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SALA DE LECTURA B.T.M. |
HAMMURABIYEL FIN DE SU DINASTÍAI.
ACONTECIMIENTOS
DEL REINADO DE HAMMURABI
Sexto de su
linaje, Hammurabi era el heredero de un reino establecido por un siglo de
sucesión pacífica, no perjudicado por grandes calamidades, pero apenas crecido
más allá de los límites que su antepasado Sumuabum se
había reservado en medio de la marea de invasores amorreos. En el equilibrio general
de debilidad, Babilonia había perdido su carácter advenedizo, pero había ganado
poco más que el reconocimiento como rasgo perdurable en un mundo de horizontes
cercanos. Ni siquiera la caída de Isin, a la que
había contribuido el predecesor de Hammurabi, se tradujo en un aumento aparente
del territorio o de la importancia de Babylon, ya que
todos los frutos fueron recogidos por Rim-Sin de
Larsa. Los cinco primeros reyes de Babilonia rara vez se aventuraron en el
extranjero, y sus fórmulas de fechas, que son prácticamente la única autoridad
para sus reinados, los muestran ocupados principalmente en la construcción
religiosa y defensiva, y en la limpieza de canales.
La extensión
del territorio controlado por los predecesores de Hammurabi queda definida únicamente
por los lugares en los que casualmente se han encontrado tablillas fechadas en
los reinados de estos reyes. Entre ellos destaca Sippar, representada bajo
todos los primeros reyes de Babilonia; después Dilbat y Kutha, a veces Kish, que
sin embargo en otras épocas era independiente. En los calendarios reales aparecen
como conquistas algunas ciudades más lejanas como Kazallu, Akuz, Kar-Shamash, Marad e Isin, después de su
caída. Nunca fue, antes del propio Hammurabi, más que una diócesis de unos
cincuenta kilómetros de radio en torno a la capital, e incluso ésta en modo
alguno estaba estrechamente compactada, sino sujeta a invasiones y erosiones en
todos sus límites. En el apogeo de su poder, este único rey lo había ampliado,
si no, como se suponía, a un “imperio mundial”, al menos a la extensión normal
de una unidad mesopotámica, pero esta combinación de habilidad y fortuna sólo
causó una impresión fugaz en las inestables condiciones de la época, y su
creación se desmoronó en manos de su hijo incluso más rápidamente de lo que
había brotado bajo las manos del padre. A partir de entonces, el reino se
redujo a su antigua estatura y perduró durante más de otro siglo bajo cuatro
reyes dentro de límites aún más estrechos que los que había defendido el
fundador.
Los
materiales dejados por el propio rey, o derivados de cualquier fuente
directamente relacionada con él, que puedan ser de utilidad para escribir la
historia de su reinado son escasos en extremo. Sus inscripciones oficiales son
escasas y formales, casi totalmente dedicadas a sus edificios. Mucho más
productivas son las fórmulas fechadas de su reinado, única autoridad inmediata
para sus actos políticos y bélicos dignos de mención. Las épocas posteriores,
que conocieron su nombre y conservaron al menos una consideración literaria por
sus leyes, sólo recordaban un episodio, transmitido en una crónica.
Según sus
fórmulas de datación, los pasajes bélicos se dividían en dos grupos, uno cerca
del principio y el mayor hacia el final de sus cuarenta y tres años de reinado.
Es posible que el primer grupo se refiera a operaciones no llevadas a cabo por
Hammurabi en cumplimiento de su propia política, sino a instancias de un
superior. Sin duda, la toma de Uruk e Isin, nombradas
en su séptimo año, puede considerarse como una reacción local contra Larsa,
pero la toma de Malgium, Rapiqum y Shalibi en sus años décimo y undécimo quizá no
fueran más que parcialmente obra suya, lograda como miembro de una coalición.
Un contrato escrito en la propia Babilonia, en el décimo año de Hammurabi,
asocia con él en el juramento a Shamshi-Adad, y esto
ha sido generalmente admitido para probar que estaba, al final de su primera
década, bajo el dominio de ese formidable asirio. La misma influencia puede
estar detrás de los ataques contra Rapiqum, pues este
oponente figura en las listas de tiempo tanto de Hammurabi como de Ibalpiel II de Eshnunna. Este
último la capturó en su noveno año, cuatro años después de la muerte de Shamshi-Adad, mientras que la victoria de Hammurabi se
logró en su undécimo año, y se sabe que Shamshi-Adad estaba vivo el año anterior. Falta el eslabón cronológico, pero debió de haber
dos asaltos separados a Rapiqum, y ambos podrían
remontarse a políticas seguidas bajo el liderazgo asirio o como reacción contra
éste. Si es correcto que Hammurabi en sus primeros años de gobierno actuó por
este impulso, la ruptura entre sus primeras guerras y las posteriores puede
explicarse en que pronto se vio libre de la necesidad de marchar a las órdenes
de otro, y después prefirió consolidar sus fuerzas antes de lanzarse a sus
conquistas.
Sea cual
fuere la causa, sus años entre el XI y el XIII estuvieron, según sus “nombres”,
dedicados a la construcción defensiva y religiosa y a la excavación de canales.
Ambas actividades pueden considerarse como un reclutamiento de fuerzas para su
tierra, pero la segunda de una forma más material, lo que queda reflejado en
una de las fechas anuales del propio rey que hace referencia al canal llamado “Hammurabi
es la abundancia del pueblo”. La excavación de este canal va significativamente
unida a una fortaleza erigida en la misma época. Estos años intermedios fueron
para la historia casi un espacio en blanco hasta tiempos recientes, cuando las
cartas encontradas en Mari han proporcionado muchas visiones interesantes del
futuro conquistador en su propia corte y, de forma aún más objetiva, tal y como
lo vieron los ojos de los enviados extranjeros, deseosos de anotar y transmitir
en los términos más francos sus impresiones sobre un rival real o presunto.
Tras la
muerte de Shamshi-Adad (suponiendo que esto ocurriera
poco después del décimo año de Hammurabi), la conexión entre Babilonia y Asiria
parece haber permanecido intacta durante algún tiempo, aunque es evidente que
el equilibrio de poder fue oscilando. Al menos una vez Hammurabi estuvo en
condiciones de ordenar o solicitar un refuerzo militar a Ishme-Dagan,
el nuevo rey de Asiria; la respuesta fue a regañadientes, y el destinatario se
quejó de este escaso apoyo. Ishme-Dagán, a pesar de
los lujosos elogios que su padre había derramado sobre él (aunque
principalmente para señalar una moraleja a su degenerado hermano), y a pesar de
sus cuarenta años de gobierno, no parece haber sido un personaje muy enérgico,
pues mantuvo relaciones tolerables con las tres grandes potencias, Babilonia, Eshnunna y Mari (a pesar de que Zimrilim expulsó a su hermano de esa ciudad), pareciendo con ello no proclamarse más que
uno de los pequeños gobernantes mantenidos en el equilibrio de rivales
acérrimos pero timoratos. Con el rey asirio las relaciones de Hammurabi fueron
distantes, hasta el último período de su actividad militar, cuando Ishme-Dagán fue probablemente el rey bajo el cual Hammurabi
estaba destinado a vencer y ocupar Asiria. Debe suponerse que su derrota no fue
tan completa como para provocar su abdicación.
Los años
centrales del reinado de Hammurabi muestran la misma condición de tregua
incómoda entre Babilonia y sus otros enemigos eventuales. Con Eshnunna hubo varios intercambios, generalmente hostiles,
pero a veces de un tipo que causó malestar a los enviados de Mari, que
vigilaban celosamente la escena política; a través de uno de estos enviados
Hammurabi envió un mensaje pidiendo ayuda cuando estaba a punto de atacar Rim-Sin, con la cooperación de Eshnunna.
Mientras las relaciones entre Hammurabi y Asiria permanecieron intactas, su
política hacia Eshnunna apenas varió, pues a lo largo
de estos años, y especialmente hacia su final, subsistió una estrecha alianza
entre Eshnunna y Asiria con apoyo militar mutuo, y
ambos compartieron finalmente el mismo derrocamiento. De los días posteriores a
esta batalla decisiva data una carta que hace referencia a los consejos dados a
Hammurabi por Zimrilim (casi al borde de su propia
ruina) instándole a asumir en persona el trono de Eshnunna o a designar a un candidato.
Los asuntos
más importantes sobre los que arrojan luz las cartas de Mari son los tratos de
Hammurabi con la propia Mari, y con Rim-Sin de Larsa,
en los periodos inicial y medio de su reinado. No siempre fue, como revelan las
cartas, un acérrimo oponente de Rim-Sin, pues de
hecho eran vecinos tan cercanos que la mera coexistencia durante treinta años
en sus respectivos tronos debió de requerir una multitud de contactos que no
podían ser del todo inamistosos. Lejos de esto, ambos se encuentran, antes de
su colisión, en excelentes términos y en posición de defensa mutua. Uno de los
enviados de Zimrilim a la corte de Babilonia escribe
para informar a su señor de su celo y éxito en su misión. Comienza con un
detalle calculado para mostrar la intimidad de su conocimiento de todo lo que
ocurre en Babilonia. Dos agentes de Hammurabi, escribe, que llevaban mucho
tiempo residiendo en Mashkan-shapir han llegado ahora
de vuelta a Babilonia. “Cuatro hombres de Larsa, montados en asnos, vinieron
con ellos; me enteré de sus asuntos, y éste es el mensaje con el que fueron
enviados”. Rim-Sin había escrito anteriormente a
Hammurabi proponiéndole que cada uno acudiera en ayuda del otro con su ejército
y sus barcos fluviales en caso de ataque a cualquiera de los dos. Pero ahora se
revelaba que Rim-Sin era un socio poco fiable, en
cuanto a los soldados sobre los que siempre me escribes, he oído [un informe]
de que el enemigo ha puesto su rostro hacia una tierra diferente, y por eso no
envié a mis soldados; no obstante, prosiguió, si el enemigo se vuelve de nuevo
contra cualquiera de nosotros, ayudémonos mutuamente. Extrañamente, las cartas
de Mari no han aportado ninguna prueba de contacto directo entre Mari y Larsa.
Mientras que
no hay cartas de Mari a Hammurabi mientras esa ciudad estaba bajo el gobierno
de Iasmakh-Adad, o más bien de su magistral padre a
través de él, no pasó mucho tiempo antes de que Zimrilim,
cuando llegó a sus manos, mantuviera una correspondencia frecuente con el rey
babilonio. No es posible fijar con exactitud el comienzo de este intercambio de
cartas y embajadas; el décimo año del reinado de Hammurabi es el límite más
temprano, pues Shamshi-Adad vivía entonces, y
transcurrió un número desconocido de años antes de su muerte y la posterior
expulsión de su hijo del trono usurpado de Mari. El límite posterior es, por
supuesto, el trigésimo tercer año de Hammurabi, el año de su derrota y
ocupación de Mari. Todas las referencias en las cartas, a Subartu, Eshnunna, a Rim-Sin y a Mankisum, que son fechables por referencia a las fórmulas
anuales de Hammurabi, sugieren los cuatro o cinco años anteriores a ese, y de
hecho no es probable que, en la política rápidamente cambiante de la época,
hubieran subsistido durante mucho tiempo las estrechas relaciones que las
cartas reflejan tan vívidamente. En esta época Zimrilim tenía varios corresponsales, por no llamarlos espías, en la corte babilónica,
igual que Hammurabi tenía los suyos en Mari, donde gozaban de la posición de
representantes conocidos, encargados de las negociaciones entre sus señores.
Utilizaban su posición, como los embajadores modernos, para informar libremente
sobre la situación militar y política que observaban allí, valiéndose de sus
propias relaciones personales con el rey, de las que se jactaban complacidos.
Los más
prominentes de estos embajadores eran dos hombres con los nombres confusamente
similares de Ibalpiel e Ibalel,
el primero de los cuales es interminable en sus afirmaciones de conocimiento
interno, en su mayor parte derivado, según dice, del propio Hammurabi; siempre
que algún asunto está en la mente del rey envía a Ibalpiel,
“entonces voy a él, dondequiera que esté, y cualquier asunto que ocupe al rey
me lo cuenta”. Cuando unos mensajeros fueron enviados a Hammurabi por su
homónimo el rey de Kurda, el astuto embajador los apartó en la puerta del
palacio antes de que fueran admitidos en audiencia, y así llegó a estar en
posesión de sus designios más íntimos. En otra ocasión recogió información
sobre movimientos estratégicos que Hammurabi no consideró oportuno comunicar. Ibalel informa del próximo conflicto entre Babilonia y
Larsa, y divulga su aparente duplicidad con Hammurabi sobre un asunto de
refuerzos, al reclamar ayuda militar para su señor. El tema habitual de estos
intercambios era la ayuda mutua mediante contingentes de tropas y barcazas.
Éstos operaban en ambas direcciones; a veces es Zimrilim quien solicita hasta 10.000 hombres de Babilonia, e incluso se habla de la
posibilidad de un refuerzo mayor. Por otro lado, Hammurabi reclamó y recibió
una ayuda similar de Mari, y una carta suya lo revela en alianza con Zimrilim esforzándose por levantar el sitio de un lugar
llamado Razama, contra las fuerzas de Elam y de Eshnunna. Una vez,
cuando los recursos de Mari eran insuficientes, obtuvo gracias a los buenos
oficios de Zimrilim un gran contingente de la lejana Iamkhad, la región de Alepo, cuyo advenimiento hizo que
Hammurabi expresara viva satisfacción con su “hermano”, ya fuera el rey de Iamkhad (otro Hammurabi) o el rey de Mari, a cuya
influencia se debía el beneficio. El número de tropas mencionado en las cartas
es sorprendente, y alcanza su punto álgido en la referencia posiblemente
exagerada de Zimrilim a 30.000 en una carta relativa
a asuntos militares.
La visión
general de la situación política y bélica en Babilonia y las tierras vecinas,
que tan brillantemente iluminan estas cartas, es la de una debilidad general. Shamshi-Adad ha muerto, y aunque Hammurabi está en ascenso
sigue luchando por la supremacía; a veces se encuentra en apuros, y
ocasionalmente en peligro mortal, como cuando tres forajidos estaban reuniendo
fuerzas en un lugar llamado Andarik con la intención
de dar un golpe de mano sobre la propia Babilonia. Mientras tanto, todas las “potencias”
se ven reducidas a la diplomacia, las demostraciones y las alianzas
improvisadas, no tanto para ganar la supremacía como para evitar el desastre a
manos de vecinos sólo momentáneamente más potentes que ellos. Hammurabi,
incluso en el umbral de sus victorias, no impresionó a sus contemporáneos como
un conquistador del mundo, ni siquiera como primus inter pares. La
prueba decisiva de ello es la ahora célebre carta de un tal Itur-Asdu,
otro emisario de Zimrilim, esta vez entre las tribus
seminómadas del Éufrates, cuyo franqueza descarnada hace estallar tanta
adulación y autoalabanza amontonadas sobre sus contemporáneos por sus propias
inscripciones y los panegíricos serviles de sus ciudadanos. Este hombre informó
a su señor de que había transmitido a los shaijs locales una invitación para reunirse en una regala ofrecida por Zimrilim, donde se iba a realizar un sacrificio a la diosa
Ishtar. Cuando se hubieron reunido en un lugar llamado Sharmanekh, Itur-Asdu les aconsejó lo siguiente: “No hay ningún
rey que sea poderoso por sí mismo. Diez o quince reyes siguen a Hammurabi, el
hombre de Babilonia, otros tantos a Rim-Sin de Larsa,
otros tantos a Ibalpiel de Eshnunna,
otros tantos a Amutpiel de Qatana,
y veinte a Yarimlim de Yamkhad”.
El objeto de esta exposición era sin duda pujar por la lealtad de los jefes
convenciéndoles de que Zimrilim estaba mejor situado
que otros para lograr el dominio, pero por mucho descuento que haya que
permitir por parcialidad, el hecho de que tal estimación pudiera darse sin
absurdo evidente es prueba suficiente de su exactitud sustancial. Ninguno de
los orgullosos rivales de Babilonia está valorado siquiera tan alto como un
lejano gobernante de Alepo, desconocido para la historia hasta hace poco más de
una década, gracias a las excavaciones en Mari y Alalakh.
