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cristoraul.org " El Vencedor Ediciones"


LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

LIBRO PRIMERO

EL CORAZÓN DE MARÍA

 

 CAPÍTULO PRIMERO

"YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO"

 

Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham...hijo de David...hijo de Zorobabel, hijo de Abiud, de Eliacim, de Azor, de Sadoc, de Aquim, de Eliud, de Eleazar, de Matán, de Jacob...

 

 

MARÍA DE NAZARET

La Virgen nació en Nazaret, en pleno corazón de la Galilea. Cual, gracias a los Evangelios Canónicos, muy bien todo el mundo sabe el padre de la Virgen se llamaba Jacob, y su madre se llamaba Ana. Jacob de Nazaret, padre de María, murió siendo María muy joven. Un buen día de aquéllos se le fue al padre de la Virgen el santo al Cielo, y no volvió. Esto tuvo lugar durante los años del reinado de Herodes.

El difunto dejó aquí abajo huérfanas, huérfano y Viuda. Desde el punto de vista de las cosas de los seres humanos, Jacob, hijo de Matán, hijo de Salomón rey, hijo de David, rey y profeta, fue a morirse en un mal momento. La Muerte, desde luego, nunca llega en buen momento. Pero de todos modos dentro de lo malo Jacob de Nazaret fue a morirse en el mejor de los momentos posibles.

Aquéllas grandes sequías que durante tantos años asolaron las provincias del Oriente Medio por fin se habían largado; las famosas vacas gordas que por un momento pareció que no iban a volver nunca estaban volviendo a cual más rolliza; habían vuelto y paseaban su abundancia por los campos de todas las provincias del Levante Antiguo, cuando los Griegos y los Romanos.

El luminoso horizonte ansiado, rogado, deseado, pedido en procesiones multitudinarias Templo abajo Templo arriba, se había acercado también, cómo no, a las colinas de Nazaret. Sus resplandores ya comenzaban a brillar en los ojos de sus habitantes con el fulgor de la estrella de las oraciones oídas, del deseo concedido. Pastores de la Galilea, pescadores del mar de los Milagros, agricultores de los valles del Jordán, artesanos del país que habitaban en las tinieblas de la desesperación, todos juntos se lanzaron a las calles a celebrar los años de las vacas gordas. ¡Por fin habían llegado!

La Casa de la Virgen disfrutó de la alegría general con la intensidad de quien lo ha pasado mal, tan mal como los demás, no tan mal como otros, tampoco mucho mejor que la mayoría de la gente que lo pasó verdaderamente mal durante aquéllos largos años. ¡Fueron tantos!

No fue únicamente aquella sequía. También fueron aquellos terremotos que asolaron el Oriente Medio sembrando el hambre desde los montes del Líbano a las costas del Mar Rojo. Y más. De por sí terribles aquellos años de desesperaciones tremebundas la política fiscal del tirano Herodes hizo de hacha cortando toda cabeza que lograra mantenerse a flote. Bajo el reinado de Herodes el Grande seguir respirando se convirtió en delito. El derecho a la palabra quedó prohibido. La cualidad sagrada que hace la diferencia entre el hombre y las bestias fue sancionada, y condenado su ejercicio en el mejor de los casos a destierro, a la pena capital en los demás. Tantas plazas fuertes se construyó Herodes tantas horcas se contó en Israel. De todos los oficios la prostitución es el más antiguo, pero el único que durante los días de Herodes el Grande nunca pasó de moda fue el del verdugo. ¡Qué gracia, mientras llegaba o no el Día del Juicio Final los cachorros de la familia del Tirano se construían palacios con bloques de mármol! Y fortalezas dignas de un emperador, y cuarteles y guarniciones militares contra una posible insurrección de esas que son capaces de echar abajo hasta las mismas murallas del Infierno.

¡Ni los faraones!

El faraón de Moisés fue malo, los Herodes fueron peores. Y, entretanto, mientras el tirano devoraba a un hijo o a un hermano el pueblo seguía pasando calamidades físicas y espirituales de las que cuando pasan uno ya no quiere ni acordarse. ¿Quién se acordaría de aquellos años de vacas flacas cuando pasasen los dos mil años? Sin embargo, de la esquizofrenia constructora del Tirano, la esquizofrenia del tirano sí sería recordada por la Historia: ¡Herodes el Grande! A aquél asesino sólo le faltaba eso, que le concedieran licencia para matar a su antojo. A sus hijos, a sus hermanos, a su mujer, a sus amigos, a sus enemigos fuesen o no fuesen inocentes. Permiso del propio César para violar todas las leyes del Derecho Romano.

Bajo el reinado de Herodes llegó un momento en que bastó mover los labios pidiendo justicia para caer bajo las ruedas de su paranoia asesina. Los Romanos -todo sea dicho- cometieron muchos errores; de todos los que se permitió Octavio César Augusto darle la Corona de los Judíos a un palestino fue un fallo que hasta al propio Juez del Universo le ha de costar perdonarle.

Pero volvamos al tema de la Vida de la Virgen y su Familia. Jacob de Nazaret, padre de María, acababa de morir.

Precisamente porque Ana, la Viuda de Jacob de Nazaret, y sus hijas mayores María y Juana ya habían logrado casi olvidarse de la clase de batalla que aquel hombre tan queridísimo de ellas hubo de librar contra los elementos de aquél verano interminable, se comprende que su pérdida, ahora que comenzó la luz de la esperanza a engendrar en las ubres de las vacas del establo el oro de la abundancia, le fuera a la madre de la Virgen infinitamente más insoportable y dura la pérdida de su esposo.

Ana y Jacob de Nazaret superaron todo lo malo con coraje y le respondieron a los malos tiempos con la buena cara del que camina bajo la paz de Dios. También Jacob de Nazaret y Ana soñaron con los días de las vacas gordas durante todos los días de los últimos años, como todo el mundo; y se rieron de los malos tiempos dando a luz seis hijos.

Pasó que en lugar de permitir que los malos tiempos abrieran brecha entre ambos, Jacob y señora se unieron con más fuerza, si cabía aún, en el abrazo del amor que los tenía maravillados de estar juntos. María se llamó la primogénita del difunto; luego vino la Juana. Les siguieron mellizas, después otra niña, y cerró el río de la vida el niño de la casa, de nombre Cleofás, un bebé en sus días de leche cuando vino a morírsele su padre.

“Ahora que vuelve a brillar el sol, hija mía, me deja sola el Señor con mis seis hijos. ¿Quién me va a enseñar a vivir sin tu padre, María?”, de esta manera la madre de la Virgen derramaba el alma que le sangraba. La muchacha recogía en su regazo las lágrimas de aquella madre a quien quería tantísimo. Como cualquier chiquilla que se hubiese perdido en un bosque de gente extraña la Viuda lloraba a corazón partido. En el corazón de María sin embargo la presencia de su padre simplemente se había dormido.

María aún podía ver, sentir, oler, oír a su padre todo sonriente mientras les respondía a ella y a su hermana Juana sus preguntas sobre el Señor. María aún podía verlo tratando con los segadores, con los hortelanos y los ganaderos del pueblo con la alegría y la fortaleza del hombre respetado, estimado, tenido por honesto de un confín al otro de la comarca. Era su padre un hombre de los que miran cara a cara, directo a los ojos, sin dobleces. En los ojos se le podía leer a Jacob de Nazaret la sinceridad que transpiraban sus palabras.

Cuando llegaron los años de las vacas flacas el padre de María dio la talla. Como el campo no producía ya para pagar sueldos extras Jacob de Nazaret se echó a las espaldas la carga de sacarle a sus campos aunque fuese unos sacos de almendras, unas arrobas de aceite, unas medidas de trigo, algunos quintales de los famosos vinos de la Casa. Lo que fuera con tal de mantener los huesos de sus hijas sanos y fuertes. ¡Sus dos hijas mayores María y Juana sabían tan bien como su Viuda contra qué clase de soles estériles tuvo que luchar aquél hombre! Gracias a Dios, aunque pequeñas, María y Juana allá que arrimaron el hombro con las aceitunas en invierno, con las almendras, con los higos y los trigos en el verano, con las bestias en otoño, verano, invierno y primavera. ¡Lo que daría ahora la Viuda de Jacob de Nazaret por volver a levantarse de mañana al alba y prepararle al padre de sus hijas la leche, el pan, el agua!

María lo sabía muy bien, por ver a su padre de nuevo de pie al alba, despidiéndose de sus hijas con aquella sonrisa tan suya en los ojos, su madre daría su propia vida. Pero ya no se podía hacer nada para que la muela del tiempo diera marcha atrás. Ahora había que vivir, elegir entre el esposo muerto y los hijos vivos.

De las dos muchachas, María y Juana, la Juana era la más chica, un año menor que la María. María era la mayor, la grande de la Casa. Misterios de la vida, era a ella, a la Juana, la más pequeña de las dos, a la que más le iba la marcha del campo; tal vez porque Juana había heredado de su padre el gusto por el olor de los árboles en flor y el placer de contemplar los colores del horizonte al alba.

Viéndolas a ambas hermanas cualquiera hubiera dicho que por el cuerpo era a la María a la que debiera gustarle más el viento sobre el pelo al caer la tarde; sin embargo era en la Juana, la más chica, de cuerpo casi o igual de pequeña que su madre, el alma donde derramó su padre el amor al rojo de la tierra viva. En María la fuerza de la vida venía de su madre. Su madre le legó todo su arte para la costura y la confección. Lo que a María le iba era la familia, la casa.

Así que cuando luego llegaron los malos tiempos y las vacas se pusieron todas flacas y los dineros se hicieron los justos, y las necesidades a cubrir empezaron a multiplicarse hasta seis veces en apenas dos años, María se reveló como una costurera nata. A la edad cuando se dice que se está en la primavera de la vida la hija mayor de Jacob de Nazaret lo mismo remendaba un vestido y lo dejaba como nuevo en un periquete que les tejía a sus hermanas un abrigo de lana en cuestión de días, sin dejar nunca de ser la mano derecha de su madre. Y un modelo de hija para su hermana Juana. En ésta -he dicho- se había revelado una capacidad innata para aprender de su padre el sentido de los impactos de los ciclos lunares en la agricultura, porqué los conejos comen lechugas, cómo crece de verdad un tomate de verdad, a qué se debe que se talen los olivos para que no se hagan sombra y desvirtúen el sabor del aceite. En fin, miles de cosas.

El hecho es que la Juanita además de ser el ojito derecho de su padre se sentía el otro brazo de su hermana María, y una para el padre y la otra para la madre y las dos juntas en la alegría, cuando arrecieron los vientos solanos y las gotas frías y las sequías y las tormentas de invierno en verano y los calores del verano en invierno y las lluvias un visto y no visto, cuando la tormenta puso a prueba a los hombres buscando llevarse al Paraíso a los que pusieran cara alegre, en aquél entonces las dos hermanas se unieron más que nunca. Aquellos años malos obligó a las dos hermanas a trabajar duro. Fue un deber que adoptaron desde el silencio, escrito en sangre, latiendo al mismo ritmo del corazón de sus padres. Cada una dejó abrir su alma a sus dones particulares y actuaron siguiendo el curso del misterio de la vida en cada persona.

Los ojos de la mayor, la vista de María estaba hecha para descubrir la aguja en el pajar; no fallaban jamás al insertar el hilo en el ojo de la aguja, sin mirar siquiera. Los ojos de su hermana Juana necesitaban horizonte, campo, cielo abierto. En lugar de pelearse las hermanas le dieron las gracias al Dios de sus padres por su sabiduría eterna y su bondad infinita. A los ojos de ambas su padre fue un hombre maravilloso.

“¿Por qué decimos que la sabiduría del Señor es eterna y su bondad infinita? -les decía Jacob de Nazaret a sus dos hijas mayores-. Porque con sus respuestas nos maravilla y con su bondad nos ilumina la cara”, con la sonrisa en los ojos les respondía aquel padre a aquellas dos niñas, los ojos de su cara.

Sus hijas se miraban sonriéndose. ¡Cuánto querían al hombre que Dios les había dado por padre! Su padre seguía: “Cuando decimos que la Sabiduría del Señor es eterna declaramos con todo el corazón y con toda nuestra mente nuestra alegría al saber que El no miente. Hijas, cuando le adoramos por su infinita bondad nuestra alegría es la del que se encontró en el foso al que los malos arrojan a los buenos y al alzar el rostro vio al Señor riéndose de la ciencia de los genios”.

“Hijas, ser bueno, cuesta” les confesaba Jacob de Nazaret a sus hijas mientras ordeñaban los olivos. “¿A la que es más buena no se le hace un regalito? ¿Tienes envidia tú, Juanita, de tu hermana mayor porque sea más buena cosiendo que tú? ¿En qué momento mi Juanita ha hecho que su María se sienta culpable por no tener sus cualidades para el campo? ¿Cuándo le ha regañado madre a su Juana por no saber coser un vestido tan bien como su María? ¿Qué haría yo sin mi Juana si no me trajera al mediodía la comida, si ella no me obligara me la comería?”

Ay, ¡cómo le recordaban! ¿Era verdad que se había ido? Aún no se lo podían creer. Con el cuerpo sin vida de su padre delante de los ojos María y Juana se miraron en silencio. Dios mío, ¿de verdad lo habían perdido?

Ambas hermanas abrazaban ahora a su madre.

Destrozada, la Viuda de Jacob de Nazaret seguía llorando su desgracia:

“Ahora María, ahora que vienen las vacas gordas, ahora que vuestro padre podría sentarse en su viña a comer racimos grandes como los del Polifemo y dulces como los de Baco, me perdone Dios, justamente ahora. ¿Por qué, Señor, por qué? Dime en qué te ofendió tu siervo”.

¡Dios!, ¿se puede explicar la conexión entre los grajos y los infortunados jornaleros sobre los que dejan caer las Parcas su manto de negro presagio? ¿Se puede entender que Dios sea Dios reinando el Diablo? ¡Quién fuera capaz de escribirse el guión de su propia vida y brillar como una estrella por lo menos a los ojos de los socios de papel inventados al caso! Sueña el hombre que suyo es el destino, sueña el niño con el hombre que late en su pecho, para descubrir a la vuelta de la esquina que basta una ráfaga de viento para reducir sus sueños a bits condenados a la basura. Al final la vida humana es la de la caña, si el viento arrecia se quiebra y sus restos caen en el pozo del olvido. ¿Quién no ha caído en la tentación de dejarse morir y acabar con todo de una vez para siempre? ¿O seremos los más fuertes hasta que no se demuestre lo contrario?

Para todo el mundo llega la hora de la verdad. Cada criatura tiene la suya. Y en esa hora es cuando el ser anda o revienta. Esta era la hora de la verdad para la madre de la Virgen.

“¿Qué somos, María?” clamando lloraba la madre de la Virgen la pérdida de su esposo. “Luchamos contra los elementos con las fuerzas de una criatura de barro. Alzamos nuestros ídolos en honor de quien nos da la victoria. Al Altísimo le dedicamos nuestra gloria. Pero no se cansa el Omnipotente de vernos reducidos a la condición de las bestias. Avanza el campeón a recoger su corona cuando se le cruza la Muerte en el camino. ¿Se yergue el Todopoderoso para salvar al corredor solitario de dejarse el alma en la carrera? ¿Por qué se queda sentado en su Trono Todopoderoso y Omnisciente mientras los restos son barridos de la pista por el viento? ¿Eso somos, hija mía, polvo que sueña a ser roca, roca que sueña a ser montaña, montaña que sueña a ser nido de águilas? ¿Qué será de tus aguiluchos ahora, esposo mío? ¿Quién se levantará y los protegerá cuando la serpiente escarpe el risco y su madre no sepa cómo defender sola a tus hijos?”.

¿Qué se le podía responder a aquella mujer? ¿Qué loco se hubiera atrevido a decirle lo que aquellos visitantes ignorantes al Job de la Biblia?:

“Calla ya, viejo chocho” le dijeron aquellos amigos. “Si te pudres será porque eres más malo que todos los diablos juntos. Nos engañaste a todos con tus limosnas y tus monsergas. Gracias a dios el Señor nos ha descubierto tu falsedad y tu hipocresía. Por ellas te castiga el Dios al que pretendiste engañar como hiciste con nosotros. Calla y sufre, viejo podrido”.

¡Vaya amigos! Quisieron obligar al pobre Job a reconocer que la miseria nace de la miseria, que el que tiene retiene porque tenía, que nadie es fuerte por capricho sino que la felicidad o la desgracia de la persona dan cuentas de su valía. Según tales sabios los pobres son todos unos pecadores pervertidos, corruptos viciosos que se merecen lo que sufren; los buenos son todos felices, dichosos comen perdices, tienen el oro, tienen el poder, ellos son los mejores, los elegidos de la providencia, la raza nacida para ser feliz, y son felices porque son buenos, y cuando sean mejores serán como los dioses.

“Eva”, le dijo Satanás a la mujer de Adán, “come de esta fruta y aprende. Hay buenos y hay malos, hay tontos y hay listos, hay ricos y pobres, hay esclavos y libres, fuertes y débiles, ángeles y demonios. Hay vida y muerte, verdad y mentira, paz y guerra ¿qué es todo esto sino la sal de la tierra?”

¡Dios santo, de cuándo la suerte de los profetas no pendió de una nube de más o de menos en el horizonte!

“Pero al mal tiempo buena cara”, contraatacó veloz el santo Job.

“¿Dónde está el tonto que se ríe perdido en la tormenta?”, le devolvieron la risa los visitantes.

“Del Indestructible, del Invencible es la última carcajada” volvió a responderles Job. “¿Vosotros de qué y por qué os reís? ¿Qué luz habéis venido a traerle a mis ojos? ¿Queréis condenarme por lo que he hecho? Ignorantes, estoy siendo castigado por lo que no he hecho”.

“Justo es lo que dices, al bueno la recompensa le es grata, la del malo es terrible. Así pues, ya tienes tu salario. Ahora, reconoce que eres un pecador, un traidor de la providencia según tú mismo has dicho al confesar que cada cual recibe por su trabajo su merecido. Dínos, pecador, ¿qué encubrías con tus limosnas y tus poses beatas? ¿No son por ellas por las que te ha castigado Dios? Esto es castigo de Dios, no llores, revienta”, con sonrisa falsa le respondieron ‘los amigos’.

¿Con otros cuatro más de “aquellos amigos” cuánto habría tardado en derramarse la paciencia de Job? En lugar de echarse a llorar su mala suerte el santo Job se partió de risa, se levantó y los echó de su casa.

Su tragedia, la tragedia de Job no estuvo en la caída de las murallas de su fe al sonido de las trompetas del Infierno. Este no fue el problema de Job. Su fortaleza había sido levantada sobre roca. A prueba de bombas su fe permanecía intacta. El problema que le estaba acuchillando a Job el alma era no saber qué estaba pasando, a qué obedecía este cambio en el ánimo de su Dios. ¿Por qué su Dios lo había abandonado desnudo y a su suerte ante un enemigo armado hasta los dientes?

Sigue el guerrero a su Héroe y Rey al campo de batalla ¿y en una esquina de la encrucijada le da la espalda como quien sacrifica un peón en el altar de la victoria?

Pues bien, justo este dilema, justo este misterio era el que tenía agarrada por el cuello el alma de la Viuda de Jacob de Nazaret. Luchando contra las tinieblas con la única arma divina al alcance de los humanos, la palabra, la madre de la Virgen buscaba la respuesta al por qué se había llevado la Muerte a su esposo. Y no la encontraba.

“¿Por qué nuestro Dios no hace nada, María? ¿Por qué deja que la serpiente escarpe el risco y por qué se lo pone más fácil eliminando al padre de sus cachorrillos? ¿No la ve acercarse El, hija? ¿Por qué el Dios de tu padre no alcanzó el arco y la flecha y con el rayo de su mirada fulminó a la Bestia? ¿Se equivocó la flecha de diana, la desvió el viento y buscando al dragón mató al héroe? Dime, hija, que mi alma está amargada y sus ojos no alcanzan a ver los recónditos planos del Omnisciente ¿pero qué somos, María? ¿Por qué se le exige el entendimiento de un dios a una criatura de barro condenada al polvo por haber comido una manzana? No me mires con esos ojos, no me reproches que mi corazón sangre palabras. ¿Qué manará de la herida de la Cierva de la Aurora cuando al salir la mañana el cazador la persiga a la hora de las primeras alegrías? ¿No será maldita la flecha que le entra en el pecho a la paloma que se sube al caballo del viento, trota por los cielos y regresa feliz a casa de su señor? Ya llega, hija, ya alcanza el brazo de su señor, ya cruza también el aire el dardo asesino, tiene su señor el poder de atraparlo en vuelo, pero observa, no hace nada, se queda quieto como si esa fuera la recompensa por haber cumplido su misión sagrada, y ya cae la hija de Mercurio en el polvo a los pies de quien le vuelve la cara. No me digas que me calle, María, ¿no ves que si no me muero?”.

Yo sólo sé que no sé nada, aunque dicen que Dios creó al hombre y a la mujer para amarse y no separarse nunca, también dicen por ahí que el Diablo se juró hacer ese amor imposible. Mas en este mundo hay gente que está sorda y no entiende, no se enteran de nada, se ríen de los cuernos del Diablo y retan a la muerte a romper lo que Dios unió con lazos más fuertes que las palabras de la Serpiente.

Ana, la viuda de Jacob, y Jacob de Nazaret, padre de María, futura madre de Jesucristo, vivieron ese reto. Una vez que se conocieron si no se casaban se morían, y cuando se casaron ya no les cupo en la cabeza la idea de vivir el uno sin el otro. Cada año que pasaron juntos adoraron al Dios que trasformó una costilla, una simple costilla, en algo tan hermoso como aquel amor.

 

LA MUERTE DE JACOB DE NAZARET

 

Genealogía del Salvador: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham: Abraham engendró a... David; David a ... Zorobabel; Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliacim, Eliacim a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquim, Aquim a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.

 

Jacob, hijo de Matán de Nazaret, se murió a los meses de nacer el varón con el que tanto soñaron él y su esposa Ana, y tras el que no pararon de correr hasta tenerlo. Ya sabemos que eso de tener la parejita, eso de parir un macho es un tópico. Pero en aquellos días de terror fiscal y de sequías largas como el desierto del Sahara por fuerza un hombre tenía que soñar con tener algún hijo varón. Para transmitirle todo su conocimiento de las labores del campo, para apoyarse en sus brazos jóvenes cuando los suyos no pudiesen tirar por viejos de la carga. Hombre, siempre se tiene a los yernos; pero no es lo mismo. No es lo mismo que te vean como una carga a que cargue contigo el hijo de tus entrañas. Ni es lo mismo dejar todo lo que te dejaron tus padres a tu propio hijo que al hijo de un extraño. A cualquiera que piense que aquellos hombres eran antiguos, ignorantes de la vida, que no sabían que una hembra puede hacer lo que un hombre, o mejor incluso, a esta gente moderna lo mejor que puede ofrecérsele es el silencio.

Haciéndole oído sordo a la inteligencia de tanto moderno, siempre cara al sol de los siglos, Jacob de Nazaret y señora corrieron tras el varón encantados de gozarla siendo antiguos. Y lo alcanzaron, vaya que si lo alcanzaron. Lo llamaron Cleofás porque al verlo por primera vez en los brazos de su madre a Jacob de Nazaret le recordó a su suegro. Sobre el físico qué puede decirse de su chiquillo, el chaval más guapo del mundo, por supuesto.

Pues bien, ya se sentían todos en casa de María en la gloria cuando de repente le entró a su padre aquel sueño bajo aquella higuera. ¡Con lo felices que estaban papá y mamá! Cinco niñas como cinco soles, todas sanas, todas alegres, todas jugando con el muñeco que sus padres les habían comprado. De carne y hueso. Lloraba, se hacía pipí de verdad, pedía manteca, echaba caca. Una alegría. Y de pronto, cuando estaban todos en casa como en el paraíso, al papá le da por morirse. Una tragedia. ¡Qué lástima! El diablo en persona atacando la casa por todos los costados no hubiera podido herir tanto a la madre de aquellas seis criaturas. Tanto más profundo el dolor de la Viuda cuanto al no tener a su lado a nadie de su familia, en su desesperación ya se veía asediada por un enemigo invencible que le exigía la rendición inmediata o la destrucción total de su casa. Si hubiera tenido a la vera a sus padres, o a su tita Isabel. Pero no, a nadie. ¿Y quién era ella en Nazaret? A pesar de los años la esposa de Jacob seguía siendo una extraña, la forastera que les quitó el soltero de oro del pueblo.

“Con lo guapas que eran ellas haberse ido a casar con una de fuera; encima pequeñita, que parece una tonta” se consolaban las mocitas nazarenas. “Muy fina. Muy educada. Ya veremos cuando empiece a parir y tenga que llevar sola la casa de su suegro en qué se quedan sus maneras y su carita de princesa de la Ciudad Santa”. Cosas de los pueblos, no te quieren mal pero no te desean ningún bien tampoco. Todo el que viene de fuera tiene que rendir cuentas a los vecinos de sus intenciones. Todo tiene que ajustarse a las pautas de la comunidad; la tradición manda.

