LA HISTORIA
DIVINA DE JESUCRISTO
CAPÍTULO SEGUNDO
YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA
VIDA Y TIEMPOS DE LA SAGA DE LOS RESTAURADORES
“He aquí que vengo presto. Bienaventurado
el que guarda las palabras de la profecía de este Libro. Y yo, Juan, oí y ví
cosas. Cuando las oí y las vi, caí de hinojos para postrarme a los pies del
ángel que me las mostraba.
Pero me dijo: No hagas eso, pues soy consiervo
tuyo, y de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este
Libro; adora a Dios. Y me dijo: No selles los discursos de la profecía de este
Libro, porque el tiempo está cercano. El que es injusto continúe en sus
injusticias, el torpe prosiga sus torpezas, el justo practique aún la justicia
y el santo santifíquese más. He aquí que vengo presto, y conmigo mi recompensa,
para dar a cada uno según sus obras. YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA, EL PRIMERO Y EL
ÚLTIMO, EL PRINCIPIO Y EL FIN. Bienaventurados los que lavan sus túnicas para
tener acceso al árbol de la vida y a entrar por las puertas que dan acceso a la
Ciudad. Fuera perros, hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todos los
que aman y practican la mentira.
Yo, Jesús, envié un ángel para testificaros
estas cosas sobre las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la
estrella brillante de la mañana. Y el Espíritu y la Esposa digan: Ven. Y el que
escucha diga: Ven. Y el que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el
agua de la vida...Amén”
1
La Saga de los Restauradores
Por aquellos días (s. I a.C.) le suscitó Dios un
hombre de su agrado a su pueblo. Del linaje de Aarón, sacerdote, aquel hombre
llamado Abías era el único ciudadano en toda Jerusalén capaz de plantarse
delante del rey, cortarle el paso, quitarle la palabra y cantarle en pleno
rostro las cuarenta verdades que se merecían sus actos y su forma de gobernar.
El Asmoneo -Alejandro Janneo era su verdadero
nombre- miraba al tal Abías con los ojos perdidos en el horizonte, el
pensamiento clavado en alguna de las páginas del libro del que parecía haberse
escapado aquel hombre de Dios, posiblemente de las del libro de Nehemías. Una
de aquéllas páginas de reyes y profetas que tanto les gustaba a los niños de
Israel y sus padres les narraban con acentos épicos en la garganta, la voz en
el eco de tambores lejanos tocando a hazañas bélicas, cuando los héroes de muy
antiguo, Sansón y Dalila, los treinta valientes del rey David y su arpa de
cuerdas de pelo de cabra, Elías el vidente volando a lomos de los cuatro
caballos del Apocalipsis, uno de fuego, otro de hielo, otro de tierra y el
último de agua, los cuatro cabalgando juntos por el viento de los siglos tras
el Mesías que habría de ser bautizado en las mismas aguas del Jordán que se
partió en dos para dejar paso a un profeta calvo. El holocausto de naciones
perdidas bajo cenizas de apocalipsis escritos en la pared, las guerras del fin
del mundo de los poetas muertos, las historias interminables de los sueños de
las romas eternas, visiones de druidas sobre una babilonia en plena
construcción de una escalera al cielo, hércules paridos por una loba con mala
leche, ruinas de ciudades de filisteos sin nombre ni patria a la búsqueda del
paraíso perdido, la utopía de las meretrices egipcias amamantando hebreos más
viejos que Matusalén, el héroe de Ur la Oscura proclamando su divinidad sobre
el altar de los bárbaros del Norte, el sur al este del Edén, el oeste a la
derecha del río de la vida, cuando la muerte tenía un precio, al principio de
los tiempos, al alba de los siglos. Érase una vez un copero que conquistó un
imperio. Érase una vez un diluvio universal, un arca sobre las aguas que
cubrían el mundo. La pasión de ser, el hecho de ser, la actualidad del ayer
siempre presente, omnipresente, omnisciente, más guerras del fin del mundo, más
héroes de hierro, nuevos másteres del universo, el futuro es mañana, la verdad
la tiene el elegido, el elegido es el vencedor, ¡a mí los de Yavé!, tengo la
esquina de tu manto ensartada en la punta de mi espada, rey, señor. Hace falta
algo más que una corona para ser rey, algo más que tres brazos para ser el más
fuerte, el pasado fue ayer, hoy es mañana, los ángeles nunca beben ni comen
pero a veces se aparean con las hembras humanas y paren mala saña, la semilla
del diablo, cuando los héroes eran semidioses y los semidioses monstruos de dos
cabezas imponiendo su ley de terror. Y sigue trayendo a la memoria nombres, y
tiempos.
¡Ah, aquellos mitos y leyendas del pueblo que
salió del mar, se desparramó por la Palestina bíblica y revolucionó la historia
del mundo con su terremoto de tribus en misión sagrada!
¡Qué niño en Jerusalén no conocía aquellas
historietas de los tiempos de María Castaña!
“Que viene Goliat”, les decían los abuelos a los
críos cuando eran malos y querían asustarlos.
El Asmoneo se burlaba de aquellas historietas
para niños y se reía en las barbas de sus abuelos de los fantasmas del pasado.
Él era real, su profeta Abías era real. ¿De qué le había valido a nadie el
sueño del reino mesiánico? ¿Adónde los había conducido una vez y otra el deseo
de hacerlo realidad?
“¡Y todavía quieren volver a intentarlo una vez
más! De locos”, pensó para sí el Asmoneo.
Los hombres del rey de Jerusalén, todos perros
de la guerra, todos soldados de fortuna de la Palestina oscura y profunda al
servicio de la Abominación Desoladora, todos miraban al último profeta hebreo
con los ojos atravesados por la rabia. Aunque al Asmoneo le hiciera gracia su
personal profeta de desgracias lo cierto es que también a él se le cambiaba la
cara cada vez que Abías le lanzaba a bocajarro sus oráculos. Sin embargo, en su
papel de rey para un profeta el Asmoneo detenía la rabia de sus hombres y se
dejaba enjuagar las orejas con aquellas frases tan apocalípticas sobre su
suerte.
“Escucha el oráculo de Yavé sobre tu linaje,
hijo de Matatías”, con aquella voz tan suya le anunciaba Abías.
“El Dios al que profanas en el trono y en su
Templo extirpará de raíz tu semilla de la faz de la tierra sobre la que reinas.
Ha hablado Yavé y no se arrepentirá; no abolirá su sentencia: Tus hijos serán
devorados por una fiera extranjera”.
A los asesinos a sueldo del Asmoneo maldita la
gracia que le encontraba el rey de Jerusalén a semejantes anuncios de muertes,
desolaciones, ruinas, devastaciones, destrucciones, infiernos. ¿Pero cómo podía
permitirse él, Alejandro Janneo, un descendiente legítimo de los Macabeos, de
raza pura, que un sacerdote le hablara de aquella manera?, se preguntaban los
unos a los otros aquellos perros de la guerra.
Alejandro los miraba con cara de asombro. ¿Le
merecía la pena perder su tiempo tratando de explicarles por qué se dejaba
lavar las orejas con aquellas sentencias espeluznantes tan bíblicas, tan
típicamente testamentarias, tan netamente sagradas? Por un momento se lo
pensaba, pero al siguiente se decía que no. No lo entenderían nunca.
Aunque él se parase días enteros a explicarles
de qué iba la cosa los cerebros de sus mercenarios nunca serían capaces de
elevarse más allá de la distancia que lo hacían sus espadas del suelo.
¿Estaba el mundo para perder el tiempo esperando
a que los burros volasen tras la estela del carro del sol, o que los peces
volasen por las sierras de las nieves en busca del último yeti, o que los
pájaros nadasen por las aguas detrás del buque de un Colón aún no nacido? ¡Cómo
podría meterles en la cabeza el Asmoneo a sus perros de fortuna que aquél Abías
era su profeta!
Ese Abías era el profeta que le daba todo el
sentido divino a su corona. Sin su profeta particular, personal, suyo, su
corona nunca trascendería, su dignidad de rey no se vería nunca sublimada a los
ojos del futuro. Abías sería el carro de gloria sobre el que su nombre
trascendería los siglos y llevaría su memoria más allá de los milenios incluso.
Podía ser que su nombre se olvidara, pero el de Abías viviría para siempre en
la memoria del pueblo.
“¿Lo comprendéis ahora? ¿Os entra en la cabeza?
Mi nombre y el suyo irán asociados en la eternidad. Pero si yo lo mato mataré
mi memoria. ¿Os dice esta perspectiva algo sobre la naturaleza de mi relación
con el creador de vuestras más terribles pesadillas?”, lo mejor que podía intentaba
el Asmoneo meterles a sus perros de la guerra algo de inteligencia en sus
cráneos de piedra.
Todo para nada.
Pero era la verdad. Alejandro debía felicitarse
porque también a él le había dado Dios su propio profeta. Todos los reyes de
Judá tuvieron su bufón, su harén, y, cómo no, su profeta. Para bien o para mal
es otra cuestión; lo importante era tenerlo.
Por lo demás, desde el punto de vista de la
política el tal Abías era inofensivo. Sí señor, su profeta era tan inofensivo
como una libélula del estanque real, tan poco dañino como una araña del jardín
de su harén balanceándose entre el polvo de las cortinas, tan indefenso como un
gorrioncillo abandonado con el ala rota a la intemperie de un invierno boreal.
Un despiste, un sólo paso en falso y en un abrir y cerrar de ojos “el último
profeta” sería convertido en el rastro que el aliento de la aurora dejó en
alguna parte al otro lado del orto. ¿O acaso creían sus perros mercenarios que
él, Alejandro Janneo, el hijo de los hijos de los Macabeos, iba a permitir que
el tal Abías cruzase la línea entre anunciar desgracias y provocarlas? ¿Estaban
bien de la cabeza?
Aquélla era su gente. El Asmoneo no las amaba ni
sentía por su pueblo ninguna pasión nacionalista, pero era su gente y sabía
cómo funcionaban sus mentes. Si Abías no cruzaba la raya no era porque le
tuviera miedo a la muerte; era porque no estaba en su natural provocar lo que
anunciaba, él se limitaba a dar el Oráculo de Yavé. Su Dios decía y él hablaba.
Podía callarse y no exponerse a que una espada le cortase el cuello de un tajo,
pero eso iría contra su naturaleza.
Además que con la misma pasión que Abías le
servía su cabeza en bandeja de plata sin miedo de ninguna clase a que un día el
Asmoneo se cansara del baile, con esa misma pasión su profeta, no el profeta
del rey aquél, o del rey tal y cual, su profeta, el suyo propio, aquél Abías
arremetía sin cortarse un pelo de la lengua contra saduceos y fariseos juntos
por echarle leña al fuego del odio que los consumía a todos y los arrastraba a
la guerra civil.
“Es único este Abías”, se decía. Y seguía el Asmoneo
su camino muerto de risa.
2
La Matanza de los Seis Mil
Cosa curiosa donde las haya el Pueblo pensaba lo
mismo que su rey sobre la misión sagrada del último profeta vivo que les quedaba.
El Pueblo corría al encuentro del sacerdote
Abías, llenaba el Templo durante su Turno. Igual que si se tratara de un
enjambre de niños abandonados a su suerte en el núcleo más violento de una
jungla de pasiones alimentadas por un odio que no se satisface nunca, y de
golpe vieran alzarse un hombre de verdad entre ellos, el pueblo de Jerusalén
corría al encuentro de Abías en busca de entendimiento, comprensión y
esperanza.
“No lloréis, hijos de Jerusalén, por las almas
que se van sacadas de sus casas por la violencia. En el seno de Abraham reposan
esperando el día del Juicio. Llorad más bien por las que se quedan porque su
destino es el fuego eterno” les decía Abías.
El hombre de Dios y el Pueblo estaban hechos el
uno para el otro. Era la verdad. Y él, el Asmoneo, estaba hecho para cortar
cabezas y oír luego la sentencia de su profeta sobre la suya:
“Ha hablado el Señor, Oráculo de Yavé, y no se
arrepentirá. El águila contempla desde la altura a la serpiente y el buitre
planea esperando el despojo. Tus hijos son la carne. ¿Quién es el que se afana
para la casa de otro? A su tiempo se verá que hay Dios en esta tierra cuando la
serpiente huya del águila”.
Y también esto era verdad. Una verdad tan grande
como la isla de Creta, como el mar Grande, como el cielo infinito lleno de
estrellas, como la gran pirámide del Nilo. Y si no que se lo preguntasen a la
montaña que el Asmoneo levantó con las cabezas que arrancó de sus cuellos aquella
jornada para el olvido.
No fueron dos ni tres, ni cien ni doscientas. Fueron
“seis mil” las cabezas que sacrificó a su pasión por el poder absoluto el nieto
de los Macabeos. Seis Mil almas en una sola jornada. ¡Qué horror, qué locura,
qué humillación!
Sucedió en Jerusalén la Santa, aquella Jerusalén
hacia cuyos muros dirigían su plegaria todos los judíos del orbe. No sucedió en
la ciudad de un rey bárbaro, ni sucedió en pleno campo de batalla durante el
remate de los caídos. Ni fueron las cabezas de un pueblo extraño las que
corrieron cuestas abajo Vía Dolorosa arriba hasta acabar a los pies del
Gólgota. Fueron las cabezas de sus vecinos, las cabezas de las gentes que le
saludaban cada noche, las cabezas de la gente que solían darle los buenos días.
¡Qué desastre, qué vergüenza, qué tragedia!
Sucedió durante la celebración de una fiesta
religiosa. Una de las tantas que el calendario templario tenía consagrada a la
memoria de los inolvidables acontecimientos vividos por los hijos de Israel
desde Moisés a los días corrientes. Pasó que el Asmoneo heredó de sus padres el
sumo sacerdocio. En calidad de Pontífice fue a celebrar el rito de apertura que
rompía la monotonía del año. Aquel detalle de creerse igual al César, general y
pontífice máximo en un todo, les molestaba a los nacionalistas más que nada en
el mundo. Les molestaba y les divertía. ¿Cuándo se vio a una serpiente soñando
con ser águila?
En su papel de Papa de los judíos allá que fue
el Asmoneo a declarar abiertos los festejos que solían romper la monotonía del
año. Se sentó en su trono de sumo sacerdote todo metido en su papel de Su
Santidad en la Tierra. A punto de dar su bendición urbe et orbis estaba
cuando, de pronto, sin avisar, movido por un inexplicable cambio de humor, el
Pueblo comenzó a arrojarle tomates podridos, gusanos fétidos, papas revueltas
en barro agusanado, limones de cuando los dinosaurios habitaron tierra santa.
¡Un escándalo! Sus enemigos contemplaron desde las murallas el show. Con las
miradas se lo preguntaron todo: ¿Qué hará el Asmoneo? ¿Se meterá para dentro y
dejará correr la bola? ¿O saldrá enfurecido con la cólera de un semidiós sacado
de su séptimo sueño, el triunfalista?
Por las barbas de Moisés, si el Asmoneo los
hubiera dejado seguir seguro que los jerusaleños hubieran convertido la fiesta
en un concurso y se hubiesen jugado el todo por el todo a ver quién arrojaba el
primero la última piedra. El Asmoneo sacó su espada de debajo del sobaco de los
santos y dio la orden a sus perros de la guerra: “¡Qué no quede ni uno!”, bramó
sanguinario.
Lo que se vio entonces no se había visto jamás
en toda la historia de los judíos. Nunca antes se había visto salir del Templo
un ejército de demonios macabros, espada en mano, degollando sin mirar edad ni
sexo. Si en el Templo de Jerusalén tenía su trono el Señor Dios ¿a las órdenes
de quién entonces estaban aquellos monstruos asesinos segando vidas sin mirar a
quién?
¿No es más bien el Diablo quien tiene su trono
en esta Jerusalén de los Asmoneos?, inconsolables se preguntarían después los
familiares de los muertos mientras Vía Dolorosa abajo acompañarían a sus
difuntos al Cementerio Judío. ¡Para entonces sería demasiado tarde!
En aquel día de fiesta y alegrías los perros del
Asmoneo se desparramaron por las calles y según fueron encontrando judíos los
fueron degollando, atravesando, mutilando, descabezando, cortando en pedazos,
por diversión, por deporte, por pasión, por devoción al Diablo.
Éste, el Diablo, sentado en su trono el Diablo
contemplaba aquella orgía de sangre y terror, y preso de la angustia del que
sabe que el día terrestre sólo tiene 24 horas se lamentaba de lo rápido que
pasan dos docenas de sesenta minutos. De haber tenido a su disposición una
docena más seguro que no hubiera dejado vivo ni un judío. La voluntad del
Diablo era clara, matarlos a todos; pero el todopoder de su siervo para ejecutarla
no llegaba a tanto. Así que señor y siervo tuvieron que conformarse con la
cifra de Seis Mil cabezas. Que tampoco estaba tan mal para un solo día. Después
de todo el demonio más malo trabajando a destajo no hubiera sobrepasado esa
cifra en mucho. Se dice muy pronto “seis mil muertos” en una jornada.
Flavio Josefo, el historiador oficial de los
judíos, en sus días acusado por los historiadores cristianos de falso, apuntó
alto al dar Seis Mil muertos en una jornada. La cuestión es, ¿redujo Flavio Josefo
el número de víctimas a su mínima expresión posible mirando a suavizar ante los
ojos de los romanos el alcance de la tragedia? O al contrario, ¿movido por su
política de odio hacia la dinastía asmonea exageró el número?
Como todo el mundo sabe entre los judíos la
popularidad de los Asmoneos cayó muy bajo en tiempos postreros; hasta el punto
de llegar a ser considerada por las generaciones que les sucedieron un periodo
maldito, una mancha negra en la historia del pueblo elegido. Seguramente Flavio
Josefo fue de esta última opinión y especialmente crítico con los dinastas
Asmoneos, sobre todo con el gobierno de Alejandro I Janneo, hinchó la
naturaleza de sus crímenes con el objetivo de transmitir a sus paisanos su
particular odio. O pudo ser lo contrario y desinfló la cuenta pensando en la
repulsa visceral hacia los judíos que sus lectores romanos sentirían leyendo la
historia de aquella matanza. Volvamos no obstante a los hechos.
Desde el punto de vista del Asmoneo lo suyo
hubiera sido que no hubiese quedado nadie para contarlo. Pero como los muertos
no hablan la fama de aquella jornada no hubiese subido a la memoria y nadie se
hubiera acordado de ella el día de mañana.
Desgraciadamente para los malos el Diablo alaba
su gloria más de lo que su gloria infernal se merece; en consecuencia, sus
servidores acaban siempre frustrados y atrapados en las redes de una araña que
sin ser todopoderosa sí es lo suficientemente fuerte para engullirlos a todos
en sus maniobras. Lo natural fuera que un príncipe del Infierno se sentara a
contemplar su obra desde el epicentro de la gloria de quien está más allá del
bien y del mal; afortunadamente los cuernos del Diablo se retuercen hacia
abajo, y, contra natura, acaban hincándosele al propio demonio por la espalda.
Ignorantes de su suerte tarde o temprano sus adoradores por ahí la cagan, y
claro, así apestan.
En definitiva, aunque la voluntad del Diablo
fuera el exterminio total de los judíos, ¡hombre! digo yo que alguno sí tuvo
que quedar. Y como parece ser que al otro día Jerusalén entera se hartó de
llorar no miento diciendo que alguno sí que quedó.
Luego, repensándolo con más claridad y tiempo,
el Asmoneo no logró encontrar la salida del laberinto en que en su cólera se
había metido. Sucedió todo tan rápido. ¡Si al menos hubiera olido el guiso que
a sus espaldas se estuvo cociendo! De todas formas tampoco mostró signo alguno
de arrepentimiento. Al contrario. “¡Hay que ver, es una maravilla lo que tarda
un cachorro de la especie humana en criarse y lo poco que tarda en desangrarse!”
se dijo.
El Asmoneo no se cansaba jamás de maravillarse.
Después, durante el entierro en masa de los desgraciados jerusaleños que
quedaron atrapados en las redes de su locura insana, el Asmoneo no paró de
mover la cabeza. Nadie sabía si de lástima o porque estaba echando en falta
algún que otro muerto.
Yo creo que el Asmoneo hacía sus matanzas con la
mente del científico en pleno proyecto de experimentación de una fórmula nueva.
“Si mato doscientos ¿qué pasará? ¿Y si le resto uno y le sumo treinta y
tantos?” ¡Un monstruo! Su amor por la investigación no tenía tope. Ora freía un
manojo de niños made in fariseolandia, ora devoraba un plato de
vírgenes en su salsa. Pero sin dejarse llevar por la pasión, todo muy correcto,
muy escrupulosamente, con la objetividad fría y acerada de un Aristóteles
impartiendo Metafísica al aire libre.
¡Quién dijo que los hombres no pueden llegar a
ser demonios si sabemos que algunos llegaron a ser como los ángeles!
Lo llamaron el Asmoneo -su apodo para la
posteridad- en memoria de un tocayo del infierno, un diablo de la corte del
príncipe de las tinieblas. Igualito que su tocayo maligno Alejandro Janneo
sentía por el trono un amor asesino que le devoraba las entrañas y le
transformaba la sangre en fuego.
Fuego en vez de sangre tenía en las venas el
Asmoneo. El fuego le salía por los ojos de lo malo que eran sus pensamientos.
Quien osaba sostenerle la mirada al Asmoneo veía al Diablo detrás de las
bolillas de sus ojos, dominando su cerebro y desde su cerebro maquinando toda
clase de maldades contra Jerusalén, contra los judíos, contra los gentiles,
contra todo el mundo. Y lo más trágico era que el Asmoneo no se creía nada.
“Si no existe Dios cómo va a existir el Diablo”
se confesaba con sus hombres el sumo pontífice de los hebreos. ¡Un Papa ateo!
Que el César fuera sumo pontífice y fuese pagano, ateo y la demás parafernalia,
se admite a trámite. Pero que el Pontífice de los judíos fuera más ateo que el
César, ¿cómo se traga esta bola?
Lo cierto es que en aquella ocasión el Asmoneo
estuvo casi a punto de dejarse masacrar. Al cabo lo pensó mejor y se dijo “pero
qué tonto soy, un poco más y me creo de verdad que soy el santo padre”.
La verdad, si la verdad entera hay que contarla,
la verdad es que el humor popular pasó a tal velocidad de la alegría más sana a
la demencia más absoluta que no se pudo hacer nada. Así que, ¿cómo culpar al
Asmoneo de haber luchado por su vida y haberse defendido llevando al extremo el
sagrado derecho a la autodefensa?
¿Y cómo absolverlo de haber provocado con sus
delitos una situación tan tremenda?
No es fácil hallar al culpable, la cabeza de
turco a la que cargarle aquella monstruosa Matanza. Lo que no iba a hacer el
Asmoneo era echarse las culpas. De tonto no tenía un pelo.
“Que tiemblan las piedras del Muro de las
Lamentaciones, que tiemblen” se dijo. “Que la sangre navega enrabiada Jerusalén
abajo hasta el Jardín de los Olivos, que navegue. Que conmovido el viento se
lleva en mejillas rotas una elegía por Jerusalén que le destrozará el alma a
Alejandría del Nilo, a Sardes, a Menfis, a Seleucia del Tigris y hasta a la
propia Roma, que la lleve. Lo que a mí me preocupa es cuándo la vida me
concederá la gracia de acabar con los cobardes que salieron huyendo como las
ratas. Si tanto los querían, pues que tanto los lloran, ¿por qué los
abandonaron a la matanza?” de esta manera excusaba el Asmoneo su crimen.
Los sicarios del Asmoneo le reían la gracia. Los
judíos por el contrario no sabían cómo contener el grito de venganza. Si ya
antes no podían soportar al Asmoneo, que les arrancaba a sus hijas sin darles a
cambio plata, y se las llevaba y las vendía a su antojo y voluntad invocando
tradiciones salomónicas, todas ellas santas; si ya no podían verlo cuando
mataba a sus hijos por el sólo hecho de intentar despegar los labios para
protestar por sus crímenes sordos; después de la Matanza de los Seis Mil en una
jornada el odio le dio la mano a la locura y la declaración de guerra sin
cuartel contra el Asmoneo se oyó de un confín al otro del mundo.
“El Asmoneo tiene que morir” pedía Alejandría
del Nilo.
“Muerte al Asmoneo” repetía Seleucia del Tigris.
“El Asmoneo morirá” juraba Antioquía de Siria.
“Amén” respondía Jerusalén la Santa.
3
Los Magos de Oriente
El odio al Asmoneo se transmitió de sinagoga en
sinagoga. Una sinagoga le pasó la consigna a la otra y en menos tiempo de lo
que el Asmoneo hubiera querido el orbe entero estuvo al tanto de sus hazañas.
“Ligeras son en verdad las alas de Mercurio,
alteza” vinieron a quitarle la preocupación sus perros de la guerra.
A consuelo de tontos, lágrimas de cocodrilos,
decía el proverbio.
El hecho es que el odio de los jerusaleños
contra el Asmoneo voló con alas ligeras de una esquina a la otra del mundo
judío. Cómo no, la noticia llegó también a la sinagoga madre, la Gran Sinagoga
de Oriente, la sinagoga más vieja del universo.
Aunque fundada por el profeta Daniel en la
Babilonia de siempre, la Babilonia de las leyendas, la Babilonia clásica de los
antiguos, con el cambio de los tiempos y las transformaciones del mundo la Gran
Sinagoga de Oriente cambió de ubicación. Al tiempo presente los Magos de
Nabucodonosor se habían desplazado a la capital de un emperador que no conoció
la gloria de los Caldeos ni le interesaba los fantasmas de Akkad, Ur, Lagash,
Umma y demás ciudades eternas de la Edad de los Héroes y los dioses, cuando
criaturas de otros mundos hallaron hermosas las hembras humanas y contra
prohibición divina cruzaron su sangre con ellas, cometiendo contra las leyes de
la Creación pecado inolvidable, crimen que se castiga con el destierro del
cosmos entero.
Alejandro Magno, como todos sabéis, echó abajo
aquella Babilonia de las Leyendas. Su sucesor en el trono de Asia, Seleuco I
“el invencible”, debió pensar que no merecía la pena reconstruir sus muros y en
su lugar se construyó una ciudad enteramente nueva. Siguiendo la moda de la
época la llamó Seleucia; y del Tigris por estar a las orillas del río del mismo
nombre.
Obligados por el nuevo rey de reyes los
habitantes de la Vieja Babilonia cambiaron de domicilio y vinieron a poblar la
Nueva. De buen grado o a fuerza de decreto es el dilema. Pero conociendo la
estructura de aquel mundo uno se puede permitir el lujo de creer que el cambio
de domicilio se hizo sin más protestas que las de aquellos a los que se les
negó el permiso de residencia. Al construir Seleucia del Tigris su fundador
apartó de su Ciudad los elementos persas no purgados por Alejandro Magno.
Medida que, como comprenderéis, benefició a las familias judías que a la sombra
de la aristocracia persa dirigió el Comercio entre el Oriente Lejano y el
Imperio. Protegidos de los Aqueménidas y expertos conocedores de todas las
funciones de gobierno, los judíos alcanzaron en el imperio persa una posición
social relevante, hasta el punto de suscitar la envidia de un sector de la
aristocracia. La Biblia nos cuenta cómo el complot de este sector contra los
judíos parió la primera solución final, abortada milagrosamente por la
ascensión al trono de la reina Ester. Este trance superado la naturaleza siguió
su curso. Los descendientes de la generación de la reina Ester se dedicaron al
Comercio, y llegaron a ser con el tiempo los verdaderos intermediarios entre el
Oriente y el Occidente.
Cuando Alejandro echó abajo la Babilonia persa
las familias judías quedaron libres de la sujeción al amo aqueménida. Alejando
fue sucedido en el gobierno de Asia por su general Seleuco I el Invencible. Con
el cambio de amo la situación de los judíos mejoró. Lo único que Seleuco les
exigió a los residentes de Seleucia del Tigris fue que se dedicasen a los
negocios y no se metiesen en Política.
Eliminada la competencia persa, solos al frente
del comercio entre el Oriente y el Occidente, a la altura del siglo en el que
nos encontramos, Primero antes del Nacimiento, las familias hebreas que habían
sobrevivido a las transformaciones de los dos siglos pasados llegaron a
enriquecerse enormemente. (No olvidemos que las minas del rey Salomón tuvieron
su fuente en el control del comercio entre el Oriente y el Occidente. Hacia
esta zona los Liberados de Ciro dirigieron su talento. Tanto más cuanto que la
reconstrucción de Jerusalén y la compra pacífica de la tierra perdida habrían
de costarles montañas de plata. Como todos sabemos el Diezmo debido por todo
hebreo al Templo era un deber sagrado. Desaparecido el Templo dejó de tener
sentido ese Diezmo. Pero al ser reconstruido y entrar en funcionamiento una vez
más la necesidad de hacerle llegar a Jerusalén ese Diezmo Universal exigió el
Nacimiento de una sucursal recaudadora, la Sinagoga.
La Gran Sinagoga de Oriente, dirigida por los
Magos de Babilonia, fue creada para ser la central desde donde el diezmo de
todas las sinagogas dependientes del Imperio Persa sería canalizado hacia
Jerusalén. Mientras mejor les fuera a todas las sinagogas más caudaloso sería
el río de oro que, bien en metal bien en especias -oro, incienso y mirra -
desembocaría en el Templo.
La paz universal era del interés judío en la
medida que garantizaba las comunicaciones entre todas las partes del imperio.
Los años de la conquista griega y las posteriores décadas de guerra civil entre
los generales de Alejandro fue un obstáculo que frenó esa afluencia de oro y
especias que todos los años solían llevar los Magos a Jerusalén. Sin embargo en
lo que tuvo de trágico para el Templo el cierre de ese suministro dorado le fue
recompensado a Jerusalén cuando al convertirse Alejandría del Nilo en ciudad
imperial desde su Sinagoga nació un nuevo afluente de capital sagrado. Es
decir, pasase lo que pasase el Templo siempre ganaba; y ocurriesen los cambios
políticos que ocurriesen los Magos de Oriente siempre llegaban a la Ciudad
Santa con su cargamento de oro, incienso y mirra).
En su día, en la comunidad judía de Seleucia del
Tigris la noticia de la guerra de independencia de los Macabeos levantó un
clamor profético espontáneo. Desde las distancias, la Gran Sinagoga de Oriente
llevaba siglos esperando esa señal. Por fin había llegado el Día anunciado por
el ángel al profeta Daniel. Tres siglos se habían pasado esperando este
momento, tres siglos se habían diluido al otro lado del orto del tiempo, tres
siglos largos, infinitos, esperando esta Hora de Liberación Nacional. La
profecía de Daniel había pendido sobre el horizonte de la Sinagoga de los Magos
de Oriente como una espada loca por entrar en batalla.
“La visión de las tardes y las mañanas es
verdadera” decía, “guárdala en tu corazón porque es para mucho tiempo”.
“El carnero de los dos cuernos que has visto es
el rey de Grecia, y el gran cuerno entre sus ojos es su rey: al romperse le
saldrán en su lugar cuatro cuernos. Los cuatro cuernos serán cuatro reinos, mas
no de tanta fuerza como aquél”.
¿No se cumplió la profecía cuando Alejandro
Magno acorneó al rey de Persia y Media y se perfeccionó cuando a su muerte sus
generales se dividieron el imperio, resultando de la guerra de los Diadocos la
formación de cuatro reinos?
La profecía de la conquista del imperio del
Persa por el Heleno cumplida, el entusiasmo que despertó entre los jóvenes de
la Nueva Babilonia el Alzamiento Macabeo fue tan intenso en pasión como grande
fue en los jefes de su Sinagoga el deseo de volver a ser jóvenes para empuñar
la espada y seguir a la victoria al campeón que Dios les había suscitado.
También en Alejandría del Nilo, en Sardes, en
Mileto, en Atenas y en Regio Calabria, allá donde una sinagoga echó raíces y
prosperó, allá que los jóvenes se enrolaron y sus mayores los equiparon para la
gloria.
¡Larga vida a Israel! Con esta proclama
respondían los valientes al grito de guerra del Macabeo: “A mí los de Yavé”.
La victoria final de los Macabeos, por muy
anunciada proféticamente que les resultara desde un principio, no dejó de ser
celebrada por los judíos como si jamás nadie se las hubiera avanzado. Los
hermanos Macabeos cayeron, como todo el mundo sabe, pero sus hazañas fueron
escritas en el Libro de los libros para que sus nombres permaneciesen para
siempre en la memoria de los siglos.
4
Partido Saduceo versus Sindicato
Fariseo
La exaltación por la Independencia conquistada
elevó la moral del pueblo. El grito de victoria que la Guerra de los Macabeos
engendró en el mundo judío levantó en el pueblo la esperanza.
Lo que sucedió a continuación no se lo esperaba
nadie. La satisfacción de vivir la Libertad endulzaba aún sus almas. Se puede
decir que gozaban de la ebriedad del dulce vino de la libertad cuando a la
vuelta de la esquina y emprender la recta el viejo fantasma del fratricidio de
Caín despertó de su letargo.
