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HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

GUERRAS PÚNICAS :

LA LUCHA POR EL PREDOMINIO EN OCCIDENTE

 

CAPÍTULO I.

CARTAGO.

 

 

OPUESTA a las extensas penínsulas y a las profundas costas bravas de Europa y sus numerosas islas, se extiende una línea, larga y uniforme, la costa pétrea de África, la parte más compacta del viejo como del nuevo mundo. No se puede encontrar un contraste más marcado, en una proximidad tan inmediata sobre la superficie del globo, como los dos continentes que forman las moradas de las razas blanca y negra del hombre. Mientras que Europa recibió de muy temprano la semilla de la civilización, y desplegó las más ricas y variadas formas de vida intelectual, social y política, la sólida masa de tierra del sofocante sur, sede primigenia de una barbarie sin paliativos, ha permanecido cerrada al refinamiento de la vida civilizada. Al este de África, el estrecho valle formado por el Nilo se separa del corazón del continente africano; al norte, los alegres yermos del interior limitan con un cinturón de tierra, de amplitud variable a lo largo de la costa, capaz de ser cultivado. Estas regiones difieren de las islas y penínsulas bañadas por el Mediterráneo, esencialmente, por sol más suave y una mayor variedad de clima que han propiciado costumbres y formas más ricas de vida social y política.

El mar Mediterráneo, en cuyas orillas se detuvo y dividió la corriente migratoria de este a oeste, dirigió a las razas semíticas hacia la costa norte de África, y a los indoeuropeos o arios hacia los países de Europa; y aunque sus aguas no pudieron evitar los encuentros hostiles y las invasiones alternas de estos dos pueblos radicalmente diferentes, aun así se ha formado, durante el transcurso de los siglos, una barrera infranqueable entre ellos, que divide las tierras civilizadas de la Europa cristiana de las de los bárbaros musulmanes hundidos de nuevo casi en el salvajismo.

No tenemos más que información incierta con respecto a la población original de los países que se extienden desde Egipto hasta el océano Atlántico y desde el desierto hasta las orillas del mar Mediterráneo. Una sola raza, los libios, dividida en varias ramas: númidas, mauritanos y getulianos las más importantes, tuvo la posesión de estas regiones desde tiempos antiguos. A pesar de las migraciones y la mezcla de razas, los bereberes actuales pueden considerarse los descendientes directos de la población original.

La naturaleza del suelo provocó una diferencia considerable en el modo de vida y en el carácter de la población. Mientras en las fructíferas tierras fronterizas de la costa marítima mediterránea los libios llevaron una vida agrícola laboriosa, y las hordas de pastores de númidas y mauritanos recorrieron las estepas y los desiertos en los hornos del Atlas los getulianos arrastraron una existencia miserable. Ninguna de estas tribus poseyó en sí misma los elementos de una cultura de civilización. La civilización les llegó de fuera.

Durante un período de muchos siglos, los fenicios, pueblo que se distinguió por su ingenio y empresa, hicieron de la costa norte de África objeto de sus viajes, plantando numerosas colonias. Parece que el rumbo de aquellos primeros exploradores y fundadores de ciudades se dirigió al principio más al nordeste del Mediterráneo; pero al encontrarse con los griegos en las costas e islas del mar Egeo se retiraron ante la mayor energía del pueblo Heleno, y fueron a encontrar en la costa occidental del África mediterránea un territorio propicio para el desarrollo de su política comercial y colonial. Y allí los Fenicios levantaron numerosos asentamientos en la costa de África, de España y en muchas de las islas occidentales.

Las colonias fenicias no se diferenciaron esencialmente de las griegas. A diferencia de las colonias romanas, no fueron establecidas por la madre patria con el fin de promover sus objetivos políticos, extender y fortalecer su dominio, y mantenerse en dependencia de ella. Por el contrario, su fundación fue el resultado del espíritu comercial de los emigrantes, así como producto de las disputas internas nacionales; un débil vínculo de afecto e interés las unía a la madre patria. A pesar de esto las ciudades fenicias, aisladas al principio, independientes siempre, crecieron gradualmente hasta convertirse en un poderoso estado; hasta conseguir gobernar durante siglos numerosas poblaciones, compuestas por razas diferentes, y estampar en ellas un sello reconocible siglos después de la caída del dominio fenicio.

Esta unión de las comunidades fenicias en un solo estado fue obra de Cartago. Ningún historiador nacional o extranjero nos ha explicado por qué felices circunstancias, por qué superioridad política o militar por parte de los cartagineses, o por qué estadistas o generales, se produjo esta unión de elementos dispersos. La Historia Antigua de Cartago ha desaparecido incluso más completamente que la de su gran rival, Roma; en su lugar sólo tenemos historias y fábulas ociosas. Dido o Elisa, la princesa tiria, de la que se dice que emigró de su país natal en el siglo IX antes de nuestra era, a la cabeza de una parte de la nobleza descontenta fundó Bursa, la ciudadela de Cartago. Esta Elisa aparece a la luz de la investigación histórica como una diosa. La historia de la compra de un terreno para la nueva ciudad, de la piel de buey cortada en tiras y de la renta que durante muchos años hubo que pagar por la tierra a los príncipes nativos, es una leyenda de tanto valor como la del origen troyano de Roma y la violación de las sabinas. Cartago fue al principio, como Roma, una ciudad sin importancia, cuya fundación e historia antigua no despertaron la atención de los escritores contemporáneos. Cartago no fue al principio sino una más entre las muchas colonias fenicias, ni siquiera el asentamiento fenicio más antiguo en la costa africana. Pero la feliz situación de Cartago promovió aquel pronto y rápido crecimiento que la condujo a afirmar su supremacía sobre sus ciudades hermanas, y la colocó a la cabeza de todos los asentamientos pertenecientes a la raza fenicia. Cartago realizó conquistas, fundó colonias, y se hizo con el dominio de los mares y de las costas occidentales mediterránea por su influencia comercial y su fuerza en la guerra.

El imperio cartaginés no se diferenció en su constitución del de Roma. Ambos imperios crecieron a partir de una ciudad central; ambos gobernaron sobre aliados de raza ajena y afín; ambos levantaron numerosas colonias, y a través de ellas difundieron su presencia. Pero entre toda esas semejanzas existieron causas que imprimieron a los dos estados características muy diferentes y determinaron sus destinos.

No nos atrevemos a decidir si Roma fue más rica que Cartago en sabiduría política y espíritu guerrero. Ambas cualidades distinguieron a los dos pueblos en grado sumo, ambos desarrollaron su fuerza nacional e hicieron de la lucha entre ellos la más larga y accidentada que se conoce en la historia antigua. Incluso nosotros, que extraemos nuestro conocimiento de los cartagineses de las dudosas declaraciones de los escritores griegos y romanos, podemos llegar a la plena convicción de que los cartagineses fueron dignos rivales de los romanos. La decisión en la gran contienda no dependió de la superioridad social o del valor. Ningún ejército romano luchó más valientemente que el que estuvo bajo el mando de Amílcar Barcas en el monte Eryx, o que los cartagineses en su último y desesperado conflicto con Escipión. La sabiduría del senado romano, que no podemos valorar demasiado, no logró más que el senado de Cartago, que durante 600 años gobernó el mayor estado comercial del viejo mundo sin una sola revolución fundamental. ¿Cuál fue, pues, la fuerza decisiva que, tras el largo temblor de la balanza entre Roma y Cartago, hizo girar la balanza? Fue la homogeneidad del material con el que se construyó el estado romano, en comparación con los variados elementos que formaron el cartaginés. Los romanos eran latinos, de la misma sangre que los sabinos, los samnitas, los lucanos y los campanos, y todas las demás razas que formaban el tronco principal de la población de Italia. Estaban emparentados en sangre incluso con sus aliados griegos, y armonizaban en gran medida con los etruscos en su modo de vida, en el pensamiento político y en los ritos religiosos. Pero los cartagineses eran extraños en África, y lo siguieron siendo hasta el final. El duro suelo africano producía una raza poco impresionante, y los fenicios en su relación con los extranjeros eran excluyentes. Aunque los cartagineses y los libios vivieron juntos en África durante muchos siglos, la diferencia entre ellos nunca desapareció. Con los romanos fue diferente. No podían evitar convertirse en un solo pueblo con sus súbditos. La diferencia de raza hizo que esto fuera imposible para los cartagineses. Si hubieran sido lo suficientemente numerosos como para absorber a los libios, este hecho habría sido menos perjudicial. Pero su patria, Fenicia, era demasiado pequeña para enviar siempre nuevos suministros de emigrantes. Por lo tanto, las raíces de su poder no habían calado lo suficientemente hondo en el suelo de su nuevo hogar, y la temible tormenta que se abatió sobre ellos en las guerras romanas los desgarró.

A este elemento de debilidad nacional se añadió un segundo. Italia es una tierra compacta y bien delimitada. Lo suficientemente grande como para albergar a una población numerosa, no está dividida por montañas ni profundamente escindida por brazos de mar, como Grecia. Está rodeada por casi todos los lados por agua y, por consiguiente, no está muy expuesta al peligro de invasiones extranjeras. Si comparamos esto con el territorio cartaginés, encontraremos que la larga extensión de costa desde Cirene hasta el océano, su incierta frontera hacia el interior del continente africano, sus posesiones dispersas más allá del mar, en Sicilia, Cerdeña, Malta, las islas Baleares y en España, formaban una base muy insegura para la formación de un estado poderoso y duradero.

Estas eran las partes débiles de Cartago. Se ha dicho, en efecto, que los cartagineses eran una mera nación de comerciantes, empeñados en obtener ganancias, no animados por ningún espíritu guerrero, y que por ello estaban condenados a sucumbir en la lucha con Roma. Pero esta afirmación es falsa, y la inferencia es injusta. Los cartagineses no eran en absoluto un pueblo exclusivamente comercial y mercantil. Practicaban la agricultura no menos que los romanos. Su sistema de labranza era incluso más racional y más avanzado que el romano. Tenían escritos sobre agricultura que el senado romano hizo traducir expresamente para la instrucción del pueblo romano. Por lo tanto, si los campesinos poseen más que la gente de las ciudades las cualidades necesarias para ser buenos soldados, (lo cual, sin embargo, puede ponerse en duda), aun así este hecho no sería un argumento para negar que los cartagineses sobresalieran en la guerra. Y, en efecto, ¿cómo podría haber carecido de espíritu bélico un pueblo que desafió las tormentas y las rocas de todos los mares, que se estableció en todas las costas y sometió a las razas más salvajes y audaces? Si los cartagineses formaron sus ejércitos con tropas extranjeras contratadas y no con ciudadanos, la causa no hay que buscarla en su falta de valor o su deficiente patriotismo. Los hombres, e incluso las mujeres, de Cartago estaban siempre dispuestos a sacrificar sus vidas por la defensa de sus hogares; pero para sus guerras extranjeras consideraban la sangre de los ciudadanos demasiado cara. Un ejército mercenario costaba menos al Estado que un ejército de ciudadanos, que eran demasiado valiosos como artesanos o comerciantes, como funcionarios o supervisores, para servir como soldados comunes. El servicio militar sólo lo buscan las naciones rudas y pobres como medio de subsistencia. Los samnitas, los íberos, los galos y los ligures, y, entre los griegos especialmente, los arcadios y el resto de los peloponesios, servían a sueldo, porque lo necesitaron o fueron incultos. El amor al servicio militar como profesión y ocupación de la vida nunca se encuentra en la masa de un pueblo avanzado donde el valor del trabajo es elevado. No debemos, por ello, reprochar a tal nación su cobardía. Los ingleses no son superados por ningún pueblo de Europa en valentía; y sin embargo, en Inglaterra, salvo los oficiales, nadie, salvo las clases más bajas, adopta la vida de un soldado, porque es la peor pagada. Por supuesto, en tiempos de entusiasmo nacional o de peligro, es diferente. Entonces todos los miembros de un estado sano toman las armas de buen grado. Así fue entre los cartagineses, y por lo tanto no está justificado que les atribuyamos menos capacidad para la guerra que a las naciones más valientes del mundo antiguo.

Al hablar del pueblo cartaginés debemos incluir estrictamente sólo a los púnicos, es decir, a la población de pura ascendencia fenicia. Estos sólo se encontraban en la ciudad de Cartago y en las demás colonias fenicias, y eran muy pocos en proporción a la masa de la población restante. La raza africana aborigen de los libios habitaba la fructífera región al sur de Cartago hasta el lago Tritonis; éstos los colonos fenicios los habían reducido a la completa dependencia y los habían hecho tributarios. Ahora eran súbditos de Cartago, y su suerte no era envidiable. Es cierto que eran personalmente libres; pero no formaban parte del pueblo cartaginés, y no tenían más derechos que los que la generosidad o la política de los cartagineses les concedían. La cuantía de los servicios que debían prestar al Estado no estaba fijada y determinada por acuerdo mutuo, por estipulación o por ley, sino que dependía de las necesidades de Cartago; y por ello estaban siempre dispuestos a unirse a los enemigos extranjeros siempre que el suelo de África se convertía en escenario de guerra.

Durante los 600 años de supremacía cartaginesa, se produjo naturalmente una cierta mezcla de las razas de los libios y los cartagineses. Un número de cartagineses, ciudadanos de pura sangre fenicia, se instalaron entre los libios, y así surgió la raza mixta de los libio-fenicios, que probablemente difundieron las costumbres cartaginesas y la lengua fenicia en África de la misma manera que las colonias latinas llevaron la lengua latina y las costumbres romanas por Italia. De estos libio-fenicios procedían principalmente los colonos que fueron enviados por Cartago para formar asentamientos, no sólo en África, sino también en España, Sicilia, Cerdeña y las demás islas. No tenemos información muy precisa sobre los libios-fenicios. Si estaban más animados por el espíritu fenicio, o si prevaleció la nacionalidad libia, debe permanecer indeciso. Sin embargo, es probable que, con el paso del tiempo, asumieran cada vez más el carácter fenicio.

Los ciudadanos cartagineses, los nativos libios y la población mixta de los libio-fenicios constituían por tanto, en rigor, la república de Cartago, de la misma manera que Roma, las colonias romanas y la población italiana súbdita formaban el cuerpo del estado romano. Pero el más amplio imperio cartaginés incluía otros tres elementos: las ciudades púnicas confederadas, las razas nómadas africanas dependientes y las posesiones extranjeras.

Es un signo seguro de la habilidad política de los cartagineses que, por lo que sabemos, no se produjeron guerras derivadas de los celos y la rivalidad entre las diferentes colonias fenicias, como las que arruinaron los otrora florecientes asentamientos griegos en Italia y Sicilia. Es cierto que los fenicios se cuidaron de excluir a otras naciones de las regiones donde habían fundado sus establecimientos comerciales, y es posible que Cartago también se esforzara por concentrar el comercio de sus posesiones africanas en la propia Cartago. Pero no hubo guerras de exterminio entre las distintas ciudades y la raza fenicia. Todas las colonias tirias y sidonias en África, en las islas del Mediterráneo occidental y en España, que en parte se habían formado antes que Cartago, se unieron gradualmente a ella y la reconocieron como cabeza de su nación. Cómo se efectuó esta unión está oculto en la oscuridad de la historia cartaginesa temprana. Quizá podamos suponer que los intereses nacionales y mercantiles comunes impulsaron a los asentamientos aislados de los fenicios con visión de futuro a una unión pacífica y a la subordinación al estado más poderoso. Así fue posible que un puñado de hombres de una raza extranjera estableciera en una parte distante del mundo un extenso dominio sobre extensiones de tierra dispersas y poblaciones bárbaras salvajes.

La ciudad más importante de estos confederados fenicios era Útica, situada a no mucha distancia al norte de Cartago, en la desembocadura del río Bagradas. En los tratados públicos que concluía Cartago, generalmente se mencionaba a Útica como una de las partes contratantes. Por lo tanto, era más bien un aliado que un súbdito de Cartago, manteniendo con ella la misma relación que Praeneste y algunas otras ciudades italianas mantenían con algunas. Tenemos muy poca información sobre las restantes ciudades fenicias de la costa norte de África. Ninguna de ellas era de tal importancia como para ser colocada en el mismo rango que Cartago y Utica. Estaban obligadas a pagar un tributo fijo y a suministrar contingentes de tropas, pero gozaban de autogobierno y conservaban sus propias leyes.

Al sur y al oeste del territorio inmediato de la república cartaginesa vivían varias razas de libios nativos, que se conocen comúnmente con el nombre de númidas. Pero éstos no eran en absoluto, como su nombre griego (Nómadas) parece dar a entender, razas exclusivamente pastoriles. Varios distritos en su poder, especialmente en la moderna Argelia, eran admirablemente adecuados para la agricultura. De ahí que tuvieran no sólo moradas fijas y permanentes, sino una serie de ciudades no poco importantes, de las cuales Hipona y Cirta, las residencias de los principales príncipes númidas, eran las más considerables. Su propio interés, mucho más que la fuerza superior de los cartagineses, vinculaba a los jefes de varias razas númidas como aliados de la rica ciudad comercial. Ayudaron en gran parte a llevar a cabo el comercio de Cartago con las partes interiores de África, y obtuvieron un beneficio de este comercio de reenvío. El servicio militar en los ejércitos cartagineses tenía un gran atractivo para los necesitados hijos del desierto, que se deleitaban sobre todo en el robo y el saqueo; y la caballería ligera de los númidas no era igualada ni por los romanos ni por los griegos. Una sabia política por parte de Cartago mantuvo a los príncipes de Numidia de buen humor. Regalos, marcas de honor y matrimonios con nobles damas cartaginesas los unieron a la ciudad, que se deshizo así de ellos sin que sospecharan que estaban en estado de dependencia. Sin embargo, que una alianza tan incierta y fluctuante no estaba exenta de peligro para Cartago, que los excitables númidas, preocupados sólo por su propia ventaja inmediata, se unieran a los enemigos de Cartago sin escrúpulos en la hora de la necesidad, Cartago estaba condenada a experimentar para su dolor en sus guerras con Roma.

Además de su propio territorio inmediato en África, de las ciudades fenicias aliadas y de los confederados númidas, Cartago tenía también una serie de posesiones y colonias en el extranjero, que extendían su nombre y su influencia por todo el oeste del mar Mediterráneo. Se había fundado una línea de colonias en la costa norte de África hasta el estrecho de Gibraltar, e incluso en la costa occidental del continente, es decir, en las costas de Numidia y Mauritania; pero éstas estaban destinadas a fomentar el comercio de Cartago, no a ayudarla de ninguna manera en sus conquistas. Del mismo modo, los primeros asentamientos en España y en las islas del Mediterráneo, en Malta, en las islas Baleares y Lipari, en Cerdeña y, sobre todo, en Sicilia, fueron originalmente factorías comerciales, y no colonias en el sentido romano. Pero allí donde el comercio requería la protección de las armas, estos establecimientos se convirtieron pronto en puestos militares, como los de los ingleses en las Indias Orientales; y la consecuencia fue la conquista de extensiones de tierra más o menos grandes y de islas enteras. Es evidente que durante varios siglos los cartagineses en Sicilia no se empeñaron en la conquista. Evitaron enfrentarse a los griegos, renunciaron a toda la costa sur y este, donde al principio había habido numerosas colonias fenicias, y se limitaron a unas pocas y pequeñas fortalezas en el extremo oeste de la isla, que necesitaban como estaciones de comercio y navegación. Sólo en el siglo V parecen haber hecho un intento de conseguir la posesión militar de la mayor parte de Sicilia. Pero tras el fracaso de este intento por la derrota en Himera (480 a.C.) no tenemos noticia de más empresas similares hasta la época de la guerra del Peloponeso.

Cerdeña, por otra parte, parece haber llegado pronto al poder de los cartagineses, después de que el intento de los griegos de Focea de hacer un asentamiento allí fuera frustrado por la flota cartaginesa. Cerdeña no era, como Sicilia, una tierra que atrajera a muchos extranjeros. No era la eterna manzana de la discordia de los relinchos contendientes, como la isla hermana más rica, y por eso parece que, como los cartagineses no encontraron allí ningún rival, la adquirieron sin mucho esfuerzo por su parte.

Gades, la primera colonia fenicia en España, y los otros asentamientos afines en el valle del Betis, la antigua tierra de Tartesos, parecen haber mantenido relaciones amistosas con Cartago. Los fenicios africanos y españoles mantuvieron una relación activa entre ellos sin celos ni perjuicios mutuos, y en la guerra se ayudaron mutuamente. En un período posterior, cuando Cartago estaba extendiendo sus conquistas en España, Gades y los otros lugares púnicos parecen haber estado para ella en la misma relación que Utica.

Así, el estado cartaginés se formó a partir de elementos muy diferentes entre sí en cuanto a su origen y posición geográfica. La constitución y la organización del estado estaban admirablemente adaptadas a los tiempos de paz y al desarrollo comercial e industrial. Gracias a la actividad de los mercaderes cartagineses, las variadas producciones de los diversos distritos encontraron sus mercados. Los diferentes pueblos se abastecían mutuamente de sus necesidades, y no podían dejar de reconocer su interés común en esta relación entre ellos, y en los servicios prestados por Cartago. Pero para la tensión de una gran guerra tal estado estaba demasiado poco enmarcado. Por la naturaleza de las cosas, era difícil esperar que pudiera emprender cualquier guerra con éxito, o sobrevivir a un gran revés. Pero Cartago, a pesar de todo, salió victoriosa de muchas luchas; y durante siglos se mantuvo como el primer estado del mar occidental, antes de hundirse bajo los duros golpes de las legiones romanas. Este resultado se produjo gracias a una sabia organización política del estado, que aglutinó los elementos heterogéneos en un cuerpo sólido.

Nuestra información sobre la constitución de Cartago nos llega indirectamente a través de los autores griegos y romanos, y muchos puntos con respecto a ella permanecen oscuros e ininteligibles en consecuencia, más especialmente su origen y desarrollo progresivo; pero su carácter general es tolerantemente claro, y no podemos dudar en clasificarla, con la autoridad de Aristóteles y Polibio, entre las mejores de las constituciones antiguas. Cabe señalar aquí un fenómeno sorprendente. A pesar del carácter nacional radicalmente diferente de los cartagineses semíticos, sus instituciones políticas, lejos de presentar un contraste decidido con las formas de gobierno griegas e italianas, se parecían mucho a ellas, no sólo en el esquema general sino incluso en los detalles. Esta similitud llevó a Aristóteles a comparar la constitución de Cartago con la de Esparta y Creta, mientras que Polibio piensa que se parecía a la romana. Esta semejanza puede explicarse en parte por el hecho de que estos observadores extranjeros se inclinaban a descubrir en Cartago analogías con sus propias instituciones nativas, y que se veían reforzados en esta opinión por el empleo de nombres griegos y romanos, al igual que reconocían constantemente a las deidades helénicas en los dioses de los bárbaros. Sin una correspondencia de esquema en la constitución de estos estados, tal comparación no habría sido posible, por lo que nos vemos obligados a inferir que en la vida política los cartagineses no eran asiáticos sino occidentales, o bien habían llegado a serlo por la fuerza de las circunstancias.

Cartago tuvo desde el principio esta característica en común con las repúblicas griega y romana, que el estado había surgido de una ciudad y conservaba la forma de gobierno municipal. En consecuencia, se hizo necesaria una administración republicana, es decir, se produjo un cambio periódico de magistrados elegidos y responsables, reconociéndose al pueblo como fuente de todo poder político.

Los primeros funcionarios del Estado, que se llamaban Reyes o Sufetes (término idéntico al hebreo Shofetim, jueces), fueron elegidos por el pueblo entre las familias más distinguidas. Si tuviéramos más detalles sobre el crecimiento gradual de la constitución de Cartago, probablemente encontraríamos que estos funcionarios estaban al principio investidos de amplios poderes, pero que con el paso del tiempo, al igual que las autoridades correspondientes en Atenas, Esparta, Roma y otros lugares, se fueron restringiendo cada vez más, y tuvieron que renunciar a otros funcionarios a una parte de su autoridad original. En un período posterior, los sufetes parecen haber desempeñado sólo funciones religiosas y otras honoríficas, como la presidencia en el senado; y quizás también tomaron alguna parte en la administración de justicia. Es notable que no podamos afirmar con certeza si uno o dos sufetes ocupaban el cargo al mismo tiempo; pero parece probable que siempre hubiera dos, ya que se les comparaba con los reyes espartanos y los cónsules romanos. Aún más incierta es la duración de su mandato. Tal vez se pueda dar por sentado que, si la dignidad se confería originalmente de forma vitalicia, posteriormente se limitaba al periodo de un año.

El cargo más importante, aunque quizá no el de mayor rango, era el de comandante militar. Éste no estaba limitado a un tiempo fijo, y parece que generalmente estaba dotado de un amplio poder, de hecho casi dictatorial, aunque sujeto a la más grave responsabilidad. En la organización y el empleo de esta importante dignidad, los cartagineses demostraron su sabiduría política, y a ello debieron principalmente sus grandes éxitos y la extensión de su poder. Mientras que los romanos continuaban año tras año colocando nuevos cónsules con poderes divididos a la cabeza de sus valientes legiones, incluso cuando luchaban contra enemigos como Aníbal, los cartagineses llegaron muy pronto a la convicción de que las guerras vastas y distantes sólo podían ser llevadas a buen puerto por hombres que tuvieran una autoridad incontrolada y permanente en su propio ejército.

Ningún celo mezquino, ningún temor republicano a la tiranía, les impidió confiar todo el poder del estado a los generales más probados en la ciencia militar, aunque pertenecieran, como ocurrió en repetidas ocasiones, a una familia eminente, y sucedieran en el mando como por derecho hereditario. Durante todo un siglo, miembros de la familia Mago estuvieron al frente de los ejércitos cartagineses, y Cartago debió a su prudencia y valor el establecimiento de su dominio en Sicilia y Cerdeña. Este rasgo de la constitución de Cartago resalta con más fuerza en la guerra de Aníbal, cuando, según la opinión común, la época más floreciente del estado ya había terminado. A Amílcar Barca, el padre heroico, le siguió su heroico yerno, Asdrúbal; y la fama de Amílcar sólo fue superada por la de sus hijos más gloriosos. Ninguno de estos hombres intentó nunca destruir la libertad de la república, mientras que en Grecia y Sicilia las instituciones republicanas siempre estuvieron en peligro de ser derrocadas por generales exitosos, un destino que la propia Roma sufrió en un período posterior. Los comandantes en jefe cartagineses, al igual que los generales de la historia moderna, eran amos incontrolados en el campo de batalla, pero siempre sometidos a la autoridad civil del Estado. Los estadistas de Cartago trataron de obtener su fin mediante una estricta subordinación de los militares al poder civil, y mediante el severo castigo de los infractores; no mediante la división del mando principal, ni la limitación de su duración. Instituyeron una comisión civil, formada por miembros del selecto consejo, que acompañaba a los generales al campo de batalla, y supervisaba cualquier medida política, como la conclusión de tratados. Así, cada ejército cartaginés representaba en cierto grado al Estado en miniatura; los generales eran el ejecutivo, la comisión de senadores era el senado, y los cartagineses que servían en el ejército eran el pueblo. Hasta qué punto tal control de los generales era imprudente o los castigos injustos, no tenemos medios para decidirlo con nuestros escasos medios de información. Pero el hecho de que los mejores ciudadanos estuvieran siempre dispuestos a dedicar sus energías y sus vidas al servicio de su país habla bien de la sabiduría del control y de la justicia de las sentencias.

Además de los sufetes y de los generales, se mencionan ocasionalmente otros oficiales cartagineses, a los que se designa con los correspondientes nombres latinos, como pretor y cuestor. En un organismo político poderoso, bien ordenado y complicado, como la república cartaginesa, había por supuesto muchos funcionarios y muchas ramas de la administración. Desempeñar un cargo sin salario era un honor, y en consecuencia la administración estaba en manos de familias distinguidas por su nacimiento y sus riquezas.

Estas familias estaban representadas, en todas partes entre los antiguos, en el senado, que en verdad era el alma del estado cartaginés, como lo era del romano, y que realmente dirigía toda la política exterior e interior. A pesar de esta conspicua posición, que siempre debió atraer la atención de otras naciones, no tenemos información satisfactoria sobre la organización del senado cartaginés. Parece que era numeroso y que contenía una o dos comisiones especiales, que con el tiempo se establecieron como juntas especiales de administración y justicia. La jurisdicción penal y política se confiaba a un cuerpo de 100 o 104 miembros, que probablemente formaban una división especial del senado, aunque no estamos en absoluto seguros de ello. Según Aristóteles, eran elegidos entre las pentarquías, por lo que quizá debamos entender divisiones del senado en comités de cinco miembros cada uno. Al menos es imposible que el senado cartaginés hubiera podido permanecer al frente de la administración si el cargo judicial hubiera pasado a otras manos. Pero si los Cien (o Cien y Cuatro) eran una parte del senado, y se renovaban periódicamente de entre el cuerpo mayor, podían actuar como sus comisionados. A través de ellos el senado controlaba toda la vida política, manteniendo especialmente a los generales en dependencia de la autoridad civil. La Corporación de los Cien, que al principio se renovaba mediante la elección anual de nuevos miembros, asumió gradualmente un carácter más permanente mediante la reelección de los mismos hombres, y esto puede haber llevado a que se separen como una rama distinta del gobierno del resto del senado. Se menciona una segunda división del gran consejo, bajo el nombre de consejo selecto. Este contaba con treinta miembros, y parece haber sido un consejo supremo de administración. No ha llegado hasta nosotros ninguna información con respecto a la elección de los miembros, la duración de su cargo o sus funciones especiales. Nuestro conocimiento, por tanto, de la organización del senado cartaginés en su conjunto es muy imperfecto, aunque no puede haber muchas dudas sobre su carácter general y su poder en el estado.

La influencia del pueblo parece haber sido de poca importancia. Se dice que sólo tenían que dar su voto cuando surgía una diferencia de opinión entre el senado y los sufetes. La asamblea del pueblo tenía el derecho de elegir a los magistrados. Pero ese era un privilegio de poca importancia en un estado donde el nacimiento y la riqueza decidían la elección. Los más altos cargos del Estado eran, si no exactamente adquiribles, como declara Aristóteles, sí fácilmente alcanzables por los ricos e influyentes, como en todos los países donde los cargos públicos que confieren intereses y beneficios se obtienen por elección popular.

En las repúblicas griegas el pueblo ejercía su soberanía en los tribunales populares aún más que en la elección de los magistrados. La elección de los magistrados podía, en una democracia plenamente desarrollada, efectuarse por sorteo, pero sólo el veredicto ponderado de los ciudadanos podía dar una decisión que afectara a la vida y la libertad de un conciudadano. Estos tribunales populares, que, por estar guiados e influenciados por el capricho, los prejuicios y las pasiones políticas, causaban males indecibles entre los estados griegos, eran desconocidos en Cartago. La firmeza y la constancia de la constitución cartaginesa se debían sin duda en gran medida a la circunstancia de que la Junta Judicial de los Cien (o Cien y Cuatro) tenía en sus propias manos la administración de la justicia penal.

El estado cartaginés tenía en realidad, como afirma Polibio, una constitución mixta como la de Roma. Es decir, no era ni una monarquía pura, ni una aristocracia exclusiva, ni tampoco una democracia perfecta, sino que se combinaban en él los tres elementos. Sin embargo, está claro que uno de estos elementos, la aristocracia, tenía una gran preponderancia. La nobleza de Cartago no era una nobleza de sangre, como los patricios romanos; pero este honor parece, al igual que la posterior nobleza de Roma, haber estado abierto al mérito y a la riqueza, como era de esperar en una ciudad comercial. La tendencia a la plutocracia es la mayor censura que Aristóteles hace a Cartago. Algunas familias destacaban por su influencia hereditaria y casi regia. Pero, a pesar de ello, la monarquía nunca se estableció en Cartago, aunque se dice que el intento se hizo en dos ocasiones. Nunca se produjo una revolución completa, y no hubo ninguna ruptura con el pasado. La vida política se desarrolló allí en toda su plenitud, y en consecuencia también hubo conflictos políticos; pero éstos nunca desembocaron en revoluciones manchadas de sangre y atrocidades, como las que tuvieron lugar en la mayoría de las ciudades griegas, y en ninguna más a menudo que en la infeliz ciudad de Siracusa. En este sentido, por tanto, Cartago puede compararse con Roma; en ambas el desarrollo interno del estado avanzó lentamente sin ninguna reacción violenta, y por este motivo Aristóteles le otorga un merecido elogio. Esta firmeza de su constitución, que duró más de 600 años, se debió, según Aristóteles, a la extensión del dominio cartaginés sobre los territorios sometidos, por lo que el Estado pudo deshacerse de los ciudadanos descontentos y enviarlos como colonos a otros lugares. Pero se debe principalmente, después de todo, al gobierno firme y sabio de la aristocracia cartaginesa.

 

CAPÍTULO II.

SICILIA.

 

LA ISLA DE SICILIA parece destinada, por su posición, a formar el vínculo de unión entre Europa y África. Mientras que casi toca Italia en el noreste, se extiende hacia el oeste, hacia el gran continente africano, que parece acercarse a ella desde el sur con un brazo extendido. Así, esta gran isla divide toda la cuenca del mar Mediterráneo en una mitad oriental y otra occidental, una griega y otra bárbara. Pocos colonos griegos se aventuraron hacia el oeste más allá del estrecho entre Italia y Sicilia. Los etruscos y los cartagineses eran los amos exclusivos del mar occidental, y en aquellas partes en las que su poder era supremo no permitían ningún asentamiento ni comercio griego. La isla triangular tenía uno de sus lados orientado hacia el país de los griegos en el este; mientras que las otras dos costas, que convergían en dirección oeste, se extendían hacia el mar de los bárbaros, y casi alcanzaban el centro mismo del poder cartaginés. Así sucedió que la costa oriental de la isla y las porciones más cercanas de las otras dos costas se llenaron de colonias griegas; mientras que la parte occidental, con las islas adyacentes, permaneció en posesión de los fenicios, quienes, al parecer, antes de la época de la inmigración griega, tenían asentamientos por toda la costa. La mayor energía de los griegos parecía destinada a helenizar toda la isla. Ningún pueblo nativo podía obstaculizar su progreso. Los aborígenes de Sicilia, los sikeli (sículos) o sikani (sicanos), sin duda un pueblo de la misma raza que la población más antigua de Italia, estaban aislados por el mar de sus aliados naturales en la lucha con los intrusos extranjeros y, al estar confinados sólo a sus propias fuerzas, nunca pudieron llegar a ser peligrosos, como los bárbaros lucanos y brutos lo fueron para los griegos en Italia. Sólo una vez surgió entre ellos un líder nativo, llamado Duketius, que tuvo la ambición, pero no la capacidad, de fundar un reino nacional de Sicilia. En general, Sicilia estuvo destinada, desde el principio de la historia hasta los tiempos modernos, a ser el campo de batalla y el premio de la victoria de las naciones extranjeras.

El origen y el desarrollo de las ciudades griegas en Sicilia pertenecen, propiamente, a la historia de Grecia. Sus guerras también con Cartago, por la posesión de la isla, sólo tienen una relación indirecta con la historia de Roma. Echamos sobre ellas, por tanto, sólo una mirada de pasada. Nos bastará con ver cómo, como consecuencia de la política poco firme de los pendencieros griegos y de los esfuerzos sin rumbo y caprichosos de los cartagineses, ni unos ni otros alcanzaron una soberanía completa e indiscutible sobre la isla, y cómo cada uno de ellos tuvo que sucumbir sucesivamente a la juiciosa política y a la perseverante energía de los romanos.

En el oeste de la isla los cartagineses tenían en su poder antiguas colonias fenicias, de las cuales Motia, Panormo y Siracusa eran las más importantes. Los griegos se habían aventurado por el lado sur hasta Selinus, y por el norte hasta Himera, y parecía que, con el tiempo, las últimas fortalezas púnicas que quedaban debían caer en sus manos. Cartago deseaba una posesión pacífica con fines de intercambio y comercio, y hasta el siglo V antes de nuestra era no había emprendido ninguna gran empresa bélica. Sin embargo, en la época de la guerra persa se produjo un gran cambio en la política de Cartago. Aprovechando las disensiones internas de los griegos, enviaron por primera vez un ejército considerable a Sicilia, como si contemplaran la conquista de toda la isla. Este ataque a los griegos en el oeste se produjo en el momento en que había todas las perspectivas de que su patria cayera víctima de los persas. Pero en el mismo momento en que la libertad griega salía victoriosa de la desigual lucha de Salamina, los griegos sicilianos, bajo el mando de Gelón, el gobernante de Gela y Siracusa, derrotaron al gran ejército cartaginés ante Himera, y pusieron así fin durante un tiempo considerable a los planes de conquista cartagineses.

Desde entonces, Siracusa se convirtió cada vez más en la cabeza de las ciudades griegas. Los gobernantes Gelón y Hiero, distinguidos no menos por sus habilidades militares que por su sabia política, comprendieron cómo frenar a los excitables, activos e inquietos griegos de Sicilia, y gobernarlos con ese tipo de gobierno firme que sólo parecía saludable para ellos. Sin embargo, tan pronto como el gobierno firme de los tiranos dio paso a lo que se llamaba libertad, todas las pasiones salvajes se desataron dentro de cada ciudad de la confederación de los griegos sicilianos. El imperio de Siracusa, que bajo príncipes tan vigorosos como Gelón y Herio podría haberse extendido probablemente por toda Sicilia, se deshizo. Cada ciudad volvió a ser independiente. Las medidas arbitrarias de los príncipes siracusanos fueron desbaratadas, se restableció la democracia, se trajo de vuelta a los ciudadanos expulsados y se desterró a los amigos de los tiranos. A pesar de estas revoluciones, que implicaban la confiscación de propiedades y confusión de todo tipo, Sicilia disfrutó de una gran prosperidad durante medio siglo, y los cartagineses no intentaron extender los límites de su dominio en la isla. Sólo después de la infeliz terminación de la expedición ateniense contra Siracusa, cuando esta ciudad, victoriosa pero agotada, y distraída por disensiones internas, continuó la guerra contra Atenas en el mar Egeo, los cartagineses, setenta años después de su gran derrota en Himera, volvieron a atacar con vigor las ciudades griegas de Sicilia.

Segesta, que era sólo parcialmente griega, y que ya había provocado la intromisión de los atenienses en los asuntos internos de la isla, invocó la ayuda cartaginesa en una disputa con la ciudad vecina Selinus. Amílcar, el nieto del Aníbal que había caído en Himera, desembarcó en Sicilia con un gran ejército, y conquistó en rápida sucesión Selinus e Himera, destruyéndolas con todos los horrores de la guerra bárbara. Pero el mayor golpe para los griegos sicilianos fue la caída de Akragas o Agrigento, la segunda ciudad de la isla, cuyos gloriosos templos y fuertes murallas fueron derribados, y cuyas ricas obras de arte fueron llevadas a Cartago. Desde la toma de Mileto por los persas, a ninguna ciudad helénica le había ocurrido una desgracia tan espantosa. Los conquistadores púnicos avanzaron irresistiblemente por la costa sur de la isla hacia el este.

Los siracusanos habían intentado en vano detenerlos en Agrigento. El fracaso de su empresa provocó una revolución interna, que derrocó a la república y dio el poder monárquico al anciano Dionisio. Pero ni siquiera Dionisio fue capaz de frenar los nuevos avances de los cartagineses. Gela cayó en sus manos y Camarina fue abandonada por sus habitantes. Toda la costa sur de la isla estaba ahora en su poder, y parecía que Siracusa correría la misma suerte. Finalmente, Dionisio consiguió concluir un tratado por el que les cedía todas las ciudades conquistadas, siendo él mismo reconocido por ellos como gobernador de Siracusa. Los cartagineses permitieron ahora que los habitantes exiliados y otros griegos regresaran a las ciudades que habían sido destruidas. Parece que nunca se les ocurrió que fuera deseable guarnecer los lugares fortificados que habían tomado, o colonizarlos a la manera de los romanos. Probablemente pensaron que, habiendo doblegado y humillado a sus enemigos en el campo de batalla, serían capaces, desde su fortaleza marítima de Motia, de dominar los distritos conquistados y mantenerlos en sujeción.

Pero habían estimado demasiado baja la energía de los griegos. Dionisio, establecido en su dominio sobre Siracusa, se preparó para una nueva guerra contra Cartago, y en el año 397 a.C. invadió repentinamente el territorio cartaginés. Su ataque fue irresistible. Incluso la ciudad isleña de Motia, en el extremo occidental de Sicilia, el principal bastión del poder cartaginés, fue asediada y finalmente tomada por medio de una presa artificial que la conectaba con el continente.

Las conquistas de los griegos, como las de los cartagineses, en Sicilia, no fueron sino de corta duración. Dionisio se vengó de la destrucción de las ciudades griegas asolando Motia y castigando severamente a los habitantes supervivientes; pero cuando hubo hecho esto se retiró, para ocuparse de otros planes, como si Cartago hubiera sido completamente humillada y expulsada de Sicilia. Sin embargo, al año siguiente (396 a.C.), los cartagineses volvieron a retomar Motia con muy pocos problemas y avanzaron con un gran ejército y una flota hacia el este de la isla, donde conquistaron Mesana y, tras hacer retroceder a Dionisio, lo sitiaron en Siracusa.

Tan cambiante era la fortuna de la guerra en Sicilia, y tan dependiente de las circunstancias accidentales, que la cuestión de si la isla iba a ser griega o cartaginesa se decidió casi en el espacio de un año de dos maneras opuestas, y las esperanzas de cada uno de los dos rivales, después de haber subido al punto más alto, se vieron finalmente aplastadas. La carrera victoriosa de Cartago fue detenida por los muros de Siracusa, al igual que, veinte años antes, la flor de los ciudadanos atenienses había perecido en el mismo lugar. Un maligno desorden estalló en el ejército de los sitiadores, obligando a Himilco, el general cartaginés, a una rápida huida y al vergonzoso sacrificio de la mayor parte de su ejército, formado por mercenarios extranjeros. Dionisio era ahora de nuevo, como de un solo golpe, dueño indiscutible de toda Sicilia, y tenía tiempo libre para planear el sometimiento de todas las ciudades griegas al oeste del mar Jónico. Emprendió ahora sus expediciones piráticas contra Caulonia, Hipponium, Croton y Rhegium, que trajeron una miseria indecible a estas ciudades, antaño florecientes, en el mismo momento en que eran presionadas por las naciones italianas, los lucanos y los brutos. La sangrienta derrota que sufrieron los turianos a manos de los lucanos y la conquista de Regio por parte de Dionisio, acompañada de la más atroz crueldad, fueron los acontecimientos más tristes de este periodo tan desastroso para la nación griega. Si Dionisio hubiera seguido una política nacional y, en lugar de aliarse con los lucanos para atacar las ciudades griegas, hubiera reunido a los griegos contra Cartago, lo más probable es que se hubiera hecho dueño de toda Sicilia. Pero la forma pusilánime en que llevó a cabo la guerra contra los enemigos de la raza griega contrastó fuertemente con la perseverancia que exhibió en la esclavización de sus propios compatriotas. Tras unas breves hostilidades (383 a.C.), concluyó una paz con Cartago, en la que le cedía la parte occidental de Sicilia hasta el río Halico. Entonces, tras una larga pausa, intentó, por última vez, un ataque a las ciudades cartaginesas, conquistando Selinus, Entella y Eryx, y sitiando Lilybaeum, que, tras la destrucción de Motia, había sido fuertemente fortificada por los cartagineses y era ahora su principal fortaleza en Sicilia. Después de haber sido expulsado de Lilybaeum, la guerra cesó, sin ningún tratado de paz. Dionisio murió poco después.

Los cartagineses no aprovecharon ni la incapacidad de su hijo, el más joven Dionisio, ni la debilidad de Siracusa en la revolución dionisíaca, para extender más su dominio. Sólo cuando Timoleón de Corinto se aventuró en el audaz plan de restaurar la libertad de Siracusa, encontramos un ejército y una flota cartagineses ante la ciudad, con la intención de anticiparse a Timoleón y conquistar Siracusa para Cartago tras el derrocamiento del tirano Dionisio. Nunca parecieron estar tan cerca de la realización de su ansiada esperanza. Uniéndose a Hiketas, el gobernante de Leontini, ya se habían hecho dueños de la ciudad de Siracusa. Sus barcos habían tomado posesión del puerto. Sólo la pequeña isla fortificada de Ortigia, la llave de Siracusa, seguía en manos de Dionisio, quien, cuando ya no pudo mantener su terreno, pudo elegir a cuál de sus enemigos se rendiría, a Timoleón o a los cartagineses e Hiketas. La buena fortuna o la sabiduría de Timoleón se impuso. Obtuvo por acuerdo la posesión de Ortigia y envió a Dionisio, con sus tesoros, como exiliado a Corinto. De nuevo los cartagineses vieron arrebatado de sus manos el premio a todos sus esfuerzos. Temían una traición por parte de Hiketas, su aliado griego, y su general Mago navegó de vuelta a África. Allí se libró por una muerte voluntaria del castigo que el senado cartaginés infligía con demasiada frecuencia a los generales desafortunados. Su cuerpo fue clavado en la cruz.

Timoleón coronó su gloriosa obra de la liberación de Siracusa y la expulsión de todos los tiranos de Sicilia con una brillante victoria sobre un ejército cartaginés superior en el río Krimesus. Esta derrota fue desastrosa para Cartago porque perdió en ella un cuerpo selecto formado por ciudadanos de las primeras familias. Sin embargo, el resultado de esta victoria tan alabada no fue en absoluto la expulsión de los púnicos de Sicilia. Ni siquiera parece haber producido un cambio en la fuerza respectiva de los dos beligerantes o una alteración de los límites entre el territorio griego y el cartaginés.

Entre el derrocamiento del segundo Dionisio y el dominio de Agatocles, el más nocivo y más odioso de sus tiranos, Siracusa disfrutó, durante veintidós años, de un gobierno democrático y de un descanso comparativo, así como de relaciones pacíficas con los cartagineses y con los demás griegos sicilianos. Pero el despreciable Agatocles apenas se había apoderado del poder monárquico que parecía haber sido sofocado para siempre en Siracusa por el noble Timoleón, cuando la guerra nacional entre griegos y púnicos volvió a estallar, y se desarrolló con una violencia y animosidad hasta entonces desconocidas. Después de una victoria decisiva sobre Agatocles, los cartagineses asediaron por tercera vez Siracusa con un ejército y una flota, y por tercera vez parecían a punto de ganar el último bastión de la independencia griega en Sicilia. Entonces Agatocles, con la verdadera ingenuidad griega y con la temeridad de la desesperación, se aventuró en una empresa que desbarató todos los cálculos de los cartagineses. Salió con sus barcos del puerto bloqueado de Siracusa y desembarcó un ejército en la costa de África. Atacados en su propio país, los cartagineses se vieron obligados a renunciar a todo pensamiento de conquistar Siracusa. Durante cuatro años, Agatocles dirigió la guerra en África con un éxito extraordinario. No sólo conquistó muchas de las ciudades campestres de los cartagineses, y vivió lujosamente del rico botín de aquella tierra fructífera y floreciente, sino que se apoderó también de las ciudades fenicias más importantes bajo el dominio de Cartago, como Tapsus, Hadrumetum, e incluso Útica y Túnez, en la vecindad inmediata de Cartago. Los enemigos internos se unieron al enemigo extranjero, que atacó al estado en su parte más vulnerable. La traición del general Bomilcar, y la revuelta de súbditos y aliados, redujeron a la orgullosa ciudad púnica casi a la ruina. Ya no se podía confiar en el poder del dinero ni en sus mercenarios extranjeros. Los propios ciudadanos de la ciudad, y los hombres de la sangre más noble, fueron llamados a filas y se sacrificaron valientemente. La perseverancia de Cartago prevaleció. Agatocles escapó a duras penas a Sicilia, y dos de sus hijos, con todo su ejército, cayeron víctimas de una temeridad que no tenía suficiente poder para respaldarla. Así fracasó una empresa en la que Régulo se aventuró en la primera guerra Púnica con un resultado similar, y que sólo tuvo éxito en la segunda guerra con Roma después de que las fuerzas de Cartago estuvieran tan completamente agotadas que ni siquiera un Aníbal pudo restaurarlas.

La expedición de Agatocles no tuvo ninguna influencia en la posición relativa de cartagineses y griegos en Sicilia. Después de muchas luchas infructuosas, el tratado de paz dejó a los cartagineses en posesión de la parte occidental con el dominio sobre Selinus e Himera. Agatocles, al igual que sus predecesores Hiero y Dionisio, se planteó ahora otros planes distintos al de la conquista de toda Sicilia. Realizó varias expediciones a Italia y al mar Adriático, conquistó incluso la isla de Corcira, causando destrucción y ruina allí donde aparecía, sin obtener una sola conquista permanente. Cuando finalmente, a una gran edad, fue asesinado por su nieto, estallaron nuevas disensiones, como solía ocurrir tras la caída de un tirano. Sicilia, ahora completamente agotada, y conservando cada vez menos su nacionalidad griega, buscó un protector en Pirro, rey de los semibárbaros epirotas. Ya se ha relatado cómo fracasó este último intento de unir a los griegos sicilianos y de liberar la isla de los cartagineses.

La libertad de los griegos en la madre patria ya había perecido. También para Sicilia sus días estaban contados. Pero el premio por el que los cartagineses habían luchado durante tanto tiempo no iba a ser ganado por ellos. Apareció un nuevo competidor. Los conquistadores de Pirro siguieron sus pasos con más energía y éxito y, tras una larga y cambiante lucha, dieron a los afligidos sicilianos paz y orden, a cambio de su perdida independencia.

 

CAPÍTULO III.

LA PRIMERA GUERRA PÚNICA, 264-241 A.C.

 

Primer periodo. Hasta la toma de Agrigentum, 262 a.C.

 

En ningún país habitado por griegos la prosperidad nacional había sufrido más que en Sicilia por las revoluciones violentas y destructivas, por la sucesión de gobernantes arbitrarios y tiranos atroces, por la destrucción de ciudades y por el trasplante o la carnicería de sus habitantes. Incluso los gobernantes más antiguos y suaves de Siracusa, Gelón y su hermano Hiero, practicaron, con la mayor temeridad, la costumbre asiática de transportar naciones enteras a nuevos asentamientos, y la confiscación y nueva división de las tierras. Sus sucesores, especialmente el primer Dionisio y el infame Agatocles, se enfrentaron con los bárbaros púnicos en crueldades del tipo más repugnante. Todas las ciudades de la isla experimentaron, una tras otra, los horrores de la conquista, el saqueo, la devastación y el asesinato o la esclavitud de sus habitantes. Los nobles templos y las obras de arte de una época anterior se hundieron en las ruinas, las murallas se derribaron y se volvieron a construir una y otra vez, y los fructíferos campos fueron arrasados. Apenas podemos imaginar cómo fue posible que la civilización griega e incluso un remanente de prosperidad pudieran sobrevivir a estas interminables calamidades; y deberíamos dar la bienvenida a cualquier prueba que pudiera tender a demostrar que los historiadores representaron con colores demasiado llamativos los problemas que se experimentaron en su propia época. Pero la decadencia gradual del poder griego en todas las partes de la isla, el crecimiento de la barbarie y la impotencia del pueblo, se disciernen con demasiada claridad como para dejar alguna duda sobre la veracidad del cuadro en su conjunto.

No había ninguna ciudad en la isla que durante tres siglos hubiera sido visitada por mayores calamidades que Mesina. Mesina había sido originalmente una colonia calcídica, pero fue tomada por una banda de samios y milesios que, expulsados de sus hogares por los persas, se dirigieron a Sicilia y expulsaron o esclavizaron a los antiguos habitantes de la ciudad. Poco después la ciudad cayó en manos de Anaxilaos, el tirano de Rhegium, que introdujo nuevos colonos, especialmente mesinos exiliados, y cambió el nombre original de Zankle por el de Mesina. En esa guerra devastadora que los cartagineses llevaron a cabo con el anciano Dionisio, y en la que Selinus, Himera, Agrigentum, Gela y Camarina fueron destruidas, Messina sufrió el mismo destino, y sus habitantes fueron dispersados en todas direcciones. Reconstruida poco después (396 a.C.), y poblada con nuevos habitantes por Dionisio, la ciudad parecía haberse recuperado en cierta medida, cuando cayó (312 a.C.) en poder de Agatocles. Compartió con todas las demás ciudades de la isla el destino que este tirano trajo a Sicilia; sin embargo, a pesar de los numerosos golpes que sufrió, parece haber alcanzado un cierto grado de importancia y prosperidad, que debe atribuirse en parte al menos a su posición inigualable en el estrecho de Sicilia. Tras la caída de Agatocles le sobrevino una nueva desgracia, y Mesina dejó de ser para siempre una colonia griega. Una banda de mercenarios campanos, que se autodenominaban mamertinos, es decir, hijos de Marte, y que habían luchado al servicio de los tiranos siracusanos, entraron en la ciudad, de regreso a Italia, y fueron hospitalariamente agasajados por sus habitantes. Pero, en lugar de pasar a Rhegium, cayeron y asesinaron a los ciudadanos, y tomaron posesión del lugar.

Mesina era ahora una ciudad bárbara independiente en Sicilia. Poco después, una legión romana, formada por campanos, compatriotas de los francotiradores mesinos, imitó su ejemplo y, mediante un acto de atrocidad similar, se apoderó de Rhegium, en el lado italiano del estrecho. Unidos por el parentesco y los intereses comunes, los estados piratas de Mesina y Regio se defendieron mutuamente contra sus enemigos comunes, y fueron durante un tiempo el terror de todos los países circundantes, y especialmente de las ciudades griegas.

Tras la conquista de Reggio por los romanos, el día del castigo parecía acercarse también para los mamertinos de Mesina. Aparte de la consideración de que la posesión de Mesina sería una gran adquisición para el estado de Siracusa, esa ciudad, como la comunidad griega más importante de Sicilia, estaba llamada a vengar el destino de los mesinos asesinados, y a exterminar a esa banda de ladrones, que hacía insegura toda la isla. Hiero, el líder del ejército siracusano, fue enviado contra ellos. Comenzó por deshacerse de un número de sus mercenarios que eran molestos o de los que sospechaba de traición. Los colocó en una posición en la que estaban expuestos a un ataque hostil del enemigo y los dejó sin apoyo, por lo que todos fueron abatidos. A continuación, alistó nuevos mercenarios, equipó a la milicia de Siracusa y obtuvo una victoria decisiva sobre los mamertinos en el campo de batalla, tras lo cual éstos abandonaron sus excursiones depredadoras y se retiraron dentro de las murallas de Mesana. El éxito de Hiero le hizo dueño de Siracusa, cuyos ciudadanos no tenían medios para mantener a un general victorioso sometido a las leyes del estado. Afortunadamente, Hiero no era un tirano como Agatocles. En general, gobernó como un político suave y sagaz, y consiguió, en las circunstancias más difíciles, al situarse entre las dos grandes potencias beligerantes de Roma y Cartago, mantener la independencia de Siracusa, y asegurar para su ciudad natal durante su reinado de cincuenta años un periodo de prosperidad reavivada. En primer lugar, se propuso expulsar a los bárbaros italianos de Sicilia y establecer su poder en el este de la isla mediante la conquista de Mesana. Los mamertinos habían tomado el papel de los cartagineses durante la invasión de Pirro en Sicilia, y con su ayuda habían defendido con éxito Messina. El ataque de Hiero, que en cierta medida estaba a la cabeza de los griegos, como sucesor de Pirro, obligó a los mamertinos a buscar la ayuda de una potencia extranjera, después de que sus más fieles confederados, los amotinados de Regio, hubieran perecido por la espada de los romanos o el hacha del verdugo. Sólo podían elegir entre Cartago y Roma. Cada uno de estos estados tenía su partido en Mesina. Los romanos estaban más lejos que los cartagineses, y quizá los mamertinos temían pedir protección a quienes habían castigado tan severamente a los campanos saqueadores de Rhegium. Por lo tanto, una tropa de cartagineses al mando de Hanno fue admitida en la ciudadela de Mesina, y de este modo el largamente acariciado deseo de Cartago de dominar toda Sicilia parecía estar cerca de cumplirse.

De los tres lugares más fuertes e importantes de Sicilia, ahora tenían en su poder a Lilibea y Messina, y así su comunicación con África e Italia estaba asegurada. Siracusa, la tercera ciudad en importancia, estaba muy reducida y debilitada, y parecía incapaz de ofrecer una resistencia prolongada. Cartago había mantenido durante mucho tiempo relaciones amistosas con Roma, y estas relaciones habían tomado durante la guerra de Pirro la forma de una completa alianza militar. Cartago y Roma tenían, aparentemente, los mismos intereses, los mismos amigos y los mismos enemigos. En el continente de Italia, Roma había sometido a sí misma todos los asentamientos griegos. ¿Qué podía ser más natural o más justo que los frutos de la victoria sobre Pirro en Sicilia fueran recogidos por Cartago? El estrecho de Messina era la frontera natural entre la ciudad comercial, dueña de los mares y las islas, y el imperio continental de los romanos, cuyo dominio parecía haber encontrado su legítima terminación en Tarento y Reggio.

