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LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO LIBRO PRIMEROEL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO PRIMERO
"YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO"
Genealogía de
Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham...hijo de David...hijo de Zorobabel, hijo de Abiud, de Eliacim, de Azor, de Sadoc, de Aquim, de Eliud, de Eleazar, de Matán, de Jacob...
MARÍA DE NAZARET
La Virgen nació en
Nazaret, en pleno corazón de la Galilea. Cual, gracias a los Evangelios
Canónicos, muy bien todo el mundo sabe el padre de la Virgen se llamaba Jacob,
y su madre se llamaba Ana. Jacob de Nazaret, padre de María, murió siendo María
muy joven. Un buen día de aquéllos se le fue al padre de la Virgen el santo al
Cielo, y no volvió. Esto tuvo lugar durante los años del reinado de Herodes.
El difunto dejó aquí
abajo huérfanas, huérfano y Viuda. Desde el punto de vista de las cosas de los
seres humanos, Jacob, hijo de Matán, hijo de Salomón
rey, hijo de David, rey y profeta, fue a morirse en un mal momento. La Muerte,
desde luego, nunca llega en buen momento. Pero de todos modos dentro de lo malo
Jacob de Nazaret fue a morirse en el mejor de los momentos posibles.
Aquéllas grandes sequías
que durante tantos años asolaron las provincias del Oriente Medio por fin se
habían largado; las famosas vacas gordas que por un momento pareció que no iban
a volver nunca estaban volviendo a cual más rolliza; habían vuelto y paseaban
su abundancia por los campos de todas las provincias del Levante Antiguo,
cuando los Griegos y los Romanos.
El luminoso horizonte
ansiado, rogado, deseado, pedido en procesiones multitudinarias Templo abajo
Templo arriba, se había acercado también, cómo no, a las colinas de Nazaret.
Sus resplandores ya comenzaban a brillar en los ojos de sus habitantes con el
fulgor de la estrella de las oraciones oídas, del deseo concedido. Pastores de
la Galilea, pescadores del mar de los Milagros, agricultores de los valles del
Jordán, artesanos del país que habitaban en las tinieblas de la desesperación,
todos juntos se lanzaron a las calles a celebrar los años de las vacas gordas.
¡Por fin habían llegado!
La Casa de la Virgen
disfrutó de la alegría general con la intensidad de quien lo ha pasado mal, tan
mal como los demás, no tan mal como otros, tampoco mucho mejor que la mayoría
de la gente que lo pasó verdaderamente mal durante aquéllos largos años.
¡Fueron tantos!
No fue únicamente aquella
sequía. También fueron aquellos terremotos que asolaron el Oriente Medio
sembrando el hambre desde los montes del Líbano a las costas del Mar Rojo. Y
más. De por sí terribles aquellos años de desesperaciones tremebundas la
política fiscal del tirano Herodes hizo de hacha cortando toda cabeza que
lograra mantenerse a flote. Bajo el reinado de Herodes el Grande seguir respirando
se convirtió en delito. El derecho a la palabra quedó prohibido. La cualidad
sagrada que hace la diferencia entre el hombre y las bestias fue sancionada, y
condenado su ejercicio en el mejor de los casos a destierro, a la pena capital
en los demás. Tantas plazas fuertes se construyó Herodes tantas horcas se contó
en Israel. De todos los oficios la prostitución es el más antiguo, pero el
único que durante los días de Herodes el Grande nunca pasó de moda fue el del
verdugo. ¡Qué gracia, mientras llegaba o no el Día del Juicio Final los
cachorros de la familia del Tirano se construían palacios con bloques de
mármol! Y fortalezas dignas de un emperador, y cuarteles y guarniciones
militares contra una posible insurrección de esas que son capaces de echar
abajo hasta las mismas murallas del Infierno.
¡Ni los faraones!
El faraón de Moisés fue
malo, los Herodes fueron peores. Y, entretanto, mientras el tirano devoraba a
un hijo o a un hermano el pueblo seguía pasando calamidades físicas y
espirituales de las que cuando pasan uno ya no quiere ni acordarse. ¿Quién se
acordaría de aquellos años de vacas flacas cuando pasasen los dos mil años? Sin
embargo, de la esquizofrenia constructora del Tirano, la esquizofrenia del
tirano sí sería recordada por la Historia: ¡Herodes el Grande! A aquél asesino
sólo le faltaba eso, que le concedieran licencia para matar a su antojo. A sus
hijos, a sus hermanos, a su mujer, a sus amigos, a sus enemigos fuesen o no
fuesen inocentes. Permiso del propio César para violar todas las leyes del
Derecho Romano.
Bajo el reinado de
Herodes llegó un momento en que bastó mover los labios pidiendo justicia para
caer bajo las ruedas de su paranoia asesina. Los Romanos -todo sea dicho-
cometieron muchos errores; de todos los que se permitió Octavio César Augusto
darle la Corona de los Judíos a un palestino fue un fallo que hasta al propio
Juez del Universo le ha de costar perdonarle.
Pero volvamos al tema de
la Vida de la Virgen y su Familia. Jacob de Nazaret, padre de María, acababa de
morir.
Precisamente porque Ana,
la Viuda de Jacob de Nazaret, y sus hijas mayores María y Juana ya habían
logrado casi olvidarse de la clase de batalla que aquel hombre tan queridísimo
de ellas hubo de librar contra los elementos de aquél verano interminable, se
comprende que su pérdida, ahora que comenzó la luz de la esperanza a engendrar
en las ubres de las vacas del establo el oro de la abundancia, le fuera a la
madre de la Virgen infinitamente más insoportable y dura la pérdida de su
esposo.
Ana y Jacob de Nazaret
superaron todo lo malo con coraje y le respondieron a los malos tiempos con la
buena cara del que camina bajo la paz de Dios. También Jacob de Nazaret y Ana
soñaron con los días de las vacas gordas durante todos los días de los últimos
años, como todo el mundo; y se rieron de los malos tiempos dando a luz seis
hijos.
Pasó que en lugar de
permitir que los malos tiempos abrieran brecha entre ambos, Jacob y señora se
unieron con más fuerza, si cabía aún, en el abrazo del amor que los tenía
maravillados de estar juntos. María se llamó la primogénita del difunto; luego
vino la Juana. Les siguieron mellizas, después otra niña, y cerró el río de la
vida el niño de la casa, de nombre Cleofás, un bebé en sus días de leche cuando
vino a morírsele su padre.
“Ahora que vuelve a
brillar el sol, hija mía, me deja sola el Señor con mis seis hijos. ¿Quién me
va a enseñar a vivir sin tu padre, María?”, de esta manera la madre de la
Virgen derramaba el alma que le sangraba. La muchacha recogía en su regazo las
lágrimas de aquella madre a quien quería tantísimo. Como cualquier chiquilla
que se hubiese perdido en un bosque de gente extraña la Viuda lloraba a corazón
partido. En el corazón de María sin embargo la presencia de su padre
simplemente se había dormido.
María aún podía ver,
sentir, oler, oír a su padre todo sonriente mientras les respondía a ella y a
su hermana Juana sus preguntas sobre el Señor. María aún podía verlo tratando
con los segadores, con los hortelanos y los ganaderos del pueblo con la alegría
y la fortaleza del hombre respetado, estimado, tenido por honesto de un confín
al otro de la comarca. Era su padre un hombre de los que miran cara a cara,
directo a los ojos, sin dobleces. En los ojos se le podía leer a Jacob de
Nazaret la sinceridad que transpiraban sus palabras.
Cuando llegaron los años
de las vacas flacas el padre de María dio la talla. Como el campo no producía
ya para pagar sueldos extras Jacob de Nazaret se echó a las espaldas la carga
de sacarle a sus campos aunque fuese unos sacos de almendras, unas arrobas de
aceite, unas medidas de trigo, algunos quintales de los famosos vinos de la
Casa. Lo que fuera con tal de mantener los huesos de sus hijas sanos y fuertes.
¡Sus dos hijas mayores María y Juana sabían tan bien como su Viuda contra qué
clase de soles estériles tuvo que luchar aquél hombre! Gracias a Dios, aunque
pequeñas, María y Juana allá que arrimaron el hombro con las aceitunas en
invierno, con las almendras, con los higos y los trigos en el verano, con las
bestias en otoño, verano, invierno y primavera. ¡Lo que daría ahora la Viuda de
Jacob de Nazaret por volver a levantarse de mañana al alba y prepararle al
padre de sus hijas la leche, el pan, el agua!
María lo sabía muy bien,
por ver a su padre de nuevo de pie al alba, despidiéndose de sus hijas con
aquella sonrisa tan suya en los ojos, su madre daría su propia vida. Pero ya no
se podía hacer nada para que la muela del tiempo diera marcha atrás. Ahora
había que vivir, elegir entre el esposo muerto y los hijos vivos.
De las dos muchachas,
María y Juana, la Juana era la más chica, un año menor que la María. María era
la mayor, la grande de la Casa. Misterios de la vida, era a ella, a la Juana,
la más pequeña de las dos, a la que más le iba la marcha del campo; tal vez
porque Juana había heredado de su padre el gusto por el olor de los árboles en
flor y el placer de contemplar los colores del horizonte al alba.
Viéndolas a ambas
hermanas cualquiera hubiera dicho que por el cuerpo era a la María a la que
debiera gustarle más el viento sobre el pelo al caer la tarde; sin embargo era
en la Juana, la más chica, de cuerpo casi o igual de pequeña que su madre, el
alma donde derramó su padre el amor al rojo de la tierra viva. En María la
fuerza de la vida venía de su madre. Su madre le legó todo su arte para la
costura y la confección. Lo que a María le iba era la familia, la casa.
Así que cuando luego
llegaron los malos tiempos y las vacas se pusieron todas flacas y los dineros
se hicieron los justos, y las necesidades a cubrir empezaron a multiplicarse
hasta seis veces en apenas dos años, María se reveló como una costurera nata. A
la edad cuando se dice que se está en la primavera de la vida la hija mayor de
Jacob de Nazaret lo mismo remendaba un vestido y lo dejaba como nuevo en un periquete
que les tejía a sus hermanas un abrigo de lana en cuestión de días, sin dejar
nunca de ser la mano derecha de su madre. Y un modelo de hija para su hermana
Juana. En ésta -he dicho- se había revelado una capacidad innata para aprender
de su padre el sentido de los impactos de los ciclos lunares en la agricultura,
porqué los conejos comen lechugas, cómo crece de verdad un tomate de verdad, a
qué se debe que se talen los olivos para que no se hagan sombra y desvirtúen el
sabor del aceite. En fin, miles de cosas.
El hecho es que la
Juanita además de ser el ojito derecho de su padre se sentía el otro brazo de
su hermana María, y una para el padre y la otra para la madre y las dos juntas
en la alegría, cuando arrecieron los vientos solanos y las gotas frías y las
sequías y las tormentas de invierno en verano y los calores del verano en
invierno y las lluvias un visto y no visto, cuando la tormenta puso a prueba a
los hombres buscando llevarse al Paraíso a los que pusieran cara alegre, en
aquél entonces las dos hermanas se unieron más que nunca. Aquellos años malos
obligó a las dos hermanas a trabajar duro. Fue un deber que adoptaron desde el
silencio, escrito en sangre, latiendo al mismo ritmo del corazón de sus padres.
Cada una dejó abrir su alma a sus dones particulares y actuaron siguiendo el
curso del misterio de la vida en cada persona.
Los ojos de la mayor, la
vista de María estaba hecha para descubrir la aguja en el pajar; no fallaban
jamás al insertar el hilo en el ojo de la aguja, sin mirar siquiera. Los ojos
de su hermana Juana necesitaban horizonte, campo, cielo abierto. En lugar de
pelearse las hermanas le dieron las gracias al Dios de sus padres por su
sabiduría eterna y su bondad infinita. A los ojos de ambas su padre fue un
hombre maravilloso.
“¿Por qué decimos que la
sabiduría del Señor es eterna y su bondad infinita? -les decía Jacob de Nazaret
a sus dos hijas mayores-. Porque con sus respuestas nos maravilla y con su
bondad nos ilumina la cara”, con la sonrisa en los ojos les respondía aquel
padre a aquellas dos niñas, los ojos de su cara.
Sus hijas se miraban
sonriéndose. ¡Cuánto querían al hombre que Dios les había dado por padre! Su
padre seguía: “Cuando decimos que la Sabiduría del Señor es eterna declaramos
con todo el corazón y con toda nuestra mente nuestra alegría al saber que El no
miente. Hijas, cuando le adoramos por su infinita bondad nuestra alegría es la
del que se encontró en el foso al que los malos arrojan a los buenos y al alzar
el rostro vio al Señor riéndose de la ciencia de los genios”.
“Hijas, ser bueno,
cuesta” les confesaba Jacob de Nazaret a sus hijas mientras ordeñaban los
olivos. “¿A la que es más buena no se le hace un regalito? ¿Tienes envidia tú,
Juanita, de tu hermana mayor porque sea más buena cosiendo que tú? ¿En qué
momento mi Juanita ha hecho que su María se sienta culpable por no tener sus
cualidades para el campo? ¿Cuándo le ha regañado madre a su Juana por no saber
coser un vestido tan bien como su María? ¿Qué haría yo sin mi Juana si no me
trajera al mediodía la comida, si ella no me obligara me la comería?”
Ay, ¡cómo le recordaban!
¿Era verdad que se había ido? Aún no se lo podían creer. Con el cuerpo sin vida
de su padre delante de los ojos María y Juana se miraron en silencio. Dios mío,
¿de verdad lo habían perdido?
Ambas hermanas abrazaban
ahora a su madre.
Destrozada, la Viuda de
Jacob de Nazaret seguía llorando su desgracia:
“Ahora María, ahora que
vienen las vacas gordas, ahora que vuestro padre podría sentarse en su viña a
comer racimos grandes como los del Polifemo y dulces como los de Baco, me
perdone Dios, justamente ahora. ¿Por qué, Señor, por qué? Dime en qué te
ofendió tu siervo”.
¡Dios!, ¿se puede
explicar la conexión entre los grajos y los infortunados jornaleros sobre los
que dejan caer las Parcas su manto de negro presagio? ¿Se puede entender que
Dios sea Dios reinando el Diablo? ¡Quién fuera capaz de escribirse el guión de su propia vida y brillar como una estrella por lo
menos a los ojos de los socios de papel inventados al caso! Sueña el hombre que
suyo es el destino, sueña el niño con el hombre que late en su pecho, para
descubrir a la vuelta de la esquina que basta una ráfaga de viento para reducir
sus sueños a bits condenados a la basura. Al final la vida humana es la de la
caña, si el viento arrecia se quiebra y sus restos caen en el pozo del olvido.
¿Quién no ha caído en la tentación de dejarse morir y acabar con todo de una
vez para siempre? ¿O seremos los más fuertes hasta que no se demuestre lo
contrario?
Para todo el mundo llega
la hora de la verdad. Cada criatura tiene la suya. Y en esa hora es cuando el
ser anda o revienta. Esta era la hora de la verdad para la madre de la Virgen.
“¿Qué somos, María?”
clamando lloraba la madre de la Virgen la pérdida de su esposo. “Luchamos
contra los elementos con las fuerzas de una criatura de barro. Alzamos nuestros
ídolos en honor de quien nos da la victoria. Al Altísimo le dedicamos nuestra
gloria. Pero no se cansa el Omnipotente de vernos reducidos a la condición de
las bestias. Avanza el campeón a recoger su corona cuando se le cruza la Muerte
en el camino. ¿Se yergue el Todopoderoso para salvar al corredor solitario de
dejarse el alma en la carrera? ¿Por qué se queda sentado en su Trono
Todopoderoso y Omnisciente mientras los restos son barridos de la pista por el
viento? ¿Eso somos, hija mía, polvo que sueña a ser roca, roca que sueña a ser
montaña, montaña que sueña a ser nido de águilas? ¿Qué será de tus aguiluchos
ahora, esposo mío? ¿Quién se levantará y los protegerá cuando la serpiente
escarpe el risco y su madre no sepa cómo defender sola a tus hijos?”.
¿Qué se le podía
responder a aquella mujer? ¿Qué loco se hubiera atrevido a decirle lo que aquellos
visitantes ignorantes al Job de la Biblia?:
“Calla ya, viejo chocho”
le dijeron aquellos amigos. “Si te pudres será porque eres más malo que todos
los diablos juntos. Nos engañaste a todos con tus limosnas y tus monsergas.
Gracias a dios el Señor nos ha descubierto tu falsedad y tu hipocresía. Por
ellas te castiga el Dios al que pretendiste engañar como hiciste con nosotros.
Calla y sufre, viejo podrido”.
¡Vaya amigos! Quisieron
obligar al pobre Job a reconocer que la miseria nace de la miseria, que el que
tiene retiene porque tenía, que nadie es fuerte por capricho sino que la felicidad
o la desgracia de la persona dan cuentas de su valía. Según tales sabios los
pobres son todos unos pecadores pervertidos, corruptos viciosos que se merecen
lo que sufren; los buenos son todos felices, dichosos comen perdices, tienen el
oro, tienen el poder, ellos son los mejores, los elegidos de la providencia, la
raza nacida para ser feliz, y son felices porque son buenos, y cuando sean
mejores serán como los dioses.
“Eva”, le dijo Satanás a
la mujer de Adán, “come de esta fruta y aprende. Hay buenos y hay malos, hay
tontos y hay listos, hay ricos y pobres, hay esclavos y libres, fuertes y
débiles, ángeles y demonios. Hay vida y muerte, verdad y mentira, paz y guerra
¿qué es todo esto sino la sal de la tierra?”
¡Dios santo, de cuándo
la suerte de los profetas no pendió de una nube de más o de menos en el
horizonte!
“Pero al mal tiempo
buena cara”, contraatacó veloz el santo Job.
“¿Dónde está el tonto
que se ríe perdido en la tormenta?”, le devolvieron la risa los visitantes.
“Del Indestructible, del
Invencible es la última carcajada” volvió a responderles Job. “¿Vosotros de qué
y por qué os reís? ¿Qué luz habéis venido a traerle a mis ojos? ¿Queréis
condenarme por lo que he hecho? Ignorantes, estoy siendo castigado por lo que
no he hecho”.
“Justo es lo que dices,
al bueno la recompensa le es grata, la del malo es terrible. Así pues, ya
tienes tu salario. Ahora, reconoce que eres un pecador, un traidor de la
providencia según tú mismo has dicho al confesar que cada cual recibe por su
trabajo su merecido. Dínos, pecador, ¿qué encubrías
con tus limosnas y tus poses beatas? ¿No son por ellas por las que te ha
castigado Dios? Esto es castigo de Dios, no llores, revienta”, con sonrisa
falsa le respondieron ‘los amigos’.
¿Con otros cuatro más de
“aquellos amigos” cuánto habría tardado en derramarse la paciencia de Job? En
lugar de echarse a llorar su mala suerte el santo Job se partió de risa, se
levantó y los echó de su casa.
Su tragedia, la tragedia
de Job no estuvo en la caída de las murallas de su fe al sonido de las
trompetas del Infierno. Este no fue el problema de Job. Su fortaleza había sido
levantada sobre roca. A prueba de bombas su fe permanecía intacta. El problema
que le estaba acuchillando a Job el alma era no saber qué estaba pasando, a qué
obedecía este cambio en el ánimo de su Dios. ¿Por qué su Dios lo había
abandonado desnudo y a su suerte ante un enemigo armado hasta los dientes?
Sigue el guerrero a su
Héroe y Rey al campo de batalla ¿y en una esquina de la encrucijada le da la
espalda como quien sacrifica un peón en el altar de la victoria?
Pues bien, justo este
dilema, justo este misterio era el que tenía agarrada por el cuello el alma de
la Viuda de Jacob de Nazaret. Luchando contra las tinieblas con la única arma
divina al alcance de los humanos, la palabra, la madre de la Virgen buscaba la
respuesta al por qué se había llevado la Muerte a su esposo. Y no la
encontraba.
“¿Por qué nuestro Dios
no hace nada, María? ¿Por qué deja que la serpiente escarpe el risco y por qué
se lo pone más fácil eliminando al padre de sus cachorrillos? ¿No la ve
acercarse El, hija? ¿Por qué el Dios de tu padre no alcanzó el arco y la flecha
y con el rayo de su mirada fulminó a la Bestia? ¿Se equivocó la flecha de
diana, la desvió el viento y buscando al dragón mató al héroe? Dime, hija, que
mi alma está amargada y sus ojos no alcanzan a ver los recónditos planos del
Omnisciente ¿pero qué somos, María? ¿Por qué se le exige el entendimiento de un
dios a una criatura de barro condenada al polvo por haber comido una manzana?
No me mires con esos ojos, no me reproches que mi corazón sangre palabras. ¿Qué
manará de la herida de la Cierva de la Aurora cuando al salir la mañana el
cazador la persiga a la hora de las primeras alegrías? ¿No será maldita la
flecha que le entra en el pecho a la paloma que se sube al caballo del viento,
trota por los cielos y regresa feliz a casa de su señor? Ya llega, hija, ya
alcanza el brazo de su señor, ya cruza también el aire el dardo asesino, tiene
su señor el poder de atraparlo en vuelo, pero observa, no hace nada, se queda
quieto como si esa fuera la recompensa por haber cumplido su misión sagrada, y
ya cae la hija de Mercurio en el polvo a los pies de quien le vuelve la cara.
No me digas que me calle, María, ¿no ves que si no me muero?”.
Yo sólo sé que no sé
nada, aunque dicen que Dios creó al hombre y a la mujer para amarse y no
separarse nunca, también dicen por ahí que el Diablo se juró hacer ese amor
imposible. Mas en este mundo hay gente que está sorda
y no entiende, no se enteran de nada, se ríen de los cuernos del Diablo y retan
a la muerte a romper lo que Dios unió con lazos más fuertes que las palabras de
la Serpiente.
Ana, la viuda de Jacob,
y Jacob de Nazaret, padre de María, futura madre de Jesucristo, vivieron ese
reto. Una vez que se conocieron si no se casaban se morían, y cuando se casaron
ya no les cupo en la cabeza la idea de vivir el uno sin el otro. Cada año que
pasaron juntos adoraron al Dios que trasformó una costilla, una simple
costilla, en algo tan hermoso como aquel amor.
LA MUERTE DE JACOB DE
NAZARET
Genealogía del Salvador:
Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham: Abraham engendró a...
David; David a ... Zorobabel; Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliacim, Eliacim a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquim, Aquim a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob, y
Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado
Cristo.
Jacob, hijo de Matán de Nazaret, se murió a los meses de nacer el varón
con el que tanto soñaron él y su esposa Ana, y tras el que no pararon de correr
hasta tenerlo. Ya sabemos que eso de tener la parejita, eso de parir un macho
es un tópico. Pero en aquellos días de terror fiscal y de sequías largas como
el desierto del Sahara por fuerza un hombre tenía que soñar con tener algún
hijo varón. Para transmitirle todo su conocimiento de las labores del campo,
para apoyarse en sus brazos jóvenes cuando los suyos no pudiesen tirar por
viejos de la carga. Hombre, siempre se tiene a los yernos; pero no es lo mismo.
No es lo mismo que te vean como una carga a que cargue contigo el hijo de tus
entrañas. Ni es lo mismo dejar todo lo que te dejaron tus padres a tu propio
hijo que al hijo de un extraño. A cualquiera que piense que aquellos hombres
eran antiguos, ignorantes de la vida, que no sabían que una hembra puede hacer
lo que un hombre, o mejor incluso, a esta gente moderna lo mejor que puede
ofrecérsele es el silencio.
Haciéndole oído sordo a
la inteligencia de tanto moderno, siempre cara al sol de los siglos, Jacob de
Nazaret y señora corrieron tras el varón encantados de gozarla siendo antiguos.
Y lo alcanzaron, vaya que si lo alcanzaron. Lo llamaron Cleofás porque al verlo
por primera vez en los brazos de su madre a Jacob de Nazaret le recordó a su
suegro. Sobre el físico qué puede decirse de su chiquillo, el chaval más guapo
del mundo, por supuesto.
Pues bien, ya se sentían
todos en casa de María en la gloria cuando de repente le entró a su padre aquel
sueño bajo aquella higuera. ¡Con lo felices que estaban papá y mamá! Cinco
niñas como cinco soles, todas sanas, todas alegres, todas jugando con el muñeco
que sus padres les habían comprado. De carne y hueso. Lloraba, se hacía pipí de
verdad, pedía manteca, echaba caca. Una alegría. Y de pronto, cuando estaban
todos en casa como en el paraíso, al papá le da por morirse. Una tragedia. ¡Qué
lástima! El diablo en persona atacando la casa por todos los costados no
hubiera podido herir tanto a la madre de aquellas seis criaturas. Tanto más
profundo el dolor de la Viuda cuanto al no tener a su lado a nadie de su
familia, en su desesperación ya se veía asediada por un enemigo invencible que
le exigía la rendición inmediata o la destrucción total de su casa. Si hubiera
tenido a la vera a sus padres, o a su tita Isabel. Pero no, a nadie. ¿Y quién
era ella en Nazaret? A pesar de los años la esposa de Jacob seguía siendo una
extraña, la forastera que les quitó el soltero de oro del pueblo.
“Con lo guapas que eran
ellas haberse ido a casar con una de fuera; encima pequeñita, que parece una
tonta” se consolaban las mocitas nazarenas. “Muy fina. Muy educada. Ya veremos
cuando empiece a parir y tenga que llevar sola la casa de su suegro en qué se
quedan sus maneras y su carita de princesa de la Ciudad Santa”. Cosas de los
pueblos, no te quieren mal pero no te desean ningún bien tampoco. Todo el que
viene de fuera tiene que rendir cuentas a los vecinos de sus intenciones. Todo
tiene que ajustarse a las pautas de la comunidad; la tradición manda.