¿Vino de improviso? ¿O tal vez no? ¿Cómo
afirmarlo? ¿Cómo negarlo? ¿Lo vieron venir, no lo vieron venir? ¿En qué estaban
pensando cuando miraron para atrás? ¿No aprendían nunca? Quienes propiciaron
desde dentro la solución final de Antíoco IV Epífanes ¿no volverían a romper de
nuevo la paz, sembrando en el día de la libertad la cizaña de las pasiones
violentas por el control de los Tesoros del Templo?
¿No fueron los saduceos, el partido sacerdotal,
quienes empujaron a Antíoco IV Epífanes a decretar la solución final contra el
judaísmo? La Biblia dice que sí. Da nombres, detalles. Sumos sacerdotes que
matan a sus hermanos, padres que asesinan a sus hijos en el nombre del Templo.
También luego, cuando las hordas criminales del
Cuarto de los Antíocos se dieron a la faena, los saduceos fueron los primeros
en abandonar la religión de sus padres. Eligieron la vida, desertaron del Dios
de sus padres, sacrificaron a los dioses griegos. Cobardes, se rindieron a la
Muerte, doblaron sus rodillas, se vendieron al mundo, y lo que es peor,
vendieron a los suyos.
Lógico pues que al desencadenarse la Guerra de
los Macabeos los fariseos, el sindicato de los doctores de la Ley y directores
de las sinagogas nacionales y extranjeras, tomaran las riendas del Movimiento
de Liberación Nacional, rodearan al Macabeo de la gloria del general que les
había suscitado el Señor y se lanzasen a la victoria con la confianza del que
es proclamado vencedor desde el primer día de su alzamiento.
¡Cosas de la vida! Una vez escrita la Historia
de los Macabeos empezó a escribirse la historia de las envidias. Los viejos
fantasmas de la lucha entre el partido saduceo y el sindicato fariseo
amenazaron otra vez tormenta. El viento empezó a moverse. Así que la lluvia no
tardaría en caer.
¿Pidió el clero aaronita perdón por los pecados
cometidos durante la dominación seleúcida?
El clero aaronita no pidió perdón público por
sus pecados. Los saduceos no doblaron la cabeza, no aceptaron meas culpas. El
Templo les pertenecía por derecho divino.
No Dios, ellos eran los dueños de los Tesoros
del Templo. Lo contrario, que los fariseos tomaran el control del Templo ¿no
significaría una rebelión de los siervos contra sus señores?
Por supuesto que sí. Desde el punto de vista del
partido saduceo cualquier movimiento del sindicato de los doctores de la Ley en
la dirección contraria sería tomado como una declaración de guerra civil.
¡Lo que es el ser humano! Apenas acababa la
Nación de romper sus cadenas ya sus jefes empezaban a afilar uñas. ¿Cuánto
tiempo tardaría el ultimátum en venir?
La verdad, lo que se dice la verdad, el
ultimátum no tardó en dejar oír su proclama fratricida. “O se les devolvía el
poder -amenazaron los saduceos- o coronaban rey en Jerusalén”.
Hubo tirones de pelos, quebraderos de cabeza,
túnicas rasgadas, cenizas pidiendo paso, amenazas pariendo fantasmas, lanzas
que se rompían solas, hachas de guerra que se perdían y se dejaban encontrar
como quien no quiere la cosa. ¡Saduceos y fariseos estaban por matarse en
nombre de Dios!
¿Quién los detendría? ¿Quién les pararía los
pies?
La amenaza de guerra civil flotó en la atmósfera
de Jerusalén lo que duró el gobierno de Juan Hircano I. Dios les prohibió a los
judíos darse rey fuera de la Casa de David. Los saduceos no sólo pensaron en un
hijo de los Macabeos por rey sino que pasaron del pensamiento a los hechos
consumados.
Los fariseos alucinaron. Cuando descubrieron la
jugada maestra de jaque a la Ley que los saduceos estaban pensando los fariseos
pusieron el grito en el cielo.
“¿Somos acaso una Nación sin sesos?” se
preguntaban sus sabios públicamente. “¿Por qué volvemos a caer una vez y otra
vez en la misma trampa? ¿Qué nos pasa? ¿Cuál es la naturaleza de nuestra
condena por el pecado de nuestro padre Adán? Cada vez que el Señor nos da la
vida se nos va la mano al fruto del árbol prohibido. Ahora quiere Caín retar a
Dios a impedirle que mate a su hermano Abel. ¿Y nosotros vamos a permitir que
los pastores arrojen el rebaño al barranco de sus pasiones? Si reina un hijo de
los Macabeos traicionamos a Dios. Hermanos, se nos ha puesto más allá del
dilema. Antes morir luchando por la verdad que vivir de rodillas adorando al
Príncipe de las Tinieblas”.
Fueron muchas las palabras que se cruzaron. Se
veía a las claras de una noche de luna llena que la guerra civil acabaría
rompiendo la paz al alba. Por mucho que Abel amase a su hermano Caín, la locura
de Caín al retar a Dios obligaba a Abel a defenderse.
Los tiempos habían cambiado. El primer Abel cayó
sin ejercer su derecho a la autodefensa porque nació desnudo, vivió desnudo
delante de sus padres y de su hermano. Jamás le alzó la mano a nadie. La paz
era su problema. Todo Abel era paz. ¡Quien era todo paz cómo podía imaginarse
la existencia de un corazón oscuro alimentado de tinieblas justo en el pecho de
su propio hermano! La inocencia de Abel fue su tragedia.
Y su gloria a los ojos de Dios.
Caín no pensaba con la cabeza, pensaba con los
músculos. Creía el hombre que la fuerza de la inteligencia y la de los músculos
existen sujetas a alguna misteriosa ley de correspondencia. El que tiene el
brazo más poderoso es el más fuerte. El más fuerte es el rey de la selva. En consecuencia,
el destino de los débiles es servir al más fuerte o perecer.
Como Caín, los saduceos cayeron en la trampa de
sus ambiciones personales. Así que la guerra civil por el Poder tarde o temprano
habría de estallar. Tal vez más tarde que temprano. Era lo mismo. Tampoco nadie
podía predecir el cuándo, la fecha exacta. La cosa es que la guerra civil se
estaba cuajando en el ambiente. La atmósfera se estaba cargando. Era algo que
se olía en el aire. Un día, un día… Pero no adelantemos acontecimientos.
Estaba el pueblo celebrando todavía la victoria
contra el Imperio de los Seleúcidas cuando de pronto se corrió la voz del
delito abominable cometido por el hijo de Juan Hircano I. No contento con el
sumo sacerdocio, que la nación aceptó contra su propia conciencia, pero calló
pensando en las circunstancias, el hijo de Juan Hircano I se ciñó la corona.
Con su coronación los Asmoneos le sumaron a un
delito malo, contra natura, otro aún peor. A la cabeza de semejante violación
de las leyes sagradas fueron hallados los saduceos. El Partido Saduceo
-recordemos sus orígenes- fue una creación espontánea de la casta sacerdotal.
Se creó para defender sus intereses de clase. Los intereses de los clanes sacerdotales
tenían que ver con el control del Tesoro Templario. Con el paso del tiempo y
una caña los cambios en la cúpula del Templo fueron engendrando poderosos
clanes, cuyos familiares se fueron sumando por inercia al Sanedrín, especie de
Senado Romano al estilo de las tradiciones más salomónicas. La lucha entre esos
clanes por el control del Templo fue la máquina que condujo a los judíos a la
situación de solución final adoptada por Antíoco IV, solución final que tanta
sangre inocente vertiera en el cáliz de la ambición maligna de los padres de
estos mismos saduceos que ahora coronaban contra la Ley de Dios al hijo de
Hircano I como rey de Jerusalén.
Creadores indirectos de la solución final
antijudía, los saduceos perdieron las riendas del Templo todos los años que
duraron las gestas de los Macabeos. Judas el Macabeo los expulsó del Templo.
Purgó a Martillo lo que la guadaña de la Muerte respetó. ¡Lógico que a ojos de
los saduceos los Macabeos fuesen unos dictadores!
El Sindicato Fariseo -entremos un poco en la
oposición- procedía de las bases encargadas de la recaudación del Diezmo. El
Sindicato era el aparato del que se servía el Partido para mantener corriendo
desde todo el mundo hacia las arcas del Templo aquel río de oro en el origen de
la lucha fratricida entre los distintos clanes sacerdotales. Funcionarios al
servicio del clero aaronita, los fariseos vivían de la recaudación del Diezmo y
de las ofrendas por los pecados cometidos por los particulares.
Cuando los saduceos empezaron a matarse entre
ellos por el control de la Gallina de los Huevos de Oro, los fariseos asumieron
la dirección de los acontecimientos y emplearon las ofrendas del pueblo para
equipar a los jóvenes voluntarios que desde todo el mundo vinieron corriendo a
luchar a las órdenes de los Macabeos. Así que al término de la Guerra de
Independencia las tornas se habían cambiado y era el Sindicato Fariseo el que
estaba al mando de la situación. El Partido Saduceo, como es de comprender, no
iba a sufrir este cambio por mucho tiempo.
La contraofensiva del Partido Saduceo no fue ni
elegante ni brillante, pero sí efectiva. Todo lo que había que hacer era
meterse en la piel de la Serpiente y tentar a los Asmoneos con la fruta
prohibida de la corona de David.
Aquella batalla interna entre el Partido y el
Sindicato por el control del Templo levantó en el mundo vanguardista hebreo un
clamor espontáneo de indignación y cólera. Fue entonces cuando los mismos
recursos en su día puestos al servicio de la Independencia saltaron a escena
dispuestos a destronar al usurpador.
Entre fariseos y saduceos estaban convirtiendo
la nación en una visión abominable a los ojos del Señor.
Urgía hacer algo, urgía declararles la guerra a
los intereses privados del Partido y del Sindicato, restaurar el status
nacional acorde al modelo descrito en las Escrituras.
Urgía.
Urgían tantas cosas.
Y no urgía nada.
Según los sabios más eminentes de las escuelas
más elegantes de Alejandría del Nilo, de Atenas y de Babilonia la Nueva,
llamémosla Seleucia del Tigris, todos los judíos del mundo tenían la santa
obligación de tomar el reinado de los Asmoneos como un gobierno de transición
entre la Independencia y la Monarquía Davídica.
No señor, a la fragilidad de la Independencia
recién conquistada no le convenía atrapar la gripe de la guerra civil. En aras
del fortalecimiento de la Libertad reconquistada todas las sinagogas tenían que
mantenerse unidas y apoyar al rey de Jerusalén. Según se fuera viendo cómo
progresaban los acontecimientos ya se tomarían las medidas necesarias para
avanzar en la dirección del traspaso de la corona de una casa a la otra.
-¡Ya, los sabios, siempre sabios! Se creen que
lo saben todo y al final no saben nada - les empezaron a responder las nuevas
generaciones. La indignación de las nuevas generaciones por la situación
aceptada tardó en saltar al escenario. Pero acabó haciéndolo a raíz de la
Matanza de los Seis Mil.
5
Simeón el Justo
“La
presentación en el Templo”: Así que se cumplieron los días de la purificación
conforme a la Ley de Moisés, le llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor,
según está escrito en la Ley del Señor que todo “varón primogénito sea
consagrado al Señor”, y para ofrecer en sacrificio, según lo prescrito en la
Ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones. Había en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y el
Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que
no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. Movido del Espíritu, vino
al Templo, y al entrar los padres con el niño Jesús para cumplir lo que
prescribe la Ley sobre El, Simeón le tomó en sus brazos y, bendiciendo a Dios,
dijo: Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra;
porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos
los pueblos; luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel.
Simeón -nuestro próximo protagonista- descendía
de una de aquellas familias que sobrevivieron al saqueo de Jerusalén y se las
arreglaron para progresar plantando sus viñas en Babilonia. Esta era una verdad
que Simeón podía demostrar en el momento y lugar que se le emplazase a hacerlo.
Aunque no suene perfecto ni bueno decirlo,
porque trae a la mente leyes que invocan acontecimientos tristes y nefastos,
Simeón era hebreo de pura cepa. Delante de las autoridades más expertas y
cualificadas de su pueblo cuando lo quisieran, y si se trataba de gentiles
curiosos entrando en el tema con tal de poner en aprietos a los amantes del pedigrí,
las estirpes rancias y todo eso, lo mismo; cuando lo quisieran y en la mesa que
le pusieran estaba presto Simeón el Babilonio a poner el documento genealógico
de sus padres, que era como una nave directa a las raíces del árbol bajo cuyas
ramas Adán conquistó a Eva.
Sus padres conocieron la Cautividad Babilónica,
también la Caída del imperio de los Caldeos; saludaron la Venida del imperio
del Persa; vivieron la revolución del Griego. Cómo no, el dominio de los
Helenos. Con el paso del tiempo la casa de Simeón creció, se convirtió en una
Casa poderosa entre los judíos y rica delante de los gentiles. En condiciones
normales Simeón heredaría el negocio de su padre, visitaría la Ciudad Santa
alguna vez en su vida, sería feliz entre los suyos y se esforzaría toda su vida
por ser un buen creyente delante de los hombres y de Dios. Heredero de uno de
los banqueros más acaudalados de Seleucia del Tigris todo estaba dispuesto para
que al morirse Simeón lo llorasen plañideras sin número. Después de su muerte,
cuando el reino de Israel fuese proclamado por el hijo de David, sus
descendientes desenterrarían sus huesos y les darían sepultura en Tierra Santa.
Esta crónica hubiera debido ser el resumen de la
existencia de Simeón el Babilonio. Pero la usurpación de los hijos de los
Macabeos borró del libro de su vida toda esa felicidad perfecta. Planes tan
bellos no habían sido hechos para él. Aquello de sentarse y esperar a ver cómo
se desenvolvían los acontecimientos antes de emprender la acción definitiva,
por si acaso el Señor estuviera usando el reinado de los Asmoneos como periodo
de transición entre los Macabeos y el reino mesiánico, conseja de los jefes de
la sinagoga de Seleucia del Tigris, no era para él. Simeón llevaba ya demasiado
tiempo oyendo aquella monserga. Y después de la Matanza de los Seis Mil ya no
quería ni en sueños oír tales palabras de prudencia.
El derrocamiento del Asmoneo no era algo que
pudiera seguir posponiéndose para mañana, ni para pasado mañana, ni siquiera
para la tarde de ese mismo día. El Asmoneo tenía que morir, ya. Cada día que
seguía vivo era una ofensa. Cada noche que se iba a la cama ¡la Nación se
encontraba un paso más cerca de su destrucción! El Asmoneo había roto todas las
reglas.
Primero: Su familia había sido elegida y recibido
el sumo sacerdocio pasando por alto las tradiciones y los ritos hereditarios.
Un extranjero, no el consejo de los santos en pleno le había otorgado la
suprema autoridad.
La sentencia contra tal usurpación de funciones
sagradas era la pena capital.
Segundo: Contra las tradiciones que le prohibían
al sumo sacerdote empuñar la espada el Asmoneo se había puesto al frente de los
ejércitos.
La pena contra este delito era otra pena
capital.
Tercero: Contra las tradiciones canónicas más
firmes el Asmoneo no sólo había pisado la monogamia que regulaba la vida del
sumo sacerdote, además, cual Salomón redivivo, cultivaba su propio harén de
muchachas.
La pena contra este delito era más pena capital.
Y Cuarto: Contra la ley divina que le prohibía
el acceso al trono de Jerusalén a cualquier miembro que no fuera de la Casa de
David, el Asmoneo, haciéndolo, estaba arrastrando a toda la nación al suicidio.
Por todas estas razones el Asmoneo tenía que
morir, sin importar el precio ni los medios a emplear.
Estos argumentos de Simeón acabaron convenciendo
a los jefes de la sinagoga de Seleucia del Tigris de la necesidad urgente que
el orbe tenía de acabar con la dinastía asmonea. Con esta misión sagrada Simeón
el Babilonio abandonó la casa de sus padres y se vino a Jerusalén.
Rico y portador del Diezmo de la Sinagoga de los
Magos de Oriente, su política de amistad con la corona asmonea, necesitada de
apoyo financiero para ampliar la reconquista militar del reino, punta de lanza
con la que Simeón el Babilonio se ganaría la amistad de su enemigo, habría de
ganarle a la vez la desconfianza de aquéllos mismos entre los que debería
alzarse como la mano invisible moviendo los hilos pro davídicos. Juego doble
que lo mantendría andando sobre una cuerda en el abismo desde el día de su
llegada hasta el día de la victoria.
Mientras ponía todo su poder para conservar el
equilibrio de su cabeza sobre su cuello, Simeón el Babilonio debía mantener su
revolución dentro de los estrictos límites de las cuestiones caseras. El Egipto
de los Ptolomeos permanecía agazapado a la espera del debilitamiento de
Jerusalén y una guerra civil judía le serviría la ocasión propicia para invadir
el país y saquearlo.
Al otro lado del río Tigris estaban los Partos.
Siempre amenazantes, siempre ansiosos por romper la frontera y anexionarse las
tierras al Oeste del Eufrates.
Aunque agonizantes al norte los Helenos
aguardaban la revancha y no perdían comba para, aprovechando una guerra civil
romana, reconquistar la Palestina perdida.
En definitiva, la necesidad de limpiar Jerusalén
de la abominación desoladora no podía poner en peligro la Libertad conquistada
por los padres de los Asmoneos.
6
Historia de los Asmoneos
Aristóbulo I “el Loco”
Tras la muerte de Juan Hircano I, hijo de Simón,
el último de los Macabeos, le sucedió en el gobierno de la Judea su hijo
Aristóbulo I. En este capítulo la memoria del pueblo israelí se pierde en el
laberinto de sus propias fobias y terrores a la verdad. Según algunos el hijo
de Juan Hircano I no acometió el asalto a la corona. Sencillamente la heredó de
su padre.
Según la posición oficial, la abominación que
sentenció la ruina fue cometida contra el padre por un hijo que debió superar
la oposición enconada de su madre y de sus propios hermanos. En definitiva,
claro no hay nada, excepto la necesidad de ir al encuentro de la realidad
corriendo por la pista de los hechos. Personalmente ignoro en qué medida esos
hechos son básicos para determinar la culpabilidad del padre en descargo de la
absolución del hijo.
Si Aristóbulo I se coronó rey contra el
testamento de su padre o si sólo se limitó a legitimar una situación monárquica
encubierta, con absoluta certeza nunca lo sabremos, al menos hasta el día del
juicio final.
El hecho es que Aristóbulo I abrió la gloriosa
crónica de su reinado sorprendiendo a extraños y conocidos con el
encarcelamiento de por vida de sus hermanos. ¿Motivos, razones, causas,
excusas? Bueno, aquí entramos en el eterno dilema respecto a lo que los actores
de la Historia hicieron y lo que a ellos les hubiera gustado que se escribiera.
¿Entramos en discusión o lo dejamos para otro día? Quiero decir ¿qué motivo más
fuerte hay para alcanzar el Poder que la pasión por el Poder? Poder absoluto,
Poder total. La libertad del que está más allá del Bien y del Mal, la gloria de
quien se alza sobre las Leyes porque él es la Ley. La Vida en un puño, en el
otro la Muerte, a los pies el pueblo. Ser como un dios ¡Ser un dios! La
tentación maldita, la pulpa de la fruta prohibida, ser como un dios, lejos del ojo
de la justicia, más allá del largo brazo de la ley. ¿No era astuto el Diablo?
Que aquella pasión por ser como un dios había descubierto su naturaleza vírica,
venenosa, cuando transformó un ángel en aquella Serpiente madre de todos los
demonios, “pues muy bien”, se contestó Aristóbulo I, “esparciré generosamente
mi veneno por toda la tierra, empezando por mi casa”.
Horror, desilusión, llevadme lejos de los sueños
del Demonio. Despertadme, cielos, belleza, en algún rincón del Paraíso.
¿Qué locura es la que arrastra al barro a
creerse más fuerte que el diluvio? ¿Sueña el caracol a ser más veloz que el
jaguar? ¿Reta la Luna al Sol a ver quién brilla más? ¿Desprecia el león la
corona de la selva? ¿Se queja el cocodrilo del tamaño de su boca? ¿La criatura
fiera le envidia su canto a la sirena? ¿Envidia el águila al elefante de las
llanuras? ¿Se levanta de los abismos oceánicos el pez fosforescente
reclamándole al Sol luz de Luna? ¿Quién le ofrece al frío boreal pétalos de
primavera? ¿Quién busca la fuente de la juventud eterna para escribir en sus
orillas: Tonto el que beba?
El hecho innegociable es que Aristóbulo I subió
al trono que la muerte de su padre dejó vacante. Y lo primero que hizo fue
echar a sus hermanos a la mazmorra más fría de la cárcel más lúgubre de
Jerusalén. Insatisfecho, no contento todavía con semejante delito contra
natura, Aristóbulo “el loco” remató la faena enviándole a sus hermanos la
madre.
Nadie supo nunca por qué dejó libre al benjamín
de su madre. El hecho es que lo mismo que sorprendiera a todos condenando a sus
hermanos a cadena perpetua volvió a sorprender a todos dejando libre a uno.
Parece ser que dejó vivo al más pequeño de sus hermanos. No por mucho tiempo,
sin embargo. Al poco la locura se apoderó de su cerebro y se superó a sí mismo
estrangulándolo con sus propias manos. Todos estos crímenes cometidos, se
vistió el rey loco de sumo pontífice y se fue a celebrar el culto como si
Jerusalén hubiera rechazado a Yavé por Dios y se hubiera jurado en obediencia
al mismísimo Diablo.
Tal fue el principio del reinado del hijo de
Juan Hircano I.
En el fondo de un crimen semejante, digno del
discípulo más aventajado de Satanás, nosotros tenemos que ver la terrible
disputa entre madre e hijo, entre Aristóbulo I “el loco” y sus hermanos hablando
del tema de la transformación de la República en Reino.
Aceptar la locura del nieto de Simón Macabeo por
diagnóstico último, decisivo, exculpatorio incluso, no es manera de cerrar un
asunto tan grave. Especialmente cuando el breve año de reinado del Segundo de
los Asmoneos -dejando atrás el tema de los que mató, cuyos nombres no fueron
escritos ni su memoria conservada porque no fueron sus familiares, cuyo número
podemos calcular partiendo de lo que hizo, ¿o quien encarcela a sus hermanos va
a dejar libres a quienes no lo son? Decía que el breve año del reinado de
Aristóbulo I, si breve, configuró el futuro del pueblo judío de la forma tan
profunda y dolorosa que se puede observar en la base del trauma que dos mil
años después siguen padeciendo los historiadores oficiales judíos a la hora de
recrear los tiempos Asmoneos.
¿Qué discusión más críticamente apocalíptica que
la transformación de la República en Monarquía pudo haber empujado al nieto de
los Héroes de la Independencia a convertirse en un monstruo?
Los historiadores oficiales judíos pasan por
este asunto mirando para otro sitio. Haciéndolo cometen un terrible delito
contra sí mismos al crear en el lector la impresión de que matar a la madre y a
los hermanos era entre los judíos el pan nuestro de cada día. No sé yo hasta
qué punto es ético, o tan sólo moralmente aceptable hacer recaer sobre los
hijos la sangre del crimen cometido por sus padres. ¿O acaso es verdad que los
hebreos solían comerse a sus madres un día sí y al otro también?
Es un crimen contra el Espíritu ocultar la
verdad para imponer las propias mentiras. Si Aristóbulo I mató a sus hermanos y
a su madre crimen tan monstruoso debemos entenderlo como consecuencia final de
la lucha entre los sectores republicanos y monárquicos, representados los
primeros por los fariseos y los segundos por los saduceos. Lucha que ganó
Aristóbulo I contra sus hermanos y le costó a su madre la vida por conspiración
contra la corona.
Desde nuestra cómoda posición podemos aventurar
esta teoría al caso. Parece evidente que si la autoridad de aquella mujer no
pudo imponer su juicio hubo de ser porque chocó contra intereses más poderosos.
¿Y qué interés más poderoso por el que jugarse la vida podía existir en
Jerusalén que el control del Templo?
Tengamos en cuenta que en toda la historia de
los hijos de Israel encontrar un caso de crueldad semejante, de un hijo contra
su madre, no fue registrado jamás porque jamás se produjo. Así que el hecho de
haberse producido contra natura nos abre las puertas a la conspiración contra
las leyes patrias que tuvo lugar entre los sacerdotes aaronitas y Aristóbulo I.
En este contexto, la encarcelación de los hermanos y la madre se entiende
perfectamente. De hecho, los acontecimientos que vamos a ver vinieron todos
marcados por el mismo hierro. Luego está la psicología del historiador oficial
para aprovecharse del tipo de delito y ocultar en las mieles del horror el año
de terror que la población de Jerusalén sufrió bajo la tiranía del rey loco. Al
concentrar aquel año de matanzas en la familia real el historiador echó sobre
la lucha en la raíz del problema la pantalla de humo de los magos del faraón.
¿Quién encarceló a sus hermanos por oponerse a su coronación qué no haría con
quienes sin ser sus hermanos se negaron a transformar la república en
monarquía? El historiador oficial judío pasó de largo sobre este tema. Al
hacerlo nos tomó a los del futuro por tontos y a los de su tiempo por idiotas
de toda la vida.
De todos modos -dejando aparte ahora las
discusiones- Aristóbulo I dejó libre -como he dicho- a uno de sus hermanos. Se
dice que el muchacho fue un guerrero batallador y valiente al que el juego de
la guerra le encantaba, y allá que no perdía tiempo en abrir el combate al
grito de “viva Jerusalén”. Digno pariente de Judas Macabeo, con cuyas historias
el muchacho se crió, el Príncipe Valiente arrastraba a sus soldados a la
victoria que nunca se le resistía, la propia gloria de los héroes enamorada de
sus huesos.
Digamos que, rota la Reconquista pacífica de la
Tierra Prometida por las guerras macabeas, Juan Hircano I abrió un nuevo
período al pasar por las armas a todos los habitantes del Sur de Israel que no
se convirtiesen al judaísmo. Mediante esta política se anexionó La Idumea.
Le tocaba a Aristóbulo I, su hijo, dirigir sus
ejércitos contra el Norte. Jerusalén en plena efervescencia antimonárquica por
los hechos ya referidos -encarcelamiento de los hermanos del rey y matanza de
sus aliados republicanos- mientras se dedicaba a controlar la situación
Aristóbulo I le pasó la jefatura militar a su hermano pequeño, que conquistó la
Galilea. No todo iba a ser malas noticias. La conquista de la Galilea levantó
la moral de unos judíos que no sabían si reírse por la victoria o llorar por el
fracaso que les suponía tener por rey un asesino de la peor especie, un loco en
toda regla.
Lo que vino después no se lo esperaba nadie. O
lo vieron venir y no pusieron ningún remedio a su alcance. La cosa es que
apenas empezaba el Príncipe Valiente a mirar para otras partes donde encontrar fama
y gloria cuando los celos, y la mala conciencia que le tenía aprisionado por
sus hechos, arrastraron a su hermano Aristóbulo I a condenarle a muerte.
También en este caso Aristóbulo I actuó
siguiendo el ejemplo de los gentiles, aunque aplicado el sistema a la
mentalidad de Oriente. El Senado Romano impuso por norma en el manual de los
poderosos para quitarse de encima generales demasiado victoriosos la retirada o
la muerte. Sufrieron esta norma los Escipiones y el propio Pompeyo Magno. El
último caso sería el de Julio César, que tan bien les saliera, por supuesto.
Más sabio y santo que los senadores imperiales
el rey de los judíos no deshojó la margarita. Sencillamente le envió a su
hermano pequeño su decisión irrevocable colgada del filo del hacha del verdugo.
La noticia del asesinato del hermano pequeño por
el hermano grande le cogió al Alejandro Janneo allá abajo, entre fríos de
mazmorras y aullidos de cárceles excavadas en los muros del infierno.
Naturalmente la noticia le heló la sangre. Pero hubiera podido el fluido vital
recobrar su calor de no haber doblado el frío ambiental la presencia en los
calabozos de su madre. Esta, la pobre, atravesada de aquella manera, la pobre
mujer perdió el juicio y con el resto sano que le quedó se dejó morir de hambre.
Ver a la madre y a los propios hermanos
morírsete por culpa de un hermano no es lo que se entiende por la mejor escuela
para un rey. Pero esta fue la escuela para reyes a la que asistió a la fuerza
Alejandro Janneo, el objeto de todos los odios del mundo judío tras la Matanza
de los Seis Mil.
Agobiado hasta la demencia por aquella tragedia
el Asmoneo juró vengarse de la muerte de su madre y de sus hermanos -si salía
vivo del infierno- sobre los cadáveres de todos los cobardes que en esos
momentos quemaban incienso en el Templo.
Otra cosa será -retomando el hilo de la negativa
en la postura oficial judía a aceptar el hecho de la coronación de Juan Hircano
I- que la locura matricida y fratricida de Aristóbulo I no hubiese sido sino el
final del drama a que los condujo a todos la coronación del padre. La postura
oficial judía -encabezada por el famoso Flavio Josefo- fue negarse a admitir el
hecho de la coronación del hijo del último de los Macabeos. Sus medidas, sus
guerras, su testamento parecen probar lo contrario, parecen gritar a pulmón
abierto que su cabeza ciñó corona, y fue durante su reinado que el virus de la
maldición encontró caldo de cultivo en su casa. ¿Cómo de otra forma explicar
que el día después de su entierro su mujer y sus hijos se hundieran bajo el
peso de aquella aplastante oposición a la continuación de su dinastía? ¿Bajo
qué contexto podríamos si no comprender que el nuevo rey decidiese de la noche
a la mañana la muerte de todos sus hermanos, incluida su madre, por alta
traición?
La Lógica no tiene por qué presentar sus pruebas
en el tribunal de la Biohistoria. Los argumentos biohistóricos se sobran para
entenderse y no necesitan de testigos. Pero si ni la una ni la otra bastan para
abrirse camino por la selva laberíntica en la que los judíos perdieron su
memoria, nada se le puede aconsejar al que tiene apretado el gatillo, a no ser
que acabe pronto con la tragedia y se deje de reunir mirones antes de irse al
infierno con sus lamentaciones y sus elegías.
No hay más hechos que la realidad desnuda y
sencilla. Aristóbulo I sucedió a su padre Hircano I. Inmediatamente ordenó la
prisión a cadena perpetua de su hermano Alejandro. También los hermanos y
hermanas de Alejandro corrieron la misma suerte. El único que se salvó de la
matanza cainita fue el benjamín de su madre. Esta yacía como muerta en algún
calabozo oscuro del Palacio de su hijo malvado cuando le bajaron por correas
anónimas el cadáver de su benjamín. La pobre cerró los ojos y se dejó morir de
hambre. Tales fueron los principios del reinado de Aristóbulo I el Loco; tales
los orígenes del próximo reinado de su hermano Alejandro I.
7
Alejandro Janneo
Cuando Alejandro Janneo salió de la mazmorra,
donde normalmente hubiera debido haber fallecido, la situación del reino era la
siguiente. Los fariseos tenían a las masas convencidas de estar viviendo la
Nación bajo el punto de mira de la cólera divina. Las leyes sagradas les
prohibían a los hebreos tener un rey que no fuera de la Casa de David. Ellos lo
tenían. Al tenerlo estaban provocando al Señor a destruir la Nación por
rebelión contra su Palabra. Su Palabra era el Verbo, el Verbo era la Ley, y el
Verbo era Dios. ¿Cómo podrían evitar que el destino siguiera su curso?
El problema era que los siervos del Señor, los
sacerdotes saduceos, no sólo bendecían la rebelión contra el Señor al que servían,
sino que además usaban al rey para aplastar a los sabios fariseos.
Aun así, la voracidad macabra de Aristóbulo I
hizo que hasta a los saduceos se les revolvieran las entrañas. No quería decir
esto que los saduceos estuviesen dispuestos a unirse a los fariseos para
limpiar Jerusalén de su delito. Lo último que seguían queriendo los saduceos
era compartir el poder con los fariseos.
Entonces, misteriosamente, Alejandro Janneo es
liberado de su prisión y escapa a la muerte. ¿Milagro?
Si al odio que le dio fuerza y lo mantuvo vivo
se le puede llamar milagro entonces fue un milagro que Alejandro sobreviviera a
sus hermanos y a su madre. ¡Lástima que, aparte de las ratas, no bajara nadie a
su infierno a darle el pésame por la muerte de su madre! De haberlo hecho
hubieran descubierto que la fuerza que lo mantuvo vivo y alimentó su sed de
venganza fue el odio, sin distinguir entre fariseos y saduceos.