Pero la amistad entre Roma y Cartago, que había surgido de su peligro común, se debilitó después de su victoria común y se tambaleó tras la derrota de Pirro en Beneventum. No estaba en absoluto claro que Cartago estuviera libre de todo deseo de obtener posesiones en Italia. Los romanos, al menos, eran celosos de sus aliados y habían estipulado en el tratado con Cartago, en el año 348 a.C., que los cartagineses no debían fundar ni mantener ninguna fortaleza en el Lacio ni, de hecho, en ninguna parte de los dominios romanos. Mostraron los mismos celos cuando en la guerra con Pirro una flota cartaginesa entró en el Tíber, aparentemente para ayudar a Roma, al declinar la ayuda ofrecida. Cuando una flota cartaginesa se presentó ante Tarento en el 272 a.C., y parecía estar a punto de anticiparse a los romanos en la ocupación de esta ciudad, éstos se quejaron formalmente de una intención hostil por parte de los cartagineses. Los cartagineses negaron tener esta intención, pero los romanos, sin embargo, tenían buenas razones para estar en guardia y para albergar el temor de la injerencia cartaginesa en los asuntos de Italia, así como los celos de su poderoso vecino, que ahora se había afianzado en España y gobernaba todas las islas de los mares Sardo y Tirreno. Mientras este sentimiento prevalecía en Roma, llegó una embajada de los mamertinos, encargada de entregar a Roma Mesina y el territorio que le pertenecía, un regalo que, en efecto, implicaba la necesidad de limpiar primero la ciudad de los cartagineses y luego de defenderla contra ellos. Los cartagineses, al parecer, se habían hecho odiosos desde que estaban en posesión de la ciudadela de Mesina, y la parte romana se sintió lo suficientemente fuerte como para dar el audaz paso de invocar la ayuda de los romanos.

Pero para Roma la decisión era difícil. No cabía duda de que conceder la petición a los mamertinos supondría declarar la guerra a Cartago y Siracusa, y que tal guerra gravaría al máximo los recursos de la nación. Además, la propuesta de los mamertinos no era en absoluto honorable para Roma. Una banda de ladrones ofrecía el dominio de una ciudad de la que se habían apoderado mediante el más escandaloso acto de violencia; y esta oferta se hacía a los romanos, que tan recientemente habían dado muerte a los cómplices de los mamertinos por una traición similar hacia Reggio. Además, se solicitó la ayuda de los romanos contra Hiero de Siracusa, a quien debían ayuda en el asedio de Regio, y al mismo tiempo contra los cartagineses, sus aliados en la guerra apenas terminada con Pirro. Largas y serias fueron las deliberaciones en el senado romano; y cuando al final la perspectiva de la extensión del poder superó todas las consideraciones morales, el pueblo también votó a favor de una empresa que parecía prometer abundantes botines y ganancias. Sin embargo, si la decisión no era precisamente honorable, tampoco podía, desde el punto de vista romano, ser condenada. La sorpresa de Mesina por parte de los mamertinos era, en lo que respecta a Roma, diferente del acto de la legión campanesa en Rhegium; esta última, estando al servicio de los romanos, había roto su juramento militar y había sido culpable de motín y rebelión abierta. Por otra parte, los mamertinos de Sicilia eran, respecto a los romanos, un pueblo extranjero independiente. No habían perjudicado a Roma ni a los aliados o súbditos romanos. Por muy atroz que hubiera sido su acto, los romanos no tenían derecho a pedirles cuentas por ello, ni estaban llamados a renunciar a ninguna ventaja política por el mero hecho de desaprobar el hecho. El descarado deseo de extensión y conquista no necesitaba excusa ni justificación en la antigüedad; y Roma en particular, por su anterior historia y organización, no podía detenerse en su carrera de conquista, y detenerse por escrúpulos morales en los estrechos de Sicilia.

Una nueva era comienza en la historia de Roma con la primera travesía de las legiones hacia Sicilia. La oscuridad que pesaba sobre las guerras de Roma con sabelianos y griegos desaparece no de forma gradual, sino repentina. El arcadio Polibio, uno de los escritores antiguos más fiables y, al mismo tiempo, un político experimentado, nos ha dejado una historia de la Primera Guerra Púnica extraída de fuentes contemporáneas, especialmente de Filino y Fabio Píctor, escrita con tanta plenitud que ahora, por primera vez, sentimos una confianza en los detalles de la historia romana que imparte verdadero interés a los acontecimientos relatados y un valor real a la narración.

La primera guerra con Cartago duró veintitrés años, del 264 al 241 a.C. La larga duración de la lucha demostró que los combatientes no estaban desigualmente igualados. La fuerza de Roma residía en las cualidades bélicas de sus ciudadanos y súbditos. Cartago era inconmensurablemente superior en riqueza. Si el dinero fuera lo más importante en la guerra, Roma habría sucumbido. Pero en la larga guerra, que agotó los recursos más abundantes, la diferencia entre ricos y pobres desapareció gradualmente, y Cartago se agotó antes que Roma, que nunca había sido rica. La diferencia en la posición financiera de los dos estados era tanto más importante cuanto que la guerra se desarrollaba no sólo por tierra sino también por mar, y el equipamiento de las flotas era más caro que el de los ejércitos terrestres, especialmente para un estado como Roma, que ahora aparecía por primera vez como una potencia marítima. Sin embargo, no hay que olvidar que la fuerza naval y financiera de todas las ciudades griegas de Italia, y también de Siracusa, estaba a disposición de los romanos. Si se mencionan con menos frecuencia en el curso de la guerra de lo que cabría esperar, se debe a la costumbre habitual de los historiadores, que, por orgullo nacional, pasan por alto en silencio la ayuda prestada por los aliados subordinados. El premio de la guerra, la hermosa isla de Sicilia, fue obtenido por los romanos victoriosos. Pero éste no fue el único resultado. Se demostró la superioridad de Roma sobre Cartago, y la guerra en Sicilia, por grande e importante que fuera, fue sólo el preludio de la lucha mayor y más importante que estableció el dominio de Roma sobre las ruinas de Cartago.

La ejecución del decreto para dar a los mamertinos la ayuda deseada se encomendó al cónsul Apio Claudio Caudex, mientras el segundo cónsul estaba todavía en Etruria, poniendo fin a la guerra con los volsinios. Apio demostró estar a la altura de la tarea tanto en el consejo como en el campo de batalla. Aunque la guerra con Cartago y Siracusa estaba, por decisión del pueblo romano, prácticamente iniciada, no se hizo ninguna declaración formal. Apio envió a Rhegium a su legado C. Claudio, que cruzó a Messina, con el objetivo ostensible de resolver la dificultad que había surgido, e invitó al comandante de la guarnición cartaginesa en la ciudadela a una conferencia con los mamertinos reunidos. En esta ocasión, el honor romano no aparecía en una luz muy ventajosa al lado de la tan maltratada infidelidad púnica. El general cartaginés, que había bajado de la ciudadela sin guardia, fue hecho prisionero, y estaba lo suficientemente débil como para dar órdenes a sus hombres para evacuar la fortaleza. El partido romano había ganado claramente la partida en Mesina, ya que se sentían seguros de la ayuda de Roma.

Así, Roma obtuvo la posesión de Messina, incluso antes de que el cónsul y las dos legiones hubieran cruzado el estrecho. Ahora era el deber del almirante cartaginés, que estaba en la vecindad con una flota, impedir su desembarco en Sicilia. Pero Apio Claudio cruzó durante la noche sin pérdidas ni dificultades, y así, al principio de la guerra, el mar, sobre el que hasta entonces Cartago había ejercido un dominio incontrolado, favoreció a los romanos. La experiencia de la guerra a lo largo de toda ella tuvo el mismo efecto. En general, Roma, aunque era una potencia continental, se mostró igual a la potencia marítima de Cartago, y al final pudo dictar la paz gracias a una gran victoria naval.

En posesión de Messina, y al frente de dos legiones, Apio siguió su ventaja con habilidad y audacia. Hiero y los cartagineses se vieron obligados, por el acto decisivo de los romanos, a hacer causa común. Por primera vez después de 200 años de hostilidad, Siracusa entró en una liga con sus enemigos hereditarios los griegos. Pero la amistad no iba a ser de larga duración, gracias al rápido éxito de Roma. Nada más desembarcar, Apio atacó a Hiero y lo aterrorizó tanto que perdió inmediatamente el valor y se apresuró a regresar a Siracusa. Así, la liga quedó prácticamente disuelta. Apio atacó entonces a los cartagineses, y el resultado fue que abandonaron el asedio. Después de que Messina quedara así fuera de peligro, Apio asumió la ofensiva. De un solo golpe toda Sicilia parecía haber caído en su poder. Por un lado, penetró hasta Siracusa y, por otro, hasta la frontera cartaginesa. Los soldados romanos fueron sin duda recompensados con un rico botín; y esto parecía justificar la decisión del pueblo, que había consentido la guerra en parte con la esperanza de tal ganancia. Pero Siracusa, que había resistido gloriosamente a tantos enemigos, no debía ser tomada a la carrera. Apio Claudio se vio obligado a regresar a Messina, después de experimentar grandes peligros, de los que sólo pudo escapar mediante la perfidia y la astucia. La conquista de esta ciudad, por tanto, fue el único éxito duradero de la primera campaña que Roma había emprendido más allá del mar.

Al año siguiente, la guerra en Sicilia se llevó a cabo con dos ejércitos consulares, es decir, cuatro legiones, una fuerza de al menos 36.000 hombres, compuesta en partes iguales por romanos y aliados. Este ejército parece pequeño si comparamos los números que, según se dice, participaron en las anteriores guerras de cartagineses y griegos en Sicilia. Se dice que en Himera (480 a.C.) se enfrentaron 300.000 cartagineses; Dionisio dirigió repetidamente ejércitos de 100.000 hombres en el campo, y ahora había una fuerza de sólo cuatro legiones contra el ejército combinado de cartagineses y griegos. Haremos bien en poner a prueba las enormes exageraciones de las tradiciones anteriores con el relato más creíble que hace Polibio de la fuerza militar romana. Los griegos estaban, es cierto, en el siglo III muy reducidos, y su fuerza era probablemente sólo una sombra de sus primeros ejércitos; pero los cartagineses estaban ahora en el cenit de su poder, y tenían ciertamente razones para proseguir la guerra en Sicilia en serio.

Al aparecer el ejército romano, las ciudades sicilianas, una tras otra, desertaron de la causa de Hiero y de los cartagineses, y se unieron a los romanos, de modo que estos últimos, sin lucha, obtuvieron la posesión de la mayor parte de la isla, y ahora se volvieron contra Siracusa. Entonces Hiero vio que, al concluir una alianza con Cartago, había cometido un gran error, y que ya era hora de modificar su política. Sus súbditos compartían su deseo de paz con Roma, por lo que no podía ser una tarea difícil llegar a un acuerdo, sobre todo porque a los romanos les interesaba romper la alianza entre Cartago y Siracusa y, mediante la amistad con Hiero, disponer de los principales recursos de la isla. En consecuencia, Hiero concluyó una paz con Roma por quince años, comprometiéndose a entregar los prisioneros de guerra, a pagar la suma de cien talentos y a colocarse completamente en la posición de aliado dependiente. Los romanos debieron una parte considerable de su éxito a los fieles servicios prestados por Hiero durante todo el transcurso de la guerra. Nunca se cansó de proporcionarles suministros de todo tipo, y así les alivió parte de su ansiedad por el mantenimiento de sus tropas. Tampoco la alianza romana fue menos útil para Hiero.

Es cierto que reinó sobre Siracusa sólo con el permiso y la protección de Roma, y la ciudad sufrió gravemente por la larga continuación de la guerra. Sin embargo, se recuperó de su estado de decadencia; y Hiero, emulando a sus predecesores Gelo, Hiero y Dionisio, pudo exhibir ante sus compatriotas toda la magnificencia de un príncipe griego, y aparecer como candidato a los premios de los juegos nacionales griegos.

Los cartagineses no pudieron mantener su posición avanzada en la vecindad de Messina, frente a los dos ejércitos consulares romanos, aunque no parece que se produjera ningún enfrentamiento. También las ciudades, que hasta entonces habían estado de su lado, se unieron a los romanos. Incluso Segesta, la antigua y fiel aliada de Cartago en Sicilia, se valió de su supuesto origen troyano, para pedir condiciones favorables a algunos, y mató a la guarnición cartaginesa como prueba de su adhesión a su nuevo aliado. Así, en poco tiempo y sin grandes esfuerzos, los romanos ganaron una posición en Sicilia que los cartagineses habían pretendido en vano durante siglos.

En comparación con la rápida y exitosa acción de los romanos al principio de la guerra, los movimientos de los cartagineses parecen haber sido singularmente lentos y débiles. Antes de la ruptura de las hostilidades, la ventaja había estado decididamente de su lado. Tenían la posesión militar de Messina; con su flota dominaban tan completamente los estrechos que, en el orgullo consciente de su superioridad, su almirante declaró que los romanos no debían, sin su permiso, ni siquiera lavarse las manos en el mar. Los recursos de casi toda Sicilia estaban a su disposición, y la comunicación con África era en todo momento segura. No es posible decidir si la importante ciudad de Mesana se perdió por la incapacidad o la timidez de Hanno, que pagó con su vida su evacuación de la ciudadela, o por un temor exagerado a una ruptura con Roma, o por la confianza en la moderación romana. Tampoco sabemos cómo los romanos pudieron, frente a una flota hostil, cruzar el estrecho con un ejército de 10.000 hombres, y al año siguiente con el doble. Parece que esto no podría haber sido fácil ni siquiera con la ayuda de los barcos de Redgio, Tarento, Neápolis, Locri y otras ciudades griegas de Italia, ya que incluso la reunión de estos barcos en el estrecho podría haberse impedido. La pequeña franja de agua que separa Sicilia de Italia fue suficiente en los tiempos modernos para limitar el poder francés al continente y, bajo la protección de la flota inglesa, salvar Sicilia para los Borbones. ¿Cómo es que los mismos estrechos, incluso en la primera prueba, no causaron a los romanos mayores dificultades que cualquier río ancho? ¿Era la flota cartaginesa demasiado pequeña para impedir su cruce por la fuerza? ¿Fue el resultado simplemente de la negligencia, o de una de las innumerables circunstancias que sitúan las operaciones bélicas por mar tan lejos de todo cálculo? Aparentemente, Cartago no esperaba una guerra con Roma, y no estaba preparada en absoluto para ella. Esto puede deducirse con tolerable certeza, no sólo por el resultado de su primer encuentro con los romanos en Messina, sino también por el hecho de que en el segundo año de la guerra dejaron a Hiero sin apoyo, y le obligaron así a echarse en brazos de los romanos.

La gravedad de su posición era ahora evidente, y les llevó a hacer los preparativos para la tercera campaña a una escala más amplia. Para la base de sus operaciones eligieron Agrigento. Esta ciudad, que desde su conquista y destrucción por los cartagineses en el año 405, había estado alternativamente bajo el dominio cartaginés y siracusano, había adquirido con la ayuda de Timoleón una precaria independencia, pero nunca había recuperado su antiguo esplendor. Situada en una meseta rocosa rodeada de escarpados precipicios en la confluencia de los arroyos Hypsos y Akragas, era naturalmente tan fuerte como para parecer inexpugnable en una época en la que el arte de asediar ciudades estaba tan poco avanzado; pero como no estaba inmediatamente en la costa y no tenía puerto, era imposible abastecerla de provisiones por mar. Por lo tanto, es extraño que los cartagineses eligieran precisamente esta ciudad para su base, en lugar de su fortaleza más fuerte, Lilibea. Probablemente, la elección estuvo determinada por la cercanía de Siracusa y Mesina, cuya conquista no habían dejado de esperar.

Los cónsules para el año 262, L. Póstumo Megelio y Q. Mamilio Vítolo, marcharon con todas sus fuerzas contra Agrigento, donde Aníbal estaba acantonado para la protección de los polvorines con un ejército de mercenarios tan inferior en número que no podía arriesgarse a una batalla. Se pusieron a trabajar en el lento y tedioso modo de ataque que habían aprendido en el Lacio y el Samnio, y que, cuando tenían números superiores a su mando, no podía dejar de conducir finalmente al éxito. En el exterior de la ciudad establecieron dos campamentos fortificados en el este y el oeste, y los unieron mediante una doble línea de trincheras, de modo que estuvieran asegurados contra las incursiones de los asediados, así como contra los ataques de un ejército que pudiera venir a aliviar la ciudad. Después de haber cortado todas las comunicaciones, esperaron tranquilamente los efectos del hambre, que no podían dejar de manifestarse pronto. Gracias a la pronta ayuda de sus aliados sicilianos, especialmente de Hiero, se abastecieron ampliamente de provisiones, que fueron recogidas por ellos en la ciudad vecina de Erbessus.

Pero cuando, tras cinco meses de asedio, un ejército cartaginés al mando de Hanno marchó desde Heraclea para aliviar la ciudad, la situación de los romanos empezó a ser grave, sobre todo después de que Hanno lograra tomar la ciudad de Erbessus con todos los almacenes que había en ella. Los sitiadores experimentaron ahora casi tanta angustia como los sitiados. Empezaron a sufrir carencias y privaciones, aunque Hiero hizo todo lo posible por enviarles nuevos suministros. Un ataque a la ciudad prometía tan poco éxito como uno al ejército de Hanno, que había tomado una fuerte posición en una colina en las inmediaciones de los romanos. Los cónsules ya pensaban en levantar el asedio, que había durado casi siete meses, cuando las señales de fuego procedentes de la ciudad, que daban cuenta de la creciente angustia de los asediados, indujeron a Hanno a ofrecer batalla. Con el valor de la desesperación, los romanos la aceptaron y obtuvieron una victoria decisiva y brillante. Los cartagineses, al parecer, utilizaron ahora por primera vez los elefantes, que habían aprendido a aplicar a los fines de la guerra durante la invasión de Agatocles en África o de Pirro en Sicilia. Pero estos animales parecen haber hecho en esta ocasión, como en muchas otras, más daño que bien. Casi todos cayeron en manos de los romanos. Los fragmentos del ejército cartaginés huyeron a Heraclea, dejando su campamento, con un rico botín, al ejército victorioso.

En la noche que siguió a esta victoria, Aníbal aprovechó el agotamiento y la confusión del ejército romano para salir en secreto de Agrigento y escabullirse sin ser visto sobre las líneas romanas. De este modo, salvó al menos una parte de su ejército, después de que éste se viera materialmente debilitado por el hambre y la deserción. Pero los miserables habitantes de la ciudad, que sin duda habían participado involuntariamente en la lucha y en los horrores de un asedio de siete meses, fueron condenados a pagar la pena por la huida de los cartagineses. Todos fueron vendidos como esclavos, y así, por segunda vez, la espléndida ciudad de Akragas pereció, después de haberse casi recuperado de la devastación causada por los cartagineses. Pero pronto volvieron a reunirse nuevos colonos en este lugar privilegiado. Incluso en el transcurso de la misma guerra, Agrigento volvió a ser teatro de algunas luchas apenas disputadas entre cartagineses y romanos; y no dejó de existir como ciudad griega hasta que fue conquistada y arrasada en las guerras con Aníbal por tercera vez. Con una energía tan persistente, los griegos se aferraron a los lugares donde habían establecido sus hogares y sus templos, y donde habían confiado a la madre tierra las cenizas de sus muertos.

El asedio de Agrigento es el primer acontecimiento de la historia militar de Roma que está históricamente autentificado no sólo en su resultado final, sino hasta cierto punto también en los detalles de su desarrollo. Las descripciones anteriores de las batallas son en su totalidad cuadros de fantasía. Incluso de la batalla de Heraclea, la primera de la guerra con Pirro que se relata de forma inteligible, no podemos saber con certeza hasta qué punto los narradores se sirvieron de las notas de Pirro o de otros contemporáneos y cuánto inventaron realmente. De ahí que podamos medir la cantidad de beneficios que se obtienen del estudio de los detalles de las operaciones militares romanas en las guerras samnitas o volceas, y de las innumerables descripciones de asedios y batallas dadas por Livio.

Los romanos se habían sentado ante Agrigentum a principios del verano. A finales del mismo, los cónsules regresaron a Mesana. Sus pérdidas en las batallas, y por las privaciones y enfermedades durante un tedioso asedio, habían sido muy grandes; pero se había obtenido un glorioso éxito.

Sicilia, con la excepción de unas pocas fortalezas, estaba completamente sometida; y los romanos, al parecer, empezaron ahora por primera vez a apuntar a un objetivo más alto que el que habían tenido en mente al principio de la guerra. Su ambición ya no se limitaba a mantener a los cartagineses fuera de Messina. Se abría ante ellos la perspectiva de adquirir toda Sicilia; y el premio que después de siglos de sangrientas guerras no había sido' alcanzado por su altivo rival, al que los gobernantes de Siracusa y por último el rey de Epiro habían aspirado en vano, aparecía tras un breve conflicto a punto de caer en manos de las legiones romanas como recompensa a su valor y perseverancia.

 

Segundo periodo

261-255 a.C.

LA PRIMERA FLOTA ROMANA.

 

 

La guerra en Sicilia fue, en el año siguiente, perseguida con todo el vigor posible. Los dos cónsules del 261, L. Valerio Flaco y T. Otacilio Craso (primo y hermano de los cónsules del 273), conquistaron muchos lugares de la isla. Pero los incidentes de esta campaña demostraron cada vez más que los romanos, sin una gran flota, no podían defender una isla como Sicilia, con su vasta extensión de costa, contra los cartagineses que eran dueños indiscutibles del mar. Si las ciudades del interior del país estaban a merced de los romanos, las de las costas, mucho más importantes, estaban continuamente expuestas a los inesperados ataques de los cartagineses por mar. Además, los cartagineses hacían uso de su fuerza naval para enviar barcos desde Cerdeña y otras de sus posesiones, con el fin de hostigar la costa de Italia. Les resultaba fácil, de este modo, mantener grandes porciones del territorio romano en continua excitación y grave peligro. Desembarcaban repentinamente en la costa indefensa, saqueaban el campo abierto, destruían las casas de labranza y las plantaciones, llevaban a los habitantes a la esclavitud y se retiraban a sus barcos antes de que se pudiera reunir una fuerza para marchar contra ellos. El poderío marítimo de los romanos y de sus aliados griegos no fue capaz de poner fin a tales procedimientos. Parecía que la guerra tan audazmente emprendida, lejos de conducir a una adquisición permanente de nuevos territorios, empezaba a poner en peligro sus antiguas posesiones.

En estas circunstancias, los romanos resolvieron audazmente enfrentarse al enemigo en su propio elemento; y de hecho, no había otra alternativa, si no pretendían retirarse de la contienda con deshonra. Roma estaba obligada a enfrentarse a Cartago en el mar, no sólo si quería derrocar y humillar a su rival, sino si pretendía mantener su propio terreno.

El éxito que asistió al primer gran compromiso naval de los romanos, y que superó todas las expectativas, les inspiró un entusiasmo que impartió nuevas fuerzas a su orgullo nacional. Nuevos honores y un monumento permanente conmemoraron la victoria que restableció la vacilante fortuna de la guerra incluso en ese elemento en el que los romanos nunca se habían aventurado a enfrentarse a sus enemigos ni a esperar el éxito. Por esta razón, la resolución de los romanos de construir una gran flota, y su primera victoria naval, fueron los temas favoritos de los historiadores patrióticos, y los relatos exagerados fueron la consecuencia. Para hacer aún más llamativo el esfuerzo de la nación, se afirmaba que los romanos nunca se habían aventurado en el mar, que no habían poseído ni un solo barco de guerra y que desconocían total y completamente el arte de construir barcos, o de acondicionarlos y utilizarlos con fines militares. Que esto es un gran error apenas es necesario decirlo. Aunque Roma no tenía originalmente ninguna flota digna de mención, y dejó a los etruscos el comercio así como el dominio en el mar, aún así, con la conquista de Antium adquirió barcos y un puerto útil. Desde el tratado con Nápoles, en la segunda guerra samnita, tuvo a su disposición marineros y constructores de barcos griegos. Al mismo tiempo, envió barcos para realizar invasiones hostiles en Campania. En el año 311 se mencionan dos almirantes romanos y, como hemos visto, la guerra con Tarento había sido provocada por la aparición de una flota romana ante el puerto de esa ciudad. La afirmación de que los romanos ignoraban por completo los asuntos marítimos se hace así ininteligible. El error es bastante evidente, y nos advierte de que no debemos aceptar sin examen los demás relatos sobre la construcción y la dotación de la primera flota romana.

La verdad que se encuentra en la raíz de la narración es ésta, que los romanos al principio de la guerra en Sicilia habían descuidado su marina. Nunca fueron aficionados al mar. Mientras los marinos de otras naciones desafiaban los peligros de alta mar con entusiasmo, los romanos nunca se confiaron sin temblar a ese elemento inconstante, en el que su firme valor no suplía la falta de habilidad y aptitud natural. Por tanto, no aprovecharon la oportunidad que les ofrecía la posesión del puerto de Ancio de mantener una flota medianamente respetable. Probablemente descargaron la carga de las guerras navales tanto como pudieron sobre sus aliados griegos y etruscos, y es posible que al principio de la guerra púnica esperaran no necesitar nunca una flota para ningún otro objeto que no fuera el de cruzar a Sicilia. Ahora se demostró la imposibilidad de seguir albergando tal idea, y se vieron obligados a decidirse a enfrentarse a los amos del mar en su propio elemento.

La narración de la construcción de la primera flota romana es apenas una historia de asombro que las de la época regia; y si el incidente se hubiera registrado unas generaciones antes, habrían aparecido dioses benévolos para construir barcos para los romanos y guiarlos sobre las ondulantes olas. Pero Polibio era un racionalista. No creía en ninguna interferencia divina, y relata lo maravilloso de una manera que excita el asombro, pero que no contradice las leyes de la naturaleza. Se dice que la decisión del senado romano de construir una flota no se llevó a cabo sin las mayores dificultades. Los romanos desconocían por completo el arte de construir los quinqueremes, grandes naves de guerra con cinco bancos para los remeros, uno encima del otro- que constituían la fuerza de las flotas cartaginesas. Sólo conocían las trirremes-barcos más pequeños con tres bancos para los remeros, como los que antiguamente se utilizaban entre los griegos. Por lo tanto, se habrían visto obligados a renunciar a la idea de construir una flota, si no hubiera caído en sus manos un quinquereme cartaginés varado, que utilizaron como modelo. Se pusieron a trabajar con tal celo que, en los dos meses siguientes a la tala del bosque, una flota de cien quinqueremes y treinta trirremes estaba lista para ser botada. Fueron maquinados por ciudadanos romanos y aliados italianos que nunca habían manejado un remo, y para ganar tiempo se ejercitó a estos hombres en tierra para que hicieran los movimientos necesarios en el remo, guardaran el tiempo y entendieran la palabra de mando. Después de un poco de práctica a bordo de los barcos, estas tripulaciones eran capaces de salir al mar y desafiar a los marineros más audaces, experimentados y temidos de su época.

No podemos evitar recibir esta descripción con cierta vacilación y duda. Que fuera totalmente imposible construir en el corto espacio de sesenta días un barco capaz de albergar a trescientos remeros y ciento veinte soldados, no lo mantendremos exactamente, ya que conocemos demasiado poco de la estructura de aquellos barcos, y como los antiguos historiadores que sí lo conocían pensaban que la hazaña era maravillosa, e incluso poco creíble, pero no positivamente imposible. Sin embargo, es seguramente una cosa diferente cuando se afirma que una flota entera de ciento veinte barcos fue construida en tan poco tiempo. Los extensos astilleros y el número necesario de carpinteros de ribera cualificados podrían encontrarse en una ciudad como Cartago, donde se practicaba la construcción naval a gran escala durante todo el año. Estas condiciones no se daban en Roma, por lo que cabe preguntarse si es probable que todas las naves de la nueva flota estuvieran recién construidas y se construyeran en Roma, y, además, si en las ciudades etruscas, en Nápoles, Elea, Reggio, Tarento, Locri y, sobre todo, en Siracusa y Messina, no había naves listas para su uso, o si era imposible construir alguna en estos lugares. Sin duda, esto sería en grado sumo sorprendente. Sabemos que los romanos se sirvieron sin escrúpulos de los recursos de sus aliados, y no vemos ninguna razón para que lo hicieran menos ahora que al estallar la guerra, cuando se sirvieron de los barcos griegos para cruzar a Sicilia.

Creemos, por tanto, a pesar del relato de Polibio, que la mayor parte de los barcos de la flota romana procedían de ciudades griegas y etruscas, y estaban tripulados por griegos y etruscos. Esta última suposición es aún más forzada que la primera. Es posible que algunos remeros hayan sido adiestrados de la manera indicada, y mezclados con viejos y experimentados marineros; pero es incomprensible cómo se puede imaginar que los barcos estuvieran enteramente tripulados por personas que habían aprendido a remar en tierra. Tendríamos que considerar el arte de la navegación de los antiguos como en el más alto grado despreciable; no podríamos entender cómo los historiadores pudieron hablar de potencias navales y de un dominio del mar; cómo podría decirse que su flota constituía la gloria, la seguridad y la grandeza de Cartago, si hubiera sido posible que una potencia continental como Roma, sin ninguna preparación ni ayuda, en dos meses encontrara barcos, capitanes y marineros que en su primer encuentro estuvieran más que a la altura del más antiguo imperio naval. Si tenemos en cuenta que era una práctica común entre los historiadores romanos apropiarse de los méritos de sus aliados, dudaremos con menos vacilación de los relatos jactanciosos que nos cuentan cómo se construyó la primera flota, y al final nos aventuraremos a sospechar que una parte mayor, y quizá mucho mayor, del mérito corresponde a los etruscos y a los griegos italianos y sicilianos.

La primera empresa de la flota romana fue un fracaso. El cónsul Cn. Cornelio Escipión navegó con un destacamento formado por diecisiete naves hacia Sicilia, y fue lo suficientemente incauto como para entrar en el puerto de la pequeña isla de Lípara, que se le había presentado como lista para rebelarse contra Cartago. Pero una escuadra cartaginesa que se encontraba en los alrededores, y que bloqueó el puerto por la noche, se llevó los barcos del cónsul y sus tripulaciones, y, en lugar de la gloria esperada, Escipión sólo obtuvo el apodo de Asina.

Esta pérdida fue reparada poco después. El almirante cartaginés Aníbal, defensor de Agrigento, envalentonado por este fácil éxito, navegó con una escuadra de cincuenta barcos hacia la flota romana, que avanzaba por la costa de Italia desde el norte. Pero fue sorprendido repentinamente por ella, atacada y puesta en fuga, con la pérdida de la mayor parte de sus naves. Después de esta prueba preliminar de fuerza, la flota romana llegó al puerto de Messina; y como el cónsul Escipión, que debía tomar el mando de la flota, fue hecho prisionero, su colega, Cayo Duilio, dio el mando del ejército de tierra a su oficial subordinado, y sin demora dirigió a los romanos contra la flota cartaginesa, que estaba devastando la costa en la vecindad del Peloro, el promontorio nororiental de Sicilia. Los enemigos se encontraron frente a Mylae, y aquí se libró la primera batalla en el mar, que iba a decidir si el estado romano debía limitarse a Italia, o si debía extenderse gradualmente a todas las islas y costas del Mediterráneo, un mar del que ahora iban a demostrar que tenían derecho a hablar como rotundamente "suyo". Se dice que la flota cartaginesa, bajo el mando de Aníbal, constaba de ciento treinta barcos. Tenía, por tanto, diez barcos más que la romana. Cada una de ellas era sin duda muy superior a las naves romanas en la forma de navegar, en la agilidad y la velocidad, pero sobre todo en la habilidad de los capitanes y marineros, aunque, como suponemos, un gran número de las naves romanas fueron construidas y tripuladas por griegos. La táctica de la guerra naval antigua consistía principalmente en hacer correr las naves contra el costado de los barcos hostiles, y hundirlos por la fuerza de la colisión, o bien hacer desaparecer la masa de remos erizados. Para ello, las proas tenían bajo la línea de flotación unas afiladas púas de hierro llamadas picos (rostra), que penetraban en las maderas de los barcos enemigos. Por lo tanto, era de la mayor importancia para cada capitán tener su barco tan completamente bajo su control como para poder girar, avanzar o retroceder con la mayor rapidez, y observar y aprovechar el momento favorable para la acometida decisiva. Combatir desde la cubierta con flechas y otros proyectiles sólo podía tener, en esta especie de táctica, una importancia subordinada, y por ello sólo había un pequeño número de soldados a bordo de los barcos al lado de los remeros.

Los romanos eran muy conscientes de la superioridad de los cartagineses en la táctica marítima. No podían esperar rivalizar con ellos en este aspecto. Por lo tanto, idearon un plan para suplir su falta de habilidad en el mar, mediante un modo de lucha que no pusiera al barco contra el barco, sino al hombre contra el hombre, y que en cierto modo hiciera que la lucha en el mar se pareciera mucho a una batalla en tierra. Inventaron los puentes de abordaje. En la parte de proa del barco, contra un mástil de veinticuatro pies de altura, se fijó una escalera de treinta y siete pies de largo, a doce pies por encima de la cubierta, de tal manera que pudiera moverse hacia arriba y hacia abajo, así como hacia los lados. Esta subida y bajada se efectuaba por medio de una cuerda que pasaba desde el extremo de la escalera a través de una anilla en la parte superior del mástil hasta la cubierta. Cómo se producían los movimientos horizontales no aparece en el relato de Polibio, que tampoco explica cómo se podía alcanzar el extremo inferior de la escala, que estaba fijada al mástil a doce pies de altura sobre la cubierta. Quizás había una segunda parte de la escalera fijada a ella con bisagras, que conducía desde la cubierta hacia el mástil, y que servía al mismo tiempo para mover la escalera alrededor del mástil. La escalera era tan ancha que dos soldados podían estar de pie en ella. Las barandillas a derecha e izquierda servían de protección contra los proyectiles y contra el peligro de caída. En el extremo de la escalera había un fuerte gancho puntiagudo doblado hacia abajo. Si el enemigo se acercaba lo suficiente, sólo tenía que soltar la cuerda que mantenía la escalera en posición vertical. Si caía sobre la cubierta del barco hostil, el gancho penetraba en las maderas y mantenía los dos barcos unidos. Entonces los soldados corrían desde la cubierta a lo largo de la escala para subir a bordo, y la lucha marítima se convertía en un combate cuerpo a cuerpo.

Cuando los cartagineses al mando de Aníbal percibieron la flota romana, se abalanzaron sobre ella y comenzaron la batalla, confiados en una fácil victoria. Pero se vieron tristemente decepcionados. Los puentes de abordaje respondieron perfectamente. Cincuenta naves cartaginesas fueron tomadas o destruidas, y se hizo un gran número de prisioneros. El propio Aníbal escapó a duras penas y tuvo que abandonar su buque insignia, una enorme nave de siete filas de remos, tomada en la última guerra al rey Pirro. El resto de las naves cartaginesas se dieron a la fuga. Si la alegría por esta primera y gloriosa victoria fue grande, estaba plenamente justificada. Se concedió el honor de un triunfo a Duilio; y se cuenta que se le permitió prolongar este triunfo durante toda su vida haciéndose acompañar por un flautista y un portador de antorchas cada vez que volvía a casa de un banquete. En el Foro se erigió una columna, decorada con los picos de los barcos conquistados y con una inscripción que celebraba la victoria, como recuerdo de la batalla.

Esta decisiva victoria de los romanos se produjo justo a tiempo para restablecer la fortuna de la guerra, que había ido seriamente en su contra en Sicilia. La mayoría de las ciudades de la costa y muchas del interior habían caído, como hemos visto, durante el año anterior, en manos del enemigo. Los cartagineses asediaban ahora Segesta, para vengarse de la traición de los segestanos, que habían asesinado a la guarnición cartaginesa y entregado la ciudad a los romanos. Durante la ausencia del cónsul en el ejército, el tribuno militar C. Cascilio había intentado asistir a la ciudad, pero fue sorprendido y sufrió muchas pérdidas. La mayor parte del ejército romano en Sicilia se encontraba en Segesta. Fue, por tanto, muy afortunado que Duilio pudiera, tras su victoria en Mylae, sacar a los soldados de los barcos y aliviar esta ciudad. Con el ejército así liberado, pudo conquistar algunas ciudades, como por ejemplo Macella, y poner en estado de defensa otras ciudades amigas. 

Desde la caída de Agrigento, el mando de las tropas cartaginesas en Sicilia había estado en manos de Hamílcar, no el célebre Hamílcar padre de Aníbal, sino un hombre no muy diferente a su tocayo en cuanto a espíritu emprendedor y capacidad. Probablemente se debió a él que durante estos años los cartagineses no perdieran Sicilia. Consiguió contrarrestar hasta tal punto el efecto de las victorias romanas en Agrigento y Mylae que hizo dudar hacia qué lado se inclinaba la fortuna de la guerra. Estas hazañas de Hamilcar no pueden darse en detalle, ya que el informe de Filino, que escribió la historia de la guerra desde el punto de vista cartaginés, se ha perdido, y porque el orden temporal en que se sucedieron los acontecimientos es también dudoso. Aun así, la grandiosa figura de Hamílcar destaca con tal audacia que reconocemos en él a uno de los más grandes generales de aquella época. Al principio sacrificó a una parte de sus mercenarios amotinados según la forma que ya hemos visto aplicada por Dionisio y Hiero. Los envió a atacar la ciudad de Entella, después de haber advertido primero a la guarnición romana de su aproximación, y así consiguió una doble ventaja, ya que se deshizo de los incómodos mercenarios y, como la desesperación les hizo luchar valientemente, infligió un daño considerable a los romanos. Este procedimiento infiel, que, como hemos visto, no era en absoluto inaudito ni excepcional, muestra lo peligrosa que era para ambos bandos la relación entre los mercenarios y sus comandantes. Por un lado, en lugar de patriotismo, fidelidad y devoción, encontramos entre los soldados un espíritu de rapacidad, apenas refrenado por la disciplina militar; por otro lado, observamos el frío cálculo y la crueldad, que no veían en un soldado a un pariente, un ciudadano o un hermano, sino a un instrumento de guerra adquirible por una determinada suma, y que no merecía más consideraciones que las que exigían la conservación de una propiedad valiosa.

Con la misma dureza, aunque con menos crueldad, Hamílcar trató a los habitantes de la antigua ciudad de Eryx. Esta ciudad de los elimos, al principio amiga de los púnicos y luego sometida a ellos, parece haber estado expuesta a los ataques de los romanos por no estar situada inmediatamente en la costa. Hamílcar la arrasó y envió a sus habitantes al promontorio vecino, Drepana, donde construyó una nueva ciudad fortificada que, con la ciudad vecina de Lilybaeum, formó como un sistema común de defensa, y posteriormente demostró su fortaleza por una larga y continuada resistencia a los perseverantes ataques de los romanos. De la venerable ciudad de Eryx sólo quedó el templo de Venus, cuya construcción se atribuyó a Eneas, hijo de la diosa.

Después de que Hamílcar hubiera cubierto así su retirada, procedió al ataque. Ya hemos oído hablar del asedio de Segesta. La victoria de los romanos en Mylae salvó a Segesta, después de haber sido llevada a la máxima angustia. Pero en las cercanías de Thermae, Hamílcar logró infligir un gran golpe. Sorprendió a una parte del ejército romano y mató a 4.000 hombres. Las consecuencias de la victoria en Mylae parecen haberse limitado al levantamiento del sitio de Segesta. Los romanos no lograron tomar la pequeña fortaleza de Myttistratum (ahora llamada Mistrella) en la costa norte de Sicilia. A pesar de los mayores esfuerzos, tuvieron que retirarse, al final de un asedio de siete meses, con grandes pérdidas. Perdieron, además, varias ciudades sicilianas, la mayor parte de las cuales, al parecer, se pasaron voluntariamente a los cartagineses. Entre ellas se menciona la importante ciudad de Camarina, en la vecindad inmediata de Siracusa, e incluso Enna, en el centro de la isla, la ciudad sagrada para Ceres y Proserpina (Deméter y Perséfone) las diosas protectoras de Sicilia. La colina Camicus, donde se alzaba la ciudadela de Agrigentum, cayó también de nuevo en poder de los cartagineses, que de hecho, según el informe de Zonaras, habrían sometido de nuevo a toda Sicilia si el cónsul del 259, C. Aquillius Floras, no hubiera invernado en la isla, en lugar de regresar a Roma con sus legiones, según la costumbre habitual tras el final de la campaña de verano.

Al año siguiente la fortuna comenzó a sonreír de nuevo a los romanos. Los dos cónsules, A. Atilius Calatinus y C. Sulpicius Paterculas, fueron a Sicilia. Lograron que los romanos retomaran las plazas más importantes que se habían sublevado, especialmente Camarina y Enna, junto con Myttistratum, que acababa de ser defendida con tanta obstinación. Ante la conquista de esta ciudad, que tanto les había costado, el resentimiento entre los soldados romanos fue tal que, tras la retirada secreta de la guarnición cartaginesa, cayeron sobre los indefensos habitantes y los asesinaron sin piedad, hasta que el cónsul puso fin a su ferocidad prometiéndoles, como parte de su botín, todos los hombres a los que perdonaran la vida. Los habitantes de Camarina fueron vendidos como esclavos. No leemos que éste fuera el destino de Enna; pero esta ciudad no podía esperar una suerte más fácil, a menos que redimiera su antigua traición traicionando ahora a la guarnición cartaginesa en manos de los romanos. A partir de estos escasos detalles podemos hacernos una idea de la indescriptible miseria que esta sangrienta guerra trajo a Sicilia.

Los éxitos de Hamílcar en Sicilia, en el año 259, debían atribuirse, al parecer, en parte a la circunstancia de que los romanos, después de la batalla de Mylae, habían enviado a L. Cornelio Escipión, uno de los cónsules del año 259, a Córcega, con la esperanza de expulsar a los cartagineses del mar Tirreno. En esta isla los cartagineses no tenían, por lo que sabemos, ningún asentamiento ni posesión. Sin embargo, debían tener en la ciudad de Aleria una estación para su flota, desde la que podían alarmar y amenazar constantemente a Italia. Aleria cayó en manos de los romanos, y así toda la isla quedó libre de los cartagineses. Desde allí, Escipión navegó hasta Cerdeña, pero aquí no se hizo nada. Cartagineses y romanos evitaron un encuentro, y Escipión regresó a casa. Esta expedición a Córcega y Cerdeña, que Polibio, probablemente a causa de su insignificancia y su fracaso, ni siquiera menciona, fue para la casa de Cornelia una ocasión suficiente para celebrar a Escipión como conquistador y héroe. Estaban justificados al decir que había tomado Aleria; y como la expulsión de los cartagineses de Córcega fue posterior, podía ser considerado como el conquistador de Córcega, aunque en realidad Córcega no fue ocupada por los romanos hasta después de la paz con Cartago. En consecuencia, estas hazañas se anotan en la segunda lápida de la serie de monumentos pertenecientes a la familia de los Escipiones, con la primera de las cuales ya nos hemos familiarizado. De esta modestia, que se limitó a los hechos reales, no podemos dejar de inferir que la inscripción fue compuesta poco después de la muerte de Escipión, cuando el recuerdo de sus hazañas estaba fresco, y difícilmente se podía aventurar una gran exageración. Si no hubiera sido así, y si la inscripción hubiera tenido un origen posterior, no hay nada más seguro que en ésta, como en la del padre, se hubieran introducido grandes falsedades. Esto resulta bastante evidente por los añadidos que encontramos en autores posteriores, y que sólo pueden haberse originado en las tradiciones familiares de los Escipiones. Valerio Máximo, Orosio y Silius Italicus mencionan una segunda campaña de Escipión en Cerdeña, en la que asedió y conquistó Olbia, derrotó a Hanno, el general cartaginés, y dio muestras de su magnanimidad haciendo que su cuerpo fuera enterrado con todos los honores. A continuación, se apoderó sin dificultad de varias ciudades hostiles mediante una peculiar estratagema, y finalmente, como atestiguan los fasti capitolinos, celebró un magnífico triunfo. Estos añadidos, de los que ni el epitafio de Escipión, ni Zonaras, ni Polibio saben nada, no son más que invenciones vacías. Además, vemos por Polibio y Zonaras, que, en el año anterior al consulado de Escipión, Aníbal, y no Hanno, tenía el mando en Cerdeña. Cuando el primero, en el año siguiente (258), había sido bloqueado en un puerto de Cerdeña por el cónsul Sulpicio, y, tras perder muchos de sus barcos, había sido asesinado por sus propios soldados amotinados, Hanno recibió el mando de los cartagineses en Cerdeña, y por tanto no pudo haber sido conquistado, asesinado y enterrado por Escipión el año anterior.

El año 258 había restaurado la superioridad de los romanos en Sicilia. Habían conquistado Camarina, Enna, Myttistratum y muchas otras ciudades, y habían hecho retroceder a Hamilcar hacia el lado occidental de la isla. Las expediciones que habían emprendido contra Córcega y Cerdeña también habían sido en general exitosas. El poder de Cartago en el mar Tirreno estaba debilitado, e Italia por el momento segura contra cualquier flota hostil. A estos éxitos se añadió en el año siguiente una gloriosa batalla por mar (257 a.C.) en Tyndaris, en la costa norte de Sicilia. No fue una victoria decisiva, pues ambas partes reclamaron una ventaja. Sin embargo, inspiró a los romanos una nueva confianza en su armada. Les indujo a ampliar su flota y a proseguir la guerra naval a mayor escala. Impulsó la audaz idea de trasladar la sede de la guerra al país del enemigo, y de atacar África en lugar de proteger Italia contra las invasiones cartaginesas. Si sus esperanzas iban más allá, si ya habían concebido el plan que Escipión logró llevar a cabo al final de la segunda guerra con Cartago, el de apuntar un golpe mortal al centro mismo del poder cartaginés y llevar así la lucha a su conclusión, sería difícil de probar. En ese caso, habrían estimado la fuerza de Cartago demasiado baja, y sus propios poderes demasiado altos.

Ahora se hicieron esfuerzos en Roma para equipar un armamento. Una flota de 330 barcos de guerra se dirigió a Sicilia, llevó a bordo un ejército de unos 10.000 hombres, formado por dos ejércitos consulares, y navegó por la costa sur de Sicilia hacia el oeste, bajo el mando de los dos cónsules, M. Atilio Regulo y L. Manlio Vulso. Entre el promontorio de Ecnomus y la ciudad de Heraclea los romanos se encontraron con una flota cartaginesa aún más fuerte que la suya, al mando de Hamilcar y Hanno, cuyo objetivo era obstruir su camino hacia África. Si podemos confiar en los relatos de Polibio, aquí había un ejército de 140.000 romanos, frente a 150.000 cartagineses. Pero es difícilmente creíble que los barcos cartagineses tuvieran un ejército a bordo igual al de los romanos, ya que estos últimos pretendían descender sobre África y llevaban consigo toda su fuerza terrestre, es decir, cuatro legiones dobles. Los cartagineses no habrían tenido ningún objeto en cargar sus barcos hasta ese punto, sobre todo porque su táctica no consistía tanto en el abordaje como en la inutilización de los barcos de sus enemigos, y porque se esforzaban por todos los medios en evitar las escalas de abordaje romanas. No tenemos ninguna autoridad cartaginesa para probar el informe de los testigos romanos de que la flota de Hamílcar constaba de 350 barcos. No queda, pues, más remedio que seguir a Polibio, que ha descrito la batalla de Ecnomus con tal claridad y precisión de detalles que no se puede desear nada más.

La flota cartaginesa avanzó desde el oeste en un único y largo frente extendido, que se extendía desde la costa hasta el mar, y sólo en el ala izquierda formaba un ángulo, al colocarse un destacamento más bien adelantado. La flota romana, compuesta por cuatro divisiones, formaba con tres de ellas un triángulo hueco, cuya punta, encabezada por los cónsules en persona, se dirigía contra la línea cartaginesa. Los quinqueremes, que formaban la base del triángulo, llevaban los barcos de carga a remolque, mientras que la cuarta división formaba la retaguardia en una línea de barcos de guerra, que transportaba las tropas veteranas, los triarios de las legiones. Si esta forma de cuña de la flota romana era adecuada para romper la línea cartaginesa, la larga línea de esta última estaba, en cambio, calculada para rodear a los romanos. Esta disposición determinó la cuestión de la batalla. Los cónsules rompieron la línea de barcos cartagineses sin problemas. Con su avance, las dos líneas de barcos romanos que formaban los lados del triángulo quedaron separadas de la base. Contra este resto se dirigían ahora los ataques de las dos alas cartaginesas. La gran batalla naval se resolvió en tres partes distintas, cada una de las cuales era lo suficientemente importante como para considerarse una batalla por sí misma. Las naves romanas con los transportes fueron duramente presionadas y se vieron obligadas a deslizar sus cables, a sacrificar los transportes y a retirarse. La reserva, con los triarios, se encontraba en la misma angustia. Finalmente, cuando los cónsules, abandonando la persecución del centro cartaginés, acudieron en ayuda de su propio cuerpo principal, la victoria se decantó del lado de los romanos. Las escaleras de abordaje parecen haber prestado de nuevo un importante servicio. Treinta barcos cartagineses fueron destruidos y sesenta y cuatro tomados. La pérdida de los romanos fue en el exterior de veinticuatro barcos.

Después de una victoria tan decidida, el camino hacia Cartago estaba abierto para los romanos. Pero para nuestro asombro leemos que volvieron a Messina con el propósito de tomar provisiones y reparar sus barcos dañados. De ello podemos deducir que las pérdidas de los romanos fueron también considerables, y debieron de recaer con fuerza sobre todo en los barcos de transporte, que llevaban las provisiones, circunstancia que nuestro narrador no menciona. Al cabo de poco tiempo, la flota volvió a hacerse a la mar y, sin ninguna oposición, alcanzó la costa africana cerca del promontorio hermético (Cabo Bon), al este de Cartago. Los romanos navegaron entonces hacia el este a lo largo de la costa hasta Clypea, que tomaron y fortificaron.

Desde este punto realizaron expediciones a la parte más fértil de los dominios cartagineses, que en los cincuenta años transcurridos desde la devastadora invasión de Agatocles se habían recuperado y presentaban a los ojos de los italianos una imagen de riqueza inimaginada y lujosa fertilidad. La industria y la habilidad de los habitantes habían convertido la totalidad de aquellos distritos en un jardín. La agricultura floreció entre los cartagineses en el más alto grado; sobre todo comprendieron cómo hacer productivo aquel suelo rico pero caliente y seco, conduciendo sobre él, en innumerables canales, un amplio suministro de agua, el más necesario de todos los requisitos. El país, que todavía en la época de los emperadores era el granero de los romanos, estaba bajo los cartagineses en el estado más floreciente. Estaba cubierto de innumerables aldeas y ciudades abiertas, y de las magníficas residencias campestres de la nobleza púnica. Cartago, como señora del mar, no temía ninguna invasión hostil, y la mayoría de las ciudades no estaban fortificadas. Ninguna cadena de fortalezas, como las de las colonias romanas en la costa o en el interior del país, ofrecía lugares de refugio a los angustiados habitantes, ni contenía una población capaz y dispuesta a luchar, como los colonos romanos, que pudiera oponerse a las marchas depredadoras del enemigo. Por tanto, el horror y la angustia de la población africana fueron grandes cuando, de repente, 40.000 enemigos rapaces invadieron su país, ejerciendo los temibles derechos de guerra que entregaban en manos de los conquistadores la vida, las posesiones y la libertad de cada habitante. Los cartagineses habían perturbado en el curso de la guerra la costa de Italia, quemado casas, destruido cosechas, cortado árboles frutales, llevado botín y prisioneros. Ahora sufrieron en África una amplia retribución, y el soldado romano se resarció a fondo de los peligros que había sufrido y de los terrores con los que su imaginación había llenado los límites desconocidos del continente africano. Leemos que 20.000 hombres fueron arrancados de sus hogares y vendidos como esclavos. Todo el botín fue enviado a la fortaleza de Clypea. Allí, algún tiempo después, se enviaron órdenes desde Roma para que uno de los dos cónsules, con su ejército y con la mayor parte de los barcos y el botín, regresara a Italia, mientras que el otro cónsul, con dos legiones y cuarenta barcos, permaneciera en África para continuar la guerra. Esta resolución del senado romano sería ininteligible si la expedición a África hubiera pretendido responder a otro propósito que no fuera el de una vigorosa diversión. No se podía suponer en Roma que dos legiones, que no eran suficientes en Sicilia para mantener a raya a los cartagineses, pudieran llevar la guerra con eficacia en África y derrocar el poder de los cartagineses en su propio país. Si Régulo se hubiera limitado a empresas a pequeña escala, el éxito habría sido adecuado al sacrificio. Pero eufórico, al parecer, por su inesperada buena fortuna, elevó sus esperanzas más allá y aspiró a la gloria de terminar la guerra con una victoria señalada.

La batalla de Ecnomo (256 a.C.) y el desembarco del ejército hostil en su costa habían desconcertado por completo a los cartagineses. Al principio temían un ataque a su capital, y una parte de la flota había vuelto a navegar desde Sicilia para protegerla. Estaba claro que no había grandes fuerzas en África, ya que no se temía una invasión hostil. Ahora los romanos habían efectuado un desembarco, gracias a su victoria en Ecnomo; y los cartagineses no estaban en condiciones de defender el campo abierto contra ellos. En su ansiedad por la seguridad de la capital, al principio concentraron sus tropas cerca de ella; y en este hecho encontramos una explicación de los grandes éxitos de Régulo. No sólo pudo marchar a lo largo y ancho del país sin peligro, sino que pudo mantener su ventaja cuando los cartagineses se aventuraron a atacarle. Se dice que obtuvo una victoria decisiva porque los cartagineses, por miedo, no se aventuraron en el terreno llano, sino que se mantuvieron en las alturas, donde sus elefantes y caballos, sus armas más poderosas, eran casi inútiles. También se menciona una revuelta de los aliados o súbditos númidas, que causó a los cartagineses una pérdida mayor que la de la señalada derrota. Por ello, se mostraron dispuestos a la paz e intentaron negociar con Régulo, que por su parte deseaba poner fin a la guerra antes de ser sustituido en el mando por un sucesor. Pero las condiciones que ofrecía eran tales que sólo podían aceptarse tras un derrocamiento completo. Insistió en que debían renunciar a Sicilia, pagar una contribución de guerra, restituir a los prisioneros y desertores, entregar la flota y contentarse con un solo barco y, por último, hacer depender su política exterior del placer de Roma.

Por lo tanto, se rompieron las negociaciones y la guerra continuó con redoblada energía.

Mientras tanto, expiró el año de cónsul de Régulo. Sin embargo, permaneció como procónsul en África, y su ejército parece haberse reforzado con númidas y otros africanos. Los cartagineses también aumentaron sus fuerzas. Entre los mercenarios griegos que ahora reunieron había un oficial espartano de nombre Xanthippus, de cuyos antecedentes nada sabemos, pero que, si todo lo que se relata de sus hazañas en la guerra de África es cierto, debió ser un hombre de gran habilidad militar. Se dice que dirigió la atención de los cartagineses hacia el hecho de que sus generales fueron derrotados en la guerra con Régulo porque no entendieron cómo seleccionar un terreno adecuado para sus elefantes y su poderosa caballería. Por su consejo, se dice, los cartagineses abandonaron ahora las colinas y desafiaron a los romanos a luchar en el terreno llano. Régulo, con demasiada audacia, había avanzado desde Clypea, la base de sus operaciones, y mal penetrado en la vecindad de Cartago, donde había tomado posesión de Túnez. Aquí no pudo mantenerse. Se vio obligado a aceptar una batalla en la llanura, y sufrió una señalada derrota que, debido a la gran superioridad de la caballería cartaginesa, acabó con la aniquilación casi completa de los romanos. Sólo unos 2.000 escaparon a duras penas a Clypea; 500 fueron hechos prisioneros, y entre ellos el propio Regulus. La expedición romana a África, tan audazmente emprendida y al principio tan gloriosamente llevada a cabo, tuvo un destino más miserable que la de Agatocles, y pareció confirmar indiscutiblemente la opinión de que los cartagineses eran invencibles en su propio país.

Ahora era necesario, si era posible, salvar al resto del ejército romano y llevarlo ileso de vuelta a Italia. En consecuencia, se envió a África una flota romana aún mayor que la que había vencido en Ecnomus, y obtuvo sobre los cartagineses en el promontorio de Hermaean una victoria que, a juzgar por el número de naves cartaginesas tomadas, debió ser más brillante que la anterior. Si los romanos habían tenido la intención de continuar la guerra en África hasta haber derrocado completamente a Cartago, ahora habrían podido llevar a cabo su plan, aunque no en circunstancias tan favorables como antes de la derrota de Régulo. El hecho, sin embargo, de que no lo hicieran, y de que no enviaran ningún nuevo ejército a África, refuerza la inferencia sugerida por la retirada de la mitad del ejército invasor tras el desembarco de Régulo, es decir, que la expedición a África se emprendió sólo para saquear y dañar el terreno, y para dividir las fuerzas cartaginesas. El único uso que se le dio a la victoria en el promontorio hermético fue el de llevar a sus barcos el remanente de las legiones de Régulo y el botín que se había recogido en Clypea.

La flota romana navegó de vuelta a Sicilia fuertemente cargada. Pero ahora, después de tanto éxito bien merecido, les sobrevino una desgracia en la costa sur de Sicilia de la que ninguna valentía pudo protegerles. Un temible huracán destruyó la mayor parte de las naves y sembró toda la costa, desde Camarina hasta el promontorio de Pacino, de naufragios y cadáveres. Sólo ochenta naves escaparon a la destrucción, un miserable remanente de la flota que, después de haber conquistado dos veces a los cartagineses, parecía capaz de ejercer a partir de ese momento un dominio indiscutible sobre el mar.

 

Tercer periodo

254-250.

