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LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO SEGUNDO “YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA” HISTORIA DE JESUS DE NAZARET
HISTORIA DE LOS ASMONEOS
6 Aristóbulo
I “el Loco”
Tras la muerte de Juan Hircano
I, hijo de Simón, el último de los Macabeos, le sucedió en el gobierno
de la Judea su hijo Aristóbulo I. En este capítulo la memoria del
pueblo israelí se pierde en el laberinto de sus propias fobias y
terrores a la verdad. Según algunos el hijo de Juan Hircano I no
acometió el asalto a la corona. Sencillamente la heredó de su padre.
Según la posición oficial,
la abominación que sentenció la ruina fue cometida contra el padre
por un hijo que debió superar la oposición enconada de su madre
y de sus propios hermanos. En definitiva, claro no hay nada, excepto
la necesidad de ir al encuentro de la realidad corriendo por la
pista de los hechos. Personalmente ignoro en qué medida esos hechos
son básicos para determinar la culpabilidad del padre en descargo
de la absolución del hijo.
Si Aristóbulo I se coronó
rey contra el testamento de su padre o si sólo se limitó a legitimar
una situación monárquica encubierta, con absoluta certeza nunca
lo sabremos, al menos hasta el día del juicio final.
El hecho es que Aristóbulo
I abrió la gloriosa crónica de su reinado sorprendiendo a extraños
y conocidos con el encarcelamiento de por vida de sus hermanos.
¿Motivos, razones, causas, excusas? Bueno, aquí entramos en el eterno
dilema respecto a lo que los actores de la Historia hicieron y lo
que a ellos les hubiera gustado que se escribiera. ¿Entramos en
discusión o lo dejamos para otro día? Quiero decir ¿qué motivo más
fuerte hay para alcanzar el Poder que la pasión por el Poder? Poder
absoluto, Poder total. La libertad del que está más allá del Bien
y del Mal, la gloria de quien se alza sobre las Leyes porque él
es la Ley. La Vida en un puño, en el otro la Muerte, a los pies
el pueblo. Ser como un dios ¡Ser un dios! La tentación maldita,
la pulpa de la fruta prohibida, ser como un dios, lejos del ojo
de la justicia, más allá del largo brazo de la ley. ¿No era astuto
el Diablo? Que aquella pasión por ser como un dios había descubierto
su naturaleza vírica, venenosa, cuando transformó un ángel en aquella
Serpiente madre de todos los demonios, “pues muy bien”, se contestó
Aristóbulo I, “esparciré generosamente mi veneno por toda la tierra,
empezando por mi casa”.
Horror, desilusión, llevadme
lejos de los sueños del Demonio. Despertadme, cielos, belleza, en
algún rincón del Paraíso.
En el fondo de un crimen
semejante, digno del discípulo más aventajado de Satanás, nosotros
tenemos que ver la terrible disputa entre madre e hijo, entre Aristóbulo
I “el loco” y sus hermanos hablando del tema de la transformación
de la República en Reino.
Los historiadores oficiales
judíos pasan por este asunto mirando para otro sitio. Haciéndolo
cometen un terrible delito contra sí mismos al crear en el lector
la impresión de que matar a la madre y a los hermanos era entre
los judíos el pan nuestro de cada día. No sé yo hasta qué punto
es ético, o tan sólo moralmente aceptable hacer recaer sobre los
hijos la sangre del crimen cometido por sus padres. ¿O acaso es
verdad que los hebreos solían comerse a sus madres un día sí y al
otro también?
Es un crimen contra el Espíritu
ocultar la verdad para imponer las propias mentiras. Si Aristóbulo
I mató a sus hermanos y a su madre crimen tan monstruoso debemos
entenderlo como consecuencia final de la lucha entre los sectores
republicanos y monárquicos, representados los primeros por los fariseos
y los segundos por los saduceos. Lucha que ganó Aristóbulo I contra
sus hermanos y le costó a su madre la vida por conspiración contra
la corona.
Desde nuestra cómoda posición
podemos aventurar esta teoría al caso. Parece evidente que si la
autoridad de aquella mujer no pudo imponer su juicio hubo de ser
porque chocó contra intereses más poderosos. ¿Y qué interés más poderoso
por el que jugarse la vida podía existir en Jerusalén que el control
del Templo?
De todos modos -dejando aparte
ahora las discusiones- Aristóbulo I dejó libre -como he dicho- a
uno de sus hermanos. Se dice que el muchacho fue un guerrero batallador
y valiente al que el juego de la guerra le encantaba, y allá que
no perdía tiempo en abrir el combate al grito de “viva Jerusalén”.
