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LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO LV.
BREVE REINADO DE FELIPE I DE CASTILLA,De 1506 A 1507
Todo el afán del nuevo rey de Castilla, el archiduque Felipe, tan pronto como se vio desembarazado del rey Fernando, su suegro, era hacer que se pusiese en reclusión a la reina doña Juana, su esposa, en virtud de la enajenación mental que padecía, entregándosele a él solo el gobierno del reino; y así se lo propuso a las cortes que se hallaban reunidas en Valladolid. Doña Juana, cuya demencia nunca se ha
podido calificar bien, quiso revisar por sí misma los poderes de los
procuradores, para ver si los llevaban en regla. Aunque don Felipe contaba para
el logro de sus pretensiones con el beneplácito de muchos grandes, y
principalmente del arzobispo de Toledo, su consejero privado
por entonces. Se opusieron a los planes del archiduque Felipe, rigurosamente, los procuradores de las
ciudades, enérgicamente apoyados por el almirante de Castilla, deudo de la
familia real, que como ellos se irritaba de que se quisiese tratar a su reina
de una manera tan indigna. Así fue que en aquellas cortes no se hizo
sino jurar a doña Juana como reina propietaria de Castilla (12 de julio, 1506),
y a don Felipe como a su legítimo marido, y después de ellos al
príncipe don Carlos como primogénito e inmediato sucesor.
A pesar de esto, don Felipe, en virtud de la última concordia con don Fernando, que juró privadamente en presencia del arzobispo de Toledo y del marqués de Villena, empezó a despachar por sí y sin participación de su mujer los negocios de Estado; e hízolo de tal manera que comenzó confiriendo los primeros y más importantes cargos a sus favoritos, señaladamente a los flamencos, arrojando de ellos sin consideración alguna a los mejores y más antiguos servidores. Entre ellos no tuvo reparo en comprender al marqués y marquesa de Moya, los amigos más íntimos y más leales de la reina Isabel, y a quienes había dejado expresa y muy particularmente recomendados en su testamento la protección de la reina su hija. Don Felipe los lanzdesterró del alcázar de Segovia para dar el gobierno de aquella fortaleza a su privado don Juan Manuel, en quien iba acumulando estados y honras cuantas podía, que así iba recogiendo ya este valido el fruto de sus anteriores intrigas. Hubiera esto solo bastado para producir disgusto en la nación, cuanto más el desorden que se veía en la administración, el despilfarro de las rentas públicas, y la venta que para suplirlas se hacía de los oficios y destinos. Cuando el arzobispo Cisneros supo por uno de los tesoreros que había dado orden para arrendar una parte de las rentas adjudicadas al rey don Fernando, el digno prelado se apoderó de la orden, la hizo pedazos, y presentándose al monarca le expuso en términos severos la injusticia que cometía y el descrédito en el que con tales medidas iba a caer delante del pueblo. Felipe cedió al ascendiente del prelado.
Por más que Cisneros procuró neutralizar la influencia de don Juan Manuel, a quien principalmente se le atribuían las injusticias y desórdenes del monarca, el descontento cundía en los pueblos de Castilla hasta el punto de temerse que estallara en terrible explosión. Se acordaban todos de los venturosos días que habían gozado en el reinado de doña Isabel, y muchos echaban ya de menos al rey don Fernando. Murmurábase sin rebozo por unos del tratamiento inhumano que don Felipe daba a la reina su esposa, mientras otros sostenían que su estado de imbecilidad no consentía que se le diese parte en las cosas del gobierno, y todos sentían un malestar que, después del reinado feliz que habían vivido, se les hacía insoportable. En
Andalucía, donde contaba menos adictos el rey don Felipe, llegó a organizarse
una confederación de nobles con la intención de liberar a la reina de la
especie de cautividad en que la tenía su marido, y en todas partes se notaban
síntomas de insubordinación.