LA VICTORIA EN PANORMUS

 

 

Fue en medio de reveses como éste que Roma mostró su grandeza. En tres meses, una nueva flota de 220 naves se unió al remanente de la flota inutilizada en Mesina, y navegó hacia la parte occidental de la isla, para atacar las fortalezas de los cartagineses, que, poco esperaban tal resultado, estaban plenamente ocupados en África en someter y castigar a sus súbditos sublevados. Así sucedió que los romanos realizaron una señalada e importante conquista. Junto a Lilibea y Drepana, Panormus era la fortaleza cartaginesa más considerable en Sicilia. Su situación en la costa norte, en conexión con las estaciones púnicas de las islas Líparianas, facilitaba el ataque del enemigo y su asalto a la costa italiana. El lugar, que bajo el dominio púnico había alcanzado un alto estado de prosperidad, constaba de una ciudad vieja fuertemente fortificada y un suburbio o ciudad nueva, que tenía sus propias murallas y torres. Esta ciudad nueva fue ahora atacada por los romanos con gran fuerza tanto por tierra como por mar, y tras una vigorosa resistencia cayó en sus manos.

Los defensores se refugiaron en la ciudad vieja, que estaba más fuertemente fortificada; y aquí, tras un largo bloqueo, se vieron obligados por el hambre a rendirse. Se les permitió comprarse cada uno por dos minae. Por este medio 10.000 de los habitantes obtuvieron su libertad. El resto, 13.000, que no tenían medios para pagar la suma exigida, fueron vendidos como esclavos. Este brillante éxito fue obtenido por Cn. Cornelio Escipión, que seis años antes había sido hecho prisionero en Lipara, y que desde entonces había conseguido su libertad mediante rescate o intercambio.

El bloqueo imperturbable de la importante ciudad de Panormus, en la vecindad de Drepana y Lilibea ,demuestra que en ese momento los cartagineses no tenían un ejército suficiente en Sicilia, ya que de lo contrario habrían iintentado sin duda entregar Panormus. Estaban plenamente comprometidos en África. En consecuencia, los romanos se aventuraron ese mismo año a atacar Drepana, y aunque su empresa fracasó, al año siguiente intentaron tomar incluso Lilybaeum, y luego hicieron una segunda expedición a África, muy probablemente para aprovechar las dificultades de los cartagineses en su propio país. Esta empresa, que, al igual que la anterior invasión, sólo pretendía ser una incursión a gran escala, fracasó por completo, no produciendo ni siquiera la gloria que coronó los primeros actos de Régulo. La gran flota romana, con dos ejércitos consulares a bordo, navegó hacia la misma costa en la que había desembarcado Régulo, al este del promontorio hermético, donde se encontraba la parte más floreciente del territorio cartaginés. Los romanos consiguieron desembarcar en diferentes lugares y recoger botín; pero en ningún lugar, como antes en Clypea, pudieron obtener un terreno firme. Al final, los barcos fueron arrojados a los bancos de arena en las aguas poco profundas de la Syrtis menor (Golfo de Cabes), y sólo pudieron ser puestos a flote de nuevo con la mayor dificultad, al regreso de la marea, y después de haber arrojado por la borda todo lo que se podía prescindir. El viaje de regreso se asemejó a una huida, y cerca del promontorio de Palinuria, en la costa de Lucania (al oeste de Policastro), las naves fueron alcanzadas por una terrible tormenta, en la que se perdieron ciento cincuenta de ellas. La repetición de tan espantosa desgracia en tan poco tiempo, la pérdida de dos magníficas flotas en tres años, disgustó bastante a los romanos con el mar. Resolvieron renunciar en el futuro a todas las expediciones navales y, dedicando todas sus energías a su ejército de tierra, mantener equipados sólo los barcos que fueran necesarios para abastecer de provisiones al ejército de Sicilia y para proporcionar toda la protección necesaria a la costa de Italia. Podemos sentirnos bastante sorprendidos al encontrar en los fasti capitolinos el registro de una victoria del cónsul C. Sempronio Blas sobre los púnicos. Si realmente se celebró tal triunfo después de un fracaso tan absoluto, se deduce que bajo ciertas circunstancias el honor se obtuvo fácilmente.

Los dos años de guerra que siguieron ahora fueron años de agotamiento y descanso comparativo en ambos bandos. La guerra, que ya duraba doce años, había causado innumerables pérdidas, y todavía el final estaba lejos. Los romanos, es cierto, según nuestros informes, habían sido vencedores en casi todos los enfrentamientos, no sólo por tierra, sino, lo que era mucho más apreciado y les daba mucha más satisfacción, también por mar. La derrota de Régulo fue el único revés de cierta importancia que su ejército por tierra había experimentado. Como consecuencia de ese revés tuvieron que abandonar África; pero en Sicilia habían avanzado gradualmente hacia el oeste. Las ciudades que al principio de la guerra habían sido sólo posesiones dudosas, inclinándose primero hacia un lado y luego hacia el otro, estaban todas bajo el férreo control de los romanos, o habían sido destruidas y habían perdido toda importancia como estaciones militares. En el oeste, los límites del territorio en el que los cartagineses aún podían ofrecer una vigorosa resistencia se contraían cada vez más. Desde Agrigento y Panormo habían retrocedido hasta Lilibea y Drepana, e incluso hacia éstas los romanos ya habían extendido sus manos. Además, Roma había disputado el dominio del mar con la mayor potencia marítima del mundo, y había salido victoriosa en cada uno de los tres grandes compromisos navales. Pero no estaban en casa en ese elemento, y en las dos tremendas tormentas de los años 255 y 253 perdieron, con los frutos de su heroica perseverancia, incluso su confianza y su valor. El mayor peso de la guerra recayó en la desafortunada isla de Sicilia, pero Italia también sufrió por sus sacrificios de hombres y materiales de guerra, por las incursiones depredadoras del enemigo y por la interrupción de su comercio. Por lo tanto, puede explicarse fácilmente cómo ambos beligerantes se conformaron con hacer una pausa de cualquier empresa mayor, y así ganar tiempo para recuperar sus fuerzas.

Pero la guerra no cesó del todo. En el año 252 los romanos consiguieron tomar Lipara, con la ayuda de una flota que su fiel aliado Hiero, de Siracusa, envió en su ayuda, y Thermae (o Himera), el único lugar de la costa norte de Sicilia que les quedaba a los cartagineses tras la pérdida de Panormo. Que los cartagineses lo permitieran tranquilamente, sin hacer ningún intento de rechazar el ataque, es muy sorprendente. En los anales que han llegado hasta nosotros, la historia de la guerra está desgraciadamente escrita tan decididamente desde el punto de vista romano que no sabemos nada en absoluto de los asuntos internos de los cartagineses, ni de lo que hacían cuando no estaban comprometidos contra los romanos. Podemos suponer que aún tenían bastante que hacer para sofocar la insurrección de sus súbditos, por lo que se vieron obligados a dejar que los romanos en Sicilia actuaran sin oposición.

Finalmente, en el año 251, enviaron a Sicilia una flota de 200 barcos al mando de Asdrúbal y un fuerte ejército de 30.000 hombres, con un destacamento de 140 elefantes. Estos animales, conocidos por los romanos desde la época de Pirro, habían vuelto a ser objeto de un nuevo terror tras la derrota de Régulo, de la que habían sido la causa principal, y la mayor timidez reinaba en el ejército del procónsul. Cecilio Metelo se encerró en Panormus con sólo un ejército consular, y eludió el compromiso. Mientras tanto, Asdrúbal asoló el campo abierto y se acercó a la ciudad, donde, entre las murallas y el río Orethus, no tenía espacio ni para reunir sus fuerzas, especialmente los elefantes y la caballería, ni para retirarse en caso de un revés. Confiado en el éxito, y con la única intención de sacar al enemigo de la ciudad y hacer que aceptara una batalla, no tomó la precaución común de cubrirse con montículos y trincheras. Por otro lado, Metelo, que podía retirarse en cualquier momento, formó su columna dentro de las puertas y envió un número de tropas con armas ligeras para acosar a los cartagineses y acercarlos a la ciudad. Cuando los elefantes hicieron retroceder a los escaramuzadores romanos hasta la trinchera de la ciudad, y ahora estaban expuestos a sus proyectiles y no podían hacer nada más, cayeron en un gran desorden, se volvieron ingobernables, se volvieron contra la infantería cartaginesa y causaron la mayor confusión. Metelo aprovechó este momento para salir de la ciudad y atacar al enemigo por el flanco. Los mercenarios, incapaces de mantener el terreno, se precipitaron en una huida salvaje hacia el mar, donde esperaban ser recogidos por los barcos cartagineses, pero la mayor parte pereció miserablemente. Metelo obtuvo una brillante y decidida victoria. El encanto se rompió, los romanos volvieron a ser ellos mismos, Panormo se salvó, y los cartagineses se vieron obligados a renunciar en lo sucesivo a todo pensamiento de guerra agresiva, y a limitarse a la defensa de las pocas fortalezas que aún poseían en Sicilia. Habiendo perdido Thermae en el año 252, y aún antes Solus o Soluntum, Kephalaedion y Tyndaris, ahora abandonaron Selino, trasplantando a sus habitantes a Lilibea. El incompetente Asdrúbal, a su regreso, pagó por su derrota la pena de crucifixión. Los elefantes capturados, cuyo número, según algunos escritores, era de unos 120, fueron conducidos en triunfo a Roma y allí cazados hasta la muerte en el circo. Nunca un general romano había merecido o celebrado un triunfo más espléndido que el de Metelo, quien, con dos legiones, había derrotado y aniquilado a un ejército del doble de sus efectivos. Los elefantes de las monedas de la familia Caeciliun preservaron, hasta tiempos tardíos, el recuerdo de esta gloriosa victoria.

La batalla de Panormo marca el punto de inflexión en la guerra, que ya duraba trece años. El coraje de los cartagineses parecía por fin haberse quebrado del todo. Decidieron entablar negociaciones de paz, o proponer al menos un intercambio de prisioneros. La embajada enviada a Roma con este propósito se ha hecho famosa en la historia, especialmente porque, según se relata, el cautivo Régulo fue enviado con ella para apoyar las propuestas de los cartagineses con su influencia. La conducta de Régulo se convirtió en objeto de efusiones poéticas, cuyo eco encontramos en Horacio y Silius Italicus. Estrechamente relacionada con esto está la tradición de la violenta muerte de Régulo, que es tan característica de los historiadores romanos que no podemos pasarla por alto en silencio.

Habían transcurrido cinco años desde la infeliz batalla en las cercanías de Túnez, que hizo que Régulo y 500 de sus compañeros fueran cautivos. Ahora bien, cuando los cartagineses decidieron, tras su derrota en Panormus, hacer un intercambio de prisioneros y, si era posible, concluir la paz con Roma, enviaron a Régulo con la embajada, pues lo consideraban una persona idónea para defender sus propuestas. Pero en esta expectativa se vieron notablemente decepcionados. Régulo dio su consejo no sólo en contra de la paz, sino también en contra del intercambio de prisioneros, porque pensaba que sólo resultaría en ventaja para Cartago. Se resistió a todas las súplicas de su propia familia y amigos, que deseaban que se quedara en Roma; y cuando le instaron, y el senado parecía dispuesto a realizar el intercambio, declaró que ya no podía ser de ningún servicio a su país, y que, además, estaba condenado a una muerte temprana, ya que los cartagineses le habían dado un lento veneno. Se negó incluso a entrar en la ciudad para ver a su esposa e hijos y, fiel a su juramento, regresó a Cartago, aunque sabía que le esperaba un cruel castigo. Los cartagineses, exasperados por esta decepción de sus esperanzas, inventaron las más horribles, torturas para matarlo por grados lentos. Lo encerraron con un elefante, para mantenerlo en constante temor; le impidieron dormir, le hicieron sentir las punzadas del hambre, le cortaron los párpados y lo expusieron a los ardientes rayos del sol, contra los que ya no era capaz de cerrar los ojos. Por último, lo encerraron en una caja clavada por todas partes con clavos, y así lo mataron de forma fulminante. Cuando esto se supo en Roma, el senado entregó dos nobles prisioneros cartagineses, Bostar y Hamílcar, a la viuda y a los hijos de Régulo. Estas infelices criaturas fueron entonces encerradas en una estrecha jaula que les oprimía los miembros, y se les mantuvo durante muchos días sin comer. Cuando Bostar murió de hambre, la cruel matrona romana dejó el cadáver putrefacto en la estrecha jaula al lado de su compañero superviviente, cuya vida prolongó con una dieta escasa y escasa para alargar sus sufrimientos. Por fin se conoció este horrible trato y los desalmados torturadores, escapando con dificultad al castigo más severo, se vieron obligados a enterrar el cuerpo de Bostar y a tratar a Hamílcar con humanidad.

Esta es la historia tal y como la relatan multitud de autores griegos y romanos. Entre ellos, sin embargo, falta el más importante. Polibio no menciona ni la embajada de los cartagineses, ni las torturas de Régulo, ni las de Bostar y Hamílcar; y observa, como hemos visto, el mismo silencio significativo con respecto a la supuesta ingratitud y traición de los cartagineses hacia Xanthippus. Además, Zonaras, que copió a Dion Casio, se refiere al martirio de Régulo como un rumor. Además, hay contradicciones en los distintos informes. Según Séneca y Floro, el infeliz Régulo fue crucificado; según Zonaras, Régulo sólo fingió que había tomado veneno, mientras que otras autoridades dicen que los cartagineses se lo dieron realmente. Aparte de estas contradicciones, los hechos relatados son en sí mismos sospechosos. Que los romanos no hayan accedido de buen grado a un intercambio de prisioneros es poco creíble; lo hicieron dos años después, y es muy probable que Cn. Escipión fuera liberado así de su cautiverio. ¿Y podemos imaginar que los cartagineses torturaran a Régulo de forma tan inútil y tonta, desafiando al mismo tiempo a los romanos a tomar represalias? ¿Eran realmente tan monstruos como los historiadores romanos gustaban de imaginarlos?

Tales preguntas y consideraciones han sido suscitadas durante mucho tiempo por la historia tradicional de la embajada cartaginesa y la muerte de Régulo. El relato del martirio de Régulo ha sido considerado casi universalmente como una invención maliciosa, y ha surgido la sospecha de que se originó dentro de la propia familia de Régulo. Este punto de vista es recomendado por su credibilidad interna. Los nobles prisioneros cartagineses fueron entregados probablemente a la familia de los Atilios, como garantía para el intercambio de Régulo. Pero Régulo murió en prisión antes de que se pudiera realizar el intercambio. Pensando que el trato cruel había acelerado su muerte, la viuda de Régulo se vengó con las horribles torturas de los dos cartagineses y, para justificarlo, se inventó la historia del martirio de Régulo. Pero el gobierno y el pueblo romano como tal no tomaron parte en las torturas de los cautivos inocentes; por el contrario, pusieron fin a la venganza privada tan pronto como se conoció el hecho. El senado no era capaz de manchar el nombre romano con crueldades inauditas hacia los prisioneros, y de dar así a los cartagineses una excusa para las represalias. Sólo a la pasión vengativa de una mujer, y no a todo el pueblo romano, puede atribuirse un desprecio tan absoluto de toda ley humana y divina como el que se representa en las crueldades practicadas con los prisioneros cartagineses. Si adoptamos este punto de vista de la historia, nos parecerá improbable que Régulo tomara parte en la embajada de los cartagineses, independientemente de lo que pensemos sobre la autenticidad de la propia embajada.

 

Cuarto periodo, 250-249 a.C.

LILIBEO (Lilibea) Y DREPANA (Drépano)

 

La brillante victoria en Panormus había inspirado a los romanos con nuevas esperanzas, y quizás había elevado sus exigencias. Decidieron completar la conquista de Sicilia y atacar los últimos y mayores bastiones de los cartagineses en esa isla, a saber, Lilybaeum y Drepana.

Lilybaeum (la moderna Marsala), situada en una pequeña franja de tierra, terminada por el promontorio del mismo nombre, fue fundada tras la destrucción de la ciudad isleña de Motia, y había sido desde ese acontecimiento la principal fortaleza de los cartagineses. Asediada por Dionisio en el año 368 a.C. y por Pirro en el 276 a.C., había demostrado su fortaleza y había permanecido invicta. La naturaleza y el arte se habían dado la mano para hacer esta fortaleza invencible, si se defendía con fanatismo púnico. Dos lados de la ciudad estaban bañados por el mar, y estaban protegidos, no sólo por fuertes murallas, sino, sobre todo, por bajíos y rocas hundidas, que hacían imposible llegar al puerto, salvo para los pilotos más hábiles o los marineros más atrevidos. En el lado de tierra la ciudad estaba cubierta por fuertes murallas y torres, y un foso de ciento veinte pies de profundidad y ochenta de ancho. El puerto estaba en el lado norte, y estaba incluido con la ciudad en una línea de fortificaciones. La guarnición estaba formada por los ciudadanos y 10.000 soldados de infantería, en su mayoría mercenarios, de los que no se podía confiar, y una fuerte división de caballos. Era imposible tomar una fortaleza marítima como ésta sin la cooperación de una flota. Los romanos se vieron obligados a decidirse a construir una nueva flota, a pesar de su resolución de tres años antes. Los dos cónsules del año Atilio Régulo y L. Manlio Vulso, de los cuales uno era pariente, el otro colega, de M. Régulo del año 256, navegaron hacia Sicilia con doscientas naves, y anclaron ante el puerto de Lilibea, en parte para cortar el abastecimiento de la ciudad, y en parte también para evitar que la flota cartaginesa interrumpiera el desembarco de los productos necesarios para el gran ejército sitiador.

El ejército terrestre romano estaba formado por cuatro legiones que, con los aliados italianos, sumaban unos 40.000 hombres. Además de éstos, estaban los aliados sicilianos y las tripulaciones de la flota, por lo que no parece improbable el informe de Diodoro, según el cual el ejército asediador ascendía en total a unos 110.000 hombres. Abastecer de provisiones a un número tan inmenso de hombres, en el rincón más lejano de Sicilia, y reunir todos los utensilios y materiales para el asedio, no era una labor pequeña; y como la tarea se extendía durante muchos meses, sólo esta empresa estaba calculada para tensar al máximo los recursos de la república.

El asedio de Lilibea duró casi tanto como el fabuloso asedio de Troya, y el apenas menos fabuloso de Veii, con la única diferencia de que Lilibea resistió con éxito hasta el final de la guerra, y sólo fue entregada a los romanos de acuerdo con los términos de la paz. No disponemos de un relato detallado de esta prolongada lucha, pero en su conjunto está narrada con bastante claridad en el magistral esbozo de Polibio, que posee un mayor interés para nosotros que cualquier parte de la historia militar de Roma de los periodos precedentes. Vemos aquí ejemplificado no sólo el arte del asedio, en sus rasgos más importantes, tal y como lo practicaban los antiguos, sino que discernimos en él claramente el carácter de las dos naciones beligerantes, la incidencia de sus puntos fuertes y débiles en la prosecución de la guerra; y nos sentiremos recompensados, por tanto, al conceder un poco más de atención a esta memorable contienda que la que hemos prestado a cualquier acontecimiento anterior de la historia militar de Roma.

En el arte de asediar ciudades los romanos estaban muy poco avanzados antes de conocer a los griegos, e incluso entre los griegos pasó mucho tiempo antes de que el arte alcanzara el punto más alto de perfección que era capaz de alcanzar en la antigüedad. Las trincheras y las murallas eran las dificultades materiales con las que tenían que lidiar los asediadores. Antes de poder atacar las murallas, había que rellenar las trincheras, y esto se hacía con fascinas y tierra. En cuanto las trincheras estaban tan llenas como para permitir un paso, se empujaba el asedio con torres de madera y arietes. Estas torres constaban de varios pisos y eran más altas que las murallas de la ciudad. En los diferentes pisos se colocaron soldados, armados con proyectiles, con el fin de despejar las murallas o de alcanzarlas mediante puentes levadizos. Los arietes eran largas vigas, con cabezas de hierro, suspendidas bajo un techo que las cubría, y que los soldados hacían oscilar hacia delante y hacia atrás para abrir brechas en las murallas. Estas dos operaciones eran las más importantes. Estaban apoyadas por la artillería de los antiguos: las grandes catapultas de madera y las balistas, una especie de ballestas gigantescas, que disparaban pesados dardos, bolas o piedras contra los sitiados. Cuando la naturaleza del terreno lo permitía, se cavaban minas bajo las fortificaciones del enemigo, que se sostenían con vigas. Si estas vigas se quemaban, los muros de arriba cedían inmediatamente. Contra estas minas los asediados cavaban contraminas, en parte para impedir el avance del ataque subterráneo, y en parte para socavar el dique y derribar las torres de asedio que se encontraban sobre él.

En Lilibea se recurrió a todos estos tipos de ataque y defensa. Los romanos emplearon las tripulaciones de sus barcos para los trabajos del asedio, y con la ayuda de tantas manos pronto consiguieron rellenar parte de la trinchera de la ciudad, mientras que con sus torres de madera, arietes, techos protectores y proyectiles, se acercaron a la muralla, destruyendo siete torres en el punto en que el asedio se unía al mar por el sur, y abriendo así una amplia brecha. A través de esta brecha los romanos atacaron y penetraron en el interior del lugar. Pero aquí se encontraron con que los cartagineses habían levantado otra muralla detrás de la que había sido destruida. Este hecho, y la violenta resistencia que se les opuso en las calles, les obligó a retirarse. A menudo se produjeron intentos similares. Día tras día se producían sangrientos combates, en los que se perdían más vidas que en una batalla abierta. En uno de ellos, se dice, los romanos perdieron 10.000 hombres. Las pérdidas en el lado cartaginés no fueron probablemente menores. En tales circunstancias, la capacidad de resistencia de los asediados había disminuido considerablemente. Sólo el entusiasmo y el patriotismo pueden inspirar valor en una guarnición reducida y agotada. Pero el entusiasmo y el patriotismo eran precisamente las cualidades menos conocidas en los mercenarios cartagineses. Por encima de todos los demás, los soldados galos eran los más vacilantes e indignos de confianza. Estaban inclinados a amotinarse; algunos de sus líderes se acercaron en secreto a los romanos y les prometieron inducir a sus compatriotas a la revuelta. Todo habría estado perdido, si Himilco no hubiera sido informado de la traición por un griego fiel, el aqueo Alexón. Al no aventurarse a actuar con severidad, se empeñó mediante súplicas, regalos y promesas en mantener a los mercenarios a la altura de su deber. Este plan tuvo éxito con los bárbaros venales. Cuando los desertores se acercaron a las murallas e invitaron a sus antiguos camaradas a amotinarse, fueron expulsados a pedradas y flechas.

Habían pasado muchos meses desde el comienzo del bloqueo. Mientras el ejército romano había cercado la ciudad por el lado de tierra mediante una circunvalación continua y trincheras que se extendían en medio círculo desde la orilla norte hasta la sur, la flota había bloqueado el puerto y se había esforzado por obstruir toda entrada con piedras hundidas. Lilibea quedó así aislada de toda comunicación con Cartago, y fue abandonada a sí misma y al valor de su guarnición. Pero no fue olvidada ni descuidada. En Cartago se podía suponer que una ciudad como Lilibea sería capaz de resistir durante algunos meses sin necesitar ayuda, y había sido bien abastecida de provisiones antes de que comenzara el asedio. También se sabía que si era necesario romper el bloqueo, los barcos romanos no podrían impedirlo. Probablemente la mayor parte de sus naves estaban atracadas en la orilla, mientras los remeros estaban empleados en llenar el foso. Algunos pocos barcos podrían estar en el mar, o podrían estar anclados, listos para zarpar, en radas bien protegidas; pero las violentas tormentas, y los bajíos aún más peligrosos de esa costa, hicieron imposible que los capitanes romanos hicieran efectivo el bloqueo de Lilibea. La flota cartaginesa que estaba estacionada en Drepana, bajo el mando de Aderbal, en lugar de atacar a la flota romana ante Lilibea, aprovechó el tiempo para surcar las costas de Italia y Sicilia, y obstaculizar el transporte de provisiones para el abastecimiento del inmenso ejército sitiador.

Mientras tanto, se preparó una expedición en Cartago para reforzar y avituallar la guarnición de Liria. Un almirante emprendedor llamado Aníbal, un hombre no indigno de este gran nombre, navegó con cincuenta barcos y 10.000 hombres desde África hasta las islas Egadas, al oeste de Lilibea. Aquí se quedó, esperando tranquilamente un viento favorable. Por fin sopló fuerte del oeste; Aníbal desplegó ahora todas las velas y, sin prestar atención a las naves romanas, pero todavía totalmente equipado para un encuentro, dirigió sus pasos por los difíciles canales entre acantilados y bancos de arena hacia la entrada del puerto, donde las piedras que los romanos habían hundido hacía tiempo que habían sido arrastradas por las tormentas. Los romanos, embargados por el asombro y la admiración, no se atrevieron a obstruir el camino de los barcos cartagineses, que pasaron junto a ellos muy cargados y con sus cubiertas repletas de soldados, listos para la batalla. Las murallas y las torres de Liribea se alinearon con sus valientes defensores, que, con temor y esperanza mezclados, contemplaban el grandioso espectáculo. El puerto fue ganado sin pérdidas. El éxito total de esta empresa inspiró a los asediados con nuevas esperanzas y valor, y dio a los romanos la advertencia de que no era probable que Lilybaeum estuviera pronto en su poder.

Himilco decidió aprovechar el entusiasmo que la llegada de Aníbal había suscitado. Saliendo a la mañana siguiente, hizo un intento de destruir las máquinas para el asedio. Pero los romanos se habían anticipado y ofrecieron una obstinada resistencia. La batalla estuvo mucho tiempo indecisa, sobre todo cerca de las obras romanas, que los cartagineses intentaron en vano incendiar. Al final Himilco vio la inutilidad de su intento, y ordenó la retirada. De este modo, los soldados romanos se vieron compensados por la vejación que la superioridad de sus enemigos en el mar les había causado el día anterior.

La noche siguiente, Aníbal volvió a zarpar con su flota. Se dirigió a Drepana, llevándose consigo a los hombres a caballo, que hasta ahora habían permanecido en Liribea y no eran de ninguna utilidad allí, mientras que en la retaguardia del ejército romano podían prestar un excelente servicio, en parte para hostigar al enemigo y en parte para obstruir la llegada de provisiones por tierra.

La audaz hazaña de Aníbal había demostrado que el puerto de Lilibea estaba abierto a una flota cartaginesa. A partir de ese momento, incluso barcos aislados se aventuraron a entrar y salir, y desafiaron a los lentos cruceros romanos, que se dieron inútiles problemas para interceptarlos. Un capitán cartaginés, llamado Aníbal de Rodas, se hizo especialmente notorio al eludir a los romanos en su trirreme de vela rápida, deslizándose entre ellos y permitiendo a propósito que casi lo alcanzaran, para hacerles sentir más su superioridad. Los romanos, en su enfado, trataron ahora de bloquear de nuevo la boca del puerto. Pero las tormentas y las inundaciones se burlaron de sus esfuerzos. Las piedras, incluso en el acto de hundirse, dice Polibio, fueron arrojadas a un lado de la corriente; pero en un lugar el paso se estrechó, al menos por un tiempo, y, por suerte para los romanos, una galera cartaginesa de navegación rápida encalló allí y cayó en sus manos. Manejándola con sus mejores remeros, esperaron al rodiano, que, saliendo del puerto con su habitual confianza, fue ahora alcanzado. Viendo que no podía escapar a fuerza de velocidad, Aníbal dio la vuelta y atacó a sus perseguidores; pero fue desigualmente igualado en fuerza, y fue hecho prisionero con su barco.

Encuentros insignificantes como estos no pudieron influir mucho en el progreso del asedio. Lentamente, pero con seguridad, las obras romanas avanzaron. El dique que nivelaba el foso rellenado se hacía cada vez más ancho; la artillería y los arietes se dirigían contra las torres que aún permanecían en pie; se cavaban minas bajo la segunda muralla interior, y los sitiados eran demasiado débiles para seguir el ritmo de las obras de los romanos mediante contraminas. Parecía que la pérdida de Lilibea era inevitable a menos que los sitiados recibieran alguna ayuda inesperada.

En esta situación desesperada, Himilco decidió repetir, en circunstancias más favorables, el intento que una vez había fracasado de forma tan significativa. Una noche, cuando soplaba un vendaval del oeste, que derribó torres e hizo temblar y agitar los edificios de la ciudad, hizo una salida, y esta vez consiguió incendiar las obras de asedio romanas. La madera seca se encendió de inmediato, y el violento viento avivó la llama hasta convertirla en una furia ingobernable, lanzando las chispas y el humo a los ojos de los romanos, que en vano invocaron todo su valor y perseverancia en la desesperada contienda con sus enemigos y los elementos. Una estructura de madera tras otra fue alcanzada por las llamas y quemada hasta los cimientos. Cuando amaneció, el lugar estaba cubierto de vigas carbonizadas. El trabajo de meses fue destruido en pocas horas, y por el momento se perdió toda esperanza de tomar Lilibea por asalto.

Los cónsules cambiaron ahora el asedio por un bloqueo, un plan que no podía tener ninguna perspectiva de éxito mientras el puerto estuviera abierto. Pero no estaba en la naturaleza de los romanos abandonar fácilmente lo que habían emprendido una vez. Su carácter se asemejaba en cierta medida al del bull-dog, que cuando muerde no lo suelta. Las circunvalaciones de la ciudad fueron reforzadas, los dos campamentos romanos en los extremos norte y sur de esta línea fueron bien fortificados; y, así protegidos contra todos los posibles ataques, los sitiadores esperaban el momento en que pudieran reanudar operaciones más vigorosas.

Por el momento, esto no era posible. El ejército romano había sufrido grandes pérdidas, no sólo en la batalla, sino en los trabajos y privaciones de un asedio tan prolongado. La mayor dificultad consistía en abastecer a un ejército de 100.000 hombres con todos los productos necesarios a tal distancia de Roma. Sicilia estaba bastante agotada y empobrecida. Hiero de Siracusa, es cierto, hizo todos los esfuerzos a su alcance, pero su poder pronto llegó a su límite. Sólo Italia podía suministrar lo necesario, pero incluso Italia sintió mucho la presión de la guerra. La flota púnica de Drepana comandaba el mar, y los temidos jinetes númidas, los "cosacos de la antigüedad", invadieron Sicilia, cobraron fuertes contribuciones a los amigos de los romanos y se apoderaron de las provisiones que se enviaban por tierra al campamento de Lilibea.

Había llegado el invierno, con sus fuertes lluvias, sus tormentas y todas sus molestias habituales. Uno de los dos cónsules, con dos legiones, regresó a casa; el resto del ejército permaneció en el campamento fortificado ante Lilibea. Los soldados romanos no estaban acostumbrados a pasar la mala estación del año en tiendas de campaña, expuestos a la humedad, al frío y a todo tipo de privaciones. Les faltaban las necesidades indispensables. Los cónsules habían esperado poder, en el transcurso del verano, tomar por asalto Lilibea, por lo que probablemente las tropas no estaban preparadas para una campaña de invierno. A todo esto se sumó el hambre, el peor de los males en esta coyuntura, que llevaba en su tren una enfermedad devastadora. Diez mil hombres sucumbieron a estos sufrimientos, y los supervivientes se encontraban en un caso tan lamentable que eran como una guarnición asediada en la última fase de agotamiento.

En Roma se consideró que la flota romana, que yacía inútil en la orilla, debía ser equipada de nuevo. Por lo tanto, al año siguiente (249) el cónsul P. Claudio Pulcher, hijo de Apio Claudio el Ciego, fue enviado a Sicilia con un nuevo ejército consular, y una división de 10.000 reclutas como remeros, para llenar los vacíos que la fatiga, las privaciones y la enfermedad habían causado en las tripulaciones de la flota. El objetivo de este refuerzo sólo podía ser el de atacar a la flota cartaginesa al mando de Adherbal en Drepana, ya que esta flota era la principal causa de toda la miseria que había sufrido el ejército sitiador. Claudio había recibido sin duda una orden expresa de arriesgar una batalla por mar. No fue otra cosa que el mal éxito de esta empresa lo que le convirtió después en objeto de las acusaciones y los reproches que todos los generales fracasados tienen que esperar. Comenzó por restablecer una estricta disciplina en el ejército, y así se ganó muchos enemigos. A continuación, intentó en vano volver a bloquear la entrada del puerto de Liria, y cortar así el suministro de provisiones a la ciudad, que durante el invierno se había efectuado sin ninguna dificultad. Su siguiente paso fue equipar su flota, mezclando los nuevos remeros con los que aún quedaban de los antiguos, y tripulando los barcos con los hombres escogidos de la legión, especialmente voluntarios, que esperaban una victoria segura y un rico botín; y, tras celebrar un consejo de guerra, en el que se aprobó su plan, zarpó de Liribea en la quietud de la medianoche, para sorprender a la flota cartaginesa en el puerto de Drepana, al que llegó a la mañana siguiente. Manteniendo sus barcos a la derecha, cerca de la orilla, entró en el puerto, que, al sur de una península en forma de media luna, se abre hacia el oeste en forma de trompeta. Adherbal, aunque desprevenido y sorprendido, formó sus planes sin demora, y sus preparativos para la batalla se hicieron tan pronto como los barcos del enemigo estuvieron a la vista. Su flota fue rápidamente tripulada y preparada para el combate; y mientras los romanos navegaban lentamente por un lado del puerto, él la dejó en el otro y se hizo a la mar. Claudio, para evitar quedar encerrado en el puerto, dio la orden de regresar. Mientras las naves romanas obedecían una tras otra esta orden, se enredaron, rompieron sus remos, se obstaculizaron mutuamente en sus movimientos y cayeron en una confusión impotente. Aderbal aprovechó la oportunidad para realizar el ataque. Los romanos, cerca de la orilla y en el mayor desorden y consternación, fueron incapaces de retirarse, maniobrar o ayudarse mutuamente. Casi sin resistencia cayeron en manos de los cartagineses o naufragaron en los bajíos de la costa vecina. Sólo treinta barcos de los doscientos diez escaparon. Noventa y tres fueron apresados con toda su tripulación; los demás fueron hundidos o arrastrados a tierra. Veinte mil hombres, la flor y nata del ejército romano, fueron hechos prisioneros. Ocho mil murieron en la batalla, y muchos de los que se salvaron de los naufragios cayeron en manos de los cartagineses cuando llegaron a tierra. Fue un día de terror, como Roma no había experimentado desde la Alia, la primera gran derrota decisiva por mar durante toda la guerra, desastrosa por las múltiples miserias que ocasionó, pero aún más desastrosa por provocar la prolongación de la guerra durante ocho años más.

El cónsul Claudio escapó, pero le esperaba un mal recibimiento en Roma. No era costumbre, es cierto, que los romanos clavaran en la cruz a sus generales fracasados, como hacían a menudo los cartagineses; por el contrario, como Sulpicio después de la Allia, y como Varrón, en un período posterior, después de Cannae, fueron tratados en su mayoría con indulgencia, y a veces con honor. Pero Claudio pertenecía a una casa que, aunque era una de las más distinguidas entre la nobleza romana, tenía muchos enemigos, y su orgullo no podía rebajarse a la humildad y la conciliación. Con un semblante altivo y un porte elevado regresó a Roma; y cuando se le pidió que nombrara un dictador, ya que las necesidades de la república eran urgentes, nombró, con total desprecio del sentimiento público, a su sirviente y cliente Glicia. Esto fue demasiado para el senado romano. Glicia se vio obligado a renunciar a la dictadura, y el senado, dejando de lado la antigua práctica constitucional, y prescindiendo del nombramiento por parte del cónsul, nombró a A. Atilio Calatino, que hizo de Metelo, el héroe de Panormo, su maestro de caballos. Tras la expiración de su año de mandato, Claudio fue acusado ante el pueblo por un cargo capital, y sólo escapó a la condena por el oportuno estallido de una tormenta eléctrica, que interrumpió el proceso. Sin embargo, parece que después fue condenado a pagar una multa. A partir de entonces desaparece de la página de la historia. No se sabe si se exilió o si murió pronto. En cualquier caso, no estaba vivo tres años después, ya que se cuenta que en esa época, su hermana, una Claudiana tan orgullosa como él, dijo una vez, cuando le molestaba una multitud en la calle, que deseaba que su hermano estuviera vivo para perder otra batalla, para poder deshacerse de algunos de los inútiles.

La piedad hipócrita de una época en la que toda la religión no era más que una forma vacía, atribuyó la derrota en Drepana a la impiedad de Claudio. La mañana de la batalla, cuando Claudio fue informado de que las aves sagradas no querían comer, ordenó, según se dice, que las arrojaran al mar, para que al menos pudieran beber. Es una lástima que anécdotas como ésta sean relatadas por Cicerón de tal manera que dejen la impresión de que él mismo reconoció la ira de los dioses vengadores en el destino de Claudio. Tal vez la historia no sea cierta, sino que, como tantos relatos similares, fue inspirada por el terror piadoso tras el día de la desgracia. Sin embargo, si se pudiera demostrar que es cierto, demostraría que la fe nacional había desaparecido entre las clases más altas del pueblo romano en la primera guerra púnica. Pues un individuo nunca se aventuraría a ridiculizar de tal manera las supersticiones populares si no estuviera seguro de la aprobación de aquellos en cuya opinión deposita un gran peso. Que las aves sagradas y todo el aparato de auspicios no tenían la menor participación en la determinación del resultado de la batalla, los romanos lo sabían, en tiempos de Claudio y de Cicerón, tan bien como nosotros. La razón de la derrota residió en la superioridad del almirante y de los marineros cartagineses, y en la inexperiencia del cónsul y de las tripulaciones romanas. La nación romana debió acusarse a sí misma por haber colocado a un hombre como Claudio al frente de la flota, y por haber tripulado las naves con hombres que en su mayoría podían trabajar con el arado y la pala, pero que no sabían manejar un remo. La desgracia de Roma es atribuible a las engorrosas naves romanas, y a los 10.000 remeros recién reclutados, que fueron enviados por tierra a Reggio, y de Messina a Lilibea, y que probablemente no sabían nada del mar.

Los cartagineses aprovecharon al máximo su éxito. Inmediatamente después de su victoria en Drepana, una división de su flota navegó hasta Panormus, donde yacían barcos de transporte romanos con provisiones para el ejército ante Lilibea. Éstos cayeron ahora en manos de los cartagineses y sirvieron para abastecer abundantemente a la guarnición de Liria, mientras que los romanos ante las murallas carecían de lo más necesario. El resto de la flota romana fue atacada ahora en Lilibea. Muchos barcos fueron quemados, otros fueron arrastrados desde la orilla hasta el mar y arrastrados; al mismo tiempo, Himilco hizo una salida y atacó el campamento romano, pero tuvo que retirarse sin lograr su propósito.

El desastre de Drepana fue poco después casi igualado por otra calamidad. Mientras el cónsul P. Claudio atacaba a la flota cartaginesa con tan mal éxito, su colega L. Junius Pullus, después de haber cargado ochocientos transportes en Italia y en Sicilia con provisiones para el ejército, había zarpado hacia Siracusa. Con una flota de ciento veinte barcos de guerra, quería convoyar este gran número de embarcaciones a lo largo de la costa sur de Sicilia hasta Lilibea. Pero las provisiones aún no habían llegado todas a Siracusa cuando las necesidades del ejército le obligaron a enviar al menos una parte de la flota bajo la protección de un número proporcionado de barcos de guerra. Estos navegaron ahora alrededor del promontorio de Pacino (Cabo Passaro), y habían avanzado hasta la vecindad de Ecnomus, donde los romanos, siete años antes, habían obtenido su más brillante victoria naval sobre los púnicos, cuando de repente se encontraron cara a cara con una poderosa flota hostil compuesta por ciento veinte barcos. No les quedaba otra cosa que resguardar sus naves lo mejor posible a lo largo de la costa. Pero esto no pudo llevarse a cabo sin muchas pérdidas. Diecisiete de sus barcos de guerra fueron hundidos y trece quedaron inutilizados; de sus barcos de carga, cincuenta se hundieron. Los demás se mantuvieron cerca de la orilla, bajo la protección de las tropas y de algunas catapultas de la pequeña ciudad vecina de Phintias. Tras este éxito parcial, el almirante cartaginés Carthalo esperó la llegada del cónsul, con la esperanza de que éste, con sus barcos de guerra, aceptara la batalla. Pero cuando Junius se dio cuenta del estado de las cosas, se desvió inmediatamente para buscar refugio en el puerto de Siracusa para él y su gran flota de transporte. Himilco lo siguió y lo alcanzó cerca de Camarina. Justo en ese momento se vieron señales de una reunión de acecho desde el sur, que en esta costa expuesta implica el mayor peligro. Los cartagineses, por tanto, renunciaron a la idea de atacar y navegaron a toda prisa en dirección al promontorio Pacino, tras el cual echaron el ancla en un lugar seguro. La flota romana, por su parte, fue alcanzada por la tormenta, y sufrió tan terriblemente que de los barcos de transporte no se salvó ni uno, y de los ciento cinco barcos de guerra, sólo dos. Es posible que muchos de los tripulantes se salvaran nadando hasta tierra, pero las provisiones se perdieron todas con toda seguridad.

La destrucción de esta flota coronó la serie de desgracias que sobrevinieron a los romanos en el año 249 a.C., el momento más sombrío de toda la guerra. Parecía imposible luchar contra un destino tan adverso, y en el senado se oyeron voces que instaban a poner fin a esta ruinosa guerra. Pero la pusilanimidad en los problemas no tenía cabida en el carácter romano. Una derrota sólo actuaba como acicate para nuevos esfuerzos y una perseverancia más decidida. Inmediatamente después de las grandes pérdidas en Drepana y Camarina, el cónsul Junio reanudó el ataque, como si no quisiera dar tiempo a que los cartagineses fueran conscientes de haber obtenido alguna ventaja. Una gran parte de su tripulación se había salvado. Por lo tanto, pudo traer refuerzos al campamento antes de Lilibea, y consiguió establecerse al pie del monte Eryx, no lejos de Drepana, ciudad que bloqueó parcialmente con la esperanza de poder evitar así que los cartagineses salieran de allí y arrasaran el país. Hamílcar había destruido la antigua ciudad de Eryx unos años antes y había asentado a sus habitantes en Drepana. En la cima de la montaña, con vistas a una vasta extensión de mar, se encontraba el templo de la Venus de Eryx, que, según una leyenda romana, fue fundado por Eneas, y era uno de los más ricos y célebres de los templos antiguos. Se trataba de una posición fuerte, fácilmente defendible; y, tras la destrucción de la ciudad de Eryx por los cartagineses, había quedado en su poder y se utilizaba como torre de vigilancia. Junius, por sorpresa, se apoderó de este templo, asegurando así un punto que, durante los años posteriores de la guerra, fue de gran importancia para los romanos.

Otra empresa de Junius tuvo menos éxito en su resultado. Intentó establecerse en la costa entre Drepana y Lilybaeum en un promontorio que se adentraba en el mar, llamado Aegithallus. Aquí fue rodeado por los cartagineses en la noche, y hecho prisionero, con parte de sus tropas.

 

 

Quinto periodo, 248-241 a.C. BATALLA EN LAS ISLAS EGADAS.

 

 

A partir de este momento el carácter de la guerra cambia. Las grandes empresas de los años anteriores fueron sucedidas por hostilidades a pequeña escala, que no pudieron conducir a una decisión final. Los romanos, de nuevo, renunciaron a la guerra naval y decidieron limitarse al bloqueo de Lilibea y Drepana. Estos eran los dos únicos lugares que les quedaban en Sicilia para conquistar. Si sólo conseguían bloquear a los cartagineses en estos lugares, Sicilia podría ser considerada como una posesión romana, y el objeto de la guerra sería alcanzado. Este bloqueo exigía, es cierto, continuos sacrificios y esfuerzos. Pero durante toda la guerra los cartagineses apenas habían hecho intentos de salir de sus fortalezas y de invadir Sicilia, como en tiempos anteriores. Por lo tanto, una fuerza comparativamente pequeña era suficiente para observarlos y contenerlos. La flota cartaginesa, que había tenido un dominio indiscutible del mar, no podía ser protegida de la misma manera. No podía ser confinada y vigilada en un solo lugar. Toda la extensión de la costa italiana y siciliana estaba en todo momento expuesta a sus ataques. Para hacer frente a estos numerosos ataques se habían establecido colonias de ciudadanos romanos en varias ciudades marítimas. El número de éstas se incrementaba ahora con las colonias de Alsium y Fregellae, señal de que incluso la vecindad inmediata de Roma no estaba a salvo de los cruceros cartagineses. Sin embargo, las ciudades costeras no estaban del todo indefensas, incluso sin la ayuda de los colonos romanos. Como muestra el caso de la pequeña ciudad de Phintias, en la costa sur de Italia, disponían de catapultas y balistas, que utilizaban como baterías de tierra para mantener alejados a los barcos enemigos. Las ciudades más grandes, especialmente las griegas, estaban protegidas por murallas, y los campesinos del campo abierto encontraban en ellas un refugio temporal, con sus bienes y enseres, hasta que el enemigo se hubiera retirado. Con el tiempo, los romanos, los griegos y los etruscos también practicaron este tipo de corsario, que, al igual que la piratería de la antigüedad en general y de la edad media, se ocupaba no tanto de tomar barcos en alta mar como de saquear las costas. La guerra comenzó a ser ahora una ocupación del lado romano, que enriquecía a unos pocos ciudadanos, mientras que la comunidad en general se empobrecía. Hasta qué punto se llevó gradualmente este corsarismo lo aprendemos de la historia de un ataque a la ciudad africana de Hipona. Los aventureros romanos entraron en el puerto, saquearon y destruyeron gran parte de la ciudad, y escaparon al fin, aunque con algunos problemas, por encima de la cadena con la que los cartagineses habían intentado mientras tanto cerrar el puerto.

Dos acontecimientos pertenecientes a los años 248 y 247 pueden permitirnos hacernos una idea de la situación de la república romana en esta época. Son la renovación de la alianza con Hiero y el intercambio de prisioneros romanos y cartagineses. En el año 263, Roma sólo había concedido a Hiero una tregua y una alianza por quince años. Durante este largo y difícil periodo, Hiero demostró ser un aliado fiel e indispensable. Más de una vez se habían producido circunstancias en las que, no sólo la enemistad, sino incluso la neutralidad por parte de Hiero habría sido fatal para Roma. Los romanos no podían permitirse el lujo de prescindir de un amigo así. Por lo tanto, ahora renovaron la alianza por un periodo indefinido, y Hiero quedó liberado de todo servicio obligatorio para el futuro.

El segundo acontecimiento, el intercambio de los prisioneros romanos y cartagineses, no sería sorprendente si no fuera por la tradición de que tal medida había sido propuesta por Cartago tres años antes (250 a.C.), y rechazada por Roma por consejo de Régulo. Sea como fuere, no se puede negar el intercambio de prisioneros en el año 247, y se deduce que las pérdidas de los romanos, sobre todo en la batalla de Drepana, se dejaron sentir sensiblemente. El cónsul Junio se encontraba probablemente entre los prisioneros ahora liberados.

 

En Sicilia, la guerra se limitaba ahora localmente al extremo occidental. El mando principal sobre los cartagineses fue otorgado en el año 247 a Hamílcar, apellidado Barcas, es decir, Rayo, el gran padre de un hijo aún mayor, Aníbal, que hizo que este nombre, por encima de todos los demás, fuera un terror para los romanos, y lo coronó de gloria para toda la cal. Hamílcar, aunque todavía era un hombre joven, demostró enseguida que estaba dotado de un talento militar más brillante que el de cualquier oficial que Cartago hubiera puesto hasta entonces al mando de sus tropas. No sólo era un valiente soldado sino un político consumado. Con los escasos medios que su exhausto país puso a su disposición, fue capaz de llevar la guerra durante seis años más, de modo que cuando por fin la derrota de la flota cartaginesa, ocasionada por ninguna culpa suya, obligó a Cartago a hacer la paz, ésta se hizo en condiciones que dejaron a Cartago como un estado independiente y poderoso.

Cuando Hamílcar llegó a Sicilia, encontró a los mercenarios galos en estado de motín. Las oraciones, las promesas y los donativos con los que tres años antes Himilco había comprado la fidelidad de sus mercenarios en Lilibea, servían más para alentarlos en su insubordinación que para mantenerlos en una estricta disciplina. Ahora se aplicaron medios diferentes y más eficaces para coaccionarlos. Los amotinados fueron castigados sin piedad. Algunos fueron enviados a Cartago o expuestos en islas desiertas, otros arrojados por la borda, y el resto sorprendidos y masacrados por la noche.

En una guerra llevada a cabo con tales soldados, incluso el mejor general apenas tenía perspectivas de éxito contra un ejército nacional como el romano. Tanto más brillante parece el genio del líder cartaginés, que hizo que su propia influencia personal entre las tropas supliera el entusiasmo patriótico. No pudo llevar a cabo la guerra a gran escala. Ni los números ni la fidelidad y habilidad de sus tropas eran tales que pudiera aventurarse a atacar a los ejércitos romanos, que desde sus campamentos fortificados amenazaban a Lilibea y Drepana. Obligado a conducir la guerra de otra manera, tomó posesión del monte Heircte (actual Monte Pellegrino), cerca de Panormus, cuyas laderas escarpadas lo convertían en una fortaleza natural, mientras que en su cumbre llana quedaba algo de terreno para cultivar, y su cercanía al mar aseguraba la comunicación inmediata con la flota. Por lo tanto, mientras los romanos se encontraban ante las dos fortalezas cartaginesas, Hamílcar amenazaba Panormo, que era ahora la posesión más importante de los romanos en toda Sicilia, ya que no sólo había que enviar desde allí los refuerzos y suministros de su ejército, sino que era el único lugar a través del cual se mantenía la comunicación directa con Italia por mar. Con la guarnición cartaginesa en Heircte, no sólo se neutralizó la importancia de Panormus, sino que se puso en peligro su seguridad, y Roma se vio obligada a mantener una gran guarnición en ella.

Durante tres años se mantuvo este estado de cosas. Desde su inexpugnable ciudadela rocosa, Hamílcar, tan irresistible como el rayo cuyo nombre llevaba, atacaba a los romanos siempre que quería, por mar o por tierra, en Italia o en Sicilia. Asoló las costas de Bruttium y Lucania, y penetró hacia el norte hasta Cumas. Ninguna parte de Sicilia estuvo a salvo de sus ataques. Sus aventureras incursiones se extendieron hasta el monte Etna. Cuando regresaba de tales expediciones hacía sentir su presencia a los romanos. La tarea de describir los combates casi ininterrumpidos entre los romanos y los cartagineses ante Panormus le parecía a Polibio casi tan imposible como seguir cada golpe, cada parada y cada giro de dos púgiles. Los detalles de tales encuentros escapan a la observación. Es sólo el porte de los combatientes en general y el resultado del que nos damos cuenta. Hamílcar, con sus mercenarios, sostuvo gloriosa y exitosamente la desigual lucha con las legiones romanas. La guerra así librada por él fue un preludio de las batallas que su ilustre hijo habría de librar en suelo italiano. Finalmente, en el año 244, dejó a Heircte sin conquistar y eligió un nuevo campo de batalla en una situación mucho más difícil, en el monte Eryx, en las inmediaciones de Drepana. No se informa de la razón de este cambio. Tal vez fuera la precaria posición de Drepana, que los romanos siguieron asediando con creciente vigor. Cerca de Drepana, al pie de la montaña, los romanos tenían un campamento intrincado. En la cima tenían el templo de Venus. A medio camino de la colina, en la ladera hacia Drepana, se encontraba la antigua ciudad de Eryx, demolida por los cartagineses en el quinto año de la guerra, pero ahora parcialmente restaurada y convertida en una fortificación romana. Este puesto fue sorprendido y asaltado por Hamílcar en un ataque nocturno, y luego tomó una posición fuerte entre los romanos al pie y los de la cima de la montaña. Mantuvo abierta su comunicación tanto con el mar como con la guarnición de Drepana, aunque por caminos difíciles. Es fácil concebir lo peligrosa que era una posición así en medio del enemigo. Difícilmente se podían emprender excursiones depredadoras desde este punto. En lugar de ganancias y botín, los soldados se encontraron con peligros y privaciones; la fidelidad de los mercenarios volvió a flaquear, y estuvieron a punto de traicionar su posición y rendirse a los romanos, cuando la vigilancia de Hamílcar se anticipó a sus intenciones y les obligó a volar al campamento romano para escapar de su venganza. Los romanos hicieron lo que nunca habían hecho antes. Tomaron a estas tropas galas como mercenarios a su servicio. No necesitamos ninguna otra prueba para demostrar el extremo al que ahora estaba reducida Roma.

La guerra comenzó ahora realmente a socavar el estado romano. Es imposible determinar el peso de las cargas que recayeron sobre los aliados. De sus contribuciones y sus servicios, de sus contingentes para el ejército y la flota, los historiadores romanos no nos dicen nada a propósito. Pero sabemos, sin que haya constancia de ello, que aportaron al menos la mitad del ejército de tierra, y casi todas las tripulaciones de la flota. Los miles de personas que perecieron en las batallas en el mar y en los naufragios eran, en su mayoría, aliados marítimos (socii navales) que habían sido presionados al servicio romano. Nada más natural que la extrema miseria y el horror del odiado y temido servicio les excitara a la resistencia, que sólo pudo ser sofocada con gran dificultad. Lo que Italia sufrió por las incursiones depredadoras de los cartagineses está más allá de nuestro cálculo. Pero una idea de las pérdidas que esta guerra causó a Italia nos la da el censo de esta época. Mientras que en el año 252 a.C. el número de ciudadanos romanos era de 297.797, descendió a 251.222 en el año 247 a.C., reduciéndose en cinco años en una sexta parte.

La prosperidad del pueblo se resintió en proporción. El comercio de Roma y de las ciudades marítimas de Italia fue aniquilado. La unión de tantas comunidades políticas antes independientes en un gran estado, que al poner fin a todas las guerras internas parecía promover el desarrollo y el progreso pacíficos, las involucró a todas en la larga guerra con Cartago, y las expuso a todas por igual a la misma angustia. Un signo de esta angustia es el envilecimiento de la moneda. Antes de la guerra, la antigua As romana tenía el sello, o mejor dicho, el peso completo. Pero poco a poco se fue rebajando a la mitad, a un tercio, a un cuarto y, al final, a una sexta parte del peso original, de modo que una moneda de dos onzas de peso sustituyó, al menos de nombre, al As original de doce onzas, con lo que, por supuesto, se produjo una reducción proporcional de las deudas, es decir, una quiebra general. Era natural que en esta pobreza gradualmente creciente del Estado, algunos individuos se enriquecieran. La guerra tiene siempre el efecto de perjudicar la prosperidad general en beneficio de unos pocos; al igual que las enfermedades, que desgastan el cuerpo, suelen engrosar el crecimiento de una parte en particular. En la guerra, ciertas ramas de la industria y el comercio florecen. Los aventureros, los contratistas y los capitalistas hacen sus especulaciones más exitosas. En la antigüedad, el botín de guerra constituía una fuente de grandes beneficios para unos pocos, sobre todo porque los prisioneros eran convertidos en esclavos. Los ejércitos, en consecuencia, eran seguidos por un gran número de comerciantes que entendían cómo convertir la ignorancia y la imprudencia de los soldados en su propio beneficio, al comprar sus botines y adquirir esclavos y artículos de valor en las subastas que se celebraban de vez en cuando. Otro modo de adquirir riqueza convocado por la guerra tras la destrucción de la industria y el comercio pacíficos era el corsarismo, una especulación que implicaba riesgos, como el comercio de esclavos y el tráfico de bloqueos de los tiempos modernos. Este tipo de empresa privada tenía la ventaja adicional de perjudicar al enemigo, y formaba una reserva naval, destinada a ser, en un período no lejano, del más importante servicio.

La guerra en Sicilia no progresó. El asedio de Lilibea, que ya duraba nueve años, se llevó a cabo con bastante menos energía desde el fracaso del primer ataque, y su objetivo era claramente mantener a los cartagineses en la ciudad. El prolongado asedio de Drepana fue igualmente ineficaz. El mar estaba libre, y las guarniciones de ambas ciudades estaban así provistas de todo lo necesario. No fue posible desalojar a Hamílcar del monte Eryx. Los cónsules romanos, que durante los últimos seis años de la guerra habían mandado sucesivamente en Sicilia, no podían presumir de ningún éxito que les permitiera reclamar un triunfo, a pesar de las fáciles condiciones en las que podría obtenerse esta distinción.

Finalmente, el gobierno romano decidió probar el único medio por el que se podía poner fin a la guerra, y atacar una vez más a los cartagineses por mar. Las finanzas del Estado no estaban en condiciones de proporcionar los medios para construir y equipar una nueva flota. Por tanto, los romanos siguieron el ejemplo de Atenas y convocaron a los ciudadanos más ricos, en proporción a sus propiedades, para que suministraran barcos o se unieran a otros para hacerlo. Los historiadores romanos se complacieron en ensalzar esta forma de levantar una nueva flota como una muestra de devoción y patriotismo. Sin embargo, en realidad no era más que un préstamo obligatorio, que el Estado imponía a los que menos habían sufrido la guerra, y que probablemente habían disfrutado de grandes ganancias. Los propietarios de los corsarios tenían la obligación y los medios de apoyar al Estado de la manera que acabamos de describir. Una nueva flota de doscientos barcos fue así equipada y enviada a Sicilia bajo el cónsul C. Lutatius Catulus en el año 242. Los cartagineses no habían creído necesario mantener una flota en las aguas sicilianas desde la derrota de la armada romana en el año 249. Por lo demás, sus barcos estaban ocupados en la muy lucrativa guerra de piratería en las costas de Italia y Sicilia. Por tanto, Lutacio encontró el puerto de Drepana desocupado. Realizó algunos ataques a la ciudad desde el mar y desde tierra, pero sus principales energías se dirigieron al entrenamiento y la práctica de sus tripulaciones, evitando así el error por el que se perdió la batalla de Drepana. Ejercitó a sus hombres durante todo el verano, el otoño y el invierno en el remo, y se preocupó de que sus pilotos conocieran minuciosamente la naturaleza de una costa singularmente peligrosa por sus numerosos bajíos. Así, anticipó con confianza una lucha que no podía retrasarse más si Cartago no quería sacrificar sus dos fortalezas en la costa.