Digno pariente de Judas Macabeo, con cuyas historias el muchacho
se crió, el Príncipe Valiente arrastraba
a sus soldados a la victoria que nunca se le resistía, la propia
gloria de los héroes enamorada de sus huesos.
Digamos que, rota la Reconquista
pacífica de la Tierra Prometida por las guerras macabeas, Juan Hircano
I abrió un nuevo período al pasar por las armas a todos los habitantes
del Sur de Israel que no se convirtiesen al judaísmo. Mediante esta
política se anexionó La Idumea.
Le tocaba a Aristóbulo I,
su hijo, dirigir sus ejércitos contra el Norte. Jerusalén en plena
efervescencia antimonárquica por los hechos ya referidos -encarcelamiento
de los hermanos del rey y matanza de sus aliados republicanos- mientras
se dedicaba a controlar la situación Aristóbulo I le pasó la jefatura
militar a su hermano pequeño, que conquistó la Galilea. No todo
iba a ser malas noticias. La conquista de la Galilea levantó la
moral de unos judíos que no sabían si reírse por la victoria o llorar
por el fracaso que les suponía tener por rey un asesino de la peor
especie, un loco en toda regla.
Lo que vino después no se
lo esperaba nadie. O lo vieron venir y no pusieron ningún remedio
a su alcance. La cosa es que apenas empezaba el Príncipe Valiente
a mirar para otras partes donde encontrar fama y gloria cuando los
celos, y la mala conciencia que le tenía aprisionado por sus hechos,
arrastraron a su hermano Aristóbulo I a condenarle a muerte.
También en este caso Aristóbulo
I actuó siguiendo el ejemplo de los gentiles, aunque aplicado el
sistema a la mentalidad de Oriente. El Senado Romano impuso por
norma en el manual de los poderosos para quitarse de encima generales
demasiado victoriosos la retirada o la muerte. Sufrieron esta norma
los Escipiones y el propio Pompeyo Magno.
El último caso sería el de Julio César, que tan bien les saliera,
por supuesto.
Más sabio y santo que los
senadores imperiales el rey de los judíos no deshojó la margarita.
Sencillamente le envió a su hermano pequeño su decisión irrevocable
colgada del filo del hacha del verdugo.
La noticia del asesinato
del hermano pequeño por el hermano grande le cogió al Alejandro Janneo allá abajo, entre fríos de mazmorras y aullidos de
cárceles excavadas en los muros del infierno. Naturalmente la noticia
le heló la sangre. Pero hubiera podido el fluido vital recobrar
su calor de no haber doblado el frío ambiental la presencia en los
calabozos de su madre. Esta, la pobre, atravesada de aquella manera,
la pobre mujer perdió el juicio y con el resto sano que le quedó
se dejó morir de hambre.
Ver a la madre y a los propios
hermanos morírsete por culpa de un hermano no es lo que se entiende
por la mejor escuela para un rey. Pero esta fue la escuela para
reyes a la que asistió a la fuerza Alejandro Janneo,
el objeto de todos los odios del mundo judío tras la Matanza de
los Seis Mil.
La Lógica no tiene por qué
presentar sus pruebas en el tribunal de la Biohistoria.
Los argumentos biohistóricos se sobran
para entenderse y no necesitan de testigos. Pero si ni la una ni
la otra bastan para abrirse camino por la selva laberíntica en la
que los judíos perdieron su memoria, nada se le puede aconsejar
al que tiene apretado el gatillo, a no ser que acabe pronto con
la tragedia y se deje de reunir mirones antes de irse al infierno
con sus lamentaciones y sus elegías.
No hay más hechos que la
realidad desnuda y sencilla. Aristóbulo I sucedió a su padre Hircano
I. Inmediatamente ordenó la prisión a cadena perpetua de su hermano
Alejandro. También los hermanos y hermanas de Alejandro corrieron
la misma suerte. El único que se salvó de la matanza cainita fue
el benjamín de su madre. Esta yacía como muerta en algún calabozo
oscuro del Palacio de su hijo malvado cuando le bajaron por correas
anónimas el cadáver de su benjamín. La pobre cerró los ojos y se
dejó morir de hambre. Tales fueron los principios del reinado de
Aristóbulo I el Loco; tales los orígenes del próximo reinado de
su hermano Alejandro I.
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