cristoraul.org |
SALA DE LECTURA B.T.M. |
EGIPTO
DESDE LA FUNDACIÓN Y EXPANSIÓN DEL IMPERIO EGIPCIO
HASTA EL ADVENIMIENTO DE SHAMSI ADAD I EL ASIRIO
A pesar del aislamiento estratégico y de la aparente
seguridad del valle del Nilo frente a los ataques extranjeros, el país es, sin
embargo, vulnerable tanto al norte como al sur. Desde su ocupación de Egipto,
los británicos han tenido que hacer frente a peligrosos asaltos desde ambas
direcciones: desde el sur a manos de los fanáticos mahdistas;
y desde el norte en el ataque turco al Canal de Suez durante la Gran Guerra.
Estas experiencias modernas de los británicos en Egipto ilustran de forma muy
llamativa la antigua situación al comienzo del Nuevo Reino o Imperio. El Reino
Medio había caído en manos de los hicsos, los invasores asiáticos a los que los
egipcios no perdonaron ni olvidaron. Lo poco que se sabe de este misterioso
enemigo ha sido registrado, y con su expulsión por Ahmose (Aahmes) la historia egipcia entra en una nueva etapa.
Apenas Ahmose (1580-1557
a.C.) liberó al país de la presión de los hicsos en las fronteras del norte, se
vio obligado a dirigir su atención hacia el sur. El largo periodo de
desorganización que siguió al Reino Medio había dado a los nubios una
oportunidad de rebelión que no desaprovecharon, Ahmose invadió
el país y no sabemos hasta dónde penetró, pero evidentemente no encontró
ninguna resistencia seria en la recuperación del antiguo territorio entre la
primera y la segunda catarata. Sin embargo, apenas se encontraba fuera del país,
sus inveterados rivales en Egipto, al sur de el-Kab,
que le habían molestado durante la guerra de Hicsos, se levantaron de nuevo
contra él.
Totalmente derrotados en una batalla en el Nilo, se
levantaron de nuevo, y Ahmose se vio
obligado a sofocar una rebelión más antes de quedar en posesión indiscutible
del trono.
El líder de la familia noble de el-Kab, Ahmose hijo de Ebana,
que siguió siendo fiel al rey, fue recompensado por su valor en estas acciones
con el regalo de cinco esclavos y cinco stat (casi
tres acres y medio) de tierra en el-Kab, que le
regaló su soberano. De este modo, el nuevo faraón vinculó a sus partidarios a
su causa. Sin embargo, no se limitó a las tierras, los esclavos y el oro, sino
que en algunos casos incluso concedió a los príncipes locales, los pocos
descendientes supervivientes de los señores feudales del Reino Medio, títulos
elevados y reales, como el de primer hijo del rey, que si bien tal vez
conllevaban pocas o ninguna prerrogativa, satisfacían la vanidad de las antiguas
e ilustres familias, como la de el-Kab, que se
merecían lo mejor de sus manos.
Parece que fueron pocos los nobles locales que apoyaron
así a Ahmose y se ganaron su favor. El
mayor número se opuso tanto a él como a los hicsos y pereció en la lucha. Como
sus rivales más afortunados no eran ahora más que funcionarios administrativos,
militares o de la corte, los señores feudales desaparecieron así prácticamente.
Las tierras que constituían sus posesiones hereditarias fueron confiscadas y
pasaron a la corona, donde permanecieron permanentemente. Hubo una notable
excepción: a la casa de el-Kab, a la que tanto debía
la dinastía tebana, se le permitió conservar sus tierras y, dos generaciones
después de la expulsión de los hicsos, el jefe de la casa aparece como señor,
no sólo de el-Kab, sino también de Esneh y de todo el territorio intermedio. Además, se
le otorgó el cargo administrativo, aunque no la posesión hereditaria, de las
tierras del sur desde las cercanías de Tebas (Per-Hathor) hasta el-Kab. Esta excepción no sirve sino para acentuar más la
total extinción de la nobleza terrateniente, que tan ampliamente había formado
la sustancia de la organización gubernamental bajo el Reino Medio. Encontramos,
en efecto, un puñado de barones que todavía llevan sus antiguos títulos
feudales, pero residían en Tebas y eran enterrados allí. Todo Egipto se
convirtió así en el patrimonio personal del faraón, al igual que después de la
destrucción de los mamelucos por Mohamed Alí a principios del siglo XIX. Es
este estado de cosas el que en la tradición hebrea se representó como el
resultado directo de la sagacidad de José.
El curso de los acontecimientos, que culminó con la
expulsión de los hicsos, determinó para Ahmose la
forma que iba a asumir el nuevo estado. Ahora estaba al frente de un fuerte
ejército eficazmente organizado y soldado por largas campañas y asedios
prolongados durante años, durante los cuales había sido tanto general en el
campo como jefe del estado. El carácter del gobierno se derivó automáticamente
de estas condiciones. Egipto se convirtió en un estado militar. La larga guerra
con los hicsos había educado al egipcio como soldado, el gran ejército o Ahmose había pasado años en Asia, e incluso había
estado durante un periodo más o menos largo entre las ricas ciudades de Siria.
Habiendo aprendido a fondo la guerra, y habiendo percibido la enorme riqueza
que se podía ganar con ella en Asia, toda la tierra se despertó y se agitó con
un ansia de conquista, que no se apagó durante dos siglos. Las riquezas, las
recompensas y los ascensos que se ofrecían al soldado profesional eran un
incentivo constante para la carrera militar, y las clases medias, habitualmente
tan poco belicosas, entraban ahora en las filas con ardor. Entre los
supervivientes de la clase noble la profesión de las armas se convirtió en la
más atractiva de todas las carreras. En las autobiografías que han dejado en
sus tumbas de Tebas narran con la mayor satisfacción las campañas que
realizaron al lado del faraón y los honores que éste les concedió. Muchas
campañas, cuyo registro se habría perdido irremediablemente, han llegado así a
nuestro conocimiento a través de una de estas biografías militares, como la
de Ahmose, hijo de Ebana,
que ya hemos nombrado. Los hijos del faraón, que en el Reino Antiguo ocupaban
cargos administrativos, eran ahora generales del ejército.
Durante el siguiente siglo y medio, por tanto, la historia
de los logros del ejército será la historia de Egipto, ya que el ejército se
había convertido ahora en la fuerza dominante y en el principal motor del nuevo
estado. En cuanto a su organización, superaba con creces a la milicia de los
viejos tiempos, aunque sólo fuera porque ahora era un ejército permanente. Se
organizó en dos grandes divisiones, una en el Delta y otra en la zona alta. En
Siria había aprendido la táctica y la correcta disposición estratégica de las
fuerzas, lo más temprano que conocemos en la historia. Ahora encontraremos la
partición de un ejército en divisiones, oiremos hablar de alas y centro,
incluso trazaremos un movimiento de flanco y definiremos líneas de batalla.
Todo esto es fundamentalmente diferente de las desorganizadas expediciones de
saqueo que los monumentos de las épocas más antiguas describen ingenuamente
como guerras. Las tropas estaban armadas como antaño con arco y lanza, y la
infantería estaba formada por lanceros y arqueros, Mientras que los arqueros
del Reino Medio llevaban a menudo sus flechas sueltas en la mano, la aljaba
había sido introducida ahora desde Asia. De este modo, les resultaba más fácil
aprender el tiro con arco “a fuego” por callejones, y los temidos arqueros de
Egipto adquirieron ahora una reputación que persistió y que les hizo ser
temidos incluso en la época clásica. Pero además, al haber introducido los
hicsos el caballo en Egipto, los ejércitos egipcios poseían ahora, por primera
vez, una gran proporción de carros de combate. No se empleaba la caballería en
el sentido moderno del término. Los hábiles artesanos de Egipto pronto
dominaron el arte de la fabricación de carros, mientras que los establos del
faraón contenían miles de los mejores caballos que se podían conseguir en Asia.
De acuerdo con el espíritu de la época, el faraón se hacía acompañar en todas
sus apariciones públicas por una escolta de tropas de élite y un grupo de sus
oficiales militares favoritos. Con semejante fuerza a sus espaldas, el hombre
que expulsó a los hicsos era totalmente dueño de la situación.
Evidentemente, a él le debemos en gran medida la
reconstrucción del estado que ahora emergía de las turbulencias de dos siglos
de desorden interno e invasión extranjera. Este nuevo estado se nos revela con
más claridad que el de cualquier otro periodo de la historia egipcia bajo
dinastías autóctonas, y aunque reconocemos muchos elementos que sobreviven de tiempos
anteriores, discernimos también mucho que es nuevo. La posición suprema que
ocupaba el faraón suponía una participación muy activa en los asuntos de
gobierno. Acostumbraba a reunirse todas las mañanas con el visir, que seguía
siendo el resorte principal de la administración, para consultar con él todos
los intereses del país y todos los asuntos corrientes que necesariamente caían
bajo su mirada. Inmediatamente después celebraba una conferencia con el
tesorero jefe. Estos dos hombres controlaban los principales departamentos del
gobierno: la tesorería y el poder judicial. La oficina del faraón, en la que le
hacían sus informes diarios, era el órgano central de todo el gobierno donde
convergían todas sus líneas. Incluso en el limitado número de documentos
estatales o administrativos que se nos han conservado, se percibe la gran
cantidad de cuestiones detalladas de la administración práctica que decidía el
atareado monarca. La administración interna exigía frecuentes viajes para
examinar las nuevas construcciones y comprobar todo tipo de abusos oficiales.
También los cultos oficiales en los grandes templos exigían cada vez más el
tiempo y la atención del monarca, los rituales en los vastos templos estatales
aumentaron en complejidad con el desarrollo de la elaborada religión estatal.
Estos viajes se sumaban a sus numerosas empresas en el extranjero y a menudo
requerían su liderazgo personal. Además de las frecuentes campañas en Nubia y
Asia, visitaba las canteras y las minas del desierto o inspeccionaba las rutas
del desierto, buscando lugares adecuados para los pozos y las estaciones. En
estas circunstancias, la carga superaba inevitablemente los poderes de un solo
hombre, incluso con la ayuda de su visir. Por lo tanto, a principios de la
dinastía XVIII, el creciente negocio del gobierno obligó al faraón a nombrar
dos visires, uno de los cuales residía en Tebas, para la administración del
sur, desde la catarata hasta el nomo de Siut;
mientras que el otro, que tenía a su cargo toda la región al norte de este
último punto, vivía en Heliópolis.
A efectos administrativos, el territorio de Egipto estaba
dividido en distritos irregulares, de los cuales había al menos veintisiete
entre Siut y la catarata. El país en su
conjunto debía estar dividido en más del doble de ese número. En las antiguas
ciudades, el jefe de gobierno seguía llevando el título feudal de conde, pero
éste indicaba ahora únicamente funciones administrativas y podría traducirse
mejor por “alcalde” o gobernador. En cada una de las ciudades más pequeñas
había también un regidor, pero en el resto sólo había registradores y
escribanos, con uno de ellos a la cabeza. Como veremos, estos hombres servían
tanto como administradores, principalmente en calidad de fiscales, como de
funcionarios judiciales dentro de sus distritos.
El gran objetivo del gobierno era hacer que el país fuera
económicamente fuerte y productivo. Para asegurar este fin, sus tierras, que
ahora eran principalmente propiedad de la corona, eran trabajadas por los
siervos del rey, controladas por sus funcionarios, o confiadas por él como
feudos permanentes e indivisibles a sus nobles favoritos, sus partidarios y
parientes. Las parcelas divisibles también podían estar en manos de los
arrendatarios de las clases no tituladas. Ambas clases o tenencias podían ser
transferidas por testamento o venta de forma muy similar a como si el tenedor
fuera realmente propietario de la tierra. A efectos fiscales, todas las tierras
y otras propiedades de la corona, excepto las que estaban en posesión de los templos,
se registraban en los registros fiscales de la Casa Blanca, como todavía se
llamaba la tesorería. En base a ellos se tasaban los impuestos. Todavía se
recaudaban en especie: ganado, grano, vino, aceite, miel, tejidos y similares.
Además de los patios de ganado, el granero era el principal subdepartamento de
la Casa Blanca, y había otros innumerables almacenes para guardar sus ingresos.
Todos los productos que llenaban estos depósitos se denominaban “mano de obra”,
palabra que se empleaba en el antiguo Egipto como nosotros utilizamos los
impuestos. Si podemos aceptar la tradición hebrea transmitida en la historia de
José, tales impuestos comprendían una quinta parte del producto de la tierra.
A diferencia de la Grecia y la Roma primitivas, que
durante siglos no contaron con una organización de funcionarios estatales para
la recaudación de impuestos, el Estado egipcio, desde los días del Antiguo
Reino, había organizado a sus funcionarios locales principalmente para ese fin.
Su recaudación y su pago a partir de los distintos polvorines para pagar las
deudas del gobierno exigían una multitud de escribas y subordinados, ahora más
numerosos que nunca en la historia del país. El tesorero principal, a su
cabeza, estaba bajo la autoridad del visir, a quien el primero rendía un
informe cada mañana, tras lo cual recibía permiso para abrir las oficinas y los
polvorines para los asuntos del día. La recaudación de una segunda clase de
ingresos, los que pagaban los propios funcionarios locales como impuesto sobre
sus cargos, estaba exclusivamente en manos de los visires. Este impuesto sobre
los funcionarios consistía principalmente en oro, plata, gramos, ganado y lino.
Desgraciadamente nuestras fuentes no permiten calcular ni siquiera el total
aproximado de este impuesto, pero los funcionarios bajo la jurisdicción del
visir del sur le pagaban anualmente al menos unos 220.000 granos de oro, nueve
collares de oro, más de 16.000 gramos de plata, unos cuarenta arcones y otras
medidas de lino, ciento seis reses de todas las edades y algo de grano. Sin
embargo, estas cifras se quedan cortas, probablemente, en al menos un veinte
por ciento del total real. Como es de suponer que el rey recibía una cantidad
similar de las recaudaciones del visir del norte, este impuesto sobre los
funcionarios constituía una suma majestuosa en los ingresos anuales. Pero no
podemos formarnos una estimación del total de todos los ingresos.
De los ingresos reales de todas las fuentes en la XVIII
Dinastía el visir del sur tenía el cargo general. La cuantía de todos los
impuestos que debían recaudarse y la distribución de los ingresos una vez
cobrados se determinaban en su oficina, donde se mantenía constantemente un
balance. Para controlar tanto los ingresos como los egresos, todos los
funcionarios locales le hacían un informe fiscal mensual, y así el visir del
sur podía proporcionar al rey de mes en mes un estado completo de los recursos
previstos en el tesoro real. Los impuestos dependían tanto, como aún lo hacen,
de la altura de la inundación y de las consiguientes perspectivas de una
cosecha abundante o escasa, que también se le informaba del nivel de la crecida
del río. Como los ingresos de la corona fueron, en adelante, aumentados en gran
medida por los tributos extranjeros, éstos fueron también recibidos por el
visir del sur y por él comunicados al rey. El gran visir, Rekh-mire, se representa en los magníficos relieves de su
tumba recibiendo tanto el tributo de los príncipes vasallos asiáticos como el
de los jefes nubios.
En la administración de justicia, el visir del sur
desempeñaba un papel aún mayor que en la tesorería. Aquí era supremo. Los
magnates de las “decenas del sur”, como se les llamaba, que en otro tiempo
poseían importantes funciones judiciales, y “las seis grandes casas”, o
tribunales de justicia, de los que el visir era jefe, habían perdido su poder o
desaparecido. Mientras tanto, los funcionarios de la administración eran
incidentalmente los dispensadores de justicia. Prestaban constantemente sus
servicios en calidad de jueces. Aunque no había una clase de jueces con
funciones exclusivamente jurídicas, todo hombre de rango administrativo
importante estaba completamente versado en la ley y debía estar listo en
cualquier momento para servir como juez. El visir no era una excepción. Todos
los peticionarios de reparación legal se dirigían primero a él en su sala de
audiencias; si era posible en persona, pero en cualquier caso por escrito. Para
ello celebraba una audiencia diaria o “sesión”, como la llamaban los egipcios.
Todas las mañanas “la gente se agolpaba en el casco del visir, donde los
ujieres y alguaciles los empujaban en fila para que fueran escuchados, por
orden de llegada, uno tras otro”. En los casos relativos a las tierras situadas
en Tebas estaba obligado por ley a emitir una decisión en tres días, pero si
las tierras se encontraban en el “Sur o el Norte” necesitaba dos meses. Estos
casos exigían un acceso rápido y cómodo a los archivos. Por lo tanto, todos
fueron archivados en sus oficinas. Nadie podía hacer un testamento sin archivarlo
en la sala del visir. Las copias de todos los archivos de los nomo, los
registros de las fronteras y todos los contratos se depositaban en él o en su
colega del norte. Todo peticionario al rey estaba obligado a entregar su
petición por escrito en la misma oficina.
Además de la sala del visir, también llamada el gran
consejo, había tribunales locales en todo el territorio, que no tenían
principalmente un carácter jurídico, siendo, como ya hemos explicado, un mero
cuerpo de oficios administrativos en cada distrito, que estaban
correspondientemente facultados para juzgar los casos. Eran los “grandes
hombres de la ciudad” o “el consejo local”, y actuaban como los representantes
locales del gran consejo. El número de estos tribunales locales es totalmente
incierto, pero los dos más importantes que se conocen estaban en Tebas y
Menfis. En Tebas su composición variaba de un día a otro; en los casos de
naturaleza delicada, en los que estaban implicados los miembros de la casa
real, era designado por el visir; y en caso de conspiración contra el
gobernante, el propio monarca los comisionaba, con instrucciones para
determinar quiénes eran los culpables, y con poder para ejecutar la sentencia.
Todos los tribunales estaban formados en gran parte por sacerdotes. Sin
embargo, no gozaban de la mejor reputación entre el pueblo, que se lamentaba de
la desdichada situación del que se presenta solo ante el tribunal cuando es un
hombre pobre y su oponente es rico, mientras el tribunal lo oprime (diciendo):
“¡Plata y oro, para los escribas! Ropa para los sirvientes!”. Porque, por
supuesto, el soborno del rico era a menudo más fuerte que la justicia de la
causa del pobre.