De todos modos, el Asmoneo se equivocaba al
pensar que la muerte de su odiado hermano se debió a la naturaleza. La muerte
de Aristóbulo al año de su reinado e inmediatamente después de la muerte del
Príncipe Valiente no fue cosa de azar ni de justicia divina. ¿A quién le
sorprende que el crimen contra su propia madre les revolviera las entrañas a
los habitantes de Jerusalén y decidieran, en complot con la reina Alejandra,
acabar con el monstruo? El hecho de la celebración urgente e inmediata de la
boda del preso con la viuda del difunto, su cuñada Alejandra, pone de relieve
la alianza saducea que acabó con la vida de Aristóbulo I.
Adelantándose los saduceos a los fariseos
quitaron rey y pusieron en su lugar al Asmoneo, las miras puestas en que al
descubrirse como sus salvadores no se le ocurriera dar un bandazo hacia el otro
lado y les entregara el poder a los fariseos, que, al ser enemigos naturales de
sus salvadores por fuerza hubieran debido ser los suyos propios. El elemento
sorpresa a su favor Alejandro aceptó la corona jurando no cambiar el status
quo.
Esta era la situación explosiva sobre cuyo
infierno en ebullición sentó su odio el Asmoneo.
Alejandro I, sin embargo, no les perdonaría
jamás a sus libertadores haber tardado tanto en tomar su decisión. ¿A qué
estuvieron esperando, a que se muriera su madre? ¡Dios!, si sólo hubieran
llegado un día antes.
El odio que contra su nación incubó el nuevo rey
en su año de prisión, año largo, infinito, no hay palabras que puedan
describirlo. Sólo descubrirían su extensión y profundidad sus matanzas posteriores.
Aquél odio fue como un agujero negro avanzando desde las entrañas a la cabeza,
como una Nada inundando sus venas de un grito: Venganza. Venganza contra los
fariseos, venganza contra los saduceos. De haberse tomado sus salvadores la
molestia de pensar qué estaban haciendo antes se hubieran rajado las venas que
abrirle la puerta de la libertad al próximo rey de los judíos.
Poco, muy poco tardaría Jerusalén en averiguar
qué clase de monstruo tenía por ídolo el Asmoneo. El odio que devoraba el
cuerpo, mente y alma de Alejandro I no tardaría en salirse de madre y pedir
cadáveres por decenas, por cientos, por miles. ¿Seis Mil para un banquete de
Pascua?
Un aperitivo. Sólo eso, un vulgar aperitivo para
un verdadero demonio. ¿No decían los sabios y santos sacerdotes de Jerusalén
que conocían las profundidades de Satán? ¡Otra mentira más! Él, el Asmoneo, les
descubriría a todos los judíos las verdaderas profundidades de Satán. Él en
persona los conduciría hasta el mismísimo trono del Diablo. ¿Que dónde tenía
Satanás su trono? Locos, sobre la tumba de su madre, en la Jerusalén que viera
morir a sus hermanos sin levantar un dedo para salvarlos de la ruina.
Lo mismo que hizo el padre de la historia
antigua judía, Flavio Josefo, ocultándole a los suyos la causa implosiva que
reventó la felicidad prometida de la casa de Hircano I, volvió a hacerlo
hablando de la muerte milagrosa y repentina del matricida y fratricida,
homicida por supuesto. Tenía que hacerlo si no quería descubrir la causa que
acababa de ocultarle a su pueblo. Si juraba en público ante el futuro que los
propios saduceos que encumbraron al hijo ordenaron la muerte del padre,
haciéndolo le abría las puertas al resto del mundo para que entrara y viera con
sus ojos la guerra interna a muerte entre fariseos y saduceos.
Enemigo de la verdad en aras de la salvación de
su pueblo, en el punto de mira del odio romano tras la rebelión famosa que
terminó con la destrucción de Jerusalén, Flavio Josefo tenía que pasar sobre el
cadáver de la verdad en nombre de la reconciliación de judíos y romanos. Y de
paso mantener a los hijos de los matadores de los primeros cristianos al margen
del crimen contra divina natura que protagonizaron y seguían, en la medida de
sus intereses, protagonizando: aunque fuera a costa de extirparse la Memoria,
practicarse una lobotomía y seguir adelante como un pueblo maldito, de todos
condenados, por todos tenidos por comedores de sus madres y asesinos naturales
de sus hermanos. Por lo cual ningún judío debía ver con ojos raros que Aristóbulo
I matase a su madre, a sus hermanos, a sus tíos, a sus cuñados, a sus sobrinos,
y hasta a sus nietos de haberlos tenido. Según el parecer de Flavio Josefo y su
escuela, eso era algo natural entre los judíos. Así que ¿dónde está el
escándalo?
Esta es la Historia de Jesús. No es la historia
de las crónicas asmoneas. La importancia de los setenta años de aquella
dinastía, con todo, es tan decisiva para comprender las circunstancias que
condujeron a los judíos al anticristianismo más feroz y asesino que, por
fuerza, debemos recrearlas como quien pasa volando sobre los acontecimientos
más trascendentes en relación a esta Segunda Caída. En otra ocasión, en otro
momento, si Dios lo quiere, entraremos en esas crónicas. Baste aquí planear
sobre la línea del tiempo.
El odio del Asmoneo contra todos, fariseos y
saduceos, siguió su curso. En apenas unos cuantos años se convirtió en una
avalancha. Rodando sobre pendiente suicida uno de aquellos días fueron todos,
fariseos y saduceos, a celebrar una especie de banquete de amistad con el rey.
Las puertas se abrieron, ocuparon posiciones los estrategas, con el vino se
pusieron todos a tono. Y pasando de meandros y prolegómenos acabaron se
dirigieron en tromba a las playas del mar de las cuestiones personales. En el calor
del momento uno de los fariseos presentes, harto de vino, le soltó en cara al
rey lo que todo el mundo decía, que su madre lo tuvo con otro que no fue
precisamente su padre. O sea, que el Asmoneo era un bastardo.
No estaba complicada la situación y vino el
Diablo a empeorarla. Este, el Diablo, como si le estuviera ganando el pulso al
Ángel le echaba leña al fuego en cada ocasión que se le terciaba. Ardiendo la
mecha, el polvorín a dos pasos, lo lógico era que la explosión hiciese saltar
por los aires todo lo que pillara. La Matanza de los Seis Mil en una jornada no
sería la única onda devastadora. Pero hubiera podido servir al menos para
calmar los ánimos y hacer que los enemigos unieran fuerzas.
Al contrario que los demás pueblos del mundo la
nación de los judíos tenía por filosofía de raza no aprender jamás de los
errores cometidos. Si antes fue el celo por la Ley lo que los arrastró a la
Matanza, en adelante sería la sed de venganza. Esta sed desbocada fue la que
cabalgó de sinagoga en sinagoga por todo el orbe llevando a todos los creyentes
aquel aullido que antes oímos: El Asmoneo debe morir. Al que respondieron los
más audaces y celosos del destino consagrando sus vidas a matar al Asmoneo.
Entre los cuales se encontró Simeón el Babilonio, ciudadano de Seleucia del
Tigris, hebreo de nacimiento, banquero de profesión. Su entrada en la Jerusalén
Asmonea y sus intenciones de permanecer en el reino no podían molestar al rey,
siempre necesitado de aliados y medios financieros para la guerra de reconquista
de la Tierra Prometida, ni levantar sus sospechas dadas las circunstancias
geopolíticas por las que estaba atravesando el antiguo imperio de los
Seleúcidas.
A los Partos, en efecto, se les estaba quedando
pequeño el Asia al Este del Edén, y sufrían lo indecible soñando con la
invasión de las tierras al Oeste del Eufrates. Natural por tanto que los hijos
de Abraham comenzasen a regresar de la Cautividad al otro lado del Jordán. Si
encima quien regresaba parecía no tener ni idea de la situación política local
y, para más alegría de todos, era un banquero rico y creyente devoto, tanto
mejor.
“Simeón, hijo, la paranoia es a los tiranos lo
que a los sabios le es la sabiduría. Si abandonan sus consejos tanto los unos
como los otros se pierden. Por eso el que se mueve entre serpientes debe estar
curado contra el veneno y tener alas de paloma para vencer los designios del
malvado con la inocencia del que sirve sólo a su amo.
Simeón, dale la espalda a tu enemigo en señal de
confianza y te ganarás tu salvación, pero lleva bajo el manto la coraza de los
sabios para que cuando la paranoia lo enloquezca el puñal de su locura se rompa
contra tu piel de hierro.
Si le das la mano al tirano ten presente que en
la otra esconde la daga; ofrécele entonces lo que busca porque al hombre sólo
le dio Dios dos manos, y si con la una te coge la tuya y con la otra agarra lo
que quiere el puñal estará siempre lejos de tu garganta.
Cuando lo veas herido, corre a curarle la
herida, porque todavía no está muerto; y si vive busca su muerte, pero no lo
hieras solamente y se levante para tu ruina. El demonio tiene muchas formas de
conseguir su objetivo, pero a Dios le basta una sola para hacerle morder el
polvo. Sé sabio, Simeón, no te olvides de las enseñanzas de tus maestros”.
Simeón el Babilonio llegó a Jerusalén con el
libro de los Magos de Oriente bajo el brazo. La escuela en la que aprendió el
oficio de los Magos remontaba sus orígenes a los días del profeta Daniel, aquel
profeta y jefe de Magos que con una mano sirvió a su amo y con la otra cavó a
su alrededor su ruina. Pero basta ya de palabras, que empiece el espectáculo.
Simeón el Babilonio puso en práctica sus
enseñanzas. Logró romper el hielo de la desconfianza de los fariseos hacia el
nuevo amigo del rey. Logró engañar al rey participando en la financiación de
sus campañas de reconquista y consolidación de las fronteras conquistadas. A
espaldas del Asmoneo, con la otra mano que le quedaba libre, el Babilonio puso
su firma en todos los complots palaciegos contra los que el Asmoneo, cual
atleta en plena carrera de obstáculos, realizó la hazaña imposible de
sobrevivir a todos sus presuntos asesinos. Uno tras otro todos aquellos
intentos de arrancarle la cabeza del cuello se cerraron con la muerte de los
aspirantes a magnicidas. Cansado de tanto inepto, en su opinión ni para eso
servían sus compatriotas, el Asmoneo trató los cadáveres de sus enemigos como
se tratan los de los perros, se arrojan al río y allá que se los lleve la
corriente al mar del olvido.
Desesperados por la suerte del Asmoneo los
fariseos concibieron el plan de los planes, contratar un ejército mercenario,
ponerse al frente y declararle la guerra abierta. Era hundirse en una guerra
civil, pero qué remedio. La estrella del Asmoneo parecía haber salido de las mismas
profundidades del infierno. Nada de lo que planeasen contra él, por muy sutil y
enrevesado que fuese el plan para derrocarle, el bicho siempre salía vivo.
Tenía más vidas que un gato. Si se hubiera muerto.
Sobre su conciencia el daño, se dijeron. Y allá
que contrataron a los árabes para acabar con la suerte del rey más tirano,
cruel y sanguinario que en toda su historia tuvo Jerusalén. Todo esto en el más
estricto top secret. Lo último que podían permitirse Simeón el
Babilonio y sus fariseos era que llegase al oído del Asmoneo campanas sobre sus
planes. No dudaría en matarlos a todos, grandes y chicos, todos a la misma
olla. Como decía el proverbio del sabio: Hay que ser inocentes como palomas,
astutos como serpientes.
Mas como en este mundo no se puede engañar a
todo el mundo a la vez, hubo en aquellos días una persona a quien los trucos de
magia de Simeón no pudieron engañar. Aquel hombre era el sacerdote Abías, el
profeta particular del Asmoneo, sobre el cual ya hemos visto algo en los
anteriores capítulos.
También Simeón, cómo no, asistía al Turno de
Abías a escuchar de sus labios el Oráculo. Era a él, sí a él, al nuevo amigo
del rey, su enemigo secreto más jurado, a quien le dirigía Abías palabras que
le rompían todos los esquemas.
“Si el Cielo combate al Infierno con las armas
del Diablo ¿cómo se apagará el fuego que devora a todos en su incendio?”
oraculaba el hombre. “¿Comparáis a Dios con su enemigo? ¿Se revuelve el ángel
que guarda el camino de la vida contra su destino alzando el fuego de su espada
contra el árbol que guarda para así evitar que nadie se le acerque? ¿Se da
entonces por perdido? ¿Cuál será el juicio de su Señor contra su desesperación?
¿Al hacer así no negará al Dios que le confió su misión? No lucháis contra el
diablo, lucháis contra el ángel de Dios, y aunque esté por vosotros él no puede
abandonar su puesto. Su orden es firme: Que nadie se acerque. ¿Por qué creéis
que bajará la espada? ¿Por amor a vosotros se rebelará contra su Señor? Cejad
pues de hacer el loco. No lucháis contra un hombre, le hacéis la guerra al Dios
que puso a su ángel entre vosotros y la vida que buscáis invocando a la
Muerte”.
Oráculo lleno de sabiduría que, cegados sus
destinatarios por el odio, caía una y otra vez en terreno pedregoso. Por un
momento parecía que iba a echar raíces, pero apenas salían del Templo el olor a
sangre le devolvía los sentidos a la realidad de todos los días.
8
Guerra Civil
¿A qué distancia del nacimiento de una guerra
civil se fermentan las nubes que lloverán el caldo del odio a cántaros? ¿Cómo
se borran las huellas de una cicatriz echa a tajo entre pecho y espalda?
Los fariseos y sus líderes tomaron la decisión
desesperada de contratar un ejército mercenario para acabar de una vez por
todas con el Asmoneo. No contrataron el ejército de los Diez Mil griegos
perdidos en el retorno a la patria, ni cruzaron el mar en dirección a Cartago
buscando la libertad en los descendientes de Aníbal. Ni invocaron a los famosos
guerreros íberos. Ni echaron manos de bárbaras hordas. Para matar a sus
hermanos los judíos llamaron a los árabes.
¿Cuánto tiempo necesita la carne del odio en la
olla para cocerse? Cuando el veneno no basta y las conspiraciones secretas
sobran ¿es legítimo llamar al propio diablo para que se lleve al infierno lo
que nació al calor de su fuego?
Como hizo con tantos otros episodios el
historiador oficial de los judíos de aquellos tiempos pasó sobre las causas
detonadoras de aquella rebelión como quien pisa sobre huevos. Dispuesto a
vender la verdad por las treinta monedas de plata del perdón del César y con el
beneplácito de una generación judía que, entre el culto al emperador o la
suerte de los cristianos, bailó en honor del becerro de oro delante de Dios y
de los hombres, Flavio Josefo pasó por alto esas causas en la distancia del
nacimiento de aquella guerra civil, tan horrorosas y pérfidas como para obviar
la enemistad de siglos entre Jacob y Esaú.
El hecho detrás de la placa de hormigón bajo la
que enterraron los judíos la memoria de su pasado es que contra las leyes
patrias Israel contrató a Edom, Jacob llamó a Esaú para vencer juntos al
Diablo, ignorando porque no quería recordarlo, que el Diablo que venciera a
Adán, padre de ambos, necesitaba algo más que una alianza entre hermanos para
dejarse cortar el rabo.
Fuera como fuese, la batalla entre los
partidarios de la restauración de la monarquía davídica y los fieles a la
dinastía asmonea se celebró. Y fueron los enemigos del Asmoneo quienes se
llevaron a su campo la victoria.
Parece ser que aquel mismo Asmoneo que andaba
sobre alfombras tejidas con la piel de los Seis Mil, aquel demonio sin
conciencia que se atrevía a maldecir al Dios de los dioses acostándose con sus
rameras en su propio Templo, aquel invencible hijo del infierno, se cuenta,
huyó como una rata.
Ni para morir como un hombre valía, demasiado
tarde se lamentaron luego sus enemigos.
Lamentablemente a la hora de rematar la victoria
el ejército vencedor cometió el imperdonable error de echarse para atrás. Como
lo digo, fueron a recoger los laureles del éxito cuando el remordimiento se
apoderó de sus cerebros y se pusieron a pensar en lo que estaban haciendo. ¡Les
estaban entregando el reino a los árabes!
Entre rematar al Asmoneo o verse bajo el yugo de
sus enemigos tradicionales los fariseos decidieron lo impensable.
Es lo cierto, el amor a la Patria pudo más que
el recuerdo de tanto sufrimiento pasado. Así que antes de verse atrapados bajo
las ruedas de los errores propios rompieron el contrato con la victoria
conseguida, error fatal del que no tardarían en arrepentirse, del que nunca se
arrepentirían lo suficiente.
Por uno de esos giros clásicos del destino los
nacionales vencedores se unieron a los patriotas perdedores y juntos se
revolvieron contra el ejército mercenario que ya se disponía a conquistar
Jerusalén para su rey.
Alucinado por este giro del destino a su favor
el Asmoneo se transformó de rata a la fuga en león hambriento, se puso al
frente de los que de nuevo le aclamaban rey y expulsó de su reino a los que
acababan de verle salir corriendo como un perro.
Los primeros en lamentarlo fueron los fariseos.
Su regreso de la tumba convenció a sus enemigos
de tener el Asmoneo por padrino al mismísimo Diablo. La calma, la tranquilidad
con la que Alejandro hizo su entrada en Jerusalén fue festejada por casi todos.
Aquella era la calma que precede a la tormenta. Al poco de regresar a su
palacio, después de acostarse con todas sus concubinas, una vez que digirió la
derrota en los pliegues de un mal sueño, cansado ya de prometer lo que nunca iba
a cumplir, el Asmoneo ordenó que los cabecillas de los fariseos y los cientos
de sus aliados fuesen reunidos como se reúnen las cabezas de ganado. El
recuento de cabezas se elevó a tantas almas que nadie podía imaginarse cómo iba
el Asmoneo a cocinar tanta carne.
Lo que pasó pertenece a las memorias no sagradas
de Israel. Pero si hay Bien y Mal y todo tiene su contrario, el pueblo que
tiene una Historia Sagrada también tiene su contraria, una Historia Maligna. Al
género de los héroes de estas escrituras tenebrosas pertenecía, sin ninguna
duda, Caín, el Alejandro de estas crónicas, y el Caifás que en nombre de su
pueblo crucificó al Hijo de David.
Ya le hubiera gustado al cronista judío haber
enterrado este capítulo de la historia maldita de su pueblo. La corta distancia
entre su generación y la que sufrió al Nerón de los Judíos le hizo imposible
borrar del libro de la vida de su pueblo el tenebroso acontecimiento estrella
de este capítulo.
En venganza por la humillación que le hicieron
vivir, cuando tuvo que verse huyendo como una rata quien hasta entonces se
había estado jactando de ser el león más fiero del infierno, el Asmoneo levantó
ochocientas cruces en el Gólgota. No una ni dos, ni tres ni cuatro.
Si la Pasión del Cordero os ha sido transmitida
en lo físico como dura esperad a conocer qué sufrimientos tuvieron que vivir
aquellos ochocientos chivos.
El Asmoneo anunció que iba a celebrar una
fiesta. Cogió e invitó a conocidos y extraños, lo mismo a extranjeros que a
patriotas. El festejo iba a ser neroniano. Pues que el signo natural de la
inteligencia humana es la imitación, no habiendo nacido Nerón alguien tenía que
elevarse como modelo del futuro matador de cristianos a granel. ¿Quién sino él,
original hasta en la huida?
Fijó el día. A nadie le contó palabra alguna
sobre la sorpresa que se había inventado. Y empezó el banquete. El Asmoneo sacó
carne y vino para alimentar a un regimiento, contrató prostitutas extranjeras,
les encargó a las nacionales hacer su oficio como nunca lo hicieron antes. No faltó
de nada. Comida a espuertas, vino por barriles, mujeres a destajo.
“¿Dónde encontraréis otro rey como yo?” en el
preludio de su locura gritó el Asmoneo para que le oyera el Cielo al que
adoraban los ochocientos condenados que ya tenían reservada plaza en las
ochocientas cruces que coronaban el Gólgota desde las faldas a la explanada de
la cumbre.
Durante los últimos días todos se habían
apostado a que el Asmoneo no se atrevería a tanto. Los familiares de los
involucrados en el espectáculo macabro rezaron al Cielo para que no se
atreviera. ¡Qué poco le conocían! Los judíos aún no se habían enterado y
seguían negándose a creer que la misma madre que parió a Abel alimentó en sus
entrañas al monstruo de su hermano.
“¿Sólo las mujeres griegas paren bestias?”
gritando pulmón en garganta, dejó oír el Asmoneo desde lo alto de las murallas
su voz. “Ahí tenéis la prueba de lo contrario. Aquí tenéis ochocientas”.
Nerón no fue tan malo. Al menos el loco por
excelencia crucificó a extranjeros. Estos ochocientos eran todos paisanos de su
verdugo, todos hermanos de sus invitados.
Esa fue la sorpresa. En lugar de juzgarlos o
asesinar a sus enemigos sin que nadie pudiera culparlo por sus muertes el
Asmoneo los reunió como se reúne el ganado y los condenó a morir en la cruz.
Porque sí, porque él era el rey, y el rey era Dios. Y si no era Dios daba lo
mismo, era el Diablo. Tanto monta, monta tanto.
El Monte Gólgota estaba abarrotado de cruces.
Cuando los invitados cogieron asientos en sus sillones las ochocientas cruces
estaban aún vacías. El espectáculo era siniestro pero gratificante si todo se
quedaba en una amenaza muda. Este pensamiento positivo en mente comenzaron a
meterle mano al vino.
Al cabo, quien más quien menos entre que se
había comido lo que no podía, bebido lo que no está escrito y saciado a gusto
su instinto de macho, el Asmoneo dio la orden. A su orden desfilaron los
ochocientos condenados.
Inmediatamente comenzaron a colgarlos de los
maderos. A cruz por cabeza. Si alguno de los presentes sintió partírsele el
alma ninguno se atrevió a soltar una lágrima. El vino, las rameras, el placer
de ver morir como bandido a quien hasta ayer paseó su condición de príncipe del
pueblo, todo junto hizo el resto.
“¿Qué se hace con las ratas que invaden vuestro
hogar? ¿Perdonáis a su prole maldita o la enviáis al infierno también?” en el
éxtasis de la tragedia volvió a aullar el Asmoneo desde las murallas de
Jerusalén.
Lo que vino a continuación no se lo esperó
nadie. El Asmoneo era un saco de sorpresas. Posiblemente tampoco tú, lector, te
lo imaginarías si no te lo contara y te retara a adivinarlo. Creyeron todos que
con la crucifixión de los ochocientos fariseos la sed de venganza del Asmoneo
se saciaría. Ya les daban las espaldas a las víctimas en sus cruces cuando
empezaron a circular ochocientas familias, las ochocientas familias de los
ochocientos desgraciados expuestos a las estrellas de su destino. Mujeres,
niños, familia por familia fueron cogiendo sitio al pie de la cruz del cabeza
de familia de cada casa.
Atónitos, creyendo haber sido invitados a vivir
una pesadilla infernal, los ojos de los invitados al banquete del Nerón judío
se abrieron de par en par. Paralizados de horror comprendieron lo que iba a
pasar. La última y más fresca encarnación del Diablo iba a degollar cabeza y
cuerpo al mismo tiempo. Si el hombre es el cabeza de familia entonces su
familia es el cuerpo, y ¿quién es el loco que mata la cabeza y deja vivo un
cuerpo lleno de odio para que se cobre venganza?
El ejército de verdugos del Asmoneo sacó sus
espadas a la espera de la orden del hombre que convirtió Jerusalén en el trono
del Diablo.
Ya se hallaban todos los cuerpos a los pies de
sus cabezas, sus mujeres con sus hijos e hijas estaban temblando de horror y de
desesperación, llorando la suerte del padre cuando, creyendo que su destino era
el llanto, el rayo de la locura del rey los sacó de su ilusión.
Una vez más, en el cenit de su demencia, el
Asmoneo gritó emocionado: “Jerusalén, recuérdame”. Acto seguido dio la orden
satánica.
Degolláronlos a todos, mujeres y niños, a los
pies de las ochocientas cruces y sus ochocientos cristos. Los verdugos sicarios
del Asmoneo desenfundaron hachas y espadas, alzaron los brazos y comenzaron su
infernal y macabra tarea. Nadie movió un dedo para impedir el crimen.
(Sobre este crimen poco más escribió el
historiador oficial de los judíos. Diciendo en su prólogo ser la verdad su
único interés, después de leer su relato uno se pregunta qué amor a la verdad
puede tener el diablo. Pero sigamos).
Helados,
creyendo vivir un sueño, los invitados asistieron a la tercera parte del
espectáculo infernal sin moverse del sitio. Actores segundones en la gran
representación del Asmoneo la paga les tenía cegado el cerebro. La verdad es
que no había que ser muy listo para adivinar el resto. El Asmoneo ordenó
entonces que les prendieran fuego a los crucificados. Y que continuara la
fiesta.
Y la fiesta continuó bajo un diluvio de alcohol,
carne y rameras.
Al otro día Jerusalén entera corrió al Templo a
encontrar consuelo en el Oráculo de Yavé.
El hombre de Dios sólo dijo: “Decretada está la
destrucción que traerá a esta nación la ruina”.
9
Después de los 800
Después de aquella orgía de crueldad y locura ya
nada podría ser igual. La ambición de unos, el fanatismo de los otros, todo los
había conducido a semejante callejón sin salida. Un rey alza su locura asesina,
la deja caer contra los extraños, de acuerdo, ¿pero cuándo en toda la historia
del reino de Judá rey alguno se alzó contra su propio pueblo para cometer un
crimen semejante?
La fama ganada a los judíos por los Macabeos se
encontró al día siguiente de la Matanza de los Ochocientos reptando por los
abismos más bajos de la decencia y el respeto debido a una nación por otra.
Tachados de monstruos devoradores de sus hijos, los que hasta ayer se paseaban
entre los gentiles reclamando para sí la condición de Pueblo Elegido el día
siguiente tuvieron que esconderse de las miradas de todos como si huyesen del
propio Satán. Pero volvamos a Jerusalén la Santa.
Por un tiempo el grito de dolor y pena mantuvo
en calma la sed insaciable de venganza de los familiares de los Ochocientos.
Pero tarde o temprano el odio a muerte se desparramaría y recorrería las calles
sembrando de muerte las aceras. ¿Quiénes serían los primeros en ir cayendo? En
las esquinas, en las oscuridades de los callejones, bajo cualquier portal. A
cualquier hora, en cualquier ocasión. ¿Los verdugos extranjeros del rey?
¡No! Serían ellos, los saduceos. Serían los
hijos de Aarón, todos sacerdotes, todos santos, todos sagrados, todos
inviolables los primeros que conocerían la venganza. Pues que la venganza no se
podía comer al rey se cebaría en las carnes de sus aliados. Cuñados, primos,
suegros, yernos, mujeres, suegras, abuelos, nietos, todos quedaron en el punto
de mira del puñal.
Ya fuese cuando salieran del Templo, ya fuese
yendo de sus casas a sus campos, dondequiera que se les encontrase el odio se
lanzaría sobre ellos sin distinguir justo de culpable, pecador de inocente. No
habría piedad, no habría cuartel. Con su macabra lección el Asmoneo había
desviado el puñal de sus espaldas ¿Quién los libraría ahora a ellos? Uno por
uno. Cuando en sus casas cerrasen los ojos... de las sombras saldrían dos
monedas de plata buscando cuencas donde plantar tienda. Cuando las necesidades
animales... de los huecos del suelo saldrían garras. No, los saduceos no
dormirían en paz, ni vivirían tranquilos desde aquel día en adelante. Llegaría
el día que les habría de parecer mejor vivir en el infierno que sufrir el
infierno de estar vivos.
Y así fue. Las calles de Jerusalén se
despertaron todos los días después de la Matanza de los Ochocientos entre
berridos de viudas y huérfanos reclamando justicia al rey. Un rey encantado de
ver cómo mientras se mataban entre ellos a él le dejaban en paz.
Es la verdad, en su locura el Asmoneo disfrutó
viendo a sus aliados vivir aterrorizados como ratas atrapadas en casa de gatos
hambrientos. En lo que a él le concernía su seguridad personal había quedado
sellada contra todo riesgo. Sin distinguir edad ni sexo una vez mató Seis Mil
en una jornada. Esta otra vez devoró 800 con sus familias. ¿Querían más aún? A
él todavía le quedaba agallas para doblar el número de muertos.
¿Por qué 800 cruces? ¿Por qué no setecientas? ¿O
tres mil cuatrocientas?
El hecho es que el Asmoneo tenía la memoria de
las bestias. El ser humano supera los traumas de la infancia, se distingue de
las bestias por su capacidad para olvidar el daño sufrido en algún momento del
pasado. La bestia por el contrario no olvida nunca. Pueden pasar años, aunque
transcurra un decenio las heridas se les queda clavada en la memoria. Con el
paso del tiempo el cachorrillo se convierte en fiera; entonces un día se
encuentra con su enemigo de infancia, se le abre la herida y por inercia salta
a cobrarse su venganza. De este tipo era la memoria del Asmoneo.
¿Por qué 800 almas? ¿Por qué no setecientas ni
tres mil cuatrocientas?
El pueblo tenía que conocer la verdad. El mundo
entero tenía que conocer su verdad. La Historia tenía que recoger en sus anales
la causa en la raíz de aquél odio del Asmoneo contra los fariseos. ¿Cuántos
valientes siguieron al Macabeo en el día de la Caída de los Bravos? ¿No fueron
800 justamente? ¿No fueron los padres de los 800 fariseos crucificados quienes
dieron la orden de retirada y entregaron el Héroe al enemigo? ¿Por qué lo
hicieron? ¿Por qué aquéllos cobardes dejaron sólo al Héroe y sus 800 Bravos
frente a los enemigos?
“Yo os lo diré”, gritó el Asmoneo desde la
muralla. “Porque temieron que el Héroe se alzara como rey. Cobardes, vendieron
al Héroe y lo entregaron para callar el temor que albergaban. Pero decidme,
¿cuándo, en qué momento, en qué ocasión secreta se le escapó al Héroe de sus
800 Bravos dirigirlos contra Jerusalén y proclamarse rey? Su alma no conoció
más ambición que la libertad de su nación. Su corazón sólo latía por el ansia
de libertad. Vuestros padres lo desafiaron a entregar el mando, a ponerse a sus
órdenes, ignorando que aquél Valiente no reconocía más rey y señor que su Dios.
Lo pusieron a prueba, lo empujaron al borde del abismo creyendo que el Valiente
le daría la espalda a la muerte. Le echaron el pulso al Campeón del
Omnipotente. Pues bien, esta es la paga que su Rey y Señor pone en vuestras
bolsas. Coged vuestro salario, cobardes. Tocasteis al Campeón que Dios os
suscitó para regalaros la libertad al precio de su sangre y la de toda su casa.
¿No queréis paraíso? Allí os envío a reclamarle al Todopoderoso vuestro
salario. Os molestaba su gloria y su fama. Tuvisteis que huir del campo de
batalla para demostrarle que la victoria era vuestra, que sin vosotros él no
era nada. Alegraos, porque en breve os veréis con él cara a cara”.
Por mucho que dijera, no importa en qué tipo de
razones justificara su conciencia, el Asmoneo sabía que después de la Matanza
de los 800 ya nada podría ser igual. Después de aquella oda a las profundidades
del infierno no podía esperar otra cosa que la destrucción de su casa. Se la
había profetizado Abías y, sin quererlo ni buscarlo, él la había causado. El destino,
la fatalidad, un paso mal dado sin corregir, otro error imprevisto imponiendo
la ley de la necesidad, el puro azar, el caos, los hados, la irresponsabilidad
del pueblo y sus sueños de justicia, libertad y paz. ¿Cómo culpar a la diosa
fortuna de regalar besos nefastos? Unas veces se gana y otras se pierde.
Dinastas peores lograron abrirles camino a sus hijos en la llanura de los
siglos. ¿Pero para qué? Al final toda corona acaba siendo echada a pelón, pega
el bote más alto quien menos piernas parecía tener y se ciñe la gloria del
mañana el don nadie de ayer. Desde un trono el mundo es una caja de grillos; el
que grita más es el rey. ¿Por qué el pueblo no se conforma con su suerte? ¿Para
qué quiere más justicia, más libertad? Si le das una mano te coge el brazo.
Siempre encuentra una razón para dar al traste con la felicidad de sus
gobernantes. Si no fuera porque los súbditos son necesarios ¿no estarían mejor
todos muertos? ¿O al menos sordomudos?
Las tenebrosas reflexiones del Asmoneo en sus
momentos de agobio no tenían desperdicio. Más de una vez las dejó fluir de su
cabeza sin siquiera apercibirse de hallarse presentes sus jefes pretorianos.
Sus sonrisas diabólicas respondían con más elocuencia que el discurso más largo
y profundo del sabio más abigarrado y conspicuo.
¿La vida de sus hijos estaba en peligro? ¿Y
seguirían estándolo si no quedase un judío vivo?
Era una opción peliaguda. Cuando la depresión le
ahogaba el Asmoneo la acariciaba. Pero no. Eso sería demasiado. Tenía que
hallar una solución más inteligente. Darle la espalda al hecho de haber cruzado
el límite no le iba a solucionar el problema. Tenía que pensar. Después de la
Matanza de los 800 ya nada volvería a ser igual. Tenía que encontrar la salida
del laberinto antes de que su familia abriese la puerta del infierno y las
llamas del odio los consumiesen.
