retardar todos los armamentos; pero no fueron suficientes, y lograron al fin los holandeses, hostigados por la Francia, hacer salir una escuadra compuesta de siete navíos de línea a las órdenes del Contralmirante Zoutman, para proteger su comercio. Descubrieron los holandeses la mañana del 5 de Agosto una escuadra inglesa de II navíos, mandada por el Almirante Parker, que iba escoltando un convoy sobre el Cabo de Tornay en la Noruega. Empeñóse un combate muy reñido entre igual número de navíos, pero con inferioridad de fuerzas de parte de los holandeses, que tenían de menos pasados 36 cañones. Con todo, lograron hacer éstos la más gloriosa defensa, y los buques de ambas partes quedaron muy derrotados. Es muy digna de notarse la pregunta que el Comandante de una fragata holandesa hizo a su Almirante durante el combate. Hallándose su buque imposibilitado de continuarle, hizo señal, no para preguntar, ni para decir se veía precisado a rendirse, sino para saber si debía echar a pique la fragata o, volarla con él. Lo que indica el valor y obstinación del Comandante. El General le respondió que iba inmediatamente a tomar su puesto, como lo hizo, mandando retirar su fragata de la línea de batalla.

     Si el Stathouder hubiera procedido imparcialmente y de buena fe en esta guerra, el valor y buenas disposiciones que en ella mostraron los holandeses no dejaban duda de que este nuevo enemigo hubiera sido de gran consideración. Otro medio, casi más poderoso que el de las armas, tendrían los holandeses para hacer la guerra a la Inglaterra, que sería el retirar a un tiempo del Banco de Londres todos sus fondos, que componen una gran parte de él; lo cual produciría indispensablemente una bancarrota en Inglaterra; pero como ésta sería sumamente perjudicial al mismo comercio de la Holanda, éste, y el de toda la Europa están interesados, y aún obligados a sostener, aún en tiempo de guerra, el crédito de la Inglaterra, y aún empeñados algunas veces a interesarse en el éxito de sus operaciones militares, hasta el punto que convenga para sostenerlo.

     El 30 de Mayo hubo un combate particular muy reñido entre las dos fragatas inglesas La Flora y La Crescent, de 36 y 28 cañones, y las dos holandesas de 26, El Briel y El Castor. Rindióse La Crescent al Briel, no obstante la superioridad de su fuerza; pero estaba en tan mal estado la fragata holandesa, que no le fue posible apoderarse de la inglesa, contentándose con poder ganar el puerto de Cádiz, donde entró afortunadamente, aunque desarbolada y sin timón. La fragata Castor tuvo que rendirse a las inglesas; pero perseguidas éstas el 19 de Junio por dos fragatas francesas, el Capitán inglés de La Flora, llamado William Peer, se vio obligado a tomar la fuga, en la cual se apoderaron las fragatas francesas de la Castor que había tomado a los holandeses.

     El Almirante Darby logró introducir nuevos socorros en Gibraltar el día 12 de Abril de este mismo año de 81.

     Llevando el Rey Carlos adelante su deseo de conquistar a Mahón, escogió para esta importante empresa al Teniente general Duque de Crillón, digno por su intrepidez y valor natural de tan distinguido nombre bien conocido en la historia de Francia. Salió éste de Cádiz el 22 de julio con 12.000 hombres de desembarco, escoltando los 100 buques que los transportaban, dos navíos de línea de 70, cinco fragatas, seis jabeques y seis bombardas, cuyas fuerzas marítimas mandaba D. Ventura Moreno. Los vientos contrarios obligaron a esta expedición a entrar y detenerse mucho tiempo en el puerto de Cartagena; pero cambiado finalmente el tiempo, hicieron felizmente la travesía y llegaron en tres días a Mahón. El 21 de Agosto por la noche se hizo el primer desembarco en cuatro parajes diferentes, habiendo el General hecho tres divisiones de su escuadra, para bloquear a un tiempo los fuertes de Citadela y Fornell. Estuvo en muy poco el que dos batallones enemigos que se hallaban ocupando unos puestos distantes del fuerte de San Felipe, no fuesen prisioneros de los españoles; pero una casualidad les fue favorable, y lograron poderse retirar a la plaza.

     Apoderóse el Duque de Crillón con algunas brigadas de Granaderos de Voluntarios de Cataluña, y las de Burgos, Murcia y América, de la ciudad de Mahón y de los almacenes y puestos exteriores, haciéndose dueño del puerto y de 160 piezas de cañón que lo defendían, por no tener aquellos puestos resistencia alguna por la espalda. Había en el puerto de Mahón y en los demás de la isla hasta 100 navíos, y entre ellos 14 corsarios armados, de modo que se cree que estas presas ascendieron a más que las que hizo Rodney en San Eustaquio. Toda la isla prestó con gusto juramento a su antiguo Soberano, y dueño enteramente de ella el Duque de Crillón, distribuyó sus fuerzas en los diferentes puestos para su seguridad, quedándose con el cuerpo del ejército para hacer el sitio de la importante fortaleza de San Felipe, una de las mejores y más fuertes de toda Europa, que había costado a los ingleses más de millón y medio de libras esterlinas el llenarla de minas y ponerla en el punto de perfección en que se hallaba.

     El General Murray, que mandaba la plaza y la isla, se vio desde luego obligado a retirarse al fuerte con los 3.000 hombres que tenía a sus órdenes. Tres días antes de la llegada de Crillón había sabido por Génova los proyectos hostiles de los españoles contra la isla, y sólo tuvo el tiempo preciso para embarcar a su mujer y hacerla pasar a Italia.

     Empezó el Duque de Crillón los preparativos del sitio, y se aprontaba ya en Barcelona un cuerpo de 4.000 hombres para aumentar su ejército.

     Los franceses (para no dejar de hallarse en todo) quisieron también enviar tropas a esta expedición, y salieron de los puertos del Mediterráneo varios bastimentos de transporte, a bordo de los cuales pasaron a Mahón 5.000 hombres a las órdenes del General Barón de Falkenhain.

     Publicó el General Crillón, un decreto por el cual mandaba salir de la isla a todos los judíos y griegos, cuya fidelidad debía con razón serle sospechosa, declarando al mismo tiempo podían restituirse con toda seguridad a la isla los corsarios que se hallaban fuera, navegando con pabellón inglés. Continuaba el Duque de Crillón los preparativos del sitio sin poder adelantarlos lo que quisiera, por no haber llegado hasta I.º de Octubre el refuerzo de tropas y la artillería gruesa que se esperaba de Barcelona. Pocos días después de haber ésta desembarcado, logró ejecutarlo también un socorro de 800 ingleses y algunas piezas de artillería que atacaron la Torre llamada de las Señales. Los 14 hombres que la guarnecían se encerraron en ella e hicieron una fuerte resistencia; pero los enemigos se preparaban a volar la fortaleza, cuando vieron llegar un destacamento de 1.000 hombres, a la cabeza del cual venía el General Crillón, y los ingleses se creyeron muy felices cuando lograron evitar el choque por medio de una huida precipitada.

     El día 16 de Octubre hicieron los enemigos otra salida; pero fueron rechazados con pérdida.

     El 24 desembarcaron las tropas francesas, con las cuales llegaba ya a 18.000 hombres el ejército. Pusieron 14 baterías contra la plaza en que había 120 cañones y 14 morteros. Los ingleses lograron desmontar una de estas últimas, y echar a pique un navío cargado de municiones; pero los españoles tomaron siete, ricamente cárgados, bajo el mismo fuego del fuerte.

     Duraba ya demasiado el sitio, y el día 6 de Enero del año siguiente de 82 dio el Duque de Crillón sus órdenes para atacarle a viva fuerza. Los ingleses que hasta entonces habían hecho algunas salidas, bien que infructuosas, se retiraron para esperar este ataque; pero tuvieron la fortuna de que lo impidiese una recia tempestad que disminuyó también por dos o tres días el fuego de los sitiadores. Calmado el tiempo, volvió éste a empezar con más fuerza, y tuvieron la fortuna de incendiar los almacenes del fuerte de San Felipe.

     Este accidente, la escasez y mala calidad de los víveres y el estrago que ocasionaba el escorbuto, fueron causa de que la plaza se viese obligada a rendirse, y habiendo hecho un fuego muy vivo la noche del 4 al 5 de Febrero, a que respondieron con la mayor fuerza las baterías españolas, se vio el General Murray obligado a capitular en este día. Solicitó para rendirse las mismas condiciones que el Duque de Richelieu había concedido a los vencidos cuando tomó la plaza; pero lo rehusó Crillón, y fue preciso se conviniese en que la guarnición sería prisionera de guerra.

     Al día siguiente por la mañana, puesta en parada sobre las armas la tropa del ejército combinado, desfiló la inglesa por medio de ella, tambor batiente y mecha encendida, y depusieron sus armas a la derecha del ejército, marchando a la retaguardia de todos el Estado mayor de la plaza, el General Murray y su segundo, William Draper. Acabada esta triste ceremonia, se reunieron todos los Oficiales para prestar los socorros necesarios a la guarnición. No obstante de que no quedaba en la plaza más que una bomba, y que la guarnición se hallaba reducida a 1.500 hombres, de los cuales los 700 estaban enfermos o heridos, los otros no ocultaban su desesperación, y aún murmuraban injusta e inconsideradamente del General, porque había capitulado. El Duque de Crillón convidó a comer a la Plana mayor; pero Draper se excusó diciéndole le repugnaba el concurrir con un traidor. Murray dijo entonces a Crillón: Apuesto a que éste, que hace diez días que me está matando para que rinda la plaza, diciéndome era inútil toda resistencia, será el que más grite contra mí en Inglaterra.

     El párrafo siguiente de la carta en que Murray participa al Ministerio este desgraciado suceso, merece leerse, por la idea que da, tanto del mal estado de la plaza como de la humanidad de los vencedores.

Copia de un párrafo de la citada carta:

     

     MYLORD:

 

     »Me es forzoso noticiar a V. S. que el 5 de Febrero me he visto precisado a rendir el fuerte de San Felipe a las armas de S. M. C., sin que pueda quedarme recelo de que por esto deje de reconocer la Europa entera el heroísmo de mis valerosos compañeros. El escorbuto se había apoderado de tal modo de la guarnición, y era de tan mala calidad, que la había reducido a solo 600 hombres de servicio, y los 500 de ellos estaban cual más cual menos tocados de este mal. El resistir sólo tres días más hubiera sido una temeridad, sin más fruto que el de acabar de perder la guarnición. Pero era tal el ardor de la tropa, que ocultaba su mal por no verse privada de la defensa de la plaza, de modo que muchos han quedado muertos estando de centinela. Puede ser que no se haya visto jamás un espectáculo más tierno ni más noble que el de esta lánguida, pero valerosa guarnición, desfilando por entre los dos ejércitos victoriosos. Sólo constaba entonces de 600 soldados moribundos, de 200 marineros, de 120 hombres del Real Cuerpo de Artillería, de 20 corsos y de 25 hombres más entre griegos, turcos y judíos.

 

     El ejército combinado se hallaba formado en dos líneas desde el glacis de la plaza hasta Jorgetown, donde nuestros batallones entregaron las armas, protestando las rendían sólo a Dios, lisonjeándose de que sus vencedores no se gloriarían de haber tomado un hospital. Era tan cierta esta proposición, que los mismos soldados españoles y franceses no pudieron detener sus lágrimas a vista del miserable estado a que vieron se hallaba reducida nuestra guarnición. Produjo ésta el mismo efecto en el compasivo corazón del Duque de Crillón, cuya asidua y compasiva asistencia ha excedido en mucho mis esperanzas. Lo mismo puedo decir de los desvelos del Baron de Falkenhain, comandante de las tropas francesas, y del Marqués de Crillón, primogénito del Duque, cuya distinguida humanidad los hace dignos en esta ocasión de los mayores elogios.»

     Halláronse en la plaza 300 cañones y 49 morteros.

     Perdió el ejército combinado en esta expedición 183 hombres, y había 280 entre enfermos y heridos cuando se rindió la plaza, entre los cuales sólo había 20 de peligro.

     Volvió el Duque de Crillón victorioso a Madrid y S. M. le hizo Capitán general, ascendiendo también a los demás Oficiales que se hablan distinguido en el ejército.

     Quedó en Mahón una guarnición competente a las órdenes del Brigadier D. Ventura Caro, que, en virtud de orden de la Corte, arrasó inmediatamente el hermoso fuerte de San Felipe, que tanto dinero había costado a la Inglaterra. Esta potencia, tan distante de aquella isla, dobla tener en ella, para poder conservarla contra la Cala de Borbón, una fortaleza muy respetable, capaz de sostener un largo sitio que diese lugar a la llegada de los socorros de Inglaterra y a que sus fuerzas marítimas pudiesen venir a rechazar las de los enemigos destinadas a hacer el sitio. Pero esta misma fortaleza sería perjudicial a los españoles y franceses, pues sin ella, aun cuando los ingleses hiciesen un nuevo desembarco, la inmediación les facilita los medios de caer inmediatamente sobre ellos y de echarlos de la isla, lo cual no sería tan fácil hallándose dueños de una fortaleza competente.

     Por esta razón he sido siempre de dictamen de que si Gibraltar llega a tomarse, es necesario arrasar inmediatamente todas sus fortificaciones, y trabajar con constancia por medio de hornillos en poner en rampa muy accesible la montaña por parte de tierra, y en cegar enteramente aquel puerto por el cual desembarcaron los moros en España, y que ha sido y es un borrón para el reino en manos de los ingleses. Nuestras escuadras han estado abrigadas hacia la parte de Algeciras, donde pudiera hacerse un puerto como los demás de España, no sujeto a los grandes inconvenientes como el de Gibraltar.

     Si Mahón hubiera tenido la extensión de terreno y las demás ventajas de que disfruta Gibraltar, y que dejó detalladas arriba, no se hubiera visto en la dura necesidad de rendirse por las razones que acabamos de ver.

     Mientras las tropas españolas se coronaban de gloria en Europa, sostenían su honor con el mayor decoro y a costa de los mayores riesgos en la América meridional contra el rebelde Tupa-Amaro, de quien queda hecha mención arriba. Salió a atacarle a la cabeza de un cuerpo de tropas respetable el Brigadier D. Josef del Valle, que le encontró apostado ventajosamente en una altura inmediata al lugar que llamaba su capital. Obligóle a bajar al llano, donde habiendole presentado batalla, le atacó con fuerza, púsole en precipitada fuga con su ejército, y al atravesar un río a caballo Tupa-Amaro, le cogió y entregó uno de sus propios caciques.

     Tomáronse en el dicho lugar que llamaba su capital, seis cañones, a más de los que se vio obligado a abandonar en el campo; pero lo más importante de todo fue la adquisición de su correspondencia secreta, por la cual se vio el origen e intriga de aquella sublevación, de que resultaron pérdidas y desgracias mucho más considerables de lo que se ha dicho, y que han procurado ocultar y disminuirse en España. Inmediatamente fue ahorcado Tupa-Amaro y 18 de los principales de su partido. Otros fueron conducidos al Cuzco, y embarcados para España en el navío de guerra San Pedro de Alcántara, que pereció el día 2 de febrero de 86 sobre la costa de Portugal al pie de las rocas de Peniche. Yo, que me hallaba entonces de Embajador en Portugal, tuve la comisión de vigilar sobre la dirección del buceo hecho para el salvamento del rico tesoro de más de 8.000.000 de pesos que venía en este navío. Dirigió con tanto acierto y actividad este trabajo el Capitán de navío D. Francisco Muñoz de Goossens, que a los cinco meses del naufragio no llegaba ya a un 3 por 100 la pérdida, incluso en ella los gastos del buceo. Con este motivo vi a cuatro de aquellos indios prisioneros que se habían salvado del naufragio, y por más que les pregunté sólo pude sacar de ellos que eran zonzos y que no sabían nada; pero su traza era de muy taimados, falsos y traidores. A la verdad que si los jueces no adelantan más que yo en las declaraciones, ha sido un gasto bien inútil este dilatado viaje.

     La pérdida de este buque dio motivo a una providencia que, sin ella, debiera haber existido mucho tiempo hacía. Esta fue la de limitar los caudales que podrían venir en cada buque, para no exponer sobre uno tan crecidas sumas, y el permitir se cargasen éstas sobre todos los buques, sin estar como antes detenidos los caudales para esperar el registro, la flota o el navío destinado a conducirlos, con grave perjuicio de la circulación, que debe ser continua. Efectivamente, desde el comercio libre, y más aun, desde esta providencia, puede verse por las Gacetas es continua la entrada de caudales en España en sumas pequeñas, lo que prueba que es constante la circulación de los caudales.