La ley a la que apelaban los pobres estaba registrada por
escrito desde hacía mucho tiempo, y gran parte de ella era sin duda muy
antigua. El visir estaba obligado a tenerla constantemente ante sí, contenida
en cuarenta rollos (cuatro decálogos) que se exponían ante su daïs en todas sus sesiones públicas, donde sin
duda eran accesibles a todos. Desgraciadamente este código ha perecido, pero de
su justicia no podemos dudar, pues al parecer ya en el Reino Medio el visir
había sido amonestado por el faraón: “No te olvides de juzgar la justicia. Es
una abominación del dios mostrar parcialidad... He aquí que el temor de un
príncipe es que haga justicia... En cuanto al que hará justicia ante todo el
pueblo, es el visir”. Incluso los conspiradores contra la vida del rey no eran
condenados a muerte de forma sumaria, sino que eran entregados a un tribunal
legalmente constituido para ser debidamente juzgados, y condenados sólo cuando
eran declarados culpables. Por lo tanto, el gran mundo de los habitantes del
Nilo bajo el Imperio no estaba a merced del capricho arbitrario del rey o de la
corte, sino que se regía por un amplio cuerpo de leyes respetadas desde hace
mucho tiempo, que incorporaban principios de justicia y humanidad.
La fuerza motriz de la organización y administración de
Egipto era el visir del sur. Recordamos que acudía todas las mañanas y tomaba
consejo con el faraón sobre los asuntos del país; y el único freno a su control
irrestricto del estado era una ley que le obligaba a informar del estado de su
administración al tesorero principal. Su oficina era el medio de comunicación
con las autoridades locales, que le informaban por escrito el primer día de
cada estación, es decir, tres veces al año. Es entonces en su oficina donde se
percibe la completa centralización del gobierno en prácticamente todas sus
funciones. Era ministro de la guerra, tanto del ejército como de la marina, y
tenía el control legal de los templos de todo el país, por lo que era ministro
de asuntos eclesiásticos. Además de sus responsabilidades en materia de
tesorería, tenía la supervisión económica de muchos recursos importantes del
país, ya que no se podía cortar madera sin su permiso, y la administración del
riego y el suministro de agua estaba a su cargo. Para establecer el calendario
de los asuntos del Estado, se le informaba de la subida de Sirio. Ejercía
funciones de asesoramiento en todos los oficios del Estado; mientras su cargo
no estaba dividido con un visir del norte, era el gran administrador de todo
Egipto. Era un verdadero José, y debe haber sido este cargo el que el narrador
hebreo tenía en mente como aquel para el que fue nombrado José. Era considerado
por el pueblo como su gran protector, y no se podía proferir mayor elogio a
Amón cuando se dirigía a él un adorador que llamarlo el visir del pobre que no
acepta el soborno del culpable. Su nombramiento era de tal importancia que lo
hizo el propio rey, y las instrucciones que le dio el monarca en aquella
ocasión no eran las que cabría esperar de los labios de un conquistador
oriental de hace tres mil quinientos años. Muestran un espíritu de bondad y
humanidad y exhiben una apreciación del arte del Estado sorprendente en una
época tan remota. Así era el gobierno de la época imperial en Egipto.
En la sociedad, la desaparición de la nobleza
terrateniente y la administración de los distritos locales por un ejército de pequeños
funcionarios de la corona, abrió el camino más plenamente que en el Reino Medio
a numerosas carreras oficiales entre la clase media. Estas oportunidades
debieron obrar un cambio gradual en su condición. Uno de estos funcionarios
relata así su oscuro origen: “Hablaréis de ello, unos a otros, y los ancianos
lo enseñarán a los jóvenes. Yo era uno cuya familia era pobre y cuyo pueblo era
pequeño, pero el Señor de las Dos Tierras [el rey] me reconoció; fui
considerado grande en su corazón, el rey en el esplendor de su palacio me vio.
Me exaltó más que a los cortesanos, introduciéndome entre los príncipes del
palacio”. Tales posibilidades de promoción y favor real esperaban el éxito en
la administración local; pues en algún cargo local debió comenzar la carrera de
este desconocido funcionario de la pequeña ciudad. Así creció una nueva clase
oficial cuyos rangos inferiores procedían de la antigua clase media, mientras
que por otro lado en sus estratos superiores se encontraban los parientes y
dependientes de la antigua nobleza terrateniente, por quienes se administraban
los cargos locales más altos e importantes. Aquí la clase oficial se fundió
gradualmente en el amplio círculo de favoritos reales que ocupaban los grandes
cargos del gobierno central o comandaban las fuerzas del faraón en sus
campañas. Como ya no existía la nobleza feudal, los grandes funcionarios del
gobierno y los comandantes militares se convirtieron en los nobles del Imperio,
o del Nuevo Reino, como se le llama. La antigua clase media de comerciantes,
artesanos cualificados y artistas también sobrevivió y continuó reponiendo los
rangos inferiores de la clase oficial. Por debajo de éstos se encontraban las
masas que trabajaban los campos y las fincas, los siervos del faraón. Formaban
una parte tan grande de los habitantes que el escriba hebreo, que evidentemente
escribía desde el exterior, sólo conocía a esta clase de la sociedad junto a
los sacerdotes. Estos estratos inferiores desaparecieron y dejaron poco o
ningún rastro, pero la clase oficial pudo ahora erigir tumbas y estelas
mortuorias en un número tan sorprendente que nos proporcionan una vasta masa de
materiales para reconstruir la vida y las costumbres de la época.
Un funcionario que levantó el censo en la dinastía XVIII dividió
al pueblo en soldados, sacerdotes, siervos reales y todos los artesanos, y esta
clasificación está corroborada por todo lo que sabemos de la época; aunque
debemos entender que todos los llamados de la clase media libre se incluyen
aquí entre los soldados. Por tanto, los soldados del ejército permanente se
habían convertido ahora también en una clase social. La clase media libre,
sujeta al servicio militar, fue llamada ciudadanos del ejército, un término ya
conocido en el Reino Medio, pero ahora muy común; de modo que la
responsabilidad del servicio militar se convirtió en la designación
significativa de esta clase de la sociedad. Políticamente, la influencia del
soldado crecía con cada reinado y pronto se convirtió en el apoyo natural del
faraón en la ejecución de numerosos encargos civiles en los que antes no se
había empleado al soldado.
Junto al soldado apareció otra nueva y poderosa
influencia, la antigua institución del sacerdocio. Como consecuencia natural de
la gran riqueza de los templos bajo el Imperio, el sacerdocio se convirtió en
una profesión, ya no en un mero cargo incidental desempeñado por un laico, como
en los Reinos Antiguo y Medio. A medida que los sacerdotes aumentaban en
número, ganaban cada vez más poder político; mientras que la creciente riqueza
de los templos exigía para su correcta administración un verdadero ejército de
funcionarios del templo de todo tipo, que eran desconocidos en los antiguos
días de simplicidad. Probablemente una cuarta parte de todas las personas
enterradas en el gran y sagrado cementerio de Abidos en
esta época eran sacerdotes. Las comunidades sacerdotales habían crecido así.
Todos estos cuerpos sacerdotales estaban ahora unidos en una nueva organización
sacerdotal que abarcaba toda la tierra. El jefe del templo estatal de Tebas, el
Sumo Sacerdote de Amón, era también el jefe supremo de este cuerpo mayor, y su
poder se incrementó así mucho más que el de sus antiguos rivales de Heliópolis
y Menfis. Así, los sacerdotes, los soldados y los funcionarios se erigían ahora
juntos como tres grandes clases sociales.
La religión estatal mantenida por el sacerdocio era en sus
observancias externas más rica y elaborada de lo que Egipto había visto nunca.
Los días de la antigua simplicidad habían pasado para siempre. La riqueza
obtenida por la conquista extranjera permitió a los faraones dotar en lo
sucesivo a los templos de unas riquezas que ningún santuario de los viejos
tiempos había poseído. Los templos se convirtieron en vastos y magníficos
palacios, cada uno con su comunidad de sacerdotes, y el sumo sacerdote de dicha
comunidad en los centros más grandes era un verdadero príncipe sacerdotal, que
ejercía un considerable poder político. La esposa del sumo sacerdote en Tebas
era llamada la concubina principal del dios, cuya consorte real era nada menos
que la propia reina, a la que se conocía, por tanto, como la “Consorte Divina”.
En el magnífico ritual que ahora prevalecía, su papel consistía en dirigir el
canto de las mujeres que participaban en el servicio. También poseía una
fortuna, que pertenecía a la dotación del templo, y por esta razón era deseable
que la reina ocupara el cargo para retener esta fortuna en la casa real.
La supremacía de Amón siguió ahora al triunfo de un noble
de Tebas como no lo había hecho en el Reino Medio. Aunque el ascenso de una
familia tebana le había dado entonces cierta distinción, no fue hasta ahora que
se convirtió en el gran dios del estado. Su carácter esencial y su
individualidad ya habían sido oscurecidos por la teología solar del Reino
Medio, cuando se había convertido en Amón-Ra, y, con algunos atributos tomados
de su vecino, Min de Coptos, se elevó ahora a una posición única y suprema de
un esplendor sin precedentes. También era popular entre el pueblo y, como dice
un musulmán, Inshallah ('Si Alá quiere'),
el egipcio añadía ahora a todas sus promesas “Si Amón me perdona la vida”. Le
llamaban el visir de los pobres, el pueblo le llevaba sus deseos y carencias, y
sus esperanzas de prosperidad futura estaban implícitas en su favor. Pero la
fusión de los antiguos dioses no había privado a Amón únicamente de su
individualidad, pues en el flujo general casi cualquier dios podía poseer las
cualidades y funciones de los demás, aunque la posición dominante la seguía
ocupando el dios Sol.
Las tendencias ya claramente observables en el Reino Medio
habían configurado las creencias mortuorias del Imperio. Las fórmulas mágicas
por las que los muertos debían triunfar en el Más Allá se hicieron cada vez más
numerosas, de modo que ya no era posible registrarlas en el interior del ataúd,
sino que debían escribirse en papiro y colocar el rollo en la tumba.
Una selección muy variable de los más importantes de estos
textos formó lo que ahora llamamos “El Libro de los Muertos”. Estaba dominado
en todo momento por la magia; por este medio todopoderoso un muerto podía
efectuar todo lo que deseaba. Los lujosos señores del Imperio ya no esperaban
con placer la perspectiva de arar, sembrar y cosechar en los felices campos
de Yarn. Para escapar de esa labor campesina,
se colocaba en la tumba una estatuilla con los aperos de labranza en la mano e
inscrita con un potente amuleto. Este aseguraba al difunto la inmunidad frente
a tales labores, que siempre serían realizadas por este representante en
miniatura del difunto cada vez que se oía la llamada a los campos. Tales “ushabtis” o “respondedores”, como se les denominaba, se
colocaban ahora en la necrópolis por decenas y cientos.
Este medio mágico de obtener el bien material se trasladó
ahora, por desgracia, también al mundo de los valores éticos para asegurar la
exención de las consecuencias de una vida mala. Un escarabajo sagrado o scarabaeus se tallaba en piedra y se le
inscribía un amuleto que comenzaba con las significativas palabras: “Oh,
corazón mío, no te levantes contra mí como testigo”. Tan poderosa era esta
astuta invención cuando se colocaba sobre el pecho de la momia bajo las
envolturas, que cuando el alma culpable se presentaba en la sala del juicio en
la terrible presencia de Osiris, la voz acusadora del corazón se silenciaba y
el gran dios no percibía el mal del que iba a dar testimonio. Asimismo, los
rollos del Libro de los Muertos que contenían, además de todos los demás
amuletos, también la escena del juicio, y especialmente el grato veredicto de
absolución, eran ahora vendidos por los escribas sacerdotales a cualquiera que
tuviera los medios para comprarlos. El nombre del afortunado comprador se
insertaba entonces en los espacios en blanco que se dejaban a tal efecto en
todo el documento; de este modo se aseguraba para él la certeza de tal
veredicto, antes de que se supiera de quién era el nombre que debía insertarse.
La invención de estos artilugios por parte de los sacerdotes, en el esfuerzo
por sofocar la voz admonitoria de su interior, era indudablemente subversiva
para el progreso moral. Las aspiraciones morales que habían llegado a la
religión de Egipto a través de la teología solar, y que habían sido muy
avivadas por el mito osiriano, estaban ahora
ahogadas y envenenadas por la seguridad de que, por muy viciosa que fuera la
vida de un hombre, la exculpación en el más allá podía comprarse en cualquier
momento a los sacerdotes. La literatura sacerdotal sobre el Más Allá, producida
probablemente sin otro propósito que el de obtener ganancias, siguió creciendo.
Tenemos un “Libro de lo que hay en el mundo de las tinieblas” que describe las
doce cavernas u horas de la noche por las que el Sol pasaba bajo la tierra, y
un “Libro de los portales”, que trata de las puertas y fortalezas entre estas
cavernas. Aunque estas composiciones edificantes nunca alcanzaron la amplia
difusión de la que goza el Libro de los Muertos, el primero de los dos fue
grabado en las tumbas de los reyes de las dinastías XIX y XX en Tebas, lo que
demuestra que estas grotescas creaciones de la pervertida imaginación
sacerdotal acabaron por ganarse la credibilidad de los círculos más altos.
El cementerio ilustra gráficamente esta evolución de la
religión egipcia. Como antes, la tumba de los nobles consistía en cámaras
excavadas en la cara del acantilado, y de acuerdo con la tendencia imperante
sus paredes interiores estaban pintadas con escenas imaginarias del otro mundo
y con textos mortuorios y religiosos, muchos de ellos de carácter mágico. Al
mismo tiempo, la tumba también se convirtió en un monumento personal del
difunto; y las paredes de la capilla llevan muchas escenas de su vida,
especialmente de su carrera oficial, incluyendo en particular todos los honores
recibidos del rey. Así pues, las chitas frente a Tebas, abarrotadas como están
de tumbas de los señores del Imperio, contienen capítulos enteros de la vida y
la historia de la época, de la que nos ocuparemos ahora. En un valle solitario,
el “Valle de las Tumbas de los Reyes”, detrás de estos acantilados, los reyes
excavaron sus propias tumbas en las paredes de piedra caliza y la pirámide dejó
de ser empleada. Se excavaron profundas galerías en los acantilados y, pasando
de una sala a otra, terminaban a muchos cientos de metros de la entrada en una
gran cámara, donde se depositaba el cuerpo del rey en un enorme sarcófago de
piedra. Es posible que toda la excavación pretendiera representar los pasajes
del “Mundo de los Infiernos” por los que pasaba el sol en su viaje nocturno.
En la llanura al este de este valle de tumbas (la llanura
occidental de Tebas), al igual que el templo de la pirámide, surgieron los
espléndidos templos mortuorios de los emperadores, de los que más adelante
tendremos ocasión de hablar. Pero estas elaboradas costumbres mortuorias ya no
se limitaban al faraón y a sus nobles; la necesidad de tal equipamiento en
preparación para el más allá era ahora sentida por todas las clases. La
fabricación de tales materiales, resultante de la extensión gradual de estas
costumbres, se había convertido en una industria; los embalsamadores,
enterradores y fabricantes de ataúdes y mobiliario funerario ocupaban un barrio
en Tebas, formando casi un gremio por sí mismos, como lo hicieron en tiempos
griegos posteriores. La clase media podía ahora con frecuencia excavar y
decorar una tumba; pero cuando era demasiado pobre para este lujo, alquilaba un
lugar para sus muertos en grandes tumbas comunes mantenidas por los sacerdotes,
y aquí el cuerpo embalsamado era depositado en una cámara donde las momias se
amontonaban, como maricas, pero sin embargo recibían el beneficio del ritual
mantenido, para todos en común.
LA EXPANSIÓN DEL IMPERIO HASTA LA
MUERTE DE HATSHEPSUT
A medida que Ahmose I
fue ganando tiempo libre de sus arduas guerras, el nuevo estado y las nuevas
condiciones fueron surgiendo lentamente. Ninguno de sus edificios y pocos de
sus monumentos han sobrevivido. Su mayor obra sigue siendo la propia dinastía
XVIII, para cuya brillante carrera sus propios logros habían puesto una base
tan firme. A pesar de su reinado de al menos veintidós años, Ahmose debió de morir joven (1557 a.C.) ya que su
madre aún vivía en el décimo año de su hijo y sucesor, Amenhotep I. Por él fue enterrado en el antiguo
cementerio de la dinastía XI en el extremo norte de la llanura tebana
occidental. Las joyas de su madre, robadas de su tumba vecina en una fecha
remota, fueron encontradas por Mariette ocultas
en los alrededores; y, junto con el cuerpo de Ahmose I,
se conservan ahora en el Museo de El Cairo.
Los asuntos en África no tardaron en apartar a los soberanos
de la nueva dinastía de los grandes logros que les esperaban. Nubia había
estado tanto tiempo sin un brazo fuerte desde el norte que Amenhotep I, sucesor de Ahmose,
se vio obligado a invadir el país por la fuerza. Penetró hasta la frontera del
Reino Medio en la segunda catarata y, habiendo derrotado completamente al jefe
más poderoso, puso el norte de Nubia bajo la administración del alcalde o
gobernador de la antigua ciudad de Nekhen (Hieraconpolis), que ahora se convirtió en el límite norte
de un distrito administrativo del sur, que incluía todo el territorio al sur de
éste, controlado por Egipto, al menos hasta el norte de Nubia, o Wawat, A partir de este momento el nuevo gobernador pudo
ir al norte con el tributo del país regularmente cada año.