La suerte estaba echada en marzo del año siguiente (241). Una flota cartaginesa, muy cargada de provisiones para las tropas de Sicilia, apareció cerca de las islas Egadas. El objetivo del comandante era desembarcar las provisiones, llevar a bordo a Hamílcar, con un cuerpo de soldados, y luego dar la batalla a los romanos. Este objetivo se vio frustrado por la prontitud de Catulo, que, aunque herido, participó en la batalla después de haber entregado el mando al pretor Q. Valerio Falto. Cuando los cartagineses se acercaron a toda vela, favorecidos por un fuerte viento de poniente, los barcos romanos avanzaron y les obligaron a dar la batalla. Pronto se decidió. Una victoria completa y brillante coronó los últimos esfuerzos heroicos de los romanos. Cincuenta barcos del enemigo fueron hundidos, setenta fueron tomados con sus tripulaciones, que sumaban 10.000 hombres; el resto, favorecido por un repentino cambio de viento, escapó a Cartago.

La derrota de los cartagineses no fue tan grande como la de los romanos en Drepana. Pero Cartago estaba agotada y desanimada. Quizás estaba alarmada por los signos premonitorios de la terrible guerra con los mercenarios que poco después la llevaron al borde de la ruina. Sicilia llevaba ya varios años como perdida para los cartagineses. La continuación de la guerra no les ofrecía ninguna perspectiva de recuperar sus antiguas posesiones en esa isla. Por lo tanto, Cartago decidió proponer términos de paz, y podía albergar la esperanza de que Roma no estaría menos dispuesta a poner fin a la guerra. Las negociaciones fueron llevadas a cabo por Hamílcar Barca y el cónsul Lutatius como plenipotenciarios. Al principio, los romanos insistieron en condiciones deshonrosas. Exigieron que los cartagineses depusieran las armas, entregaran a los desertores y se sometieran al yugo. Pero Hamílcar se negó indignado a estas condiciones y declaró que prefería morir en la batalla antes que entregar al enemigo las armas que se le habían confiado para la defensa de su país. Por tanto, Lutacio renunció a esta pretensión, tanto más cuanto que deseaba que las negociaciones llegaran rápidamente a su fin, a fin de asegurarse el crédito de haber puesto fin a la larga guerra. Los preliminares de la paz quedaron así resueltos. Cartago se comprometió a evacuar Sicilia; a no hacer la guerra a Hiero de Siracusa; a entregar a todos los prisioneros romanos sin rescate, y a pagar una suma de 2.200 talentos en veinte años. En general, el senado y el pueblo romanos aprobaron estos términos. Las condiciones formales del tratado implicaban el abandono por parte de Cartago de las islas menores situadas entre Sicilia e Italia (lo cual era algo natural), así como la obligación mutua de que cada uno se abstuviera de atacar y perjudicar a los aliados del otro, o de entablar una alianza con ellos; pero la indemnización de guerra impuesta a Cartago se elevó en 1.000 talentos, que debían pagarse de inmediato.

Así terminó por fin la guerra por la posesión de Sicilia, que había durado ininterrumpidamente durante tres y veinte años, la mayor lucha conocida por la generación que entonces vivía. La isla más hermosa del Mediterráneo, cuya posesión se habían disputado durante siglos griegos y púnicos, les fue arrebatada a ambos por un pueblo que hasta hacía muy poco tiempo había quedado fuera del horizonte de las naciones civilizadas del mundo antiguo, que no había ejercido ninguna influencia en su sistema político y en sus tratos internacionales, y que ni siquiera había sido tenido en cuenta. Antes de la guerra con Pirro, Roma era entre los estados mediterráneos de la antigüedad lo que Rusia era en Europa antes de Pedro el Grande y la guerra con Carlos XII. Mediante su heroica y exitosa oposición a la injerencia de Pirro en los asuntos de Italia, Roma salió de la oscuridad y se dio a conocer a los gobernantes de Egipto, Macedonia y Siria como una potencia con la que pronto tendrían que tratar.

Tras la marcha de Pirro (273 a.C.) se envió una embajada egipcia a Roma para ofrecer, en nombre del rey Ptolomeo Filadelfo, un tratado de amistad, que el senado romano aceptó de buen grado. Por la misma época llegaron a Roma mensajeros de Apolonia, una floreciente ciudad griega en el Adriático, quizá con el mismo propósito. Era la época en que el mundo griego se abría a los romanos, cuando el arte, la lengua y la literatura griegas hicieron su primera entrada en Italia, un acontecimiento al que dieciséis siglos después seguiría una segunda invasión del saber griego. La guerra de Sicilia fue en gran medida una guerra griega. Por primera vez todos los griegos occidentales se unieron en una gran liga contra un antiguo enemigo de nombre helénico; y Roma, que estaba a la cabeza de esta liga, aparecía para los griegos de la madre patria, de Asia y de Egipto, cada vez más como una nueva potencia líder cuya amistad valía la pena asegurar. No es de extrañar que la historia de este pueblo empezara a tener ahora el mayor interés posible para los griegos, y que los primeros intentos de los romanos por escribir la historia se hicieran en lengua griega y estuvieran destinados al pueblo griego.

Mientras Roma, con la conquista de Sicilia, ganaba, con respecto a otras potencias, una posición de importancia e influencia, quedó claro por primera vez que las antiguas instituciones, adecuadas para una comunidad urbana y para la simplicidad de la vida antigua, eran insuficientes para un campo de operaciones políticas y militares más extenso. El sistema militar romano estaba organizado para la defensa de las estrechas fronteras, y no para la guerra agresiva en zonas lejanas. El deber universal del servicio militar y la formación periódica de nuevos ejércitos, que era una consecuencia del mismo, no había parecido perjudicial en las guerras con las naciones italianas, que tenían las mismas instituciones, y siempre que el teatro de la guerra fuera la vecindad inmediata de Roma. Sin embargo, cuando ya no fue posible despedir a todas las legiones después de la campaña de verano, se vio enseguida que un ejército ciudadano según el antiguo plan tenía grandes desventajas militares y económicas. Los campesinos, que eran sacados de sus hogares, se impacientaban por un servicio prolongado, o si se les ordenaba ir a países lejanos como África. Era necesario tomar un camino intermedio, y dejar que al menos un ejército consular regresara anualmente de Sicilia a Roma. Sólo dos legiones invernaban regularmente en la sede de la guerra, con gran perjuicio para las operaciones militares. Así, el tiempo de servicio de los soldados romanos se alargó hasta un año y medio. Incluso esto para una continuidad causó una gran dificultad. Era necesario ofrecer a los soldados alguna compensación por su larga ausencia del hogar. Esto se llevó a cabo de dos maneras, primero permitiéndoles el botín tomado en la guerra, y, segundo, ofreciéndoles una recompensa después de la expiración de su tiempo de servicio. La perspectiva del botín operaba en ellos de forma similar a la que la paga influía en los mercenarios. Era un medio para hacer menos oneroso el servicio militar universal, pues no podía dejar de atraer voluntarios al ejército. La concesión de tierras a los veteranos también sirvió para hacer menos odioso el servicio en las legiones. Estas colonias militares, cuyas huellas son aún evidentes, no deben considerarse, por tanto, como un síntoma de los desórdenes del Estado derivados de las guerras civiles. Fueron un resultado necesario del sistema militar romano; y mientras hubiera tierras desocupadas sin cultivar a disposición del estado, tal medida, lejos de ser perjudicial, podría incluso poseer grandes ventajas para el bienestar del estado, así como para los veteranos.

Teniendo en cuenta la formación militar de los soldados romanos y la simplicidad de las antiguas tácticas, el cambio frecuente de los hombres en las legiones tenía menos consecuencias de las que podríamos suponer, sobre todo porque los oficiales no abandonaban el servicio, por norma, con las tropas disueltas. Cuando los soldados rasos eran liberados de su deber militar, el personal de la legión, es cierto, no permanecía; pero estaba en la naturaleza de las cosas que los centuriones y los tribunos militares de una legión disuelta fueran en su mayoría elegidos de nuevo para formar una nueva. El servicio militar es para los soldados comunes sólo un deber temporal, pero constituye una profesión para los oficiales. El centurión romano era el nervio principal de las legiones, y en su mayor parte reparaba lo que la inexperiencia de los reclutas y la falta de habilidad de los comandantes habían estropeado. La promoción regular, según el mérito, aseguraba la permanencia de los centuriones en el ejército, y colocaba a los más experimentados al frente de la legión, como tribunos militares. Eran para el ejército lo que los empleados a sueldo eran para los magistrados civiles: la encarnación de la experiencia profesional y los guardianes de la disciplina.

Tales hombres eran tanto más necesarios cuanto que los romanos continuaban con la práctica de cambiar anualmente a sus comandantes en jefe. No había mayor obstáculo para los éxitos militares de los romanos que este sistema. Sólo se adaptaba a la época antigua, cuando las dimensiones del Estado eran reducidas. En las campañas anuales contra los aqueos y los volscos, que a menudo duraban sólo unas semanas, un comandante no necesitaba una educación militar especial. Pero en las guerras samnitas, una perceptible falta de experiencia, y más particularmente de habilidad estratégica, por parte de los cónsules, retrasó la victoria durante mucho tiempo. Estos defectos se dejaron sentir mucho más profundamente en Sicilia. Antes de que un nuevo comandante hubiera tenido tiempo de familiarizarse con las condiciones de la tarea que tenía ante sí, incluso antes de que estuviera en contacto íntimo con sus propias tropas, o de que supiera a qué tipo de enemigo tenía que enfrentarse, la mayor parte de su tiempo en el cargo probablemente había expirado, y su sucesor podría estar en camino para relevarlo. Si, urgido por una ambición natural, buscaba marcar su consulado con alguna acción brillante, era propenso a lanzarse a empresas desesperadas, y cosechaba desgracias y pérdidas en lugar de la esperada victoria. Este era el resultado inevitable, incluso si los cónsules elegidos eran buenos generales y valientes soldados. Pero el resultado de las elecciones dependía de otras condiciones que las cualidades militares de los candidatos, y la frecuente elección de oficiales incapaces era el resultado inevitable. Sólo cuando había una causa urgente, el pueblo elegía por necesidad a generales experimentados. En circunstancias ordinarias, la lucha de partidos, o la influencia de tal o cual familia, decidían la elección de los cónsules. El poder de la nobleza quedó plenamente establecido en la primera guerra púnica. Encontramos repetidamente a las mismas familias en posesión de las más altas magistraturas; y el hecho de que no siempre se exigía capacidad militar a un candidato queda demostrado sobre todo por la elección de P. Claudio Pulcher, que, como la mayoría de los claudios, parece haber sido un hombre indigno del alto mando.

Si, a pesar de estas deficiencias, el resultado de la guerra fue favorable a los romanos, debe atribuirse a su indomable perseverancia y al agudo instinto militar que les permitía acomodarse siempre a las nuevas circunstancias. De esto tenemos la prueba más clara en la rapidez y la facilidad con que dirigieron su atención a la guerra naval y a las operaciones de asedio. Es cierto que los éxitos de los romanos en el mar pueden atribuirse principalmente a los constructores de barcos griegos y a los marineros y capitanes griegos que servían en sus naves. Los griegos también fueron sus instructores en el arte de asediar ciudades con las máquinas recién inventadas, pero el mérito de haber aplicado los nuevos medios con valor y habilidad pertenecía, sin embargo, a los romanos. Los extravagantes elogios que se les han prodigado a causa de sus victorias navales, apenas es necesario repetirlo, no los merecían; y es una desgracia para ellos, acrecentada por el contraste de los tiempos pasados, que nunca equiparan después flotas como las que lucharon en Mylae y Ecnomo, y que, en un período posterior, cuando su poder era supremo, permitieran que los piratas se impusieran, hasta que se cortaron los suministros de la capital, y la nobleza dejó de estar segura en Campania, en sus propias sedes campestres. Esta debilidad, que se hizo patente en un periodo posterior, confirma nuestra hipótesis de la destacada participación que tuvieron los griegos italianos y sicilianos en la primera organización de la armada romana. Es al menos un hecho significativo que la nacionalidad helénica en Italia y Sicilia declinó con la decadencia del poder marítimo de Roma.

Los méritos y los defectos de la forma cartaginesa de conducir la guerra eran muy diferentes. Los cartagineses tenían ejércitos permanentes y permitían a sus generales mantener el mando mientras tuvieran su confianza. En estos dos aspectos eran superiores a los romanos. Pero los materiales de sus ejércitos no eran comparables a los de sus antagonistas. Sus soldados eran mercenarios, y mercenarios de la peor clase; no nativos sino extranjeros, una mezcla abigarrada de griegos, galos, libios, ibéricos y otras naciones, de hombres sin entusiasmo ni patriotismo, urgidos únicamente por el deseo de una alta paga y un botín. En la inconstancia de estos mercenarios, entre los que los galos parecen haber sido los más numerosos y en los que menos se podía confiar, residía la mayor debilidad del sistema militar cartaginés. El mejor de sus generales no consiguió educar a estas bandas extranjeras para que fueran fieles y constantes. Desde el comienzo de la guerra hasta su final, abundan los ejemplos de insubordinación, motín y traición por parte de los mercenarios; y de ingratitud, falta de fe y la más temeraria severidad y crueldad por parte de los cartagineses. Si los mercenarios entraron en negociaciones con el enemigo, traicionaron los puestos que se les habían confiado, entregaron o crucificaron a sus oficiales, los generales cartagineses los expusieron intencionadamente a ser descuartizados por el enemigo, los dejaron en islas desiertas para que murieran de hambre, los arrojaron por la borda al mar o los masacraron a sangre fría. La relación entre comandante y soldado, que exige a ambas partes la mayor devoción y fidelidad, fue con los cartagineses la causa de continuas conspiraciones y guerras internas. El arma que esgrimía Cartago en la guerra contra Roma amenazaba con romperse con cada golpe o con herir su propio pecho. Probablemente sólo conocemos una pequeña parte de los desastres que le ocurrieron a Cartago, debido a la inconstancia de sus tropas. Cuántas empresas fracasaron, incluso en el diseño, debido a la falta de confianza en las tropas mercenarias, cuántas fracasaron en la ejecución, no podemos pretender averiguarlo. Sin embargo, se ha demostrado a nuestra satisfacción, a partir de declaraciones aisladas que se nos han conservado, que la mala fe de los mercenarios cartagineses fue su principal debilidad, y echó a perder todo lo que por su experiencia y su habilidad como soldados veteranos podrían haber logrado.

Sabemos poco de los generales cartagineses. Pero está claro que en conjunto eran superiores a los cónsules romanos. Entre estos últimos, ninguno parece distinguirse por su genio militar. Podían dirigir a sus tropas contra el enemigo y luchar con valentía, pero no podían hacer nada más. Metelo, que obtuvo la gran victoria en Panormo, fue tal vez la única excepción; pero incluso él debió su victoria más a los defectos de su oponente y a su falta de habilidad en el manejo de los elefantes que por el despliegue de cualquier talento militar por su parte; y cuando mandó por segunda vez como cónsul, no consiguió nada. Por otro lado, no se puede negar que Aníbal, el defensor de Agrigento, Himilco, que tuvo el mando durante nueve años en Lilibea, Adherbal, el vencedor en Drepana, y Carthalo, que atacó a la flota romana en Camarina y causó su destrucción, y sobre todo Hamílcar Barcas, fueron grandes generales, que comprendieron no sólo el arte de la lucha, sino también la conducción de una guerra, y por su superioridad personal sobre sus oponentes superaron las desventajas que implicaba la calidad de sus tropas. Entre los generales cartagineses algunos, por supuesto, eran incapaces; como, por ejemplo, los que perdieron las batallas de Panormus y de las Islas Egadas. Si los cartagineses castigaron a estos hombres con severidad, tal vez tengamos derecho a acusarlos de dureza, pero no de injusticia; pues encontramos que otros generales desafortunados, Aníbal, por ejemplo, después de su derrota en Mylae, conservaron la confianza del gobierno cartaginés; y así castigaron, al parecer, no la desgracia de los generales, sino alguna falta u ofensa especial.

Las derrotas de los cartagineses en el mar son de lo más sorprendentes. Los puentes de abordaje romanos no pueden considerarse la causa única, ni siquiera la principal, de ello. La única explicación que podemos ofrecer ya se ha dado: que la flota romana fue probablemente construida y tripulada en su mayor parte por griegos; e incluso así sigue siendo sorprendente que los cartagineses sólo salieran decididamente victoriosos en el mar una vez en el curso de toda la guerra. Tampoco podemos entender por qué no equiparon flotas más grandes y numerosas, para dejar fuera del mar a los romanos desde el principio, como hizo Inglaterra con respecto a Francia en la guerra revolucionaria. El hecho de que no enviaran una segunda flota después de la derrota de Ecnomus para oponerse a los romanos e impedir su desembarco en África, y que después de su última derrota se deshicieran de golpe, debe seguir siendo incomprensible, por nuestro imperfecto conocimiento de los asuntos internos de Cartago. Quizás los recursos financieros de este estado no eran tan inagotables como estamos acostumbrados a creer.

La paz que entregó Sicilia a los romanos afectó muy poco al poder de Cartago. Sus posesiones en Sicilia nunca habían sido seguras, y difícilmente podrían haber producido un beneficio igual al coste de su defensa. El valor de estas posesiones residía principalmente en el comercio con Sicilia; y este comercio podía llevarse a cabo con igual facilidad bajo el dominio romano. España ofrecía una rica y completa compensación por Sicilia, y en España Cartago tenía una perspectiva mucho más justa de poder fundar un dominio duradero, ya que allí no tenía que enfrentarse a la obstinada resistencia de los griegos, y como España estaba tan distante frente a Italia que los intereses romanos no se veían inmediatamente afectados por lo que ocurriera en ese país.

 

CAPÍTULO IV

LA GUERRA DE LOS MERCENARIOS, 241-238 A.C.

 

Como a veces los hombres más fuertes, cuando han esforzado todos los nervios y se han mantenido valientemente en la lucha contra algún peligro amenazante, sucumben repentinamente al final, cuando se restablece la calma y la tranquilidad, y parecen condenados a perecer por algún sufrimiento interno, así Cartago, al final de la larga guerra con Roma, se vio amenazada por un mal mucho más grave que el que acababa de pasar. Los malos humores en el cuerpo del estado, ya no absorbidos por el esfuerzo y la actividad, atacaron las partes internas y amenazaron con una muerte repentina. Un motín de los mercenarios de Cartago, en relación con una revuelta de todos los aliados y súbditos, siguió de cerca a la guerra de Sicilia. Durante más de tres años se desató una temible contienda, acompañada de horrores que demuestran que el hombre puede caer más bajo que las bestias. La causa de esta guerra fue la gran debilidad del estado cartaginés, que, como hemos visto, consistía en la falta de una población uniforme animada por los mismos sentimientos. La mezcla de razas, sobre la que gobernaba Cartago, sólo sintió el aumento de las cargas de la guerra con Roma, y no el entusiasmo patriótico que aligera todo sacrificio. Una victoria decisiva del lado de Cartago podría haber inspirado a sus súbditos el respeto y el temor que con ellos debía ocupar el lugar del apego devoto. Pero Cartago fue conquistada. Había perdido, a los ojos de sus súbditos, el derecho a gobernar. No hizo falta más que una ligera causa para que todo el orgulloso edificio del poder cartaginés se tambaleara hasta sus cimientos.

Esta causa fue el agotamiento de las finanzas cartaginesas. Cuando los mercenarios regresaron de Sicilia y buscaron en vano su paga atrasada y los regalos que se les habían prometido, surgió entre ellos el descontento y el desafío, e hicieron demandas más altas y extravagantes cuando vieron que Cartago no estaba en condiciones de oponerse a ellos por la fuerza. Ahora era tan difícil apaciguarlos como hacerlos volver a la obediencia. Estalló una rebelión abierta, los amotinados y los aliados hicieron causa común, y en poco tiempo todas las ciudades de Libia estaban revueltas. Sólo Utica e Hipona Zaritas permanecieron fieles. Túnez estaba en manos de los amotinados, que estaban comandados por el libio Matho, por el campanio Spendius y por el galo Autaritus. El general Hanno, que como favorito había sido elegido por los mercenarios como árbitro para decidir la disputa, fue hecho prisionero y retenido como rehén. Cartago estaba rodeada por sus numerosos enemigos, y parecía irremediablemente perdida. Pero el espíritu de la población cartaginesa se levantó ahora. Se formó un ejército con los ciudadanos y aquellos mercenarios que habían permanecido fieles, y Hamílcar Barcas tomó el mando. La superioridad de un verdadero general sobre jefes como Matho y Spendius pronto se hizo evidente. Los amotinados, aunque reforzados, según los informes, por 70.000 libios y númidas, fueron sorprendidos y derrotados una y otra vez. Hamílcar intentó la clemencia. Sólo exigió a los prisioneros una promesa de no hacer la guerra a Cartago, y luego los dejó libres. Pero los líderes de los amotinados, temiendo una rebelión universal entre sus cómplices, decidieron hacer imposible la paz con Cartago mediante un acto de bárbara traición. Hicieron que el prisionero Hanno y setecientos cartagineses murieran cruelmente, e incluso se negaron a entregar los cuerpos para su entierro. La guerra había asumido ahora su verdadero carácter, y sólo el completo derrocamiento de una u otra parte podía ponerle fin.

Cartago estaba en deuda por su liberación de todo este problema con Hamílcar Barcas. Inspirado por sus cualidades personales y el renombre de su nombre, un jefe númida llamado Naravas, con algunos miles de hombres a caballo, se pasó a su lado. El enemigo fue derrotado muchas veces, miles de prisioneros fueron arrojados bajo los elefantes y pisoteados hasta la muerte; y sus líderes, Spendius y Autaritus, fueron clavados en la cruz. Aunque la guerra no tuvo un éxito uniforme; aunque Hipona, e incluso Útica, la más antigua y fiel de todas Cartago, se rebelaron; aunque una flota con provisiones fue destruida por una tormenta, mientras se dirigía desde la costa del Emporiae a Cartago; aunque, como consecuencia de una disputa entre Hamílcar y Hanno, el segundo al mando, los enemigos se recuperaron, y en una salida de Túnez derrotaron a Aníbal, lugarteniente de Hamílcar, lo hicieron prisionero y lo clavaron en la misma cruz en la que Spendio había acabado con su vida; sin embargo, toda la rebelión se derrumbó poco a poco, y después de que se produjera una reconciliación entre Hamílcar y Hanno a instancias del senado, Cartago no tardó en ganar el predominio, y sofocó toda revuelta posterior con la sangre de los amotinados. Las ciudades libias se sometieron de nuevo, y Cartago fue quizá lo suficientemente sabia como para no castigar a las masas descarriadas por los crímenes de los cabecillas. Incluso Hipona y Útica, que habían marcado su revuelta con la masacre de la guarnición cartaginesa, parecen haber recibido condiciones suaves. Cartago volvió a gobernar en África.

La conducta de los romanos en esta guerra es una de las mayores manchas de su historia. Las condiciones de paz que habían puesto fin a la guerra de Sicilia no habían estado a la altura de sus expectativas. Habían intentado obtener más de los cartagineses, pero se vieron obligados a contentarse con aumentar la contribución de guerra en 1.000 talentos. Ahora había una oportunidad de reparar su negligencia, y Roma no tardó en aprovechar esta oportunidad. El senado romano parece haber considerado innecesario interferir y tomar parte en la guerra de los mercenarios. Bastaba con ayudar a los rebeldes con los requisitos de la guerra. Esto lo hicieron los aventureros mercantiles. Tal vez los funcionarios romanos, aunque lo hubieran deseado, habrían encontrado difícil impedir la navegación de barcos que llevaban provisiones a bordo para los enemigos de Cartago. Pero qué opinión tenía el senado sobre tales especulaciones privadas, lo veremos pronto. Los cartagineses capturaron a un gran número de corredores de bloqueo. Roma no tenía ningún motivo ni justificación para interceder en favor de esta gente. Sin embargo, lo hizo, y a Cartago no le quedó más remedio en su dificultad que liberar a los prisioneros. En reconocimiento de esto, el senado romano entregó a todos los prisioneros cartagineses que aún se encontraban en Italia, y permitió a sus súbditos que en el futuro enviaran las necesidades de la guerra sólo a los cartagineses, no a sus enemigos, una concesión que uno supondría que era algo natural. Se esperaba que si Cartago se hubiera opuesto a las demandas de Roma para la liberación de los rompedores del bloqueo, los romanos habrían declarado la guerra de inmediato. Cartago cedió, y los romanos se vieron así impedidos de seguir su política hostil; incluso se vieron obligados a permitir que su amigo y aliado, el rey Hiero de Siracusa, acudiera por voluntad propia en ayuda de los cartagineses. Este sabio estadista vio claramente que los cartagineses, tras su expulsión de Sicilia, ya no eran sus enemigos naturales; que, por el contrario, podían prestarle los más valiosos servicios al mantener en jaque hasta cierto punto el excesivo poder de Roma. Por lo tanto, los apoyó con artículos de primera necesidad en el momento en que los amotinados bloquearon Cartago por tierra y se cortaron todos los suministros. Quizá también envió tropas o permitió que los cartagineses alistaran mercenarios en su reino, y su ayuda contribuyó sin duda materialmente al derrocamiento final de los rebeldes.

Pero mientras la insurrección seguía su curso en África, los mercenarios cartagineses de Cerdeña habían imitado el ejemplo de sus camaradas, habían asesinado a sus oficiales y se habían apoderado de la isla. Incapaces de mantener su posición entre los nativos, buscaron la ayuda de Roma. Al principio, como se dice, los romanos se resistieron a esta tentación; desdeñaron unirse a las tropas amotinadas y aprovechar la angustia momentánea de Cartago por violar las condiciones de paz que acababan de jurar respetar. Pero cuando Cartago salió victoriosa de la dudosa refriega, los viejos celos de los romanos revivieron y decidieron tomar bajo su protección a los mercenarios amotinados de Cerdeña. Los políticos romanos se justificaron probablemente con el sofisma de que Cerdeña ya no pertenecía a Cartago, puesto que la autoridad cartaginesa en la isla había llegado a su fin y ya no había guarnición cartaginesa en ella. Por lo tanto, la guerra no se llevó a cabo contra Cartago, cuando la isla fue tomada, sino contra los nativos sardos, que ahora eran una nación independiente. Pero Cartago protestó contra esta visión del caso, e hizo preparativos para la reducción de la isla sublevada. Los romanos declararon ahora abiertamente sus intenciones. Interpretaron el armamento cartaginés como una amenaza de guerra y se quejaron de la interrupción del comercio italiano por parte de los cruceros cartagineses.

Estas quejas probablemente demuestran que el contrabando y el bloqueo de los comerciantes italianos no se habían interrumpido, a pesar de la promesa de Roma. A Cartago no le quedó más remedio que entrar en guerra con Roma o aceptar las condiciones que ésta, despreciando toda justicia y amparándose en su poder superior, creyera conveniente proponer. Cartago estaba demasiado agotada para tomar la primera alternativa. Se vio obligada a comprar la paz renunciando a Cerdeña y mediante el pago de mil doscientos talentos. Así demostraron los romanos de antaño, como comenta Salustio en tono de elogio, "que entendían cómo refrenar sus pasiones, y escuchaban las exigencias del derecho y la justicia; que especialmente en las guerras púnicas, a pesar de las repetidas traiciones de los cartagineses, nunca se permitieron actuar de forma similar, y estuvieron solos; guiados en sus acciones por un sentido de lo que era digno de ellos".

El repugnante trato a su humillado rival fue una semilla maligna destinada a brotar pronto en una frondosa cosecha, y a dar como fruto fatal la devastación de Italia en la guerra de Aníbal. La amargura de alma con la que el noble Hamílcar se sometió indignado a un agravio injustificable explica el inextinguible odio a Roma que abrigó mientras vivió, y que legó como una confianza sagrada a su gran hijo Aníbal. Por el momento, la fuerza triunfó sobre el derecho. La isla de Cerdeña se convirtió en una provincia romana. Pero pasó mucho tiempo antes de que los habitantes salvajes de las montañas fueran sometidos y se acostumbraran en cierta medida a un gobierno ordenado. Durante muchos años, Cerdeña fue el escenario de las guerras más salvajes y de las luchas civiles más terribles, en las que los descendientes de la nobleza romana obtuvieron triunfos ingloriosos y esclavos para sus propiedades cada vez mayores. La vecina isla de Córcega nunca había estado permanentemente en posesión de los cartagineses. Los romanos se establecieron ahora allí, y la unieron a la provincia de Cerdeña. Pero aquí, como en Cerdeña, los nativos se retiraron a las impenetrables montañas del interior, fuera del alcance del dominio romano, y se resistieron a las costumbres y al orden político romanos. Los recursos de las dos islas permanecieron sin desarrollar. Sólo en las pequeñas ciudades costeras y cerca del mar la barbarie original dio paso a la civilización y al dominio del derecho romano. El interior siguió siendo bárbaro; y entre las numerosas islas del Mediterráneo, sólo Cerdeña y Córcega, hasta casi la actualidad, nunca han sido sedes del orden político y la prosperidad.

 

CAPÍTULO V.

LA GUERRA CON LOS GALOS, 225-222 A.C.

 

A los veinticuatro años de guerra con la gran potencia de Cartago les siguió una guerra de seis días con los falerios, si es que el choque entre la colosal potencia de Roma y la insignificante ciudad de los falerios puede calificarse realmente de guerra. No podemos entender cómo fue que los faliscos provocaron a los romanos, cómo pudieron aventurarse a pensar en oponerse. La ciudad, que, incluso en la época de Camilo, estaba obligada a someterse a la fuerza superior de Roma, fue tomada y destruida sin dificultad. Los cónsules romanos no se avergonzaron de hacer de este acontecimiento el objeto de un triunfo, que se relata en los Fastos romanos al lado de los triunfos de Catulo y de los Escipiones.

Dejando a un lado este incidente, el periodo entre la primera y la segunda guerra púnica (desde el 241 hasta el 218 a.C.) estuvo ocupado por guerras de carácter más serio: una en Italia con los galos y dos en el lado opuesto del Adriático con los ilirios. En el orden del tiempo, la primera guerra iliria precedió a la guerra con los galos; pero en aras de una mayor claridad, seguiremos en nuestra narración un orden geográfico más que cronológico, y hablaremos primero de la guerra librada en Italia contra los galos, y luego de las dos guerras ilirias conjuntamente.

Después de la derrota de los galos senones en el año 283 y del establecimiento de la colonia de Sena en su territorio desolado, las razas galas del norte de Italia permanecieron tranquilas durante cuarenta y cinco años. Esta larga pausa, que fue muy ventajosa para los romanos durante las guerras con Pirro y los cartagineses, puede atribuirse en parte a la impresión causada entre los galos por la derrota en el lago Vadimonia y por la destrucción de los senones. Parece, sin embargo, que además del agotamiento de los galos y de su miedo, otra circunstancia contribuyó a mantenerlos tranquilos durante tanto tiempo; y ésta fue probablemente el hecho de que durante ese largo período encontraron ocupación como mercenarios en los ejércitos cartagineses. El final de la guerra en Sicilia, aunque puso fin al empleo de aventureros galos, fue, por tanto, causa de nuevos ataques a Italia. En consecuencia, Roma no podía dejar de encontrarse pronto en otro campo de batalla con los guerreros galos que tanto había encontrado en Sicilia.

La mayor parte de Italia, al norte de la cadena de los Apeninos, en ese momento justamente llamada Galia Cisalpina, había estado durante un curso de años en posesión de varias tribus galas. En el moderno distrito de Emilia se encontraban los boios, vecinos y aliados de los senones conquistados, y las tribus más pequeñas de los lingonios y los anarianos; al norte del Po, en el país que rodea a Milán, habitaba el gran pueblo de los insubrios, mientras que al este de éstos, en el Mincio y el Adigio, se encontraban los cenomanos; pero estas tribus, poco inclinadas, aparentemente, a hacer causa común con sus compatriotas, permanecieron neutrales en todas las hostilidades contra Roma. Además de estas razas galas, había en el norte de Italia dos naciones totalmente diferentes: en el este y alrededor del mar Adriático, los venecianos, mientras que en el oeste, donde se unen los Alpes y los Apeninos, los ligures estaban dispersos a ambos lados de los Apeninos casi hasta el valle del Arno, y hacia el norte, en el Piamonte, a lo largo del curso superior del Po y sus arroyos tributarios.

Cuatro años antes del estallido de la guerra con Cartago (268 a.C.) los romanos fundaron la colonia Ariminum (Rímini), en el mar Adriático, como el baluarte más septentrional de la Italia de entonces. Esta ciudad estuvo expuesta a los primeros ataques del enemigo que se pretendía controlar. En el año 238 (en el tercer año, por tanto, después de la conclusión de la paz con Cartago), un ejército galo, del que se nos dice que había sido llamado por los jefes de los boios desde la Galia transalpina, acampó ante Ariminum. Sin embargo, antes de que comenzaran las hostilidades, surgió una disputa entre los boios y sus molestos e inoportunos invitados, cuya rapacidad, cabe suponer, no distinguía apenas entre amigos y enemigos. Los jefes boianos fueron asesinados por su propio pueblo, los forasteros fueron atacados, conquistados en guerra abierta y obligados a regresar a sus hogares.

Así, por este tiempo, el peligro pasó. Sin embargo, la atención de los romanos se dirigió a su frontera noreste, donde parecían necesarios nuevos medios de defensa contra sus revoltosos vecinos. Los colonos de Ariminum eran claramente incapaces por sí mismos de resistir a los galos. Nada se adaptaba mejor a las necesidades del caso que un aumento de la población romana en aquellas zonas. Esto podía efectuarse fácilmente, y era deseable también por muchos otros motivos. Todo el país de los senones alrededor de Ariminum, y al sur en Picenum, estaba despoblado y asolado desde la guerra de extirpación del 283, y probablemente quedaba para el uso de las grandes familias romanas sólo como tierra de pastoreo. No podía presentarse una oportunidad mejor para recompensar a los veteranos romanos por su servicio militar, para convertir a los campesinos empobrecidos en propietarios de pequeñas fincas, para poblar de nuevo un país que había quedado desolado, para reunir en la frontera en peligro a una población belicosa y fiel, y para, mediante la extensión de la raza y la lengua latinas, romanizar la tierra conquistada por la fuerza de las armas. Lo único que se oponía a una medida tan saludable era el interés privado de los nobles romanos que habían tomado posesión y utilizado la tierra en cuestión como si fuera suya. No tenían ningún derecho legal sobre la tierra. Sólo eran poseedores a título hasta que el Estado considerara oportuno hacer un arreglo diferente. No podían reclamar ni siquiera una indemnización si se les quitaba la tierra. Pero este hecho no hizo más que añadir virulencia a la oposición con la que la nobleza romana se resistía a cualquier medida de reparto de las tierras del Estado en interés de toda la comunidad y no en el suyo propio.

Desgraciadamente, sólo disponemos de relatos muy imperfectos sobre las disputas que surgieron en Roma entre los nobles y el partido popular en relación con la adjudicación de las tierras de Picenum. Incluso Polibio no nos proporciona ninguna ayuda en este caso, y parece haber juzgado las medidas desde un punto de vista estrecho y aristocrático. El campeón del partido popular y del interés público fue el tribuno C. Flaminius. A pesar de toda la oposición por parte del senado, obtuvo la sanción del pueblo para su propuesta (232 a.C.). La nobleza, ciega y obstinada en su egoísmo, llevó su oposición hasta los últimos límites, y así obligó a sus oponentes a tomar su posición sobre la ley constitucional formal, a dejar de lado la práctica habitual, y a hacer que la ley agraria se aprobara por votación de la asamblea de las tribus, sin una resolución previa ni la posterior aprobación del senado. Fue muy lamentable que se dejara de lado la cooperación del senado y que se permitiera a los líderes populares tomar conciencia de su poder. Pero el senado sólo podía atribuirse a sí mismo la pérdida de su influencia. Había asumido una posición que no podía mantener, y arriesgaba la fuerza de su peso moral, que, hasta ahora, había estado intacto; aunque, legalmente, desde la ley Hortensia del 287 a.C., una resolución de las tribus no necesitaba la confirmación del senado. Por lo tanto, no es gratuito que de la aceptación de la ley agraria de Flaminio por parte de la asamblea de las tribus, contra la oposición del senado, Polibio diera un cambio a peor en la constitución romana.

Si los nobles no fueron capaces de impedir la útil medida de Flaminio, supieron al menos vengarse. El odio de sus enemigos le persiguió hasta su muerte en el sangriento campo de batalla de Trasimeno; es más, incluso le sobrevivió y se esforzó, mediante representaciones venenosas y falsas en los anales romanos, en ensuciar el nombre del líder popular.

La ley agraria de Flaminio no quedó en letra muerta, sino que se llevó a cabo en su totalidad. El país a lo largo del mar Adriático, por el que antes habían vagado los bárbaros senones, se llenó de colonos romanos. Esta avanzada extrema de la civilización romana estaba conectada con el centro del imperio por la vía Flaminia (Via Flaminia), que cruzaba los Apeninos en Umbría, y debía su nombre así como su origen al fundador del asentamiento en la tierra de los senones. Era la segunda gran carretera a través de Italia, que conectaba Roma con la costa oriental, siendo su término en Ariminum, en el Adriático, como el de la vía Apia era Brundusium. Estas dos vías abrían el interior montañoso del país al comercio, y unían los mares del este y del oeste.

Antes de que estas obras pudieran completarse, los vecinos galos mostraron un gran malestar por el ulterior avance de los romanos. La extensión de la civilización es siempre un ataque a la barbarie circundante; y como lo fue en aquella época en Italia, lo es ahora en América del Norte. Los boios esperaban el momento en que su país, al igual que el de los senones, fuera tomado por los colonos romanos; vieron que estaban condenados al exterminio, y decidieron intentar evitar el peligro amenazado mediante un ataque a Roma. Organizaron una alianza militar de todas las diversas tribus galas cisalpinas, con la única excepción de los cenomanos, y atrajeron a enjambres de aventureros a través de los Alpes por la perspectiva de un rico botín. Estos últimos, llamados galos, no eran una tribu gala peculiar, sino voluntarios de todas las partes del país, como los que durante muchos años habían estado acostumbrados a entrar en el servicio extranjero, y principalmente en el cartaginés. Se unieron para formar compañías voluntarias bajo líderes separados, una costumbre que prevaleció durante siglos entre los galos y sus vecinos los germanos.

La reunión de estas fuerzas, con los manifiestos preparativos para una guerra con Roma, despertó de nuevo, no sólo en Roma, sino en toda Italia, ese temor a los galos que nunca había desaparecido del todo desde la batalla en el Allia. Ciertamente, los romanos habían vencido a sus rudos enemigos en muchos enfrentamientos, pero no sin haber sufrido muchos reveses por su parte. Los valientes soldados romanos temblaban al pensar en los galos, y se estremecían de terror al ver las enormes formas semidesnudas y desafiantes. Sus mentes estaban alarmadas por apariciones sobrenaturales de todo tipo. Una luna triple, o una repentina luz brillante en el cielo de medianoche, sangre fluyendo, y otros signos amenazantes similares fueron reportados por todos lados, y parecían mostrar que los dioses estaban exasperados y debían ser aplacados solemnemente. La superstición siempre es apta para hacer violencia a los sentimientos humanos; y aunque los romanos habían renunciado hace tiempo a atribuir a sus deidades una sed satánica de sangre humana, el miedo turbó tanto sus pensamientos que, para evitar el mal inminente, se sacrificaron seres humanos en el mercado público de Roma. Un varón y una mujer galos, y un varón y una mujer griegos, fueron enterrados vivos, para que así, sin perjudicar al pueblo romano, se cumpliera la profecía que prometía la posesión del suelo romano a los galos y griegos.

Por fin, en el año 225, estalló la tormenta. Un ejército de galos, compuesto por 50.000 pies y 20.000 montados en caballos o carros de guerra, marchó hacia el sur. El cónsul L. Aemilius Papus comandaba un ejército consular de dos legiones y el número proporcional de aliados de 22.000 a 23.000 hombres en total, y estaba apostado en Ariminum, desde cuyo lado se esperaba el ataque. Un cuerpo de reserva de 50.000 umbros y sabinos, con 4.000 caballos, estaba destinado a proteger Etruria bajo un pretor, y probablemente estaba estacionado en la parte noreste, en algún lugar de la vecindad de Arretium o Faesulae. El segundo cónsul, Atilio Régulo, estaba ocupado en Cerdeña en las interminables guerras menores con los nativos. Al enterarse del avance de los galos, fue, al parecer, llamado de inmediato; y el rápido y glorioso resultado de la campaña puede atribuirse principalmente a su oportuna aparición en la escena de la acción.

Los galos engañaron todos los cálculos de los generales romanos. No tomaron ni el camino a través de Picenum, ni el camino a través del noreste de Etruria por Faesulae, sino que, marchando cerca de la costa occidental, habían llegado ya a las cercanías de Clusium, a sólo tres días de marcha de Roma, antes de que los romanos supieran realmente dónde estaban. Cuando el pretor los siguió con el cuerpo de reserva, dieron un giro repentino, atrajeron a su enemigo a una emboscada y lo derrotaron por completo. Seis mil hombres fueron abatidos. Los restantes se refugiaron en una fuerte posición en una colina, donde fueron rodeados por los galos, y se habrían visto obligados a rendirse si el cónsul Aemilius no hubiera acudido entretanto en su ayuda desde Piceno. Los galos, muy cargados de botín y agobiados por la tarea de vigilar a miles de prisioneros, abandonaron la idea de seguir avanzando hacia Roma. También se esforzaron por evitar el encuentro con el ejército consular. Su objetivo era, en primer lugar, poner a salvo su botín, reunir nuevas fuerzas, y luego renovar la provechosa incursión. Marcharon, por tanto, hacia el norte, a lo largo de la costa, por el mismo camino por el que habían venido. El ejército romano les seguía de cerca, pero no se aventuró a ningún ataque serio. Por una feliz coincidencia, el cónsul C. Atilio Régulo, que había traído de vuelta a sus legiones desde Cerdeña y había desembarcado en Pisa, marchó hacia el sur por el mismo camino que seguían los galos en su retirada hacia el norte. Así sucedió que los enemigos se encontraron en medio de los dos ejércitos romanos en las cercanías de Telamón. Ahora ya no les era posible eludir una batalla. Se prepararon para enfrentarse a los dos ejércitos romanos a la vez. Un frente lo dirigieron hacia el norte contra el ejército de Régulo, el otro hacia el sur, hacia Aemilio. Así se situaron espalda con espalda, cada flanco cubierto por una barricada, los carros, el equipaje, el botín y los prisioneros estaban separados de los combatientes y fuertemente custodiados en una colina. En el frente, que se enfrentaba a Aemilius, el lugar de honor lo ocupaban los galos transalpinos, en comparación con cuyo porte feroz el aspecto de los galos asentados en Italia tenía un colorido de pulcritud y civilización. Los insubrios y los boios llevaban abrigos y pantalones. Los galos, en cambio, dejaban de lado todo vestido como un estorbo y luchaban desnudos, conservando únicamente sus adornos. Pesados collares y brazaletes de hilo de oro retorcido distinguían a los guerreros más valientes, que se situaban en las primeras filas desafiando a sus enemigos a la lucha. Presentaban un espectáculo extraño para los soldados romanos, y por sus modales y gestos salvajes, por sus armas insuficientes para la ofensa y la defensa, y por la riqueza de sus ornamentos, inspiraban temor, confianza y codicia al mismo tiempo. Al comienzo de la batalla, las huestes galas lanzaron un tremendo grito de guerra, mezclado con el sonido de cuernos y trompetas. Había llegado una hora trascendental, que bien podría llenar el pecho de muchos valientes romanos con una ansiedad no poco humana. Una victoria del enemigo renovaría los terrores que siguieron al día de la Allia, un día que quedó registrado en el calendario romano como un día de luto nunca olvidado.

El primer encuentro fue entre los caballos. El cónsul Régulo encabezaba la caballería romana en persona, pero cayó en el momento de la salida, y su cabeza fue un trofeo adecuado, aunque afortunadamente el único, del que pudieron presumir los bárbaros. Su caballería retrocedió y comenzó la lucha entre la infantería. La superioridad de la disciplina romana y de las armas romanas se hizo evidente de inmediato. Los escudos de los galos eran demasiado pequeños para protegerlos de los proyectiles con los que los romanos los asaltaban desde una distancia segura. Su única arma de ataque era una espada, adecuada para un golpe pero no para una puñalada, y de tan mal acero que se doblaba al primer golpe. Llevados a la desesperación, se precipitaron enloquecidos contra las filas romanas, como si buscaran una muerte voluntaria, o se lanzaron en una huida salvaje sobre sus filas más atrasadas, sumiéndolas así en la confusión. Las legiones se cerraron ahora por ambos lados, presionando al ejército de los galos cada vez más cerca, y luego los redujeron casi hasta el último hombre. Cuarenta mil fueron asesinados; diez mil fueron hechos prisioneros; sólo los hombres de a caballo escaparon. De los dos reyes de los galos, Concolitanus cayó vivo en manos de los conquistadores; el otro, Aneroestus, cayó por su propia mano. Todo el botín, los rebaños de ganado, los prisioneros que los galos habían arrastrado con ellos, pasaron a manos de los vencedores, que, en la medida de lo posible, restituyeron el botín a los saqueados.

Después de esta gloriosa victoria, Aemilio invadió el país de los boios y lo recorrió, saqueando y arrasando en todas direcciones. Luego condujo a sus tropas a Roma cargadas de un rico botín, y subió en un merecido triunfo al Capitolio, para ofrecer el debido agradecimiento a los dioses por su liberación de Roma. Esta procesión triunfal se hizo memorable por las armas capturadas, las enseñas militares y las cadenas de oro de los galos, pero sobre todo por la fila de jefes cautivos que precedían al vencedor ataviados con una armadura completa. Habían prestado el juramento de no deponer las armas hasta haber subido al Capitolio. Este juramento se cumplió ahora entre los gritos burlones del pueblo romano.

La victoria en Telamón fue una de las más importantes que los romanos habían obtenido hasta entonces. Puso fin al más feroz de los ataques de los galos y devolvió a los soldados romanos la confianza en sus propias fuerzas que casi habían perdido al enfrentarse a estos bárbaros enemigos. Los resultados finales de esta victoria sólo podemos apreciarlos si tenemos en cuenta que sólo siete años después Aníbal con su ejército púnico se plantó en la Galia Cisalpina para organizar a toda la raza gala para una guerra de exterminio contra Roma. Con cuántos éxitos más brillantes este gran general habría abatido a los ejércitos romanos si antes no se hubiera quebrado la fuerza y el valor de los galos. Aparte de su influencia en el desarrollo de los acontecimientos, la batalla de Telamón tiene para nosotros un interés especial y peculiar, porque discernimos en la descripción de Polibio las impresiones de un testigo presencial y de un combatiente, que no era otro que el venerable Fabio Pictor, el más antiguo historiador romano. Todas las fuerzas romanas, tanto los ejércitos consulares como el ejército de reserva, participaron en la batalla de Telamón. Por tanto, podemos concluir con seguridad que Fabio, que sirvió en esta guerra, estuvo presente, y que la impresión que los guerreros galos causaron a los romanos se dibujó de forma tan gráfica porque él mismo la recibió en el lugar.

Después de la victoria en Telamón, los romanos resolvieron impedir cualquier otra invasión de los galos mediante la conquista de toda la región del valle del Po. En el año inmediatamente posterior, los boios fueron reducidos sin ninguna dificultad a una completa sujeción. Al año siguiente (223 a.C.) los cónsules cruzaron el Po y atacaron al pueblo cisalpino más poderoso, los insubrios, en su propio país. Uno de estos dos cónsules era C. Flaminio, el líder reconocido del partido popular, que como tribuno había efectuado la adjudicación del territorio de Piceno a los colonos romanos, y que ahora fue elevado al cargo de cónsul y se le encomendó la dirección de la guerra, para gran disgusto de la nobleza. Aunque no le faltaba coraje y habilidad, parece que fue mejor como estadista que como general. Sus primeras empresas militares fueron un fracaso. Al cruzar el Po sufrió una derrota, y cuando, mediante un armisticio o una oferta de paz, se libró de su dificultad, se vio obligado a buscar refugio en el país de los cenomanos. Pero desde esta región, muy pronto avanzó de nuevo al ataque. Los insubrios, viendo que la paz y la amistad con Roma eran una imposibilidad, convocaron a todos los hombres de combate de su país y marcharon hacia el enemigo con un ejército de 50.000 guerreros. Conocedores como eran de las peculiaridades del país, contaban con una gran ventaja sobre los romanos, para quienes la Galia Cisalpina era entonces tan desconocida como lo era Alemania para las legiones en tiempos de Tiberio. Flaminio pronto se encontró en una posición muy crítica. No tenía ninguna confianza en sus aliados galos, y se separó de ellos rompiendo los puentes de un río que discurría entre su ejército y su fuerza auxiliar. Frente a este río, que en caso de derrota cerraba toda esperanza de retirada, se vio obligado a aceptar una batalla; pero la valentía de los soldados romanos subsanó los defectos del general. Obligados a vencer o a perecer, obtuvieron una victoria señalada, y con esta victoria la guerra prácticamente llegó a su fin. Los obstinados insubrios, es cierto, todavía se negaban a someterse a la autoridad de Roma. Hicieron un último esfuerzo, con la ayuda de 30.000 mercenarios de la Galia transalpina. Pero al año siguiente su capital, Mediolanum, fue tomada, y su sometimiento quedó así completado. Roma era ahora la dueña de todo el país desde los Apeninos hasta los Alpes, y dos nuevas colonias, Placentia y Cremona, estaban destinadas a asegurar permanentemente las tierras recién conquistadas. Los cenomanos conservaron su libertad nominal y la amistad del pueblo romano. Los venecianos hicieron lo mismo. Los ligures, con los que los romanos habían mantenido desde 238 casi año tras año una pequeña guerra, permanecieron, al menos en sus montañas, sin conquistar. Pero cualquiera que fuera la medida de independencia que estas tribus pudieran conservar, era seguro que no podrían mantenerla por mucho tiempo. El país escasamente poblado, una vez sometido por la espada romana, estaba en el acto de convertirse en la sede del orden y la civilización por el arado romano cuando la guerra con Aníbal estalló repentinamente, y echó atrás durante muchos años el desarrollo del norte de Italia.

 

CAPÍTULO VI.

LA PRIMERA GUERRA ILIRIA, 229-228 A.C.

 

 

DESPUÉS de que el dominio romano hubiera penetrado hasta el mar Adriático, y se hubiera fortificado allí con la fundación de las colonias de Hatria, Castrum Novum, Firmum, Sena y Ariminum, a las que se añadió antes del final de la guerra de Sicilia (244 a.C.) la importante ciudad de Brindisi, Roma entró por primera vez en contacto inmediato con los países y los pueblos de la costa opuesta. La guerra con Pirro habría provocado sin duda la inmediata injerencia de los romanos en la política de Grecia, si Cartago no hubiera acaparado durante muchos años su atención. Tras la conclusión victoriosa de la guerra en Sicilia, era de esperar que Roma tratara de ejercer en Oriente la influencia que le había proporcionado su reciente acceso al poder.

Pero el peso de su brazo iba a recaer en primer lugar, no sobre los griegos propiamente dichos, ni siquiera sobre medio griegos como los epirotas de Pirro, sino sobre los piratas ilirios, los habitantes primitivos de las tierras costeras montañosas del mar Adriático, que parecen destinadas por la naturaleza a ser el asiento de una barbarie inextinguible. Los ilirios de aquella época, al igual que sus sucesores actuales en las montañas de Dalmacia y Montenegro, estaban peculiarmente preparados para una vida de robos. La costa tan accidentada, con sus numerosas islas y cabos, rodeada de montañas escarpadas y salvajes, era muy favorable para la empresa pirática. Sin embargo, mientras florecieron las colonias griegas en el mar Jónico, especialmente Corcira y Epidamnus, los piratas ilirios no se aventuraron a salir de sus retiros; al menos no se aventuraron en aguas griegas en gran número y con abierta violencia. Sólo cuando los estados griegos se debilitaron tanto por las guerras y revoluciones eternas como para ser apenas capaces de protegerse, la piratería de los ilirios adquirió mayores proporciones. Ahora actuaban como los reyes del mar escandinavos de la Edad Media. Con sus pequeños barcos liburnos de vela rápida, interceptaban no sólo los barcos mercantes que comerciaban en esos mares, sino que, navegando en flotas, a veces de cien barcos, a lo largo de la costa del Adriático y del Jónico hasta Mesenia en el Peloponeso, desembarcaban donde querían, se apoderaban de ciudades y aldeas, se llevaban botines y prisioneros, y antes de que fuera posible llevar alguna fuerza contra ellos estaban de nuevo a bordo y se iban. Estas expediciones piratas asumieron gradualmente el carácter de guerras regulares. Así, una banda de ilirios atacó la floreciente ciudad epirota de Fenicia, que contaba con una guarnición de ochocientos mercenarios galos, hizo causa común con los galos, saqueó la ciudad, libró una batalla regular con la gente del campo que acudió a la defensa de su ciudad, y al final regresó ilesa a su propia tierra con todo el botín. No es de extrañar que Epiro y Acarnania encontraran conveniente llegar a un entendimiento con los ilirios por el que se aseguraban la protección del estado ladrón. Los ilirios extendieron ahora sus incursiones a otras partes. Las ciudades e islas de esas partes -Issa, Faros, Apolonia y Epidamno- estaban en constante terror. Epidamno fue atacada a traición por un número de hombres que habían pedido permiso para ir a buscar agua potable para sus barcos, y cuando fueron hospitalariamente admitidos sacaron cuchillos ocultos y, cortando a los guardias, se apoderaron de la puerta hasta que el resto de la banda llegó de los barcos y entró en la ciudad. Los habitantes lograron con gran dificultad vencer a los ladrones y hacerlos regresar a sus barcos. Los corcirenses fueron menos afortunados. Los ilirios, aliados con los acarnienses, libraron una batalla regular con ellos y sus compatriotas los aqueos, y les obligaron a entregarles la isla. Corcira parecía destinada a ser lanzada como una pelota de la mano de un conquistador a la de otro. Los ilirios entregaron el gobierno a un griego de la isla de Faros, llamado Demetrio, que, a juzgar por lo poco que sabemos de él, parece haber sido un aventurero temerario y sin principios. Gracias a estas exitosas empresas, el estado ladrón de los ilirios se convirtió gradualmente en un poder considerable. Su rey se sentía un potentado no muy diferente a los sucesores de Alejandro Magno; y de hecho parecía tener pleno derecho a considerarse igual a Pirro o al rey de Macedonia, que se vio obligado a pedir su ayuda contra los aqueos.

El comercio de las ciudades italianas había sufrido durante mucho tiempo el azote de los piratas ilirios. Finalmente, el senado romano envió a dos hermanos, Cayo y Lucio Coruncanio, a Scodra (Escútari), sede de los reyes ilirios, quejándose de sus actos y pidiendo reparación. En ese momento gobernaba una reina llamada Teuta en lugar de su joven hijo Pinnes. Prometió que ella, como reina de los ilirios, evitaría toda hostilidad contra Roma en asuntos políticos, pero declaró al mismo tiempo que no estaba en condiciones de oponerse a las empresas privadas de sus súbditos. Según la ley iliria, dijo que cada hombre era libre de hacer la guerra a otro por su cuenta. A esto, el joven Coruncanio respondió que era costumbre entre los romanos que el estado castigara las transgresiones de los individuos. Se encargarían de hacer que los ilirios también observaran esta costumbre. La reina no respondió a esta inoportuna réplica, pero a la vuelta de los hermanos hizo que se les tendiera una trampa, y el más joven fue asesinado.

La guerra era ahora inevitable. En el año 229 una flota de doscientos barcos atravesó el mar Adriático bajo el mando del cónsul Cn. Fulvio Centumalo, mientras que un ejército terrestre de 20.000 hombres y 2.000 caballos marchó para tomar el barco en Brindisu bajo el segundo cónsul, L. Postumio Albino. Ya era hora de que interviniera un brazo fuerte. La recién concluida conquista de Corcyra había hecho que los ilirios se sintieran tan confiados y audaces que contemplaban nada menos que la reducción de todos los estados griegos independientes de esa vecindad. Asediaron al mismo tiempo Epidamno e Issa, y amenazaron Apolonia. Pero una campaña de verano bastó para poner fin a sus invasiones. Cuando la flota romana apareció ante Corcira, el astuto Demetrio vio enseguida con qué clase de gente tenía que tratar. Sacrificarse en una contienda desesperada por la reina Teuta no estaba en su mente. Entregó la isla al cónsul Fulvio y ofreció sus servicios para proseguir la guerra contra los ilirios. La flota navegó ahora hacia el norte bajo su dirección. Epidamno e Issa fueron entregados sin dificultad. Mientras tanto, las legiones habían cruzado desde Italia. Las fortalezas y los escondites de los ilirios cayeron uno tras otro en poder de los romanos. De vez en cuando había una lucha seria, pero en general las armas romanas eran irresistibles. Los atinanos y los partos, dos naciones sometidas por los ilirios, se unieron a los romanos. La reina Teuta se refugió en la ciudadela de Rhizon, donde por el momento estuvo a salvo.