Sí, ya nada volvería a ser igual.
No sólo el Asmoneo lo comprendió. También Simeón
el Babilonio lo comprendió. Las palabras de Abías sonaron en su cabeza con toda
la dimensión de su realidad perenne. “El odio engendra odio, la violencia
engendra violencia y ambos devorarán a todos sus sirvientes”. ¿Adónde en efecto
los habían conducido sus artes mágicas? La sangre de los 800 pesaba sobre su
conciencia. El peso lo aplastaba. Abías siempre tuvo razón. No se cansó de
decirlo: “¿Quién coge el cántaro y se va por agua al bosque en llamas? A tal
fin, tales medios”. Pero claro ¿qué otro consejo podía esperarse de un hombre
de Dios?
¡¿Qué otra cosa?!
Que depusieran las armas y sin abandonar el fin
pusieran al servicio de la restauración de la monarquía davídica los medios que
le convenían a tal causa. Por ejemplo.
Convencido por los hechos Simeón el Babilonio
las depuso, se hizo discípulo y socio del Abías que durante tanto tiempo
predicara en el desierto de aquellos corazones de piedra.
Por su parte la desesperación del Asmoneo fue
creciendo según fueron pasando los días. La profecía de Abías sobre el destino
de su casa se le empezó a hacer tan evidente que, contra todo pronóstico, dio
su brazo a torcer. No porque el peso que podía soportar su conciencia, aún
fuerte para soportar unos miles de cadáveres más, le conmoviera las entrañas.
La verdadera causa de la opresión mental que le rodeó el cuello dejándole sin
respiración estaba en el destino que les había labrado a sus hijos. Él mismo le
había sacado el filo al hacha. Por su culpa sus hijos se habían convertido en
el objeto de la cólera de Dios. El verdugo que habría de cortarles la cabeza
aún no había nacido, pero ¿quién le aseguraría que no nacería?
En un movimiento digno de sus terrores pactó con
sus enemigos un tratado de reconciliación nacional. Abías y Simeón el Babilonio
serían los garantes de ese pacto que le aseguraría a su descendencia la vida
entre las demás familias de Jerusalén. El pacto de estado fue el siguiente.
A su muerte la Corona pasaría a su viuda. La
reina Alejandra restauraría el Sanedrín. De esta manera se cerraría entre
fariseos y saduceos la batalla por el control del Templo en el origen de todos
los males últimos. Su hijo Hircano II recibiría el sumo sacerdocio.
A la muerte de la reina Alejandra, que la corona
pasase a su otro hijo Aristóbulo II o fuese coronado el legítimo heredero de la
Casa de David dependería de los resultados de la búsqueda del Hijo de Salomón.
Una vez muerta la reina Alejandra, la Casa del
Asmoneo no podría ser culpada de los hechos postreros a que condujesen la
búsqueda. Esta parte del contrato se mantendría en secreto entre el rey, la
reina, Hircano II y los dos hombres de su confianza, Abías y Simeón el
Babilonio.
Su viuda elevaría a estos dos hombres a la
jefatura del Sanedrín liderado por Hircano II. Esta parte final del pacto
permanecería en secreto para evitar que el príncipe Aristóbulo se rebelase
contra el testamento de sus padres y reclamase la corona.
Alejandro Janneo murió en su lecho. Le sucedió
en el trono su viuda. Que reinó durante nueve años. Fiel al pacto firmado, la
reina Alejandra restauró el Sanedrín, entregándole su gobierno en condiciones
de igualdad a fariseos y saduceos. Su hijo Hircano II recibió el sumo
sacerdocio. El príncipe Aristóbulo II quedó alienado de la sucesión y de las
cuestiones de Estado. La parte secreta del pacto, la búsqueda del heredero vivo
de Salomón, ya no dependería de la reina Alejandra, sino de los dos hombres a
los que su difunto les encargó la misión. Una misión que debería concluir
durante el reinado de Alejandra y permanecer en el secreto que le dio
nacimiento. Aunque joven, si llegara a los oídos del príncipe Aristóbulo
semejante plan de restauración de la monarquía davídica, nadie podría afirmar
que en su locura no se alzaría en guerra civil contra su hermano.
Fueron nueve años de paz relativa. Los dos
hombres encargados de encontrar el legítimo heredero de Salomón disfrutaron de
nueve años para recorrer las clases altas del reino y dar con su paradero. Digo
de paz relativa porque los familiares de los 800 aprovecharon el Poder para
regar las calles de Jerusalén con la sangre de los ejecutores de los suyos.
Impotentes la reina y los saduceos para frenar
aquella sed de venganza que impunemente se cobraba a diario sus víctimas, cada
año que fue pasando los ojos de los condenados comenzaron a fijarse más y más
en el príncipe Aristóbulo como salvador. Dormido Aristóbulo en la esperanza de reinar
tras la muerte de su madre, había que sacarlo de su placentera condición de
príncipe heredero, proceder para ya y dar el golpe de Estado que la propia
situación de indefensión de los saduceos estaba gestando.
Bajo estas circunstancias ¿de cuánto tiempo
disponían Simeón y Abías para encontrar al legítimo heredero de Salomón? ¿Por
cuánto tiempo podrían capear la guerra civil que se cuajaba en el horizonte?
Dios sabe que Simeón y Abías buscaron, que
rastrearon todo el reino en su búsqueda. Movieron cielo y tierra en su
búsqueda. Y fue como si la casa de Zorobabel se hubiera evaporado de la escena
política de Judá después de su muerte. Sí, claro que había quienes decían ser
descendientes de Zorobabel, pero a la hora de poner sobre la mesa los documentos
genealógicos pertinentes todo se quedaba en palabras. Así que el tiempo
corriendo en su contra, la reina madre cada día más cerca de la tumba, el
príncipe Aristóbulo II cada año haciéndose más fuerte al amparo de los saduceos
que abogaban por el golpe de Estado que les diera el Poder; y ellos, Abías y
Simeón, cada vez más lejos de lo que andaban buscando. Sus oraciones no subían
al Cielo; los rumores de guerra civil, por el contrario, parecía que sí. Al
noveno año de su reinado la reina Alejandra expiró. Con ella se murió la
esperanza de los restauradores de encontrar al legítimo heredero de Salomón.
10
La Saga de los Precursores
Tras la muerte del Asmoneo, después de la
regencia de la reina Alejandra, mientras Hircano II ocupaba su puesto de sumo sacerdote,
después de la guerra civil contra su hermano Aristóbulo II, suscitó Dios el
espíritu de inteligencia en Zacarías, hijo de Abías.
Llamado al sacerdocio por ser el hijo de Abías,
Zacarías enfocó su carrera en la administración del Templo hacia el área de
Historia y Genealogía de las familias de Israel. Confidente de su padre, con
quien Zacarías compartía su celo por la venida del Mesías, mientras su padre y
su socio el Babilonio dirigieron la búsqueda del heredero de la Corona de Judá,
Zacarías concibió en su inteligencia abrir los archivos del Templo. Cuando el
fracaso de la búsqueda de los legítimos herederos de Zorobabel fue un hecho
consumado, Zacarías se juró que no descansaría hasta poner patas arriba las
estanterías, y ¡por Yavé!, que no pararía hasta dar con la pista que le
condujese a la casa del heredero vivo de Salomón.
El templo de Jerusalén cumplía todas las
funciones de un Estado. Sus funcionarios actuaban como una burocracia paralela
a la de la propia Corte. Registro de nacimientos, sueldos de sus empleados,
contabilidad de sus ingresos, Escuela de Doctores de la Ley, todo este
engranaje funcionaba como un organismo autónomo.
Los puestos de poder eran hereditarios. También
dependían de las influencias de cada aspirante. Como aspirante, el aspirante
Zacarías tendría a su favor las tres fuerzas clásicas con las cuales cualquiera
hubiera podido llegar a lo más alto.
Contaba con la jefatura espiritual de su padre.
Contaba con la influencia y el apoyo total de uno de los hombres más influyentes
dentro y fuera del Sanedrín, Simeón el Babilonio, el Semayas de las fuentes
tradicionales judías. En éstas a Abías se le llama Abtalión, una deformación
del original hebreo, con cuya perversión de las fuentes hebreas el historiador
judío pretendió ocultar a los ojos del futuro las conexiones mesiánicas entre
las generaciones anteriores al Nacimiento y el propio Cristianismo. Y sobre
todo y lo más importante, Zacarías contaba con el espíritu de inteligencia que
su Dios le había dado para llevar a buen término su empresa.
Al mando Dios de la saga de los restauradores
que lideraran Abías y Simeón el Babilonio, cuyos nombres -he dicho- fueron
pervertidos por los historiadores judíos postreros con el fin de enraizar el
origen del cristianismo en la mente de un loco, volvió Dios a repetir el juego
que se diera entre sus dos siervos suscitando en el hijo de Simeón el espíritu
precursor que engendrara en el hijo de su socio.
Habiéndole negado a los padres la victoria,
porque la gloria del triunfo se la había reservado a sus hijos, mayor el de
Abías que el de Simeón, quiso Dios en su Omnisciencia que el hijo de Simeón,
Simeón como su padre, tuviese por maestro al hijo de Abías, cerrando la amistad
que entre ellos ya existía con lazos que siempre perduran.
También, como su padre, Simeón el Joven parecía
nacido para disfrutar de una existencia cómoda y feliz, lejos de las
preocupaciones espirituales del hijo de Abías.
Astilla de tal palo, Simeón el Joven unió su
futuro al de Zacarías poniendo a su servicio la fortuna que heredaría de su
padre.
Muy tonto debía ser un hombre -hablando de
Zacarías- para apoyado en tales poderes fracasar en su intento de elevarse a la
pirámide de la burocracia templaria y alzarse en la cumbre como Director de los
Archivos Históricos y Genealogo Mayor del Estado Teocrático en que, tras la
conquista de Judá por Pompeyo el Grande, quedó convertido el antiguo reino de
los Asmoneos. Esta incapacidad superada por la inteligencia sin medida que le
diera su Dios para abrirse camino, Zacarías llegó a la cima y plantó su bandera
en la cúspide más elevada de la estructura del Templo.
Los tiempos de todos modos eran difíciles. Las
guerras civiles asolaban el mundo. El horror se instauró por norma. Gracias a
Dios el fracaso de Simeón y Abías se cerró con un final feliz compensatorio.
Tras la muerte de la reina Alejandra pasó lo que
ya se vio venir desde hacía mucho. Aristóbulo II reclamó para sí la corona, se
enfrentó en el campo de batalla a su hermano Hircano II y se llevó la victoria.
Pero si soñó con legalizar su golpe de Estado no tardó en ver su equivocación.
El mundo no estaba ya para regresos a los días
de su padre. Los propios saduceos se negaban ya a perder las prerrogativas que
el Sanedrín les había conferido. Ni a saduceos ni a fariseos les convenía una
vuelta al status quo anterior a la inauguración del Sanedrín. Obviamente a los
fariseos menos que a los saduceos. Así que se convino en hacer entrar en escena
al padre del futuro rey Herodes, palestino de nacimiento, judío a la fuerza. Por
orden de los fariseos Antípatro contrató al rey de los árabes para expulsar del
trono a Aristóbulo II.
La maniobra de cargar el peso de la rebelión
sobre los hombros de Hircano II fue una estratagema del Sanedrín para quedar al
margen en caso de derrota de las fuerzas contratadas. La guerra en curso la
situación se resolvió a favor de Hircano gracias a la presciencia divina, que
interpuso entre los hermanos al general romano del momento, en paseo triunfal
por las tierras de Asia. Hablamos de Pompeyo el Grande.
Tras conquistar Turquía y Siria el general
romano recibió una embajada de los judíos rogándole interviniera en su reino y
detuviera la guerra civil a la que las pasiones los habían arrastrado. Estamos
en los años sesenta del siglo primero a.C.
Pompeyo aceptó hacer de árbitro entre los dos
hermanos. Les ordenó que se presentasen inmediatamente a rendirle cuenta de las
razones por las que se estaban matando. ¿Quién era Caín, quién era Abel?
Pompeyo no entró en discusiones de esta
naturaleza. Con la autoridad de un master del universo habló palabras de
sabiduría y dio a conocer su juicio salomónico sobre el caso. Desde ese día y
hasta nueva orden el reino de los judíos quedaba convertido en provincia
romana. Hircano II quedaba restablecido en sus funciones de jefe de Estado y
Antípatro, padre de Herodes, como jefe de su estado mayor. En cuanto a
Aristóbulo debía retirarse a la vida civil y olvidarse de la corona.
Y así se hizo. Después Pompeyo se fue con las
águilas romanas a completar su conquista del universo mediterráneo, dejando las
campanas doblar en Jerusalén por la solución adoptada, de todas las peores la
mejor.
Por aquellos días el dragón de la locura trotó a
sus anchas por todos los confines del Mundo Antiguo. Lo venía haciendo desde el
alba de los tiempos, pero esta vez, cuando las guerras civiles romanas, más
sabio el Diablo por viejo que por genio sus lenguas de fuego crearon hombres
más malos que nunca. Al contrario que las otras lenguas que hacían santos, las
del Diablo parían monstruos que le vendían su alma al Infierno en aras del
efímero poder de la gloria de las armas. Como un Superstar firmando contratos
de bodas de sangre con los novios de la Muerte el Príncipe de las Tinieblas
firmaba autógrafos todo pancho, esperando en su locura manifiesta obtener de su
Creador los aplausos debidos al que le dio a Dios un ultimátum.
El recuento de los muertos en las guerras
mundiales romanas nunca fue anotado. El futuro nunca sabrá cuántas almas
perecieron bajo las demenciales ruedas del Imperio Romano. Leyendo las crónicas
de aquel imperio de las tinieblas en la Tierra uno se atrevería a decir que el
propio Diablo había sido contratado como consejero de los Césares. Una vez más
la Bestia recorría los confines del orbe ejecutando su voluntad soberana.
En medio de aquellos tiempos sangrientos, cuando
hasta un ciego podía ver la imposibilidad de llevarle la contraria al nuevo
master del universo, peor aún si el aspirante no pasaba de ser una mosca en el
lomo de un elefante, contra toda lógica y sentido común Aristóbulo II pasó del
juicio salomónico de Pompeyo el Grande y se declaró en rebelión armada contra
el Imperio.
La ambición ilimitada por el poder absoluto no
entiende de razas ni de tiempos. La Historia ha visto saltar la liebre más
veces de lo que los anales de las naciones modernas pueden recordar. Al parecer
el abismo entre el hombre y la bestia es menos peligroso que el salto del
hombre a la condición de los hijos de Dios. Y sin embargo quienes le niegan al
futuro del hombre lo que le pertenece por derecho de creación ésos son los
mismos que luego defienden a fuego y bala la idea de la evolución. No sabemos
si con la Duda sobre las intenciones de Dios al crear el Hombre esconde la
Ciencia una rebelión abierta contra el estadio final programado en nuestros
genes desde los orígenes de las edades históricas. En el fondo se pudiera
tratar sólo de una cuestión de orgullo craneal elevado al cuadrado de su
potencia. Es decir, no se niega que exista Dios; lo que existe es una negación
a vivir una crónica anunciada. Me explico, ¿por qué tenemos que ser objetos
pasivos de una historia escrita antes de nacer nosotros? ¿No es mejor ser
sujetos activos de una tragedia escrita por el Destino?
Las profundidades de la psicología humana no
dejan de sorprender nunca. En las oscuridades de las fosas abisales de la mente
criaturas luminiscentes bellas como estrellas en la noche de repente se
transforman en dragones monstruosos. Sus flechas de fuego devoran toda paz,
violan toda justicia, niegan toda verdad. Y ambicionando el poder de los dioses
rebeldes les dan la razón a los que sin creer en la evolución creen cuando
afirman que después del hombre hay algo más.
Después de todo no se trata tanto de creer o de
no creer sino de elegir entre el ser de la Bestia y el de los hijos de Dios.
A este respecto Aristóbulo II tenía una
estructura mental muy típica de su tiempo. O lo tenía todo o no tenía nada.
¿Por qué compartir el Poder? Entre Caín y Abel había elegido el papel de Caín.
Y no le había ido nada mal. ¿Por qué venía ahora el romano a robarle el fruto
de su victoria?
Mientras a punta de espada Pompeyo el Grande le
impuso su voluntad y el mito sobre la invencibilidad del Matador de Piratas
mantuvo a raya su pasión, todo le salió bordado al Salvador del Mediterráneo.
En cuanto Pompeyo se dio la vuelta al Aristóbulo le salió la vena asmonea y se
dedicó a lo que mejor sabía, hacer la guerra.
La forma que él entendía de hacer la guerra al
menos sí que la puso en práctica.
Por donde quiera que cabalgó se dedicó a dejar
la huella. Una granja por aquí otra por allá la Judea iba a recordar al hijo de
su padre por mucho tiempo. Fuego, ruina, desolación, ¡que se escriba la
historia y lo escrito se quede escrito, si no en los anales de la Historia al
menos sí en las espaldas del pueblo!
Debía saber la Serpiente Antigua que el Día de
Yavé se acercaba, día de venganza y cólera. El Leviatán en el punto de mira el
Infierno redobló el fuego que llevaba dentro y desde el pináculo de su maldita
gloria se puso a dirigir el ejército de las tinieblas a su imposible victoria.
Hermano contra hermano, reino contra reino.
Hasta el todopoderoso Senado Romano tembló de espanto el día que César cruzó su
particular mar Rojo. Por culpa del Conquistador de las Galias a quien hacía
nada acababa de vérsele aclamado señor de Asia, a ése mismo Pompeyo se le vio
cruzando el Mar Grande como una gata para acabar siendo asesinado como un piojo
en una playa por orden de un faraón con faldas.
Hasta el Egipto llegó persiguiendo a su antiguo
socio quien convirtiera un río en una frase para la leyenda, y allí mismo le
hubiera enterrado el mismo faraón matador de Pompeyo de no haber
providencialmente intervenido en su favor los ejércitos provinciales del Asia,
entre cuyos escuadrones la caballería de los judíos destacó en arrojo y valor,
dándole la victoria y, lo que es más importante, salvándole la vida. Salvación
que le valió a los judíos del Imperio el agradecimiento libérrimo del César, y
recuperó para la nación su fama perdida de guerreros valerosos.
La necesidad que empuja a los poderosos a
necesitarse fue la que arrojó al jefe del estado mayor judío en los brazos del
nuevo master del universo mediterráneo, ganando el padre de Herodes para el
pueblo judío los honores de la gracia, como he dicho, y para él y su casa la
amistad de quien es agradecido porque fue bien nacido, la del único e
incomparable Julio César.
Gracia ésta última que en Jerusalén no cayó tan
bien como en los círculos familiares del interesado. Pero que dada la
persistencia del hijo del Asmoneo por seguir los pasos de su padre fue
respetada como muro de contención. En tales momentos poco o nada creyeron los
judíos que debían temer de la carrera fulgurante hacia el poder del cachorro
Herodes.
¿Ni cuando Herodes demostrara valor sobrado para
desmantelar las fuerzas de los bandoleros galileos y sentenciarlos a muerte
saltándose las leyes del Senado de los Judíos?
Aprovechando su condición de lugarteniente de
las fuerzas del Norte, Herodes apresó a los bandoleros, desmanteló sus bases y
condenó a muerte a sus cabecillas. Nada inusual si se hubiera tratado de un
jefe judío. El problema era que al atribuirse las funciones del Sanedrín
-juzgar y sentenciar a muerte- la ambición personal de Herodes quedó al
descubierto y obligaba al Sanedrín a cortarles las alas estando aún a tiempo.
El asunto de juzgar al cachorro idumeo era
complejo en razón de quien era su padrino, el César en persona. La cuestión era
que si no le cortaban las alas nadie podría detener su carrera fulgurante hacia
el trono.
Simeón el Babilonio y Abías expusieron este
argumento ante los demás miembros del tribunal que se reunió a juzgar a
Herodes. ¿Se habían librado de la usurpación del trono de David por un judío de
nacimiento para ver cómo ponía en él su trasero un palestino?
Sin miedo al cachorro idumeo Simeón el Babilonio
expuso su sentencia ante todos: O lo condenaban a muerte ahora que lo tenían a
merced o se arrepentirían de su cobardía el día que el hijo de Antípatro se
sentara en el trono de Jerusalén.
Herodes se volvió para mirar a aquél anciano que
le estaba profetizando a la luz del día lo que en sus sueños había visto tantas
veces. Admirado por hallar entre aquéllos cobardes un valiente juró allí, en
presencia de todos sus jueces, que el día que se ciñera la corona los pasaría a
cuchillo a todos. A todos excepto al único hombre que se había atrevido a
decirle en la cara lo que sentía.
Cuando Herodes fue rey esa fue la primera medida
que tomó. Excepto a su profeta particular decapitó a todos los miembros del Sanedrín.
11
La Genealogía de Jesús según San Lucas
En medio de aquellos días de horrores
sangrientos la Naturaleza desafió al Infierno inundando de belleza la tierra.
Fue de verdad una época de mujeres hermosas. Al servicio de su Señor la
Naturaleza concibió una mujer de una belleza extraordinaria, y le dio un
nombre. La llamó Isabel.
Era Isabel hija de una de las familias
sacerdotales de la clase alta de Jerusalén. Sus padres pertenecían a una de las
veinticuatro familias herederas de los 24 turnos del Templo. Clientes sus
padres de la casa de los Simeones, la extraordinaria belleza de aquella
muchacha le abrió las puertas del corazón de Simeón el Joven, con quien vino a
criarse como si de una hermana se tratara.
Los padres de Isabel no podían ver más que con
buenos ojos la relación que los muchachos se traían. Pensando en la posibilidad
de un matrimonio futuro sus padres le concedieron a Isabel una libertad por
regla general negada a las hijas de Aarón. ¿Había algo que más pudiera llenar
de orgullo el corazón de aquellos padres que su hija mayor llegara a ser la
señora del heredero de una de las fortunas más grandes de Jerusalén?
No era ya sólo una cuestión de riqueza, también
estaba la protección que Herodes había extendido sobre los Simeones. La muerte
de los miembros principales del Sanedrín tras su coronación dejó a los Simeones
en una posición privilegiada. De hecho, la de los Simeones fue la única fortuna
que el rey no confiscó.
Si Isabel impusiera su belleza al joven Simeón,
¡ufff!, más de lo que nunca hubieran podido sus padres soñar.
Esta posibilidad secreta en mente, que cada año
parecía hacerse más real en razón de la inteligencia con la que la Sabiduría
había enriquecido lo que la Naturaleza vistiera de tantas dotes, los padres de
Isabel la dejaron cruzar aquella delgada frontera al otro lado de la cual la
mujer hebrea quedaba libre para elegir esposo.
Lo normal en las castas judías era cerrar el
contrato de bodas de las hembras aarónicas antes de llegar a esa peligrosa
edad, alcanzada la cual por ley a la mujer no se la podía obligar a aceptar la
autoridad paterna como si se tratase de la voluntad de Dios. Convencidos de la
irresistible influencia de la belleza de Isabel sobre el joven Simeón sus
padres corrieron el riesgo de dejarla cruzar esa frontera.
Ella la cruzó encantada, y él fue su cómplice.
Simeón le siguió el juego a aquella alma gemela
que la vida le había dado. Educado él mismo para disfrutar de una libertad
privilegiada, para cuando los padres de Isabel llegaran a darse cuenta de la
verdad ya sería demasiado tarde. Isabel habría cruzado para ese entonces esa
frontera y ya nada ni nadie en el mundo podría impedirle casarse con el hombre
al que amaba más que a su vida, más que a las murallas de Jerusalén, más que a
las estrellas del cielo infinito, más que a los propios ángeles.
El día que sus padres comprendieron quién era el
elegido de Isabel ese día sus padres pusieron el grito en el cielo.
El problema del hombre al que Isabel amaba de
aquella forma tan superior a los intereses familiares era simple. Le había dado
Isabel su corazón al joven más cabezón de toda Jerusalén. En realidad, nadie
apostaba nada por la vida del hijo de Abías. Se le había metido en la cabeza a
Zacarías entrar en el Templo y expulsar a todos los vendedores de genealogías y
traficantes de documentos de nacimiento al por mayor. Alucinados por lo que
creían un ataque frontal a sus bolsillos fueron muchos los que se juraron
acabar con su carrera al precio que fuese. Pero ni las amenazas ni las maldiciones
lograron asustar a Zacarías.
En esto todos reconocían que el hijo era el
replay de su padre. ¿No fue su padre el único hombre en todo el reino capaz de
plantarse delante del Asmoneo en sus mejores días, cortarle el paso y
profetizarle a la cara un volcán de desgracias? ¿Qué se podía esperar de su
hijo, que fuera un cobarde?
De todos modos ¿por qué no dirigía Zacarías su
cruzada hacia otra parte? ¿Por qué se le había metido en la cabeza centrar su
cruzada contra el negocio floreciente de la compraventa de documentos
genealógicos y registros falsos de nacimiento? ¿Qué daño le hacían a nadie
emitiendo aquellos documentos?
Los interesados venían desde la propia Italia
dispuestos a pagar cuanto le pidieran por un simple trozo de papiro firmado y
sellado por el Templo. ¿A qué venía esa obcecación del hijo de Abías? ¿Por qué
no se dedicaba a disfrutar de la vida como cualquier hijo de vecino? ¿Acaso se
divertía cortándole el rollo a todo el mundo?
Bueno, pero antes de seguir entremos en la mente
de Zacarías y en las circunstancias contra las que se alzó.
He dicho que Zacarías, hijo de Abías, y Simeón
el Joven, hijo de Simeón el Babilonio, recogieron el testigo de la búsqueda del
Heredero vivo de Salomón.
Dadas todas las circunstancias establecidas en
los capítulos anteriores se comprende que el secreto fuera la condición sine
qua non que había de conducirlos al extremo del hilo. Nadie debía saber cuál
era la meta en mente.
Si a los Asmoneos la sola idea de la
restauración davídica les puso los pelos de punta, a la menor sospecha de las
intenciones de los hijos de sus protegidos, el Semayas y el Abtalión de los
escritos oficiales judíos, Simeón y Abías para nosotros, el rey Herodes se
cargaría en el día a todos los hijos de David.
Luego estaban los clásicos piratas que estarían
encantados de denunciar a sus hijos, nuestros Simeón y Zacarías. Herodes
recompensaría la denuncia por traición a la corona con honores miles. Y de paso
eliminarían de la escena al cruzado solitario con el que no se podía llegar a
acuerdo alguno.
Así que, conociendo el mar de peligros sobre
cuyas olas navegaba, Zacarías no abría su mente a nadie en el mundo. Ni a la
propia Isabel, la mujer con la que él era consciente que se casaría a pesar de
la voluntad de sus futuros suegros.
Era natural que de todos los hombres de
Jerusalén no hubiera otro que contara con más protección que el hijo de Abías.
Entremos ahora en las causas de aquella
corrupción generalizada en cuyos brazos se lanzaron los funcionarios del
Templo.
En agradecimiento a su salvación por la
caballería judía -como he dicho antes- Julio César le concedió a la Judea
privilegios fiscales y liberación para sus ciudadanos del servicio de las
armas.
El César ignoraba la compleja extensión del
mundo judío. Astutos como nadie, los judíos de todo su Imperio se aprovecharon
de su ignorancia para beneficiarse de los privilegios concedidos a los
ciudadanos de la Judea. Pero para beneficiarse de tales privilegios estaban
obligados a presentar los pertinentes documentos.
Todo lo que debían hacer era ir a Jerusalén,
pagar una suma de dinero y hacerse con los mismos.
¿Era para ponerse en el plan que se puso el hijo
de Abías? ¿Acaso Zacarías no amaba a sus hermanos en Abraham? ¿Por qué se
oponía? ¿Qué le iba a él en todo ello? Las arcas del Templo se estaban
llenando. ¿No le interesaba a él, como sacerdote y judío de nacimiento, la
prosperidad de su pueblo?
La enemistad creciente contra Zacarías procedía
del hecho de su imparable ascensión, que, en breve, de no cortarle el paso
nadie, lo conduciría a la cúspide de la dirección de los Archivos Históricos y
Genealógicos, de la cual dependía la expedición de los susodichos documentos.
Hombre, razones había para que el hijo de Abías
hiciera la vista gorda y se aprovechara de la ocasión para enriquecerse, y de
camino compartir con todos la prosperidad que el cielo les había regalado
después de tantos males pasados, razones sí había.
Pero no, el hijo de Abías decía que él no se
casaba con la corrupción. Tenía la cabeza dura como una piedra. Para colmo de
males la protección con la que contaba no les dejaba a sus enemigos otra salida
que intentar frenar su carrera por todos los medios.
Así que por mucho que adorase al hombre de su
vida la propia Isabel se preguntaba a qué venía aquella cruzada de su amado. Si
ella le sacaba el tema él se dedicaba a darle largas, miraba para otra parte,
cambiaba de rollo y la dejaba con la palabra en la boca. ¿Es que no la quería?
Simeón el Joven se reía de aquellos dos amantes
imposibles.
Risa que Isabel cogió y como que ella era hija
de Aarón y tenía a la Naturaleza de su parte que su amigo del alma le iba a
descubrir qué misterio se traían los dos entre manos.
Simeón el Joven le dio largas al principio. Lo
último que quería era poner en peligro la vida de Isabel. Al final tuvo que
abrirle el corazón y descubrirle la verdad.
¿Un judío de cualquier parte del Imperio que
desease registrarse como ciudadano de la Judea a qué familia se emparentaría y
en qué ciudad pediría ser registrado como nativo?
La respuesta era tan obvia que Isabel comprendió
al instante.
“En Belén de Judá y al rey David”.
Difícil que de por sí ya le era al Genealogo
Mayor del Reino avanzar entre montañas de documentos, encima esta avalancha de
hijos de David que de repente le estaban saliendo al legendario rey por todas
partes.
“Luego estáis buscando al heredero de Salomón”,
le respondió Isabel a Simeón. “¡Qué bonito!” Simeón se rió con ganas de su
ocurrencia.
A Zacarías no le resultó tan gracioso que su
socio le descubriera a Isabel la verdad. Hecho el daño había que tirar para
adelante y confiar en la prudencia femenina. Confianza que Isabel jamás
defraudó.
El mismo Espíritu que detiene el avance de los
guerreros y les niega el paso a las metas por Él reservadas para los que les
seguirán, ese mismo Dios es quien ordena los tiempos y mueve sobre el escenario
a los actores para quien reservara la victoria que les negara a los que les
abrieron camino.
Contra todos los malos presagios que les
desearon sus enemigos Zacarías alcanzó la cúspide de la dirección de los
Archivos del Templo. También se casó con la compañera para él elegida por el
destino. Cuando hallaron que no podían tener hijos se oyó decir: “Castigo de
Dios”, por haberse rebelado ella contra la voluntad de sus padres, pero ellos se
consolaron amándose con toda la fuerza de la que el corazón humano es capaz.
A la pena de hallarse estériles se le sumó el
fracaso de su búsqueda.
12
El Nacimiento de José
Zacarías se pasó años revolviendo las montañas
de documentos genealógicos, ordenando rollo por rollo histórico tras la pista
que debía conducirle al último heredero vivo de la corona de Salomón. No se
volvió loco porque su inteligencia era más fuerte que la desesperación que se
apoderó de su mente, y, cómo no, porque el Espíritu de su Dios le sonreía en
los labios de su socio Simeón, que no perdía nunca la esperanza y siempre
estaba ahí para levantarle la moral.
“Tranquilo, hombre, ya verás tú como al final
encontramos lo que andamos buscando donde menos nos lo esperemos, y cuando
menos nos lo imaginemos, ya lo verás. No te partas la cabeza porque tu Dios te
quiera abrir los ojos a su manera. Yo no creo que te vaya a dejar con las manos
vacías. Es sólo que estamos mirando en la dirección incorrecta. La culpa es
nuestra. ¿Tú crees que te ha elevado adonde te encuentras para dejarte con tu
desolación en la cumbre? Descansa, disfruta de tu existencia, dejemos que Él
nos haga reír”.
Era extraordinario aquél Simeón. Pero en todos
los sentidos. Cuando él se casó con la mujer de sus sueños también disfrutó del
sueño de ser el hombre más feliz del mundo. Con aquella felicidad suya que se
derramaba sobre todos los clientes de su Casa y lo convirtió en el banquero de
los pobres, un buen día cuestiones de negocios lo llevaron a Belén.