Hubo problemas similares en el Delta occidental, donde el
largo periodo de debilidad y desorganización que acompañó al gobierno de los
hicsos había dado a los libios la oportunidad, que siempre habían aprovechado,
de introducirse y ocupar las ricas tierras del Delta. Aunque nuestra única
fuente no menciona ninguna invasión de este tipo, es evidente que la guerra
de Amenhotep I con los libios en este
momento concreto no puede explicarse de otra manera. Encontrando sus agresiones
demasiado amenazantes para ser ignoradas por más tiempo, el faraón los hizo
retroceder e invadió su país. Habiendo aliviado así sus fronteras y asegurado
Nubia, Amenhotep tuvo la libertad de
volver sus armas hacia Asia, Desgraciadamente no tenemos registros de su guerra
siria, pero parece haber penetrado mucho hacia el norte, incluso hasta el
Éufrates; ya que logró lo suficiente como para permitir a su sucesor presumir
de gobernar hasta ese río antes de que éste hubiera emprendido él mismo ninguna
conquista asiática. El arquitecto que levantó sus edificios tebanos, todos los
cuales han perecido, narra la muerte del rey en Tebas, tras un reinado de al
menos diez años.
Existe la duda de si Amenhotep I
dejó un hijo con derecho al trono. Su sucesor, Tutmosis I, era hijo de una
mujer cuyo nacimiento y familia son de dudosa conexión, y su gran hijo
evidentemente obtuvo la realeza por su matrimonio con una princesa de la
antigua línea, llamada Ahmose, a través de la
cual pudo hacer valer una reclamación válida al trono. Esto ocurrió hacia enero
de 1540 o 1535 a.C. Tutmosis I se ocupó enseguida de Nubia, que reorganizó
retirándola del control del alcalde de Nekhen y
poniéndola bajo la administración de un virrey con el título de “Gobernador de
los Países del Sur, Hijo del Rey de Kush”,
aunque no era necesariamente un miembro de la casa real o de nacimiento real.
La jurisdicción del nuevo virrey se extendía hasta la cuarta catarata, y era la
región entre este límite sur y la primera catarata la que se conocía como Kush. Todavía no había ningún reino grande o dominante
en Kush, ni en la baja Nubia, pero el país
estaba bajo el dominio de poderosos jefes, cada uno de los cuales controlaba un
territorio limitado. Fue imposible suprimir a estos gobernantes nativos de
inmediato y casi doscientos años después de esto todavía encontramos a los
jefes de Kush y a un jefe de Wawat tan al norte como Ibrim.
En tiempos de Tutmosis I la mitad sur de la nueva
provincia estaba lejos de estar suficientemente pacificada, y el rey se dirigió
al sur a principios de su segundo año, para supervisar personalmente la tarea
de una subyugación más completa. Partiendo de la primera catarata en febrero o
marzo, a principios de abril Tutmosis había llegado a Tangur,
a unas setenta y cinco millas por encima de la segunda catarata. Habiendo
vencido a los bárbaros en una batalla decisiva, siguió adelante a través del
país extremadamente difícil de la segunda y tercera catarata, donde sus
escribas y oficiales han dejado un rastro de nombres y títulos rayados en las
rocas. En la isla de Tombos emergió sobre
la rica y fértil provincia de Dongola de
hoy. Aquí erigió una fortaleza, de la que aún se conservan algunos restos, y la
guarneció con tropas del ejército de conquista, que debían vigilar el nuevo
territorio que se extendía doscientas cincuenta millas alrededor del gran
recodo del Nilo, desde la tercera hasta el pie de la cuarta catarata. En agosto
del mismo año, cinco meses después de haber pasado por Tangur en la subida, erigió cinco tablillas de la
victoria junto a Tombos, en las que se jacta de
gobernar desde su nueva frontera del sur hasta el Éufrates en el norte, una
afirmación a la que, sus propios logros en Asia, aún no le daban derecho.
Entonces emprendió un lento regreso, cuya lentitud sólo podemos explicar suponiendo
que dedicó mucho tiempo a la reorganización y a la pacificación a fondo del
país en su camino; pues no llegó a la primera catarata hasta unos siete meses
después de haber erigido mal sus monumentos de la victoria en Tombos. Con el cuerpo del jefe nubio colgando cabeza abajo
en la proa de su barcaza real, el rey atravesó el canal de la primera catarata
y navegó triunfante hacia el norte, hacia Tebas.
El faraón pudo ahora dedicar su atención a una tarea
similar en el otro extremo de su reino, en Asia. Evidentemente, las conquistas
de Amenhotep I, que habían permitido a
Tutmosis I reclamar el Éufrates como su frontera norte, no habían sido
suficientes para asegurar al tesoro del faraón el tributo regular que ahora
disfrutaba de Nubia, pero las condiciones en Siria eran muy favorables para una
larga continuación de la supremacía egipcia. La geografía del país a lo largo
del extremo oriental del Mediterráneo no es tal como para permitir la amalgama
gradual de estados pequeños y mezquinos en una gran nación, como ya había
ocurrido en los valles del Nilo y del Éufrates. De norte a sur, aproximadamente
paralela a las cuatrocientas millas de costa del Mediterráneo oriental, la
región está atravesada por escarpadas cadenas montañosas, en dos cordilleras
principales, conocidas como el Líbano y el Antilíbano en
el norte. En el sur del Líbano, la cresta occidental, con algunas
interrupciones, cae finalmente en las desnudas y prohibidas colinas de Judá,
que se funden luego en el desierto del Sinaí al sur de Palestina. Al sur de la
llanura de Meggido, se desprende la cresta
transversal del Carmelo, que desciende como un contrafuerte gótico,
abruptamente hacia el mar. El Anti-Líbano, la cresta oriental, que no comienza
tan al norte como el Líbano, se desplaza algo más al este en su curso
meridional, se interrumpe aquí y allá, especialmente cerca de Damasco, y se
extiende al este del Mar Muerto en las montañas de Moab,
sus flancos meridionales se pierden igualmente en la meseta arenosa del norte
de Arabia. Entre los dos Líbanos, en el fértil valle atravesado por el río
Orontes, se encuentra la única región extensa de Siria que no está cortada por
colinas y montañas, donde podría desarrollarse un reino fuerte .
La costa está completamente aislada del interior por la
cresta del Líbano, a lo largo de cuyas laderas occidentales un pueblo podría
ascender a la riqueza y el poder sólo mediante la expansión de la melodía del
hombre. Por otra parte, en el sur, Palestina, con su costa despoblada y sus
grandes extensiones de colinas calcáreas desoladas, apenas proporcionaba la
base económica para el desarrollo de una nación fuerte. Además, Palestina está
mal cortada, tanto por la cresta transversal del Carmelo como por la profunda
hendidura en la que se encuentran el Jordán y el Mar Muerto. A lo largo de casi
toda su frontera oriental, Siria-Palestina se funde con la extensión
septentrional del desierto de Arabia, salvo en el extremo norte, donde el valle
del Orontes y el del Éufrates casi se mezclan, justo cuando se separan, el uno
para buscar el Mediterráneo por el golfo de Alejandrita (Issus),
mientras que el otro se aleja hacia Babilonia y el Golfo Pérsico,
Siria-Palestina es así una estrecha franja de unas cuatrocientas millas de
largo y sólo de ochenta a cien millas de ancho, escorada por el mar al oeste y
el desierto al este. El largo corredor así formado entre el desierto y el mar
es el estrecho puente que une Asia y África, y las naciones distribuidas a lo
largo de él se vieron inevitablemente implicadas en la gran rivalidad entre las
principales potencias de los dos continentes cuando luchaban por la supremacía
en las serias rivalidades imperiales que el dominio intercontinental de los
hicsos había provocado.
La población semítica que los antiguos faraones del Reino
Antiguo habían encontrado en esta región se había visto sin duda aumentada por
las migraciones adicionales de los nómadas de las franjas de hierba del
desierto. En el norte estos pueblos eran amorreos y, posteriormente, arameos,
mientras que en el sur pueden ser designados más convenientemente como
cananeos. En general, estos pueblos mostraban poco genio para el gobierno y
carecían totalmente de motivos para la consolidación. Divididos por la
conformación física del país, estaban organizados en numerosas ciudades-reino,
o pequeños principados, cada uno de los cuales consistía en una ciudad, con los
campos circundantes y las aldeas periféricas, todo ello bajo el gobierno de un
dinastía local, que vivía y gobernaba en la ciudad. Cada ciudad no sólo tenía
su propio reyezuelo, sino también su propio dios, un Baal o “señor” local, al
que a menudo se asociaba una Baalath o
“señora”, una diosa como la de Biblos. Estos reinos en miniatura se vieron
envueltos en frecuentes guerras entre sí, cada dinastía se esforzaba por
desbancar a su vecino y absorber su territorio y sus ingresos. Superando a
todos los demás en tamaño estaba el reino de Kadesh,
probablemente el núcleo superviviente del poder de Hicsos. Se había
desarrollado en el único lugar donde las condiciones permitían tal expansión,
ocupando una posición muy ventajosa en el Orontes. De este modo, comandaba el
camino hacia el norte a través de la Siria interior, la ruta del comercio desde
Egipto y el sur, que, siguiendo el Orontes, se desviaba desde allí hacia el
Éufrates, para cruzar a Asiria, o descender por el Éufrates hasta Babilonia.
Estando igualmente en el extremo norte de los dos Líbanos, Cades comandaba
también el camino desde el interior hacia el mar a través del valle de Eleutero hasta los puertos fenicios,
especialmente Arvad y Simyra. Ahora lo percibimos durante dos generaciones,
luchando desesperadamente por mantener su independencia, y sólo aplastado al
final por veinte años de guerra bajo Tutmosis III.
Algunos de estos reinos del interior poseían un alto grado
de civilización. Los artesanos de Siria aprendieron las artes y los oficios de
la civilización mucho más antigua del Nilo. Las caravanas y el comercio
babilónicos habían traído la escritura cuneiforme, que era de uso común en toda
Siria y en todo el mundo hitita de Asia Menor; mientras que los elementos
intrusivos de la cultura de los pueblos hititas, así como de la notable
civilización de Creta y del Egeo, impartían una diversidad adicional a la
civilización compuesta de esta región intercontinental. Al igual que el resto
de Asia, los pueblos de esta región sabían más del arte de la guerra que los
egipcios, y en este particular habían, durante la supremacía de Hicsos,
enseñado mucho a los egipcios.
Los semitas eran comerciantes empedernidos, y un animado
comercio pasaba de ciudad en ciudad, donde la plaza del mercado era un
escenario de tráfico intenso como lo es hoy. En las escasas laderas
occidentales del Líbano, los semitas ya se habían afianzado en la costa, para
convertirse en los fenicios de los tiempos históricos. La primera referencia
conocida a ellos se encuentra en el Reino Antiguo, donde los egipcios ya tenían
tratos con ellos. Los fenicios, aunque todavía no eran una gran potencia
marítima -una posición que probablemente ocupaban los cretenses-, al menos
participaban en el comercio marítimo. Se adentraron en las desembocaduras del
Nilo y, remontando el gran río, atracaron en Tebas y traficaron en sus extensos
bazares. Aquí perfeccionaron sus conocimientos de las artes prácticas,
aprendiendo especialmente a fundir bronces huecos, y el nuevo arte de hacer
vasos de vidrio que surgió en Egipto en la XVIII Dinastía. Arrastrándose hacia
el oeste a lo largo de la costa de Asia Menor, fueron ganando poco a poco Rodas
y las islas del Egeo; la fecha es discutida, aunque puede ser tan temprana como
el año 1200 a.C. En muchos puertos favorables acabaron por establecer sus
colonias. Sus manufacturas se multiplicaron; y en todas las regiones a las que
llegaron, sus mercancías destacaban en los mercados. A medida que su riqueza
aumentaba, cada puerto de la costa fenicia era la sede de una ciudad rica y
floreciente, entre las cuales Tiro, Sidón, Beirut, Biblos, Arvad y, la más septentrional, Simyra, eran las más grandes, siendo cada una de ellas la
sede de una rica dinastía. Así fue que en los poemas homéricos el mercader
fenicio y sus mercancías eran proverbiales: la actividad comercial y marítima
de los fenicios, como lo había sido en el auge del Imperio egipcio, se
incrementó después en gran medida cuando fue relevada de toda competencia por
la caída de ese Imperio y el colapso del poder cretense.
La civilización que los egipcios encontraron en el norte
del Mediterráneo era cretense. Las gentes del mar que aparecen con los barcos
micénicos como regalos y tributos para el faraón en esta época, son denominados
por los monumentos egipcios hombres de Keftiu,
y tan regular era el tráfico de las flotas fenicias con estos pueblos que las
embarcaciones fenicias que realizaban estos viajes eran conocidas como “barcos
de Keftiu”. Toda esta región septentrional era
conocida por los egipcios como “las islas del mar” ya que, al no conocer al
principio el interior de Asia Menor, suponían que no eran más que costas
insulares, como las del Egeo. En el norte de Siria, en la parte alta del
Éufrates, el mundo, tal como lo concebían los egipcios, terminaba m las
marismas en las que creían que nacía el Éufrates, y éstas a su vez estaban
rodeadas por el Gran Círculo, el océano, que era el fin de todo.
El mundo mediterráneo septentrional, aparte de los
fenicios, y prácticamente toda la gran península de Asia Menor eran no
semíticos. En el gran recodo del Éufrates, donde éste barre hacia el oeste en
dirección a Siria, hubo otra intrusión no semítica. Un grupo de guerreros de
Irán, en el año 1500 a.C., había empujado hacia el oeste hasta la parte
superior del Éufrates. En el gran recodo occidental del río establecieron una
dinastía aria que gobernaba el reino de Mitanni. Su influencia y su lengua se
extendieron hacia el oeste hasta Tunip, en el
valle del Orontes, y hacia el este hasta Nínive. Formaron un estado poderoso y
cultivado que, plantado así en el camino que conducía hacia el oeste desde
Babilonia a lo largo del Éufrates, aisló efectivamente a esta última de su
provechoso comercio occidental, y sin duda tuvo mucho que ver con la decadencia
en la que se encontraba ahora Babilonia, bajo su dinastía extranjera casita.
Asiria no era todavía más que una ciudad-reino relativamente débil, cuya lucha
venidera con Babilonia sólo hacía que los faraones estuvieran menos expuestos a
la interferencia del este, en la realización de sus planes de conquista en
Asia. Todo conspiró así para favorecer la permanencia del poder egipcio allí.
Aparentemente sin oposición seria, Tutmosis I llegó a la
región de Naharin, o la tierra de los ríos,
como significa el nombre, que era la designación egipcia del país de Mitanni,
en contraste con su gente. La batalla que siguió dio lugar a una gran matanza
de los asiáticos, seguida de la captura de un gran número de prisioneros.
Desgraciadamente, para nuestro conocimiento de las campañas de Tutmosis I en
Asia, dependemos enteramente de las escasas autobiografías de los dos Ahmoses de el-Kab, que nos
ofrecen poco más que el hecho escueto de la primera campaña, y no relatan
ninguna otra. En algún lugar a lo largo del Éufrates, en su aproximación más
cercana al Mediterráneo, Tutmosis erigió ahora un mojón de piedra que marcaba
el límite norte y, en este punto, el límite este de sus posesiones sirias.
Había hecho realidad la jactancia tan orgullosamente registrada posiblemente
sólo un año antes, en la lápida que marcaba la otra frontera extrema de su
imperio en la tercera catarata del, Nilo. A partir de entonces fue aún menos
comedido en sus pretensiones, ya que más tarde se jactó ante los sacerdotes
de Abidos: “Hice que la frontera de Egipto
llegara hasta el circuito del sol, hice fuertes a los que habían estado
atemorizados, expulsé el mal de ellos, hice que Egipto se convirtiera en el
soberano y que todas las tierras fueran sus siervos” -palabras en las que es
evidente que debemos ver una referencia a la liberación de Egipto de la
humillación bajo el gobierno de Hicsos y su posterior supremacía en Asia.
Todavía no sabemos cuánto pudo lograr Tutmosis I al
organizar sus conquistas en Asia. Parece que pudo retirarse de su guerra
asiática sin angustia y dedicarse a la regeneración de Egipto. Pudo así iniciar
la restauración de los templos tan descuidados desde la época de los hicsos. El
antiguo y modesto templo de los monarcas del Reino Medio en Tebas ya no estaba
en consonancia con la creciente riqueza y pompa del faraón. Por ello, su
arquitecto principal, Ineni, recibió el encargo
de erigir dos pilones macizos, o puertas en forma de torre, delante del antiguo
templo de Amón, y entre ellos una sala cubierta, con el techo apoyado en
grandes columnas de cedro, traídas por supuesto, al igual que las espléndidas
varas de bandera de cedro de la fachada del templo, de las nuevas posesiones
del Líbano. La enorme puerta era igualmente de bronce asiático, con la imagen
del dios sobre ella, con incrustaciones de oro. Asimismo, restauró el venerado
templo de Osiris en Abidos, equipándolo con
ricos utensilios ceremoniales y muebles de plata y oro, con magníficas imágenes
de los dioses, como sin duda había perdido en los días de Hicsos. Amonestado
por su avanzada edad, también lo dotó de una renta para la ofrenda de
oblaciones mortuorias a su persona, dando a los sacerdotes instrucciones sobre
la conservación de su nombre y su memoria,
Tutmosis I era ya un anciano y la pretensión al trono que
hasta entonces había mantenido con éxito puede haberse debilitado por la muerte
de su reina, Ahmose, a la que probablemente se
debía su única pretensión válida a la corona. Era la descendiente y representante
de los antiguos príncipes tebanos que habían luchado y expulsado a los hicsos,
y había “un partido fuerte” que consideraba que la sangre de esta línea era la
única con derecho a los honores reales. Todos sus hijos habían muerto excepto
una hija, Makere-Hatshepsut, que era por tanto
la única hija de la antigua línea, y tan fuerte era el partido de la
legitimidad, que habían obligado al rey, años antes, hacia la mitad de su
reinado, a proclamarla su sucesora, a pesar de la desgana generalizada a lo largo
de la historia egipcia de someterse al gobierno de una reina. El final del
reinado de Tutmosis I está envuelto en una profunda oscuridad, y no hay
reconstrucción sin sus dificultades. Las huellas dejadas en las paredes de los
templos por las disensiones familiares no son probablemente lo suficientemente
concluyentes como para permitirnos seguir la complicada lucha con total certeza
tres mil quinientos años después. El veredicto actual de los historiadores ha
sido durante mucho tiempo que Tutmosis II, un hijo débil y enfermo del viejo
faraón, siguió de inmediato el fallecimiento de su padre. Sin embargo, su breve
reinado es de tan escasa importancia que su lugar exacto en la transición de
Tutmosis I a Hatshepsut y Tutmosis III no tiene mayor importancia.