Estableció S. M. en este tiempo en Madrid el Banco Nacional de San Carlos, con 150.000 acciones de a 20 000 rs. cada una, que son 300 millones de fondo. Este útil Establecimiento, que ha puesto en acción muchos caudales muertos, y que ha empezado a dar en España ideas de circulación y a establecer una cierta confianza, se debió a D. Francisco Cabarrús, hoy Conde de Cabarrús, negociante francés, natural de Bayona. Este hombre, joven, activo y de un carácter emprendedor, aspiraba a una grande fortuna, y aun al Ministerio de Hacienda, en el cual hubiera sido sin duda útil por sus luces e inteligencia. Para esto quería acreditarse por medio de especulaciones grandes que fuesen provechosas al país y que hiciesen ver tenía calidades para llegar por la aclamación pública al puesto supremo a que aspiraba. A este fin propuso al Sr. Conde de Floridablanca, Ministro de Estado, y a D. Miguel de Muzquiz, el plano de un Banco Nacional con el título de San Carlos, que adoptaron ambos, y mandó establecer S. M. Es cierto hubo en él desde el principio algunas cosas que le hacían vicioso, v. gr., el permitir que las acciones pudiesen establecerse en mayorazgos, cuando uno de los motivos que impiden la circulación, industria y cultura de la España, es la multiplicidad de estos pequeños mayorazgos y capellanías, cuyo espíritu de estagnación es enteramente contrario, uno y otro, al que pretendía establecerse por medio del nuevo Banco. Por otro lado, éste tomaba a su cargo por costo y costas todas las provisiones y aun vestuarios del ejército con un 10 por 100 de beneficio, y se apropiaba exclusivamente el derecho de la extracción de la plata. Todas estas concesiones exclusivas debían con precisión fomentar desde su origen muchos poderosos enemigos contra este Establecimiento, como los Gremios, los Asentistas y otros ricos particulares que disfrutaban de la utilidad de la extracción y de los asientos. Procuraban, pues, desacreditar el Banco, diciendo faltaba a su instituto y principal objeto admitiendo como Mayorazgo sus acciones, y que se exponía a quiebras y a padecer los efectos de las necesidades del Gobierno, tomando a su cargo unos asientos que dependían enteramente de él. Es cierto que estas dos objeciones eran obvias y fundadas; pero por lo mismo no era posible que los mismos interesados no hubiesen conocido desde luego sus inconvenientes, cuando a mí, que no pretendo entender gran cosa en estas materias, me chocaron luego estos dos puntos. Pero reflexionando en ellos, halle que en un país como el nuestro, en que hay poco o ningún espíritu de comercio y circulación, sobre todo en los particulares, que llenos de desconfianza y de escrúpulos, necesitan dobles motivos y seguridades para exponer su caudal, prefiriendo su inacción infructuosa en un arca de tres llaves a su aumento con el menor riesgo; en un país en que toda novedad repugna e inspira desconfianza, no hubiera sido posible juntar ni 150.000 reales, sin haber hecho ver en el nuevo Establecimiento una seguridad como la que suponen debe tener todo lo que se llama Mayorazgo, autorizado por el Gobierno, y que así esta habría sin duda sido la causa de emplear al principio un medio vicioso con conocimiento de serlo en si; pero mirándolo como necesario en las circunstancias del momento, y capaz de reforma después de él, cuando logrado por su medio el primer establecimiento deseado, su misma utilidad hubiese inspirado confianza en los particulares; entonces, tomando el gusto a las ventajas, y convencidos por ellas de la utilidad que les resultaba de la circulación de los caudales, los mismos que los escaseaban ahora, serían los primeros que solicitasen la reforma de todos los artículos capaces de poner obstáculos contra ella, como lo es la posibilidad de reducir las acciones a Mayorazgos.

     Lo mismo digo del artículo de las contratas hechas con el Gobierno. Conociendo éste la utilidad del plano, igualmente que la dificultad de juntar en España el caudal necesario para él, quisieron facilitar al Banco todos los auxilios, y así le dieron la extracción de la plata y los asientos. Claro está que no fue tanto el ánimo del Gobierno economizar en ellos, como el darle al Banco una suma cierta de un 10 por 100 con que pudiese contar para su establecimiento, ínterin éste se consolidaba, y la nación tomaba confianza en él. Entonces estos defectos premeditados se hubieran corregido, y la circulación total y la independencia necesaria para establecer sólidamente la confianza del Banco le hubieran perfeccionado con grande utilidad del reino. Así lo pensé y dije en Lisboa desde luego que vi la Cédula, y el mismo Cabarrús me confirmó en París no habían tenido otras razones ni miras aquellas providencias. Si los Establecimientos pudieran ser perfectos desde luego, se ganaría sin duda mucho terreno; pero el no acomodarse en su origen a la situación del país, sacando utilidad para el fin aun de la contemporización de sus mismas preocupaciones y defectos, para empeñar más a todos a recibirlos con confianza y gusto, y a contribuir a él, lo pierde todo sin remedio. Cabarrús no olvidó, ni debía ciertamente olvidarse a sí mismo en estas operaciones y en las que sabia debía proporcionarle el alta y baja de las acciones que podía dirigir más libremente en un país en que se ignoraba este corretaje, tan común en Londres, Holanda y París. Yo no entraré en el examen escrupuloso de su conducta en esta parte, que creo sea tan regular para los que están acostumbrados a este giro de acciones no conocido, como mal visto en España. Me contentaré sólo con decir que no obstante que el nuevo Ministro, Conde de Lerena, ha procurado desacreditarle por personalidades y ha hecho perder sumas considerables al Banco por esta razón en las especulaciones mal dirigidas por él mismo, subsiste aún con crédito, y que los billetes Reales establecidos también con 4 por 100 de interés por dirección del mismo Cabarrús, no se hallan sin pagar hasta un medio por 100. Tanta es la confianza que hay en ellos.

     No olvidaba el Rey, en medio de los graves cuidados de la guerra, los demás ramos de su Gobierno. Había establecido antes de emprenderla el libre comercio de América, con el cual abrió a todos sus vasallos las puertas de aquel gran continente, dando campo a sus especulaciones e industrias, y concediéndoles a este fin varios privilegios capaces de fomentarla en perjuicio de la de los extranjeros, como se ha reconocido desde entonces. Estos privilegios podrán verse en la Cédula de instrucción de S. M. expedida a este fin.

     Mandó también S. M. construir, durante la guerra, el célebre camino del Puerto del Rey, que divide las Castillas de Andalucía, y el de la Cadena, que está entre Murcia y Cartagena, fomentando al mismo tiempo las obras de los canales de Lorca y Aragón, de que se ha hablado arriba. En el Puerto de la Cadena se puso esta inscripción: Tempore belli.

     Mientras que los españoles se ocupaban en las expediciones dichas, continuaban por otra parte las suyas con suceso los franceses y americanos.

     El Barón de Roullecourt intentó una expedición el 5 de Enero contra la isla de Jersey, donde logró desembarcar felizmente y empezar a establecerse; pero fue rechazado poco tiempo después, no quedando otra cosa de esta desgraciada expedición que la memoria de la muerte del Barón, de las desgracias inútiles que resultaron de ella y la del triunfo de los ingleses, que, en memoria de ella, hicieron poner una pirámide en el mismo paraje que la habían conseguido, con la inscripción siguiente:

     «Aquí yace el Barón de Rullecourt, oficial francés, que en la noche del 6 de Enero de 81 atacó esta isla, a la cabeza de 1.200 hombres, sorprendiendo y haciendo prisioneros al Gobernador y a los Magistrados. Por fortuna, al amanecer del día siguiente la guarnición y la milicia del país, mandadas por el valeroso mayor Pierson, que fue victima de su valor, atacaron a los franceses, los deshicieron o hicieron prisioneros, y recobraron su libertad el y Gobernador y los Magistrados, habiendo perecido en el combate el Barón de Rullecourt. Esta pirámide no es tanto un monumento erigido a la memoria de un enemigo, cuanto (¡oh, Jersey!) un recuerdo para que vosotros y vuestros hijos viváis con más vigilancia en lo sucesivo para vuestra seguridad.»

     El Almirante Kempenfeld avistó el 12 de Diciembre la escuadra de Guichen, que protegía un convoy, del cual pudo apresar 15 buques cargados de tropas y municiones, y a no haber sido por el Marqués de Vaudreuil, que, no obstante lo fuerte del temporal, en medio del cual se hizo esta presa, pudo cubrir algo del convoy, hubiera sido mucho mayor la pérdida. La inferioridad de las fuerzas del Almirante francés le precisó a evitar el combate. El Almirante Rodney intentó tomar la isla de San Vicente; pero Mr. de Montel, su comandante, la defendió con solos 700 hombres contra 4.000 que llevaban los ingleses para el desembarco.

     Fueron éstos más dichosos contra los holandeses en la toma de San Eustaquio, de que se apoderaron, facilitándoles esta conquista la de las islas holandesas de San Martín y de Saba, y de la pequeña francesa de San Bartolomé, haciéndose igualmente dueños de las dos colonias de Emerari y Esequivo, que los holandeses tenían en el continente de la América. El Almirante Rodney, glorioso de su victoria, se apresuró en enviar a Europa los ricos despojos de ella, a bordo de 32 navíos de transporte, escoltados por cuatro de guerra. No era ciertamente el ánimo del Almirante inglés el hacer este regalo a los franceses; pero el día 2 de Mayo encontraron cruzando sobre las Sorlingas seis navíos de línea franceses y cuatro fragatas, a las órdenes, de Mr. de La Motte-Piquet. Luego que los descubrió el comodoro inglés, hizo señal al convoy de salvarse como pudiese, reconocida la inferioridad de sus fuerzas, y cayeron en poder de los franceses 26 de los 32 buques del convoy.

     La escuadra de Mr. de Grasse, compuesta de 25 navíos de línea, se encontró el 18 de Abril, entre Santa Lucía y Martinica, con la del Almirante Hood, compuesta sólo de 18. No obstante esto, se empeñaron ambas en un combate que no fue ni decisivo ni muy reñido, ni impidió que Mr. de Bouillé se hiciese dueño en el mes de Mayo de la isla de Tabago.

     Una escuadra francesa, a las órdenes de M. Destouches, se dirigía a efectuar un desembarco de tropas sobre la costa de Norfolk; pero el Almirante Arbuthnot lo impidió, empeñando un combate muy reñido entre ambas escuadras, que obligó a los franceses a retirarse en buen orden a Rhod-Island, aumentadas sus fuerzas con el navío inglés el Romulus, de,40 cañones, que habían apresado el día antes.

     El Conde de Grasse empeñó el día 5 otro combate en las alturas de la bahía de Chesapeak contra las escuadras reunidas de los dos Almirantes Hood y Graves, compuestas de 20 navíos de línea y nueve fragatas o corbetas, constando la suya de 24 navíos y dos fragatas. El combate fue sumamente reñido, y, por las relaciones de los mismos oficiales ingleses, padecieron tanto los cinco navíos del centro, que se vieron precisados después a quemar el Terrible, por haber quedado enteramente inútil. Los ingleses se retiraron, dejando a los franceses efectuar su unión el día 11 en el cabo Henry con la escuadra del Conde de Barrás, que habla llegado allí el día antes.

     De todas las acciones de esta campaña, la más brillante, dichosa y de consecuencia fue la toma de Yorktown. El ejército que mandaba el Conde de Rochambeau, y cuyas primeras brigadas dirigían Mr. de Viomenil, mi amigo, y el caballero de Chatellux, hicieron 260 leguas, y llegaron a Filadelfia el día 3 de Septiembre.

     El 19 llegó a Williamsbourg la vanguardia del ejército, mandada por el Conde de Custine. El Barón de Viomenil y sus tropas pasaron a bordo de dos fragatas que había enviado el Conde de Grasse a Baltimore. Los generales Washington, Rochambeau y Chatellux se habían adelantado por tierra a marchas forzadas de a 60 millas por día. Llegaron el 14, y encontraron al Conde de San Simón (grande de España) y al Marqués de la Fayeta apostados ventajosamente. El 24 se halló reunido todo el ejercito en Williamsbourg. Los generales habían tenido el 18 Consejo de guerra a bordo del navío La ville de París, que mandaba el Conde de Grasse, para combinar las operaciones de mar y tierra. En consecuencia de lo convenido, desamparó Grasse el anclaje de Linhaven, y pasó a acoderarse en la desembocadura de MillGround y de Horse-Shoe, posición ventajosa para impedir que el Almirante Graves intentase socorrer al lord Cornwallis para acelerar las operaciones del sitio y facilitar y cubrir, los transportes de munición, a cuyo fin hizo acoderar igualmente otros tres navíos en la entrada del río James.

     El 28 embistió el ejército americano la plaza de Yorktown, y la estrechó tanto por todas partes, que las tropas inglesas, que tenían que defender muchos puestos, creyendo no poderlo hacer sin debilitarse demasiado, los abandonaron para reunirse en fuerza a defender el cuerpo de la plaza. Por otra parte, el Duque de Lauzun atacó con tanta fuerza al Coronel Tarleton en Glocester, que le obligó a retirarse a esta plaza. El Conde de San Simón se distinguió también en otro ataque particular, en que obligó a los ingleses a retirarse. La trinchera se abrió el 3 de Octubre, y el 19 capituló el lord Cornwallis, que mandaba en ella, y salió con su guarnición a las dos de aquella tarde con todos los honores de la guerra. La armada aliada hizo prisioneros 6.000 hombres de tropa reglada, 1.500 marineros, 160 cañones de todos calibres, ocho morteros, 40 bastimentos, y con ellos uno de 50 cañones, 20 navíos de transporte, y entre ellos la fragata Guadalupe, de 24 cañones. Los ingleses perdieron al pie de 150 hombres, y tuvieron unos 400 heridos, y los combinados sólo 70 de los primeros y 200 de los segundos.

     Puede decirse que esta gran pérdida fue la que consolidó la independencia de los americanos, y la que hizo ver a los ingleses que la desgracia de Saratoga podría repetirse con frecuencia. El ejército inglés no logró restituirse a Europa, como lo solicitó su General, y se distribuyó en las diferentes provincias de América hasta que pudiesen ser cambiados.

     El General Green, americano, logró otra victoria completa el 9 de Septiembre contra los ingleses en Eutaw-Springs (el nacimiento de Eutaw), en que se proponían establecerse. Los atacó Green con toda su fuerza, socorrido por las milicias de la Virginia y del Mariland, y quedaron victoriosos, con pérdida de unos 500 hombres entre muertos y heridos; pero la pérdida de los ingleses fue, a lo menos, doble. Les tomaron más de 600 prisioneros, y, sin una casa de ladrillo, en que apostados ventajosamente pudieron cubrir algo la retirada, hubiera caído toda la tropa inglesa en poder de los americanos, y se hubiera visto bien presto la tercera escena de la desgraciada aventura de Saratoga.

     El Marqués de Bouillé desembarcó en la isla de San Eustaquio la noche del 25 de Noviembre; pero, por error de los pilotos que dirigían las falúas del desembarco, perecieron muchas de ellas contra la costa, siendo del número la del General Bouille, que pudo salvarse afortunadamente. Avista de este estado y de la imposibilidad en que, se hallaban las fragatas de socorrerlos por haber derivado demasiado, conoció aquel General atrevido no le quedaba otro recurso que vencer o morir. Atacó, pues, a la punta del día, y sorprendió la tropa, que estaba haciendo el ejercicio sobre el glasis, y entrándose, mezclado con ella, en el fuerte, hizo levantar su puente levadizo, y con menos de 400 hombres puso en consternación toda la guarnición, compuesta de 700 hombres, y obligó a rendirse a su Gobernador, Coekburn, que, yendo tranquilamente al ejercicio, se vio improvisadamente detenido y atacado espada en mano por el caballero O Connor, capitán de cazadores del regimiento de Walsh. El Marqués de Bouillé obligó al Gobernador a restituir a los holandeses dos millones que les pertenecían y que tenía en depósito en su casa, ínterin llegaba la decisión de la Corte de Londres. Destacó a San Martín al Vizconde de Damas, que se apoderó de aquella isla.

     Las repetidas desgracias de la campaña de 81, que quedan detalladas arriba, prestaron gran materia en el Parlamento de Inglaterra a la elocuencia de los oradores de ambos partidos y a esforzar las acusaciones contra los Ministros, sobre todo contra Mylord North, que había sido el principal móvil y apoyo de la guerra de América. Pero mientras los ingleses ejercitaban su elocuencia, continuaban los franceses atacando sus islas de América. Deseaba, e intentó el Conde de Grasse, apoderarse de la Barbada; pero tuvo que desistir de esta empresa y dirigir sus fuerzas contra la isla de San Cristóbal, donde ancló el 11 de Enero de 82 en la rada de Baseterre. Los ingleses evacuaron la ciudad, que se rindió inmediatamente, retirandose el Mayor General Fraser, con los 800 hombres que tenía a sus órdenes, al fuerte de Brimstone-hill. Abrieron los franceses la trinchera el día 17, y el 24 por la mañana señalaron los vigías la escuadra del Almirante Hood, compuesta de 20 navíos de línea y algunos transportes, en que venía la tropa de desembarco para socorrer la isla. El Conde de Grasse, que estaba anclado en Baseterre, se hizo luego a la vela para ir a atacar ál enemigo. Este maniobró tan bien, que, a pesar de un ataque que tuvo el 25 y dos el 26, logró acercarse a la isla, y echando el áncora en la punta de Salinas, se apoderó del mismo puesto que había abandonado la escuadra de Grasse, acoderándose en aquella posición a vista del Almirante francés, que tuvo que mantenerse cruzando a la vela ínterin Hood concluía su expedición. Logró éste desembarcar 1.300 hombres, que fueron rechazados por los franceses, igualmente que las chalupas que la noche del 29 intentaron socorrer por otra parte el fuerte sitiado. Su Gobernador, animado igualmente que la guarnición a la vista de la escuadra inglesa, rehusó rendirse, no obstante de hallarse sitiado por 6.000 hombres, y resistió con tenacidad, hasta que, apoderándose los franceses el 31 de un rico almacén de artillería, y habiéndoles quemado otro lleno de vivieres y municiones de toda especie, se rindieron finalmente el 12 de Febrero, saliendo la guarnición por la brecha y con todos los honores militares, bien que quedando prisionera de guerra. Por el artículo 17 de la capitulación, declara M. de Bouillé no deberse considerar como prisioneros los Generales ingleses Shirley y Fraser por el valor y conducta que habían acreditado.

     Siguióse a esta toma la de la isla de las Nieves y la de Monserrate, que capituló el 22 de Febrero. Por el artículo 9.º de las capitulaciones, se obligaron los habitantes a pagar dos mil monedas en el término de un año después de la toma de la isla.