¿No las conocía a todas la Viuda de Jacob de Nazaret? ¿No la habían estado observando durante los años de las vacas flacas como quien espera que se hunda el héroe para darse la gozada de ver aquellas dos torres morder el polvo como cualquier campanario de aldea? ¿Qué consuelo podría la Viuda encontrar en quienes ya estaban echando cuentas y calculando cómo podrían repartirse la hacienda del difunto? ¿Cuánto le ofrecerían por los viñedos? ¿Cuánto por los olivares? ¿Cuánto por las tierras de secano?

“¿Por qué matamos el milagro de nuestra existencia diaria en juicios contra el prójimo, hija mía? ¿Quién conoce cuántos serán nuestros días en este mundo? Sólo el Señor lo sabe; pero de su boca nunca sale el número. ¿Te imaginas que te cogiera la cuenta criticando a muerte a tu vecina, o arrojando la piedra el primero? ¿No sería más hermoso que te pillara compartiendo tu pan con el pobre?”, le decía la madre a su hija María, mientras cosían, a solas. Y sin embargo ahora era la madre la que le pedía a la hija que fuera buena con ella y no le negara la palabra al dolor de su alma.

“Déjame que me muera, María. No te preocupe que se me vaya el alma en palabras rotas. El Señor se ha llevado a mi marido dejándome sola con sus seis hijos. ¿Por qué iban mis ojos a reprimirse y mi corazón a envidiar la roca que tiene por corazón el Omnipotente? Hija mía, es fácil desde las nieves mirar el valle que arde en el estío. ¿Cuándo se puso el Todopoderoso en la piel del soldado que cae desnudo en el campo de batalla defendiendo su vida por el honor de su alma de barro tierno y húmedo? ¡Qué fácil es sentarse en el trono del juicio a firmar sentencias! El Señor está lejos de la debilidad humana, nuestras pasiones a Él no le afectan. Si hace frío El no tiembla; si hace calor El no suda; si le disparan una flecha no le alcanza, si duerme nada le inquieta. ¿Qué sabe el Indestructible de la fragilidad de nuestra existencia? ¿No ves, hija, que se ceba el valle con nuestras lágrimas? ¿Por qué reprimiré mi dolor y ataré mi lengua al miedo? ¿No corre el guerrero al encuentro de la muerte? Que me mate Dios, que me devuelva la vida de mi hombre, ¿por qué no hace nada, porqué se mantiene vigilante al otro lado del precipicio? ¿En qué razones, hija, funda el Eterno su silencio y su impasible comportamiento? Si al menos se elevara como un sol y hablara con la voz de la tormenta y de su alma los rayos de su sabiduría tejieran en el firmamento nubes preñadas de inteligencia. Pero no, hija, arrecie el temporal, tiemblen las tierras, cáiganse los montes y entierren pueblos y aldeas, o se salga el mar de madre y hunda islas con sus gentes, el Señor, inalcanzable, indestructible, no mueve una ceja. ¿Ve el desastre y todo lo que ofrece es un pañuelo de luto pidiendo perdón por no haberse adelantado al movimiento de la Serpiente? Dime, hija, que no fue Él quien disparó la flecha que mató al águila y dejó a merced del diablo el nido de sus aguiluchos. Pero no me niegues el derecho a quejarme de la suerte de mis hijas sobre el cadáver de mi difunto”.

Atravesada por el dolor de su madre María la consolaba de esta manera:

“Todos somos iguales ante sus ojos, madre. Únicos lo somos sólo a los ojos de nuestros padres. Sus criaturas miramos hasta donde alcanzan nuestros ojos, pero El lleva sobre sus hombres el peso de todos nosotros. A su tiempo Él se alzará, madre. Y sus pies brillarán con el resplandor del héroe vestido para la guerra contra el que le quitó su hombre a nuestra madre Eva. Ya sé que soy joven, madre, mas créame por todo el amor que le tengo, el Dios de mi padre no permitirá que la casa de mi madre se hunda. Ya está, madre, calme sus lágrimas. La Muerte se lleva a los mejores pensando que al dejar a los malos nos deja a los pequeños sin protección contra los tiranos. Ignora que al irse los buenos van al Cielo a recoger las armas de los ángeles. Padre nos defendió como hombre y nos sacó adelante. Mi padre defenderá ahora a sus hijas y a su niño con la espada de los querubines. Madre mía, basta ya, no mire más su cadáver”.

La Viuda escuchaba las palabras de su hija mayor como quien recibe besos desde las distancias.

Fueron María y su hermana Juana las que encontraron a su padre sentado contra el tronco de aquella higuera. La verdad, no era exactamente el tiempo de la cosecha; pero a Jacob de Nazaret le gustaba coger los primeros higos de la temporada; decía que eran los mejores para hacer el pan de higo.

Jacob aparejó la bestia. Tiró solo para el campo con la fresca. El higueral estaba al otro lado de los cerros, según se mira desde la colina de Nazaret, al frente. Encantado de la vida aquel buen hombre se despidió de su señora. Sus dos hijas mayores le llevarían el almuerzo y le ayudarían a recoger los cestos. Hasta entonces, bueno, pues eso, un beso, adioses.

¿Viéndole partir de aquella manera tan hermosa quién hubiera podido decir que aquel hombre regresaría muerto a su casa?

A la hora del almuerzo María y su hermana Juana se presentaron en el campo. María le llevaba un año a Juana y las dos eran dos muchachas en flor. María y Juana buscaron a su padre y lo encontraron sentado a la sombra de aquella higuera.

“¿Le dejamos dormir un rato más, Juana? Recojamos de mientras nosotras los cestos”, dijo la María.

Las dos hermanas se dedicaron a la faena. Terminaron de reunir los cestos, y su padre sin despertar. Pero que no se despertaba.

“Cuánto duerme hoy papá, ¿verdad, María?”, dijo la Juana.

Se dieron trabajo trabajando más. Al cabo empezaron a mirarse preocupadas.

“¿Le pasará algo a papá, Juana?”. Y allá que fue la mayor de las dos a ver qué le pasaba a su padre.

No me voy a poner tierno aquí como el que quiere ganarse al lector sacándole un mar de lágrimas. El que más el que menos ya ha pasado por los trámites de un entierro y sabe lo que duele perder lo que nunca debió la Muerte llevarse. Pero fue ella, la María, al arrodillarse para despertarle, quien descubrió la verdad en la palidez del rostro de su padre.

No gritó la muchacha, no se asustó. Cogió la cabeza de su muerto entre sus brazos, meció su cuerpo, besó su frente, miró a su hermana Juana que se acercaba hecha lágrimas. Juana se abrazó a su hermana María y María se dejó abrazar hasta que Juana se desahogó y juntas pudieron recomponer sus almas.

“Ve a casa, Juana, y cuéntale a mamá lo que pasa”, le pidió María a su hermana.

Juana se subió al pollino y llorando con el corazón encogido corrió por los cerros. Mientras tanto María se quedó sola con el cuerpo de su padre, bajo aquella higuera, acariciando el rostro del que para ella fue el hombre más maravilloso del mundo, que se le había ido sin darle oportunidad a su mujer y a sus hijas de decirle por última vez cuánto le querían.

“¿Qué será de tu niño ahora, padre? ¿En qué ojos encontrará la imagen divina del hombre que tus hijas hemos descubierto en ti?”, hablándole al Cielo, susurraba la joven María.

Lo dicho, un enemigo cruel y sádico arrasando la casa no le hubiera hecho a la Viuda de Jacob de Nazaret tanto daño como aquella forma que tuvo la Muerte de quitarle a su marido. Si hubiera muerto su hombre defendiendo a los suyos en alguna guerra, o vendiendo la vida de sus hijas al precio de la suya propia, yo qué sé, pero morirse de aquella manera, sin avisar, cuando habían encontrado la felicidad, después de haber superado un decenio de años tan malos como el corazón de Herodes.

Para qué os voy a contar los litros de lágrimas que la Viuda derramó durante todo aquel día y toda la noche de aquella tarde. ¿No se os ha muerto nunca una hija en flor, o una hermana en la plenitud de su belleza? ¿No os ha arrancado jamás la Muerte la estrella de vuestros ojos dejándoos en las más tormentosas tinieblas? Teníais que estar riendo a carcajadas, batiendo palmas, el corazón abierto a toda esperanza, y de pronto, de la noche a la mañana, una hora antes de romper el alba, la aurora se torna en noche sin luna, la llanura se transforma en pozo sin fondo y al mirar para abajo descubrís el rostro de la Serpiente dándoos la bienvenida.

Y es que Jacob y Ana se habían amado desde el mismo día que se pusieron los ojos encima. Fue un amor a primera vista. Fue ponerse los ojos encima y saber que la búsqueda había terminado.

Jacob y Ana habían nacido el uno para el otro; estaban hechos el uno para el otro; eran las dos mitades del mismo fruto. Era natural que él se muriera tan enamorado de su mujer como el primer día y que la Viuda lo perdiera más enamorada de su marido que nunca. Y si a este dolor se le suma el hecho de quedarse la casa sin hombre para ocuparse de los campos y de las bestias: la receta mágica en el origen de los pucheros amargos que derramó la Viuda en el corazón de su hija María durante los dos días que siguieron al entierro de su padre, ya la habéis leído.

 

EL VOTO DE MARÍA

Como las católicas de toda la vida aquellas mujeres hebreas eran muy trágicas para lamentarse por la muerte de un ser querido. No digo que ni sea bueno ni sea malo, simplemente era así. Los romanos al contrario usaban el entierro como excusa para un banquete, el último banquete, la última cena de los Césares. El banquete de despedida de Cicerón en los frescos de la mansión del difunto en Pompeya nos muestra a sus familiares y amigos bebiendo a la salud del muerto. La corona del orador sobre sus cabezas recuerda la de laureles pero trenzada con brazos de vides. Dios santo, los romanos tenían el corazón tan duro que ni la Muerte podía arrancarles una lágrima. Necesitaban ser tocados por la vara de Baco para recordar que eran hombres, tan de carne y hueso como los demás bárbaros del orbe. Hasta que no estaban borrachos como una cuba no soltaban una lágrima.

Los hebreos, inversamente a la mayoría de los pueblos, preferían velar el muerto a pelo, sacando pecho. La distancia, el alejamiento, la ausencia necesita de un tiempo de despegue. Supongo que la costumbre impone su cultura y cada cultura lo vive a su manera. Los hebreos de todas las maneras posibles eligieron la más dolorosa, no enterraban al difunto sino al tercer día de su muerte.

¡Las lágrimas estaban servidas! Y si encima se terciaba el caso que nos ocupa, un hombre joven, en la flor de la vida, casado y tan enamorado de su Viuda como el primer día, padre de seis criaturas, un hombre que nunca estuvo enfermo, un hombre que no parecía cansarse jamás, que se murió sin tener a nadie que se ocupase de sus campos, que se fue justamente cuando amainaba la tormenta, pues poned todos estos elementos en la misma coctelera, agitadla, y el resultado será explosivo. La explosión que desencadenó la muerte de Jacob de Nazaret la vais a descubrir enseguida; sus consecuencias aún perduran.

Estaba la propia Viuda. Desde jovencita la madre de la Virgen fue muy pucherona. El día que su padre, Cleofás de Jerusalén, le prohibió siquiera la idea de pensar en casarse con el hombre que sería el padre de sus niñas, tan cierto como llueve para abajo que la joven novia salió corriendo en busca de su tita Isabel, por las calles de Jerusalén dejando un reguero de lágrimas rotas.

Tita Isabel, esposa de Zacarías, futuro padre del Bautista, ya la conocía. No en vano Ana era su sobrina. Tita Isabel se rió mirándola a los ojos mientras le secaba las mejillas de Magdalena toda atacada.

“Pero bueno, chiquilla, ¿me vas a decir qué te pasa? Cuando te arrancas de esta manera se te olvida que yo no sé nada. ¿Lloramos juntas o me río de ti hasta que tú te rías conmigo?”. Tita Isabel amaba a su sobrina Ana con una ternura divina.

Aquella mujer, Tita Isabel, quería a su sobrina más que a las murallas de Jerusalén, más que a las nubes del cielo de primavera, más que a las estrellas de la mañana y de la tarde juntas, la quería más que a sus vestidos y más que a sus cacharros de plata, pero cada vez que su Anita se le echaba encima de aquella manera no sabía si acompañarla en los pucheros o echarse a reír de sus lágrimas. Tampoco es que a cada cambio de guardia su sobrina Ana le estuviese regando el desierto con arroyos de agua salada. La verdad era que cuando se arrancaba de esa forma que ni podía articular palabra y había que darle tiempo a que se calmara era que algo muy gordo le había pasado a su Anita.

La muerte del padre de tus niñas, sólo dos de ellas muchachas, las otras crías, y un bebé dando la caña, la verdad, sí es una buena razón para llorar hasta que los huesos se te sequen.

Pasó eso, la Viuda, la madre de la Virgen se hundió hasta lo más profundo de la desesperación comprensible al caso. Por un tiempo se quedaba muda. No decía nada, sólo lloraba abrazada a aquella criatura de pecho que no conocería a su padre. Con Cleofás en los brazos la Viuda de Jacob de Nazaret lloró todo el día y toda la noche.

Desesperada, se veía ella rodeada de tiniebla densa y fatal; hundida, ya se imaginaba la casa de su difunto tragada por los impuestos; rota, deshecha, ya se veía ella vendiendo a sus niñas para salvarlas de la ruina.

Hijas de David que eran todas, en unos tiempos cuando ser judío no bastaba, sino que había que demostrarlo, tener por esposa una hija de David era un pasaporte a los beneficios que el César le había concedido a los judíos en gratitud por haberle salvado la vida contra el último de los faraones.

Lo cuento.

Persiguiendo a Pompeyo, Julio César se metió en problemas. Se le vio al César corriendo como un loco detrás de Pompeyo. Y mira por donde aterrizó en Egipto. En ese entonces el hermano de la Faraona acababa de matar a Pompeyo. Este mismo faraón que acababa de ejecutar a Pompeyo vino y se le puso bravito al César. Creo que el hermano de Cleopatra incluso se atrevió a declararle la guerra al Conquistador de las Galias.

Lo sabido, contra toda esperanza aquel faraoncillo estuvo casi a punto de enviar al César al Elíseo de los famosos generales romanos. Fue entonces cuando el padre de Herodes se las arregló para reunir miles de jinetes, atravesar el desierto del Sinaí al galope y cargar contra el hermano de Cleopatra, rompiendo el cerco y rescatando al César del peligro. En recompensa Julio César les otorgó a los judíos un número de privilegios imperiales, como no estar sujetos al servicio militar, libertad de movimiento para el Diezmo del Templo, etcétera.

La condición sine qua non para beneficiarse de tales privilegios era ser ciudadano de la Judea.

Listos como zorros, escurridizos como anguilas, los judíos encontraron muchas formas de falsificar los papeles. De todas las formas imaginables de burlar al Imperio la más fácil era comprarse unos documentos falsos, que cualquiera de los burócratas que trabajaban en el Registro del Templo de Jerusalén te servían por un puñado de dracmas.

Pero había otra forma más barata.

¿Qué manera mejor de pertenecer a la lista de los privilegiados que declararse descendiente del rey David? Y para mejor cerrar el circuito incluir haber nacido en Belén de Judá, “por favor”.

Y aún existía otra fórmula inclusive mejor, más placentera: Comprarle al rey David una hija por esposa, por supuesto.

Las descendientes del rey David por esta razón en alza, si se pagaba bien por una hija de David ¿cuánto se pagaría por una genuina hija del rey Salomón? Y no una cualquiera, una sólo de palabra, no; estamos hablando de una genuina y auténtica descendiente del mítico rey sabio.

Algo tan corriente entonces, vender a las hijas al mejor postor, a la Viuda de Jacob de Nazaret le sonaba a comparar a la mujer con el ganado. Por Josué y las setecientas trompetas que derrumbaron las murallas de Jericó ¿vender ella a sus niñas por dinero? ¿Ella que se había casado por amor y conocía lo dulce que es el matrimonio por amor y sólo por amor?

La idea le destrozaba el alma.

Sin embargo, ella no veía cómo podría salvar a sus hijas de ser tratadas como las bestias que se compran y se venden en el mercado de las pasiones humanas. Más lo pensaba, y el cadáver de su difunto no paraba de recordárselo, más amargas le sabían las lágrimas por el futuro que le esperaba a sus niñas. También estaba el niño.

“¿Y qué va a ser de mi Cleofás sin tu padre, María? ¿Qué va a ser de la casa de tu padre, hija mía?”, vertía su suerte la Viuda de Jacob de Nazaret en el corazón de su hija María.

Entre la madre y la hija, ¿qué queréis que os diga?, la hija parecía la madre. María abrazaba a su madre y la consolaba con palabras llenas de ternura y juicio. Y eso que la muchacha estaba en flor.

Era María una criatura que no había conocido en este mundo más que alegrías. Había querido a su padre con locura y viéndola consolar a sus hermanas y a su propia madre cualquiera diría que aún no se creía lo que estaba pasando.

“Papá duerme, Juana”, es lo primero que le salió del alma a María cuando se lo encontraron muerto.

“Papá está en el Paraíso, allí nos espera a todas, ya está Ester, ven aquí Rut, cálmate Noemí”, les decía a sus hermanas pequeñas mientras se bebía sus lágrimas.

Dejaba la muchacha a sus hermanas con Juana y se iba con la Viuda:

“Ya está, madre; padre está en el Cielo. Su Dios no permitirá que sus hijas sean vendidas como esclavas”, le susurraba a su madre al oído, secándole a besos las lágrimas.

“Hija mía”, intentaba articular la Viuda. Pero no terminaba nunca la frase, se deshacía en pucheros y regresaba a sus tinieblas, las que envolvían su casa y pintaban el horizonte de su familia con los colores sufridos de una visión macabra.

El resultado de la natural desesperación de la Viuda de Jacob de Nazaret fue el siguiente.

La visión tenebrosa que la Viuda se había hecho sobre el futuro de sus hijas se correspondía a la realidad de todos los días. La muerte del cabeza de familia obligaba a las viudas a entregar sus hijas al pretendiente que más dinero pusiese sobre la mesa, con total independencia de la edad del comprador. Era la verdad y no hay que darle más vueltas al asunto. Desde el punto de vista del macho rico mientras más viudas hubiese mejor, así habría más ganado fresco y joven donde elegir.

El mundo estaba hecho a imagen y semejanza de las pasiones de los poderosos y todo lo que se diga en contra no nos llevará a ningún sitio. Para colmo de males, con las leyes del divorcio que se habían dado últimamente, la carne de hembra se compraba para usar y tirar; se digería a gusto del consumidor y luego se tiraban los restos para que el que viniera detrás chupara los huesos. ¡Y ay de aquél que no siguiera el ejemplo! En las clases altas tener una sola mujer era signo inequívoco de conspiración contra Herodes.

“¿Ése se ha casado una sola vez? ¿Y no se le conoce una segunda ni una tercera mujer al menos? Seguro que ése conspira contra su majestad, alteza”. Por razones tan absurdas como esta rodaban las cabezas de los judíos por las calles de Jerusalén en aquellos días.

No era algo que la Viuda se estuviera inventando. Ella era de Jerusalén, de la clase alta, conocía esta realidad tan de cerca como que su marido yacía difunto delante de sus hijas.

Que ya está, que no llorara más, que no era para tanto, que todo se solucionaría, que el Señor no permitiría que eso pasara. Palabras muy hermosas, que la Viuda agradecía. Ella sólo sabía que apenas hacía un día se levantó con la alegría de la mujer más feliz del mundo y no habían pasado dos, era “la Viuda”.

“Déjame llorar, hija. No ves que, si no me muero”, le rogaba inconsolable la Viuda a su hija María.

Aprovechando una calma y estando Juana y María solas con su madre, María, hija de Jacob de Nazaret, abrió su boca.

El Cielo es mi testigo de lo que a continuación digo, y allá que me envíe al horroroso Infierno si me invento una sola palabra. En la noche de aquel día, durante el velatorio por la muerte de su padre, la hija mayor de la Viuda de Jacob de Nazaret ató su vida a un árbol que tenía el poder de ahorcarla si ella no cumplía el Voto que escribió en el corazón de su madre y de su hermana Juana.

María pudo haberse callado; estuvo en su mano haberse llevado el dedo a los labios y no sujetarse a la prueba. Pero no estaba en el carácter de la hija de Jacob resistirse a los prontos de su personalidad. Ella prefería aceptar las consecuencias con todas las de la ley.

Nadie las estaba escuchando, estaban las tres solas delante de Dios. Por esto os he dicho que quien quiera estar seguro de lo que escribo ahí está el mismo Dios que le cogió la palabra a la hija de Jacob de Nazaret para afirmarme o desmentirme. Que Dios se presente como Juez es natural, que acuda como Testigo es algo extraordinario. De los valientes sin embargo es la gloria.

Y sigo.

Allí, delante de su hermana Juana, María le juró a su madre que eso - ser sus hijas vendidas por esclavas al mayor postor - no les pasaría a sus hermanas nunca, antes tenía el Diablo que destronar al Altísimo, el Infierno conquistar el Paraíso, o pasaría cuando el corazón de Herodes fuera elevado a los altares.

La fe de la hija de Jacob de Nazaret era tan grande, su confianza en el Dios de su padre era tan inocente que no le cabía en el corazón que su Señor fuera a abandonar su familia a merced de los tiempos.

Entonces, muy sosegada, con una seriedad de persona adulta, ella, María De Salomón, hija de Jacob de Nazaret, puso por testigo al Dios de su padre y delante de su madre y de su hermana Juana juró, invocando a la Ley de Moisés contra su cabeza si rompía su voto, que ella, María De Salomón, no se quitaría el velo del duelo por la muerte de su padre hasta que viera casadas a todas sus hermanas, que no firmaría su propio contrato de bodas hasta que viera casado y con hijos a su hermanito pequeño Cleofás.

Más aún: no se casaría hasta que viera a los hijos de su hermanito Cleofás pegando botes, todos felices y contentos por esa misma habitación por donde ahora el dolor campeaba triunfante. Hasta ese día ella no se quitaría el velo del duelo por su padre.

La Viuda alzó la cabeza al infinito. Juana miró a su hermana con lágrimas de eternidad en los ojos. María De Salomón siguió diciendo:

“Por la memoria de mi padre le juro, madre, que mis hermanas no conocerán amo. Cuando salgan de la casa de mi padre saldrán alegres en los brazos de ese amor que vivieron sus padres y del que bebimos sus hijas hasta saciarnos. Nadie comprará a las hijas de Jacob. Consuele su alma, madre mía. Ese niño que tiene en sus brazos elegirá de entre las hijas de Eva la más guapa. Así me haga el Señor si yo falto a mi palabra: por esposo me dé el hombre más malo del mundo. No se destroce más el corazón, madre; no ofenda al Cielo culpando a nuestro Señor de nuestra desgracia, no sea que mi padre tenga que bajar la cabeza ante Abraham por la ofensa que portan las lágrimas que nunca se acaban. Mi padre se pasea entre los ángeles y a los pies de su Dios pide clemencia para su casa. Díselo tú, Juana”.  

 

TITA ISABEL EN NAZARET

La noticia de la muerte de Jacob de Nazaret cayó en la casa de sus suegros y demás familiares de Jerusalén con la fuerza de un ciclón sin ojo destrozando ciego casas y cosechas. Cleofás y señora, abuelos de María por parte de madre, querían subir corriendo a Nazaret.

La prudencia aconsejaba a Zacarías y su Saga mantenerse a distancia, subir más tarde a Nazaret, dejarlo para una ocasión mejor, no sea que al ir todos juntos levantasen sospechas en la Corte del rey Herodes. Uno cualquiera de los espías del rey podría encontrar raro que todo un personaje de la categoría del hijo de Abías se interesase por la suerte de un simple campesino de la Galilea. Y dirigir la atención del tirano a la casa de la Hija de Salomón era lo último que podía permitirse Zacarías.

“Tú harás lo que quieras, hombre de Dios”, con estas palabras Isabel cerró la discusión con su marido sobre la conveniencia o no conveniencia de abandonar Jerusalén en esos instantes. “Tú harás lo que quieras”, le repitió Isabel, “pero esta hija de Aarón sale ahora mismo corriendo a abrazar a la niña de su alma”.

Isabel, esposa de Zacarías, futura madre de Juan el Bautista, hermana mayor de la madre de Ana, y por consiguiente tita materna de la Viuda era por estas coincidencias de la Vida: tita abuela de la Virgen.

Lo mismo que Zacarías, su marido, Isabel pertenecía a la casta aarónica entre cuyos miembros se elegía a los miembros del Sanedrín. Con esto no quiero decir nada excepto que la educación de la futura madre del Bautista no se ajustaba a la educación que solían recibir las demás mujeres hebreas. Y si a esto le sumamos el hecho de haber sido Isabel predestinada desde el seno de su madre para ser la esposa del padre del Bautista, yo creo que desde esta posición de la Providencia las puertas del tiempo se abren al que quiera atreverse a cruzarlas.