En otoño, Fulvio pudo regresar con la mayor parte del ejército y la flota. Su colega Postumio permaneció en Iliria con cuarenta barcos y unas pocas tropas, formó un ejército con los nativos y así mantuvo a los ilirios en jaque durante el invierno. En la primavera siguiente (228 a.C.) la reina iliria renunció a seguir resistiendo y aceptó las condiciones de paz que prescribió Roma. Todas las conquistas de los ilirios fueron restauradas y las naciones que habían sido sometidas volvieron a ser independientes. Los ilirios se comprometieron a no navegar con barcos armados más allá de Lissus (Alessio), e incluso a pagar un tributo anual. Una vez humillado el enemigo, las relaciones de la costa oriental del mar Adriático se regularon según los intereses de Roma. Demetrio de Faros, que había demostrado ser un valioso aliado, recibió, bajo la supremacía romana, una parte de Iliria y la tutela del joven rey Pinnes. Las ciudades griegas conservaron su independencia. Todos los pueblos y ciudades que se liberaron de los ilirios entraron en una alianza con Roma, que, según la costumbre romana, era una especie de sometimiento suave. Se anunció a los griegos de la propia Hélade que los romanos habían cruzado el mar para liberarlos de sus enemigos. Hubo una alegría sin límites al recibir esta noticia. Los atenienses decidieron hacer a los romanos ciudadanos de honor y admitirlos en los misterios de Eleusis. Los corintios les invitaron a participar en los juegos ístmicos. Tal vez la justa gratitud que sentían los degenerados sucesores de los conquistadores de Salamina sofocó sus sentimientos de vergüenza y les hizo olvidar la diferencia entre los tiempos pasados, cuando los griegos desafiaban todo el poder del imperio persa, y los presentes, cuando sufrían a los bárbaros extranjeros para que los protegieran de las despreciables hordas de ladrones.

 

CAPÍTULO VII

LA SEGUNDA GUERRA ILIRIA, 219 A.C.

 

POCO después del arreglo de los asuntos en Iliria, estalló en Italia la guerra con los galos, que ocupó a Roma durante unos años. El inquieto Demetrio de Faros pensó que era un momento favorable para liberarse de una de las molestas sujeciones a Roma. Ya antes de esta época mantenía una estrecha amistad con Antígono, rey de Macedonia, que fue el primero de todos los príncipes griegos en encontrar la vecindad de Roma como un inconveniente, y en sentir el deber de resistir las invasiones romanas en el continente griego. Confiando en esta conexión, y esperando que Roma se viera pronto comprometida en una nueva guerra con Cartago, comenzó a atacar a los aliados romanos, y a tratar con desprecio las condiciones de paz de 228 en general. Navegó con cincuenta barcos hasta el Mar Egeo, saqueando y asolando las islas. Roma no podía tolerar estos actos, si quería conservar la gratitud o el respeto de los griegos. No era sólo la dignidad de Roma, sino también sus intereses, lo que exigía el rápido castigo de Demetrio. Una nueva guerra con Cartago se había hecho ya inevitable. Si, antes de su estallido, no se resolvía la disputa con Iliria, la costa oriental de Italia se vería amenazada, no sólo por Demetrio, sino también por su amigo y aliado, el rey de Macedonia, cuyo interés exigía perentoriamente una unión con Aníbal y una guerra común con Roma.

En estas circunstancias, los romanos se apresuraron a resolver la dificultad de Iliria lo más rápidamente posible, para poder oponerse cuanto antes a Aníbal en España. En la primavera del año 219 a.C. enviaron al cónsul L. Aemilius Paullus a Iliria. Cumplió con su deber con habilidad y éxito, tomó en poco tiempo la fortaleza de Dimalón, que había sido considerada inexpugnable, y combinando estratagema y valentía se hizo dueño de la ciudad y la isla de Faros. Demetrio, volando hacia el rey de Macedonia, trató de convencerle de que declarara la guerra a Roma, y cayó unos años después en un ataque a la fortaleza de Ithome, en el Peloponeso.

Así se evitó felizmente el peligro de una guerra mayor en Oriente. La ciudad de Faros fue destruida, para que no siguiera sirviendo de refugio a los piratas. Se restableció el anterior estado de cosas, y Roma, ahora libre de toda preocupación, pudo, tras la conclusión de las guerras con Galia e Iliria, esperar con confianza la lucha que Aníbal había preparado durante algunos años, y que ahora estaba a punto de estallar.

 

CAPÍTULO VIII

LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA O ANÍBALICA, 218-201 A.C.

 

 

Primer período, desde el comienzo de la guerra hasta la batalla de Cannae, 218-216 a.C.

 

El tratado de paz que puso fin a la primera guerra púnica en el año 241 a.C. fue el resultado inevitable del agotamiento de las dos naciones beligerantes. No fue satisfactorio para ninguna de ellas. Después de los inmensos esfuerzos y sacrificios que Roma había realizado en los veintitrés años de guerra, se encontró con que la evacuación por parte de los cartagineses de unas pocas fortalezas en Sicilia, y el pago de una suma de dinero, era un resultado que no estaba de acuerdo con las grandes esperanzas que parecían justificadas tras el desembarco de Régulo en África, y tras sus primeras brillantes e inesperadas victorias. Sin embargo, el senado y el pueblo romano no pudieron alterar materialmente los términos de la paz. Al negarse a ratificar las negociaciones de los generales, consiguieron arrancar a los cartagineses algunos miles de talentos más, pero nada más. Una mayor exigencia podría haber despertado el ánimo de los cartagineses y haber prolongado la guerra hasta un periodo indefinido. En consecuencia, Roma se contentó con lo que pudo obtener, y que al fin y al cabo era una gran ganancia. Cuando estalló la guerra de los mercenarios en África, se aprovechó de la angustia de Cartago para extorsionar la cesión de Cerdeña y un pago adicional de 1.200 talentos.

El desastroso final de la guerra de Sicilia no podía dejar de producir un gran efecto en los asuntos internos de la república cartaginesa. Desgraciadamente, no tenemos más que un conocimiento muy imperfecto de las instituciones públicas de Cartago, y sólo podemos adivinar lo que debió ocurrir en la ocasión en cuestión. Pero parece cierto que la guerra con Roma, y aún más el motín de los mercenarios, sacudieron el poder de la aristocracia. Una guerra es, en cualquier circunstancia, una severa prueba para la constitución de un estado. Lo que no es sólido en la administración y el gobierno sale a la luz, y una guerra infructuosa es con frecuencia la causa de las reformas, siempre que a un pueblo le quede todavía energía vital suficiente para descubrir y aplicar los remedios que necesita. Este fue el caso de Cartago. En la guerra con los mercenarios, cuando el Estado sólo pudo ser salvado por las armas de sus propios ciudadanos, cuando el pueblo de Cartago se vio obligado a librar sus propias batallas, estaba justificado que reclamara para sí una mayor participación en el gobierno. Se produjo un movimiento democrático, a cuya cabeza se encuentra Hamilcar Barcas, el más eminente estadista y militar que poseía Cartago en aquella época. Está perfectamente claro, incluso por los escasos informes conservados en los escritores existentes, que al final de la guerra de Sicilia, Hamilcar se encontró en oposición al partido que estaba entonces en posesión del gobierno. Dejó de ser comandante en jefe. En los peligros de la guerra con los mercenarios, volvió a entrar al servicio del Estado. Fue a él a quien Cartago debió su liberación de una ruina que parecía inevitable. Su triunfo en el campo de batalla le dio el ascendiente sobre el partido aristocrático y su líder, Hanno, apellidado el Grande. Parece que a partir de este momento, Hamílcar dirigió prácticamente el gobierno de Cartago, en cierto modo a la manera en que Pericles había gobernado Atenas, sin interferir materialmente en las formas de la constitución republicana. Su llegada al poder no fue diferente a un cambio de ministerio en un estado moderno. El partido que había gobernado antes el estado, formaba ahora la Oposición; como es lógico, se convirtió en el partido de la paz cuando Hamilcar y sus hijos consideraron la reanudación de la guerra con Roma como una necesidad inevitable, y como la única posibilidad de preservar la libertad y la independencia. Es una prueba no menor de las altas cualidades políticas de los cartagineses que de la magnanimidad de Barcas y su casa, que, en tales circunstancias, Cartago preservó sus libertades republicanas y no fue abrumada por un despotismo militar.

El motín de los mercenarios apenas fue reprimido, y los revueltos súbditos africanos devueltos a la obediencia, cuando Hamílcar dirigió su atención a un país donde podía esperar encontrar compensación por la pérdida de Sicilia y Cerdeña. Este país era España, al que, desde la más remota antigüedad, se habían visto atraídos los comerciantes y colonos fenicios, pero que hasta entonces no había sido conquistado por las armas cartaginesas, ni sometido, en una medida considerable, a la autoridad cartaginesa.

La ciudad insular de Cades, situada más allá de las columnas de Hércules en el mar exterior, era más antigua quizás que la propia Cartago. Su santuario nacional del fenicio Melkarth (Hércules) rivalizaba en importancia y dignidad con los templos de la madre patria. La fértil llanura de Andalucía, la antigua tierra de Tarteso, era célebre por sus riquezas y enriqueció en una época temprana a los mercaderes de Tiro y Sidón. La abundancia de metales preciosos en España atrajo a los hábiles mineros fenicios, que supieron trabajar las minas con provecho. Sin duda, España había sido durante mucho tiempo de la mayor importancia para el comercio de Cartago; pero mientras sus posesiones en Sicilia y Cerdeña absorbían su atención y sus energías, parece que España no era tanto el objeto de la empresa pública como de la privada de los ciudadanos cartagineses, y que no se contemplaban las conquistas en ese país.

Esto cambió ahora tras la guerra con Roma. Cartago comenzó a extender su poder y dominio en España, como Inglaterra lo hizo en la India tras la pérdida de las plantaciones americanas. Con una rapidez asombrosa extendió sus posesiones desde unos pocos lugares aislados en la costa sobre la mitad sur de la península, y parecía destinada a establecer el predominio de la raza semítica, y de la cultura semítica, en un país en el que, casi mil años después, los árabes, un pueblo semítico afín, lograron afianzarse y alcanzar un alto grado de civilización. En la época de la conquista cartaginesa parecía que España estaba a punto de separarse para siempre políticamente de Europa, y de unirse al norte de África, con el que tiene mucho en común por su situación geográfica y su clima. Sin embargo, debido a los acontecimientos que ahora vamos a relatar, la conquista púnica de España fue de corta duración, y no dejó tras de sí más que unos pocos nombres geográficos, como Cádiz y Cartagena; pero el dominio moro, que duró más de setecientos años, ha dejado una impronta en el pueblo español que incluso ahora puede reconocerse, y no menos en el fanatismo religioso del que fue la causa principal.

Durante nueve años, Hamílcar trabajó con gran éxito para la realización de su plan, y una parte considerable de España estaba ya sometida al dominio de Cartago cuando perdió la vida en la batalla. Su yerno, Hasdrúbal, elevado al mando del ejército por la voz de los soldados y por la aprobación del pueblo de Cartago, demostró ser un digno sucesor de Hamílcar, aunque extendió y aseguró el dominio de Cartago menos por la fuerza de las armas que por la persuasión y las negociaciones pacíficas con las razas nativas. Fundó Nueva Cartago (Carthagena), que destinó a ser la capital del nuevo imperio, ya que estaba más favorablemente situada que Gades, y era muy adecuada para ser un depósito de armas y municiones de guerra para las empresas militares en las partes central y oriental de España. El poder y la influencia de Cartago se extendían cada vez más hacia el norte, y excitaron por fin la atención y los celos de Roma, que durante un tiempo se había mostrado aparentemente indiferente a las actuaciones de los cartagineses en la península pirenaica. Hasdrúbal se vio obligado a declarar que Cartago no extendería sus conquistas más allá del río Ebro. Al mismo tiempo, los romanos entablaron relaciones amistosas con varias tribus españolas y concluyeron una alianza formal con la importante ciudad de Saguntum, que, aunque estaba situada bastante al sur del Ebro, pretendía oponer, bajo la protección romana, una barrera al ulterior progreso de los cartagineses.

Este era el estado de las cosas en España cuando en el 221 a.C. Hasdrúbal fue cortado prematuramente por la mano de un asesino. La voz universal del ejército español designó como su sucesor a Aníbal, el hijo mayor de Hamilcar Barcas, que entonces sólo tenía veintiocho años.

El pueblo cartaginés confirmó esta elección, y al hacerlo puso su destino en manos de un joven sin experiencia, del que podían esperar, pero no podían saber, que tuviera el espíritu de su padre. Pero de una cosa sí podían estar seguros los cartagineses, de que el hijo había heredado el odio ardiente de su padre hacia Roma, y que con su espíritu ardiente consideraba un deber sagrado la tarea de vengar los agravios del pasado, y de establecer la seguridad y el poder de su país natal sobre las ruinas de la ciudad rival. No cabe duda de que el pueblo de Cartago compartía los sentimientos de la familia de Hamilcar; que la pérdida de Sicilia y Cerdeña, al tiempo que impulsaba sentimientos de venganza, les convencía de que una paz duradera con Roma era imposible. Vieron que ni siquiera los veinticuatro años de guerra en Sicilia habían bastado para apagar su disputa, y que, tarde o temprano, la contienda debía renovarse. Cada peligro en el que Cartago pudiera verse envuelta, cada guerra con enemigos extranjeros y cada disturbio civil, podría ofrecer, al enemigo infiel y poco generoso, una oportunidad para presentarse con nuevas demandas y para extorsionar concesiones humillantes. Si ésta era la convicción del pueblo cartaginés (y no tenemos razones para dudarlo), no podían hacer una elección más feliz que al nombrar a Aníbal para el mando en España. Nunca una nación ha encontrado un representante más adecuado y digno. Nunca la voluntad y el espíritu nacionales se han encarnado tan completa y noblemente en una persona, como en Aníbal se encarnaron el espíritu y la voluntad de Cartago. Incluso la baja pasión del odio parecía ennoblecida en un hombre que, en una lucha vitalicia y casi sobrehumana con una fuerza abrumadora, se animó y se encendió por ella para perseverar en una causa desesperada. Ningún romano reunió y concentró en sí mismo tan plenamente las grandes cualidades de su nación como Aníbal lo hizo con las de Cartago. Sólo lo insultaríamos si lo comparáramos con Escipión, o con cualquier otro de sus contemporáneos. Roma no ha producido más que un hombre que pueda compararse con Aníbal. Y este Aníbal, tan grande y poderoso, tan casi fatal para la grandeza y la existencia misma de Roma, es, aunque un extraño, la primera persona que encontramos en la historia de Roma que nos inspira el sentimiento de un interés personal, y con cuyos hechos y sufrimientos podemos simpatizar. Antes de que Aníbal aparezca en el escenario histórico, las sombrías figuras de los Valerios, los Claudios, los Fabios, y otras huestes de héroes romanos muy alabados de la buena época, nos dejan fríos e indiferentes. Tienen muy poca realidad y muy poca individualidad. Quedan eclipsados por el extranjero Pirro. Pero las aventuras de Pirro sólo pertenecen en parte a la historia de Roma. Toda la vida de Aníbal, por el contrario, fue absorbida por su contienda con el pueblo romano. No conocía otro objetivo y aspiración que poner a Roma en el polvo. De ahí que incluso los antiguos hayan llamado justamente a la guerra, de la que él fue el alma y la vida, la "guerra de Aníbal", y casi a regañadientes hayan ensalzado su nombre y lo hayan inscrito con letras imperecederas en las tablas de la historia.

Un antagonista más peligroso que Aníbal nunca encontraron los romanos. Un pueblo con altura de miras, capaz de apreciar la verdadera grandeza, habría sido, al menos tras su caída, generoso o justo con un enemigo así, y, al reconocer su grandeza, se habría honrado a sí mismo. Los romanos actuaron de otro modo. Así como odiaron, vilipendiaron y persiguieron a Cartago, el veneno más mortífero de su odio lo vertieron sobre Aníbal; no dudaron en ennegrecer su memoria con las acusaciones más repugnantes, y llegaron a considerarlo el único responsable personal de las calamidades que la larga guerra trajo sobre Italia. Este sentimiento de hostilidad hacia Aníbal sugirió o confirmó el relato que Fabio Píctor, el historiador romano más antiguo, hizo sobre el origen de la guerra. Se decía que Aníbal comenzó la guerra bajo su propia responsabilidad, sin el consentimiento, es más, incluso contra el deseo del gobierno de Cartago. La inició con fines meramente egoístas, para poner fin a las acusaciones que sus oponentes políticos estaban presentando en ese momento contra los amigos de su padre y su cuñado. La guerra no fue, pues, una guerra del pueblo cartaginés contra Roma, sino una guerra de Aníbal y su partido, emprendida en interés de este partido y de la familia de Hamilcar Barcas. Incluso la expedición a España había sido emprendida, según este punto de vista, por Hamilcar, sin la aprobación y la autoridad del gobierno, con el propósito de evitar y desconcertar la inminente investigación sobre su conducta en Sicilia. Hasdrúbal mostró el mismo desprecio por las autoridades constituidas. Fundó para sí mismo un imperio en España, independiente de Cartago, y albergó el designio de derrocar a la república y hacerse rey. El gobierno no fue lo suficientemente fuerte para frenar y controlar a los hombres de la casa de Barcas. Fue arrastrado a la guerra con Roma en contra de su voluntad, y a pesar de su convicción de que la guerra sería perniciosa para el estado; pero, aunque no pudo evitar la guerra, el gobierno de Cartago castigó a Aníbal negándole o escatimándole los suministros o refuerzos que quería para llevar su campaña italiana a un final victorioso.

Polibio ha expuesto, en pocas palabras, lo totalmente absurdo de una opinión como ésta. "Si", dice, "Aníbal había sido un general amotinado y decidido, por sus propios intereses personales, a involucrar a su país en una guerra que el gobierno estaba ansioso por evitar, ¿cómo es que éste no aprovechó la oportunidad de deshacerse de un ciudadano tan peligroso, cuando, tras la caída de Sagunto, los romanos exigieron que se les entregara?". Pero el senado cartaginés, lejos de sacrificarlo o incluso repudiarlo, aprobó sus acciones como con una sola voz, aceptó y devolvió con entusiasmo la declaración de guerra romana, y llevó a cabo esta guerra durante diecisiete años, hasta que el estado se agotó y se vio obligado a pedir la paz.

Cuando, después de la guerra con los mercenarios, Cartago estaba debilitada y lisiada, y Roma, en total desafío a la justicia, se había aprovechado de la angustia de su antigua rival para privarla de Cerdeña, entonces fue cuando Hamilcar Barcas se dedicó a sí mismo y a su casa al servicio de la diosa vengadora, y planeó la guerra con Roma. Abandonó su ciudad natal para poner en España los cimientos de un nuevo imperio colonial de Cartago, y cuando ofrecía sacrificios en el altar del dios tutelar del pueblo cartaginés y rezaba por su protección divina, hizo que su hijo Aníbal, entonces un niño de nueve años, pusiera las manos sobre el altar y jurara que siempre sería enemigo de Roma. Lo llevó a España; lo educó en su campamento, para prepararlo para la tarea para la que lo había destinado, y sacrificó su vida para salvar la de su hijo. Durante ocho años Aníbal sirvió a las órdenes de su cuñado Hasdrúbal. Su porte militar lo convirtió en el ídolo del ejército. Entonces, en pleno vigor de la vida, y todavía con toda la frescura de la juventud, fue llamado, por la confianza de sus camaradas, y por la voz unánime del pueblo cartaginés, a tomar el mando del ejército y a llevar a cabo la política de su padre.

Habían transcurrido veinte años desde la paz del 241 a.C. Con maravillosa energía y éxito, Cartago se había recuperado de sus desgracias. El gobierno ya no estaba en manos de la oligarquía; el partido popular estaba a la cabeza de los asuntos, y estaba dirigido por los hombres de la casa de Barcas. Se había conquistado un extenso territorio en España. Las tribus ibéricas, sometidas por la fuerza de las armas o conciliadas por negociaciones pacíficas y que se sometían fácilmente a la autoridad cartaginesa, proporcionaron al ejército un abundante suministro de voluntarios o reclutas obligatorios en lugar de los inconstantes mercenarios galos, de los que el ejército cartaginés estaba compuesto principalmente en la primera guerra. Los súbditos libios fueron reducidos a la obediencia y proporcionaron excelentes soldados de a pie. Los númidas, más estrechamente unidos a Cartago que nunca, por el genio militar y la política de Hamílcar y Hasdrúbal, suministraron una caballería ligera que no podía ser igualada por los romanos. Las finanzas se habían recuperado en cierta medida, a pesar de las fuertes contribuciones de guerra exigidas por Roma, que ascendían a 4.400 talentos. Había llegado el momento en que Cartago podía esperar renovar la contienda con una justa esperanza de victoria final. Los romanos, al igual que los cartagineses, consideraron la paz del 241 a.C. como un mero armisticio, pero subestimaron mucho la fuerza de su rival conquistado. Consideraban que Cartago estaba tan completamente rota y agotada que podían reanudar la guerra a su antojo en el momento que más les conviniera. Estaban dispuestos a hacerlo tras la finalización de la guerra con los mercenarios; pero la prontitud con la que Cartago, en ese momento de depresión, se sometió a las humillantes condiciones impuestas como precio de la paz evitó una ruptura abierta, mientras que la resignación de los cartagineses, interpretada como un signo inequívoco de debilidad, reforzó la convicción de que también en el futuro Cartago sería incapaz de ofrecer una resistencia larga o decidida. Los romanos no tenían, probablemente, más que un conocimiento imperfecto del gran avance que el poder cartaginés había realizado con sus conquistas en España, y menos aún estaban informados de la vigorización del sistema político de Cartago por el triunfo de la democracia y el ascenso de la familia de Barcas. Por lo tanto, Roma no tenía prisa por seguir la política emprendida en la primera guerra púnica. Estaba tanto más inclinada a retrasarla cuanto que esta guerra había asestado duros golpes a Italia y había causado pérdidas que el tiempo aún no había reparado. Además, la adquisición de Cerdeña fue seguida de hostilidades casi ininterrumpidas con los obstinados habitantes de esa isla, y de pequeñas guerras similares en Córcega y Liguria, guerras que, aunque sin importancia en sí mismas, fueron suficientes para retirar la atención de los romanos de otros frentes. La guerra de Iliria (221) a.C.) fue un asunto mucho más serio, sobre todo porque implicó a toda la flota romana. Pero fue sobre todo la larga amenaza de guerra con los galos (225 a.C.) la que procuró a Cartago un respiro temporal y la continuación de la paz con Roma. Esta guerra duró cuatro años. Llegó a su fin justo antes de la muerte de Hasdrúbal, e incluso entonces sólo terminó en apariencia. La resistencia de los galos en el valle del Po se rompió en el año 221 a.C., y los romanos se dedicaron a asegurar la posesión de la tierra estableciendo las dos colonias de Placentia y Cremona en el Po. Ahora, por fin, parecía haber llegado el momento en que Roma podía dedicarse a resolver su antigua disputa con su rival por la supremacía en el Mediterráneo occidental.

Durante los últimos años, la atención de los romanos había sido atraída por el progreso de los cartagineses en España. Las tribus y ciudades españolas que temían la anexión a la provincia cartaginesa solicitaron ayuda a Roma. El resultado de esta solicitud fue el tratado por el que Hasdrúbal se comprometió a confinar sus conquistas dentro del Ebro. Otro resultado fue la alianza entre Roma y Sagunto. Según las condiciones de la paz del 241 a.C. los aliados de cualquiera de los dos estados contratantes no debían ser molestados por el otro. Es cierto que Saguntum no era aliada de Roma en el momento en que se concluyó esa paz. Pero, sin embargo, era evidente que no se podía impedir a Roma que concluyera nuevas alianzas, y parecía una cuestión de rutina que debía y debía brindar su protección no menos a sus nuevos aliados que a los antiguos. Si los cartagineses cuestionaban o desconocían esta pretensión de Roma, la paz se rompía, y no quedaba más recurso que las armas. No podía existir ninguna duda al respecto ni en Roma ni en Cartago.

Inmediatamente después de su nombramiento al mando del ejército, Aníbal estaba ansioso por comenzar la guerra con Roma, y el momento ha sido extremadamente favorable, ya que en el año 221 a.C. Roma estaba todavía suficientemente ocupada con los galos. Pero estaba obligado a hacer amplios preparativos antes de emprender una empresa tan seria, y además las posesiones cartaginesas en España debían ser ampliadas y aseguradas, para que le sirvieran de base adecuada para sus operaciones. También deseaba, sin duda, sentir y probar el alcance de su poder sobre el ejército y de su autoridad en casa; familiarizarse con las tropas que estaban destinadas a llevar a cabo sus audaces concepciones, para sentarse firmemente en la silla de montar y probar el temple de su corcel. Así pues, dedicó los años 221 y 220 a la tarea de someter a algunas tribus al sur del Ebro, a entrenar a su ejército, a inspirar a sus hombres confianza en su mando, a enriquecerlos con el botín y a aumentar así su celo y, por último, a velar por la seguridad de España y África durante su ausencia.

Todos estos preparativos se llevaron a cabo a principios del año 210 a.C. El primer objeto de su ataque fue Saguntum, la rica, poderosa y bien fortificada ciudad al sur del Ebro, que últimamente había buscado y obtenido la alianza romana. Los saguntinos presumían de su origen griego y se autodenominaban descendientes de colonos de la isla de Zante, una afirmación para la que, con toda probabilidad, no tenían más autoridad que la similitud de los dos nombres. Parece que eran auténticos íberos, como las demás naciones de España, y que no tenían más afinidad con los griegos que la que podían reclamar los romanos. En aquella época, cuando los romanos actuaban como protectores y liberadores de los griegos en los mares Adriático y Jónico, y cuando empezaban a enorgullecerse de su supuesta ascendencia de los héroes homéricos, el nombre griego era un pretexto bienvenido y un medio para obtener ventajas políticas. Pero incluso sin este pretexto la alianza de Saguntum tenía suficiente importancia para Roma.

Estaba admirablemente situada y adaptada para una base de operaciones contra las posesiones cartaginesas en España, y podía responder al propósito que Messina había servido en Sicilia. En cualquier caso, podría convertirse en una barrera contra el ulterior avance de los cartagineses, y con esta perspectiva había sido recibida bajo la protección romana mientras Hasdrúbal mandaba en España.

El senado romano se sintió convencido de que una advertencia sería seguida de inmediato por un abandono de los designios cartagineses sobre Saguntum, que últimamente se habían hecho más manifiestos, y de los que los saguntinos habían informado repetidamente al senado. En consecuencia, éste envió una embajada a Aníbal (en el año 219 a.C.) para señalarle las consecuencias si persistía en las hostilidades contra los amigos y clientes del pueblo romano. Pero Aníbal no ocultó sus intenciones. Dijo a los embajadores que la alianza entre Sagunto y Roma no era razón para no tratar a la primera como un estado independiente; que tenía tanto derecho como los romanos a interferir en los asuntos internos de Sagunto, y en caso de necesidad a defender esa ciudad del protectorado usurpado de Roma. El senado de Cartago, al que habían llegado desde el campamento de Aníbal, dio una respuesta similar a los embajadores.

Los romanos sabían ahora que ya no tenían que tratar con el pacífico y dócil Hasdrúbal, ni con un pueblo de espíritu quebrado que retrocedía aterrorizado incluso ante la amenaza de guerra. Ahora era el momento, si querían defender seriamente a sus nuevos aliados, de enviar inmediatamente una flota y un ejército a España, y esto lo exigía tanto su propio interés como el de los saguntinos. Pero no se movieron durante todo este año, y dejaron a los desesperados saguntinos a su suerte. Aníbal, sin perder un pretexto para declarar la guerra a Sagunto, puso un asedio regular a la ciudad en la primavera del año 219 a.C. Pero los saguntinos resistieron con la obstinación y la determinación que han caracterizado en todo momento a las ciudades hispanas. Durante ocho meses todos los esfuerzos de los sitiadores fueron en vano. El genio militar de Aníbal fue de poca utilidad en las lentas operaciones de un asedio regular, donde el éxito no depende tanto de las resoluciones rápidas y las combinaciones audaces como de la obstinada perseverancia en un plan metódico. Los ocho meses de tediosa, acosadora y sangrienta lucha por la posesión de Sagunto estaban calculados para disgustar a Aníbal con todas las operaciones de asedio, y encontramos que durante todas sus campañas en Italia las emprendió de mala gana, y sólo perseveró en una con cierto grado de firmeza. Es probable que la esperanza de un socorro romano reforzara el valor de los saguntinos y prolongara su defensa. Pero como esta esperanza al final resultó vana, la resistencia de los valientes defensores de la ciudad condenada fue abatida. Saguntum fue tomada por asalto y sufrió el destino de los conquistados. Los habitantes supervivientes fueron distribuidos como esclavos entre los soldados del ejército victorioso, los artículos de valor fueron enviados a Cartago, el dinero listo se aplicó a los preparativos de la inminente campaña.

Ahora que la guerra había comenzado de hecho, los romanos enviaron otra embajada a Cartago, como si aún creyeran posible preservar la paz. Pero sus exigencias eran tales que podrían haber enviado un ejército al mismo tiempo, pues no podían esperar que los cartagineses les hicieran caso. Los embajadores romanos exigieron que Aníbal y el comité de senadores que acompañaba al ejército les fueran entregados como señal de que la mancomunidad cartaginesa no había tomado parte y no aprobaba la violencia ejercida contra los aliados de Roma. Pero las autoridades de Cartago estaban lejos de sacrificar ignominiosamente a su general y de someterse a la misericordia y generosidad romanas. Se esforzaron por demostrar que el ataque a Saguntum no implicaba una ruptura de la paz con Roma, ya que, cuando esa paz fue concluida por Hamílcar y Catulo en el año 241 a.C., Saguntum aún no figuraba entre los aliados de Roma y, por tanto, no podía incluirse entre aquellos a los que Cartago se había comprometido a dejar sin molestar. Los embajadores romanos se negaron a discutir la cuestión del derecho o el error, e insistieron en la simple aceptación de sus demandas. Por fin, tras un largo altercado, el jefe de la embajada, Quinto Fabio Máximo, recogiendo los pliegues de su toga, exclamó: 'Aquí llevo la paz y la guerra; decid, hombres de Cartago, qué elegís'. 'Aceptamos lo que nos den', fue la respuesta. 'Entonces os damos la guerra', replicó Fabio, extendiendo su toga; y sin decir una palabra más abandonó la casa del senado, en medio de las bulliciosas exclamaciones de la asamblea de que daban la bienvenida a la guerra, y que la librarían con el espíritu que les animaba a aceptarla.

Así se resolvió y se declaró la guerra en ambos bandos, una guerra que no tiene parangón en los anales del mundo antiguo. No era una guerra por una frontera disputada, por la posesión de una provincia o por alguna ventaja parcial; era una lucha por la existencia, por la supremacía o la destrucción. Debía decidir si la civilización grecorromana de Occidente o la semítica de Oriente se establecería en Europa, y determinar su historia para todo el tiempo futuro. La guerra fue una de aquellas en las que Asia luchó con Europa, como la guerra de los griegos y los persas, las conquistas de Alejandro Magno, las guerras de los árabes, los hunos y los tártaros. Cualquiera que sea nuestra admiración por Aníbal, y nuestra simpatía por la heroica y sin embargo derrotada Cartago, estaremos sin embargo obligados a reconocer que la victoria de Roma -el resultado de esta prueba por batalla- fue la condición más esencial para el sano desarrollo de la raza humana.

Desde la primera guerra con Cartago, la fuerza de Roma había aumentado materialmente. En el momento en que estalló la guerra en Sicilia, apenas habían transcurrido diez años desde la finalización de la conquista de Italia. En Samnio, Lucania y Apulia aún vivía la generación que había medido sus fuerzas con Roma en la larga lucha por la supremacía y la independencia. El recuerdo de todos los sufrimientos romanos durante la guerra, la humillación de la derrota, la vieja animosidad y el odio seguían vivos en sus corazones.

Sin embargo, ahora, tras el transcurso de sesenta años, había crecido en Italia una nueva generación que formaba parte viva del cuerpo del pueblo romano y había renunciado a toda idea de llevar una existencia separada. En cien batallas, las naciones conquistadas de Italia habían luchado y sangrado al lado de los romanos. Un sentimiento nacional italo-romano había crecido en las guerras en las que romanos e italianos se habían enfrentado a libios, galos e ilirios. ¿Dónde podían encontrar los pueblos de Italia los placeres, las esperanzas y las bendiciones de la vida nacional, excepto en su unión con Roma?

Desde el punto de vista económico, la supremacía de Roma era, para los italianos, una compensación por la pérdida de su independencia. Había puesto fin a un mal intolerable: las tribus, las interminables disputas y guerras, que parecen ser inseparables de las pequeñas comunidades de civilización imperfecta. Las calamidades de una gran guerra, como la de Sicilia entre Roma y Cartago, golpean la imaginación por las grandes batallas, los sacrificios y las pérdidas a gran escala que las caracterizan; pero las eternas y mezquinas disputas entre vecinos, acompañadas de saqueos, incendios, devastación y asesinatos en todas direcciones, causan una cantidad mucho mayor de sufrimiento humano, especialmente donde, como en Italia en aquella época, cada hombre es un guerrero, cada extraño un enemigo, cada enemigo un ladrón, y todos consideran la guerra como una fuente de beneficios. Este deplorable estado de cosas había cesado en Italia tras el establecimiento de la supremacía de Roma. En lo sucesivo, era sólo el pueblo romano el que hacía la guerra, y el teatro de la guerra había estado en su mayoría más allá de los confines de Italia. Cuando las naciones de Italia habían aportado sus contingentes y contribuido a los gastos de la guerra, podían cultivar sus campos en paz, sin temer que una banda hostil irrumpiera repentinamente en ellos, incendiara el maíz en pie, cortara los árboles frutales, ahuyentara el ganado y se llevara a sus esposas e hijos como esclavos. Sólo los distritos cercanos a la costa habían sido alarmados por los cartagineses durante la primera guerra; pero las regiones interiores habían estado bastante exentas de ataques hostiles; e, incluso en la costa, las numerosas colonias romanas habían ofrecido protección contra los peores males de la guerra.

Las cargas públicas que debían soportar los aliados de Roma eran moderadas. No pagaban impuestos directos. El servicio militar no suponía ninguna dificultad para una población belicosa, sobre todo porque siempre existía la posibilidad de obtener un botín. Las ciudades griegas se encargaban principalmente de suministrar barcos. Los demás aliados enviaban contingentes al ejército romano, que, en conjunto, rara vez ascendían a un número mayor de hombres que los proporcionados por la propia Roma. En el campo de batalla, estas tropas eran avitualladas por el Estado romano y, por tanto, no suponían ningún gasto para los aliados. Si tenemos en cuenta que las diferentes comunidades italianas gozaban, en su mayor parte, de una perfecta libertad y autogobierno en la gestión de sus propios asuntos, y que en todas partes los hombres principales veían aumentada su autoridad por su íntima conexión con la nobleza romana, podemos comprender fácilmente que, al principio de la guerra de Aníbal, toda Italia estaba firmemente unida, y formaba un sorprendente contraste con el estado cartaginés, con sus súbditos descontentos y sus aliados inconstantes.

Del estado de la población de Italia en el periodo anterior a la segunda guerra púnica, estamos tolerantemente bien informados. Polibio relata que en el momento en que los galos amenazaron con invadir Etruria (en el 225 a.C.) se hizo un censo general de las fuerzas militares de las que Roma podría disponer en caso de guerra, y que el número de hombres capaces de oír las armas ascendía a 770.000. Si esta declaración es, en general, de fiar, no sólo por la exactitud de la información obtenida originalmente por los oficiales empleados en el censo, sino por la fiel conservación de las cifras oficiales por parte de los historiadores, podemos deducir de ella que en la época en cuestión, es decir poco antes de la aparición de Aníbal en Italia, la población de la península era casi tan grande como en la actualidad, y que ascendía a unos 9.000.000 en las partes que entonces se incluían en el nombre de Italia, es decir, la península al sur de Liguria y la Galia Transalpina, y excluyendo las islas.

Los estadistas cartagineses tenían una justa apreciación de los peligros que implicaba una guerra con Roma. Los ejércitos romanos estaban compuestos por ciudadanos acostumbrados al uso de las armas, y por fieles aliados igualmente belicosos e igualmente valientes. Fuerzas como éstas no podían igualarlas, ni en cantidad ni en calidad. Los ciudadanos de Cartago no eran tan numerosos como los de Roma, ni estaban disponibles para servir más allá de África. Los súbditos y los aliados no eran muy dignos de confianza. Los libios y los númidas acababan de ser reducidos de nuevo a la sumisión, después de una guerra sanguinaria los españoles apenas se habían doblegado al yugo, y servían más bien a los generales que a la mancomunidad de Cartago. La antigua e indudable superioridad de la armada cartaginesa había desaparecido. Roma era ahora dueña del Mediterráneo occidental, tanto por sus flotas como por la posesión de todos los puertos de Italia, Sicilia, Cerdeña, Córcega, e incluso en la costa de Iliria. En la cuenca del mar Tirreno, en el Adriático y en el Jónico, las operaciones marítimas a gran escala eran muy peligrosas para Cartago, ya que en ningún lugar había un solo puerto abierto para ellos. Podían interrumpir las comunicaciones romanas, capturar transportes y barcos comerciales, hostigar y alarmar las costas de Italia; pero este tipo de guerra pirática no podía dar grandes resultados. En sus finanzas, Cartago ya no era lo que había sido. Sus recursos se habían agotado en las largas guerras de Sicilia y África, y las indemnizaciones de guerra exigidas por Roma eran sentidas incluso por el rico estado de los comerciantes púnicos como una pesada carga. Las nuevas conquistas en España, es cierto, habían supuesto un cierto alivio. Pero la pérdida de Sicilia y la hostilidad de Roma habían paralizado en gran medida el comercio. Incluso antes del final de la guerra de Sicilia, está claro que los recursos financieros de Cartago habían empezado a fallar. El equipamiento de la flota, que fue derrotada en las islas Egadas, había absorbido todos los medios que quedaban a disposición del Estado. Cuando este gran y supremo esfuerzo había fracasado, la paz se había hecho absolutamente necesaria. La guerra con los mercenarios fue provocada por la inoportuna pero necesaria iliberalidad con la que se atendieron las reclamaciones de los soldados por las pagas atrasadas y las compensaciones prometidas. Si España no hubiera dado un rico rendimiento más allá del pago de las empresas militares de Hamílcar y Hasdrúbal, habría sido difícil para Cartago recuperar fuerzas para una nueva contienda. Así las cosas, su debilidad financiera debió ser la causa principal de la lentitud e ineficacia que mostró en el envío de refuerzos a Aníbal.

Así, sólo con sus propias fuerzas, Cartago apenas podía esperar enfrentarse a su odiado y temido antagonista en igualdad de condiciones. Era necesario asegurarse aliados, y los acontecimientos de los últimos años parecían en el más alto grado favorables para organizar en distintas partes una acción combinada contra Roma. Sobre todo, Aníbal contaba con la cooperación de los galos en el norte de Italia. A pesar de sus derrotas en Etruria y en el Po, estaban lejos de estar rotos, desanimados o reconciliados. Por el contrario, el intento de los romanos de establecer colonias en su país provocó su renovada hostilidad. Si estos galos, con sus rudas hordas indisciplinadas y mal armadas por sí solas, fueron capaces de poner en peligro la supremacía romana y de hacer temblar los cimientos del imperio romano, ¿qué no podría esperar Aníbal conseguir con su ayuda, si regulaba su impetuosa valentía, y los alineaba entre sus muy disciplinados soldados libios y españoles? Los galos aún no habían dejado de ser el terror del sur de Europa. Incluso como mercenarios sobresalían en muchas cualidades militares. Luchando por su propia causa, defendiendo sus propios hogares, podrían, en una buena escuela militar, llegar a ser invencibles.

Estas esperanzas aceleraron la resolución de Cartago de renovar la guerra, y determinaron el plan de la campaña. La tierra de los galos en el norte de Italia debía ser la base de las operaciones de Aníbal, y los guerreros galos debían luchar bajo sus estandartes. El expolio y el saqueo de Italia debían pagar los gastos de la guerra. Fue esta consideración la que determinó a Aníbal a marchar a través de los Pirineos y los Alpes hacia el país de los insubrios y los boios, en el Po, donde se le esperaba con impaciencia. Hacía tiempo que estaba negociando con estos pueblos. Le habían proporcionado información sobre los pasos de los Alpes y guías mal prometidos; y contaba con su esforzada ayuda cuando emprendió aquella empresa que llenó al mundo entero de asombro y admiración.

 

 

Los galos no eran los únicos aliados que Aníbal esperaba encontrar en Italia. Sabía que un ejército hostil sería seguramente bienvenido en África por los súbditos descontentos de Cartago. En la época de Agatocles, durante la invasión de Régulo y durante el motín de los mercenarios, los libios y los númidas -y, en una ocasión, incluso los ciudadanos afines de Útica- habían hecho causa común con los enemigos de Cartago. Aníbal esperaba de la misma manera ganarse la adhesión de los marsianos, los samnitas, los campanos, los lucanos y los brutos, tal vez incluso de los latinos, si era capaz, mediante brillantes victorias, de desterrar su temor al poder y la venganza de Roma. No sabía hasta qué punto estos pueblos estaban unidos a Roma, y quizás olvidó que su alianza con los galos, los enemigos comunes de toda Italia, estaba calculada para hacer sospechar su amistad.

No sólo en Italia, sino también más allá de los confines de Italia, los cartagineses esperaban encontrar aliados para un ataque contra Roma. Antígono, el rey de Macedonia, observaba con inquietud la política agresiva de los romanos y su injerencia en los asuntos de los estados griegos. Un partido romano en estos estados no podía sino ser hostil a Macedonia. Era natural, por tanto, que estuviera dispuesto a oponerse a los romanos. Ya había instigado a Demetrio de Faros a la guerra con Roma, y después de su expulsión de Iliria lo había recibido en su corte y se había negado a entregarlo a los romanos. Los mensajeros iban y venían entre Macedonia y Cartago, y Aníbal tenía motivos para esperar que la primera gran victoria le asegurara su cooperación activa en una guerra con Roma.

Estos planes, negociaciones y preparativos ocuparon a Aníbal durante el periodo comprendido entre el invierno del 219 y el 218 a.C. Además, tuvo que prever la defensa militar de España y África durante su ausencia. Envió un cuerpo de 15.000 españoles a Cartago, y una fuerza igual de libios de África a España, haciendo que las tropas sirvieran al mismo tiempo como rehenes para garantizar la fidelidad de sus compatriotas. Al acercarse el invierno, había permitido a sus tropas españolas volver a casa de permiso, con la seguridad de que estarían más dispuestas a reunirse con él para la siguiente campaña en primavera. El saqueo de Saguntum había estimulado su afán de servir bajo el mando del general cartaginés, y estaban dispuestos a probar de nuevo la fortuna de la guerra bajo un líder tan victorioso y liberal.

Cuando en la primavera del 218 a.C., Aníbal hubo reunido de nuevo su ejército e hizo todos los preparativos necesarios, emprendió su marcha desde Nueva Cartago, bastante más tarde, cabe suponer, de lo que había previsto en un principio -a principios del verano-. Su fuerza consistía en noventa mil pies, doce mil caballos y treinta y siete elefantes. Hasta llegar al Ebro, su camino pasaba por el territorio de tribus que ya se habían sometido a Cartago. Pero la tierra entre el Ebro y los Pirineos estaba habitada por pueblos independientes y hostiles, que se resistieron al avance del ejército cartaginés. Aníbal, que no tenía tiempo que perder, sacrificó una parte considerable de su ejército con el propósito de abrirse paso rápidamente a través de este país, y tuvo éxito en su plan, a costa de perder veinte mil hombres. Tras llegar a los Pirineos, dejó a su hermano Hasdrúbal y a diez mil hombres para defender el territorio recién conquistado. Un número igual de soldados españoles los despidió a sus hogares, al comprobar que eran reacios a acompañarle, y que preferían llevar con él un ejército más pequeño de guerreros elegidos y devotos que una gran hueste descontenta. Así, sus fuerzas se redujeron a cincuenta mil pies y nueve mil caballos con los elefantes, cuando cruzó los Pirineos por algún paso cercano al Mediterráneo, aparentemente sin encontrar ninguna dificultad seria. Las tribus galas que vivían entre los Pirineos y el Ródano no se opusieron a la marcha. Sólo cuando Aníbal llegó al Ródano encontró alguna resistencia. Los galos de esa parte del país habían reunido una fuerza en la orilla izquierda, o oriental, del río, y se esforzaron por impedir el paso. Aníbal se vio obligado a detenerse unos días antes de poder cruzar. Envió un destacamento al mando de Hanno más arriba en el río hasta un lugar no defendido, donde cruzaron sin dificultad en balsas construidas rápidamente; mientras tanto, reunió todas las embarcaciones que pudo conseguir, hizo talar árboles y los ahuecó para hacer canoas, y cuando, al tercer día, las señales de fuego de Hanno anunciaron que había llegado a la retaguardia de los galos, forzó el paso. Los galos, atacados por delante y por detrás, no opusieron mucha resistencia. Al quinto día de su llegada al Ródano, Aníbal había ganado la orilla izquierda, e hizo que los elefantes y el pesado equipaje fueran transportados en balsas.

El paso del Ródano aún no se había completado del todo cuando llegó una información que mostraba que era necesaria la máxima prontitud, a menos que todo el plan de la campaña subsiguiente se viera alterado desde el principio. Un ejército romano había desembarcado en Massilia, y ahora estaba a sólo cuatro días de marcha de las bocas del Ródano. Un choque con los romanos en la Galia, aunque hubiera conducido a la más brillante victoria, habría detenido a Aníbal tanto tiempo que el paso de los Alpes habría sido imposible antes de que el invierno se hubiera instalado. Era ya principios de octubre, y en poco tiempo las montañas serían infranqueables; y si no se cruzaban los Alpes antes del invierno, los romanos probablemente bloquearían los pasos, y África, en lugar de Italia, se convertiría en el escenario de la guerra.

La embajada romana que había exigido una satisfacción en Cartago por el ataque a Sagunto, y que había declarado formalmente la guerra, no había sido enviada desde Roma, como cabía esperar, inmediatamente después de la caída de Saguntum en el curso del año 219, sino en la primavera siguiente. La misma lentitud que los romanos habían exhibido en su acción diplomática la mostraron en los preparativos reales de la guerra. Evidentemente, no tenían ninguna idea del plan de Aníbal para la siguiente campaña, ni de la rapidez con la que actuaba su ardiente espíritu. Los romanos se lisonjeaban con la idea de que podrían elegir el momento de iniciar las hostilidades y seleccionar el escenario de la guerra. Esperaron tranquilamente el regreso de los embajadores de España, a los que habían acudido desde Cartago, con el fin de informarse del estado de las cosas y animar a los amigos de Roma a perseverar en su fidelidad. A continuación, se reclutaron los dos ejércitos consulares habituales, el uno destinado, bajo el mando de Tiberio Sempronio Largo, a ser enviado a Sicilia y, desde allí, a cruzar a África para atacar a los cartagineses en su propio país; el otro, bajo el mando de Publio Cornelio Escipión, a actuar contra Aníbal en España. Los romanos esperaban llevar a cabo la guerra con cuatro legiones, sin pensar que veinte no serían suficientes.

Mientras tanto, estaban ocupados en completar la conquista del norte de Italia. Se habían establecido allí dos nuevas fortalezas, las colonias de Placentia y Cremona, con el propósito de mantener el país en sujeción. Cada una de ellas había recibido una guarnición de seis mil colonos. Tres comisionados, entre ellos el consular Lutacio, que había obtenido la victoria decisiva en las Islas Egadas (en el 241 a.C.), se dedicaban a asignar las tierras a los colonos y a tomar las medidas necesarias para la administración de las nuevas comunidades, cuando fueron sorprendidos repentinamente, en la primavera del 218 a.C., por un nuevo levantamiento de los boios. Este pueblo, que vio cómo se distribuían sus tierras entre los colonos romanos, se sintió en grado sumo alarmado y exasperado, y no pudo contener su impaciencia ni esperar la llegada de Aníbal. Cayeron sobre los colonos en distintas partes del país, los obligaron a refugiarse en la ciudad fortificada de Mutina y la sitiaron. Con el pretexto de querer negociar, consiguieron inducir a los tres comisarios a salir de la ciudad para una conferencia, los apresaron a traición y los retuvieron como garantía de la seguridad de los rehenes que se habían visto obligados a entregar a los romanos al concluir la paz.

Ante la noticia de estos acontecimientos, el pretor Lucio Manlio, que comandaba una legión en Ariminum, marchó a toda prisa hacia Mutina; pero fue sorprendido en medio de los densos bosques que, en aquel momento, cubrían aquellas llanuras, fue rechazado con grandes pérdidas y bloqueado en una aldea llamada Tanetum, a orillas del Po, donde levantó terraplenes para su defensa. De este modo, todo el norte de Italia se encontraba de nuevo en estado de insurrección. Los romanos no habían conseguido apagar el fuego en su propia casa antes de que el enemigo la atacara desde fuera. El peligro en el interior era aún más alarmante que la guerra exterior, que podría retrasarse. Por lo tanto, se resolvió en Roma enviar inmediatamente al Po las dos legiones recién recaudadas, que Escipión debía conducir a España, y levantar, en su lugar, dos nuevas legiones para el servicio en España contra Aníbal. Esta medida tendió, por supuesto, a retrasar considerablemente la partida de Escipión, y permitió a Aníbal ganar terreno y llevar a cabo su plan original de evitar una colisión con los romanos hasta que hubiera llegado a Italia.

Cuando por fin, probablemente a finales del verano del 218 a.C., se formaron las legiones de Escipión, éste se embarcó y navegó por la costa de Etruria y Liguria hasta la desembocadura del Ródano, camino de España. Pero al llegar a Massilia le sorprendió la noticia de que Aníbal, al que esperaba encontrar en España, había cruzado el Ebro y los Pirineos, y estaba en marcha hacia el Ródano. Este fue el primer indicio que tuvieron los romanos del plan de Aníbal. Pero aún así Escipión tenía dudas. Si Aníbal pretendía atacar Italia desde el norte, la vía costera hacia Génova, y a través del país de los ligures, era la más cercana. Escipión no sabía con certeza que Aníbal tuviera intención de cruzar los Alpes, ni qué paso elegiría. Para asegurarse de ello, envió un escuadrón de caballos a lo largo de la orilla izquierda del Ródano para buscar a Aníbal. Si hubiera llegado a la Galia unos días antes, para poder disputar el paso del Ródano, podría haber desbaratado el plan de Aníbal. Así las cosas, sus jinetes pronto se encontraron con una partida de caballería númida que bajaba por el río para hacer un reconocimiento. Se produjo una escaramuza, y los romanos, a su regreso, se jactaron de haber tenido la mejor contra un número superior. Las noticias que trajeron bastaron para demostrar que Escipión había llegado demasiado tarde y que Aníbal ya había ganado la orilla izquierda del río. No obstante, Escipión marchó hacia el norte con toda su fuerza, esperando quizás que Aníbal se volviera hacia el sur para encontrarse con él. Pero cuando llegó al lugar donde Aníbal había cruzado el Ródano, y se enteró de que el ejército cartaginés había marchado hacia el interior de la Galia, vio que era inútil seguir avanzando, y ya no tenía dudas sobre el plan de su adversario de penetrar a través de los Alpes en el norte de Italia. Por lo tanto, regresó inmediatamente a Massilia, ordenó a su hermano Cneo que continuara con las legiones el viaje a España, y volvió él mismo con un pequeño destacamento a Génova, desde donde se apresuró a llegar al Po para tomar el mando de las tropas allí reunidas y atacar a Aníbal inmediatamente después de su descenso de las montañas.

Nada prueba más la audacia y la grandeza de la empresa de Aníbal que el hecho de que los romanos no sospecharan de ella hasta que casi había llegado al pie de los Alpes. A pesar de las repetidas advertencias y de la variada información que habían recibido de sus amigos de España, de los masalotes y de los galos vecinos, nunca se les había ocurrido que Aníbal pudiera aventurarse en semejante plan. De hecho, era bien sabido por ellos que los Alpes no eran absolutamente infranqueables. Los numerosos enjambres de galos que habían invadido Italia habían encontrado su camino a través de las montañas. Pero los galos habitaban a ambos lados de los Alpes; se encontraban a gusto entre las rocas escarpadas y las montañas nevadas; y si las tropas irregulares, sin cargar con pesados equipajes, podían encontrar el camino a través de estas regiones salvajes, no se deducía en absoluto que un ejército de españoles, libios, caballos númidas e incluso elefantes intentara escalar aquellas paredes montañosas, donde tendrían que enfrentarse a los terrores de la naturaleza y de las tribus hostiles al mismo tiempo. Sin embargo, cuando Aníbal emprendió la empresa y la llevó a cabo con éxito, la impresión que produjo fue profunda y duradera, y la hazaña se consideró poco menos que milagrosa. Los historiadores se deleitaron en pintar y exagerar los obstáculos con los que tuvo que luchar Aníbal, el carácter salvaje de los montañeses no menos que los terrores de la naturaleza. Polibio censura estas descripciones, que, como señala, tienden a representar a Aníbal, no como un general sabio y prudente, sino como un aventurero temerario. Antes de llevar a cabo su plan, dice Polibio, hizo cuidadosas averiguaciones respecto a la naturaleza del país por el que tenía que marchar, los sentimientos de los habitantes y la longitud y el estado del camino. Su convicción de que la empresa sería difícil y peligrosa, pero no imposible, quedó justificada por los acontecimientos. Pero parece seguro que si Aníbal, como sin duda esperaba, hubiera podido iniciar su marcha un mes antes, su pérdida al cruzar los Alpes habría sido considerablemente menor.

Tan pronto como Aníbal tuvo a todo su ejército, incluidos los elefantes y el equipaje, en la orilla izquierda del Ródano, marchó hacia el norte, y alcanzó en cuatro días la confluencia del Ródano y el Isère. El país situado entre estos dos ríos se llamaba la "Isla", y estaba habitado por los allobrogianos, una de las tribus galas más grandes y valientes. A su llegada, Aníbal encontró a los nativos enfrascados en una disputa entre dos hermanos por la jefatura. Favoreció las pretensiones del hermano mayor, y con su intromisión resolvió rápidamente la disputa, ganándose así la amistad y el apoyo del nuevo jefe. Su ejército fue ampliamente abastecido con comida, calzado, ropa de abrigo y armas nuevas, y fue acompañado por la tribu amiga hasta que llegó al pie de los Alpes.

Es, incluso hasta el día de hoy, una cuestión no resuelta por qué camino marchó Aníbal hacia y a través de los Alpes, aunque Polibio lo describe con todo detalle, y estaba bien cualificado para hacerlo, habiendo, sólo cincuenta años después de Aníbal, viajado por el mismo terreno, con el fin de dar una descripción del mismo en su gran obra histórica.

Pero las descripciones que los escritores antiguos dan de las localidades son, en su mayor parte, sumamente defectuosas y oscuras. Incluso a partir de la propia narración de César no podemos distinguir con certeza dónde cruzó el Rin y el Támesis, y dónde desembarcó en la costa de Gran Bretaña. Los imperfectos conocimientos geográficos que poseían los antiguos, sus nociones erróneas sobre la forma y la extensión de los países, sobre la dirección de los ríos y las cordilleras con respecto a los cuatro puntos cardinales, explican en cierta medida estas inexactitudes. Al no estar acostumbrados, desde su juventud, a tener mapas precisos ante sus ojos, crecieron con concepciones indistintas, y estaban casi acostumbrados a un modo de expresión suelto e incorrecto al hablar de tales asuntos. Pero parece que, aparte de este conocimiento imperfecto de la geografía, carecían de la aguda observación de la naturaleza que distingue a los modernos. Como parecen casi insensibles a las bellezas de los paisajes, eran descuidados en el examen y el estudio de la naturaleza; y sus descripciones de los paisajes rara vez son tales que podamos dibujar un mapa o un cuadro preciso a partir de ellas, o identificar las localidades en la actualidad. Además, los rasgos permanentes de los paisajes -las montañas, los ríos, las cañadas, los lagos y las llanuras- rara vez tenían nombres universalmente conocidos y generalmente corrientes, como ocurre en la actualidad; tampoco había mediciones precisas de las distancias, las alturas de las montañas, la anchura de los pasos y cosas similares. Cuando, además de estos defectos, faltaban incluso los asentamientos humanos, las ciudades o las labranzas con nombres conocidos y reconocibles, resultaba imposible describir una ruta como la de Aníbal a través de los Alpes con una precisión que excluyera toda duda.

Así, ha sucedido que cada paso alpino, desde el del Monte Genevre hasta el del Simplón, ha sido declarado a su vez como aquel por el que Aníbal cruzó a Italia. Nadie puede resolver esta cuestión de forma satisfactoria si no ha recorrido él mismo todos los pasos. Debemos dejar esta investigación a un viajero alpino con suficiente tiempo libre y entusiasmo, y mientras tanto limitarnos, bajo la guía de Polibio, el testigo más antiguo y fiable, a encontrar un camino que tenga la posibilidad y la probabilidad a su favor, aunque, quizás, la certeza absoluta sea inalcanzable.