La clientela de los Simeones también extendía
sus ramas por las poblaciones alrededor de Jerusalén. Entre las familias que
tenían negocios con ellos figuraba el Clan de los carpinteros de Belén. Para la
fecha la jefatura del Clan estaba en manos de Matat, padre de Helí. Maestros
ebanistas, el Clan de los carpinteros de Belén tenía labrada su fama de
profesionales de la madera desde nadie sabía cuándo. Se comentaba incluso que
el fundador del Clan puso una de las puertas de la ciudad santa en los días de
Zorobabel. Simples rumores, claro. La cosa fue que la llegada de Simeón el
Joven a Belén coincidió con el nacimiento del primogénito de Helí. Llamaron al
recién nacido, José. Felicitaciones aparte, cerrado el negocio que le trajo a
Belén, el abuelo del niño y nuestro Simeón entraron en conversaciones sobre los
orígenes de la familia. El tema en curso quiso la propia conversación que Matat
se explayara sobre el origen davídico de su casa.
En Belén a nadie se le ocurrió nunca poner en
duda la palabra del jefe del Clan de los carpinteros. Todo el mundo estaba,
porque desde siempre se había creído en el pueblo, que el Clan pertenecía a la
casa de David. Matat, el abuelo de José tampoco iba por ahí usando el documento
genealógico de su familia como si se tratase de un látigo presto a caer sobre
los incrédulos. No hubiera venido al caso. Sencillamente era así, había sido
siempre así y no procedía otra cosa. Sus padres habían sido considerados hijos
de David desde ya nadie se acordaba cuando, y él, Matat, estaba en todo su
derecho de creer en la palabra de sus antepasados. Después de todo cada cual
era libre para creerse hijo de quien mejor le conviniese. Pero claro, la
investigación zacariana en punto muerto, la búsqueda del hijo de Salomón a
nivel de archivos históricos anclada en un callejón sin salida, por fuerza el
que una sencilla familia de carpinteros saltase al terreno de las realidades
infalibles, por fuerza a nuestro Simeón, intimísimo amigo del Genealogo Mayor
del Reino, tenía que resultarle si no graciosa al menos sí bastante simpática
aquella seguridad absoluta del abuelo Matat. Más que nada fue el tono de
certidumbre en el aliento del abuelo de José.
Cuando sin pretender ofender al jefe del clan de
los carpinteros de Belén Simeón el Joven puso en duda la legitimidad del origen
davídico de su casa el abuelo Matat miró al joven Simeón con las cejas algo
ofuscadas. Su primera reacción fue sentirse ofendido, y por sus barbas que de
haber venido la duda de otro individuo por su honor que lo hubiera puesto al
instante de patitas fuera de su casa. Pero en honor a la amistad que le unía a
los Simeones, y porque de ninguna manera pretendió el Joven ofenderlo el abuelo
Matat se privó de darle rienda suelta a su genio. También porque con los
vientos que corrían, cuando bastaba pegarle una patada a una piedra para que le
salieran hijos a David, la duda del muchacho le resultó comprensible.
Hombre de muy buen carácter, a pesar de esta
manera de entrar en nuestro relato, no queriendo que en lo sucesivo entre su
casa y la de los Simeones flotase duda de ninguna clase, el abuelo Matat cogió
a nuestro Simeón del brazo y se lo llevó aparte. Con toda la confianza del
mundo depositada en su verdad el hombre lo condujo a sus habitaciones privadas.
Se dirigió a un arcón viejo como el invierno, lo abrió y sacó de su interior
una especie de rollo de bronce envuelto en pieles rancias.
Ante los ojos de Simeón el abuelo Matat lo puso
sobre la mesa. Y lo desenrolló despacito con el misterio de quien va a desnudar
su alma.
Apenas vio el contenido envuelto en aquellas
pieles rancias a Simeón las pupilas se le abrieron como ventanas al partir los
primeros rayos primaverales. Se le escapó de los labios un mudo “Dios santo”,
pero disimuló la sorpresa y escondió la emoción que le estaba recorriendo la
espalda. Y es que pocas veces en su vida, aun siendo el íntimo del Genealogo
Mayor del Reino, y a pesar de lo habituado que estaba a ver documentos
antiguos, algunos tan antiguos como las murallas de Jerusalén, pocas veces
habían visto sus ojos una joya tan hermosa como importante.
Tenía aquel rollo genealógico la antigüedad a
flor de piel. Los sellos en su metal eran dos estrellas brillando en un
firmamento de cuero tan seco como la montaña donde Moisés recibió las Tablas.
Los caracteres de su escritura desprendían fragancias exóticas paridas sobre el
campo de batalla donde alzara David la que sería la espada de los reyes de
Judá. El abuelo Matat desplegó el rollo genealógico de su clan en toda su
extensión mágica y dejó leer al Joven la lista de los antepasados de José, su
nieto recién nacido. Decía:
“Helí, hijo de Matat. Matat, hijo de Leví. Leví,
hijo de Melqui. Melqui, hijo de Jannai. Jannai, hijo de José. José, hijo de
Matatías. Matatías, hijo de Amós. Amós, hijo de Nahum. Nahum, hijo de Esli. Esli,
hijo de Naggai. Naggai, hijo de Maat. Maat, hijo de Matatías. Matatías, hijo de
Semeín. Semeín, hijo de Josec. Josec, hijo de Jodda. Jodda, hijo de Joanam.
Joanam, hijo de Resa. Resa, hijo de Zorobabel”.
Mientras lo estuvo leyendo Simeón el Joven no se
atrevió a levantar los ojos. Una energía fulgurante le estaba recorriendo fibra
por fibra la médula. En su interior quería pegar botes de alegría, su alma se
sentía como la del Héroe después de la victoria saltando desnudo por las calles
de Jerusalén. De haber estado allí con él Zacarías, a su lado, por Dios que
hubieran bailado la danza de los valientes alrededor del fuego de la victoria.
Claro que sí, por supuesto que Simeón el Joven
había visto un documento igual a ése, variando los nombres, pero de la misma
antigüedad, guardando en sus secretos los caracteres hebreos más antiguos,
escritos por los hombres que vivieron en la Babilonia de Nabucodonosor. Lo
había visto en su propia casa. Su propio padre lo heredó del suyo y se lo trajo
a Jerusalén para depositar una copia en los Archivos del Templo. Sí, lo había
visto en su propia casa, era la joya de la familia de los Simeones. ¿Cuántas
familias en todo Israel podían poner sobre la mesa un documento de esa
naturaleza? La respuesta la conocía Simeón desde niño: únicamente las familias
que regresaron con Zorobabel de Babilonia podían hacerlo, y todas las que
podían hacerlo se encontraban en el Sanedrín.
¡Dios santo!, lo que hubiera dado nuestro Simeón
por haber tenido en aquel momento a su lado a su Zacarías. La Luna y las
estrellas no valían a sus ojos lo que aquel rollo de bronce babilónico abrazado
a aquél pergamino de cuero de vaca del Edén. Aquel documento tenía más valor
que mil tomos de teología. ¡Qué no hubiera dado él por haber tenido la oportunidad
de haber oído de los labios de Zacarías la lectura del resto de la Lista! Decía:
“Zorobabel, hijo de Salatiel. Salatiel, hijo de
Neri; Neri, hijo de Melqui: Melqui, hijo de Addi; Addi, hijo de Cosam; Cosam,
hijo de Elmadam: Elmadam, hijo de Er; Er, hijo de Jesús; Jesús, hijo de
Eliezer; Eliezer, hijo de Jori; Jori, hijo de Matat; Matat, hijo de Leví; Leví,
hijo de Simeón; Simeón, hijo de Judá; Judá, hijo de José; José, hijo de
Eliaquim; Eliaquim, hijo de Melea; Melea, hijo de Menna; Menna, hijo de Mattata;
Mattata, hijo de Natam. Natam…hijo de David”.
13
La Gran Sinagoga de Oriente
Quizá me precipito algo en la sucesión de los
acontecimientos movido por la emoción de los recuerdos. Espero que el lector no
me tenga en cuenta haberme lanzado casi desbocado por la llanura de las
memorias que le descubro. Después de haber estado dos mil años dormidas en el
silencio de las altas cumbres de la Historia el propio autor no puede controlar
la emoción que le embarga, y se le van los dedos a las nubes con la facilidad
que tienden las alas del águila de las nieves hacia el sol inalcanzable que le
dan vida a sus plumas.
La verdad sobre la que he pasado de largo es la
relativa calma internacional que trajo a la región el imperio de Julio César,
paz relativa que jugó a favor de nuestros héroes, excitando su inteligencia,
especialmente la de nuestro Zacarías. Bajo otras circunstancias geopolíticas,
tal vez, la posibilidad de hacer entrar esa Paz en el esquema de sus intereses
no se les hubiera pasado por la cabeza.
En líneas generales, grosso modo, todo el mundo
conoce qué tipo de relación amor-odio entre Romanos y Partos mantuvo en jaque
al Oriente Próximo durante aquel siglo. En cualquier caso, los manuales de
Historia del Próximo Oriente Antiguo y de la República de Roma están al alcance
de cualquiera. No es un tema que predomine dentro de la recreación oficial,
sobre todo en función del origen asiático de los Partos, detalle éste que, a
los historiadores occidentales, influenciados por su cultura grecolatina les es
excusa suficiente para tocar de paso el tema de la historia de su Imperio. No
es esta Historia el mejor sitio para abrir el horizonte en esa dirección;
conste aquí el deseo de hacerlo en otro momento. En fin, esta Historia no puede
abrir hasta el infinito el escenario donde se desarrolló. Los manuales
oficiales están ahí para abrir el horizonte a todo el que quiera profundizar
algo más en el tema.
El hecho que viene a cuento y pertenece a esta
Historia centra su epicentro en la influencia que la paz del César tuvo sobre
la zona y las opciones que puso en mano de sus habitantes. Pensemos que cada
vez que se piensa en los días del conquistador de las Galias la nota
predominante se queda en la parafernalia de sus guerras, sus instintos
dictatoriales, la madeja de las conspiraciones políticas contra su imperium,
pasando siempre de largo por los beneficios que su paz les supuso a todos los
pueblos sometidos a Roma. En relación a nuestro relato la paz del César más que
grande fue importantísima.
Zacarías, que no paraba de maquinar la forma de
conducir a término su búsqueda del legítimo heredero de la corona de Salomón,
un día pensó en las palabras de su socio: “Tranquilo, hombre, ya verás que al
final encontramos lo que andamos buscando donde menos nos lo esperemos, y
cuando menos nos lo imaginemos, ya lo verás”, y se dijo que Simeón tenía toda
la verdad del mundo. Aún no habían encontrado lo que estaban buscando porque
habían estado dando vueltas alrededor del vacío. Ni probablemente darían nunca
con la pista de los hijos de Zorobabel de seguir hurgando donde no había
huellas de su existencia. ¿Así que por qué no jugarse la carta de la Gran
Sinagoga de Oriente? Lo único que tenían que hacer era enviar un correo
pidiéndoles a los Magos de la Nueva Babilonia que buscasen la genealogía de
Zorobabel entre sus Archivos. Así de fácil, así de simple.
Simeón el Babilonio, nativo de Seleucia del
Tigris, perfecto conocedor de la Sinagoga en cuestión asintió con la cabeza. Se
rió y lo soltó como le salió del alma:
“Claro, hijos, ¿cómo hemos estado tan ciegos
todo este tiempo? Ahí está la clave del enigma. No perdáis el tiempo. En alguna
parte de aquella montaña de archivos debe encontrarse la joya que os trae de
cabeza. La ocasión es propicia. Es ahora o nunca. Nadie puede decir cuándo se
romperá la paz. Manos a la obra”.
Zacarías y sus hombres eligieron un correo de
toda confianza de entre los correos de la Gran Sinagoga de Oriente que solían
entonces, una vez abiertas las rutas, traer a Jerusalén el Diezmo. El mensaje que
debía llevar a su vuelta de regreso a Seleucia, para ser leído exclusivamente
por los jefes de la Sinagoga de los Magos de Oriente, concluía con estas
palabras: “Centrar la investigación en los hijos de Zorobabel que le
acompañaron de Babilonia a Jerusalén”.
La tensión entre los dos imperios del momento,
el Romano y el Parto, una cuerda en tensión que podía romperse en cualquier
momento, amén de tener que contar con las continuas insurrecciones
nacionalistas típicas del Oriente Próximo, la respuesta podría tardar algún
tiempo. Pero ellos tenían tiempo.
Desde los días de Zorobabel los judíos del otro
lado del Jordán se las habían arreglado para sortear los peligros y cumplir con
el Diezmo. Durante la estabilidad que al Asia Occidental le dio el imperio de
los persas la caravana de los Magos de Oriente llegó año tras año. Después,
tras la conquista del Asia por Alejandro Magno la situación no cambió. Las
cosas empeoraron cuando los Partos montaron sus tiendas al este del Edén y
soñaron con la invasión del Oeste.
Antíoco III el Grande se las vio y se las deseó
para contener la avalancha de los nuevos bárbaros. Su hijo Antíoco IV murió
defendiendo las fronteras. Convertidas las tierras del Próximo Oriente en una
tierra de nadie abierta al saqueo y al pillaje tras la muerte de la Bestia de
los judíos, los judíos al Este del Jordán tuvieron que aprender a apañárselas
solos; pero pasase lo que pasase la caravana de los Magos de Oriente siempre
llegaba a Jerusalén con su cargamento de oro, incienso y mirra.
Esta adversidad dada por contada el correo de
Zacarías llegó a su destino. A su tiempo regresó a Jerusalén con la respuesta
esperada.
La respuesta a la pregunta zacariana era la
siguiente:
“Dos fueron los hijos que Zorobabel trajo
consigo de Babilonia. El mayor se llamaba Abiud; el menor se llamaba Resa”.
Y había más, siguió diciéndoles el correo de los
Magos:
“Al mayor de sus hijos le dio Zorobabel el rollo
de su padre, rey de Judá. El hijo de Abiud era, por tanto, el portador del
rollo salomónico. Al menor le dio el rollo genealógico de su madre. En consecuencia,
el hijo de Resa era el portador del rollo de la casa de Natán, hijo de David.
Excepto en sus listas los dos rollos eran iguales. Sobre dónde estaban ambos
herederos, sobre esto ellos no podían darles detalles”.
¡Qué extraño es el Omnipotente!, venía de vuelta
de Belén pensando Simeón el Joven. ¡Qué extraña forma de moverse la del
Todopoderoso! Se esconde el río bajo la tierra, se lo traga la piedra, nadie
sabe qué camino se labrará por los hipogeos lejos de la vista de todos los
vivientes. Sólo Él, el Omnisciente, conoce el lugar exacto por dónde romperá y
saldrá a flote.
Se ríe el Señor de la desesperación de su gente,
les deja escarbar en el suelo buscando por dónde irá el río que se perdiera en
el corazón de la tierra apenas nacido, y cuándo ya tiran la toalla bajo el peso
de la victoria imposible y las manos les sangran con las heridas de la
frustración entonces se le conmueve al Omnisciente el alma, se levanta, les
sonríe a los suyos y con una palmada en la espalda va y les dice: Venga ya
muchachos, ¿qué os pasa? Levantad esos ojos, lo que buscáis lo tenéis a dos
palmos de vuestras narices.
Simeón el Joven se rió pensando en la cara que
iba a poner su socio Zacarías cuando le diera la noticia. Ya se imaginaba
soltándole la película de su descubrimiento.
“Siéntate Zacarías”, le diría.
Zacarías se le quedaría mirando fijamente.
Simeón el Joven lo seguiría envolviendo en el misterio de su alegría,
predispuesto a disfrutar ese momento segundo a segundo.
“¿Qué te pasa, hermano, ya has perdido esa
capacidad tuya para leerme la mente?”, le insistiría Simeón el Joven.
Sí señor, iba a disfrutar de ese momento hasta
la última micra de segundo.
En ese momento no había en el mundo cosa que
desease más que vivir a cielo abierto la mirada de su socio cuando le dijera:
“Señor Genealogo Mayor del Reino, mañana voy a
tener el placer infinito de presentarle a Resa, el hijo de Natán, hijo de
David, padre de Zorobabel”.
14
El Alfa y la Omega
Contra el horizonte alza su boca el océano
devorando cielo. Los vientos crujen, los tiburones hunden sus caminos en las
profundidades oscuras huyendo de las zarzas de fuego que en forma de látigos de
agua azotan los brazos fuertes que prefirieron morir luchando a vivir muriendo.
¿Qué fuerza desconocida desde los remotos altares del universo rocía con su
néctar de valentía risueña los ojos de los hombres que se descalzan y andan a
alma desnuda sobre sendero de espinos buscando calentar sus huesos al fuego que
nunca se consume? ¿Qué energía endurece los huesos de la alondra de las
distancias entre los dos polos del imán recorriendo las estaciones cortas de su
vida efímera? ¿Por qué la tierra sufrida, machacada, agotada y quemada de sus
lodos primordiales pare espíritus nacidos para darle la espalda a la playa de
los cocoteros y adentrarse solitarios en las profundidades de los bosques
negros? ¿Qué misterio se esconde en el alma humana, que tantos buscan y tan
pocos alcanzan? ¿En qué cuna amamantó el firmamento de los cielos el pecho que
le muestra a la flecha la hendidura que le servirá de carcaj entre sus
costillas?
¿No son los placeres de la vida ondas de nata y
chocolate sobre cuyos labios pétalos fragantes depositan sus besos? Se sienta
el rey de la selva en la llanura a admirar el baile de su reina en el valle de
las gacelas. El cóndor indomable pasea su nave de plumas sobre cimas que cortan
el cielo como espadas de héroes las filas del enemigo. El delfín de los océanos
se deja llevar por las corrientes cálidas soñando encontrarse por los caminos
de la mar carabelas de colones ebrios de sueños. ¿Por qué al hombre le
correspondió por suerte el batir de las ambiciones, el choque de los intereses,
el crujido de las pasiones?
¿Qué haremos con esa parte de la naturaleza de
nuestro Género? ¿Le cantaremos una nana antes del réquiem? ¿Desterraremos de
nuestro futuro el nacimiento de nuevos héroes? ¿Haremos con los hijos del
futuro lo que otros hicieron, darle por libertad una tumba? ¿O los encerraremos
dentro de una jaula para que píen tristones como esos pajarillos tontos que se
mueren si les roban la libertad?
Todo hombre tiene ante sí una vida de peligros y
otra de comodidades en el olvido de la suerte de los demás. Todo tiempo ha
tenido sus abogados del diablo y sus fiscales de Cristo. Lo único que sabemos
es que cuando se empieza el camino ya no hay marcha atrás.
El correo que de la Nueva Babilonia le trajo la
respuesta a la Saga de los Precursores se llamaba Hilel. Era Hilel un joven
doctor de la Ley de puño y letra de la escuela de los Magos de Oriente. Al
igual que en su día lo hiciera Simeón el Babilonio, Hilel hizo su entrada en
Jerusalén trayendo el Diezmo en una mano, y en la otra una sabiduría secreta
sólo apta para esa clase de hombres que la tierra pare, aunque sus congéneres
los condenen.
También la tierra llora, y también sus hijos
aprenden. De siempre se ha dicho que sabe el hombre más del infierno porque ha
vivido entre sus llamas desde que fue expulsado del paraíso, que el propio
diablo y sus ángeles rebeldes porque siendo su futuro nuestra suerte tales
hijos malditos aún no han probado el amargo sabor de los fuegos del terrible
averno que les espera a la vuelta de la esquina.
Los sabios helenos se creyeron superiores a los
hebreos por su capacidad para penetrar en el misterio de todas las cosas.
Obligado preguntarse entonces, ¿sabe más el que tropieza en la piedra de los
burros que quien nunca cayó? O sea, que estamos todos condenados a aprender
tropezando como los burros dos veces. Y por consiguiente debemos condenar por
sistema a todo el que aprendió la lección sin necesidad de morder el polvo por
donde se retuerce la Serpiente.
En aquellos días de dragones y bestias, de
alacranes y escorpiones, dos caminos se abrían ante los hombres. Si se elegía
el primer camino: olvidarse de mirar a las estrellas y dedicarse a sus labores,
la existencia no exigía más discurso que “el vive y deja vivir”, que el tirano
aplaste y el poderoso hunda, es su destino, y el del débil ser aplastado y
hundido.
Si se elegía el segundo camino toda sabiduría
era poca y toda precaución insuficiente. Zacarías y sus hombres habían elegido
este último camino. También Hilel, el joven doctor de la Ley que les enviaran
los Magos de Oriente desde la Nueva Babilonia con la respuesta a su pregunta.
Hilel no sólo les trajo los nombres de los dos
hijos de Zorobabel que le acompañaron desde la Vieja Babilonia a la Patria
Perdida. A solas con la Saga de los Precursores les contó lo que nunca habían
oído, les dio a conocer una doctrina cuya existencia ni en sus más remotos
sueños hubieran podido imaginar.
Que Zorobabel fue el heredero de la corona de
Judá, y en su calidad de príncipe de su pueblo lideró la caravana del regreso
de la Cautividad es un clásico de la Historia Sagrada. Partiendo de este dado
archiconocido, presuponiendo Zacarías y su Saga que al hijo mayor de Zorobabel
le correspondió la primogenitura de los reyes de Judá, Zacarías se abrió camino
por las cordilleras genealógicas de su nación. Al cabo la imposibilidad de
superar aquellas cordilleras de interminables archivos lo condujo a mirar al
otro lado del Jordán. Y de la que un día fuera la tierra del paraíso terrenal
le vino la respuesta en los labios del doctor de la Ley protagonista del
siguiente discurso.
“Heme aquí con los dos hijos que me dio el
Señor”, empezó Hilel el mensaje que traía del actual Jefe de los Magos de
Oriente, un hombre llamado Ananel.
“Muchas veces hemos leído todos los presentes
estas palabras del profeta. No fueron dos sin embargo los hijos que tuvo David.
Tuvo muchos. Pero sólo a dos, como atestiguan sus palabras, incluyó en su
herencia mesiánica. Hablamos de Salomón y Natán. El primero fue sabio, el
segundo fue profeta. Entre ellos dos dividió David su legado mesiánico.
Al hacerlo David apartó de su heredero a la
corona la idea de ser él el hijo del Hombre, el Niño que le nacería a Eva para
aplastarle a la Serpiente la cabeza. En otras palabras, Salomón no debía
dejarse influenciar por el grito de su Corte clamando por el reino universal;
pues él no era el rey Mesías de las visiones de su padre David.
Digno hijo de su padre, el rey sabio por
excelencia siguió al pie de la letra el Plan Divino. También su hermano el
profeta Natán. Este, desde el día después de la coronación de su hermano se
retiró de la Corte y se fundió con el pueblo dejando tras de sí la estela que
nunca se olvida ni jamás se alcanza”.
(Muchas dudas pueden saltar aquí al caso,
respecto a si Natam, hijo del rey David, y Natán profeta fueron la misma
persona. Yo no quisiera perderme en divagaciones típicas de un historiador de
las cosas pretéritas. Cuando las pruebas documentales necesarias para la
reconstrucción de la historia de un personaje faltan el historiador debe
recurrir a los elementos de una ciencia infinitamente más exacta, hablamos de
la ciencia del espíritu. Sólo una pregunta pongo sobre la mesa y dejo el tema.
¿El rey de los profetas a qué otro profeta le hubiera abierto la puerta de su
palacio sino al nacido en su propia casa, nacido de su muslo como dirían los
griegos? ¿No lo maravilló su Dios haciéndole reír de aquella forma? Por
supuesto que el asunto queda pendiente de confirmación a título de
documentación oficial. Pero insisto, cuando las pruebas naturales faltan el
investigador debe levantar su mirada y buscar la respuesta en quien lleva en su
memoria el registro de todas las cosas del universo. Pero si la fe falla y el
testimonio de Dios es reputado por nada ante el tribunal de la historia
entonces no nos queda más remedio que pasar del tema o vagar interminablemente tras
esa sabiduría inalcanzable de los griegos. Considerando aquí que la sabiduría
de los presentes está libre de prejuicios contra el Creador de los cielos y la
Tierra, esto dicho, seguimos).
“La casa de Salomón y la casa de Natán se
separaron. A su hora, cuando en su omnisciencia Dios lo determinase, estas dos
casas mesiánicas se volverían a encontrar, se unirían en una sola casa y el
fruto de este matrimonio sería el Alfa. Cuando tal acontecimiento tuvo lugar
sus padres le pusieron un nombre; lo llamaron Zorobabel. Este nacimiento se
cumplió cinco siglos después, aproximadamente, de la muerte del rey David.
Zorobabel, hijo de David, heredero de la corona
de Judá, se casó y tuvo hijos e hijas. De entre sus hijos eligió a dos de ellos
para repetir la operación que realizara su legendario padre, y entre ellos
dividió su legado mesiánico. Los nombres de sus dos herederos fueron Abiud y
Resa.
Amantes de su padre, temerosos de su Dios, los
príncipes Abiud y Resa acompañaron a su padre de la Babilonia de Ciro el Grande
a la Patria Perdida. Empuñaron la espada contra quienes intentaron por todos
los medios impedir la reconstrucción de Jerusalén, y tras la muerte de su padre
se separaron.
Cada uno de ellos heredó de su padre Zorobabel
un rollo genealógico escrito del puño y letra del propio David. El rollo
salomónico comienza su Lista desde Abraham. El rollo natámico abre su Lista
desde el propio Adán.
Si sobre la Lista Real de Judá nadie ignora la
sucesión desde David a Zorobabel, otra cosa sucede con la Lista Natámica. Su
sucesión es ésta: Natán, Mattata, Menna, Melea, Eliaquim, Jonam, José, Judá,
Simeón, Leví, Matat, Jorim, Eliezer, Jesús, Er, Elmadam, Cosam, Addi, Melqui,
Neri, Salatiel.
Cualquiera que se diga hijo de Resa debe
presentar esta Lista. En caso contrario su candidatura a la sucesión mesiánica
debe ser rechazada".
Pero recapitulemos.
15
La Hija de Salomón
Cinco siglos después de la muerte de David las
dos casas mesiánicas se dieron encuentro en la Babilonia de Nabucodonosor II.
En la Corte de los Jardines Colgantes vino al mundo Salatiel, príncipe de Judá.
Salatiel se unió a la heredera de la casa de Natán, y tuvieron a Zorobabel.
Ya todos los judíos se felicitaban porque había
nacido el hijo de las Escrituras cuando suscitó Dios el espíritu de profecía en
Daniel. Con la autoridad del Jefe de los Magos de Nabucodonosor, Daniel acalló
aquél clamor mesiánico anunciándoles a todos los judíos la voluntad divina. A
saber, Dios le había entregado el imperio a Ciro, príncipe de los persas.
Lo que Daniel hizo y dijo está escrito. No seré
yo quien les diga a expertos sabios en Historia Sagrada el número de los
portentos entre cuyos halos Daniel envolvió el trono de los Caldeos, quitándole
la corona al heredero para entregársela al elegido de su Dios.
El precio que Ciro pagó por la corona habla con
pruebas indiscutibles sobre la naturaleza de la participación del profeta
Daniel en los acontecimientos que condujeron al traspaso del imperio de
Babilonia a Susa. Pero la preocupación que aquí nos reúne tiene que ver con la
suerte del Alfa.
Adoctrinado por Daniel el joven Zorobabel
repitió en sus carnes lo que su padre David hizo con la suya. Tomó a los dos
hijos que le suscitó Dios y dividió entre ellos su legado mesiánico. Al mayor,
Abiud, le entregó la lista genealógica de Salomón rey. Al menor, Resa, le
entregó la del profeta Natán. Y luego los separó para que el Alfa siguiera sus
caminos y creciera hasta transformarse en la Omega.
Ya tenemos al portador del rollo profético
-continuó su relato Hilel-, el legítimo heredero del profeta Natán, hijo de
David. Su salida a superficie es manifestación carnal de lo cerca que estamos
de la hora en que el otro brazo de la Omega rompa y venga a luz. La palabra de
esperanza que desde el Oriente portan mis labios está en vuestros corazones:
Dios está con vosotros. El Señor que os ha conducido a la casa de Resa os
allanará el camino a la de su hermano Abiud. En su Omnisciencia nos ha reunido
a todos para ser testigos del Nacimiento del Alfa y la Omega, el hijo de Eva,
el heredero del Cetro de Judá, el Salvador en cuyo nombre serán bendecidas
todas las familias de la Tierra”.
El descubrimiento de la doctrina del Alfa y la
Omega maravilló a Zacarías y su Saga. Posiblemente también os estará
maravillando a todos los que estáis leyendo estas páginas. Las dos Genealogías
de Jesús han estado delante de los ojos de todos desde que fueron escritos los
Evangelios. Muchos han sido los quebraderos de cabeza que estas dos Listas les
ha supuesto a los exegetas y demás expertos en interpretación de las sagradas
escrituras. No pretendo en un día tan hermoso levantar mi victoria sobre la
memoria de quienes intentaron transformar esas Listas en una especie de talón
contra el que lanzar la flecha que mató a Aquiles. ¿Si Dios es el que cierra la
puerta quién la abrirá contra su voluntad? Sólo Él sabe por qué hace lo que
hace y nadie entra en sus razones sino aquél a quien Él engendró en su
pensamiento. ¿O cree alguien que contra su voluntad puede alguien arrancarle la
victoria que a tantos se le negara? ¿No es verdad que tenía Noé en su Arca
águilas poderosas capaces de batir vientos y derramar sobre los horizontes
lejanos su mirada? Y halcones veloces como estrellas fugaces nacidos para
desafiar tormentas. Y sin embargo fue la más frágil de todas las aves la que
desafió a la Muerte.
Pero volvamos a nuestro relato.
El haber hallado al hijo de Resa, hijo de
Zorobabel, hijo de Natán, hijo de David, elevó la moral de Zacarías y sus
hombres a alturas fantásticas.
Ya tenían al portador del rollo natámico. Era un
niño recién nacido que acababa de venir al mundo en Belén. Sus padres lo habían
llamado José.
Según esto, el hijo de Natán en pañales, la
búsqueda del hijo de Salomón se convertía en la búsqueda de la Hija de Salomón.
Mujer que lo mismo hubiera podido haber nacido ya como aún no. Imaginando que
la encontraban y poniéndose en el mejor de los casos que lograran de sus padres
el acercamiento de su familia a la de su hermano Resa y en consecuencia la
unión de sus herederos, Zacarías y Simeón el Joven estaban ante el Nacimiento
del Hijo de David, hijo de Abraham, hijo de Adán. En el fruto de ese matrimonio
entre el hijo de Natán y la Hija de Salomón el Alfa y la Omega se encarnaría en
el Niño que les naciera.
No podían más que felicitarse y poner manos a la
obra.
Pero seguía habiendo un problema. Si tal cual se
había demostrado con la casa del Hijo de Natán los padres de la Hija de Salomón
pertenecían a las clases humildes del reino ¿cómo darían con ella? La respuesta
una vez más tendrían que buscarla en los Archivos de la Nueva Babilonia. En
algún sitio debajo de la montaña de documentos de la Gran Sinagoga de Oriente
debía hallarse la pista que los conduciría a la Hija de Salomón. De las dos
agujas en el pajar ya dieron con una, ahora había que ir a por la otra.
Zacarías y sus hombres no tardaron en enviar a
la Nueva Babilonia correo con la pregunta siguiente: ¿Dónde se instaló en
Tierra Santa, Abiud, el hijo mayor de Zorobabel?
Por fuerza entre aquella montaña de pergaminos
de la Gran Sinagoga de Oriente tenía que hallarse algún documento firmado de
puño y letra por Abiud.
Era de creer, estaban seguros que, siguiendo la
doctrina mesiánica, los dos hermanos se separaron y depositaron el futuro de su
encuentro a los pies de Dios.
Constante en aquellos días la comunicación entre
los que dejaron Babilonia y los que se quedaron, buscando encontrarían una
carta sellada por Abiud, tenía que haber algún documento personal de su puño y
letra que les descubriese hacia qué parte de Israel se dirigió y dónde se
instaló el hijo mayor de Zorobabel.
La fe mueve montañas, unas veces de piedra y
otras de papel. En este caso fue de papel.
Al año siguiente la respuesta fue traída a
Jerusalén por el jefe de los Magos de Oriente en persona. Ananel vino con el
Diezmo. Presentó sus credenciales ante el rey y el Sanedrín. Finalizados los
protocolos celebró reunión secreta con Zacarías y su Saga. Fue breve.
“En efecto, Abiud y Resa se separaron. Resa se
instaló en Belén y sus descendientes no se movieron del sitio. Su hermano
Abiud, por el contrario, tiró hacia el norte, cruzó la Samaria y llegó al
corazón de la Galilea de los Gentiles. Siguiendo la política de asentamiento
pacífico mediante la compra de las tierras a sus propietarios, Abiud compró
todas las tierras que abarcó con sus ojos desde una colina que llamaban
Nazaret”.
Ananel repitió este nombre, “Nazaret”, con el
acento de quien sabe que sus oyentes están bebiendo sus palabras. ¡Nazaret!,
repitieron Zacarías y Simeón.
“Galilea de los Gentiles, una luz se alzó entre
tus tinieblas”, susurraron los dos hombres al unísono.