¿No las conocía a todas
la Viuda de Jacob de Nazaret? ¿No la habían estado observando durante los años
de las vacas flacas como quien espera que se hunda el héroe para darse la
gozada de ver aquellas dos torres morder el polvo como cualquier campanario de
aldea? ¿Qué consuelo podría la Viuda encontrar en quienes ya estaban echando
cuentas y calculando cómo podrían repartirse la hacienda del difunto? ¿Cuánto
le ofrecerían por los viñedos? ¿Cuánto por los olivares? ¿Cuánto por las
tierras de secano?
“¿Por qué matamos el
milagro de nuestra existencia diaria en juicios contra el prójimo, hija mía?
¿Quién conoce cuántos serán nuestros días en este mundo? Sólo el Señor lo sabe;
pero de su boca nunca sale el número. ¿Te imaginas que te cogiera la cuenta
criticando a muerte a tu vecina, o arrojando la piedra el primero? ¿No sería
más hermoso que te pillara compartiendo tu pan con el pobre?”, le decía la
madre a su hija María, mientras cosían, a solas. Y sin embargo ahora era la
madre la que le pedía a la hija que fuera buena con ella y no le negara la
palabra al dolor de su alma.
“Déjame que me muera,
María. No te preocupe que se me vaya el alma en palabras rotas. El Señor se ha
llevado a mi marido dejándome sola con sus seis hijos. ¿Por qué iban mis ojos a
reprimirse y mi corazón a envidiar la roca que tiene por corazón el
Omnipotente? Hija mía, es fácil desde las nieves mirar el valle que arde en el
estío. ¿Cuándo se puso el Todopoderoso en la piel del soldado que cae desnudo
en el campo de batalla defendiendo su vida por el honor de su alma de barro
tierno y húmedo? ¡Qué fácil es sentarse en el trono del juicio a firmar
sentencias! El Señor está lejos de la debilidad humana, nuestras pasiones a Él
no le afectan. Si hace frío El no tiembla; si hace calor El no suda; si le
disparan una flecha no le alcanza, si duerme nada le inquieta. ¿Qué sabe el
Indestructible de la fragilidad de nuestra existencia? ¿No ves, hija, que se
ceba el valle con nuestras lágrimas? ¿Por qué reprimiré mi dolor y ataré mi
lengua al miedo? ¿No corre el guerrero al encuentro de la muerte? Que me mate
Dios, que me devuelva la vida de mi hombre, ¿por qué no hace nada, porqué se
mantiene vigilante al otro lado del precipicio? ¿En qué razones, hija, funda el
Eterno su silencio y su impasible comportamiento? Si al menos se elevara como
un sol y hablara con la voz de la tormenta y de su alma los rayos de su
sabiduría tejieran en el firmamento nubes preñadas de inteligencia. Pero no,
hija, arrecie el temporal, tiemblen las tierras, cáiganse los montes y
entierren pueblos y aldeas, o se salga el mar de madre y hunda islas con sus
gentes, el Señor, inalcanzable, indestructible, no mueve una ceja. ¿Ve el
desastre y todo lo que ofrece es un pañuelo de luto pidiendo perdón por no
haberse adelantado al movimiento de la Serpiente? Dime, hija, que no fue Él
quien disparó la flecha que mató al águila y dejó a merced del diablo el nido
de sus aguiluchos. Pero no me niegues el derecho a quejarme de la suerte de mis
hijas sobre el cadáver de mi difunto”.
Atravesada por el dolor
de su madre María la consolaba de esta manera:
“Todos somos iguales
ante sus ojos, madre. Únicos lo somos sólo a los ojos de nuestros padres. Sus
criaturas miramos hasta donde alcanzan nuestros ojos, pero El lleva sobre sus
hombres el peso de todos nosotros. A su tiempo Él se alzará, madre. Y sus pies
brillarán con el resplandor del héroe vestido para la guerra contra el que le
quitó su hombre a nuestra madre Eva. Ya sé que soy joven, madre, mas créame por todo el amor que le tengo, el Dios de mi
padre no permitirá que la casa de mi madre se hunda. Ya está, madre, calme sus
lágrimas. La Muerte se lleva a los mejores pensando que al dejar a los malos
nos deja a los pequeños sin protección contra los tiranos. Ignora que al irse
los buenos van al Cielo a recoger las armas de los ángeles. Padre nos defendió
como hombre y nos sacó adelante. Mi padre defenderá ahora a sus hijas y a su
niño con la espada de los querubines. Madre mía, basta ya, no mire más su
cadáver”.
La Viuda escuchaba las
palabras de su hija mayor como quien recibe besos desde las distancias.
Fueron María y su
hermana Juana las que encontraron a su padre sentado contra el tronco de
aquella higuera. La verdad, no era exactamente el tiempo de la cosecha; pero a
Jacob de Nazaret le gustaba coger los primeros higos de la temporada; decía que
eran los mejores para hacer el pan de higo.
Jacob aparejó la bestia.
Tiró solo para el campo con la fresca. El higueral estaba al otro lado de los
cerros, según se mira desde la colina de Nazaret, al frente. Encantado de la
vida aquel buen hombre se despidió de su señora. Sus dos hijas mayores le
llevarían el almuerzo y le ayudarían a recoger los cestos. Hasta entonces,
bueno, pues eso, un beso, adioses.
¿Viéndole partir de
aquella manera tan hermosa quién hubiera podido decir que aquel hombre
regresaría muerto a su casa?
A la hora del almuerzo
María y su hermana Juana se presentaron en el campo. María le llevaba un año a
Juana y las dos eran dos muchachas en flor. María y Juana buscaron a su padre y
lo encontraron sentado a la sombra de aquella higuera.
“¿Le dejamos dormir un
rato más, Juana? Recojamos de mientras nosotras los cestos”, dijo la María.
Las dos hermanas se
dedicaron a la faena. Terminaron de reunir los cestos, y su padre sin
despertar. Pero que no se despertaba.
“Cuánto duerme hoy papá,
¿verdad, María?”, dijo la Juana.
Se dieron trabajo
trabajando más. Al cabo empezaron a mirarse preocupadas.
“¿Le pasará algo a papá,
Juana?”. Y allá que fue la mayor de las dos a ver qué le pasaba a su padre.
No me voy a poner tierno
aquí como el que quiere ganarse al lector sacándole un mar de lágrimas. El que
más el que menos ya ha pasado por los trámites de un entierro y sabe lo que
duele perder lo que nunca debió la Muerte llevarse. Pero fue ella, la María, al
arrodillarse para despertarle, quien descubrió la verdad en la palidez del
rostro de su padre.
No gritó la muchacha, no
se asustó. Cogió la cabeza de su muerto entre sus brazos, meció su cuerpo, besó
su frente, miró a su hermana Juana que se acercaba hecha lágrimas. Juana se
abrazó a su hermana María y María se dejó abrazar hasta que Juana se desahogó y
juntas pudieron recomponer sus almas.
“Ve a casa, Juana, y
cuéntale a mamá lo que pasa”, le pidió María a su hermana.
Juana se subió al
pollino y llorando con el corazón encogido corrió por los cerros. Mientras
tanto María se quedó sola con el cuerpo de su padre, bajo aquella higuera,
acariciando el rostro del que para ella fue el hombre más maravilloso del
mundo, que se le había ido sin darle oportunidad a su mujer y a sus hijas de
decirle por última vez cuánto le querían.
“¿Qué será de tu niño
ahora, padre? ¿En qué ojos encontrará la imagen divina del hombre que tus hijas
hemos descubierto en ti?”, hablándole al Cielo, susurraba la joven María.
Lo dicho, un enemigo
cruel y sádico arrasando la casa no le hubiera hecho a la Viuda de Jacob de
Nazaret tanto daño como aquella forma que tuvo la Muerte de quitarle a su
marido. Si hubiera muerto su hombre defendiendo a los suyos en alguna guerra, o
vendiendo la vida de sus hijas al precio de la suya propia, yo qué sé, pero
morirse de aquella manera, sin avisar, cuando habían encontrado la felicidad,
después de haber superado un decenio de años tan malos como el corazón de
Herodes.
Para qué os voy a contar
los litros de lágrimas que la Viuda derramó durante todo aquel día y toda la
noche de aquella tarde. ¿No se os ha muerto nunca una hija en flor, o una
hermana en la plenitud de su belleza? ¿No os ha arrancado jamás la Muerte la
estrella de vuestros ojos dejándoos en las más tormentosas tinieblas? Teníais
que estar riendo a carcajadas, batiendo palmas, el corazón abierto a toda
esperanza, y de pronto, de la noche a la mañana, una hora antes de romper el
alba, la aurora se torna en noche sin luna, la llanura se transforma en pozo
sin fondo y al mirar para abajo descubrís el rostro de la Serpiente dándoos la
bienvenida.
Y es que Jacob y Ana se
habían amado desde el mismo día que se pusieron los ojos encima. Fue un amor a
primera vista. Fue ponerse los ojos encima y saber que la búsqueda había
terminado.
Jacob y Ana habían
nacido el uno para el otro; estaban hechos el uno para el otro; eran las dos
mitades del mismo fruto. Era natural que él se muriera tan enamorado de su
mujer como el primer día y que la Viuda lo perdiera más enamorada de su marido
que nunca. Y si a este dolor se le suma el hecho de quedarse la casa sin hombre
para ocuparse de los campos y de las bestias: la receta mágica en el origen de
los pucheros amargos que derramó la Viuda en el corazón de su hija María
durante los dos días que siguieron al entierro de su padre, ya la habéis leído.
EL VOTO DE MARÍA
Como las católicas de
toda la vida aquellas mujeres hebreas eran muy trágicas para lamentarse por la
muerte de un ser querido. No digo que ni sea bueno ni sea malo, simplemente era
así. Los romanos al contrario usaban el entierro como excusa para un banquete,
el último banquete, la última cena de los Césares. El banquete de despedida de
Cicerón en los frescos de la mansión del difunto en Pompeya nos muestra a sus
familiares y amigos bebiendo a la salud del muerto. La corona del orador sobre
sus cabezas recuerda la de laureles pero trenzada con brazos de vides. Dios
santo, los romanos tenían el corazón tan duro que ni la Muerte podía
arrancarles una lágrima. Necesitaban ser tocados por la vara de Baco para
recordar que eran hombres, tan de carne y hueso como los demás bárbaros del
orbe. Hasta que no estaban borrachos como una cuba no soltaban una lágrima.
Los hebreos,
inversamente a la mayoría de los pueblos, preferían velar el muerto a pelo,
sacando pecho. La distancia, el alejamiento, la ausencia necesita de un tiempo
de despegue. Supongo que la costumbre impone su cultura y cada cultura lo vive
a su manera. Los hebreos de todas las maneras posibles eligieron la más
dolorosa, no enterraban al difunto sino al tercer día de su muerte.
¡Las lágrimas estaban
servidas! Y si encima se terciaba el caso que nos ocupa, un hombre joven, en la
flor de la vida, casado y tan enamorado de su Viuda como el primer día, padre
de seis criaturas, un hombre que nunca estuvo enfermo, un hombre que no parecía
cansarse jamás, que se murió sin tener a nadie que se ocupase de sus campos,
que se fue justamente cuando amainaba la tormenta, pues poned todos estos
elementos en la misma coctelera, agitadla, y el resultado será explosivo. La
explosión que desencadenó la muerte de Jacob de Nazaret la vais a descubrir
enseguida; sus consecuencias aún perduran.
Estaba la propia Viuda.
Desde jovencita la madre de la Virgen fue muy pucherona.
El día que su padre, Cleofás de Jerusalén, le prohibió siquiera la idea de
pensar en casarse con el hombre que sería el padre de sus niñas, tan cierto
como llueve para abajo que la joven novia salió corriendo en busca de su tita
Isabel, por las calles de Jerusalén dejando un reguero de lágrimas rotas.
Tita Isabel, esposa de
Zacarías, futuro padre del Bautista, ya la conocía. No en vano Ana era su
sobrina. Tita Isabel se rió mirándola a los ojos
mientras le secaba las mejillas de Magdalena toda atacada.
“Pero bueno, chiquilla,
¿me vas a decir qué te pasa? Cuando te arrancas de esta manera se te olvida que
yo no sé nada. ¿Lloramos juntas o me río de ti hasta que tú te rías conmigo?”.
Tita Isabel amaba a su sobrina Ana con una ternura divina.
Aquella mujer, Tita
Isabel, quería a su sobrina más que a las murallas de Jerusalén, más que a las
nubes del cielo de primavera, más que a las estrellas de la mañana y de la
tarde juntas, la quería más que a sus vestidos y más que a sus cacharros de
plata, pero cada vez que su Anita se le echaba encima de aquella manera no
sabía si acompañarla en los pucheros o echarse a reír de sus lágrimas. Tampoco
es que a cada cambio de guardia su sobrina Ana le estuviese regando el desierto
con arroyos de agua salada. La verdad era que cuando se arrancaba de esa forma
que ni podía articular palabra y había que darle tiempo a que se calmara era
que algo muy gordo le había pasado a su Anita.
La muerte del padre de
tus niñas, sólo dos de ellas muchachas, las otras crías, y un bebé dando la
caña, la verdad, sí es una buena razón para llorar hasta que los huesos se te
sequen.
Pasó eso, la Viuda, la
madre de la Virgen se hundió hasta lo más profundo de la desesperación
comprensible al caso. Por un tiempo se quedaba muda. No decía nada, sólo
lloraba abrazada a aquella criatura de pecho que no conocería a su padre. Con
Cleofás en los brazos la Viuda de Jacob de Nazaret lloró todo el día y toda la
noche.
Desesperada, se veía
ella rodeada de tiniebla densa y fatal; hundida, ya se imaginaba la casa de su
difunto tragada por los impuestos; rota, deshecha, ya se veía ella vendiendo a
sus niñas para salvarlas de la ruina.
Hijas de David que eran
todas, en unos tiempos cuando ser judío no bastaba, sino que había que
demostrarlo, tener por esposa una hija de David era un pasaporte a los
beneficios que el César le había concedido a los judíos en gratitud por haberle
salvado la vida contra el último de los faraones.
Lo cuento.
Persiguiendo a Pompeyo,
Julio César se metió en problemas. Se le vio al César corriendo como un loco
detrás de Pompeyo. Y mira por donde aterrizó en Egipto. En ese entonces el
hermano de la Faraona acababa de matar a Pompeyo.
Este mismo faraón que acababa de ejecutar a Pompeyo vino y se le puso bravito
al César. Creo que el hermano de Cleopatra incluso se atrevió a declararle la
guerra al Conquistador de las Galias.
Lo sabido, contra toda
esperanza aquel faraoncillo estuvo casi a punto de enviar al César al Elíseo de
los famosos generales romanos. Fue entonces cuando el padre de Herodes se las
arregló para reunir miles de jinetes, atravesar el desierto del Sinaí al galope
y cargar contra el hermano de Cleopatra, rompiendo el cerco y rescatando al
César del peligro. En recompensa Julio César les otorgó a los judíos un número
de privilegios imperiales, como no estar sujetos al servicio militar, libertad
de movimiento para el Diezmo del Templo, etcétera.
La condición sine qua
non para beneficiarse de tales privilegios era ser ciudadano de la Judea.
Listos como zorros,
escurridizos como anguilas, los judíos encontraron muchas formas de falsificar
los papeles. De todas las formas imaginables de burlar al Imperio la más fácil
era comprarse unos documentos falsos, que cualquiera de los burócratas que
trabajaban en el Registro del Templo de Jerusalén te servían por un puñado de
dracmas.
Pero había otra forma
más barata.
¿Qué manera mejor de
pertenecer a la lista de los privilegiados que declararse descendiente del rey
David? Y para mejor cerrar el circuito incluir haber nacido en Belén de Judá,
“por favor”.
Y aún existía otra
fórmula inclusive mejor, más placentera: Comprarle al rey David una hija por
esposa, por supuesto.
Las descendientes del
rey David por esta razón en alza, si se pagaba bien por una hija de David
¿cuánto se pagaría por una genuina hija del rey Salomón? Y no una cualquiera,
una sólo de palabra, no; estamos hablando de una genuina y auténtica
descendiente del mítico rey sabio.
Algo tan corriente
entonces, vender a las hijas al mejor postor, a la Viuda de Jacob de Nazaret le
sonaba a comparar a la mujer con el ganado. Por Josué y las setecientas
trompetas que derrumbaron las murallas de Jericó ¿vender ella a sus niñas por
dinero? ¿Ella que se había casado por amor y conocía lo dulce que es el
matrimonio por amor y sólo por amor?
La idea le destrozaba el
alma.
Sin embargo, ella no
veía cómo podría salvar a sus hijas de ser tratadas como las bestias que se
compran y se venden en el mercado de las pasiones humanas. Más lo pensaba, y el
cadáver de su difunto no paraba de recordárselo, más amargas le sabían las
lágrimas por el futuro que le esperaba a sus niñas. También estaba el niño.
“¿Y qué va a ser de mi
Cleofás sin tu padre, María? ¿Qué va a ser de la casa de tu padre, hija mía?”,
vertía su suerte la Viuda de Jacob de Nazaret en el corazón de su hija María.
Entre la madre y la
hija, ¿qué queréis que os diga?, la hija parecía la madre. María abrazaba a su
madre y la consolaba con palabras llenas de ternura y juicio. Y eso que la
muchacha estaba en flor.
Era María una criatura
que no había conocido en este mundo más que alegrías. Había querido a su padre
con locura y viéndola consolar a sus hermanas y a su propia madre cualquiera
diría que aún no se creía lo que estaba pasando.
“Papá duerme, Juana”, es
lo primero que le salió del alma a María cuando se lo encontraron muerto.
“Papá está en el
Paraíso, allí nos espera a todas, ya está Ester, ven aquí Rut, cálmate Noemí”,
les decía a sus hermanas pequeñas mientras se bebía sus lágrimas.
Dejaba la muchacha a sus
hermanas con Juana y se iba con la Viuda:
“Ya está, madre; padre
está en el Cielo. Su Dios no permitirá que sus hijas sean vendidas como
esclavas”, le susurraba a su madre al oído, secándole a besos las lágrimas.
“Hija mía”, intentaba
articular la Viuda. Pero no terminaba nunca la frase, se deshacía en pucheros y
regresaba a sus tinieblas, las que envolvían su casa y pintaban el horizonte de
su familia con los colores sufridos de una visión macabra.
El resultado de la
natural desesperación de la Viuda de Jacob de Nazaret fue el siguiente.
La visión tenebrosa que
la Viuda se había hecho sobre el futuro de sus hijas se correspondía a la
realidad de todos los días. La muerte del cabeza de familia obligaba a las
viudas a entregar sus hijas al pretendiente que más dinero pusiese sobre la
mesa, con total independencia de la edad del comprador. Era la verdad y no hay
que darle más vueltas al asunto. Desde el punto de vista del macho rico
mientras más viudas hubiese mejor, así habría más ganado fresco y joven donde elegir.
El mundo estaba hecho a
imagen y semejanza de las pasiones de los poderosos y todo lo que se diga en
contra no nos llevará a ningún sitio. Para colmo de males, con las leyes del
divorcio que se habían dado últimamente, la carne de hembra se compraba para
usar y tirar; se digería a gusto del consumidor y luego se tiraban los restos
para que el que viniera detrás chupara los huesos. ¡Y ay de aquél que no
siguiera el ejemplo! En las clases altas tener una sola mujer era signo
inequívoco de conspiración contra Herodes.
“¿Ése se ha casado una
sola vez? ¿Y no se le conoce una segunda ni una tercera mujer al menos? Seguro
que ése conspira contra su majestad, alteza”. Por razones tan absurdas como
esta rodaban las cabezas de los judíos por las calles de Jerusalén en aquellos
días.
No era algo que la Viuda
se estuviera inventando. Ella era de Jerusalén, de la clase alta, conocía esta
realidad tan de cerca como que su marido yacía difunto delante de sus hijas.
Que ya está, que no
llorara más, que no era para tanto, que todo se solucionaría, que el Señor no
permitiría que eso pasara. Palabras muy hermosas, que la Viuda agradecía. Ella
sólo sabía que apenas hacía un día se levantó con la alegría de la mujer más
feliz del mundo y no habían pasado dos, era “la Viuda”.
“Déjame llorar, hija. No
ves que, si no me muero”, le rogaba inconsolable la Viuda a su hija María.
Aprovechando una calma y
estando Juana y María solas con su madre, María, hija de Jacob de Nazaret,
abrió su boca.
El Cielo es mi testigo
de lo que a continuación digo, y allá que me envíe al horroroso Infierno si me
invento una sola palabra. En la noche de aquel día, durante el velatorio por la
muerte de su padre, la hija mayor de la Viuda de Jacob de Nazaret ató su vida a
un árbol que tenía el poder de ahorcarla si ella no cumplía el Voto que
escribió en el corazón de su madre y de su hermana Juana.
María pudo haberse
callado; estuvo en su mano haberse llevado el dedo a los labios y no sujetarse
a la prueba. Pero no estaba en el carácter de la hija de Jacob resistirse a los
prontos de su personalidad. Ella prefería aceptar las consecuencias con todas
las de la ley.
Nadie las estaba
escuchando, estaban las tres solas delante de Dios. Por esto os he dicho que
quien quiera estar seguro de lo que escribo ahí está el mismo Dios que le cogió
la palabra a la hija de Jacob de Nazaret para afirmarme o desmentirme. Que Dios
se presente como Juez es natural, que acuda como Testigo es algo
extraordinario. De los valientes sin embargo es la gloria.
Y sigo.
Allí, delante de su
hermana Juana, María le juró a su madre que eso - ser sus hijas vendidas por
esclavas al mayor postor - no les pasaría a sus hermanas nunca, antes tenía el
Diablo que destronar al Altísimo, el Infierno conquistar el Paraíso, o pasaría
cuando el corazón de Herodes fuera elevado a los altares.
La fe de la hija de
Jacob de Nazaret era tan grande, su confianza en el Dios de su padre era tan
inocente que no le cabía en el corazón que su Señor fuera a abandonar su
familia a merced de los tiempos.
Entonces, muy sosegada,
con una seriedad de persona adulta, ella, María De Salomón, hija de Jacob de
Nazaret, puso por testigo al Dios de su padre y delante de su madre y de su
hermana Juana juró, invocando a la Ley de Moisés contra su cabeza si rompía su
voto, que ella, María De Salomón, no se quitaría el velo del duelo por la
muerte de su padre hasta que viera casadas a todas sus hermanas, que no
firmaría su propio contrato de bodas hasta que viera casado y con hijos a su
hermanito pequeño Cleofás.
Más aún: no se casaría
hasta que viera a los hijos de su hermanito Cleofás pegando botes, todos
felices y contentos por esa misma habitación por donde ahora el dolor campeaba
triunfante. Hasta ese día ella no se quitaría el velo del duelo por su padre.
La Viuda alzó la cabeza
al infinito. Juana miró a su hermana con lágrimas de eternidad en los ojos.
María De Salomón siguió diciendo:
“Por la memoria de mi
padre le juro, madre, que mis hermanas no conocerán amo. Cuando salgan de la
casa de mi padre saldrán alegres en los brazos de ese amor que vivieron sus
padres y del que bebimos sus hijas hasta saciarnos. Nadie comprará a las hijas
de Jacob. Consuele su alma, madre mía. Ese niño que tiene en sus brazos elegirá
de entre las hijas de Eva la más guapa. Así me haga el Señor si yo falto a mi
palabra: por esposo me dé el hombre más malo del mundo. No se destroce más el
corazón, madre; no ofenda al Cielo culpando a nuestro Señor de nuestra
desgracia, no sea que mi padre tenga que bajar la cabeza ante Abraham por la ofensa
que portan las lágrimas que nunca se acaban. Mi padre se pasea entre los
ángeles y a los pies de su Dios pide clemencia para su casa. Díselo tú, Juana”.
TITA ISABEL EN NAZARET
La noticia de la muerte
de Jacob de Nazaret cayó en la casa de sus suegros y demás familiares de
Jerusalén con la fuerza de un ciclón sin ojo destrozando ciego casas y
cosechas. Cleofás y señora, abuelos de María por parte de madre, querían subir
corriendo a Nazaret.
La prudencia aconsejaba
a Zacarías y su Saga mantenerse a distancia, subir más tarde a Nazaret, dejarlo
para una ocasión mejor, no sea que al ir todos juntos levantasen sospechas en
la Corte del rey Herodes. Uno cualquiera de los espías del rey podría encontrar
raro que todo un personaje de la categoría del hijo de Abías se interesase por la suerte de un simple campesino de la Galilea. Y dirigir la
atención del tirano a la casa de la Hija de Salomón era lo último que podía
permitirse Zacarías.
“Tú harás lo que
quieras, hombre de Dios”, con estas palabras Isabel cerró la discusión con su
marido sobre la conveniencia o no conveniencia de abandonar Jerusalén en esos
instantes. “Tú harás lo que quieras”, le repitió Isabel, “pero esta hija de
Aarón sale ahora mismo corriendo a abrazar a la niña de su alma”.
Isabel, esposa de
Zacarías, futura madre de Juan el Bautista, hermana mayor de la madre de Ana, y
por consiguiente tita materna de la Viuda era por estas coincidencias de la
Vida: tita abuela de la Virgen.
Lo mismo que Zacarías,
su marido, Isabel pertenecía a la casta aarónica entre cuyos miembros se elegía
a los miembros del Sanedrín. Con esto no quiero decir nada excepto que la
educación de la futura madre del Bautista no se ajustaba a la educación que
solían recibir las demás mujeres hebreas. Y si a esto le sumamos el hecho de
haber sido Isabel predestinada desde el seno de su madre para ser la esposa del
padre del Bautista, yo creo que desde esta posición de la Providencia las
puertas del tiempo se abren al que quiera atreverse a cruzarlas.
Pues así es, Isabel de
Jerusalén, tita abuela de la Virgen, era la hermana mayor de la madre de la
Viuda de Jacob de Nazaret.