Demasiado remoto, tal vez, para pujar de forma decisiva, ya que el centro de
influencia seguía estando en el sur, era sin embargo una barrera contra la
expansión desde allí más allá de cierto punto; no podía volver a existir el imperio
de un Sargón en los tiempos de Hammurabi.
Sin embargo,
esta balanza delicadamente equilibrada estaba destinada a inclinarse finalmente
a favor del rey de Babilonia. En su trigésimo primer año se registró la derrota
de aquel viejo rival Rim-Sin de Larsa, o más bien,
como se le llama en la proclamación de la victoria, rey de Emutbal,
el distrito elamita en el que se centraba el poder de Kudur-Mabuk y de sus dos hijos a los que convirtió sucesivamente en reyes de Larsa. De los
pasajes hostiles que condujeron a este enfrentamiento final apenas se sabe
nada, sólo se vislumbra a Hammurabi en vísperas de su empresa cuando envió a
Mari en busca de ayuda, revelándole que estaba a punto de atacar Rim-Sin con la cooperación de Eshnunna.
Como fruto de esta victoria cayeron en manos de Hammurabi todas las antiguas
ciudades del sur que hasta entonces habían obedecido a su rival, y éstas se
incluyen en el prólogo del código de leyes, figurando Hammurabi como benefactor
del dios que presidía cada una de ellas.
Se desprende
de las fórmulas de fecha de estos años, no menos que de dicho prólogo, que
Hammurabi era ahora plenamente consciente de haber sucedido a la “realeza”
tradicional de Sumer y Acad, ostentada por última vez por Isin,
de la que Larsa nunca había sido reconocido como sucesor legítimo, aunque los
escribas locales se habían vengado de esta negligencia endilgando un rey suyo
entre los antediluvianos. Las copias existentes de la lista de reyes sumerios
cesan con Isin, pero si encontrara continuadores bajo
Hammurabi no dejarían de aducir a Babilonia como la última heredera de aquella
antigua gloria. La fecha de treinta y tres años, además de registrar victorias
sobre Mari y Subartum muestra al rey organizando su
ahora completo imperio en el sur, donde un gran canal llamado “Hammurabi es la
abundancia del pueblo” suministraba agua a Nippur, Eridu, Ur,
Larsa, Uruk e Isin. Queda claramente implícito que
estos antiguos centros se encontraban en un estado de decadencia y
despoblación. Sin duda, los dos siglos de invasiones amorreas habían mermado
gravemente los recursos de la antigua “tierra”.
La fatal
disputa con Rim-Sin debió de surgir de repente, pues
la lucha fue precedida por campañas más distantes en el norte y el este en las
que el rey babilonio nunca se habría aventurado si hubiera creído que le
quedaba un enemigo en la retaguardia. Su vigésimo noveno año fue testigo de una
gran victoria sobre una coalición de enemigos a lo largo del Tigris. Las
potencias derrotadas fueron Elam, Asiria (Subartum), Gutium, Eshnunna y Malgium, y la fórmula triunfal revela, lo que la secuela
iba a establecer, que la victoria era todavía sólo defensiva, pues se jacta de
que Hammurabi “hizo estragos en [los adversarios] que habían alzado su poderío,
y [así] aseguró la fundación de Sumer y Acad”. Casi la misma lista de enemigos
vuelve a aparecer en la fórmula del año treinta y dos, cuando otra victoria
hizo al rey babilonio dueño de las orillas del Tigris hasta los límites de
Asiria. Dos enemigos obstinados, la propia Asiria con Eshnunna,
continuaron la lucha durante años aún más tardíos, y Asiria, al menos, nunca
fue sometida, aunque la fecha del año treinta y tres y el prólogo del Código
afirman el dominio en sus ciudades, pero el fin de Eshnunna se registró en el año treinta y ocho: fue arrasada por una vasta inundación
artificial, astutamente tramada por Hammurabi, que se enorgullecía de la
ingeniosa operación.
Con esta
excepción, los éxitos babilonios en el este y el norte fueron ganados a duras
penas y probablemente efímeros. Fueron celebrados no sólo en las fórmulas
fechadas, sino también en una estela que Hammurabi erigió en Ur tras capturar esa ciudad de manos de Rim-Sin.
En sus líneas, ahora fragmentarias, el rey proclamaba su victoria sobre Elam, Gutium, Subartum y Tukrish “cuyas montañas son lejanas, cuyas lenguas son
cangrejos”. Estos distritos “bárbaros” no aparecen en el prólogo del Código,
pues no tenían dioses ni templos que un gobernante babilonio pudiera reconocer
como dignos de su patrocinio. El último eco de estas lejanas campañas resuena
desde el año treinta y nueve, cuando “hirió en la cabeza a toda la masa de los
enemigos hasta la tierra de Subartum”. Gracias a
estos esfuerzos incesantes, el rey de Babilonia pudo avanzar e incluso retener
durante algunos años las orillas del Tigris hasta las ciudades asirias
inclusive. En el norte de Mesopotamia tal vez se descubrió un monumento suyo
cerca de Diyarbakr En cuanto al Éufrates, las cartas
Mari muestran que su conquista de esa ciudad debió de llevar su dominio hasta
el límite de su territorio, tal vez alrededor de la confluencia del río Balikh. Un dominio más amplio que éste nunca pudo haber
alcanzado.
II.
EL
GOBIERNO PERSONAL DE HAMMURABI
Hay que
admitir que los descubrimientos de los últimos años han perjudicado la
reputación de Hammurabi como dinastía, en el sentido de conquistador y fundador
de un imperio lejano. Ahora es evidente que durante la mayor parte de su
reinado no fue más que un aspirante en apuros, y que incluso su breve
supremacía estuvo mucho más estrechamente circunscrita de lo que una vez
supusieron estimaciones para las que, de hecho, nunca hubo pruebas. Su otra
fama fue la de hábil y asiduo administrador de su reino y, sobre todo, la de
legislador. Subsisten más de estas glorias, pero incluso ellas están atenuadas. Zimrilim de Mari era sin duda un hombre más indolente
y menos capaz, pero su correspondencia parece más extensa, su “oficina exterior”
mejor organizada y su atención a los detalles, especialmente en la supervisión
de su dependencia de Terqa, no menos cuidadosa que la
de su eventual conquistador. Un contemporáneo mayor, Shamshi-Adad de Asiria, gobernaba un imperio más amplio con un torrente de despachos a sus
hijos en sus provincias que mostraban una fortaleza de ánimo y una amplitud de
intereses que superan todo lo atestiguado por las cartas de Hammurabi. Sin
embargo, su número y alcance son suficientemente notables; hasta ahora se han
descubierto unas 150 cartas que llevan su nombre como escritor; ninguna de
ellas procede de excavaciones regulares como las cartas Mari, sino que todas
son supervivientes casuales de hallazgos fortuitos. Cabe esperar que el futuro
revele otras y quizá mejor atestiguadas en su contexto.
Las que ya
se conocen pertenecen a dos archivos que se distinguen por los nombres de los
destinatarios, Sin-iddinam y Shamash-khazir.
Ambos funcionarios reales residían en Larsa, y este hecho por sí solo, aparte
de la evidencia de otros lugares nombrados en las cartas, prueba que ambas
colecciones datan de los últimos años del reinado, tras la derrota de Rim-Sin en el año veintinueve. Los dos destinatarios no eran
sucesores en el cargo, pues hay pruebas internas de su contemporaneidad, sino
titulares de funciones diferentes. La de Shamash-khazir es la más fácil de definir, ya que la mayoría de las órdenes que se le dirigen
se refieren a la asignación de tierras a diversos servidores del rey, ya sea
como arrendatarios que pagan rentas o como poseedores feudales obligados al
servicio militar o civil. La mayoría de las cartas consisten en instrucciones
al agente para que asigne tierras en uno u otro de estos términos a personas
concretas, o para que ponga remedio a las causas de queja que se han presentado
ante el rey en relación con su administración. De las dos clases de
propietarios, el principal interés de los arrendatarios es su designación de issakkum, o 'lugarteniente, el antiguo título que
ostentaban los gobernantes de las ciudades de la época sumeria, que eran lugartenientes
de sus dioses; el declive en el estatus de este rango no deja de ser
instructivo en cuanto a la posición que ocupaban los antiguos gobernantes, que
se ven así considerados como agricultores de las posesiones divinas, de las
ciudades que los dioses poseían y arrendaban para su mejora a gestores humanos.
La clase más
numerosa de terratenientes eran aquellos que ocupaban sus campos únicamente en
consideración al servicio prestado, o a la renta pagada, al rey, yendo el
servicio indisolublemente unido al campo, de modo que cualquier otro que
entrara a disfrutar de ese pedazo de tierra asumía automáticamente el mismo
deber. Los titulares de estos feudos no eran sólo militares, sino una multitud
de oficios diversos, artesanos y jornaleros rurales, y a veces un grupo de
trabajadores de un mismo oficio compartía en común una finca mayor. Todos los
que debían recibir un campo recibían un certificado y, previa presentación de
éste, se delimitaba su posesión y se simbolizaba su asunción de la misma
mediante el acto de “clavar las estacas” que marcaban sus límites. Una vez en
posesión, el titular gozaba de una gran seguridad, sujeta al cumplimiento regular
de sus obligaciones, y habitualmente, al menos, el campo se consideraba
hereditario y podía ser asumido por un hijo, sobre el que recaía entonces la
obligación. Pero el poseedor no era libre de disponer de su parcela, ya que así
el servicio esencial ligado a ella podía correr peligro de ser descuidado por
el nuevo poseedor que no tuviera la capacidad de cumplirlo; esta reserva en la
libertad de disponer de una explotación feudal se encuentra en vigor en una
época posterior en la tierra de Arrapkha, donde dio
lugar a una ingeniosa ficción jurídica destinada a superar esta incapacidad.
La situación
de Sin-iddinam, destinatario de la otra colección de
cartas de Hammurabi, no está tan clara, pues el contenido de las misivas
dirigidas a él es mucho más variado. Abarcan, de hecho, casi todos los
departamentos de la administración, incluyendo el nombramiento de oficiales,
los asuntos militares, los negocios jurídicos, las finanzas, las obras
públicas, el comercio y la agricultura. Un representante al que se le confían
funciones tan variopintas no podía ser menos que un gobernador provincial, y
sin embargo hay poco en las cartas dirigidas a él que indique que empleaba a
subordinados responsables o que gozaba de mucha libertad de decisión. El
subordinado de mayor rango que cabe mencionar es un rabianum,
el resto son meros sirvientes como los girsequm o la clase de funcionarios menores llamados satammu,
y por lo demás jornaleros y pastores. Sin-iddinam era, al menos el superior de un sapir matim (quizás no más que un capataz superior) cuyos
obreros se le ordena unir a los suyos. Pero nada es más sorprendente en las
cartas, ya sea a Sin-iddinam o a Shamash-khazir,
que la constante negación que se les hace de toda iniciativa efectiva o incluso
de autoridad. Se ordena a Sin-iddinam que haga una
requisición de ropa para el ejército y, sin embargo, se envía a un auditor para
comprobar sus rebaños y manadas, se le reconviene continuamente sobre detalles
del reclutamiento e incluso oímos hablar de una “huelga” contra sus órdenes,
cuyos participantes no serán reclutados.
Shamash-khazir parece haber ocupado un
puesto aún más subordinado. No sólo se le trata como un mero ejecutor de
acuerdos y arrendamientos emanados del tribunal, y no más que un árbitro en
casos de posesión disputada (donde no puede ir más lejos que presidir un
tribunal para administrar el juramento), sino que las cartas que se le dirigen
están llenas de quejas detalladas de segunda mano contra sus medidas, y
generalmente se le dan órdenes bruscas de hacer lo que desean los quejosos.
Esto es tan frecuente que debe suponerse que los temas en disputa ya habían
sido resueltos judicialmente en Babilonia, pues no todas esas quejas podían ser
justificables. Pero el propósito de todas estas cartas oficiales es
curiosamente complaciente hacia los desconocidos que se muestran tan libres de
crítica contra las acciones de los agentes reales, y estos últimos parecen
recibir un trato extrañamente descortés, como si el rey se preocupara
principalmente de evitar culpas o problemas; la nota clave está en frases como “contentadle
inmediatamente”, “no dejéis que vuelva aquí y comparezca ante mí de nuevo”, “¿no
sabéis que no es un hombre al que se pueda menospreciar?”, “que no se queje”, o
una confesión tan desprovista de espíritu como “que no lleve la contraria al
palacio”. Hay incluso amenazas al agente si no da satisfacción: “tendré esto
como un rencor contra usted” y “como ha ido más allá del límite no será
perdonado”. Un superior, y algunos otros ministros, escriben también a Shamash-khazir, en términos que apenas difieren de los
utilizados por el propio rey, aunque se permite que les impregne un tono
ligeramente más colegial.
En general,
puede pensarse que las cartas de Hammurabi y sus ministros apenas dan la
impresión de una administración fuerte; lo que aparece es un sistema demasiado
absorbido por los detalles cotidianos, tristemente falto de un apoyo adecuado a
sus funcionarios y bastante indignamente tímido ante las críticas, incluso de
las partes interesadas. Esta excesiva complacencia se debe muy probablemente a
una inseguridad consciente del régimen; los oficiales a los que se dirigen
estaban recién instalados en un territorio conquistado, y el apaciguamiento de
los súbditos a cualquier precio es sin duda la política que suscita estas
frases incómodas. Aunque es cierto que la dependencia directa del placer real
es apenas menos marcada en la posición de Kibri-Dagan,
gobernador de Terqa, frente a su soberano Zimrilim de Mari, hay ciertamente en la correspondencia de
éstos menos del tono áspero de subordinación que en las cartas babilónicas.
Se ha
observado más arriba que el segundo pilar permanente de la fama de Hammurabi es
ese célebre “código” de leyes, cuya revelación le situó entre las más grandes
figuras de la historia antigua. Su logro sigue sin tener par, pero ya no carece
de comparación y desafío. La existencia de leyes sumerias se conocía desde
hacía mucho tiempo por la supervivencia de ejemplos (se atribuían a Lipit-Ishtar de Isin), y ahora se
ha recuperado una parte de su texto real, que tiene prólogo, corpus y epílogo
en la forma completa del código de Hammurabi. Aún más comparables, no sólo en
forma sino en contenido, y quizá incluso anteriores, son las leyes de Eshnunna. Éstas fueron escritas en acadio apenas
distinguible de la fraseología de Hammurabi, y se publicaron con un breve
preámbulo, y probablemente un epílogo, si se conservara el texto. En la parte
que ahora se conserva tratan de precios y tarifas, se ocupan mucho de la
valoración, especialmente de los daños sufridos, tienen algo que ver con los
asuntos familiares, el matrimonio y el divorcio, y tocan las ventas y el
depósito, la esclavitud y el robo. Incluso incluyen el uso de los mismos tres
términos “hombre”, “súbdito” y “esclavo”, que se consideran indicativos de una
triple división de la sociedad en el código babilónico. Aproximadamente en la
misma época en que se promulgaban estos diversos cuerpos de leyes, reinaba en
la tierra de Elam, más distante y supuestamente más
atrasada, un príncipe llamado Attakhushu, y también
se sabe que instaló en el mercado de su capital una “estela de la rectitud”,
evidentemente coronada por una imagen del dios sol, bajo la cual estaba
inscrita una lista (posiblemente ajustable) de precios “justos” para orientación
de todos los que acudían allí a comprar y vender. Esto no es todo, pues no sólo
existe un acto legislativo de tipo especial promulgado por Ammisaduqa,
el cuarto sucesor de Hammurabi, sino que ahora está claro que medidas similares
fueron puestas en marcha por toda una sucesión de reyes que reinaron no sólo en Isin, Larsa y Babilonia, sino también en otras
ciudades durante el periodo que se ha dado en llamar la “heptarquía”. Estas
medidas, adoptadas habitualmente al principio de un reinado, se referían
principalmente a la condonación de deudas y otras cargas. Más tarde en el
reinado, ciertamente de Hammurabi, probablemente de Lipit-Ishtar,
llegó la promulgación de códigos, promulgaciones de alcance más general pero
aún limitado. Puesto que desde hace tiempo se ha observado que no existen
pruebas de la aplicación real de las leyes de Hammurabi en los documentos de la
época, y no se apela a ellas (por no mencionar su omisión de tantos temas que
un verdadero código-ley tendría que incluir) ha sido difícil definir cuál era
el rango y la función precisos de esas colecciones entre las que la de
Hammurabi es la clásica. En su caso, al menos, algo debe permitirse para la
unidad de la práctica sobre un reino recién conquistado hasta entonces
gobernado bajo dispensaciones locales. El epílogo describe la alegría de un
litigante que acude al templo de su ciudad y lee el artículo que rige sus
derechos inscrito en un monumento público. Un propósito similar de impulsar la
buena administración podría explicar por qué el departamento del derecho
público regulado con más detalle es la condición en la que funcionarios y
soldados tenían sus campos, que se ha observado anteriormente como un tema tan
importante en las cartas de la cancillería real. Por otra parte, el escaso tratamiento,
o la total omisión, del derecho penal y de ciertos temas del derecho civil,
como la regulación de las compraventas y las sociedades, podría explicarse
suponiendo que éstos ya estaban regidos por una costumbre más uniforme.