Las distancias dadas por Polibio sólo dejan, en realidad, la duda de si Aníbal cruzó por el Pequeño San Bernardo o por el Monte Cenis. Ahora es cada vez más la opinión universal de que Aníbal utilizó la primera de estas dos rutas. Esta era la vía habitual por la que las tribus galas del valle del Po se comunicaban con sus compatriotas de la Galia transalpina. Sólo por este paso podían obtener auxiliares, como hacían a menudo desde más allá de los Alpes; pues el territorio de los salasios, sus amigos y aliados, se extendía hasta el pie de este paso en el lado italiano, mientras que el paso del Monte Cenis se adentraba en el país de sus enemigos, la tribu ligur de los taurinos. Los guías que los insubrios habían enviado a Aníbal, y que habían prometido conducirlo por un camino seguro, no podían aconsejarle que tomara el camino del Monte Cenis. Parece por tanto muy probable que Aníbal marchara por el paso del Pequeño San Bernardo. Pero ahora surge otra dificultad, a saber, la de determinar por qué camino llegó a este paso desde la "Isla" de los alobrigenses. El camino más corto y fácil parece ser el que bordea el río Isere, que lleva casi al pie del paso. Pero las distancias dadas por Polibio están en desacuerdo con esta ruta; y, además, cuando dice que Aníbal marchó "a lo largo del río", sólo puede haberse referido al Ródano, y no al Isere. Parece, por tanto, la opinión más probable, que Aníbal siguió el curso del Ródano, evitando, sin embargo, las agudas ataduras, hasta que llegó al lugar donde las montañas de Saboya (el Monte del Chat) se acercan al río; que cruzó esta cadena de montañas, y marchó más allá de la actual ciudad de Chambery en dirección sur hasta que alcanzó el Isere de nuevo en Montmelian, y siguió su curso hasta el pie del Pequeño San Bernardo.

Durante diez días el ejército marchó por terreno llano sin encontrar ninguna dificultad. Los jefes allobrogianos, que al parecer no eran reacios al saqueo, temían la caballería de Aníbal y su escolta gala. Pero cuando estos últimos regresaron a casa y Aníbal entró en los desfiladeros de las montañas, encontró el camino bloqueado por los montañeses en un lugar donde la fuerza no podía servir de nada. Sus guías le informaron de que el enemigo acostumbraba a mantener las alturas vigiladas sólo de día, y a retirarse por la noche a su ciudad vecina. Por lo tanto, hizo que sus tropas con armas ligeras ocuparan el paso por la noche. Los ataques de los bárbaros, que volvieron al día siguiente y hostigaron la larga línea de marcha que avanzaba lentamente, fueron rechazados sin mucha dificultad.

Sin embargo, Aníbal perdió varias bestias de carga y buena parte de su equipaje, siendo este último sin duda el principal objetivo de los bárbaros. Afortunadamente, muchos de los animales y algunos prisioneros fueron recuperados en la ciudad que se encontraba cerca del paso, y que contenía también provisiones para unos días.

Habiendo dado a sus tropas un día de descanso, Aníbal continuó su marcha. Al cuarto día, los nativos le salieron al encuentro con ramas de árboles en la mano en señal de amistad, y le pidieron que marchara por su tierra sin hacerles ningún daño. Trajeron ganado y ofrecieron rehenes como prueba de su sinceridad. Aníbal sospechó que todos estos signos de devoción eran insinceros y pretendían adormecerle. Por lo tanto, aunque aceptó sus ofertas, se preparó contra la traición, envió su equipaje y su caballería por adelantado, y cubrió la marcha con su infantería. De este modo, la parte más pesada del ejército pasó por los lugares más difíciles y se encontraba en una seguridad tolerable, cuando, al tercer día, los bárbaros infieles se precipitaron al ataque, rodaron y lanzaron piedras desde ambos lados del estrecho paso y mataron a un gran número de hombres y animales. Aníbal se vio obligado a pasar una noche lejos de su equipaje y su caballería. Pero ésta fue la última vez que los montañeses intentaron seriamente obstruir su marcha. A partir de ese momento sólo se aventuraron a realizar actos aislados de saqueo, y poco después Aníbal alcanzó la cima del paso, al noveno día de haber iniciado la ascensión.

Era ya casi finales de octubre y el suelo estaba ya cubierto de nieve recién caída. No es de extrañar que los hombres nacidos bajo el sol ardiente de África, o en el clima genial de España, sintieran que su corazón se hundía dentro de ellos en aquellas regiones frías y lúgubres, cuando medían las penurias que aún les esperaban con las que habían soportado. Aníbal se esforzó por levantar su valor dirigiendo sus ojos hacia Italia, que se extendía a sus pies como una tierra prometida, la meta de sus esperanzas y la recompensa de su perseverancia. Entonces, tras un descanso de dos días, comenzó la marcha descendente. Ésta no fue molestada más por ningún ataque hostil; pero los obstáculos que la naturaleza presentó fueron mayores. La nieve cubría lugares peligrosos y, al romperse bajo los pies de los hombres, arrojaba a muchos a precipicios. Una parte del camino se había hecho intransitable, y estaba parcialmente rota, por las avalanchas. Al intentar pasar por un camino lateral sobre un glaciar, el paso del ejército pronto redujo la nieve reciente a un fango, y en el hielo que había bajo la nieve los hombres resbalaron, mientras que los caballos se abrieron paso con sus cascos y se quedaron fijos en él. Aníbal se vio obligado a detenerse y a reparar la parte rota del camino. Todo el ejército se puso a trabajar, y así bastó un día para restaurar el camino lo suficiente para que pasaran los caballos y las bestias de carga. Pero pasaron tres días más antes de que los númidas consiguieran hacer el camino lo suficientemente ancho y firme para los elefantes. Cuando por fin se superó este último obstáculo, el ejército pasó de la región de la nieve a las laderas más bajas y suaves, y en tres días más acampó al pie de los Alpes.

 

 

Así, por fin, Aníbal llevó a cabo su tarea, pero a un coste que hizo dudar de si no habría sido más prudente no haberla emprendido. De los 59.000 guerreros elegidos que habían marchado desde España, no menos de 33.000 habían sido eliminados por la enfermedad, la fatiga o la espada del enemigo. Sólo 12.000 libios y 8.000 españoles a pie y 6.000 a caballo habían llegado, al lugar donde la verdadera lucha no debía terminar, sino comenzar. Y estos hombres estaban en una condición que podría haber inspirado piedad incluso a los enemigos. Los innumerables sufrimientos, las miserias, las heridas, el hambre, el frío y las enfermedades los habían privado casi de la apariencia de seres humanos y los habían embrutecido en cuerpo y mente. Con nuestra admiración por el genio de Aníbal se mezcla un asombro involuntario por el hecho de que pensara que el objeto que había conseguido era digno de tal precio, y que, a pesar de sus pérdidas, fuera capaz de justificar la sabiduría de su determinación con el éxito más brillante. No es fácil desterrar la sospecha de que Aníbal preveía menos dificultades en el paso de los Alpes de las que encontró. Aunque los ataques de los montañeses probablemente no fueron tan serios como se representan, sin embargo se sumaron materialmente a las pérdidas del ejército. Sin duda, Aníbal estaba justificado al esperar que estas tribus le recibieran como amigo y aliado de sus compatriotas del Po, y podemos suponer que habían prometido formalmente ayudar en lugar de obstruir el paso. No sabemos cómo explicar su hostilidad. Quizás su único objetivo era el saqueo. Las obstrucciones así causadas fueron tanto más graves cuanto que Aníbal estaba demasiado avanzado en la estación para cruzar las montañas con facilidad. Pero es imposible determinar la causa de este retraso: si la salida de Aníbal de Nueva Cartago se pospuso indebidamente; si la campaña entre el Ebro y los Pirineos, o el paso de estas montañas, o la marcha a través de la Galia, o el cruce del Ródano y las transacciones con los alobrigenses le retrasaron más de lo que había calculado; o si, a pesar de todas sus averiguaciones, no tenía un conocimiento correcto de las distancias y las dificultades del camino. Pero no cabe duda de que el frío, sumado a la fatiga de la escalada entre hielo y nieve, fue más pernicioso para sus hombres que cualquier otra cosa. Una marcha de quince días bajo el peso de las armas y el equipaje, por las montañas más altas y escarpadas de Europa, y por unos caminos que el transeúnte de los hombres y los animales por sí solo, sin ninguna habilidad de ingeniería, había hecho, y quince noches de vivac donde incluso en octubre los vientos fríos penetrantes barren desde los campos de nieve y los glaciares, eran por sí solos suficientes para destruir un ejército. ¿Cuál debió ser el destino de los que cayeron por agotamiento, o se quedaron atrás heridos o enfermos? Nada se dice en esta narración (y muy raramente en cualquier otro momento en los relatos de la guerra antigua) de los enfermos y heridos. Sin duda, toda herida o enfermedad grave causaba la muerte, especialmente en una marcha en la que incluso los hombres vigorosos tienen dificultades para seguir el ritmo de sus camaradas. Los acontecimientos recientes han demostrado que el cuidado de los enfermos y heridos en la guerra es un producto muy tardío y muy imperfecto de la civilización y la filantropía.

El ejército necesitó unos días para recuperarse de su fatiga antes de que Aníbal pudiera aventurarse a iniciar la campaña, en una época en la que, en circunstancias ordinarias, había llegado el momento de los cuarteles de invierno. Entonces se dirigió contra los taurinos, una tribu ligur que era hostil a los insubrios y que había rechazado su alianza ofrecida. En tres días, su ciudad principal fue tomada, sus hombres de combate abatidos, y se hizo evidente a todos sus vecinos que sólo tenían que elegir entre la destrucción y la alianza cartaginesa. Como consecuencia de ello, todas las tribus del alto valle del Po, tanto ligures como galos, se unieron a Aníbal. Las tribus que vivían más al este todavía dudaban, por miedo a los ejércitos romanos que ocupaban su país. Aníbal, para que se unieran a él, consideró necesario marchar inmediatamente contra los romanos y obligarles a aceptar una batalla.

Podemos suponer que apenas fue necesario que Aníbal instara a sus soldados a la valentía. Su conducta hasta ese momento era una garantía suficiente para el futuro. Sin embargo, como se nos dice, Aníbal puso ante sus ojos un espectáculo para demostrar que la muerte no tiene terrores para un hombre si la muerte o la victoria es la única posibilidad de librarse de males insoportables. Ante el ejército reunido, preguntó a sus prisioneros galos si estaban dispuestos a luchar entre ellos hasta la muerte, siempre que la libertad y las espléndidas armas fueran la recompensa de la victoria. Cuando con una sola voz todos se declararon dispuestos a jugarse la vida por la libertad. Aníbal seleccionó por sorteo varias parejas de combatientes. Estos lucharon, cayeron o vencieron como héroes, y fueron envidiados por aquellos de sus compañeros que no habían tenido la suerte de ser seleccionados. Estos miserables cautivos bárbaros mostraron lo que se puede esperar de los soldados que luchan por el premio mayor, y los hombres de Aníbal no estaban dispuestos a ceder ante ellos en espíritu militar.

Casi parece que el resultado de la primera guerra púnica había producido entre los romanos un sentimiento de superioridad sobre los cartagineses. No tenían la menor idea del cambio que se había producido en el ejército cartaginés y de que, en lugar de mercenarios galos, los súbditos y aliados libios y españoles formaban ahora la principal fuerza de sus antiguos enemigos. Por supuesto, ignoraban aún más el genio militar de Aníbal. En consecuencia, estaban llenos de valor y confiados en la victoria; y Escipión, como se había aventurado en la Galia a avanzar contra Aníbal con una fuerza inferior, no dudó ahora en hacer lo mismo. Desde Placentia marchó hacia el oeste a lo largo de la orilla izquierda del Po, cruzó el Ticino y se encontró de repente cara a cara con un considerable cuerpo de caballería, que Aníbal, avanzando por la misma orilla río abajo, había enviado antes que el cuerpo principal de su ejército para reconocerlo. Así pues, el primer encuentro en suelo italiano tuvo lugar entre el Po y el Ticino. No adquirió las dimensiones de una batalla. No se enfrentó ninguna infantería romana, excepto las tropas con armas ligeras; pero el conflicto fue severo y terminó, tras una animada resistencia, en una decidida repulsa de los romanos. El propio Escipión dio a sus hombres el ejemplo de valentía. Luchando en las primeras filas, fue herido, y debió su vida al heroísmo de su hijo, entonces un joven de diecisiete años, pero destinado a convertirse en el conquistador de Aníbal, y a terminar la terrible guerra tan inauspiciosamente abierta en el Ticino. Después de este control, Escipión no podía pensar en aventurarse en una batalla regular. El terreno llano de los alrededores era demasiado favorable para la superior caballería de los cartagineses. Por lo tanto, realizó una retirada apresurada e incluso precipitada, sacrificando un destacamento de 600 hombres, que cubrieron el puente sobre el Po hasta que fue destruido por el ejército en retirada y, con menos suerte que Horacio Codes en los buenos tiempos, todos fueron hechos prisioneros de guerra.

Para cruzar el Po, Aníbal se vio obligado a ascender por su orilla durante cierta distancia, hasta que encontró un lugar donde los elefantes y la caballería podían nadar la corriente, y donde era fácil construir un puente para la infantería. Luego avanzó hacia Placentia, cerca de cuya ciudad el cónsul Escipión había construido un campamento fortificado. Cruzó, según parece, el pequeño río Trebia, que, bajando de los Apeninos en dirección norte, se une al Po no muy lejos al oeste de Placentia. Así, los dos ejércitos volvieron a enfrentarse, y Aníbal estaba ansioso por provocar un combate decisivo, mientras que Escipión, moderando su ardor tras su reciente mal éxito, y además obligado a la inactividad por su herida, se mantuvo dentro de sus líneas. Fue una gran suerte para los romanos que hubieran completado la fortificación de Placentia y Cremona. Sin estas dos fortalezas habrían sido incapaces, tras la aparición de Aníbal, de mantener su posición en el valle del Po, y los galos habrían estado durante toda la guerra mucho menos obstaculizados en sus operaciones ofensivas como aliados de Aníbal, si las guarniciones romanas en esas dos fortalezas no les hubieran mantenido en constante alarma por la seguridad de su propio país.

 

 

Todavía los galos no se habían declarado unánimemente a favor de Aníbal. La mayoría de ellos estaban dispuestos a abandonar la causa de Roma, otros vacilaban en su fidelidad, unos pocos se mantenían firmes y enviaban auxiliares. Pero Escipión no podía confiar en estos hombres. En una noche, más de 2.000 de ellos se amotinaron en el campamento romano, dominaron a los centinelas de las puertas y salieron corriendo para unirse a Aníbal. Fueron recibidos amablemente, alabados por su conducta, y despedidos a sus hogares con grandes promesas si persuadían a sus compatriotas a rebelarse contra Roma. Aníbal tenía ahora la esperanza de que todas las tribus galas se unieran a su estandarte, y deseaba ansiosamente una oportunidad para asestar al ejército romano un golpe decisivo, que pudiera inspirar a los galos confianza en su fuerza.

Escipión, por su parte, trató de evitar un conflicto. Como no se sentía lo suficientemente seguro en el terreno llano, en las inmediaciones de Placentia, levantó su campamento por la noche y, empleando el máximo silencio, marchó más arriba del Trebia, con el fin de conseguir un lugar más favorable para acampar en las colinas que forman las últimas estribaciones de los Apeninos que corren hacia el norte, hacia el Po. Como el ejército de Aníbal no estaba lejos, este movimiento era sin duda peligroso, especialmente porque la marcha de Escipión pasaba por delante del campamento hostil. A pesar del cuidado empleado para evitar el ruido, el movimiento de los romanos fue percibido. Los jinetes de Aníbal les pisaban los talones inmediatamente, y si no se hubieran retrasado por el saqueo del campamento romano, habría sido difícil para Escipión alcanzar, sin grandes pérdidas, la orilla izquierda, u occidental, del Trebia, y fortificar allí un nuevo campamento. Así las cosas, consiguió hacerse con una posición fuerte, en la que se encontraba en perfecta seguridad, y pudo esperar la llegada de su colega Sempronio, que, con su ejército, se dirigía desde Sicilia.

Como hemos visto anteriormente, Sempronio había navegado, a principios del verano, con dos legiones hacia Sicilia. En esa provincia había hecho los preparativos para un desembarco en África, pero se había visto detenido por la energía con la que los cartagineses habían iniciado las hostilidades en ese barrio. Incluso antes de su llegada, una escuadra cartaginesa de veinte buques de guerra había aparecido en las aguas sicilianas. Tres de ellos habían sido empujados por una tormenta al estrecho de Mesana, y habían sido capturados por la flota siracusana con la que el antiguo rey Hiero estaba preparado para unirse al cónsul romano. A través de los prisioneros, Hiero se enteró de que una flota cartaginesa estaba en camino para sorprender a Liria y promover un levantamiento de los súbditos romanos en Sicilia, muchos de los cuales lamentaban el cambio de amos y habrían deseado volver a su antigua lealtad. Esta importante noticia se comunicó inmediatamente al pretor, M. Aemilius, que en ese momento mandaba en Sicilia; se advirtió a la guarnición de Liria y se mantuvo preparada la flota romana, mientras que en toda la costa se mantuvo una estricta vigilancia de los cartagineses, y se enviaron mensajeros a las distintas ciudades para ordenar la vigilancia. En consecuencia, cuando la flota púnica, compuesta por treinta y cinco velas, se acercó a Liribea, encontró a la guarnición romana preparada para recibirla. No había posibilidad de tomar la ciudad por sorpresa. Los cartagineses resolvieron, por tanto, ofrecer batalla a la flota romana, y se presentaron a la entrada del puerto. No se da el número de los barcos romanos. Livio sólo menciona la circunstancia de que estaban tripulados con tropas mejores y más numerosas que las de los cartagineses. Estos últimos, por tanto, trataron de evitar ser abordados, y confiaron en su habilidad en el uso de los picos (rostra) para inutilizar y hundir las naves hostiles. Pero sólo tuvieron éxito en un caso, mientras que los romanos abordaron varios de sus barcos y los capturaron, con sus tripulaciones, que ascendían a 1.700 hombres. El resto de los barcos cartagineses escaparon. De nuevo se demostró que el mar, su elemento peculiar, se había vuelto desfavorable para los cartagineses; mientras que, por otro lado, el genio de Aníbal tuvo el efecto de invertir la fuerza relativa y la confianza de las dos naciones en sus fuerzas terrestres, y de hacer olvidar la superioridad de las legiones romanas sobre los mercenarios cartagineses.

Mientras tanto, Tiberio Sempronio había llegado a Sicilia con su flota de ciento sesenta velas y dos legiones, y había sido recibido por el rey Hiero con el respeto debido al representante de la majestad de Roma. Hiero puso su flota a disposición del cónsul, le ofreció su homenaje y sus votos por el triunfo del pueblo romano, y prometió mostrarse en su vejez tan fiel y perseverante en el servicio del pueblo romano como lo había sido en la anterior guerra, cuando estaba en el vigor de la virilidad. Prometió proporcionar a las legiones y tripulaciones romanas, a sus expensas, ropa y provisiones, y luego informó sobre el estado de la isla y los planes de los cartagineses. Las dos flotas navegaron en compañía hasta Lilybea. Allí comprobaron que el designio de los cartagineses sobre Liribea había fracasado y que la ciudad estaba a salvo. Por lo tanto, Hiero regresó con su flota a Siracusa; Sempronio navegó hasta Malta, que el comandante cartaginés Hamilcar, hijo de Gisco, rindió con la guarnición de 2.000 hombres. Estos prisioneros, así como los hombres capturados en el enfrentamiento frente a Lilybaeum, fueron vendidos como esclavos, con la excepción de tres nobles cartagineses. Sempronio navegó entonces en busca de la flota hostil, que, mientras tanto, cometía depredaciones en las aguas italianas, y que creyó encontrar entre las islas Líparianas. Se equivocó, y a su regreso a Sicilia recibió información de que estaba asolando la costa de Italia cerca de Vibo. Pero su acción ulterior en el sur fue detenida por la noticia, que llegó poco después, de la marcha de Aníbal a través de los Alpes. Se preparó inmediatamente para unirse a su colega Escipión en la Galia Cisalpina. Colocando veinticinco barcos bajo el mando de su legado Sexto Pomponio para la protección de la costa italiana, y reforzando la escuadra del pretor M. Aemilius a cincuenta velas, envió el resto de su flota con sus tropas a Ariminum en el Adriático. Una vez regulados los asuntos en Sicilia, siguió al cuerpo principal con diez barcos. Al resto de su ejército que no pudo ser llevado a bordo de la flota le ordenó que se dirigiera a Ariminum por tierra, dejando a cada soldado en libertad de encontrar su camino lo mejor que pudiera, y sólo obligándolos por juramento a presentarse en Ariminum el día señalado.

Desde Ariminum, Sempronio marchó hasta la Trebia, donde efectuó su unión con Escipión, aparentemente sin dificultad. El ejército romano contaba ahora con más de 40.000 hombres y, por tanto, era más numeroso que el de los invasores. Pero la posición de Aníbal estaba ahora muy mejorada. Gracias a la traición de un oficial latino de Brundusium, había conseguido la posesión del lugar fortificado de Clastidium (ahora llamado Casteggio, cerca de Montebello), donde los romanos habían recogido sus suministros. De este modo, disponía ahora de abundantes provisiones, mientras que el ejército romano, engrosado por la llegada de Sempronio hasta el doble de su número original, sintió, sin duda, con mayor intensidad la pérdida de los suministros que habían sido destinados a su uso. En estas circunstancias, Sempronio deseaba naturalmente provocar una batalla. No había venido desde Sicilia para encerrarse en un campamento fortificado en el Trebia, y mirar tranquilamente, mientras una tribu tras otra en la Galia Cisalpina se unía a Aníbal, y engrosaba el ejército hostil. Bien podría preguntarse con qué propósito se enviaron dos ejércitos consulares contra el enemigo, excepto para atacarlo y derrotarlo. Había tenido éxito en su propia provincia de Sicilia, y había sido cruzado y frustrado en un ataque directo a Cartago por orden del senado, que lo retiró y lo trasladó al norte de Italia. Si era tan afortunado como para destruir el ejército de Aníbal, tendría la gloria de haber llevado rápidamente la guerra a una conclusión triunfal. Tampoco compartiría esta gloria con nadie, ya que, mientras su colega Escipión estaba incapacitado por su herida, tenía el mando indiviso de los dos ejércitos consulares. Polibio, negándose a considerar la resolución de Sempronio como el resultado de un cálculo racional, o de la necesidad de su posición, le acusa de imprudencia y vanidad, contrastando con su conducta la prudente cautela de Escipión, de quien se dice que le disuadió de arriesgar una batalla. Apenas podemos decidir si Polibio tiene razón o no. Es posible que Sempronio, al igual que Escipión al principio, no tuviera una estimación justa del enemigo con el que tenía que tratar y que, creyendo segura la victoria, estuviera demasiado ansioso por asegurarse la gloria. Al mismo tiempo, es bastante evidente que Polibio, en su parcialidad hacia Escipión, se esfuerza al máximo por echar sobre los hombros de Sempronio la culpa de la derrota en la Trebia. Era amigo de la casa Cornelia, y no podía sino imbuirse en el círculo familiar de los Escipiones de todas las opiniones más acordes con la reputación de esa familia, opiniones que ha hecho lo posible por propagar y respaldar con su autoridad.

Los dos ejércitos hostiles estaban acampados a poca distancia el uno del otro; los cartagineses más cerca de Placentia, en la orilla derecha u oriental del Trebia, los romanos más arriba del río, en la orilla izquierda. Tuvo lugar un combate de caballería que, al terminar aparentemente en beneficio de los romanos, aumentó la confianza de Sempronio. Esto lo esperaba Aníbal. Sabía que los romanos no aplazarían la decisión mucho más tiempo, eligió su campo de batalla con el ojo infalible de un general consumado, e hizo todos los preparativos necesarios para la inminente lucha.

No muy lejos del campamento romano, pero en el lado opuesto del Trebia, había un curso de agua seco con altas orillas cubiertas de arbustos, lo suficientemente altas como para ocultar a la infantería e incluso a la caballería. Aquí Aníbal ordenó a su animoso y joven hermano Mago que se dirigiera antes del amanecer con mil jinetes elegidos y otros tantos soldados de a pie, y que se pusiera en emboscada hasta que se diera la señal. Entonces envió a la caballería númida a través del río justo contra el campamento romano para atraerlos a la batalla. Se produjo lo que él esperaba. Tan pronto como los romanos, a primera hora de la mañana, divisaron a los númidas, Sempronio, sin dar siquiera tiempo a sus hombres a fortalecerse con la habitual comida matutina, ordenó a toda su caballería, cuatro mil hombres, que avanzara contra ellos, y a los de a pie que les siguieran. Los númidas se retiraron al otro lado del río, perseguidos de cerca por la caballería y la infantería romanas. El día era crudo, húmedo y frío. Era hacia la mitad del invierno, y el aguanieve y la nieve llenaban el aire. La noche anterior había caído una copiosa lluvia en las montañas, y el río Trebia había crecido tanto que los soldados al vadearlo se pusieron de pie a la altura del pecho en el agua helada. Tiesos por el frío y fatigados por el hambre, llegaron a la orilla derecha, e inmediatamente se encontraron frente al ejército de Aníbal, que estaba dispuesto en una larga línea de batalla, la infantería, con 20.000 hombres, en el centro, 10.000 jinetes y los elefantes en las alas. Aníbal se preocupó de que sus hombres tuvieran un buen descanso nocturno y se prepararan para el trabajo del día con un amplio desayuno.

La batalla apenas había comenzado cuando los romanos perdieron toda posibilidad de victoria. La superior caballería cartaginesa se impuso a la romana por ambas alas y, en combinación con los elefantes, atacó a las legiones por los flancos mientras la infantería libia, española y gala de Aníbal se enfrentaba a ellas por delante. Sin embargo, los romanos mantuvieron su posición durante un tiempo con el máximo valor, hasta que Mago, con sus dos mil hombres, salió de la emboscada y los tomó por la retaguardia. El terror y el desorden se extendieron ahora entre ellos. Sólo diez mil hombres del centro de la línea romana mantuvieron sus filas intactas y, abriéndose paso entre los galos que se les oponían, hicieron buena su retirada hacia Placentia; el resto de la infantería romana, en una confusión impotente, intentó recuperar su campamento en el lado occidental del Trebia. Pero antes de que pudieran cruzar el río, la mayor parte fue abatida por la numerosa caballería de los cartagineses, o pereció bajo los pies de los elefantes. Muchos encontraron la muerte en el río, que con su crecida y helada inundación les cortó la retirada. Algunos alcanzaron el campamento; otros, especialmente la caballería que había sido expulsada del campo por ambos flancos, se unieron al cuerpo de diez mil que fue el único que efectuó una retirada ordenada hacia Placentia. La persecución duró hasta que los chubascos de lluvia mezclados con nieve obligaron a los conquistadores a buscar el refugio de sus tiendas. El tiempo era tan amargamente frío y tempestuoso que el ejército de Aníbal sufrió gravemente y casi todos los elefantes perecieron.

La tempestad continuó arreciando durante toda la noche. Bajo su cobertura, Escipión consiguió cruzar el río Trebia con los restos del ejército derrotado y llegar a Plasencia sin ser molestado por los victoriosos pero exhaustos cartagineses. En esta ciudad y en Cremona, al abrigo de las fortificaciones recién construidas, los restos destrozados de las cuatro legiones pasaron el resto del invierno a salvo. Los suministros del país circundante estaban cortados, ya que para entonces los galos se habían levantado en masa contra Roma, y la caballería de Aníbal corría libremente por toda la vasta llanura en torno al Po. Pero la navegación de este río, al parecer, seguía abierta. Las barcas de pesca de los nativos no podían detener los barcos armados de los romanos, y así los colonos y soldados romanos recibieron los suministros necesarios y pudieron mantener su posición en este periodo tan crítico.

La gran batalla del Trebia (218) fue la operación final y de coronación de la campaña de Aníbal, la recompensa por los innumerables trabajos y peligros que él y su valiente ejército habían afrontado. La marcha desde Nueva Cartago hasta Placencia a través del Ebro, los Pirineos, el Ródano, los Alpes y el Po, en gran parte a través de naciones hostiles y por caminos miserables, con un ejército compuesto por diferentes razas y sin ningún sentimiento de devoción patriótica, no tiene parangón en ninguna hazaña militar de la historia antigua o moderna. Pero lo que la eleva por encima de la esfera de la mera audacia aventurera, y la califica como un logro digno de un gran general, es la espléndida victoria con la que se cerró.

Esta victoria produjo los resultados más importantes. Incluso la ganancia inmediata y directa fue grande. Los dos ejércitos consulares quedaron destrozados. No se indica el número de muertos y prisioneros, pero difícilmente podemos suponer que fuera menos de la mitad de todo el ejército comprometido. Aún mayor fue el efecto moral. A partir de ese momento, el nombre de Aníbal fue terrible para el soldado romano, como lo había sido antiguamente el nombre de los galos. Y estos dos enemigos más terribles de Roma estaban ahora unidos, enardecidos por la victoria y dispuestos a volver sus armas contra la ciudad consagrada. La espantosa calamidad que se abatió sobre la república tras el negro día de la Allia podría ahora no sólo repetirse, sino superarse. En aquella ocasión, el Capitolio al menos había roto el ataque de los bárbaros y había salvado a la nación romana de la extinción. Pero, ¿qué posibilidad había ahora de resistir al hombre que, con el escaso apoyo de las tribus galas, había destruido un ejército romano superior, y ahora dirigía a todos los enemigos hereditarios del nombre romano contra la ciudad? Para hacer frente a tales peligros, sin desesperarse, los romanos necesitaban toda la férrea firmeza de su carácter, que nunca fue más formidable que cuando aparecían verdaderos terrores por todos lados.

Tal firmeza era tanto más necesaria cuanto que Aníbal, en este primer periodo de la guerra, demostró que su intención era socavar el estado romano por dentro, mientras lo atacaba por fuera. Tras su victoria en el Trebia, dividió a sus prisioneros en dos clases. A los que eran ciudadanos romanos los mantuvo en riguroso cautiverio. A los aliados romanos los despidió sin rescate, y les aseguró que había llegado a Italia para liberarlos del yugo romano. Si querían recuperar su independencia, sus tierras y ciudades perdidas, debían unirse a él, y con la fuerza unida atacar al enemigo común de todos ellos.

A pesar de lo avanzado de la estación y de la severidad del invierno, Aníbal mostraba una inquieta actividad. Estaba ocupado en organizar la alianza de las tribus galas contra Roma. Los boios le trajeron, como prenda de su fidelidad, los tres comisarios romanos que habían capturado. También se le unieron los ligures, que año tras año habían sido cazados y acosados por los romanos como bestias salvajes, y que trajeron como rehenes a algunos nobles romanos que habían capturado en su país. Aún así, los romanos mantenían varios lugares fortificados en el Po. Uno de ellos, llamado Victumviae, fue asaltado por Aníbal, y los defensores fueron tratados con toda la severidad de las leyes de la guerra; el intento de tomar otro fuerte por sorpresa fracasó. Los dos lugares principales, Plasencia y Cremona, no podían ser tomados sin un asedio formal; pues además de los restos del ejército vencido, cada uno de ellos tenía una guarnición de seis mil colonos, es decir, soldados veteranos. Para tal intento Aníbal no tenía ni tiempo ni medios. Se apresuró a llevar la guerra al sur de Italia. Los galos empezaron a sentir la presión de los números que ahora tenían que soportar, y ardían de impaciencia por el saqueo de Italia. El rasgo fundamental de su carácter era la inconstancia. No tenían idea de la fidelidad y la perseverancia. Lo único que les unía a Aníbal era su propia ventaja. Su apego podía transformarse fácilmente en hostilidad. La propia vida de Aníbal podría estar expuesta al peligro si la disposición traicionera de estos bárbaros se viera estimulada por un premio ofrecido por su cabeza. Su cuñado, Asdrúbal, había sido víctima de un asesinato. Alejandro de Epiro había sido asesinado por un aliado lucano infiel. No era imposible que a Aníbal le esperara un destino similar. Si podemos confiar en el informe de Polibio, tales aprensiones indujeron a Aníbal a valerse de un "engaño púnico", asumiendo diferentes disfraces y llevando pelo falso, para que sus propios amigos no pudieran reconocerlo. Sin embargo, difícilmente podemos pensar que semejante artimaña fuera digna de Aníbal, ni parece probable que un general que era adorado por sus soldados se viera obligado a ocultarse bajo un disfraz en medio de su ejército, para proteger su vida del puñal de un asesino. Nos inclinaríamos más bien a pensar que Aníbal actuó como su propio espía, para sondear la disposición de sus nuevos aliados.

En su impaciencia por abandonar la Galia Cisalpina, Aníbal hizo un intento de cruzar los Apeninos antes del final del invierno. Pero fue frustrado en esta empresa. El ejército fue alcanzado en las montañas por un huracán tan terrible que no pudo seguir adelante. Hombres y caballos perecieron de frío y Aníbal se vio obligado a regresar a su cuartel de invierno cerca de Plasencia.

Simultáneamente a los conmovedores acontecimientos que acompañaron la marcha de Aníbal, España también había sido escenario de graves conflictos. Publio Escipión, como hemos visto, había enviado desde Massilia a su hermano Cneo con dos legiones a España, mientras que él mismo se había apresurado a llegar al Po. A pesar de su gran distancia, España seguía siendo la única base de operaciones de Aníbal; y, por su riqueza natural y su población guerrera, era una fuente principal de fuerza para Cartago. Por lo tanto, los romanos no podían dejar a España en posesión imperturbable de sus enemigos, aunque fueran atacados en la propia Italia. Además, su propio interés, así como su honor, les obligaba a enviar ayuda a aquellas tribus españolas, entre el Ebro y los Pirineos, que habían abrazado su causa en la gran lucha entre las dos repúblicas rivales. Aníbal los había derrocado cuando pasó por su país en su marcha hacia Italia, pero no había tenido tiempo de reducirlos a la sumisión perfecta y a la obediencia pacífica. Todavía era posible ganar su alianza para Roma. El envío de las dos legiones a España estaba, por tanto, perfectamente justificado; y el senado mostró su aprobación al continuar la guerra en España a toda costa durante la mayor angustia causada por las victorias de Aníbal en Italia. España era para Roma lo que la Galia Cisalpina era para Aníbal. Ambos países habían sido conquistados recientemente y de forma imperfecta, y estaban llenos de súbditos reacios, fácilmente incitados a la rebelión. Al igual que el derrocamiento del dominio romano en el norte de Italia abría el camino para un ataque a las partes vitales de su imperio, la conquista de España prometía facilitar el traslado de la guerra a África, donde sólo podría llevarla a una conclusión victoriosa.

De los acontecimientos en España durante el año 218 a.C. no tenemos mucho que contar. Cneo Escipión consiguió, por persuasión o por la fuerza, ganar para la alianza romana la mayoría de las tribus entre los Pirineos y el Ebro; derrotó a Hanno, a quien Aníbal había confiado diez mil hombres para la defensa de ese país, y estableció su cuartel de invierno en Tarraco.

Las primeras noticias que llegaron a Roma de la batalla del Trebia estaban contenidas en un informe oficial del cónsul Sempronio, que guarda un sorprendente parecido con otros informes oficiales de tiempos muy recientes. En él se afirmaba, para información del senado y del pueblo romano, que había tenido lugar una batalla, y que Sempronio habría salido victorioso si no se lo hubieran impedido las inclemencias del tiempo. Pero pronto llegaron informes que no eran oficiales y que decían la pura verdad. La alarma en Roma fue mucho mayor, y se elevó a la aprensión positiva por la seguridad de la ciudad. Desde el gran desastre de los pasos de Caudina, más de un siglo antes de esta época, no había ocurrido una calamidad similar a las legiones unidas de ambos cónsules; y en aquella memorable ocasión el ejército se había salvado de la destrucción gracias a la miope confianza que el general samnita había depositado en la fe y el honor del pueblo romano. Sólo la batalla del Allia podía compararse en resultados desastrosos con el reciente derrocamiento, ya que en aquel día fatal el ejército que estaba destinado a cubrir Roma había sido completamente derrotado y dispersado; y el recuerdo de los terrores de aquella época nefasta se recordaba ahora con mayor facilidad cuando los temidos galos marchaban en el ejército de Aníbal sobre la ciudad que ya habían quemado y saqueado en una ocasión. Al terror del enemigo extranjero se añadían las aprensiones de la discordia interna. Después de una larga paz, la lucha entre los dos partidos opuestos había estallado de nuevo unos años antes. La comitia de los siglos había sido remodelada en el 241 a.C. sobre principios democráticos. Mientras la nobleza degeneraba cada vez más en una estrecha oligarquía, se había formado un partido popular, empeñado en vigorizar y renovar la clase media, y en frenar la acumulación de la riqueza en pocas manos. El jefe de este partido era Cayo Flaminio. En su condición de tribuno había encontrado la violenta oposición del senado al aprobar una ley para el reparto de las tierras públicas de Piceno entre los ciudadanos romanos; había conectado ese país con Roma mediante la calzada Flaminia, una obra con la que, al igual que Apio Claudio con su calzada y su acueducto, había dado empleo a un gran número de los ciudadanos más pobres, y había ganado un considerable número de seguidores. La construcción de un nuevo hipódromo en Roma, el Circo Flaminio, fue otra medida destinada a conciliar el favor del pueblo. Al mismo tiempo, estas considerables obras públicas son una prueba de un control más estricto y creciente de los ingresos públicos, ya que el dinero que requerían no podía proceder de ninguna fuente privada o extraordinaria. Al prestar tanta atención a las finanzas del Estado, Flaminio se ganó necesariamente la hostilidad de los hombres ricos e influyentes de la nobleza, que tenían la costumbre de obtener beneficios del alquiler de los dominios públicos, las salinas, las minas y similares, y de la explotación de las aduanas. Estos hombres, por la naturaleza de su ocupación, consideraban un privilegio robar al público. Se había convertido en una costumbre que la nobleza violara la ley liciniana, ocupara más tierras y mantuviera más ganado en los pastos comunes de lo que la ley permitía. Ocasionalmente, tribunos o ediles honestos e intrépidos se aventuraron a sofocar este abuso persiguiendo y multando a los infractores; pero no se efectuó ninguna cura radical, ni fue fácil efectuarla. Desde la aprobación de las leyes licinianas (en el 36o a.C.) Roma había conquistado Italia, Sicilia y Cerdeña, y había confiscado las tierras conquistadas a gran escala. ¿Cómo era posible coaccionar la rapacidad de las grandes y poderosas familias aplicando una ley que fue aprobada cuando Roma ni siquiera era dueña de todo el Lacio? El gran aumento del número de esclavos, que fue uno de los resultados de las guerras en el sur de Italia, Sicilia, Córcega, Liguria e Iliria, hizo posible la explotación de grandes fincas y el mantenimiento de numerosos rebaños y manadas en los extensos pastos públicos. El aumento del capital que llegó a Roma desde los distritos conquistados enriqueció a las familias nobles, que monopolizaron el gobierno. Cuando se adquirió la primera provincia más allá de los confines de Italia, el pecado acosador de la aristocracia romana, su ingobernable rapacidad, unida a la crueldad y la violencia, se disparó como una llama que ha alcanzado un almacén de nuevo y rico combustible. El gran peligro que amenazaba a la mancomunidad romana se hizo más evidente que nunca. La fiebre persistente se hizo más violenta y maligna, y ya era hora de que una mano vigorosa interfiriera y detuviera, si era posible, el progreso del desorden. Flaminio, al parecer, era el hombre indicado para ello; pero, por desgracia, estaba casi aislado entre la aristocracia romana. Se dice que su propio padre lo bajó de la tribuna pública cuando se dirigía al pueblo para recomendar su ley agraria; y cuando el tribuno C. Claudio, que probablemente era un cliente plebeyo de la gran familia de los Claudios, propuso una ley para impedir que los senadores y los hijos de los senadores se dedicasen al comercio exterior y poseyesen embarcaciones más allá de cierto tamaño moderado, Flaminio fue el único hombre del Senado que se pronunció a favor de la propuesta. Por lo tanto, contó con la oposición de todo ese poderoso partido que monopolizaba el gobierno en su propio beneficio. Pero tenía al pueblo de su lado; y como en aquella época la Asamblea de las Tribus era independiente y competente para legislar para toda la república, estaba en condiciones de llevar a cabo sus reformas con los votos del pueblo, y en oposición directa al senado. Si hubiera vivido más tiempo, es posible que la condición económica del pueblo romano no hubiera llegado a ser tan miserable y desesperada como la encontraron los Gracos cien años después.

Flaminio había sido elevado al cargo de cónsul ya en el año 223 a.C., época en la que la guerra con los insubrios se desarrollaba con toda su fuerza. No tenía grandes habilidades militares; pero como general probablemente no era inferior a la media de los cónsules romanos. Por lo tanto, con toda probabilidad, no fue por la aprehensión de su incapacidad, ni por la superstición causada por los fenómenos amenazantes, sino por la animosidad política, que el senado envió un mensaje para llamarlo a Roma, pretendiendo que su elección estaba viciada por algún defecto en los auspicios, y pidiéndole que renunciara a su cargo. Flaminio se vio en dificultades, pero estaba a punto de infligir un duro golpe al enemigo, cuando le entregaron la carta sellada del senado. Adivinando su contenido, la dejó sin abrir hasta que obtuvo la victoria. Entonces contestó que, como los propios dioses habían luchado claramente por él, habían ratificado suficientemente su elección; y, desafiando así la autoridad del senado, continuó la guerra. A su regreso a Roma, el pueblo le votó un triunfo, a pesar de la oposición del senado, y cuando Flaminio hubo celebrado este triunfo, dejó su cargo. En uno de los años siguientes fue nombrado maestro del caballo por el dictador Minucio, pero se vio obligado a renunciar a este mando porque en su nombramiento se había oído chillar a un ratón. La nobleza, según parece, llevó a cabo contra él una especie de guerra santa. Pusieron de su parte signos y auspicios celestiales; pero estas armas se estaban volviendo evidentemente anticuadas, pues produjeron muy poco efecto, como se demostró en la continuación.

Cuando, tras la derrota en Trebia, se acercaban las elecciones consulares para el año siguiente, y la confianza del pueblo parecía decantarse a favor del líder popular Flaminio, como el primer romano que había vencido de forma significativa a los galos en su propio país más allá del Po, el partido oligárquico se esforzó por impedir su acción. El miedo universal se había apoderado de las mentes de los hombres y les hacía ver en todas direcciones imágenes de terror y fenómenos milagrosos de mal presagio. Livio ha conservado una interesante lista de estos "prodigios", que ilustra el peculiar modo de superstición dominante en aquella época entre el vulgo : -En el mercado de verduras, un niño de seis meses gritó "Triunfo"; en el mercado de ganado, un toro subió corriendo al tercer piso de una casa y saltó a la calle; se vieron barcos ardientes en el cielo; el templo de la Esperanza fue alcanzado por un rayo; en Lanuvium, la lanza sagrada se movió por sí misma; un cuervo entró volando en el templo de Juno y se posó sobre la almohada de la diosa; cerca de Amiternum se vieron, en muchos lugares, formas humanas con túnicas blancas; en Picenum llovieron piedras; en Caere las tablas proféticas se encogieron; en la Galia un lobo arrebató la espada de un centinela de su vaina.

Para propiciar la cólera de los dioses, manifestada por estos numerosos signos, todo el pueblo se dedicó durante varios días a realizar sacrificios, purificaciones y oraciones. Se colocaron ofrendas dedicatorias de oro y bronce en los templos; se ordenaron lectisternia, o fiestas públicas de los dioses, y se hicieron votos solemnes por parte del pueblo romano.

Si los sacerdotes pretendían, en interés de la nobleza, evitar que el pueblo eligiera a Flaminio, que, como notorio librepensador, se burlaba de la superstición nacional, sus esfuerzos fueron inútiles, pues Flaminio fue elegido cónsul a pesar de toda la oposición. Era costumbre que el cónsul recién elegido, el día de la entrada en su cargo, se vistiera en su casa con su traje oficial (la praetexta o toga de borde púrpura), subiera al Capitolio en procesión solemne, realizara un sacrificio, convocara una reunión del senado, en la que se fijó la hora de la fiesta latina (feriae Latinae) en el monte Albano, junto al templo de Júpiter Latiaris, y que no debía partir hacia su provincia antes de la terminación de esta fiesta, que en el periodo de la guerra de Aníbal duraba varios días. Para evitar las argucias de sus oponentes, que podrían haberlo retenido en la ciudad u obligado a renunciar, bajo algún pretexto fútil de un mal presagio o de una irregularidad en las ceremonias, Flaminio hizo caso omiso de las formalidades habituales, y abandonó Roma bruscamente, para entrar en funciones en su campamento de Ariminum. El senado, muy exasperado, resolvió volver a llamarlo, y envió una embajada para insistir en su regreso inmediato. Flaminio no prestó atención a la orden del senado, que sabía que no tenía fuerza legal, y asumió el mando del ejército en Ariminum sin observar las formalidades religiosas habituales. Pero los signos de advertencia se produjeron incluso ahora. En el sacrificio, un ternero, ya golpeado, pero no muerto por el hacha, se escapó de las bandas del asistente, roció a muchas personas con su sangre y perturbó los solemnes procedimientos por el terror que produjo una señal tan evidente del desagrado divino. La gran calamidad que iba a sobrevenir a Italia se precipitó por la maldad de hombres como Flaminio, que desoyeron las advertencias de los dioses.

Las disputas internas no impidieron que los romanos hicieran sus preparativos para la siguiente campaña con circunspección y cuidado. La fuerza militar de Italia era suficiente, no sólo para enfrentarse una vez más al enemigo principal con perfecta confianza, sino también para proveer la seguridad de las partes distantes del dominio romano. Se enviaron tropas a Sicilia, Cerdeña, Tarento y otros lugares. Se añadieron sesenta quinqueremes a la flota. El fiel Hiero de Siracusa, tan infatigable al servicio de Roma como siempre, envió 500 cretenses y 1.000 infantes con armas ligeras. Se levantaron cuatro nuevas legiones y se establecieron almacenes de provisiones en el norte de Etruria y en Ariminum, por una de cuyas dos rutas se esperaba el avance de los cartagineses. En este último lugar se reunieron los restos del ejército derrotado en la Trebia, por lo que Flaminio condujo a sus hombres por caminos transversales y secundarios sobre los Apeninos hacia el norte de Etruria, para unirlos a las dos nuevas legiones que habían sido dirigidas allí directamente desde Roma.

El segundo cónsul, Cn. Servilio, se dirigió a Ariminum con las otras dos legiones recién llegadas. Su ejército constaba, según Appian, de 40.000 hombres en total. Si nos fiamos de esta afirmación, Servilio debió de contar, además de con las dos nuevas legiones y el número habitual de aliados, con un cuerpo de 20.000 auxiliares, que quizá fueran cenomanos. La caballería de su ejército era muy fuerte si, como informa Polibio, Servilio envió 4.000 de ellos a Etruria tan pronto como fue informado de la marcha de Aníbal en esa dirección.

La situación era, en conjunto, idéntica a la del 225 a.C., ocho años antes, cuando los romanos esperaban que los galos avanzaran por la vía oriental a través de Piceno, o por el lado occidental de los Apeninos desde el Alto Arno. Entonces habían dividido sus ejércitos entre Ariminum y Arretium, con el fin de cubrir ambos caminos hacia Roma. Pero como entonces fueron engañados por los galos, que cruzaron los Apeninos, no cerca del Alto Arno, sino muy al oeste, cerca de la costa del mar, y aparecieron repentinamente en Etruria sin haber encontrado ninguna oposición, ahora fueron sorprendidos por segunda vez por Aníbal.

En la primera aparición de la primavera, el ejército cartaginés se desprendió de la llanura del Po. Había sido considerablemente reforzado por los galos. Cruzando los Apeninos, probablemente por el paso que ahora se llama de Pontremoli y que lleva de Parma a Lucca, Aníbal había llegado al Arno, mientras Servilio aún le esperaba en Ariminum. La marcha hacia Faesulae, a través de los terrenos bajos a lo largo del Arno, estuvo plagada de grandes dificultades. El país estaba inundado por las lluvias primaverales y el deshielo de las montañas, y en varios lugares había adquirido el aspecto de vastos lagos. Los hombres y las bestias se hundieron profundamente en el suelo blando; muchos de los caballos perdieron sus cascos y perecieron. Una parte del ejército se vio obligada a vadear el agua durante tres días, y a pasar las noches sin poder encontrar lugares secos en los que poder descansar o dormir, salvo los cuerpos de los animales caídos, y los montones de los equipajes abandonados. El, clima húmedo y variable, junto con la excesiva fatiga, y especialmente la falta de sueño, causaron enfermedades y terribles estragos entre las tropas. El propio Aníbal perdió uno de sus ojos por inflamación. Los galos fueron los que más sufrieron. Formaban el centro en la línea de marcha, y si Aníbal no hubiera tomado la precaución de hacer que la caballería, al mando de su valiente hermano Mago, cerrara la retaguardia, habrían desertado en masa, pues estaban cerca de casa y, como galos, no tenían perseverancia para soportar las continuas dificultades.

Una vez alcanzado el Alto Arno, Aníbal dejó descansar a su ejército. Luego marchó hacia el sur, pasando por el campamento de Flaminio, cerca de Arretium, en dirección a Cortona. Atacar el campamento fortificado del cónsul habría sido inútil. Incluso en la Trebia, Aníbal había dejado al derrotado y herido Escipión y a su desanimado ejército sin ser molestado en su campamento, y había preferido enfrentarse a dos ejércitos consulares unidos en el campo de batalla en lugar de atacar a uno dentro de sus intrincaciones. Por tanto, era natural que ahora intentara provocar a Flaminio para que abandonara su campamento y librara una batalla. Si marchaba más al sur, hacia Roma, era imposible que Flaminio permaneciera inmóvil en Arretium. Entre Aníbal y Roma no había ahora ningún ejército romano. ¿Quién asumiría la responsabilidad de dejar que el enemigo marchara sin oposición sobre Roma? Si Aníbal atacaría la ciudad, y si un ataque tendría éxito, nadie podía decirlo. En cualquier caso, las aprensiones en Roma eran grandes. Era el deber de los dos cónsules vencer al enemigo en el campo de batalla. Bajo ningún concepto podían pensar en permanecer en el norte de Italia mientras la capital estuviera amenazada.

En consecuencia, Flaminio partió de Arretium y siguió de cerca a Aníbal. No es en absoluto probable que tuviera la idea de ofrecer o aceptar la batalla antes de que su colega, al que ahora tenía todas las razones para esperar en Etruria, llegara desde Ariminum. Tal vez contemplaba una repetición de la campaña de la última guerra de las Galias, que ocho años antes había conducido a resultados tan brillantes. En aquella ocasión, un ejército galo, seguido por el ejército de un cónsul romano, se encontró de repente con el otro cónsul al frente, y fue cortado en pedazos por un ataque combinado de los dos compañeros. Ahora, si Servilio marchaba rápidamente por la vía flaminia desde Umbría, y lograba situarse entre Aníbal y Roma, los dos cónsules podrían, como en la ocasión anterior, caer sobre el enemigo desde dos flancos. Parece que Servilio actuó según este plan. Envió un cuerpo de 4.000 caballos, bajo el mando de C. Centenio, en avanzada, y siguió con la infantería por la vía flamenca. Por lo tanto, el deber de Flaminio era mantenerse lo más cerca posible de los cartagineses, con el fin de estar lo suficientemente cerca, en la esperada aproximación del segundo ejército romano, para una acción combinada. Era lo suficientemente fuerte para ello, pues contaba con más de 30.000 hombres. Esta fuerza bastó para obstaculizar los movimientos de los invasores, e incluso para proteger en cierta medida el país de la devastación. En pocas horas los soldados romanos podían hacer un campamento fortificado, en el que estarían a salvo de una sorpresa, e incluso de un ataque en debida forma. Por esta razón, un general romano podía aventurarse cerca de un enemigo, sin exponerse a ningún riesgo extraordinario. Por tanto, el plan de Flaminio no puede calificarse de temerario. Pero en su cálculo había pasado por alto un punto, o lo había valorado con una cifra demasiado baja. El enemigo al que tenía que enfrentarse no era una horda de bárbaros galos, sino un ejército disciplinado de soldados veteranos, dirigido por Aníbal.

Los desafortunados rara vez son tratados con justicia por sus amigos, nunca por sus enemigos. Flaminio era el líder reconocido del partido popular, y la historia de Roma fue escrita por los partidarios y clientes de la nobleza. Así pues, Flaminio experimentó, incluso a manos de Polibio, un trato poco generoso, es más, injusto. Pero, en verdad, si cometió faltas en su mando, si se dejó burlar y sorprender en una emboscada por un antagonista superior, no es más culpable que muchos otros cónsules romanos antes y después de él, cuyas faltas fueron perdonadas porque pertenecían al partido gobernante. Y sin embargo, pocos de estos tienen un derecho igual, a la consideración y al perdón con Flaminio, que expió su falta con su vida. Sin embargo, el odio del partido le sobrevivió y se deleitó en hacerle responsable de toda la desgracia que el genio de Aníbal infligió a su malogrado ejército.

Polibio no quiere repetir la tonta acusación lanzada contra Flaminio, de que se precipitó a la desgracia por su desprecio a los dioses. Livio, sin embargo, es más puntilloso a la hora de conservar los rasgos característicos de las costumbres y los sentimientos romanos. Así, relata que, al partir de Arretium, fue arrojado de su caballo, pero desoyó no sólo esta advertencia de los dioses, sino también otra que le ordenaba aún más claramente que se quedara. Al no poder un portaestandarte sacar con todas sus fuerzas la enseña del suelo, Flaminio ordenó que la desenterraran. Por otra parte, Polibio prefiere una acusación más grave contra el desafortunado general. Dice que estaba urgido por consideraciones políticas, por el temor a perder el favor popular; que deseaba apropiarse de la gloria de derrotar a Aníbal sin compartirla con su colega; que estaba hinchado de vanidad, y se consideraba un gran general; y que por estas razones estaba ansioso por apresurarse en un compromiso con Aníbal, y se precipitó imprudentemente al peligro. Consideramos que estas acusaciones son injustas y quedan refutadas por los propios acontecimientos. Si Flaminio hubiera estado tontamente ansioso por provocar un compromiso, seguramente no habría esperado hasta que Aníbal hubiera avanzado hasta Arretium, y menos aún le habría permitido pasar por su campamento. Habría salido a su encuentro y habría podido atacar al ejército púnico antes de que se hubiera recuperado de las fatigas y las penurias de una larga marcha a través de los Apeninos y de las tierras inundadas por el Arno. Así, si hubiera salido victorioso, habría evitado la devastación del norte de Etruria, y se habría asegurado la gloria que se dice que tanto codiciaba. En lugar de hacer esto, permaneció tranquilamente en su campamento; y la batalla fatal en el Trasimeno no fue ofrecida por él, sino aceptada, porque no tenía ninguna posibilidad de evitarla. No deja de ser una invención de sus enemigos políticos que, como dice Polibio, Aníbal construyera su plan a partir de su conocimiento del ardor desconsiderado, la audacia y la locura vanidosa de Flaminio. Sus defectos eran demasiado parecidos a los de la mayoría de los cónsules romanos como para que fuera necesario que Aníbal ideara estratagemas peculiares contra este líder en particular.

Cuando, en su marcha, Aníbal había pasado por Cortona, y llegó al lago de Trasimeno (Lago di Perugia), resolvió detenerse y esperar a los romanos, que le seguían de cerca; y entonces, habiendo elegido su terreno, tomó sus disposiciones para la lucha que se avecinaba.

En el lado norte del lago, donde lo bordea la carretera de Cortona a Perugia, una escarpada cadena de colinas se acerca a la orilla del agua, de modo que la carretera (de Borglietto a Magione) pasa por un desfiladero, formado por el lago a la derecha y las montañas a la izquierda. Sólo en un punto (cerca de la moderna aldea de Tuoro) las colinas retroceden a cierta distancia, y dejan una pequeña extensión de terreno llano, bordeada al sur por el lago, y en todas las demás partes por alturas escarpadas. En estas alturas, Aníbal desplegó su ejército. Con la mejor parte de su infantería, los libios y los españoles, ocupó una colina que sobresalía en medio de la llanura. En su lado izquierdo u oriental colocó a los honderos y otras tropas ligeras; a su derecha se desplegaron los galos, y más allá de ellos su caballería, en las laderas más suaves hasta el punto donde comienza el desfiladero y donde esperaba el avance de los romanos. Probablemente, el terreno cercano al lago era pantanoso y, en consecuencia, el camino serpenteaba al pie de las colinas, donde éstas se retiraban del agua.