Pues así es, Isabel de Jerusalén, tita abuela de la Virgen, era la hermana mayor de la madre de la Viuda de Jacob de Nazaret.

Y así se hizo; Isabel salió corriendo para Nazaret en compañía de Cleofás y señora, padres de Ana, madre de María.

Cleofás, padre de la Viuda, era, por tanto, el cuñado de Isabel.

Cleofás se casó con la hermana pequeña de Isabel y tuvieron a Ana, su sobrina Ana, su lucero del alba, la estrella de aquellos ojos que tanto lloraron la imposibilidad de no poder tener hijos.

Para cuando Isabel, Cleofás y señora llegaron a Nazaret el padre de la Virgen yacía ya en su tumba. Los habitantes de Nazaret por su parte habían vuelto a sus vidas de todos los días.

La llegada de sus padres y de su tita Isabel volvió a despertar en los ojos de la Viuda aquel río de lágrimas que yacía ahora dormido como muerto, y que excepcionalmente volvía a flote cuando las visitas se paraban a consolarla. No sabía, no podía, no quería vivir sin su esposo.

Para la Viuda de Jacob de Nazaret su tita Isabel era esa persona que todos los hijos echan de menos en sus padres. A los padres se les honra, pero a esa otra persona se le confiesa todo. Lógico por tanto que fuese a Tita Isabel a quien la Viuda le descubriera el suceso.

Como siempre después de los pucheretes.

El Cigüeñal, la Casa de Abiud, hijo de Zorobabel, hijo de Salatiel, hijo de Salomón, rey y padre bíblico de la familia de la Virgen, era un cortijo de los tiempos señoriales persas. Excepto los graneros el edificio entero era de piedra labrada; hasta los establos.

Donde hoy se alza el búnker de la Anunciación ayer se alzó una mansión medio cortijo medio fortaleza.

El salón principal del Cigüeñal de Nazaret tenía los muros adornados de las armas más antiguas e impresionantes. Las había de todos los períodos transcurridos desde el Imperio de Nabucodonosor II al del César I. También contra una de las paredes del salón principal del Cigüeñal los albañiles de entonces abrieron una chimenea grande como una cueva. Al fuego de esa chimenea se hallaban sentadas Tita Isabel y su sobrina Ana. Cleofás y señora se habían llevado sus nietos a la cama.

La Viuda arrancó entonces motores. Si las paredes hablasen dirían que la Viuda hizo en un rato puchero para dar de beber a media África.

Tita Isabel siempre encontró la forma de cortar aquellas aguas diluviales; por algo aquélla era su niña. Bueno, era la hija de su hermana pequeña, pero como si fuera la hija que ella nunca tuvo. Isabel quería a su sobrina Ana más que si hubiera sido su hija propia. Es un decir. Pero aquello de arrancarse a llorar, caer en un silencio eterno, volver a arrancarse, aquello no era normal.

“¿Qué te pasa, Anita?” le preguntó inquietada Isabel “¿Por qué has esperado a que se fueran tus padres para romper a llorar de esta manera? Ya estamos solas. Anda, dímelo”. Isabel intentó averiguar qué le pasaba a su sobrina.

La Viuda abría los labios. Los abría, sí, pero nunca llegaba a hilar una frase completa.

“Mi María…Tita…”

“¿Qué le pasa a tu María, Anita?”

“Tita…yo…mi María…”

No acababa nunca. Con el genio que tenía aquella mujer, y que tuviera con su sobrina aquella paciencia infinita.

“Cuando te calmes me lo cuentas, hija”.

Esto sucedió al rato muy grande.

El oso disecado que ocupaba el rincón del salón principal del Cigüeñal de haber estado vivo se habría desesperado ya. Sobre la chimenea una cabeza de león oriundo de la Asiria bostezaba expectante.

Isabel seguía mirando al fuego cuando la Viuda logró terminar el relato sobre el Voto de su hija mayor.

“Repíteme eso, Anita”, le pidió una Isabel absorta, maravillada.

“¿Lo ves, Tita? Ya sabía yo que no te lo podrías creer”, y la Viuda se arrancó de nuevo.

Al alba, por fin la madre del Bautista estaba al corriente del suceso que cambiaría el curso de la Historia del Universo.

“Que sí, Tita, que mi María no se quitará el velo del duelo por su padre hasta que vea a mi niño de meses casado y bien casado. ¿Qué he hecho yo, Dios mío? Y tú ya sabes cómo es mi María; si fuera hombre su palabra sería lo último que rompiera”.

¡Qué bien conocía la Viuda a su hija mayor!

  

LA CASA DE JOSÉ EL CARPINTERO  

Entremos ahora un poco en la historia de José, futuro esposo de la Madre de Jesús.

El clan de los carpinteros de Belén experimentó un tirón económico muy fuerte a raíz del nacimiento de José. Este no es el lugar para entrar en detalles íntimos sobre la vida de los padres de José el Carpintero. A su tiempo abriremos la puerta como quien corre un velo y veremos cara a cara la verdad de esa intimidad que por ahora y hasta entonces dejaré en el aire. La razón para hacerlo se entenderá más tarde. Para ir superando el trance digamos que una incursión demasiado profunda en la vida de los padres de José el Carpintero rompería el ritmo de este relato. Así que sigamos adelante.

Helí, padre de José, trajo al mundo muchos hijos, hembras y machos. Se encontraba el hombre en la plenitud de su alegría cuando un día se le fueron también las fuerzas, y se murió.

Helí se murió como se mueren todas las cosas, de cansancio. Especialmente en aquellos días la causa de la muerte de los hombres era ésa, el trabajo. Morían reventados. Estaban los impuestos, los diezmos, los intereses. Los trabajadores apenas si llegaban sanos a los cuarenta; a los cincuenta estaban medio muertos. A los sesenta ya estaban muertos. Sólo los ricos y los tiranos llegaban sanos a los setenta. El que llegaba a los ochenta o era un santo o era un monstruo. Helí, padre de José, no fue ni lo uno ni lo otro. Sólo otro currante vendiendo cara la vida de sus hijos contra tablones y clavos. Así que cuando se murió el Cielo se llevó a su gloria otro de los buenos.

Como vemos la Muerte les estaba siguiendo a sus enemigos los pasos. No teniendo quien empuñara la espada contra ellos, la Muerte misma arremetía directamente contra las dos casas mesiánicas. Invisible, silenciosa, golpeaba con la única arma a su servicio: las tijeras de las Parcas. Ciega, la Muerte escribía en las familias de sus enemigos páginas negras. Mas desde la luz del que gobierna el destino del universo dejaba Dios moverse a sus anchas a la Serpiente.

Pero dejémonos de crónicas del Infierno y de su derrota. Volvamos a poner los pies en tierra firme. Para recordar ruinas y miserias siempre hay tiempo.

Tras la muerte de Helí, hijo de Matat de Belén, el Derecho de Primogenitura convirtió a José en padre para sus hermanos y hermanas. No comprendía este derecho el deber de permanecer soltero hasta que el último miembro de su casa hubiese formado su propia familia. De hecho, el matrimonio con la Hija de Salomón -María era por entonces su Prometida- se acercaba cada año que iba pasando. José debía tener unos veinte años aproximadamente cuando su padre se fue al Paraíso de los buenos. María debía tener unos pocos menos.

Por esas fechas fue cuando se murió el padre de María. Y así fue cómo los dos hombres que se juraron casar a sus hijos desaparecieron de repente de la escena. Toda su vida soñaron con verlos casados, y de la noche a la mañana un giro del destino les robó de los ojos el sueño.

¿Qué iba a ser desde entonces del futuro de aquel juramento que hicieran Jacob de Nazaret y Helí de Belén delante de Zacarías, hijo de Abías, sacerdote?

Idos los dos, muertos quienes que se comprometieron a unir en matrimonio a José y María cuando la edad lo dictase, María y José quedaban libres para seguir adelante y tomar o no por propio el juramento de sus padres. ¿Qué harían? ¿Cómo obligar a José a mantenerse soltero hasta que el último de los hijos de Jacob de Nazaret se casase?

“Hijo mío, sé sabio ante Dios y sus siervos. Ninguna recompensa satisface la condición del ser humano con más plenitud que el ajustar nuestros pasos a su sabiduría. No somos nada, nadie somos cuando se trata de pesar la decisión entre hacer nuestra complacencia o hacer la de nuestro Señor Dios. Pon tu confianza entera en su Omnisciencia, tu fe deposítala en su brazo todopoderoso, que nunca falla el tiro ni yerra piedra. Tú conoces su voluntad; no le des la espalda. Yo me voy, pero El permanece y se queda contigo. Él te guiará hacia la victoria de nuestras Casas. Su ángel escribirá en su Libro: Dijo Dios, y así se hizo”, José se crió con consejos de esta naturaleza.  

 

LA SEÑORA ISABEL

Tras la muerte de Jacob de Nazaret, padre de María, la Viuda se rehízo. Apoyada por Tita Isabel la Casa de la Virgen de Nazaret superó el temporal siniestro que en su dolor se pintó la Viuda durante el entierro de su esposo.

La señora Isabel, miembro de la clase aristocrática de Jerusalén, experta en el mundo de los negocios y las leyes judías, se hizo cargo de todo, movió cielo y tierra, y no se fue de Nazaret hasta que quedó todo tan sólidamente restablecido que fue como si Jacob nunca se hubiese ido.

Lista como ella sola, con medios económicos suficientes para frenarles los pies a los hermanos de Jacob que le pudieran ofrecer a la Viuda la comprar de las tierras, Tita Isabel conservó para la hija de Salomón, su sobrina nieta, hasta el último acre.

Gracias a Tita Isabel no vendió la Viuda ni una higuera. Allí estuvo Tita Isabel para contratar hombres cuando llegaron las cosechas, para firmar contratos, para pagar a los hombres, para cobrar los dineros de las ventas, y lo más importante para coger a su sobrina Juana y enseñarle de la A a la Zeta el abecedario de los negocios.

Pasó pues que Juana, la que seguía a María, acompañó en el Voto a su hermana grande. Pero Juana, al contrario que María, una artista con la costura, Juana heredó el carácter entero de su difunto padre; no se cansaba ella ni de aprender de su tita Isabel cómo manejar a los hombres ni de abrirse paso en el mundo de los contratos; ni se cansó trabajando en el campo al frente de los jornaleros que trabajaron para su Casa. Muchos apostaron que en cuanto se fuera la Señora Isabel la niña se vendría abajo y tarde o temprano la Viuda tendría que vender.

“Hija, tú no les hagas ni caso” le aconsejaba Tita Isabel a su sobrina nieta Juana. “Los hombres nos miran como si la Sabiduría no fuera nuestra hermana. Porque la toman por esposa se creen que la Sabiduría nos da la espalda. Tú, ni caso, Juanita. Y si el sol apretara y la cosecha fuera mala yo te la compro entera al precio de una cosecha de oro. Esto es muy sencillo, hija mía. Ten siempre una sola palabra; si conviniste en más por lo que luego resultó valer menos, tú mantén tu palabra; dijiste tanto, tanto pagas. Lo mismo cuando les toquen equivocarse contigo. Conviniste en tanto, tanto cobras…”

Con el tiempo la pequeña de las Vírgenes de Nazaret aprendió a hablar con los hombres que ella misma contrataba como si fuera una persona mayor. Nunca las tierras del clan de los hijos de David de Nazaret estuvieron tan fructíferas como en aquellos años después de las grandes sequías.

Ni tampoco los señoritos del Cigüeñal, la casa grande de la colina, anduvieron antes mejor vestidos.

La Señora Isabel, como toda hija de Aarón, era una maestra en las artes de tejer mantos sin costura. Era el manto de los miembros del Sanedrín. Señora de un grande del Sanedrín, Isabel le podía asegurar a su sobrina nieta María que su taller de costura sería el más rentable del reino entero.

-Pero Tita, le dijo María, yo no puedo abandonar la casa de mi madre.

-Hija mía, ni lo menciones, le respondió Tita Isabel.

El hecho de que siendo la tita abuela que la llamasen Tita se debía al genio de la propia Isabel. La hacía sentirse vieja que la llamasen “abuelita”.

Pues eso, entre sus sobrinas nietas Juana y María se le fue el tiempo a la Señora Isabel. Si a su Juanita la Señora le enseñó todos los misterios de los negocios y en su nombre contrató capataz que la ayudara en todo, y le metió en la cabeza que desde Jerusalén ella seguiría sus movimientos al día, y por Dios que ella se anticiparía al cielo antes de ver caer sobre sus nietas otra desgracia; si a su sobrina nieta Juana la puso al frente de los campos, a su “nieta” María la sentó a su lado, y no la levantó de su vera hasta que su sobrina nieta aprendió de las manos de una experta en trabajos sagrados los secretos más recónditos del corte y confección de un traje sin costura. La Niña, que era de por sí una artista, porque de su propia madre le venía la escuela, cuando se despidió de “la abuelita” no sólo había heredado uno de los misterios más celosamente guardados por las hijas de Aarón, sino que además abrió su propio taller de costura en Nazaret.

Del taller de corte y confección de la Virgen de Nazaret salieron para Jerusalén algunos de los mantos sin costura orgullo de la casta de los príncipes de la Ciudad Santa. Mantos por los que se pagaba oro contante y sonante. Sólo se tenía uno, y era para toda la vida.

-¿Pero Tita, de dónde sacaré el dinero para las sedas, y para los hilos de oro?, le preguntó una vez Ella.

-No te pongas la pelliza por una nube, hija -le respondió la Señora Isabel-. Cuando yo te haga el encargo te enviaré sedas para que vistas a todas tus hermanas, y un saco de hilos para que le hagas a tu hermano una trenza con cabellos de plata. Si el Señor no me ha dado hijos será por algo. ¿Qué se creen los hombres? Para el hijo de Natán todo. Hija mía, le han regalado un potro íbero a tu José que ya para sí lo quisiera un general romano. Con él, con tu José, bajan la guardia y ya parece tu Prometido un príncipe entre mendigos. ¿Quién va a prohibirme a mí regalarle a la hija de Salomón la Luna y las estrellas envueltas en sedas y atadas con hilos de oro?

Y así fue. En efecto, cómo llegaron a vestir las hijas de Jacob de Nazaret fue la admiración de todos los miembros del clan de David de la Galilea. A la hora de casarlas, ya se adivina, la dote que quisiera la Viuda por Ester y Rut, las mellizas.

-¿Dote? ¿Quién ha hablado aquí de dinero? ¿Tú lo amas, hija? - era la respuesta de la Viuda a los pretendientes de sus hijas.

Estaban equivocados, vaya que sí estaban equivocados. ¿Comprarle a la Viuda una hija?

Imposible.

¿Mejor partido en toda la comarca?

Ninguno.

Los campos de la Hija de Jacob producían al ciento por ciento. Del taller de la Virgen de Nazaret salieron los vestidos más buenos, bonitos y baratos de la región. ¿Al niño de la casa? Al Cleofás, al benjamín de la casa, sólo le faltaba la diadema para dejar a los hijos de Herodes a la altura de los mangantes. Por tanto, el que fuera a casarse con sus hijas que no le viniera a la Viuda de Jacob hablando de dineros. Su corazón era lo que tenían que ponerle sobre la mesa, abierto de par en par, abierto como una luna llena, desnudo como el sol de un cuarenta de Mayo. Y luego que fuera lo que el Cielo quisiera.

 

LA SEÑORA MARÍA

A la muerte de sus abuelos, Cleofás y señora, María De Salomón heredó la casa de su madre en la Ciudad Santa. Hablamos de la casa de la heredera de un Doctor de la Ley que tuvo por padrino de carrera burocrática al jefe del grupo de influencia más poderoso en la corte naciente del rey Herodes. Hablamos de una señora casa. Hablamos de una Señora, la Señora María de Nazaret, hija de Ana, hija de Cleofás, cuñado de Zacarías, el hijo de Abías -Abtalión para la historiografía oficial-. Hablamos pues de una María miembro legítimo de la aristocracia sacerdotal judía por parte de madre. (En esta primera parte de la Historia no vamos a entrar en la vida de la casa de Cleofás, padre de la madre de la Virgen. En la segunda parte pegaremos, pediremos permiso y ya veremos con los ojos del espíritu qué quiero decir cuando digo que Cleofás, padre de la Viuda, perteneció al grupo aristocrático judío que sin ser herodiano fue el más influyente ante la Corte del rey Herodes. Por ahora baste la confianza a la hora de articular sobre la roca de nuestra Fe los pilares en los que descansa el edificio de esta Historia).

Sin ir más lejos vemos al Señor Jesús en el prólogo de la Última Cena enviando a un discípulo suyo a anunciarle a uno de sus siervos su venida. El hombre no rechista; y no rechista porque conoce al mensajero, y sabe quién es el “señor” que le está apremiando a tenerlo todo dispuesto para la Última Cena.

La leyenda de Jesús el Carpintero, digámoslo todo, tuvo su origen en la mentalidad de los pueblos pequeños antiguos. El título local del padre pasaba al hijo. El padre fue carpintero, el hijo será el Carpintero toda la vida, aunque llegue a tener más fanegas que un marqués; su padre fue el carpintero y su hijo será el hijo del carpintero hasta que se muera.

Es verdad, sigamos diciéndolo todo, que José llegó a Nazaret siguiendo la ruta de los nómadas. El hombre se plantó en el pueblo, le arrendó a la Viuda un trozo de terreno para plantar la tienda. Montó el taller. Le acabó gustando a José el ambiente -eso decía él de puertas afuera- y acabó enamorando a la heredera de la Viuda. Para las fechas la Virgen era dueña de higuerales, viñedos, olivares, tierra calma, ganados, y además era la propietaria de un taller de confección y costura en pleno boom gracias a la ola nacionalista.

Hasta entonces los trajes típicos se tenían que encargar en algún taller de la Judea. Las judías, sobre todo las jerusaleñas, habían conservado celosamente el secreto de la confección de los trajes de novia y vestidos de fiestas nacionales. Entonces fue y va la Virgen de Nazaret y abrió su propio taller de confección y costura.

En medio de tales circunstancias la creación del taller de la Virgen de Nazaret, la verdad, se abrió paso enseguida. Gracias a las relaciones sanguíneas que su familia mantenía por toda la Galilea la publicidad necesaria, sin tener Ella que darle tiempo al tiempo, fue llama sobre reguero de pólvora. Sólo había que fijarse en cómo vestían sus parientes. Luego estaba el precio; la Virgen de Nazaret era una santa; si no tenías dinero se lo podías pagar cuando te sonrieran las cosas. Te ajustaba el precio a tu caso y jamás te mandaba al hombre del frac a reclamarte los duros. Una verdadera santa. Por supuesto cuando se anunció su boda con el Carpintero todo el mundo se quedó con la boca abierta.

¿¡La Virgen se casa!?

Lo cierto es que José y María primero esperaron a que Cleofás se casara.

El benjamín de la casa se casó con María de Canaán, del clan davídico también. Al año Cleofás y María de Canaán trajeron a Santiago al mundo. (Este Santiago llegaría a ser el Primer Obispo de Jerusalén. La Historia lo conoce por Santiago el Justo, hermano del Señor, uno de ellos, y que luego fue asesinado por sus propios hermanos de raza. El destino de los hermanos de Jesús forma parte de la historia del Cristianismo. Un paseo por el recuerdo de la fascinante aventura de los primeros cristianos, siento lamentarlo, supera el alcance de este Relato. El hecho es que la suerte de los hermanos de Jesús quedó sellada la Noche de la Matanza de los Santos Inocentes. ¿No fueron triturados los sobrinos de José bajo los pies de la Fortuna? La Bestia perseguía al Niño, y en su impotencia para encontrarlo derramó fuego por los ojos contra todos sus familiares. ¿Cuántos sobrinos le mataron en una sola noche a José? ¿Cuántos hijos de Cleofás se llevarían? Lo dicho, en el futuro, si Dios quiere, entraremos en la tragedia de los famosos hermanos de Jesús, hijos de Cleofás y María la de Cleofás). Pues bien, al otro año de tener a Santiago el Justo, Cleofás y María de Canaán, María la de Cleofás para el Nuevo testamento, trajeron a José. Y siguieron trayéndole a Jesús primos y primas.

 

EL NÓMADA

De todos los niños de Nazaret a ninguno como al Cleofás le cayó tan bien José. Pero desde el mismo día que José llegó a Nazaret. No es mentira que José hizo su entrada en Nazaret espectacularmente. Su caballo íbero negro como la noche y sus tres perros asirios cazadores de leones rompiendo genial la monotonía. Luego estaba el jinete; gigante en su Bucéfalo, hijo de Pegaso, el caballo de los superángeles; el pelo ni largo ni corto, al cinto la mismísima espada de Goliat.

Y decía el forastero que era un nómada a la aventura por las provincias del reino.

Los nazarenos lo miraban y no se lo podían creer. ¿Un nómada como otro cualquiera, a la aventura por esos caminos de Dios a lomos de un potro de aquella raza, bello como el caballo de un arcángel en plena batalla, custodiado por tres fieras, hermosas como querubines y temibles como dragones?

Aquél gigante era puro misterio. Sus rasgos psicológicos y físicos no coincidían con la imagen popular del nómada sin patria chica, siempre borracho, siempre pendenciero, más bien flaco, los morros rojos vinateros, los sesos quemados por los soles y los fríos. No señor, aquél nómada no era otro más. Los nómadas iban en burros, en el mejor caso en yeguas viejas, chinches, pulgas y chuchos por compañía. No señor, aquel José era puro misterio.

Con secreto o sin secreto la cosa es que Cleofás, el hermano pequeño de la Virgen, le cogió un cariño tan grande a aquel nómada nacido en Belén que acabó viviendo más en la tienda del Carpintero que en su propia casa.

Pero yo sé que por lo que más se moría aquel muchacho era por hacer realidad su sueño de subirse al caballo de José y trotar por los cerros levantando polvo de estrellas en los ojos de su princesa azul. ¡Cosas de muchachos!

Y justamente fue esto lo que vino a pasar. Sucedió eso. Todas las hermanas de Cleofás se casaron. Excepto sus dos hermanas grandes, María y Juana, que se mantenían vírgenes desde la muerte de su padre. Es la verdad, todas sus hermanas se habían casado ya, habían formado familia y tenían sus hijos. Él, Cleofás, era el único de los hijos de Jacob de Nazaret que aún seguía viviendo en la casa de su madre.

Desde fuera, para los de fuera, Cleofás era el señorito del pueblo, el niño mimado de sus hermanas las Vírgenes. Mientras todos los muchachos se dedicaban a ayudar en el campo, el señorito Cleofás vivía a cuerpo de príncipe sin saber lo que eran la hoz y la chapulina. Así que si se pasaba el día en la Carpintería de José no era porque le hiciera falta ganarse el pan. Para nada. Si se decidió a servirle de aprendiz no fue porque el hermano de la Virgen tuviera que aprender un oficio. Lo que de verdad le privaba a Cleofás era ascender de categoría a los ojos del Carpintero, ganarse su confianza y recibir su permiso para pegar el bote, subirse en lo alto de aquel caballo íbero y darse el disfrute de ver el mundo a lomos de aquella criatura mágica.

Y así fue. Al cabo Cleofás subió de monaguillo a fraile, y ya recorría el mundo de fiesta en fiesta a lomos del maravilloso caballo de su jefe. A los vecinos del pueblo les tenía mosca que el Carpintero le diera tanta cuerda al muchacho. Un caballo de aquéllos no se prestaba, y menos, como quien dice, a un niño.

La respuesta de José a las suspicacias de sus nuevos vecinos fue prestarle a su aprendiz, además de su caballo, dos de “sus cachorros”. Cada vez que enviaba a su ayudante y aprendiz de carpintero a una aldea vecina, José le daba por compañeros de viaje un par de sus cachorrillos, dos canes en vías de extinción que le regalaron en su día sus padrinos babilonios.

Cleofás empezó llevando un encargo a la aldea vecina, a caballo naturalmente. Y acabó por tener el caballo de su patrón como propio cuando con ocasión de alguna fiesta local, una fiesta de la vendimia, por ejemplo, sus hermanas casadas reclamaban su presencia. Fue así cómo Cleofás conoció a María de Canaán, la futura madre de sus hijos, los famosos hermanos de Jesús.

Cleofás y señora se conocieron, se casaron, y se instalaron en la casa de la Hija de Jacob, y tuvieron sus hijos.

Digámoslo todo, la Carpintería del Nómada no era una multinacional del mueble ni tenía vocación de líder del sector, pero para Cleofás que José era el mejor. Enamorado y padre de sus niños el taller de su jefe era todo lo que tenía, y Cleofás estaba dispuesto a dejarse la piel antes de verlo hundirse. De todos modos, su jefe era un hombre extraño. No le faltaba nunca la plata. Vendiese o no vendiese siempre ganaba la casa. Tampoco lo machacaba con sus problemas. Nunca. En realidad, José el único problema que tenía era que no tenía señora. Ni se le conocía pretendiente. No por falta de mujeres. No. Era él, José. No tenía mujer porque no se la había dado Dios todavía. Y lo decía José con el misterio de quien tiene un secreto inconfesable.