Antes de
abandonar las acciones y el gobierno del propio Hammurabi para hacer un repaso
de la Babilonia bajo su mandato, no carecerá de interés ver lo que se puede
reunir ahora sobre la personalidad de un rey que dejó una huella tan marcada en
el desarrollo de su país e incluso en su tradición nativa. La historia oriental
antigua es notoriamente débil en el despliegue de la individualidad, y si no
existieran más documentos que los que llevan su nombre, Hammurabi apenas sería
más distinto que figuras aún mayores de su pasado como Sargón y Naram-Sin. En este particular, como en otros quizá de mayor
trascendencia, las cartas de Mari han resultado esclarecedoras. En ellas
encontramos al rey bajo la observación de forasteros, de ninguna manera siempre
favorablemente dispuesto, y perfectamente exento de la adulación que los
gobernantes se prodigaban a sí mismos y exigían a sus súbditos. Ya se ha
señalado el irreverente candor del discurso de Itur-Asdu a las tribus, y no hay nada más que se le acerque en franqueza; pero los
despachos de los agentes de Zimrilim en Babilonia
ofrecen al menos varios atisbos del ocupado y capaz administrador inmerso en
asuntos de guerra, diplomacia e incluso sociedad. Se le ve siempre prominente y
en control personal; no parece que se mencione a ningún ministro. Confiere con Rim-Sin, dicta despachos a los estados vecinos y lejanos,
inspecciona personalmente los refuerzos, decide la fuerza con la que enviará a
sus propios soldados al extranjero, escribe a un secretario de Zim-rilim cuando no obtiene respuesta del principal, se
mantiene en contacto con la política de Mari a través de dos confidentes
locales suyos, e incluso escribe una carta de presentación para un visitante.
En general, se le representa como una persona de fácil acceso, al menos para
aquellos con los que estaba dispuesto a hablar de negocios, y a éstos se
expresaba con tanta libertad que quizás se halagaban indebidamente al tener su
confianza. Pero podía mantener su propio consejo, y no se debía abusar de su
indulgencia; cierto embajador preguntó impúdicamente a un alto funcionario por
qué los enviados de Iamkhad habían sido utilizados
con envidioso honor y se les habían dado prendas de ceremonia, mientras que él
y sus compañeros habían sido “tratados como cerditos”. Al oír esto, Hammurabi
reprendió al petulante quejoso: “No haces más que crear problemas; concederé
vestimentas a quien me plazca”. Si tiene algún defecto en este cuadro podría
ser sólo la falta de esos toques interesantes que animan las labores públicas
de su aliado en Mari, que tan visiblemente se complacía en los lujos de la
arquitectura y el buen humor,3 y tan ardientemente coleccionaba leones4 para
sostener la persecución real.
III.
CONDICIONES
ECONÓMICAS
En las
páginas precedentes se ha intentado relatar los logros de Hammurabi, estimar su
importancia contemporánea e histórica y discernir algo de su carácter. Ha
llegado el momento de considerar el estado de la tierra y del pueblo bajo su
gobierno, y puede darse el primer lugar a las condiciones económicas tal como
se reflejan en las leyes y en los documentos privados que sobreviven de este
periodo en tal extensión y variedad. Un cierto número de las secciones del
Código está dedicado a regular el coste de la mano de obra y del transporte
mediante tarifas fijas, y este elemento es mucho más prominente en las leyes de Eshnunna, que fijan también los precios de algunos
productos básicos principales. Aún más significativa aunque menos explícita es
la inscripción ya señalada del príncipe elamita Attakhushu,
sobre ladrillos que originalmente sostenían (cabe suponer) una estela adornada
con una figura del dios Sol e inscrita con una lista de precios que debían
pagarse en ese mercado; “quien no entienda el precio justo, el dios Sol le
instruirá”. La práctica de la fijación de precios por decreto real no era, en
efecto, una novedad en este periodo de la antigua Babilonia. Mucho antes, las
reformas de Urukagina incluían una revisión
obligatoria de salarios y tasas. Con la estela de Attakhushu y las leyes de Eshnunna estas medidas parecen tomar
el aspecto de una política estatal regular. Este último documento comienza
(tras un preámbulo) con una lista de precios, tanto de grano, grasas, lana, sal
y cobre por un siclo de plata, seguida de una entrada especial para ciertas
grasas en términos de grano. Siguen tarifas de alquiler de carros, barcos,
asnos y jornaleros, que son especialmente instructivas ya que éstas han atraído
hacia sí leyes relativas a la negligencia y la indemnización. En general, puede
observarse que el elemento de valoración es particularmente fuerte en este
código recién revelado. De nuevo, es de una de las figuras prominentes de esta
época de donde emana la que hasta hace poco era la más antigua de las listas de
precios fijados, que se encuentra en una inscripción de edificio de Shamshi-Adad I. A la luz de lo que ahora se ve como una
práctica contemporánea frecuente, las tarifas baratas de Shamshi-Adad,
habitualmente descartadas como falsa propaganda, deben tomarse en serio, y su
escasa cuantía explicarse de otro modo.
De toda esta
fijación de precios unida a la legislación parece derivarse una conclusión
general, o al menos una conjetura, según la cual esta última puede haber sido
una consecuencia gradual de la primera. A partir de la colocación en un mercado
de una lista oficial de precios se desarrollaron tanto disputas sobre la
aplicación de éstos como demandas de valoración de bienes y servicios no
incluidos en las listas, así como cuestiones de tipo más general, hasta que el
sujeto, que primero se había acercado al dios justo para conocer de él el
precio debido de sus ventas y compras, acudió cada vez con más frecuencia para
averiguar sus derechos en todas las perplejidades de la vida: “Que el ciudadano
perjudicado que caiga en un pleito venga ante mi figura [como] rey de la
justicia: que se le lea lo escrito en mi monumento, que oiga mis preciosas
palabras y que mi monumento le exponga el artículo que rige sus derechos”. Tal
era la intención de Hammurabi anunciada en el epílogo de sus leyes.
Dentro de
los límites que abarca la emisión de las tarifas mencionadas, en diferentes
lugares y en diversas circunstancias, el nivel de los precios muestra grandes
variaciones. Una tablilla de Ur puede ser tachada de
atípica, por haber sido escrita bajo asedio, ya que indica un precio enormemente
superior a la media de la época, pero demuestra, por ejemplo, que en el
producto básico del grano el valor adquisitivo de un siclo de plata podía
oscilar entre las 10 sila medidas (unos 8’5
litros) en la Ur asediada y los 2 gur (60 veces más) bajo Shamshi-Adad. En Eshnunna, más o menos en la misma época, un siclo compraba
sólo 1 gur, y, aunque Hammurabi no fija ningún
precio para el grano, el equivalente contemporáneo, según los contratos, era de
unos dos tercios de un gur. Cualquiera que
haya sido la causa de estas divergencias eran obviamente tales que
proporcionaban otra razón para que los reyes que extendían sus fronteras
intentaran imponer la uniformidad en sus dominios. En el aspecto económico, al
igual que en el administrativo, el motivo de la promulgación de leyes en este
periodo no parece ser la reforma, sino la necesidad de forjar un gobierno único
a partir de elementos divergentes. Que tal diversidad se correspondiera en modo
alguno con la supuesta distinción de sumerios y acadios es muy improbable,
pues, como ya se ha observado, esta distinción era ahora irreal, pues el
verdadero contraste se daba desde hacía tiempo entre la población asentada y
urbana del sur de Babilonia y los inmigrantes más primitivos del noroeste.
El requisito
previo para la existencia de esa multitud de documentos comerciales y cartas,
tan característicos de esta época, es la amplia distribución de la propiedad
privada. A este respecto se suele pintar un contraste extremo con las antiguas
épocas de dominio sumerio, cuando la ciudad-dios, o el gobernante como su
agente, podía aparecer como el poseedor real de la mayoría de los recursos
materiales de la comunidad, ya fueran tierras o bienes muebles. Más
exactamente, en el periodo dinástico temprano estos recursos eran, según
nuestras pruebas, en gran parte propiedad de los templos, que empleaban a su
servicio y mantenían con su producción a gran parte de la población. Bajo la
Tercera Dinastía de Ur el énfasis se desplazó al rey
que, al asumir el dios, tendió a asumir también sus temporalidades, y ahora
administraba el conjunto a través de una laboriosa burocracia. Se ha señalado
en capítulos anteriores1 que es posible exagerar el contraste, minimizar
indebidamente el alcance de la propiedad privada bajo los sumerios y de la
propiedad del templo bajo los amorreos. Pero cuando se han hecho todas las
reservas sigue siendo evidente que la gran afluencia de miembros de las tribus del
Eufrates que transformó a toda la población del sur de Babilonia había alterado
considerablemente las condiciones sociales y económicas; tanto menos
completamente, en realidad, cuanto que la inmensa fuerza y prestigio de la
tradición sumeria había hecho cautivos en gran medida a los captores.
Bajo las
dinastías amorreas se encuentra, en cualquier caso, un crecimiento universal y
vigoroso del comercio privado. Las leyes incluyen, tal vez broten de ellas,
regulaciones económicas, y la economía de la vida privada queda
superabundantemente demostrada en acción por los “contratos de la antigua
Babilonia”, que son un legado escrito característico de este periodo. Incluyen
ventas de todo tipo de posesiones, desde cargos lucrativos hasta esclavos, y
una gran variedad de otras transacciones, intercambios y regalos, préstamos,
depósitos, arrendamientos, alquiler de personas y cosas, fianzas, sociedades, y
asuntos familiares como el matrimonio, el divorcio y la adopción. Otros
registran los procedimientos judiciales y las decisiones de los tribunales,
algunos regulados por las leyes subsistentes, otros aparentemente regidos sólo
por la costumbre, algunos incluso gestionados de forma distinta a la que ordena
la ley. En medio de toda esta libertad, sin embargo, subsistía no poco de la
antigua propiedad y derecho corporativos. Los templos seguían siendo grandes
terratenientes y órganos capitalistas, que no se limitaban a explotar sus
propios dominios con sus propios jornaleros y esclavos, sino que prestaban
grandes valores en dinero, maíz de siembra y ganado a comerciantes y
agricultores privados a tipos de interés que la importancia de sus operaciones
les permitía regular. Un desarrollo característico de esta época fue la
posesión privada de los beneficios del templo, es decir, de los sacerdocios y
sus emolumentos, por individuos, que comerciaban libremente con ellos y los
legaban a sus herederos; los dioses mercantiles no se ofendían por este
mercantilismo a su servicio, la casa de oración se convirtió en un mercado de
comerciantes sin reproche.
Además, el
propio Estado conservaba una gran parte del comercio. Según el lenguaje de la
época, esta autoridad se denomina “el palacio”, y las pruebas se refieren en
parte a su control sobre el tráfico de caravanas, realizado por los mercaderes
como agentes del Estado, pero sobre todo al comercio de pescado, una antigua
prerrogativa de los dioses como indican ciertas tradiciones históricas. Parece
ser que toda la pesca era realizada por tripulaciones de jornaleros amorreos
(es decir, inmigrantes) bajo sus propios capataces, encargados estos últimos de
vender el excedente de la captura a intermediarios, a través de los cuales
llegaba al público. Se recaudaba un impuesto en nombre del palacio en otros
productos básicos como la lana, los dátiles y las verduras. Más allá de los
tratos dudosos, tal vez monopolios, como éstos constituían una parte de los
ingresos del Estado, que se completaban con los productos de los dominios
reales y la valiosa proporción de la cosecha de dátiles (hasta la mitad o dos
tercios) que los explotadores de los palmerales pertenecientes a la Corona
debían ingresar en el Tesoro. Los ganaderos y los pastores estaban sujetos a
los mismos derechos, y los animales que criaban eran propiedad del Estado,
disfrutando los guardianes sólo de una parte del aumento. Este no era ni mucho
menos el fin de los emolumentos del rey, pues ciertamente existía algún
gravamen sobre los negocios privados; las leyes de Eshnunna permiten al palacio intervenir en los asuntos familiares, y en la Asiria
posterior, al menos, tenía derecho a una parte de las herencias. En sus cartas
se puede ver a Hammurabi vigilando cuidadosamente la recaudación de sus rentas
y derechos, y cuando se vio obligado a decretar un mes intercalar se apresuró a
añadir que a efectos de ingresos se consideraría que el mes siguiente se
produciría en el orden normal; los deudores no debían beneficiarse de un mes de
moratoria.
Con mucho,
la mayoría de todas las transacciones reguladas por los contratos de la antigua
Babilonia son de carácter puramente local, tratos entre personas que viven en
la misma ciudad o a no mucha distancia. Sin embargo, Babilonia era pobre en
recursos naturales y necesitaba constantemente importaciones para mantener su
vida civilizada, plata y cobre de Asia Menor, estaño que llegaba a través de
Asiria, madera de las montañas sirias y otras regiones boscosas, y esclavos de
la parte alta del Éufrates, que se llamaban Subarianos y eran especialmente valorados por la cualidad de ser “brillantes”, lo que
dudosamente se supone que indicaba una tez clara. Estas importaciones se
pagaban mediante el intercambio de productos agrícolas y artículos de industria
babilónicos, aunque el comercio de esclavos operaba en una sola dirección, ya
que la ley prohibía la venta de babilonios nativos para esclavizarlos en el
extranjero. Tales intercambios eran llevados a cabo por comerciantes
ambulantes, que conducían caravanas a tierras lejanas
Tanto de las
leyes como de los contratos y las cartas se puede aprender mucho sobre los
arreglos comerciales para este tráfico, y algo de su organización. Su base era
la relación entre un mercader y un “viajero comercial”, no en el sentido
moderno de aquel que sale a buscar pedidos para su principal, sino el
comerciante real que conducía capitales o mercancías al extranjero para emplear
los primeros o vender los segundos con un beneficio. Así, el comerciante
confiaba a su representante una suma en plata o una cantidad de grano, lana o
aceite, y éste salía con ello y, además, una pequeña cantidad de dinero o
artículos de primera necesidad para asegurar su manutención y los gastos de su viaje;
esta subvención no estaba sujeta a intereses, aunque debía ser reembolsada al
regreso del viajero. En cuanto al capital con el que se aventuraba, el viajero
debía llevar una contabilidad exacta de su gestión. Su primera obligación era
reembolsar al mercader el capital original que le había prestado y, además, la
prima de viaje. Si la empresa había sido un éxito y había un beneficio, éste
debía dividirse entre el viajero y el mercader, pero la ley no fijaba la
proporción, que sin duda estaba regulada por los tratos individuales. El
viajero tenía todos los incentivos para la diligencia por encima de la
esperanza de ganancia, ya que si no obtenía beneficios debía, no obstante,
reembolsar al mercader el doble del valor prestado. Pero el agente sin suerte quedaba
excusado de esto si su fracaso se debía a un accidente, en cuyo caso sólo debía
hacer una simple reparación, y si había perdido la mercancía en un ataque de
enemigos en el extranjero quedaba libre de toda responsabilidad a condición de
prestar juramento a este efecto. Otras disposiciones de la ley castigaban los
intentos de fraude entre las partes, abuso que también se veía obstaculizado
por la necesidad de ajustar las cuentas ante un auditor. Las caravanas se
componían ciertamente, en tierra, de asnos, mulas o incluso carretas tiradas
por bueyes, pero los cargamentos más grandes se enviaban río arriba en barco, y
las tarifas para el alquiler de todos estos tipos de transporte y sus
conductores, así como las reglas de navegación, con sanciones, destacan en las
leyes tanto de Babilonia como de Eshnunna. El coste
de tales expediciones era, en consecuencia, elevado, y se veía enormemente
engrosado por las tasas locales y extranjeras, las oficiales góticas y las
exigidas, entonces como siempre, por los potentados o bandidos por cuyo
territorio tenían que pasar los mercaderes. En las cartas de Amarna, algo
posteriores, se encuentra a un rey de Asiria quejándose de que el coste de una
misión oficial al lejano Egipto era tan grande que la modesta subvención en oro
así obtenida no cubría los gastos de regreso de los enviados. A pesar de ello,
hay que suponer que la empresa privada era más productiva, pues la norma de la
ley de Hammurabi según la cual el agente que regresaba sin éxito debía devolver
el doble de lo que había recibido da una idea del nivel de ganancia que
normalmente se esperaba.