Y así se hizo; Isabel
salió corriendo para Nazaret en compañía de Cleofás y señora, padres de Ana,
madre de María.
Cleofás, padre de la
Viuda, era, por tanto, el cuñado de Isabel.
Cleofás se casó con la
hermana pequeña de Isabel y tuvieron a Ana, su sobrina Ana, su lucero del alba,
la estrella de aquellos ojos que tanto lloraron la imposibilidad de no poder
tener hijos.
Para cuando Isabel,
Cleofás y señora llegaron a Nazaret el padre de la Virgen yacía ya en su tumba.
Los habitantes de Nazaret por su parte habían vuelto a sus vidas de todos los
días.
La llegada de sus padres
y de su tita Isabel volvió a despertar en los ojos de la Viuda aquel río de
lágrimas que yacía ahora dormido como muerto, y que excepcionalmente volvía a
flote cuando las visitas se paraban a consolarla. No sabía, no podía, no quería
vivir sin su esposo.
Para la Viuda de Jacob
de Nazaret su tita Isabel era esa persona que todos los hijos echan de menos en
sus padres. A los padres se les honra, pero a esa otra persona se le confiesa
todo. Lógico por tanto que fuese a Tita Isabel a quien la Viuda le descubriera
el suceso.
Como siempre después de
los pucheretes.
El Cigüeñal, la Casa de Abiud, hijo de Zorobabel, hijo de Salatiel, hijo de Salomón, rey y padre bíblico de la
familia de la Virgen, era un cortijo de los tiempos señoriales persas. Excepto
los graneros el edificio entero era de piedra labrada; hasta los establos.
Donde hoy se alza el
búnker de la Anunciación ayer se alzó una mansión medio cortijo medio
fortaleza.
El salón principal del
Cigüeñal de Nazaret tenía los muros adornados de las armas más antiguas e
impresionantes. Las había de todos los períodos transcurridos desde el Imperio
de Nabucodonosor II al del César I. También contra una de las paredes del salón
principal del Cigüeñal los albañiles de entonces abrieron una chimenea grande
como una cueva. Al fuego de esa chimenea se hallaban sentadas Tita Isabel y su sobrina
Ana. Cleofás y señora se habían llevado sus nietos a la cama.
La Viuda arrancó
entonces motores. Si las paredes hablasen dirían que la Viuda hizo en un rato
puchero para dar de beber a media África.
Tita Isabel siempre
encontró la forma de cortar aquellas aguas diluviales; por algo aquélla era su
niña. Bueno, era la hija de su hermana pequeña, pero como si fuera la hija que
ella nunca tuvo. Isabel quería a su sobrina Ana más que si hubiera sido su hija
propia. Es un decir. Pero aquello de arrancarse a llorar, caer en un silencio
eterno, volver a arrancarse, aquello no era normal.
“¿Qué te pasa, Anita?”
le preguntó inquietada Isabel “¿Por qué has esperado a que se fueran tus padres
para romper a llorar de esta manera? Ya estamos solas. Anda, dímelo”. Isabel
intentó averiguar qué le pasaba a su sobrina.
La Viuda abría los
labios. Los abría, sí, pero nunca llegaba a hilar una frase completa.
“Mi María…Tita…”
“¿Qué le pasa a tu
María, Anita?”
“Tita…yo…mi María…”
No acababa nunca. Con el
genio que tenía aquella mujer, y que tuviera con su sobrina aquella paciencia
infinita.
“Cuando te calmes me lo
cuentas, hija”.
Esto sucedió al rato muy
grande.
El oso disecado que
ocupaba el rincón del salón principal del Cigüeñal de haber estado vivo se
habría desesperado ya. Sobre la chimenea una cabeza de león oriundo de la
Asiria bostezaba expectante.
Isabel seguía mirando al
fuego cuando la Viuda logró terminar el relato sobre el Voto de su hija mayor.
“Repíteme eso, Anita”,
le pidió una Isabel absorta, maravillada.
“¿Lo ves, Tita? Ya sabía
yo que no te lo podrías creer”, y la Viuda se arrancó de nuevo.
Al alba, por fin la
madre del Bautista estaba al corriente del suceso que cambiaría el curso de la
Historia del Universo.
“Que sí, Tita, que mi
María no se quitará el velo del duelo por su padre hasta que vea a mi niño de
meses casado y bien casado. ¿Qué he hecho yo, Dios mío? Y tú ya sabes cómo es
mi María; si fuera hombre su palabra sería lo último que rompiera”.
¡Qué bien conocía la
Viuda a su hija mayor!
LA CASA DE JOSÉ EL
CARPINTERO
Entremos ahora un poco
en la historia de José, futuro esposo de la Madre de Jesús.
El clan de los
carpinteros de Belén experimentó un tirón económico muy fuerte a raíz del
nacimiento de José. Este no es el lugar para entrar en detalles íntimos sobre
la vida de los padres de José el Carpintero. A su tiempo abriremos la puerta
como quien corre un velo y veremos cara a cara la verdad de esa intimidad que
por ahora y hasta entonces dejaré en el aire. La razón para hacerlo se
entenderá más tarde. Para ir superando el trance digamos que una incursión
demasiado profunda en la vida de los padres de José el Carpintero rompería el
ritmo de este relato. Así que sigamos adelante.
Helí, padre de José, trajo
al mundo muchos hijos, hembras y machos. Se encontraba el hombre en la plenitud
de su alegría cuando un día se le fueron también las fuerzas, y se murió.
Helí se murió como se mueren
todas las cosas, de cansancio. Especialmente en aquellos días la causa de la
muerte de los hombres era ésa, el trabajo. Morían reventados. Estaban los
impuestos, los diezmos, los intereses. Los trabajadores apenas si llegaban
sanos a los cuarenta; a los cincuenta estaban medio muertos. A los sesenta ya
estaban muertos. Sólo los ricos y los tiranos llegaban sanos a los setenta. El
que llegaba a los ochenta o era un santo o era un monstruo. Helí,
padre de José, no fue ni lo uno ni lo otro. Sólo otro currante vendiendo cara
la vida de sus hijos contra tablones y clavos. Así que cuando se murió el Cielo
se llevó a su gloria otro de los buenos.
Como vemos la Muerte les
estaba siguiendo a sus enemigos los pasos. No teniendo quien empuñara la espada
contra ellos, la Muerte misma arremetía directamente contra las dos casas
mesiánicas. Invisible, silenciosa, golpeaba con la única arma a su servicio:
las tijeras de las Parcas. Ciega, la Muerte escribía en las familias de sus
enemigos páginas negras. Mas desde la luz del que gobierna el destino del
universo dejaba Dios moverse a sus anchas a la Serpiente.
Pero dejémonos de
crónicas del Infierno y de su derrota. Volvamos a poner los pies en tierra
firme. Para recordar ruinas y miserias siempre hay tiempo.
Tras la muerte de Helí, hijo de Matat de Belén, el
Derecho de Primogenitura convirtió a José en padre para sus hermanos y
hermanas. No comprendía este derecho el deber de permanecer soltero hasta que
el último miembro de su casa hubiese formado su propia familia. De hecho, el
matrimonio con la Hija de Salomón -María era por entonces su Prometida- se
acercaba cada año que iba pasando. José debía tener unos veinte años
aproximadamente cuando su padre se fue al Paraíso de los buenos. María debía
tener unos pocos menos.
Por esas fechas fue
cuando se murió el padre de María. Y así fue cómo los dos hombres que se juraron
casar a sus hijos desaparecieron de repente de la escena. Toda su vida soñaron
con verlos casados, y de la noche a la mañana un giro del destino les robó de
los ojos el sueño.
¿Qué iba a ser desde
entonces del futuro de aquel juramento que hicieran Jacob de Nazaret y Helí de Belén delante de Zacarías, hijo de Abías, sacerdote?
Idos los dos, muertos
quienes que se comprometieron a unir en matrimonio a José y María cuando la
edad lo dictase, María y José quedaban libres para seguir adelante y tomar o no
por propio el juramento de sus padres. ¿Qué harían? ¿Cómo obligar a José a
mantenerse soltero hasta que el último de los hijos de Jacob de Nazaret se
casase?
“Hijo mío, sé sabio ante
Dios y sus siervos. Ninguna recompensa satisface la condición del ser humano
con más plenitud que el ajustar nuestros pasos a su sabiduría. No somos nada,
nadie somos cuando se trata de pesar la decisión entre hacer nuestra
complacencia o hacer la de nuestro Señor Dios. Pon tu confianza entera en su
Omnisciencia, tu fe deposítala en su brazo todopoderoso, que nunca falla el
tiro ni yerra piedra. Tú conoces su voluntad; no le des la espalda. Yo me voy,
pero El permanece y se queda contigo. Él te guiará hacia la victoria de
nuestras Casas. Su ángel escribirá en su Libro: Dijo Dios, y así se hizo”, José
se crió con consejos de esta naturaleza.
LA SEÑORA ISABEL
Tras la muerte de Jacob
de Nazaret, padre de María, la Viuda se rehízo. Apoyada por Tita Isabel la Casa
de la Virgen de Nazaret superó el temporal siniestro que en su dolor se pintó
la Viuda durante el entierro de su esposo.
La señora Isabel,
miembro de la clase aristocrática de Jerusalén, experta en el mundo de los
negocios y las leyes judías, se hizo cargo de todo, movió cielo y tierra, y no
se fue de Nazaret hasta que quedó todo tan sólidamente restablecido que fue
como si Jacob nunca se hubiese ido.
Lista como ella sola,
con medios económicos suficientes para frenarles los pies a los hermanos de
Jacob que le pudieran ofrecer a la Viuda la comprar de las tierras, Tita Isabel
conservó para la hija de Salomón, su sobrina nieta, hasta el último acre.
Gracias a Tita Isabel no
vendió la Viuda ni una higuera. Allí estuvo Tita Isabel para contratar hombres
cuando llegaron las cosechas, para firmar contratos, para pagar a los hombres,
para cobrar los dineros de las ventas, y lo más importante para coger a su
sobrina Juana y enseñarle de la A a la Zeta el
abecedario de los negocios.
Pasó pues que Juana, la
que seguía a María, acompañó en el Voto a su hermana grande. Pero Juana, al
contrario que María, una artista con la costura, Juana heredó el carácter
entero de su difunto padre; no se cansaba ella ni de aprender de su tita Isabel
cómo manejar a los hombres ni de abrirse paso en el mundo de los contratos; ni
se cansó trabajando en el campo al frente de los jornaleros que trabajaron para
su Casa. Muchos apostaron que en cuanto se fuera la Señora Isabel la niña se
vendría abajo y tarde o temprano la Viuda tendría que vender.
“Hija, tú no les hagas
ni caso” le aconsejaba Tita Isabel a su sobrina nieta Juana. “Los hombres nos
miran como si la Sabiduría no fuera nuestra hermana. Porque la toman por esposa
se creen que la Sabiduría nos da la espalda. Tú, ni caso, Juanita. Y si el sol
apretara y la cosecha fuera mala yo te la compro entera al precio de una
cosecha de oro. Esto es muy sencillo, hija mía. Ten siempre una sola palabra;
si conviniste en más por lo que luego resultó valer menos, tú mantén tu
palabra; dijiste tanto, tanto pagas. Lo mismo cuando les toquen equivocarse contigo.
Conviniste en tanto, tanto cobras…”
Con el tiempo la pequeña
de las Vírgenes de Nazaret aprendió a hablar con los hombres que ella misma
contrataba como si fuera una persona mayor. Nunca las tierras del clan de los
hijos de David de Nazaret estuvieron tan fructíferas como en aquellos años
después de las grandes sequías.
Ni tampoco los señoritos
del Cigüeñal, la casa grande de la colina, anduvieron antes mejor vestidos.
La Señora Isabel, como
toda hija de Aarón, era una maestra en las artes de tejer mantos sin costura.
Era el manto de los miembros del Sanedrín. Señora de un grande del Sanedrín,
Isabel le podía asegurar a su sobrina nieta María que su taller de costura
sería el más rentable del reino entero.
-Pero Tita, le dijo
María, yo no puedo abandonar la casa de mi madre.
-Hija mía, ni lo
menciones, le respondió Tita Isabel.
El hecho de que siendo
la tita abuela que la llamasen Tita se debía al genio de la propia Isabel. La
hacía sentirse vieja que la llamasen “abuelita”.
Pues eso, entre sus
sobrinas nietas Juana y María se le fue el tiempo a la Señora Isabel. Si a su
Juanita la Señora le enseñó todos los misterios de los negocios y en su nombre
contrató capataz que la ayudara en todo, y le metió en la cabeza que desde
Jerusalén ella seguiría sus movimientos al día, y por Dios que ella se
anticiparía al cielo antes de ver caer sobre sus nietas otra desgracia; si a su
sobrina nieta Juana la puso al frente de los campos, a su “nieta” María la
sentó a su lado, y no la levantó de su vera hasta que su sobrina nieta aprendió
de las manos de una experta en trabajos sagrados los secretos más recónditos
del corte y confección de un traje sin costura. La Niña, que era de por sí una
artista, porque de su propia madre le venía la escuela, cuando se despidió de
“la abuelita” no sólo había heredado uno de los misterios más celosamente
guardados por las hijas de Aarón, sino que además abrió su propio taller de
costura en Nazaret.
Del taller de corte y
confección de la Virgen de Nazaret salieron para Jerusalén algunos de los
mantos sin costura orgullo de la casta de los príncipes de la Ciudad Santa.
Mantos por los que se pagaba oro contante y sonante. Sólo se tenía uno, y era
para toda la vida.
-¿Pero Tita, de dónde
sacaré el dinero para las sedas, y para los hilos de oro?, le preguntó una vez
Ella.
-No te pongas la pelliza
por una nube, hija -le respondió la Señora Isabel-. Cuando yo te haga el
encargo te enviaré sedas para que vistas a todas tus hermanas, y un saco de
hilos para que le hagas a tu hermano una trenza con cabellos de plata. Si el
Señor no me ha dado hijos será por algo. ¿Qué se creen los hombres? Para el
hijo de Natán todo. Hija mía, le han regalado un potro íbero a tu José que ya
para sí lo quisiera un general romano. Con él, con tu José, bajan la guardia y
ya parece tu Prometido un príncipe entre mendigos. ¿Quién va a prohibirme a mí
regalarle a la hija de Salomón la Luna y las estrellas envueltas en sedas y
atadas con hilos de oro?
Y así fue. En efecto,
cómo llegaron a vestir las hijas de Jacob de Nazaret fue la admiración de todos
los miembros del clan de David de la Galilea. A la hora de casarlas, ya se
adivina, la dote que quisiera la Viuda por Ester y Rut, las mellizas.
-¿Dote? ¿Quién ha
hablado aquí de dinero? ¿Tú lo amas, hija? - era la respuesta de la Viuda a los
pretendientes de sus hijas.
Estaban equivocados,
vaya que sí estaban equivocados. ¿Comprarle a la Viuda una hija?
Imposible.
¿Mejor partido en toda
la comarca?
Ninguno.
Los campos de la Hija de
Jacob producían al ciento por ciento. Del taller de la Virgen de Nazaret
salieron los vestidos más buenos, bonitos y baratos de la región. ¿Al niño de
la casa? Al Cleofás, al benjamín de la casa, sólo le faltaba la diadema para
dejar a los hijos de Herodes a la altura de los mangantes. Por tanto, el que
fuera a casarse con sus hijas que no le viniera a la Viuda de Jacob hablando de
dineros. Su corazón era lo que tenían que ponerle sobre la mesa, abierto de par
en par, abierto como una luna llena, desnudo como el sol de un cuarenta de Mayo.
Y luego que fuera lo que el Cielo quisiera.
LA SEÑORA MARÍA
A la muerte de sus
abuelos, Cleofás y señora, María De Salomón heredó la casa de su madre en la
Ciudad Santa. Hablamos de la casa de la heredera de un Doctor de la Ley que
tuvo por padrino de carrera burocrática al jefe del grupo de influencia más
poderoso en la corte naciente del rey Herodes. Hablamos de una señora casa.
Hablamos de una Señora, la Señora María de Nazaret, hija de Ana, hija de
Cleofás, cuñado de Zacarías, el hijo de Abías -Abtalión para la historiografía oficial-. Hablamos pues de
una María miembro legítimo de la aristocracia sacerdotal judía por parte de
madre. (En esta primera parte de la Historia no vamos a entrar en la vida de la
casa de Cleofás, padre de la madre de la Virgen. En la segunda parte pegaremos,
pediremos permiso y ya veremos con los ojos del espíritu qué quiero decir
cuando digo que Cleofás, padre de la Viuda, perteneció al grupo aristocrático
judío que sin ser herodiano fue el más influyente ante la Corte del rey
Herodes. Por ahora baste la confianza a la hora de articular sobre la roca de
nuestra Fe los pilares en los que descansa el edificio de esta Historia).
Sin ir más lejos vemos
al Señor Jesús en el prólogo de la Última Cena enviando a un discípulo suyo a
anunciarle a uno de sus siervos su venida. El hombre no rechista; y no rechista
porque conoce al mensajero, y sabe quién es el “señor” que le está apremiando a
tenerlo todo dispuesto para la Última Cena.
La leyenda de Jesús el
Carpintero, digámoslo todo, tuvo su origen en la mentalidad de los pueblos
pequeños antiguos. El título local del padre pasaba al hijo. El padre fue
carpintero, el hijo será el Carpintero toda la vida, aunque llegue a tener más
fanegas que un marqués; su padre fue el carpintero y su hijo será el hijo del
carpintero hasta que se muera.
Es verdad, sigamos
diciéndolo todo, que José llegó a Nazaret siguiendo la ruta de los nómadas. El
hombre se plantó en el pueblo, le arrendó a la Viuda un trozo de terreno para
plantar la tienda. Montó el taller. Le acabó gustando a José el ambiente -eso
decía él de puertas afuera- y acabó enamorando a la heredera de la Viuda. Para
las fechas la Virgen era dueña de higuerales, viñedos, olivares, tierra calma,
ganados, y además era la propietaria de un taller de confección y costura en
pleno boom gracias a la ola nacionalista.
Hasta entonces los
trajes típicos se tenían que encargar en algún taller de la Judea. Las judías,
sobre todo las jerusaleñas, habían conservado
celosamente el secreto de la confección de los trajes de novia y vestidos de
fiestas nacionales. Entonces fue y va la Virgen de Nazaret y abrió su propio
taller de confección y costura.
En medio de tales
circunstancias la creación del taller de la Virgen de Nazaret, la verdad, se
abrió paso enseguida. Gracias a las relaciones sanguíneas que su familia
mantenía por toda la Galilea la publicidad necesaria, sin tener Ella que darle
tiempo al tiempo, fue llama sobre reguero de pólvora. Sólo había que fijarse en
cómo vestían sus parientes. Luego estaba el precio; la Virgen de Nazaret era
una santa; si no tenías dinero se lo podías pagar cuando te sonrieran las
cosas. Te ajustaba el precio a tu caso y jamás te mandaba al hombre del frac a
reclamarte los duros. Una verdadera santa. Por supuesto cuando se anunció su
boda con el Carpintero todo el mundo se quedó con la boca abierta.
¿¡La Virgen se casa!?
Lo cierto es que José y
María primero esperaron a que Cleofás se casara.
El benjamín de la casa
se casó con María de Canaán, del clan davídico también. Al año Cleofás y María
de Canaán trajeron a Santiago al mundo. (Este Santiago llegaría a ser el Primer
Obispo de Jerusalén. La Historia lo conoce por Santiago el Justo, hermano del
Señor, uno de ellos, y que luego fue asesinado por sus propios hermanos de
raza. El destino de los hermanos de Jesús forma parte de la historia del
Cristianismo. Un paseo por el recuerdo de la fascinante aventura de los
primeros cristianos, siento lamentarlo, supera el alcance de este Relato. El
hecho es que la suerte de los hermanos de Jesús quedó sellada la Noche de la
Matanza de los Santos Inocentes. ¿No fueron triturados los sobrinos de José
bajo los pies de la Fortuna? La Bestia perseguía al Niño, y en su impotencia
para encontrarlo derramó fuego por los ojos contra todos sus familiares.
¿Cuántos sobrinos le mataron en una sola noche a José? ¿Cuántos hijos de
Cleofás se llevarían? Lo dicho, en el futuro, si Dios quiere, entraremos en la
tragedia de los famosos hermanos de Jesús, hijos de Cleofás y María la de
Cleofás). Pues bien, al otro año de tener a Santiago el Justo, Cleofás y María
de Canaán, María la de Cleofás para el Nuevo testamento, trajeron a José. Y
siguieron trayéndole a Jesús primos y primas.
EL NÓMADA
De todos los niños de
Nazaret a ninguno como al Cleofás le cayó tan bien José. Pero desde el mismo
día que José llegó a Nazaret. No es mentira que José hizo su entrada en Nazaret
espectacularmente. Su caballo íbero negro como la noche y sus tres perros
asirios cazadores de leones rompiendo genial la monotonía. Luego estaba el
jinete; gigante en su Bucéfalo, hijo de Pegaso, el caballo de los superángeles; el pelo ni largo ni corto, al cinto la
mismísima espada de Goliat.
Y decía el forastero que
era un nómada a la aventura por las provincias del reino.
Los nazarenos lo miraban
y no se lo podían creer. ¿Un nómada como otro cualquiera, a la aventura por
esos caminos de Dios a lomos de un potro de aquella raza, bello como el caballo
de un arcángel en plena batalla, custodiado por tres fieras, hermosas como querubines
y temibles como dragones?
Aquél gigante era puro
misterio. Sus rasgos psicológicos y físicos no coincidían con la imagen popular
del nómada sin patria chica, siempre borracho, siempre pendenciero, más bien
flaco, los morros rojos vinateros, los sesos quemados por los soles y los
fríos. No señor, aquél nómada no era otro más. Los nómadas iban en burros, en
el mejor caso en yeguas viejas, chinches, pulgas y chuchos por compañía. No
señor, aquel José era puro misterio.
Con secreto o sin
secreto la cosa es que Cleofás, el hermano pequeño de la Virgen, le cogió un
cariño tan grande a aquel nómada nacido en Belén que acabó viviendo más en la
tienda del Carpintero que en su propia casa.
Pero yo sé que por lo
que más se moría aquel muchacho era por hacer realidad su sueño de subirse al
caballo de José y trotar por los cerros levantando polvo de estrellas en los
ojos de su princesa azul. ¡Cosas de muchachos!
Y justamente fue esto lo
que vino a pasar. Sucedió eso. Todas las hermanas de Cleofás se casaron. Excepto
sus dos hermanas grandes, María y Juana, que se mantenían vírgenes desde la
muerte de su padre. Es la verdad, todas sus hermanas se habían casado ya,
habían formado familia y tenían sus hijos. Él, Cleofás, era el único de los
hijos de Jacob de Nazaret que aún seguía viviendo en la casa de su madre.
Desde fuera, para los de
fuera, Cleofás era el señorito del pueblo, el niño mimado de sus hermanas las
Vírgenes. Mientras todos los muchachos se dedicaban a ayudar en el campo, el
señorito Cleofás vivía a cuerpo de príncipe sin saber lo que eran la hoz y la chapulina. Así que si se pasaba el día en la Carpintería de
José no era porque le hiciera falta ganarse el pan. Para nada. Si se decidió a
servirle de aprendiz no fue porque el hermano de la Virgen tuviera que aprender
un oficio. Lo que de verdad le privaba a Cleofás era ascender de categoría a
los ojos del Carpintero, ganarse su confianza y recibir su permiso para pegar
el bote, subirse en lo alto de aquel caballo íbero y darse el disfrute de ver
el mundo a lomos de aquella criatura mágica.
Y así fue. Al cabo
Cleofás subió de monaguillo a fraile, y ya recorría el mundo de fiesta en
fiesta a lomos del maravilloso caballo de su jefe. A los vecinos del pueblo les
tenía mosca que el Carpintero le diera tanta cuerda al muchacho. Un caballo de
aquéllos no se prestaba, y menos, como quien dice, a un niño.
La respuesta de José a
las suspicacias de sus nuevos vecinos fue prestarle a su aprendiz, además de su
caballo, dos de “sus cachorros”. Cada vez que enviaba a su ayudante y aprendiz
de carpintero a una aldea vecina, José le daba por compañeros de viaje un par
de sus cachorrillos, dos canes en vías de extinción que le regalaron en su día
sus padrinos babilonios.
Cleofás empezó llevando
un encargo a la aldea vecina, a caballo naturalmente. Y acabó por tener el
caballo de su patrón como propio cuando con ocasión de alguna fiesta local, una
fiesta de la vendimia, por ejemplo, sus hermanas casadas reclamaban su
presencia. Fue así cómo Cleofás conoció a María de Canaán, la futura madre de
sus hijos, los famosos hermanos de Jesús.
Cleofás y señora se
conocieron, se casaron, y se instalaron en la casa de la Hija de Jacob, y
tuvieron sus hijos.
Digámoslo todo, la
Carpintería del Nómada no era una multinacional del mueble ni tenía vocación de
líder del sector, pero para Cleofás que José era el mejor. Enamorado y padre de
sus niños el taller de su jefe era todo lo que tenía, y Cleofás estaba
dispuesto a dejarse la piel antes de verlo hundirse. De todos modos, su jefe era
un hombre extraño. No le faltaba nunca la plata. Vendiese o no vendiese siempre
ganaba la casa. Tampoco lo machacaba con sus problemas. Nunca. En realidad,
José el único problema que tenía era que no tenía señora. Ni se le conocía
pretendiente. No por falta de mujeres. No. Era él, José. No tenía mujer porque
no se la había dado Dios todavía. Y lo decía José con el misterio de quien
tiene un secreto inconfesable.
-Dios dará, hermano,
Dios dará…, le respondía José al muchacho.