Al mismo
tiempo llegaban al rey terribles quejas, no sólo del rigor con que procedían
los inquisidores, sino de las injusticias y crímenes que cometían y del abuso
escandaloso que hacían del Santo Oficio, principalmente en Toro y en Córdoba.
En la última de estas ciudades había un inquisidor llamado Diego Rodríguez
Lucero, hombre cruel e iracundo, que se estaba valiendo de las artes más
inicuas para castigar de un modo que estremece, con pretexto de judaizantes, a multitud
de personas de ambos sexos pertenecientes a las familias más distinguidas. Sus
pesquisas, sus rigores y sus reprobados artificios produjeron un alboroto, apoyado
por el marqués de Priego, y el pueblo exasperado rompió las puertas de los
calabozos y estuvo a punto de acabar con el inquisidor y sus cómplices. Uno de
los acusados y perseguidos por aquel tribunal fue el arzobispo de Granada, el
piadoso, el ilustre, el virtuoso don fray Fernando de Talavera, el antiguo
confesor, consejero leal y prelado favorito de la reina Isabel, juntamente con
varios parientes y familiares suyos. A lo que parece, había Lucero acusado al
bondadoso arzobispo por su conducta con los judíos de Granada, cuya
conversión quiso siempre que se hiciera por los medios suaves de la enseñanza y
de la persuasión. Mientras vivió la reina Isabel estuvo a cubierto de los tiros
de la malignidad, pero muerta aquella señora, se ensañó contra él el espíritu
de venganza, y sin duda contribuyó a acelerar su muerte.
Entre los
artificios diabólicos que empleaban Lucero y sus cómplices para probar que eran
herejes, judíos o judaizantes las personas que se proponían condenar y castigar
como tales, era uno el de hacer a los jóvenes de ambos sexos, que tenían en los
calabozos, aprender por fuerza ciertas oraciones y ceremonias judaicas por
medio de judíos que tenían destinados a este objeto, para que dijesen haberlas
visto u oído a las personas que ellos querían y lo depusiesen así en los
procesos. Ciertamente se nos resistiría creer en la enormidad de tales
crímenes, si no hubiéramos tenido en nuestras manos la instrucción de lo que
los señores don Lorenzo de Valverde, protonotario apostólico, canónigo de la
iglesia de Córdoba, el maestro Alonso de Toro, Antonio de la Cuerda, y Gonzalo
de Ayora, estuvieron encargados de suplicar e informar a los reyes don Felipe y
doña Juana y a los de su Consejo en nombre de la iglesia y ciudad de Córdoba
sobre excesos de los inquisidores. En su virtud el rey suspendió, no sólo a
Lucero y a los inquisidores de Córdoba, sino al mismo inquisidor general
arzobispo de Sevilla y a los del Consejo de la Suprema, comisionando para que
entendiesen en aquellas causas al comendador mayor Garcilaso y al embajador
Andrea del Burgo. Pero el furibundo Lucero, lejos de moderarse por eso en sus
horribles crueldades, las llevó hasta un grado que estremece pensar y repugna
decir, haciendo quemar a los presos que pudieran descubrir sus maldades, y
poniéndoles mordazas para que no pudiesen hablar.
Sin embargo,
este mismo proceder de Felipe pareció una falta imperdonable de respeto al
Santo Oficio, y le perjudicó para con las gentes fanáticas de la nación
tanto como sus mayores desaciertos, mirándolo como una gravísima ofensa al
tribunal y una transgresión de autoridad.