-Dios dará, hermano, Dios dará…, le respondía José al muchacho.

Al poco de nacer su sobrino José, segundo entre los hijos de Cleofás, la Virgen cerró el duelo por la muerte de su padre.

La Virgen había vencido. Hizo un Voto y lo había cumplido. Ahora era libre para casarse; y casándose cumpliría el juramento que su padre le hizo al Señor y no pudo cumplir porque la Muerte se le cruzó en el camino.

Ante testigos sagrados juró en su día Jacob de Nazaret, sobre la cuna de su Primogénita María, legítima heredera del rey Salomón, sobre su vida juró Jacob que sólo le daría su hija por esposa al hijo de Helí, hijo de Resa, hijo de Zorobabel, hijo de Natán, profeta, hijo de David, rey.

Al poco de nacer el segundo de los hijos de Cleofás, José el Carpintero le pidió la mano de la Virgen María a la Viuda. La Viuda aceptó la petición, y al otro poco se firmaron los documentos del contrato de bodas entre María, hija de Jacob, hija de Matán, hija de Abiud, hija de Zorobabel, hija de Salomón, hija de David, rey, y José, hijo de Helí, hijo de Resa, hijo de Zorobabel, hijo de Natán, hijo de David, profeta.

La noticia de la boda de José el Carpintero y María la Virgen arrasó Nazaret.

-La Virgen se casa.

-¿Con el Carpintero? Lo sabía.

Un partido excepcional la novia. Dueña de la casa de la colina, propietaria de las mejores tierras de la comarca, fundadora del taller de sastre y costura de Nazaret que vendía los vestidos de novia más buenos, bonitos y baratos de la región.

¿Quién era el novio? Un don nadie de Belén, un nómada a la aventura que había encontrado lo que estaba buscando. ¡Quién se iba a pensar que donde fracasaran tantos buenos partidos fuera a triunfar un forastero sin causa!

Así que, si por parte de Madre nuestro Jesús era el heredero de Cleofás de Jerusalén, Doctor de la Ley, su abuelo, y por parte de Madre también todas las propiedades de su abuelo Jacob de Nazaret le pertenecían, estamos hablando entonces de un joven rico llamado Jesús de Nazaret. ¿O acaso creéis que quien le pidiera al joven rico dejarlo todo y seguirle no hizo El mismo ese acto de renuncia y abandono de todas sus propiedades?

Hijo de sus padres, durante su mandato nuestro Jesús levantó la economía de su familia a su máximo esplendor de comodidad y prosperidad. Durante los días que estuvo al frente de la Casa de su Madre las bodegas se llenaron de excelentes vinos, los almacenes rebosaron de trigo, aceite, aceitunas de mesa, higos, granadas, leche, carne, y peces que le traían desde el mar de la Galilea a su casa, cuando no iba a buscarlo nuestro Jesús personalmente. Los vinos de las viñas de Jesús de Nazaret se vendieron en toda la Galilea; poco pero excelente, el mejor. Te alegraba y jamás te ponía violento, el día después se levantaba uno con la cabeza despejada, el corazón alegre. Vino de Jesús de Nazaret, vino de Baco, decían los romanos de la guarnición de Séforis, a dos horas de distancia.

Los titos abuelos de su Madre, Isabel y Zacarías, le habían legado también propiedades en las afueras de Jerusalén.

El heredero legítimo de Zacarías e Isabel era Juan, como todo el mundo sabe. Antes de nacer Juan el Bautista como ya no esperaban tener un hijo Isabel y Zacarías legaron todo lo que tenían a la madre de María. Este testamento no se revocó jamás debido a la muerte violenta de Zacarías y a la desaparición de Isabel y Juan en las cuevas del Mar Muerto.

Así que en la Jerusalén de los dineros el Joven Nazareno fue conocido como se conoce un misterio. En realidad, nadie sabía quién era. En lo que todos parecían ponerse de acuerdo era en ser Jesús de Nazaret, el hijo de la Señora María, un joven de una prudencia y de una sabiduría superior a la talla normal en un hombre de su juventud. Manejaba dinero, pero no le interesaba el Poder. Estaba acostumbrado a mandar y ser servido, y sin embargo seguía aún soltero. Era culto, hablaba los idiomas del imperio, ¿creéis que le pusieron intérprete para hablar con Pilatos? Sabía escribir, tenía genio para los negocios. Su Madre era el punto débil del Joven Nazareno. ¿Pero a quién no se le perdona esto?

  

BODA Y NACIMIENTO DEL NIÑO

María y José se comprometieron. La regla general era que el padre del novio fuese a charlar con los padres de la novia del deseo de su hijo de casarse con la novia. Se hablaba de la dote y cerraban el trato. En el caso de José fue el propio José quien habló con la madre de la novia y le pidió su hija por esposa. La madre de la novia aceptó y firmaron el contrato de boda.

Por aquellos días la tradición imponía un año de noviazgo desde la firma del contrato hasta el día de la boda. Al año podrían casarse. Durante el año de noviazgo sin embargo los novios quedaban obligados a la ley sobre el adulterio. Era la norma, pero en ningún caso ley sagrada. Moisés no había dado ningún precepto relativo a la prohibición de casarse inmediatamente después de ser firmado el contrato matrimonial. Habían sido los propios judíos quienes se impusieron a sí mismos ese año de espera.

No se sabe si culpando a Dios de haber sido tan blando, la cosa es que no contentos con el monte de leyes que les dictara, ellos se echaron a la espalda otra montaña de prescripciones, leyes, tradiciones, mandatos, normas canónicas y no se sabe cuántas obligaciones más. Así que como no era Ley de verdad tampoco nadie se asustaba si se daba el caso de tener que acelerarse los trámites por debilidad de la carne. El niño nacía sietemesino. Pero bueno, tampoco es para armar un escándalo. ¿No cura el pecado una boda como dios manda? Por supuesto que sí.

La cara negativa era que sin ser ley la debilidad de la carne llegaba a pagarse con la muerte si el pecado no había sido cometido por el novio. En este caso todo el peso de la ley sobre el adulterio recaía contra la novia. Juzgada por adúltera pagaba su debilidad con la pena de muerte, generalmente por apedreamiento.

Por muchas otras razones un contrato matrimonial podía romperse. No era corriente, pero se daban casos. Incompatibilidad de caracteres, por ejemplo. Se devolvían los dineros y cada cual tiraba para su casa.

En el caso más general, embarazo durante el año de espera, tampoco la sangre llegaba al río. Son jóvenes, pero que bienvenido sea el nieto. ¡Qué culpa tienen los muchachos! Banquete de boda, celebración por todo lo alto, pelillos a la mar, el niño nació sietemesino. ¿Y qué? Gloria bendita. Bien acabó lo que bien empezó, es lo que importa.

El caso de la Virgen fue de otra naturaleza. Un día -le confesó Ella a los Apóstoles- se le apareció el ángel de Dios y al otro ya estaba en estado de gracia. Los Apóstoles se lo contaron a sus sucesores éstos a los suyos y ahí sigue la Confesión de la Virgen de boca en boca.

Concebir por obra y gracia del espíritu santo se dice muy pronto.

“¡Estoy en estado por obra y gracia del espíritu santo!”, hubo de confesarse la Virgen a sí misma uno de aquellos días.

Nadie creerá que la Virgen salió corriendo de alegría gritándole a todo el mundo el Relato de la Anunciación. No es algo que sucediera todos los días. De hecho, en toda la Historia de la Humanidad jamás había tenido lugar un fenómeno igual. El caso más parecido a una concepción sobrenatural de la naturaleza que nos cuentan los Evangelios lo encontramos en el mundo de las mitologías.

Sin ir más lejos la propia madre de Alejandro Magno confesó por ahí que tuvo a su hijo con uno de los dioses del mundo clásico al que ella pertenecía. Fuera por respeto a su madre o por orgullo su hijo mantuvo su origen semidivino. Que yo recuerde es el caso más parecido al que la Virgen puso sobre la mesa de los siglos.

Bueno, ¿por qué no? El Dios de los hebreos había realizado muchas obras extraordinarias desde los días de Moisés a los corrientes. Sus Escrituras hablaban de la Concepción de un Niño nacido de una Virgen. Como ejemplo de fantasía llevada a su extremo más alto de imaginación y genio que el Dios que creara los Cielos y la Tierra pueda realizar una obra de esa naturaleza estaba a la altura de la concepción que sobre su Naturaleza se hicieron los hijos de Adán y Eva. ¿Por qué no iba a poder Alguien de los Atributos que se le concedía al Dios de Moisés -todopoder, omnipotencia, omnisciencia- ser capaz de poner en escena un Acontecimiento tan imposible de creer?

Ahora, María, vete corriendo a explicárselo a alguien. Vete corriendo, busca a tu marido y dile que eres la Virgen que habría de concebir un Hijo “nacido para llevar sobre sus hombros el manto de la Soberanía, para ser llamado Príncipe maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno”.

¡Dios santo, qué suerte!

Y ahora siéntate a esperar y confía en que tu marido te diga “Aleluya, Amén, Aleluya”, pegue botes de alegría, te levante en brazos y te coma los ojos a besos.

¿No tienes bastante todavía? Pues bueno, vete y cuéntaselo a tu hermana del alma, y mira que tu hermana Juana te quiere más que al río Jordán, más que al mar de los Milagros, más que a los Montes de Judá. Anda, María, vete, corre y díselo.

Lo digo porque -con independencia de la opinión de todo el mundo- pasaron las semanas y pasó lo que tenía que pasar. La Virgen empezó a tener mareos extraños; se le iba, se le venía. ¿Sería la emoción? ¿Sería el calor? Que no, mujer, eran los síntomas típicos de las embarazadas.

De cualquier otra mujer del mundo sus vecinas hubieran podido esperarse que un hombre como un castillo, caso de José el Carpintero, hubiera conquistado la fortaleza de la virtud de la novia antes de la boda. De cualquier otra mujer, por supuesto que sí, pero de la Virgen María es que ni les cabía en la cabeza a sus vecinas.

El hecho es que les cupiera o no tuvieron que rendirse a la evidencia.

“Que el Señor os lo dé sano, hijos”, con estas palabras y otras parecidas le dieron la enhorabuena los vecinos al novio, un José que no sabía a qué venía la indirecta. La verdad es que no la cogía. El hombre se creía que le adelantaban las bendiciones.

“Que sea niño, y os lo dé el Señor sano, señor José”, le seguían pinchando las vecinas. El señor José no se enteraba.

Es la verdad, a las semanas de la Anunciación la novia empezó a mostrar los síntomas clásicos de las primerizas. Mareos despistados, sofocos tontos. Como son algo que no se puede controlar la Virgen no podía evitar ser sorprendida. Sin embargo, lo último que podía hacer era encerrarse, esconderse. Tenía que seguir su vida; seguir haciendo su vida era la mejor manera de ni afirmarles ni negarles palabra a sus vecinas. Al menos mientras no se decidiera a contarle a su madre la verdad.

La madre de la Virgen también tardó en coger la película. Fue, exceptuando José, la última persona en enterarse del rumor que comenzaba a escandalizar a sus vecinas.

A los ojos de la Viuda la inmaculada castidad de su hija seguía siendo tan inaccesible a las pasiones humanas como lo fuera antes de comprometerse. Exceptuando el acceso más libre del novio a la casa de la novia, y esta libertad condicionada a la necesaria presencia de un familiar de la novia entre ella y el novio, su hija María había seguido haciendo su vida tal cual, esa vida que le había ganado a la Virgen de Nazaret su fama desde un confín al otro de la Galilea. ¡Cómo sospechar nada malo de su hija entonces!

“Que el Señor te dé el nieto más hermoso del mundo”, le pinchaban a la Viuda sus vecinas.

“Tu María se lo merece todo; ojalá que el niño salga a su abuelo Jacob que en gloría esté”, por si la Viuda no se había enterado seguían pinchándole.

La Viuda era de Jerusalén, se había criado en otro ambiente. Pero no era tonta. De no haberse tratado de su hija la Viuda hubiera apostado un ojo de su cara que aquella Virgen estaba embarazada de tantas y tantas semanas. El problema era que no le cabía en la cabeza la idea de hallarse embarazada su María.

La fe y la confianza que la Viuda tenía en su hija mayor eran tan grandes que le tenía los ojos cegados. Gracias a Dios a la Viuda se le cayó la venda de los ojos antes que a José. Finalmente, la Viuda tuvo que admitirlo aunque su hija ni se lo afirmase ni se lo negase.

“¿Qué te pasa, hija mía?”, le preguntaba ella.

“Nada. Es el calor, madre”, le respondía la hija.

El dilema de la Viuda comenzó cuando las vecinas comenzaron a hablar de palabras mayores, adulterio, por ejemplo. No se lo soltaron a la cara, pero entre mujeres y vecinas, ya se sabe, sobran las palabras. Así que la Viuda comenzó a asustarse.

“Mi María está en estado de gracia. ¿Cómo es posible?”, acabó la Viuda por confesarse.

Y su hija del alma sin afirmárselo ni negárselo. Desesperada por el silencio de su hija se fue a por su yerno, a que le respondiera esta sencilla pregunta: ¿Había de acelerarse la fecha de la boda?

Y así lo hizo, la Viuda se fue a por “su hijo” José. Llevar a José al tema le iba a costar a la Viuda un montón. Como no sabía en qué escenario se encontraba ni cuál era su papel en la historia la Viuda se dijo que tenía que llevar a José al tema sin descubrirle el meollo del problema. Una cosa muy rara. Llevarlo había que llevarlo, el problema era llevarlo sin abandonar la periferia del tema. Lista como ella sola, sin decírselo le diría con todas las palabras lo que había, su mujer estaba encinta, ¿qué tenía que decir él, el novio?

Al largo rato de merodear alrededor del tema, la Viuda comprendió que o José se hacía el tonto de maravilla, aspecto que desconocía en el santo de su yerno, o es que sencillamente José no sabía nada de nada, y no cogía de qué le estaba hablando su suegra.

José la miraba con una naturalidad tan inocente de toda culpa que la Viuda empezó a no saber dónde se hallaba. Por un momento se sintió como si la tierra se le estuviera abriendo bajo los pies y no supiera qué era mejor, luchar o dejarse tragar. Hasta el alma le titiritaba de frío bajo el efecto del temblor que se le fue metiendo en los huesos según la verdad se le fue haciendo cada vez más enorme de peso. Su yerno no sabía nada de nada y ella sólo sabía que tenía que salir de aquel infierno, tenía que hablar con su hija y que le dijera por Dios qué estaba pasando.

¿Qué estaba pasando?

Había pasado algo increíble de creer, había sucedido algo imposible de contar. Generaciones enteras y los mismos siglos se dividirían en dos como se divide el caudal de un mar que encuentra en su lecho una gigantesca piedra angular. Y su hija sin encontrar la forma de descubrirle el relato de la Anunciación.

María no encontraba el momento. Bueno, momento lo que se dice momento, sí se le ofrecía. Su madre y ella solían sentarse juntas a coser. Durante ese tiempo hablaban y hablaban. Hablaban de todas las cosas. O simplemente permanecían en silencio.

En este nuevo silencio que durante los últimos días se había instalado entre madre e hija latían dos corazones a punto de saltar hechos pedazos. La madre quería preguntárselo a su hija: ¿Estás embarazada, hija mía?, y no encontraba el cómo. La hija quería darle un “Sí, madre mía”, un Sí maravilloso, Divino, y no encontraba el cuándo.

El hecho es que el Niño estaba creciendo en sus entrañas, que la evidencia de su estado se estaba criando cada día más grande, que si José se enteraba por la boca de los vecinos… No quería ni pensarlo.

Necesitaba revelarle la verdad a su madre. Su madre era la única persona en el mundo en quien podía confiar Ella un Misterio tan grande. Tenía que hacerlo, pero como no daba con el cómo no llegaba nunca el cuándo.

Pues pasó que la madre y la hija se sentaron uno de aquellos días la una frente a la otra. Las dos mujeres sabían que había llegado el momento, que ése era el momento. La primera en hablar fue la Virgen.

“Madre, ¿usted cree que Dios lo puede todo?”, exhaló Ella con toda ternura.

“Hija”, suspiró la Viuda, que sólo quería ir derecha a la pregunta: ¿Estás embarazada hija mía?, y no le salía.

“Ya lo sé, madre. Usted me dirá: Dios es nuestro Señor, ¿cómo mediremos nosotros la fuerza de su Brazo? Y yo soy, madre mía, la primera en repetir sus palabras. Pero quiero decir, ¿su Poder se acaba donde empiezan los límites de nuestra imaginación o es precisamente al otro lado donde empieza su Gloria?”.

“Qué me quieres decir, hija mía, que no te entiendo”, atrapada en una dirección distinta a la que se moría por emprender la madre de la Virgen articuló como pudo.

“Yo tampoco sé muy bien cómo llegar a donde quiero ni qué quiero decir. Tenga paciencia conmigo, madre. Después de aquí nos vamos al Cielo y desde allí Arriba las cosas de la Tierra no nos afectan; así que lo que nos toca es intentar descubrir la naturaleza del Dios que nos llamó a soñar el Cielo mientras estamos aún aquí en la Tierra. ¿No es verdad que Dios puede convertir las piedras en hijos de Abraham? Pero lo que yo me pregunto es si hablando de esta manera lo que el profeta quiso darnos a entender es que tenemos la cabeza tan dura como una piedra. ¿Puede una piedra conocer a Dios? ¿Entre un hombre que no quiere conocer a Dios y una piedra cuál es la diferencia?”.

“¿Adónde me quieres llevar, hija?”, la Viuda, como pudo, aguantó su impaciencia.

“A un hecho maravilloso, madre. Pero como no sé el camino no se enfade conmigo si exploro sola como esos montañeros que se enfrentan por primera vez a la pared virgen. Lo único que me puede pasar es que caiga a los pies de su falda traspasada por mi ignorancia”.

“No digas eso, hija. No estás sola, aunque vieja yo te sigo. Sí, María, yo sé que la gloria de Dios empieza donde acaba la imaginación del hombre. Sigue”.

La Virgen rompió entonces en dirección en apariencia aún más contraria, diciendo:

“Madre, ¿qué le dijo de mi abuelo Zacarías el mensajero? ¿Por qué no me lo ha querido contar todavía? ¿Por qué no me ha enviado a la casa de mi abuela Isabel? Ahora que puede, contésteme: ¿Puede o no puede hacer nuestro Dios que unos ancianos den a luz?”.

La Viuda y José no habían querido descubrirle aún a María la naturaleza del mensaje que Zacarías e Isabel les habían enviado hacía poco; de hecho, la Viuda había decidido enviarles a María. La cuestión del estado de gracia en que de pronto se halló su hija le borró de la mente todo lo demás.

En efecto, el mensajero que Zacarías e Isabel enviaron a Nazaret les describió a la Viuda y su yerno, detalle por detalle, lo que le había sucedido a Zacarías en el Templo. Especialmente la imagen del hermosísimo ángel que castigó la falta de fe de Zacarías quitándole el habla.

¡Señor! su hija María le estaba describiendo aquel ángel como si ella misma lo hubiera visto con sus propios ojos. ¿Cómo era posible?

En principio, era imposible. El mensajero de Isabel y Zacarías no habló con Ella mientras estuvo en Nazaret. Claro que se lo podía haber contado José.

¿Se lo había contado José? José le dio su palabra de no ser él quien le daría la noticia a su hija. La palabra de José, la Viuda lo sabía, era ley pura y limpia como los chorros del oro. No la rompía jamás. No, José tampoco le había dicho nada todavía.

Estaba preguntándose cómo su hija se había enterado cuando el corazón se le fue al recuerdo del día que su hija hizo el Voto de Virginidad.

Allí, en aquellos días, la Viuda se preguntó por qué el favor del Señor sobre su casa se había extinguido, por qué les había vuelto la espalda como quien abandona los despojos al enemigo. En el secreto de su corazón la Viuda quedó atrapada entre las redes del Dilema de Job. Pero a diferencia del santo ella no encontró la respuesta enseguida. Ni la encontró en los años que habían pasado desde la muerte de su marido al día corriente.

Había llegado la hora de saber la razón por la que el Señor se llevó entonces a su marido. Maravillada, absorta, fuera de este mundo, flotando su ser sobre las mismas olas que un día se convirtieran en colinas bajo los pies de Espíritu de Dios, la Viuda siguió mirando a su hija con los ojos clavados en sus palabras.

Entonces la Virgen volvió a cambiar de tema.

“Madre -le dijo Ella- ¿no juró Dios que un hijo de Eva le aplastaría la cabeza a la Serpiente?”.

“Así es”, le respondió la Viuda con el habla perdida en alguna parte del infinito en que se había quedado atrapada su mirada.

“¿Y no dicen también nuestros libros sagrados que de todos los hombres que han existido sobre la faz del mundo jamás nació uno tan grande como Adán?”, siguió Ella.

“Así me lo enseñó mi padre a mí y así te lo enseñó a ti el tuyo. Te escucho, hija”.

María continuó adelante:

“Cuando Dios nos prometió el Nacimiento de un Hijo nacido para llevar sobre sus hombros la Soberanía ¿no pensaba en el Campeón que había de suscitarnos para liberarnos del imperio de las Tinieblas?”.

“Sí que pensaba”.

“Pero si el Maligno venció una vez al hombre más grande que ha conocido el mundo ¿no tiene razón el santo Job al presentarnos al asesino de nuestro padre Adán ante el Trono del Omnipotente todo tranquilo mientras esperaba al siguiente?”.

“Sí que la tenía”.

“Claro que sí. Quien venció al hombre más grande del mundo ¿por qué no iba a vencer a su hijo?”.

La Virgen bajó los ojos y respiró mientras ensartaba aguja e hilo. Su madre permaneció mirándola sin decir palabra. Al ratito Ella volvió al campo de batalla.

“Entonces, madre, dígame usted, ¿acaso juró Dios en falso? Quiero decir, ¿en quién estaba pensando el Señor cuando hizo aquel juramento bendito? David no había nacido aún; nuestro padre Abraham tampoco. Con su hijo pequeño muerto, nuestro padre Adán a sus pies todopoderosos desangrándose, ¿en qué Campeón estaba pensando nuestro Dios al prometernos bajo juramento sempiterno que un hijo de aquella Eva le aplastaría la cabeza al Maligno?”.

Esta vez fue Ella quien le clavó la mirada a su madre. Ésta, viéndole el rostro a su hija sólo sabía una cosa, que su hija estaba embarazada. La dulzura en el rostro, la ternura en el habla, el brillo en los ojos. Sólo tenía que decirle: Madre, estoy en estado de gracia; y en lugar de irse al grano, sin saber ni cómo su hija la había llevado a lo alto de una montaña desde donde se veía el futuro del mundo según la mujer nacida para ser la Madre del Mesías, ese hijo de la Promesa que había de nacer para aplastarle la cabeza al Maligno.

“¿En quién estaba pensando Dios el día que sobre la sangre de su hijo Adán juró el Nacimiento del Campeón por cuya mano se cobraría Venganza? -repitió la Viuda-. Hija mía, no seré yo quien le ponga límites a la gloria de mi Creador. Yo sólo quiero que me lo digas tú”.

“¿Recuerda madre lo que escribió el profeta?: Una Virgen dará a luz y su Hijo será llamado Dios con nosotros”.

María volvió a bajar la mirada. En eso levantó la cabeza y miró a su madre directa a los ojos.

“Madre, esa Virgen la tiene delante de usted. Ese Niño está en mis entrañas”, le confesó Ella.

Mientras su hija le revelaba el episodio de la Anunciación la Viuda se quedó mirando a su hija con la visión de quien está contemplando el Corazón de Dios el día del homicidio de su hijo Adán.

Al término, inspirada por el amor tan grande que le tenía a su hija, la Viuda se derramó en bendiciones:

“Bendito sea Dios, que ha elegido a la hija de mi esposo para traernos su salvación a todas las familias de la tierra. Su Omnisciencia brilla como un sol inaccesible que, sin embargo, todos creen poder alcanzar con la punta de sus dedos. Aprieta, pero no ahoga; golpea, pero no hunde a los que ama. Bendita sea su Elegida, la que Él ha formado desde las entrañas de sus padres para entregarnos su Salvador a todos los pueblos de la tierra”. Y enseguida le dijo a su hija así: “Benditas serán todas las familias de la tierra en tu inocencia, hija mía. Pero ahora, María, harás lo que yo te diga. Harás esto, esto y esto”.

El problema siguiente era José. De José se encargaría ella, la Viuda. Lo que la Madre del Mesías tenía que hacer era salir inmediatamente de viaje y permanecer en la casa de Isabel y Zacarías hasta que el Señor lo dispusiera.

Y así se hizo. La Viuda agarró a su yerno y le contó punto por punto toda la verdad. No le contó a su yerno la Anunciación como quien tiene que ocultar algo y baja la cabeza de vergüenza. Para nada. Obviamente sí con la humildad y certeza de la persona que sabe que el Acontecimiento habría de causarle a José un dilema angustioso, sobre el que habría de triunfar, y triunfaría, pero por cuyo infierno habría irremediablemente de pasar.