Al poco de nacer su
sobrino José, segundo entre los hijos de Cleofás, la Virgen cerró el duelo por
la muerte de su padre.
La Virgen había vencido.
Hizo un Voto y lo había cumplido. Ahora era libre para casarse; y casándose
cumpliría el juramento que su padre le hizo al Señor y no pudo cumplir porque
la Muerte se le cruzó en el camino.
Ante testigos sagrados
juró en su día Jacob de Nazaret, sobre la cuna de su Primogénita María,
legítima heredera del rey Salomón, sobre su vida juró Jacob que sólo le daría
su hija por esposa al hijo de Helí, hijo de Resa, hijo de Zorobabel, hijo de
Natán, profeta, hijo de David, rey.
Al poco de nacer el
segundo de los hijos de Cleofás, José el Carpintero le pidió la mano de la
Virgen María a la Viuda. La Viuda aceptó la petición, y al otro poco se firmaron
los documentos del contrato de bodas entre María, hija de Jacob, hija de Matán, hija de Abiud, hija de Zorobabel, hija de Salomón, hija de David, rey, y José,
hijo de Helí, hijo de Resa,
hijo de Zorobabel, hijo de Natán, hijo de David,
profeta.
La noticia de la boda de
José el Carpintero y María la Virgen arrasó Nazaret.
-La Virgen se casa.
-¿Con el Carpintero? Lo
sabía.
Un partido excepcional
la novia. Dueña de la casa de la colina, propietaria de las mejores tierras de
la comarca, fundadora del taller de sastre y costura de Nazaret que vendía los
vestidos de novia más buenos, bonitos y baratos de la región.
¿Quién era el novio? Un
don nadie de Belén, un nómada a la aventura que había encontrado lo que estaba
buscando. ¡Quién se iba a pensar que donde fracasaran tantos buenos partidos
fuera a triunfar un forastero sin causa!
Así que, si por parte de
Madre nuestro Jesús era el heredero de Cleofás de Jerusalén, Doctor de la Ley,
su abuelo, y por parte de Madre también todas las propiedades de su abuelo
Jacob de Nazaret le pertenecían, estamos hablando entonces de un joven rico
llamado Jesús de Nazaret. ¿O acaso creéis que quien le pidiera al joven rico
dejarlo todo y seguirle no hizo El mismo ese acto de renuncia y abandono de
todas sus propiedades?
Hijo de sus padres,
durante su mandato nuestro Jesús levantó la economía de su familia a su máximo
esplendor de comodidad y prosperidad. Durante los días que estuvo al frente de
la Casa de su Madre las bodegas se llenaron de excelentes vinos, los almacenes
rebosaron de trigo, aceite, aceitunas de mesa, higos, granadas, leche, carne, y
peces que le traían desde el mar de la Galilea a su casa, cuando no iba a
buscarlo nuestro Jesús personalmente. Los vinos de las viñas de Jesús de
Nazaret se vendieron en toda la Galilea; poco pero excelente, el mejor. Te
alegraba y jamás te ponía violento, el día después se levantaba uno con la
cabeza despejada, el corazón alegre. Vino de Jesús de Nazaret, vino de Baco,
decían los romanos de la guarnición de Séforis, a dos
horas de distancia.
Los titos abuelos de su
Madre, Isabel y Zacarías, le habían legado también propiedades en las afueras
de Jerusalén.
El heredero legítimo de
Zacarías e Isabel era Juan, como todo el mundo sabe. Antes de nacer Juan el
Bautista como ya no esperaban tener un hijo Isabel y Zacarías legaron todo lo
que tenían a la madre de María. Este testamento no se revocó jamás debido a la
muerte violenta de Zacarías y a la desaparición de Isabel y Juan en las cuevas
del Mar Muerto.
Así que en la Jerusalén
de los dineros el Joven Nazareno fue conocido como se conoce un misterio. En realidad,
nadie sabía quién era. En lo que todos parecían ponerse de acuerdo era en ser
Jesús de Nazaret, el hijo de la Señora María, un joven de una prudencia y de
una sabiduría superior a la talla normal en un hombre de su juventud. Manejaba
dinero, pero no le interesaba el Poder. Estaba acostumbrado a mandar y ser
servido, y sin embargo seguía aún soltero. Era culto, hablaba los idiomas del
imperio, ¿creéis que le pusieron intérprete para hablar con Pilatos? Sabía
escribir, tenía genio para los negocios. Su Madre era el punto débil del Joven
Nazareno. ¿Pero a quién no se le perdona esto?
BODA Y NACIMIENTO DEL
NIÑO
María y José se
comprometieron. La regla general era que el padre del novio fuese a charlar con
los padres de la novia del deseo de su hijo de casarse con la novia. Se hablaba
de la dote y cerraban el trato. En el caso de José fue el propio José quien
habló con la madre de la novia y le pidió su hija por esposa. La madre de la
novia aceptó y firmaron el contrato de boda.
Por aquellos días la
tradición imponía un año de noviazgo desde la firma del contrato hasta el día
de la boda. Al año podrían casarse. Durante el año de noviazgo sin embargo los
novios quedaban obligados a la ley sobre el adulterio. Era la norma, pero en
ningún caso ley sagrada. Moisés no había dado ningún precepto relativo a la
prohibición de casarse inmediatamente después de ser firmado el contrato
matrimonial. Habían sido los propios judíos quienes se impusieron a sí mismos
ese año de espera.
No se sabe si culpando a
Dios de haber sido tan blando, la cosa es que no contentos con el monte de
leyes que les dictara, ellos se echaron a la espalda otra montaña de
prescripciones, leyes, tradiciones, mandatos, normas canónicas y no se sabe
cuántas obligaciones más. Así que como no era Ley de verdad tampoco nadie se
asustaba si se daba el caso de tener que acelerarse los trámites por debilidad
de la carne. El niño nacía sietemesino. Pero bueno, tampoco es para armar un
escándalo. ¿No cura el pecado una boda como dios manda? Por supuesto que sí.
La cara negativa era que
sin ser ley la debilidad de la carne llegaba a pagarse con la muerte si el
pecado no había sido cometido por el novio. En este caso todo el peso de la ley
sobre el adulterio recaía contra la novia. Juzgada por adúltera pagaba su
debilidad con la pena de muerte, generalmente por apedreamiento.
Por muchas otras razones
un contrato matrimonial podía romperse. No era corriente, pero se daban casos.
Incompatibilidad de caracteres, por ejemplo. Se devolvían los dineros y cada
cual tiraba para su casa.
En el caso más general,
embarazo durante el año de espera, tampoco la sangre llegaba al río. Son
jóvenes, pero que bienvenido sea el nieto. ¡Qué culpa tienen los muchachos!
Banquete de boda, celebración por todo lo alto, pelillos a la mar, el niño
nació sietemesino. ¿Y qué? Gloria bendita. Bien acabó lo que bien empezó, es lo
que importa.
El caso de la Virgen fue
de otra naturaleza. Un día -le confesó Ella a los Apóstoles- se le apareció el
ángel de Dios y al otro ya estaba en estado de gracia. Los Apóstoles se lo
contaron a sus sucesores éstos a los suyos y ahí sigue la Confesión de la
Virgen de boca en boca.
Concebir por obra y
gracia del espíritu santo se dice muy pronto.
“¡Estoy en estado por
obra y gracia del espíritu santo!”, hubo de confesarse la Virgen a sí misma uno
de aquellos días.
Nadie creerá que la
Virgen salió corriendo de alegría gritándole a todo el mundo el Relato de la
Anunciación. No es algo que sucediera todos los días. De hecho, en toda la
Historia de la Humanidad jamás había tenido lugar un fenómeno igual. El caso
más parecido a una concepción sobrenatural de la naturaleza que nos cuentan los
Evangelios lo encontramos en el mundo de las mitologías.
Sin ir más lejos la
propia madre de Alejandro Magno confesó por ahí que tuvo a su hijo con uno de
los dioses del mundo clásico al que ella pertenecía. Fuera por respeto a su
madre o por orgullo su hijo mantuvo su origen semidivino.
Que yo recuerde es el caso más parecido al que la Virgen puso sobre la mesa de
los siglos.
Bueno, ¿por qué no? El
Dios de los hebreos había realizado muchas obras extraordinarias desde los días
de Moisés a los corrientes. Sus Escrituras hablaban de la Concepción de un Niño
nacido de una Virgen. Como ejemplo de fantasía llevada a su extremo más alto de
imaginación y genio que el Dios que creara los Cielos y la Tierra pueda
realizar una obra de esa naturaleza estaba a la altura de la concepción que
sobre su Naturaleza se hicieron los hijos de Adán y Eva. ¿Por qué no iba a
poder Alguien de los Atributos que se le concedía al Dios de Moisés -todopoder, omnipotencia, omnisciencia- ser capaz de poner
en escena un Acontecimiento tan imposible de creer?
Ahora, María, vete
corriendo a explicárselo a alguien. Vete corriendo, busca a tu marido y dile
que eres la Virgen que habría de concebir un Hijo “nacido para llevar sobre sus
hombros el manto de la Soberanía, para ser llamado Príncipe maravilloso, Dios
fuerte, Padre sempiterno”.
¡Dios santo, qué suerte!
Y ahora siéntate a
esperar y confía en que tu marido te diga “Aleluya, Amén, Aleluya”, pegue botes
de alegría, te levante en brazos y te coma los ojos a besos.
¿No tienes bastante
todavía? Pues bueno, vete y cuéntaselo a tu hermana del alma, y mira que tu
hermana Juana te quiere más que al río Jordán, más que al mar de los Milagros,
más que a los Montes de Judá. Anda, María, vete, corre y díselo.
Lo digo porque -con
independencia de la opinión de todo el mundo- pasaron las semanas y pasó lo que
tenía que pasar. La Virgen empezó a tener mareos extraños; se le iba, se le
venía. ¿Sería la emoción? ¿Sería el calor? Que no, mujer, eran los síntomas
típicos de las embarazadas.
De cualquier otra mujer
del mundo sus vecinas hubieran podido esperarse que un hombre como un castillo,
caso de José el Carpintero, hubiera conquistado la fortaleza de la virtud de la
novia antes de la boda. De cualquier otra mujer, por supuesto que sí, pero de
la Virgen María es que ni les cabía en la cabeza a sus vecinas.
El hecho es que les
cupiera o no tuvieron que rendirse a la evidencia.
“Que el Señor os lo dé
sano, hijos”, con estas palabras y otras parecidas le dieron la enhorabuena los
vecinos al novio, un José que no sabía a qué venía la indirecta. La verdad es
que no la cogía. El hombre se creía que le adelantaban las bendiciones.
“Que sea niño, y os lo
dé el Señor sano, señor José”, le seguían pinchando las vecinas. El señor José
no se enteraba.
Es la verdad, a las
semanas de la Anunciación la novia empezó a mostrar los síntomas clásicos de
las primerizas. Mareos despistados, sofocos tontos. Como son algo que no se
puede controlar la Virgen no podía evitar ser sorprendida. Sin embargo, lo
último que podía hacer era encerrarse, esconderse. Tenía que seguir su vida;
seguir haciendo su vida era la mejor manera de ni afirmarles ni negarles
palabra a sus vecinas. Al menos mientras no se decidiera a contarle a su madre
la verdad.
La madre de la Virgen
también tardó en coger la película. Fue, exceptuando José, la última persona en
enterarse del rumor que comenzaba a escandalizar a sus vecinas.
A los ojos de la Viuda
la inmaculada castidad de su hija seguía siendo tan inaccesible a las pasiones
humanas como lo fuera antes de comprometerse. Exceptuando el acceso más libre
del novio a la casa de la novia, y esta libertad condicionada a la necesaria
presencia de un familiar de la novia entre ella y el novio, su hija María había
seguido haciendo su vida tal cual, esa vida que le había ganado a la Virgen de
Nazaret su fama desde un confín al otro de la Galilea. ¡Cómo sospechar nada
malo de su hija entonces!
“Que el Señor te dé el
nieto más hermoso del mundo”, le pinchaban a la Viuda sus vecinas.
“Tu María se lo merece
todo; ojalá que el niño salga a su abuelo Jacob que en gloría esté”, por si la
Viuda no se había enterado seguían pinchándole.
La Viuda era de
Jerusalén, se había criado en otro ambiente. Pero no era tonta. De no haberse
tratado de su hija la Viuda hubiera apostado un ojo de su cara que aquella
Virgen estaba embarazada de tantas y tantas semanas. El problema era que no le
cabía en la cabeza la idea de hallarse embarazada su María.
La fe y la confianza que
la Viuda tenía en su hija mayor eran tan grandes que le tenía los ojos cegados.
Gracias a Dios a la Viuda se le cayó la venda de los ojos antes que a José. Finalmente,
la Viuda tuvo que admitirlo aunque su hija ni se lo afirmase ni se lo negase.
“¿Qué te pasa, hija
mía?”, le preguntaba ella.
“Nada. Es el calor,
madre”, le respondía la hija.
El dilema de la Viuda
comenzó cuando las vecinas comenzaron a hablar de palabras mayores, adulterio,
por ejemplo. No se lo soltaron a la cara, pero entre mujeres y vecinas, ya se
sabe, sobran las palabras. Así que la Viuda comenzó a asustarse.
“Mi María está en estado
de gracia. ¿Cómo es posible?”, acabó la Viuda por confesarse.
Y su hija del alma sin
afirmárselo ni negárselo. Desesperada por el silencio de su hija se fue a por
su yerno, a que le respondiera esta sencilla pregunta: ¿Había de acelerarse la
fecha de la boda?
Y así lo hizo, la Viuda
se fue a por “su hijo” José. Llevar a José al tema le iba a costar a la Viuda
un montón. Como no sabía en qué escenario se encontraba ni cuál era su papel en
la historia la Viuda se dijo que tenía que llevar a José al tema sin
descubrirle el meollo del problema. Una cosa muy rara. Llevarlo había que
llevarlo, el problema era llevarlo sin abandonar la periferia del tema. Lista
como ella sola, sin decírselo le diría con todas las palabras lo que había, su
mujer estaba encinta, ¿qué tenía que decir él, el novio?
Al largo rato de
merodear alrededor del tema, la Viuda comprendió que o José se hacía el tonto
de maravilla, aspecto que desconocía en el santo de su yerno, o es que
sencillamente José no sabía nada de nada, y no cogía de qué le estaba hablando
su suegra.
José la miraba con una
naturalidad tan inocente de toda culpa que la Viuda empezó a no saber dónde se
hallaba. Por un momento se sintió como si la tierra se le estuviera abriendo
bajo los pies y no supiera qué era mejor, luchar o dejarse tragar. Hasta el
alma le titiritaba de frío bajo el efecto del temblor que se le fue metiendo en
los huesos según la verdad se le fue haciendo cada vez más enorme de peso. Su
yerno no sabía nada de nada y ella sólo sabía que tenía que salir de aquel
infierno, tenía que hablar con su hija y que le dijera por Dios qué estaba
pasando.
¿Qué estaba pasando?
Había pasado algo
increíble de creer, había sucedido algo imposible de contar. Generaciones
enteras y los mismos siglos se dividirían en dos como se divide el caudal de un
mar que encuentra en su lecho una gigantesca piedra angular. Y su hija sin
encontrar la forma de descubrirle el relato de la Anunciación.
María no encontraba el
momento. Bueno, momento lo que se dice momento, sí se le ofrecía. Su madre y
ella solían sentarse juntas a coser. Durante ese tiempo hablaban y hablaban.
Hablaban de todas las cosas. O simplemente permanecían en silencio.
En este nuevo silencio
que durante los últimos días se había instalado entre madre e hija latían dos
corazones a punto de saltar hechos pedazos. La madre quería preguntárselo a su
hija: ¿Estás embarazada, hija mía?, y no encontraba el cómo. La hija quería
darle un “Sí, madre mía”, un Sí maravilloso, Divino, y no encontraba el cuándo.
El hecho es que el Niño
estaba creciendo en sus entrañas, que la evidencia de su estado se estaba
criando cada día más grande, que si José se enteraba por la boca de los
vecinos… No quería ni pensarlo.
Necesitaba revelarle la
verdad a su madre. Su madre era la única persona en el mundo en quien podía
confiar Ella un Misterio tan grande. Tenía que hacerlo, pero como no daba con
el cómo no llegaba nunca el cuándo.
Pues pasó que la madre y
la hija se sentaron uno de aquellos días la una frente a la otra. Las dos
mujeres sabían que había llegado el momento, que ése era el momento. La primera
en hablar fue la Virgen.
“Madre, ¿usted cree que
Dios lo puede todo?”, exhaló Ella con toda ternura.
“Hija”, suspiró la
Viuda, que sólo quería ir derecha a la pregunta: ¿Estás embarazada hija mía?, y
no le salía.
“Ya lo sé, madre. Usted
me dirá: Dios es nuestro Señor, ¿cómo mediremos nosotros la fuerza de su Brazo?
Y yo soy, madre mía, la primera en repetir sus palabras. Pero quiero decir, ¿su
Poder se acaba donde empiezan los límites de nuestra imaginación o es
precisamente al otro lado donde empieza su Gloria?”.
“Qué me quieres decir,
hija mía, que no te entiendo”, atrapada en una dirección distinta a la que se
moría por emprender la madre de la Virgen articuló como pudo.
“Yo tampoco sé muy bien
cómo llegar a donde quiero ni qué quiero decir. Tenga paciencia conmigo, madre.
Después de aquí nos vamos al Cielo y desde allí Arriba las cosas de la Tierra
no nos afectan; así que lo que nos toca es intentar descubrir la naturaleza del
Dios que nos llamó a soñar el Cielo mientras estamos aún aquí en la Tierra. ¿No
es verdad que Dios puede convertir las piedras en hijos de Abraham? Pero lo que
yo me pregunto es si hablando de esta manera lo que el profeta quiso darnos a
entender es que tenemos la cabeza tan dura como una piedra. ¿Puede una piedra
conocer a Dios? ¿Entre un hombre que no quiere conocer a Dios y una piedra cuál
es la diferencia?”.
“¿Adónde me quieres
llevar, hija?”, la Viuda, como pudo, aguantó su impaciencia.
“A un hecho maravilloso,
madre. Pero como no sé el camino no se enfade conmigo si exploro sola como esos
montañeros que se enfrentan por primera vez a la pared virgen. Lo único que me
puede pasar es que caiga a los pies de su falda traspasada por mi ignorancia”.
“No digas eso, hija. No
estás sola, aunque vieja yo te sigo. Sí, María, yo sé que la gloria de Dios
empieza donde acaba la imaginación del hombre. Sigue”.
La Virgen rompió
entonces en dirección en apariencia aún más contraria, diciendo:
“Madre, ¿qué le dijo de
mi abuelo Zacarías el mensajero? ¿Por qué no me lo ha querido contar todavía?
¿Por qué no me ha enviado a la casa de mi abuela Isabel? Ahora que puede,
contésteme: ¿Puede o no puede hacer nuestro Dios que unos ancianos den a luz?”.
La Viuda y José no
habían querido descubrirle aún a María la naturaleza del mensaje que Zacarías e
Isabel les habían enviado hacía poco; de hecho, la Viuda había decidido
enviarles a María. La cuestión del estado de gracia en que de pronto se halló
su hija le borró de la mente todo lo demás.
En efecto, el mensajero
que Zacarías e Isabel enviaron a Nazaret les describió a la Viuda y su yerno,
detalle por detalle, lo que le había sucedido a Zacarías en el Templo.
Especialmente la imagen del hermosísimo ángel que castigó la falta de fe de
Zacarías quitándole el habla.
¡Señor! su hija María le
estaba describiendo aquel ángel como si ella misma lo hubiera visto con sus
propios ojos. ¿Cómo era posible?
En principio, era
imposible. El mensajero de Isabel y Zacarías no habló con Ella mientras estuvo
en Nazaret. Claro que se lo podía haber contado José.
¿Se lo había contado
José? José le dio su palabra de no ser él quien le daría la noticia a su hija.
La palabra de José, la Viuda lo sabía, era ley pura y limpia como los chorros
del oro. No la rompía jamás. No, José tampoco le había dicho nada todavía.
Estaba preguntándose
cómo su hija se había enterado cuando el corazón se le fue al recuerdo del día
que su hija hizo el Voto de Virginidad.
Allí, en aquellos días,
la Viuda se preguntó por qué el favor del Señor sobre su casa se había
extinguido, por qué les había vuelto la espalda como quien abandona los
despojos al enemigo. En el secreto de su corazón la Viuda quedó atrapada entre
las redes del Dilema de Job. Pero a diferencia del santo ella no encontró la
respuesta enseguida. Ni la encontró en los años que habían pasado desde la
muerte de su marido al día corriente.
Había llegado la hora de
saber la razón por la que el Señor se llevó entonces a su marido. Maravillada,
absorta, fuera de este mundo, flotando su ser sobre las mismas olas que un día
se convirtieran en colinas bajo los pies de Espíritu de Dios, la Viuda siguió
mirando a su hija con los ojos clavados en sus palabras.
Entonces la Virgen
volvió a cambiar de tema.
“Madre -le dijo Ella-
¿no juró Dios que un hijo de Eva le aplastaría la cabeza a la Serpiente?”.
“Así es”, le respondió
la Viuda con el habla perdida en alguna parte del infinito en que se había
quedado atrapada su mirada.
“¿Y no dicen también
nuestros libros sagrados que de todos los hombres que han existido sobre la faz
del mundo jamás nació uno tan grande como Adán?”, siguió Ella.
“Así me lo enseñó mi
padre a mí y así te lo enseñó a ti el tuyo. Te escucho, hija”.
María continuó adelante:
“Cuando Dios nos
prometió el Nacimiento de un Hijo nacido para llevar sobre sus hombros la
Soberanía ¿no pensaba en el Campeón que había de suscitarnos para liberarnos
del imperio de las Tinieblas?”.
“Sí que pensaba”.
“Pero si el Maligno
venció una vez al hombre más grande que ha conocido el mundo ¿no tiene razón el
santo Job al presentarnos al asesino de nuestro padre Adán ante el Trono del
Omnipotente todo tranquilo mientras esperaba al siguiente?”.
“Sí que la tenía”.
“Claro que sí. Quien
venció al hombre más grande del mundo ¿por qué no iba a vencer a su hijo?”.
La Virgen bajó los ojos
y respiró mientras ensartaba aguja e hilo. Su madre permaneció mirándola sin
decir palabra. Al ratito Ella volvió al campo de batalla.
“Entonces, madre, dígame
usted, ¿acaso juró Dios en falso? Quiero decir, ¿en quién estaba pensando el
Señor cuando hizo aquel juramento bendito? David no había nacido aún; nuestro
padre Abraham tampoco. Con su hijo pequeño muerto, nuestro padre Adán a sus
pies todopoderosos desangrándose, ¿en qué Campeón estaba pensando nuestro Dios
al prometernos bajo juramento sempiterno que un hijo de aquella Eva le
aplastaría la cabeza al Maligno?”.
Esta vez fue Ella quien
le clavó la mirada a su madre. Ésta, viéndole el rostro a su hija sólo sabía
una cosa, que su hija estaba embarazada. La dulzura en el rostro, la ternura en
el habla, el brillo en los ojos. Sólo tenía que decirle: Madre, estoy en estado
de gracia; y en lugar de irse al grano, sin saber ni cómo su hija la había
llevado a lo alto de una montaña desde donde se veía el futuro del mundo según
la mujer nacida para ser la Madre del Mesías, ese hijo de la Promesa que había
de nacer para aplastarle la cabeza al Maligno.
“¿En quién estaba
pensando Dios el día que sobre la sangre de su hijo Adán juró el Nacimiento del
Campeón por cuya mano se cobraría Venganza? -repitió la Viuda-. Hija mía, no
seré yo quien le ponga límites a la gloria de mi Creador. Yo sólo quiero que me
lo digas tú”.
“¿Recuerda madre lo que
escribió el profeta?: Una Virgen dará a luz y su Hijo será llamado Dios con
nosotros”.
María volvió a bajar la
mirada. En eso levantó la cabeza y miró a su madre directa a los ojos.
“Madre, esa Virgen la
tiene delante de usted. Ese Niño está en mis entrañas”, le confesó Ella.
Mientras su hija le
revelaba el episodio de la Anunciación la Viuda se quedó mirando a su hija con
la visión de quien está contemplando el Corazón de Dios el día del homicidio de
su hijo Adán.
Al término, inspirada
por el amor tan grande que le tenía a su hija, la Viuda se derramó en
bendiciones:
“Bendito sea Dios, que
ha elegido a la hija de mi esposo para traernos su salvación a todas las
familias de la tierra. Su Omnisciencia brilla como un sol inaccesible que, sin
embargo, todos creen poder alcanzar con la punta de sus dedos. Aprieta, pero no
ahoga; golpea, pero no hunde a los que ama. Bendita sea su Elegida, la que Él
ha formado desde las entrañas de sus padres para entregarnos su Salvador a
todos los pueblos de la tierra”. Y enseguida le dijo a su hija así: “Benditas
serán todas las familias de la tierra en tu inocencia, hija mía. Pero ahora,
María, harás lo que yo te diga. Harás esto, esto y esto”.
El problema siguiente
era José. De José se encargaría ella, la Viuda. Lo que la Madre del Mesías
tenía que hacer era salir inmediatamente de viaje y permanecer en la casa de
Isabel y Zacarías hasta que el Señor lo dispusiera.
Y así se hizo. La Viuda
agarró a su yerno y le contó punto por punto toda la verdad. No le contó a su
yerno la Anunciación como quien tiene que ocultar algo y baja la cabeza de
vergüenza. Para nada. Obviamente sí con la humildad y certeza de la persona que
sabe que el Acontecimiento habría de causarle a José un dilema angustioso,
sobre el que habría de triunfar, y triunfaría, pero por cuyo infierno habría
irremediablemente de pasar.
Y triunfó.