Los partidarios de Hatshepsut no pudieron coronar a su
favorito sin una difícil lucha con un tercer Tutmosis. Éste era hijo de una
oscura concubina llamada Isis, y existe cierta incertidumbre sobre si el primer
o el segundo Tutmosis era su padre. Es probable que se casara con Hatshepsut,
obteniendo así un título válido para el trono. Colocado en el templo de Karnack como sacerdote de bajo rango, no tardó en
ganarse al sacerdocio para su apoyo. Mediante un dramático golpe de estado que
al principio tuvo un éxito total, el 3 de mayo del año 1501 a.C., el joven
Tutmosis III pasó repentinamente de las funciones de un oscuro profeta de Amón
al palacio de los faraones. En sus primeros monumentos no hizo referencia a
ninguna corregencia de Hatshepsut, su reina, en el titulillo real que precede a
la dedicatoria. De hecho, no le permitió ningún título más honorable que el de
“gran” o “principal esposa real”. Pero el partido de la legitimidad no iba a
ser postergado tan fácilmente. En poco tiempo, los partidarios de la reina se
habían hecho tan fuertes que el rey se vio seriamente obstaculizado y,
finalmente, incluso relegado a un segundo plano. Hatshepsut se convirtió así en
rey, una enormidad con la que la ficción estatal del origen del faraón no podía
armonizarse. Se la llamó “el Horus femenino”. A la palabra majestad se le dio
una terminación femenina (ya que en egipcio concuerda con el sexo del
gobernante), y las convenciones de la corte fueron todas deformadas y
distorsionadas para adaptarse al gobierno de una mujer.
La reina emprendió ahora una carrera agresiva: es la
primera gran mujer de la historia de la que se nos informa. El arquitecto de su
padre, Ineni, define así la posición de ambas:
tras una breve referencia a Tutmosis III como “el gobernante en el trono de
quien lo engendró”, dice: “Su hermana, la divina consorte, Hatshepsut,
administró los asuntos de las Dos Tierras por sus designios; Egipto se hizo
trabajar con la cabeza inclinada por ella, la excelente semilla del dios, que
salió de él”. Sus partidarios se habían instalado ahora en los cargos más
poderosos. El más cercano a la persona de la reina era uno, Sennemut, que se congració profundamente en su favor.
Había sido el tutor de Tutmosis III cuando era niño, y ahora se le confiaba la
educación de la pequeña hija de la reina, Nefrure.
Su hermano Senmen también apoyaba la causa
de Hatshepsut. Sin embargo, el más poderoso de su camarilla era Hapuseneb, que como visir y sumo sacerdote de Amón, unía
en su persona todo el poder del gobierno administrativo con el del fuerte
partido sacerdotal. El anciano Ineni fue
sucedido como “supervisor del tesoro de oro y plata” por un noble llamado Thutiy, mientras que un tal Nehsi era
tesorero jefe y colega de Hapuseneb. Toda la
maquinaria del Estado estaba así en manos de estos partidarios de la reina. No
hace falta decir que las carreras y probablemente las vidas de estos hombres
estaban identificadas con la fortuna de Hatshepsut; por lo tanto, cuidaban
mucho de que su posición se mantuviera. En todos los sentidos se esforzaron por
demostrar que la reina había sido destinada al trono por los dioses desde el
principio. En su templo de Der el-Bahri, donde ahora
se reanudaban activamente los trabajos, hicieron esculpir en las paredes una
larga serie de relieves que representaban el nacimiento de la reina. Aquí se
representaron con gran detalle todos los detalles de la antigua ficción estatal
de que la soberana debía ser el hijo corporal del dios Sol. El artista que
realizó la obra siguió tan de cerca la tradición vigente que el recién nacido
aparece como un niño, mostrando cómo la introducción de una mujer en la
situación desbarataba las formas heredadas. Con artificios como éste y otros
muchos, se pretendía superar los prejuicios contra una reina en el trono de los
faraones.
Confiada en su riqueza imperial, la primera empresa de
Hatshepsut fue la construcción de su magnífico templo contra los acantilados
occidentales de Tebas. El edificio era, en cuanto a su diseño, muy diferente a
los grandes templos de la época. Revela la influencia de la tumba del templo en
terrazas más modesto de los gobernantes de la dinastía XI, inmediatamente al
sur del nuevo edificio de Hatshepsut, en una serie de tres terrazas que se
elevaban desde la llanura hasta el nivel de un patio elevado, flanqueado por
los acantilados de plástico rojizo, en el que se encontraba el santo de los
santos. Delante de las terrazas se alzaban pilares y columnatas rítmicas que,
vistas desde la distancia, exhiben hasta hoy un fino sentido de la proporción y
de la agrupación adecuada, desmintiendo por completo la afirmación común de que
los griegos fueron los primeros en comprender el arte de distribuir las
columnatas exteriores, y que los egipcios practicaban el empleo de la columna
sólo en los interiores. La reina encontró un placer especial en el diseño de
este templo. Vio en él un paraíso de Amón y concibió sus terrazas como las
terrazas de mirra de Punt, el hogar original de
los dioses. En una de sus inscripciones se refiere a que Amón había deseado que
ella “estableciera para él un Punt en su
casa”, pero para llevar a cabo el diseño en su totalidad era necesario además
plantar las terrazas con árboles de mirra de Punt y
enviar una expedición hasta allí para traerlos.
El tráfico exterior había sufrido mucho durante el largo
gobierno de los hicsos. De hecho, desde que se tiene memoria en la época de
Hatshepsut, incluso la mirra necesaria para el incienso en el servicio del
templo había pasado de mano en mano por el tráfico terrestre hasta llegar a
Egipto. Con ofrendas propiciatorias a las divinidades del aire para asegurar un
viento favorable, las cinco naves de la expedición a Punt zarparon
a principios del noveno año del reinado de la reina. La ruta era por el Nilo y
a través del canal del Reino Medio que conducía desde el Delta oriental a
través del Wadi Tumilat,
y que conectaba el Nilo con el Mar Rojo. Llegaron a Punt con
seguridad y el comandante egipcio montó su tienda en la orilla, donde fue
recibido con amabilidad por Perchu, el jefe
de Punt, seguido por su absurdamente corpulenta
esposa y sus tres hijos. Además de abundantes regalos con los que traficar con
estos puntanos, los egipcios trajeron consigo un grupo de estatuas de piedra
que mostraba a la reina Hatshepsut con su protector Amón de pie junto a ella.
Este grupo fue colocado en Punt y debe
estar allí en algún lugar cerca del mar en la actualidad.
Los registros de Hatshepsut nos dicen que su flota iba muy
cargada de maravillas del país de Punt; todos
los buenos bosques fragantes de la tierra de Dios, montones de resina de mirra,
de árboles frescos de mirra, con ébano y marfil puro, con oro verde de Emú, con
madera de canela, con incienso, cosméticos para los ojos, con babuinos, monos,
perros, con pieles de la pantera del sur, con nativos y sus hijos. Después de
un viaje de regreso seguro, la flota volvió a atracar en los muelles de Tebas.
Probablemente los tebanos nunca antes se habían sentido atraídos por un
espectáculo como el que ahora los saludaba, cuando el abigarrado conjunto de
puntanos y los extraños productos de su lejano país pasaron por las calles
hasta el palacio de la reina, donde el comandante egipcio los presentó a su
majestad. La reina ofreció inmediatamente una generosa porción de ellos a Amón,
junto con la imposta de Nubia, con la que siempre se clasificó a Punt. Además de treinta y un árboles de mirra vivos,
presentó a los dioses, electrum, pintura para
los ojos, palos de lanzar de los puntitas, ébano, marfil, conchas, una pantera
del sur viva, que había sido capturada especialmente para su majestad, muchas
pieles de pantera y tres mil trescientas reses pequeñas. Enormes montones de
mirra del doble de la estatura de un hombre fueron medidos en medidas de grano
bajo la supervisión del favorito de la reina, Thutiy,
y grandes anillos de oro comercial fueron pesados en altas balanzas de tres
metros de altura. Después de anunciar formalmente a Amón el éxito de la
expedición que su oráculo había convocado, Hatshepsut convocó entonces a la
corte, dando a su favorito Sennemut, y al
tesorero jefe, Nehsi, que había enviado la
expedición, lugares de honor a sus pies, mientras contaba a los nobles el
resultado de su gran empresa. Añadió con orgullo: “He hecho para él una batea
en su jardín, tal y como me ordenó..... Es lo suficientemente grande para que
pueda pasear por ella”. Más tarde hizo grabar en relieve todos los incidentes
de la notable expedición en la pared de su templo de Der el-Bahri, del que se apropió en su día Tutmosis II para dejar
constancia de su breve campaña asiática, donde todavía forman una de las
grandes bellezas de su templo. Todos sus principales favoritos encontraron
lugar entre las escenas, incluso se permitió a Sennemut representarse
en una de las paredes rezando a Hathor por la reina, un honor sin igual.
Este templo único fue en su función la culminación de un
nuevo desarrollo en la disposición y arquitectura de la tumba real y su capilla
o templo. Tal vez porque tenían otros usos para sus recursos, tal vez porque
reconocían la inutilidad de una tumba tan vasta, que sin embargo no preservaba
de la violación el cuerpo del constructor, los faraones habían abandonado
gradualmente la construcción de pirámides sepulcrales. Probablemente, por
motivos de seguridad, Tutmosis I había dado el paso radical de separar su tumba
de la capilla mortuoria que la precedía. Esta última quedó en la llanura al pie
de las colinas occidentales, pero la cámara sepulcral real, con el pasaje que
conducía a ella, fue excavada en la pared rocosa de un valle salvaje y
desolado, conocido ahora como el “Valle de las tumbas de los reyes”, que se
encuentra detrás de los acantilados occidentales, a unas dos millas en línea
directa desde el río, y al que sólo se puede acceder mediante un largo rodeo
hacia el norte, que implica casi el doble de esa distancia. Es evidente que el
lugar exacto en el que se enterró el cuerpo del rey se quiso mantener en
secreto, para evitar toda posibilidad de robo del entierro real. El arquitecto
de Tutmosis, Ineni, dice que “supervisó la
excavación de la tumba de su majestad a solas, sin que nadie viera ni oyera”.
Hatshepsut también eligió un lugar remoto y secreto para su tumba en lo alto de
la cara de un peligroso acantilado detrás del Valle de las Tumbas de los Reyes,
donde sólo se ha descubierto recientemente; pero esto lo abandonó en favor de
una tumba en el valle con su padre. La nueva disposición era tal que el
sepulcro real seguía estando detrás de la capilla o templo, que de este modo
seguía estando al este de la tumba como antes, aunque los dos estaban ahora
separados por los acantilados intermedios. El valle se llenó rápidamente con
las vastas excavaciones de tumbas de los sucesores de Tutmosis I. Siguió siendo
el cementerio de las dinastías XVIII-XX, y se excavaron allí más de sesenta
tumbas reales del Imperio. Dieciséis, ahora accesibles, forman una de las
maravillas que atraen a los turistas del Nilo a Tebas, y Estrabón habla de
cuarenta que eran dignas de ser visitadas en su época. El santuario en terrazas
de Hatshepsut era por tanto su templo mortuorio, dedicado también a su padre. A
medida que las tumbas se multiplicaban en el valle de atrás, se alzaban en la
llanura ante ella templo tras templo dotados para el servicio mortuorio de los
dioses difuntos, los emperadores que habían gobernado Egipto en otro tiempo.
También eran sagrados para Amón como dios del estado; pero llevaban nombres
eufemísticos que significaban su función mortuoria. Por ejemplo, el templo de
Tutmosis III se llamaba “Regalo de la vida”, el arquitecto de Hatshepsut, Hapuseneb, que también era su visir, también excavó su
tumba en el valle desolado, el segundo sepulcro real que se excavó allí.
Además de su templo de Der el-Bahri y
su tumba adyacente, la reina empleó su riqueza, evidentemente creciente,
también en la restauración de los antiguos templos, que, aunque habían
transcurrido dos generaciones, aún no se habían recuperado del abandono que
habían sufrido bajo los hicsos. Dejó constancia de su buen hacer en un templo
de roca de Pakht en Beni-Hasan, diciendo:
“He restaurado lo que estaba en ruinas, he levantado lo que estaba inacabado
desde que los asiáticos estaban en medio de Avaris de
la Tierra del Norte, y los bárbaros en medio de ellos, derribando lo que se
había hecho mientras gobernaban en la ignorancia de Ra”. Al mismo tiempo, para
celebrar su jubileo real, hizo los preparativos para la erección de los
obeliscos, que eran el monumento habitual de tales jubileos. Su invariable
favorito, Sennemut, recaudó la mano de obra
necesaria y comenzó los trabajos a principios de febrero del decimoquinto año
de la reina. A principios de agosto, exactamente seis meses después, había
liberado los enormes bloques de la cantera, pudo emplear las aguas altas, que
entonces se acercaban rápidamente, para hacerlos flotar y los remolcó hasta
Tebas antes de que la inundación volviera a caer. La reina eligió entonces un
emplazamiento extraordinario para sus obeliscos, a saber, la sala con columnas
del templo de Karnack erigido por su
padre, donde su marido Tutmosis III había sido nombrado rey por el oráculo de
Amón; aunque esto implicaba serios cambios arquitectónicos e incluso requería
destechar permanentemente la sala. Estaban ricamente recubiertas de electrum, cuyo trabajo fue realizado para la reina
por Tuttiy. Ella afirma que midió el metal
precioso por montones, como si fueran sacos de grano, y se ve apoyada en esta
extraordinaria afirmación por Thutiy, quien
afirma que por orden real apiló en la sala de fiestas del palacio nada menos
que casi doce fanegas de electrum. Estos
obeliscos eran los más altos que se habían erigido en Egipto hasta ese momento,
pues tenían noventa y siete pies y medio de altura y pesaban casi trescientas
cincuenta toneladas cada uno. Uno de ellos sigue en pie, objeto de admiración
diaria entre los visitantes modernos de Tebas. Es posible que la reina instalara
también otros dos pares de obeliscos, haciendo un total de seis.
Un relieve en el Wadi Maghara, en el Sinaí, adonde la incansable reina había
enviado una expedición minera para reanudar los trabajos allí interrumpidos por
la invasión de Hicsos, revela sus operaciones entre las minas de cobre, en el
mismo año que vio terminados sus obeliscos de Karnak. Estos trabajos en el
Sinaí continuaron en su nombre hasta el vigésimo año de su reinado. En algún
momento entre esta fecha y el final del año veintiuno, cuando encontramos a
Tutmosis III gobernando en solitario, la gran reina debió morir.
Por muy grande que fuera, su gobierno fue una clara
desgracia, al caer, como lo hizo, en un momento en que el poder de Egipto en
Asia aún no había sido puesto a prueba seriamente, y Siria estaba a punto de
rebelarse. Teniendo en cuenta la época en la que vivió, no debemos culpar
demasiado a Tutmosis III por el trato que dio a la reina fallecida. Alrededor
de sus obeliscos en la sala de su padre en Karnack hizo
construir ahora un revestimiento de mampostería, cubriendo su nombre y el
registro de su erección en la base. En todas partes hizo borrar su nombre y en
su espléndido templo adosado, en todas las paredes, tanto su figura como su
nombre han sido tachados. Sus partidarios debieron de encontrarse con un escaso
bagaje. En las escenas en relieve del mismo templo, donde Sennemut y Nehsi y Thuyti han aparecido con tanto orgullo, sus nombres y
sus figuras fueron cincelados sin piedad. Las estatuas y las tumbas de todos los
partidarios de la reina recibieron un trato similar. Y estos monumentos
mutilados siguen en pie hasta hoy, sombríos testigos de la venganza del gran
rey. Pero en su espléndido templo su fama sigue viva, y la mampostería
alrededor de sus obeliscos de Karnack se
ha derrumbado, dejando al descubierto su gigantesco fuste para proclamar al
mundo moderno la grandeza de Hatshepsut.
EL REINADO DE THUTMOSES III
Una
inscripción de la XIX Dinastía asocia los nombres de Menes, Nebhepetre‘ y
Ahmosis. Los egipcios consideraban, pues, que los reinados de estos tres
faraones marcaban hitos esenciales en la historia egipcia y, en efecto, Menes,
primer rey de la I Dinastía, puede ser considerado como el fundador del Imperio
Antiguo, lo mismo que Ahmosis, primer faraón de la XVIII Dinastía, lo es del
Imperio Nuevo. De esto se deduce, por tanto, que los egipcios colocaban
a Nebhepetre‘-Mentuhotep en el origen de lo que se ha convenido en
llamar el Imperio Medio.
Los
comienzos de la historia del Imperio Medio son aún oscuros. Sólo desde hace
unos años se ha podido establecer la sucesión y la cronología de los reyes de
la XI Dinastía, y todavía hay algunos investigadores que no están de acuerdo
con ella. Los historiadores han visto su labor complicada por el hecho de que
el fundador de la dinastía llevó sucesivamente varios «nombres de Horus» (cf.
más adelante), lo que naturalmente les condujo a admitir la existencia de tres
reyes diferentes que llevaban el nombre de Mentuhotep. En las obras
antiguas se encuentran así cinco de estos faraones. Actualmente se admite que
después del reinado de Antef III sólo reinaron tres faraones en el
Egipto unificado, de forma que la sucesión de los reyes de la XI Dinastía ha
quedado establecida de la manera siguiente:
Mentuhotep I,
2060-2010
reina
con los nombres de Horus sucesivos de:
Seankhibtauy,
2060-2040
Neteryhedjet,
2040-? (hacia 2025)
Sematauy,
?-2010
Mentuhotep II-Seankhtauyef,
2009-1998
Mentuhotep III-Nebtauy,
1997-1991
En
algunas obras (W. C. Hayes), el nombre de Mentuhotep I fue dado al
primer tebano en el origen de la dinastía, cuando ésta sólo gobernaba aún en el
sur del país. Llevaba el nombre de Horus Tepya. En consecuencia, en estas
obras, Mentuhotep- Nebhepetre‘ se convierte en Mentuhotep II,
y lo mismo pasa con sus sucesores.