Y triunfó.

No obstante, lo imaginaréis, tras la Anunciación José se pasó un tiempo bastante hundido. ¿Qué había fallado a última hora? ¿Cómo había podido una mujer de la clase moral y la fortaleza de María dejarse engañar por…?

¿Por quién? Sin que nadie lo pretendiera Ella estaba bajo vigilancia todo el día. Cuando no estaba con su madre estaba con sus sobrinos, cuando no estaba en el taller con sus obreras estaba con la familia de los hermanos de su padre. El Señor había levantado alrededor de Ella una tela de relaciones tan absorbentes que la sola idea del adulterio era una ofensa.

Después estaba Ella, María. Ella era en carne y hueso la mejor defensa que le había buscado Dios a la Madre de su Hijo.

-Lo dijo y no nos lo creímos: “Una Virgen concebirá y dará luz a un Niño”, diciendo esto José vio la luz y salió disparado. Regresó con su esposa, se celebró la boda y todo el mundo se olvidó del incidente.

Un recuerdo, sin embargo, sí que quedó. Lo digo por aquél otro incidente entre Jesús y los fariseos.

Los fariseos y los saduceos se cansaron de oír que Jesús de Nazaret era el Hijo de David. Como no sabían por dónde meterle mano indagaron en su pasado. Metieron el dedo en la herida y descubrieron aquél incidente extraño de la desaparición de su Madre durante los primeros meses de su embarazo, y cómo fue José en persona a buscarla… para….

-Ahhhh, aquí está su talón de Aquiles.

Con esta arma secreta escondida en la manga los fariseos llevaron a Jesús al tema de las primogenituras, unigenituras. Entonces uno cualquiera sacó el manual de los golpes bajos y lanzó el bombazo.

-Nuestro padre es Abraham, ¿quién es el tuyo?

A Jesús se le subió el celo que lo consumía por su Madre a la cabeza.

-Sois hijos del Diablo -les respondió con la fuerza de un huracán comprimido en la garganta.

Sólo otra vez, sólo en otra ocasión de la que no querrían acordarse verían al hijo de la Virgen saliéndole rayos de los ojos. Y ya no paraba nunca, ya no se detenía hasta saciar su cólera hasta el último átomo de ira.

En adelante entre Él y ellos la partida se jugaría a cara o cruz. Cara, se los llevaba El a ellos por delante. Cruz, se cobraban la suya.

  

EL NIÑO JESÚS EN ALEJANDRÍA DEL NILO

Al poco, después de estas cosas, José el Carpintero y su cuñado Cleofás cogieron sus familias, sacaron billete y se embarcaron para Alejandría del Nilo.

Sobre este asunto de la Huida desde siempre ha pendido el misterio. Documentalmente hablando la verdad es que en ninguna parte existen indicios de haber sido Alejandría del Nilo el sitio elegido por José para salvar al hijo de María de la persecución contra El decretada por Herodes. Por lo que si se me aprieta el autor de esta Historia puede ser acusado de estar inventándose para cubrir necesidades literarias el destino de los fugitivos. Lo cual me parece lógico hasta cierto punto. Yo mismo no puedo olvidar que la iconografía clásica al respecto es bastante escueta, incluso prudente diría yo; y hasta me atrevería a confesar que de una prudencia rayando la cobardía.

La elección de Alejandría del Nilo no fue fortuita por parte de José; ni lo es por parte del que recrea en estas páginas sus movimientos. Afortunada o desgraciadamente la única prueba que puedo aportar es el testimonio de Dios al caso. Lo de desgraciadamente es un decir, por supuesto. Para quien conoce a Dios una sola palabra suya vale más que todos los discursos de todos los sabios del universo juntos en pleno concurso de disertaciones interminables. Desgraciadamente a todo el mundo no le vale la palabra de Dios.

El hecho es que la única prueba real que la Historia nos brinda al caso es el testimonio de Dios, aquel “de Egipto llamé a mi hijo”.

Antes que yo han sido muchos quienes han puesto las manos en el fuego en defensa de la respuesta afirmativa que se merece la cuestión. Desde las distancias apócrifas del que no cree, sin embargo, dos son las objeciones invencibles contra cuyos muros a prueba de bombas se parte la cabeza nuestra retórica. Una es que aquello de Egipto llamé a mi Hijo fue escrito mucho antes de que ninguno de los acontecimientos que narramos hubieran tenido aún lugar, por lo que pararse a creer que siglos y siglos antes del Nacimiento ya la Huida hubiese sido configurada para entrar en el programa mesiánico, la verdad, es mucho creer.

La otra objeción es que esa nota previsora no fue escrita “a futuriori” sino a posteriori. Según estos genios no sería la primera vez que los judíos falsificaron sus textos sagrados. ¿No llevaban siglos haciéndolo? Caía Nínive y venían ellos a escribir sobre sus ruinas que ellos ya lo habían dicho. Y como Nínive todas las demás cosas. También el profeta Daniel vio el advenimiento al poder de Ciro el Grande. Y hasta la caída de su imperio bajo los cascos del caballo de Alejandro Magno. ¿Por Dios, a quién querían engañar? ¿Hay nación más necia que la que se engaña a sí misma?

En fin, esta postura de creación de los textos proféticos a posteriori se ganó muchos adeptos en sus días de gloria. Pasando de su astucia, como es natural a quienes han sido inmunizados contra la astucia de los genios, los otros, los que seguimos manteniendo el valor divino de los textos proféticos, seguimos manteniendo que esas formas de pensar serían lógicas en un pensador antiguo, porque pretender ajustar el pensamiento del Creador al de la criatura, que es lo que se hace negando la omnisciencia divina como fuente de las Escrituras, es negar lo que separa a la criatura de su Creador.

A nivel de concurso es verdad que algunos hombres ven el futuro. En las estrellas, en los dados, en los posos del café, y sobre todo en una bala con un nombre escrito. A nivel de realidad la confesión de la naturaleza humana dista mucho de otorgarse semejante atributo.

Esto de un sitio.

Del otro, ¿no es verdad que la historia la escriben los vencedores? Pues si fuera así algo debe estar fallando en el sistema cuando la vemos escrita por un pueblo de perdedores. Perdieron ante los egipcios. ¿O es que aún hay alguien que se crea que se pasa de la libertad a la esclavitud sin librar una batalla terrible? Lucharon contra los Asirios y perdieron la guerra. Los aplastaron de nuevo los caldeos de Nabucodonosor. Perdieron contra Roma. Los esclavizaron de nuevo los árabes. ¡Curioso, muy curioso que la memoria histórica de medio planeta se base en las hazañas bélicas del pueblo perdedor por excelencia, el Judío!

Yo diría que la Historia se escribe por sí misma al ritmo que Dios usa la mano del hombre por pluma. El moja la pluma en nuestra sangre y escribe nuestro futuro según su clarividencia, omnisciencia, presciencia y genio creador. Dicho de otro modo, nosotros no vemos el futuro, en cambio Dios no sólo lo ve sino que, además, lo escribe. Ahora bien, si esta capacidad divina para crear el Futuro no se admite entonces tendremos que acogernos a la naturaleza de los propios acontecimientos, o correr el riesgo de cerrar esta Historia y abrir un libro totalmente distinto.

Así pues, la despedida fue muy breve. El Lobo del Diablo había olido al Niño.

A salvo en Egipto, José el Carpintero abrió su taller lejos del Barrio Judío, en la Ciudad Libre. Con los años se llegó a llamarse la suya La Carpintería del Judío.

Sobre este particular -el acontecimiento de la Matanza de los Inocentes- digo lo mismo. Si la duda se recrea en la imposibilidad de la existencia de alguien capaz de cometer semejante crimen, entonces ya podemos coger la duda y arrojarla a la basura. Si al contrario es en la ignorancia de los pueblos y sus gentes, hablando de las circunstancias sociales y políticas vividas por el reino de Israel para las fechas, en este caso nada se le puede añadir a lo escrito, tal vez sólo decir que no se explica cómo estando la felicidad en la ignorancia habiendo tanto ignorante en el mundo pueda el mundo seguir siendo tan brillantemente desgraciado.

Pero volvamos a la carga.

¿Fue una decisión fácil para José tener que volver a empaquetar y emigrar al Egipto?

Tal vez no fue una decisión fácil, pero sí valiente.

El Relato de la Adoración de los Magos nos abre la mente al Pasado y nos dibuja a la Sagrada Familia huyendo a la segunda ciudad más grande del orbe, Alejandría del Nilo, ciudad abierta y cosmopolita adonde llegaron José y su Familia con las espaldas cubiertas económicamente hablando. Oro, incienso y mirra fueron los regalos que le hicieron los Magos.

¿Por qué Alejandría del Nilo y no Roma?

Bueno, Alejandría estaba de las costas de Israel a un tiro de piedra. La Matanza de los Inocentes perpetrada, el asesinato de Zacarías, padre del Bautista, consumado, lo último que podía permitirse José era poner en peligro la vida del Niño. De hecho, entre que tuvo lugar el Nacimiento y su presentación en el Templo los días habían corrido; era entonces o nunca. Regresar a Nazaret, empaquetar, coger el barco en Haifa y adiós a la patria.

Esta decisión de José, forzada por las sangrientas circunstancias, cambió al hombre de una forma total. Entre los Santos Inocentes los hijos de sus hermanos cayeron en la trampa. El hombre que desde la cubierta del barco que llevaba a la Sagrada Familia a Alejandría miraba al horizonte, solo, dándole la espalda a todos, llevaba en su pecho escondido ese secreto, que no descubriría a su gente hasta la muerte. Cuando desembarcó en la costa egipcia el José de antes de la Matanza y del asesinato de Zacarías se había hundido en las aguas del Mediterráneo.

¿Sus compatriotas?

Mientras más lejos de él, mejor. La razón de este cambio total no se la dio a nadie, ni a su mujer, ni a su cuñado.

Y ya estamos en Alejandría del Nilo.

El ambiente en el que se crió Jesús gracias al comportamiento extraño de su padre con los suyos fue extraordinario. José, su padre, se negó a instalarse en el Barrio Judío; prefirió buscar sitio entre los gentiles, en pleno corazón de la Ciudad Libre. Compró casa y abrió su Taller. Con el tiempo la suya llegaría a ser conocida como la Carpintería del Judío.

Los titos del Niño, Cleofás y María la de Cleofás, siguieron trayendo niños al mundo.

Listo como él solo que era, en cuanto Jesús se puso a la altura de su primo Santiago, aunque Santiago le llevaba dos años, Jesús lo cogía y se lo llevaba al puerto romano. El Niño no se cortaba con nadie; su sed de noticias del Imperio no se consumía nunca. Su inteligencia para sacarles a los marineros noticias de Roma, de Atenas, de Hispania, de las Galias, de la India, del África profunda despertaba en los lobos de mar la simpatía. Los miraban a los dos Niños de arriba abajo, los veían vistiendo ropas propias de hijos de la clase alta y allá que les contaban a Jesús y su primo Santiago cómo iba el mundo.

Gracias a este natural al cumplir los doce años el Niño hablaba perfectamente el latín, el griego, el egipcio, el hebreo y el arameo. Insisto: ¿o creéis que le buscaron intérprete para la audiencia con Pilatos?

Lo dicho, Jesús fue un niño prodigio en toda la regla. Un niño prodigio que tuvo toda la suerte de tener por padre a un hombre extraordinario. Sin embargo, también los fenómenos sienten, sufren, tienen momentos de debilidad, se entristecen, lloran la soledad que los agobian.

 

LA PALOMA MUDA DE LAS LEJANÍAS

Jesús se hundió. Aquel Niño divino que ponía patas arriba a la chiquillería de la calle entera, se iba, se perdía entre los barcos del puerto y regresaba corriendo a sentarse al caer la tarde en las piernas de su padre entre los amigos; aquél terremoto de Niño se hundió. Jesús dejó de salir de casa. Empezó a sentarse en la puerta de la Carpintería del Judío a ver pasar la vida. El Niño casi no comía. Jesús se dejaba caer en el regazo de su madre entre las amigas, cuando al caer la tarde las mujeres solían sentarse en la calle, bajo el cielo mediterráneo, a coser, a charlar, y se iba.

Era como si aquella llama de la Zarza se le estuviera consumiendo entre los brazos a María. Al principio Ella no se dio cuenta de la soledad que en el pecho de su Niño se había abierto agujero negro y por ahí se lo tragaba un poco más cada día. Poco a poco la Madre abrió los ojos y empezó a ver lo que había en el Corazón de su Niño.

Ella no podía sufrir aquella agonía indescriptible que le estaba quitando de las manos a su Niño. Lo quería más que al mundo, más que al tiempo, más que a las olas del mar, más que a las estrellas, más que al amor, más que a su vida misma. Y se le iba. Era noche tras noche y cada noche un poco más. El Niño no hablaba, no reía, se dejaba caer en el pecho de su Madre, la vista perdida en el cielo de aquella Alejandría del Nilo, y ahí se hundía.

-¿Qué te pasa, hijo mío?, le preguntaba Ella.

-Nada, María, le respondía El.

-Yo sé lo que te pasa, Jesusito.

-No es nada, María, de verdad.

-Cielo mío, echas de menos a tu Padre. No llores, mi vida. Él está aquí, ahora mismo, cuando yo pongo mis labios en tus mejillas Él te besa, cuando yo te abrazo Él te estruja.

Para el Niño aquella mujer que le oía con la sonrisa más dulce del universo en el rostro mientras Él le hablaba del Paraíso de su Padre, de la Ciudad de su Padre, de sus hermanos los superángeles Gabriel, Miguel y Rafael, aquella mujer…aquella mujer era su Madre. La quería más que a todo en el mundo. Era la única persona a la que podía contarle todas las cosas. Le encantaba sentir el latido de su corazón cuando le hablaba de su Reino. ¡Y aquella mirada luminosa que le alumbró el rostro cuando le contó toda la verdad! No se le borró jamás de la memoria.

-Sí, María -le dijo el Niño-. Yo soy Él.

-Cuéntame otra vez cómo es el Cielo, hijo mío. Le pedía ella otra vez.

-El Cielo -le confesaba el Niño- es como una isla que se convirtió en continente, y que sigue creciendo al otro lado del orto de sus horizontes. La Roca en la que tiene sus fundamentos es el Monte más alto que pueda imaginarse hombre alguno. El Monte de Dios, Sión, eleva su cumbre hasta las nubes, pero donde debieran estar las nubes existen doce murallas, cada una de un bloque único, cada bloque de un color, cada muro brillando como si tuviera un sol en su interior. Y son como doce soles iluminando un mismo firmamento. Los doce muros son una misma muralla rodeando la Ciudad que contienen. La llamó Dios, a su Ciudad, Jerusalén, y Sión a su Monte. En Jerusalén tienen los dioses su Morada, y entre los dioses mi Padre tiene su Casa. Desde los muros de la ciudad de Dios los confines del Cielo se pierden en el horizonte que limita con el orto al otro lado de las fronteras del Paraíso.

Verás, el Cielo es como un espejo maravilloso que refleja la Historia de los pueblos que lo habitan. Por ejemplo, este mundo, la Tierra. Vosotros recogéis las memorias de vuestros antepasados en vuestros libros; pero el Cielo lo registra en vivo, porque lo que se refleja en la superficie del Universo se materializa en la del Cielo. Así que si te pones a recorrer la Morada de los hombres en el Paraíso de mi Padre te encontrarás con que todas las Edades del Hombre están recogidas en su geografía. Cuando vayas al Cielo verás con tus ojos que todas las clases de animales y aves y árboles y plantas y montes y valles que han sido una vez aquí Abajo existen para siempre allí Arriba.

Como mi Padre ha creado otros Mundos, y seguirá creando más, el Cielo es un Paraíso repleto de maravillas que nunca se acaban. Para recorrerlo entero tendrías que pasarte andando una eternidad, y cada trayecto del camino sería una aventura. ¿Cómo te lo explico? Mi Padre siembra la vida en las estrellas. Las estrellas del Universo son como el océano que rodea a la isla, y también este océano de constelaciones crece extendiendo sus orillas al ritmo de las fronteras del Cielo. La vida se hace un árbol, y mi Padre y yo la recogemos en nuestro Paraíso para que viva para siempre. Las especies de animales y aves no tienen número. Un gran río nace en las alturas del Monte de Dios, y se divide en la llanura en ramas que cubren todos los Mundos y sus territorios. ¿Ves todas las estrellas? El Cielo está más Arriba.

-¿De Allí has venido tú, Hijo mío?

-Te cuento, María.   

 

LA CARPINTERÍA DEL JUDÍO

El Niño le contó muchas cosas a María. Le contó tantas que a la pobre mujer inmigrante aquella ya no le quedó espacio en su cabeza y tuvo que empezar a guardarlas en su Corazón. Si yo os las recontaras todas seguramente me tiraría sentado hasta el año que viene, y no es plan.

Lo que sí os puedo contar es lo que ya sabéis. Sabéis que la Sagrada Familia regresó a su patria a la decena de años o antes. Pero ignoráis qué les pasó para que el bueno de José y su cuñado Cleofás tomasen la decisión de vender la Carpintería del Judío, un negocio pero que muy próspero, viento en popa y a toda vela, corta el mar, no navega, vuela, etcétera.

La Carpintería del Judío estaba en plena Ciudad. En aquellos días sólo había una ciudad de verdad en todo el orbe. Era Alejandría del Nilo. Roma era el cuartel militar más grande del mundo. En Roma vivían los senadores imperiales. Pero era en Alejandría del Nilo donde estaban todos los sabios del Imperio. Podemos decir que Alejandría era la Nueva York de aquellos días. En Washington está el Poder, pero en Nueva York está el dinero. Una relación de esta naturaleza era la que mantenía Alejandría con Roma.

¿Por qué pues tenían que regresar ya? ¿Y justamente entonces que el negocio les iba viento en popa corta el mar no navega vuela, etc.? ¿Regresar a qué? ¿A sobrevivir como la mosca en la casa de la araña? Había materia para pensar. Un negocio de menos de diez años de vida es como el chaval al que empieza a salirle el bigote. Desde sus ojos es cuando menos faltas se le sacan al mundo. El mundo estará todo lo mal que tú quieras, pero él, el chaval, está hecho un campeón. En fin, que no era tontería. Le había costado a José y su cuñado salir adelante, abrirse camino, encontrar un hueco, y un hueco grande entre los Gentiles, porque José no quería saber nada o muy poco de sus compatriotas. En este capítulo el señor José era un judío muy raro. No quería saber mucho de sus compatriotas, ni tampoco le gustaba tenerlos demasiado cerca. Nadie sabía por qué, ni tampoco él hablaba mucho. Sería porque el señor José hablaba el latín y el griego desde muy joven y parecía encontrarse entre los Gentiles como pez en el agua.

Hay que decir que a José su dominio de las dos lenguas del Imperio le abrió camino en el mundo de los negocios. Al contrario que sus compatriotas, racistas con todo el mundo, que se creían una raza superior, elegida, y miraban para abajo al resto del género humano, el señor José era abierto, inteligente, poco hablador, pero cada palabra suya era la de un hombre hecho y derecho que no rompía su palabra por nada del mundo.

¡Cómo un carpintero ebanista de provincias, escapado de un pueblo perdido en las sierras se las había arreglado para dominar hasta tal punto las dos Lenguas internacionales del momento, la verdad, era otro misterio!

Otro entre los muchos que hacían del dueño de la Carpintería del Judío una criatura sui géneris, introvertida, indefinible. Sus compatriotas de Alejandría criticaban al señor José precisamente por su alejamiento de las compañías de los suyos.

Al contrario que José, Cleofás, el hermano de María, era muy de su tierra y tiraba hacia los suyos. Lo cual compensaba la balanza y mantenía en equilibrio las relaciones de la Casa con los nacionalistas. Alguna vez, entre cuñados y socios, Cleofás le sacó el tema de su distanciamiento y las causas de esa postura tan inamovible. Pero José siempre encontraba la forma de darle largas al asunto.

José no le imponía a su cuñado Cleofás nada; él era libre para educar a sus hijos según su corazón; él no le iba a prohibir a sus hijos que fueran a la sinagoga y participasen en la vida de la comunidad judía cumpliendo con sus deberes de buen hijo de Abraham. Sólo que la misma libertad que José le ofrecía la quería él para sí.

Ante esta forma de razonar Cleofás se reía y abandonaba el tema. Porque si le preguntaba a su hermana María sobre el comportamiento tan raro de su marido ella tampoco llegaba más lejos.

El mismo enigma que le causaba a Cleofás esta forma de ser de José tenía a María sorprendida desde que salieran de la patria. Y no debía creerse Cleofás que ella le ocultaba algo. José era más bueno que un pan, pero a la hora de abrir su corazón ni a su propia esposa le soltaba palabra.

Total, Cleofás y señora habían parido ya toda una tropa a la altura de este capítulo. José y María sin embargo se habían quedado con el primero y el último, primogénito y unigénito en una sola persona.

-¿Qué pasa, hermano?-quiso saber Cleofás- ¿a qué vienen estas prisas por vender un barco que va viento en popa?

José no quiso decirle a su cuñado toda la verdad, o al menos la verdad según la vivía él.

 

EL REGRESO A NAZARET

El Niño superó aquella tristeza que estuvo a punto de hundirlo en las tinieblas de una pena infinita. Su Madre se puso entre el Niño y esas tinieblas incógnitas, llamó en ayuda a su Marido y entre ambos espantaron el diablo al infierno. Pero no se habían olvidado de la batalla cuando el Niño abrió un nuevo capítulo en sus vidas. Jesús ya estaba en los nueve o diez años. Se le había metido en la cabeza al Niño salir de Egipto y que se lo llevaran a Israel.

Comprenderéis que José se enfadara un montón. Su Mujer estaba por su Niño. Lógico. Para María no había ningún problema. Pero para José las cosas no eran tan simples.

Por supuesto que José había oído la Historia Divina de los labios de Jesús en los brazos de su Madre. Y precisamente por eso ahora menos que nunca se podía permitir tomar una decisión equivocada. Mientras no supo a quién tenía en casa el problema le pareció controlado; pero ahora que conocía la identidad del Hijo de María ahora menos que nunca se podía permitir la indecisión que tuvo cuando se rió un poco del consejo de los Magos.

“Vete, José, que te lo matan los Herodes”, le suplicaron.

¿Regresar a Israel estando vivo Herodes el Chico?

-Díle a tu Hijo que no ha llegado el tiempo, le respondió José a su esposa.

Palabras que se llevó el viento.

-Díle a tu marido que debo ocuparme de las cosas de mi Padre, insistióle el Niño.

Respuesta que el viento trajo.

-María, por Dios, es un niño. De aquí no se mueve nadie. Por lo menos hasta que se muera aquel hijo de Satanás.

Cierro y corto. El señor José era así. Muy pocas palabras, pero cuando las soltaba no había en el mundo quien lograra que diera su brazo a torcer.

Y así hubieran podido estar toda la vida si el Niño no hubiese puesto en marcha su plan. No me voy a perder en los detalles, pero lo cierto es que el hijo del Carpintero destapó la botella de su inteligencia prodigiosa y disfrutó como un chiquillo poniendo perdido con el champán de su gloria al rabino de su sinagoga.

-¿La lista de los reyes? ¿La de Antes del Diluvio o la de Después del Diluvio, señor rabino?

Un monstruo. Se lo sabía todo. El todo atónito rabino acabó por interesarse a fondo por el Niño.

-¿Y tú de quién eres hijo, niño?

-Yo soy hijo de David, señor rabino.

-¿Tu padre es hijo de David?

-Y mi madre también, señor rabino.

-¿Y tu madre también? ¡Qué cosa más curiosa!

-Y mi primo aquí presente también, señor rabino.

“Tú sí que estás hecho un rabino”, pensó para sí el hombre.

Así que el señor rabino entró un buen día en la Carpintería del Judío pidiéndole explicaciones a José. Como si él tuviera derecho a algo por ser siervo de los siervos de Dios.

José lo miró de arriba abajo y lo puso de patitas en la calle. Y delante del propio Niño. Porque claro, todo este lío era cosa del Niño.

Comprenderéis que después del susto que se llevó cuando lo del Nacimiento, José tuviera prohibido en su casa la menor mención sobre los orígenes davídicos de su Familia. Y si se terciaba el caso sus orígenes davídicos se debían escapar como el que no está dispuesto a poner la mano en el fuego. Sí que lo eran; pero vaya usted a saber; sus padres les dijeron que lo eran y ellos no iban a discutirles la autoridad a sus papás.

El Niño estaba rompiendo esta ley de la Familia. Y lo estaba haciendo con perfecto conocimiento de causa. Sabía, porque conocía a José como si fuera su hermano, su amigo, su padre, que en cuanto José detectara el menor peligro que pusiera en peligro la vida del Hijo de María, José cerraría el negocio y emigraría a otra parte.

El primer round lo había superado José. Pero el segundo estaba por llegar.

El Niño regresó a las andadas. No sólo era hijo de David como el que no quiere la cosa, su madre era la Hija de Salomón.

-Pues sí, señor rabino. La Hija de Salomón en persona.