A última hora de la tarde del día en que se hicieron estos preparativos (todavía era abril), Flaminio llegó a la vecindad, y acampó para pasar la noche no muy lejos del lago. A la mañana siguiente, temprano, continuó su marcha, ansioso por mantenerse cerca del enemigo, y sin sospechar que el león cuyo rastro seguía estaba agazapado cerca y se preparaba para saltar sobre él con un salto repentino. Una espesa niebla se había levantado del lago y cubría el camino y el pie de las colinas, mientras sus cimas brillaban bajo el sol de la mañana. Nada delataba la presencia del enemigo. Con la sensación de perfecta seguridad, en orden de marcha regular, cargados con su equipaje, los soldados entraron en el terreno fatal, y la larga línea del ejército avanzó lentamente entre el lago y las colinas. La cabeza de la columna ya había pasado la pequeña llanura a su izquierda, y marchaba por la parte del camino en la que las montañas se acercaban al borde del camarero. La retaguardia acababa de entrar en el desfiladero, cuando de repente la quietud de la mañana fue rota por el salvaje grito de batalla, y los romanos, como si fueran atacados por enemigos invisibles, fueron abatidos sin poder rechazar ni devolver un golpe. Antes de que pudieran arrojar su engorroso equipaje y coger sus armas, el enemigo estaba entre ellos. Se precipitaron en masa desde todas las colinas al mismo tiempo. No hubo tiempo para formarse en orden de batalla. Cada uno tenía que confiar en la fuerza de su propio brazo y golpear por la vida como pudiera. En vano Flaminio intentó reunir y formar a sus hombres. Se precipitaron en todas direcciones sobre el enemigo o sobre los demás, enloquecidos por la consternación y la desesperación. No era una batalla, sino una carnicería. El oficio del general ya no podía ser el de dirigir a sus hombres y supervisar y controlar la lucha, sino el de dar ejemplo de valor individual y cumplir con el deber del soldado más insignificante. Este deber lo cumplió Flaminio, y cayó en medio de los valientes hombres a los que había conducido a la muerte. Los romanos fueron asesinados por miles, mostrando en la muerte ese espíritu inquebrantable que tantas veces los llevó a la victoria. Unos pocos, empujados al lago, intentaron salvar la vida nadando, pero el peso de sus armaduras les presionó. Otros se adentraron en el agua como pudieron, pero fueron despiadadamente abatidos por la caballería hostil, o murieron por sus propias manos. Sólo un cuerpo de 6.000 hombres, que había formado la cabeza de la línea de marcha, se abrió paso entre los cartagineses y alcanzó la cima de las colinas, desde donde, una vez dispersada la niebla, contemplaron la terrible carnicería que había debajo, y vieron al mismo tiempo que eran incapaces de ayudar a sus compañeros que perecían. Por lo tanto, avanzaron y tomaron una posición en una aldea vecina. Pero pronto fueron alcanzados por la infatigable caballería de Aníbal, al mando de Maharbal, y se vieron obligados a deponer las armas y rendirse.

En tres cortas horas la obra de destrucción estaba terminada. Quince mil romanos cubrían el sangriento campo. Los prisioneros fueron igualmente numerosos. Parece, por el relato de Polibio, que ninguno escapó. El ejército romano no sólo fue derrotado sino aniquilado. La pérdida de los cartagineses, en cambio, fue pequeña. Mil quinientos hombres, en su mayoría galos, habían caído. Aníbal honró a treinta de los más distinguidos con un solemne funeral. Buscó también el cuerpo del desafortunado Flaminio, para darle una sepultura digna de su rango. Pero entre los montones de muertos, el cónsul romano, despojado, sin duda, de sus insignias, no pudo ser identificado. Un destino hostil, que lo expuso a la lengua injuriosa de sus adversarios políticos y ennegreció su memoria, lo privó también del respeto que un enemigo generoso estaba dispuesto a conceder. Los prisioneros fueron tratados por Aníbal como en la ocasión anterior. Los que eran romanos fueron mantenidos encadenados. Los aliados romanos obtuvieron su libertad sin rescate, y se les aseguró que Aníbal sólo hacía la guerra a Roma, y que había venido a liberarlos del yugo romano.

La noticia de la terrible matanza del lago Trasimeno llegó a Roma en el transcurso del día siguiente. Esta vez no se intentó ocultar o colorear la verdad. Los fugitivos ya se habían apresurado a llegar a Roma y a informar de lo que habían visto o de lo que temían. El Foro estaba atestado de una multitud ansiosa que se apretujaba alrededor de la casa del Senado, impaciente por saber qué había sucedido. Cuando por fin, hacia el atardecer, el pretor Marco Pomponio subió a la tribuna pública y anunció, con voz potente: "Hemos sido derrotados en una gran batalla, nuestro ejército ha sido destruido y Flaminio, el cónsul, ha sido asesinado", el pueblo se entregó a su dolor sin reservas, y la escena fue más conmovedora que incluso la carnicería de la batalla. Sólo el senado conservó su dignidad y consultó con calma las medidas necesarias para la seguridad de la ciudad.

Tres días después llegaron nuevas noticias de maldad. Los 4.000 caballos al mando del propietario Centenio, que el cónsul Servilio había enviado desde Ariminum para retrasar el avance de Aníbal hasta que pudiera seguir con el grueso de sus tropas, habían caído con el ejército victorioso, y fueron despedazados o capturados por la caballería y las tropas ligeras de Maharbal. Con este revés, el ejército del segundo cónsul, al verse privado de su caballería, quedó incapacitado y ya no pudo ofrecer ninguna resistencia al avance de Aníbal. Los jinetes púnicos se extendieron ahora sin control por el sur de Etruria, y se mostraron realmente en Narnia, a apenas dos días de marcha de Roma. 

Las más graves aprensiones por la seguridad de la ciudad no parecían infundadas. Entre Aníbal y Roma no intervenía ahora ningún ejército en el campo de batalla. Un ejército estaba destruido y el otro se encontraba lejos, en Umbría, lisiado e incapaz de oponerse al enemigo. De un general como Aníbal se podían esperar las resoluciones más audaces. Nada parecía poder detener o retardar el avance de aquel hombre que atravesaba Italia como un elemento devastador, aplastando toda resistencia y poniendo todos los obstáculos a cero. Sin embargo, los hombres de Roma no desesperaron.

El senado permaneció unido durante varios días en una consulta permanente desde la mañana hasta la noche y, por su gravedad y firmeza, fue inspirando al aterrorizado pueblo cierto grado de confianza y esperanza. Se tomaron inmediatamente medidas para la defensa de la ciudad. Se destruyeron los puentes sobre el Tíber y otros ríos, se acumularon las piedras y los proyectiles y se pusieron las murallas en estado de defensa. Las armas que estaban colgadas en los templos como trofeos de guerra fueron descolgadas y distribuidas entre los viejos soldados. Por encima de todo, se dio una nueva cabeza al Estado. Se recordaron los tiempos en que hombres como Cincinato y Camilo, investidos de autoridad ilimitada, habían salvado a la república de un peligro inminente. El antiguo oficio de la dictadura había caído casi en el olvido. La generación viva de hombres jóvenes sólo lo conocía por los relatos de sus padres. Habían pasado treinta y dos años desde que, en el período más oscuro de la primera guerra púnica, tras la gran derrota de Drepana, se había elegido a un dictador. Ahora, en la abrumadora violencia de la tempestad, se volvió a probar esta ancla de lámina tantas veces probada. Pero no era posible nombrar un dictador según las formas y reglas de la antigua ley. Un cónsul debía nombrar al dictador; pero Flaminio estaba muerto, y entre Servilio y Roma estaba el ejército hostil. Por lo tanto, se adoptó un modo de nombrar a un dictador al que nunca se había recurrido antes, y que nunca se volvió a aplicar. Se eligió por sufragio popular a un pro-dictador y a un maestro de la caballería. El hombre seleccionado fue Q. Fabio Máximo, que había servido honorablemente al estado en muchas funciones públicas, y que pertenecía a una casa patricia noble y al mismo tiempo moderada, que desde las primeras épocas de la república, y especialmente en las guerras samnitas, había demostrado sus habilidades bélicas. Q. Fabio no era un general audaz y emprendedor, sino un hombre de firmeza e intrepidez; y era precisamente un hombre así el que Roma necesitaba en un momento en que la adversidad amenazaba por todos lados.

La primera tarea del dictador era restablecer la fe sacudida en los dioses nacionales. No había esperanza de salvación de la presente calamidad, a menos que los dioses fueran debidamente propiciados. Estaba claro que, no la espada del enemigo, sino el desprecio de los dioses, del que Flaminio había sido culpable, era la causa de los grandes reveses. Ahora los impíos burlones habían sido puestos en evidencia, y el perdido favor de la deidad ultrajada sólo podía ser recuperado mediante la penitencia y la sumisión a los ritos sagrados de la religión nacional. Se consultaron los libros sibilinos. Siguiendo su consejo, el dictador prometió un templo a la Venus erica, y el pretor T. Otacilio prometió un templo a la diosa Razón (Mens). Para la celebración de los juegos públicos se votó la suma de treinta y tres mil trescientas treinta y tres libras de cobre; se sacrificaron bueyes blancos como sacrificio expiatorio, y toda la población, hombres, mujeres y niños, elevaron sus oraciones y ofrendas a los dioses. Durante tres días seguidos, las seis parejas principales de deidades fueron exhibidas públicamente en divanes y festejadas. La comunidad hizo un voto solemne, si la mancomunidad romana de los Quirites permanecía intacta durante cinco años, de sacrificar a Júpiter todas las crías de cerdo, oveja, cabra y ganado que nacieran en ese año. No era necesario dedicar también a los hijos de los hombres, que caían en hecatombes completas como víctimas del dios de la guerra en el campo de batalla.

Una vez cumplidos escrupulosamente los deberes para con los dioses, Fabio se ocupó de las medidas militares. La primera tarea fue rellenar el hueco que la fatal batalla del lago Trasimeno había hecho en la fuerza armada. Se levantaron dos nuevas legiones. Se ordenó al cónsul Servilio que acudiera a Roma con sus dos legiones. Se reunió con el dictador en Ocriculum, a orillas del Tíber, no lejos de Narnia. Aquí los soldados romanos, que nunca habían sido comandados por un dictador, vieron por primera vez que su poder en el estado era supremo. Cuando el cónsul se acercaba al dictador, éste le ordenó que despidiera a sus lictores y se presentara solo ante su superior, que iba precedido por veinticuatro lictores.

Mientras tanto, habían llegado más malas noticias. Una flota de transportes, destinada a las legiones en España, había sido sorprendida y tomada por los cartagineses cerca de Cosa, en la costa de Etruria. Ante esta noticia, Servilio fue enviado a Ostia, para armar y equipar los barcos romanos en ese puerto. De entre la clase baja de la población alistó marineros para la flota y un cuerpo de soldados para servir de guarnición a la ciudad. Ya se sentía la presión de la guerra y producía síntomas alarmantes. A pesar de la población aparentemente inagotable de Italia, a pesar de la gran superioridad de Roma sobre Cartago en hombres entrenados para la guerra -el punto en el que residía principalmente la preponderancia de Roma-, los romanos se vieron obligados, en el segundo año de la guerra, a tomar soldados de una clase de ciudadanos que en los buenos tiempos se consideraba indigna del honorable servicio de la guerra. De entre los libertos, los descendientes de los esclavos manumitidos, se alistaron aquellos que eran padres de familia y parecían haber dado prendas al Estado por su fidelidad en su servicio. Todavía no había llegado el momento, pero se acercaba, en que la orgullosa ciudad se vería obligada a armar las manos de los esclavos en su defensa.

La aprensión de que Aníbal, tras su victoria sobre Flaminio, marcharía directamente sobre Roma, resultó infundada. Aníbal sabía perfectamente que, con su reducido ejército, con los pocos veteranos españoles y africanos que le quedaban y con los inestables galos, no podría asediar una ciudad como Roma. Su plan había sido desde el principio inducir a los aliados romanos a la revuelta, y en unión con ellos golpear a la cabeza de su enemigo. Calculó sobre todo en las naciones sabelianas del corazón de Italia. Habían ofrecido la resistencia más larga y firme a la supremacía romana. Si lograba obtener su cooperación, su gran plan se realizaba, Cartago era vengada y Roma aniquilada o debilitada permanentemente. Por lo tanto, Aníbal no permaneció mucho tiempo en Etruria, que estaba totalmente en su poder, y donde habría encontrado amplios recursos y botín para su ejército. Parece que no esperaba mucha ayuda de los etruscos, que eran demasiado aficionados a la paz y la tranquilidad, y miraban a sus aliados, los galos, sus antiguos enemigos nacionales y expoliadores, con una desconfianza sin paliativos. Tras un intento infructuoso de sorprender a Espolecio, marchó hacia el oeste, a través de Umbría y Piceno, hasta la costa del Adriático. Estas ricas y bien cultivadas comarcas sintieron ahora el azote de la guerra. Los colonos romanos, que desde la ley agraria de Flaminio eran muy numerosos en Piceno, fueron los que más sufrieron. Sin duda, Aníbal siguió la misma regla que desde su primera victoria había observado con respecto a los ciudadanos romanos y a los aliados romanos que cayeron en sus manos. A los primeros los había tratado, si no cruelmente, sí con dureza y severidad, manteniéndolos como prisioneros y cargándolos de cadenas. A los segundos se había esforzado por ganárselos con su generosidad, y los había despedido sin rescate. Hay algo, por tanto, desconcertante en la afirmación de Polibio de que Aníbal dio muerte ahora a todos los hombres capaces de portar armas que cayeron en sus manos. No dudamos en declarar que se trata de una pura ficción o de una burda exageración. Con semejante acto de crueldad, Aníbal, incluso si hubiera sido capaz de ello, habría interferido en el éxito de su propio plan. Pero difícilmente podemos considerarlo capaz de provocar el asesinato de personas inofensivas, cuando la máxima severidad que mostró con los soldados tomados en batalla fue el encarcelamiento. Por lo tanto, los informes romanos fueron inspirados por el odio nacional, o causados por actos aislados de barbarie, como los que ocurren incluso en los ejércitos mejor disciplinados, no con la sanción, sino contra la orden explícita del comandante en jefe.

Sin embargo, aunque con toda probabilidad se perdonaron las vidas de los habitantes de Picenum, sus bienes se perdieron ante las necesidades y la rapacidad de la hueste invasora. Los soldados de Aníbal aún no se habían recuperado de las penurias del invierno y la primavera anteriores, y de sus heridas recibidas en la batalla. Una enfermedad cutánea maligna se extendió entre ellos. Los caballos estaban sobrecargados de trabajo y en condiciones miserables. Ahora, con el hermoso y suave clima primaveral, Aníbal dio a su ejército tiempo para descansar y recuperarse. El país del Adriático producía vino, aceite, maíz y fruta en abundancia. Había más de lo que se podía consumir o llevar. Ahora, por fin, el ejército estaba en posesión y disfrute de la rica tierra que en las alturas nevadas de los Alpes se les había prometido como recompensa por su fidelidad, valor y resistencia.

Pero aún no había llegado el momento del mero disfrute y el reposo, como si las penurias de la guerra hubieran terminado. Aníbal aprovechó el breve intervalo de descanso, fruto de su victoria, para armar a una parte de su ejército al estilo romano. Las cantidades de armas tomadas en la batalla bastaron para equipar a la infantería africana con las espadas cortas y los grandes escudos de los soldados legionarios romanos. No podemos imaginar una prueba más llamativa de la superioridad del equipo romano, y en consecuencia de la aptitud instintiva del pueblo romano para la guerra, que el hecho de que el mayor general de la antigüedad, en el corazón del país hostil, cambiara el acostumbrado armamento nativo de sus soldados por el de los romanos.

Una marcha de diez días había llevado a Aníbal desde el lago Trasimeno a través de los Apeninos hasta la orilla del Adriático. Alcanzada la costa marítima, reanudó la comunicación con Cartago, interrumpida desde hacía tiempo, y envió a casa el primer informe directo y oficial de su carrera victoriosa. Por supuesto, los cartagineses no ignoraban sus procedimientos. La repentina retirada de las legiones romanas, que habían sido enviadas a Sicilia para una expedición a África, fue en sí misma una intimación suficiente de que los romanos eran atacados en Italia. Los cruceros cartagineses rondaban las costas italianas. En Cosa, en la costa de Etruria, se había tomado una flota de transportes romanos. Por tanto, el estado de los asuntos en Italia era, en general, perfectamente conocido en Cartago. Sin embargo, el primer mensaje directo de Aníbal, y la narración auténtica de su inmenso éxito, produjeron arrebatos de alegría y entusiasmo, que demostraron que Aníbal contaba con el apoyo de la voz consiente de sus compatriotas. Los cartagineses resolvieron continuar con todas sus fuerzas la guerra en Italia y España, y reforzar de todas las maneras posibles, no sólo a Aníbal, sino a su hermano Asdrúbal en España.

Habiendo restaurado y reorganizado completamente su ejército, Aníbal abandonó la orilla del mar, y marchó de nuevo hacia las partes medias de Italia, donde vivían los auténticos italianos, que competían con los romanos y los latinos por el premio del valor. Atravesó el país de los marsianos, marrucinos y pelignianos hasta la parte norte de Apulia, llamada Daunia. En todas partes ofreció su amistad y alianza para una guerra con Roma, pero en todas partes se encontró con negativas. Ni una sola ciudad le abrió sus puertas. Todas seguían inamovibles en su fidelidad a Roma. Sin duda, esta fidelidad se debía en parte al carácter del gobierno romano, que no era injusto ni opresivo, y permitía a los súbditos una medida completa de autogobierno, y en parte se producía por el temor a la venganza que Roma se tomaría si al final resultaba victoriosa. Pero es evidente que al mismo tiempo operaba otro motivo. Había surgido un sentimiento de nacionalidad italiana. Los italianos habían estado unidos a los romanos por el miedo que ambos tenían a los galos, los peores enemigos de su fértil país. Al igual que las numerosas tribus de griegos aprendieron a sentirse y actuar como una sola nación en su guerra común contra los persas, así los italianos tomaron por primera vez conciencia de ser una raza afín como consecuencia de las repetidas invasiones de los galos, y aprendieron a buscar la seguridad en una estrecha unión bajo el liderazgo de Roma. Estos galos, enemigos hereditarios de toda Italia, eran ahora los combatientes más numerosos del ejército de Aníbal. Fue principalmente su cooperación lo que hizo que la presente guerra fuera tan terrible y amenazara con la devastación, la ruina y el exterminio universales. Estos sentimientos de los italianos fueron la fuerza perturbadora que atravesó las expectativas de Aníbal. Sin embargo, aún no desesperaba del éxito final de su plan. Tal vez su espada pudiera aún romper el encanto que unía a los italianos con Roma. Si se dejaban llevar principalmente por el miedo, sólo tenía que demostrar que él era más temible que los romanos, y que éstos arriesgaban más al permanecer fieles a sus amos que al unirse al invasor.

La fidelidad de los aliados quedó justificada por la firmeza que mostraron los romanos. Aturdido por un momento por el terrible golpe de la última batalla, el senado había recuperado rápidamente su compostura, su confianza y su genuina determinación romana. No había pensamientos de cesión, de compromiso o de paz, sino que el espíritu de resistencia inquebrantable animaba al senado y a cada uno de los romanos. No se retiró ni un solo soldado de España, Cerdeña o Sicilia. El espíritu con el que Roma estaba decidida a continuar la guerra quedó expresado con la mayor claridad en la orden emitida a los diferentes distritos italianos amenazados por el ejército púnico. En ella se ordenaba a la población que se refugiara en las fortalezas más cercanas, que incendiara las casas de labranza y las aldeas, que arrasara los campos y que ahuyentara al ganado. Italia debía convertirse en un desierto, antes que apoyar a los invasores extranjeros.

En realidad, no era aconsejable que un ejército romano se aventurara ahora a un encuentro en campo abierto con el irresistible conquistador. Las pérdidas de la Trebia y el Trasimeno podían, en efecto, ser rápidamente reemplazadas por nuevas levas, y Fabio ordenó que se levantaran cuatro nuevas legiones. Pero la impresión producida por las repetidas derrotas no podía borrarse tan fácilmente. La confianza en sí mismos de los soldados romanos había desaparecido. Antes de volver a cruzar espadas con el temido enemigo, tenían que aprender a mirarlo a la cara. Entre las nuevas levas había, sin duda, una proporción de viejos soldados que habían servido en anteriores campañas, pero la mayoría eran jóvenes reclutas; pues las grandes levas, recientemente realizadas, no podrían haberse efectuado a menos que los hombres más jóvenes se hubieran alistado en un número considerable. La tarea más difícil, sin embargo, debió ser la de reemplazar a los centuriones y oficiales superiores que habían caído en batalla; y la falta de un número suficiente de oficiales experimentados debió hacer que las legiones recién levantadas fueran aún más incapaces de enfrentarse a los formidables veteranos de Aníbal.

Estas circunstancias impusieron necesariamente a Fabio la máxima cautela, aunque no estuviera inclinado a ella por naturaleza. Antes de aventurarse en una batalla, se vio obligado a acostumbrar a su ejército a la guerra y a reavivar el valor y la confianza en sí mismo que generalmente caracterizaban al soldado romano. Lo hizo con habilidad y perseverancia, y así prestó el servicio más esencial que cualquier general podía prestar en aquella época al Estado. Marchó (probablemente con cuatro legiones) a través de Samnio hacia el norte de Apulia, y acampó en las cercanías de Aníbal, cerca de Aecae. En vano este último intentó sacarlo de su campamento y forzar un combate. Ni los altivos desafíos de los púnicos, ni la visión de las devastaciones que cometían a su alrededor, ni la impaciencia de Marco Minucio, su maestro de la caballería, pudieron inducir al receloso y viejo Fabio a cambiar su cautelosa estrategia. Al final, Aníbal marchó más allá de él hacia las montañas de Samnium, y así le obligó a seguirle. Pero Fabio le siguió con más cautela que Flaminio. Era naturalmente el cunctator, y además tenía ante sus ojos el desastre que había sufrido Flaminio. Aníbal no tenía ninguna posibilidad de llegar a él desprevenido. Atravesó el país de los hirpinos y caudinos sin impedimentos ni resistencia. Por tercera vez en este año cruzó los Apeninos y apareció de repente en la llanura de Campania. Debía quedar claro para todos los italianos que los púnicos eran los amos de Italia, y que ningún romano se aventuraba a oponerse a ellos.

La llanura de Campania era el jardín de Italia. Su fertilidad queda demostrada por las numerosas y florecientes ciudades que, en un amplio círculo, rodeaban Capua, la mayor y más rica de todas ellas. Aníbal ya había encontrado partidarios en Capua, y tenía la esperanza de que esta ciudad, que antiguamente era rival de Roma, se uniera a su causa. Entre los cautivos a los que dio de baja después de la batalla en el Trasimeno, había tres caballeros capuanos. Éstos habían prometido sus servicios, y fue sin duda para apoyar y respaldar sus planes con la presencia de su ejército que apareció ahora ante la ciudad. Pero el fruto aún no estaba maduro. Capua, seguía siendo fiel a Roma. Aníbal, por tanto, no permaneció más tiempo en Campania que el suficiente para saquear y asolar la fértil llanura falerna al norte del Volturno. El dictador Fabio había seguido la pista del enemigo a través de los Apeninos, y estaba acampado en la cima de la cresta de la montaña de Massieus, que, desde Casilinum, la moderna Capua, en el Volturno, se extiende en dirección noroeste hasta el mar, y bordea la llanura falerna por el norte. Desde esta posición elevada y segura, los romanos pudieron ver cómo las aldeas de la llanura eran consumidas por las llamas, y cómo los campos cultivados se convertían en eriales. Pero nada podía inducir a Fabio a abandonar las alturas y ofrecer batalla en la llanura. En estas circunstancias parecía que el azar le ofrecía la oportunidad de asestar un golpe decisivo al enemigo.

Aníbal nunca había tenido la intención de invernar en Campania antes de tener en su poder una ciudad fuerte y grande. Se puso, pues, en marcha para marchar de vuelta a Apulia, con un inmenso botín y con largos trenes de ganado capturado. Parecía factible interceptar un ejército así cargado en algún lugar de la región montañosa que se encontraba entre las llanuras de Campania y Apulia, una región con la que los romanos se habían familiarizado a fondo en las guerras samnitas, y que estaba habitada por fieles aliados. El intento se llevó a cabo. En un lugar donde el paso sobre las montañas estaba contraído por un lado por el río Volturnus, y por el otro por escarpados declives, se apostó un destacamento de 4.000 romanos para bloquear el camino, mientras que Fabio, con el resto de su ejército, había tomado una fuerte posición en la cresta de una colina no muy lejana. Pero no era tan fácil atrapar a Aníbal en una trampa, ni el lento y pedante Fabio era el hombre adecuado para hacerlo. Sin duda, Aníbal, si lo hubiera considerado necesario o deseable, podría haber dado la vuelta y tomar otro camino; pero prefirió marchar en línea recta. Para despejar el paso frente a él, hizo que, durante la noche, un número de bueyes, con haces de leña encendida sujetos a sus cuernos, fueran conducidos contra la cresta de la cadena de colinas. Los 4.000 hombres que se encontraban en el paso, engañados por esta visión, y pensando que el ejército cartaginés tenía la intención de cruzar las colinas en esa dirección, abandonaron su puesto en el desfiladero y se apresuraron hacia el lugar de las alturas que creían amenazado. Pero aquí sólo encontraron unas pocas tropas ligeras armadas, mientras que el grueso del ejército púnico, con todo su botín, marchó sin ser molestado a través del paso, que había quedado sin defensa. Durante el desorden y el tumulto de la noche, Fabio no se había aventurado a salir de su campamento; y cuando amaneció, sólo pudo ver cómo sus soldados eran expulsados de las alturas con grandes pérdidas, y cómo el ejército hostil serpenteaba por el desfiladero y quedaba fuera de su alcance.

De nuevo, Aníbal marchó a través de Samnio y cruzó los Apeninos por cuarta vez en el mismo año (217 ) para establecer su cuartel de invierno en la soleada llanura de Apulia. Ocupó la ciudad de Geronium, entre los ríos Tifernus y Trento, y estableció en ella sus polvorines. Para su ejército construyó un campamento fortificado fuera de la ciudad. Dos tercios de sus tropas las despachó en todas direcciones para recoger suministros, mientras que con el tercio restante mantuvo a raya a Fabio, que le había vuelto a seguir, aunque sin aventurarse tan cerca como para arriesgarse a una batalla. Pero durante una ausencia temporal del dictador, que se había visto obligado a ir a Roma para la realización de algunas ceremonias religiosas, Minucio, el maestro de la caballería, quedando al mando de las fuerzas romanas, hizo un intento de frenar las excursiones depredadoras de los cartagineses y, como se jactó en un informe al senado, consiguió realmente obtener algunas ventajas. Al conocerse esta noticia por el pueblo, se desató una tormenta de indignación contra Fabio. ¿Acaso Roma había caído tan bajo, se preguntaba el pueblo, que debía entregar Italia como una presa indefensa al soberbio invasor, que debía permitirle invadir sin oposición dondequiera que se encontrara a lo largo y ancho de la península, y saquearla y desperdiciarla con sus hordas africanas, españolas y galas? Seguramente no era el deber de un ejército romano seguir al enemigo, mantenerse cautelosamente en un campamento seguro, y mirar tranquilamente mientras todo el país era devastado. ¿Cómo se podía esperar que los aliados permanecieran fieles en su lealtad si se les dejaba expuestos a todos los horrores de la guerra? ¿Acaso los soldados romanos no eran hombres de la misma raza que había abatido repetidamente a los galos, y que en una guerra de veinte años había arrebatado Sicilia a los cartagineses? Pero no había duda del espíritu guerrero de los soldados; al general sólo le faltaba resolución y valor. Minucio acababa de demostrar que Aníbal no era inconquistable, y si tan sólo el valiente maestro del caballo tuviera libertad de acción, tal vez la desastrosa guerra podría terminar ahora de un solo golpe.

Tales opiniones encontraron el favor de Roma, especialmente de la multitud, que sentía con mayor intensidad la presión de la guerra, y ya estaba impaciente por la paz. En la asamblea de las tribus, en consecuencia, se hizo la insensata propuesta de igualar a Minucio y a Fabio en el mando del ejército; es decir, destruir esa unidad de dirección y la autoridad maestra que daba su principal valor a la dictadura en comparación con el mando dividido de los cónsules. En la antigüedad, cuando el cargo de dictador se entendía mejor como una encarnación de la majestad y la autoridad de todo el Estado, habría sido imposible recortar así el poder dictatorial. Ahora, sin embargo, los terribles desastres de la guerra habían producido el efecto que puede observarse en el caso de los enfermos que han probado en vano varios remedios y se dan casi por perdidos. Se abandona el tratamiento habitual y regular, y se adopta el remedio fortuito de algún curandero impúdico en la más absoluta desesperación. El pueblo romano, generalmente tan sobrio, compuesto y recogido, tan conservador y tan lleno de confianza en sus antiguas instituciones, se convirtió de repente en un innovador imprudente y deshizo su propia obra.

A su regreso a Apulia, Fabio llegó a un acuerdo con Minucio en el sentido de que las legiones se dividieran entre ellos, y que cada uno actuara independientemente del otro. Fabio continuó con su antigua práctica y, afortunadamente para Roma, se mantuvo cerca de Minucio. Éste ardía de impaciencia por demostrar lo que podía hacer ahora que ya no estaba obstaculizado por la timidez del viejo pedante. Aníbal estaba encantado con la perspectiva de una batalla que había estado ansioso por llevar a cabo con todo el ejército romano, y que ahora le ofrecía la mitad del mismo. Volvió a elegir el campo de batalla con su acostumbrada habilidad, y ocultó un cuerpo de 5.000 hombres en una emboscada. La batalla se decidió rápidamente, y habría terminado en una derrota de los romanos tan completa como la de Trebia, si Fabio no hubiera llegado justo a tiempo para cubrir la retirada de su rival. Minucio se sintió tan avergonzado y humillado que renunció a su mando independiente, y reanudó voluntariamente su posición como maestro de la caballería bajo el dictador, hasta que, tras la expiración de los seis meses de mando extraordinario, ambos abdicaron y entregaron las legiones al cónsul del año, Cn. Servilio, y a su colega, M. Attilio Régulo, que entretanto había sido elegido en lugar de Flaminio. La situación de los asuntos en Apulia permaneció inalterada. Aníbal, en su campamento ante Geronio, esperaba el invierno con los polvorines bien llenos. Los romanos se contentaron con observar sus movimientos, y ambas partes hicieron sus preparativos para la campaña del año siguiente (21(5 a.C.).

La destreza, la cautela y la firmeza de Fabio habían dado tiempo a Roma para recuperarse del golpe contundente de la batalla del Trasimeno, y para recuperar la compostura y la confianza. El mero hecho de que la guerra llegara a una especie de estancamiento fue muy beneficioso; y la reputación que el "cunctator" Fabio adquirió, incluso entre sus contemporáneos, de haber salvado a Roma de la ruina no es del todo inmerecida, aunque está claro que su modo de hacer la guerra estaba imperativamente mandado por las circunstancias en las que se encontraba. Tras la aniquilación del ejército de Flaminio, Roma no estaba en condiciones de volver a enfrentarse al conquistador en el campo de batalla, aunque se hubieran retirado todas las tropas de España, Sicilia y Cerdeña. Era necesario crear un nuevo ejército, acostumbrarlo a la guerra e inspirarle valor. Sólo se levantaron dos nuevas legiones. Éstas, sumadas a las dos legiones de Servilio, formaron un ejército que en número puede haber igualado al de Aníbal, pero que no podía compararse con él en experiencia, autoconfianza y eficiencia general. Habría sido una locura, con un ejército así, arriesgarse a una batalla, sólo unos meses después del terrible desastre que había sufrido Flaminio. Sin embargo, si el pueblo romano empezó a impacientarse y a clamar por una batalla y una victoria, debemos recordar que no eran más sabios de lo que generalmente es el populacho, y que ya estaban sufriendo penosamente las calamidades y las cargas de la guerra.

Pero el senado romano estaba muy lejos de perder su firmeza y su acostumbrado espíritu de altivo desafío. De hecho, el mayor peligro que podía amenazar la seguridad de la mancomunidad aún no se había manifestado. Los aliados y súbditos romanos no mostraban todavía ningún síntoma de rebelión, y mientras éstos permanecieran fieles, las victorias de Aníbal sólo producían ventajas militares que en cualquier momento podrían ser contrarrestadas por la fortuna de la guerra. Por lo tanto, era de primera importancia mantener viva entre los aliados la antigua fe en el poder de Roma, y no ceder ni un ápice de esa orgullosa posición que aceptaba la fe y la obediencia como un deber natural, y no como un beneficio. Con este espíritu, el senado atendió la oferta de algunas ciudades griegas, que enviaron a Roma recipientes de oro de sus templos como contribución voluntaria a los gastos de la guerra. El senado aceptó el menor de los regalos, para honrar la intención de los aliados, y devolvió el resto con agradecimiento y con la seguridad de que la mancomunidad romana no necesitaba ninguna ayuda. El anciano rey Hiero de Siracusa, tan celoso como siempre en su adhesión política, envió a Roma una imagen dorada de la diosa de la Victoria, 300.000 fanegas (modii) de trigo, 200.000 de cebada y 1.000 arqueros y honderos. Este regalo no fue rechazado. La Victoria de oro fue colocada como buen augurio en el templo de Júpiter Capitolino. Los suministros de grano y las tropas auxiliares fueron aceptados como un tributo debido al estado protector. En el transcurso del año se enviaron embajadores al rey de Macedonia para exigir la rendición de Demetrio de Faros, que se había refugiado con él. Se recordó al rey de los ilirios que pagara el tributo debido a Roma, y se advirtió a los ligures que se abstuvieran de las hostilidades contra la república romana. Al mismo tiempo, la guerra marítima y la guerra en España se desarrollaron con vigor. En este último país se había abierto con éxito la campaña del 217 a.C. Cn. Escipión partió de Tarraco hacia el sur con una flota de treinta y cinco naves, en cuyo número había unas cuantas galeras de vela rápida de Massilia, y derrotó en la desembocadura del Ebro a una flota cartaginesa superior de cuarenta barcos de guerra, causándoles una pérdida de veinticinco naves. Después de esto, cuando una flota cartaginesa de setenta velas navegó frente a Pisa, con la expectativa de encontrarse con Aníbal, se enviaron ciento veinte barcos romanos desde Ostia contra ellos bajo el mando del cónsul Servilio. Pero el cónsul romano, al no poder encontrar a la flota cartaginesa en el mar Tirreno, navegó hasta Lilibaeum, y de ahí a la costa de África. En la Syrtis menor desembarcó en la isla de Meninx, que saqueó, y de la isla de Cereina exigió una contribución de guerra que ascendía a 10.000 talentos de plata. Incluso se aventuró a desembarcar en la costa de África, pero fue rechazado con grandes pérdidas. Tras tomar posesión, en su viaje de regreso, de la pequeña isla de Cossyra, desembarcó en Lilybaeum, y se dirigió por la vía terrestre a través de Sicilia y el sur de Italia hasta Roma, para, tras la expiración de la dictadura de Fabio, asumir el mando del ejército en Apulia con su colega Atilio Régulo.

Mientras tanto, Publio Escipión, el cónsul del año 218, había sido enviado a España con un refuerzo de treinta barcos y 8.000 hombres. El senado consideraba que la guerra en España era tan importante que, incluso después de la aniquilación del ejército flaminio, cuando Aníbal parecía amenazar a Roma y estaba asolando el centro de Italia sin oposición, esta considerable fuerza fue retirada de la protección de Italia y enviada a ese lejano país. Los romanos pensaron que Aníbal quedaría aislado e impotente en Italia, si sólo podían impedir que se le enviaran refuerzos desde España. Los dos hermanos Escipión llevaron a cabo la guerra en ese país no menos por las artes de la persuasión que por la fuerza de las armas. Se esforzaron por ganarse la amistad de las numerosas tribus independientes y aprovecharon hábilmente el descontento que había suscitado el dominio recientemente impuesto de Cartago. Tampoco desdeñaron hacer uso de la traición. Se cuenta que un jefe español, llamado Abelux, para ganarse el favor de los romanos, entregó en sus manos un número de rehenes españoles, que entonces estaban detenidos por los cartagineses en Sagunto. Estos rehenes los Escipiones los enviaron de vuelta a sus amigos, y así se ganaron para ellos la reputación de la generosidad sin ningún coste ni sacrificio. Sus empresas militares se limitaron a unas pocas expediciones al país al sur del Ebro, que, sin embargo, no dieron lugar a ninguna colisión seria con los cartagineses.

Si alguna vez hubo un momento en el que fue necesaria la unidad entre los ciudadanos de Roma, para evitar la amenazante caída de la república, fue en los primeros años de la guerra de Aníbal. Incluso el abandono incondicional del espíritu de partido y el patriotismo más sincero y devoto parecían apenas capaces de salvar la mancomunidad. Sin embargo, fue precisamente en esta época cuando las disensiones volvieron a manifestarse y la discordia civil amenazó con estallar. Flaminio había sido elevado al consulado principalmente como líder del partido democrático. Si hubiera sido capaz de derrotar a Aníbal, la causa popular habría triunfado al mismo tiempo sobre la clase privilegiada. Pero el político liberal resultó ser un general fracasado. Con su derrota y muerte, la nobleza se impuso, y Fabio fue elegido para restaurar su plena supremacía y prestigio. Esto suscitó en Roma una violenta oposición. Su aparente timidez, su lentitud e indiferencia ante los sufrimientos del país asolado, proporcionaron a sus oponentes motivos para dejar a cargo de la nobleza la prolongación intencionada de la guerra, y les permitieron finalmente limitar su poder dictatorial mediante el decreto que elevó a Minucio a un mando independiente. Esta última medida imprudente había sido llevada a cabo principalmente por la influencia de C. Terencio Varrón, un hombre que, a pesar de su baja cuna, había sido elevado sucesivamente a varios de los altos cargos de la república, desde el cuestorado en adelante, y ahora era realmente candidato al consulado. Evidentemente, gozaba de la plena confianza del pueblo y, en consecuencia, fue elegido para el año 216, a pesar de la oposición de la nobleza, mientras que de los tres candidatos patricios ninguno obtuvo un número suficiente de votos. Así pues, Varrón, siendo el único elegido, celebró la comitia para la elección de un colega, y utilizó su influencia a favor de Lucio Emilio Paulo, un hombre de reconocida capacidad militar. Paulus había mandado tres años antes en Iliria, y en muy poco tiempo había llevado esa guerra a buen puerto; después había sido sospechoso de deshonestidad en el reparto del botín, pero había escapado a la condena, y ahora gozaba de la confianza de la nobleza en mayor medida, ya que, en oposición al plebeyo Varro, representaba los principios de las antiguas familias. En consecuencia, los analistas le han mostrado un favor especial, y han hecho todo lo posible por echar la culpa de la gran desgracia que estaba a punto de ocurrir en Roma sobre los hombros de su colega Varro, el hijo del carnicero.

Se había hecho evidente que Aníbal no podría ser conquistado por un ejército romano de igual fuerza. Cuatro legiones opuestas a él no podían hacer más que vigilar y poner en aprietos sus movimientos, y limitar su libertad de búsqueda de alimentos y de saqueo del país, aunque pudieran, en circunstancias favorables, aventurarse a atacar porciones separadas del enemigo. Esta había sido la práctica de Fabio; había respondido a su propósito durante un tiempo, pero no estaba calculada para poner fin a la guerra y, al exponer a los italianos durante un periodo indefinido a las calamidades de la guerra, ponía a prueba su fidelidad durante demasiado tiempo. Los romanos resolvieron ahora poner fin a este estado de cosas antes de que fuera demasiado tarde, y antes de que los aliados se rebelaran o llegaran refuerzos a Aníbal desde. África o España. El senado resolvió añadir cuatro nuevas legiones a las del año anterior, y aumentar la fuerza de cada legión de 4.200 pies y 200 caballos a 5.000 pies y 300 caballos. Así, el ejército que se oponía a Aníbal contaba, con los aliados, con no menos de 80.000 pies y 6.000 caballos. Era una fuerza mayor que cualquiera que Roma hubiera enviado jamás contra un enemigo. En la Trebia y el Trasimeno los ejércitos romanos habían alcanzado sólo la mitad de esa fuerza, y en las guerras anteriores un solo ejército consular de dos legiones había sido generalmente suficiente. Pero ahora el objetivo era aplastar a Aníbal con una fuerza abrumadora, y los nuevos cónsules recibieron órdenes positivas del senado de ofrecer una batalla.

Esto era, en efecto, no sólo aconsejable sino absolutamente necesario. Un ejército de casi 90.000 hombres sólo podía alimentarse con la mayor dificultad en un país que, durante casi todo un año, se había hecho cargo de los ejércitos romano y cartaginés, y que sin duda estaba completamente agotado. Además, Aníbal, antes de la llegada de los nuevos cónsules, había abandonado su posición cerca de Geronio, y se había apoderado de la ciudadela de Cannae, no lejos del mar, al sur del río Aufidus, donde los romanos habían establecido un almacén para el abastecimiento de su ejército. Por tanto, las ocho legiones se vieron obligadas a retirarse a otra parte del país o a arriesgarse a una batalla.

Según el relato de los analistas romanos, que adoptó Polibio, los dos cónsules no pudieron ponerse de acuerdo sobre el plan de batalla a adoptar. Varrón, llevado por una ciega confianza en sí mismo, se apresuró a tomar una decisión, tan pronto como los ejércitos hostiles estuvieron uno frente al otro, mientras que el más cauto Amilio, siguiendo los pasos de Fabio, instó a que se evitara una batalla en las llanuras de Apulia, donde la superior caballería de Aníbal tenía campo libre para actuar. Pero el éxito de una escaramuza entre las avanzadillas tuvo el efecto, quizás pretendido por Aníbal, de levantar el valor de los romanos e inducirlos a avanzar. Ahora establecieron su campamento en la orilla derecha del Aufidus, no muy lejos del campamento de Aníbal.

Los dos cónsules tenían por turno el mando principal del ejército en días alternos. Esta disposición, que parecía concebida a propósito para excluir la uniformidad y el orden sistemático de los movimientos estratégicos, puede haber sido suficientemente buena en una guerra con bárbaros; pero en una contienda con Aníbal contribuyó en gran medida a neutralizar todas las ventajas que el valor innato de los romanos y su gran superioridad numérica les otorgaban. Es sin duda una exageración que Varro fuera el único responsable del avance del ejército romano hacia la proximidad inmediata del enemigo, y de la necesidad de aceptar la batalla que fue el resultado inevitable. Parece, por el contrario, que tanto Paulo como Varrón, de conformidad con las órdenes del senado y por la fuerza de las circunstancias, no intentaron evitar una batalla; pero si los puntos de vista de los dos cónsules no coincidían en todos los aspectos, si uno de ellos se apresuró a tomar la decisión mientras que el otro prefirió esperar siempre, es posible que uno de ellos pudiera obligar a su colega a aceptar las mismas condiciones de la batalla que había desaprobado desde el principio.

Los dos ejércitos estaban ahora tan cerca el uno del otro que una batalla era inevitable; y esto estaba claro para el propio Amilio Paulus. Por lo tanto, el día en que tenía el mando supremo dividió las legiones y pasó con cerca de un tercio de sus fuerzas del campamento que estaba en la orilla derecha del Aufidus, a la orilla izquierda, donde, a una corta distancia más abajo y más cerca del enemigo, levantó un segundo y más pequeño campamento. Este movimiento hacia el ejército cartaginés era evidentemente un desafío, y muestra muy claramente con qué grado de seguridad y autoconfianza podían maniobrar los ejércitos romanos en la vecindad inmediata del enemigo. Aníbal se alegró mucho de la resolución de los romanos. Había transcurrido un año entero desde la batalla en el lago Trasimeno, un año en el que todos sus intentos de provocar una batalla habían sido vanos. Ahora, por fin, su deseo se veía gratificado y, confiado en el éxito, esperaba el gran paso de las armas que iba a arbitrar entre su propio país y su mortal enemigo.

En Roma se esperaba día tras día el choque entre los dos ejércitos, y la ciudad estaba en el más ansioso suspenso. Tras los repetidos desastres de los dos últimos años, la confiada expectativa de victoria había desaparecido. Como un jugador desesperado, Roma había doblado ahora su apuesta; y si la fortuna iba en su contra una vez más, parecía que todo debía estar irremediablemente perdido. En tales momentos el hombre siente vivamente su dependencia de los poderes superiores. Los romanos, especialmente, eran propensos a las convulsiones del miedo supersticioso; eran, como dice Polibio, poderosos en las oraciones; cuando amenazaban grandes peligros, imploraban la ayuda de los dioses y de los hombres, y no consideraban impropias o indignas las prácticas habituales en tales circunstancias. En consecuencia, la población estaba enfebrecida por la excitación religiosa; los templos estaban abarrotados, los dioses asediados con oraciones y sacrificios; las advertencias y las profecías de los antiguos videntes estaban en boca de todos, y cada casa y cada corazón estaban divididos entre la esperanza y el miedo.

El Aufidus (ahora llamado Ofanto) es el más considerable de los numerosos ríos costeros que fluyen hacia el este desde los Apeninos hasta el mar Adriático; pero su amplio lecho se llena sólo en invierno y primavera. Ahora era la primera parte del verano, alrededor de mediados de junio; y el río era tan estrecho y poco profundo que se podía cruzar por todas partes sin ninguna dificultad seria. En la vecindad del campamento romano más pequeño, el Aufidus hizo una repentina y brusca curva hacia el sur o sureste, y tras una corta distancia volvió a girar hacia el noreste, que es la dirección general de su curso. Aquí, en la orilla izquierda o norte, estaba el campo de batalla seleccionado por Varrón. En el campamento más grande de la orilla derecha del río, y un poco más arriba, dejó sólo una guarnición de 10.000 hombres, con órdenes de atacar, durante la batalla, el campamento cartaginés, que estaba en el mismo lado del río, y así dividir la atención y las fuerzas del enemigo. Con el resto de su infantería y 6.000 caballos cruzó el Aufidus, y dispuso su ejército de la manera habitual, teniendo las legiones en el centro y la caballería en las alas, con su frente mirando hacia el sur y el río a su derecha. Como la infantería constaba de ocho legiones, el frente debería haber tenido el doble de la longitud de dos ejércitos consulares habituales. Pero en lugar de duplicar la amplitud del frente, Varro duplicó la profundidad, probablemente con el propósito de utilizar las nuevas levas, no para el ataque, sino para aumentar la presión de la columna atacante. Así sucedió que, a pesar de la gran superioridad numérica de los romanos, no presentaron un frente más amplio que los cartagineses. En el flanco derecho de la infantería, apoyada en el río, se encontraba la caballería romana, que contenía a los hijos de las familias más nobles, y formaba la flor del ejército. La caballería de los aliados, mucho más numerosa, se situaba en el ala izquierda. Delante del frente estaban, como de costumbre, las tropas ligeras, que siempre comenzaban el combate, y se retiraban por los intervalos de la infantería pesada detrás de la línea después de haber descargado sus armas. La caballería romana de la derecha estaba comandada por Paulus, y la de los aliados del ala izquierda por Varro, mientras que Cn. Servilio, el cónsul del año anterior, y Minucio, el maestro del caballo a las órdenes de Fabio, dirigían las legiones del centro.

Tan pronto como Aníbal vio que los romanos ofrecían batalla, también condujo sus tropas, 40.000 a pie y 10.000 a caballo, a través del río, que ahora tenía en su retaguardia. Al tomar esta posición no arriesgó más de lo que su situación en ese momento justificaba, pues sabía que una derrota acabaría, en cualquier circunstancia, con la destrucción total de su ejército, dispuso su infantería frente a las legiones romanas; pero, en lugar de formarlas en línea recta, hizo avanzar a los españoles y galos en un semicírculo en el centro, colocando a los africanos a su derecha e izquierda, pero a cierta distancia detrás de ellos. En su ala izquierda, junto a la orilla del Aulidus, y oponiéndose a la caballería romana, se encontraba la pesada caballería española y gala, bajo el mando de Asdrúbal; a la derecha, bajo el mando de Hanno, los ligeros númidas. Aníbal, con su valiente hermano Mago, tomó su posición en el centro de su infantería, para poder vigilar y guiar la batalla en todas las direcciones. Su infantería africana estaba armada a la manera romana con los despojos de sus victorias anteriores; los españoles llevaban capas de lino blanco con bordes rojos, y portaban espadas cortas y rectas, aptas para cortar y empujar; los galos, desnudos hasta la cintura, blandían sus largos sables, adecuados sólo para cortar. El aspecto de estos enormes bárbaros, que tras las recientes batallas habían recuperado el prestigio de la valentía y la invencibilidad, no podía dejar de causar una profunda impresión en los soldados romanos, y de llenarlos de ansiedad y recelo por el resultado del inminente conflicto.

Hacía dos horas que había salido el sol cuando comenzó la batalla. Cuando los escaramuzadores ligeros se habían dispersado, los jinetes pesados de los cartagineses se abalanzaron, en estrechas filas y con un choque irresistible, sobre la caballería romana. Durante un momento, éstos se mantuvieron firmes, hombre contra hombre, y caballo contra caballo, como si estuvieran soldados en una masa compacta. Luego, esta masa comenzó a vacilar y a disolverse. Los galos y los españoles se abrieron paso entre los escuadrones desorganizados de sus antagonistas, y los redujeron casi en su totalidad. Avanzando, pronto se encontraron en la retaguardia de la infantería romana, y cayeron sobre la caballería aliada en el ala izquierda de los romanos, que al mismo tiempo era atacada por delante por los númidas. Su aparición en este sector pronto decidió la contienda aquí; los jinetes aliados fueron expulsados del campo. Asdrúbal confió su persecución a los númidas, y cayó con todas sus fuerzas sobre la retaguardia de la infantería romana, donde se encontraban las jóvenes e inexpertas tropas, de las cuales muchas no se habían enfrentado nunca a un enemigo en el campo.

Mientras tanto, la infantería romana había hecho entrar a los españoles y galos que formaban el centro avanzado de la línea cartaginesa. Presionando contra ellos desde la derecha y la izquierda, los romanos contrajeron cada vez más su frente y avanzaron como una cuña contra el centro en retirada del ejército cartaginés. Cuando estaban a punto de atravesarlo, la infantería africana de la derecha y la izquierda cayó sobre los flancos romanos. Al mismo tiempo, la pesada caballería española y gala irrumpió sobre ellos por detrás, y la infantería hostil que se retiraba por delante volvió a la carga. De este modo, las enormes e inmanejables masas de la infantería romana se apiñaron unas sobre otras en una confusión indefensa y fueron rodeadas por todos lados. Mientras las filas exteriores caían rápidamente, miles de personas permanecían inactivas en el centro, apretadas unas contra otras, incapaces de dar un golpe, encerradas como ovejas y condenadas a esperar pacientemente hasta que les llegara el turno de ser masacradas. Nunca antes Marte, el dios de la batalla, se había atiborrado con tanta avidez de la sangre de sus hijos. Parece incomprensible que en un combate cuerpo a cuerpo, hombre a hombre, los conquistadores pudieran abatir con el frío acero a más de su propio número. Sólo el esfuerzo físico debió ser casi sobrehumano. La carnicería duró casi todo el día. Dos horas antes de que se pusiera el sol, el ejército romano fue aniquilado, y más de la mitad de él yacía muerto en el campo de batalla. El cónsul Emilio Paulus había sido herido al principio del conflicto, cuando sus jinetes fueron derrotados por la caballería cartaginesa. Entonces se había esforzado, a pesar de su herida, por reunir a la infantería y dirigirla a la carga; pero no pudo mantener su asiento en la silla de montar, y cayó, desconocido, en la matanza general. La misma suerte corrió el procónsul Cn. Servilio, el difunto maestro del caballo Minucio, dos cuestores, veintiún tribunos militares y no menos de ochenta senadores, un número casi increíble, que demuestra que el senado romano estaba formado no sólo por hombres que hablaban, sino también por hombres que luchaban, y estaba bien cualificado para estar al frente de un pueblo guerrero. El cónsul Terencio Varrón, que había comandado la caballería de los aliados en el ala izquierda, escapó con unos setenta jinetes a Venusia.

No era costumbre de Aníbal dejar su trabajo a medias. Inmediatamente después de la batalla tomó el campamento romano más grande. El ataque que su guarnición de 10.000 hombres había efectuado sobre el campamento cartaginés durante la batalla había fracasado; y los romanos, expulsados detrás de sus murallas, y desesperados de poder resistir al ejército victorioso, se vieron obligados a rendirse. La misma suerte corrió la guarnición y los fugitivos que habían buscado refugio en el campamento menor. Sin embargo, el número de prisioneros fue muy pequeño en comparación con el de los muertos; ascendió a unos 10.000 hombres. En Canusium, Venusia y otras ciudades vecinas se reunieron unos 3.000 fugitivos. Muchos más se dispersaron en todas direcciones. Esta victoria sin parangón, que superó sus más audaces expectativas, le había costado a Aníbal no más de 6.000 hombres, y entre ellos sólo doscientos de los valientes jinetes a los que se debió principalmente.

Por muy grande que fuera la pérdida material de los romanos en esta desastrosa batalla, fue menos grave que el efecto que produjo en la moral del pueblo romano. A lo largo de todo el curso de la guerra nunca se recuperaron del todo de la conmoción que habían sufrido su valor y su confianza en sí mismos. A partir de ese momento, Aníbal fue investido a sus ojos de poderes sobrenaturales. Ya no podían aventurarse a enfrentarse a él como a un enemigo mortal común de carne y hueso. Les temblaban las rodillas ante la sola mención de su nombre, y el hombre más valiente se sentía desconcertado al pensar en su presencia. Este temor puso a Aníbal en el lugar de todo un ejército, y luchó por él cuando la guerra se había llevado a sus veteranos africanos y españoles, y cuando los reclutas italianos constituían el grueso de sus fuerzas. Lo estupefactos y desconcertados que se sintieron los romanos por el impresionante golpe de Cannae puede verse en un ejemplo sorprendente. Varios caballeros romanos, jóvenes de las primeras familias, habían perdido tan completamente toda esperanza de salvar a su país de la ruina total, que en su desesperación concibieron el descabellado plan de escapar a la costa del mar y buscar refugio en algún país extranjero. De este deshonroso plan sólo les desvió la enérgica intervención del joven P. Cornelio Escipión, quien, abriéndose paso entre ellos, se dice que desenvainó su espada y amenazó con atravesar a cualquiera que se negara a prestar el juramento de no abandonar nunca su país.

Los analistas patrióticos hicieron todo lo posible por asignar como causa de la derrota romana la pérfida astucia de los púnicos. Esta intención se hace especialmente evidente en la descripción que hace Apio de la batalla y en sus observaciones finales. Se relata que Aníbal colocó un cuerpo de hombres en una emboscada, y que durante la batalla estos hombres atacaron a los romanos en la retaguardia; además, que quinientos númidas o celtíberos se acercaron a las líneas romanas con el pretexto de la deserción, y al ser recibidos sin sospecha, y dejados sin vigilancia en el fragor de la batalla, atacaron a los romanos y los sumieron en la confusión. La propia naturaleza estaba hecha para favorecer a los cartagineses y ayudarles a obtener la victoria, como el frío en la Trebia y la niebla en el lago Trasimeno. Un violento viento del sur llevó nubes de polvo a las caras de los romanos, sin incomodar en lo más mínimo a los cartagineses, cuyo frente miraba hacia el norte. Según Zonaras, Aníbal había calculado realmente en este viento amistoso, y para aumentar su eficacia había hecho arar el día anterior la tierra que se encontraba al sur del campo de batalla. Algunos escritores buscaron consuelo para sus sentimientos heridos en historias tan tontas; pero en general debe confesarse que el pueblo romano, aunque se retorcía y sufría bajo los golpes de Aníbal, y estaba profundamente herido en su orgullo nacional, admitió su derrota con franqueza, y en lugar de falsificarla, o borrarla de su memoria, fue estimulado por ella a un nuevo valor y a una perseverancia que no podía dejar de conducir al final a la victoria.

El derrocamiento en Cannae fue tan completo que cualquier otra nación, salvo los romanos, habría renunciado de inmediato a la idea de seguir resistiendo. Parecía que el orgullo de Roma debía ser ahora por fin humillado, y que estaba tan indefensa a merced del invasor como después de la fatal batalla en el Allia. ¿Qué posibilidad había ahora de resistir a este enemigo, cuyas victorias se hacían más aplastantes a medida que las filas de las legiones se hacían más densas? Desde que había aparecido en el lado sur de los Alpes, ningún romano había sido capaz de resistirle, y cada golpe sucesivo que había asestado había sido más duro. Parecía imposible que Italia pudiera seguir soportando dentro de sus propios límites a un enemigo como el ejército púnico. Si Roma era incapaz de proteger a sus aliados, éstos no tenían otra alternativa que perecer o unirse al invasor extranjero.

Este fue desde el principio el cálculo de Aníbal; y ahora parecía que sus más audaces esperanzas estaban a punto de hacerse realidad, y que se acercaba el momento de la venganza por los agravios de Cartago. Sin embargo, este hombre verdaderamente grande no se dejó llevar por el sentimiento de que ahora podría entregarse al placer de las represalias. Más que este placer, valoraba la seguridad y el bienestar de su país, y estaba dispuesto a sacrificar sus sentimientos personales a consideraciones más elevadas. A pesar de sus victorias, había aprendido a apreciar la fuerza superior de Roma; y en lugar de seguir probando la fortuna de la guerra, resolvió ahora, en plena carrera de la victoria, aprovechar la primera oportunidad para concluir la paz. Su enviado, Carthalo, que fue a Roma para negociar el rescate de los prisioneros romanos, fue comisionado por él para que mostrara su disposición a atender cualquier propuesta de paz que los romanos estuvieran dispuestos a hacer. Pero Aníbal no conocía el espíritu del pueblo romano, si pensaba que ahora estaba roto; y él, como Pirro, iba a descubrir que se había comprometido a luchar con la Hidra.