     Parecía que la peligrosa posición en que había colocado Hood su escuadra, acoderándola para resistir a un ataque, ofrecía una ventaja a las fuerzas superiores que mandaba el Conde de Grasse; pero viendo el Almirante Hood que este había anclado en la isla de las Nieves, aprovechó la noche siguiente a la rendición del fuerte de Brimstone-hill, se hizo a la vela sin tener que cortar los cables, como era de temer en aquella posición, y llegó felizmente a Santa Lucía, donde poco después se le reunió la escuadra del Almirante Rodney, dejando burlado al Conde de Grasse, que, según muchos, hubiera podido, y aun debido, impedir esta impune retirada, de que dijo con gracia el Marqués de Bouille, cuando lo supo, no estaba comprendida en la capitulación del fuerte. Así hubiera impedido la importante reunión de las dos escuadras, o, cuando no, hubiera debilitado su fuerza.

     Efectuada, pues, por esta falta, se componía ya la escuadra inglesa de 38 buques de guerra, a las órdenes del Almirante Rodney, mientras la del Conde de Grasse constaba sólo de 30. Esperaba ésta en el puerto real el momento favorable para pasar a Santo Domingo, donde debía efectuarse su reunión con la escuadra española, a las órdenes de D. Josef Solano, y así hubiera llegado la escuadra combinada en aquellos mares a 70 navíos, nunca vistos hasta entonces en ellos. Constaba la escuadra de Grasse de 38 navíos, de los cuales nueve se hallaban separados de ella, por lo que sólo salió con 29 de la Martinica el día 9 de Abril de 82, dirigiendo su rumbo a Santo Domingo. Avisado el Almirante Rodney por la fragata Andrómaca, se hizo inmediatamente a la vela, y, al romper el día, se avistaron ya las dos escuadras. Aunque el Conde de Grasse excusó cuanto pudo el combate, como debía, la vanguardia inglesa, mandada por el Almirante Hood, empeñó la acción y se maltrataron mucho las dos escuadras. Costó no poco a Grasse reunir la suya y hacer pasar el convoy, bajo la escolta de los dos navíos el Sagitario y el Experiment. El navío el Caton había quedado muy atrasado; pero Grasse, conociendo la peligrosa situación en que se hallaba, y que su único objeto era salvar la escuadra y el convoy y reunirla a las fuerzas españolas en Santo Domingo, para poder obrar después con todo vigor en la Jamaica, como se había proyectado, hizo toda fuerza de vela, de modo que aunque Rodney hizo señal de caza general a su escuadra, ésta no la hubiera alcanzado sin una imprudencia del General francés.

     El navío Zelé abordó La ville de Paris la noche del 11 al 12, y quedó tan maltratado del choque, que no podía seguir la marcha de los otros, y parecía inevitable cayese en poder de los ingleses. En vez de remolcarlo, y aun de abandonarlo en caso preciso, atendiendo a que exponía la escuadra entera por salvar un solo buque, mandó hacer un movimiento retrogrado a la armada, que no podía alcanzar toda la diligencia de Rodney, por lo favorable que le era el viento. Este error le empeñó a Grasse indiscretamente en un combate con fuerzas muy superiores, que frustró todos los preparativos combinados contra la Jamaica, con cuya toma (aunque más costosa y difícil entonces que al principio de la guerra, en que estaba desprovista de todo) se hubiera dado enteramente la ley a la Inglaterra, y hubiera cedido Gibraltar y cuanto se hubiera querido. El Conde de Grasse no estaba querido de su oficialidad, y el miedo de su crítica en caso de abandonar el navío Zelé, le hizo empeñarse en salvarle; pero con su conducta dio más justos motivos de que se le vituperase. Esto hace ver cuán preciso es a un General tener el concepto y la estimación de los que manda, para poderlo hacer con libertad y ser obedecido con confianza.

     El combate fue de los más reñidos que se han visto, y habiendo logrado los ingleses romper la línea de batalla enemiga (que es su operación favorita) se convirtió en varios combates particulares por pelotones, de que resultó un destrozo reciproco grandísimo. El Glorioso, El Ardiente, El Hector y El César cayeron en poder del enemigo, y después de once horas y media de combate contra cuatro y seis navíos a un tiempo, se vio precisado a hacer lo mismo el navío almirante La Ville de Paris, de 110 cañones.

     Según la relación de los muertos, dada por el Marqués de Vaudreuil, hubo 1.100, sin contar los de los navíos tomados o separados de la escuadra, entre los cuales se hallaba la división de Mr. de Bougainville, que después del combate se había retirado a San Eustaquio a reparar sus averías. El Marqués de Vaudreuil, mi amigo, cuyos méritos, virtud y valor son bien conocidos, recogió los restos de la escuadra, y entró con 19 navíos en Santo Domingo. Los navíos El Caton, El Jason y la fragata Aimable, que, sin saber nada de lo que se pasaba, venían desde la Guadalupe a Santo Domingo, se rindieron el 19 al Contraalmirante Hood, que había quedado cruzando en aquellos mares. Fueron, pues, en todo siete navíos y una fragata los que tomaron los ingleses; pero algunos de ellos, y entre otros La Ville de Paris, quedaron tan mal tratados, que no pudieron llegar a Inglaterra, donde hubiera sido un motivo de gozo el ver llegar a Porsmouth la villa entera de París, rival de la de Londres. En vez de ella, tuvieron el gusto de ver allí al Almirante que la mandaba, a quien obsequiaron como lo merecía el servicio que les había hecho por su imprudencia.

     El Marqués de Vaudreuil se dirigió a la América Septentrional, limpió de enemigos la bahía de Hudson, y restableció en ella todas las factorías de los franceses.

     Frustrada la grande expedición de la Jamaica por la imprudencia del Conde de Grasse, se contentaron los españoles con la toma de la isla de la Providencia, una de las Lucayas; pero los enemigos tomaron 15 de los 30 navíos de transporte en que se conducían a la Habana los prisioneros y efectos tomados en ella. Puede decirse que este desgraciado combate de Grasse fue la última operación decisiva de esta guerra.

     El general Elliot, cansado ya después de tres años de bloqueo de la gloria pasiva que le resultaba de él, e instruido por algunos desertores del estado en que se hallaban las trincheras enemigas, determinó hacer sobre ellas una salida vigorosa la noche del 26 al 27 de Noviembre de 1781. Destacó, pues, dos regimientos y ocho compañías de granaderos, divididas en tres columnas, a las órdenes del Brigadier General Ross. La primera formaba la vanguardia, en que había una partida de peones y otra de artilleros; la segunda formaba un cuerpo de apoyo, y la tercera la retaguardia o cuerpo de reserva. Atacaron las baterías que estaban hacia la puerta de tierra, en que no hallaron ni la gente ni la resistencia que debieran, porque al cabo de tres años no es extraño que la costumbre hiciese mirar como abandonada la idea de una salida. Sorprendidos, pues, los españoles, en menos de media hora quemaron los ingleses tres baterías de a seis cañones, dos de a 10 morteros, y clavaron seis de éstos y 28 de aquéllos. Los ingleses tuvieron 10 muertos y 43 heridos, y un voluntario de Aragón pudo hacer prisionero un soldado inglés, que fue el único que hubo; pero los ingleses lograron llevarse 60. Declaro el inglés que el que había dado las noticias del estado de las trincheras y dirigido la marcha de las columnas en la salida, había sido un cabo de escuadra de guardias walonas que desertó dos días antes de la plaza. El Comandante de la línea española merecía sin duda un ejemplar castigo, pues si hubiera estado con vigilancia y observado las órdenes que para este caso tenía dadas el General D. Martín Álvarez, los ingleses hubieran vuelto escarmentados y en corto número a la plaza, y aun hubiera podido inducírseles a una salida, por medio de falsos informes, para escarmentarlos, o acaso para hacer una intentona en la plaza, verificando sobre ellos la sorpresa. No dejé yo de escribirlo bien clara y eficazmente a la Corte en uno de mis despachos, en que di cuenta de la conversación que había tenido en Lisboa con el mismo Ross, que había mandado la salida, instruyéndome muy por menor del descuido que halló en las trincheras, de la confusión y desorden que reinó en los Comandantes de ella, y de lo fácil que hubiera sido cortarles la retirada estando sobre aviso, en cuyo caso, a saberlo, no hubieran ellos intentado ciertamente la salida. Pero a nadie se castigó por este descuido. Sin duda lo harían para no confesarle a vista de la Europa, como si esta conducta fuera capaz de hacer dudoso el hecho, que sería mejor castigar para que no se repitiese en lo sucesivo.

     Reparáronse prontamente todas las pérdidas y destrozos que ocasionó esta salida, y aunque los ingleses quisieron intentar otra segunda en el mes de Febrero de 82, el fuego de las trincheras les obligó a retirarse precipitadamente.

     La gloria que el Duque de Crillón se había adquirido con la toma de Mahón, hizo creer que el entusiasmo que ésta inspiraría en la tropa española, y el terror que infundiría en la guarnición inglesa, seria un medio seguro de convertir en sitio formal el bloqueo de Gibraltar, No hay cosa para (sic) expuesta que el no calcular justamente hasta dónde y en qué caso extienden su poder estos efectos a la imaginación y a la confianza.

     El General Álvarez, que mandaba en el campo, no había ganado nada en la corte con la desgraciada salida que se hizo de la plaza el 27 de Noviembre, y aunque de ella no tenía culpa alguna, porque sus órdenes estaban dadas para este caso, con todo, la mala disposición de los espíritus no dejó de contribuir a que se le mandase retirar, dejando el mando y la dirección del sitio al Duque de Crillón, que llegó a San Roque el 18 de junio, reforzado con las tropas que habían estado en Mahón, inclusas en ellas las francesas.

     El Conde de Artois, el Duque de Borbón y el Príncipe de Nassau, acompañados de varios señores franceses, se transfirieron al campo de San Roque para asistir al sitio que iba a emprenderse.

     El bloqueo de mar se había estrechado tanto, que empezaban a escasear los víveres y municiones, de modo que había ya picado el escorbuto y morían diariamente de él cinco o seis soldados. Sólo entretenía Elliot a su guarnición con las esperanzas del socorro de tropas y municiones que esperaba de Inglaterra, asegurándoles que luego que llegasen se arrojaría a hacer una vigorosa salida que obligaría a los españoles a retirarse. Como por dos veces consecutivas habían visto verificarse constantemente la llegada y la entrada de los socorros que les ofrecía su General, no tenían motivo ninguno para no fiarse enteramente de su palabra. Después de consultarse los diferentes planos del célebre Mr. de Valliére, de Mr. Gautier, de Cramer, ingeniero español, y otros, tuvo la preferencia de todos el de Mr. Darson, ingeniero francés, que adoptó sin restricción ninguna el mismo Duque de Crillón, que debía mandar el Sitio.

     Salió, pues, Darson de Aranjuez para el campo de San Roque el día 15 de Abril de 82, y halló ya en Algeciras los navíos, preparados de antemano en Cádiz para servir de baterías flotantes, y 170 cañones de bronce que había en el campo de San Roque, al cual llegaron después 50 de Ciudad Rodrigo, componiendo en todo 230 los destinados a aquella nueva y atrevida empresa. Había inventado para ella el ingeniero Darson unas baterías flotantes, a que dio el título de insumergibles e incombustibles, no siendo de corcho y componiéndose de materias todas inflamables, en las cuales un pequeño cañito de agua que había dispuesto para apagar el fuego no podía ciertamente ser suficiente para extinguir el que seguramente debía prender en las pretendidas incombustibles las balas rojas, verdaderamente inflamatorias, que contra ellas preparaba a toda prisa el Gobernador Elliot.

Pretendía también Darson que estas baterías podrían conducirse a remolque, y colocarse así en el paraje proyectado para batir la plaza. Varios oficiales de marina declamaron contra esta invención, fundados en poderosas razones, que exponían con toda vehemencia, pero que no fueron oídas de ningún modo. Con todo, siendo preciso hacer la experiencia sobre la posibilidad de su transporte, se vio no podría efectuarse nunca sin ponerles vela, y fue preciso hacerlo así. En la Secretaría de Estado y en la de la Embajada de Portugal se hallará el original y la copia de la carta de la corte que yo escribí en esta ocasión, diciendo: «Hubiera sido de desear que, así como la necesidad había obligado a probar y verificar la imposibilidad del transporte sin vela, hubiese también precisado a hacer la experiencia sobre los dos puntos esenciales de la incombustibilidad e insumergibilidad que querían atribuirse, y se creía con una fe ciega tuviesen aquellas máquinas.» Yo no dudo que el General y la misma Corte conociesen, cómo todos, la necesidad de hacer esta prueba; pero empeñados demasiado en el proyecto, y casi entabladas las negociaciones de paz, se fiaron demasiado de la fortuna, y prefirieron correr los riesgos de ella jugando el resto, por si un golpe atrevido les proporcionaba la deseada victoria, a desistir de la empresa a vista de toda la Europa y de tan ilustres espectadores, lo cual hubiera sido la precisa consecuencia de la prueba. Así se trata la vida de tantos hombres, sin reflexionar que para uno que llega a la edad de pelear, hay por lo menos cinco que han malogrado todo el cuidado y afanes que sus tiernas madres han puesto para conservarlos, de modo que en cada 1.000 hombres que llegan a la edad de parecer en la guerra, puede contarse la muerte de 6.000. Se habla mucho del cuidado de la propagación, crianza y conservación de la especie humana, al mismo tiempo que se hace infinitamente más por su destrucción, las más veces infructuosa.

     Pero sigamos el hilo de la historia, y perdóneseme esta digresión, muy conveniente, hijos míos (para vosotros para quien escribo esta historia), que si lo merecéis, os podéis hallar necesitados de tenerla muy presente para la felicidad de vuestros hermanos, y, por consiguiente, de vuestra patria cuando lleguéis a empleos de mando.

     Las baterías flotantes eran, pues, 10 navíos muy fuertes, arrasados y reforzados con una doble cubierta a prueba de cañón. Sobre el primer puente se elevaba un tallud desigual, cubierto de planchas de hierro, que eran en mayor número del lado en que estaban las baterías, de modo que las bombas que caían sobre ellas debían rodar luego al mar. Como el peso de la batería estaba todo de un lado, para equilibrarle se puso por lastre en el otro la correspondiente cantidad de plomo. Había dos baterias; la una de 13 y la otra de 14 cañones, y en la popa de cada buque se habían dejado tres grandes comunicaciones para el servicio de la artillería. Los costados de estas máquinas eran de seis palmos de grueso, defendidos con corcho y sacos de lana encajonados, y se habían dispuesto unos conductos para que por ellos pudiese dirigirse el agua a apagar el fuego donde lo hubiese. El General Elliot se preparaba por su pate a contrarrestar estas formidables máquinas, y a este fin hizo abrir en la misma roca varios grandes morteros, como los que hay en la isla de Malta, para disparar un diluvio de piedras sobre los sitiadores cuando se acercasen las baterías o intentasen un desembarco.

     La noche del 14 al 15 de Agosto adelantó el Duque de Crillón la trinchera más de 500 toesas, y se hizo este trabajo con tanta celeridad y silencio, que los ingleses se quedaron maravillados al día siguiente de verlo hecho sin haber oído el menor ruido.

     Escarpado de la parte de Europa el Peñón de Gibraltar, y no habiendo más que una lengua estrecha de tierra pantanosa para llegar a la puerta, como queda dicho, era absolutamente imposible intentar ningún ataque por aquella parte, y así sólo contaba Darson en su proyecto con ella para incomodar a los enemigos que disparasen desde las murallas contra las flotantes, cogiéndolos por el flanco con el fuego de las 22 piezas de cañón que había en la trinchera, la cual cogía todo el frente del monte, de un mar a otro. El proyecto era hacer un fuego violento durante quince días de estas baterías, a razón de 50 tiros por cañón en las veinticuatro horas, que hubieran sido 55.000 tiros al día y 165.000 en los quince en que debía continuarse esta salva. Pasado este término, debían acoderarse las baterías flotantes, para batir el muelle y la punta de Europa. Al mismo tiempo debían hacer fuego los navíos y 20 barcas cañoneras y bombarderas, acoderadas a este fin de la otra parte del monte, para que por todos lados lloviese fuego sobre él. Luego que callase el de las baterías de la plaza, como lo suponían, debían acercarse las flotantes para batir en brecha la cortina que da a la parte del muelle, a fin de emprender por allá el asalto. En consecuencia de este proyecto, empezó la línea su fuego el día 9 de Septiembre, y el 13, a las siete de la mañana, levantaron ya el áncora las baterías flotantes, pasando a acoderarse enfrente del muelle y del campo que tenían los enemigos hacia la punta de Europa. Marchaba a la cabeza de la columna la batería La Pastora, mandada por D. Ventura Moreno, al cual seguía el Príncipe de Nassau dirigiendo la segunda batería, denominada la Tallapiedra. No obstante el vivo fuego de los enemigos, lograron acoderarse a 40 toesas de la plaza, y lo mismo hicieron las otras baterías que las seguían. Empezó el fuego de la trinchera con toda fuerza; pero lo recio del tiempo y otras circunstancias impidieron que los navíos, bombarderas y cañoneras ejecutasen lo que debían por la otra parte de la Punta de Europa, con arreglo al proyecto, sobre lo cual apoyaron mucho su defensa los que estaban interesados en sostener el proyecto, aun después de quemadas las baterías. Después de un fuego recíproco sumamente vivo, suspendió el suyo la plaza; pero, empezándole de nuevo Elliot, con un gran número de balas rojas, logró que éstas pegasen fuego a la batería que mandaba el Príncipe de Nassau, que, aunque lo apagó varias veces, viendo, no era ya posible salvarla de las llamas, después de haber aguantado por más de ocho horas el fuego de bala roja de la plaza, se ocupó en retirar los heridos, no abandonando los restos de su desgraciado buque hasta las doce de la noche. Lo mismo hicieron D. Ventura Moreno y demás comandantes, que se volaron todos, excepto tres, que se quemaron hasta la quilla. Sin los socorros que prestó inmediatamente la grande escuadra de Córdoba, que estaba anclada a la vista de Gibraltar, en la bahía de Algeciras, es probable no hubiera vuelto un solo hombre de los que iban en las baterías flotantes; pero Córdoba envió inmediatamente todas las chalupas y cuantos buques le fue posible para socorrer aquellos valerosos guerreros, habiendo salido también muchos de la plaza, que hicieron unos 500 prisioneros, la mayor parte de ellos heridos. Las relaciones inglesas dijeron pasaban de 2.000 el número de los muertos entre los sitiadores. La Gaceta de Madrid disminuyó mucho este número, que prudentemente puede calcularse entre 1.100 y 1.200 hombres. Iban a bordo de estas baterías 5.012 personas y 212 cañones de bronce escogidos, que se perdieron con ellas.