MENTUHOTEP I (2060-2010)
Los
nombres de Horus que sucesivamente fueron llevados por Mentuhotep I
expresan de una manera sorprendente las etapas de su reinado. A la muerte de su
padre, Antef III, tomó, en efecto, el nombre de
Horus Seankhibtauy, «el que hace vivir el corazón del doble-país», es
decir, Egipto. Bajo este nombre condujo a sus tropas a la conquista de la parte
norte del país. Todavía conservaba este nombre en el catorceavo año de su
reinado, hacia 2046, cuando los partidarios de los
reyes heracleopolitanos lograron sacudirse el reciente yugo de Tebas
y reconquistar Tinis. Éste fue el comienzo de una nueva y breve guerra entre el
sur y el norte, que llevó aparejada la caída definitiva de Heracleópolis.
Para conmemorar este acontecimiento que le convertía en soberano de todo
Egipto, Mentuhotep I tomó el nombre de Horus Neteryhedjet.
Después
de esta victoria sin duda se produjeron una serie de combates esporádicos en el
norte del país que exigieron del nuevo soberano un esfuerzo de pacificación.
Cuando este esfuerzo hubo producido sus frutos, Mentuhotep I cambió
una vez más de nombre de Horus para tomar el título característico
de Sematauy, «el que unió el doble-país».
No
se conoce la forma en que Mentuhotep I logró pacificar Egipto. Se puede
pensar que usó tanto la fuerza, ya que disponía de un ejército victorioso, como
la diplomacia, pues los nomarcas, especialmente los del Medio Egipto, eran
poderosos todavía, y era prudente ganarlos por medio de concesiones. En los
documentos que tenemos a nuestra disposición se pueden adivinar algunas
indicaciones del empleo de los dos métodos:
el nomarca de Asyut fue simplemente depuesto, pero los de
Hermópolis y de Beni Hasan guardaron sus privilegios. Para restaurar la autoridad
central parece que Mentuhotep I utilizó un método simple: ya que la
capital estaba en Tebas, tomó como principales funcionarios a tebanos fieles a
la dinastía. De esta manera los tres visires que se sucedieron durante su
reinado fueron todos ellos tebanos, lo mismo que los cuatro «cancilleres»,
puesto importante y de creación reciente. Es sintomático que el «gobernador del
bajo Egipto» sea también un tebano, lo mismo que el inspector del nomo XIII del
bajo Egipto y el nomarca de Heracleópolis. Mediante la creación
de nuevos puestos, Mentuhotep volvió a imponer el orden en un país
desorganizado por la guerra civil, demasiado larga, y al nombrar para estos
puestos a hombres fieles se aseguraba un control de los feudos sin recurrir a
destituciones que posiblemente habrían provocado nuevos disturbios.
No
tardaron en hacerse sentir los efectos de esta reorganización de la
administración, tanto en el exterior como en el interior del país. Un rasgo
característico del Primer Período Intermedio había sido la interrupción de las
relaciones de Egipto con los países vecinos. Tan pronto como fue conseguida la
pacificación, Mentuhotep volvió a establecer relaciones con el
extranjero. En el año 39 de su reinado, hacia el 2020, poco más o menos en el
momento de la caída de Heracleópolis, una expedición penetra en
el Uauat (baja Nubia); a ésta seguirán muchas otras. Puede ser que
estas incursiones fueran una venganza contra los nubios que habían servido como
mercenarios en el ejército heracleopolitano, pero, sobre todo, inauguran
el comienzo de una política de expansión hacia el sur que sería continuada por
la XII Dinastía. Egipto necesitaba esta expansión. En efecto, aprovechando los
conflictos del Primer Período Intermedio, la baja Nubia se organizó como reino
independiente cuyos soberanos dejaron algunas inscripciones
entre Umbarakab y Abu Símbel (W. C. Hayes). Este reino, sin
presentar indudablemente un gran peligro para Egipto, le impide, sin embargo,
ejercer libremente su comercio hacia el sur. Por este motivo Mentuhotep I
y sus sucesores van a emprender la conquista del sur.
Bajo Mentuhotep I, la baja Nubia (Uauat) no está todavía enteramente
ocupada, pero ya paga un tributo, no vuelve a oponerse al paso de las
expediciones egipcias y proporciona ahora mercenarios al ejército tebano.
Hacia
el este, Egipto reanuda su actividad en los desiertos limítrofes del valle.
Al Hammamat, Mentuhotep envía una expedición desde el año 2 de
su reinado. En el Sinaí no se posee ninguna inscripción contemporánea del rey,
pero el hecho de que Sesostris I haya dedicado una estatua
a Mentuhotep I en el templo de Serabit-el- Khadim (Sinaí)
sugiere que este soberano fue el que volvió a abrir la ruta de las minas de
turquesas, hecho que está confirmado además por la inscripción de un
funcionario de Mentuhotep, Akhtoy, quien afirma «haber sellado los
tesoros en esta montaña llamada Templo de Horus de las Terrazas de la
Turquesa», título que no se puede aplicar más que al Sinaí. El hecho de volver
a poner en actividad las minas del Sinaí implicaba el control de las tribus
nómadas de la región; incluso ciertas indicaciones dejan suponer que las tropas
egipcias penetraron anteriormente en el territorio asiático sin llegar, sin
embargo, tan lejos como bajo la VI Dinastía.
A
Libia, Mentuhotep envió expediciones destinadas, según parece, a
contener a aquellos vecinos occidentales que, desde el Imperio Antiguo,
constituían una amenaza constante para Egipto. Uno de los jefes de
los tehenu libios fue muerto en el curso de una de estas campañas. En
resumen, los oasis del desierto occidental son visitados por destacamentos
armados y Mentuhotep I se dedica a controlar los desiertos suroeste y
sureste, por ambas partes de la baja Nubia, donde merodeaban los medjau,
guerreros nómadas a los que se enorgullece de haber vencido.
Egipto,
próspero en el interior y fuerte en el exterior, vuelve a ser un foco artístico
activo, aunque el interés de Mentuhotep I se haya manifestado
principalmente en el alto Egipto, donde engrandece los templos de
Elefantina, de el Qab, de Tod, de Denderah y de Abidos.
En la propia Tebas edifica, para su propio servicio funerario, un monumento
majestuoso, la primera sepultura real importante desde el reinado de Pepi II.
Para esta tumba eligió la situación magnífica
de Deir el-Bahari y adoptó el plano de una pirámide construida
sobre un pedestal y rodeada de un pórtico bajo columnata. La avenida que
conducía al monumento estaba flanqueada por estatuas de piedra arcillosa
pintada que representaban al faraón sentado, revestido con los ornamentos de la
fiesta Sed. Alrededor de su tumba se enterraron las reinas, y en el acantilado
que domina la llanura, al norte de la tumba real, los altos funcionarios de su
corte.
MENTUHOTEPII-HORUS SEÁNKHTAUYEF (2009-1998)
Como
el hijo primogénito de Mentuhotep I, Antef, murió antes que su
padre, fue un hijo menor el que sucedió al gran Mentuhotep. Según parece,
ya tenía una edad avanzada cuando asumió el poder, por lo menos cincuenta años,
y su reinado fue corto.
El
reinado se empleó principalmente en las construcciones y son numerosos los
templos del alto Egipto que nos han proporcionado relieves de este reinado, de
un estilo admirable en su sobriedad. Por razones desconocidas, este rey
constructor dejó inacabada su propia tumba y su templo funerario.
La
historia de este reinado está dominada por la figura de un alto funcionario que
ya había servido durante el reinado de Mentuhotep I. Henenu,
intendente general, organizó en el octavo año del reinado una expedición de
3000 hombres que partió de Coptos, atravesó el desierto hacia el mar Rojo y
llegó hasta el país de Punt, en la costa de Arabia. Una inscripción
grabada sobre las rocas del Uadi Hammamat ha conservado un
relato de esta expedición. La tropa mandada por Henenu comenzó a
limpiar el camino de enemigos del rey; según parece, exploradores nómadas la
asesoraban, protegían e informaban. Cada hombre iba provisto de una cantimplora
de cuero y de «dos jarras de agua y veinte panes» por día, y había asnos para
llevar la impedimenta. Durante su marcha hacia el mar Rojo, Henenu hizo
perforar y acondicionar doce pozos. Al llegar a la costa, «construyó» barcos.
Dado el carácter desértico de la costa a la salida de la ruta
del Hammamat, hay que sobrentender que indudablemente el ejército había
llevado consigo, en piezas sueltas, los barcos que debían servir para
transportar un destacamento hasta el país de Punt. La construcción naval
egipcia, que emplea esencialmente los montajes por medio de espigas, muescas y
ligaduras, facilita el desarme de los navíos y, en consecuencia, su transporte por
tierra si es necesario.
Mientras
que los navíos iban a buscar incienso al país de Punt, los hombres que
habían permanecido en el Hammamat se ocupaban de tallar los bloques
de mármol verde destinados a las estatuas del templo. A la vuelta
de Punt, Henenu recogió a sus hombres y a los bloques y volvió a
Coptos sin problemas.
La
reapertura de las canteras del Hammamat por Henenu va
acompañada de una gran actividad en las minas del Sinaí. Conocemos las
condiciones de vida en Egipto durante el reinado de Mentuhotep II
gracias a unos curiosos documentos encontrados en una tumba tebana en la que
habían sido depositados y que se han conservado milagrosamente. Se trata de la
correspondencia que un tal Hekanakht, durante un viaje que realizó hacia
el sur, dirigió a su hijo primogénito. Hekanakht era sacerdote
funerario de la tumba de un visir de Mentuhotep I y poseía una
granja. Durante su ausencia, su hijo se encargaba a la vez de cumplir los
deberes de su padre en la tumba del visir y de atender la hacienda. Hekanakht,
antes de partir, deja a su hijo un inventario de los productos de la granja
para el año en curso y después le escribe dos largas cartas en las que le da
órdenes para el trabajo y lo que conviene dar a los diferentes miembros de la
familia. La granja de Hekanakht estaba formada por tierras que le
pertenecían y por otras que tenía en alquiler; el arrendamiento de estas
últimas se pagaba en telas y en granos. Las cartas contienen numerosos y
severos consejos sobre la conducta que debe observar frente a la familia y a
los servidores. Por último, en una de ellas hace alusión a una época de escasez
ocurrida en el sur de Tebas durante la cual, según Hekanakht, «comienzan a
comer carne humana».
MENTUHOTEP III Y EL FINAL DE LA XI DINASTÍA
(1997-1991)
El
Papiro de Turín termina la XI Dinastía con el reinado
de Mentuhotep II, pero en una nota parece que el compilador de la
lista real de Turín haya indicado que existía una laguna en el documento del
que se servía para establecer su propia lista y que existió un periodo de siete
años entre la terminación del reinado de este rey y la subida al trono
de Amenemmes I. Este período fue ocupado por el reinado
de Mentuhotep III, el Horus Nebtauy. Si, como todo parece
indicar, su ausencia en el Papiro de Turín se debe simplemente a una laguna en
las fuentes del autor de este documento, es inútil considerar
a Mentuhotep III como un usurpador.
El
reinado de Mentuhotep III fue corto; la primera fecha conocida de su
reinado es la del año 2 (en el Uadi el-Haudi). Conocemos su persona
sobre todo por las inscripciones del Uadi Hammamat, lugar al que
envió para una misión a un visir, Amenemmes, con una tropa de 10 000
hombres «de los nomos del sur, del medio Egipto y del Oxirinco» (nomo XVI
del bajo Egipto que tiene por capital Mendes), es decir, de todo Egipto.
La expedición, encargada de transportar un bloque de piedra para hacer el
sarcófago real, volvió nada más cumplir su misión o, como
precisa Amenemmes: «Mis hombres volvieron sin ninguna pérdida, no pereció
ningún hombre, no desapareció ninguna patrulla, ningún asno murió, ni siquiera
se puso enfermo algún artesano». Pero el principal interés de esta expedición
reside en la personalidad de su jefe, quien modestamente se autodenomina
«príncipe heredero, conde, gobernador de Tebas y visir, jefe de todos los
nobles, inspector de todo lo que el cielo concede, la tierra crea y el Nilo
aporta, inspector de todo en todo este país, Amenemmes».
La
expedición del Punt y del Uadi Hammamat parece haber
desempeñado un papel de extrema importancia en la vida del
visir Amenemmes. A ella consagró cuatro inscripciones diferentes en las
que relata que «las bestias del desierto se acercaron a él, y entre ellas una
gacela a punto de parir. Al marchar hacia la tropa no huyó, y, cuando llegó al lugar
donde estaba el bloque de piedra destinado a ser la cubierta del sarcófago,
parió su cervatillo mientras que el ejército la contemplaba». Este primer
prodigio fue seguido muy pronto de otro: «Mientras que se estaba trabajando en
esta montaña sobre el bloque de piedra destinado al sarcófago, se volvió a
producir un milagro: llovió, se apareció el dios, su gloria se manifestó a los
hombres, el desierto se convirtió en un lago y el agua subió hasta el nivel de
la piedra.
Por
último, se encontró un pozo en medio del valle, de 12 codos por 12 (6,30 m por
6,30 m), lleno hasta el borde de agua fresca, pura, protegida de los animales y
oculta a los nómadas».
Allí
donde nosotros no vemos más que una curiosa coincidencia de circunstancias, es
posible que los egipcios hayan visto una manifestación de la voluntad divina.
La inscripción precisa: «Los que estaban en Egipto oyeron hablar de esto. Desde
el sur hasta el norte se prosternaron y celebraron la virtud de Su Majestad
para siempre, para siempre». Si en la inscripción también el rey era favorecido
por la intervención divina, es verosímil admitir que el jefe de la expedición
se aprovechó de todo ello muy ampliamente. ¿Sería temerario ver en ello una de
las razones, posiblemente la principal, de que Amenemmes conquistase
el poder unos cinco años después de estos acontecimientos? No lo creemos;
instrumento de la voluntad del dios, Amenemmes pudo ser elegido por
esta razón por el mismo Mentuhotep para ser su sucesor. Esto es lo
que explicaría que se encuentren asociadas, en un tazón de esquisto, las
insignias reales de Mentuhotep III, de la XI Dinastía, y las
de Amenemmes I de la XII.
Haya
verdad o no en esta hipótesis, permanece el hecho de que el final del reinado
de Mentuhotep III y de la XI Dinastía permanece sumergido en la más
completa oscuridad. En el estado actual de nuestros conocimientos nada permite
afirmar que el golpe de estado, si es que lo hubo, que colocó en el poder
a Amenemmes I fuera violento. Sin embargo, veremos que distó mucho de
contar con la aprobación general.
AMENEMMES I Y EL ADVENIMIENTO DE LA XII DINASTÍA
Hacia
1990 a. C. (1991, según Hayes), el visir Amenemmes subió al trono
bajo el nombre de Horus Sehetepibre‘: se trata del Amenemmes I
(Amenemhat) de la XII Dinastía. Acabamos de ver que las circunstancias de su
ascenso son oscuras. Lo que parece cierto es que encontró una fuerte oposición
que es posible tomara el cariz de una guerra civil. Esto se explica por el
hecho de que el visir no era de sangre real, aunque no se excluye que estuviera
emparentado con Mentuhotep III, cuya madre tampoco pertenecía, según
parece, a la familia real. En efecto, hay que recordar que en el Imperio
Antiguo el visir era muy frecuentemente un pariente del faraón y es posible que
tal haya sido el caso de Amenemmes, lo que explicaría a la vez el favor
manifiesto del que disfrutó bajo el último Mentuhotep y su toma del
poder.
Sea
lo que fuere, lo cierto es que Amenemmes no descendía en línea
directa de los faraones de la XI Dinastía. Esto se deduce claramente de un texto
inspirado por él que nos informa sobre la familia y el origen del rey. Se trata
de la profecía post eventum llamada «de Neferty», texto que fue
muy popular en Egipto, ya que se conocen dos copias de la XVIII Dinastía y
dieciocho de la época ramésida. Para dar más peso a su composición, el autor,
un egipcio del bajo Egipto, presenta a su profeta Neferty como un
sacerdote de Bubastis que había vivido bajo el reinado
de Snefru, primer rey de la IV Dinastía. A este último es a quien, en
efecto, se dirige.
En
una primera profecía Neferty describe las desgracias que van a
abatirse sobre Egipto. Esta parte del texto, muy larga puesto que ocupa más de
la mitad de la composición, se parece mucho a la literatura «pesimista» del
Primer Período Intermedio, como el texto de las Amonestaciones. En una segunda
profecía Neferty anuncia que un rey del sur volverá a traer el orden
y la prosperidad. Revela incluso el nombre de este faraón, Ameny, nombre
que no es sino un diminutivo familiar de Amenemmes y que se refiere ciertamente
a Amenemmes I.
En
la descripción de la situación anterior al advenimiento
de Ameny, Neferty hace alusión a una invasión del Delta por los
asiáticos; evoca a continuación las disensiones civiles: «El país vivirá en el
desorden. Te muestro a un hijo como enemigo, a un hermano como adversario, a un
hombre que asesina a su padre... El país está empobrecido, pero sus dirigentes
son numerosos». Todo esto se parece de tal manera a las Amonestaciones, que a
veces se ha creído que los dos textos hacían alusión a los mismos
acontecimientos. Pero la segunda profecía no deja ninguna duda respecto a ello;
en efecto, Neferty continúa: «Pero he aquí que llegará un rey del sur
llamado Ameny. Es el hijo de una mujer de Ta-Seti (nombre de Elefantina).