Pero poco
había de durar el afecto de los unos y el descontento de los otros
hacia el joven y extranjero monarca, y poco también a él mismo el placer de
empuñar el cetro. Habiendo dado el gobierno del castillo de Burgos a su privado
don Juan Manuel, y dispuesto un magnífico festín en aquella ciudad para
agasajar a su soberano el día de la posesión, el rey hizo mucho ejercicio a
caballo, jugó después largo rato a la pelota, acalorado bebió un gran vaso de
agua fría, y esto le produjo una de aquellas fiebres epidémicas que en aquel
tiempo afligían a Castilla, y que no bien tratada, a lo que cuentan, por los
médicos flamencos, le acabó en el breve plazo de seis días (25 de noviembre de
1506). Contaba entonces Felipe veintiocho años de edad. Era de mediana estatura,
pero bien formado, y por lo agraciado de su rostro y persona es conocido entre
los reyes de España con el nombre de Felipe el Hermoso. Era franco, liberal, y
aun magnánimo, pero imprudente, arrebatado e impetuoso, dado a los placeres y
abandonado en las cosas de gobierno. La reina estuvo constantemente a su
lado durante la enfermedad, y no se separó de él después de muerto. Embalsamado
al uso de Flandes, le hizo sacar a una espaciosa sala y colocarle sobre un
suntuoso lecho, vestido con un rico traje de brocado forrado en armiños, una
gorra con un joyel en la cabeza, una cruz de piedras en el pecho, y calzado con
sus borceguíes y zapatos a la flamenca. La reina pasaba los días y las noches
contemplándole, sin derramar una sola lágrima, y en una especie de estúpida
insensibilidad. Después de estar así expuesto algunos días, fue llevado
a la Cartuja de Miraflores, hasta que se le pudiese trasladar a la capilla real
de Granada.
Aquella
muerte tan imprevista desconcertó a todos y produjo una consternación general.
Para prevenir un movimiento en el pueblo, el mismo día que murió salieron el
condestable y el duque de Nájera por la ciudad con un ministro público,
pregonando que el que se viese armado por la calle sería condenado a azotes, al
que sacase la espada se le cortaría la mano, y el que hiriese aunque fuera
levemente a otro sufriría pena de muerte. Pero la mayor dificultad era
establecer un gobierno fuerte, aunque provisional, que evitase la anarquía en
que amenazaba quedar el reino, sin amparo los pueblos y divididos los grandes y
señores en bandos y parcialidades. Felizmente en aquellos críticos momentos
hubo un hombre de genio superior, de aquellos que la reina Isabel sabía
conocer, buscar y elevar, a quien sus virtudes y su talento daba cierto
ascendiente sobre todos, y que fue como la tabla de salvación en
aquel naufragio. Era éste el gran arzobispo Cisneros, en cuya casa ya desde la
víspera de la muerte de don Felipe se habían reunido los grandes para acordar
cómo había de salirse del conflicto que amenazaba. En aquella reunión se nombró
un consejo de regencia que presidiría el arzobispo, y compuesto de seis
individuos más, entre los cuales se contaban el duque del Infantado, el
almirante, el duque de Nájera y el condestable de Castilla. El día mismo del
fallecimiento el previsor prelado escribió al rey Fernando noticiándole el
suceso, y excitándole a que volviera cuanto antes a Castilla. Pero el
rey de Aragón, que se hallaba ya camino de Nápoles con el objeto que
manifestaremos después, y que recibió el aviso en Portofino, no quiso suspender
su viaje a Nápoles, y obrando con su acostumbrada política, y con el doble fin
de atender a lo de Italia y de dejar que los castellanos probaran un poco de
tiempo las amarguras de la anarquía para hacerse más necesario, contestó que
procuraría arreglar cuanto antes los asuntos de Nápoles, y que entretanto
confiaba en la sensatez de los castellanos, y en el amor que profesaban a su
reina.