     Luego que suspendió un poco el fuego la plaza, como queda dicho, envió Crillon un oficial en posta, para dar a S. M. esta agradable noticia, que sólo sirvió de hacer ver su ligereza y de agravar el gran pesar que causó el aviso que llegó pocas horas después, de una desgracia que no sorprendió a los que habían considerado el proyecto desinteresadamente y a sangre fría.

     La Europa estaba en espectativa de este gran suceso, pues, a la verdad, no hay memoria en la historia de una empresa más grande ni mas atrevida. Todos los militares saben que un asalto de una brecha y un desembarco son, cada uno de por sí, las dos acciones más arduas del arte de la guerra. Ahora, pues, el pensar reunirlas en un punto era un atrevimiento reservado sólo a una imaginación francesa.

     Conociendo la situación de Gibraltar, donde había estado varias veces, miré siempre el todo del proyecto como imposible de ejecutar, aun cuando hubiese cesado el fuego de las baterías de la plaza y abiértose en la muralla una brecha muy accesible. En las arenas rojas que están enfrente de donde ésta debía verificarse, tenía Elliot oculta una batería a barbeta de 100 cañones. Esta hubiera callado hasta verificarse el desembarco; pero, ¿qué recurso quedaba a los que le hubiesen hecho cuando, descubriéndola, hubiese roto sobre ellos su fuego a metralla, casi a boca de jarro? ¿Cómo podrían defender entonces su tropa con sus fuegos los buques españoles sin tirar sobre ella misma? ¿Cómo se hubiera efectuado en aquella situación una retirada? Nunca he creído en la posibilidad del proyecto de las flotantes, ni en la del asalto, aun concediendo como una hipótesis llegase el caso de un desembarco. He oído a los mismos ingleses que Elliot estaba admirado de ver el arrojo y el denuedo con que marcharon y se apostaron nuestras baterías flotantes, y que decía que, no pudiendo dejar de conocer los que las conducían la ninguna posibilidad del suceso, daban un ejemplo de valor y de subordinación sin segundo. Es cierto que si Elliot mereció con razón los justos elogios que recibió por la constancia de su defensa, no son menos acreedores a ellos los pobres españoles que con tanto tesón le atacaron por tanto tiempo. Elliot puede contar tantas victorias como días, pues en cada uno lograba su intento, que era la conservación de la plaza; pero el continuar en atacarla diariamente durante tres años y medio, viendo que nunca se adelantaba una pulgada hacía el fin, es una prueba de subordinación y constancia, de que, creo que la historia no nos ofrece otro ejemplo, y que más que nadie conocían y sentían los mismos soldados. Por esto iba cantando un día un pobre fusilero catalán, a quien en la trinchera habían cortado una pierna: Uno a uno, no quedará ninguno. ¡Qué dolor ver sacrificar así semejantes soldados sin fruto!

     Después de esta desgracia, el General Crillon continuó en estrechar la plaza, diciendo siempre, como lo dice en el día, la hubiera tomado, sin la conclusión de la paz, por medio de una mina que había empezado a hacer en el monte de la parte de Levante, y por la cual pretendía se hubiera introducido y sorprendido al enemigo. Este proyecto me parece hermano del de Darson, contra el cual empezó a declamar luego que vio no le salió bien, diciendo a voces, aun a los soldados, para no perder su crédito con ellos, que él no lo había aprobado nunca, que la Corte se había empeñado en que se hiciese, y cosas semejantes, que aun cuando fueran, no parece debieran salir de su boca en estos términos. Yo creo que estos nuevos proyectos del General no inquietarían mucho al Gobernador Elliot, que había sabido desvanecer otros más terribles, de que creo no ha habido aún ejemplo. Como quiera, Crillon sostiene siempre hubiera tomado la plaza por su mina, y como ya en su edad es probable, y de desear, no se vuelva a ver en el caso de tomarla, hace bien en conservar este consuelo para sí, aunque nadie le crea.

     En 1765, en que Crillon estaba de Comandante general del campo de Gibraltar, un horrible huracán echó abajo la cortina del muelle de la plaza. Inmediatamente envió un correo a la Corte, proponiendo atacarlo por allí con sólo mi regimiento que se hallaba allí de guarnición; pero el Rey le desaprobó, y le mandó que, al contrario, les diese todos los socorros posibles y debidos en aquel momento de desastre. Esta hubiera sido siempre la respuesta del Rey Carlos, análoga a su modo de pensar; pero dos años después de una paz como la de 63, en que la España y la Francia habían perdido tanto, hubiera sido un disparate, aun en política (prescindiendo de la felonía), dar motivo a una nueva guerra cuando apenas se hablan empezado a reparar las pérdidas de la precedente. Pero el buen Crillon ha sido, es y será mientras viva brave comme un Crillon y étourdi comme un jeune françois. S. M. le hizo retirar de aquel mando para dar aun a entender más a la Inglaterra cuán desagradable le había sido una proposición que no podrían ignorar, no obstante que la moderación y justicia del Rey Carlos o les permitiese hablar nunca de ella.

     El día 11 de Octubre hubo un huracán tan terrible, que la escuadra combinada, que se mantenía siempre anclada en Algeciras, esperando impedir la entrada de los socorros que escoltaba con la suya el Almirante Howe, padeció infinito, y el navío San Miguel, de 70 cañones, fue a dar contra la misma plaza, y cayó en poder de los ingleses con su Comandante D. Juan Moreno y 600 hombres de tripulación.

     Hallábase ya en ruta para Gibraltar la escuadra inglesa de Howe, compuesta de 36 navíos menos que la combinada que la esperaba. Había yo tenido fletados en Lisboa y otros puertos de Portugal durante toda la guerra, a veces hasta 10 barcos portugueses que, con varios pretextos, pero con el mayor secreto de su verdadero objeto, cruzaban continuamente sobre la costa para llevar avisos a Gibraltar y darlos a los buques nuestros que cruzaban, y con los cuales yo estaba de seguida en correspondencia. Pasó en esta ocasión toda mi escuadra ligera en la mayor actividad, como lo exigía el caso, pues, no obstante la gran desgracia de las baterías flotantes, la falta de refrescos tenía reducida la guarnición a muy mal estado, y si el socorro no hubiera entrado y la guerra hubiese durado, era más probable se hubiese rendido la plaza por este medio que por la famosa mina, en que el Duque hizo trabajar constantemente hasta el último día. Creíase pues, que el mayor servicio del día era retardar este socorro, y así, yo no dejé de emplear cuantos medios me fueron posibles para pasar los avisos puntuales al General Córdoba y al Duque de Crillon. Así es que cuando Howe entró en el Estrecho, había anclados en Algeciras tres o cuatro de mis pequeños buques, que habían ido llegando sucesivamente desde que se presentó en la altura de Oporto, para dar noticia de su movimiento, y dos correos en San Roque, que había yo enviado a Crillon para duplicarle con seguridad estas mismas noticias por tierra. Había yo dado orden a mis buques ligeros de que a todo navío inglés que encontrasen le dijesen se había ya rendido Gibraltar, y que la escuadra combinada, que efectivamente constaba de 46 navíos, se hallaba anclada en el puerto. Mi ánimo era retardar los socorros por este medio, pues como se trataba de estar reducidos a un último extremo, uno o dos días de retardo podía decidir la rendición y producir en la incertidumbre del mar alguna mutación de tiempo que alejase o perdiese la flota, o a lo menos su convoy, que era el punto más esencial. Efectivamente, tuve después la satisfacción de saber que mis emisarios se habían conducido con arreglo a mis órdenes, y que la misma escuadra inglesa estuvo indecisa y cruzando en el Cabo de San Vicente, por haber tenido repetidas noticias conformes a las que yo quería la llegasen. Así lo dijo en Lisboa un oficial que vino dos o tres años después, y que se quejaba de los dos buques portugueses que les hablan dado aquellas noticias uniformes, y que vi eran mis emisarios.

     El temporal, que yo esperaba viniese a nuestro socorro por este medio, deteniendo el convoy inglés, vino efectivamente, pero fue para favorecerle.

     Hallábase Howe a la boca del Estrecho el día 11 de Octubre, y la tempestad, de que arriba se ha hecho mención, fue favorable para que cuatro navíos de los 31 que componían el convoy pudiesen entrar a toda vela en Gibraltar. La escuadra combinada había padecido tanto, que no le era posible levantar el áncora para oponerse al enemigo. Este, forzado por el viento, tuvo que pasar al Mediterráneo, y entonces favoreció la entrada del resto del convoy. Parecía no había qué desear, viendo a los enemigos forzados a pasar el Peñón. La escuadra combinada, reparadas lo mejor que se pudo las averías, corrió sobre la inglesa; pero una densa niebla, y la mutación del viento al Este, hizo que ésta pudiese tomar la delantera a la combinada, que pasó el Estrecho para perseguirla y la avistó el 19. Empezaron a cañonearse las dos escuadras; pero la inglesa, aunque superior entonces, porque 12 navíos de la combinada habían quedado atrás, huyó a fuerza de vela, y se batió en plena retirada, por más que el General Howe dijese en la relación que envió a Inglaterra queja escuadra combinada había disminuido sus velas, rehusando empeñar el combate. En primer lugar, el objeto del Almirante inglés no era dar un combate en aquellos mares, logrado su fin, cuando tenía consigo todo el resto de las fuerzas británicas. En ello hubiera hecho una falta militar y política muy crasa en aquellas circunstancias, aun cuando por fortuna hubiese ganado el combate, pues ésta es caprichosa e incierta, y la conducta de un General debe ser reflexionada, combinada y tan prudente como atrevida, según las ocasiones. En segundo lugar, puesto que el cañoneo se empezó al anochecer y duró hasta las once de la noche, ¿quién le impidió a él mismo esperar la línea de batalla para el día siguiente en vez de continuar toda la noche a fuerza de vela, de modo que al amanecer, como más veleros, se hallaron a cuatro leguas largas de la escuadra combinada, sin que ésta, que la siguió con tesón, pudiese alcanzarla? A más de esto, la separación precipitada de la retaguardia inglesa, que se fue a la isla de la Madera, denota más una huida a uña de caballo, como suele decirse, cada cual por donde pueda, que una disposición de un combate no verificado por rehusarlo el enemigo. El comodoro Johnston lo dijo así bien claro en el Parlamento, y Howe, no obstante su relación, no se atrevió a contradecir el hecho. Esta relación de Howe y la dada por Parcker después del combate de los holandeses en Bogger-Banck se hicieron más para conservar en el público, y sobre todo en la nación, la idea de su superioridad e invencibilidad en todos los mares, que para dar como militares una noticia exacta de lo que efectivamente pasó en estos dos encuentros. Decía el gran Rey de Prusia que las acciones militares de los ingleses se calculaban por los partidos del Parlamento.

     Así escaparon Gibraltar y la escuadra, favorecidos por los elementos, de una ruina que, sin ellos, parecía inevitable, sobre todo la de la escuadra metida en el Mediterráneo a vista de fuerzas tan superiores. La Inglaterra conocía bien a todo lo que se exponía, pues desde principios de Septiembre estuvo Howe indeciso, sin atreverse a salir de la Mancha, cruzando con varios pretextos ya en los mares de Holanda, ya en los de Irlanda.

    La escuadra de Córdoba había apresado y enviado a Brest en 26 de junio 18 navíos de comercio del convoy inglés de Quebeck, y esto, y la acción de Gibraltar, fueron los dos principales sucesos de este último año de la guerra en los mares de Europa.

    Reforzada de municiones y víveres la plaza de Gibraltar, debían ya mirarse como ilusorias todas las esperanzas que daba el Duque de Crillon, fundadas en sus nuevos proyectos, y pareció deber renunciarse al sitio formal de esta plaza, que es ya el decimotercio que ha padecido.

 

 

Capítulo IV

Que comprende desde la guerra, empezada en 79, hasta la Paz, concluida en 1783.

 

     Aunque se habían empezado negociaciones de paz, se continuaban, como si no existiesen, los preparativos vigorosos para la próxima campaña. El Conde d'Estaing fue nombrado para pasar a Cádiz a tomar el mando de la escuadra y tropas combinadas que debían transportarse a América para atacar la Jamaica. Salió a este fin con dirección a Cádiz un convoy, compuesto de 30 buques de transporte, en que iban 7.500 hombres, de tropas de desembarco, escoltados por nueve navíos de línea, y como Cuartel Maestre General de esta expedición, iba en ella el singular Marqués de la Fayeta. Aunque el Rey Carlos no gustaba personalmente de él, le había destinado, con acuerdo del Conde d'Estaing (que me lo ha dicho últimamente en París), para mandar en la Jamaica, en caso de tomarse, porque (decía S. M.) no era bueno sino para tratar con gentes rebeldes. La experiencia ha continuado en justificar el tino y acierto de nuestro Soberano en el concepto que hacía de las gentes y el perfecto conocimiento que tenía de los hombres y del corazón humano.

     Entretanto, se adelantaban en Londres las negociaciones de paz, y el Rey, el lord Selburn y el lord Grantham, Ministro de Estado, muy honrado y afecto a España, donde se hallaba de Embajador en 79, al tiempo de la declaración de esta guerra, llegaron a ponerse de acuerdo con las Cortes de París y de España sobre el arreglo de las proposiciones de paz, cediendo Gibraltar a la España, con la condición de añadir la restitución de todas las islas tomadas en América, menos la de la Guadalupe. El Conde de Aranda creyó que la posición ventajosa de esta isla abría la puerta de la América a los ingleses, y que de ningún modo compensaba esta ventaja la cesión que nos hacían de Gibraltar, y así tomó sobre sí el suspender la conclusión de estas condiciones, no obstante que tenía la orden de su Corte para adoptar este cambio, y me ha dicho el mismo Conde creía era éste uno de los mayores servicios que había hecho en su vida a la nación, y aun a la Casa de Borbón, cuyos vasallos no hubieran podido navegar a sus islas sin pasar por el registro inglés. Así lo reconoció la Corte de Francia, y el Rey dijo en esta ocasión al Conde de Aranda: Mr. l'Ambassadeur, nous n'oublierons jamais les obligations que nous vous avons en cela.

     Conociendo el nuevo Ministerio inglés que ya no era posible lisonjearse de poder reducir las colonias; que la Inglaterra se hallaba con 24 millones de libras esterlinas de deuda, cuyos réditos absorbían más de la mitad de sus rentas anuales, y que sólo la Casa de Borbón reunida, sin contar la Holanda, tenía sobre 40 navíos más que ella, resolvió al fin reconocer la independencia de la América, lo que hizo el Rey el 5 de Noviembre de 82 a la apertura del Parlamento, en los términos siguientes, que merecen no olvidarse:

     «Para consentir la separación de las colonias americanas de la Corona de estos reinos, he sacrificado toda consideración particular a los deseos y a la opinión de mi pueblo. Dirijo a Dios Todopoderoso mis humildes y ardientes súplicas, rogando al Omnipotente que la Gran Bretaña no sienta algún día los males que deben resultar de un desmembramiento tan grande de su Imperio, y que la América pueda descansar segura bajo un Gobierno que no es más que una anarquía. De cualquier modo, la misma religión, lengua, sangre e intereses formarán, como lo espero, una unión constante entre la madre y los desnaturalizados hijos.»

     Dado este paso, vino a París, en calidad de Ministro plenipotenciario, D. Alejandro Fitzherbert (hoy Embajador en España con el título de Mylord Saint Elen), y pasó a Londres con el mismo carácter D. Ignacio Heredia, Secretario que era de Embajada en París. Firmáronse, pues, en Versailles el 20 y 21 de Enero de 83 los tres Tratados de paz: el uno entre la Inglaterra y los Estados Unidos de América, el otro entre la Inglaterra y la España, y el tercero entre la Inglaterra y la Francia, de cuyos Tratados se hallará el pormenor en la nota 24.