Significativo
del efecto social más amplio del cambio de una economía centralizada a un
sistema más laxo de comercio privado y propiedad individual es un acto
recurrente que llegó a ser automáticamente el primero en cada nuevo reinado: la
emisión de un decreto de “justicia” (misarum),
como se le llamaba. Aunque no se trata de una novedad, pues su uso se remonta a
los reinos de Isin y Larsa, y ya puede rastrearse en
las reformas de Urukagina, no fue hasta Hammurabi
cuando se convirtió en algo regular. Por fortuna, se han conservado grandes
partes de este edicto tal y como fue promulgado por Ammi-saduqa,
el cuarto sucesor de Hammurabi. De él se desprende claramente que el objetivo
principal de estas medidas recurrentes era aliviar la carga del endeudamiento,
tanto del Estado como de los particulares, acumulado durante el reinado
precedente. Los beneficiarios no eran esclavos sino hombres libres, aunque la libertad
restaurada pudo incluir a deudores en régimen de servidumbre por impago. Toda
la población participaba de estos socorros, tanto acadios como amorreos, los
habitantes originarios y los inmigrantes posteriores procedentes del oeste. Se
tenía más en cuenta a ciertas clases o a ciertos distritos que, quizá por
razones temporales, se consideraba que sufrían penurias especiales. Los reyes
que, más tarde en sus reinados, promulgaron códigos de leyes parecen haberse
inspirado en el ideal de extender a ámbitos más amplios la reforma de la
fiscalidad y de la deuda privada que emprendieron al principio de sus reinados.
Pero aunque las condonaciones de deudas fueron efectivas, no está nada claro
que las leyes fueran aplicadas por los tribunales o muy observadas en la vida comunal.
Que el inicio de cada reinado se enfrentara así (como parece) a un
empobrecimiento generalizado sugiere que un continuo desajuste económico
persiguió toda la época de relajación que siguió a la férrea burocracia de la
Tercera Dinastía de Ur.
IV.
CONDICIONES
SOCIALES
En la
sociedad del sur de Babilonia bajo Hammurabi, el rasgo más destacado es sin
duda la célebre distinción trazada por el Código entre tres clases de
habitantes, el 'hombre' (awilum), el 'súbdito'
(muskenum) y el 'esclavo' (wardum).
Estos significados literales de los términos primero y tercero son
indiscutibles, pero el sentido jurídico y social en el que debe entenderse
'hombre' depende mucho del significado de muskenum,
una palabra que ha sobrevivido a los siglos y aún vive, por descendencia a
través de las lenguas semíticas posteriores, en el italiano y el francés
modernos con el sentido de “mezquino”. Este sentido existía ciertamente cuando
la palabra fue utilizada por Darío como correlativo de kabtu,
el hombre poderoso e importante, y denotaba así a los pobres y necesitados,
objeto tradicional de la justicia real, que debían ser protegidos del opresor.
Es evidente que el mismo contraste general inspira ya la distinción en la época
de la antigua Babilonia, a pesar de la gran dificultad que se ha encontrado, a
lo largo de una larga y aún inconclusa discusión, para fijar grados de estima
social o de riqueza a las dos clases de hombres libres. ¿Cómo se distinguían
estrictamente estas clases en la sociedad contemporánea, y sobre qué base? Si
la calificación era por la propiedad, ¿qué clase o qué cantidad de ésta
convertía a un awilum? A estas preguntas ni
las leyes ni los documentos privados aportan respuesta alguna, ni existe la
menor prueba de que el nacimiento desempeñara papel alguno en la distinción.
Parece posible, por tanto, que el Código en este asunto como en otros que se
han observado pretenda establecer reglas que no se aplicaban en la práctica
ordinaria; la diferencia del awilum y el muskenum era de estimación social más que de
constatación estrictamente fáctica, aunque sin duda descansaba en última
instancia en la riqueza. Esta organización tripartita de la sociedad está, sin
embargo, tan lejos de ser artificial que parece tener una notable persistencia
a lo largo de la historia. El ejemplo más cercano en el tiempo y en el lugar lo
ofrecen Asiria y las regiones noroccidentales hacia mediados del segundo
milenio, cuando diversos documentos revelan la existencia de una clase media de
hombres llamados hupsu que ocupaban un puesto
quizá no totalmente libre, ciertamente sujeto a imposiciones como el servicio
obligatorio, y dedicados a oficios mecánicos. A mayor distancia es posible
observar algo parecido a la misma organización en clases dependientes de la
riqueza entre los romanos, y posteriormente bajo los reyes merovingios y
anglosajones en la temprana Edad Media de Europa.
Si el Código
presenta una imagen un tanto artificial de la vida en los días de Hammurabi, no
puede aducirse la misma objeción contra la multitud de cartas oficiales y
privadas que son características de este periodo. Cualquiera que sea su origen,
éstas son, como lo serían en cualquier época, una prueba inigualable de las
condiciones sociales de la tierra, siendo en su mayor parte efusiones no estudiadas
de la mente nacional, preocupadas por los intereses cotidianos de personas muy
corrientes y expresadas en un lenguaje que, en efecto, no difiere notablemente
de las composiciones formales, sino que está libre de constricciones
literarias, aunque sujeto a algunas convenciones de forma. Las más destacadas
son las frases introductorias, que apenas difieren, que comienzan “a X decir, así Y...”; se parte de una sociedad en la que la alfabetización
estaba confinada a una clase profesional de escribas que “decían”, es decir,
leían en voz alta al destinatario la tablilla dirigida a él. Tan anticuado era
este exordio que los sumerios llamaban a una carta “decir-a-ellos”, y las
cartas se inscribían comúnmente a varios o se leían en voz alta en un consejo.
Esta fórmula suele ir seguida de un saludo convencional “que Shamash y Marduk (u otros dioses) te guarden bien”, una
frase apenas menos perfunctoria que nuestro “querido señor”, y no más exclusiva
de una secuela menos agradable. Los reyes, sin embargo, no honraban a sus
inferiores ni siquiera con esto, sino que pasaban inmediatamente a las órdenes
que tenían que transmitir. Nadie más se sentía justificado para omitir el
saludo, a menos que se hiciera deliberadamente, como ocurría ocasionalmente,
por corresponsales muy iracundos, y a veces esta bendición se dilataba, bien
por afecto genuino, como cuando un amante escribe solícitamente a su señora, o
por seducción, como cuando cierto Marduk-nasir se
dirige a una mujer como su “hermana” y la colma con ocho líneas de bendiciones
y palabras hermosas; pero el pícaro le debía el saldo de una deuda, y su larga
epístola está llena de excusas poco convincentes y súplicas de mala suerte. A
diferencia de nuestras cartas, no había fórmula de conclusión. Probablemente
era costumbre general encerrar las cartas en sobres de arcilla; la mayoría se
encuentran abiertas, pero así permanecerían naturalmente tras su lectura. Se
han encontrado algunos sobres que sólo llevan el nombre del destinatario, pero
para las cartas oficiales se utilizaba una cubierta y un sello, y a menudo se
ordenaba al receptor que actuara de inmediato “en cuanto veas (o, escuches)
esta tablilla”.
Los asuntos
militares ocupan un lugar tan importante en las cartas como en las leyes. No
son pocas las referencias a las fortunas de hombres particulares en servicio, o
en tratos con el ejército. Un hombre escribe a un amigo de negocios una
petición de cinco siclos para compensar una multa impuesta al escritor por un
tribunal militar, y otro envía noticias de un desertor. En otro lugar se
recuerda que la propiedad de un soldado en servicio debe mantenerse libre de
toda reclamación privada, tal y como ordena la ley. Además, se ha relatado más
arriba que una de las ramas más importantes de la administración, a la que se dedica
todo un archivo de cartas, era la asignación de tierras a hombres capaces de
poseerlas bajo una especie de tenencia feudal en consideración al servicio en
el ejército. Aparte de estos recursos permanentes, está claro que se reclutaba
a los soldados, como se reunía a los obreros para las obras públicas, mediante
una leva basada en un censo de la fuerza de trabajo de todo un distrito,
tomándose tantos como fueran necesarios. Esta medida opresiva era odiada y
evadida por la población entonces como en cualquier otra época, y se aplicaba
con la misma severidad; en una de las cartas Mari se ordenaba a un oficial de
leva que había traído pocos reclutas que cortara la cabeza a un recalcitrante y
la exhibiera por los pueblos, con las amenazas oportunas. No se sabe mucho
sobre la organización de los ejércitos así levantados; estaban, necesariamente,
divididos en compañías, y se oye hablar de oficiales de diversos grados. Una
lista perteneciente a la Tercera Dinastía de Ur distingue tres rangos en la guarnición de la ciudad, y parece que los soldados
superiores iban acompañados de sirvientes. Del mismo modo, en las cartas se
encuentran como componentes del ejército “hijos de caballeros” y “hombres
pobres” o “robustos soldados”, pero los primeros no eran ipso facto oficiales,
ya que se encuentra una fuerza constituida por igual número de cada uno, aunque
se les prometía alojamiento superior en el palacio, mientras que los de clase
más baja debían ser acantonados en la ciudad. Entre estos últimos se
encontraba, naturalmente, incluso un elemento criminal. Tal vez en las ciudades
y aldeas de Babilonia no hubiera tanta dificultad en el reclutamiento como
entre los pueblos menos asentados, ya fuera para operaciones militares o
civiles, pero siempre las levas eran soldados presionados y reacios, prestos
cómplices de cualquier malcontento, a menos que les poseyera la aptitud
contraria, cuando eran todo celo y altos espíritus, sin otro pensamiento que la
victoria.
Ya se ha
observado que las fuerzas reunidas eran de una fuerza muy considerable. Incluso
si consideramos los 30.000 de Zimrilim como una
exageración, seguimos encontrando que Shamshi-Adad,
un organizador sobrio y capaz, cuenta con 20.000 como fuerza en la que su hijo
podía confiar en tener bajo su mando; ésta debía estar compuesta por varios
contingentes. No hay información sobre la forma en que esas fuerzas se
enfrentaban en campo abierto, pero se oye mucho, en las cartas y en otros
lugares, sobre la toma de ciudades. Los asedios se llevaban a cabo mediante
obras de aproximación, de las que ésta era la época clásica. Éstas incluían el
aporreo de brechas a través de las murallas y la construcción de torres para
comandar las defensas; pero el esfuerzo principal consistía en amontonar una
gran rampa inclinada de tierra, que se llevaba gradualmente hacia delante y
hacia arriba hasta que tocaba e igualaba la altura de la muralla de la ciudad,
cuando el gran asalto irrumpía por su ladera y se encontraba con los defensores
al nivel de sus propias almenas. Por lo general, los asediadores podían contar
con el éxito, como consta en las cartas de Shamshi-Adad y de su hijo mayor, de cuya confianza se haría eco un profeta hebreo: “se
burlarán de toda fortaleza, pues amontonarán polvo y la tomarán”. Pero el
trabajo y los peligros de la construcción fueron precedidos por los cálculos
exactos de los ingenieros, muestras de los cuales se conservan en una colección
de problemas matemáticos para uso de las escuelas. “Con un volumen de 3 bur de tierra”, comienza uno, “capturaré la ciudad
hostil a Marduk”. Luego siguen los datos y la pregunta: “desde la base de la
tierra he recorrido 32, la altura de la tierra era de 36. ¿Qué distancia en
longitud debo recorrer para capturar la ciudad?”. Otros problemas, tras
proporcionar diversos datos, plantean las preguntas “¿cuál es la altura del
muro?” o “¿cuál es el volumen de la
tierra?” y “¿qué longitud puede construir cada hombre?”.
Esta ciencia
auténtica y completamente factual ofrece un fuerte contraste con otro método de
cálculo que tuvo una importancia destacada en la guerra babilónica, y que sin
duda se consideraba aún más fiable, a saber, la consulta de los presagios,
especialmente en las entrañas de las víctimas sacrificadas. Hay repetidas
alusiones en las cartas de Mari a la toma de presagios por reyes y generales, a
que los planes y las marchas se dirigían obedeciéndolos, y al alto cargo o
incluso mando confiado al “vidente” del ejército. Las academias militares
babilónicas pueden imaginarse, sin extravagancias, divididas en las facultades
de matemáticas aplicadas y de adivinación, y el general en campaña podía dudar
si cronometrar su operación calculando la masa de su rampa y el número de sus
manos o escrutando meticulosamente las manchas del hígado de una oveja. Y
muchos siglos después, en una tierra vecina, la marcha de los Diez Mil seguía
estando determinada, en sucesivos momentos de peligro, por esta persistente y
poderosa superstición.
La
agricultura, a la vez pilar y dependiente del poder militar, era llevada a cabo
en esta época por campesinos individuales que trabajaban sus propias tierras o
lotes del dominio real que les eran repartidos como soldados o sirvientes en
consideración a sus deberes, como ya se ha descrito. Estos hombres contaban con
la ayuda de sus familias o de sus propios esclavos, pero también con mano de
obra contratada. Tal ayuda era especialmente requerida en la cosecha, y muchas
escrituras privadas se refieren a la provisión de manos extras para esta
necesidad transitoria. Los trabajadores podían ser esclavos o libres, deudores
o prisioneros de guerra. Si eran siervos eran contratados de sus amos, pero los
hombres libres disponían de ellos mismos, siendo la fórmula en ese caso “A ha
contratado a B de sí mismo”. Existe también una forma de documento en el que
una parte aparece como receptora de otra de una suma determinada por los
cosechadores que contrata. Estos jornaleros trabajaban en cuadrillas a las
órdenes de un capataz que hacía los arreglos para ellos y probablemente cobraba
toda su paga, pero los capataces mismos estaban a menudo sujetos a un alto
funcionario de rango militar llamado wakil Amurri, supervisor de los amorreos, y esto apunta a que
la composición general de las cuadrillas era mayoritariamente de inmigrantes.
El elemento más importante para cultivar el suelo de un país seco era la
irrigación; las grandes arterias de agua eran proporcionadas y mantenidas por
el piadoso cuidado de los reyes, y esta función principal no había sido
descuidada en absoluto por los predecesores de Hammurabi, los reyes de Isin y Larsa, en cuyas cronologías abundan las conmemoraciones
de tales obras. Sin embargo, existen pruebas de que muchas de las antiguas
ciudades sobre las que se extendía entonces el dominio de Larsa se encontraban
en estado de decadencia en el momento de la conquista de Hammurabi, y sólo dos
años después de ésta, el vencedor, en su trigésimo tercer año, emprendió una
vasta obra, el canal llamado “Hammurabi es la abundancia del pueblo”, con el
fin de abastecer de agua a Nippur, Eridu, Ur, Larsa,
Uruk e Isin. De tales vías fluviales principales se
ramificaban multitud de vetas que disminuían en anchura hasta reducirse a las
acequias y canales que abastecían los campos de los particulares. Los derechos
sobre el agua, aunque cuidadosamente especificados en los contratos, eran una
fuente perpetua de quejas y disputas entre los campesinos, y éstas eran
adjudicadas in situ por gobernadores subordinados como Sin-iddinam y Shamash-khazir, los
corresponsales de Hammurabi; pero, como se ha observado antes, sus decisiones
estaban lejos de tener un peso decisivo, y los súbditos descontentos escribían
o informaban continuamente al rey y éste ordenaba a su representante que tomara
conocimiento de sus quejas. Los mismos gobernadores tenían el deber de
encargarse de la reparación y el mantenimiento de las vías navegables
subsidiarias, y recibían órdenes a tal efecto de sus señores.