En este
intermedio, después de la muerte del rey volviéronse a
juntar los grandes y prelados en casa del arzobispo (1 de octubre), y allí
confirmaron y ratificaron lo determinado seis días antes relativamente a la
regencia, y convinieron en cumplir, guardar y ejecutar lo que por sus cartas y
mandamientos fuese mandado y proveído, y en que nadie se apoderaría de la reina
ni del infante don Fernando, antes los dejarían en plena libertad, y se
opondrían a todo lo que contra su voluntad quisiese alguno hacer en daño de
otros. Como los poderes de la regencia eran sólo provisionales y habían de
concluir en fin de diciembre, era menester convocar las cortes, así para que
sancionasen estos actos como para determinar definitivamente el gobierno que
había de regir en lo sucesivo, con conocimiento y aprobación del pueblo. Agitáronse con esto más y más los partidos; en
especial los que se habían comprometido más en contra del rey don Fernando,
como el duque de Nájera, don Juan Manuel, el marqués de Villena, el conde de Benavente
y otros, temerosos de que pudiera ser llamado otra vez aquel monarca, se
oponían a todo lo que pudiera conducir a aquel resultado, y los unos proponían
que se trajese al príncipe don Carlos, los otros a Maximiliano, su abuelo;
había quien opinaba por el rey de Portugal, y quien, en caso necesario,
proponía que se metiese en Castilla al rey de Navarra: mientras por el
contrario el duque de Alba, acérrimo partidario de don Fernando, sostenía que
éste, muerto su yerno, era de hecho el legítimo regente de Castilla, pues
quedaba vigente el acuerdo de las cortes de Toro; y el convocar nuevas cortes,
para lo cual por otra parte no había autoridad competente, era poner en duda la
validez de aquel acto.
Finalmente
se convino, y en esto se vio la mano influyente y diestra de
Cisneros, en que no se llamase a ningún rey ni príncipe hasta que las cortes se
reuniesen, si bien los más manifestaban estar dispuestos en favor del rey de
Aragón, aunque con ciertas condiciones. La dificultad mayor era que la reina se
negaba a firmar las cartas de convocatoria, como se negaba a entender en todo
negocio de gobierno. «Mi padre proveerá a todo cuando vuelva, decía, que está
más enterado de los negocios que yo.» A veces decía razones, que parecía
desmentir el estado de extravío mental en que se la suponía. Pero otras obraba
de la manera más extravagante. En una ocasión echó al arzobispo de su palacio y
mandó despedir cuantos servidores había tenido su padre, y que en su lugar se
pusiesen oficiales y criados todos flamencos. También hizo embargar el dinero
que se traía de Indias, y dio orden de que no se pagase sino a quien
ella dispusiese. En cuanto a la convocatoria a cortes, viendo que no era
posible obtener su firma, el arzobispo y el consejo determinaron hacerlo en su
propio nombre como en caso extraordinario y justificado por la necesidad. Se
señaló para ello la ciudad de Burgos, y se encargaba que los procuradores
llevasen instrucciones especiales para la forma de gobierno que se había de
adoptar.
Los
procuradores se fueron reuniendo en Burgos; pero lejos de aquietarse con esto
los ánimos, crecían los conflictos y las dificultades. Muchos de ellos
expusieron al presidente y al consejo que no debían ni podían celebrarse cortes
en una ciudad tan llena de gente armada, porque, decían, es coartar la libertad
que deben tener los representantes del pueblo.
Otros
negaban la legitimidad del llamamiento mientras no fuese autorizado por la
reina, y la reina se obstinaba en desentenderse de todo. Querían otros que se
difiriesen las cortes hasta consultar al rey y saberse su voluntad. Entretanto
los flamencos y los de su partido se movían e intrigaban, y circulaban por el
reino cartas apócrifas á nombre del príncipe don Carlos y de su
abuelo Maximiliano, rey de Romanos, publicando que éste se preparaba a venir
con un gran ejército para proclamar a su nieto rey de Castilla. Por
otra parte los adictos y los contrarios al rey Fernando traían el reino en
continua agitación; a veces transigían entre sí con ciertas condiciones: pero
volvían a desavenirse, y no se veía medio de concierto; porque, como decía el
duque de Alba: si el marqués de Villena y los duques de Nájera y
Béjar y el conde de Benavente pudiesen sacar al demonio del infierno para
juntarse con él contra Su Alteza, para asegurar sus personas y casas, lo
harían. El arzobispo, el de Alba y el condestable, que habían recibido poderes
de Fernando para obrar en su nombre, eran ya de parecer que no convenía se
celebrasen las cortes. Éstos instaban al rey a que apresurase su venida a
Castilla, y Fernando desde Nápoles seguía aparentando poco interés en volver a
este reino, mientras el de Villena y los de su bando, temerosos de su venida,
entre otros medios que discurrieron para estorbarla fue uno el de
intentar casar a la pobre reina con el joven duque de Calabria o con don Alonso
de Aragón, hijo del infante don Enrique. Todo era, pues, confusión y desorden
en Castilla, aumentado con alborotos en Andalucía, en Toledo, en Madrid, en
Segovia y otros puntos, y como si esto fuese poco, la peste afligía y asolaba
las provincias del Mediodía, y picaba ya en la misma ciudad de Burgos.