No obstante, lo
imaginaréis, tras la Anunciación José se pasó un tiempo bastante hundido. ¿Qué
había fallado a última hora? ¿Cómo había podido una mujer de la clase moral y
la fortaleza de María dejarse engañar por…?
¿Por quién? Sin que
nadie lo pretendiera Ella estaba bajo vigilancia todo el día. Cuando no estaba
con su madre estaba con sus sobrinos, cuando no estaba en el taller con sus
obreras estaba con la familia de los hermanos de su padre. El Señor había
levantado alrededor de Ella una tela de relaciones tan absorbentes que la sola
idea del adulterio era una ofensa.
Después estaba Ella,
María. Ella era en carne y hueso la mejor defensa que le había buscado Dios a
la Madre de su Hijo.
-Lo dijo y no nos lo
creímos: “Una Virgen concebirá y dará luz a un Niño”, diciendo esto José vio la
luz y salió disparado. Regresó con su esposa, se celebró la boda y todo el
mundo se olvidó del incidente.
Un recuerdo, sin
embargo, sí que quedó. Lo digo por aquél otro incidente entre Jesús y los
fariseos.
Los fariseos y los
saduceos se cansaron de oír que Jesús de Nazaret era el Hijo de David. Como no
sabían por dónde meterle mano indagaron en su pasado. Metieron el dedo en la
herida y descubrieron aquél incidente extraño de la desaparición de su Madre
durante los primeros meses de su embarazo, y cómo fue José en persona a
buscarla… para….
-Ahhhh,
aquí está su talón de Aquiles.
Con esta arma secreta
escondida en la manga los fariseos llevaron a Jesús al tema de las
primogenituras, unigenituras. Entonces uno cualquiera
sacó el manual de los golpes bajos y lanzó el bombazo.
-Nuestro padre es
Abraham, ¿quién es el tuyo?
A Jesús se le subió el
celo que lo consumía por su Madre a la cabeza.
-Sois hijos del Diablo -les
respondió con la fuerza de un huracán comprimido en la garganta.
Sólo otra vez, sólo en
otra ocasión de la que no querrían acordarse verían al hijo de la Virgen
saliéndole rayos de los ojos. Y ya no paraba nunca, ya no se detenía hasta
saciar su cólera hasta el último átomo de ira.
En adelante entre Él y
ellos la partida se jugaría a cara o cruz. Cara, se los llevaba El a ellos por
delante. Cruz, se cobraban la suya.
EL NIÑO JESÚS EN
ALEJANDRÍA DEL NILO
Al poco, después de
estas cosas, José el Carpintero y su cuñado Cleofás cogieron sus familias,
sacaron billete y se embarcaron para Alejandría del Nilo.
Sobre este asunto de la
Huida desde siempre ha pendido el misterio. Documentalmente hablando la verdad
es que en ninguna parte existen indicios de haber sido Alejandría del Nilo el
sitio elegido por José para salvar al hijo de María de la persecución contra El
decretada por Herodes. Por lo que si se me aprieta el autor de esta Historia
puede ser acusado de estar inventándose para cubrir necesidades literarias el
destino de los fugitivos. Lo cual me parece lógico hasta cierto punto. Yo mismo
no puedo olvidar que la iconografía clásica al respecto es bastante escueta,
incluso prudente diría yo; y hasta me atrevería a confesar que de una prudencia
rayando la cobardía.
La elección de
Alejandría del Nilo no fue fortuita por parte de José; ni lo es por parte del
que recrea en estas páginas sus movimientos. Afortunada o desgraciadamente la
única prueba que puedo aportar es el testimonio de Dios al caso. Lo de
desgraciadamente es un decir, por supuesto. Para quien conoce a Dios una sola
palabra suya vale más que todos los discursos de todos los sabios del universo
juntos en pleno concurso de disertaciones interminables. Desgraciadamente a
todo el mundo no le vale la palabra de Dios.
El hecho es que la única
prueba real que la Historia nos brinda al caso es el testimonio de Dios, aquel
“de Egipto llamé a mi hijo”.
Antes que yo han sido
muchos quienes han puesto las manos en el fuego en defensa de la respuesta
afirmativa que se merece la cuestión. Desde las distancias apócrifas del que no
cree, sin embargo, dos son las objeciones invencibles contra cuyos muros a
prueba de bombas se parte la cabeza nuestra retórica. Una es que aquello de
Egipto llamé a mi Hijo fue escrito mucho antes de que ninguno de los
acontecimientos que narramos hubieran tenido aún lugar, por lo que pararse a
creer que siglos y siglos antes del Nacimiento ya la Huida hubiese sido
configurada para entrar en el programa mesiánico, la verdad, es mucho creer.
La otra objeción es que
esa nota previsora no fue escrita “a futuriori” sino
a posteriori. Según estos genios no sería la primera vez que los judíos
falsificaron sus textos sagrados. ¿No llevaban siglos haciéndolo? Caía Nínive y
venían ellos a escribir sobre sus ruinas que ellos ya lo habían dicho. Y como
Nínive todas las demás cosas. También el profeta Daniel vio el advenimiento al
poder de Ciro el Grande. Y hasta la caída de su imperio bajo los cascos del
caballo de Alejandro Magno. ¿Por Dios, a quién querían engañar? ¿Hay nación más
necia que la que se engaña a sí misma?
En fin, esta postura de
creación de los textos proféticos a posteriori se ganó muchos adeptos en sus
días de gloria. Pasando de su astucia, como es natural a quienes han sido
inmunizados contra la astucia de los genios, los otros, los que seguimos
manteniendo el valor divino de los textos proféticos, seguimos manteniendo que
esas formas de pensar serían lógicas en un pensador antiguo, porque pretender
ajustar el pensamiento del Creador al de la criatura, que es lo que se hace
negando la omnisciencia divina como fuente de las Escrituras, es negar lo que
separa a la criatura de su Creador.
A nivel de concurso es
verdad que algunos hombres ven el futuro. En las estrellas, en los dados, en
los posos del café, y sobre todo en una bala con un nombre escrito. A nivel de
realidad la confesión de la naturaleza humana dista mucho de otorgarse
semejante atributo.
Esto de un sitio.
Del otro, ¿no es verdad
que la historia la escriben los vencedores? Pues si fuera así algo debe estar
fallando en el sistema cuando la vemos escrita por un pueblo de perdedores.
Perdieron ante los egipcios. ¿O es que aún hay alguien que se crea que se pasa
de la libertad a la esclavitud sin librar una batalla terrible? Lucharon contra
los Asirios y perdieron la guerra. Los aplastaron de nuevo los caldeos de
Nabucodonosor. Perdieron contra Roma. Los esclavizaron de nuevo los árabes.
¡Curioso, muy curioso que la memoria histórica de medio planeta se base en las
hazañas bélicas del pueblo perdedor por excelencia, el Judío!
Yo diría que la Historia
se escribe por sí misma al ritmo que Dios usa la mano del hombre por pluma. El
moja la pluma en nuestra sangre y escribe nuestro futuro según su
clarividencia, omnisciencia, presciencia y genio creador. Dicho de otro modo,
nosotros no vemos el futuro, en cambio Dios no sólo lo ve sino que, además, lo
escribe. Ahora bien, si esta capacidad divina para crear el Futuro no se admite
entonces tendremos que acogernos a la naturaleza de los propios
acontecimientos, o correr el riesgo de cerrar esta Historia y abrir un libro
totalmente distinto.
Así pues, la despedida
fue muy breve. El Lobo del Diablo había olido al Niño.
A salvo en Egipto, José
el Carpintero abrió su taller lejos del Barrio Judío, en la Ciudad Libre. Con
los años se llegó a llamarse la suya La Carpintería del Judío.
Sobre este particular
-el acontecimiento de la Matanza de los Inocentes- digo lo mismo. Si la duda se
recrea en la imposibilidad de la existencia de alguien capaz de cometer
semejante crimen, entonces ya podemos coger la duda y arrojarla a la basura. Si
al contrario es en la ignorancia de los pueblos y sus gentes, hablando de las
circunstancias sociales y políticas vividas por el reino de Israel para las
fechas, en este caso nada se le puede añadir a lo escrito, tal vez sólo decir
que no se explica cómo estando la felicidad en la ignorancia habiendo tanto
ignorante en el mundo pueda el mundo seguir siendo tan brillantemente
desgraciado.
Pero volvamos a la
carga.
¿Fue una decisión fácil
para José tener que volver a empaquetar y emigrar al Egipto?
Tal vez no fue una
decisión fácil, pero sí valiente.
El Relato de la
Adoración de los Magos nos abre la mente al Pasado y nos dibuja a la Sagrada
Familia huyendo a la segunda ciudad más grande del orbe, Alejandría del Nilo,
ciudad abierta y cosmopolita adonde llegaron José y su Familia con las espaldas
cubiertas económicamente hablando. Oro, incienso y mirra fueron los regalos que
le hicieron los Magos.
¿Por qué Alejandría del
Nilo y no Roma?
Bueno, Alejandría estaba
de las costas de Israel a un tiro de piedra. La Matanza de los Inocentes
perpetrada, el asesinato de Zacarías, padre del Bautista, consumado, lo último
que podía permitirse José era poner en peligro la vida del Niño. De hecho,
entre que tuvo lugar el Nacimiento y su presentación en el Templo los días
habían corrido; era entonces o nunca. Regresar a Nazaret, empaquetar, coger el
barco en Haifa y adiós a la patria.
Esta decisión de José,
forzada por las sangrientas circunstancias, cambió al hombre de una forma
total. Entre los Santos Inocentes los hijos de sus hermanos cayeron en la
trampa. El hombre que desde la cubierta del barco que llevaba a la Sagrada
Familia a Alejandría miraba al horizonte, solo, dándole la espalda a todos,
llevaba en su pecho escondido ese secreto, que no descubriría a su gente hasta
la muerte. Cuando desembarcó en la costa egipcia el José de antes de la Matanza
y del asesinato de Zacarías se había hundido en las aguas del Mediterráneo.
¿Sus compatriotas?
Mientras más lejos de
él, mejor. La razón de este cambio total no se la dio a nadie, ni a su mujer,
ni a su cuñado.
Y ya estamos en
Alejandría del Nilo.
El ambiente en el que se crió Jesús gracias al comportamiento extraño de su
padre con los suyos fue extraordinario. José, su padre, se negó a instalarse en
el Barrio Judío; prefirió buscar sitio entre los gentiles, en pleno corazón de
la Ciudad Libre. Compró casa y abrió su Taller. Con el tiempo la suya llegaría
a ser conocida como la Carpintería del Judío.
Los titos del Niño,
Cleofás y María la de Cleofás, siguieron trayendo niños al mundo.
Listo como él solo que
era, en cuanto Jesús se puso a la altura de su primo Santiago, aunque Santiago
le llevaba dos años, Jesús lo cogía y se lo llevaba al puerto romano. El Niño
no se cortaba con nadie; su sed de noticias del Imperio no se consumía nunca.
Su inteligencia para sacarles a los marineros noticias de Roma, de Atenas, de
Hispania, de las Galias, de la India, del África
profunda despertaba en los lobos de mar la simpatía. Los miraban a los dos
Niños de arriba abajo, los veían vistiendo ropas propias de hijos de la clase
alta y allá que les contaban a Jesús y su primo Santiago cómo iba el mundo.
Gracias a este natural
al cumplir los doce años el Niño hablaba perfectamente el latín, el griego, el
egipcio, el hebreo y el arameo. Insisto: ¿o creéis que le buscaron intérprete
para la audiencia con Pilatos?
Lo dicho, Jesús fue un
niño prodigio en toda la regla. Un niño prodigio que tuvo toda la suerte de
tener por padre a un hombre extraordinario. Sin embargo, también los fenómenos
sienten, sufren, tienen momentos de debilidad, se entristecen, lloran la
soledad que los agobian.
LA PALOMA MUDA DE LAS
LEJANÍAS
Jesús se hundió. Aquel
Niño divino que ponía patas arriba a la chiquillería de la calle entera, se
iba, se perdía entre los barcos del puerto y regresaba corriendo a sentarse al
caer la tarde en las piernas de su padre entre los amigos; aquél terremoto de
Niño se hundió. Jesús dejó de salir de casa. Empezó a sentarse en la puerta de
la Carpintería del Judío a ver pasar la vida. El Niño casi no comía. Jesús se
dejaba caer en el regazo de su madre entre las amigas, cuando al caer la tarde
las mujeres solían sentarse en la calle, bajo el cielo mediterráneo, a coser, a
charlar, y se iba.
Era como si aquella
llama de la Zarza se le estuviera consumiendo entre los brazos a María. Al
principio Ella no se dio cuenta de la soledad que en el pecho de su Niño se
había abierto agujero negro y por ahí se lo tragaba un poco más cada día. Poco
a poco la Madre abrió los ojos y empezó a ver lo que había en el Corazón de su
Niño.
Ella no podía sufrir
aquella agonía indescriptible que le estaba quitando de las manos a su Niño. Lo
quería más que al mundo, más que al tiempo, más que a las olas del mar, más que
a las estrellas, más que al amor, más que a su vida misma. Y se le iba. Era
noche tras noche y cada noche un poco más. El Niño no hablaba, no reía, se
dejaba caer en el pecho de su Madre, la vista perdida en el cielo de aquella
Alejandría del Nilo, y ahí se hundía.
-¿Qué te pasa, hijo
mío?, le preguntaba Ella.
-Nada, María, le
respondía El.
-Yo sé lo que te pasa,
Jesusito.
-No es nada, María, de
verdad.
-Cielo mío, echas de
menos a tu Padre. No llores, mi vida. Él está aquí, ahora mismo, cuando yo
pongo mis labios en tus mejillas Él te besa, cuando yo te abrazo Él te estruja.
Para el Niño aquella
mujer que le oía con la sonrisa más dulce del universo en el rostro mientras Él
le hablaba del Paraíso de su Padre, de la Ciudad de su Padre, de sus hermanos
los superángeles Gabriel, Miguel y Rafael, aquella
mujer…aquella mujer era su Madre. La quería más que a todo en el mundo. Era la
única persona a la que podía contarle todas las cosas. Le encantaba sentir el
latido de su corazón cuando le hablaba de su Reino. ¡Y aquella mirada luminosa
que le alumbró el rostro cuando le contó toda la verdad! No se le borró jamás
de la memoria.
-Sí, María -le dijo el
Niño-. Yo soy Él.
-Cuéntame otra vez cómo
es el Cielo, hijo mío. Le pedía ella otra vez.
-El Cielo -le confesaba
el Niño- es como una isla que se convirtió en continente, y que sigue creciendo
al otro lado del orto de sus horizontes. La Roca en la que tiene sus
fundamentos es el Monte más alto que pueda imaginarse hombre alguno. El Monte
de Dios, Sión, eleva su cumbre hasta las nubes, pero
donde debieran estar las nubes existen doce murallas, cada una de un bloque
único, cada bloque de un color, cada muro brillando como si tuviera un sol en
su interior. Y son como doce soles iluminando un mismo firmamento. Los doce
muros son una misma muralla rodeando la Ciudad que contienen. La llamó Dios, a
su Ciudad, Jerusalén, y Sión a su Monte. En Jerusalén
tienen los dioses su Morada, y entre los dioses mi Padre tiene su Casa. Desde
los muros de la ciudad de Dios los confines del Cielo se pierden en el
horizonte que limita con el orto al otro lado de las fronteras del Paraíso.
Verás, el Cielo es como
un espejo maravilloso que refleja la Historia de los pueblos que lo habitan.
Por ejemplo, este mundo, la Tierra. Vosotros recogéis las memorias de vuestros
antepasados en vuestros libros; pero el Cielo lo registra en vivo, porque lo
que se refleja en la superficie del Universo se materializa en la del Cielo.
Así que si te pones a recorrer la Morada de los hombres en el Paraíso de mi
Padre te encontrarás con que todas las Edades del Hombre están recogidas en su
geografía. Cuando vayas al Cielo verás con tus ojos que todas las clases de
animales y aves y árboles y plantas y montes y valles que han sido una vez aquí
Abajo existen para siempre allí Arriba.
Como mi Padre ha creado
otros Mundos, y seguirá creando más, el Cielo es un Paraíso repleto de
maravillas que nunca se acaban. Para recorrerlo entero tendrías que pasarte
andando una eternidad, y cada trayecto del camino sería una aventura. ¿Cómo te
lo explico? Mi Padre siembra la vida en las estrellas. Las estrellas del
Universo son como el océano que rodea a la isla, y también este océano de
constelaciones crece extendiendo sus orillas al ritmo de las fronteras del
Cielo. La vida se hace un árbol, y mi Padre y yo la recogemos en nuestro
Paraíso para que viva para siempre. Las especies de animales y aves no tienen
número. Un gran río nace en las alturas del Monte de Dios, y se divide en la
llanura en ramas que cubren todos los Mundos y sus territorios. ¿Ves todas las
estrellas? El Cielo está más Arriba.
-¿De Allí has venido tú,
Hijo mío?
-Te cuento, María.
LA CARPINTERÍA DEL JUDÍO
El Niño le contó muchas cosas
a María. Le contó tantas que a la pobre mujer inmigrante aquella ya no le quedó
espacio en su cabeza y tuvo que empezar a guardarlas en su Corazón. Si yo os
las recontaras todas seguramente me tiraría sentado hasta el año que viene, y
no es plan.
Lo que sí os puedo
contar es lo que ya sabéis. Sabéis que la Sagrada Familia regresó a su patria a
la decena de años o antes. Pero ignoráis qué les pasó para que el bueno de José
y su cuñado Cleofás tomasen la decisión de vender la Carpintería del Judío, un negocio
pero que muy próspero, viento en popa y a toda vela, corta el mar, no navega,
vuela, etcétera.
La Carpintería del Judío
estaba en plena Ciudad. En aquellos días sólo había una ciudad de verdad en
todo el orbe. Era Alejandría del Nilo. Roma era el cuartel militar más grande
del mundo. En Roma vivían los senadores imperiales. Pero era en Alejandría del
Nilo donde estaban todos los sabios del Imperio. Podemos decir que Alejandría
era la Nueva York de aquellos días. En Washington está el Poder, pero en Nueva
York está el dinero. Una relación de esta naturaleza era la que mantenía
Alejandría con Roma.
¿Por qué pues tenían que
regresar ya? ¿Y justamente entonces que el negocio les iba viento en popa corta
el mar no navega vuela, etc.? ¿Regresar a qué? ¿A sobrevivir como la mosca en
la casa de la araña? Había materia para pensar. Un negocio de menos de diez
años de vida es como el chaval al que empieza a salirle el bigote. Desde sus
ojos es cuando menos faltas se le sacan al mundo. El mundo estará todo lo mal
que tú quieras, pero él, el chaval, está hecho un campeón. En fin, que no era
tontería. Le había costado a José y su cuñado salir adelante, abrirse camino,
encontrar un hueco, y un hueco grande entre los Gentiles, porque José no quería
saber nada o muy poco de sus compatriotas. En este capítulo el señor José era
un judío muy raro. No quería saber mucho de sus compatriotas, ni tampoco le
gustaba tenerlos demasiado cerca. Nadie sabía por qué, ni tampoco él hablaba
mucho. Sería porque el señor José hablaba el latín y el griego desde muy joven
y parecía encontrarse entre los Gentiles como pez en el agua.
Hay que decir que a José
su dominio de las dos lenguas del Imperio le abrió camino en el mundo de los
negocios. Al contrario que sus compatriotas, racistas con todo el mundo, que se
creían una raza superior, elegida, y miraban para abajo al resto del género
humano, el señor José era abierto, inteligente, poco hablador, pero cada
palabra suya era la de un hombre hecho y derecho que no rompía su palabra por nada
del mundo.
¡Cómo un carpintero
ebanista de provincias, escapado de un pueblo perdido en las sierras se las
había arreglado para dominar hasta tal punto las dos Lenguas internacionales
del momento, la verdad, era otro misterio!
Otro entre los muchos que
hacían del dueño de la Carpintería del Judío una criatura sui géneris,
introvertida, indefinible. Sus compatriotas de Alejandría criticaban al señor
José precisamente por su alejamiento de las compañías de los suyos.
Al contrario que José,
Cleofás, el hermano de María, era muy de su tierra y tiraba hacia los suyos. Lo
cual compensaba la balanza y mantenía en equilibrio las relaciones de la Casa
con los nacionalistas. Alguna vez, entre cuñados y socios, Cleofás le sacó el
tema de su distanciamiento y las causas de esa postura tan inamovible. Pero
José siempre encontraba la forma de darle largas al asunto.
José no le imponía a su
cuñado Cleofás nada; él era libre para educar a sus hijos según su corazón; él
no le iba a prohibir a sus hijos que fueran a la sinagoga y participasen en la
vida de la comunidad judía cumpliendo con sus deberes de buen hijo de Abraham.
Sólo que la misma libertad que José le ofrecía la quería él para sí.
Ante esta forma de
razonar Cleofás se reía y abandonaba el tema. Porque si le preguntaba a su
hermana María sobre el comportamiento tan raro de su marido ella tampoco
llegaba más lejos.
El mismo enigma que le
causaba a Cleofás esta forma de ser de José tenía a María sorprendida desde que
salieran de la patria. Y no debía creerse Cleofás que ella le ocultaba algo.
José era más bueno que un pan, pero a la hora de abrir su corazón ni a su
propia esposa le soltaba palabra.
Total, Cleofás y señora
habían parido ya toda una tropa a la altura de este capítulo. José y María sin
embargo se habían quedado con el primero y el último, primogénito y unigénito
en una sola persona.
-¿Qué pasa,
hermano?-quiso saber Cleofás- ¿a qué vienen estas prisas por vender un barco
que va viento en popa?
José no quiso decirle a
su cuñado toda la verdad, o al menos la verdad según la vivía él.
EL REGRESO A NAZARET
El Niño superó aquella
tristeza que estuvo a punto de hundirlo en las tinieblas de una pena infinita.
Su Madre se puso entre el Niño y esas tinieblas incógnitas, llamó en ayuda a su
Marido y entre ambos espantaron el diablo al infierno. Pero no se habían
olvidado de la batalla cuando el Niño abrió un nuevo capítulo en sus vidas.
Jesús ya estaba en los nueve o diez años. Se le había metido en la cabeza al
Niño salir de Egipto y que se lo llevaran a Israel.
Comprenderéis que José
se enfadara un montón. Su Mujer estaba por su Niño. Lógico. Para María no había
ningún problema. Pero para José las cosas no eran tan simples.
Por supuesto que José
había oído la Historia Divina de los labios de Jesús en los brazos de su Madre.
Y precisamente por eso ahora menos que nunca se podía permitir tomar una
decisión equivocada. Mientras no supo a quién tenía en casa el problema le
pareció controlado; pero ahora que conocía la identidad del Hijo de María ahora
menos que nunca se podía permitir la indecisión que tuvo cuando se rió un poco del consejo de los Magos.
“Vete, José, que te lo
matan los Herodes”, le suplicaron.
¿Regresar a Israel
estando vivo Herodes el Chico?
-Díle a tu Hijo que no ha llegado el tiempo, le respondió José a su esposa.
Palabras que se llevó el
viento.
-Díle a tu marido que debo ocuparme de las cosas de mi Padre, insistióle el Niño.
Respuesta que el viento
trajo.
-María, por Dios, es un
niño. De aquí no se mueve nadie. Por lo menos hasta que se muera aquel hijo de
Satanás.
Cierro y corto. El señor
José era así. Muy pocas palabras, pero cuando las soltaba no había en el mundo
quien lograra que diera su brazo a torcer.
Y así hubieran podido
estar toda la vida si el Niño no hubiese puesto en marcha su plan. No me voy a
perder en los detalles, pero lo cierto es que el hijo del Carpintero destapó la
botella de su inteligencia prodigiosa y disfrutó como un chiquillo poniendo
perdido con el champán de su gloria al rabino de su sinagoga.
-¿La lista de los reyes?
¿La de Antes del Diluvio o la de Después del Diluvio, señor rabino?
Un monstruo. Se lo sabía
todo. El todo atónito rabino acabó por interesarse a fondo por el Niño.
-¿Y tú de quién eres
hijo, niño?
-Yo soy hijo de David,
señor rabino.
-¿Tu padre es hijo de
David?
-Y mi madre también,
señor rabino.
-¿Y tu madre también?
¡Qué cosa más curiosa!
-Y mi primo aquí
presente también, señor rabino.
“Tú sí que estás hecho
un rabino”, pensó para sí el hombre.
Así que el señor rabino
entró un buen día en la Carpintería del Judío pidiéndole explicaciones a José.
Como si él tuviera derecho a algo por ser siervo de los siervos de Dios.
José lo miró de arriba
abajo y lo puso de patitas en la calle. Y delante del propio Niño. Porque
claro, todo este lío era cosa del Niño.
Comprenderéis que
después del susto que se llevó cuando lo del Nacimiento, José tuviera prohibido
en su casa la menor mención sobre los orígenes davídicos de su Familia. Y si se
terciaba el caso sus orígenes davídicos se debían escapar como el que no está
dispuesto a poner la mano en el fuego. Sí que lo eran; pero vaya usted a saber;
sus padres les dijeron que lo eran y ellos no iban a discutirles la autoridad a
sus papás.
El Niño estaba rompiendo
esta ley de la Familia. Y lo estaba haciendo con perfecto conocimiento de
causa. Sabía, porque conocía a José como si fuera su hermano, su amigo, su
padre, que en cuanto José detectara el menor peligro que pusiera en peligro la
vida del Hijo de María, José cerraría el negocio y emigraría a otra parte.
El primer round lo había
superado José. Pero el segundo estaba por llegar.
El Niño regresó a las
andadas. No sólo era hijo de David como el que no quiere la cosa, su madre era
la Hija de Salomón.
-Pues sí, señor rabino.
La Hija de Salomón en persona.