Conociendo cómo marchaban las cosas Ananel podía
asegurarles sin ningún género de dudas que la Casa de Abiud seguía en pie. La
cuestión que debían resolver ahora era cómo acercarse a la Hija de Salomón sin
despertar sospechas en la corte del tirano.
16
El nacimiento de la hija de Salomón
Sobre la línea del horizonte Jacob de Nazaret
escribía palabras de poeta: Ay mujer, ¿qué haré si nadie me enseñó las leyes y
los principios de la ciencia del engaño? ¿Por qué no me quieres inocente? Si me
duele la costilla y de la herida brotas tú como un sueño ¿qué quieres que haga?
Jacob tenía el alma de un poeta perdido en una
galaxia de versos de Sarón, aquel Lirio de los valles canta que canta a una
sabiduría esquiva y dolida por los amores de su rey. Matán, su padre, se casó
con María, tuvieron hijos e hijas. Jacob era su hijo mayor.
En aquellos días de insurrecciones contra el
Imperio del Oeste y de invasiones del Imperio del Este, la Galilea sometida al
saqueo y al pillaje, campo de batalla de todas las ambiciones de las demás
gentes, Jacob de Nazaret se convirtió en el brazo derecho de su padre. El
muchacho, a pesar de no ser tan muchacho, yo diría más bien que era todo un
hombre ya, no se había casado aún. No porque se le hubiera pasado el tiempo
sacrificando su juventud a la prosperidad de sus hermanos y hermanas. En el
pueblo se decía eso. Yo no diría tanto. Él tampoco lo diría. ¡Qué poco le
conocían! No tomó mujer porque soñaba con ese amor extraordinario y paradisíaco
de los poetas. ¿Realizaría su sueño en aquel mundo de metal y piedra?
Tal vez sí, tal vez no.
La verdad es que Jacob de Nazaret tenía la
madera del Adán que conquistó a Eva al precio de dejarse arrancar una costilla.
Para Jacob el primer poeta del mundo fue Adán. Jacob se imaginaba al Primer
Patriarca desnudo entre las fieras del Edén. Lo mismo echándole una carrera a
la pantera que interponiéndose entre tigre y león durante una disputa por la
corona de su amistad. Para Jacob que cuando Adán iba a bañarse al río los
grandes lagartos del Edén se salían de las aguas. Y si veía a las aves del
Paraíso posarse sobre el Árbol Prohibido de una pedrada las espantaba para que
vivieran y no murieran. Luego, al caer la noche, se tumbaba panza arriba
soñando a Eva. La veía corriendo a su lado con sus cabelleras largas como manto
de estrellas, desnudos al sol de la primavera perenne del Edén. Al despertar le
dolía a Jacob la costilla de la soledad.
Lo mismo que aquel Adán del Edén, Jacob de
Nazaret se sentaba contra el tronco de uno de los árboles de la explanada del
Cigüeñal a soñar con ella, su Eva. Una de aquellas tardes de ensoñaciones
poéticas apareció por el camino del Sur un doctor de la Ley que decía llamarse
Cleofás.
Entretanto, al otro lado del reino de Herodes,
en la Judea, la entrada del jefe de la Gran Sinagoga de Oriente, un Mago
llamado Ananel, revolucionó el panorama al ser elegido este Ananel para el sumo
sacerdocio.
Para muchos la elección de Ananel cerró el descabezamiento
del Sanedrín que Herodes llevó a cabo el día después de su coronación. Lo juró
y lo hizo. Les juró a todos sus jueces lo que le vino a la cabeza hacerles el
día que fuera rey y, cuando contra todo pronóstico fue rey, no se olvidó
Herodes de su palabra. Excepto a los hombres que le anunciaron su futuro, los
degolló a todos. No dejó escapar a uno solo de los cobardes que dejaron pasar
la ocasión de aplastarlo cuando lo tuvieron bajo la planta de sus pies. Después
fue y confiscó todos sus bienes.
La entrada en escena del Jefe de los Magos de
Oriente -pensando en su reconciliación con el pueblo- le simplificó a Herodes
la tarea. Más aún cuando como presidente del Sanedrín le puso Ananel sobre la
mesa un plan de reconstrucción de las sinagogas del reino, que al rey no le
costaría un euro y a su corona le reportaría el perdón de la Historia.
Ya sabéis que a raíz de la persecución de
Antíoco IV Epífanes la gran mayoría de las sinagogas de Israel fueron
arrasadas. La guerra de los Macabeos y las posteriores hazañas bélicas asmoneas
impidieron la reconstrucción de las sinagogas desde aquellos entonces en
ruinas.
Ahora que la Pax Romana se había firmado era la
oportunidad.
Está claro que si la financiación de aquel
proyecto de reconstrucción hubiera dependido de Herodes la siembra de sinagogas
por todo el reino no se habría materializado nunca. Otra cosa era que la
financiación corriera a cargo de capital privado. Como así fue, el proyecto fue
llevado a término por sus promotores.
En cuanto a los clanes saduceos la costumbre de
las clases sacerdotales de administrar los tesoros templarios en beneficio de
sus bolsillos también hubiera impedido la ejecución del proyecto de
reconstrucción de todas las sinagogas del reino. Al ser elegido Ananel como
Presidente del Sanedrín y contar su proyecto con el apoyo de los hombres de
Zacarías, de quienes para las fechas dependían las decisiones finales del
Senado Judío, el proyecto podía y pudo salir para adelante. Ni Herodes ni nadie
de fuera del círculo zacariano fue capaz de imaginar qué objetivo secreto se
escondía detrás de aquel plan tan generoso de reconstrucción sinagogal. De
haber Herodes sospechado algo otro gallo hubiera cantado. El hecho es que
Herodes mordió el anzuelo.
La historia judía dice que al poco de haberse
firmado el proyecto Ananel fue destituido del sumo sacerdocio por instigación
de la reina Mariana a favor de su hermano pequeño. Bueno, no lo dice con estas
palabras porque el historiador judío enterró en la ciénaga del olvido aquel
proyecto. Lo que sí dice es que un favor muy flaco fue el que le hizo la reina
a su hermano pequeño, pues apenas fue elevado al sumo sacerdocio vino a ser
asesinado por el mismo que lo encumbrara. Pero bueno, estos pormenores tan
típicos del reinado de aquél monstruo no vienen a cuento en esta Historia. El
hecho es que Zacarías y sus hombres recibieron libertad total de movimiento
para materializar aquel generoso proyecto de reconstrucción de las sinagogas
del reino.
Las manos libres para dirigir la reconstrucción
sinagogal el problema que debía superar Zacarías era elegir a la persona
adecuada. Está claro que no podían enviar a Nazaret un cantamañanas. Si el
enviado descubría el objetivo detrás de un proyecto tan amplio y costoso y se
iba de la lengua el futuro de la Hija de Salomón quedaría condenado. El elegido
tenía que ser un hombre inteligente y ambicioso al que la elección le supusiera
una especie de destierro. Cegado por lo que él consideraría un castigo toda su
energía se dirigiría a terminar su misión y regresar a Jerusalén cuanto antes.
Y aquí es donde entra en escena aquel doctor de la Ley que decía llamarse
Cleofás.
17
Cleofás de Jerusalén
Este Cleofás fue el marido que los padres de
Isabel le buscaron a su hija pequeña. Escarmentados los padres de Isabel por la
desilusión que sufrieron al casarse su hija mayor con Zacarías, le buscaron
marido a su hermana pequeña no fuera también ella a seguir los pasos de su
hermana grande. Lo último que querían para su hija pequeña era otro elemento de
la clase de Zacarías, así que la casaron con un joven doctor de la Ley que
prometía mucho, inteligente, de buena familia, un muchacho clásico, la mujer en
su casa, el hombre a las cosas de los hombres, el yerno perfecto. A Isabel la
elección de Cleofás por marido para su hermana pequeña le sentó muy mal, pero
en esto ella ya no podía meter baza.
A Cleofás su boda con la hermana de Isabel
-creyó él- le abriría las puertas al círculo de influencia más poderoso de
Jerusalén. Cleofás no tardó en descubrir cuál era la opinión de su cuñado
Zacarías sobre eso de abrirle las puertas a su círculo de Poder. Por amor a su
hermana, Isabel sí le allanó el camino, peros en lo que dependió del propio
Zacarías cantó otro gallo. Lo cual era lógico teniendo en cuenta lo que se
estaban jugando.
Pues bien, Cleofás tuvo de su mujer una niña, a
la que llamó Ana. Pequeña de cuerpo, hermosísima de cara, Isabel extendió sobre
su sobrina todo el cariño que no pudo volcar sobre la hija que nunca tendría.
Cariño que fue creciendo con la niña y se convirtió en una influencia cada vez
más poderosa sobre la personalidad de Ana.
Cleofás, el interesado en cuestión, no podía ver
con buenos ojos una influencia tan poderosa sobre su hija de parte de su
cuñada. Su problema era que le debía tanto a Isabel que por fuerza tenía que
tragarse sus quejas hacia la educación que le estaba dando la tita a “su
sobrina” del alma. No porque los mimos la estuvieran privando de la educación
debida a una hija de Aarón; en este capítulo la educación religiosa de Ana no tenía
nada que envidiarle a la de la propia hija del sumo sacerdote. Al contrario, si
de envidia se habla era su hija la que más envidia se ganaba. Hija de un doctor
de la Ley, sobrina de la mujer más poderosa de Jerusalén -fuera de la propia
reina y las mujeres de Herodes- Ana creció entre salmos y profecías, recibiendo
la educación religiosa más acorde a una descendiente viva del hermano del gran
Moisés.
El romanticismo que a su hija le estaba
inculcando su cuñada era lo que sacaba de sus casillas a Cleofás. Cuando se
hizo una mujercita a la muchacha no se le podía hablar de casamiento por
interés. Ningún partido que le buscara su padre le entraba por el ojo. Ningún
pretendiente le parecía bueno. Ana, como su tita, sólo se casaría por amor con
el hombre que el Señor le eligiera. Y se lo confesaba la niña a su padre con
una inocencia tan descarada que al hombre le ponía la sangre hirviendo.
Ya estaba Ana en la edad de las casaderas cuando
Zacarías llamó en privado a Cleofás y le ordenó que se preparara para partir
hacia la Galilea. Él era su elegido para reconstruir la sinagoga de Nazaret.
Ignorante de la Doctrina del Alfa y la Omega,
Cleofás tomó la elección por una maniobra de su cuñada Isabel. Para él que su
elección era cosa de su cuñada, quien así se quitaba de en medio al padre de
“su niña” y le impedía cerrar tratos de boda.
Las protestas no le valieron de nada a Cleofás.
La decisión de Zacarías era firme. La misión que el Templo le encomendaba tenía
prioridad. Debía abandonar Jerusalén en el plazo de ya y presentarse en Nazaret
cuanto antes.
Antes de enviarle a Nazaret hizo Zacarías sus
investigaciones preliminares. Supo que Nazaret tenía por alcalde a un tal
Matán. Este Matán era el propietario de la Casa Grande, que llamaban el
Cigüeñal. Su informador le comunicó lo que estaba esperando oír. El tal Matán,
según se decía en el pueblo, era de origen davídico. Ahora bien, si de palabra
o de hecho nadie se lo había jurado.
Con la mosca detrás de la oreja Cleofás
emprendió el camino de Nazaret. El hombre no había estado nunca en Nazaret.
Había oído hablar de Nazaret, pero no recordaba qué. Deduciendo, de lo que
había oído lo que le esperaba, en su imaginación ya se veía Cleofás desterrado
de Jerusalén a una aldea de paletos ignorantes y, probablemente, desarrapados.
Por el camino Cleofás podía apostarse lo que
fuera a que la dirección ante cuyo dueño debía presentar credenciales sería la
de un morador de choza, en poco o en nada diferente de una de las cuevas del
mar Muerto. Más vueltas le daba al tema más se le ponían los pelos de punta.
Aún no entendía por qué él.
¿Por qué su cuñado Zacarías no le dio la misión
a cualquier otro doctor de la Ley? ¿A qué estaba jugando su cuñado? Jamás le
confió misión alguna y para una vez que lo metía en sus planes lo enviaba al
fin del mundo. ¿Qué error había cometido él para merecerse semejante
destierro?, se quejaba solo el hombre.
¿De verdad de verdad no estaba detrás de este
movimiento su cuñada Isabel? Él se respondía que sí. Lo que Isabel pretendía
era alejar al padre de la escena y ganarle tiempo a su sobrina Ana. Vamos,
hasta podía poner la mano en el fuego. Cuando menos se lo esperase Ana habría
cruzado la línea que en su día cruzara la propia Isabel y ya nadie podría
obligarla a casarse con el partido que él le buscase.
Cleofás hizo todo el camino dándole vueltas a la
cabeza. La verdad era que su cuñado Zacarías no era hombre del que se esperara
el comportamiento de un pelele. Como tampoco Zacarías hablaba más de lo cuenta,
lo justo y cortito, descubrir a qué obedecía su decisión de enviarle a Nazaret
a reedificar una sinagoga que cualquier doctorucho hubiera podido poner en pie
sin la ayuda de nadie, entender por qué, más que difícil, le resultaba
imposible. Mejor creer que todo obedecía a la voluntad de Isabel.
Atrapado en sus visiones dramáticas sobre el
destino que le aguardaba estaba cuando dobló la última curva del camino. Al
otro lado estaba Nazaret. ¡Qué sorpresa fue la suya al levantar los ojos y
encontrarse con aquella especie de fortaleza cortijo en pleno ombligo de la
colina!
Ufff, respiró largo y aliviado. La contemplación
del Cigüeñal le animó el corazón. Al menos no iba a pasar los próximos tiempos
entre cavernícolas.
Aliviado, Cleofás dirigió sus pasos hacia el
Cigüeñal, la Casa Grande del pueblo. Salió a recibirle el abuelo Matán, el
propietario de aquel caserón de arquitectura tan inusual para la época.
Era el abuelo Matán un hombre fuerte para sus
años, un hombre de campo, currado pero capaz todavía de aparejar los asnos y
echarle una mano a su hijo mayor. Su mujer, María, había muerto; vivía con su
primogénito, un tal Jacob, en ese momento en el campo.
Cleofás le presentó al dueño del Cigüeñal sus
credenciales. Le expuso al abuelo Matán en pocas palabras la naturaleza de la
misión que le traía a Nazaret.
El abuelo Matán le sonrió con toda franqueza,
bendijo al Señor por haber escuchado las oraciones de sus paisanos, le mostró
al enviado del Templo la habitación que ocuparía mientras la necesitase y
enseguida convocó a todos los vecinos en casa para recibirle como Cleofás se
merecía.
Ya más calmado Cleofás se alegró de poder servir
a los nazarenos. La disposición rápida y contenta que le mostraron los aldeanos
acabó por desterrar de su alma aquéllos malos presagios que le acompañaron
Samaria arriba.
La tarde de ese día fue la primera vez en su
vida que se encontró cara a cara con Jacob, el hijo de su anfitrión.
18
Jacob de Nazaret
La primera vez que Cleofás vio a Jacob se llevó
una sorpresa.
Jacob era un hombre joven. Lo más característico
del hijo de Matán era su sonrisa siempre a flor de piel. A veces el natural
alegre de Jacob confundía a quien no lo conocía. De alguien que llevaba solo la
propiedad de su padre todo el mundo se esperaba un hombre serio, mandón,
cortante incluso. También Cleofás, sin saber por qué ni cómo, pensando en el
hijo de Matán también él se hizo esa idea sobre cómo sería Jacob. Cuando lo vio
por primera vez se llevó una sorpresa bastante grata. La idea preconcebida que
se había hecho durante todo ese día sobre el heredero del Cigüeñal se derrumbó
en cachos nada más ponerle Jacob el ojo encima.
El punto que ya no le hizo tanta gracia -al
Doctor de la Ley que Cleofás era- fue la soltería del hijo de Matán. Cualquier
otro hombre a su edad ya sería padre.
Ante el comentario Jacob se rió con ganas. Pero,
en fin, Cleofás no había venido a Nazaret a hacer de Celestina. Si el muchacho
era raro eso era asunto de su padre.
En buena parte Jacob le recordaba a su hija Ana.
Como ella o se casaba por amor o nada.
Por lo demás, insisto, la impresión que Cleofás
tuvo de Jacob fue excelente. En cuanto al punto de la ascendencia davídica de
los dueños del Cigüeñal, si hijo de David de palabra o de hecho ¿qué le iba a
él en ello de todos modos? ¿Había sido enviado a Nazaret a investigar la
falsedad o la veracidad de la ascendencia davídica de Matán y su hijo? Por
supuesto que no.
Total, la reconstrucción de la sinagoga de
Nazaret empezó su andadura. No se trataba solamente de reconstruir muros. Una
vez el edificio acabado y adornado por dentro y por fuera había que poner en
funcionamiento el culto. Su misión era ésa, dejar la sinagoga en funcionamiento
para la llegada del doctor de la Ley al que él le entregaría las llaves de la
sinagoga al término de su mandato.
Esta obligación no le privaba de las vacaciones
debidas.
No lo sabía Cleofás, pero en Jerusalén había
quien se moría por verle regresar. De haberlo sabido tal vez otro gallo hubiera
cantado y la historia que sigue no hubiera sido vivida nunca. Afortunadamente la
Sabiduría juega con el orgullo humano y lo vence sirviéndose de la ignorancia
de los sabios para a la vista de todos glorificar la omnisciencia divina.
Y llegó la Pascua. Como todos los años que la
paz lo permitía el abuelo Matán y su hijo Jacob bajaban a Jerusalén a hacer las
ofrendas por las purificaciones de sus pecados, rendir el diezmo al Templo y
festejar la mayor de las fiestas nacionales.
La Pascua judía conmemoraba la noche aquélla en
que mientras el ángel mataba a todos los primogénitos de los egipcios los
hebreos en sus casas comían un cordero, cena que repetirían en memoria perpetua
de la salvación de Dios durante todos los años de su vida.
El abuelo Matán recordaba haber asistido a
Jerusalén para la fecha desde que tenía uso de razón. O sea, aunque Cleofás no
hubiera estado en Nazaret él y su hijo habrían bajado a Jerusalén. Pero ya que
tanto Cleofás como Matán iban a hacerlo era justo que lo hiciesen juntos.
Al llegar a Jerusalén Cleofás se negó en rotundo
a aceptar la idea de Matán. Nada, que al hombre se le había metido en la cabeza
pasar la fiesta en una tienda de campaña, a las afueras de Jerusalén, como todo
el mundo. Era la costumbre. Para las fechas Jerusalén parecía una ciudad
asediada, rodeada de tiendas de campaña por todas partes.
Cleofás se cerró en banda. Bajo ningún concepto
estaba dispuesto a permitir que su anfitrión pasara la fiesta al raso teniendo
él en la ciudad santa una casa en la que cabía el pueblo de Nazaret entero.
La excusa que le dieron Matán y su hijo -“si lo
trataban tal cual en Nazaret no era por interés, lo que hacían lo hacían de
corazón, sin esperar nada a cambio”-excusa tan inocente no les sirvió de nada.
A Cleofás la única palabra que le valía era el sí.
“¿Vas a maldecir mi casa a los ojos del Señor
por tu orgullo, Matán?”, enojado con la negativa a aceptar su invitación le
soltó Cleofás. Matán se rió y dio su brazo a torcer.
Ignoraba Cleofás, como ya he dicho antes, el
nerviosismo con el que esperaban a Matán y su hijo en Jerusalén. E ignoraba
Cleofás, con aún más razón porque era cosa de Dios, que al invitar a Jacob a su
casa le traía a su hija Ana el hombre de sus sueños de regalo de Pascua.
Una vez Matán y su hijo instalados en la casa de
Cleofás, concluidas las presentaciones, Zacarías y el abuelo Matán entraron en
conversaciones privadas. Conociendo a nuestro Zacarías no es difícil adivinar
qué iba buscando ni qué tipo de rodeos se marcó para llevar al padre de Jacob
al tema que le tenía a su Saga el alma en vilo. En este capítulo no vamos ni
siquiera a intentar reproducir una conversación entre algo más que un mago y un
hombre de campo sin oficio en las artes del Logos. Donde sí voy a centrar el
punto de mira es en el pálpito de aquella Isabel cuando puso sus ojos la
primera vez en el hijo de Matán.
Isabel aprovechó la conversación entre hombres
para coger del brazo al joven y envolverlo en su gracia. Desde el primer
momento que Isabel vio al hijo de Matán le entró en el alma un rayo de luz
sobrenatural, algo que ella no podía explicar en palabras pero que la impulsaba
a hacer lo que hacía como si la propia Sabiduría le hubiera susurrado al oído
sus planes; y ella, encantada de ser su confidente, hacía como que renunciaba a
su cuerpo y capitulaba su dirección en favor de su divina cómplice.
Sonrisa sobre sonrisa, la del hombre joven
frente a la de la belleza madura, Isabel cogió a Jacob del brazo, lo apartó de
la mirada de los hombres, y le presentó la joya de su casa, su sobrina Ana.
19
Ana, la sobrina de Isabel la de Zacarías
Dios es testigo de mis palabras y dirige el
pulso de mis manos sobre las líneas que Él traza, si torcidas o rectas a su
juicio quedan. El hecho es que el amor a primera vista existe. Y conociendo a
sus criaturas mejor de lo que ellas se conocerán nunca, engendró en su Sabiduría
el fuego del amor eterno en aquellos dos soñadores que desde los dos lados del
horizonte, sin conocerse, se mandaban versos en las alas del firmamento.
La primera en ver los resplandores de aquella
llama fue Isabel. Y fue ella la primera mujer del mundo que vio a la Hija de
Salomón nacer de aquel amor que ardería sin consumirse.
Incapaces Ana y Jacob de despegarse y cubriendo
Isabel bajo su manto de hada madrina aquel amor divino que tenía encantados a
los muchachos, Isabel se las arregló para mantenerlos solos y juntos lejos de
la atención de los hombres, siempre tan gruñones, siempre tan beatos.
Su esposo Zacarías por su parte se apropió de la
compañía del abuelo Matán y empleó el arsenal de la inteligencia sin medida que
su Dios le había dado para sacarle al padre de Jacob el nombre del hijo de
Zorobabel del que procedía su linaje.
Al pronunciarle aquellas cinco letras,
A-B-I-U-D, Zacarías sintió que las fuerzas le traicionaban.
Simeón el Joven, a su lado, le leyó en los ojos
la emoción que casi lo tiró al suelo.
“¿De qué te extrañas, hombre de Dios?”, le
respondió Isabel al oírle repetirle aquéllas cinco letras: A-B-I-U-D. “¿No te
ha dado tu Dios pruebas suficientes de estar Él en persona al mando de tus
movimientos? Yo te diré algo más. He visto a la hija de Salomón en las entrañas
de tu sobrina Ana”.
El regreso a Nazaret fue duro para Jacob. Por
primera vez en su vida comenzaba a descubrir Jacob el misterio del amor. La
felicidad extrema y la agonía total en el mismo lote. ¿Eso es el amor? No sabía
si echarse a llorar de alegría o de pena. ¿No sería por esto que Dios hizo al
hombre y a la mujer para no separarse, porque si se separan se mueren? Si ya
antes de la costilla de la soledad su dolor se disfrazaba de poeta y pintaba
sobre el firmamento azul el rostro de su princesa, ahora que la había visto en
carne y hueso aquellos versos se habían metamorfoseado, empezaban a abandonar
su crisálida y, la verdad, dolía. Tanto que ya empezaba a no saber si no
hubiera sido mejor que se hubiese mantenido entre albas y rocíos de primavera.
Ahora que la había visto, que había saboreado de sus ojos el perfume de sus
sonrisas, sensaciones que nunca imaginó se le habían colado en la médula y le
hacían vibrar de pena y felicidad los huesos. Ay la costilla de Adán.
Según cabalgaban las distancias el abuelo Matán
miraba a su hijo extrañado de su silencio y de sus suspiros. De toda la vida su
Jacob fue un conversador nato, extrovertido y campechano. Pero desde que habían
salido de Jerusalén, y ya se habían recorrido toda la Samaria, su hijo no había
trasgredido una sola de las reglas de los monosílabos.
“¿Te pasa algo, Jacob?”.
“Nada, padre”.
“Parece que va a llover, hijo”.
“Sí”.
“Pronto habrá que plantar las habas”.
“Claro”.
El Doctor de la Ley tampoco estuvo muy hablador.
Se limitó a dejarse llevar y hablar lo justo. ¿El regreso al trabajo de cuando
fue ocasión de celebración y de alegrías? Así que no había que darle más
importancia.
La cuestión es cuánto tiempo tardaría el abuelo
Matán en descubrir el mal de amores de su hijo. ¿Y cuánto el propio Cleofás?
El abuelo Matán tardó poco en llegar al meollo
de la cuestión. Jacob intentó darle largas a su padre. Había sido todo tan
repentino, casi como una alucinación. ¿Por cuánto tiempo todavía se negaría a sí
mismo pedirle a su padre que le solicitara a Cleofás su hija por esposa? Más lo
pensaba más se maravillaba.
De todas formas, aunque Jacob se callara el
abuelo Matán ya se lo estaba figurando. En Jerusalén había ocurrido algo que
había cambiado a su hijo de aquella manera tan rotunda, rápida y trascendente.
¿Qué otra cosa podía ser sino la hija de Cleofás?
Cuando al cabo del tiempo Cleofás anunció su
deseo de bajar a Jerusalén y su hijo Jacob se le ofreció espontáneamente a
acompañarle, no fuera que algún bandido quisiera aprovecharse de aquel viajero
solitario, al padre de Jacob ya no le cupo ninguna duda. Su hijo estaba
perdidamente enamorado de la hija de Cleofás.
Cleofás, por el contrario, no se enteraba de
nada. Aceptó el hombre encantado el ofrecimiento de Jacob. Dios sabe qué
hubiera pasado si Cleofás hubiera estado al corriente de la historia de amor
entre su hija y el hijo de Matán. El hombre era tan clásico que no le cabía en
la cabeza el matrimonio de una hija de la clase alta de Jerusalén con el hijo
de un campesino de la Galilea, por muy terrateniente que fuera el novio. Y allá
que se dejó acompañar.
En Jerusalén, entre lágrimas de impaciencia que
la tita Isabel recogía en manos muertas de risa, su hija Ana esperaba el día de
ver aparecer a su príncipe azul.
Pues que conocía a su cuñado como si lo hubiera
parido Isabel cogió a Jacob y se lo llevó para su casa. Mataba así dos pájaros
de un tiro. Zacarías tendría al Hijo de Abiud para sí solo, y de camino los dos
muchachos tendrían todo el tiempo del mundo para prometerse una vez más en
amores eternos. A su tiempo ya se enteraría su cuñado de qué iba la cosa. Según
Isabel aquello era cosa del Señor y ay ay si se le ocurría a su cuñado meterse
por medio.
Ajenos a los prejuicios de clase y a los
intereses sociales de los adultos, Jacob y Ana se escribieron versos de Sarón
entre lirios de promesas enormes como pirámides y resplandecientes como
estrellas a la luz de los ojos del hada madrina que Dios les había suscitado. Y
se despidieron con la promesa de la próxima vez venir él acompañado de su
padre, y en sus manos la dote por las vírgenes.
Regresados Cleofás y Jacob a Nazaret el muchacho
le expuso a su padre su deseo. Su padre contuvo su corazón rogándole que
esperara a que Cleofás terminara su trabajo. Entonces él en persona bajaría a
Jerusalén para pedirle su hija por yerna.
Jacob aceptó la sugerencia de su padre.
Cleofás, en efecto, acabó su trabajo, se
despidió de los nazarenos y regresó a su vida de siempre. Al poco de haberse
instalado en Jerusalén recibió una sorpresa, la visita de Matán.
“Matán, hombre, ¿qué pasa?”.
“Ya ves, Cleofás, obligaciones de padre me traen
a tu casa”.
“Tú dirás”.
El padre de Jacob le contó todo lo que había. Su
hijo quería por mujer a su hija y venía como consuegro con la dote por las
vírgenes en la mano.
Cleofás escuchó en silencio. Acabado lo que le
traía a Matán a su casa siguió sin habla. Era la típica sorpresa que se apodera
del que siempre se entera de la película el último; lo tenía alucinado. En
estos casos después de la sorpresa viene el clásico estallido de cólera.
La llama se enciende en el cerebro: ¿Su hija se
había jurado en amor a Jacob? ¿Y cuándo había sucedido eso? ¿Y cómo se había
atrevido a entregarse a un hombre sin contar con la voluntad y bendición de su
padre? Y se acaba echando por la boca el fuego.
Ana, la criatura interesada, aunque no es de
buena educación, escuchaba detrás de la puerta con el corazón en un puño. Sus
dedos se morían por hacerle al Sí de su padre un altar en el rincón más hermoso
de su alma. Su “suegro” le dedicó una mirada tan cálida al pasar que ya se daba
por casada y se sentía volar en alas de la felicidad más completa hacia el
tálamo de sus nupcias.
Mordiéndose los labios estaba la criatura cuando
su padre abrió la boca.
“¿Y eso cómo podrá ser, mi buen Matán, si mi
hija ya está prometida a otro hombre?”.
Cleofás estaba mintiendo. Una mentira inocente
para no pasar por el que apuñala al hombre al que hasta ayer le profesaba una
amistad eterna.
Dios santo, por evitarle la puñalada al amigo le
hincaba hasta el puño la daga a su propia hija. La criatura se dejó caer pared
abajo con el corazón atravesado de lado a lado. Sin fuerzas para salir
corriendo y tirarse por las murallas Ana aguantó el resto.
“Lo siento, pero la pretensión de tu hijo es un
imposible fuera del poder de mis manos”, concluyó su padre.
El abuelo Matán se quedó todo silencioso. En un
abrir y cerrar de ojos la luz se hizo en su cerebro. Por sus barbas que Cleofás
le estaba mintiendo. Para él que lo que de verdad allí se estaban cruzando
espadas era la negación de Cleofás a aceptar su palabra sobre el origen
davídico de su Casa. De haber sido verdad el compromiso con un novio
desconocido el abuelo Matán hubiera aceptado el no sin sentir cómo la adrenalina
le estaban quemando las entrañas. Pero no, el santo e inmaculado siervo de Dios
que acogiera en su casa, rindiéndole los honores como si de su Señor se
tratara, se estaba quitando la máscara. ¿Casarse su hija con un campesino, y de
la Galilea para más desgracia?
A Cleofás le hubiera valido más soltarle a la
cara lo que pensaba. La verdad era que él no se había tragado nunca el cuento
sobre el supuesto linaje davídico de Jacob. Mientras estuvo en Nazaret como no
le iba ni le venía se limitó a darle largas. Si lo era o no lo era no era de su
incumbencia. Ahora que le pedía su hija para su hijo ya no tenía por qué seguir
jugando al hipócrita.
“Es mi última palabra”, cerró Cleofás la
discusión.
“Yo te daré la mía”, se arrancó el padre de
Jacob. “Antes caso a mi hijo con una cerda que con la hija de un aventajado
hijo de los asesinos que viven de la sangre de sus hermanos al precio de la
destrucción de su pueblo”.
Señor, si ya estaba la criatura herida de
muerte, las palabras del padre de su Jacob remataron su alma.
Ana salió corriendo de su casa, y recorrió las
calles de Jerusalén dejando atrás un río de lágrimas rotas. Como pudo dio con
la casa de su tita Isabel. Entró y se echó en sus brazos dispuesta a morirse
para siempre.
Mientras Isabel intentaba cerrar las llaves de
aquél diluvio el abuelo Matán montaba en su caballo y arreaba al galope tendido
Samaria arriba. Llegado a Nazaret todavía le hervía la sangre. Su hijo Jacob se
quedó como muerto al oír sus palabras: “Antes te casas con una cerda que con la
hija de Cleofás”. Era su última palabra.
20
Nacimiento de María
¡Qué tontos son los hombres, Señor! Te buscan, y
cuando te encuentran con palabras afiladas como cuchillos se maldicen a sí
mismos porque Tú les hablas. Como quien encontró lo que estaba buscando y se
arrepiente de haberlo encontrado porque había estado esperando otra cosa, los
hombres convierten sus palabras en espadas y lanzas, se afean los rostros con
pinturas de guerra y odiando el infierno se matan entre ellos creyendo matar al
mismísimo Diablo ¡Una palanca para mover el universo!, dice uno. ¡Mi reino por
un caballo!, clama el vecino creyendo escribir en los muros del tiempo palabras
de sabiduría dorada.
¿Cuándo aprenderán a ser libres con la libertad
del que tiene por delante el infinito? Es la existencia del hombre la de la
mariposa que vuela veinticuatro horas y al llegar el ocaso del día entrega su
cuerpo al barro del que viniera a la vida, pero a diferencia de la ingrávida
criatura en esas veinticuatro horas el hombre transforma ese precioso corto día
en un infierno de monstruosidades. ¿Por qué le diste boca a la piedra? ¿A qué
darle brazos a quien su imaginación sólo le alcanza para hacer de sus frágiles
dedos armas de destrucción? ¿Qué te movió a elevar sus cerebros sobre el de las
aves que sólo piden para sus alas un trozo de cielo?