Por este
tiempo la reina doña Juana aun no había querido firmar nada y se había negado a
entender en todo lo que fuese asunto de gobierno; cuando los procuradores la
instaron a que declarase su voluntad en lo de las cortes, o en la venida y
gobierno del rey su padre, les contestó que no la importunasen más y que
hablasen con los del consejo; dio repentinamente un golpe de
autoridad que dejó sobrecogidos a todos, cambiando al momento el aspecto de las
cosas. El 19 de diciembre del 1506 Doña Juana llamó a su secretario Lazarraga,
y le hizo extender y firmó de su mano una cédula de revocación de todas las
mercedes que el rey su marido había hecho desde la muerte de la Reina Católica,
su madre, y mandó que quedasen en el consejo todos los nombrados por sus padres
don Fernando y doña Isabel, despidiendo a los que lo componían, y diciendo a
uno de ellos con sarcástica burla que podía ir a completar sus estudios a
Salamanca. Por impensada que fuese, y por extraña y extravagante que pareciese
esta resolución, visto el estado de doña Juana, ella era la reina legítima y
había que acatarla y cumplirla. Con esa resolución quedó debilitado el partido
enemigo del Rey Católico, puesto que la revocación de las mercedes comprendía a
don Juan Manuel, al marqués de Villena, a los duques de Béjar y de Najera, al conde de Benavente, y a los demás favorecidos
del archiduque Felipe, quedando así los más revoltosos privados de pingües
recursos y bienes.
Del
lastimoso estado intelectual en que, a pesar de algunos breves períodos de
lucidez, se encontraba la reina doña Juana, se vio a fines de
diciembre de aquel mismo año una prueba pública y solemne. Su marido la había
dejado en disposición de dar nueva sucesión a Castilla, y cuando se hallaba ya
próxima a ser otra vez madre, se empeñó en trasladar y acompañar el
cadáver de su esposo a Granada. Antes de la partida quiso verle con sus propios
ojos, y sin que bastasen a impedirlo las reflexiones de sus consejeros y de los
religiosos de la Cartuja de Miraflores, fue menester exhumar el
cadáver, abrir las cajas que le guardaban y exponer el cadáver a la
vista. La reina no se dio por satisfecha hasta que tocó con sus manos
aquellos desfigurados restos. No vertió una sola lágrima, porque al decir de un
escritor contemporáneo, desde una ocasión en que le pareció descubrir la
infidelidad de su esposo con una dama flamenca, lloró tan abundantemente que
parecía que desde entonces habían quedado secos los manantiales de sus ojos. En
seguida le hizo colocar sobre un magnífico féretro en un carro tirado por
cuatro caballos, y se emprendió la marcha fúnebre. Componían la comitiva multitud
de prelados, eclesiásticos, nobles y caballeros: la reina llevaba un largo velo
en forma de manto que la cubría de la cabeza a los pies, sobrepuesto además por
la cabeza y los hombros un grueso paño negro: seguía una larga procesión de
gente de a pie y de a caballo con hachas encendidas. Andábase solamente
de noche, porque una mujer honesta, decía ella, después de haber perdido a su
marido, que es su sol, debe huir la luz del día. En los pueblos en que
descansaban de día se le hacían funerales, pero no permitía la reina que
entrara en el templo mujer alguna. La pasión de los celos, origen de su
trastorno mental, la mortificaba hasta en la tumba del que los había motivado
en vida.