Para las
obras públicas de este tipo se imponía una exacción general de mano de obra
local, a menos que fueran de un tipo lo suficientemente pequeño como para ser
realizadas por los propietarios y la población ribereños. A Sin-iddinam se le ordena que haga salir a sus obreros y que
reúna con ellos a los hombres de un comandante subordinado, y que tenga cuidado
de que no incluyan a ningún hombre viejo e incapaz, sino sólo a trabajadores
fuertes. Las cartas de Kibri-Dagan, el gobernador de Terqa bajo Zimrilim, que forman
parte de los archivos de Mari, revelan más sobre este tema. Éstas dan una
imagen sorprendente de los males que afectaban a los canales cuando se
descuidaban durante un tiempo, y de las obras públicas de diversa índole que
eran necesarias para su buen funcionamiento. No sólo la excavación de los
cursos de agua que se habían encenagado, sino también las reparaciones de
presas, diques y embalses, y las medidas para contener los efectos de una
inundación cuando el canal se había desbordado, eran tareas que incumbían a la
autoridad local, y que realizaba el gobernador con una plantilla de personal
cualificado, y la mano de obra que se pudiera impresionar en cada emergencia.
Los operarios se desplazaban a veces de la misma manera que los soldados, según
las necesidades; y de hecho el lenguaje de la época no hacía distinción, al
hablar de los trabajadores, si sus tareas debían ser militares o civiles.
Una visión
muy interesante de los métodos reales de la agricultura en esta época nos la da
un tratado sumerio sobre las operaciones de la agricultura que, aunque con un
ropaje religioso (como las instrucciones de un dios), y aunque probablemente
obra de un “experto” escriba más que de un campesino real, sigue con
considerable detalle los “trabajos y días” del año del agricultor. Combinado
con la información conservada en otra obra gramatical mejor conocida, y con los
resúmenes de los contratos, este notable espécimen de literatura científica
(tan característico de la época) no sólo ofrece con mucho la descripción más
antigua, sino también la más fáctica, de la cría de cultivos alimenticios en la
antigüedad. Si todo su contenido fuera plenamente inteligible, su adhesión a la
buena práctica sería sin duda más manifiesta.
Los
documentos privados y, lo que es más sorprendente, los códigos de leyes tienen
poco que decir de los delitos penales, las pruebas del procedimiento judicial
se refieren casi por completo a las acciones civiles. Puede observarse que las
penas establecidas para las transgresiones contra conciudadanos eran infligidas
por una autoridad pública, como exigía la severidad de éstas, lo que en sí
mismo parece marcar la intrusión del "estado" en la retribución de
agravios que antes se ajustaban mediante compensación privada. Puesto que las
leyes tanto de Hammurabi como de Eshnunna indican la
pena capital incluso para los delitos más leves, cabe suponer que la muerte era
la condena del asesino, aunque esto no se indica expresamente en ninguna parte,
y puede que aún se dejara, para infligirla o agravarla, a la familia de la
víctima. La exacción de ojo por ojo y diente por diente fue prescrita por
Hammurabi tanto como castigo equivalente como simbólico; no sólo si un hombre
había roto el hueso de otro se le rompía el suyo propio en desquite, sino que
se le cortaba la mano a un hijo impío que hubiera golpeado a su padre. El
verdugo se mantenía ocupado con un trabajo más espeluznante, pues tenía que infligir
muertes salvajes a otros ahogándolos, quemándolos vivos e incluso empalándolos,
no siempre para vengar el hecho de infligir o compadecer la muerte, sino por
infracciones tales como robos, ventas ilícitas o incluso construcciones
descuidadas. Entre las penas menos severas, o reputadas como tales, estaban la
reducción a la esclavitud y la flagelación, esta última infligida con un látigo
de piel de buey en la asamblea pública por agresión a un superior. A un hijo
que renegaba de su madre, a un patán que hacía alusiones irrespetuosas a
mujeres honorables y a una concubina que presumía descaradamente de ponerse al
nivel de una esposa se les afeitaba un lado de la cabeza como insignia de
ignominia, o se les ponía otra marca de condición servil, a la que después eran
vendidos.
Así como
Hammurabi fue el nuevo legislador de su reino compuesto y recientemente
conquistado, también fue el inspirador de un nuevo orden en las costumbres de
los tribunales. Bajo sus predecesores las disputas entre ciudadanos se juzgaban
ante bancos de jueces que se sentaban a la puerta o en el patio de los templos.
Sus miembros no eran sacerdotes sino, por lo general, funcionarios locales, el
alcalde de la ciudad presidiendo un consejo de ancianos, otros funcionarios
cuyas funciones no se distinguen bien, u organismos que llevaban nombres como
asamblea, senado, la ciudad, guardianes y mercaderes. El procedimiento de estos
tribunales era circunstancial, y está tan fielmente. reflejado por los contratos
que puede estudiarse en detalle. Las acciones de las partes en un proceso civil
antes de acudir a los tribunales eran formales y en parte simbólicas. Una de
las partes planteaba una reclamación o queja contra la otra; ante testigos
procedía entonces a “imponer las manos” a su oponente y, aparentemente, podía
ejercer una restricción física sobre él. A menos que las partes llegaran
entonces a un acuerdo, la persona detenida sólo podía escapar proponiendo, o al
menos consintiendo, comparecer ante un tribunal. Un posible paso previo a esto era
el acuerdo de someter la disputa a un árbitro único, quien, si no podía obtener
o imponer una solución acordada, los enviaba al tribunal, quizás exponiendo su
caso. El tribunal les permitía entonces alegar, y la causa se dilucidaba
mediante la presentación de documentos y la declaración de testigos. El curso
de estos procedimientos puede ser tan dudoso que las partes prefieran transigir
antes que arriesgarse a los costes que conlleva continuar. El resultado normal
de la decisión del tribunal era dictar un acuerdo a los contendientes y
obligarles a suscribir un acuerdo denominado “tabla de no reclamar” cualquier
otra cuestión que no fuera la decidida por el tribunal, o cualquier propiedad
sujeta a esta disposición. Cuando la disputa se mantenía y las pruebas
ordinarias eran indecisas para cualquiera de las partes, el último recurso era
un juramento en presencia del dios, prestado por las partes mientras empuñaban
el emblema divino o se sometían a una ordalía mediante la cual el dios revelaba
la verdad. Generalmente ocurría que una de las partes flaqueaba en este momento
supremo y declinaba el juramento, cediendo la victoria a su oponente. En
preparación para esta prueba definitiva, y con el propósito de celebrar todos
los procedimientos bajo la mirada del dios, los tribunales habían sesionado
antiguamente en los templos, y ésta era la costumbre bajo todos los
predecesores de Hammurabi, como se ha señalado anteriormente. Pero ya se había
manifestado una tendencia a la secularización, que se aceleró y confirmó bajo
el reformador de las leyes de su país. Sus cartas oficiales lo revelan como
oyendo muchas súplicas de pretendientes, y enviando después instrucciones a sus
oficiales locales ordenándoles que hicieran arreglos sobre la base de sus
decisiones. De ahí a nombrar jueces de distrito en las distintas regiones no
había más que un paso, que ahora llevaban el nombre de “jueces del rey” y
mantenían en sus manos la administración de justicia, dejando a los antiguos
funcionarios del templo sólo la función subsidiaria de administrar los
juramentos, cuando había que aplicar ese criterio final.
El abundante
material proporcionado por los contratos y las cartas ofrece una vívida
impresión de la vida social y familiar que en este periodo, como siempre en las
cumbres de la civilización, estaba tan bajo la influencia de las mujeres que la
posición de éstas puede considerarse como un factor de lo más significativo.
Muy prominentes tanto en el Código de Hammurabi como en los documentos privados
son ciertas clases de sacerdotisas y otras mujeres adscritas a los templos,
entre las cuales la suprema en rango era la entum,
suma sacerdotisa y reputada esposa del dios que gobernaba la ciudad. En algunos
lugares, especialmente en Ur, estas damas eran del
rango más exaltado, por ser hijas o hermanas de reyes, y una sucesión de
princesas desde los días del antiguo Sargón hasta el último rey nativo de
Babilonia fueron honradas con el desempeño de este cargo, para el que se
suponía que eran requeridas por el propio dios. La costumbre se extendió hasta
Mari, donde se encuentra a Zimrilim ocupado en
consagrar a una pariente femenina sin nombre y preparar su residencia; su
contemporáneo, Rim-Sin, dotó a su hermana bajo el
nombre sacro de Enanedu de este cargo en U r, donde
su inscripción conmemorativa fue encontrada por Nabónido cuando se disponía a
hacer lo mismo más de mil doscientos años después, y ha sido redescubierta una
vez más en los últimos años. Se encontraron sacerdotisas similares en varias
ciudades babilónicas, como en Isin, Larsa, Uruk y
Babilonia, así como en Ashur7 y Nuzi en épocas
posteriores. Es probable que sólo hubiera una entum en cada ciudad, aunque un estricto párrafo del Código, que las combina con las naditum, podría sugerir que eran más numerosas. Esta
ley prohibía a estas mujeres, bajo pena de ser quemadas vivas, mantener o
incluso entrar en una casa de bebidas alcohólicas, degradando así su carácter,
que estaba protegido por otra cláusula10 de falsas aspersiones. La segunda
clase de sacerdotisas, las naditum (en sumerio lukur), parece haber sido más numerosa y, sin
duda, desempeñaba un papel más destacado en la vida civil. Éstas también eran
de buena cuna y, al igual que las entum, eran
consideradas esposas del dios (aunque de rango inferior), pero hay indicios de
que pertenecían al mismo tiempo a la clase de prostitutas del templo, una
situación que sin duda nos parece más paradójica que a las ideas
contemporáneas.
Sin tener
ninguno de los dos caracteres, la naditum podía ser esposa y también, al menos de nombre, madre, pero cuando se menciona
a un niño nunca se le da el nombre del padre, y cuando una naditum se casaba no daba hijos a su marido sino que le proporcionaba una sustituta o
una sierva para esta necesidad, o a veces adoptaba a un niño. La explicación de
estas aparentes incoherencias puede residir en la existencia de dos órdenes de
estas sacerdotisas, las que vivían en un claustro (gagum)...
especialmente en Sippar, y podían estar formalmente casadas pero sin hijos,
mientras que una segunda orden de “devotas laicas” (las sugitum)
vivían fuera de esta comunidad y solían estar casadas; ambas eran consideradas
en cierto sentido esposas del dios, y cuando se dedicaban a este estatus
llevaban consigo una dote como si de un matrimonio mortal se tratara. Las naditum se encuentran a menudo en la literatura
contractual, donde algunas de ellas al menos son propietarias de casas y
tierras, y las compran o venden tanto a forasteros como a sus compañeras de
claustro. Además de estas mujeres de las órdenes superiores, en el Código se
mencionan otras clases devotas bajo nombres como sikirtum, qadistum y kulmasitum.
Sus distinciones son inciertas en cuanto a sus funciones, pero servían en los
templos y probablemente puede considerarse que formaban parte de la compañía
general de las hieródulas, cuya posición sagrada confería sin duda una
reputación superior a la que comúnmente acompaña a su modo de vida.
En la
sociedad secular, la esposa de un ciudadano gozaba de una posición de honor y
privilegio, protegida con celoso cuidado de la usurpación por meras concubinas.
Su estatus estaba garantizado por la posesión de un “vínculo”, es decir, una
escritura de matrimonio, y alcanzaba la estima de esposa casada inmediatamente
después de la aceptación por parte de su padre de un precio por la novia. De su
padre y del novio ella misma recibía regalos matrimoniales, y tenía derecho a
conservar estos bienes incluso en caso de divorcio. Como esposa poseía todas
las capacidades legales y comerciales, y las mujeres casadas se encuentran en
los contratos comprometidas en la transacción de ventas, intercambios,
préstamos, deudas, arrendamientos, donaciones y legados; son demandantes o
demandadas en los tribunales, donde también figuran como testigos en los
pleitos de otros. Aunque no era propiedad de su marido, la esposa estaba
obligada a compartir sus desgracias financieras, y él podía contratar sus
servicios para saldar deudas, pero no por un plazo superior a tres años. La
mayor aflicción que debía temer era no poder tener hijos, y especialmente hijos
varones. Ante esta incapacidad no podía negarse a tolerar, y a veces se
mostraba dispuesta a suministrar, una concubina para remediar su defecto, como
alternativa preferible al divorcio, que se consideraba la consecuencia normal
de la esterilidad. Pero con respecto al divorcio, la esposa en la Babilonia de
Hammurabi no estaba tan bien protegida. La falta de hijos podía ser una razón
suficiente para el repudio, pero apenas era necesario que el hombre tuviera
esta o cualquier otra excusa si deseaba repudiar a su esposa. Al menos ella
tenía derecho por ley a una compensación monetaria, y argumenta una baja
estimación de la constancia del matrimonio el hecho de que se encuentren
disposiciones para el caso de divorcio incorporadas en las propias escrituras
matrimoniales, y que ocasionalmente incluyan una estipulación de que el marido
no pondrá objeciones posteriormente al nuevo matrimonio de su esposa
divorciada. Mientras que el hombre se exponía, como mucho, a una multa por un
divorcio especialmente injustificado, la mujer que presumía injustamente de
renunciar a su marido podía ser arrojada desde una torre o al río para perecer.
Pero la ley, que se deshonraba con estas bárbaras promulgaciones, al menos
permitía a una esposa maltratada separarse de un marido cruel. Un remedio más
humano para el mal del matrimonio sin hijos era la práctica de la adopción, que
se utilizaba no sólo para proporcionar herederos en los matrimonios con mujeres
del templo que no podían tener descendencia propia, sino por otras parejas que
temían una incapacidad similar, y a veces se establecía en las escrituras de
adopción que el niño conservara el derecho de hijo mayor aunque los padres
tuvieran después hijos propios. Uno de los deberes de un padre adoptivo era
enseñar al muchacho su propio oficio; si lo hacía, quedaba protegido contra la
codicia de los padres naturales que podían codiciar a un joven con una
adquisición tan valiosa, pero cuando el adoptante descuidaba esto el muchacho
podía regresar, si lo deseaba. Tanto las leyes como los contratos regulaban con
esmero los derechos y deberes de los padres adoptivos y de los hijos por igual.
Aparte de
estas leyes e instituciones que afectaban a la vida de las mujeres en las
familias, las cartas privadas de la época ofrecen muchos atisbos de la
influencia y el carácter femeninos, revelándolos como mucho más que las mimadas
y despreciadas habitantes de harenes. Hay, en efecto, unas cuantas cartas que
muestran a mujeres en la adversidad y desechadas por los hombres. Una antigua
favorita escribe a Zimrilim con indignación y
patetismo mezclados “¿cuánto tiempo más voy a permanecer en Nakhur?
La paz se ha establecido y el camino está libre. Que mi señor sólo envíe, que
me traigan de vuelta para ver de nuevo el rostro de mi señor”. Otro escribe
lastimosamente en la misma carta dirigida a uno y dos hombres juntos,
suplicando un poco de alivio mediante un regalo de maíz y aceite: “Me muero de
hambre por vuestra negligencia”. Estas sufridas fragilidades contrastan
fuertemente con un personaje amazónico de las noticias que pasaban en ese
momento, una mujer de Nawar que comandó a 10.000 kernes gutianos en
una incursión de la que se informó: “sus rostros están puestos hacia Larsa”. En
el otro lado hay cartas de hombres que expresan una profunda solicitud por el
bienestar de sus seres queridos en casa; uno ha salido de viaje y se encuentra
con circunstancias amenazadoras que ponen en peligro tanto a él como a la mujer
que ha dejado atrás. Envía noticias de los ominosos movimientos del enemigo y promete,
si puede, enviar sirvientes y un carruaje para alejarla del peligro. Si esto no
es posible, le aconseja resignación y le asegura sus constantes pensamientos: “hagas
lo que hagas mis sueños siempre me lo dirán”. Hay incluso una carta de amor
enviada desde Babilonia a una muchacha en Sippar, con fervientes deseos por su
salud y contando los días que faltan para que se reúna con el escritor. Más
numerosas que estas notas personales son las cartas que reflejan la actividad
de las mujeres en los negocios, a veces de esposas a maridos en relación con
sus intereses mutuos, a veces de subordinados a mujeres influyentes: dos
hombres escriben como “sus sirvientes” a la señora de su coronel diciéndole que
han sido encarcelados en una ciudad del enemigo. Le ruegan que induzca a sus
padres a comisionar a un mercader para que redima su cautiverio. Incluso un rey
tan grande y un administrador tan ocupado como Shamshi-Adad de Asiria encontró tiempo para ocuparse de la educación musical de algunas
jóvenes a su cargo. Por otra parte, un oficial de Zimrilim escribe sobre una compañía de muchachas, no de condición humilde ni de logros
mezquinos, más bien demasiado en términos de mercancías negociables.