     Hizo después la Inglaterra su Tratado particular con la Holanda, y quedó por este medio pacificada toda la Europa. En uno de los artículos de dicha Convención, hecha entre la Inglaterra y los Estados Unidos de la América, se dice que la navegación del gran río Mississipí será abierta y común a ambas naciones, siendo así que los ingleses ya no poseían nada sobre él ni sobre aquellas costas, y que los españoles eran dueños de su embocadura y de toda la última parte de su navegación. Este artículo será probablemente la manzana de la discordia entre los españoles y americanos, y el primer motivo o pretexto para hacer la guerra en aquellas regiones e internarse lo posible en las posesiones españolas, y entonces volverán a hacer causa común los ingleses y los americanos, en perjuicio de la España. Esta potencia logró, a la verdad, más que la Francia en la paz de 83, que es la más ventajosa que ha hecho en el siglo para sus intereses verdaderos. Aunque gastó mucho en la guerra, tuvo también la ventaja de que la mayor parte del gasto no saliese de sus dominios, pues no la hizo sino por mar y en Gibraltar, lo que disminuye y hace menos sensible la pérdida en la masa total de la circulación, que fue dentro del reino. Había cedido España en la paz de Utrecht los Países Bajos, sus Estados de Italia, Mahón y Gibraltar, y se vio obligada a recibir el oneroso tratado exclusivo de la venta de negros en el de 1720, cuando la cuádruple alianza. En 48 confirmó los privilegios de los ingleses en la de Aquisgrán. En la de 63 ya hemos visto lo mucho que perdió en poquísimo tiempo. Pero al fin quiso Dios que el justo Carlos III hiciese su última paz en términos que su corazón pudiese consolarse en algún modo del dolor que le causaba siempre la necesidad de deber hacer la guerra. La Prusia y la Corte de Viena, y particularmente esta última, tuvieron gran deseo de ser mediadoras en esta paz; pero sólo lograron en ella una intervención honorífica, pero inactiva, que les satisfizo bien poco.

     Desembarazado el Rey Carlos de los cuidados desagradables de la guerra, continuó en dedicarse todo a los que eran más conformes a su genio, y a la felicidad interior de sus pueblos, que fue siempre su primer objeto.

     Llegaron felizmente a Cádiz 32 millones y 700 mil pesos fuertes, detenidos en los puertos de América durante la guerra, y continuaron en ir entrando sucesivamente por medio del comercio libre los caudales que producía esta nueva circulación.

     En medio de estas satisfacciones, tuvo el Rey la pena de ver morir en Aranjuez, en 83, un segundo nieto con que la Providencia había querido reemplazar la pérdida del primero, para probar su constancia; pero hallándola siempre la misma, quiso recompensarla en aquel mismo año con un doble fruto de bendición. Parió, pues, la Princesa en La Granja dos niños robustos y hermosos, que, colocados en una misma cuna, hacían las delicias y admiración de todo el público, que, sin distinción de personas, se permitió por mucho tiempo entrase a verlos. No es posible explicar el gozo de aquel respetable anciano al verse con dos nietos a un tiempo; pero sólo le duró un año tuvo este gran consuelo. Al cabo de él, le dio la Divina Providencia otro tercero, a quien se le puso el nombre de Fernando; pero éste, que era el tercero de su familia cuando nació, cuando su madre fue a misa de parida, era ya Príncipe de Asturias (de lo cual creo éste sea el primer ejemplo), y como tal se le ha jurado en 89. Los dos gemelos, que habían empezado a desmejorarse visiblemente, murieron en los cuarenta días del sobreparto de la madre. A más de este robusto nieto nació otro, llamado Carlos, en el mes de Marzo de 88, que, a Dios gracias, se conserva bueno, como su hermano Fernando. Es muy sensible que no se piense con más tesón y menos respetos humanos y precauciones en conocer y corregir desde luego la causa de la desgracia que han experimentado los hijos varones de este matrimonio. El asunto es de tanta importancia, que todo cuidado y diligencia es poco para lograr destruir ese humor picante que se ve traen consigo, sin culpa de sus padres, y cuyo origen no sería difícil hallar en su anterior generación materna, si no se olvida la verdadera causa de la muerte de su abuelo.

     También sería de desear pensasen de otro modo nuestros Soberanos sobre la inoculación, cuando en menos de tres meses han visto perecer de la viruela, en 88, cuatro Príncipes de su familia y la de Portugal, y que saben son tan nocivas en ambas.

     Había el Rey establecido la paz entre la Puerta y los napolitanos cuando gobernaba felizmente aquellos reinos, y aunque en España había habido una interrupción total, y aun inconvenientes invencibles para renovar este comercio, no obstante de haberlo intentado el Cardenal Alberoni, estos mismos obstáculos eran para el Rey, que gustaba de vencer dificultades, otros tantos estímulos, si los hubiera necesitado su deseo de hacer el bien y su máxima constante de Homo sum, nihil mihi alienum puto.

     Envió, pues, a Constantinopla a D. Juan Buligni, que dicen conocía aquel país, y, no obstante las dificultades que le movieron las demás potencias, que no querían nuevos rivales en aquel comercio, concluyó con el Gran Visir Hagit Seid Mahomet, en 14 de Septiembre de 83, un Tratado, que se ratificó después.

     Establecióse por él la paz perpetua acostumbrada, Cónsules españoles en todas las escalas de Levante, comercio recíproco pagando los derechos que las demás potencias amigas y protección especial en las peregrinaciones que hiciesen los españoles a Jerusalén.

     Acmet IV, que ocupaba el solio otomano, se vio precisado a ceder a la Czarina la importante isla de la Crimea, de que sacaba su mejor caballería, y en que había al pie de dos millones de almas. Como esta conquista abrió a la Rusia los mares, y aun las puertas de Constantinopla, pensó le convenía hacerse otros amigos, que, interesados en que no extendiese tanto sobre ellos sus dominios por el Mediodía, se opusiesen a sus conquistas, y así entró con gusto en esta nueva alianza de la España, a pesar de las intrigas de las otras Cortes, que deseaban no tuviese efecto. Aunque el Gran Señor repugnó lo que pudo la cesión de la Crimea, falto de Generales, amenazado por el Emperador y persuadido por el Conde de Saint Priest, Embajador de Francia en la Puerta, le fue preciso conformarse a sus circunstancias. El Conde de Saint Priest, mi amigo, hombre hábil, activo y firme y honrado, se manejó en esta negociación con la mayor sagacidad y acierto, y para que se vea cuán necesaria es la precaución en todos los que manejan asuntos importantes, quiero poner aquí lo que él mismo me ha contado le sucedió en esta ocasión, añadiendo fue una de las cosas que le facilitaron más el desempeño del asunto.

     El Ministro de Inglaterra, que estaba entonces en Constantinopla, tenía la costumbre, como todos los de su nación, de trabajarlo todo por la mañana, y comer tarde, como todos los ingleses, porque lo hacía de modo que no quedaba para trabajar después hasta el día siguiente. Tenía dicho Ministro un criado francés, al cual daba la llave de su gabinete de trabajo para que limpiase el cuarto mientras que él comía. El criado vio un día un despacho en que se hablaba de la Francia, y le pareció que, como francés, debía comunicarlo al Embajador de su nación, y así lo hizo, prometiendo a Saint Priest, que no le conocía, continuarlo, sin otro interés que el de servir a su patria. Lo ejecutó, pues, tan constantemente, que Saint Priest tuvo desde entonces copias exactas de todos los despachos del Ministro inglés antes que saliesen de Constantinopla, dándole esto la superioridad que deja conocerse para seguir con acierto su negociación. Hace años he oído al Conde de Aranda que el criado que limpiaba su cuarto de trabajo era siempre uno que no supiese leer ni escribir; y ahora puede añadirse será bueno no sea nuevo, ni extranjero. El suyo no lo era nunca que podía evitarlo.

     Quería el magnánimo corazón del Rey hacer una paz general con todas las potencias barbarescas, y lo manifestó así a la Puerta; pero ésta, no teniendo ya hace tiempo la misma influencia que antes sobre los argelinos, no pudo hacer lo que hubiera querido en esta parte. Pensó, pues, S. M. reducirlos por la fuerza, y, a imitación de Luis XIV, que un siglo antes había bombardeado a Argel, quiso repetir aquella escena, no obstante el mal suceso de la de 75. El Rey de entonces hizo decir al Rey de Francia que para qué se había cansado en ir allá sólo para matarle 6.000 hombres; que con la mitad de lo que le había costado la expedición, que él le hubiera dado, le hubiera enviado doble número de cabezas. Si alguno hubiese referido este dicho al Rey, acaso hubiera empezado por donde acabó, y hubiera ahorrado mucho dinero, crédito y alguna gente. No hubiera, a más de esto, aguerrido a los moros y enseñádoles a tener, y hacer uso de las barcas cañoneras y bombarderas, que jamás hubieran conocido sin esto. En el año de 62 despertamos a los portugueses, que sólo desde entonces tienen ejército y marina, y en 83 y 84 hemos aguerrido y disciplinado a los moros; y éste es el único fruto que hemos sacado de las expediciones de Portugal y Argel. A la verdad, es difícil tener vecinos menos incómodos y más leales.

     En fin se resolvió saliese a bombardear esta plaza D. Antonio Barceló, que, aunque excelente corsario, no tiene, ni puede tener, por su educación, las calidades de un General, y que, por consecuencia, no se manejó como tal en éste y en el siguiente bombardeo de Argel.

     Llegó el 29 de julio de 83 a aquella bahía con seis navíos de línea, tres fragatas, dos galeotas, tres bergantines, nueve jabeques, tres balandras, 20 barcas cañoneras, 20 bombarderas, seis faluchos y ocho brulotes, fuerzas que, bien manejadas, hubieran podido tener otras resultas. Empezó sus operaciones el 1º de Agosto; tiró 380 bombas con poco efecto, y he oído decir a una persona de verdad que se ha hallado después en la plaza que muchas iban cargadas de tierra. A la verdad que esto, en vez de ser un cargo contra Barceló, sería una sospecha fundada de la mala intención de los que iban a sus órdenes, y de los efectos de la emulación que había entre los oficiales de marina y este oficial de fortuna, que de mero Capitán del jabeque Correo de Mallorca, hizo tan distinguidas presas sobre los moros, que el Rey, sin saber leer ni escribir sino su nombre, le elevó hasta el supremo grado de Teniente General, para el cual no tenía este valerosísimo marino las mismas calidades que para el corso. Duró ocho días esta fiesta de pólvora, demasiado costosa y larga para lo poco que divirtió a los moros y que utilizó al que la pagaba.

     Repitióse, no obstante, con más fuerza y con anticipación el año siguiente de 84, pues se decía que el anterior se había salido demasiado tarde para aquellos mares. Se unió a nuestra escuadra una división de la marina portuguesa, mandada por el Brigadier Ramírez, y en que iba el Mello Brainer, que hemos visto tomó el navío Vangarcia en 66 sobre la isla de Santa Catalina. Los malteses auxiliaron también la expedición, como lo habían hecho el año antecedente. El efecto fue el mismo, con más testigos y riesgo, pues los moros presentaron una línea numerosa de lanchas cañoneras y bombarderas, que estuvo en poco no cortasen a las nuestras. El 17 de julio se repitió la misma retirada que el año anterior, con aumento de gasto y vergüenza, pero no de fruto.

     La Puerta otomana y el Rey de Marruecos insistieron en persuadir a los argelinos, que al fin entraron en negociación, y habiendo pasado a Argel, bajo bandera de tregua, cinco navíos de guerra españoles, a las órdenes del jefe de escuadra D. Josef de Mazarredo, logró éste se firmasen el 16 de julio de 85 los preliminares de la paz.

     No se hizo en esta ocasión a Mazarredo toda la justicia que merecía el celo con que había desempeñado su comisión. Intervino antes en ella un francés intrigante, que se decía Conde de Expilly, y que había introducido y recomendado a nuestro Ministerio otro francés, no menos intrigante que él, que se hallaba condecorado a nuestro servicio, y que había tenido la fortuna de hacer uno importante en la última guerra, como lo hemos dicho arriba. Deseoso este francés de ganar y tener él solo la gloria de esta obra, usó de mil ardides y embustes, hasta falsificar la traducción de algunos artículos del Tratado, y apropiarse parte de los regalos que llevaba para los Ministros de la Regencia, de modo que, reconocido así por los mismos moros, se ha visto precisado a no volver allá. Con todo, nuestra Corte, por no confesar ha sido engañada, ha sostenido y dado pensiones a este francés, a quien mejor que nadie conoce el mismo Ministerio. La manía de querer conservar en el público, sin conseguirlo, el concepto de infalibilidad, es aún más dañoso en los Gobiernos que en los particulares; pero como éstos son los que deciden de aquéllos, es muy difícil no se resientan de sus faltas. Más vale decir: Me han engañado, pero lo he conocido, corregido en tiempo y castigado al que me engañó, que soñar que me creen infalible y premiar al impostor, mientras los demás lo conocen, se ríen de mí, y critican con razón mi injusticia y mi vanidad, y se animan con mi impunidad a hacer otro tanto. Es un error el temer que, sin esto, no hallaré proyectistas, porque verán no los sostengo. Los malos huirán de mí; pero los buenos acudirán con doble confianza, y nada perderá en ello el Estado ni el Ministerio.

     Me ha asegurado persona de toda verdad que ha pasado últimamente muchos años en Argel y ha tenido conocimiento e intervención en todos estos asuntos, que a la hora de ésta, por la mala fe de este francés, llegaban ya a 50 millones de reales lo que costaba a la España la paz con la Regencia. Uno de los principales móviles de ella fue el actual Bey, hombre de talento, que se hallaba de Ministro del Interior, y que había estado en España, donde fue muy bien tratado. Deseaba el Rey fuesen comprendidos en este Tratado de paz su hijo el Rey de Nápoles y su sobrina la Reina de Portugal, a cuyo fin envió el primero a Argel a D. Thomaseo, oficial de marina, y fue por parte de Portugal Mr. de Landerset, Coronel del regimiento de Algarbe, de infantería; pero ambos se restituyeron a sus Cortes sin poder concluir nada. El día 14 de junio de 86 se finalizó sólo por parte de España el Tratado definitivo con Argel, habiendo precedido otro, convenido el día 10 de Septiembre del año anterior, con la Regencia de Trípoli, a que sucedió después de algún tiempo el Tratado con la Regencia de Túnez, que era el único que faltaba para estar en plena paz con las potencias barbarescas.

     Es, a la verdad, una cosa vergonzosa la dependencia y feudalidad en que los bárbaros africanos tienen a las potencias marítimas de la Europa, ejerciendo sobre ellas una piratería infame, o rescatándola por un tributo indecente, por más que se colore con el nombre. Una declaración conforme de parte de todas las potencias marítimas a todas las potencias barbarescas, en que se les intimase: 1.º, que no se daría cuartel a ningún corsario, y se le echaría a pique con la gente; 2.º, que no se rescataría ningún cautivo; 3.º, que se trataría y recibirían sus bastimentos en los puertos y mares como a los demás, siempre que comerciasen como ellos, sería un medio infalible de contener este abuso. Pero las potencias que hacían este comercio exclusivamente sostenían el corso para conservarlo, y esto sólo puede haber imposibilitado esta idea. Nosotros, como tan vecinos de la África, deberíamos reflexionar hasta qué punto podía convenirnos el que los moros saliesen de su barbaría y extendiesen su comercio y potencia marítima, que nos podía ser muy dañosa con el tiempo, si aquel vasto país llegaba a civilizarse y a figurar por Tratados como las potencias de Europa.

     Al mismo tiempo que el Rey se empleaba en extender los límites del comercio o industria de sus puertos, se ocupaba con no menos cuidado en corregir todos los abusos de que tenía conocimiento, aun en materias eclesiásticas, conociendo, y con razón, que cuando esto se hace guiado por un espíritu de verdadera religión y del deseo de mantener su pureza para no exponer su conservación, y no por un espíritu de irreligión y de ateísmo, disfrazado con la máscara de una aparente filosofía, entonces, lejos de perjudicar, contribuye a consolidar y mantener la misma religión en la pureza que exige la verdad de ella. Consiguiente, pues, a estos verdaderos principios, solicitó y obtuvo de la Corte de Roma un Breve, por el cual se dejaba a la libre disposición de S. M. una parte de los frutos, que no exceda de la tercera, de las prebendas y beneficios no anexos a Curas de almas, y que fuesen de la nominación real, siempre que queden 200 ducados de oro de Cámara en los Beneficios que exijan residencia, y 100 a los que no lo exijan, como puede verse en el Breve original del Papa y en la carta circular del Rey, de fecha de 8 de Diciembre de 83, que había enviado con él, de orden de S. M., a los Obispos del reino. El objeto de esta concesión (que sólo debía entenderse con los Beneficios que vacasen en lo sucesivo) era únicamente el socorro de los pobres verdaderamente necesitados, por medio de hospicios y de establecimientos igualmente económicos que útiles. Escogió S. M. para su dirección a D. Pedro Joaquín de Murcia, mi amigo, que hizo a este fin varios planos, que probablemente hubieran tenido más efecto si no hubiesen sido tan en grande, y si hubiese puesto en ellos más inteligencia y economía.

     A vista de las desgracias que había experimentado S. M. en la pérdida repetida de cuatro nietos varones, y teniendo presente lo que al principio del siglo había padecido la lealtad de la nación española para colocar en el trono de ella a su legítimo heredero, y reflexionando también sobre lo que acababa de suceder al desgraciado Infante D. Luis, creyó S. M. deber asegurar más y más la sucesión del Trono de España dando estado competente a su hijo tercero el señor Infante D. Gabriel. Consultando, pues, sólo la razón, la naturaleza y la justicia, puso aparte todas aquellas políticas mal entendidas que habían impedido hasta entonces el matrimonio a los Infantes de España. Resolvió casar al expresado Infante D. Gabriel con la Infanta Doña Mariana Victoria, hija de la Reina de Portugal, y dar en cambio a la Infanta Doña María Carlota de España, hija primogénita del Príncipe de Asturias, por esposa del Infante Don Juan de Portugal, hijo segundo de la Reina. Tenía este Príncipe el Mayorazgo del Infantado, propio de los hijos segundos de los Monarcas portugueses; pero al Infante D. Gabriel le faltaban rentas para poderlo establecer de modo que sus hijos tuviesen una decente subsistencia. A este fin, secularizó S. M, con dispensa del Papa, y de acuerdo con el Gran Maestre de la Orden de San Juan, y estableció hereditario en la línea del Infante el gran Priorato de la Orden de Malta, que poseía dicho Príncipe. Con esto y otras cosas le aseguró una renta de unos cuatro millones de reales. A más de las ventajas que hemos visto arriba tenía el establecimiento del Infante para asegurar en todo evento la tranquilidad futura del reino, presentaba también la de reunir de nuevo las dos familias de España y Portugal, que, no siendo una, deben estar íntimamente unidas, y procurar juntar algún día los dos reinos, séase sobre la cabeza de un Borbón o sobre la de un Braganza. Sea el que se fuese el nombre del Rey de España y del de Portugal, deberán siempre, si son buenos, conocer la necesidad de la unión de ambos reinos. Verificada ésta en la Europa, pocos dominios, útiles y bien situados y entendidos en la América, será el modo más seguro de que la Península entera de España, que toda lo es, sea verdaderamente feliz, rica, comerciante y respetada en la Europa, sin pensar jamás en extender sus dominios más allá de los Pirineos, que los hace tan independientes del continente como a la Inglaterra, siempre acredita en moderación con su conducta.