Refiérese que en una de estas
jornadas, caminando de Torquemada a Hornillos, mandó la reina colocar el
féretro en un convento que creyó ser de frailes; mas como luego
supiese que era de monjas, se mostró horrorizada y al punto ordenó que le
sacaran de allí y le llevaran al campo. Allí hizo permanecer toda la comitiva a
la intemperie, sufriendo el rigoroso frío de la estación y apagando el viento
las luces. De esta manera anduvo aquella desgraciada señora paseando de pueblo
en pueblo en procesión funeral el cuerpo de su marido, cumpliéndose la profecía
de una mujer anciana que cuentan dijo, mirando muy atentamente al archiduque
cuando desembarcó en Galicia: “Id, infeliz príncipe, que poco estaréis con
nosotros, y andaréis llevado por Castilla más después de muerto que de vivo”.
De tiempo en tiempo hacía abrir la caja para certificarse de que estaba allí su
esposo, ya por el temor de que se le hubieran robado, ya con la esperanza de
verle resucitar, según un fraile cartujo, abusando del estado intelectual de
aquella señora, le había persuadido que sucedería.
Indudablemente
si esa situación de Castilla se hubiera prolongado mucho, se hubiera
vuelto a tiempos aún más calamitosos que los de Enrique IV. Los grandes y
nobles parecía marchar por este camino. El almirante levantaba tropas; el duque
de Nájera se presentaba en la corte con numerosa escolta de caballeros y
soldados; don Juan Manuel llegó a Torquemada con una compañía de gente de
armas; el condestable y el de Villena alistaban sus vasallos.
Felizmente
la mano vigorosa de Cisneros los tuvo a todos a raya; él levantó y mantuvo a
sus expensas un cuerpo de quinientos infantes y doscientos caballos, y además
unas compañías de guardias que creó con el objeto de defender la persona de la
reina, y en que invirtió cincuenta mil ducados que había prestado antes al rey
don Felipe; con lo cual mantenía a raya a los tumultuosos magnates.
Urgía, no
obstante, la venida del rey, y el arzobispo y el consejo no cesaban de
exponerle esta necesidad y de instarle a que viniera. La mayoría del pueblo
también volvía los ojos a él, pues los males que sufría le hacían olvidar el
enojo con que al principio recibió lo del segundo matrimonio del marido de
Isabel. De todos modos el gobierno provisional tuvo por prudente suspender las
cortes por cuatro meses. Demasiado comprendía Fernando que era deseado y se
tenía por indispensable su presencia en Castilla, pero quiso antes aplacar la
oposición y aun traer a su servicio a los magnates que se le mostraban más
contrarios. A este efecto, por medio del arzobispo y de sus amigos, entabló
tratos y negociaciones con los de Villena, Nájera, Benavente, Béjar, con
Garcilaso de la Vega y con el mismo don Juan Manuel; hubo ofrecimientos,
mediaron dádivas, se cruzaron peticiones y respuestas, hasta que
logró granjearse a unos y desarmar o inutilizar la enemiga de otros.
Con esto, y
con las voces que esparcía Maximiliano I, rey del Sacro Imperio Romano, y con las cartas que escribía a
España anunciando su próxima venida a Castilla con una gran armada y un ejército,
trayendo consigo a su nieto el príncipe Carlos, procurando mantener así vivo el
partido flamenco, creyó el Rey Católico que debía ya apresurar su regreso a
Castilla, y enviando delante algunas naves con el conde Pedro Navarro, se dio él
a la vela con diez y seis galeras en el puerto de Nápoles el 4 de junio de
1507.
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Felipe I el Hermoso y Doña Juana |
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