Es un hijo del Alto Egipto, tomará la Corona Blanca, ceñirá la Corona Roja. el
deseo volverá a su lugar y la iniquidad se habrá expulsado hacia el exterior».
De
esta manera el autor no trata en absoluto de esconder los orígenes no reales de
su héroe (parece más bien que insiste sobre este punto) y, además, este rey
salvador pone fin a un período de desórdenes. Es evidente que, en su
descripción, el autor se inspiró en textos anteriores. Pero esto no quiere
decir que no hubiese habido disturbios; se ha observado (G. Posener) que,
de hecho, otros textos de la XI Dinastía hacen alusión a estos mismos
disturbios. Todo sucede como si el autor de la profecía hubiese confundido
voluntariamente los acontecimientos de fines de la XI Dinastía con los del
Primer Período Intermedio, para hacer resaltar de una manera más elocuente el
papel desempeñado por Ameny-Amenemmes. Si este texto no nos proporciona
aclaración alguna sobre la manera como Amenemmes I consiguió el
poder, confirma, por una parte, la existencia de un período agitado que pudo
comenzar poco después del año 2 de Mentuhotep III y durante el que
desapareció la XI Dinastía, y, por otra, el origen no real del fundador de la
XII Dinastía, cuyo padre parece haber sido un tal Sesostris al que los egipcios
del Imperio Nuevo consideraron como el antecesor de la nueva dinastía.
Amenemmes I
reorganizó Egipto después de los desórdenes del final del reinado
de Mentuhotep III. En primer lugar, como lo indica expresamente un
texto de Beni Hasan, restableció los límites de los nomos entre sí: «Hizo que
una ciudad conociese su frontera con otra, que se establecieran sus justas
fronteras de una manera tan sólida como el cielo». A continuación volvió a
hacer de Menfis la capital administrativa. Las razones que le condujeron a esta
importante decisión son, sin ninguna duda, complejas. Es probable que la
familia de los Mentuhotep, despojada del poder, fuese todavía poderosa en
Tebas, y, aunque Amenemmes se presentase como el sucesor legítimo
de Mentuhotep III, la región tebana era sin duda poco segura para el
nuevo soberano. Por otra parte, al estar situada Tebas en el corazón del alto
Egipto, está geográficamente mal emplazada para ser una capital; Menfis, en el
extremo sur del Delta, es mucho más central. Por último, Tebas no había sido
jamás una capital, mientras que Menfis disfrutaba todavía de una tradición
secular de administración gracias a los escribas que en ella se habían
establecido. Por todas estas razones e incluso por otras que sin ninguna duda
se nos escapan, Amenemmes trasladó la capital de Tebas a Ittaui,
en las proximidades de Menfis. Incluso el nombre de esta nueva capital es
característico: «La que conquista el doble-país»; Amenemmes pretendía
vigilar a sus súbditos desde su residencia, y, en casos de necesidad,
mantenerlos en la obediencia por medio de la fuerza.
Los
textos del Primer Período Intermedio nos dan a conocer que todo el aparato
administrativo del Imperio Antiguo fue destruido (Amonestaciones). Los
almacenes centrales, las cortes de justicia, el catastro, las leyes escritas y
consuetudinarias, todo desapareció y los funcionarios fueron dispersados. No
parece que los faraones de la XI Dinastía remediasen este estado de
cosas. Amenemmes I, por el contrario, parece que quiere reconstruir
los cuadros y servicios administrativos. La elección de Ittaui como
capital va a ayudarle en esta tarea. En efecto, fue en esta región de Egipto,
en las proximidades de Menfis, capital del Imperio Antiguo, y
de Heracleópolis, capital de la IX y X Dinastías, donde se asentaron los
pocos funcionarios que sobrevivieron a la tormenta. El
propio Kheti III se dio cuenta de esto, como lo afirmó en las
Instrucciones a Merikare‘ al hablar de Saqqarah-Menfis: «Existen allí
algunos funcionarios desde tiempos de la residencia real».
Pero
transcurrió más de medio siglo entre la desaparición de la
monarquía heracleopolitana y la llegada al poder
de Amenemmes I, y los funcionarios experimentados que este último
pudo reunir en la nueva capital no podían ser suficientes en número para todas
las necesidades de la nueva administración central. De esta
manera, Amenemmes I recurrió a una auténtica propaganda para suscitar
las vocaciones de funcionarios (G. Posener). Debido a ello se escribieron
durante su reinado dos obras con la finalidad de alentar a los egipcios a
convertirse en funcionarios y de guiarlos en esta carrera. La primera de
ellas, Kemyt, «la Suma», fue redactada en los comienzos del reinado por el
autor de la Profecía de Neferty. Comprende una parte práctica, elección de
fórmulas epistolares y frases hechas de correspondencia administrativa, y una
parte general con consejos de prudencia, ventajas de los estudios, etc. Termina
con una frase que revela su objetivo: «En cuanto al escriba, sea cual fuere su
empleo en la residencia, no es en ella desdichado». Las intenciones de la
segunda obra, que se suele llamar la Sátira de los oficios, son todavía más
claras. El autor se dirige, por encima de su hijo al que pretende dar consejos,
a los futuros funcionarios que, según nos dice, se instruyen en una escuela
especial instalada en el centro administrativo de Egipto. Ensalza, de manera
general, los estudios y la profesión de funcionario, y a continuación,
comparando los diferentes oficios, muestra que el de escriba es muy superior a
cualquier otro, incluso al de sacerdote, que, a pesar de su estado, puede ser
requerido para las prestaciones personales, mientras que únicamente el
funcionario puede escapar de ellas. Es lamentable que el texto sea a menudo
defectuoso, pues al ensalzar la profesión de escriba el autor nos hace conocer
gran cantidad de cosas sobre la civilización y el estado social de Egipto.
Amenemmes no
tenía solamente que reorganizar un país que acababa de salir de la anarquía,
sino que aún necesitaba rehabilitar el prestigio de la monarquía, que había
sufrido mucho con las luchas intestinas del Período Intermedio, en el que los
reyes de la VII, VIII, IX y X Dinastías apenas eran más poderosos que
los nomarcas, en principio sus vasallos pero de hecho sus competidores.
Esta pérdida del prestigio real no sólo se manifiesta en el ámbito político,
sino que afecta también al moral. Al rey del Imperio Antiguo se le considera
partícipe de la naturaleza divina; aun matizando esta concepción, el soberano
es muy diferente de los hombres. En el Primer Período Intermedio los narradores
no dudaban en presentar al rey en situaciones humillantes. Así en el Cuento
de Neferkare‘ y del general Sisene (G. Posener), que
transcurre muy al final de la VI Dinastía o durante la VIII, el autor presenta
al propio rey con un general y altos funcionarios conspirando contra un cierto
«litigante de Menfis». Éste hace espiar al soberano y descubre que las
relaciones entre este último y el general son de una naturaleza muy especial:
«El rey llegó a la casa del general Sisene. Lanzó una piedra y golpeó con
el pie. Sobre él hicieron descender una escala. Subió... Después que Su
Majestad hubo hecho lo que deseaba junto a él (el general), se dirigió hacia su
palacio. Ahora bien., había pasado cuatro horas en la casa del general Sisene.».
La continuación del cuento se ha perdido, pero la parte conservada es bastante
clara para mostrarnos al rey en una posición escabrosa. La expresión «hacer lo
que se desea junto a alguien» tiene en egipcio un sentido sexual preciso, y en
esto se ve hasta qué punto se había venido abajo el prestigio de la realeza.
Con
ser menos escabrosos, otros cuentos de los comienzos del Imperio Medio
presentan a algunos reyes del Imperio Antiguo bajo un aspecto desagradable,
incluso odioso, y todo indica que entonces existía una corriente de opinión
desfavorable a la realeza (G. Posener). Para luchar contra esta
tendencia, Amenemmes I, por intermedio de literatos a su servicio,
trata de relacionarse con la realeza de los comienzos del Imperio menfita, especialmente
con la de Snefru, que parece haber conservado el prestigio que sus
sucesores, más autoritarios, habían perdido. De esta manera es como,
posiblemente bajo la influencia de la religión y de la moral osiriana,
parece haber tratado de convertir a la realeza en más humana. Su hijo puso
estas palabras en su boca: «He dado limosna a los pobres y alimentado al
huérfano. He actuado de forma que el hombre que no tiene nada pueda llegar lo
mismo que el que tiene».
Los
documentos con los que contamos no nos permiten saber si los esfuerzos
de Amenemmes I fueron coronados por el éxito. Sin embargo, se puede
observar que las obras literarias a partir de su reinado no dirigen más
críticas, ni siquiera veladas, a la persona real, como sucedía en los escritos
del período precedente. Para restaurar completamente el prestigio real sólo le
quedaba a Amenemmes volver a someter a los jefes de provincia a su
autoridad directa y absoluta; pero la situación política es todavía demasiado
inestable para permitir semejante restauración del poder sobre unos feudos que
siguen siendo poderosos, y habrá que llegar al reinado de Sesostris III para
ver la monarquía absoluta restaurada a imagen de la del Imperio Antiguo.
Aunque Amenemmes I
no cambia nada en la organización de los nomos y respeta la herencia del cargo
de nomarca, trata, no obstante, de controlar la administración provincial,
y para evitar oposiciones en el momento de la sucesión se esfuerza por asegurar
la continuidad de la monarquía dentro de su línea. Consigue este doble objetivo
mediante la instalación de revisores reales junto a los nomarcas, y,
además, por la institución de la corregencia del príncipe primogénito en vida
de su padre.
El
control real en las provincias se ejerce principalmente sobre los impuestos que
los nomos deben al gobierno central. La buena administración del país exige un
conocimiento exacto de la situación económica de Egipto. No es indispensable
que las rentas reales se concentren en la capital, pero es necesario que se
conozcan todos los recursos para que la administración central pueda disponer
de ellos en interés general. De esta situación resulta, al menos durante la
primera mitad de la dinastía, una colaboración de hecho entre la administración
real y la del nomarca, sin que se pueda afirmar que Amenemmes la
deseara así. Poseemos algunas indicaciones, muy escasas, sobre la manera en que
los funcionarios reales y los nomarcas administraban juntos los
bienes del patrimonio nacional. El texto más explícito se remonta al reinado de
Sesostris I, pero todo indica que debieron producirse los mismos hechos
bajo Amenemmes I. «Todos los impuestos debidos al rey pasaron por mis
manos (habla un nomarca). Los vigilantes generales de las propiedades
reales de ganado me confiaron 3000 toros de tiro... y yo pagaba regularmente la
renta de los troncos y jamás existió ningún atraso a mi cargo en ningún
despacho real».
En
resumen, Amenemmes I restablece poco a poco un control real sobre las
provincias por medio del fisco, dejando a los gobernadores herederos de ellas
una gran libertad y autoridad. La fijación de las fronteras y el
restablecimiento del catastro, realizada desde el año 2 de su reinado,
siguiendo el «Diario» en papiro de un empleado del catastro central,
constituían ya una injerencia real en la administración central. Este control
se continúa de año en año por la vigilancia del personal de las tierras y los
rebaños que pertenecían al rey en los diversos nomos.
El
tesoro real es, pues, uno de los organismos esenciales de la XII Dinastía.
Posee su propia flota, y está enteramente entre las manos de altos funcionarios
que residen en la corte y que son, por tanto, independientes de
los nomarcas.
Para
evitar nuevas confederaciones de nomos similares a las que se habían formado al
final del Primer Período Intermedio, que podrían reconstituirse en el momento
de las sucesiones reales, como parece que sucedió a la muerte
de Mentuhotep III, Amenemmes va a tratar de garantizar la
continuidad del poder real quitando el menor motivo de oposición. Con esta
finalidad, como podemos ver en una estela de Abidos, en el año 20 de su reinado
asocia al trono a su hijo Sesostris I. De esta manera, al participar su hijo ya
en el poder, podía resistir mejor a los pretendientes eventuales. Esta
precaución era prudente, pues, como vamos a ver, la sucesión
de Amenemmes iba a ser difícil.
La
corregencia de Sesostris I coincide con una gran actividad en Egipto cara al
exterior, como si el rey, demasiado anciano ya para participar en las
expediciones militares, confiara el ejército a manos más jóvenes.
Si
se cree la Profecía de Neferty, Amenemmes se limitó, durante la
primera mitad de su reinado, a liquidar a los extranjeros que se habían
infiltrado en el Delta con ocasión de los desórdenes del final de la XI
Dinastía, y para evitar el retorno de tales intrusiones construyó fortalezas:
«los muros del príncipe» en la frontera oriental, la más amenazada, contra los
asiáticos, y otra del lado oeste contra los libios. A pesar de la expresión
«muros del príncipe», no se trataba ciertamente de murallas continuas, sino más
bien de fuertes que dominaban los pasos obligados, como lo demuestra el célebre
texto de Sinuhé (cf. págs. posteriores); el fugitivo, queriendo evitar ser
arrestado en el paso cercano a los «muros del príncipe», declara... «Yo me
acurruqué en un matorral, por temor de que el centinela que estaba de servicio
ese día en la muralla mirara hacia mi lado». La fortaleza ocupa, pues, una
posición clave por la que Sinuhé debe pasar, pero le basta esperar a la noche
para evitar ser visto. No se ha encontrado esta fortaleza que, según toda
verosimilitud, debía elevarse a la entrada del Uadi Tumilat.
Nada
indica, pues, que Amenemmes I dirigiera expediciones fuera de Egipto
durante la primera mitad de su reinado. La situación cambia cuando Sesostris I
se asocia al trono. En el año 24 de Amenemmes I, cuarto año de la
corregencia, parece que el ejército egipcio penetró en Palestina (estela
de Nesumontu). En el sur se da la misma actividad agresiva: Sesostris I
funda Buhen en el año 25 de Amenemmes I, y este último se
vanagloria de haber «sometido a los habitantes del país de Uauat y.
capturado a los medjau (beduinos del sureste)» (Instrucciones
de Amenemmes I). En el año 29 se conduce una nueva expedición a
Nubia, y en la misma época el ejército egipcio tiene gran actividad en los
desiertos este, suroeste y sureste.
La
profundidad de la penetración egipcia en el sur es todavía materia de
controversia. Se han encontrado en Kerma, al sur de la tercera catarata,
dos grandes construcciones de adobes y, en las proximidades, un cementerio de
tumbas bajo túmulos en las que se descubrieron las estatuas de un
tal Hapidjefa y de su
mujer. Hapidjefa, nomarca de Asyut, es un contemporáneo de
Sesostris I. De esta excavación se sacó la conclusión de que Hapidjefa fue
gobernador del Sudán y que allí fue enterrado (Reisner). Se ha combatido
vivamente esta conclusión (Junker, Save-Sóderbergh), pues, por una parte,
los egipcios consideraban como una abominación el ser enterrados fuera de
Egipto, y es aún menos probable que un personaje tan importante
como Hapidjefa se hubiese resignado a ello, ya que poseía una tumba
en Asyut. Por otra parte, la necrópolis de Kerma ha suministrado
numerosos objetos posteriores a la XII Dinastía, y ahora existe la duda de si
no sería más bien contemporánea de la XIII (Save-Sóderbergh, Hintze); los
objetos más antiguos encontrados en ella, especialmente los del Imperio
Antiguo, procederían entonces de los saqueos cometidos durante las guerras del
«Segundo Período Intermedio», en las que los habitantes del Sudán estuvieron
muy implicados.
Si
esto es cierto, en vida de Amenemmes I únicamente se habría
conquistado la región que se extendía desde Asuán hasta el límite septentrional
de la segunda catarata. Sesostris I, una vez solo en el poder, llevará mucho
más lejos la penetración egipcia en el Sudán.
Durante
el Imperio Antiguo, el enemigo principal de Egipto era Libia, donde habitaban
los tehenu. A partir de la VI Dinastía aparecen en la misma región
los temehu; posteriormente se confundirán ambos pueblos con cierta
frecuencia en los textos egipcios. En el Imperio Medio, los habitantes de Libia
representan siempre un peligro, y Amenemmes, para proteger a Egipto de sus
correrías, hace construir una fortaleza en el Uadi Natrun. En el año
30 de su reinado, una vez conquistada la baja Nubia, Sesostris I dirigió una
expedición al territorio de los temehu. A la vuelta de esta campaña, que
resultó victoriosa, es cuando se produjo una sublevación palaciega
en Ittaui, en el curso de la que Amenemmes I fue asesinado. Por
el texto de Sinuhé sabemos que este acontecimiento tuvo lugar en el «año 30, el
tercer mes de la inundación, el séptimo día», es decir, posiblemente el 15 de
febrero de 1962 a. C. (W. C. Hayes). Hacía poco más de nueve años que Sesostris
I ejercía la corregencia.
Conocemos
los trágicos acontecimientos que pusieron fin al reinado
de Amenemmes I por un texto notable, Las instrucciones
de Amenemmes. En este documento el rey, ya muerto, se dirige desde el más
allá a su hijo Sesostris I, y le cuenta el atentado que puso fin a su vida:
«Fue después de la cena, la noche ya había llegado, yo me había retirado y
yacía tendido en mi cama. Estaba fatigado y me sumergía en el sueño. (De
repente) se produjo como un (lejano) ruido de armas entrechocadas y como si se
gritara mi nombre. Yo me desperté entonces con el ruido del combate. Estaba
solo y vi que los guardias peleaban. Si me hubiese dado prisa (tan pronto como
hubiera tenido) las armas en la mano, habría hecho huir a los cobardes, pero
nadie es valiente de noche, nadie puede pelear solo, nadie vence sin aliado.
¡Ay!, la agresión tuvo lugar cuando yo me encontraba sin ti...».
En
el momento en que Amenemmes I sucumbía cerca de Menfis, en efecto,
Sesostris I, de regreso de Libia, se encontraba todavía cerca de la frontera en
el Delta occidental. La historia de Sinuhé nos ha conservado el relato de lo
que se produjo entonces: «Los amigos del palacio enviaron mensajeros... para
dar a conocer al hijo del rey los acontecimientos sucedidos en la corte. Los
mensajeros le encontraron por el camino; le alcanzaron al anochecer. No tardó
ni un instante. El Halcón (metáfora para designar al nuevo faraón) se fue
rápidamente con su escolta sin informar de ello a su ejército».