Ay el alma de Jacob. Ay cómo lloraba el hijo de
Matán de Nazaret su desgracia. Entre los mismos olivares a los que un día la
paloma de Noé le arrancó a Dios la promesa de eternidad sin vuelta, a los pies
del tronco donde moriría un día no muy lejano el hijo de Matán derramaba aquel
corazón rebosante de aquella alegría que no le cabía entre pecho y espalda.
Toda la vida soñando con ella y ahora que sus manos habían tocado la carne de
sus sueños era arrojada su costilla al fuego.
“Vanidad y más vanidad, todo es vanidad”
escribió en un muro sagrado Cohelet el sabio. ¿Huelga creer que cuando escribió
eso el hombre no debía andar muy enamorado?
Ay el corazón de Ana. ¿Lloran los ojos sangre?
¿Recorren las venas puro agua? ¿Qué misterio tan recóndito forjó Dios cuando
concibió dos personas para ser una sola? ¿Por qué no hizo al macho y a la
hembra humana acorde a la naturaleza de las bestias? Se aparean a la voz de
mando de los instintos y se separan sin pena. ¿Por qué tuvo el Señor que hacer
surgir de las brumas de los instintos la llama de la soledad asesina contra la
que nació sin protección Adán en su paraíso? Con lo fácil que le hubiera sido
al Eterno hacer al hombre a la imagen y semejanza de las máquinas… Se programa
al bicho, se le suelta libre en su zoológico sideral, se mueven los cielos en
sus constelaciones y al ritmo que marcan sus coordenadas el bicho se aparea y
se reproduce en plan plaga. ¿Por qué sustituir un programa infalible, como
vemos en el mundo natural, por un código de libertad? Llega la primavera y las
criaturas se aparean y multiplican con tranquilidad pero sin pausa. Mientras el
instinto llama a filas el ser humano se planta y le responde con una sola
palabra. Amor la llaman.
¿Y sin embargo una vez gustado el fruto de ese
código quién es el que mira para atrás? Sexo llaman al Amor los bestias, las
bestias llaman al sexo por su nombre. ¿O cuando el sexo muere el Amor no vive?
¿O sin sexo no hay Amor? Contra la opinión de tales expertos los demás sabemos
que el Amor existe con independencia del acto reproductor de las especies. Y
porque existe hiere al que lo quiere y no lo tiene. Ayer como hoy y siempre,
donde haya amor habrá dolor.
El abuelo Matán cerró sus oídos a las lamentaciones
de su hijo. No quería volver a oir el nombre de Cleofás ni en sueños. Para él
el asunto había quedado zanjado definitivamente. Ya podía su heredero buscarse
mujer entre los bárbaros si en su despecho lo quería; él no diría palabra en
contra, pero por Dios y sus profetas que antes lo desheredaba que sufrir de
nuevo una humillación tan grande.
Al contrario que Matán, una vez calmadas las
aguas, la Señora Isabel sacó la vara de su genio, se fue a por su cuñado y la
dejó caer sobre sus espaldas con estas palabras: “Necio, devorador de tu hija,
¿a qué juegas? ¿Te interpones entre Dios y sus planes invocando tu condición de
siervo? ¿Contra tu Señor te rebelas conjurándole a dejar en paz tu casa? Yo te
digo como hay cielo y hay tierra que mi niña se casará con el Hijo de Abiud de
aquí a un año contando desde esta fecha”.
Ufff, si Cleofás se creyó que había pasado la
tormenta fue porque todavía no había recibido la visita de Zacarías. Su cuñada
tronó, su cuñado soltaría sobre él rayos y truenos.
Pero no con palabras de cólera ni con palabras
de ira. Zacarías comprendió que parte de la culpa de lo sucedido era suya. Tal
como estaban las cosas ya no podía seguir manteniendo a su cuñado al margen de
la Doctrina del Alfa y la Omega. Lo sentó y se lo contó todo.
El Hijo de Resa, hijo de Zorobabel, vivía en
Belén. Era un niño, y se llamaba José.
El Hijo de Abiud, el otro hijo de Zorobabel, ya
lo conocía él, era Jacob. La esperanza que se les había metido en el alma a
todos ellos era que la Hija de Salomón nacería del matrimonio de Jacob y Ana.
Así Dios lo había dispuesto, y aunque sólo era una esperanza ellos apostaban
sus vidas a que así sería. Esos dos niños se casarían, y de ellos nacería el
Hijo de David, el hijo de Eva por el que todos los hijos de Abraham llevaban
suspirando milenios.
En cuanto a la legitimidad genealógica de Jacob,
de la que a él no le cabía ninguna duda, muy pronto tendrían la prueba.
Por razones de prudencia impuso Isabel su
decisión de ser ella la encargada de arreglar la situación. Matán se desarmaría
antes frente a una mujer que si era otro de Jerusalén quien subía a exigirle
que depusiera su actitud. También porque el viaje inesperado de uno de ellos
podría alertar sospechas en la Corte del rey Herodes, mientras que si iba ella
nadie la echaría de menos.
Y así se hizo. Isabel se presentó en Nazaret, se
dirigió directa al Cigüeñal. Al verla el padre de Jacob se quedó sin habla.
¿Qué quería ahora aquella señora?
Muy sencillo. Presentarle los respetos al Hijo
de Abiud. En nombre de toda su casa, incluyendo a su cuñado, venía a pedirle
por esposo para su sobrina Ana a su hijo Jacob. Y de camino ella había subido
desde Jerusalén a Nazaret a descubrirle al Hijo de Abiud la Doctrina del Alfa y
la Omega.
El abuelo Matán escuchó maravillado la sucesión
de los acontecimientos vividos por Zacarías y su Saga. Al término del relato el
abuelo Matán bajó la cabeza, asintió con la mirada y le pidió que lo esperara
unos momentos.
Regresó enseguida trayendo en la mano un rollo
genealógico envuelto en pieles tan antiguas como la primera mañana que extendió
sobre los océanos su alba. Isabel sintió por su espina dorsal la misma
sensación que en su día viviera Simeón el Joven. Al corriente del encuentro de
la Casa de Resa, el abuelo Matán desplegó la Lista de San Mateo sobre la mesa.
El mismo metal, el mismo sello, los mismos
caracteres, sólo cambiaban los nombres.
“Matán, hijo de Eleazar. Eleazar, hijo de Eliud.
Eliud, hijo de Aquim. Aquim, hijo de Sadoc. Sadoc, hijo de Eliacim. Eliacim,
hijo de Abiud. Abiud, hijo de Zorobabel”.
Isabel no pudo impedir que el aliento se le
cortase al filo de los labios. Aun cuando intentara mantener la calma sus ojos
bailaban de alegría sobre la línea que los hijos de Abiud habían trazado por
los siglos.
Después leyó la lista de los reyes de Judá desde
el último a Salomón.
“Y a todo esto, ¿dónde está tu Jacob?”, le soltó
Isabel al término de la lectura.
Aquella mujer era puro genio. Jacob pegó un bote
de alegría al ver a su hada madrina. El brillo en los ojos de Isabel le reveló
el cambio en el ánimo de su padre. El resto ya os lo podéis imaginar. Matán y
su hijo acompañaron a Isabel de vuelta a Jerusalén, trayendo con ellos la joya
de la Casa de los hijos de Abiud, la dote por las vírgenes y los términos del
contrato matrimonial.
Cleofás vio con sus ojos lo que nunca pidió ver
durante el tiempo que estuvo alojado en el Cigüeñal. Al igual que su cuñado
Zacarías, testigo del encuentro, Cleofás se maravilló viendo el rollo gemelo
del otro en poder del padre de José. Pero si los presentes creyeron que las
sorpresas habían acabado por ese día, se equivocaron. Los términos del contrato
matrimonial los dejaron atónitos. Eran los siguientes:
Primero: La propiedad del Hijo de Abiud, en este
caso, Jacob, era intraspasable. ¿Qué quería decir esto? En caso de muerte de
Jacob su herencia pasaría directamente a su primogénito, fuera macho o hembra
el primer fruto de la pareja.
Segundo: Dado el caso de viudedad, la viuda
nunca podría vender ni parcial ni en su totalidad la propiedad del heredero de
Jacob. La dicha heredad, el Cigüeñal y todas sus tierras, le sería reservada a
su heredero hasta que cumpliese su mayoría de edad. ¿Qué quería decir esto? Que
la casa de la viuda no tendría ningún derecho sobre la herencia de Jacob.
Tercero: En caso de volverse a casar la viuda de
Jacob los hijos de este nuevo matrimonio no tendrían parte en la heredad del
difunto.
Cuarto: En caso de no tener descendencia la
pareja, la heredad de Jacob pasaría directamente a los hijos de Matán. La viuda
de Jacob viviría en la casa de su difunto hasta su muerte sin embargo.
Quinto: En caso de ser hembra el heredero de
Jacob ésta heredaría el legado mesiánico de su padre, que a su vez legaría a su
heredero. Si se daba el caso, como había venido sucediendo en ocasiones
anteriores, que a una hembra le sucedía otra, la sucesión mesiánica pasaría de
Jacob al próximo heredero varón que viniera al caso. Digamos que si a Jacob le
sucedía una hembra sólo a ésta y no a su viuda le correspondería entregar su
herencia a su elegido. Cualquier traspaso de la herencia de Jacob a una casa
unida a sus descendientes por lazos matrimoniales no tendría en este caso
validez. La herencia pasaría de madre a hija hasta que se pusiese al frente de
la Casa de Abiud un varón, cuyo nombre sería el que figuraría tras el de Jacob.
De esta forma fue cómo José pasó a seguir a
Jacob, reuniendo en su mano la jefatura de ambas Casas, la de su padre y la de
su difunto suegro. Herencia unificada que legaría a su primogénito, el Hijo de
María.
Los términos de este contrato levantaron entre
los presentes una sonrisa de admiración. En naturaleza sucesoria tan atípica
dentro de las tradiciones patriarcales judías tenía su explicación la ausencia
de generaciones en la Lista de la Casa de Abiud. Gracias a esta fórmula tan sui
géneris la Casa de Abiud había mantenido la propiedad en su extensión original
y seguía asegurándose que así fuera.
Firmado el contrato por los consuegros al año se
celebró la boda, y al término de los tiempos naturales el matrimonio trajo al
mundo una niña.
En memoria de su madre Jacob la llamó María.
“¿No te dije, hombre de Dios, que vi a la Hija
de Salomón en las entrañas de mi niña?”, envuelta en una felicidad divina le
dijo Isabel a su marido.
21
Vida de la Sagrada Familia
Una vez hallados los portadores de los rollos
mesiánicos, después del nacimiento de la Virgen, Zacarías reunió en su casa a
Helí, padre de José, y a Jacob, padre de María. Lo que tenían que decirse los
dos hombres era mucho. El descubrimiento del Alfa y la Omega había
revolucionado sus vidas y el futuro de sus hijos ¡de qué manera! Zacarías,
emocionado, dejó correr su alma.
¡Qué increíble es la Sabiduría! Creen los
fuertes tener estrangulados a los débiles bajo el peso de sus almas insensibles
y violentas, ya los pequeños se abandonan al destino que los grandes quieren
escribir en sus espaldas con el látigo de sus maldades perversas. Los sueños de
libertad dejan de planear sobre el horizonte cediéndole el paso a las
tinieblas, las ilusiones yacen ya rotas a los pies de sus ejércitos. Pero de
pronto la Sabiduría se da la vuelta. Ya está cansada de ser perseguida, de no
ser alcanzada nunca. Se vuelve la hija del viento, fija sus ojos en los atletas
del pensamiento, uno le implora ser él, otro le promete amor eterno. Ella no
abre la boca, la Sabiduría ha elegido a su campeón, avanza hacia él, le da la
mano, lo levanta del polvo, le guiña el ojo y ella misma le da la corona de la
vida. Atónitos, enloquecidos, escandalizados por su elección, porque puso sus
ojos en el último entre ellos, porque le dio sus favores a quien no era nada,
los despreciados del destino se conjuran entonces con las tinieblas para
destruir a la Eterna. Ella, la Esposa del Omnipotente, se ríe; su Esposo
levantó las galaxias con un solo movimiento de sus manos; le bastó abrir los
labios una vez sola para que temblara el Infierno. Ella es la niña de sus ojos,
¿qué podrá temer de los planes de los genios?
Allí estaban sus hombres. Los dos ríos que Ella
ocultara bajo tierra y todos dieran por desaparecidos habían aflorado y,
misterio para el asombro y la entonación de nuevos salmos, lo habían hecho por
la misma boca de tierra.
Helí y Jacob se presentaron sus hijos. La Hija
de Salomón y el Hijo de Natán estaban vivos. La Virgen en su cuna, José
mirándola de pie entre los hombres.
Habló entonces Simeón el Joven palabras de
Sabiduría: La ignorancia, amigos, tiene al género humano encadenado al poste
del can nacido para vigilar la puerta de su amo- dijo-. Creó Dios al Hombre
para gustar las mieles de la libertad de un Sansón inmune a los hechizos de
Dalila. El Diablo pérfido se olvidó de su condición divina, envidió la humana,
y habiendo acabado poseyendo la de las bestias aúlla alucinado a las estrellas
del Infierno que adora por Paraíso. Cobarde, con la cobardía del que funda su
grandeza sobre el cadáver de un ejército de niños, la Serpiente ha enloquecido
creyendo poder seguirle al águila la pista que su estela escribe en las
alturas. No temáis, amigos, Él está con nosotros. El Águila Sagrada otea desde
el risco invisible cada movimiento del Dragón; ya respira, ya el fuego
tenebroso sale de sus hocicos, los músculos del Gran Espíritu se tensan como
arcos prestos para la batalla; si avanza un pie, el Guerrero salta de su sueño
pacífico en la tienda del Sabio y echa mano de su flecha, rápida como el rayo,
fuerte como el trueno. Lo que aquí estamos viviendo es el alba de un nuevo Día
que ya desparrama su aurora sobre los ojos inmaculados de la inocencia de
vuestros hijos.
Que en sus cuevas planeen los enemigos del Reino
de Dios sus planes de destrucción, que se escondan en los laberintos de los
hipogeos del Poder los enemigos del Hombre, nosotros no tememos nada, Dios está
con nosotros. Tiene el arco tenso, lleva la espada afilada, su escudo nos
protege. ¿Si es más grande el Diablo que nuestro Salvador por qué huyó a
esconderse después de matar a Adán? ¿Huye el león de la gacela? ¿Se arrodilla
el vencedor ante el trono del vencido? Que tiene hambre el Diablo, que se coma
las piedras; que tiene sed, que se beba toda la arena del desierto. Vuestros
hijos están lejos de sus garras.
Fue un juramento emocionante. Se oyeron palabras
para no ser olvidadas nunca. Helí y Jacob juraron casar a sus hijos cuando
llegase el día de hacerlo. El Todopoderoso hundiera sus almas en los abismos
donde los demonios tienen sus moradas si faltaban a su palabra -hicieron voto.
Luego regresaron cada uno a sus vidas diarias.
Helí le dio hermanos y hermanas a su hijo José. Jacob tuvo de su señora a las
hermanas de María; después el varón por el que tanto suspiraron.
José estaba hecho ya un hombre y María una
mujer, ambos a las puertas de la firma del contrato matrimonial más secreto e
importante en la historia del mundo, cuando la noticia de la muerte de Jacob dejó
boquiabiertos a todos los que vivían para ver ese día. De no haber hecho María
aquél Voto suyo la boda se hubiera adelantado. El Voto de María, como dije, a
quien más le afectaba era al propio José. Por un momento pareció venirse abajo
el edificio de las esperanzas de todos ellos, cuando José escribió en la
historia de la eternidad aquellas palabras suyas, que en su día repetiría su
mujer al ángel de la Anunciación: “Hágase la voluntad de Dios; he aquí su
esclavo, mil años han esperado nuestros padres, bien puedo yo esperar unos
cuantos”.
Fueron los años que fueron, no fueron más ni
fueron menos. Cuando llegó su hora José dispuso las cosas y partió hacia
Nazaret. Le arrendó a la Viuda un terreno donde montar su carpintería y esperó
a que Cleofás se casara para casarse él con María.
Tras el nacimiento de José, el segundo de los
hijos de Cleofás, José pagó la dote por las vírgenes. Al año se celebró la
boda.
Y se celebró la boda a pesar de la sombra de
adulterio que pesó sobre la inocencia de la Virgen.
Tal cual le dijo su suegra, el ángel de Dios
sacó a José de su duda. Disipada la sombra del adulterio José se montó en su
caballo y voló a la Judea a recoger a la Madre del Niño. El acontecimiento de
la Anunciación de Juan le había sido descubierto por el mensajero que Zacarías
le enviara. Lo que José no se esperaba era encontrarse con un Zacarías y una
Isabel hechos unos mozos llenos de vida. Pero después de lo que le había pasado
a él ya nada le sorprendía. O al menos eso se creía. Porque al recuperar el
habla Zacarías sus primeras palabras fueron para descubrirle los pensamientos
que desde la llegada de la Virgen le habían crecido en el alma sobre el Hijo de
María.
“Hijo mío, Dios nuestro Señor nos ha maravillado
con un prodigio de naturaleza infinita. Desde antiguo sabíamos que Dios es
Padre, según podemos leer en su Libro. Al formarnos a su imagen y semejanza nos
dio a gustar las mieles de la paternidad; y descubriéndonos ser Padre de muchos
hijos nos abrió los ojos a la existencia de uno entre ellos nacido para ser su
Primogénito. Lo que nunca reveló abiertamente en su Libro es que ese mismo
Primogénito fuera su Unigénito. O no quisimos verlo en sus palabras cuando su
profeta dijo: Lloraréis como se llora por el primogénito, haréis duelo como se
hace duelo por el unigénito.
Hijo mío, Ese es el Hijo que lleva tu Esposa en
sus entrañas. En tus manos, José, ha puesto tu Señor su Niño. Su vida está en
tus manos; si su vida ya corre peligro por ser quien es: el hijo de Eva que nos
había de nacer ¿cuál será la responsabilidad del hombre a quien el Padre le ha
entregado la custodia de su Unigénito? No bajes nunca la guardia, José.
Defiéndelo con tu vida; rodea a su Madre con tu brazo y pon tu cadáver entre
Ella y los que han de buscarla para matar a su Hijo. Recuerda que ha de nacer
en Belén porque así está escrito. Y precisamente porque está escrito allí será
el primer sitio adonde dirija el diablo su brazo asesino”.
José escuchó las palabras de Zacarías, hijo de
profeta y padre de profeta, sin poder creerse que Dios fuera a permitirle a
hombre alguno, se llamase Herodes o César, tocarle siquiera un cabello de la
cabeza al Hijo de María.
Así que regresó a Nazaret, celebró la boda con
una María ya en avanzado estado de gestación y se dispuso a bajar a Belén cuando
el Edicto de Empadronamiento del César Octavio Augusto levantó en la nación un
clamor espontáneo de insurrección.
Sólo en una ocasión las tribus de Israel se
sometieron a un censo. En la mente de todos estaba el precio que el pueblo pagó
por el censo del rey David. ¿Qué castigo les enviaría si por miedo al César
desobedecían la prohibición de dejarse contar como se cuenta el ganado?
Judas el Galileo y sus hombres prefirieron morir
como los valientes luchando contra el César a vivir como los cobardes delante
de Dios.
La insurrección estalló en la Galilea. Judas
cortó los caminos, imposibilitándole a José bajar a Belén para que se
cumpliesen las Escrituras.
“¿Qué cuánto tiempo durará esta insurrección?
Obviamente el tiempo que el amo de Herodes lo quiera” le respondió José a su
cuñado Cleofás. “¿No crees que Herodes el Chico sea capaz de acabar con Judas y
sus hombres en lo que dura el relincho de la famosa caballería de su padre? Los
Herodes deben estar en estos momentos comiéndose las uñas. De depender de ellos
ya hubieran acabado con esta guerra santa. Pero creo que el César no lo quiere,
y el César es el que manda. El romano ha decretado que el Censo empiece en el
reino de los judíos porque sabe que pasaría lo que está pasando. El
aplastamiento sin piedad de Judas y sus hombres le servirá de propaganda contra
cualquier otra posible insurrección; es así cómo el romano previene la
enfermedad”.
José no se equivocó. Los Herodes obedecieron la
orden del amo romano. Dejaron crecer la insurrección galilea. Cuando la víctima
estuvo gorda para el matadero sacaron sus ejércitos. Mataron a todos los que
pudieron de la banda del Galileo, y con los cuerpos de los supervivientes
sembraron de cruces todos los caminos que conducían a Jerusalén.
Bajo aquella muchedumbre de cruces pasaron José
y María en dirección a Belén. ¿A quién le extraña que del dolor la Virgen se
echara a dar a luz apenas llegada a la casa de su esposo?
En este capítulo la verdad más que de los hechos
depende de la fe de cada parte del tribunal de la historia. Si le damos nuestra
confianza al historiador Flavio Josefo, traidor a su patria, salvador de su
pueblo al lograr con sus Historias que los Césares aprendieran a distinguir
entre judíos y cristianos, incluso al precio de convertir a sus descendientes
en una nación en guerra perpetua contra la Verdad, en este caso la insurrección
de la que hablan los Apóstoles nació en la imaginación de los autores del Nuevo
Testamento.
Los principios de la Psicohistoria, sin embargo,
se alzan contra la desvirtuación que Flavio Josefo ejecutó al imponer entre
judíos y cristianos el muro de acero que los mantendría separados veinte
siglos, ejecución que exigía de su persona negar la existencia del propio
Cristo, convirtiéndose, al hacerlo, en el Anticristo de las palabras de San
Juan.
22
El nacimiento de Jesús
La insurrección aplastada, Jerusalén cercada por
un ejército de cruces, bajo semejante mar pasaron un José y una María que se
encontraba ya en un avanzadísimo estado de gestación.
Al llegar José y María a Belén la aldea estaba
de bote en bote. Sorprendidos los hermanos de José, porque ninguno se imaginó
que José bajase antes de dar su mujer a luz, improvisaron un lecho en el
pesebre para que María diese a luz.
De nuevo los elementos de la Psicohistoria nos
piden paso. Quiero decir, Herodes el Chico no hubiera ordenado la Matanza de
los Santos Inocentes de haber estado presentes en Belén los romanos. Los
romanos, de los cuales dependía su coronación en última instancia, jamás
hubieran permitido semejante crimen. En cuanto se fueron puso Herodes el Chico
manos a la obra. Pero ya era demasiado tarde. José, María y el Niño se habían
ido.
Este conjunto de elementos psicohistóricos nos
abre los ojos a la Batalla entre el Cielo y el Infierno de la que nos habla San
Juan en su Apocalipsis. La Muerte, ya que no había podido evitar que se
cumplieran las Escrituras ni que se produjera el Nacimiento, tenía que ponerle
la mano encima al Niño. Pero la Vida, confiada en sus fuerzas, se movía en el
tablero de la Tierra con la seguridad del que conoce la estrategia y las
capacidades de su enemigo y siempre va un paso por delante. Cuando Herodes el
Chico fue a echarle la mano al Niño sus padres ya se habían ido. A Jerusalén
desde luego no. Aunque hubieran podido refugiarse en la casa de la abuela de
María.
Y digo que en Jerusalén no porque, de haberse
quedado en Jerusalén, las palabras de Simeón el Joven al saludar a la Madre y
al Niño en el Templo no tendrían sentido. Pero si vio al Niño por primera vez,
sí.
En esto como en lo demás el lector deberá juzgar
por sí mismo a quien darle credibilidad, si a un traidor a su patria, reciclado
en una especie de salvador de los mismos a los que vendió, o a unos hombres que
por amor a la verdad llevaron ese amor a sus últimas consecuencias. Lo digo
porque a raíz de esta nueva recreación de los hechos saltarán quienes digan que
esta forma de recomponer los tiempos no pertenece a la propia sucesión de los
acontecimientos vividos.
Entonces, nacido el Niño, la Madre ya en pie, José
registró a su hijo. No sabemos cuál era la intención original de José. Si fue
la de quedarse en Belén su plan cambió tras la conversación secreta que tuvo
con los Magos.
Como ya habéis deducido los Magos no eran reyes.
Los Magos eran los portadores del Diezmo de la Gran Sinagoga de Oriente y como
tales debían tener parada en el Templo.
Lo que nunca los Magos se imaginaron mientras
vinieron alegres era que los últimos kilómetros del camino lo harían bajo un
mar de cruces. Gracias a Dios la violencia del momento tenía ocupado al hijo de
Herodes y se dirigieron a Belén a poner a José en guardia.
José registró a su hijo y regresó a Nazaret. A
los días estipulados por la Ley bajó al Templo en la creencia de haber pasado
el peligro. Entró en el Templo acompañando a su mujer cuando le salió al paso
Simeón el Joven.
“¿Qué haces aquí aún, hombre de Dios?”; le dijo.
“¿Nadie te ha dicho lo que ha pasado?”.
Se lo llevó aparte y lo puso al corriente.
“Zacarías ha ocultado tu pista regando tus
huellas con su sangre. Al poco de irse los romanos los Herodes enviaron a sus
asesinos a tu ciudad. Tus hermanos lloran la muerte de sus niños de pecho. Pero
aquí no acaba todo. El horror de la noticia llegó a Zacarías. Cogió a Isabel y
a Juan y los escondió en las cuevas del desierto, donde estarán a salvo de todo
peligro. Luego vino al Templo. José, lo rodearon como una jauría de perros,
amenazándolo con matarlo si no les descubría todo lo que sabía. No pudiendo
soportar su silencio lo mataron a puñetazos y patadas en las mismas puertas del
Templo. José, coge al Niño y a su Madre y vete al Egipto. No vuelvas hasta que
mueran estos asesinos”.
José no le dijo palabra a María. Para evitarle
que se enterara por los suyos de las noticias se la llevó de Jerusalén sin
darle explicaciones de ningún tipo.
“¿Cómo has podido vivir toda esta vida llevando
tú solo esta carga, esposo mío?”, lloró Ella cuando él se lo contó en el lecho
de muerte.
A su regreso del Egipto vivía aún la abuela del
Niño. Creo haber dicho que los emigrantes volvieron lo que podríamos llamar
prósperos y felices. La situación económica de la Heredad de María era
igualmente buena. Las sequías que antaño asolaron los campos fueron seguidas
por tiempos de lluvias abundantes. Juana, la virgen hermana de María, dirigió
las tierras de su hermana sin envidiarle nada a un hombre. Quienes creyeron que
muerto Jacob su casa se hundiría tuvieron que reconocer que se habían
equivocado. Aquella muchacha entregada a su familia desde su juventud no perdió
comba ni se dejó engañar. Aunque liberada de su voto por la boda de Cleofás,
Juana no se casó.
De golpe volver a empezar de cero el negocio de
la carpintería no parecía empresa fácil. Cleofás no era de esta opinión. La
situación que José tuvo que vencer el día que hizo su entrada en Nazaret fue
una y ésta nueva era otra muy distinta. José era entonces un perfecto
desconocido. Ahora contaban para empezar a abrirse camino con una clientela
familiar rociada por toda la Galilea.
Entre estas conexiones encontraría Jesús a sus
futuros discípulos. Pero regresemos al Hijo de María, su heredero, y jefe
espiritual de los clanes que como ramas del mismo tronco estaban extendidos por
los alrededores.
La muerte de José implicó a Jesús en el
juramento que el difunto le hiciera a Cleofás. Ya hemos visto que el Niño vivió
en su ser la experiencia del que vuelve a nacer del Espíritu a raíz del
episodio que protagonizara en el Templo. El Simeón que le salió al paso al Hijo
de David en el Templo era el Simeón el Joven que hemos visto decirle a José:
“Vete, hombre de Dios, que te lo matan”.
Durante los años siguientes a la muerte de José,
Jesús dejó la carpintería en las manos de su primo Santiago y relevó a su tita
Juana en la dirección de la propiedad de su Madre. Durante su mandato los
campos rindieron al ciento por ciento; la fama de los vinos de los viñedos de
Jacob se extendió por toda la comarca. Inteligente como él solo, Jesús se
reveló como un hombre de negocios con quien hacer tratos era garantía de éxito.
Compraba y vendía cosechas de aceitunas sin perder jamás una dracma.
Apoyado en las relaciones familiares y en el
capital del jefe del Clan: la Carpintería de Nazaret experimentó igualmente un
auge muy positivo.
Muertos los Herodes, Jesús entró en posesión de
la heredad de su padre en la Judea.
Creo haber dicho antes que en Jerusalén Jesús de
Nazaret fue conocido como se conoce un misterio. Los hermanos de su padre
tomaron su soltería invocando el proverbio: De tal palo tal astilla.
Físicamente Jesús era la imagen de aquel José alto y fuerte, hombre de una sola
palabra, poco hablador, prudente en sus juicios, hogareño, siempre pendiente de
las necesidades de los suyos.
El caso es que al casar a todos sus primos y
dejar los negocios rodando por sí solos aquel Jesús, adorado por los suyos, los
sorprendió a todos con “sus desapariciones”.
23
El Misterio de las desapariciones de
Jesús
Nadie sabía adónde se iba Jesús ni qué hacía
cuando desaparecía de aquella manera. Sencillamente desaparecía. Desaparecía
sin avisar, sin dar explicaciones. Sus desapariciones podían ser de días, de
semanas incluso. Si sus primos Santiago y José preguntaban por ahí, a ver si
alguien había visto a su Jesús, todos ponían la cara del que no sabe nada de
nada.
¿Dónde se metía Jesús?
Bueno, esto no era fácil de decir. Pero donde
quiera se metiera regresaba de donde hubiese estado como si tal cosa. Luego
regresaba todo pancho, les soltaba una excusa cualquiera a todos los que con
aquella preocupación tan natural le demostraban cuánto le querían, “he tenido que
atender un negocio urgente”, por ejemplo, y corto y cambio, tema cerrado.
Insistir más no merecía la pena; al final Jesús se echaba a reír y los tontos
parecían ellos.
“¿A qué vienen esas preocupaciones, Santiago,
hermano? ¿A ti te falta de algo? ¿Tus hijos están malos? Tienes salud, dinero y
amor, ¿qué más puede querer un hombre?”. ¿No lo dije? Era imposible enfadarse
con Él. No sólo tenía toda la razón del mundo, si encima te lo decía con
aquella sonrisa en los ojos al final el tonto parecías tú por preocuparte sin
motivos.
Las únicas que parecían ni sorprenderse ni
escandalizarse por sus desapariciones eran las Mujeres de la Casa. Para mayor
sorpresa de Santiago y sus hermanos, las Mujeres no querían ni oír hablar de
reproches. ¿Qué misterio era el Suyo para tenerlas encantadas de aquella
manera?
¿Misterio? ¿Por qué tenía encantada a su Madre,
a su tita Juana y a su tita María?
Sí que había misterio. Uno muy grande.
Resulta que cuando Él se iba se producía en la
casa un milagro. Los sacos de harina no se agotaban nunca; aunque sacasen la
harina a palas. Las tinajas de aceite jamás se vaciaban, por muchos litros que
regalaran el aceite jamás bajaba su nivel en las tinajas. Y si alguna de ellas
se ponía enferma las tres Mujeres de la Casa sabían que Él regresaba porque
enseguida se ponían buenas. Y como estas cosas todas las demás. Así que ¿cómo
no iba a tenerlas encantadas? Eso sí, a la hora de responderles a ellas o a sus
primos de dónde venía o qué había estado haciendo Jesús se limitaba a mirarlas
y les daba por toda respuesta un beso cubierto de sonrisas.
¿Adónde iba? ¿De dónde venía? ¿Qué hacía? Creo
que fue el décimo tercer apóstol quien dijo que Jesús se iba a implorarle a su
Dios con potentes lágrimas misericordia para todos nosotros.
El origen de esas lágrimas no nos debe resultar
un río extraño conociendo la fuente de la que manaron. Era el Hijo de Dios, de
la misma naturaleza que su Padre, quien miraba cara a cara el futuro de la obra
que iba a realizar, y viendo el Destino hacia el que conducía a sus Discípulos
el corazón entero se le partía.
¿Cómo no buscar en su Padre una alternativa
viable distinta que alejase de los suyos el destino hacia el que con su Cruz
los arrastraba?
Y lo que es más trágico, cuando su sangre lo
arrastraba a la fragilidad de la existencia humana y se preguntaba cómo podía
estar seguro de que lo que iba a hacer era la voluntad de Dios, en ese momento
el peso de ese Destino lo aplastaba, se le clavaba en el pecho y le arrancaba
lágrimas de sangre viva. ¿Cómo podía estar seguro de que lo que iba a hacer era
lo correcto? ¿Por qué la Cruz de Cristo y no la Corona de David?