-¿Y dices que esto tu
padre puede demostrarlo con papeles sobre la mesa?
-Pues sí señor.
A aquel rabino que tuvo
la suerte o la desgracia de tenerlo por alumno se le pusieron las antenas
tiesas. Confuso, perdido, el todo atónito rabino le llevó el tema al rabino
jefe.
-Lo que le digo -le
dijo-. Si fuera otro niño me lo tomaría a chirigota, pero del hijo del
Carpintero yo ya me lo creo todo. Sabe más que todos los sabios de la corte de
Salomón juntos. Incluyendo al rey sabio - con estas palabras le fue el rabino
de Jesús a su jefe.
Y ambos se presentaron
un buen día en la Carpintería del Judío dispuestos a llegar al fondo del
asunto.
Fueron a por José.
Fueron a exigirles que les enseñara los documentos de los que les había estado
hablando el Niño. Jesús les había dicho que su padre guardaba los documentos
genealógicos de la Familia, documentos que databan de los días del rey David en
persona, reeditados por el profeta Daniel durante los días de la Cautividad
Babilónica.
José se encontró de
pronto ante una jugada maestra de jaque mate. El Hijo de María estaba jugando
fuerte. Quería llevarlos a todos a Jerusalén y nada ni nadie lo iba a detener.
La discusión que tuvo
José con los dos rabinos fue muy fuerte. No la voy a intentar reproducir para
no crear la impresión de estar recordando acontecimientos fantásticos.
-La impresión que el
Hijo de María causaba en sus preceptores era tan descomunal que le habían dado
fe a la palabra de un chiquillo… blablabla.
Escabullendo el bulto les afirmó el Carpintero.
De haberle conocido
hubieran comprendido que para José afirmar era decir la última palabra.
José lo tenía muy claro.
El Hijo de María podía ser el Hijo de Dios en persona, pero era a él, a José, a
quien su Padre le había dado su Custodia, y a él, y sólo a él, José, le tocaba
decidir cuándo regresaría la Sagrada Familia a Israel.
¿Podía ser el Hijo de
Dios?
¿Sólo podía ser…?
“¿En qué estás pensando,
José?”
Se creían los rabinos
que tenían acorralado al Carpintero, y hasta el propio Niño que escuchaba
detrás de la puerta lo llegó a creer. Las palabras como espadas en duelo a
muerte se estaban cruzando cuando el Niño se asomó a la puerta con el aire del
vencedor que le pregunta a su enemigo caído: ¿Aún quieres más?
Fue la primera vez en la
vida que José vio al Hijo de María con los ojos que su Madre lo veía. Aquél era
el Hijo de Dios en persona. No era una broma. Pasaba que tenía el cuerpo de un
niño. Pero a quien tenía delante era al Primogénito de Dios.
Y era Él en persona
quien le estaba hablando con el pensamiento.
Sí señor, le estaba
hablando con el pensamiento con la certeza que tú estás leyendo este libro.
Estaban hablándole a
José los rabinos a pulmón abierto en su propia casa y él tenía la mente en otro
sitio, en otro lugar. Le estaban exigiendo los documentos genealógicos del Niño
y él estaba en otro lugar, en otro tiempo. El Niño estaba contra el halo de la
puerta de la Carpintería, de pie, diciéndole sin abrir la boca: ¿Todavía no me
crees, José?, ¿no ves que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?
Pero la jugada le salió
mal al Niño.
Pasado el momento, los
rabinos idos, otra vez de nuevo y ahora más que antes José se cerró en banda.
Jamás regresarían a Israel hasta que su Dios le diese la orden de regresar. Y
se acabó, no quería oír más.
Y así fue cómo el Niño
volvió a derrotarse. Dejó de hablarle a José. Había jugado la partida y la
había perdido. Nadie se movería de Egipto hasta que Dios le diese a José la
orden de regresar a Israel, así de sencillo así de trágico.
Sencillo de decir, sí;
de vivir, pero que para nada. Padre e hijo pararon de hablarse, de mirarse
incluso. Jesusito ni comía. Se dejaba caer en el suelo contra la fachada de su
casa, viendo la vida pasar, agobiado por la pena del que lo puede todo y se le
ordena hacer nada.
María no sabía quién
sufría más. Si el Niño por no haber conseguido imponer su voluntad, o si su
Marido por no poder sufrir el silencio y el alejamiento de su hijo. Es que ni
se miraban. José no se atrevía, y el Niño no podía.
Cleofás era el único que
parecía disfrutar viviendo aquella situación.
-¿Qué te pasa, hermano,
por qué eres tan cabezón?, le decía a José.
-Es sólo un Niño,
Cleofás, le respondía José.
Pues pasó que un día de
aquéllos regresó José a casa de cerrar un trato. Jesús ya había perdido toda
esperanza de convencer al bueno del señor José. ¿Desde cuándo no se habían
hablado?
Regresó José el
Carpintero de cerrar aquél negocio todo serio, pero con los ojos muy
brillantes. En cuanto María lo vio cruzar la puerta el corazón le pegó un bote,
pero no quiso decir palabra. Esperó a que su esposo le hablara.
-Mujer, dile a tu Hijo
que nos vamos.
No le dijo más.
La Madre cogió al Niño y
se fue a distraerlo al mercadillo. Le iba a comprar lo que quisiera, para
animarle y levantarle los ojos, le dijo. Jesús la siguió como hubiera podido
seguir a una nube sin destino. Desde el incidente entre José y los rabinos no
quería saber nada, no tenía ganas de nada. Y no había nada que su propia Madre
pudiera decirle para levantarle la moral.
¿Nada?
Bueno, sí había algo.
Tenía dos signos, y era una sola palabra. José se la negaba y María no se la
podía dar.
¿No se la podía dar?
Aquel paseo por el
mercadillo del puerto de Alejandría no lo olvidarían nunca. Ella no paraba de
sonreírle, de hacerle cosquillas, de decirle con sus gestos: Adivina
adivinanza, ¿qué me pasa?
Lógicamente el Niño se
mosqueó un rato, hasta que acabó abriendo los ojos. Cogió a María -Él siempre
la llamaba por su nombre- la sentó en uno de los bancos del muelle y mirándola
a los ojos le leyó el corazón con la facilidad que tú lees estas líneas.
-María, ¿sí?, fue todo
lo que le preguntó el Niño.
Ella movió la cabeza
toda muerta de felicidad. Y allí mismo contra el fondo del horizonte
mediterráneo bailaron locos de alegría.
Corrieron el regreso a
casa. José estaba trabajando cuando ellos entraron. María pasó de largo, pero
José captó la luz que brillaba en el corazón de su Mujer. Se le iluminaron las
pupilas y volvió la cabeza. Antes que pudiera decir palabra el Niño salió
corriendo a echarse en sus brazos. Gigante cual era el Marido de María lo
atrapó y lo levantó como hacen todos los padres con sus chiquillos. Ahora sí
que los dos habían vencido. El Niño tenía lo que quería y José había recibido
la orden de Dios de ponerse en camino.
Cleofás no rechistó. Ni
dijo nada. Su cuñado era el jefe del clan, él disponía, él mandaba.
Jesús salió corriendo en
busca de Santiago, su primo, gritando por la calle: A Jerusalén, Santiago, a Jerusalén.
VOLVER A NACER
Los emigrantes regresaron
a Nazaret, como quien dice, ricos. José vendió la Carpintería del Judío a un
precio muy bueno.
Adiós Alejandría adiós
-susurraron los labios de un José que dejaba atrás amigos, negocio, años
felices, perspectivas nuevas, una ciudad sabia, la alegría de haber vivido
cosas maravillosas y oído otras increíbles de creer de no haberlas oído de
labios del Niño.
Al otro lado del
horizonte le esperaba el regreso del dolor dormido bajo las sábanas espesas de
un subconsciente cruelmente herido. ¿Regresar a Nazaret?, ¿instalarse en Belén,
su pueblo?, ¿qué haría?
Durante la ausencia de
la Dueña del Cigüeñal de Nazaret, la casa grande de la colina, Juana, la
hermana de María, había mantenido la heredad de su sobrino Jesús en alza. Por
este sitio José no tenía ningún problema. Todo lo que era de su esposa era
suyo; así que José podía dedicarse a vivir de las rentas y empezar a darse la
buena vida. Sólo que por muy próspera que fuera la herencia de su esposa esta
forma de pensar no iba con él.
Como padre que era a
José más que el porvenir de su hijo Jesús lo que le preocupaba era el futuro de
sus sobrinos.
Para la fecha su cuñado
Cleofás había traído al mundo una tropa. De haberse mantenido soltera su
hermana María hubiera sido más que probable que la herencia de Jacob de Nazaret
y su legado mesiánico hubieran pasado al varón de la casa; en cuyo supuesto el
futuro de los hijos de Cleofás hubiera estado ligado al de la propiedad de
María.
No era el caso. Tarde o
temprano los hijos de Cleofás tendrían que abandonar la casa de la Tita María,
establecerse y fundar sus propias familias. Así que, sin pensárselo dos veces,
José tomó la decisión final de volver a empezar, como la primera vez que llegó
a Nazaret, desconocido de todos los que no le conocían, sin suelo donde caerse
muerto, el cielo por techo, los horizontes por paredes de su casa, la tierra
madre por piso donde reclinar su cuerpo, una piedra de almohada bajo las
estrellas, sus fieles canes asirios de guardia alrededor del fuego, la aurora
al alba, la estrella de la mañana bajo la Luna, Jerusalén arriba, camino de la
Samaria como quien se interna en un cuerpo y viaja hasta el corazón por las
arterias incógnitas de la tierra. ¿Por qué no? ¿No nos dotó Dios de su fuerza
para mantener el espíritu siempre joven? Las fuerzas tienen que fallar, pero
las ganas siguen más allá del cansancio de los huesos.
Pues claro que reabrir
la carpintería iba a ser un trabajo serio, pero como a aquéllos dos hombres no
les faltaban ni la fuerza ni el coraje para volver a empezar de cero, pues eso.
Además, que ya habían pasado a mejor gloria las criaturas tenebrosas que
ordenaron la Matanza de los Inocentes y, la verdad, todo sea dicho, aunque José
no aparentara demasiadas ganas de regresar a la patria también a él le estaba
picando el gusanillo de la familia, volver a ver a sus hermanos y hermanas, ver
a su mujer y a su cuñado felices en los brazos de su madre. En fin, que la
naturaleza humana fue tejida con fibras del amor divino y necesita bañarse en
lágrimas de alegría para superar la tendencia innata que manifiesta a parecerse
a las bestias, que ni ríen ni lloran.
En cuanto al trabajo,
hombre, José pudo haberse dedicado a los negocios del campo, pero no era su
palo. El oficio de carpintero ebanista lo llevaba en los genes, le palpitaba en
la sangre; era lo suyo, podía pegar un clavo sin mirar, pulir la superficie más
ruda mientras conversaba. ¿El campo? El campo no era para él, ni él estaba
hecho para el campo. ¿Habían desfallecido las mañas de su cuñada Juana para
mantener la propiedad en alza?
Sí, para los asuntos del
campo allí estaba su cuñada Juana. Y sobre el taller costura de Nazaret el
asunto estaba en las manos de las obreras de su Mujer, y Esta, dedicada ya a su
familia, lo primero que hizo fue dejar las cosas tal como estaban.
El Niño, por su parte,
apenas puso el pie en Israel ya se moría por ver llegar el día de su admisión
en la comunidad con todos los plenos derechos de los adultos, cosa que solía
tener lugar a los trece o catorce años. En su caso las cosas se adelantaron a
los doce años porque su cabeza funcionaba mejor que la de una persona mayor.
Conste que no lo digo para impresionar al lector. Lo cierto es que durante todo
el trayecto del Egipto a Israel el Niño se mantuvo hiperactivo; si por Él
hubiera sido se hubiera echado a volar, o a correr sobre las aguas y no hubiera
parado hasta llegar a Jerusalén. Ya se lo imaginaba todo. Se abriría paso hasta
el Patio del Templo, pediría la palabra y dejaría fluir por su boca la verdad
toda la verdad y nada más que la verdad.
“Allá voy Jerusalén”
susurró el Niño mientras dejaban atrás Egipto.
La idea del Niño sobre
su destino mesiánico era la clásica del pensamiento popular de las fechas. El
Hijo de David se presentaría montado en su caballo de gloria ante los poderes
del Templo, reuniría a su alrededor a todos los hijos de Abraham del mundo y
los lideraría a la conquista de los confines de la tierra.
Con estas santas
intenciones en la cabeza, la ceremonia de admisión en la comunidad celebrada, a
sus doce años cumplidos, Jesús se fue al Templo a poner en práctica su
estrategia.
Durante el primer día
atraería la atención sobre sí; al segundo la voz se correría; y al tercero se
les descubriría a todos los Sabios de Israel en la inmensidad de su realidad
divina. Al Cuarto el Mesías estaría en su trono llamando a sus filas a todos
los ejércitos del Señor en el mundo.
Y así fue. Al menos
durante los dos primeros días. Pero al tercero pasó algo que marcaría su
existencia por los restos.
Maravillados por la
inteligencia de aquel Niño que sabía más que todos los sabios de Israel juntos,
las autoridades del Templo acabaron congregándose para tomar una decisión sobre
lo que estaba pasando.
Entre ellos cogió sitio
alrededor de Jesús, a su vez rodeados de los Doctores y Príncipes del Templo,
un tal Simeón. Este Simeón era el anciano que saludara al Niño recién nacido y
le dijera a su Dios que ya lo podía dejar ir, a reunirse con sus padres pues ya
había visto al Cristo.
Dios no parece que
estuviera muy de acuerdo con Simeón. En lugar de llevárselo al Cielo lo dejó en
la Tierra todavía.
Este Simeón en cuanto
vio al Niño reconoció al Hijo de María. Alucinado por lo que estaba viviendo
tomó la palabra cuando ya todos estaban convencidos de tener delante al Hijo de
David.
-Dime, hijo, rompió el
tal Simeón el silencio.
Y siguió hablando
palabras de una sabiduría desconocida para el Niño y para todos.
-¿Qué pasará cuando tú
te vayas? Porque tú tendrás que irte. ¿Volveremos los hombres a nuestro viejo
mundo de todos los días o acaso crees que el Cristo se quedará para siempre con
nosotros?
¿De qué le estaba
hablando aquél anciano?, se preguntó el Niño.
Aquél anciano le estaba
diciendo, entre las protestas de todos sus colegas, que el Cristo debía verse
rodeado de una jauría de perros, cargar con todos los pecados del mundo,
ofrecerse como Cordero Expiatorio.
-Pero si se sienta en su
trono ¿cómo podrán cumplirse las Escrituras?, apuntilló su discurso el tal
Simeón.
El Niño se quedó helado.
¿Él era el Siervo de Yavé de las profecías de Isaías?
No era que el Niño no
conociera las profecías. Los libros proféticos se los conocía de memoria. Lo
que le estaba impactando era la interpretación que Simeón les estaba dando. Era
una sabiduría tan nueva y desconocida para Él como lo era para los demás que la
estaban escuchando.
LA ESPADA DE DAVID
Decía la leyenda que el
gran guerrero bailó la danza de la victoria alrededor del cadáver del enemigo.
Decía también que aquellos bárbaros les robaron el secreto del hierro a los
héroes de Troya antes de caer Eneas bajo la astucia de los griegos.
Entre aquellos monstruos
sin alma el más horrible era siempre el jefe. El jefe no era siempre el más
alto, pero sí siempre el más cruel, el más terrible, el más despiadado, el más
letal y maligno. En aquella ocasión el más alto y el más cruel y despiadado
bárbaro concebible se habían dado cita en el mismo cuerpo. Se llamaba Goliat.
Su espada era tan grande como la de aquél otro guerrero que los Hispanos
llamaban Rodrigo Díaz de Vivar, la que cortaba de un tajo cinco cabezas de
moros puestos en fila india. Nadie se quería poner a menos de tres metros de
distancia del Cid Campeador; esos tres metros eran lo que medía su arma desde
el hombro a la punta de aquella espada de acero español. Brazo y espada eran una
sola cosa con aquél guerrero castellano que en estatura poco o nada tuvo que
envidiarle a la del filisteo matón y farfullero que cometió el terrible error
de quitarse el casco delante del hondero.
Cuenta la leyenda que
David recogió la enorme espada del gigante y con ella le cortó la cabeza de un
tajo. Y sigue diciendo que el guerrero hebreo combatió con ella al frente de
sus ejércitos. De lo cual nosotros debemos deducir que si hermoso de rostro el
tal David de ninguna forma fue corto de cuerpo ni de brazos delicados y finos.
No fue un gigante, pero desde luego que lo que menos se le parecía era un
enano.
Principio de su corona,
la espada de Goliat fue el símbolo real por excelencia que le otorgaba al que
estaba en su posesión el trono de Judá. La recibió Salomón y Salomón se la
entregó a su hijo. Roboam al suyo, éste al siguiente,
y así pasó de mano en mano durante los cinco siglos que corrieron desde la
coronación de David al último rey de Jerusalén.
Nabucodonosor se la
arrancó de las manos al último rey vivo de Judá y arrojó aquella espada de
museo entre los demás tesoros que sus ejércitos habían recaudado alrededor del
mundo. La vio tan grande y pesada que la creyó un objeto de decoración. Se
olvidó de ella y allí se hubiera quedado para siempre si, tras conquistar
Babilonia, Ciro el Grande no se la hubiera entregado al profeta Daniel para que
hiciera con aquel símbolo sagrado de los hebreos lo que en su espíritu
estuviera hacer.
Por derecho legítimo la
espada de David, la espada de los reyes de Judá, le correspondía por herencia a Zorobabel. Pero el profeta Daniel se la negó porque
no era con la espada que debería reconquistar la Patria Perdida. La espada de
Goliat permanecería en la Gran Sinagoga de los Magos de Oriente hasta que
naciese el Hijo de David.
No sabemos cómo llegó a
parar a manos del Cid Campeador la espada de Goliat. Lo que sí sabemos
positivamente es que aquella espada era la espada que José llevaba empuñada el
día que entró en el Templo buscando al Hijo de María.
La espada de David fue
un regalo de los Magos al padre del Mesías. Le tocaba custodiarla a él hasta el
día de la coronación de su hijo.
Fueron muchas cosas las
que le regalaron a José los Magos. Oro, incienso y mirra fueron los tres
últimos regalos que le hicieron; pero esto era para el Niño. Antes le habían
regalado a José un caballo íbero que volaba como una estrella fugaz y era capaz
de atravesar la Samaria sin beber agua ni darse descanso. Y tres perros de una
misma camada, reliquia de los canes que los reyes de Nínive llevaban con ellos
en sus cacerías de leones. Uno se llamaba Deneb, Sirio el otro, y el tercero Kochab. José no los sacaba jamás juntos. Se parecían tantos
que quien no conocía a José se creía que sólo tenía un ejemplar de aquella
especie en vías de extinción. Eran mansos como corderitos a los pies de su
dueño, pero más fieros que el demonio más malo del infierno más horroroso si
olían el peligro. Sus tres canes, su caballo íbero y la espada de Goliat fueron
las tres cosas que José se llevó consigo de Belén el día que Isabel le dijo:
-Hijo, todas sus
hermanas se han casado y son felices; el muchacho está ya en flor y tiene toda
la gracia de su padre. Cleofás es fuerte, es alto, es listo, no tardará en
encontrar quien lo ame con locura. Muy pronto la Hija de Salomón estará libre
de su voto, ¿no es eso lo que ha estado esperando todos estos años el Hijo de
Natán?
Y una cuarta se llevó
consigo José a Nazaret, que le era la más preciada de todas: El documento
genealógico de su Casa. Pero a lo que íbamos.
Solamente dos veces en
su vida se le disparó a José el puño a la espada de su padre David. Que se le
disparara el brazo nos dice mucho sobre la estatura del hombre y la fuerza de
su brazo. La primera fue cuando José fue a buscar a María a la casa de Isabel.
La segunda, cuando entró en el Templo a buscar al Hijo de María.
¿Qué hubiera pasado si
en lugar de decirle el Niño a sus padres lo que les dijo le hubiera dicho a
José?: Hijo de Natán, entrégame la espada de los reyes de Judá.
POLVO ERES Y AL POLVO VOLVERÁS
¿Qué fue en definitiva
lo que le descubrió aquél anciano al Niño? ¿Qué fue lo que le mostró aquel
hombre para que el Hijo de María renunciase a sus planes? ¿Qué le dijo? ¿Por
qué aquel Niño cerró su boca y renunció a subirse al caballo del Hijo de David,
el príncipe valiente e impetuoso que, según la interpretación popular de las
Escrituras, al frente de sus ejércitos habría de llevarle la paz de Dios a todo
el mundo? ¿Por qué quién entró en el Templo dispuesto a descubrirse y reclamar
para sí lo que le pertenecía por derecho humano y Divino abandonó de golpe sus
planes mesiánicos y se fue tras “sus padres” sin soltar palabra?
Que aquél anciano -cuya
identidad descubriremos en la Segunda Parte- le descubrió al Niño la sabiduría
que todos conocéis por boca de la Iglesia Católica desde los días de los
Apóstoles, esto es seguro. Pero que hubo más, muchísimo más, también.
Y la única forma de
descubrir qué pasó por su cabeza es poniéndonos en su lugar. Pero no de la
forma arbitraria que más nos apetezca y nos parezca acorde a nuestra
naturaleza. Por un rato vamos a olvidarnos de todo lo que hemos escuchado y nos
vamos a meter en su piel. Y para ello vamos a aceptar la tesis católica de la
Encarnación del Hijo de Dios. La vamos a adoptar a todos los niveles y la vamos
a llevar hasta sus últimas consecuencias.
Vamos a considerar la
posibilidad de haber sido aquel Niño el Hijo de Dios en persona. No un hijo
cualquiera a la imagen y semejanza nuestra, por adopción; ni siquiera un hijo
de Dios a la imagen y semejanza de los ángeles que en el libro de Job vemos
ante la presencia de Dios. No, vamos a dar por sentado que aquel Niño era un
hijo de Dios a la manera de quien es Unigénito de su Padre porque ha sido
engendrado de su Ser. Y que en su condición de Unigénito cumple todas las
exigencias que el Credo Católico pone sobre la mesa: Luz de luz, Dios verdadero
de Dios verdadero. Es una posibilidad. Posibilidad que vamos a considerar en
toda la extensión de su magnitud.
El primero que asumió
esa posibilidad fue el propio Jesús. En su doctrina se proclamó Causa
Metafísica de la Creación, es decir, la razón por la que Dios hace todas las
cosas, incluido nuestro Universo. Desde esta posición de Hijo Unigénito Jesús
les respondió a los judíos que le preguntaron su edad que “El ya existía antes
que Abraham”, algo lógico si se piensa que siendo la Causa Metafísica de la
Creación su presencia era requerida durante el Principio y antes de comenzar la
acción. Consecuente consigo mismo Jesús volvió a proclamar para sí esa condición
de Razón Metafísica cuando afirmó que “su Padre le muestra todo lo que hace”.
Lo otro, que nos invitara a asistir al Espectáculo en los próximos Actos
Creadores es simplemente colateral. Es algo que no viene a cuento en este
instante. La tesis que manejamos es que cuando Dios abrió el Principio y creó
los Cielos y la Tierra su Hijo Unigénito estaba a su lado y era por amor a El
que se dispuso a crearnos a nosotros, el Género Humano.
Todo perfecto. Hasta que
Adán cometió el error de dejarse llevar por la astucia de la Serpiente.
Independientemente del
dilema que la perfección divina y la libertad humana nos plantea, lo realmente
importante es que el Hijo de Dios vivió la condena de Adán como algo que le
afectaba directamente.
Se deduce de las Escrituras
que Dios y su Hijo abandonaron a Adán y Eva por un tiempo. Cuando regresaron se
encontraron con el hecho consumado. Su Padre comprendió todo lo que había
pasado, juzgó el caso y en la cólera de Juez del Universo dictó sentencia
contra todos los actores. A la Serpiente le juró que un hijo de Adán se
levantaría y le aplastaría la cabeza. A Adán y Eva los condenó a morir.
Atónito, alucinado por
aquella rebelión contra Dios, su Hijo, hermano del Adán muerto, sintió cómo se
le subió la sangre a la cabeza y soñó con el día de la venganza del hijo del
Hombre.
Pero ese Día de la
Venganza no era para mañana ni para pasado mañana. En realidad, nadie sabía
para cuándo. El Hijo de Dios sólo sabía que según pasó el tiempo la pérdida de
la identidad del Hombre que Dios creó se hizo cada vez más grande. Se fue
haciendo tan grande, y el odio que por su culpa se fue acumulando contra los
ángeles rebeldes se le hizo tan enorme que con todo su Ser le pidió a su Padre
que lo enviara a la Tierra en persona a enfrentarse al mismísimo Diablo.
Vencido el Diablo la corona de Adán sería para el Vencedor; y siendo el
Vencedor y el Hijo de Dios la misma persona durante su reinado el Género Humano
saldría del Infierno al que había sido arrojado y reemprendería el camino para
el que fuera creado y de cuyo sendero lo apartara la Traición.
Vino pues el Hijo de
Dios a la Tierra con la sangre hirviéndole, dispuesto a secarle las lágrimas a
nuestro mundo. Su espada estaba en su boca, era su Palabra. Para conquistar el
mundo no necesitaba de la espada de Goliat, sólo necesitaba abrir la boca y ordenarles
a los vientos que se levantasen, a los ejércitos que depusieran las armas. El
traía la Paz, la suya era bandera de una Salud que supera a la Muerte y conduce
a los hombres a la Inmortalidad.
¿La Inmortalidad?
¿He dicho la
Inmortalidad?