V.
CONDICIONES
CULTURALES
Hay pocos
indicios de que el establecimiento de los invasores amorreos en Babilonia y la
completa destitución de los sumerios como raza dominante en el país provocaran
algún cambio fundamental en la religión. La antigua tierra estaba en posesión
de una tradición cultural tan fuerte, y tan acostumbrada a absorber a los
recién llegados, que no era de esperar un resultado contrario. Es cierto que
ciertos dioses parecen pasar más a primer plano, especialmente los occidentales Adad (el Dios-Tormenta) y la propia deidad de “occidente”,
el dios Amurru, no desconocido ya para los
babilonios, pero especialmente identificado con los invasores y su hogar en el
desierto. En esta época se hace omnipresente en los sellos-cilindro, tanto como
figura principal en los diseños, como elemento en los nombres de los propietarios.
La suerte de este dios reflejaba curiosamente la de su pueblo; en la época
sumeria ambos eran extranjeros despreciados, y el dios era ridiculizado en
términos aún más odiosos que el pueblo. Pero a este poderoso intruso no se le
podía negar el matrimonio con la aristocracia del cielo, del mismo modo que sus
adoradores se forzaban a la supremacía en la tierra. Sin embargo, el dios, al
menos, estaba lejos de desposeer a los antiguos señores, seguros en sus
asientos como patronos, o propietarios, de las grandes ciudades del sur. Cuán
fuerte era esta tradición metropolitana puede observarse en la región adyacente
del Éufrates medio, ahora tan claramente iluminada por los documentos Mari.
Allí también los dioses específicamente babilonios hacen una impresionante
aparición como iguales, al menos en estima sacerdotal, a la divinidad regional Dagan e incluso a Itur-Mer, la
ciudad-dios de Mari. En cuanto a los nombres personales, los favoritos son Adad y El, seguidos de las deidades más oscuras pero sin
duda más hogareñas Lim y Ammu, dejando espacio aún
para los adeptos de Shamash y Sin, así como para las
grandes diosas Ishtar, Mama, Nin-khursag y Anunitum, y varias patronas de ciudades individuales. Por
otro lado, es sorprendente observar cómo los extraños entre estas figuras
fueron eliminados de forma decisiva en el límite de la antigua “tierra”.
Dentro de la
propia Babilonia, la evolución más notable en el panteón fue la aparición de
Marduk, el dios patrón de Babilonia, que aparece de forma casi dramática en las
primeras palabras del prólogo de Hammurabi al Código como el designado de los
dos dioses más altos para ejercer el señorío sobre la tierra y sus gentes. A
pesar de esta proclamación, se ha comprobado que, incluso en la corte, no menos
que en el uso común, la deidad advenediza estaba lejos de ocupar el primer
rango, que seguía correspondiendo a tres o cuatro de los dioses establecidos.
Hasta después del final de la Primera Dinastía no se produjo la verdadera
exaltación de Marduk, dios de la ciudad predominante, como soberano él mismo
entre sus pares del cielo. No había nada nuevo en esto para las ideas sumerias,
que siempre habían visto las situaciones en la tierra y en el cielo como
paralelas y correspondientes. Pero Marduk fue el último de estos señores
divinos; con él se paralizó el antiguo orden por el que un dios había sucedido
a otro, según subieran o bajaran sus ciudades. Ya no hubo más vicisitudes de
ciudades-estado, y bajo Marduk creció una tradición que lo fijó definitivamente
en su posición de dios supremo, de modo que en adelante Babilonia en la tierra
y Marduk en el cielo permanecieron indiscutibles. Una medida de su prestigio es
que mientras que a pesar de todo su poder Ashur, un
rival más joven, sólo causó la más mínima impresión en el reino del sur, Marduk
empezó pronto a establecer su fama en el norte, no hizo más que crecer en honor
a través de su cautiverio en Asiria bajo Tukulti-Ninurta I, y finalmente fue admitido en el panteón real asirio a principios del siglo
IX.
La religión
del período de la antigua Babilonia está íntimamente relacionada con un cambio
de gran alcance que entonces hizo su primera aparición, y sin duda el
desarrollo contemporáneo más importante. Se trataba del surgimiento de una
extensa literatura escrita. El estudio de las diversas clases de material
escrito que han llegado hasta nosotros en cuneiforme revela que la mayoría de
ellas tienen su origen, y a menudo sus primeras copias, en este período, cuya
gloria particular es este brote literario, en virtud del cual puede rivalizar
confiadamente con la época materialmente más brillante de los sumerios. Pero el
carácter mismo de esta manifestación es tal que arroja luz sobre su causa y
sugiere que no fue un florecimiento espontáneo del genio nacional. Porque, en
primer lugar, la mayor parte está escrita en sumerio, que alcanza así por
primera vez una gama de expresión literaria más amplia que la que había
encontrado en todas las inscripciones formales, aunque a veces exhaustivas, de
los siglos precedentes. En segundo lugar, tanto los temas como la lengua
pertenecen al pasado. Una gran cantidad de leyendas relatan la historia de los
dioses sumerios desde la primera creación y sus tratos con los hombres, o de
antiguos reyes y héroes de Sumer, entre los que Gilgamesh es la figura
preeminente. Incluso personajes del pasado comparativamente reciente, reyes de
la Tercera Dinastía de Ur, y aún más tarde de las
dinastías Isin-Larsa e incluso de la Primera
Babilonia, fueron objeto de himnos y panegíricos. En tercer lugar, las formas
literarias, lejos de ser primitivas y carentes de arte, están muy acabadas y
redactadas en un lenguaje elaborado que, fortificado por la existencia de mucho
material gramatical, indica muy claramente una antigua y fuerte tradición
escolástica. Hay ejercicios de escritura, listas de palabras y cosas,
paradigmas verbales y algunas traducciones del sumerio al acadio; sobre todo se
conservan grandes partes de varias composiciones muy curiosas en sumerio que
pretenden describir no sólo lo que se enseñaba a los alumnos en la escuela y
los drásticos métodos con los que se inculcaba, sino la vida de estos mismos
alumnos, en la escuela y en casa, con su entusiasmo por aprender empañado por
celos infantiles, sus revueltas ocasionales contra la autoridad y sus peleas
adolescentes por la superioridad. Tienen un fuerte sesgo satírico, más bien
poco edificante: es como si los escritores, entregándose francamente a su
deleite en los recuerdos de los días de escuela, no se dieran cuenta de la
dudosa recomendación que hacían de la educación escolar que deseaban alabar.
Pero, sin buscar más motivos, evidentemente disfrutaban por sí mismos de la
mera diversión de estas historias sobre dominicos irritados, ujieres oficiosos,
escolares intimidados pero engreídos y padres preocupados. Pues ahora queda
claro que la literatura babilónica no carecía en absoluto de un elemento
humorístico, que incluía historias risibles, diálogos burlones y serios, e
incluso escenas de comedia actuadas. A pesar de estos jaleos, el escriba gozaba
de un honor supremo y sólo él tenía acceso a los puestos más influyentes y
lucrativos. Incluso los reyes (Shulgi, Lipit-Ishtar o Hammurabi) condescendían a valorarse como
brillantes ornamentos del arte escriba y como señores del lenguaje.
Sin embargo,
lo que se estudiaba en las escuelas era una literatura “clásica”, de la que los
abundantes restos, procedentes de Nippur y de Ur (los
únicos centros actualmente plenamente representados), sugieren que era
sustancialmente la misma en todas partes. Los escribas no componían, en
general, sino que sólo se dedicaban a escribir. Este periodo de la antigua
Babilonia fue testigo de algunos cambios que hicieron necesario fijar y poner a
disposición de círculos más amplios una tradición oral que ya había pasado por
muchas generaciones. Con este movimiento va el comienzo de las traducciones del
sumerio al acadio, que se hicieron tan frecuentes en los textos asirios
tardíos, y aquí está sin duda una pista de la causa principal que subyacía a
todo el desarrollo. La lengua semítica se había establecido en ese momento de
forma decisiva en la tierra con los invasores occidentales, y el sumerio era a
partir de entonces cada vez más una lengua muerta como el latín de la edad
media europea, con el que tan a menudo se ha comparado. En ambos casos, el
prestigio de la antigua lengua era absolutamente supremo y, aunque fue socavado
gradualmente por las nuevas lenguas vernáculas, perduró durante algunos siglos
como el único medio en el que se consideraba adecuado emitir obras de
literatura y aprendizaje. En este proceso, además, el sumerio no escapó a la
degeneración que alcanzó a su homólogo posterior. Hasta el final de la historia
de Babilonia, los reyes se sintieron a veces obligados a redactar dedicatorias
formales en la antigua y sagrada lengua, cada vez menos comprendida hasta
acabar en una parodia como la inscripción “bilingüe” de Shamash-shum-ukin,
el hermano de Ashurbanipal.
Bajo los
reinos amorreos, los eruditos, por mucho que estudiaran asiduamente el sumerio,
se sentían claramente incapaces de mantener su literatura en la forma
tradicional que la había preservado a lo largo de tantas épocas. Sus palabras
eran extrañas en sus lenguas, ahora había que estudiar su significado, y esto
era imposible sin libros. Por supuesto, no hay que suponer que toda la
literatura que aparece en el periodo de la Antigua Babilonia fuera antigua y
hereditaria, y de hecho hay pruebas suficientes que demuestran que la
composición real estaba en marcha en aquella época. Esto se encuentra en los
antes mencionados himnos a los gobernantes recientes y contemporáneos, y quizás
aún más en la literatura científica que tan claramente se fundamenta en esta
época. Los problemas matemáticos y geométricos, que en su aplicación a
cuestiones prácticas de medición y topografía revelan un conocimiento de muchos
procesos puramente matemáticos ayudado por una ingeniosa y difícil anotación
numérica, tienen al menos una huella de su origen en la propia Babilonia.
Cuando el ingeniero militar se plantea las preguntas de cuánta tierra o qué
altura de estructura necesitará para “capturar la ciudad hostil a Marduk”
revela suficientemente el origen y la fecha de sus problemas.
La
literatura del periodo antiguo-babilónico se emplea principalmente en estos
servicios gemelos de religión y ciencia. Los mitos sumerios tan abundantemente
ejemplificados, aunque a menudo tan imperfectamente conservados, y generalmente
difíciles de interpretar, aparecen como grandes fragmentos de un sistema
teológico notablemente completo. Se ocupan principalmente de los procedimientos
de los dioses en épocas consideradas remotas, cuando o bien la tierra y sus
criaturas estaban recién hechas y sus formas o funciones en proceso de
asentamiento, o bien los dioses estaban en contacto activo con los héroes
terrestres dirigiendo a éstos al cumplimiento de sus voluntades. Según los
relatos se ocupen más de los propios dioses o de personajes “humanos” es
habitual dividirlos en “mitos” y “epopeyas”; pero de hecho dioses y hombres (o
más bien criaturas no del todo divinas) están tan entremezclados que la
distinción tiene poca realidad. Por una cualidad particular del pensamiento
sumerio, estas historias de los días primigenios se desarrollaron con el objeto
aparente de explicar no sólo cómo el mundo llegó a disponerse y gobernarse tal
como era, sino cómo toda clase de cosas llegaron a poseer las cualidades que
las distinguían en el uso de los hombres. En su forma completa parece haber
sido más que una cosmogonía; más bien un ambicioso sistema de teología y
filosofía que aspiraba a dar cuenta de las condiciones de la vida y las
propiedades de las cosas cotidianas así como de las causas superiores.
La segunda
división principal de esta literatura sumeria son los himnos y salmos dirigidos
no sólo a la alabanza de los dioses y de los templos, sino al honor e incluso a
la adulación de los reyes, a los que se otorgan atributos divinos, como a
menudo eran asumidos abiertamente por ellos. Entre los himnos pueden contarse
también, como una importante subdivisión, elaborados lamentos poéticos sobre
ciudades y santuarios destruidos por las incursiones de enemigos nacionales.
Estas composiciones poco inspiradoras destacan curiosamente entre los textos
conservados, y su recitación tenía evidentemente un atractivo, tal vez un
propósito, que ahora no resulta evidente. De hecho, esta cuestión del propósito
acecha a toda la literatura “superior” que puede calificarse de religiosa. No
sabemos nada de las ocasiones y los motivos por los que se recitaban estas
obras y, sin embargo, podemos estar seguros de que no estaban destinadas
simplemente a la lectura, aunque parece que se copiaban casi exclusivamente en
las escuelas. Se puede suponer que los himnos, del tipo que fueran, acompañaban
a los rituales, pero ¿cuál podía ser el uso religioso de las llamadas epopeyas,
como la de Gilgamesh, cuyas hazañas ya eran célebres en las tablillas de este
periodo?
Más evidente
es el uso de otra clase de letras religiosas que también hacen su aparición en
esta época, los conjuros y oraciones utilizados por particulares, o al menos
por sacerdotes en nombre de éstos, en momentos de enfermedad o aflicción.
Acompañadas de una elaborada momificación que se describe mucho más
detalladamente en textos posteriores y se ilustra en monumentos posteriores,
estas solemnes conjuraciones eran recitadas por o sobre el enfermo para
expulsar a los demonios a cuya maléfica posesión se atribuían todos los males.
El destierro de estos demonios era asistido por la administración de medicinas
para las que las prescripciones, tan abundantes en las tablillas asirias,
también comienzan a aparecer en el periodo de la antigua Babilonia. Éstas
vuelven a delatar por un rasgo similar la probabilidad de que su composición
haya tenido lugar realmente en esta época, pues aquí también es el dios Marduk
quien aparece continuamente en un incidente estereotipado en el que, habiendo
oído la queja del paciente, acude a su padre Ea y le
suplica la magia y las sustancias que serán eficaces contra los demonios que
ahora posee; su padre responde con una protesta establecida de que su hijo no
tiene necesidad de enseñanza, pues ya la conoce; no obstante, Ea le da la receta. Tal relación de los dos dioses, así
como el nombre del joven sucesor, se ajusta muy exactamente a las
circunstancias del auge de Babilonia bajo el ascendiente establecido por
Hammurabi.