     Penetró inmediatamente toda la Europa, empezando por la Francia, la fina política de nuestra Corte, y así el Conde de Floridablanca trató este asunto con el mayor secreto hasta que estuvo enteramente concluido. Todo el cuerpo diplomático estaba inquieto y curiosísimo de ver las repetidas y misteriosas conferencias del Conde con el Marqués de Lorizal, Embajador de Portugal, y llegó a tanto su impaciencia, que los Embajadores de Francia y Nápoles se explicaron con el Ministro y le manifestaron la inquietud en que estaban de aquel misterio. El Conde les respondió podían estar tranquilos y tranquilizar a sus Cortes, pues el asunto de que se trataba no tenía la menor conexión con los suyos. Como acababa de convenirse un arreglo de comercio y de tarifas entre ambas Cortes, los más atribuyeron a esto las conferencias a vista de las respuestas del Conde, que en general no es muy comunicativo en los asuntos, y que es probable hiciese correr esta voz para dormirlos. La Corte de Nápoles, luego que supo las resultas verdaderas de aquellos misterios, se manifestó muy ofendida, y quiso llamar, y aun mandó retirar a su Embajador el Príncipe de Raffadale, porque no había penetrado y avisado el misterio. Por otro lado, creía que en este Tratado había algún artículo secreto, contrario a sus derechos y a los de su rama; pero el Rey Carlos no permitió al Embajador entregase sus recredenciales, y así le conservó a su lado como Embajador, contra la voluntad del hijo, que le dejaba sin hacer caso de él, ni atreverse a contradecir a su padre. Después de la muerte de S. M., el Príncipe se ha establecido en España, donde es actualmente Mayordomo mayor de la Reina.

     La Francia, aunque callaba, no veía con gusto acercarse tanto las dos Casas de España y Portugal, y así, cuando yo estaba en Lisboa, vi constantemente que el sistema de los Embajadores franceses era hablar de la desproporción de la edad entre el Príncipe del Brasil y su tía la Princesa; de la imposibilidad de la sucesión; la necesidad de ella; la posibilidad de la disolución del matrimonio, alegando los ejemplares de Polonia, todo con la mira de que no cayese en nuestra Infanta y en su línea la sucesión del reino. También decían que el Infante D. Juan no podría tener sucesión de nuestra Infanta, porque era muy chica y delicada, lo cual me ha repetido a mí mismo en Versailles la Reina, a quien la había persuadido sin duda el Marqués de Bombelles, Embajador en Portugal. La divina Providencia deshizo el primer matrimonio del Príncipe del Brasil; pero de un modo inesperado y el más contrario a sus miras, pues asegura a la Infanta Carlota y su línea la posesión de la Corona de Portugal, habiendo muerto desgraciadamente de las viruelas el Príncipe del Brasil, D. Josef, sucediéndole su hermano único D. Juan.

     Muchas veces se quejaba conmigo doña Emilia O'Demsi, camarista de España, que quedó en Portugal con la Infanta, de la suerte de ésta, reducida a ser una segundona en Portugal, y yo siempre le decía: Calle, señora, el Príncipe del Brasil no ha tenido viruelas, y es muy sanguíneo y expuesto a un garrotillo. Es verdad que ni le deseé uno ni otro, ni contaba con el suceso, pues sólo lo decía para consolarla, y que, a la verdad, el Príncipe difunto y su esposa eran dignos de otra suerte, y nadie se la desearía más feliz que yo, por lo que les quería.

     Comisionados como Embajadores extraordinarios para efectuar estos reales desposorios los dos Embajadores que se hallaban entonces en ambas Cortes, el Marqués de Lorizal en la de Madrid, y yo en la de Lisboa, hicimos las funciones correspondientes a este fin, y efectuamos las bodas, en Madrid el 27 de Marzo de 85, y en Lisboa el 11 de Abril, retardándose esta última por haber caído con sarampión el señor Infante D. Juan, que poco antes había tenido sus viruelas.

A más de la relación manuscrita y detallada que yo he hecho en Lisboa de todo lo acaecido en estos desposorios, y que se hallará en mis papeles, hay otra, impresa en Madrid, por Eduardo Malo de Luque, nombre supuesto, y anagrama del Duque de Almodóvar, que es su verdadero autor. Este señor, como queda dicho, vino como Mayordomo mayor a Badajoz para el cambio de las dos Infantas.

     En esta ocasión tuvo el Rey el pesar de que muriese en Arenas, el 7 de Agosto, su hermano querido el Infante D. Luis, de quien queda hecha anteriormente particular mención.

     Continuaba en prosperar el nuevo comercio libre de América, a pesar de los muchos enemigos que tenía este nuevo sistema, y en 85 se vio que se habían despachado en géneros 21.742.000 pesos fuertes y que habían entrado 6.317.600.

     A vista de esto, deseando S. M. extender más el comercio, propuso la actividad de Cabarrús un plano para, una nueva compañía de Filipinas, agregando a ella la antigua de Caracas.

     El Conde de Floridablanca y el Ministro de Hacienda, D. Miguel de Muzquiz, apoyaron este buen pensamiento, cuya utilidad conoció desde luego su penetración, y S. M. se sirvió expedir la Cédula de creación en el año de 85. Si la España hubiera tenido la fortuna de conservar por más tiempo el Ministro Muzquiz, que, con el señor Conde de Floridablanca, trabajaban de común acuerdo por el bien, esta Compañía y el Banco de San Carlos hubieran prosperado infinito y hubieran consolidado en el reino el espíritu de circulación y comercio, que le son absolutamente necesarios, y establecido un crédito en toda Europa. Con él, siendo la potencia que tiene más recursos en sí en este continente y en América, hubiera tenido en todas ocasiones a sus órdenes, sólo con la buena fe, establecida y consolidada como se debe, todo el dinero de la Europa cuando lo hubiese necesitado, con preferencia a todas las demás potencias. Así ven las cosas los Ministros grandes, dignos de serlo; pero no los que no se han criado para esto, ni tienen las calidades necesarias para ello, y se limitan a pequeñeces y personalidades, en perjuicio del bien del Estado. Así lo ha hecho en estos dos establecimientos el actual Ministro de Hacienda, Conde de Lerena. Se halló elevado este hombre, de ningún talento ni nacimiento, en solos cinco años, al Ministerio desde la plaza de Comisario de guerra, sin más mérito que haberle protegido el Conde de Floridablanca, por haberle creído firme, desinteresado y dócil, y suponer sería reconocido, calidades buenas, pero que, solas, no forman un buen Ministro de Hacienda. Enemigo personal de Cabarrús, dio oído a cuantos chismes le contaron de él, y creía ciegamente todo lo que le decían los gremios, enemigos declarados suyos y de este nuevo establecimiento, que era su rival, y les quitaba la ventaja de ser dueños del comercio de España y la de ser el único cuerpo a que el Ministerio podía acudir en cualquier apuro de la Corona. Olvidado de lo que debía al Conde, llegó hasta quererle desacreditar, y al fin tuvo que pedirle mil perdones y su apoyo. Dicen le respondió el Conde, riéndose: Vaya usted, vaya usted; ya le he dicho mil veces, y debe conocerlo ya, que no puede andar solo. No salgo garante del dicho, aunque tiene todo el carácter del sujeto a quien se atribuye. Se declaró abiertamente contra Cabarrús, y, sin decir el motivo, le tiene encerrado en un castillo hace más de catorce meses, sin haberle hecho proceso, con escándalo de toda la España, y aun de la Europa entera, que dice le juzgue y le ahorquen o le den libertad. Pero estos son hechos personales, que serían menos malos si no hubiesen tenido influencia en los asuntos públicos; pero no fue así. La enemistad contra Cabarrús procede, entre otras cosas, de la superioridad de luces que conoce en él y de la ambición y miras que él no oculta, y que ve el Ministro pudieran resultar en su perjuicio, y así, no es extraño se resintiese Cabarrús de sus efectos en todo lo que dependiese de su enemigo poderoso. El Banco y la Compañía de Filipinas eran los dos puntos de ataque, y contra ambos se encarnizó su adversario. Hizo perder en ocho días más de seis millones de reales al Banco en una operación mal entendida que mandó ejecutar en París, retirando los billetes que tenía en la Compañía de Indias, sólo por desacreditar a Cabarrús, que los había impuesto con todas las aprobaciones necesarias, y los ganó la casa de comercio francesa que los compró, como lo avisé yo a la Corte. A la Compañía de Filipinas le dio otro golpe capaz de arruinarla. Siendo uno de sus principales ramos el comercio de las muselinas, de que tanto consumo se hace en España, y estando su entrada rigurosamente prohibida en el reino, luego que llegó el primer cargamento de ellas, de cuenta de la Compañía, mandó levantar la prohibición de los extranjeros. Véase si puede hacérsele la guerra con más descaro. El que quiera ver más en detall éste y otros errores cometidos con dicha Compañía, lea desde la página 377 a la página 384 del V tomo de la traducción de la Historia política de los establecimientos de América, impresa en Madrid en casa de Sancha, año de 1789, y escrita, como queda dicho, por el supuesto Malo de Luque. El Ministro se declaró fuertemente contra él, por lo que allí dice, y a no haberlo sostenido la justicia del Conde de Floridablanca, le hubieran acaso hecho salir de la Corte, por haber escrito unas verdades, cuya publicación hará siempre honor a los conocimientos, talento, firmeza y patriotismo de mi amigo el Duque de Almodóvar.

     Una de las grandes adquisiciones que hizo el Rey Carlos en beneficio de las ciencias fue el célebre gabinete de historia natural que había formado en París un indiano, llamado D. Pedro de Ávila, natural del Perú, que lo dio a condición que sería su director el resto de su vida, con un sueldo de 60.000 reales, que no le duró muchos años, y así no fue cara la adquisición; pero lo ha sido la magnificencia con que se ha colocado para instrucción del público en lo sucesivo, pues hasta ahora no se ha empezado el curso de Historia natural, y sólo está abierto para que lo vea el público dos días a la semana.

     S. M. ha mandado orden a todos los Gobernadores de la América y de todas sus posesiones ultramarinas para que envíen cuanto haya en ellas de raro, y ha hecho partir naturalistas instruidos a hacer colecciones, de modo que con la continuación de este método podrá ser el mejor gabinete del mundo, y lograr también igual ventaja el Jardín Botánico que ha hecho establecer en Madrid, fabricando, para mayor utilidad de las ciencias, una casa para Academia de ellas, un Observatorio y todo lo necesario.

     D. Agustín de Betancour, caballero canario, que, con su hermano, han estado empleados y pensionados en la Corte varios años para la hidráulica y maquinaria, han trabajado con el mayor esmero y distinguídose, muy particularmente el primero, por su habilidad y talento, mereciendo premios y la mayor aceptación en la Academia y entre los hombres científicos. Ha enviado una de las más perfectas de cuantas máquinas pueden imaginarse en toda clase, y conociendo yo por experiencia que las más veces, después de hacer gastar mucho al Rey, estos envíos se almagacenan, propuse se estableciese un gabinete de mecánica, de que Betancour sería director; que en él hubiese catálogo de las máquinas para uso, que se vendiese al público, y en que se expresaría lo que costaría el dibujo o un modelo de cada máquina. De este modo, cualquiera pudiera hallar allí la que le conviniese, para los adelantamientos de sus posesiones, etc., y teniendo siempre en París y Londres un sujeto que continuase a ir dando cuenta de lo nuevo que saliese, podría con poco hacerse un establecimiento muy útil al reino. De lo contrario, entrará lo gastado en el número de lo inútil, que no es poco.

     Concluida la paz con la Inglaterra, quedaban aún por la parte de la costa de los Mosquitos algunos puntos que, si no se aclaraban, darían motivo a mil disputas y desavenencias, y así, en 1786 se concluyó un Convenio particular con la Inglaterra, por el cual se decidió que los ingleses evacuarían dentro de seis meses la costa llamada de los Mosquitos, y en retorno, S. M. C. le cedía, para uso de los colonos y para que le sirviese de punto de unión en aquellos mares, la isla de los Jerseyes, con la condición de que no se construyesen fortificaciones guarnecidas de artillería. Igualmente concedió el Rey a la Gran Bretaña, sobre la costa de Yucatán, más territorio que el que había fijado en 1783, debiendo comenzar la línea inglesa desde el mar, y continuar hasta el nacimiento del río Hebano, para poder cortar palo de campeche con toda libertad.

     El gran Federico II había siempre tenido particular inclinación a la España, en la cual se mantenía su amigo Mylord Maréchal, que había vivido algunos años en Valencia y tenido en España comisiones del Rey de Prusia, en cuyo palacio de San Souci vivía siempre. En tiempo de Felipe V había ido a Prusia D. Josef de Carvajal, después Secretario de Estado, y el Conde de Montijo, para cumplimentarle después de la guerra de 42, como aliado de la Francia, de sus nuevas conquistas. Pero desde entonces hasta el año de 77 no había habido Enviado alguno entre ambas Cortes. Entonces envió S. M. a Madrid de asiento, como su Ministro, al Conde de Nostiz, y pasó a Berlín, con igual carácter, D. Simón de las Casas, habiendo seguido estrechándose cada día más entre ambas Cortes la buena armonía y relaciones de comercio, cuyo recíproco estimulo fue el principal objeto del establecimiento de esta misión.

     Había el Rey adoptado el proyecto de un canal desde Madrid a Aranjuez, que desde allí se pensaba llevar hasta los mares de Alicante; pero yo preferiría el unir este canal al río de Guadalquivir en el punto de Guadarramal, desde el cual están proyectados y hechos los planos por D. Carlos Lemaur, bajo la dirección de D. Pablo Olavide, para llevar la navegación hasta el mar. Por este medio y haciendo practicable la navegación del Tajo hasta Talavera, y aún más allá, se facilitaba el transporte de todos sus géneros a América, y era el modo de dar a Madrid, a la Andalucía alta, a parte de Extremadura, y a toda la Mancha, cuyos vinos tendrían una salida grandísima, la comunicación más útil que puede dárseles, por ser la más directa con la América, en que la salida sería cierta y ventajosa. La falta de salida de los vinos de la Mancha, y aun de Castilla, es tal, que hay años de abundancia que hay que vaciar el viejo para poner el nuevo, al mismo tiempo que muchos del pueblo mueren de hambre.

     Las aguas sumergidas del río Guadiana pudieran acaso contribuir a este canal, sobre el cual dudo se haya trabajado y hecho todas las experiencias que requiere un objeto tan importante, pues no he oído hablar de la unión del Tajo al Guadalquivir. Dicho canal, empezado, se paró a poco más de dos leguas de Madrid, porque siendo sus aguas únicamente las que filtraban por la arena del pobrísimo río Manzanares, inmediato al cual tienen su dirección, parece no eran suficientes aun a llegar hasta Aranjuez, que era el objeto que se deseaba. Posteriormente se ha emprendido, por dirección de Cabarrús, y a cuenta del Banco, otro canal, para el cual debían juntarse en un grande depósito, a siete leguas de Madrid, las aguas de las vertientes de Guadarrama, y teniendo este canal un retén tan considerable como éste, a imitación del gran estanque de San Ferreol, que abastece el famoso canal de Languedoc, podría más probablemente contarse con la estabilidad de este pensamiento.

     Quiso Dios dar al Rey el consuelo de tener un nieto del Infante D. Gabriel y de su esposa la Infanta portuguesa. Su virtud y la dulzura de su carácter tenían encantado al Rey, y el Infante no respiraba sino por su mujer, que ciertamente no abusaba del justo cariño y confianza que en ella tenía. El Rey, cuyo carácter prefería a todo la tranquilidad, la cordialidad y la paz y felicidad interior y doméstica, se deleitaba de manera en ver en su familia un matrimonio como aquél, de que hay pocos ejemplos, como se verá más adelante; y el gusto que tenía en contemplarle le aliviaba y hacía olvidar las otras desazones de familia, que no le faltaban, especialmente en Nápoles, y que más que otra cosa alguna afligían su sensible corazón, porque era tan pariente de sus parientes como amigo de sus amigos.

     Pusieron al hijo del Infante el nombre de Pedro Antonio, concediéndole los honores de Infante como primogénito; pero se determinó que los demás hijos sólo tendrían el título de Duques, Condes o Marqueses, como los demás Grandes del reino. Este Infante D. Pedro, que, con gran previsión política de ambos Soberanos, se ha pasado a educar a Portugal, con pretexto de criarlo al lado de la abuela, reunirá, si faltase la línea del Infante D. Juan, Príncipe del Brasil, los justos derechos de la madre a la Corona de Portugal, y últimamente se ha publicado una ley, que favorecería su derecho si llegase este caso, que no es de desear. No faltaría quien se opusiese a ello, fundándose en las pretendidas leyes de Lamego; pero criado este Príncipe dentro del reino, y sostenido por la España, se vencerían probablemente las dificultades. En todo caso, para evitar las desavenencias, es de desear dé Dios una dilatada prole al actual Príncipe del Brasil y a su esposa la Infanta doña Carlota de España.