El
mismo Sinuhé nos explica el sigilo y la pronta partida de Sesostris I hacia
Menfis «(pero) se había enviado (también) a buscar a los infantes reales que
iban detrás de él en este ejército y se llamó a uno de ellos.». De esta manera
se había urdido el complot, según nos permite conocer, además, el texto de las
Instrucciones, en los medios allegados al anciano rey que confiaba en su hijo:
«No había previsto nada, no estaba desconfiado. Pero ¿han tomado alguna vez las
mujeres las armas? ¿Se ha visto jamás a los traidores surgir del interior del
propio palacio?», y en otro pasaje: «Aquel que comió mi pan fue el que enroló a
los facciosos, aquél al que había tendido mis brazos fue el que suscitó la
sublevación». Así, a pesar de la precaución de Amenemmes I de nombrar
a Sesostris I como corregente, poco faltó para que estallasen los desórdenes y
la situación era tan incierta que Sinuhé prefirió huir a Asia por temor de
verse implicado en el conflicto, como él mismo dice ingenuamente: «No me
proponía volver a aquella corte en la que pensaba que habría luchas».
SESOSTRIS I (1971-1928)
No
se sabe de qué manera Sesostris I terminó con la conspiración; sin embargo, lo
logró, y convertido de nuevo rápidamente en el único amo de Egipto reinó
todavía durante treinta y ocho años. Sólo dos años antes de su muerte asoció al
trono a su hijo Amenemmes II. A pesar de la crisis dinástica de 1962,
no parece que el orden interior fuera afectado ni seriamente ni durante mucho
tiempo, y el reinado de Sesostris I fue un reinado de esplendor tanto en el exterior
como en el interior.
Ya
al final del reinado de Amenemmes I había comenzado la penetración en
Nubia gracias a las expediciones dirigidas por Sesostris I. Durante su reinado
personal, este último se contentó con hacer que
los nomarcas continuaran su obra. Estos se encargaron de mantener la
presencia egipcia en Nubia y de continuar la progresión. En el año 18, hacia
1954 a. C., se llegó más allá del reino de Kush. Si, como todo hace
suponer, este reino está bien localizado un poco hacia el sur de Semnah,
los ejércitos egipcios habrían rebasado los obstáculos de la segunda catarata.
Es posible que para consolidar estas conquistas Sesostris I hiciera entonces
construir fortalezas a lo largo del Nilo, de la misma manera que su padre había
fortificado las fronteras este y oeste. La actual campaña de rescate de
monumentos de Nubia (1964) permitirá posiblemente saber si las grandes
fortificaciones erigidas por Sesostris III estuvieron precedidas por las
construcciones de Sesostris I; en Buhen sucedió así, y sin duda no se
trata de un caso aislado.
Durante
el Imperio Antiguo, la política egipcia en Nubia estaba determinada
principalmente por un sentimiento autodefensivo y, accesoriamente, por el deseo
de procurarse ciertos productos exóticos. Con el Imperio Medio aparece un nuevo
motivo: la búsqueda del oro. A partir de Sesostris I comienzan a ser explotadas
las minas de oro del Sudán en beneficio de Egipto, y, poco a poco, la
extracción del mineral aurífero se convertirá en la más importante fuente de
riqueza de Nubia.
Aunque
las relaciones entre Egipto y los habitantes del sur son a veces borrascosas,
no pasa lo mismo con Asia, donde parece que Sesostris I realiza una política
que casi podría calificarse de entente cordiale. Esta actitud queda
demostrada a la vez por las inscripciones del Sinaí y por la Historia de
Sinuhé.
La
penetración egipcia en el Sinaí para la explotación de los yacimientos de
turquesas y, sin duda, de cobre se remonta al comienzo del Imperio Antiguo.
Pero después de Pepi II cesan las expediciones y no vuelven a emprenderse hasta
principios de la XII Dinastía. Mientras que en el Imperio Antiguo las
relaciones entre egipcios y asiáticos eran malas, como lo demuestran las
numerosas escenas de guerra grabadas en las rocas de la península, con la XII
Dinastía estas relaciones cambian y se ha podido observar que «las
inscripciones no contienen ni una alusión a los enemigos, por el contrario, los
asiáticos del Sinaí o de las regiones adyacentes acompañan muy frecuentemente,
cuando no regularmente, a las expediciones egipcias» (J. Cerny, 1955), y,
en efecto, son muy numerosas las inscripciones grabadas por los asiáticos junto
a las de los egipcios.
La
célebre Historia de Sinuhé confirma que las relaciones entre asiáticos y
egipcios fueron pacíficas durante el reinado de Sesostris I. Sinuhé, para no
verse implicado en la conspiración del año 1962, huyó a Asia; allí permaneció
más de veinte años. Ahora bien, a lo largo de todo el relato de su permanencia
en Asia, que cubre la mayor parte del reinado personal de Sesostris I, no se
habla en absoluto de guerra entre Egipto y el reino asiático y además los
principados asiáticos aparecen como independientes de Egipto, con el que, sin
embargo, mantienen excelentes relaciones: algunos egipcios se establecen allí,
como Sinuhé, y los mensajeros del faraón recorren todo el país sin ser
molestados. Después de la campaña que tuvo lugar unos seis años antes de la
muerte de Amenemmes I y durante todo el reinado de Sesostris I, no se
produjo ninguna acción militar egipcia en Asia. Incluso conviene subrayar que
esta campaña del año 4 de la corregencia Amenemmes I-Sesostris I no
rebasó las primeras ciudades de Palestina meridional, en el límite del desierto
de Suez.
Durante
las excavaciones en Palestina y en Siria se han descubierto numerosos objetos
egipcios del Imperio Medio. Como los textos descartan posibles guerras
victoriosas de los asiáticos en Egipto durante esta época, dichos objetos no
pudieron llegar allí más que, por decirlo así, pacíficamente. En otros
términos, constituyen la prueba o de un tráfico comercial entre Egipto y Asia o
de una política sistemática por parte del faraón. En efecto, sabemos por la
correspondencia de Tell el-Amarna que la corte de Egipto, durante el Imperio
Nuevo, tenía la costumbre de hacer regalos a los príncipes y reyes de Asia a
cambio de su alianza; todo nos permite suponer que Sesostris I practicó ya esta
costumbre. En Ugarit (Ras Shamra) se encontró un collar de amuletos y de
perlas con el emblema de Sesostris I, y se han descubierto numerosos
escarabajos con el mismo nombre en Palestina (Gaza,
Laquis, Gazer, Betshán, Megiddo). Un pasaje del cuento de Sinuhé
evoca además la costumbre, durante el reinado de Sesostris I, de hacer regalos
a los príncipes extranjeros; habiendo solicitado volver a entrar en Egipto,
Sinuhé describe de esta manera la respuesta favorable del faraón: «Entonces Su
Majestad me hizo unos envíos con una largueza típicamente real; ésta dilató el
corazón de este humilde servidor como (si se hubiese tratado) de un príncipe de
cualquier país extranjero».
Esta
política, que podría calificarse de «política de los regalos», inaugurada por
Sesostris I, fue continuada por sus sucesores y a ella se deben las estatuas
del Imperio Medio encontradas no sólo en Asia, sino incluso en Creta y en
Nubia. La presencia de objetos egipcios en Creta y de algunos objetos minoicos
en Egipto ha llevado a los historiadores a admitir la existencia de relaciones
directas entre la gran isla de Minos y Egipto desde el reinado de Mentuhotep II.
Esta hipótesis, con independencia de su base arqueológica, está fundamentada en
una mala traducción de una palabra egipcia, Hau-nebut, que, según parece,
designaba a los egeos prehelenos. He demostrado (1953) que se trataba de
un error, al ser Keftiu el nombre de Creta y al no haber comenzado
las auténticas relaciones directas entre ambas civilizaciones más que con la
XVIII Dinastía. Sin embargo, no existe la menor duda de que se establecieran
relaciones indirectas entre Creta y Egipto desde el Imperio Medio. Estas
relaciones, más débiles de lo que se ha creído, tenían como intermediarios a
Siria y Chipre. Ras Shamra, a donde Sesostris envió regalos, era un centro
comercial al que llegaban los objetos egeos (Cl. F. A. Schaeffer); desde aquí
podían ser reexportados a Egipto. De la misma manera podían pasar a Creta los
objetos egipcios, numerosos en Palestina y en la costa Siria.
La
influencia exterior de Egipto no se limita a Nubia y a Asia. Las campañas
militares en el sur, durante la corregencia, estuvieron precedidas por una
nueva ocupación de los desiertos orientales y occidentales. No se aminoró tal
empuje durante el reinado personal de Sesostris I y los documentos nos dan a
conocer que los egipcios llegaron entonces hasta los grandes oasis occidentales.
La región tebana es el punto de partida de las expediciones hacia el desierto
oeste. El comandante de una de estas expediciones escribe: «Llegué a los oasis
occidentales. Reconocí todos sus caminos de acceso y recogí a los fugitivos que
por allí encontré. Mi ejército permaneció sano y no sufrió pérdidas» (estela de
Kai, en Kamula). Por la parte de Libia propiamente dicha, al noroeste de
Egipto, la campaña que precedió en poco tiempo al asesinato
de Amenemmes I parece haber asegurado la tranquilidad en Egipto, pues
ya no se habla más de los templos en los textos que se remontan al reinado
personal de Sesostris I.
Al
acabar el reinado de Sesostris I, la baja Nubia, desde la primera catarata
hasta el sur de la segunda catarata, está bajo el control egipcio. Asia se abre
a una influencia pacífica de Egipto, los desiertos este y oeste se ven
recorridos por las expediciones mineras egipcias, los libios, ya vencidos, no
representan ahora un peligro para el valle del Nilo. Esta influencia y esta
expansión de Egipto fuera de sus fronteras son el resultado directo del
desarrollo interno del mismo Egipto.
La
política interior de Sesostris I asegura la prosperidad material de la
totalidad del país, prosperidad que se manifiesta en la actividad
arquitectónica, tanto en el alto como en el bajo Egipto. Existen muy pocos
yacimientos egipcios que no nos hayan proporcionado monumentos que se remonten
a este reinado.
No
parece que Sesostris I hubiera variado en nada la política de su padre con
relación a los nomarcas. Por lo general, la mayoría de éstos eran los
hijos de los que habían sido nombrados por Amenemmes I. Éstos
aseguraron una buena administración provincial para Egipto, sin abusar, según
parece, de la independencia que les dio la herencia de su cargo y su fortuna
personal. Todos ellos permanecieron fieles a Sesostris I en el momento del
asesinato de Amenemmes I y le suministraron los contingentes de
tropas necesarias para el ejército real.
La
política que podríamos llamar de «revalorización» de la realeza, inaugurada
por Amenemmes, produce sus frutos durante el reinado de Sesostris I. No
hay más que leer el elogio de Sesostris I en el cuento de Sinuhé para
convencerse de ello. «Es un dios aunque no tiene su apariencia, antes del cual
ningún otro (como él) ha existido. Es un maestro de sabiduría tanto en sus
resoluciones perfectas como en sus órdenes excelentes...». Si el texto de
Sinuhé emplea siempre la palabra «dios» para designar al rey, las cualidades
que le atribuye: fidelidad, sabiduría, valor, amabilidad, son cualidades
humanas y revelan la evolución que se produce en la concepción de la realeza
entre la IV y la VI Dinastía. Si el rey conserva todavía el epíteto
de neter nefer, «el dios bueno», es más un superhombre que un dios, y
el carácter humano de su autoridad, posiblemente bajo la influencia de la
religión osiriana, contrasta fuertemente con la autoridad inhumana de la
monarquía del Imperio Antiguo.
Para
asegurar la continuidad del poder legítimo, Sesostris I asocia al trono a su
hijo Amenemmes, pero, quizá al darse cuenta de los peligros que implica
una corregencia demasiado larga, es al final de su vida cuando le nombra
corregente, de manera que no reinaron juntos más que dos años, desde el año 42
hasta el año 44 de su reinado. Para ayudarle en la administración central,
Sesostris I dispone también de visires. Bien porque Amenemmes I
hubiera desconfiado de la gran autoridad adjudicada al visir, o bien por
casualidad, no nos ha llegado ningún texto que se refiera al papel desempeñado
por el visir durante su reinado; los visires parecían desempeñar una función
secundaria al comienzo de la XII Dinastía. Bajo Sesostris I se sucedieron por
lo menos cinco visires, y cabría preguntarse si el rey, continuando la política
de su padre, no se habría esforzado por limitar el peligro de usurpación
dividiendo en dos la función del visir: habría tenido entonces dos visires, uno
para el norte y otro para el sur.
Cualquiera
que sea la extensión de su jurisdicción, el visir, durante el reinado de
Sesostris I, permanece como jefe de la justicia y de la administración en su
conjunto. Él es quien promulga las leyes y conserva los archivos. Sus títulos
de «jefe de los trabajos reales» y de «tesorero en jefe» hacen de él el jefe de
la economía del reino. Por tanto, tiene todos los poderes, excepto el del
ejército y el de la policía.
Con
la ayuda de los nomarcas hereditarios y de los visires, Sesostris I
continuó la reorganización de la administración que había emprendido su padre.
Esta reorganización produce muy pronto sus frutos y el reinado de Sesostris I
es un período de un gran desarrollo económico para Egipto. Las necrópolis
provinciales, en la totalidad del país, demuestran, de manera patente, la
riqueza de los nomos en esta época. Pero la obra de estos primeros faraones de
la XII Dinastía no se limita a restaurar la abundancia tal como debía de haber
existido en el esplendor de la realeza menfita, sino que también trata de crear
nuevas fuentes de riqueza, especialmente por la revalorización del Fayum. Si es
principalmente el nombre de Amenemmes III el que permanece unido al
desarrollo agrícola de esta provincia, Sesostris I al menos inició esta
política de expansión.
Desde
que se abandona el Delta, el valle del Nilo no es más que una sucesión de
pequeños valles agrícolas insertados entre los acantilados libios y arábicos.
Estos valles jamás son importantes, salvo en el Fayum, donde desde el Neolítico
existe un gran lago. Una de las inquietudes de la XII Dinastía será la de
realimentar con agua esta depresión que los aluviones del lago prehistórico
vuelven más rica. La proximidad de Menfis aumenta más aún la importancia de
este centro agrícola, que se convierte, gracias a los Amenemmes y
Sesostris, en una de las más ricas provincias egipcias.
La
mejor prueba que poseemos del desarrollo económico de Egipto durante el reinado
de Sesostris I es todavía el número de monumentos que fueron construidos o
restaurados en su época. Treinta y cinco yacimientos por lo menos nos
proporcionan restos arqueológicos que se remontan a Sesostris I; desde
Alejandría hasta Asuán no existe ninguna localidad importante que no nos
ofrezca restos de su actividad. Esto supone una economía lo suficientemente
floreciente para que los trabajos destinados a asegurar la vida cotidiana del
país dejasen el número suficiente de trabajadores libres para los trabajos
reales.
Sin
duda alguna, la empresa más importante de Sesostris I fue la restauración del
Templo de Heliópolis. Se ve claramente que esta restauración estuvo determinada
por razones a la vez religiosas y políticas. Desde el punto de vista religioso,
Heliópolis, en egipcio Iunu, capital del nomo XIII del Bajo Egipto, era la
residencia del dios solar Re‘, uno de los más antiguos dioses de Egipto; así,
pues, la dinastía tenía interés en restablecer para su provecho la influencia
de un culto y de un sacerdocio que pudieran ser aceptados por el conjunto del
país. Desde el punto de vista político, el dios de Heliópolis había sido el
protector por excelencia de los faraones del Imperio Antiguo, que tomaron el título
de «Hijos de Re‘»; al restaurar el templo de este dios,
Sesostris
intentó reanudar la tradición del Imperio Antiguo y afirmarse como el
descendiente legítimo de sus faraones. Finalmente, el templo estaba situado a
la entrada del Delta y era uno de los grandes centros de peregrinación de los
habitantes del Bajo Egipto; al embellecerlo, Sesostris se atrajo la estimación
de estos peregrinos, lo cual era de gran importancia dado que él era oriundo
del sur. Por tanto, la restauración de Heliópolis se puede considerar en cierto
sentido como un testimonio de la reconciliación entre el norte y el sur, que
pone punto final a las luchas fratricidas entre las dos partes de Egipto.
Así,
pues, a pesar de los difíciles comienzos como consecuencia del atentado
contra Amenemmes I, el reinado de Sesostris I es uno de los más
grandes de Egipto. Gracias a él la realeza vuelve a tener todo su prestigio y
poderío; así no es extraño que fuera divinizado después de su muerte, y que la
«gesta de Sesostris» que nos ha transmitido la antigüedad clásica,
principalmente Diodoro, haya conservado el eco de sus realizaciones.
AMENEMMES II Y SESOSTRIS II (1929-1878)
La
obra llevaba a cabo por Sesostris I explica en gran parte el reinado de sus
sucesores inmediatos: éstos sólo tuvieron que mantener lo que habían hecho su
padre y su abuelo.
Amenemmes II
(1929-1895) fue, como hemos visto, corregente de su padre durante algo más de
dos años. Prosiguió la política de aquél respecto a los nomarcas, a los
que confirmó en la herencia de sus funciones (texto de Khnumhotep II,
en Beni Hasan). En el exterior, gracias a la política de Amenemmes I
y de Sesostris I, la posición de Egipto era lo suficientemente fuerte como para
que fuera inútil afirmar su poderío por medio de las armas; no existe ningún
texto que haga referencia a ninguna campaña militar bajo el reinado
de Amenemmes II. Los tesoreros reales recorrían periódicamente Nubia;
en Asia siguen penetrando influencias egipcias, como lo prueban la gran
cantidad de objetos con el nombre del rey o de miembros de su familia (Esfinge
de Qatne, estatua de Ras Shamra); se visitan las minas del Sinaí y se
ponen en explotación nuevos yacimientos. Un tesoro encontrado en los cimientos
del templo de Tod, en el Alto Egipto, demuestra que Amenemmes II
sabía procurarse los productos asiáticos ad majorem dei gloriam.