“Pues sí, hijo, ¿pero te
vas a rebelar contra la sentencia de tu Padre?” le dijo aquel Simeón. “¿Para
salvarnos a nosotros te vas a condenar tú? ¿Por salvar al Presente vas a
condenar al Futuro? Ciertamente tu Padre te ha enviado a enfrentarte al Maligno
y le aplastarás la cabeza, pero ¿si rompes los muros de nuestra prisión contra
el juicio divino en qué te diferenciarás de ese contra el que has venido a
vengar la muerte de nuestro padre Adán? Porque el Juicio de Dios es firme:
Polvo eres y al polvo volverás. Es nuestra suerte. ¿Te ha dicho tu Padre y Dios
acaso: Ve y anúnciales el fin de su prisión; sácalos y dales la Inmortalidad
por la que suspiran desde que los creé? ¿No ves, hijo, que al dejarte arrastrar
por el amor que nos tienes te arrastras a ti mismo a la perdición y arrastras
contigo a toda la Creación? ¿Quién sino el Juez de todos nosotros puede firmar
nuestra libertad? Pero si a su Hijo le ha dado ese Poder, entonces haz según tu
voluntad”.
EL PENSAMIENTO DE CRISTO
Que el Hijo de Dios no
necesitaba ser crucificado para recuperar su condición sobrenatural nos lo
mostraron los evangelistas en el episodio de la Transfiguración. La
Transfiguración de la que hablan fue eso, la respuesta a esta cuestión tan
sencilla. La Necesidad de la muerte de Cristo de la que hablan en sus
evangelios se refiere a los presupuestos de la Doctrina del reino de los
cielos. Si había necesidad de la Muerte de Cristo no era por incapacidad de
Jesús para recuperar su condición divina. Para recuperar su condición divina
Jesús sólo debía desearlo.
Cuando volvió a Nazaret
lo que de verdad le pasó al Niño es que volvió a nacer. El Hijo de Dios que se
hizo hombre y se moría por crecer y no veía nunca el día de sentarse entre los
adultos se metió por fin en nuestra piel. Dios está arriba y nosotros estamos
abajo y todo el dilema de la Humanidad pasa por un puente sobre arenas
movedizas. ¿Cómo conocer el pensamiento de Dios? ¿Cómo descubrir su plan de
salvación eterna?
Ahora era un hombre el
que se preguntaba todo lo que todos los hombres se preguntaban y ninguno se
respondía. Ahora era Cristo quien alzaba sus ojos hacia arriba y miraba a Dios
cara a cara buscando conocer su pensamiento. Ahora era el hijo del Hombre quien
reconocía su ignorancia y miraba a Dios buscando su sabiduría
Pero tienes doce años. Y
te queda por delante una vida. Y cada día que te levantas te levantas con esa
Cruz. Y cada año que pasa, cada año que pasa esa Cruz te pesa más. Y quieras o
no lo quieras el peso te hundirá más de una vez.
Lo puedes hacer todo y
no haces nada, ves al mundo a tu alrededor vivir en el infierno y tú no puedes
hacer nada aunque tienes el poder de hacerlo todo. Puedes salvar al Presente y
condenar al Futuro, o dejar que el Presente viva su Destino y guardar tu
Libertad para cuando el preso salga de la cárcel. Tú lo esperarás al otro lado
de la puerta para guiarlo hacia un Nuevo Día de libertad que no se acabará
nunca. Hasta ese Día el mundo deberá seguir su camino, y hasta que llegue tu
Hora deberás hundirte muchas veces en depresiones profundas, y no tendrás a
nadie que te sostenga, no habrá nadie a tu lado con quien compartir tu destino,
nadie te echará un cable, nadie te alargará la mano porque nadie estará contigo
para saber qué te pasa y por qué te hundes hasta ahogarte.
Eres Jesús de Nazaret,
un hombre joven y rico, tienes todo lo que un hombre desea y coges sólo lo que
quieres. No te hace falta nada de nadie. Te abren las puertas por donde quieras
que vas; te tratan de señor y tu palabra vale oro para los que negocian
contigo. Nadie conoce tu secreto; sólo una Mujer. Su Marido ha muerto cuando
tenías veinte años aproximadamente, y Cleofás también. Sólo quedan ellas, tu
Madre y su hermana Juana; sólo ellas saben quién eres. Pero ninguna sabe adónde
vas, o cuáles son tus planes. Estás solo. Cuando arrecien los temporales sobre
tu mente no tendrás a nadie a quien abrazarte y luchar juntos contra el
temporal. Si no te vuelves loco será sólo porque eres el que eres, pero aun siendo
el que eres deberás sufrir la tormenta a pleno descampado, sin techo ni abrigo
contra el agua que caerá en tromba bajo un cielo cubierto de tinieblas sobre tu
cuerpo mortal. Tanto más amargo es lo que vas a hacer cuanto más dulce es la
vida que llevas.
Al muerto de hambre el
pan duro le sabe a gloria, pero si ese mismo pan se lo das al que come bollitos
se le romperán los dientes. Los tuyos, Jesús, están acostumbrados a comer el
mejor pan. Tu cuerpo está acostumbrado a las vestiduras más finas. Y vas a conducir
a un ejército de hombres a tu misma suerte. ¿No te hundirás? ¿No te atacarán
sus fantasmas en tus sueños? ¿No amanecerás en los desiertos de rodillas
implorando misericordia? ¿No te atormentarán las visiones de sus cuerpos
machacados por las fieras de los circos romanos mientras miras al Cielo
pidiendo el fin de la sentencia contra Eva y sus hijos? ¿Cuánto durará para ti
cada año que vives? ¿Los veinte años que te esperan no serán para ti una
eternidad? Los tienes delante de tus ojos. Son todos puros. Uno por uno son
todos inocentes. Su único delito es amarte sobre todas las cosas. Te quieren
más que al tiempo, más que a la inmortalidad, más que a todos los tesoros del
universo. Tú eres su vida. Y están ahí, colgados de sus cruces, actores de un
espectáculo sangriento, oda a una locura, cantando en honor de las lágrimas que
por ellos tú, Jesús, derramaste en el desierto, cuando desaparecías
misteriosamente y regresabas sin decirle a nadie de dónde venías o qué habías
estado haciendo. Vieron tus lágrimas y endulzaron tu corazón en el día de su
martirio para no despertar en tu pecho el grito de la venganza. ¿No sufrirás en
tus carnes el crimen de tus cientos de miles de hermanos pequeños, a los que tú
conducirás a la cruz sin delito por el que ser hallados culpables? Amarte será
su delito. ¿No le implorarás misericordia a tu Padre? ¿No buscarás otra
alternativa viable? Y sin embargo el Cáliz está lleno y deberás beberlo hasta
la última gota. Una Esperanza te sostiene, pero a nadie puedes contársela, con
nadie puedes compartir la infinita alegría en la que tu ser entero se regocija
cuando al mirar hacia quien se sienta en el Trono del Juicio Final ves,
contemplas, y te miras a ti mismo.
CRISTO JESÚS
No sabemos en qué
momento de la vida cruzamos la frontera entre la infancia y la adolescencia; ni
en qué momento hemos dejado de ser jóvenes para convertirnos en adultos. No
parece que haya una regla general; es algo que cada uno descubre por sí mismo y
vive a su forma.
Siendo esto así entre
nosotros ¡cuánto más complejo es aplicar nuestra psicología a alguien como el
Jesús de los Evangelios!
Adoptada la postura de
verle como se veía a sí mismo, habiendo experimentado en el grado que nuestro
entendimiento nos lo permite lo que pasaba por su cabeza, sigamos adelante. Hay
aún muchas zonas cerradas a la inteligencia de los siglos pasados, y, que,
sometidas a la fantasía de quienes desearon irrumpir en sus adentros, han
llegado a nosotros deformadas como pinturas viciadas por las pasiones de los
copistas.
Si en algún momento yo
he dejado correr mis propias pasiones el lector, en cuanto ser libre se debe a
sí mismo la oportunidad de recrear la línea histórica partiendo de las
características de su propia inteligencia. El autor sólo puede señalar el
horizonte y pintar lo que él ve con sus ojos, y aunque la configuración del ojo
sea la misma para todos, la forma de ver las cosas adquiere una forma personal
e intransferible. Es desde esta plataforma de visión personal y comprensión
individual que el autor recrea las cosas que escribe; el lector tendrá que
adaptarlas a su propia forma de reír, de llorar, de odiar, de amar, de entender
e incluso de ignorar.
Regresemos entonces con
Jesús a la casa de sus padres en Nazaret, y desde, lo descubierto, conociendo
ahora lo que acababa de descubrir, la Cruz de Cristo, su Cruz, intentemos abrir
el horizonte de sus memorias a los reflejos puros de la realidad según la
vivieron El y los suyos.
El Niño que bajó a
Jerusalén era en todos los aspectos, visto desde los ojos de un extraño, un
señorito. Su primo Santiago por ejemplo. Le llevaba Santiago un par de años a
su primo Jesús, y sin embargo mientras éste no había levantado todavía un
martillo ni sabía lo que era pegar un clavo, Santiago el de Cleofás ya estaba
hecho un hacha, todo puesto el muchacho en su papel de aprendiz de carpintero.
Padre de aquel muchacho alto y superinteligente José
tuvo que aguantar más de una crítica a su forma de educar a su único hijo. Lo
estaba malcriando, le decían.
No vamos a hablar de
envidia ni traer a escena pasiones que todos quisiéramos no haber conocido
nunca. Lo cierto es que la mentalidad de los pueblos pequeños de siempre ha
sido un hervidero para la ignorancia más conspicua y aburrida.
Las críticas a José por
la forma de educar a su primogénito no le decían nada a María ni podían ser
llevadas más lejos de la cuenta por ser el Niño quien era. Ese Niño al que
criticaban era el heredero de la hija de Jacob. Una gran parte de todo lo que
veían los Nazarenos a su alrededor le pertenecía al “señorito Jesús”. Si sus
padres no querían que tocara los clavos y los martillos ¿quién era nadie para
reprocharles nada?
Lo cierto es que al
regresar de Jerusalén aquel Niño rompió el guión de
“señorito” que se le suponía suyo y se apegó a su padre con la obediencia y la
diligencia del chico bueno y dinámico que todo padre desea por hijo.
María lo veía terminar
la jornada retido. En su vida había su Niño levantado
una tabla, y de repente no paraba de pedir trabajo. Bastaba que su padre
abriera la boca para obedecerle. Hasta el propio José lo miraba diciéndose:
¿Qué te pasa, hijo mío?
Pero no sólo en la
Carpintería. Si a tita Juana le hacía falta que le hicieran un encargo allí
estaba el Hijo de su hermana para lo que hiciera falta. Si había que ir al
campo a recoger almendras o a segar los trigos, allí estaba el primero su
sobrino Jesús al romper el alba. Jamás se quejaba, jamás respondía, nunca te
daba un no. Pero ni a los suyos ni a cualquiera que le pidiese un favor. ¡Cómo
no iba a caer retido!
Era como si no quisiera
pensar, como si necesitase olvidarse de algo. Necesitaba entregarse a la
actividad física. Le dolían los brazos y le temblaban los tendones del
cansancio, pero jamás decía que no ni renunciaba. Se levantaba el primero y se
acostaba el último. Ya no jugaba con los niños del pueblo. Ni hablaba excepto
cuando le preguntaban. El cambio fue tan brusco, tan colosal, tan sorprendente
que su Madre se sentaba al filo de su cama mientras su Niño dormía,
preguntándose qué pasaba por aquella cabeza. Antes su Niño le hablaba, le
contaba todas sus cosas. Desde que regresaron de Jerusalén su Niño era otra
persona, era como un desconocido para Ella. Para todos era el que debía ser, un
muchacho obediente y callado que jamás le quitaba la palabra a los mayores ni
te contestaba cuando le regañabas por lo que fuera. Pero para Ella su Niño se
estaba convirtiendo en un desconocido.
Se está haciendo un
hombre. Le decían. A Ella no le bastaba eso. Ella Sabía que fuera lo que fuese
lo que le estaba pasando a su Niño no podía explicarse desde la experiencia
humana. ¿No había vivido Ella el hundimiento de su Niño en Alejandría? Para los
que le vieron sentado a la puerta de la Carpintería del Judío la tristeza del
Niño podía explicarse desde algún capricho que su padre le negaba y le tenía
prohibido volver a pedírselo. ¿Así de simple? ¡Que va! Ella sabía que su Hijo no funcionaba como los demás niños.
En aquella ocasión, allá
en Alejandría, María encontró la forma de abrirse camino hacia el corazón de su
Niño. Pero en esta ocasión le resultaba totalmente imposible. Lo único que
podía hacer era echarse a su lado y dormirse guardando sus sueños, porque fuera
lo que fuese por lo que estaba pasando, en esta ocasión su Niño jamás le
abriría la puerta a su mente, ni le permitiría hallar el camino a su corazón.
No es que estuviera
triste o que llevase una pena tan grande que la sola idea de compartirla le
pareciera al Niño imposible. Ella sabía que era algo más profundo; tan profundo
que aun mirándole a los ojos su mirada se perdía en el campo de los ojos de
Jesús sin alcanzar nunca el horizonte tras el que escondía su Hijo su
pensamiento.
“¿Qué te pasa, hijo
mío?”, se preguntaba Ella sola sabiendo que su Niño jamás le daría la
respuesta.
LA MUERTE DE CLEOFÁS
Cleofás, el padre de
Santiago el Justo y sus hermanos, fue un bendito. Si es verdad que antes de la
muerte el ser humano revive los años vividos en este mundo, los últimos
momentos del hermano de María fueron felices.
La única pena que
hubiera podido oscurecer sus recuerdos luminosos, haber muerto su padre al poco
de nacer él, incluso esta pena no pudo enturbiar sus últimos momentos. Su
hermana María transformó aquella ausencia física en una presencia angelical
siempre pendiente de su niño.
Ahora que se encontraba
a un paso de cruzar la puerta de la muerte, Cleofás podía recordar sonriente la
forma que su hermana mayor tuvo de mitigar la falta del padre transformándolo
en su propio ángel de la guarda. ¿Cómo hubiera podido dudar de la inocencia de
su hermana María el día que su madre le contó la Anunciación?
Fue el primer hombre en
el mundo que conoció el Misterio de la Encarnación, y el primero que creyó con
los ojos cerrados en la Virgen que concebiría al rey Mesías. Fue su madre la
que lo cogió a solas y se lo dijo con todas las palabras. “Hijo, pasa esto,
esto y esto, y quiero que hagas esto, esto y esto”.
Cleofás se olvidó de su
mujer y de sus dos hijos pequeños, aparejó su caballo, la yegua para su
hermana, y, sin darle más explicaciones de las necesarias a su cuñado, le abrió
el camino a la Virgen a través de la Samaria.
¡Dios santo!, qué
hermoso estaba, querubín en su caballo de fuego con la mirada del águila
escudriñando el horizonte, la espada presta y afilada para trazar alrededor de
su Hermana el círculo que el soldado romano desconocido trazó alrededor del
gran rey del Asia. “Si traspasas la línea le declaras la guerra a Roma, si te
das la vuelta, vete en paz. Si quieres la guerra, la tendrás”.
Le dio su cuñado por
compañía dos de sus canes, Deneb y Kochab. A aquéllos
últimos ejemplares de su raza parecía habérseles contagiado la tensión del
joven hermano humano; Deneb avanzaba abriendo camino, Kochab vigilando la retaguardia.
La Virgen hubiera bajado
sola a la Judea sin más protección que la confianza puesta en el Señor de su
ángel Gabriel. Pero estaba tan hermoso su Cleofás cubriéndola con el manto de
su fe absoluta en su inocencia.
Algún tiempo antes de
descubrirse en Nazaret el estado de gracia en que se hallaba la mujer del
Carpintero, estado de gracia en boca de todos los vecinos, llegó a Nazaret un
muchacho de la Judea, de la propia Jerusalén, buscando a José. Traía un mensaje
de Zacarías. Su contenido dejó boquiabierto y pensativo a José. “Isabel se
hallaba embarazada”.
Cuando al poco su suegra
se decidió a enviarle María a Isabel, para que le ayudara en los últimos meses
de la gestación de Juan, José lo vio natural. Pero lo que ya no vio tan lógico
es que fuera Cleofás quien se adelantase a él y acompañase a María al sur.
Ahora, en su lecho de muerte, Cleofás recordaba con cariño la cara de sorpresa
que puso su cuñado al oírle hablar a él, un muchacho a sus ojos, palabras de un
hombre entero.
“No se diga más. Toda
conversación ha terminado. Mi madre dispone, su hija obedece, y yo, su hijo,
cumplo. Hasta el día de tu boda tu prometida está sometida a la autoridad de mi
madre. No hay nada más que hablar, José. A la vuelta nos veremos las caras”.
José se quedó mirándolo con los ojos de quien descubre al hombre en el muchacho
y está encantado de que sea así, porque así deben ser las cosas.
Zacarías e Isabel se
habían retirado a su casa de campo en las montañas de Judá, lejos de Jerusalén.
Hacía algún tiempo ya que el hijo de Abías se había
retirado de la posición oficial que ocupó durante toda su vida en la jerarquía
burocrática del Templo. Y no lo había hecho hasta pocos meses atrás del propio
Templo porque al ser vitalicio el sacerdocio y no tener hijos, su Turno lo
obligaba hasta la muerte o hasta que una enfermedad se lo impidiese.
Sano y longevo en unos
tiempos en que la vida media del hombre apenas si pasaba de los cincuenta,
Zacarías, aunque hubiera podido poner el Turno de su padre a disposición del
Templo, prefirió mantenerse en su puesto sagrado hasta que la muerte o la
enfermedad lo obligasen a retirarse. Y esto es justo lo que pasó. Porque al
quedarse mudo ya no pudo seguir manteniendo aquella postura de inamovilidad que
tantos enemigos le creara.
La administración del
tesoro del Templo les correspondía a las familias sacerdotales dueñas de los veinticuatro
turnos de adoración. El presidente de este consejo de administración era el
sumo sacerdote, que a su vez se elegía entre esas veinticuatro familias. Por
regla general el sillón pasaba de padres a hijos. Pero alguna vez que otra
pasaba lo que le había pasado a Zacarías.
Zacarías no tenía hijos
a los que entregarle su sillón. Lo natural en este caso era poner a disposición
del consejo de los santos el Turno y elegir entre las familias un sucesor. Como
se comprenderá no podía faltar quien pusiese sobre la mesa el dinero que
hiciera falta para comprar esa posición vacante.
Contra natura y sin
necesidad Zacarías se ganó muchos enemigos al negarse en rotundo a vender su
Turno. Nadie podía obligarlo a poner a disposición del Consejo el Turno de su
padre. Y no lo hizo.
Nadie supo nunca qué le
dijo el ángel a Zacarías, pero las consecuencias de aquella Anunciación fueron
milagrosas para sus enemigos. Mudo, el hijo de Abías por fuerza tenía que poner a disposición del Consejo su Turno, firmar su
renuncia y retirarse del Oficio.
Zacarías se retiró a la
Villa que tenían él y su señora en los montes de Judá. Era una casa de campo,
lejos del mundo y sus ajetreos, a la que sólo tuvo acceso Simeón el Joven, el
único de la Saga de los Precursores que aún vivía. Fuera de Simeón el Joven no
recibían visitas. ¿La causa?
Bueno, la causa era el
milagro que en sus carnes estaban viviendo los padres de Juan el Bautista.
En su lecho de muerte
Cleofás se acordó de la maravilla que vivió el día que se encontró con sus “abuelos”.
Zacarías pegaba botes por las paredes, y de Isabel de no haber sido por sus
pelos blancos como la nieve nadie hubiera podido jurar que aquella mujer había
pasado ya los sesenta. El muchacho parecía él, su abuelo. No hablaba, pero no
paraba de moverse. Sólo otra pareja en toda la historia del mundo había vivido
un milagro de esta naturaleza, Abraham y Sara naturalmente.
Desde el pórtico de la
casa de campo de sus abuelos Cleofás se recordaba mirando al horizonte
diciéndose a sí mismo, “¿qué te pasa, José, por qué tardas tanto?”. ¡Cómo
recrear la alegría de aquel muchacho cuando vio aparecer a José por el valle,
trotando al galope por la llanura! ¿No se le saltaron las lágrimas cuando vio a
aquél gigante arrodillarse a los pies de la Virgen pidiéndole perdón por haber
dudado de su inocencia?
El día que José le
anunció que se llevaba a María y a Jesús lejos de Herodes, Cleofás lo miró a
los ojos como quien le dice al otro: “Y tú te has creído que yo me voy a quedar
detrás mientras tú te llevas a mi Hermana al quinto pino”.
Desde la primera vez que
viera al muchacho larguirucho aquél le cayó Cleofás a José la mar de bien. Y ya
no se separaron nunca.
Padre de una familia
numerosa que parecía no acabar, Cleofás jamás le criticó a José el
comportamiento de su hijo Jesús ni la forma de educarlo que José tuvo. Si su
hijo Santiago se partía los puños contra las esquinas de los tablones mientras
su sobrino Jesús se iba por ahí a recorrer cerros, esto fue algo que Cleofás
vio con los ojos del que al fin y al cabo una vez fue el señorito del Cigüeñal.
Así fue cómo a él mismo lo crió su propia madre.
De todos los niños de
Nazaret, Cleofás fue el principito que ni trabajaba ni tenía necesidad de dar
el callo para echarle una mano a la familia. Su hermana Juana se bastaba sola
para llevar los campos; su hermana María gobernaba el taller de confección más
rentable de la zona. De vez en cuando la tita abuela Isabel subía de Jerusalén
cargada de regalos. ¿Se iba a olvidar del niño de la casa?
¿Cuál fue su misión en esta
vida? ¡Vivir la vida!
Le recordaba su sobrino
Jesús tanto a él mismo que Cleofás se reía viendo a José pasar tantos apuros
cuando tenía que defender a su Jesús delante de los amigos y vecinos.
También a él el cambio
tan brusco de su sobrino a su regreso de Jerusalén le cogió por sorpresa y lo
dejó maravillado. Y lo mismo que le pasaba a su hermana tampoco él se explicaba
qué estaba pasando por la cabeza de su sobrino. El único que parecía entender
al Niño era José.
José era el único que
pareció no sentirse sorprendido. Fue el único que pareció conocer perfectamente
qué le estaba pasando, y, como el propio Niño, seguía su política de no decir
palabra a nadie. Con su Madre y con su tito Cleofás, Jesús se sentía incómodo
porque les leía en los ojos lo que estaban pensando. En cambio, con José el
Niño se encontraba a sus anchas. Era el único que no lo miraba con preguntas en
los ojos y el único que sabía llevarlo de forma que a Jesús se le olvidaban los
problemas y se convertía en el muchacho activo, inteligente y trabajador que
todos les alababan a sus padres.
Sí, claro que sí,
Cleofás vivió una vida maravillosa antes de conocer a José. Pero aquel nómada
gigante a lomos de su caballo íbero vagando por las provincias del reino, sus
tres querubines asirios sacados de un fresco perdido de algún palacio de
Nínive, aquél nómada le dio a su vida lo que le estaba faltando, la imagen del
padre, del hermano que nunca tuvo. Y ahora, en su lecho de muerte, sería para
sus hijos e hijas el padre que les iba a faltar.
Sí, si es verdad que
antes de morir la mente recorre los años vividos, uno por uno, Cleofás revivió
años únicos, maravillosos. La Virgen por hermana, el rey Mesías por sobrino, un
Querubín por cuñado, una mujer maravillosa que le había dado hijos e hijas,
todos sanos, todos fuertes.
-José…, empezó diciendo
en su lecho.
-Hermano -se adelantó
José-. Tus hijos son mis hijos, tus hijas son mis hijas. De todos nosotros tú
eres en este momento el bendito. Nuestro padre David espera a su príncipe
Cleofás en el seno de esa luz que se encenderá cuando cierres los ojos. Allí
nos veremos, hermano. Ven a darme la mano cuando me toque a mí cerrar los míos.
Y así fue. Cleofás se
murió joven, como su padre Jacob.
-Igualito que nuestro
padre, Juana, en la flor de la vida. ¡Cómo te vamos a echar de menos, hermano!,
lloró La Virgen.
Lo enterraron en
Nazaret, en la tumba de su padre Jacob, al lado de su abuelo Matán, sobre los restos de Abiud,
hijo de Zorobabel, hijo de Salomón, hijo de David.
LA MUERTE DE JOSÉ
La vida de José el
Carpintero apagó su llama al poco de consumirse la de Cleofás.
Si la existencia de
Cleofás fue hermosa y digna de ser vivida, la de José el Carpintero fue la del
guerrero siempre al filo del precipicio, los músculos constantemente en tensión,
los nervios afilados hasta el último átomo, siempre vigilante, siempre
preparado para acoplarse al próximo giro del destino.
“No hay nada
predeterminado, ¿quién sabe lo que el mañana deparará? Cuando el libro de la
vida pase la página ya se verá lo que contiene. Y baste a cada día su afán”.
“Lo que a los hijos del
Espíritu les toca en suerte es responder veloces al sonido de la trompeta
llamando a la acción”.
“La Muerte ataca siempre
por la espalda, pero el que le da la cara le quita de la mano ese as llamado
factor sorpresa”.
Proverbios de esta
naturaleza fueron el pan de cada día de José el Carpintero. Zacarías, el futuro
padre del Bautista, su preceptor, tutor, mentor, maestro, todo lo bueno en uno,
dedicó su talento, su genio, su sabiduría, su arte, todo lo mejor que tenía a
formar la mente del joven José. Gracias a su paciencia y dedicación el guerrero
sin miedo que corría en la sangre del joven José aprendió a mirar cara a cara a
la Muerte, y, con el brillo en sus ojos del héroe que se sabe invencible, hasta
al mismísimo Infierno.
Pero para lo que jamás
articularon su mente era para verse envuelto en las redes del mismísimo Dios.