     Mientras que el Rey Carlos se ocupaba de la felicidad de sus pueblos, y gozaba de la dulzura interior de su familia, se empleaba la Inglaterra en excitar una guerra en la Puerta contra la Rusia. Había quedado muy picado, como hemos visto, el Ministerio inglés con el ruso desde la neutralidad armada, y el nuevo Tratado de comercio concluido entre la Francia y la Corte de San Petersburgo había acabado de llenar las medidas y de excitar la venganza que quisiera lograr con mano ajena.

     La Francia suscitó en sus principios y sostuvo bajo mano los disturbios de la Holanda, fomentando a los patriotas adictos a la alianza de la Francia y enemigos del Estatuder que sostenía el partido inglés. Hicieron cuanto pudieron los holandeses patriotas para llevar adelante sus ideas, fiados en la asistencia pública y continua de la Francia. Pero cuando les era más precisa esta potencia, gobernada entonces por el débil e intrigante Arzobispo de Sens, Mr. de Brienne, no hubo forma de que los sostuviese, siendo él quien se opuso directa y fuertemente a ello en el Consejo, contra el dictamen del Conde de Montmorin, Ministro de Estado, en que manifestaba con fuerza las malas resultas que se seguirían de no hacerlo. Efectivamente, las tropas prusianas, que, por confesión de sus mismos Ministros y Generales, no hubieran entrado en Holanda si hubieran visto la menor oposición de la parte de los franceses, luego que se aseguraron de lo contrario, entraron a mano armada, humillaron el partido patriótico, que, como toda la Europa, se desató, y con razón, contra la mala fe de la Francia, y, dispersos y fugitivos los que le formaban, venció el Estatuder, y resultó de esto la separación de la Holanda de la Francia y la unión de aquella con la Inglaterra y la Prusia. Manejado de otro modo este asunto, la Francia hubiera podido, de acuerdo con la Prusia, componer las diferencias de la Holanda y contemporizar con los dos partidos, resultando de ello la unión de la Prusia a la Holanda y la Francia, dejando sola a la Inglaterra. Así lo propuso el Conde de Montmorin, cuya Memoria original, leída en el Consejo, he tenido en mi mano. Si se hubiera hecho esto, es probable no se hubiese verificado la revolución de la Francia, y se le haría al Conde de Montmorin la justicia que merece en esta parte. Ved aquí un ejemplo bien claro, hijos míos, de lo que os tengo dicho en mi carta póstuma, relativamente al gran sacrificio que hacen los Ministros cuando se ven calumniar injustamente, y que, teniendo consigo pruebas auténticas para hacer callar la calumnia, su obligación les precisa a guardar el silencio y a ser la víctima de ella, por ser fieles al secreto del Estado. El público los haría justicia si les fuera lícito faltar a él, y, en vez de esto, les hace una injuria, sin creerlo, cuando con su fidelidad aumentan su mérito.      Desacreditada esta potencia en la Europa, y más en la Puerta, donde los holandeses tienen tanta influencia, ganaron por ella partido sus nuevos aliados la Inglaterra y la Prusia, y pudieron inducir a los turcos más fácilmente a una guerra que les ha costado tanto, y que no ha costado poco a la Casa de Austria.

     Estos sucesos no dejaron de ser desagradables al Rey, a cuyo noble carácter chocaban semejantes manejos e intrigas. Dio S. M. en esta ocasión una nueva prueba de su fidelidad y escrupulosidad en cumplir sus palabras, pues habiendo la Inglaterra amenazado a la Francia con motivo de la Holanda, el Rey de España sin ser requerido por su aliado, hizo inmediatamente un armamento considerable, y habló con tanta fuerza a la Inglaterra, que esta potencia cedió, y tuvo aquel augusto Monarca la satisfacción de impedir una guerra a la Francia, que probablemente hubiera vuelto a encender toda la Europa. Parece quiso el cielo coronar su reinado con una acción la más análoga a su genio, a su corazón y a sus virtudes, cual era la de conservar en paz al género humano.

     Las ideas religiosas, mal entendidas, impiden que las Casas de España y Portugal adopten el sistema de la inoculación, tan general y útilmente establecido en la Europa. Acababa de ser víctima en el mes de Septiembre el Príncipe del Brasil, D. Josef, y en el mes de Noviembre las tuvo con igual desgraciada suerte su hermana nuestra Infanta doña Mariana Victoria, a quien acometieron durante el parto de una niña, que murió poco después, como la madre, que aún no había cumplido los veinte años.

     Asistióla hasta el último momento su amante esposo el señor Infante D. Gabriel, no obstante de que no las había tenido, sin querer ni siquiera prepararse por si le acometían. Efectivamente, así fue, y pereció de ellas el 13 de Noviembre, víctima de su amor conyugal. Ejemplo de aplicación y virtud, y lleno de las más distinguidas calidades, no necesitaba su muerte de tener las particulares circunstancias que la hacían tan lastimosa para ser llorada de todos, igualmente que su digna esposa, cuya dulzura y bondad, junto a su edad y hermosura, de que sólo ella no se apercibía, la hacían amar de todos. La misma moderación y superioridad de ánimo del Rey, su padre, flaqueó, si puede decirse así, en esta ocasión, y abatido ya de ver desde Septiembre cuatro víctimas de aquel horroroso mal en su familia y la de Portugal, que miraba ya como tal, siendo la Reina hija en segunda línea, prorrumpió, llevado de dolor del amor que profesaba a estos tiernos esposos, y del consuelo que le causaba el ver su tierna y feliz unión: Murió Gabriel, poco puedo yo vivir.

     Así fue. Empezó a decaer y a resfriarse, y a pocos días de llegar a Madrid cayó en cama. Dijeron ser resfriado; pero el pecho empezó a cargarse, y la calentura degeneró en inflamatoria. Recibió con toda solemnidad los Santos Sacramentos, con tal devoción y firmeza, que sólo él no lloraba, pero el Nuncio Vizconti, que le dio la bendición papal, igualmente que todos los demás, no podían contener las lágrimas. Vio S. M. las de su fiel Ministro el Conde de Floridablanca, cuando le llevó a firmar el testamento, que se halla en la nota 13, y mirándolo con una ternura y serenidad majestuosa y religiosa, le dijo: ¿Qué, creías que había yo de ser eterno? Es Preciso paguemos todos el debido tributo al Criador. ¡Oh, palabras dignas de imprimirse en letras de oro y de estamparse en el corazón de todo buen católico! Antes de morir se despidió y echó la bendición a toda su familia, y continuó en ejercer sus funciones hasta el último momento, de modo que dio el Santo y la orden el mismo día de su triste muerte, que fue la noche del 13 al 14 de Diciembre de 1788. Así espiró, lleno de amor de Dios y dando ejemplo a sus vasallos, aquel Monarca que no supo vivir sino para ellos.

     La España y la Europa entera, que le respetaba y amaba, le lloraron, y llorarán siempre, como yo lloraré toda mi vida el no haber estado a su lado para tributarle mis últimos obsequios. Su cadáver fue transportado al Real Monasterio de El Escorial, con la pompa acostumbrada, y el Príncipe de Maserano, Capitán de guardias de Corps, fue el que hizo su entrega. Su padre hizo la de Fernando el VI y su abuelo la de Felipe V.

     Dichosa España si su hijo y sus nietos heredan, como lo deseo y espero, los aciertos y virtudes de este gran Rey.

 

 

Capítulo último

De las calidades y vida interior del Rey Carlos

 

     Hasta ahora hemos visto la vida exterior y los hechos de mi amado Monarca, mirado sólo como tal en el dilatado espacio de sus dos reinados de Nápoles y España, que parecieron bien cortos a todos sus vasallos. Réstanos sólo examinarlo como hombre en su vida interior y en sus calidades privadas, a lo cual dedico únicamente este último capítulo de su historia, que puede decirse fue el único que me propuse tratar para mi consuelo, cuando lo empecé en mi primer momento de dolor, luego que recibí la tristísima noticia de su muerte.

     Era el Rey Carlos de una estatura de cinco pies y dos pulgadas, poco más; bien hecho, sumamente robusto, seco, curtido, nariz larga y aguileña, como lo demuestra su retrato, muy semejante, que está al principio de esta obra, y que hice grabar de uno muy parecido, añadiéndole las inscripciones al pie. Había sido en su niñez muy rubio, hermoso y blanco; pero el ejercicio de la caza le había desfigurado enteramente, de modo que cuando estaba sin camisa, como le vi muchas veces cuando le servía como su gentil hombre de cámara, parecía que sobre un cuerpo de marfil se había colocado una cabeza y unas manos de pórfido, pues la mucha blancura de la parte del cuerpo que estaba cubierta, obscurecía aún más el color obscuro de la que estaba expuesta continuamente a la intemperie. Su fisonomía ofrecía casi en un momento dos efectos, y aun dos sorpresas opuestas. La magnitud de su nariz ofrecía a la primera vista un rostro muy feo; pero pasada esta impresión, sucedía a la primera sorpresa otra aún mayor, que era la de hallar en el mismo semblante que quiso espantarnos una bondad, un atractivo y una gracia que inspiraba amor y confianza.

     Era naturalmente bueno, humano, virtuoso, familiar y sencillo en su trato, como en su vestido y en todo, y nada le era más contrario que la afectación, la ficción y la vanidad, llevando en algún modo al exceso su aborrecimiento a estos defectos, pues alguna vez no buscaba, ni se persuadía pudiese haber en los que tenían la desgracia de dejarlos de conocer otras calidades que pudiesen compensarlos.

     Nada ofendía más al Rey que la mentira y el engaño, y así como todo lo perdonaría al que con verdad y franqueza le confesase su delito, así también el más leve era para él grave cuando le hallaba inculcado con la falsedad, la ficción o la mentira. De aquí se seguía que hacía más vanidad de ser fiel a su palabra que pudiera el más honrado particular, sin limitar esta calidad a los asuntos políticos y a la fe de sus inalterables Tratados. Así es que toda la Europa dio siempre una fe ciega a lo que dijo, y que su palabra era creída y respetada por todos los Monarcas, que jamás dudaron de ella. La misma nación portuguesa, que aborrece en general a la española y su dominio, por la vecindad y por los justos motivos de desconfianza y enemistad que debe inspirar siempre a una potencia menor otra superior, bajo cuyo dominio ha estado, luego que se hablaba del Rey que decir: ¡Ah! El Rey Carlos lo ha dicho; no hay que dudar. Si los tres Felipes reinaron por la fuerza sobre el reino de Portugal, el Rey Carlos III puede decirse ha sido el primer Rey español que ha podido reinar sobre sus corazones. Yo he tenido la gran satisfacción de haberle levantado un arco de triunfo en medio de la plaza del Rocío de Lisboa, con las inscripciones que se hallan en la nota 14, y de ver que, lejos de excitar el enojo de los portugueses, leían y releían con gusto su nombre y alabanzas, aumentándolas con las propias.

     Era naturalmente de genio alegre y gracioso, y si su dignidad se lo hubiera permitido, hubiera tenido particular talento para remedar, pues a veces lo hacía en su interior con gracia, aunque muy de paso, y se conocía trabajaba para no dejarse llevar en esta parte de su genio. Como había sido siempre muy popular, y vivido con la gente del campo, y en Nápoles había conocido a fondo a los lazaronis, que son unos truhanes muy originales y graciosos, tenía mucho de que echar mano para hacer valer su natural disposición, pues nada se le escapaba, y con su modo de mirar, que manifestaba su viveza y penetración, volviendo los ojos sin que se conociese, veía cuanto se hacía a, todos lados.

     Su afabilidad con las gentes más humildes que le servían era tal, que en La Granja, viendo un día el Duque de Arcos, Capitán de guardias, que una mujer del campo se le arrimaba a hablarle con demasiada familiaridad, la quería hacer apartar, y el Rey le dijo: Déjala, Antonio; es mi conocida; es la mujer de Fulano, que era uno de los monteros. Cuando iba con el sombrero puesto, fuese a pie o a caballo, o en birlocho, gobernándolo él mismo, como solía hacerlo en Aranjuez, se le quitaba a las personas que conocía, y generalmente a las de modo que encontraba, y siempre a todos los eclesiásticos o religiosos, y a las personas inferiores que conocía, aunque fuesen sus criados menores, los miraba con agrado o hacía alguna insinuación con la cabeza o con los ojos, que eran muy expresivos, de modo que los acreditase que los veía con gusto y no con indiferencia.

     Su vestido era siempre el más sencillo y modesto. Pasaba en el Sitio de El Pardo desde el 7 de Enero hasta el sábado de Ramos, que volvía a Madrid. Allí estaba diez días, y el miércoles, después de Pascua, por la mañana, a las siete, salía para Aranjuez, donde permanecía hasta últimos de Junio, día más o menos. Pasaba en Madrid desde este día hasta el 17 o el 18 de julio, que marchaba a comer, cazar y dormir a El Escorial, y de allí, al día siguiente, al Sitio de San Ildefonso. Allí se detenía hasta el 7 o el 8 de Octubre, que bajaba a El Escorial, de donde se restituía a Madrid entre el 30 de Noviembre y el 2 de Diciembre, y permanecía allí hasta el 7 de Enero siguiente, de modo que pasaba en Madrid unos setenta días y el resto del año en el campo. La libertad que en él gozaba era más conforme a su genio, pues podía salir fácilmente y sin séquito a caza por la mañana a los jardines, lo cual no le era posible en Madrid. A más de que en el campo estaba siempre con vestido de caza, que era, en invierno, casaca de paño liso de color de corteza de árbol claro, chupa de ante, con un galón de oro estrecho al borde, y calzón de ante negro, de la fábrica excelente que estableció en el lugar de Aravaca, inmediato a Madrid. En verano la casaca era de camelote ceniciento; la chupa, de seda azul con galón de plata, y el calzón el mismo.

     Cuando tenía que vestirse de gala se ponía, de muy mala gana, sobre la chupa de campo, un vestido rico de tela, guarnecido a veces con una muy rica botonadura de diamantes, y, abotonándose la casaca hasta abajo, cubría la chupa de ante, de que no dejaba a veces de descubrirse alguna punta. De este modo se presentaba a la Corte, a la capilla y al besamanos, y luego que pasaban las dos o tres horas de la ceremonia, apenas había entrado en su cámara, que se quitaba la casaca, echando un gran suspiro, y diciendo: ¡Gracias a Dios!, como quien se había libertado de un gran peso; y si era verano, se quitaba el corbatín y la peluca para retirarse a dormir por una hora la siesta. Cuando tenía zapatos, vestido o sombrero nuevo, era para S. M. un martirio, y antes de que se determinase a tomar el sombrero nuevo, estaba éste a veces ocho días sobre la mesa al lado del viejo, de que poco a poco se iba desprendiendo, y que, dejado un día, no se le volvía a poner allí porque no volviese a él. Con todo, era sumamente limpio en su interior y exterior, y no podía sufrir una mancha, ni que, al quitarle la camisa, le rompiesen los encajes, de que usaba siempre. Entonces solía decir, aunque sin un enfado formal: Poca maña, poca maña, amigo.

     El Duque de Medinaceli, que sucedió a Montealegre en el empleo de Mayordomo mayor, creyendo hacer una gran cosa, le puso un día al Rey una comida que creyó mejor, porque no era la que acostumbraba. S. M. se quedó casi sin comer, y al levantarse sólo le dijo con gran paz: Medinaceli, ya lo has visto, no he comido nada. No era posible estar a su lado sin ver ejemplos continuos de la mayor moderación y virtud.

     En su interior era el hombre más suave, humano y afable con todas las personas de su servidumbre, entrando en los intereses y asuntos familiares de cada uno, sobre todo con los que más lo necesitaban. Jamás se le vio proferir una mala palabra, y su enojo nunca pasó a ser cólera, porque como siempre era pacífico y dulce en su trato, su seriedad bastaba para hacer aún más impresión que la furia de otro cualquiera, a los que tenían la desgracia de merecer su indignación. Un día le servía la copa un criado anciano, que no sé por qué acaso le tuvo esperando gran rato sin traerle de beber. El Marqués de Montealegre, enfadado de ver a S. M. esperarle tanto tiempo con las manos cruzadas, luego que le vio aparecer, aunque venía a su modo a carrera abierta, le hizo señas de enojo. El Rey, que lo presumía, y le vio, de reojo, como solía, le dijo: Montealegre, déjale al pobre. ¿Te parece no lo habrá sentido él más que yo? El interesado y todos los que lo oímos quedamos edificados y llenos de ternura y amor a un tan digno Soberano. Reflexiónese cuán diferente hubiera sido en nosotros el efecto de un enfado del Rey, con el cual no hubiera enmendado ciertamente lo pasado.

     Gustaba de chancearse, y aun a veces entraba en chanzas que, no limitándose al matrimonio, parecerían singulares, y no se las permitiría su ejemplar modestia ciertamente; pero que, no saliendo nunca de estos límites, ni teniéndolas sino con las personas casadas, hablándoles de sus propias mujeres, y de si tenían o no sucesión de ellas, hallaba su naturalidad y pureza de alma no poder interpretarse de otro modo.