En efecto, se han encontrado, encerrados en cuatro cofres de bronce marcados
con su sello, objetos de orfebrería, lingotes de oro y plata, «cilindros»
babilónicos, copas y lapislázuli. Nada permite pensar que este tesoro sea el
producto de un botín de guerra; pudo ser reunido por intercambios con los
soberanos asiáticos.
Las
relaciones comerciales se extendieron también hacia el sureste. Se estableció
un puerto, Sau, en el Mar Rojo, en la desembocadura
del Uadi Gasus, y al menos en el año 28 del reinado
de Amenemmes II, hizo escala allí una flota de retorno de una
expedición al País de Punt. Estas expediciones hacia Punt son
siempre signo de prosperidad para Egipto; y tal es el caso, en efecto, bajo el
reinado de Amenemmes II, si se juzga por la riqueza de las tumbas
provinciales, así como por la importancia de la pirámide real construida en
piedra en Dahshur, y por la riqueza del mobiliario funerario encontrado en
las tumbas próximas pertenecientes a la familia del rey. Las joyas allí
descubiertas están entre los ejemplares más bellos del arte egipcio.
Sesostris
II (1897-1878), hijo de Amenemmes II, fue nombrado corregente hacia
el año 1897; durante tres años compartió el poder real con su padre, muerto en
1885, antes de reinar él solo. Continuó estrictamente la política de sus
antecesores y respetó el carácter hereditario de la función de nomarca.
Aprovechándose de la «paz egipcia» establecida por los dos primeros faraones de
la dinastía, no parece que llevara a cabo ninguna guerra ni en Asia, ni en
África. Se contentó con hacer inspeccionar las fortalezas nubias que protegían
la frontera meridional. La explotación de las minas y canteras siguió siendo
muy activa tanto en el Sinaí como en el Uadi Hammamat, lo que
atestigua prosperidad económica de Egipto, que se confirma además por el número
de construcciones emprendidas por Sesostris II. Éste se interesó especialmente,
como su abuelo, por el desarrollo del Fayum.
Con
la muerte de Sesostris II, que tuvo lugar hacia 1878, se acaba un período
excelente en la historia de Egipto. Los cuatro primeros faraones de la XII
Dinastía, después de haber reunificado y pacificado Egipto y restaurado la
autoridad real, intentaron volver a dar prosperidad económica al país. Evitando
por todos los medios las guerras exteriores, hicieron difundirse al extranjero
la influencia de Egipto; en el interior hicieron respetar la autoridad de la
corona, pero sin que por ello quedaran afectados los derechos de la nobleza
provincial.
Con
el reinado de Sesostris III la política egipcia va a cambiar, tanto en el plano
exterior como en el interior.
SESOSTRIS III (1878-1843)
Sin
duda el reinado de Sesostris III es el más glorioso de la XII Dinastía. Parece
que la fuerte personalidad del rey, que se cree entrever en el enérgico rostro
que se muestra en sus estatuas, haya eclipsado en la memoria de los hombres la
de otros faraones de la dinastía; esto es injusto, sin duda, ya que nada indica
en realidad que hayan sido inferiores un Amenemmes I o un Sesostris
I. De hecho, además, en la «gesta de Sesostris», muchos de los rasgos prestados
por los escritores helenísticos al legendario faraón han sido extraídos no
solamente de Ramsés II, sino también de Sesostris I, de Amenemmes I y
del mismo Sesostris III. Sea lo que fuere, es precisamente bajo su reinado
cuando el Egipto del Imperio Medio consigue su apogeo.
Mientras
que los primeros faraones de la dinastía, que había llegado al poder con la
ayuda de los señores feudales, se guardaron mucho de tocar las prerrogativas de
los jefes provinciales, uno de los primeros actos de Khakaure‘-Sesostris
III fue suprimir el cargo mismo de nomarca. Se ignora cómo se operó esta
reforma, si se hizo indispensable debido a los intentos de revuelta de los
príncipes locales, o si, simplemente, el carácter autoritario del nuevo
soberano no pudo soportar más la independencia de hecho de los grandes señores
feudales. Las fuentes no permiten decidir esta disyuntiva; solamente se
constata que, a partir de 1860, aproximadamente hacia la mitad del reinado, los
textos no vuelven a mencionar a los nomarcas. Las dinastías de los grandes
señores feudales que habían tomado por costumbre fechar los sucesos según su
propio reinado y no según el del Rey, y que habían llegado hasta a consagrar
colosos con sus propias efigies, tan grandes como los reales, en los templos,
desaparecieron bruscamente de la escena política egipcia. Desde entonces las
provincias se administran directamente desde la residencia real por tres
departamentos especializados (en egipcio, uaret): uno para el Norte
(uaret del Norte), otro para el Medio Egipto (uaret del Sur), y el
tercero para el Alto Egipto (uaret de la Cabeza del Sur). Un alto
funcionario dirigía cada uno de estos departamentos con la ayuda de un
subdirector, de un Consejo (djadjat) y de funcionarios subalternos. El conjunto
de esta administración provincial estaba bajo las órdenes de un visir.
Es
posible que la destitución de los nomarcas haya sido progresiva;
incluso podría no haber sido total, y alcanzar, sobre todo, a los todopoderosos
príncipes del Medio Egipto, por ejemplo los de los nomos del Órix y
de la Liebre, ya que se constata que el nomo
de Anteópolis (Qaw-el-Kebir, 10° nomo del Alto Egipto), conservó
su nomarca hasta el reinado de Amenemmes III. Esto no
impide que, debido a esta medida, Sesostris III consiguiera una administración
muy centralizada, próxima a la que había existido en tiempos del Imperio
Antiguo. Así, pues, no es extraño asistir, bajo su reinado, al nacimiento de
una nueva clase social, que se puede calificar de «clase media» (W. C. Hayes):
funcionarios medios, artesanos y pequeños propietarios, que se aprovechan de la
importancia recién adquirida para consagrar estelas con su nombre o estatuillas
con su imagen en los santuarios de Osiris en Abidos.
La
segunda realización de Sesostris III es la recuperación, por la fuerza, de
Nubia. El origen y las razones de esta medida están, a decir verdad, tan
oscuras como aquellas que condujeron a la supresión del cargo de nomarca.
Nubia no parecía estar particularmente agitada bajo el reinado de Sesostris II,
ni se convirtió, de repente, en una amenaza, pero hace falta reconocer que
conocemos muy mal lo que allí aconteció entre 1930 y 1880 a. C. Cualquiera que
contemple la red de fortalezas construidas en el Imperio Medio sobre la segunda
catarata, desde Semnah, al sur, hasta Buhen, al norte, no puede dejar
de quedar impresionado tanto por su cantidad y complejidad como por su fuerza.
Sólo tienen explicación si los egipcios tenían frente a ellos, en esta región,
a un enemigo agresivo, poderoso y bien organizado; no se justificarían si los
egipcios sólo hubieran tenido necesidad de protegerse en Nubia de las
incursiones de algunos pueblos nómadas, dispersados a través del desierto
oriental. De hecho la edificación de este prodigioso sistema defensivo está
relacionada con el problema de Kerma. Todo indica que desde principios del
segundo milenio la alta Nubia entra en un período de desarrollo acelerado, bien
porque fuera invadida por pastores procedentes del sur o del suroeste, o porque
los descendientes de las tribus de los Grupos A y B, quizá bajo la influencia
de Egipto, conocieran una evolución cultural a la vez que un fuerte crecimiento
demográfico durante el transcurso del Primer Período Intermedio. Aparecen
entonces allí poblaciones que tal vez sean nuevas.
Recientes
excavaciones realizadas en la Nubia sudanesa (1961-1967) han demostrado que
dichas poblaciones, llamadas del grupo C, ocupaban toda la región situada entre
Asuán, al norte, y los primeros rápidos de la segunda catarata, al sur. Después
aparecen hacia el sur poblaciones pertenecientes a la llamada cultura
de Kerma.
Las
poblaciones del grupo C pertenecen, según parece, a una raza africana blanca,
camítica, emparentada con los egipcios del sur y afín a los actuales bereberes
del norte de África. No se trata, pues, de negros, aunque indudablemente eran
de color muy oscuro y a veces manifestaron algunas características negroides
debidas al contacto con pueblos más alejados del sur.
Por
supuesto se trata de poblaciones sedentarias establecidas en el valle del Nilo,
pero aún dedicadas en gran medida a la cría de ganado, especialmente de
bovinos. Fabricaban una bellísima cerámica roja con bordes negros, heredera de
las técnicas del predinástico, o negra con decoración incisa blanca, a veces
polícroma. Tales poblaciones suministraron al menos parte de los mercenarios
nubios que combatieron en ambos campos durante las luchas intestinas del Primer
Período Intermedio. Se suele suponer que dichas poblaciones procedían de
territorios extranjeros, de las estepas del sur y del suroeste, pero es
igualmente posible que descendieran simplemente de las tribus de los grupos A y
B, que, quizá bajo la influencia de Egipto, conocieron una evolución cultural,
paralela a un fuerte desarrollo demográfico, durante el Primer Período
Intermedio. El centro de «ebullición» parece que estaba en la región situada
entre la segunda y la cuarta catarata, pero la baja Nubia tampoco salió indemne,
como demuestran las campañas de Mentuhotep y de Amenemmes I
en Uauat. El centro político más evidente de esta nueva potencia nubia
fue Kerma. Parece necesario descartar la posibilidad de un dominio egipcio
en este centro al principio de la XII Dinastía, y es verosímil que los
contactos entre ambas potencias, Egipto por una parte y los nubios
de Kerma por otra, no fueran forzosamente hostiles en esta época.
Egipto se contentó con penetrar en la periferia del nuevo estado, que muy
probablemente no estaba unificado. De todas formas, el hecho de que ya
Sesostris I considerara necesario fortificar la segunda catarata indica, a
nuestro juicio, que Egipto estaba plenamente consciente del peligro que
representaba la nueva potencia nubia en su frontera sur. ¿Qué ocurrió después?
¿Las relaciones de buena vecindad entre los nubios de Kerma y los
egipcios se deterioraron por culpa de los primeros o de los segundos? No se
sabe. El hecho es que Sesostris III intervino con energía. No dirigió menos de
cuatro campañas militares en el sur.
Sesostris
III comenzó por reafirmar la base de partida de las expediciones acondicionando
y limpiando los canales que permitían a los navíos egipcios franquear los
rápidos de la primera catarata. Uno de estos canales no tenía menos de 80 metros
de largo, por 10 de ancho y 8 de profundidad. En el año 8, una vez terminados
estos trabajos, el Rey lanzó la primera campaña «para destruir
a Kush la despreciable». Esta expedición fue insuficiente, ya que fue
seguida de otras tres en los años 10, 16 y 19. En el curso de la campaña del
año 16, Sesostris parece haber penetrado profundamente en territorio enemigo,
donde arrasó las aldeas, cautivando a las mujeres, destruyendo los pozos e
incendiando los campos. La expedición del año 19, que se puso en marcha en el
momento en que las aguas estaban más altas, ya que así los rápidos se podían
atravesar más fácilmente, en septiembre o como muy tarde a principio de
octubre, no volvió a Egipto hasta el período de las aguas bajas en abril o
mayo, es decir, después de una campaña de ocho meses por lo menos.
A
pesar de estas guerras en el interior de su territorio, Sesostris no llegó a
acabar con el peligro latente que representaban los nubios. Por ello se ocupó
de fortificar sólidamente la frontera allí donde ésta era más fácil de
defender, es decir, entre Semnah y Buhen, y, por otra parte, dio
estrictas consignas para impedir toda infiltración de los nubios en dirección a
Egipto. La estela del año 8 de su reinado encontrada en Semnah es,
desde este punto de vista, de las más características: «Frontera del sur
establecida en el año 8 bajo la majestad del rey del Alto y Bajo
Egipto Khakaure‘ (Sesostris III)... para impedir que
cualquier nehesy (nubio) la franquee al descender la corriente por
vía terrestre o en barca, y cualquier rebaño de los nehesiu, salvo
un nehesy que venga a comerciar a Iken o en misión oficial»
(Estela de Berlín, 14753, traducción Posener).
Algunos
de los despachos expedidos por los comandantes de las fortalezas que han
llegado hasta nosotros muestran que estas instrucciones aún se seguían al pie
de la letra bajo los sucesores de Sesostris III. Las fortalezas impedían a
cualquier tropa nubia pasar a la región de las cataratas. De esta forma, aunque
Sesostris III no consiguió destruir por completo la potencia nubia, por lo
menos puso a Egipto al abrigo del peligro que este país representaba, y ello
explica que fuera divinizado en la zona de las cataratas. Todavía en el Imperio
Nuevo su culto se celebraba en las fortalezas de Semnah.
Respecto
a Asia, Sesostris III rompe con la política de sus predecesores. Cesa la
coexistencia pacífica de los egipcios y de los asiáticos en el Sinaí, y las
expediciones mineras deben ser apoyadas militarmente. Ya en los comienzos del
reinado un ejército guiado por el rey en persona entró en territorio asiático y
penetró hasta Sekmen en Palestina (probablemente Siquem, a 50
kilómetros al norte de Jerusalén). No se posee otra indicación sobre las
campañas asiáticas de Sesostris III, pero los «textos de conjuros» (Áchtungstexte, Execration Texts)
sobre cascotes de cerámica encontrados en el Alto Egipto y
en Mirgissa nos dan una lista de los príncipes y pueblos asiáticos
que, de una parte, atestigua un conocimiento real de la situación política en
el pasillo sirio-palestino, y, de otra, indica que estos pueblos debían estar
considerados como enemigos en potencia de Egipto, ya que los egipcios estimaron
necesario reducirlos a un estado en el cual no les fueran perjudiciales.
En
el momento en que Sesostris III desapareció el poder real estaba en su apogeo.
Egipto estaba bien protegido de las incursiones extranjeras, tanto al sur como
al este; la supresión del cargo de nomarca hizo revertir todos los
poderes en las manos del rey; económicamente, Egipto estaba en un período de florecimiento,
como atestiguan tanto la gran cantidad de estatuas pertenecientes a la clase
media como los monumentos reales.
AMENEMMES III (1842-1797)
Aprovechando
la acción enérgica de su padre, tanto en el plano exterior como en el
interior, Amenemmes III parece ser que tuvo un reinado pacífico.
Permaneció en el poder durante cuarenta y cinco años; como su padre había
reinado treinta y cinco, debió ser de edad avanzada a su muerte. Este largo
reinado se consagró al desarrollo económico del país.
Tal
desarrollo se hizo notable debido a la intensidad de la explotación de las
reservas mineras del Sinaí, donde se han encontrado más de 50 inscripciones que
se remontan al reinado de Amenemmes III. Se mejoraron allí las
instalaciones y se engrandeció considerablemente el templo de Hathor. Las otras
regiones mineras, en el Hammamat y en el Sur, parecen haber conocido
la misma actividad que el Sinaí, pero el acabar de revalorizar el Fayum es lo
que aseguró principalmente el renombre de Amenemmes III. En época
griega sólo se le atribuía la paternidad de una obra que, de hecho, no había
sido empezada ni en el reinado de Sesostris II, sino mucho antes. Sin embargo,
indudablemente Amenemmes III finalizó el establecimiento del sistema
de diques y canales que, al regularizar y controlar la llegada de las aguas del
Nilo por el Bahr Yúsef, permitió revalorizar una gran extensión de terreno
en la depresión del Fayum, conocida por los griegos como el Lago Moeris.
Se ha estimado en unas 7000 hectáreas el terreno que de este modo se dedicó al
cultivo.
La
riqueza de Egipto permitió a Amenemmes III multiplicar las
construcciones. Los griegos consideraban el Laberinto, según expresión de
Heródoto, como «por encima de cuanto se pudiera decir». Este monumento no es
otro que el templo funerario de Amenemmes III en Hawara, y puede
que fuera, al mismo tiempo, su palacio y centro administrativo;
desdichadamente, está totalmente destruido y es imposible hacerse una idea de
este monumento que, según Heródoto, sobrepasaba en belleza a las grandes
pirámides.
EL REY HOR Y AMENEMMES IV
A
la muerte de Amenemmes III Egipto había estado gobernado durante un
siglo únicamente por dos soberanos, Sesostris III y Amenemmes III;
era, pues, inevitable que su sucesor fuera también de edad avanzada. Es posible
que uno de los hijos de Amenemmes III, después de haber reinado
varios años conjuntamente con su padre haya desaparecido antes que él. De esta
forma se pueden explicar los monumentos de un tal rey Hor encontrados cerca de
la pirámide de Amenemmes III. No obstante, un hallazgo reciente en
Tanis tiende a atribuir el reinado de este rey a la XIII Dinastía
(P. Montet y H. Kees).
Sea
como fuere, Amenemmes IV, que según los monumentos y las listas
reales sucedió directamente a su padre Amenemmes III, no reinó más de
nueve años, tres meses y veintisiete días (Papiro de Turín), y eso contando la
corregencia con su predecesor. Aunque efímero, el reinado
de Amenemmes IV parece haber sido próspero si se le juzga por la
cantidad y calidad de los monumentos que le pertenecen. Durante él la
influencia egipcia se siguió extendiendo a Asia, ya que se han encontrado
objetos con su nombre en una tumba principesca de Biblos.
SEBEKNEFRURE‘ (1789-1786)
El último soberano de la XII Dinastía fue una mujer: Sebeknefrure‘ o Sebekneferu. Sin duda era hija de Amenemmes III y hermana o hermanastra de Amenemmes IV. Sólo reinó algo más de tres años (tres años, diez meses y veinticuatro días, según el Papiro Real de Turín). Sin embargo, se ha encontrado un gran número de monumentos con su nombre. El hecho de que fuera una mujer quien tomase el poder parece indicar que la larga línea de Sesostris y de Amenemmes había llegado a su fin y no existía ya ningún heredero varón. Esto explica que la dinastía se acabe con el reinado de esta soberana
|