-¿Y dices que esto tu padre puede demostrarlo con papeles sobre la mesa?

-Pues sí señor.

A aquel rabino que tuvo la suerte o la desgracia de tenerlo por alumno se le pusieron las antenas tiesas. Confuso, perdido, el todo atónito rabino le llevó el tema al rabino jefe.

-Lo que le digo -le dijo-. Si fuera otro niño me lo tomaría a chirigota, pero del hijo del Carpintero yo ya me lo creo todo. Sabe más que todos los sabios de la corte de Salomón juntos. Incluyendo al rey sabio - con estas palabras le fue el rabino de Jesús a su jefe.

Y ambos se presentaron un buen día en la Carpintería del Judío dispuestos a llegar al fondo del asunto.

Fueron a por José. Fueron a exigirles que les enseñara los documentos de los que les había estado hablando el Niño. Jesús les había dicho que su padre guardaba los documentos genealógicos de la Familia, documentos que databan de los días del rey David en persona, reeditados por el profeta Daniel durante los días de la Cautividad Babilónica.

José se encontró de pronto ante una jugada maestra de jaque mate. El Hijo de María estaba jugando fuerte. Quería llevarlos a todos a Jerusalén y nada ni nadie lo iba a detener.

La discusión que tuvo José con los dos rabinos fue muy fuerte. No la voy a intentar reproducir para no crear la impresión de estar recordando acontecimientos fantásticos.

-La impresión que el Hijo de María causaba en sus preceptores era tan descomunal que le habían dado fe a la palabra de un chiquillo… blablabla. Escabullendo el bulto les afirmó el Carpintero.

De haberle conocido hubieran comprendido que para José afirmar era decir la última palabra.

José lo tenía muy claro. El Hijo de María podía ser el Hijo de Dios en persona, pero era a él, a José, a quien su Padre le había dado su Custodia, y a él, y sólo a él, José, le tocaba decidir cuándo regresaría la Sagrada Familia a Israel.

¿Podía ser el Hijo de Dios?

¿Sólo podía ser…?

“¿En qué estás pensando, José?”

Se creían los rabinos que tenían acorralado al Carpintero, y hasta el propio Niño que escuchaba detrás de la puerta lo llegó a creer. Las palabras como espadas en duelo a muerte se estaban cruzando cuando el Niño se asomó a la puerta con el aire del vencedor que le pregunta a su enemigo caído: ¿Aún quieres más?

Fue la primera vez en la vida que José vio al Hijo de María con los ojos que su Madre lo veía. Aquél era el Hijo de Dios en persona. No era una broma. Pasaba que tenía el cuerpo de un niño. Pero a quien tenía delante era al Primogénito de Dios.

Y era Él en persona quien le estaba hablando con el pensamiento.

Sí señor, le estaba hablando con el pensamiento con la certeza que tú estás leyendo este libro.

Estaban hablándole a José los rabinos a pulmón abierto en su propia casa y él tenía la mente en otro sitio, en otro lugar. Le estaban exigiendo los documentos genealógicos del Niño y él estaba en otro lugar, en otro tiempo. El Niño estaba contra el halo de la puerta de la Carpintería, de pie, diciéndole sin abrir la boca: ¿Todavía no me crees, José?, ¿no ves que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?

Pero la jugada le salió mal al Niño.

Pasado el momento, los rabinos idos, otra vez de nuevo y ahora más que antes José se cerró en banda. Jamás regresarían a Israel hasta que su Dios le diese la orden de regresar. Y se acabó, no quería oír más.

Y así fue cómo el Niño volvió a derrotarse. Dejó de hablarle a José. Había jugado la partida y la había perdido. Nadie se movería de Egipto hasta que Dios le diese a José la orden de regresar a Israel, así de sencillo así de trágico.

Sencillo de decir, sí; de vivir, pero que para nada. Padre e hijo pararon de hablarse, de mirarse incluso. Jesusito ni comía. Se dejaba caer en el suelo contra la fachada de su casa, viendo la vida pasar, agobiado por la pena del que lo puede todo y se le ordena hacer nada.

María no sabía quién sufría más. Si el Niño por no haber conseguido imponer su voluntad, o si su Marido por no poder sufrir el silencio y el alejamiento de su hijo. Es que ni se miraban. José no se atrevía, y el Niño no podía.

Cleofás era el único que parecía disfrutar viviendo aquella situación.

-¿Qué te pasa, hermano, por qué eres tan cabezón?, le decía a José.

-Es sólo un Niño, Cleofás, le respondía José.

Pues pasó que un día de aquéllos regresó José a casa de cerrar un trato. Jesús ya había perdido toda esperanza de convencer al bueno del señor José. ¿Desde cuándo no se habían hablado?

Regresó José el Carpintero de cerrar aquél negocio todo serio, pero con los ojos muy brillantes. En cuanto María lo vio cruzar la puerta el corazón le pegó un bote, pero no quiso decir palabra. Esperó a que su esposo le hablara.

-Mujer, dile a tu Hijo que nos vamos.

No le dijo más.

La Madre cogió al Niño y se fue a distraerlo al mercadillo. Le iba a comprar lo que quisiera, para animarle y levantarle los ojos, le dijo. Jesús la siguió como hubiera podido seguir a una nube sin destino. Desde el incidente entre José y los rabinos no quería saber nada, no tenía ganas de nada. Y no había nada que su propia Madre pudiera decirle para levantarle la moral.

¿Nada?

Bueno, sí había algo. Tenía dos signos, y era una sola palabra. José se la negaba y María no se la podía dar.

¿No se la podía dar?

Aquel paseo por el mercadillo del puerto de Alejandría no lo olvidarían nunca. Ella no paraba de sonreírle, de hacerle cosquillas, de decirle con sus gestos: Adivina adivinanza, ¿qué me pasa?

Lógicamente el Niño se mosqueó un rato, hasta que acabó abriendo los ojos. Cogió a María -Él siempre la llamaba por su nombre- la sentó en uno de los bancos del muelle y mirándola a los ojos le leyó el corazón con la facilidad que tú lees estas líneas.

-María, ¿sí?, fue todo lo que le preguntó el Niño.

Ella movió la cabeza toda muerta de felicidad. Y allí mismo contra el fondo del horizonte mediterráneo bailaron locos de alegría.

Corrieron el regreso a casa. José estaba trabajando cuando ellos entraron. María pasó de largo, pero José captó la luz que brillaba en el corazón de su Mujer. Se le iluminaron las pupilas y volvió la cabeza. Antes que pudiera decir palabra el Niño salió corriendo a echarse en sus brazos. Gigante cual era el Marido de María lo atrapó y lo levantó como hacen todos los padres con sus chiquillos. Ahora sí que los dos habían vencido. El Niño tenía lo que quería y José había recibido la orden de Dios de ponerse en camino.

Cleofás no rechistó. Ni dijo nada. Su cuñado era el jefe del clan, él disponía, él mandaba.

Jesús salió corriendo en busca de Santiago, su primo, gritando por la calle: A Jerusalén, Santiago, a Jerusalén.  

 

VOLVER A NACER

Los emigrantes regresaron a Nazaret, como quien dice, ricos. José vendió la Carpintería del Judío a un precio muy bueno.

Adiós Alejandría adiós -susurraron los labios de un José que dejaba atrás amigos, negocio, años felices, perspectivas nuevas, una ciudad sabia, la alegría de haber vivido cosas maravillosas y oído otras increíbles de creer de no haberlas oído de labios del Niño.

Al otro lado del horizonte le esperaba el regreso del dolor dormido bajo las sábanas espesas de un subconsciente cruelmente herido. ¿Regresar a Nazaret?, ¿instalarse en Belén, su pueblo?, ¿qué haría?

Durante la ausencia de la Dueña del Cigüeñal de Nazaret, la casa grande de la colina, Juana, la hermana de María, había mantenido la heredad de su sobrino Jesús en alza. Por este sitio José no tenía ningún problema. Todo lo que era de su esposa era suyo; así que José podía dedicarse a vivir de las rentas y empezar a darse la buena vida. Sólo que por muy próspera que fuera la herencia de su esposa esta forma de pensar no iba con él.

Como padre que era a José más que el porvenir de su hijo Jesús lo que le preocupaba era el futuro de sus sobrinos.

Para la fecha su cuñado Cleofás había traído al mundo una tropa. De haberse mantenido soltera su hermana María hubiera sido más que probable que la herencia de Jacob de Nazaret y su legado mesiánico hubieran pasado al varón de la casa; en cuyo supuesto el futuro de los hijos de Cleofás hubiera estado ligado al de la propiedad de María.

No era el caso. Tarde o temprano los hijos de Cleofás tendrían que abandonar la casa de la Tita María, establecerse y fundar sus propias familias. Así que, sin pensárselo dos veces, José tomó la decisión final de volver a empezar, como la primera vez que llegó a Nazaret, desconocido de todos los que no le conocían, sin suelo donde caerse muerto, el cielo por techo, los horizontes por paredes de su casa, la tierra madre por piso donde reclinar su cuerpo, una piedra de almohada bajo las estrellas, sus fieles canes asirios de guardia alrededor del fuego, la aurora al alba, la estrella de la mañana bajo la Luna, Jerusalén arriba, camino de la Samaria como quien se interna en un cuerpo y viaja hasta el corazón por las arterias incógnitas de la tierra. ¿Por qué no? ¿No nos dotó Dios de su fuerza para mantener el espíritu siempre joven? Las fuerzas tienen que fallar, pero las ganas siguen más allá del cansancio de los huesos.

Pues claro que reabrir la carpintería iba a ser un trabajo serio, pero como a aquéllos dos hombres no les faltaban ni la fuerza ni el coraje para volver a empezar de cero, pues eso. Además, que ya habían pasado a mejor gloria las criaturas tenebrosas que ordenaron la Matanza de los Inocentes y, la verdad, todo sea dicho, aunque José no aparentara demasiadas ganas de regresar a la patria también a él le estaba picando el gusanillo de la familia, volver a ver a sus hermanos y hermanas, ver a su mujer y a su cuñado felices en los brazos de su madre. En fin, que la naturaleza humana fue tejida con fibras del amor divino y necesita bañarse en lágrimas de alegría para superar la tendencia innata que manifiesta a parecerse a las bestias, que ni ríen ni lloran.

En cuanto al trabajo, hombre, José pudo haberse dedicado a los negocios del campo, pero no era su palo. El oficio de carpintero ebanista lo llevaba en los genes, le palpitaba en la sangre; era lo suyo, podía pegar un clavo sin mirar, pulir la superficie más ruda mientras conversaba. ¿El campo? El campo no era para él, ni él estaba hecho para el campo. ¿Habían desfallecido las mañas de su cuñada Juana para mantener la propiedad en alza?

Sí, para los asuntos del campo allí estaba su cuñada Juana. Y sobre el taller costura de Nazaret el asunto estaba en las manos de las obreras de su Mujer, y Esta, dedicada ya a su familia, lo primero que hizo fue dejar las cosas tal como estaban.

El Niño, por su parte, apenas puso el pie en Israel ya se moría por ver llegar el día de su admisión en la comunidad con todos los plenos derechos de los adultos, cosa que solía tener lugar a los trece o catorce años. En su caso las cosas se adelantaron a los doce años porque su cabeza funcionaba mejor que la de una persona mayor. Conste que no lo digo para impresionar al lector. Lo cierto es que durante todo el trayecto del Egipto a Israel el Niño se mantuvo hiperactivo; si por Él hubiera sido se hubiera echado a volar, o a correr sobre las aguas y no hubiera parado hasta llegar a Jerusalén. Ya se lo imaginaba todo. Se abriría paso hasta el Patio del Templo, pediría la palabra y dejaría fluir por su boca la verdad toda la verdad y nada más que la verdad.

“Allá voy Jerusalén” susurró el Niño mientras dejaban atrás Egipto.

La idea del Niño sobre su destino mesiánico era la clásica del pensamiento popular de las fechas. El Hijo de David se presentaría montado en su caballo de gloria ante los poderes del Templo, reuniría a su alrededor a todos los hijos de Abraham del mundo y los lideraría a la conquista de los confines de la tierra.

Con estas santas intenciones en la cabeza, la ceremonia de admisión en la comunidad celebrada, a sus doce años cumplidos, Jesús se fue al Templo a poner en práctica su estrategia.

Durante el primer día atraería la atención sobre sí; al segundo la voz se correría; y al tercero se les descubriría a todos los Sabios de Israel en la inmensidad de su realidad divina. Al Cuarto el Mesías estaría en su trono llamando a sus filas a todos los ejércitos del Señor en el mundo.

Y así fue. Al menos durante los dos primeros días. Pero al tercero pasó algo que marcaría su existencia por los restos.

Maravillados por la inteligencia de aquel Niño que sabía más que todos los sabios de Israel juntos, las autoridades del Templo acabaron congregándose para tomar una decisión sobre lo que estaba pasando.

Entre ellos cogió sitio alrededor de Jesús, a su vez rodeados de los Doctores y Príncipes del Templo, un tal Simeón. Este Simeón era el anciano que saludara al Niño recién nacido y le dijera a su Dios que ya lo podía dejar ir, a reunirse con sus padres pues ya había visto al Cristo.

Dios no parece que estuviera muy de acuerdo con Simeón. En lugar de llevárselo al Cielo lo dejó en la Tierra todavía.

Este Simeón en cuanto vio al Niño reconoció al Hijo de María. Alucinado por lo que estaba viviendo tomó la palabra cuando ya todos estaban convencidos de tener delante al Hijo de David.

-Dime, hijo, rompió el tal Simeón el silencio.

Y siguió hablando palabras de una sabiduría desconocida para el Niño y para todos.

-¿Qué pasará cuando tú te vayas? Porque tú tendrás que irte. ¿Volveremos los hombres a nuestro viejo mundo de todos los días o acaso crees que el Cristo se quedará para siempre con nosotros?

¿De qué le estaba hablando aquél anciano?, se preguntó el Niño.

Aquél anciano le estaba diciendo, entre las protestas de todos sus colegas, que el Cristo debía verse rodeado de una jauría de perros, cargar con todos los pecados del mundo, ofrecerse como Cordero Expiatorio.

-Pero si se sienta en su trono ¿cómo podrán cumplirse las Escrituras?, apuntilló su discurso el tal Simeón.

El Niño se quedó helado. ¿Él era el Siervo de Yavé de las profecías de Isaías?

No era que el Niño no conociera las profecías. Los libros proféticos se los conocía de memoria. Lo que le estaba impactando era la interpretación que Simeón les estaba dando. Era una sabiduría tan nueva y desconocida para Él como lo era para los demás que la estaban escuchando.  

 

LA ESPADA DE DAVID

Decía la leyenda que el gran guerrero bailó la danza de la victoria alrededor del cadáver del enemigo. Decía también que aquellos bárbaros les robaron el secreto del hierro a los héroes de Troya antes de caer Eneas bajo la astucia de los griegos.

Entre aquellos monstruos sin alma el más horrible era siempre el jefe. El jefe no era siempre el más alto, pero sí siempre el más cruel, el más terrible, el más despiadado, el más letal y maligno. En aquella ocasión el más alto y el más cruel y despiadado bárbaro concebible se habían dado cita en el mismo cuerpo. Se llamaba Goliat. Su espada era tan grande como la de aquél otro guerrero que los Hispanos llamaban Rodrigo Díaz de Vivar, la que cortaba de un tajo cinco cabezas de moros puestos en fila india. Nadie se quería poner a menos de tres metros de distancia del Cid Campeador; esos tres metros eran lo que medía su arma desde el hombro a la punta de aquella espada de acero español. Brazo y espada eran una sola cosa con aquél guerrero castellano que en estatura poco o nada tuvo que envidiarle a la del filisteo matón y farfullero que cometió el terrible error de quitarse el casco delante del hondero.

Cuenta la leyenda que David recogió la enorme espada del gigante y con ella le cortó la cabeza de un tajo. Y sigue diciendo que el guerrero hebreo combatió con ella al frente de sus ejércitos. De lo cual nosotros debemos deducir que si hermoso de rostro el tal David de ninguna forma fue corto de cuerpo ni de brazos delicados y finos. No fue un gigante, pero desde luego que lo que menos se le parecía era un enano.

Principio de su corona, la espada de Goliat fue el símbolo real por excelencia que le otorgaba al que estaba en su posesión el trono de Judá. La recibió Salomón y Salomón se la entregó a su hijo. Roboam al suyo, éste al siguiente, y así pasó de mano en mano durante los cinco siglos que corrieron desde la coronación de David al último rey de Jerusalén.

Nabucodonosor se la arrancó de las manos al último rey vivo de Judá y arrojó aquella espada de museo entre los demás tesoros que sus ejércitos habían recaudado alrededor del mundo. La vio tan grande y pesada que la creyó un objeto de decoración. Se olvidó de ella y allí se hubiera quedado para siempre si, tras conquistar Babilonia, Ciro el Grande no se la hubiera entregado al profeta Daniel para que hiciera con aquel símbolo sagrado de los hebreos lo que en su espíritu estuviera hacer.

Por derecho legítimo la espada de David, la espada de los reyes de Judá, le correspondía por herencia a Zorobabel. Pero el profeta Daniel se la negó porque no era con la espada que debería reconquistar la Patria Perdida. La espada de Goliat permanecería en la Gran Sinagoga de los Magos de Oriente hasta que naciese el Hijo de David.

No sabemos cómo llegó a parar a manos del Cid Campeador la espada de Goliat. Lo que sí sabemos positivamente es que aquella espada era la espada que José llevaba empuñada el día que entró en el Templo buscando al Hijo de María.

La espada de David fue un regalo de los Magos al padre del Mesías. Le tocaba custodiarla a él hasta el día de la coronación de su hijo.

Fueron muchas cosas las que le regalaron a José los Magos. Oro, incienso y mirra fueron los tres últimos regalos que le hicieron; pero esto era para el Niño. Antes le habían regalado a José un caballo íbero que volaba como una estrella fugaz y era capaz de atravesar la Samaria sin beber agua ni darse descanso. Y tres perros de una misma camada, reliquia de los canes que los reyes de Nínive llevaban con ellos en sus cacerías de leones. Uno se llamaba Deneb, Sirio el otro, y el tercero Kochab. José no los sacaba jamás juntos. Se parecían tantos que quien no conocía a José se creía que sólo tenía un ejemplar de aquella especie en vías de extinción. Eran mansos como corderitos a los pies de su dueño, pero más fieros que el demonio más malo del infierno más horroroso si olían el peligro. Sus tres canes, su caballo íbero y la espada de Goliat fueron las tres cosas que José se llevó consigo de Belén el día que Isabel le dijo:

-Hijo, todas sus hermanas se han casado y son felices; el muchacho está ya en flor y tiene toda la gracia de su padre. Cleofás es fuerte, es alto, es listo, no tardará en encontrar quien lo ame con locura. Muy pronto la Hija de Salomón estará libre de su voto, ¿no es eso lo que ha estado esperando todos estos años el Hijo de Natán?

Y una cuarta se llevó consigo José a Nazaret, que le era la más preciada de todas: El documento genealógico de su Casa. Pero a lo que íbamos.

Solamente dos veces en su vida se le disparó a José el puño a la espada de su padre David. Que se le disparara el brazo nos dice mucho sobre la estatura del hombre y la fuerza de su brazo. La primera fue cuando José fue a buscar a María a la casa de Isabel. La segunda, cuando entró en el Templo a buscar al Hijo de María.

¿Qué hubiera pasado si en lugar de decirle el Niño a sus padres lo que les dijo le hubiera dicho a José?: Hijo de Natán, entrégame la espada de los reyes de Judá.  

 

POLVO ERES Y AL POLVO VOLVERÁS

¿Qué fue en definitiva lo que le descubrió aquél anciano al Niño? ¿Qué fue lo que le mostró aquel hombre para que el Hijo de María renunciase a sus planes? ¿Qué le dijo? ¿Por qué aquel Niño cerró su boca y renunció a subirse al caballo del Hijo de David, el príncipe valiente e impetuoso que, según la interpretación popular de las Escrituras, al frente de sus ejércitos habría de llevarle la paz de Dios a todo el mundo? ¿Por qué quién entró en el Templo dispuesto a descubrirse y reclamar para sí lo que le pertenecía por derecho humano y Divino abandonó de golpe sus planes mesiánicos y se fue tras “sus padres” sin soltar palabra?

Que aquél anciano -cuya identidad descubriremos en la Segunda Parte- le descubrió al Niño la sabiduría que todos conocéis por boca de la Iglesia Católica desde los días de los Apóstoles, esto es seguro. Pero que hubo más, muchísimo más, también.

Y la única forma de descubrir qué pasó por su cabeza es poniéndonos en su lugar. Pero no de la forma arbitraria que más nos apetezca y nos parezca acorde a nuestra naturaleza. Por un rato vamos a olvidarnos de todo lo que hemos escuchado y nos vamos a meter en su piel. Y para ello vamos a aceptar la tesis católica de la Encarnación del Hijo de Dios. La vamos a adoptar a todos los niveles y la vamos a llevar hasta sus últimas consecuencias.

Vamos a considerar la posibilidad de haber sido aquel Niño el Hijo de Dios en persona. No un hijo cualquiera a la imagen y semejanza nuestra, por adopción; ni siquiera un hijo de Dios a la imagen y semejanza de los ángeles que en el libro de Job vemos ante la presencia de Dios. No, vamos a dar por sentado que aquel Niño era un hijo de Dios a la manera de quien es Unigénito de su Padre porque ha sido engendrado de su Ser. Y que en su condición de Unigénito cumple todas las exigencias que el Credo Católico pone sobre la mesa: Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Es una posibilidad. Posibilidad que vamos a considerar en toda la extensión de su magnitud.

El primero que asumió esa posibilidad fue el propio Jesús. En su doctrina se proclamó Causa Metafísica de la Creación, es decir, la razón por la que Dios hace todas las cosas, incluido nuestro Universo. Desde esta posición de Hijo Unigénito Jesús les respondió a los judíos que le preguntaron su edad que “El ya existía antes que Abraham”, algo lógico si se piensa que siendo la Causa Metafísica de la Creación su presencia era requerida durante el Principio y antes de comenzar la acción. Consecuente consigo mismo Jesús volvió a proclamar para sí esa condición de Razón Metafísica cuando afirmó que “su Padre le muestra todo lo que hace”. Lo otro, que nos invitara a asistir al Espectáculo en los próximos Actos Creadores es simplemente colateral. Es algo que no viene a cuento en este instante. La tesis que manejamos es que cuando Dios abrió el Principio y creó los Cielos y la Tierra su Hijo Unigénito estaba a su lado y era por amor a El que se dispuso a crearnos a nosotros, el Género Humano.

Todo perfecto. Hasta que Adán cometió el error de dejarse llevar por la astucia de la Serpiente.

Independientemente del dilema que la perfección divina y la libertad humana nos plantea, lo realmente importante es que el Hijo de Dios vivió la condena de Adán como algo que le afectaba directamente.

Se deduce de las Escrituras que Dios y su Hijo abandonaron a Adán y Eva por un tiempo. Cuando regresaron se encontraron con el hecho consumado. Su Padre comprendió todo lo que había pasado, juzgó el caso y en la cólera de Juez del Universo dictó sentencia contra todos los actores. A la Serpiente le juró que un hijo de Adán se levantaría y le aplastaría la cabeza. A Adán y Eva los condenó a morir.

Atónito, alucinado por aquella rebelión contra Dios, su Hijo, hermano del Adán muerto, sintió cómo se le subió la sangre a la cabeza y soñó con el día de la venganza del hijo del Hombre.

Pero ese Día de la Venganza no era para mañana ni para pasado mañana. En realidad, nadie sabía para cuándo. El Hijo de Dios sólo sabía que según pasó el tiempo la pérdida de la identidad del Hombre que Dios creó se hizo cada vez más grande. Se fue haciendo tan grande, y el odio que por su culpa se fue acumulando contra los ángeles rebeldes se le hizo tan enorme que con todo su Ser le pidió a su Padre que lo enviara a la Tierra en persona a enfrentarse al mismísimo Diablo. Vencido el Diablo la corona de Adán sería para el Vencedor; y siendo el Vencedor y el Hijo de Dios la misma persona durante su reinado el Género Humano saldría del Infierno al que había sido arrojado y reemprendería el camino para el que fuera creado y de cuyo sendero lo apartara la Traición.

Vino pues el Hijo de Dios a la Tierra con la sangre hirviéndole, dispuesto a secarle las lágrimas a nuestro mundo. Su espada estaba en su boca, era su Palabra. Para conquistar el mundo no necesitaba de la espada de Goliat, sólo necesitaba abrir la boca y ordenarles a los vientos que se levantasen, a los ejércitos que depusieran las armas. El traía la Paz, la suya era bandera de una Salud que supera a la Muerte y conduce a los hombres a la Inmortalidad.

¿La Inmortalidad?

¿He dicho la Inmortalidad?