     Conocía que la regularidad en la vida y la distribución inalterable de las horas de un Monarca es tan necesaria para la seguridad y tranquilidad de los que le rodean, como la invariabilidad del curso del sol y de los planetas para reglar sobre ella las estaciones y acciones de la vida, y así, a más de tener una distribución tan reglada como lo veremos en adelante, nunca adelantaba ni atrasaba un minuto la hora que daba para cada cosa, y le he visto estar con la mano sobre el picaporte para no salir de su interior hasta dar la hora que había indicado a los que le esperaban fuera. La única ocasión en que solía permitirse el salir tres o cuatro minutos, y no más, antes de la hora, era por la mañana cuando salía a vestirse, porque sabía que los más de los gentiles hombres estaban allí antes. Pero si por casualidad venía alguno cuando estaba ya fuera, si no había dado aún la hora señalada de las siete, luego que entraba le decía: Amigo, yo he faltado y no usted, porque la hora indicada no ha dado aún. Si se venía después de ella por acaso, y el que faltaba era de los exactos, decía, riéndose: Amigo, habrá usted encontrado al Santísimo, a quien habrá acompañado, o las carretas le habrán detenido en el camino. Si el que faltaba era de los que tenían costumbre de descuidarse, no les hablaba una palabra, y su silencio e indiferencia era una muy sensible reprensión para cualquiera.

     Servíale un día como Mayordomo de semana el Marqués de N..., mozo joven y alegre, y faltó a la hora precisa de la mesa. Otro imprudente y tonto de los que servían a ella dijo a S. M. para congratularse y hacerse el gracioso: Ha estado bailando anoche hasta tarde. El Rey le respondió en términos de no dar crédito a lo que le decía. Llegó, pues, el Mayordomo, que, como muchacho, se había frotado un carrillo para hacer parecer tenía alguna cosa. S. M., sin dejar de conocer el ardid, le dijo: ¿Qué tienes? Y él respondió: Señor, las muelas. (Y no mintió.) Entonces replicó el Monarca, advertido: ¿Ves, N., como no era capaz de, faltar a su obligación sin un justo motivo? Así enseñó al Marqués para otra vez, y reprendió discretamente al imprudente y necio adulador que había querido divertirse a su costa. S. M. gustaba mucho de las travesuras y vivezas de los muchachos cuando eran inocentes.

     Era susceptible de amistad y confianza, y reconocido a los que veía le servían con gusto y cariño. Nombraba para cada jornada cuatro gentiles hombres de cámara, entre los cuales había dos o tres que, el uno por su torpeza natural, el otro por su continua tos y gargajeo, y el otro por lo que le olía la boca, eran sumamente desagradables para tenerlos a su lado en una servidumbre íntima. Parece que la desgracia quería que estos hombres rabiaban por servir al Rey, que, por reconocimiento, los nombraba muy a menudo, no obstante las representaciones que le hacía el Sumiller, Duque de Losada, al cual respondía: ¡Dejalos, hombre, los pobres tienen tanto gusto en ello! Su amor a todo lo que le servía llegaba a tal extremo, que se aficionaba, y le costaba separarse de las cosas de su uso, de modo que llevaba en su faltriquera varias cosas que le habían servido desde su infancia; y cuando, después de treinta años de uso, le rompieron en Madrid la taza de china en que tomaba el chocolate, y que le servía desde que salió de Sevilla, tuvo sentimiento de verse privado de ella.

     Aunque comía bien, porque lo exigía el continuo ejercicio que hacía, era siempre cosas sanas y las mismas. Bebía dos vasos de agua templada, mezclada con vino de Borgoña, a cada comida, y su costumbre era tal en todo, que observé mil veces que bebía el vaso (que era grande) en dos veces, y la una llegaba siempre al fin de las armas que había grabadas en él. Al desert mojaba dos pedazos de pan tostado en vino de Canarias, y sólo a la cena, y no a la comida, bebía lo que quedaba en la copa. Después del chocolate bebía un gran vaso de agua; pero no el día que salía por la mañana, por no verse precisado a bajar del coche.

     Amaba la agricultura, las artes, y, sobre todo, las fábricas, y con exceso el edificar, por lo cual el Marqués de Squilace le decía que el mal de piedra le arruinaba. Trajo de Nápoles una porción de artistas que trabajaban en mosaico de piedra dura, de la que se trabaja en Toscana, donde la usan, con la mayor perfección, y una fábrica de porcelana, que estableció en el Retiro, y que sirvió más para su propia diversión que para utilidad pública, pues la pasta no era buena. Este mosaico de piedra dura, que son lo que se llaman chinarros pelados, es sumamente difícil y costosa, de modo que una media mesa de un tamaño regular, de las que se ponen en las entreventanas, debajo de los espejos, no baja de 20.000 pesos, y no se aturdirá el que sepa el modo cómo se hace este mosaico. Los chinarros se sierran en hojas del grueso de un medio duro, para que descubran las vetas. Después, según lo exige el dibujo, se van sacando de ellos los colores necesarios para formarle. A este fin, se hace un agujerito junto al pedazo que acomoda; por él se pasa un alambre delgado, de que, por medio de un arco, se forma una sierra, que, con agua y unos polvos, se corta, sólo aquel pedacito que se necesita, según el dibujo, y así se va formando poco a poco todo él. Véase cuánto trabajo y prolixidad se exige para completarlo, y se reconocerá que es una fábrica de lujo más que de otra cosa. Este género es mejor para frutas y paisajes que para la figura; no obstante que ésta se trabaja; y es mucho más hermoso, acabado y sólido que el de la composición de Roma.

     Su alma era tan grande, que en todo quería lo mayor, y así logró que en San Ildefonso se hiciesen espejos de 160 pulgadas, que son los primeros que se han hecho de ese tamaño. En su fábrica de porcelana hizo dos gabinetes enteros de ella: paredes, techo, suelo y mesas. El uno está en Madrid y el otro en Aranjuez. También se está trabajando un friso soberbio de mosaico para otro gabinete, que será igualmente único en Europa. Y así era en todo. Por consiguiente, lo que era destrucción se oponía diametralmente a su genio, y no podía sufrir se cortase ni un árbol sin gran necesidad. Esta fue la causa de que, habiendo mandado hacer el camino de El Pardo a Madrid atravesando el bosque de encinas, se hizo menos derecho de lo que pudiera haber sido, por evitar la corta de árboles, y, junto a El Pardo, se dejó uno en medio de una plaza, para acreditar a S. M. se habían libertado todos los posibles.

     Su castidad era extrema, y, no obstante que su temperamento robusto y la costumbre contraída en su matrimonio exigía aún su continuación en la edad de cuarenta y cuatro años, en que perdió su mujer, jamás quiso volverse a casar, y para minorar y resistir las tentaciones de la carne, dormía siempre sobre una cama dura como una piedra, y si de noche se hallaba agitado, salía fuera de ella y se paseaba descalzo por el cuarto.

     Era prudente, religioso sin afectación ni superstición alguna, y el verle asistir a la misa, capilla y demás actos de religión, edificaba a todos y daba una idea de su fe y de la verdad de su religión. Si la fe pudiera verse con los ojos materiales en ninguna ocasión se hacía más visible, y aún palpable, que cuando este respetable anciano tenía a sus nietos en sus brazos para que los bautizasen, pues era una representación viva de la bondad y convicción de las verdades religiosas que vemos representadas en la cara de los antiguos Patriarcas.

     Confesaba y comulgaba en todas las Pascuas y principales fiestas de los Misterios y de la Virgen, y el día de algún otro Santo de su particular devoción, como San Jenaro y pocos más.

     Era muy mañoso, y se había ocupado cuando joven en trabajar al torno, y el puño de su bastón y otras cosas eran hechas por él.

     Conociendo por experiencia que su familia era expuesta a caer en la melancolía, y temiendo sus malas resultas, de que había visto que sus padres y hermanos habían sido las víctimas, procuró siempre evitarla con gran cuidado, como lo consiguió. Sabía que el mejor medio, o, por mejor decir, el único para conseguirlo, era el huir la ociosidad y estar siempre empleado, y en acción violenta en lo posible. De aquí resultaba que jamás estaba un momento en inacción, y acabada una cosa, pasaba luego a otra. Este principio de conservación era uno de los motivos principales de su ejercicio de la caza, que algunos le vituperaban amaba con exceso. Yo le he oído decir en El Pardo, estándole sirviendo a la mesa: Si muchos supieran lo poco que me divierto a veces en la caza, me compadecerían más de lo que podrían envidiarme esta inocente diversión. Me dirán muchos: podría ocuparse en otras cosas más que en la caza. A lo que responderé: lo uno, que ninguna otra ocupación reunía la ventaja del ejercicio; y lo otro, que no amando la música, y poco el juego, el demasiado estudio y lectura no era tan conveniente para el fin que se proponía como dicho ejercicio.

     Su distribución diaria era ésta todo el año. A las seis entraba a despertarle su ayuda de cámara favorito, D. Almerico Pini, hombre honrado, que dormía en la pieza inmediata a la suya. Se vestía, rezaba un cuarto de hora, y estaba solo, ocupado en su cuarto interior, hasta las siete menos diez minutos, que entraba el Sumiller, Duque de Losada. A las siete en punto, que era la hora que daba para vestirse, salía a la cámara, donde le esperaban los dos gentiles hombres de cámara de guardia y los ayudas de cámara. Se vestía, lavaba y tomaba chocolate, y cuando había acabado la espuma, entraba en puntillas con la chocolatera un repostero antiguo, llamado Silvestre, que había traído de Nápoles, y, como si viniera a hacer algún contrabando, le llenaba de nuevo la jícara, y siempre hablaba S. M. algo con este criado antiguo. Al tiempo de vestirse y del chocolate asistían los médicos, cirujanos y boticario, según costumbre, y con ellos tenía conversación. Oía la misa, pasaba a ver a sus hijos, y a las ocho estaba ya de vuelta, y se encerraba a trabajar solo hasta las once, el día que no había despacho. A esta hora venían a su cuarto sus hijos, pasaba con ellos un rato, y luego otro con su confesor y el presidente, Conde de Aranda, mientras lo fue, y a veces con algún Ministro.

     Salía después a la cámara, donde estaban esperando los Embajadores de Francia y Nápoles, y, después de hablarles un rato, hacía una seña al gentilhombre de cámara para que mandase al ujier llamase a los Cardenales y Embaxadores; entraban donde estaban los de familia, y quedaba con todos un rato. Pasaba a comer en público, hablando a unos y otros durante la mesa. Concluida ésta, se hacían las presentaciones de los extranjeros, y besaban la mano los del país que tenían motivo de hacerlo por gracia, llegada o despedida. Volvía a entrar en la cámara, donde estaban los Embajadores y Cardenales que antes, y además de éstos los Ministros residentes y demás miembros del Cuerpo diplomático, con quienes pasaba a veces media hora en cerco, y también tenían entrada a esta conversación de la cámara los Grandes, primogénitos y Generales, que, concluida, salían de ella, igualmente que el Cuerpo diplomático.

     He oído decir a todos, y lo he confirmado yo mismo en mis viajes, que ningún Soberano de la Europa tenía mejor el cerco, con más amenidad, majestad y agrado, lo cual era tanto más difícil, que siendo diario, parece no tendría qué decirles. Otra cosa hay aún más particular, y es que no he oído ni sabido que ningún Ministro haya vuelto de España que no se haga lenguas del Rey, y no crea le quería y distinguía personalmente. Prueba bien positiva de su gran bondad, tino y conocimiento del corazón humano, sin el cual nadie puede gobernar bien los hombres.

     Después de comer, dormía la siesta en verano, pero no en invierno, y salía luego a caza hasta la noche, primero con su hermano el Infante D. Luis, y después con el Príncipe de Asturias, su hijo. Cuando se le separó aquél, varias veces solía, a los principios, llamar hermano al Príncipe, que le reconvenía, y S. M. le decía con ternura, y echándole menos: Hijo no lo extrañes después de tanto tiempo; es mi hermano. Otro día que el Príncipe dijo había recibido una carta suya, añadiendo: Aún no la he respondido, pareciéndole a S. M. que había habido en ello algo de desprecio, replicó: Yo sí; al instante; es mi hermano. No había palabra que holgase y que no fuese un ejemplo de virtud en este buen Monarca. Al volver del campo le esperaba la Princesa y toda la familia real. Se contaba y repartía la caza, hablaba de la que cada Infante había hecho por su lado, y, despedidos los hijos, daba el Santo y la orden para el otro día, y pasaba al cuarto de sus nietos. Después tenía el despacho, y si entre éste y la cena, que era a las nueve y media, quedaba algún rato, jugaba al revesino para ocuparle. Cenaba siempre la misma cosa: su sopa; un pedazo de asado, que regularmente era de ternera; un huevo fresco; ensalada con agua, azúcar y vinagre, y una copa de vino de Canarias dulce, en que mojaba dos pedazos de miga de pan tostado y bebía el resto. Se ponían siempre un gran plato de rosquillas cubiertas de azúcar, y un plato de fricasé, alrededor del cual había pan. A la mitad de la cena (que era en privado en la cámara), venían los perros de caza como tantas furias, y era preciso estar en guardia para que no se metiesen entre las piernas o hiciesen dar a uno la vuelta redonda, como le sucedió al Marqués de Torrecilla, padre, Mayordomo de semana, hombre flaco y débil, que quedó montado en uno de los perros grandes, llamado Melampo que, si no le tienen, le vuelca. Se abalanzaban a la mesa, y el Rey les daba el pan que había alrededor del fricasé, y después entregaba el gran plato de rosquillas al Marqués de Villadarias, Capitán supernumerario de guardias de Corps, que, apoyado contra otra mesa, lo repartía a la turba, la cual contenía D. Francisco Chauro, jefe de la Guardarropa, antiguo criado del Rey, con un látigo que tenía a este fin. Este Chauro sucedió luego a Villadarias en este ejercicio. Al almuerzo venían también los perros, y el Rey y el Sumiller les daban del pan que quedaba. Otra cosa muy singular había en la cena, y era que después que el Rey comía el huevo, que ponía en una huevera alta de las antiguas, en forma de cáliz, le volvía, le daba un golpe con la cucharita, y tenía tomado de tal modo el tino, que quedaba derecha la cuchara, y el huevo sin más lesión que la precisa para introducirla. El sacar luego esta pirámide de una tercia, entre cuchara, huevo y huevera con su plato, era empresa en que el Gentil hombre de cámara que servía la cena tenía con que hacer brillar su pulso. Yo tuve la dicha de no dejarla caer nunca. Es difícil saber si esta constante costumbre, que no faltó ni un día, era un mero hábito, nacido de diversión en la juventud, o si provenía de alguna de las preocupaciones que no desarraigan como debieran en ella; pero el Rey tenía demasiado talento para no haberla vencido por sí, aunque conservase el hábito de la acción.

     Rezaba otro cuarto de hora o veinte minutos antes de recogerse, y después salía a la cámara, se desnudaba, daba la hora al Gentil hombre para las siete del día siguiente, se retiraba con el Sumiller y Pini, y se metía en la cama.

     Esta era constantemente la vida de este santo Monarca. Algunos días alteraba la hora de su salida, según la estación o el paraje donde iba. Algunos salía a pie a los jardines por la mañana, a caza de becafigos en San Ildefonso, o de buitres en El Pardo, y a pescar en Aranjuez. Era cosa maravillosa el ver que se estaba desde las diez a las doce, en junio, pescando a manteniente, entre dos soles, el uno sobre la cabeza y el otro el de su reverbero que venía del agua, sin que le hiciese la menor impresión. Es verdad que podía mirar fijamente el sol sin resentirse de la vista.

     En Carnaval hacía varios días de campo entero, yendo a comer al campo, y decía eran sus bailes, y en Diciembre tenía ocho días de caza en Aranjuez para las chochas. También tenía por Abril otros cuatro días de caza de gatos monteses en Cuerva y en los montes de Toledo, y de esta distribución no alteraba nada. Así es que, en cualquiera parte del mundo en que se estuviese, podía decirse casi sin errar dónde estaba el Rey, y lo que hacía en aquel día y hora, según la estación del año.

     Tal fue la constancia y la virtud de este amable Monarca, de quien el mayor elogio que puede hacerse es el que yo decía a menudo, y es que el que tuviese un amigo como él en quien depositar su corazón y a quien pedir consejo, se creería muy dichoso, y le iría a buscar continuamente para estar con él.

     Yo me reprimí muchas veces durante su vida para no parecer adulador cuando decía de él lo que sentía mi corazón; pero ahora que la lisonja no puede confundirse con mi cariño, he creído deber dar a éste toda la extensión que exigen mi amor y reconocimiento, contenidos hasta ahora.

     Siempre he pensado no debieran erigirse estatuas ni monumentos públicos a los Príncipes hasta después de sus días, y sobre esto se hallará entre mis papeles una carta escrita a mi amigo el Conde de Revillagigedo, en que extiendo mi pensamiento.

     Consiguiente a él, deseé siempre ser bastante rico para poder erigir una estatua al Rey Carlos, que estaba cierto merecería inmortalizar su memoria. Aunque la Providencia no quiso darme suficientes haberes para verificar mis deseos, me proporcionó impensadamente la adquisición de un busto suyo de bronce, parecidísimo, hecho en Roma, de que tuve noticia a las doce del día, y a, las tres estaba ya pagado y colocado en mi cuarto. Le he hecho hacer un pedestal de mármol blanco, con cuatro inscripciones doradas sobre mármol negro, y he formado de este modo un monumento, aunque muy débil, a la memoria de aquel gran Príncipe, el cual se representa en la estampa siguiente. El genio de la inmortalidad le arrebata el manto y las demás insignias reales que le distinguieron durante su vida, y sólo le deja la corona de la inmortalidad, que supo adquirirse durante ella.

     Quiera Dios, hijos míos, que os veáis algún día en el caso de pagar un tributo igual de reconocimiento a las virtudes del digno hijo de este santo padre, y de perpetuar en vuestra familia el respeto y amor a vuestros Soberanos, y el deseo de inmortalizar la memoria de sus virtudes, y de vuestro amor y reconocimiento a ella. A este fin os deja este ejemplo vuestro amante padre.