También su concepción de
siempre sobre el nacimiento del hijo de David era la clásica al uso, papá,
mamá, se casan, se unen, dos personas diferentes y una sola cosa, la llamada de
la sangre, el poder de la carne. ¿Imaginarse que Dios fuera a meterse por medio
Encarnación de su Hijo mediante? Pues la verdad, no; lo que pasó luego no se lo
imaginó nunca.
Mirando para atrás,
reviviendo aquellos días José el Carpintero se reía de corazón.
En esta ocasión el
guerrero había llegado al otro lado del campo de batalla. Alrededor de su lecho
de muerte sus sobrinos y su gente lloraban la despedida del querubín que jamás
había bajado la vigilancia, la muerte del héroe que jamás se desprendió del
casco y la armadura. Ya se disponía a entregar el alma.
Ya creían todos que sus
fuerzas habían alcanzado su ocaso, que su aliento se desvanecía en las
distancias entre el Cielo y la Tierra, cuando José el Carpintero salió de su
sueño. Lo despertó el recuerdo de su respuesta a su Maestro Zacarías el día que
Isabel les comunicó la noticia del Voto de la Virgen.
“Hágase la voluntad de
Dios. Mil años ha estado esperando mi pueblo este día, bien puedo esperar yo
diez”, dijo José.
¡Dios, qué giro
inesperado le diste a la vida de tu siervo!
Creció el joven José
soñando el día de ver nacer de su esposa al rey Mesías, el dueño de la espada
de los reyes, el legítimo portador de los dos rollos mesiánicos.
No comprendieron sus
hermanos y hermanas que su José no se casara a la edad que todo el mundo solía
hacerlo. La vida era breve. La existencia, muy dura. A estas alturas de la
historia nadie podía permitirse el lujo de dejar correr los años al estilo de
los Patriarcas, que se casaban de los cuarenta años para arriba. Muchos eran ya
abuelos con cuarenta años solamente. ¿A qué aguardaba el jefe del clan de los
carpinteros de Belén para elegir mujer y honrarlos a todos con sangre fresca?
José el Carpintero
guardaba silencio. Les respondía a sus hermanos con el silencio del que
parecía, a diferencia de los demás mortales tomados del barro, haber sido
formado del hierro.
Lejos de su pecho
albergar un corazón de piedra, pero no le dejaste, Dios santo, más remedio que
adoptar esa actitud por el bien de todos, pues si hubiera llegado al oído de
los sicarios de Herodes la menor noticia sobre el complot davídico que se
estaba tramando a sus espaldas ¿cuánto habría tardado aquella serpiente en
ordenar la muerte de todos los hermanos de tu siervo?
Salió José el Carpintero
de su sueño reviviendo aquel día inolvidable, el día que fue a la casa de su
suegra Ana a pedirle explicaciones sobre el rumor que tenía escandalizados a
todos en Nazaret.
¿Qué estaba pasando?
¿Qué le estaba llegando
a sus orejas?
Las vecinas le pegaban
unas indirectas tremendas.
“¿Cómo llamaréis al
niño, señor José? Porque será niño”.
El Carpintero acabó
sintiendo el pinchazo, se dejó de contemplaciones y fue directo a hablar con su
suegra.
La Viuda, que esperaba
la visita, fue y le abrió la puerta.
La madre de la Virgen se
había estado preparando para este encuentro.
Lo había temido. Lo
había deseado. Soñaba con él, suspiraba por él, temblaba pensando en él.
¿Estaría ella a las
alturas de las circunstancias? ¿La gracia que desprendía la inocencia de su
hija se le habría contagiado a ella, su madre?
Como madre estaba toda
dispuesta a sacarle los ojos a quien pronunciase la palabra adulterio. Su yerno
José era un santo, un hombre más bueno, ¿pero qué macho no se escandalizaría al
oír que su hembra estaba en estado de gracia por obra del espíritu santo?
Con el corazón en el
puño la Viuda le abrió la puerta a su yerno.
“Siéntate, hijo mío -le
dijo-. Este es un día grande para todas las familias de la tierra”.
¡Vaya forma de abrir el
tajo!
El Carpintero se sentó.
Lo que es abrir la boca no la abrió. Tampoco le hubiera hecho falta. Su mirada
lo decía todo.
Hombre, puede que mil
imágenes valgan menos que una palabra de Dios, y que una imagen valga más que
mil palabras de hombre. En la situación al caso, la madre de la Virgen frente
al hombre al que le afectaba directamente la Encarnación del Hijo de Dios por
obra y gracia del Espíritu Santo, ni las palabras ni las imágenes le parecían
suficientes a aquella madre atrapada en las redes de un Dios que a nadie le
pide permiso para meterse en la vida de las criaturas que El crea del barro.
Bastaba con las miradas.
Las miradas lo decían todo.
La Viuda sabía a qué
venía su yerno y su yerno sabía que ella sabía a lo que él había venido. La
cuestión era quién iba a romper el hielo.
La madre de la Virgen,
inspirada por el amor tan infinito que le tenía a su hija, de un sitio, y por
la sabiduría del mismo Espíritu Santo, del otro, arrancó:
“Hijo mío, ¿tú crees que Yavé es Dios?”, le soltó a su yerno sin darle tiempo
a decir esta boca es mía. Una entrada de este tipo, lo sabía ella, era lo
último que hubiera podido esperar su José.
El Carpintero ni se
inmutó. Un hombre de hielo hubiera movido más nervios que el Carpintero en
aquel momento.
Bueno, él ya conocía a
su suegra Ana, conocía qué sello le había dado su impronta al alma de aquella
mujer. Zacarías lo educó a él, José; pero a su suegra Ana la formó con sus
propias manos Isabel, la mujer de su Maestro. Así que si lo que la Viuda de
Jacob de Nazaret estaba haciendo era defender a su hija María, y sin duda lo
estaba haciendo, la madre de la Virgen estaba empezando bien. Ya se vería en
qué acababa tanta filosofía.
La madre de la Virgen,
sin perder la calma ni sentirse desarmada por la pétrea seriedad de su yerno,
continuó:
“Perdona, hombre de
Dios, que te entre por esta puerta, pero los acontecimientos me lo exigen.
Quiero decir, ¿tú crees que hay algo imposible para Dios?”. Luego se quedó
mirando a su yerno como si en aquel momento el misterio de los ojos de Dios se
le hubiera revelado y le permitiera leerle a José el Carpintero el pensamiento.
Otro individuo hubiera
sentido aquella mirada en plan intimidación. El Carpintero la sostuvo sin mover
un músculo.
Aunque todavía no
hubiera captado adonde pretendía ir a parar su suegra José permaneció sentado
tranquilamente. Él había venido a buscar una sola palabra, un Sí o un No. Y
punto. Y no se iba a salir de la casa sin tener el Sí o el No. ¿Estaba su mujer
en estado de gracia? Era todo lo que quería saber.
La madre de la Virgen
jugaba con ventaja, sabía que su yerno José no se movería del sitio hasta que
ella le diera el Sí o el No.
La verdad, toda la
verdad y sólo la verdad, era un Sí, un Sí maravilloso, un Sí divino, un Sí
eterno, infinito, un Sí sin paliativos, indescriptible, inexplicable.
También era un No, un No
total, un No sin concesiones, sin discusiones de ninguna clase, un No profundo,
innegociable, la Vida del Mesías en una mano, la Muerte del Hijo de David en la
otra mano.
¿Qué elegirías tú,
amigo? ¿Te decantarías por la burla, te reirías de Dios en su cara, le negarías
a Dios su poder para realizar esa Obra extraordinaria, sobrenatural?
Amigo, todo es nada
cuando todo es poco. Pero si la criatura recusara el conocimiento de su Creador
y lo sujetara a su nivel de inteligencia natural la obra extraordinaria sería
sacar a semejante burro del pozo de los necios.
Los dados -pues que a
favor del viento sopla la gracia- siguen esperando la próxima jugada. A cada
hombre y mujer le toca el turno de exhalar su respuesta. Afirmarse en el Sí o
en el No.
Si tuvieras todo lo
bueno en una mano, y todo lo malo en la otra ¿por cuál de las dos te
decantarías?
José el Carpintero tuvo
en su día los dados de la fortuna del Hijo de María en su mano. Jamás en la
Historia del Universo hombre alguno pasó por un trance parecido o semejante. Su
decisión cambiaría el futuro del mundo. Su Sí o su No levantaría o hundiría
todo el Plan de Salvación Universal de su Creador.
De sus labios sin
embargo la madre de la Virgen sólo podía esperar palabras de sabiduría. Con
esta fuerza y coraje propios de una hija de Eva la madre de la Virgen siguió
adelante con su revelación
“Vamos a ver, hombre de
Dios. Imagínate que el Señor te reta a que le pongas una prueba. Sí, como
suena. Imagínate que nuestro Señor te ofrece la oportunidad de ser retado por
ti a probarte que Él es Dios de verdad, no sólo de palabra y porque pueda hacer
algunos trucos más que los magos del Faraón.
Pongamos que no te basta
creer de palabra que Él es Dios, y quieres, necesitas verlo con tus ojos.
Quieres ver su Todopoder y su Omnisciencia, quieres
verlas en acción, superando el más difícil todavía, venciendo la prueba más
grande que se te pueda ocurrir.
Hombre de Dios, ya sé
que tu fe es más fuerte que la roca, que sin ver te conformas y te sobra con la
Palabra que viaja de boca en boca por el firmamento de los siglos para creer en
la Veracidad de nuestro Señor. Sin embargo, concédete a ti mismo esta oportunidad.
Respóndeme sin prejuicios. Dime ¿con qué prueba comprometerías a Dios a
emplearse a fondo? ¿Qué prueba le pondrías a Dios que fuera digna de su Todopoder y le obligase a poner sobre la mesa toda su
Omnisciencia? Hijo, no te cortes, no dejes tu lengua pegada al cielo de tu
corazón por miedo a encontrar las palabras. Atrévete, desafía a tu Creador,
porque te lo mereces, por tanto sufrimiento, por tanto dolor y tanta crueldad
que nuestros padres han sufrido. ¿Qué éramos, hijo, antes de que el Espíritu de
Dios se cerniese sobre las aguas de nuestros mares? Animales sin inteligencia.
Entonces un día fuimos amados por nuestro Creador y nos regaló el don de la
palabra. Ahora pues no te la niegues a ti mismo, habla, levanta al Omnipotente
tu cabeza, pon a sus pies tu alma, pídele que haga una obra extraordinaria,
única, irrepetible, maravillosa, medida de su Gran Espíritu, que sacie tu sed
de conocimiento y tu hambre de sabiduría. Él está por ti. Pregúntate a ti mismo
qué prueba le pondrías a tu Creador, una y no más, santo Isaac; pero una que
llene tu alma de felicidad infinita y tu ser de alegría eterna. Venga, no seas
tímido”. Y la madre de la Virgen se calló.
Aunque os parezca raro
José el Carpintero siguió sin salir de su asombro. Vino buscando la respuesta a
algo tan sencillo como la verdad sobre el rumor del estado de gracia en que se
rumoreaba se hallaba su esposa, y le salía su suegra con una discusión
teológica en toda regla.
José se la quedó mirando
intentando adivinar qué estaba pasando. ¿Era un Sí o era un No?
Su suegra aprovechó la
confusión para llevar su Revelación un paso más adelante.
“Hijo, respóndeme -le
rogó ella-. No me mientas ni te quedes callado por temor a ofender al Señor.
Dime la Verdad, ¿te atreverías a retar a tu Dios? ¿O te retraerías y no
abrirías tu boca por miedo a ofender a tu Creador?”.
Sin concederse respiro
la Viuda respiró. Enseguida regresó al campo de batalla.
“Hombre de Dios, ya sé
que te estoy sorprendiendo; pero concédeme estos minutos de tu vida. De nuevo
te lo pregunto ¿qué le pondrías a Dios por prueba? O pongámoslo mejor de esta
forma: ¿Qué prueba para un Dios sería la más grande que podría ocurrírsele a un
hombre? Por ejemplo, tú quieres que Él te demuestre de una vez por todas que Él
es Dios de Verdad, que no se ha adjudicado a sí mismo la gloria del Ser
Increado. ¿Quieres que borre del cielo todas las estrellas? ¿Quieres que el sol
no se ponga nunca? ¿Quieres que los burros vuelen? ¿Quieres que las ballenas
anden? No sé, ¿qué quieres? A emperador llega cualquiera. A Midas todos los que
puedan. No le pidas a Dios cosas que pueda hacer un hombre. Lo vas a retar con
una obra extraordinaria, superior, le vas a poner delante un trabajo que ni el
Hércules en la plenitud de su gloria hubiera podido meterle mano. ¿Me explico?
… ¿Y qué quería decirte? Ah sí, verás, lo que a mí me preocupa es que
conociendo la naturaleza de los hombres ¿estás seguro de que una vez borradas
del cielo las estrellas no le buscarás una explicación natural a fenómeno tan
divino? ¿A un Sol congelado en la cúpula del firmamento seguro que los hombres
no le daréis la vuelta y le hallaréis una causa natural que os quepa en la
cabeza?”.
Habiendo enviado la
pelota al tejado ajeno la Viuda de Jacob de Nazaret se calló. José el
Carpintero no entró en el juego.
Yo diría que cualquiera
que en aquel momento le hubiera visto sentado frente a su suegra hubiera jurado
que aquel hombre de Dios tenía hielo en vez de sangre en las venas.
José el Carpintero no
movió una ceja. Con la mirada congelada sobre su suegra parecía más una estatua
de piedra que una criatura de carne y hueso.
La Viuda le sostuvo la
mirada. Sabía ella de sobra que su yerno no iba decir palabra; no en vano el
marido de su hija era hechura del marido de su Tita Isabel.
Inspirada por el amor
tan grande que le tenía a su hija la Viuda actuó como si el silencio de José
fuese un reconocimiento al valor de la idea puesta sobre la mesa.
José, que empezaba a
maravillarse con el rumbo que estaba tomando la conversación, adornó su
silencio con las primeras palabras:
“Dígamelo usted, madre.
¿Por qué iba yo a negarle a mi Creador la gloria de su Brazo?”. Y se calló.
La madre de la Virgen
dio el paso definitivo. Había llegado el momento.
“Hijo. Yo no soy
hombre”.
Había dado el paso
adelante, sí, pero en la dirección que a ella le había convenido.
“Yo no sé cómo pensáis
los hombres -le insistió-. Yo fui creada de una costilla del varón. Lo que para
un hombre pueda ser la prueba más grande del Universo tal vez a los ojos de una
mujer no lo sea tanto. Lo único que yo me pregunto es ¿a los ojos de una mujer
puede ponérsele a Dios una prueba más grande que concebir sin la intervención
del varón? Quiero decir, no a la manera de aquellos hijos de Dios que se
acostaron con las hijas de los hombres y tuvieron descendencia. Ya sabes que
entre los griegos, los romanos y los bárbaros sus dioses se acostaban con sus
mujeres y les parían héroes, el último el mismísimo Alejandro Magno. No, hijo,
te estoy hablando de otra cosa. Que una Virgen dé a luz un Niño sin conocer
varón”.
Ahora sí que José el
Carpintero abrió los ojos de par en par. ¿Qué le estaba insinuando su suegra?
¿Con este rodeo metafísico adónde lo estaba llevando? ¿Le estaba envolviendo el
Sí que vino a buscar en una especie de nudo teológico imposible de desatar? Era
tan alucinante el tema que José permaneció sin moverse.
“¿Hijo, crees que una
prueba semejante superaría los límites del Poder Divino?”. Siguió atacando la
Viuda sin darle a tiempo a su yerno a preparar la estrategia de contraataque.
De todos modos, su yerno
habló por fin. “No. Nunca”. Dijo todo serio.
Y enseguida volvió a su
papel de yerno en pleno estado de alucinamiento con las vueltas que le estaba
dando su suegra a la respuesta tan sencilla y corta que vino buscando: Sí o No.
Parecía que Sí, pero era
que No.
Al parecer el Sí se lo
estaban adornando en azúcar para que no le amargase demasiado la píldora de los
acontecimientos. Mas la idea con la que su suegra le
estaba retando le parecía tan fantástica que su cuerpo se negaba a marcharse
sin antes escuchar con sus orejas la conclusión del argumento que le estaban
fabricando.
“No me esperaba menos de tí, hijo -interrumpió el hilo de su pensamiento
aquella madre dispuesta a defender a su hija con uñas y dientes-. Ahora demos
otro paso hacia adelante. El Señor recoge tu reto. El Señor va a darte la
prueba por la que suspiran tus huesos: Va a hacer que una Virgen conciba un
hijo por obra y gracia del Espíritu Santo. ¿Recuerdas hijo la profecía? Yo sé
que sí.
-Le dijo el profeta Isaías
al rey Ajaz: Pide a Yavé tu
Dios una señal en las profundidades del seol o arriba
en lo alto.
-Y contestó Ajaz: No le pediré, no quiero tentar a Yavé.
-Entonces le dijo
Isaías: Oye, pues, casa de David: ¿Os es poco todavía molestar a los hombres, que
molestáis también a mi Dios? El Señor mismo os dará por eso la señal: He aquí
que la virgen grávida da a luz, y le llamará Emmanuel”.
La Viuda detuvo su
discurso y le clavó la mirada a José en el alma.
El Carpintero no daba
todavía crédito a sus oídos. ¿Le estaban diciendo que la Señal se había
producido? ¿Se había vuelto loca la Viuda o quería volverle loco a él?
Como si estuviera
leyéndole el pensamiento la Viuda reabrió el tema.
“Hijo, tú te dices: Al
grano, señora. Y yo te pido que no te impacientes. No estamos hablando de cosa
baladí, está en juego la gloria del Eterno. Concédete paciencia. Si por correr
demasiado rápido el atleta no ve las señales y se las salta y alcanza la meta
por camino no señalizado, aunque de todos modos hubiera ganado de haber
circulado por la pista oficial ¿le dará el jurado la corona de los laureles?
¿Verdad que no? En efecto hijo, ya tenemos al Eterno en movimiento, buscando a
la Mujer, a la Virgen en cuyo seno tomará cuerpo su Señal. Yo te pregunto,
¿sobre qué bienaventurada hará reposar Dios su Brazo? ¿Sobre qué mujer única y
especial entre todas las hijas de David extenderá el Altísimo el manto de su
Gloria? ¿A cuál amará como se ama a la esposa única y adorada? Tú me dirás que
ya puestos en el caso el propio Altísimo la engendrará y la predestinará desde
el seno de sus padres para ser la Madre. Y te dirás bien. ¿O acaso Él no se
adelanta al que pide engendrándole para hacerle esa petición? La Omnisciencia
del Señor es la que mueve toda alma que respira ante su presencia. ¿No es su
Espíritu la fuente que inspira cada palabra que le llega a su oído? Por
supuesto que sí, hijo. El abre la boca del que pide: ¡Que una Virgen dé a luz
sin la intervención del varón! El Señor se sonríe. Abre su boca y dice: Sea,
voy a alucinaros a todos haciendo una obra que será recordada sempiternamente:
El hijo de Eva nacerá de esa Virgen. Ya está hecho, hijo. Dime ahora, ¿de entre
todas las mujeres qué mujer elegirá el Altísimo para ser esa Virgen
bienaventurada?”
Por un momento José el
Carpintero creyó que ya había oído todo lo que había venido buscando, pero la
idea que su suegra le estaba poniendo sobre la mesa era tan alucinante que
permaneció sin moverse.
¿Qué le estaba diciendo
la Viuda, que su Prometida estaba en estado de gracia por obra y gracia del
Espíritu Santo?
La madre de la Virgen no
le dio tiempo a cavilar demasiado.
“Ponte en el caso, hijo.
Dios anuncia cuál será la Señal en la que Él demostrará la Gloria de su Hijo
delante de toda la creación entera. Desde el seno de sus padres Él forma a la
pareja que llevará en sus brazos al Niño nacido de la Virgen. Pero ahora hay
que superar un problema, hay que salvar un último obstáculo. Sí, hijo, el
orgullo del macho. ¿Dejarás que el orgullo del macho te ciegue la
inteligencia?”.
José comprendió por fin
el argumento de su suegra.
“¿Me está diciendo,
madre, que ha sucedido?”.
“No te precipites en tus
conclusiones, hijo mío. Permíteme recapitular el camino recorrido hasta aquí.
Mejor, contemplémoslo desde otro ángulo. ¿Qué dijo más tarde el Profeta
hablando sobre el Niño que ha nacido de la Virgen?:
-Nos ha nacido un Niño,
nos ha nacido un Hijo que tiene sobre los hombros la Soberanía, y será llamado
Príncipe de la paz, maravilloso Consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno…”.
“¿Qué ha nacido, dice
usted, madre?”. La interrumpió él. Por primera vez José el Carpintero se movió
dejando traslucir agotamiento de paciencia. La madre de la Virgen retomó el
ataque antes de perder la presa.
“No dejes que el orgullo
del macho ciegue tu inteligencia, hijo. Pues si Él no engaña ni miente y cumple
todas sus promesas, ¿qué diremos? ¿Qué los profetas de Israel fueron todos unos
mentirosos e impostores? ¿Que con tal de glorificarse a sí mismos escribieron
las Sagradas Escrituras sin más ánimo que recitar poesía? Tú me dirás. Espero
tu respuesta”.
José el Carpintero
siguió el hilo. Pensó que visto el tema así la Viuda tenía toda la razón del
mundo. O su pueblo era una nación de impostores con una capacidad infinita para
engañarse a sí mismos o ciertamente no habiendo nacido el Niño tenía que haber
Nacimiento. Hasta aquí todo correcto. Lo que ya se le atragantaba en la
garganta era la conclusión que le estaba poniendo por delante la madre de su
esposa. Le estaba diciendo que la Virgen era su María. No se lo había dicho
todavía con estas palabras, pero estaba claro que todo este discurso tenía por
fin esta declaración final.
Lista como ella sola,
inspirada por la fe, su suegra le cortó el pensamiento. Se diría que más que
inspirada estaba divina. Le leía el pensamiento a más velocidad que él se lo
leía a sí mismo. Aprovechando, la madre de la Virgen entró a saco.
“Mi hija, tu esposa, es
la Elegida para concebir en su seno al Niño que había de nacer de Aquella
Virgen de la que nos habló el Profeta. Tú, José, eres el Hombre”.
Por un momento fugaz
José estuvo a punto de levantarse y cerrar aquella conversación inolvidable con
un “ya basta”. Pero permaneció sentado. Su suegra continuó.
“Delante de ti, hijo, ha
abierto Dios dos puertas. Estas dos puertas permanecerán abiertas delante de
las generaciones que nos seguirán cuando tú y yo seamos un recuerdo en la
memoria de los siglos. Una es la de la fe, la otra la de la incredulidad. Si
eliges esta última actuarás como aquél que retó a su Dios y al descubrir que la
Virgen elegida para demostrarle su Gloria era su propia mujer se rebeló contra
Aquél a quien él mismo retó. Pero yo sé que tú no harás eso. Hijo mío, de la
inmaculada inocencia de mi hija yo soy ante todos su testigo. Su ángel te
sacará de las tinieblas de la duda que te embarga. La otra, hijo mío, es la
puerta de la fe. El corazón me dice que tú elegirás ésta. Y que correrás en
busca de la Madre del Mesías por el que nuestro pueblo ha estado esperando
tantos milenios”.
Inexplicablemente en su
lecho de muerte José el Carpintero se sonrió. ¿Hay muerte más hermosa que la de
la criatura de Dios que se despide de este mundo con una sonrisa en los labios?
Bueno, ya todos sus
sobrinos y su gente creían que de un momento a otro José cerraría los ojos para
siempre cuando José se incorporó y les rogó a todos que salieran y le dejaran a
solas con su mujer y su hijo. Idos, los tres solos, José respiró y comenzó a
hablar.
“Mujer, mi boca ha
permanecido sellada hasta este día por las razones que tú misma comprenderás al
término de las cosas que ya nada me impiden poner en tu conocimiento y en el de
tu Hijo.
Hijo, ¿qué le diré yo a
mi Señor? Mi alma está ante mi Dios. Me voy al encuentro de mi Juez, ante quien
deberé rendir cuentas de mi vida. Pero hay algo que debes conocer antes de
salir yo de este mundo.
Tu Madre ya te ha
hablado de sus titos abuelos, Isabel y Zacarías, a quienes tú no conociste y a
quien tanto le debemos tu Madre y yo. Ten paciencia conmigo en esta última hora
y recuerda mis palabras en tu Día.
¿Por dónde empezaré?
¿Cómo abrirte la puerta al conocimiento de los hombres y mujeres que pusieron
sus vidas a los pies de su Dios para que tu Luz alborease sobre las tinieblas?
Si no te he dado a conocer nunca los hechos que ahora te descubro fue pensando
en tu bien. No me culpes por haberte tenido al margen de la historia de aquellos
hombres y mujeres que vivieron sus días al filo de la navaja, pendientes sus
cabezas de un hilo todos los días de sus vidas para que tu Venida se cumpliera.
Tú sabrás, hijo, lo que deberás hacer cuando tu Padre Eterno pronuncie abierto
tu Día”.
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Respóndete a tí mismo: ¿por qué los Apóstoles, teniendo a la Madre de Jesús entre Ellos, se limitaron a escribir exclusivamente sobre lo que vieron y oyeron en y del propio Jesús? ¿No les interesaba saber y comunicarles a los cristianos la Historia de sus padres y su casa, venciendo desde el principio las fábulas que sobre este tema se crearían después de idos Ellos? Efectivamente la Madre guardó en su Corazón ese Tesoro, y yéndose se llevó con Ella al Mundo del que vino su Hijo esta Historia. Por eso dice el Apóstol : ¿Quién subirá al Cielo?Aquí tienes el Tesoro que María guardó en su Corazón, te maravillará esta Historia. No pierdas la ocasión de ver la VERDAD con los ojos del tuyo.AMAZON EDICIONES
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