“Pues sí, hijo, ¿pero te vas a rebelar contra la sentencia de tu Padre?” le dijo aquel Simeón. “¿Para salvarnos a nosotros te vas a condenar tú? ¿Por salvar al Presente vas a condenar al Futuro? Ciertamente tu Padre te ha enviado a enfrentarte al Maligno y le aplastarás la cabeza, pero ¿si rompes los muros de nuestra prisión contra el juicio divino en qué te diferenciarás de ese contra el que has venido a vengar la muerte de nuestro padre Adán? Porque el Juicio de Dios es firme: Polvo eres y al polvo volverás. Es nuestra suerte. ¿Te ha dicho tu Padre y Dios acaso: Ve y anúnciales el fin de su prisión; sácalos y dales la Inmortalidad por la que suspiran desde que los creé? ¿No ves, hijo, que al dejarte arrastrar por el amor que nos tienes te arrastras a ti mismo a la perdición y arrastras contigo a toda la Creación? ¿Quién sino el Juez de todos nosotros puede firmar nuestra libertad? Pero si a su Hijo le ha dado ese Poder, entonces haz según tu voluntad”.

 

EL PENSAMIENTO DE CRISTO

Que el Hijo de Dios no necesitaba ser crucificado para recuperar su condición sobrenatural nos lo mostraron los evangelistas en el episodio de la Transfiguración. La Transfiguración de la que hablan fue eso, la respuesta a esta cuestión tan sencilla. La Necesidad de la muerte de Cristo de la que hablan en sus evangelios se refiere a los presupuestos de la Doctrina del reino de los cielos. Si había necesidad de la Muerte de Cristo no era por incapacidad de Jesús para recuperar su condición divina. Para recuperar su condición divina Jesús sólo debía desearlo.

Cuando volvió a Nazaret lo que de verdad le pasó al Niño es que volvió a nacer. El Hijo de Dios que se hizo hombre y se moría por crecer y no veía nunca el día de sentarse entre los adultos se metió por fin en nuestra piel. Dios está arriba y nosotros estamos abajo y todo el dilema de la Humanidad pasa por un puente sobre arenas movedizas. ¿Cómo conocer el pensamiento de Dios? ¿Cómo descubrir su plan de salvación eterna?

Ahora era un hombre el que se preguntaba todo lo que todos los hombres se preguntaban y ninguno se respondía. Ahora era Cristo quien alzaba sus ojos hacia arriba y miraba a Dios cara a cara buscando conocer su pensamiento. Ahora era el hijo del Hombre quien reconocía su ignorancia y miraba a Dios buscando su sabiduría

Pero tienes doce años. Y te queda por delante una vida. Y cada día que te levantas te levantas con esa Cruz. Y cada año que pasa, cada año que pasa esa Cruz te pesa más. Y quieras o no lo quieras el peso te hundirá más de una vez.

Lo puedes hacer todo y no haces nada, ves al mundo a tu alrededor vivir en el infierno y tú no puedes hacer nada aunque tienes el poder de hacerlo todo. Puedes salvar al Presente y condenar al Futuro, o dejar que el Presente viva su Destino y guardar tu Libertad para cuando el preso salga de la cárcel. Tú lo esperarás al otro lado de la puerta para guiarlo hacia un Nuevo Día de libertad que no se acabará nunca. Hasta ese Día el mundo deberá seguir su camino, y hasta que llegue tu Hora deberás hundirte muchas veces en depresiones profundas, y no tendrás a nadie que te sostenga, no habrá nadie a tu lado con quien compartir tu destino, nadie te echará un cable, nadie te alargará la mano porque nadie estará contigo para saber qué te pasa y por qué te hundes hasta ahogarte.

Eres Jesús de Nazaret, un hombre joven y rico, tienes todo lo que un hombre desea y coges sólo lo que quieres. No te hace falta nada de nadie. Te abren las puertas por donde quieras que vas; te tratan de señor y tu palabra vale oro para los que negocian contigo. Nadie conoce tu secreto; sólo una Mujer. Su Marido ha muerto cuando tenías veinte años aproximadamente, y Cleofás también. Sólo quedan ellas, tu Madre y su hermana Juana; sólo ellas saben quién eres. Pero ninguna sabe adónde vas, o cuáles son tus planes. Estás solo. Cuando arrecien los temporales sobre tu mente no tendrás a nadie a quien abrazarte y luchar juntos contra el temporal. Si no te vuelves loco será sólo porque eres el que eres, pero aun siendo el que eres deberás sufrir la tormenta a pleno descampado, sin techo ni abrigo contra el agua que caerá en tromba bajo un cielo cubierto de tinieblas sobre tu cuerpo mortal. Tanto más amargo es lo que vas a hacer cuanto más dulce es la vida que llevas.

Al muerto de hambre el pan duro le sabe a gloria, pero si ese mismo pan se lo das al que come bollitos se le romperán los dientes. Los tuyos, Jesús, están acostumbrados a comer el mejor pan. Tu cuerpo está acostumbrado a las vestiduras más finas. Y vas a conducir a un ejército de hombres a tu misma suerte. ¿No te hundirás? ¿No te atacarán sus fantasmas en tus sueños? ¿No amanecerás en los desiertos de rodillas implorando misericordia? ¿No te atormentarán las visiones de sus cuerpos machacados por las fieras de los circos romanos mientras miras al Cielo pidiendo el fin de la sentencia contra Eva y sus hijos? ¿Cuánto durará para ti cada año que vives? ¿Los veinte años que te esperan no serán para ti una eternidad? Los tienes delante de tus ojos. Son todos puros. Uno por uno son todos inocentes. Su único delito es amarte sobre todas las cosas. Te quieren más que al tiempo, más que a la inmortalidad, más que a todos los tesoros del universo. Tú eres su vida. Y están ahí, colgados de sus cruces, actores de un espectáculo sangriento, oda a una locura, cantando en honor de las lágrimas que por ellos tú, Jesús, derramaste en el desierto, cuando desaparecías misteriosamente y regresabas sin decirle a nadie de dónde venías o qué habías estado haciendo. Vieron tus lágrimas y endulzaron tu corazón en el día de su martirio para no despertar en tu pecho el grito de la venganza. ¿No sufrirás en tus carnes el crimen de tus cientos de miles de hermanos pequeños, a los que tú conducirás a la cruz sin delito por el que ser hallados culpables? Amarte será su delito. ¿No le implorarás misericordia a tu Padre? ¿No buscarás otra alternativa viable? Y sin embargo el Cáliz está lleno y deberás beberlo hasta la última gota. Una Esperanza te sostiene, pero a nadie puedes contársela, con nadie puedes compartir la infinita alegría en la que tu ser entero se regocija cuando al mirar hacia quien se sienta en el Trono del Juicio Final ves, contemplas, y te miras a ti mismo.

 

CRISTO JESÚS

No sabemos en qué momento de la vida cruzamos la frontera entre la infancia y la adolescencia; ni en qué momento hemos dejado de ser jóvenes para convertirnos en adultos. No parece que haya una regla general; es algo que cada uno descubre por sí mismo y vive a su forma.

Siendo esto así entre nosotros ¡cuánto más complejo es aplicar nuestra psicología a alguien como el Jesús de los Evangelios!

Adoptada la postura de verle como se veía a sí mismo, habiendo experimentado en el grado que nuestro entendimiento nos lo permite lo que pasaba por su cabeza, sigamos adelante. Hay aún muchas zonas cerradas a la inteligencia de los siglos pasados, y, que, sometidas a la fantasía de quienes desearon irrumpir en sus adentros, han llegado a nosotros deformadas como pinturas viciadas por las pasiones de los copistas.

Si en algún momento yo he dejado correr mis propias pasiones el lector, en cuanto ser libre se debe a sí mismo la oportunidad de recrear la línea histórica partiendo de las características de su propia inteligencia. El autor sólo puede señalar el horizonte y pintar lo que él ve con sus ojos, y aunque la configuración del ojo sea la misma para todos, la forma de ver las cosas adquiere una forma personal e intransferible. Es desde esta plataforma de visión personal y comprensión individual que el autor recrea las cosas que escribe; el lector tendrá que adaptarlas a su propia forma de reír, de llorar, de odiar, de amar, de entender e incluso de ignorar.

Regresemos entonces con Jesús a la casa de sus padres en Nazaret, y desde, lo descubierto, conociendo ahora lo que acababa de descubrir, la Cruz de Cristo, su Cruz, intentemos abrir el horizonte de sus memorias a los reflejos puros de la realidad según la vivieron El y los suyos.

El Niño que bajó a Jerusalén era en todos los aspectos, visto desde los ojos de un extraño, un señorito. Su primo Santiago por ejemplo. Le llevaba Santiago un par de años a su primo Jesús, y sin embargo mientras éste no había levantado todavía un martillo ni sabía lo que era pegar un clavo, Santiago el de Cleofás ya estaba hecho un hacha, todo puesto el muchacho en su papel de aprendiz de carpintero. Padre de aquel muchacho alto y superinteligente José tuvo que aguantar más de una crítica a su forma de educar a su único hijo. Lo estaba malcriando, le decían.

No vamos a hablar de envidia ni traer a escena pasiones que todos quisiéramos no haber conocido nunca. Lo cierto es que la mentalidad de los pueblos pequeños de siempre ha sido un hervidero para la ignorancia más conspicua y aburrida.

Las críticas a José por la forma de educar a su primogénito no le decían nada a María ni podían ser llevadas más lejos de la cuenta por ser el Niño quien era. Ese Niño al que criticaban era el heredero de la hija de Jacob. Una gran parte de todo lo que veían los Nazarenos a su alrededor le pertenecía al “señorito Jesús”. Si sus padres no querían que tocara los clavos y los martillos ¿quién era nadie para reprocharles nada?

Lo cierto es que al regresar de Jerusalén aquel Niño rompió el guión de “señorito” que se le suponía suyo y se apegó a su padre con la obediencia y la diligencia del chico bueno y dinámico que todo padre desea por hijo.

María lo veía terminar la jornada retido. En su vida había su Niño levantado una tabla, y de repente no paraba de pedir trabajo. Bastaba que su padre abriera la boca para obedecerle. Hasta el propio José lo miraba diciéndose: ¿Qué te pasa, hijo mío?

Pero no sólo en la Carpintería. Si a tita Juana le hacía falta que le hicieran un encargo allí estaba el Hijo de su hermana para lo que hiciera falta. Si había que ir al campo a recoger almendras o a segar los trigos, allí estaba el primero su sobrino Jesús al romper el alba. Jamás se quejaba, jamás respondía, nunca te daba un no. Pero ni a los suyos ni a cualquiera que le pidiese un favor. ¡Cómo no iba a caer retido!

Era como si no quisiera pensar, como si necesitase olvidarse de algo. Necesitaba entregarse a la actividad física. Le dolían los brazos y le temblaban los tendones del cansancio, pero jamás decía que no ni renunciaba. Se levantaba el primero y se acostaba el último. Ya no jugaba con los niños del pueblo. Ni hablaba excepto cuando le preguntaban. El cambio fue tan brusco, tan colosal, tan sorprendente que su Madre se sentaba al filo de su cama mientras su Niño dormía, preguntándose qué pasaba por aquella cabeza. Antes su Niño le hablaba, le contaba todas sus cosas. Desde que regresaron de Jerusalén su Niño era otra persona, era como un desconocido para Ella. Para todos era el que debía ser, un muchacho obediente y callado que jamás le quitaba la palabra a los mayores ni te contestaba cuando le regañabas por lo que fuera. Pero para Ella su Niño se estaba convirtiendo en un desconocido.

Se está haciendo un hombre. Le decían. A Ella no le bastaba eso. Ella Sabía que fuera lo que fuese lo que le estaba pasando a su Niño no podía explicarse desde la experiencia humana. ¿No había vivido Ella el hundimiento de su Niño en Alejandría? Para los que le vieron sentado a la puerta de la Carpintería del Judío la tristeza del Niño podía explicarse desde algún capricho que su padre le negaba y le tenía prohibido volver a pedírselo. ¿Así de simple? ¡Que va! Ella sabía que su Hijo no funcionaba como los demás niños.

En aquella ocasión, allá en Alejandría, María encontró la forma de abrirse camino hacia el corazón de su Niño. Pero en esta ocasión le resultaba totalmente imposible. Lo único que podía hacer era echarse a su lado y dormirse guardando sus sueños, porque fuera lo que fuese por lo que estaba pasando, en esta ocasión su Niño jamás le abriría la puerta a su mente, ni le permitiría hallar el camino a su corazón.

No es que estuviera triste o que llevase una pena tan grande que la sola idea de compartirla le pareciera al Niño imposible. Ella sabía que era algo más profundo; tan profundo que aun mirándole a los ojos su mirada se perdía en el campo de los ojos de Jesús sin alcanzar nunca el horizonte tras el que escondía su Hijo su pensamiento.

“¿Qué te pasa, hijo mío?”, se preguntaba Ella sola sabiendo que su Niño jamás le daría la respuesta.  

 

LA MUERTE DE CLEOFÁS

Cleofás, el padre de Santiago el Justo y sus hermanos, fue un bendito. Si es verdad que antes de la muerte el ser humano revive los años vividos en este mundo, los últimos momentos del hermano de María fueron felices.

La única pena que hubiera podido oscurecer sus recuerdos luminosos, haber muerto su padre al poco de nacer él, incluso esta pena no pudo enturbiar sus últimos momentos. Su hermana María transformó aquella ausencia física en una presencia angelical siempre pendiente de su niño.

Ahora que se encontraba a un paso de cruzar la puerta de la muerte, Cleofás podía recordar sonriente la forma que su hermana mayor tuvo de mitigar la falta del padre transformándolo en su propio ángel de la guarda. ¿Cómo hubiera podido dudar de la inocencia de su hermana María el día que su madre le contó la Anunciación?

Fue el primer hombre en el mundo que conoció el Misterio de la Encarnación, y el primero que creyó con los ojos cerrados en la Virgen que concebiría al rey Mesías. Fue su madre la que lo cogió a solas y se lo dijo con todas las palabras. “Hijo, pasa esto, esto y esto, y quiero que hagas esto, esto y esto”.

Cleofás se olvidó de su mujer y de sus dos hijos pequeños, aparejó su caballo, la yegua para su hermana, y, sin darle más explicaciones de las necesarias a su cuñado, le abrió el camino a la Virgen a través de la Samaria.

¡Dios santo!, qué hermoso estaba, querubín en su caballo de fuego con la mirada del águila escudriñando el horizonte, la espada presta y afilada para trazar alrededor de su Hermana el círculo que el soldado romano desconocido trazó alrededor del gran rey del Asia. “Si traspasas la línea le declaras la guerra a Roma, si te das la vuelta, vete en paz. Si quieres la guerra, la tendrás”.

Le dio su cuñado por compañía dos de sus canes, Deneb y Kochab. A aquéllos últimos ejemplares de su raza parecía habérseles contagiado la tensión del joven hermano humano; Deneb avanzaba abriendo camino, Kochab vigilando la retaguardia.

La Virgen hubiera bajado sola a la Judea sin más protección que la confianza puesta en el Señor de su ángel Gabriel. Pero estaba tan hermoso su Cleofás cubriéndola con el manto de su fe absoluta en su inocencia.

Algún tiempo antes de descubrirse en Nazaret el estado de gracia en que se hallaba la mujer del Carpintero, estado de gracia en boca de todos los vecinos, llegó a Nazaret un muchacho de la Judea, de la propia Jerusalén, buscando a José. Traía un mensaje de Zacarías. Su contenido dejó boquiabierto y pensativo a José. “Isabel se hallaba embarazada”.

Cuando al poco su suegra se decidió a enviarle María a Isabel, para que le ayudara en los últimos meses de la gestación de Juan, José lo vio natural. Pero lo que ya no vio tan lógico es que fuera Cleofás quien se adelantase a él y acompañase a María al sur. Ahora, en su lecho de muerte, Cleofás recordaba con cariño la cara de sorpresa que puso su cuñado al oírle hablar a él, un muchacho a sus ojos, palabras de un hombre entero.

“No se diga más. Toda conversación ha terminado. Mi madre dispone, su hija obedece, y yo, su hijo, cumplo. Hasta el día de tu boda tu prometida está sometida a la autoridad de mi madre. No hay nada más que hablar, José. A la vuelta nos veremos las caras”. José se quedó mirándolo con los ojos de quien descubre al hombre en el muchacho y está encantado de que sea así, porque así deben ser las cosas.

Zacarías e Isabel se habían retirado a su casa de campo en las montañas de Judá, lejos de Jerusalén. Hacía algún tiempo ya que el hijo de Abías se había retirado de la posición oficial que ocupó durante toda su vida en la jerarquía burocrática del Templo. Y no lo había hecho hasta pocos meses atrás del propio Templo porque al ser vitalicio el sacerdocio y no tener hijos, su Turno lo obligaba hasta la muerte o hasta que una enfermedad se lo impidiese.

Sano y longevo en unos tiempos en que la vida media del hombre apenas si pasaba de los cincuenta, Zacarías, aunque hubiera podido poner el Turno de su padre a disposición del Templo, prefirió mantenerse en su puesto sagrado hasta que la muerte o la enfermedad lo obligasen a retirarse. Y esto es justo lo que pasó. Porque al quedarse mudo ya no pudo seguir manteniendo aquella postura de inamovilidad que tantos enemigos le creara.

La administración del tesoro del Templo les correspondía a las familias sacerdotales dueñas de los veinticuatro turnos de adoración. El presidente de este consejo de administración era el sumo sacerdote, que a su vez se elegía entre esas veinticuatro familias. Por regla general el sillón pasaba de padres a hijos. Pero alguna vez que otra pasaba lo que le había pasado a Zacarías.

Zacarías no tenía hijos a los que entregarle su sillón. Lo natural en este caso era poner a disposición del consejo de los santos el Turno y elegir entre las familias un sucesor. Como se comprenderá no podía faltar quien pusiese sobre la mesa el dinero que hiciera falta para comprar esa posición vacante.

Contra natura y sin necesidad Zacarías se ganó muchos enemigos al negarse en rotundo a vender su Turno. Nadie podía obligarlo a poner a disposición del Consejo el Turno de su padre. Y no lo hizo.

Nadie supo nunca qué le dijo el ángel a Zacarías, pero las consecuencias de aquella Anunciación fueron milagrosas para sus enemigos. Mudo, el hijo de Abías por fuerza tenía que poner a disposición del Consejo su Turno, firmar su renuncia y retirarse del Oficio.

Zacarías se retiró a la Villa que tenían él y su señora en los montes de Judá. Era una casa de campo, lejos del mundo y sus ajetreos, a la que sólo tuvo acceso Simeón el Joven, el único de la Saga de los Precursores que aún vivía. Fuera de Simeón el Joven no recibían visitas. ¿La causa?

Bueno, la causa era el milagro que en sus carnes estaban viviendo los padres de Juan el Bautista.

En su lecho de muerte Cleofás se acordó de la maravilla que vivió el día que se encontró con sus “abuelos”. Zacarías pegaba botes por las paredes, y de Isabel de no haber sido por sus pelos blancos como la nieve nadie hubiera podido jurar que aquella mujer había pasado ya los sesenta. El muchacho parecía él, su abuelo. No hablaba, pero no paraba de moverse. Sólo otra pareja en toda la historia del mundo había vivido un milagro de esta naturaleza, Abraham y Sara naturalmente.

Desde el pórtico de la casa de campo de sus abuelos Cleofás se recordaba mirando al horizonte diciéndose a sí mismo, “¿qué te pasa, José, por qué tardas tanto?”. ¡Cómo recrear la alegría de aquel muchacho cuando vio aparecer a José por el valle, trotando al galope por la llanura! ¿No se le saltaron las lágrimas cuando vio a aquél gigante arrodillarse a los pies de la Virgen pidiéndole perdón por haber dudado de su inocencia?

El día que José le anunció que se llevaba a María y a Jesús lejos de Herodes, Cleofás lo miró a los ojos como quien le dice al otro: “Y tú te has creído que yo me voy a quedar detrás mientras tú te llevas a mi Hermana al quinto pino”.

Desde la primera vez que viera al muchacho larguirucho aquél le cayó Cleofás a José la mar de bien. Y ya no se separaron nunca.

Padre de una familia numerosa que parecía no acabar, Cleofás jamás le criticó a José el comportamiento de su hijo Jesús ni la forma de educarlo que José tuvo. Si su hijo Santiago se partía los puños contra las esquinas de los tablones mientras su sobrino Jesús se iba por ahí a recorrer cerros, esto fue algo que Cleofás vio con los ojos del que al fin y al cabo una vez fue el señorito del Cigüeñal. Así fue cómo a él mismo lo crió su propia madre.

De todos los niños de Nazaret, Cleofás fue el principito que ni trabajaba ni tenía necesidad de dar el callo para echarle una mano a la familia. Su hermana Juana se bastaba sola para llevar los campos; su hermana María gobernaba el taller de confección más rentable de la zona. De vez en cuando la tita abuela Isabel subía de Jerusalén cargada de regalos. ¿Se iba a olvidar del niño de la casa?

¿Cuál fue su misión en esta vida? ¡Vivir la vida!

Le recordaba su sobrino Jesús tanto a él mismo que Cleofás se reía viendo a José pasar tantos apuros cuando tenía que defender a su Jesús delante de los amigos y vecinos.

También a él el cambio tan brusco de su sobrino a su regreso de Jerusalén le cogió por sorpresa y lo dejó maravillado. Y lo mismo que le pasaba a su hermana tampoco él se explicaba qué estaba pasando por la cabeza de su sobrino. El único que parecía entender al Niño era José.

José era el único que pareció no sentirse sorprendido. Fue el único que pareció conocer perfectamente qué le estaba pasando, y, como el propio Niño, seguía su política de no decir palabra a nadie. Con su Madre y con su tito Cleofás, Jesús se sentía incómodo porque les leía en los ojos lo que estaban pensando. En cambio, con José el Niño se encontraba a sus anchas. Era el único que no lo miraba con preguntas en los ojos y el único que sabía llevarlo de forma que a Jesús se le olvidaban los problemas y se convertía en el muchacho activo, inteligente y trabajador que todos les alababan a sus padres.

Sí, claro que sí, Cleofás vivió una vida maravillosa antes de conocer a José. Pero aquel nómada gigante a lomos de su caballo íbero vagando por las provincias del reino, sus tres querubines asirios sacados de un fresco perdido de algún palacio de Nínive, aquél nómada le dio a su vida lo que le estaba faltando, la imagen del padre, del hermano que nunca tuvo. Y ahora, en su lecho de muerte, sería para sus hijos e hijas el padre que les iba a faltar.

Sí, si es verdad que antes de morir la mente recorre los años vividos, uno por uno, Cleofás revivió años únicos, maravillosos. La Virgen por hermana, el rey Mesías por sobrino, un Querubín por cuñado, una mujer maravillosa que le había dado hijos e hijas, todos sanos, todos fuertes.

-José…, empezó diciendo en su lecho.

-Hermano -se adelantó José-. Tus hijos son mis hijos, tus hijas son mis hijas. De todos nosotros tú eres en este momento el bendito. Nuestro padre David espera a su príncipe Cleofás en el seno de esa luz que se encenderá cuando cierres los ojos. Allí nos veremos, hermano. Ven a darme la mano cuando me toque a mí cerrar los míos.

Y así fue. Cleofás se murió joven, como su padre Jacob.

-Igualito que nuestro padre, Juana, en la flor de la vida. ¡Cómo te vamos a echar de menos, hermano!, lloró La Virgen.

Lo enterraron en Nazaret, en la tumba de su padre Jacob, al lado de su abuelo Matán, sobre los restos de Abiud, hijo de Zorobabel, hijo de Salomón, hijo de David.

  

LA MUERTE DE JOSÉ

La vida de José el Carpintero apagó su llama al poco de consumirse la de Cleofás.

Si la existencia de Cleofás fue hermosa y digna de ser vivida, la de José el Carpintero fue la del guerrero siempre al filo del precipicio, los músculos constantemente en tensión, los nervios afilados hasta el último átomo, siempre vigilante, siempre preparado para acoplarse al próximo giro del destino.

“No hay nada predeterminado, ¿quién sabe lo que el mañana deparará? Cuando el libro de la vida pase la página ya se verá lo que contiene. Y baste a cada día su afán”.

“Lo que a los hijos del Espíritu les toca en suerte es responder veloces al sonido de la trompeta llamando a la acción”.

“La Muerte ataca siempre por la espalda, pero el que le da la cara le quita de la mano ese as llamado factor sorpresa”.

Proverbios de esta naturaleza fueron el pan de cada día de José el Carpintero. Zacarías, el futuro padre del Bautista, su preceptor, tutor, mentor, maestro, todo lo bueno en uno, dedicó su talento, su genio, su sabiduría, su arte, todo lo mejor que tenía a formar la mente del joven José. Gracias a su paciencia y dedicación el guerrero sin miedo que corría en la sangre del joven José aprendió a mirar cara a cara a la Muerte, y, con el brillo en sus ojos del héroe que se sabe invencible, hasta al mismísimo Infierno.

Pero para lo que jamás articularon su mente era para verse envuelto en las redes del mismísimo Dios.