La tensión, la presión, la naturaleza humana en
su desnudez golpeándole el cerebro y el alma con la visión de los cientos de
miles de cristianos a los que Él conduciría al martirio. Un Destino que podría
ahorrarles con sólo aceptar la Corona que el pueblo en masa le ofrecería. ¿Qué
hacer? ¿Cómo saber? ¿Y con qué medios resistirse al consuelo que le ofrecía su
Padre? Porque después del Día de Yavé vendría el Día de Cristo, un Día de
libertad y gloria: el Rey en su Trono de Poder dirigiendo los ejércitos de su
Padre hacia la victoria.
Durante aquéllos días, antes de empezar su
Misión, Jesús fue eligiendo en la Galilea a los que serían sus futuros Apóstoles.
Las conexiones que le unían a sus futuros Discípulos provenían del nudo
sanguíneo que el hijo mayor de Zorobabel comenzó a atar cuando fundó Nazaret.
A diferencia de la atmósfera en la que se
multiplicaron los hombres de Zorobabel que permanecieron en la Judea, las
gentes de la Galilea acogieron pacífica y amistosamente a los hombres de Abiud.
Los vecinos de la Judea se escandalizaron al descubrir las intenciones de
Zorobabel y sus hombres; se rebelaron contra la idea de la reconstrucción de
Jerusalén e intentaron por todos los medios obligarles a abandonar el proyecto.
Dice la Biblia que ellos no lo consiguieron. A
cambio de los por entonces habitantes de Tierra Santa sí obtuvieron una
política de enemistad perpetua. Política que derivó en el enclaustramiento y
aislamiento de los judíos del Sur del resto del mundo. Circunstancia que,
andando el tiempo, transformaría al judío sureño en aquel pueblo aborrecedor de
los Gentiles, a los que despreciaban y trataban en privado como si estuviesen
hablando de puras bestias.
“Antes comer con un cerdo que comer con un
Griego”, decía un rabino.
“Antes casarse con una cerda que con una
Griega”, apuntillaba su colega.
Este odio hacia el griego y hacia los gentiles
en general, aquel desprecio del pueblo que llegó a creerse la Raza Superior,
fue un odio hasta cierto punto natural. Hacia el griego tras las persecuciones
de Antíoco IV Epífanes. Hacia el egipcio porque un día el Faraón…Hacia los
sirios porque en otro tiempo…Hacia los romanos porque los tenían encima…La
cuestión era convertir el odio en una especie de identidad nacional, sacar de
él las fuerzas para seguir creyéndose la Raza Superior, la llamada a someter y
ser servida por el resto de la Humanidad.
Los habitantes de la Judea esperaban al Mesías
para convertirse en el Nuevo Imperio Mundial. Su relación con las leyes no
patrias, impuestas por el imperio, que regulaban la vida entre judíos y
griegos, entre griegos y romanos, entre romanos e íberos, eran un camino en la
jungla lleno de peligros mortales a través de los cuales el Judío debía
mantenerse despierto y tener siempre en el Odio y el Desprecio contra las demás
razas la fuerza vital que le ayudara a superar las circunstancias hasta la
Venida del Mesías.
Al contrario que sus hermanos del Sur, los del
Norte se integraron perfectamente en la sociedad gentil. Trabajaron con ellos,
comerciaron con ellos, se vistieron como ellos, aprendieron su lengua,
respetaron sus costumbres, sus tradiciones y sus dioses.
En comparación a sus hermanos del Sur los judíos
de la Galilea habían evolucionado en la dirección opuesta. Mientras que el
sureño invocaba al odio como muro protector de su identidad, el norteño
invocaba al respeto entre todos los hombres como garante de la preservación de
la paz.
Cuando por tanto llegó Jesús las diferencias
mentales y morales entre judíos galileos y judíos sureños eran tan enormes como
las existentes por entonces entre un bárbaro y un hombre civilizado. El galileo
seguía esperando la Venida del Mesías, el Cristo que hermanaría a todos los
pueblos del mundo; el judío de Jerusalén también esperaba el Nacimiento, pero
no el de un Salvador, sino el de un conquistador belicoso e invencible que les
pondría a sus pies, de rodillas, a todas las demás naciones del mundo.
Difícilmente Jesús hubiera encontrado entre estos judíos del Sur un solo hombre
que le siguiera a cantarle al Amor y a la Fraternidad Universal el poema más
maravilloso jamás escrito, el Evangelio.
Dadas tales circunstancias no fue una casualidad
que todos sus Discípulos se hallaran presentes en las bodas de Canaán.
Cuando el Hijo de Zorobabel y heredero de la
corona de Salomón se instaló en Nazaret sus hombres y sus hijos se unieron
entre ellos y fueron esparciendo su semilla por toda la comarca. Trabajadores
respetuosos con sus vecinos, amantes de las leyes de la civilización de todos,
la religión un asunto privado sometida a la ley de la libertad de culto, los
hombres de Abiud y sus hijos se extendieron por toda la Galilea, manteniendo el
matrimonio endogámico como base de su identidad nacional. En lo demás el Judío
Galileo no se diferenciaba en nada de sus vecinos. Vestía como ellos, hablaba
como ellos.
En semejante ambiente el éxito del negocio del
Taller de Confección de la Virgen de Nazaret basó su fortuna en la corriente
nacionalista que se despertó en la Galilea a raíz de la reconstrucción de las
sinagogas. Era en esos momentos únicos, claves de la vida, el matrimonio, por
ejemplo, cuando el orgullo nacional afloraba y gustaba mostrarse con un traje
típico, popular. El arte de la confección del traje nacional en manos de las
hijas de Aarón, que lo habían convertido en un monopolio con sede en Jerusalén,
la apertura del negocio por la Virgen, discípula de una maestra en el secreto
mejor guardado de la casta femenina sacerdotal, la confección de mantos sin
costura su exponente más supremo, fue un acierto que atrajo a Nazaret a los
novios de la comarca.
Independientemente de la prosperidad que le
trajo a la casa de la Virgen y a la propia Nazaret, el éxito del taller de la
Virgen roturó el campo de la comarca y lo preparó para encontrar en él sus
hermanas un terreno donde crecer y multiplicarse. Se casaron en la Galilea y
tuvieron sus hijos y sus hijas. A los lazos preexistentes al nacimiento de la
Virgen le sumamos entonces los que sus hermanas y los hijos e hijas de su
hermano Cleofás crearon, y las dimensiones del cuadro en el que se movió su
Hijo adquieren sus verdaderas dimensiones.
O lo que es igual, los discípulos de Jesús
estuvieron presentes en la famosa boda de Canaán sencillamente porque estaban
unidos a los novios por lazos de sangre. ¿O acaso creéis que la suegra de Pedro
se curó sin fe?
A todo lo largo y ancho de los Evangelios vemos
que la única condición que Jesús pedía para recibir la gracia de su Poder era
la fe. Al curar a la suegra de Pedro ésta no había visto aún al Unigénito de
Dios. Que sin ver tuviera la fe nos abre los ojos a la conexión entre la suegra
de Pedro y la Virgen, gracias a la cual la fe de aquella mujer en el Hijo de
María era absoluta. Y a nosotros nos ayuda a abrir la puerta de su casa y ver a
Pedro, por su matrimonio con la hija de su suegra, emparentado directamente con
la Virgen.
Después del milagro de la transformación de agua
en vino lo único que necesitaba ver Pedro era la unción del hijo de David por
el profeta.
Cuando uno lee el Evangelio la primera sorpresa
salta viendo a Pedro y sus colegas abandonándolo todo a la voz de: “Seguidme”.
Como si fuesen robots o autómatas sin voluntad aquellos hombres dejaron sus
familias y le siguieron sin preguntar siquiera adónde. Es la primera impresión.
Lógicamente simple apariencia. Aquellos hombres conocían perfectamente al Hijo
de María. Sabían de qué naturaleza era su jefatura espiritual sobre todos los
clanes davídicos de la Galilea. Pedro y sus colegas no eran autómatas sin
voluntad obedeciendo la orden de su creador al ritmo de las pulsaciones de sus
dedos sobre un teclado informático. Para nada. Inútil decir que, en más de una
ocasión, unidos por lazos de sangre a la Casa de su Madre, hablaron con su Hijo
sobre el Reino del Mesías. También apuntillar que el Primer Milagro en público,
del que ellos fueron testigos, transformó la concepción que se habían hecho
sobre la Naturaleza de la Misión Mesiánica por la que estaban dispuestos a dejarlo
todo en el momento que Jesús lo quisiera. Aclarado esto, seguimos.
Ya habéis visto quién era aquel Juan y qué
sentimiento vivía en la raíz de aquellas sentencias patibularias contra los
judíos. Su madre vivió para criarlo y contarle toda la verdad sobre su padre,
por qué murió y a quién él precedería. Al morir Isabel, Juan se retiró al
desierto y vivió su vida sobrenatural a la espera del cumplimiento de la misión
para la que había nacido. El bautismo de Jesús por Juan confirmó a los
Discípulos en lo que ya sabían: El Hijo de María era el Mesías.
Se fueron tras Él a la conquista del reino
universal. Nunca imaginaron que la espada con la que Jesús conquistaría el
trono de David estuviera en su boca.
Jesús les anunció muchas veces cuál sería su
fin. ¿Pero a ellos cómo podía caberles en la cabeza que el Hijo de Dios fuera a
morir crucificado?
Testigos de obras prodigiosas, sobrenaturales,
extraordinarias, divinas en todas sus proporciones ¿cómo podía caberles en la
cabeza que sus hermanos en Abraham fueran a cometer semejante crimen contra el
Padre de aquel Hijo?
Pasó lo que tenía que pasar. Increíblemente
Jesús cerró su boca como quien vuelve la espada a la funda y se abandona
inexplicablemente ante el enemigo que viene a matarlo. Todo lo que hubiera tenido
que hacer era abrir sus labios. Si sólo hubiera dicho: “De rodillas” la turba
que salió a buscarlo se hubiera quedado clavada en el suelo como estatuas de
sal. Pero no, no pronunció palabra. Sencillamente se dejó encadenar.
A ellos, los Once, a ellos sólo les dejó la
alternativa de los cobardes.
Pues todos corrieron a esconderse. Todos menos
el que salió corriendo desnudo. Él fue quien le llevó la noticia a la Madre:
Acababan de coger a su Hijo, se lo llevaban para juzgarlo.
El romano le había pedido la cabeza de aquel
Mesías al Sanedrín. Acobardado por las legiones de Pilatos el Sanedrín se lo
había entregado.
Este asunto de la culpabilidad absoluta que el
futuro hizo caer sobre aquella generación judía, exculpando a los romanos de su
participación directa en la Pasión de Cristo, se resuelve en las entrañas de
las palabras del sumo sacerdote al Tribunal que le entregó a Pilatos el Mesías:
“Conviene que un hombre muera por el pueblo”.
“Conviene” significaba que o se lo entregaban a
Pilatos o éste decretaría el estado de sitio y sacaría a las legiones a
cazarlo. Si le entregaban a Jesús de Nazaret el pueblo se mantendría quieto al
ser cogido por sorpresa, pero si Pilatos sacaba sus legiones al mismo al que
ahora abandonaban a su suerte, después, por amor a la patria, lo defenderían a
muerte. ¿Y dónde estaba el loco capaz de creer en la victoria de una rebelión
popular contra el César?
La suerte de Jesús de Nazaret estaba echada. Era
Él o la Nación. Que por su cobardía el futuro los culpara de haberle entregado,
haciendo recaer sobre ellos toda la responsabilidad de su muerte, pues bueno.
¿Qué otra cosa podían hacer? El listo de Pilatos se lavaría las manos, ¿Y qué?
¿No convenía que muriera un hombre a que todo el pueblo fuera masacrado por las
legiones?
El problema de los Discípulos fue creer que su
pueblo no jugaría el papel del cobarde y se levantaría en armas antes que entregarles
el Mesías a los romanos. Para Ellos la cosa era clara, ¿cómo podría vencer el
Imperio a un ejército liderado por el Rey del Universo? ¿No habían sido cientos
y cientos de hombres, mujeres y niños quienes en sus carnes habían vivido su
Gloria? ¿Entre las masas no eran ésos agraciados testimonio vivo de la Misión
Divina de Jesús de Nazaret? Es verdad que muchas veces esas muchedumbres le
habían aclamado rey y en el mismo número de ocasiones Él les había dado la
espalda. ¿Ilógico? ¿Renuncia al Trono que por Herencia le pertenecía?
Sí y no.
Hombre, a lo largo y ancho de toda la historia
de Israel había quedado demostrado que la Unción del rey no le correspondía al
pueblo sino a los profetas de Dios. Desde esta experiencia era natural que
Jesús rehusase una coronación establecida contra derecho histórico.
La Edad de los Profetas ida la Unción,
canónicamente hablando, le correspondía al Templo. Había de llegar pues el
momento en que esas mismas muchedumbres le siguieran a Jerusalén y le pidieran
al Sanedrín el reconocimiento divino que por sus obras se había ganado Jesús de
Nazaret.
Entonces, presionado por el testimonio de tantos
y tantos agraciados y por una muchedumbre sin número clamando a grito pelado la
Unción del Mesías por el sumo sacerdote, Jesús se sentaría en el Trono de
David, su padre histórico, y en presencia de todos los hijos de Israel se
ceñiría la corona de los reyes.
Cuando al tercer año de su Misión se corrió la
voz: Jesús de Nazaret se dirige a Jerusalén para la Pascua, la expectación
mesiánica arrastró a Jerusalén muchedumbres sin número.
Poncio Pilatos lo esperaba. Al corriente de las
aventuras del Mesías de los Judíos hacía ya tiempo que le había pedido la
cabeza de aquel Nazareno al Sanedrín. La decisión política que debía tomar
respecto a la explosión mesiánica causada por aquel Nazareno era compleja y
clara a la vez. Tenía que matarlo. Matando al Pastor se dispersaría el rebaño.
Tampoco podía sacar sus legiones y lanzarlas al alimón contra la muchedumbre.
La rebelión nacionalista estallaría en defensa de su Mesías y una guerra
espartaquiana era lo último que podía desear el César. Como político su misión
era prevenir la enfermedad antes que se desarrollara la guerra. Podía esperar
lo peor y dejar engordar la presa. Como ya hicieran Augusto y Herodes en los
días del Censo. En el momento adecuado Pilatos sacaría sus legiones y de la
matanza aprenderían las demás naciones sobre cómo castiga Roma la rebelión
contra el César.
El caso era que el Sanedrín en pleno estaba
contra el Nazareno y no le metía mano por miedo a la multitud que le acompañaba
por donde quiera que fuese. El Sanedrín le había jurado a Pilatos que se lo
entregaría en persona, pero que esperase a que la fruta estuviera madura.
Después del primer año de paseo triunfal hacia
el Monte del Sermón, el segundo año había sido de cuesta abajo. En la
encrucijada entre el segundo y el tercero la negativa de Jesús a ser coronado
rey había ido espantando a las muchedumbres, que no le entendían en absoluto.
¿Quién de entre todos ellos que hubiese
disfrutado de semejante Poder Divino no se hubiese hecho acompañar de las
muchedumbres a Jerusalén para exigirle al Sanedrín en pleno la Corona de su
padre David?
El desconcierto y la ignorancia sobre su
Pensamiento lo habían dejado solo al alba del tercer año. Sólo las Mujeres y
sus Discípulos seguían siéndole fieles.
¿En qué pues se había quedado aquella primera
desesperación del político romano? Y lo que les pareció aún peor al Sanedrín,
¿por qué iba a echarse atrás ahora Pilatos? ¿No había entre las filas de su
ejército quien en caso de insurrección mesiánica desertaría del Imperio y se
pondría al servicio del Hijo de David?
Tal cual lo demuestra la entrada triunfal de
Jesús en Jerusalén la expectación, ahogada en el último año por el propio
Jesús, despertó de su letargo. Creyendo las muchedumbres que el Hijo de David
había tomado su decisión final favorable a su coronación ese año todos
corrieron a Jerusalén.
Como ya sabemos y la historia lo demuestra para
la Pascua Jerusalén se convertía en una ciudad asediada. De todas las partes
del mundo los judíos bajaban y subían a la Ciudad Santa a celebrar aquella Cena
que sirvió de preludio a la Liberación de Moisés.
Aquel año 33 de nuestra Era a la muchedumbre al
uso se le sumaron todos los que una vez le proclamaron rey.
Cuál no fue la sorpresa de todos cuando Jesús
entró en el Templo y con un látigo desbarató para siempre la presión contra el
Sanedrín y el César que esa muchedumbre exaltada estaba dispuesta a ejercer.
Aquella fiebre mesiánica que en su primer año
despertó Jesús había vuelto a escena. Alcanzó Jerusalén antes que Él llegara e
hizo temblar las murallas de Jerusalén con la misma fuerza que en su día lo
hicieran las trompetas de Josué. Si en lugar de irse directo al Templo para
coger un látigo y declararle la guerra total al Sanedrín hubiese hecho Jesús lo
que hizo cuando Niño, abrirse paso hasta el Patio de los Doctores de la ley y
entrar en materia…Pero no. Que va. Para nada. Revueltas estaban las cosas y fue
Él a sumirlas en el caos de la manera más explosiva imaginable.
La misma muchedumbre que hacía unas horas había
batido palmas y vítores en honor del Hijo de David al caer la Noche le pedía su
cabeza a un Pilatos que para entonces ya no veía a cuento de qué tenía que
matar a quien se había cavado su propia tumba.
Para entender la Huida de sus Discípulos hay que
ponerse en la piel de aquellos hombres que en su corazón soñaron con aquella
entrada triunfal, e inmediatamente después su Coronación. Fueron ellos los
primeros que se quedaron de piedra al ver a su Maestro coger un látigo y
arremeter con cólera todopoderosa contra el Templo.
Fue en aquel momento cuando Judas tomó su
decisión de entregárselo al Sanedrín. Los demás salieron con la moral por los
suelos, como flotando en un vacío total.
¿Qué iba a pasar ahora?
¿Qué es lo que había hecho Jesús?
Mientras comían la Última Cena se sentían tan
confusos y vacíos como aquella Tierra que antes del Principio vagó en las
Tinieblas del Abismo confusa y vacía.
¡Ay, hijos de la Tierra, la herencia de vuestra
madre es vuestro lote! ¿No recibió en el día de su nacimiento toda clase de
promesas de su Creador y en cuanto su Creador se dio la vuelta se dejó atrapar
en la confusión que acompaña toda soledad? ¿Habiendo vivido vuestra madre en su
nacimiento la confusión y el vacío de la soledad cómo vosotros no ibais a caer
en la misma piedra?
Mientras cenaban con Él no tenían la menor sus
Discípulos idea de qué les estaba hablando. Sólo sabían que estaban dispuestos
a morir luchando antes que dejarlo solo. ¡Pobre Pedro, el alma se le cayó al
suelo cuando su Héroe y Rey le quitó la espada de las manos! Todos sin
excepción salieron corriendo movidos por una fuerza que les superaba y movía
sus piernas contra la voluntad de sus mentes.
“¿Qué va a pasar ahora, Madre?”, le preguntaba
aquél otro Juan a la Madre de Jesús, como si ella conociera la respuesta.
¿Qué iba a pasar? Iba a pasar lo que estaba
profetizado desde hacía mil años. El firmamento se vestiría de luto para llorar
la muerte del Primogénito, la tierra se lamentaría por la muerte del Unigénito.
24
Muerte y Resurrección de Jesucristo
Los acontecimientos de Aquella Noche están
descritos en los Evangelios. No voy a reproducirlos ni a apuntillarlos. Me
limitaré a lo que no está escrito.
Mientras la farsa judeo-romana seguía su curso
el cielo se fue encapotando sobre las cabezas de los miles de borrachos que
coreaban: Crucifícalo.
La misma confusión que se apoderó de los
Discípulos y los lanzó a la Huída, esa misma fuerza se había apoderado de la
muchedumbre que le aclamara en su entrada triunfal, y, abandonada al alcohol,
desahogaba su pena contra el autor de la desilusión que se apoderara de sus
mentes. Enajenados, abandonados al alcohol en el que ahogaban su pena, que
corría gratis y a toneles de las manos del Templo a sus gargantas, quienes
hacía apenas unas horas corearon al Mesías ahora gritaban: Crucifícalo.
Mientras gritaban y gritaban las nubes rodearon
el horizonte y tendieron una telaraña de rayos y truenos sobre el Gólgota.
Mientras el Condenado arrastraba su cruz por la Vía Dolorosa, ajena a la
muchedumbre que borracha escupía sobre el Hijo de María sus carcajadas, la
noche se fue cerrando.
Absortos, maravillados por lo que estaban
viviendo, mientras hacían la Procesión a muy pocos le vino a la cabeza las
palabras del Profeta. En realidad, sólo a un muchacho, al pie de la Cruz según
miraba al cielo se le vino a la memoria las Escrituras.
“Ya me rodeaban las olas de la muerte y me
aterrorizaban los torrentes de Belial. Me aprisionaban las ataduras del seol,
me habían sorprendido las redes de la muerte. Y en mi angustia invoqué a Yavé y
lancé hacia mi Dios mi grito. El oyó mi voz desde su palacio, y mi clamor llegó
a sus oídos. Conmovióse y tembló la tierra. Vacilaron los fundamentos de los
montes, se estremecieron ante Yavé airado. Subía de sus narices humo, y de su
boca fuego abrasador, carbones por Él encendidos. Abajó los cielos y descendió,
negra nube tenía bajo sus pies. Subió sobre los querubes y voló; voló sobre las
alas de los vientos. Hizo de las tinieblas un velo, formando en torno a sí su
tienda; calígine acuosa, densas nubes. Ante el resplandor de su faz las nubes
se deshicieron; granizo y centellas de fuego. Tronó Yavé desde los cielos, el
Altísimo hizo oir su voz. Lanzóles sus saetas y los desbarató, fulminó rayos y
los consternó. Y aparecieron arroyos de agua, y quedaron al descubierto los
fundamentos del orbe ante la ira increpadora de Yavé, ante el soplo del huracán
de su furor”.
Sí, únicamente aquel muchacho fijó sus ojos en
el cielo que contemplaba horrorizado el delito de los hijos de la tierra. En el
dolor del momento nadie se había percatado de lo que se les venía sobre sus
cabezas. El cielo estaba negro como las profundidades de la cueva más
impenetrable. Cuando Jesús gritó su último aliento y creyeron que el fin ya
había llegado, como si de pronto despertaran todos de un sueño sus ojos se
abrieron a la realidad.
Antes de sentir la amenaza del cielo se partió
el firmamento en lágrimas. Dejóse oír un crujido más fuerte que el de las
murallas de Jericó al caerse. Fue entonces que alzaron todos sus cabezas por
primera vez y olieron en la atmósfera aquella humedad eléctrica.
Iban ya a iniciar la vuelta cuando de pronto un
látigo en forma de rayo rompió la oscuridad. Pareció caer lejos. ¡Qué tontos!
Era el jinete que una vez le abrió a Judas Macabeo las filas del enemigo quien
ahora venía cabalgando violentamente sobre las nubes de las profecías. Sus ojos
resplandecientes iluminaron la noche y de su garganta todopoderosa el trueno
rodó por el horizonte; como loco, poseído por un dolor que le cegaba las
entrañas, aquel jinete divino alzó su brazo y dejó caer sobre la muchedumbre su
látigo de rayos y truenos.
El infierno de la Ira del Padre Eterno cayó en
tromba sobre niños y mujeres, ancianos y jóvenes, sin distinguir entre
culpables e inocentes. Enloquecida, como quien despierta sobresaltado de una
pesadilla para al abrir los ojos encontrarse que la verdadera pesadilla acababa
de empezar, la multitud comenzó a correr Gólgota abajo. La tormenta que tenían
sobre sus cabezas amenazaba granizo, rayos y truenos, pero no lluvia. Era una
tormenta eléctrica, que el Todopoderoso, atravesado por la lanza que le
incrustaron a su Hijo en el pecho, con el corazón destrozado había cogido en
sus manos y enloquecido por el dolor golpeaba contra los hijos de la tierra sin
mirar a quién. El frenesí, el espanto se apoderó de todos. El terror cabalgaba
sin perdonar al anciano ni al niño, varón o hembra. Enloquecida por lo que
había hecho bajo los efectos del alcohol la muchedumbre empezó a moverse hacia
los muros de Jerusalén. ¡Locos!, como si el dolor de Dios pudiese ser frenado
por la piedra.
Y allá que empezó a correr la muchedumbre
Gólgota abajo buscando la salvación entre las murallas. Entonces el látigo
eléctrico del Omnipotente comenzó a caer sobre mujeres y niños, jóvenes y
ancianos sin distinguir culpable de inocente. Su dolor, el dolor del
Todopoderoso los alcanzaba a todos y de todos desgarraba sus carnes sin
misericordia de ninguna clase. En menos que canta su segundo anuncio el gallo
la cuesta del Gólgota empezó a llenarse de cadáveres chamuscados. Los que ya
estaban subiendo la cuesta de la Puerta de los Leones creían haber escapado del
horror cuando las tumbas del Cementerio de los Judíos comenzaron a abrirse.
Salieron de sus tumbas los profetas y de sus bocas espectrales la Ira del
Omnipotente les hacía llegar a los vivos su sentencia de muerte.
Horror, desolación, espanto. Los que creyeron
encontrar refugio en sus casas se encontraron con las puertas cerradas. Una
noche de Cena, mil quinientos años atrás, el ángel de la muerte recorrió las
casas de los egipcios buscando primogénitos. Ese mismo ángel recorría ahora las
calles de Jerusalén matando sin distinguir entre grandes y pequeños. El mismo
dolor infinito que tenía el corazón de su Señor destrozado había alcanzado el
suyo y en su dolor inenarrable hincaba la espada querúbica contra todo el que
encontraba a su paso.
Aterrorizados, atrapados en una pesadilla
infernal, el terror arrastró a los fugitivos al Templo. Allí se amontonaron
entre sus muros buscando misericordia. Locos, con la locura del que mata al
hijo y se refugia del padre de la criatura en su casa, allí encontraron su
tumba cuando el látigo del Dolor dejó caer sobre la cúpula sus lágrimas, una
cúpula que se vino abajo sobre la multitud aterrorizada.
Horror, espanto, desolación. El dolor del Padre
de Cristo en pleno estallido violento. La sangre de un Dios transformada en
bloques de piedra cayendo sobre una multitud aterrorizada, aplastando cabezas,
reduciendo a escombros hombres y mujeres. ¡Gritad de nuevo Crucifícalo!
escribían con sus crujidos las piedras de la cúpula del Templo según caían del
techo al suelo.
Mientras estas cosas estaban sucediendo a los
pies de la Cruz sólo quedó un hombre y tres Mujeres. Como si un escudo de
energía le protegiera el muchacho, de pie, contemplaba el espectáculo. A los
pies del Monte de la Pasión los cadáveres calcinados, los moribundos aplastados
bajo el peso de los que huyeron cuestas abajo. Contra las murallas, sin huida
posible de los muertos salidos de sus tumbas, las paralizadas víctimas del
horror se apilaban enloquecidas. Cuando al rato se hundió la cúpula del Templo
y cesaron los truenos y los rayos y el batir de carne y sangre, Juan recogió la
espada del romano que confesó. Volvió el muchacho la cabeza a las tres Mujeres,
les habló con los ojos, y comenzó a abrirles paso. La muchedumbre de heridos y
moribundos horrorizada se apartaba como si se tratase de un ángel de Dios en
pleno remate de la faena comenzada por su Señor. Tal era el fuego que despedía
por sus ojos el pequeño de los hijos del Trueno.
Llegados a las calles, incapaces de resistir la
mirada de aquel querubín humano, los alucinados se apartaban de su camino. Juan
condujo a las tres Mujeres a casa y cerró tras él la puerta. Allí estaban los
Diez y las demás mujeres. Como muerta, la Madre se echó en la cama y cerró los
ojos a un mundo al que ya no parecía querer volver.
Los supervivientes se juraron arrancar de sus
memorias y de la de sus hijos el recuerdo de la Noche en que Dios rompió su
Alianza con los hijos de Abraham. Sus historiadores enterraron el recuerdo de
aquella Noche en la tumba de los silencios milenarios. Muchas veces en la
Historia de la Humanidad un pueblo se juró arrancar de su memoria un cierto
acontecimiento, especial, capital para el desarrollo de su futuro. Pocas veces
un pueblo logró enterrar de una forma tan definitiva un capítulo tan
traumatizante.
Los Once también creyeron que tal era el destino
de aquellos tres años de inolvidable gloria. De hecho, lo único que los mantuvo
aquel viernes y el sábado siguiente encerrados en aquella Casa fue conocer la
suerte de aquella Madre que yacía como muerta en el lecho.
¿Despertaría la Madre de su sueño? ¿No se le
veía en el rostro roturado por el sufrimiento los trozos en que su corazón se
había roto?
Señor, ¿cómo mirarla a la cara cuando
despertara? ¿Qué palabras de consuelo le dirían para justificar la huida
vergonzosa que emprendieron?
¿Qué podían hacer? ¿Abandonarla a su suerte?
¿Seguir corriendo hasta que la distancia entre ellos y sus recuerdos se hiciera
un abismo?
¿No les había dicho Él que todo lo que estaban
viviendo habría de pasar, y resucitaría al tercer día?
Las horas se les hicieron interminables a todos
los que vigilaban el sueño de la Madre. A pesar del peligro que corrían nadie se
iría sin acompañarla a Nazaret.
¿Cuánto tardaría en despertarse? Pero claro,
¿por qué iba a querer despertarse?
El sábado al mediodía la Madre empezó a salir de
su estado. Los Once creyeron que no podrían soportar su mirada. Ay, ¡qué tontos
estaban!
Llevaban mirando ese rostro anciano más horas de
las que podían calcular. Ya se conocían de memoria cada micra de sus mejillas
laceradas.
De pronto el sábado aquel rostro empezó a cobrar
color. Todos se quedaron observando cada movimiento suyo. En eso la Madre abrió
los ojos llenos de vida.
A su lado su hermana Juana acariciaba su frente
como quien acaricia la cabeza de la persona más amada del mundo.
Impensablemente la Madre pidió un poco de agua. La otra María, la de Cleofás,
se levantó. Lentamente la Madre se incorporó en el lecho y los miró a todos.
Estaban los Once sentados en el suelo contra las paredes de la habitación. La
expresión en su rostro los tenía maravillado cuando abrió la Madre los labios.
“¿Qué os pasa, hijos míos?”, les dijo sonriendo. “¿A quién estáis velando? Me
miráis como si estuvieseis viendo un fantasma”.
Los Once no salían de su sorpresa. María la de
Cleofás regresó con el vaso de agua y se sentó a su lado apoyando su cabeza
sobre su hombro.
“Ya está, María, no seas chiquilla, no llores
más, ¿o quieres que mi Hijo te encuentre así cuando venga?”.
Los Once se miraron creyendo que el dolor le
había hecho perder el juicio. La Madre les leyó el pensamiento y empezó a
hablarles, diciendo:
“Hijitos, yo soy la culpable de todo. Hace mucho
tiempo que hube de haberos revelado quién es Ese al que llamáis Maestro y
Señor. Tenía que pasar esto para que Él me librara de mi silencio. ¿A quién
creéis que seguisteis de un lado a otro?
Yo soy vieja, hijos, y estoy cansada. Oídme bien
y levantad el alma; cuando Él venga, mañana, tendréis la prueba de todo lo que
os voy a contar hoy. ¿Qué pensaría mi Hijo si al venir mañana os encontrara de
esta manera? ¿Cómo podría yo mirarle a la cara? Tened paciencia conmigo si en
algún punto no soy clara. Cuando Él os envíe el Espíritu de la Promesa
recordareis mis palabras y yo mismo me dejaré encantar por la sabiduría que Él
derramará en vuestras almas. Lo que yo os voy a contar se lo he escuchado a Él.
No tengo su gracia ni su sabiduría. Ya os digo, Él mismo os llenará de su
conocimiento y entonces ya no necesitaréis que yo os cuente nada. Él me habló
de su Mundo, de su Padre; yo le preguntaba y Él me respondía sin ocultarme
nada. Al menos nada que no necesitase saber. Yo era su confidente, el corazón
abierto e inocente en el que Él derramaba sus recuerdos divinos. Me hablaba de
su Mundo con los ojos mirando al infinito; yo lo guardaba todo en mi corazón;
cada una de sus palabras yo la sellaba en mi carne. No he sabido por qué selló
mis labios hasta este día. Hoy me ha liberado de mi Silencio y pongo en
vuestros corazones lo que Él puso en el mío y he llevado conmigo tantos años.”
Abriéndoles su Corazón, la Madre les descubrió a
los Discípulos: la Anunciación, la Encarnación del Hijo de Dios, y la Historia
Divina que Ella oyó de los labios de su Niño, en aquéllos días en que siendo
“su Niño” venía el Hijo de Dios a encerrarse entre los brazos de “su Madre”, la
Tristeza en los ojos del hijo que echa de menos a su padre amantísimo, Historia
que, llevada a su Plenitud, os narro en el siguiente Capítulo.
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