La más
importante de todas las clases de literatura, según las ideas nativas, que en
este caso estamos muy lejos de compartir, era el extraño popurrí de prácticas
supersticiosas y logros eruditos comprendidos bajo el nombre general de
divinización. El carácter religioso de ésta es suficientemente aparente; lo que
nos resulta del todo curioso es que para los babilonios era la ciencia suprema,
y ello porque les parecía, lo que para nosotros es más falso, la guía más
práctica y necesaria en todos los asuntos humanos, y más aún en los más
importantes. Aunque casi todos los tipos de adivinación atestiguados con tanto
detalle por textos posteriores han aparecido ya en ejemplares del período de la
antigua Babilonia, la más honrada en esta época, como de hecho permaneció para
siempre, aunque desafiada más tarde por la astrología, era la práctica de la arúspice,
el examen ceremonial de las entrañas de las víctimas sacrificadas como guía
para la conducta de la acción política y sobre todo militar. Como método de
consulta divina sobre este tema de la oportunidad en la guerra, vemos en las
cartas de Mari que los reyes rivales de la época dependían implícitamente de
los presagios para sus movimientos contra el enemigo, sus pronósticos de
victoria o riesgo, y su concesión o denegación de alianza. Ningún ejército se
mueve sin el consentimiento, o a menudo sin el liderazgo real del
importantísimo “vidente”, al que se encuentra marchando delante de sus filas,
dirigiéndolo incluso en la batalla, y ganando la gloria o a veces la desgracia
del resultado de un proyecto aconsejado por él. En esta calidad de guía de
confianza para toda la conducción de la política y la guerra, la “ciencia” de
los arúspices nos proporciona muchas visiones interesantes de los asuntos
públicos de la época y de los sentimientos de quienes los llevaban a cabo. Con
respecto a los asuntos de un consejo de estadistas o de un consejo de guerra,
ciertos signos revelan que “tus palabras serán llevadas al enemigo” o que “un
pueblo de mi frontera está para siempre informando de las mismas palabras al
enemigo”. La traición de este tipo es una amenaza constante, y los textos de
presagio revelan el abanico de confidentes de cuya fidelidad el rey dudaba
ansiosamente. “La palabra del palacio” o “tu secreto” siempre corría el peligro
de “salir a la luz”, siempre había un pájaro del aire para llevar la voz,
cuando la revelación a un enemigo o a un amigo podía ser igualmente peligrosa.
Un gobernante debe estar en guardia contra los íntimos de su corte, un barbero,
una mujer, un consejero, un secretario, un chambelán, un bedel, un noble, su
propio hijo o incluso el propio divino de la corte, a los que los agoreros no
se ruborizan en incluir. Se encuentran espías yendo y viniendo entre los
ejércitos en sus nefastos recados; si son atrapados, serán ejecutados. Estas
precauciones no están exentas de una pizca de cinismo, propio de una época de
alianzas quebradizas y fe insegura: un presagio prevé lo que ocurrirá si “albergan
hostilidad contra un aliado, pero el asunto sale a la luz”, y otro tiene una
palabra de advertencia para los súbditos contra el gobernante, “el rey se
llevará consigo las mejores cosas del palacio y emprenderá la huida”. En un
sentido general, los textos de presagios son un testimonio elocuente de la
política y las intrigas de su época, que no es sorprendente encontrar poco
diferentes de las de cualquier otra época, y sólo harían falta algunas
alusiones más contemporáneas (que prudentemente evitan) para que fueran tan
valiosos para la historia como lo son para las ideas.
Por último,
cabe preguntarse si el uso y el prestigio de esta superstición que hace su
aparición tan repentinamente en esta época debe considerarse un invento nuevo,
y algo desconocido o poco estimado por los sumerios. Probablemente no, aunque
los textos agoreros difieren del resto de la literatura religiosa en la significativa
excepción de estar escritos desde el principio únicamente en lengua acadia,
pues la riqueza de “ideogramas” de la que abusaron más tarde se sabe ahora que
no era más que un recurso de abreviación y mistificación. Pero su aparición no
es más repentina que la de todos los demás tipos de textos que engendró el
período de la antigua Babilonia, y su contenido no difiere en especie de éstos,
en el sentido de que sus alusiones históricas, bastante frecuentes, se refieren
principalmente a figuras del pasado, a veces del pasado remoto, como las que se
encuentran en las leyendas y las “epopeyas”; aunque esto debe decirse con la
reserva de que los más célebres de todos los presagios se referían a los héroes
semíticos Sargón y Naram-Sin. Si los sumerios
utilizaban la adivinación (y en la actualidad no hay motivos para negarlo)1
podemos creer por fin que pasó a ser mucho más tenida en cuenta con el
establecimiento de los semitas como maestros y líderes de la cultura en
Babilonia. La inclinación científica no suele asociarse con la mente semita,
por lo que resulta curioso observar que los dos tipos de literatura revelados
en el periodo de la antigua Babilonia que más derecho tienen a ser considerados
originales son los textos matemáticos y los libros de adivinación.
En las artes
apenas hay pruebas suficientes para una estimación adecuada de los logros de la
época, pero lo que tenemos no es del todo impresionante, y puesto que la
supervivencia no es totalmente una cuestión de azar, sino que se rige
necesariamente en cierto grado por la abundancia o pobreza original de
ejemplos, no podemos sino concluir que las obras de arte no eran ni muy
abundantes ni muy originales, y los ejemplares restantes ciertamente confirman
este último juicio. Hay algunos supuestos retratos del propio Hammurabi, en los
que no hay nada de particular novedad o maestría, y lo mismo puede decirse de
unas pocas figuras aproximadamente contemporáneas de gobernantes locales
halladas en Mari y Eshnunna. El estilo de estas obras
es en general el de las estatuillas de Gudea, pero son claramente más débiles y
carecen de la vida de sus predecesoras. Las fórmulas de datación del periodo de
Larsa y de los reyes de la Primera Dinastía registran a menudo la colocación en
los templos de figuras y emblemas divinos de oro (sin duda la mayoría de las
veces simplemente recubiertos del metal precioso); Éstos han perecido, pero su
nivel de realización puede quizá juzgarse por el par de leones de puerta que se
encontraron en Mari, ejecutados en el viejo estilo, metal martillado sobre un
núcleo de madera, con ojos incrustados, que fue siglos antes empleado por Aannipada en Al-Ubaid, pero
aparentemente más tosco en apariencia que aquellos antiguos prototipos. Hay
algunos buenos bronces más pequeños, encontrados aquí y allá, pero nada que
pueda calificarse de notable en ninguna de las formas artísticas tan familiares
a la historia de Babilonia. En dos direcciones la época posee cierta
distinción: en la pintura mural y en cierto desarrollo característico de los
sellos cilíndricos. En cuanto a la primera, estamos de nuevo en deuda con los
hallazgos de Mari. A partir de varios fragmentos extraídos de los muros del
palacio de allí, se han reconstruido dos escenas. Una muestra la conducción de
un toro al sacrificio por una persona muy elaboradamente vestida seguida de
asistentes; la otra, más interesante, es una escena ritual de la investidura
del rey por la diosa de la ciudad, acompañando a las figuras principales otras
de dioses inferiores y dos árboles, uno de los cuales es la palmera datilera
por la que trepan dos hombres para recoger el fruto. Completan la escena un
toro y dos esfinges aladas. El dibujo de estos grupos no carece de vitalidad, y
el uso del color es audaz aunque los tintes son pocos y sencillos. Estos
cuadros no son, por supuesto, obras de arte muy estudiadas, sino simplemente
las pocas supervivencias casuales del trabajo manual que antaño cubría grandes
superficies en los apartamentos principales del vasto palacio. Su calidad
atestigua el respetable nivel alcanzado por los miembros de lo que debió de ser
la gran escuela de decoradores locales, así como la antigüedad de la tradición
en la que trabajaban.
Si estas
pinturas nos parecen una novedad comparativa, es diferente con los
cilindros-sello, que son un estudio familiar, aunque el periodo de la antigua
Babilonia podía presumir de su propio desarrollo de los estilos tradicionales.
Pero aquí su logro fue modesto, no siendo más que una restricción adicional de
la moda ya llana y estereotipada de la Tercera Dinastía de Ur;
la característica de este periodo sigue siendo la “escena de introducción”,
pero en lugar de que el propietario del sello sea conducido a la presencia de
un dios mayor por una deidad asistente personal, el adorador se acerca al dios
cara a cara, y sus deidades personales, ahora generalmente diosas, se sitúan
detrás de él con los brazos en alto en señal de intercesión. A menudo el propio
propietario desaparece y sólo quedan las diosas intercediendo en su nombre,
estando él representado únicamente por la inscripción que lleva su nombre. Así,
el estilo tiende a volverse muy desnudo e insulso. La deidad principal
representada se encuentra ahora a menudo de pie en una pose de aspecto
agresivo, siendo esto representativo de su carácter, ya que ahora es generalmente
uno de los dioses occidentales del tiempo, Adad o Amurru. La otra característica del estilo, desarrollada sin
duda para mitigar la desnudez de las figuras principales, es la adición de un
popurrí de pequeños dispositivos subordinados, o de relleno, como monos,
enanos, peces, leones y emblemas divinos, no dispuestos aparentemente en ningún
orden destinado a contar una historia o ilustrar un ritual, sino simplemente de
valor amuleto general. Ninguna de estas maneras, la excesivamente plana o la
abarrotada sin rumbo, puede describirse como uno de los logros más finos de la
tradición glíptica babilónica. Después del reinado de Hammurabi, este estilo no
sólo no progresa, sino que participa del declive general del poder y la
civilización, e incluso la mano de obra, a menudo muy acabada aunque poco
inspirada en los días de mayor esplendor, se vuelve descuidada, y descuida el
trabajo sobre la superficie y oculta el proceso técnico por el que se tallaron
los sellos.
Si bien es
cierto que las revelaciones de años más recientes han oscurecido un tanto las
concepciones anteriores de la edad de oro de Hammurabi, sigue estando claro que
su reinado y su época estuvieron marcados por una prosperidad material mucho
mayor de lo que sus problemáticas circunstancias políticas podrían parecer
prometer. Los reyes, en todo caso (y es de éstos de quienes necesariamente
oímos hablar más), vivían con no poco lujo, la abundancia de los negocios puede
sugerir que el bienestar se extendía más abajo en la escala social, y la multitud
de esclavos, continuamente reclutados del botín de las guerras extranjeras,
proporcionaba una fuente de riqueza y amenidad incluso a los rangos medios de
la sociedad. Cualquiera que sea el significado correcto que haya que atribuir
al muskenum, es al menos seguro que no era
necesariamente un hombre pobre: se habla demasiado de su propiedad. Si los
precios de la plata habían subido en comparación con épocas anteriores, esto
quizá no indique más que un aumento de la oferta del metal. En este sentido, como
en varios otros, los descubrimientos de Mari han producido mucho material
ilustrativo. El inmenso palacio de Zimrilim, en el
que se han contado más de 260 cámaras de diferente uso, quizá sólo fuera una
adaptación del habitado por su predecesor, el usurpador Iasmakh-Adad,
a quien su enérgico padre reprochó no prestar la debida atención a su
mantenimiento, pero era casi una maravilla del mundo contemporáneo, y un
príncipe de la lejana Ugarit buscó una introducción para poder observar esta
concepción neroniana de vivir como un ser humano. Se mencionan otros palacios
en Sagaratim y Dur-Iakhdunlim,
y para conocer la vida que se llevaba en ellos no tenemos más que recordar los
reproches de Shamshi-Adad a su hijo, al que acusaba
de pasar el tiempo en deleites entre las mujeres mientras su hermano, más
fuerte, comandaba ejércitos y sometía ciudades.
A pesar de
todos los estragos del saqueo, el fuego y el tiempo, aún quedan algunos
vestigios del lujo que reinaba en el palacio de Mari para sorprender a los
exploradores modernos. Las paredes estaban ricamente adornadas, los pasteles se
horneaban en moldes de formas caprichosas, y una inscripción, ilustrada con
varias letras, parece demostrar incluso el uso del hielo para impartir frescura
y sabor agradable a los alimentos y los vinos; esto en una región tórrida,
donde el hielo tenía que ser traído desde muchos kilómetros de distancia por
cuadrillas de porteadores, tras lo cual se preparaba cuidadosamente y se
almacenaba en una bodega especial. Se vislumbran muchos atisbos de la buena
alegría de la que disfrutaban regularmente los príncipes, para quienes el
mantenimiento de una mesa acorde con su rango era una cuestión tanto de
prestigio como de placer. Caza, pescado, miel, trufas y (no menos saboreadas)
langostas adornan los agasajos reales, y los reyes no desdeñaban en absoluto
preocuparse por los cocineros. El vino se importaba de Siria, las cosechas
selectas se otorgaban como regalos reales, y en una ocasión un convoy de
sirvientes dedicados a su transporte fue repentinamente requisado para un
trabajo público urgente. A su llegada, el vino se almacenaba y antes del
servicio se sacaba de la cámara frigorífica.
El “deporte
de los reyes” entonces, como en muchas épocas posteriores, era la caza del rey
de las bestias, no en las llanuras abiertas sino en arenas cercanas a las
residencias reales. Zimrilim de Mari estaba muy
apegado a este ejercicio, y las cartas de sus oficiales muestran que los leones
eran atrapados en sus provincias por los habitantes, conservados y alimentados
por ellos hasta que podían ser enviados, encerrados en una jaula de madera, por
barco fluvial a la capital. Sus vidas estaban protegidas en interés del rey por
leyes de caza, el jefe de una ciudad estaba obligado a excusarse por la matanza
de una leona en su distrito sin autoridad. Tanto Iasmakh-Adad como Zimrilim tenían caballos para los coches reales,
aunque una moda de la época prohibía a este último utilizarlos como montura: la
dignidad de un rey acadio sólo podía preservarse montando en su carro o (extrañamente)
sentado sobre una mula, una inversión muy inesperada de la estima que
generalmente se concedía al caballero. Ninguno de estos detalles pintorescos se
ha conocido aún sobre los reyes del sur de Babilonia o sobre el propio
Hammurabi, pero sin duda las antiguas y ricas ciudades de la “tierra” aún eran
capaces de proporcionar a sus gobernantes, y sin duda a círculos más amplios,
indulgencias tan grandes como el reino a medio asentar del Éufrates medio.
VI.
LOS
SUCESORES DE HAMMURABI
Hammurabi
había conquistado a todos sus oponentes y reinó supremo durante sus últimos
cuatro años; pero es ominoso que dos de ellos llevaran el nombre de obras
defensivas sobre el Tigris y el Éufrates, destinadas a proteger su reino. A
este trono, ya inseguro, sucedió su hijo Samsuiluna,
que inició un reinado no mucho más corto pero menos distinguido que el de su
padre. No fue, sin embargo, como una medida de mera conciliación que
promulgara, a su acceso, un decreto estableciendo “la libertad de Sumer y Akkad”, pues esto ya lo había hecho Hammurabi y se
convirtió en una rutina seguida por sus sucesores. Sin embargo, está claro que
tras los primeros años del reinado de Samsuiluna el
reino de Babilonia se encontraba en una situación cada vez peor, con enemigos
surgiendo tanto en casa como en las fronteras. Como era de esperar en estas
circunstancias, las pruebas se hacen más escasas, mientras que las conexiones
de los acontecimientos quedan ocultas y la cronología indefinida. No más que
atisbos ocasionales son revelados por las fórmulas de fechas, ellas mismas no
siempre completamente fiables, reforzadas por las escasas inscripciones de
edificios reales y por inferencias de diversa índole basadas en las fechas de
contratos privados y en los nombres de las personas que figuran en ellos. Las
listas de reyes y las crónicas, escritas en un periodo posterior, proporcionan
una valiosa información secundaria.
Se oye
hablar mucho de batallas en el reinado de Samsuiluna,
tanto en sus fronteras como incluso en la patria, pero muy poco del
acontecimiento más importante desde el punto de vista histórico, el conmemorado
en la fecha del noveno año, cuando “Samsuiluna el
rey... la hueste casita”, es decir, sin duda los “derrotó”, pero esta escueta
mención es todo lo que marca la primera aparición del poder destinado a
suplantar a la Primera Dinastía de Babilonia. Esta amenaza permaneció en
segundo plano, al menos durante el reinado de Samsuiluna,
pero su presión estuvo detrás de una revuelta de súbditos en la frontera
noreste. El siguiente (décimo) fue el “año (en que) el rey Samsuiluna (derrotó) al ejército de Idamaraz, Iamutbal, Uruk e Isin”. Las dos
situaciones opuestas de estos enemigos (al noreste y al sur) se explica por una
larga inscripción de Samsuiluna que registra su
fortificación de Kish. En ella se atribuye el
liderazgo hostil a “Rim-Sin, instigador de la
revuelta de Iamutbal, que había sido elevado a la
realeza de Larsa”. La inscripción relata su derrota, junto con la de “veintiséis
reyes usurpadores” y especialmente la de “Iluni, rey
de Eshnunna”, que fue hecho prisionero: le pusieron
un yugo en el cuello y fue condenado a muerte.