También su concepción de siempre sobre el nacimiento del hijo de David era la clásica al uso, papá, mamá, se casan, se unen, dos personas diferentes y una sola cosa, la llamada de la sangre, el poder de la carne. ¿Imaginarse que Dios fuera a meterse por medio Encarnación de su Hijo mediante? Pues la verdad, no; lo que pasó luego no se lo imaginó nunca.

Mirando para atrás, reviviendo aquellos días José el Carpintero se reía de corazón.

En esta ocasión el guerrero había llegado al otro lado del campo de batalla. Alrededor de su lecho de muerte sus sobrinos y su gente lloraban la despedida del querubín que jamás había bajado la vigilancia, la muerte del héroe que jamás se desprendió del casco y la armadura. Ya se disponía a entregar el alma.

Ya creían todos que sus fuerzas habían alcanzado su ocaso, que su aliento se desvanecía en las distancias entre el Cielo y la Tierra, cuando José el Carpintero salió de su sueño. Lo despertó el recuerdo de su respuesta a su Maestro Zacarías el día que Isabel les comunicó la noticia del Voto de la Virgen.

“Hágase la voluntad de Dios. Mil años ha estado esperando mi pueblo este día, bien puedo esperar yo diez”, dijo José.

¡Dios, qué giro inesperado le diste a la vida de tu siervo!

Creció el joven José soñando el día de ver nacer de su esposa al rey Mesías, el dueño de la espada de los reyes, el legítimo portador de los dos rollos mesiánicos.

No comprendieron sus hermanos y hermanas que su José no se casara a la edad que todo el mundo solía hacerlo. La vida era breve. La existencia, muy dura. A estas alturas de la historia nadie podía permitirse el lujo de dejar correr los años al estilo de los Patriarcas, que se casaban de los cuarenta años para arriba. Muchos eran ya abuelos con cuarenta años solamente. ¿A qué aguardaba el jefe del clan de los carpinteros de Belén para elegir mujer y honrarlos a todos con sangre fresca?

José el Carpintero guardaba silencio. Les respondía a sus hermanos con el silencio del que parecía, a diferencia de los demás mortales tomados del barro, haber sido formado del hierro.

Lejos de su pecho albergar un corazón de piedra, pero no le dejaste, Dios santo, más remedio que adoptar esa actitud por el bien de todos, pues si hubiera llegado al oído de los sicarios de Herodes la menor noticia sobre el complot davídico que se estaba tramando a sus espaldas ¿cuánto habría tardado aquella serpiente en ordenar la muerte de todos los hermanos de tu siervo?

Salió José el Carpintero de su sueño reviviendo aquel día inolvidable, el día que fue a la casa de su suegra Ana a pedirle explicaciones sobre el rumor que tenía escandalizados a todos en Nazaret.

¿Qué estaba pasando?

¿Qué le estaba llegando a sus orejas?

Las vecinas le pegaban unas indirectas tremendas.

“¿Cómo llamaréis al niño, señor José? Porque será niño”.

El Carpintero acabó sintiendo el pinchazo, se dejó de contemplaciones y fue directo a hablar con su suegra.

La Viuda, que esperaba la visita, fue y le abrió la puerta.

La madre de la Virgen se había estado preparando para este encuentro.

Lo había temido. Lo había deseado. Soñaba con él, suspiraba por él, temblaba pensando en él.

¿Estaría ella a las alturas de las circunstancias? ¿La gracia que desprendía la inocencia de su hija se le habría contagiado a ella, su madre?

Como madre estaba toda dispuesta a sacarle los ojos a quien pronunciase la palabra adulterio. Su yerno José era un santo, un hombre más bueno, ¿pero qué macho no se escandalizaría al oír que su hembra estaba en estado de gracia por obra del espíritu santo?

Con el corazón en el puño la Viuda le abrió la puerta a su yerno.

“Siéntate, hijo mío -le dijo-. Este es un día grande para todas las familias de la tierra”.

¡Vaya forma de abrir el tajo!

El Carpintero se sentó. Lo que es abrir la boca no la abrió. Tampoco le hubiera hecho falta. Su mirada lo decía todo.

Hombre, puede que mil imágenes valgan menos que una palabra de Dios, y que una imagen valga más que mil palabras de hombre. En la situación al caso, la madre de la Virgen frente al hombre al que le afectaba directamente la Encarnación del Hijo de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo, ni las palabras ni las imágenes le parecían suficientes a aquella madre atrapada en las redes de un Dios que a nadie le pide permiso para meterse en la vida de las criaturas que El crea del barro.

Bastaba con las miradas. Las miradas lo decían todo.

La Viuda sabía a qué venía su yerno y su yerno sabía que ella sabía a lo que él había venido. La cuestión era quién iba a romper el hielo.

La madre de la Virgen, inspirada por el amor tan infinito que le tenía a su hija, de un sitio, y por la sabiduría del mismo Espíritu Santo, del otro, arrancó:

“Hijo mío, ¿tú crees que Yavé es Dios?”, le soltó a su yerno sin darle tiempo a decir esta boca es mía. Una entrada de este tipo, lo sabía ella, era lo último que hubiera podido esperar su José.

El Carpintero ni se inmutó. Un hombre de hielo hubiera movido más nervios que el Carpintero en aquel momento.

Bueno, él ya conocía a su suegra Ana, conocía qué sello le había dado su impronta al alma de aquella mujer. Zacarías lo educó a él, José; pero a su suegra Ana la formó con sus propias manos Isabel, la mujer de su Maestro. Así que si lo que la Viuda de Jacob de Nazaret estaba haciendo era defender a su hija María, y sin duda lo estaba haciendo, la madre de la Virgen estaba empezando bien. Ya se vería en qué acababa tanta filosofía.

La madre de la Virgen, sin perder la calma ni sentirse desarmada por la pétrea seriedad de su yerno, continuó:

“Perdona, hombre de Dios, que te entre por esta puerta, pero los acontecimientos me lo exigen. Quiero decir, ¿tú crees que hay algo imposible para Dios?”. Luego se quedó mirando a su yerno como si en aquel momento el misterio de los ojos de Dios se le hubiera revelado y le permitiera leerle a José el Carpintero el pensamiento.

Otro individuo hubiera sentido aquella mirada en plan intimidación. El Carpintero la sostuvo sin mover un músculo.

Aunque todavía no hubiera captado adonde pretendía ir a parar su suegra José permaneció sentado tranquilamente. Él había venido a buscar una sola palabra, un Sí o un No. Y punto. Y no se iba a salir de la casa sin tener el Sí o el No. ¿Estaba su mujer en estado de gracia? Era todo lo que quería saber.

La madre de la Virgen jugaba con ventaja, sabía que su yerno José no se movería del sitio hasta que ella le diera el Sí o el No.

La verdad, toda la verdad y sólo la verdad, era un Sí, un Sí maravilloso, un Sí divino, un Sí eterno, infinito, un Sí sin paliativos, indescriptible, inexplicable.

También era un No, un No total, un No sin concesiones, sin discusiones de ninguna clase, un No profundo, innegociable, la Vida del Mesías en una mano, la Muerte del Hijo de David en la otra mano.

¿Qué elegirías tú, amigo? ¿Te decantarías por la burla, te reirías de Dios en su cara, le negarías a Dios su poder para realizar esa Obra extraordinaria, sobrenatural?

Amigo, todo es nada cuando todo es poco. Pero si la criatura recusara el conocimiento de su Creador y lo sujetara a su nivel de inteligencia natural la obra extraordinaria sería sacar a semejante burro del pozo de los necios.

Los dados -pues que a favor del viento sopla la gracia- siguen esperando la próxima jugada. A cada hombre y mujer le toca el turno de exhalar su respuesta. Afirmarse en el Sí o en el No.

Si tuvieras todo lo bueno en una mano, y todo lo malo en la otra ¿por cuál de las dos te decantarías?

José el Carpintero tuvo en su día los dados de la fortuna del Hijo de María en su mano. Jamás en la Historia del Universo hombre alguno pasó por un trance parecido o semejante. Su decisión cambiaría el futuro del mundo. Su Sí o su No levantaría o hundiría todo el Plan de Salvación Universal de su Creador.

De sus labios sin embargo la madre de la Virgen sólo podía esperar palabras de sabiduría. Con esta fuerza y coraje propios de una hija de Eva la madre de la Virgen siguió adelante con su revelación

“Vamos a ver, hombre de Dios. Imagínate que el Señor te reta a que le pongas una prueba. Sí, como suena. Imagínate que nuestro Señor te ofrece la oportunidad de ser retado por ti a probarte que Él es Dios de verdad, no sólo de palabra y porque pueda hacer algunos trucos más que los magos del Faraón.

Pongamos que no te basta creer de palabra que Él es Dios, y quieres, necesitas verlo con tus ojos. Quieres ver su Todopoder y su Omnisciencia, quieres verlas en acción, superando el más difícil todavía, venciendo la prueba más grande que se te pueda ocurrir.

Hombre de Dios, ya sé que tu fe es más fuerte que la roca, que sin ver te conformas y te sobra con la Palabra que viaja de boca en boca por el firmamento de los siglos para creer en la Veracidad de nuestro Señor. Sin embargo, concédete a ti mismo esta oportunidad. Respóndeme sin prejuicios. Dime ¿con qué prueba comprometerías a Dios a emplearse a fondo? ¿Qué prueba le pondrías a Dios que fuera digna de su Todopoder y le obligase a poner sobre la mesa toda su Omnisciencia? Hijo, no te cortes, no dejes tu lengua pegada al cielo de tu corazón por miedo a encontrar las palabras. Atrévete, desafía a tu Creador, porque te lo mereces, por tanto sufrimiento, por tanto dolor y tanta crueldad que nuestros padres han sufrido. ¿Qué éramos, hijo, antes de que el Espíritu de Dios se cerniese sobre las aguas de nuestros mares? Animales sin inteligencia. Entonces un día fuimos amados por nuestro Creador y nos regaló el don de la palabra. Ahora pues no te la niegues a ti mismo, habla, levanta al Omnipotente tu cabeza, pon a sus pies tu alma, pídele que haga una obra extraordinaria, única, irrepetible, maravillosa, medida de su Gran Espíritu, que sacie tu sed de conocimiento y tu hambre de sabiduría. Él está por ti. Pregúntate a ti mismo qué prueba le pondrías a tu Creador, una y no más, santo Isaac; pero una que llene tu alma de felicidad infinita y tu ser de alegría eterna. Venga, no seas tímido”. Y la madre de la Virgen se calló.

Aunque os parezca raro José el Carpintero siguió sin salir de su asombro. Vino buscando la respuesta a algo tan sencillo como la verdad sobre el rumor del estado de gracia en que se rumoreaba se hallaba su esposa, y le salía su suegra con una discusión teológica en toda regla.

José se la quedó mirando intentando adivinar qué estaba pasando. ¿Era un Sí o era un No?

Su suegra aprovechó la confusión para llevar su Revelación un paso más adelante.

“Hijo, respóndeme -le rogó ella-. No me mientas ni te quedes callado por temor a ofender al Señor. Dime la Verdad, ¿te atreverías a retar a tu Dios? ¿O te retraerías y no abrirías tu boca por miedo a ofender a tu Creador?”.

Sin concederse respiro la Viuda respiró. Enseguida regresó al campo de batalla.

“Hombre de Dios, ya sé que te estoy sorprendiendo; pero concédeme estos minutos de tu vida. De nuevo te lo pregunto ¿qué le pondrías a Dios por prueba? O pongámoslo mejor de esta forma: ¿Qué prueba para un Dios sería la más grande que podría ocurrírsele a un hombre? Por ejemplo, tú quieres que Él te demuestre de una vez por todas que Él es Dios de Verdad, que no se ha adjudicado a sí mismo la gloria del Ser Increado. ¿Quieres que borre del cielo todas las estrellas? ¿Quieres que el sol no se ponga nunca? ¿Quieres que los burros vuelen? ¿Quieres que las ballenas anden? No sé, ¿qué quieres? A emperador llega cualquiera. A Midas todos los que puedan. No le pidas a Dios cosas que pueda hacer un hombre. Lo vas a retar con una obra extraordinaria, superior, le vas a poner delante un trabajo que ni el Hércules en la plenitud de su gloria hubiera podido meterle mano. ¿Me explico? … ¿Y qué quería decirte? Ah sí, verás, lo que a mí me preocupa es que conociendo la naturaleza de los hombres ¿estás seguro de que una vez borradas del cielo las estrellas no le buscarás una explicación natural a fenómeno tan divino? ¿A un Sol congelado en la cúpula del firmamento seguro que los hombres no le daréis la vuelta y le hallaréis una causa natural que os quepa en la cabeza?”.

Habiendo enviado la pelota al tejado ajeno la Viuda de Jacob de Nazaret se calló. José el Carpintero no entró en el juego.

Yo diría que cualquiera que en aquel momento le hubiera visto sentado frente a su suegra hubiera jurado que aquel hombre de Dios tenía hielo en vez de sangre en las venas.

José el Carpintero no movió una ceja. Con la mirada congelada sobre su suegra parecía más una estatua de piedra que una criatura de carne y hueso.

La Viuda le sostuvo la mirada. Sabía ella de sobra que su yerno no iba decir palabra; no en vano el marido de su hija era hechura del marido de su Tita Isabel.

Inspirada por el amor tan grande que le tenía a su hija la Viuda actuó como si el silencio de José fuese un reconocimiento al valor de la idea puesta sobre la mesa.

José, que empezaba a maravillarse con el rumbo que estaba tomando la conversación, adornó su silencio con las primeras palabras:

“Dígamelo usted, madre. ¿Por qué iba yo a negarle a mi Creador la gloria de su Brazo?”. Y se calló.

La madre de la Virgen dio el paso definitivo. Había llegado el momento.

“Hijo. Yo no soy hombre”.

Había dado el paso adelante, sí, pero en la dirección que a ella le había convenido.

“Yo no sé cómo pensáis los hombres -le insistió-. Yo fui creada de una costilla del varón. Lo que para un hombre pueda ser la prueba más grande del Universo tal vez a los ojos de una mujer no lo sea tanto. Lo único que yo me pregunto es ¿a los ojos de una mujer puede ponérsele a Dios una prueba más grande que concebir sin la intervención del varón? Quiero decir, no a la manera de aquellos hijos de Dios que se acostaron con las hijas de los hombres y tuvieron descendencia. Ya sabes que entre los griegos, los romanos y los bárbaros sus dioses se acostaban con sus mujeres y les parían héroes, el último el mismísimo Alejandro Magno. No, hijo, te estoy hablando de otra cosa. Que una Virgen dé a luz un Niño sin conocer varón”.

Ahora sí que José el Carpintero abrió los ojos de par en par. ¿Qué le estaba insinuando su suegra? ¿Con este rodeo metafísico adónde lo estaba llevando? ¿Le estaba envolviendo el Sí que vino a buscar en una especie de nudo teológico imposible de desatar? Era tan alucinante el tema que José permaneció sin moverse.

“¿Hijo, crees que una prueba semejante superaría los límites del Poder Divino?”. Siguió atacando la Viuda sin darle a tiempo a su yerno a preparar la estrategia de contraataque.

De todos modos, su yerno habló por fin. “No. Nunca”. Dijo todo serio.

Y enseguida volvió a su papel de yerno en pleno estado de alucinamiento con las vueltas que le estaba dando su suegra a la respuesta tan sencilla y corta que vino buscando: Sí o No.

Parecía que Sí, pero era que No.

Al parecer el Sí se lo estaban adornando en azúcar para que no le amargase demasiado la píldora de los acontecimientos. Mas la idea con la que su suegra le estaba retando le parecía tan fantástica que su cuerpo se negaba a marcharse sin antes escuchar con sus orejas la conclusión del argumento que le estaban fabricando.

“No me esperaba menos de , hijo -interrumpió el hilo de su pensamiento aquella madre dispuesta a defender a su hija con uñas y dientes-. Ahora demos otro paso hacia adelante. El Señor recoge tu reto. El Señor va a darte la prueba por la que suspiran tus huesos: Va a hacer que una Virgen conciba un hijo por obra y gracia del Espíritu Santo. ¿Recuerdas hijo la profecía? Yo sé que sí.

-Le dijo el profeta Isaías al rey Ajaz: Pide a Yavé tu Dios una señal en las profundidades del seol o arriba en lo alto.

-Y contestó Ajaz: No le pediré, no quiero tentar a Yavé.

-Entonces le dijo Isaías: Oye, pues, casa de David: ¿Os es poco todavía molestar a los hombres, que molestáis también a mi Dios? El Señor mismo os dará por eso la señal: He aquí que la virgen grávida da a luz, y le llamará Emmanuel”.

La Viuda detuvo su discurso y le clavó la mirada a José en el alma.

El Carpintero no daba todavía crédito a sus oídos. ¿Le estaban diciendo que la Señal se había producido? ¿Se había vuelto loca la Viuda o quería volverle loco a él?

Como si estuviera leyéndole el pensamiento la Viuda reabrió el tema.

“Hijo, tú te dices: Al grano, señora. Y yo te pido que no te impacientes. No estamos hablando de cosa baladí, está en juego la gloria del Eterno. Concédete paciencia. Si por correr demasiado rápido el atleta no ve las señales y se las salta y alcanza la meta por camino no señalizado, aunque de todos modos hubiera ganado de haber circulado por la pista oficial ¿le dará el jurado la corona de los laureles? ¿Verdad que no? En efecto hijo, ya tenemos al Eterno en movimiento, buscando a la Mujer, a la Virgen en cuyo seno tomará cuerpo su Señal. Yo te pregunto, ¿sobre qué bienaventurada hará reposar Dios su Brazo? ¿Sobre qué mujer única y especial entre todas las hijas de David extenderá el Altísimo el manto de su Gloria? ¿A cuál amará como se ama a la esposa única y adorada? Tú me dirás que ya puestos en el caso el propio Altísimo la engendrará y la predestinará desde el seno de sus padres para ser la Madre. Y te dirás bien. ¿O acaso Él no se adelanta al que pide engendrándole para hacerle esa petición? La Omnisciencia del Señor es la que mueve toda alma que respira ante su presencia. ¿No es su Espíritu la fuente que inspira cada palabra que le llega a su oído? Por supuesto que sí, hijo. El abre la boca del que pide: ¡Que una Virgen dé a luz sin la intervención del varón! El Señor se sonríe. Abre su boca y dice: Sea, voy a alucinaros a todos haciendo una obra que será recordada sempiternamente: El hijo de Eva nacerá de esa Virgen. Ya está hecho, hijo. Dime ahora, ¿de entre todas las mujeres qué mujer elegirá el Altísimo para ser esa Virgen bienaventurada?”

Por un momento José el Carpintero creyó que ya había oído todo lo que había venido buscando, pero la idea que su suegra le estaba poniendo sobre la mesa era tan alucinante que permaneció sin moverse.

¿Qué le estaba diciendo la Viuda, que su Prometida estaba en estado de gracia por obra y gracia del Espíritu Santo?

La madre de la Virgen no le dio tiempo a cavilar demasiado.

“Ponte en el caso, hijo. Dios anuncia cuál será la Señal en la que Él demostrará la Gloria de su Hijo delante de toda la creación entera. Desde el seno de sus padres Él forma a la pareja que llevará en sus brazos al Niño nacido de la Virgen. Pero ahora hay que superar un problema, hay que salvar un último obstáculo. Sí, hijo, el orgullo del macho. ¿Dejarás que el orgullo del macho te ciegue la inteligencia?”.

José comprendió por fin el argumento de su suegra.

“¿Me está diciendo, madre, que ha sucedido?”.

“No te precipites en tus conclusiones, hijo mío. Permíteme recapitular el camino recorrido hasta aquí. Mejor, contemplémoslo desde otro ángulo. ¿Qué dijo más tarde el Profeta hablando sobre el Niño que ha nacido de la Virgen?:

-Nos ha nacido un Niño, nos ha nacido un Hijo que tiene sobre los hombros la Soberanía, y será llamado Príncipe de la paz, maravilloso Consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno…”.

“¿Qué ha nacido, dice usted, madre?”. La interrumpió él. Por primera vez José el Carpintero se movió dejando traslucir agotamiento de paciencia. La madre de la Virgen retomó el ataque antes de perder la presa.

“No dejes que el orgullo del macho ciegue tu inteligencia, hijo. Pues si Él no engaña ni miente y cumple todas sus promesas, ¿qué diremos? ¿Qué los profetas de Israel fueron todos unos mentirosos e impostores? ¿Que con tal de glorificarse a sí mismos escribieron las Sagradas Escrituras sin más ánimo que recitar poesía? Tú me dirás. Espero tu respuesta”.

José el Carpintero siguió el hilo. Pensó que visto el tema así la Viuda tenía toda la razón del mundo. O su pueblo era una nación de impostores con una capacidad infinita para engañarse a sí mismos o ciertamente no habiendo nacido el Niño tenía que haber Nacimiento. Hasta aquí todo correcto. Lo que ya se le atragantaba en la garganta era la conclusión que le estaba poniendo por delante la madre de su esposa. Le estaba diciendo que la Virgen era su María. No se lo había dicho todavía con estas palabras, pero estaba claro que todo este discurso tenía por fin esta declaración final.

Lista como ella sola, inspirada por la fe, su suegra le cortó el pensamiento. Se diría que más que inspirada estaba divina. Le leía el pensamiento a más velocidad que él se lo leía a sí mismo. Aprovechando, la madre de la Virgen entró a saco.

“Mi hija, tu esposa, es la Elegida para concebir en su seno al Niño que había de nacer de Aquella Virgen de la que nos habló el Profeta. Tú, José, eres el Hombre”.

Por un momento fugaz José estuvo a punto de levantarse y cerrar aquella conversación inolvidable con un “ya basta”. Pero permaneció sentado. Su suegra continuó.

“Delante de ti, hijo, ha abierto Dios dos puertas. Estas dos puertas permanecerán abiertas delante de las generaciones que nos seguirán cuando tú y yo seamos un recuerdo en la memoria de los siglos. Una es la de la fe, la otra la de la incredulidad. Si eliges esta última actuarás como aquél que retó a su Dios y al descubrir que la Virgen elegida para demostrarle su Gloria era su propia mujer se rebeló contra Aquél a quien él mismo retó. Pero yo sé que tú no harás eso. Hijo mío, de la inmaculada inocencia de mi hija yo soy ante todos su testigo. Su ángel te sacará de las tinieblas de la duda que te embarga. La otra, hijo mío, es la puerta de la fe. El corazón me dice que tú elegirás ésta. Y que correrás en busca de la Madre del Mesías por el que nuestro pueblo ha estado esperando tantos milenios”.

Inexplicablemente en su lecho de muerte José el Carpintero se sonrió. ¿Hay muerte más hermosa que la de la criatura de Dios que se despide de este mundo con una sonrisa en los labios?

Bueno, ya todos sus sobrinos y su gente creían que de un momento a otro José cerraría los ojos para siempre cuando José se incorporó y les rogó a todos que salieran y le dejaran a solas con su mujer y su hijo. Idos, los tres solos, José respiró y comenzó a hablar.

“Mujer, mi boca ha permanecido sellada hasta este día por las razones que tú misma comprenderás al término de las cosas que ya nada me impiden poner en tu conocimiento y en el de tu Hijo.

Hijo, ¿qué le diré yo a mi Señor? Mi alma está ante mi Dios. Me voy al encuentro de mi Juez, ante quien deberé rendir cuentas de mi vida. Pero hay algo que debes conocer antes de salir yo de este mundo.

Tu Madre ya te ha hablado de sus titos abuelos, Isabel y Zacarías, a quienes tú no conociste y a quien tanto le debemos tu Madre y yo. Ten paciencia conmigo en esta última hora y recuerda mis palabras en tu Día.

¿Por dónde empezaré? ¿Cómo abrirte la puerta al conocimiento de los hombres y mujeres que pusieron sus vidas a los pies de su Dios para que tu Luz alborease sobre las tinieblas? Si no te he dado a conocer nunca los hechos que ahora te descubro fue pensando en tu bien. No me culpes por haberte tenido al margen de la historia de aquellos hombres y mujeres que vivieron sus días al filo de la navaja, pendientes sus cabezas de un hilo todos los días de sus vidas para que tu Venida se cumpliera. Tú sabrás, hijo, lo que deberás hacer cuando tu Padre Eterno pronuncie abierto tu Día”.

 

 

EL CORAZÓN DE MARÍA

 

 

 

 

Respóndete a tí mismo: ¿por qué los Apóstoles, teniendo a la Madre de Jesús entre Ellos, se limitaron a escribir exclusivamente sobre lo que vieron y oyeron en y del propio Jesús? ¿No les interesaba saber y comunicarles a los cristianos la Historia de sus padres y su casa, venciendo desde el principio las fábulas que sobre este tema se crearían después de idos Ellos? Efectivamente la Madre guardó en su Corazón ese Tesoro, y yéndose se llevó con Ella al Mundo del que vino su Hijo esta Historia. Por eso dice el Apóstol : ¿Quién subirá al Cielo?

Aquí tienes el Tesoro que María guardó en su Corazón, te maravillará esta Historia. No pierdas la ocasión de ver la VERDAD con los ojos del tuyo.

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