Rim-Sin, conocido también por
las fechas que figuran en los documentos comerciales, fue una figura efímera,
cuya amenaza se extinguió pronto con la derrota y la muerte (violenta) en su
palacio, como relataba una crónica rota. Su interés reside en su nombre y en lo
que se cuenta de él: que instigó la revuelta en Iamutbal y que había sido nombrado rey de Larsa. Ambas circunstancias se relacionan tan
estrechamente con la historia real de Rim-Sin, el
último rey de la dinastía de Larsa, que durante mucho tiempo se ha cuestionado
si no se trataba de la misma persona, que buscaba vengarse de Babilonia en sus
últimos días. Pero a Rim-Sin de Larsa se le atribuye
un reinado excepcionalmente largo de más de sesenta años antes de su
derrocamiento por Hammurabi, de modo que sólo por suposiciones inverosímiles
puede extenderse su vida hasta el reinado de Samsuiluna;
además, está atestiguado un sobrino del antiguo Rim-Sin,
que llevaba el mismo nombre. El levantamiento de este Rim-Sin
estalló aproximadamente en el noveno año de Samsuiluna,
pues una de sus fechas anuales existentes se aplica al mismo año que el décimo
de Samsuiluna, cuando éste derrotó a Idamaraz y a sus aliados. Pero la victoria no fue decisiva,
pues tanto los aliados del sur permanecieron sin ser sometidos como Eshnunna, centro de desafección en el noreste. En el
decimotercer año se recuperaron dos ciudades menores del sur, Kisurra y Sabum; en el decimocuarto
llegó la victoria final sobre Rim-Sin en Kish, y el rebelde desapareció, tal vez en una inundación
creada por los ingenieros militares de Samsuiluna.
Así se extinguió la revuelta en Sumer, las fortalezas hostiles en la tierra de Warum (centrada en Eshnunna)
fueron demolidas, pero los problemas volvieron a estallar allí en el vigésimo
año, lo que hizo necesaria otra campaña y la construcción de una fortaleza (Dur-Samsuiluna, en el emplazamiento de la moderna Khafaji) para contener el país. A partir de entonces, el
rey babilonio pudo seguir una política de perdón y restauración en ese barrio,
reconstruyendo ciudades y manteniendo las vías fluviales.
En los
últimos años de su reinado, tras su triunfo sobre Rim-Sin,
el rey de Babilonia se enfrentó a un rival más persistente aunque apenas más
fuerte en el sur, Iluma-ilum, que estableció una
dinastía regular “del país del mar”, que encontró su lugar en listas
posteriores de reyes. Poco se sabía entonces, y menos ahora, de las once o más
oscuras figuras que componían esta línea, pero sus fantasiosos nombres reales,
sin duda supuestos, sugieren que aspiraban vanamente a liderar un renacimiento
sumerio. El fundador, a quien se atribuye un reinado sospechosamente largo de
sesenta años, no ha dejado ningún registro propio, y todo lo que se sabe de él
procede de una crónica posterior, que registra que sostuvo con éxito tres
ataques de sucesivos reyes de Babilonia. Samsuiluna marchó dos veces contra él, la primera vez librando una costosa pero indecisa
batalla, la segunda sufriendo una derrota. En su decimoquinto año, Samsuiluna había derribado la muralla de Isin, y en su decimoctavo se había reforzado levantando el
templo y la muralla de Sippar, después de haber asegurado también la vecindad
de Nippur con una línea de seis fortalezas, para mantener su frontera
meridional. Ni siquiera en esto tuvo éxito, pues perdió el control de Nippur
antes del final de su reinado, e Iluma-ilum le
sustituyó allí en la datación de las tablillas. Samsuiluna prestó ahora más atención al frente del Éufrates: no sólo transportó piedras
talladas para la cuenca de un canal desde “una gran montaña del oeste”, sino
que en su vigésimo octavo año registra cómo su terrible maza aplastó a los
reyes hostiles Iadikhabum y Muti-khurshana,
de los que no se sabe nada más, pero sus nombres los señalan como occidentales.
Cinco años más tarde aún pudo construir en Sagaratim,
un lugar a unas sesenta millas río arriba de Mari, en el Khabur. Fueran cuales
fuesen las pérdidas sufridas más cerca de casa, el dominio babilónico subsistió
durante más tiempo entre los pueblos del Éufrates de los que había surgido en
primer lugar. Los últimos días de ese dominio están posiblemente anunciados por
una lacónica referencia a la “hueste de Occidente” en el trigésimo sexto año de Samsuiluna.
Una tercera
expedición contra el rebelde del sur fue enviada por Abieshu,
hijo y sucesor de Samsuiluna, cuyo largo reinado de
veintiocho años no estuvo marcado por ningún acontecimiento externo conocido
aparte de este espectacular fracaso, que sólo relata la crónica; intentó
atrapar a Iluma-ilum represando el Tigris, pero
aunque su terraplén tuvo éxito, el líder rival escapó. Los restantes actos de Abieshu registrados en sus fechados no fueron mucho más que
dedicatorias de estatuas, con alguna construcción y excavación de canales en
sus restringidos límites. Se ha pensado que dos fechas que se refieren a la
colocación de estatuas en el templo del dios Luna atestiguan su control de Ur, pero parece más bien que tenía un santuario en Babilonia
al que se había apropiado el antiguo nombre del templo de la Luna en Ur, y éste era el destinatario de sus dedicaciones. Sobre
esta cuestión las tablillas encontradas en Ur son
decisivas en sentido negativo, pues ninguna lleva una fecha de este rey. Así de
infructuoso en el sur, a Abieshu le fue peor en el
norte, pues parece que fue en su reinado cuando el Éufrates medio se perdió a
manos de Babilonia y se fundó un nuevo reino en el distrito de Khana.
Los tres
sucesores que aún habrían de mantener durante largos aunque ingloriosos reinados la línea real en Babilonia siguieron el modelo que habían trazado
tantos reyes desde la caída de la Tercera Dinastía de Ur:
permanecieron en su mayor parte en casa, en un reino estrecho, atendiendo a sus
funciones religiosas y sin dar ni recibir muchos problemas entre sus vecinos.
De hecho, Ammiditana, el siguiente rey, se afanó en
el sur al final de su reinado, pues entonces destruyó una fortificación “que la
gente de Damiq-ilishu había construido”; esto debió
de ser un intento de usurpación de los reyes del País del mar, pues Damiq-ilishu era sin duda el tercer nombrado en las listas
de éstos, y en este sincronismo reside el principal interés del incidente, pues
la cronología de este periodo dista mucho de ser segura. Aún se conservan
algunas cartas enviadas por estos últimos reyes de Babilonia; su contenido no
tiene mucha importancia y no dan ninguna indicación sobre la extensión del
reino, ya que en su mayoría están dirigidas a Sippar. Bajo Samsuiluna se dieron muchas instrucciones a los jueces de esa ciudad sobre casos que
habían sido alegados y resueltos ante el tribunal del rey. Abieshu y Ammiditana se ocupaban principalmente de exigir las
cuotas que se decía que estaban atrasadas, y las cartas de Ammisaduqa están casi todas dedicadas a ordenar a los pastores que acudieran con sus
rebaños a la recogida de lana que se celebraba en la Casa de la Fiesta de Año
Nuevo en Babilonia. De mucho más interés que cualquiera de los acontecimientos
menores registrados en el reinado de este rey son dos documentos supervivientes
con los que su nombre está relacionado casi incidentalmente: las “tablillas de
Venus”, que han proporcionado importantes pruebas (aunque no concluyentes y muy
discutidas) a los cronólogos modernos, y el “edicto”, que ha revelado en gran
parte los términos reales de una promulgación oficial que se había convertido
en una necesidad en esta época que todo rey promulgara al acceder al trono.
VII.
COMIENZOS DE
LA DINASTÍA KASSITA
En el noveno
año de Samsuiluna, y de nuevo en el tercero (?) de su
hijo, se produce una mención, tentadora en su desnudez, de “la hueste casita”.
Estos encuentros se produjeron con más de treinta años de diferencia, un
comienzo apropiadamente lento del movimiento que introdujo una era de nada menos
que 576 años, la dinastía casita, siglos que fueron testigos de un persistente
estancamiento de Babilonia y el sur, con la transferencia de poder e interés a
Asiria y el norte. Los kasitas eran tan ajenos como los gutianos en una generación anterior, pero la antigua “tierra” había perdido su fuerza de
reacción y recuperación: nunca surgió otro Utu-khegal.
Estos
primeros atisbos de los futuros gobernantes son tan fugaces e insustanciales
como los propios primeros reyes de los que se tiene constancia, que apenas
tienen existencia fuera de la tradición histórica posterior que se encuentra en
las listas de reyes y las crónicas. Por lo tanto, su interés para los
historiadores modernos se limita necesariamente a una mera cuestión de
cronología, ya que tres figuras principales ocupan juntas el primer plano en
estos años, las dinastías de Babilonia, de los del país del mar y de los
casitas, con la presencia entre bastidores de potencias más poderosas, los
asirios y los hititas; todas ellas tienen que ser puestas en escena, y la luz
de las pruebas disponibles es demasiado escasa y tenue para discernir su
interacción.
Este
capítulo no se ocupa de la cuestión de la cronología: según el sistema adoptado
en esta Historia, se considera que el primer rey kasita Gandash o Gaddash es contemporáneo de Samsuiluna,
y que su reinado de dieciséis años comenzó con su supuesta invasión en el
noveno año de ese rey. Esto, de hecho, ha sido fuertemente discutido sobre la
base de que prácticamente no se ha encontrado ningún rastro de gobierno o
población kasita en ninguna de las pruebas relativas al largo período entre Samsuiluna y el final de su dinastía. A esto la excepción
más notable es un rey llamado Kashtiliash que ha sido
descubierto reinando, con otros reyes locales, en la tierra de Khana, cerca de la confluencia del Khabur y el Éufrates.
Ninguno de los otros miembros de este grupo ni de las personas implicadas en
los documentos llevan nombres casitas, aunque hay un elemento casita más en el
nombre de un canal excavado por otro de esta línea. Por débiles que sean estos
indicios no es posible discutir su significado ni negar la presencia de
influencia e incluso supremacía kasitas, aunque en un barrio extrañamente
alejado del presunto origen de los kasitas, como pueblo de los Zagros, donde a
menudo fueron hostigados por los reyes asirios6 en generaciones posteriores.
Nada más se sabe de este pequeño reino de Khana, e
incluso no está atestiguado ningún contacto en el tiempo, ni relaciones con los
reyes de Babilonia; sólo de sus nombres puede deducirse que fue un sucesor
efímero en un vacío dejado por la retirada de éstos de su último dominio sobre
el Éufrates.
Ninguna
prueba directa, en forma de inscripciones contemporáneas, se refiere a los
primeros reyes kasitas: no tienen historia. Sólo constituye una media excepción
una copia tardía de un breve texto atribuido a Gandash,
el primero de todos los reyes kasitas (y que le llama “rey de Babilonia”). Esto
no hace más que registrar su reparación de un templo E-kur, “que había sido
profanado en la toma de Babilonia”. Se ha afirmado o negado varias veces la
autenticidad de esto, pero los únicos argumentos disponibles son indirectos, y
cuando éstos pueden aducirse por ambas partes podemos contentarnos con la mera
improbabilidad de una falsificación descarada con algún propósito que sólo
puede ser hipotético. Si entonces Gandash dejó en
Babilonia tal memorial, la captura de Babilonia"a la que se refiere podría, de nuevo, entenderse como una conquista por él mismo
o como la conquista atestiguada por los hititas, que pronto se relatará. En
cualquiera de los dos casos nos veríamos obligados, al parecer, a situar el
reinado de Gandash después del final de Samsuditana y de la Primera Dinastía de Babilonia.
Último de su
dinastía, Samsuditana reinó durante treinta y un años
no iluminados por ningún logro notable, y débilmente esbozados por fechas-año
en parte no recuperadas, en parte no situadas, y en parte poco fiables. Es
notable lo uniformemente largos e imperturbables que parecen los reinados de
estos cuatro últimos miembros de la Primera Dinastía, una época que se hundía
lentamente en la decadencia y se hilaba a sí misma sólo porque no había un
vecino con fuerza suficiente para cortar incluso un hilo tan delgado. Por fin
llegó un destructor,con una rapidez y desde una
distancia como de relámpago: “en tiempos de Shamash-ditana”,
dice, una crónica tardía, “el hitita llegó a la tierra de Acad”. Esta lacónica
nota, todo lo que registra el acontecimiento desde el lado babilónico, está
redactada con una evidente reserva que ha puesto en duda la interpretación
natural, que un hitita, atacara por fin poniendo fin a la persistente dinastía
de Babilonia. Del lado hitita hay afortunadamente un relato más claro, aunque
todavía muy sumario. Que los “prisioneros y posesiones” llevados a Khattusha indican de hecho una captura y saqueo de
Babilonia queda mejor establecido por una inscripción conservada del noveno rey
kasita Agum (II, llamado kakrime),
que relata que trajo de vuelta a su templo al dios Marduk y a su consorte Sarpanitum, los dioses de Babilonia, desde “una
tierra lejana, la tierra de Khani”. Lo más natural es
entender esto como el rescate de estos dioses de sus captores hititas y su
recepción por el rey babilonio en un punto intermedio de su viaje de vuelta a
casa. La información (supuestamente del propio dios) de que había pasado
veinticuatro años “en la tierra hitita”, promoviendo el comercio de exportación
de Babilonia, es casi con toda seguridad hacer de la necesidad virtud, una
bonita explicación de su cautiverio real; pero ha proporcionado una auténtica
pieza de evidencia para la tan discutida cronología de este periodo.
El
testimonio material de la civilización de estos últimos reinados es
excepcionalmente escaso, y la calidad de los objetos restantes evoca claramente
una época de decadencia. No ha sobrevivido ninguna obra importante de escultura
o metalurgia, sólo las frecuentes alusiones en las fórmulas de datación a
estatuas divinas o humanas o emblemas de los dioses adornados con metales y
piedras preciosas, que probablemente se realizaron con la antigua técnica de
una fina capa de metal sobre un núcleo de madera. Faltan igualmente las figuras
pequeñas, y ni siquiera tenemos esas ofrendas menores con inscripciones reales
o privadas que rara vez faltan de otras generaciones. Sólo quedan los sellos
cilíndricos en buen número, y ya se ha dicho que su estilo y factura se vuelven
retrógrados en esta época, la pobreza de diseño va de la mano de un creciente
descuido del acabado. Una prueba singular atestigua, sin embargo, un arte
floreciente, que parece haber surgido rápidamente hacia esta época. En el
primer año de Gulkishar, sexto rey de la dinastía
Sealand, está fechada una tablilla muy curiosa inscrita con recetas secretas
para la fabricación de varios tipos de vidrio, cada uno de los cuales lleva un
nombre comercial. Tan avanzada estaba la técnica de este arte que ya se había
convertido en un apreciado misterio entre los artesanos y, en consecuencia,
esta tablilla, en la que se consagran los secretos, fue escrita en un estilo de ingenuidad escribana, probablemente destinado a ser inteligible
sólo para quienes poseyeran cierto vocabulario restringido a los adeptos de
este oficio. Que se acepte o no la adscripción (que es original y explícita) de
estas recetas a la época de Gulkishar debe depender
en parte de la fecha que se asigne a su reinado, pero en general parece ser
aproximadamente un siglo anterior a los primeros vasos de vidrio de Egipto, que
aparecen bajo el reinado de Tutmosis III (1504-1450). El trabajo del vidrio
alcanzó evidentemente una perfección bastante repentina hacia esta época,
siendo su desarrollo obra de una escuela de inventores y técnicos, tal vez de
origen sirio (pues la tradición situaba el comienzo del vidrio en ese país)
pero de actividad internacional.
El vidrio
refleja un último destello en la “edad oscura” que se asentó sobre todas las
tierras de Asia occidental, a medida que nuevos pueblos llegaban para heredar
pero transformar el legado de Sumer y Acad. En el centro, nuestro capítulo se
cierra adecuadamente en el
El cristal
refleja un último destello en la “edad oscura” que se asentó sobre todas las
tierras de Asia occidental, a medida que nuevos pueblos llegaban para heredar
pero transformar el legado de Sumer y Acad. En el centro, nuestro capítulo se
cierra apropiadamente con la retirada de Marduk de su ciudad, abandonándola a
la lucha y a la aflicción, un vacío que llenarán gradualmente los maravillados
extranjeros.
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