La excitación febril que reinaba en Roma durante el tiempo del esperado conflicto no duró mucho. Los mensajeros del mal cabalgan rápidamente. Aunque el cónsul superviviente no envió ningún informe oficial, la noticia de la derrota llegó a Roma, nadie sabía cómo, y el primer rumor fue incluso más allá del alcance de la calamidad real. Se dijo que todo el ejército había sido aniquilado y que ambos cónsules habían muerto. En este espantoso día, Roma se salvó sólo por la circunstancia de que toda la amplitud de Italia se interponía entre ella y el conquistador. Si, como en la primera guerra de las Galias, la batalla se hubiera librado a la vista del Capitolio, nada habría podido salvar a la ciudad de una segunda destrucción, y Aníbal no se habría dejado comprar, como Brennus, con mil libras de oro.

El pueblo romano se entregó a la desesperación. Pensaban que había llegado la última hora de la república, y muchos de los que habían perdido a sus amigos o parientes más cercanos en la matanza de la batalla podían ser casi indiferentes a cualquier otra calamidad que pudiera esperarles. La ciudad estaba casi en un estado de anarquía real. Los cónsules, y la mayoría de los demás magistrados, estaban ausentes o muertos. Sólo quedaba en Roma un pequeño remanente del senado. En una batalla ochenta senadores habían derramado su sangre, y muchos, sin duda, estaban ausentes con los ejércitos en la Galia, España, Sicilia, o en otros lugares de servicio público de petróleo. En esta urgencia, los senadores que se encontraban en el lugar tomaron las riendas del gobierno en sus manos, y se esforzaron con su calma y digna firmeza en contrarrestar los efectos de la consternación general. Q. Fabio Máximo fue el alma de sus deliberaciones. A propuesta suya se determinaron las medidas que la urgencia del peligro requería. Se colocaron guardias en las puertas para impedir una huida general de la ciudad; pues parecía que, como después de la derrota de la Allia, 174 años antes, los aterrorizados ciudadanos pensaban buscar refugio en otra parte y daban Roma por perdida. Se enviaron jinetes por las carreteras Apia y Latina para recoger las noticias que pudieran de los mensajeros o de los fugitivos. Todos los hombres que pudieran dar información fueron llevados ante las autoridades. Se dieron órdenes estrictas para evitar una vaga alarma, y se hizo que las mujeres que llenaban las calles con sus lamentos se retiraran al interior de las casas. Se disolvieron todas las asambleas y reuniones del pueblo y se restableció el silencio en la ciudad. Por fin llegó un mensajero con una carta de Varrón, que revelaba la magnitud de la calamidad. Aunque confirmaba, en general, las malas noticias que la habían anticipado, contenía algún consuelo. Un cónsul al menos, y una parte del ejército, habían escapado; y (lo que era la noticia más grata por el momento) Aníbal no estaba en su marcha hacia Roma, sino todavía lejos en Apulia, ocupado con sus cautivos y su botín.

Así, al menos, se consiguió un respiro. El antiguo coraje regresó poco a poco. El tiempo para llorar a los muertos se limitó a treinta días. Se tomaron medidas para reunir una nueva fuerza. Una flota estaba preparada en Ostia, para navegar bajo el mando de M. Claudio Marcelo hacia Sicilia, de donde habían llegado noticias inquietantes de que los cartagineses habían atacado el territorio de Siracusa y amenazaban a Liria. En estas circunstancias, la preocupación por la seguridad de Sicilia tuvo que dar paso al cuidado de la defensa de la capital. Un cuerpo de 1.500 soldados fue transferido desde la flota de Ostia para guarnecer Roma, y se ordenó a toda una legión de la misma fuerza naval que marchara a través de Campania hasta Apulia con el propósito de recoger los restos dispersos del ejército derrotado. Con esta legión, Marcelo se dirigió a Canusium, a sólo tres millas del campo fatal de Canuto, y, relevando a Varro del mando en Apulia, le pidió que regresara a Roma. Los historiadores romanos relatan, con orgullo nacional, que todas las discordias civiles quedaron enterradas de inmediato en el peligro presente de la mancomunidad, que los senadores salieron al encuentro del cónsul derrotado y le expresaron su agradecimiento por no desesperar de la república. Tales sentimientos eran honorables y dignos de los mejores días de Roma; pero si fuera cierto que Varro había provocado el desastre de Cannae por su insensatez e incapacidad -si en verdad había forzado la batalla en contra de las instrucciones del senado y el consejo de su colega-, en ese caso el reconocimiento de sus méritos, y el espíritu generoso y conciliador exhibido por el senado, habría sido una virtud tanto más cuestionable cuanto que no podía dejar de tener el efecto de restablecer a Varro en la confianza del pueblo y de volver a confiarle un alto cargo. Pero ya nos hemos visto obligados a dudar del informe sobre la incapacidad de Varro, y la conducta del senado tras la batalla de Cannae justifica esta duda. En el transcurso de la guerra, Varro prestó a su país muchos e importantes servicios, y siempre fue estimado como un buen soldado. En la presente ocasión se cuenta que se le ofreció la dictadura, pero que la rechazó por considerar su derrota en Cannae como un mal presagio. Habiendo nombrado dictador a M. Junius Pera, volvió inmediatamente al teatro de la guerra, dejando al dictador la gestión del gobierno, la recaudación de nuevas tropas y el deber de presidir la elección de los cónsules para el año siguiente.

 

Segundo periodo de la guerra de Aníbal.

216-215 A.C.

DESDE LA BATALLA DE CANNAE HASTA LA REVOLUCIÓN DE SIRACUSA

 

El éxito invariable había acompañado a Aníbal desde el primer momento en que puso el pie en Italia, y había ido subiendo cada vez más hasta culminar en la victoria suprema de Cannae. A partir de este momento el vigor del ataque de Aníbal se relaja; su fuerza parece gastada. La guerra continúa, pero ha cambiado de carácter; se extiende por un espacio mayor; su unidad y su interés dramático han desaparecido. Para Aníbal comienzan esas dificultades que son inseparables de una campaña en un país extranjero a gran distancia de los recursos nativos. Su posterior carrera en Italia no está marcada por triunfos a la escala colosal de las victorias en la Trebia, el Trasimeno y Cannae. Sigue siendo, en efecto, el terror de los romanos, y dispersa o aplasta en cada ocasión a las legiones que se aventuran a oponerse a él en el campo de batalla, pero, a pesar de la insurrección de muchos de los aliados romanos y del espíritu impertérrito del gobierno cartaginés, se hace cada vez más evidente que los recursos de Roma son superiores a los de sus enemigos. Poco a poco se levanta de su caída. Lentamente recupera la fuerza y la confianza. Sin ceder en ningún punto, se mantiene vigorosamente a la defensiva contra Aníbal, mientras pasa a la ofensiva en los otros teatros de la guerra, en España, Sicilia y, finalmente, en África; y, habiendo reducido y debilitado completamente la fuerza de su adversario, asesta un último y decisivo golpe contra el propio Aníbal.

Desgraciadamente, tras la batalla de Cannae perdemos al testigo más valioso, en el que nos hemos apoyado principalmente para los primeros acontecimientos de la guerra. De la gran obra histórica de Polibio sólo se conservan íntegros los cinco primeros libros, mientras que de los treinta y cinco restantes sólo tenemos fragmentos sueltos, valiosos por cierto, pero calculados más para hacernos sentir la grandeza de la pérdida que para satisfacer nuestra curiosidad. Polibio tiene casi la autoridad de un escritor contemporáneo, aunque la guerra de Aníbal terminó cuando él era todavía un niño. Escribió cuando el recuerdo de estos acontecimientos estaba fresco y la información podía obtenerse fácilmente, cuando las exageraciones y las mentiras, como las que se encuentran en escritores posteriores, aún no se habían aventurado en la publicidad ni habían encontrado credibilidad. Fue concienzudo en la criba de pruebas, en la consulta de documentos y en la visita a los escenarios de los acontecimientos que narra. Como griego que escribe sobre asuntos romanos, estaba libre de esa vanidad nacional que en los annalistas romanos suele ser muy ofensiva. Aunque admira a Roma y a las instituciones romanas, aporta a su juicio la ilustración de un hombre formado en todos los conocimientos de Grecia, y de un estadista y un soldado experimentado en la gestión de los asuntos públicos. Ciertamente, no está exento de errores y faltas. Su íntima amistad con algunas de las casas de la nobleza romana inclinó su juicio a favor del gobierno aristocrático, y su relación con Escipión Amiliano le convirtió, voluntaria o inconscientemente, en el panegirista de los miembros de esa familia. Es culpable de ocasionales descuidos, omisiones o errores, algunos de los cuales hemos advertido; pero, tomándolo en su conjunto, es uno de nuestros más fieles guías en la historia del mundo antiguo, y no podemos lamentar suficientemente la pérdida de la mayor parte de su obra. Afortunadamente se conserva la tercera década de Livio, que ofrece un relato conectado de la guerra de Aníbal, y encontramos en los fragmentos de Dion Casio, Diodoro y Apio, y en el resumen de Zonaras, así como en algunos otros extractos posteriores, oportunidades ocasionales para completar nuestro conocimiento. Pero no se puede negar que, con algunas excepciones, la historia de la guerra hace bandera después de la batalla de Cannae. La figura de Aníbal, el más interesante de todos los actores de ese gran drama, se retira más al fondo. Sabemos con certeza que fue tan grande en los años de inactividad comparativa, o aparente, como en el tiempo que terminó con el triunfo en Cannae; pero no podemos seguirle hasta los recovecos del sur de Italia, ni observar sus incesantes trabajos para organizar los medios y trazar los planes para llevar a cabo la guerra en Italia, Sicilia, España, Grecia, la Galia y en todos los mares. Sabemos que siempre estaba trabajando, listo en todo momento para abalanzarse sobre cualquier ejército romano que se aventurara demasiado cerca de él, terrible como siempre para sus enemigos, lleno de recursos, inflexible ante las múltiples dificultades, e invicto en la batalla, hasta que el mando de su país lo convocó desde Italia a África. Pero de los detalles de estas hazañas tenemos un conocimiento muy inadecuado, en parte porque no se ha conservado ninguna historia de la guerra escrita del lado cartaginés, y en parte porque la narración completa de Polibio se ha perdido.

El desastre de Cannae, al parecer, había sido predicho desde hacía tiempo, pero las advertencias de la deidad amiga habían sido lanzadas a los vientos. Más aún, el pueblo romano había sido culpable de una gran ofensa. El altar de Vesta había sido profanado. Dos de sus vírgenes habían roto el voto de castidad. Es cierto que habían expiado gravemente su pecado: una había muerto voluntariamente, la otra había sufrido el severo castigo que imponía la ley sagrada. A ella la enterraron viva en su tumba y la dejaron allí para que pereciera; el desgraciado que la había seducido fue azotado hasta la muerte en el mercado público por el sumo pontífice. Pero la conciencia del pueblo no estaba tranquila. Parecía necesaria una purificación completa y un acto de expiación para aliviar el sentimiento de culpa y recuperar el favor de la deidad ultrajada. En consecuencia, se envió una embajada a Grecia para consultar el oráculo de Apolo en Delfos. El jefe de esta embajada era Fabio Pictor, el primer escritor que compuso una historia continua de Roma desde la fundación de la ciudad hasta su propia época. Pero incluso antes de que se recibiera la respuesta del dios griego, había que hacer algo para calmar las aprensiones del público y hacer descansar sus terrores religiosos. Los romanos disponían de profecías nacionales, conservadas como los libros sibilinos, con los que a menudo se les confundía. Estos libros del destino fueron consultados ahora, y revelaron el placer de una deidad bárbara, que volvió a reclamar, como durante la última guerra de las Galias, nueve años antes, ser apaciguada mediante sacrificios humanos. Un hombre griego y una mujer griega, un galo y una mujer gala fueron de nuevo enterrados vivos. Con prácticas tan crueles, los dirigentes de Roma demostraron que la influencia de la civilización y la ilustración griegas no les impedía trabajar sobre la abyecta superstición de la multitud, y añadir a su fuerza material y devoción patriótica el fanatismo religioso.

La superioridad de Roma sobre Cartago residía principalmente en la vasta población militar de Italia, que de un modo u otro estaba sometida a la república y disponible para los fines de la guerra. En el momento de la última enumeración, que tuvo lugar en el 225 a.C. con motivo de la amenaza de ataque de los galos, se dice que el número de hombres capaces de portar armas ascendía a casi 800.000, y con toda probabilidad esa afirmación se quedaba corta con respecto al número real. He aquí una fuente de poder que parecía inagotable. Sin embargo, la guerra apenas había durado dos años antes de que se sintiera la dificultad de llenar los huecos que las sangrientas batallas habían hecho en las filas romanas. Desde el compromiso en el Ticino, los romanos debieron perder sólo en Italia 120.000 hombres, realmente muertos o hechos prisioneros, sin contar los que sucumbieron a las enfermedades y a las fatigas y privaciones de las prolongadas campañas. Esta pérdida fue sentida con mayor severidad por los ciudadanos romanos, ya que éstos fueron mantenidos por Aníbal en cautiverio mientras los prisioneros de los aliados eran licenciados. No se sabe si estos últimos fueron alistados de nuevo. En cualquier caso, se ahorró un número correspondiente de hombres para el trabajo doméstico necesario, para la agricultura y los diversos oficios; y en consecuencia, los aliados que permanecieron fieles a Roma pudieron reemplazar más fácilmente a los muertos, aunque también habían llegado ya a ese punto de agotamiento en el que la guerra comienza a socavar, no sólo el bienestar público, sino la propia sociedad en las primeras condiciones de su existencia. Los hombres capaces de portar armas son, en otras palabras, hombres capaces de trabajar; y es sobre el trabajo que se basa finalmente la sociedad civil y toda comunidad política. Por lo tanto, si sólo se consumió una décima parte de la fuerza de trabajo de Italia en dos años, y si se necesitó otra décima parte para llevar a cabo la guerra, podemos formarnos una idea de la temible desorganización que se extendió rápidamente por Italia, del freno a todo tipo de industria productiva en un momento en que el Estado, privado de tantos de sus ciudadanos más valiosos, se vio obligado a aumentar sus exigencias en proporción, y a exigir cada vez más sacrificios a los supervivientes. La prevalencia de la esclavitud explica por sí sola cómo fue posible apartar a uno de cada cinco hombres de las ocupaciones pacíficas y emplearlo en el servicio militar. La institución de la esclavitud, aunque incompatible por su propia naturaleza con el progreso moral o incluso material del hombre, y aunque siempre ha sido un mal social y político de la peor clase, ha sido en ciertas épocas de gran ventaja temporal, ya que, al liberar a los ciudadanos libres en gran medida del trabajo necesario para la existencia, los ha dejado libres para dedicarse a las actividades intelectuales, al cultivo de la ciencia y del arte, o a la guerra. No tenemos un testimonio directo de la extensión del trabajo de los esclavos en Italia en la época de la segunda guerra púnica; pero tenemos ciertos indicios que muestran que, si no en toda Italia, al menos entre los romanos, y en todas las ciudades más grandes, el número de esclavos era muy considerable. (Los nobles romanos iban, incluso en el campo, acompañados de esclavos, que servían como mozos de cuadra, o portadores de equipaje).

Estas observaciones son sugeridas por las declaraciones de las medidas que el dictador M. Junius tomó después de la batalla de Cannae para la defensa del país. Para reunir cuatro nuevas legiones y mil caballos, se vio obligado a enrolar a jóvenes que acababan de entrar en la edad militar; es más, fue incluso más allá y tomó, probablemente como voluntarios, a muchachos menores de diecisiete años que aún no habían cambiado su toga con bordes púrpura (la toga praetexta), signo de la infancia, por la toga blanca de la virilidad (la toga virilis). Así se completaron las legiones. Por el momento, Roma había llegado al final de sus recursos. Pero la guerra devoradora de hombres se cobró más víctimas, y el orgullo de los romanos se rebajó a armar esclavos. Se seleccionaron ocho mil de los esclavos más vigorosos, que profesaban su disposición a servir. Fueron comprados por el Estado a sus propietarios, fueron armados y formaron un cuerpo separado destinado a servir al lado de las legiones de ciudadanos romanos y aliados. Como recompensa por su valiente conducta en el campo de batalla, recibieron la promesa de la libertad. Junto a estos esclavos, seis mil criminales y deudores fueron liberados y alistados para el servicio militar.

La plena significación de esta medida sólo puede apreciarse si tenemos en cuenta cómo el gobierno romano trataba a aquellos infelices ciudadanos a los que la fortuna había entregado al cautiverio. En la primera guerra púnica había sido práctica de los beligerantes intercambiar o rescatar a los prisioneros. Parecía una cuestión de rutina que la misma práctica se observara ahora, siempre que Aníbal estuviera dispuesto a renunciar al estricto derecho de guerra que le permitía emplear a los prisioneros o venderlos como esclavos. Desde su punto de vista, esto último era evidentemente lo más provechoso, pues su objetivo era debilitar a Roma lo más posible, y Roma no poseía nada más valioso que sus ciudadanos. Pero, como ya hemos notado, se dejó llevar por consideraciones más elevadas y por una sabia política para buscar una paz favorable con una nación que, incluso después de Cannae, desesperaba de aplastar. Seleccionó, por tanto, de entre los prisioneros a diez de los hombres más destacados, y los envió a Roma, acompañados de un oficial llamado Carthalo, con instrucciones no sólo de tratar con el senado el rescate de los prisioneros, sino de abrir al mismo tiempo negociaciones para la paz. Pero en Roma el genuino espíritu romano de obstinado desafío había desplazado tan completamente los antiguos temores que ningún hombre pensó en mencionar siquiera la posibilidad de la paz; y el mensajero de Aníbal fue advertido de que no se acercara a la ciudad. Entonces se discutió en el senado la cuestión de si los prisioneros de guerra debían ser rescatados. La mera posibilidad de tratar esto como una cuestión abierta causa asombro. Los hombres cuya libertad y vida estaban a merced de Aníbal no eran mercenarios comprados ni extraños. Eran hijos y hermanos de quienes los habían enviado a la batalla; habían obedecido la llamada de su país y de su deber, se habían jugado la vida en el campo de batalla, habían luchado valientemente y no eran culpables de ningún crimen, excepto de este, que con las armas en la mano se habían dejado dominar por el enemigo, como los soldados romanos habían hecho a menudo antes. Pero en esta guerra Roma quería hombres que valoraran su vida como nada, y que estuvieran decididos a morir antes que huir o rendirse. Para inculcar esta necesidad a todos los soldados romanos, los desafortunados prisioneros de Canuto fueron sacrificados. El senado se negó a rescatarlos y los abandonó a la merced del conquistador. En el mismo momento en que Roma armó a los esclavos en su defensa, entregó a miles de ciudadanos nacidos libres para que fueran vendidos en los mercados de esclavos de Útica y Cartago, y para que se les mantuviera para el trabajo en el campo bajo el sol abrasador de África. Podemos admirar la grandeza del espíritu romano, y desde algunos puntos de vista es digna de admiración; pero estamos obligados a expresar nuestro horror y detestación por el ídolo de la grandeza nacional al que los romanos sacrificaron a sus propios hijos a sangre fría.

Como si pudieran excusar o paliar la inhumana severidad del senado romano pintando bajo una luz aún más odiosa el carácter del general púnico, algunos de los annalistas romanos relataron que Aníbal, por despecho, vejación y odio inveterado hacia el pueblo romano, comenzó ahora a descargar su ira sobre sus desafortunados prisioneros y a atormentarlos con la más exquisita crueldad. A muchos de ellos, decían, los mataba, y con los cadáveres amontonados hacía diques para cruzar los ríos; a algunos, que se rompían bajo el peso del equipaje que tenían que llevar en las marchas, los mutilaba cortándoles los tendones; a los más nobles los obligaba a luchar entre sí como gladiadores, para diversión de sus soldados, seleccionando, con auténtica inhumanidad púnica, a los parientes más cercanos -padres, hijos y hermanos- para que se derramaran mutuamente la sangre. Pero, como relata Diodoro, ni los golpes, ni los aguijones, ni el fuego pudieron obligar a los nobles romanos a violar las leyes de la naturaleza y a impregnar impíamente sus manos con la sangre de los más cercanos y queridos. Según Plinio, el único superviviente en estos horrendos combates fue obligado a luchar con un elefante, y cuando hubo matado al bruto, recibió efectivamente su libertad, que era el precio que Aníbal había prometido por su victoria, pero poco después de haber abandonado el campamento cartaginés, fue alcanzado por jinetes númidas y degollado. Si tales detestables crueldades estuvieran realmente dentro del rango de lo posible, tendríamos que acusar, no sólo a los que las infligieron, sino también a los que, al negarse a rescatar a los prisioneros, los expusieron a tal destino. Pero el silencio de Polibio, y más aún el de Livio, que habría encontrado en los sufrimientos de los prisioneros romanos una oportunidad muy grata para hacer declamaciones retóricas sobre la barbarie púnica, son suficientes para demostrar que los supuestos actos de crueldad carecen por completo de fundamento, y que fueron inventados con el propósito de representar a Aníbal bajo una luz odiosa, y de elevar el carácter de los romanos a expensas del de los cartagineses.

Cuando, al atardecer de la sangrienta jornada de Cannae, Aníbal cabalgó sobre el campo de batalla, según Appiano, rompió a llorar y exclamó, como Pirro, que no esperaba otra victoria como ésta. Es posible que los romanos crédulos hayan encontrado en esta historia infantil algún consuelo para el dolor de sus sentimientos nacionales. Pero un observador imparcial no puede dejar de convencerse de que el corazón de Aníbal debió de hincharse de orgullo y esperanza cuando contempló toda la extensión de su victoria sin parangón, y que la consideró barata por la pérdida de sólo 6.000 de sus valientes guerreros. Pero no se dejó llevar por el entusiasmo natural que hizo que el impetuoso Maharbal, comandante de su caballería ligera númida, instara a un avance inmediato sobre Roma, y así poner fin a la guerra de una sola vez. "Si", dijo Maharbal, "me dejáis conducir el caballo inmediatamente, y me seguís rápidamente, cenaréis en el Capitolio en cinco días". Podemos estar seguros de que Aníbal, sin esperar el consejo de Maharbal, había considerado maduramente la cuestión de si la capital hostil, el objetivo final de su expedición, estaba a su alcance en este momento. Decidió que no lo estaba, y apenas podemos presumir de acusar al primer general de la antigüedad de un error de juicio, y sostener que perdió el momento favorable para coronar todas sus victorias precedentes. Todo lo que podemos hacer es esforzarnos por descubrir los motivos que pueden haberle impedido un avance inmediato sobre Roma.

Después de la batalla de Cannae, el ejército de Aníbal contaba todavía con unos 44.000 hombres. Seguramente era posible, con una fuerza así, penetrar directamente a través de las montañas de Samnio, y a través de Campania hasta el Lacio, sin encontrar ninguna resistencia formidable. Pero esta marcha no podría llevarse a cabo en menos de diez u once días, incluso si el ejército no se retrasara por ningún obstáculo, y marchara siempre tan rápido. El intervalo de tiempo que debía transcurrir entre la llegada de las noticias del campo de batalla y la aproximación del ejército hostil, permitiría a los romanos hacer los preparativos para la defensa, y excluía, por tanto, la posibilidad de una sorpresa. Roma no era una ciudad abierta, sino fuertemente fortificada por su situación y por el arte. Todos los ciudadanos romanos hasta los sesenta años eran capaces de defender las murallas, y así, aunque no hubiera ninguna reserva a mano (lo que Aníbal no podía dar por sentado), Roma no estaba indefensa a merced de un ejército que avanzara.

Al no poder tomar Roma por sorpresa, Aníbal se habría visto obligado a asediarla en forma. Esta era una empresa para la que sus fuerzas eran insuficientes. Su ejército ni siquiera era lo suficientemente numeroso como para bloquear la ciudad y cortar los suministros y refuerzos desde el exterior. ¿Cuál podía ser, por tanto, el resultado de una mera demostración contra Roma, aunque fuera practicable y no supusiera ningún riesgo? Era mucho más importante recoger los frutos seguros de la victoria: obtener, mediante la conquista de algunas ciudades fortificadas, una nueva base de operaciones en el sur de Italia, como no había tenido desde su avance desde la Galia Cisalpina. Ahora, por fin, había llegado el momento en que Aníbal podía esperar que se le unieran los aliados romanos. La batalla de Cannae había sacudido su confianza en el poder de Roma para protegerlos si eran fieles, o para castigar su revuelta; y así se rompieron los lazos más fuertes que hasta entonces habían asegurado su obediencia. Si Aníbal lograba ahora ganárselos para su lado, su plan profundamente trazado se realizaría brillantemente, y Roma sería dominada de forma más completa y segura que si hubiera asaltado el Capitolio.

Manteniendo este fin firmemente a la vista, Aníbal volvió a actuar precisamente como lo había hecho tras sus anteriores victorias. Liberó a los aliados capturados de los romanos sin rescate y los despidió a sus respectivos hogares, con la seguridad de que había venido a Italia para hacer la guerra, no con ellos, sino con los romanos, los enemigos comunes de Cartago e Italia. Les prometió, si se unían a él, su ayuda para recuperar su independencia y sus posesiones perdidas, amenazándoles al mismo tiempo con un severo castigo si seguían mostrándose hostiles.

Causa justo asombro, y es una prueba convincente de la sabiduría política y la aptitud del pueblo romano para gobernar el mundo, que incluso ahora la gran mayoría de sus súbditos italianos permanecieran fieles en su lealtad. No sólo los ciudadanos de las treinta y cinco tribus, de los cuales muchos habían recibido la franquicia romana no como una bendición, sino como un castigo, sino todas las colonias, tanto romanas como latinas, sino también toda Etruria, Umbría, Piceno, las genuinas razas sabelianas de los sabinos, marsianos, pelignianos, vestinianos, frentanos y marrucinos, los samnitas pentanos y los campanos, así como todas las ciudades griegas, permanecieron fieles a Roma. Sólo en Apulia, en el sur de Samnio, donde vivían los caudinianos y los hirpinos, en Lucania y Bruttium, y especialmente en la ciudad de Capua, se mostraba mayor o menor disposición a rebelarse contra Roma; pero incluso en esos lugares, donde prevalecía la mayor hostilidad contra Roma, no había ni rastro de apego a Cartago, y en todas partes se encontraba un celoso partido romano que se oponía a la alianza cartaginesa. Esto era, como hemos insinuado más arriba, en parte consecuencia de la antipatía nacional de italianos y púnicos, entre nativos y extranjeros; en parte fue la alianza de Aníbal con los galos, que hizo que los italianos tuvieran aversión a unirse al invasor; en parte ese temor a la venganza romana, de la que, incluso después de Cannae, no pudieron librarse. Pero fue sobre todo la unidad política bajo la supremacía de Roma la que, a pesar de las defecciones aisladas, vinculó a las distintas razas de Italia en una unión indisoluble, y al final prevaleció incluso sobre el genio de Aníbal.

Cuando las ciudades apulianas de Arpi, Salapia y Herdonea, y la insignificante y casi desconocida Uzentum, en el extremo sur de Calabria, habían abrazado la causa cartaginesa, Aníbal marchó a lo largo del Aufidus hacia Samnium, donde la ciudad de Compsa le abrió sus puertas. Una parte de su ejército la envió bajo el mando de Hanno a Lucania con el propósito de organizar una insurrección general entre la inquieta población de ese distrito; otra parte, bajo el mando de su hermano Mago, la envió a Bruttium con el mismo encargo, mientras que él mismo marchó con el grueso de su ejército a Campania. Los lucanos y los brutos estaban dispuestos a levantarse contra Roma. Sin duda, se quejaban con impaciencia de un gobierno que les obligaba a mantener la paz; lamentaban su antigua licencia de asolar y saquear las tierras de sus vecinos griegos, y esperaban, con la sanción de Aníbal, poder reanudar a gran escala aquellas prácticas de bandolerismo a las que habían sido tan adictos. Sólo dos ciudades insignificantes, Consentia y Petelia, permanecieron fieles a Roma, y fueron tomadas por la fuerza, tras una obstinada resistencia.

Desde un puerto de la costa bruta, Mago navegó ahora hacia Cartago y transmitió al gobierno el informe de Aníbal sobre su última y más gloriosa victoria, así como sus opiniones y deseos con respecto a la forma de conducir la guerra en el futuro. Después de la batalla de Cannae, el carácter de la guerra en Italia cambió. Hasta ese momento, los romanos se habían defendido con tanto vigor que casi podría decirse que habían actuado a la ofensiva. Se habían esforzado por vencer a Aníbal en el campo de batalla, oponiéndole primero una fuerza igual y luego doble. Ahora resolvieron limitarse por completo a la defensiva, y de hecho desde este momento hasta el final de la guerra nunca se aventuraron a librar una batalla decisiva con Aníbal. Los cartagineses tenían la posesión militar de una gran parte del sur de Italia. Aníbal no tuvo ninguna dificultad en mantener esta posesión, y no necesitó para ello grandes refuerzos de casa, sobre todo porque contaba con los servicios de los italianos. Pero no fue capaz de asestar un golpe decisivo a Roma. Para ello necesitaba ayuda a gran escala, nada menos que otro ejército cartaginés que, teniendo en cuenta la superioridad naval de los romanos, sólo podía llegar a Italia por tierra. Además, una parte considerable de este ejército debía estar formada necesariamente por españoles, ya que África por sí sola no podía suministrar material suficiente. España, por tanto, era, en las circunstancias actuales, de la mayor importancia para Cartago. En ese país, Hasdrúbal, el hermano de Aníbal, llevaba a cabo la guerra contra los dos Escipiones. Si en el año 216 podía vencer a los romanos, penetrar por los Pirineos y el Ródano, y luego, en la primavera siguiente, cruzar los Alpes, los dos hermanos podrían marchar sobre Roma desde el norte y el sur, y terminar la guerra con la conquista de la capital.

Para llevar a cabo este plan, que Mago, como enviado confidencial de Aníbal, expuso al gobierno cartaginés, se resolvió enviar 4.000 caballos númidas y cuarenta elefantes a Italia, y reunir en España 20.000 pies y 4.000 caballos. Se habla mucho de la oposición que estas medidas encontraron en el senado cartaginés. Se dice que Hanno, el líder del partido hostil a la casa de Barcas, se resistió a las propuestas de Aníbal y a la prosecución de la guerra. Pero como el partido barquista tenía una mayoría abrumadora, la oposición se vio impotente e incapaz de frustrar los planes de Aníbal. Por lo tanto, podemos creer fácilmente que el senado cartaginés votó casi por unanimidad los suministros de hombres y materiales de guerra que Aníbal necesitaba.

Tal como estaban las cosas ahora, todo dependía del resultado de la guerra en España. Mientras el rápido curso de los acontecimientos en Italia era seguido por un descanso comparativo, mientras la guerra se resolvía allí en una serie de conflictos más pequeños, y giraba principalmente en la toma y mantenimiento de lugares fortificados, los romanos lograron asestar un golpe decisivo en España, que retrasó el plan cartaginés de reforzar a Aníbal desde ese barrio hasta un momento en que los romanos se habían recuperado completamente de los efectos de sus tres primeras derrotas en la Trebia, el Trasimeno y el Áufido.

Pero este acontecimiento, que fue en realidad el punto de inflexión en la carrera de los triunfos cartagineses, no tuvo lugar hasta más tarde, en el curso del año 216 a.C. Mientras tanto, las perspectivas de Roma en Italia se habían enturbiado aún más. La batalla de Cannae comenzó a producir sus efectos. Uno tras otro de los aliados en el sur de Italia se unió al enemigo, y Roma, en su problema y angustia, se vio obligada a abandonar a su suerte a aquellos que, permaneciendo fieles, sólo pedían protección y ayuda para poder mantener su posición.

La ciudad más rica y poderosa de Italia junto a Roma era Capua. Pudo enviar al campo 30.000 soldados de a pie y una excelente caballería de 4.000 hombres, insuperable por cualquier estado italiano. Ninguna ciudad no incluida en las tribus romanas aparecía tan íntimamente ligada a Roma como Capua. Los romanos y los capuanos se habían convertido en un solo pueblo más completamente que los romanos y los latinos. Los caballeros capuanos poseían la plena franquicia romana, y el resto del pueblo de Capua disfrutaba de los derechos civiles de los romanos, excluyendo únicamente los derechos políticos.

Los capuanos lucharon en las legiones romanas codo con codo con los habitantes de las treinta y cinco tribus. Un gran número de romanos se había establecido en Capua, y las familias prominentes de esta ciudad estaban conectadas por matrimonio con la más alta nobleza de Roma. Estos nobles capuanos tenían un doble motivo para permanecer fieles a Roma. Por decisión del senado romano, habían obtenido en la gran guerra latina (338 a.C.) el poder político en Capua y el disfrute de una renta anual que el pueblo de Capua les hacía pagar. Un prefecto romano residía en Capua para decidir las disputas civiles en las que estaban implicados los ciudadanos romanos; pero en todos los demás aspectos los capuanos estaban libres de interferencias en su autogobierno local. Tenían su propio senado y su magistrado principal nacional, llamado Meddix. Bajo el dominio de Roma, la ciudad había perdido probablemente poco de su antigua importancia y prosperidad, y era considerada ahora, como lo había sido un siglo antes, una digna rival de Roma.

Pero fue precisamente esta grandeza y prosperidad lo que fomentó en el pueblo de Capua el sentimiento de celos e impaciencia por la superioridad romana. Una posición que las ciudades más pequeñas podían aceptar sin sentirse humilladas no podía dejar de ofender el orgullo de un pueblo que no se consideraba inferior ni siquiera al de Roma. Los plebeyos de Capua, es decir, la inmensa mayoría de la población, se habían sentido gravemente agraviados y exasperados por la medida del senado romano que había privado a Capua de su dominio o tierra pública y que, en consecuencia, había impuesto un impuesto para el sostenimiento de la nobleza capuana. La oposición natural entre las dos clases de ciudadanos, que encontramos en toda comunidad italiana, se había agriado con esta medida por un peculiar sentimiento de injusticia en el lado popular, y por el servilismo de los nobles hacia sus amigos y partidarios extranjeros. No fue la aparición de Aníbal en Italia lo primero que produjo esta división en Capua. Sino el descontento que había estado creciendo durante años, y que hasta entonces había sido contenido por el irresistible poder de Roma. Ahora, según parecía, se acercaba la hora de la liberación. Poco después de la batalla del lago Thrasymenus del año anterior, cuando Aníbal apareció por primera vez en Campania, había intentado separar a Capua de la alianza romana. Algunos prisioneros de guerra capuanos a los que había liberado, habían prometido provocar una insurrección en su ciudad natal; pero el plan había fracasado. Se necesitaba otra victoria decisiva sobre los romanos para inspirar al partido nacional y popular de Capua el valor suficiente para dar un paso tan audaz como el de deshacerse de su lealtad. Tal victoria se había obtenido en Cannae; y la revolución en Capua fue uno de sus primeros y más valiosos frutos.

La nobleza de Capua no era lo suficientemente fuerte como para suprimir el movimiento popular a favor de Aníbal, ni lo suficientemente honesta y firme como para retirarse del gobierno y abandonar la ciudad después de que el partido cartaginés hubiera ganado la ascendencia. Sólo unos pocos hombres permanecieron fieles a Roma, entre los que destacaba Decio Magio. La mayoría del senado de Capua se dejó intimidar por Pacuvio Calavio, uno de los suyos, y esperó unirse a los cartagineses para salvar sus prerrogativas y su posición. Poco después de la batalla de Cannae enviaron una embajada a Aníbal y concluyeron un tratado de amistad y alianza con Cartago, que les garantizaba toda la independencia, y especialmente una inmunidad de la obligación del servicio militar y otras cargas. Como premio de su victoria conjunta sobre Roma esperaban que el dominio sobre Italia recayera en su parte. Para cortar toda posibilidad de reconciliación con Roma y convencer a su nuevo aliado de su adhesión incondicional, el populacho capuano se apoderó de los ciudadanos romanos que residían entre ellos, los encerró en uno de los baños públicos y los mató con vapor caliente. Trescientos prisioneros romanos fueron entregados a la custodia de los capuanos por Aníbal como garantía de la seguridad de un número igual de jinetes capuanos que servían con el ejército romano en Sicilia. El ejemplo de Capua fue seguido voluntariamente o por obligación por Atella y Calatia, dos ciudades vecinas de Italia. El resto de las numerosas ciudades de Campania, especialmente la comunidad griega de Neápolis y la antigua ciudad de Cumas (que en su día, como Neápolis, fue un asentamiento griego, pero que ahora es totalmente italiana), permanecieron fieles a Roma. Esto se debía a la influencia de la nobleza, mientras que el partido popular manifestaba en todas partes un fuerte deseo de unirse a la causa cartaginesa.

Entre los grandes acontecimientos que convulsionaron Italia en esta época, nuestra atención se detiene en el destino de un individuo comparativamente humilde, porque nos permite vislumbrar las luchas civiles y las vicisitudes que la gran guerra suscitó en todas las ciudades italianas, y porque arroja una luz interesante y favorable sobre el carácter de Aníbal. Decio Magio era el líder de la minoría en el senado capuano, que, permaneciendo fiel a Roma, rechazó todas las ofertas de Aníbal, e incluso después de la ocupación de su ciudad por una guarnición púnica abrigó la esperanza de volver a llamar a sus compatriotas a su lealtad, de vencer y asesinar a las tropas extranjeras, y de restaurar Capua a los romanos. No ocultó sus sentimientos ni sus planes. Cuando Aníbal lo mandó llamar a su campamento, se negó a ir, porque, como ciudadano libre de Capua, no estaba obligado a obedecer las órdenes de un extranjero. Aníbal podría haber empleado la fuerza; pero su objetivo era ganarse como amigo, no castigar, a un hombre tan influyente como Decio. Cuando hizo su entrada pública en Capua, toda la población salió a su encuentro, ansiosa por ver cara a cara al hombre que les había quitado el yugo romano de los hombros. Pero Decio Magio se mantuvo alejado de la multitud boquiabierta. Caminó arriba y abajo por la plaza del mercado con su hijo y algunos clientes, como si no le preocupara la excitación general. Al día siguiente, cuando fue llevado ante Aníbal, exhibió el mismo espíritu de desafío, e incluso trató de arengar al pueblo contra los invasores. ¿Cuál habría sido el destino de un hombre como él, si hubiera desafiado así a un general romano? Aníbal se contentó con apartarlo del lugar donde su presencia podía causar dificultades. Ordenó que lo enviaran a Cartago para mantenerlo allí como prisionero de guerra. Pero Decio Magio se libró de la humillación de vivir a merced de sus odiados enemigos. El barco que debía llevarlo a Cartago fue conducido por vientos adversos a Cirene. Así que fue llevado a Egipto; y el rey Ptolomeo Filopator, que estaba en términos amistosos con Roma, le permitió regresar a Italia. Pero, ¿a dónde iba a ir? Su ciudad natal estaba en manos de una facción hostil y de los enemigos nacionales, mientras Roma llevaba a cabo una guerra de exterminio contra ella. Permaneció exiliado en una tierra extranjera, y así se ahorró la miseria de presenciar el bárbaro castigo que unos años más tarde la despiadada mano de Roma infligió a Capua. Ningún hombre habría estado más justificado para deplorar este castigo, y más propenso a mitigarlo, si es que la justicia romana pudiera atemperarse con la misericordia, que el hombre que se había atrevido en la causa de Roma a desafiar al victorioso Aníbal.

Los dos partidos hostiles que se oponían en las ciudades de Campania habían provocado que incluso miembros de las mismas familias estuvieran divididos entre sí. Pacuvio Calavio, el principal instigador de la revuelta de Capua, se había casado con una hija de un noble romano, Apio Claudio, y su hijo era un celoso adherente de la causa romana. El padre trató en vano de convencer al joven de que la estrella de Roma se había puesto, y que su ciudad natal de Capua sólo podría recuperar su antigua posición y esplendor mediante una liga con Cartago. Ni siquiera el semblante y las amables palabras del propio Aníbal, que a petición del padre perdonó los errores del hijo, pudieron conciliar al robusto joven. Invitado con su padre a cenar en compañía de Aníbal, permaneció hosco durante la alegría del banquete, y se negó incluso a comprometer a Aníbal en una copa de vino, bajo el pretexto de no sentirse bien. Hacia la noche, cuando Pacuvio abandonó el comedor por un tiempo, su hijo lo siguió, y llevándolo a un jardín en la parte trasera de la casa, declaró su intención de matar en ese momento a Aníbal y obtener así para sus compatriotas el perdón por su gran ofensa. Consternado, Pacuvio rogó a su hijo que renunciara a este atroz plan, y juró proteger con su propio cuerpo al hombre al que había jurado ser fiel, que se había encomendado a la hospitalidad de Capua, y cuyos huéspedes eran en ese momento. En la lucha de los deberes en conflicto prevaleció la piedad filial. El joven arrojó el puñal con el que se había armado y regresó al banquete para alejar las sospechas.

En Nola, como en Capua, el pueblo estaba dividido entre un partido romano y otro cartaginés. La plebe estaba a favor de unirse a Aníbal, y fue con dificultad que los nobles retrasaron la decisión, y así ganaron tiempo para informar al pretor Marcelo, que entonces estaba apostado en Casilinum, del peligro de una revuelta. Marcelo se apresuró inmediatamente a ir a Nola, ocupó la ciudad con una fuerte guarnición y rechazó a los cartagineses, que, contando con la disposición amistosa de los habitantes de Nola, habían venido a tomar posesión de la ciudad. Este golpe de suerte de Marcelo fue magnificado por los annalistas romanos hasta convertirlo en una victoria completa sobre Aníbal. Livio encontró en algunos de los escritores a los que consultó la afirmación de que fueron asesinados 2.800 cartagineses; pero es lo suficientemente sensato y honesto como para sospechar que se trata de una gran exageración. El alcance del éxito de Marcelo fue sin duda este, que el intento de Aníbal de ocupar Nola con la ayuda de la parte cartaginesa fracasó; y teniendo en cuenta la importancia del lugar, esto fue sin duda un gran punto ganado. Pero era un alarde vacío si los escritores romanos afirmaban en consecuencia que Marcelo había enseñado a los romanos a conquistar a Aníbal. Livio acierta con la verdad al decir que no ser conquistado por Aníbal era más difícil en aquella época que después conquistarlo. El mérito de Marcelo fue salvar a Nola de ser tomada. Esto se llevó a cabo no sólo anticipando la llegada de los cartagineses y asegurando la ciudad con una guarnición, sino castigando severamente a los líderes del partido popular de Nola, que eran culpables o sospechosos de un entendimiento con Aníbal. Cuando setenta de ellos habían sido condenados a muerte, la fidelidad de Nola parecía suficientemente asegurada.

La pretendida victoria de Marcelo en Nola parece tanto más dudosa cuanto que Aníbal pudo tomar en la vecindad inmediata las ciudades de Nucoria y Acerrae, e hizo varios intentos de tomar posesión de Neápolis. Neápolis habría sido una adquisición muy valiosa, como lugar de desembarco seguro y como estación para la flota cartaginesa. Pero los napolitanos estaban en guardia. Todos los intentos de tomar la ciudad por sorpresa fracasaron, y Aníbal no tenía los medios para asediarla de forma regular. Sus intentos de tomar Cumas fueron igualmente inútiles, e incluso la pequeña ciudad de Casilinum, en las inmediaciones de Capua, a orillas del río Vulturnus, ofreció una fuerte resistencia. Pero Casilinum era demasiado importante por su posición para dejarla en manos de los romanos. Por tanto, Aníbal resolvió asediarla regularmente.

El asedio de Casilinum reclama nuestra especial atención, ya que muestra el espíritu y la calidad de las tropas de las que disponían los romanos en su lucha con Cartago. Cuando las legiones romanas en la primavera del año 216 a.C. se reunieron en Apulia, la ciudad aliada de Praeneste se retrasó un poco en la preparación de su contingente. Este contingente, formado por quinientos setenta hombres, seguía por tanto en marcha, y acababa de llegar a Campania, cuando llegaron las noticias del desastre de Cannae. En lugar de marchar más al sur, las tropas tomaron su posición en la pequeña ciudad de Casilinum, y allí se les unieron algunos latinos y romanos, así como una cohorte de cuatrocientos sesenta hombres de la ciudad etrusca de Perugia, que, al igual que la cohorte prenestina, se había retrasado en tomar el campo. Poco después de esto, Capua se sublevó, y en todas partes de Campania el partido popular mostró su disposición a seguir el ejemplo de Capua. Para evitar que el pueblo de Casilinum traicionara a su guarnición romana a los cartagineses, los soldados se anticiparon a la traición con un acto traicionero y bárbaro. Cayeron sobre los habitantes, dieron muerte a todos los sospechosos, destruyeron la parte de la ciudad que estaba en la orilla izquierda del río y pusieron la otra mitad en estado de defensa. Los cartagineses convocaron la ciudad en vano, y luego trataron de tomarla por asalto; pero varios asaltos fueron rechazados por la guarnición con el mayor valor, y con perfecto éxito. Aníbal, con su victorioso ejército, fue incapaz de tomar por la fuerza este insignificante lugar, con su guarnición de apenas un millar de hombres, ya que estaba totalmente desprovisto de los medios y el aparato necesarios para un asedio regular; y quizás rehusó sacrificar sus valiosas tropas en este tipo de guerra. Sin embargo, no abandonó Casilinum. Mantuvo un bloqueo, y en el transcurso del invierno el hambre pronto comenzó sus estragos entre los defensores. Una fuerza romana al mando de Graco, el maestro de la caballería del dictador Junio Pera, estaba estacionada a poca distancia, pero no hizo ningún intento de lanzar suministros a la ciudad, ni de levantar el asedio. Poco a poco se desataron en la ciudad todos los horrores de un asedio prolongado; el cuero de los escudos se cocinó como alimento, se devoraron ratones y raíces, muchos de los miembros de la guarnición se arrojaron desde las murallas o se expusieron a los proyectiles de los enemigos para acabar con los dolores del hambre mediante una muerte voluntaria. Las tropas romanas al mando de Graco intentaron en vano aliviar la angustia de los sitiados haciendo flotar por el río durante la noche barriles parcialmente llenos de grano. Los cartagineses pronto descubrieron el truco y pescaron los barriles en el río antes de que llegaran a la ciudad. Cuando toda esperanza de socorro se desvaneció de este modo, y la mitad de los defensores de Casilinum habían perecido de hambre, los heroicos prenestinos y peruginos consintieron por fin en rendir la ciudad a condición de que se les permitiera rescatarse por una suma estipulada. Estaban justamente orgullosos de su actuación. Marco Anicio, el comandante de la cohorte prenestina, que, como señala Livio, había sido anteriormente funcionario público, hizo que se erigiera una estatua suya en la plaza del mercado de Praeneste, con una inscripción para conmemorar la defensa de Casilinum. El senado romano concedió a los supervivientes la doble paga y la exención del servicio militar durante cinco años. Se añade que también se les ofreció la franquicia romana, pero la rechazaron. Probablemente los hombres de Perugia fueron honrados como los prenestinos, pero no tenemos información al respecto.

La obstinada defensa de Casilinum es instructiva, pues muestra el espíritu con el que estaban animados los aliados de Roma. Si después de la batalla de Cannae los ciudadanos de dos ciudades que ni siquiera poseían la franquicia romana lucharon por Roma con tal firmeza y heroísmo, la república podía contemplar con perfecta compostura y confianza todas las vicisitudes de la guerra; ni Aníbal con un puñado de mercenarios extranjeros podía tener muchas esperanzas de someter un país defendido por varios cientos de miles de hombres tan valientes y obstinados como la guarnición de Casilinum.

El bloqueo de Casilinum había durado todo el invierno, y la rendición de la ciudad no tuvo lugar antes de la primavera siguiente. Mientras tanto, Aníbal había enviado una parte de su ejército a tomar su cuartel de invierno en Capua. Los resultados de la batalla de Cannae fueron en verdad considerables, pero difícilmente podemos pensar que respondieran a sus expectativas. La adquisición de Capua fue la única ventaja digna de mención; y el valor de esta adquisición se vio considerablemente reducido por la continua resistencia que tuvo que encontrar en todas las demás ciudades importantes de Campania, especialmente en las de la costa marítima. Así, Capua estaba en constante peligro, y en lugar de apoyar vigorosamente los movimientos de Aníbal le obligó a tomar medidas para su protección. No podía dejarse sin guarnición cartaginesa, pues el partido romano en la ciudad, como demostró el ejemplo de Nola, habría aprovechado la primera oportunidad para traicionarla en manos de los romanos. Las condiciones con las que Capua se había unido a la alianza cartaginesa, a saber, la exención del servicio militar y de los impuestos de guerra, muestran claramente que Aníbal no podía disponer libremente de los recursos de sus aliados italianos. Sólo podía contar con su ayuda voluntaria; y su política era demostrar que su alianza con Cartago era más rentable para ellos que su sometimiento a Roma. Era evidente, por lo tanto, que no podía levantar un ejército muy considerable en Italia; y que si hubiera podido encontrar a los hombres, habría tenido las mayores dificultades para proveer su comida y su paga, y para los materiales de guerra.

Sin embargo, cualesquiera que fueran las dificultades que Aníbal pudiera encontrar al continuar la guerra en Italia, podría, después del estupendo éxito que le había acompañado hasta entonces, esperar superarlas, siempre que obtuviera de casa los refuerzos sobre los que había calculado todo el tiempo. Sus primeras expectativas se dirigieron a España. En este país, los romanos, con una justa apreciación de su importancia, habían hecho grandes esfuerzos durante los dos primeros años de la guerra para ocupar el terreno entre el Ebro y los Pirineos, y habían bloqueado así el camino más cercano por el que un ejército púnico podía marchar de España a Italia. Los dos Escipiones habían avanzado incluso más allá del Ebro para atacar los dominios cartagineses en el sur de la península y, siguiendo el ejemplo de Aníbal en Italia, habían adoptado la política de intentar ganarse a los súbditos y aliados de Cartago. En el tercer año de la guerra, Asdrúbal tuvo que recurrir a las armas contra los tartesios, una poderosa tribu del valle del Baetis, que se había sublevado y que sólo fue reducida tras una obstinada resistencia. Después, tras recibir refuerzos para la defensa de las posesiones cartaginesas en España, avanzó hacia el Ebro para llevar a cabo el plan que era tan esencial para el éxito de Aníbal en Italia. En las proximidades de este río, cerca de la ciudad de Ibera, los dos Escipiones esperaban su llegada. Se libró una gran batalla; los cartagineses fueron completamente derrotados; su ejército fue en parte destruido y en parte dispersado. Esta gran victoria de los romanos tiene la misma importancia que la del Metauro y la de Zama. Frustró el plan de los cartagineses de enviar un segundo ejército a Italia desde España, y dejó a Aníbal sin los refuerzos necesarios en un momento en el que estaba en plena carrera de la victoria, y parecía necesitar sólo la cooperación de otro ejército para obligar a Roma a ceder y pedir la paz. Los romanos tuvieron ahora tiempo para recuperarse de su gran derrocamiento material y moral, y después de sobrevivir a una crisis como ésta se volvieron invencibles.

Mientras las armas romanas en España no sólo oponían un estado de barrera al avance de los cartagineses, sino que sentaban las bases para una adquisición permanente de nuevos territorios, las dos provincias de Sicilia y Cerdeña, arrebatadas últimamente a Cartago, mostraban alarmantes síntomas de insatisfacción. El dominio de Roma en estas dos islas no se había sentido como una bendición. Bajo su peso, el gobierno de Cartago era considerado por una parte considerable de los nativos como un periodo de felicidad perdida, los males del presente se sentían naturalmente con más intensidad que los del pasado. La batalla de Cannae produjo su efecto incluso en estas partes distantes del imperio romano, y reavivó las esperanzas de aquellos que todavía sentían apego por sus antiguos gobernantes, o pensaban aprovechar su ayuda para deshacerse de su actual esclavitud. Las flotas cartaginesas navegaban frente a las costas de Sicilia y mantenían la isla en un continuo estado de excitación. Los oficiales romanos que mandaban en Sicilia enviaban a casa informes calculados para causar inquietud y alarma. El propretor T. Otalicius se quejaba de que sus tropas se quedaban sin provisiones ni paga suficientes. Desde Cerdeña, el propretor A. Cornelias Mammula envió demandas igualmente urgentes. El gobierno local no tenía recursos a su disposición, y el senado respondió pidiendo a los dos propretores que hicieran lo mejor que pudieran para sus flotas y tropas. En Cerdeña, en consecuencia, el comandante romano planteó un préstamo forzoso, una medida mal calculada para mejorar la lealtad de los súbditos. En Sicilia fue de nuevo el fiel Hiero quien ofreció su ayuda, y ésta fue la última vez que se esforzó en la causa de sus aliados. Aunque su propio reino de Siracusa estaba en ese momento expuesto a las devastaciones de la flota cartaginesa, no obstante, proporcionó a las tropas romanas en Sicilia paga y provisiones durante seis meses. El anciano habría sido feliz si antes de su muerte hubiera podido ver terminada la guerra, o al menos alejada de las costas de Sicilia. Previó el peligro al que su continuación exponía a su país y a su casa, y conjuró a los romanos para que atacaran a los cartagineses en África lo antes posible. Pero el año siguiente a la batalla de Cannae no era el momento para tal empresa, y antes de que se llevara a cabo una gran calamidad había abrumado a Sicilia, había derrocado a la dinastía y exterminado a toda la familia de Hiero, y había reducido a Siracusa a un estado de desolación del que nunca más se levantó.

Aunque desde la batalla de la Trebia la sede de la guerra se había desplazado de la Galia Cisalpina a la Italia central y meridional, y aunque la propia Roma estaba ahora más directamente expuesta a los brazos victoriosos de Aníbal, los romanos no habían renunciado a Cremona y Placentia, sus fortalezas en el Po, ni habían relajado sus esfuerzos para continuar la guerra con los galos en su propio país. Esperaban así alejar a los auxiliares galos del ejército de Aníbal y, además, impedir que cualquier ejército púnico que lograra cruzar los Pirineos y los Alpes avanzara más hacia Italia. Por esta razón, en la primavera del 215, dos legiones y un fuerte contingente de auxiliares, que sumaban en total 25.000 hombres, fueron enviados hacia el norte, bajo el mando del pretor L. Postumius Albinus, en el momento en que Terentius Varro y Aemilius Paulus partían en su malograda expedición a Apulia. El desastre de Cannae, naturalmente, dificultó mucho la tarea de Postumio al aumentar el valor de las tribus hostiles a Roma y amortiguar el de sus amigos. No obstante, el pretor mantuvo su posición en el país en torno al Po durante todo el año 215, y se ganó tanto la confianza de sus conciudadanos que fue elegido para el consulado del año siguiente. Pero antes de que pudiera entrar en su nuevo cargo, fue sorprendido por una catástrofe abrumadora, sólo superada por el gran desastre de Cannae. Cayó en una emboscada y fue despedazado con todo su ejército. Se cuenta que los galos le cortaron la cabeza, engastaron el cráneo en oro y lo utilizaron en ocasiones solemnes como copa, según una costumbre bárbara que continuó durante mucho tiempo entre los galos y germanos posteriores.

Roma se encontraba en un estado de frenética excitación. Las peores calamidades del desastroso año que acababa de pasar parecían estar a punto de repetirse en el mismo momento en que la valiente guarnición de Casilinum se había visto obligada a capitular, y en el que mediante esta conquista Aníbal había abierto para sí el camino hacia el Lacio. Poco antes las fieles ciudades de Petelia y Consentia, en Bruttium, habían sido tomadas por asalto. Las demás corrían el mayor peligro de sufrir el mismo destino. Locri se unió poco después a los cartagineses en condiciones favorables : y así una ciudad marítima de gran importancia fue ganada por el enemigo. En Crotona, la nobleza intentó en vano conservar la ciudad para los romanos y dejar fuera a los aliados brutos de Aníbal. El pueblo los admitió dentro de las murallas, y el partido aristocrático no tuvo más remedio que ceder a la tormenta y comprar para sí el permiso para abandonar la ciudad renunciando a la posesión de la ciudadela. Así, todo Bruttium se perdió para los romanos, con la única excepción de Rhegium. Las legiones estaban estacionadas en Campania, y no se aventuraron más allá de sus campamentos fortificados. En todas partes el cielo estaba cubierto de nubes negras. Sólo en España la victoria de los Escipiones en Ibera abrió una perspectiva más brillante. Gracias a ella, el peligro de una nueva invasión de Italia por parte del hermano de Aníbal quedó por el momento conjurado. Si la batalla cerca del Ebro hubiera terminado como las batallas libradas hasta entonces en suelo italiano, parecería que incluso los corazones de los romanos más valientes habrían desesperado de la república.

Aníbal pasó el invierno de 216-215 a.C. en Capua. Este cuartel de invierno se convirtió entre los escritores romanos de Capua en un tema favorito de declamación. Capua, decían, se convirtió en la Cannae de Aníbal. En la lujosa vida de esta opulenta ciudad, a la que los victoriosos soldados de Aníbal se entregaron por primera vez después de largas penurias y privaciones, sus cualidades militares perecieron, y desde ese momento la victoria abandonó sus estandartes. Esta afirmación, si no es del todo falsa, es en todo caso una gran exageración. Como hemos visto, sólo una parte del ejército de Aníbal pasó el invierno en Capua, mientras que el resto estaba en Bruttium, Lucania y ante Casilinum. Pero aparte de esto, es evidente que el pueblo de Capua no podía estar en ese momento hundido en el lujo y los placeres sensuales. Si su riqueza se hubiera visto poco afectada por las calamidades de la guerra, seguramente la necesidad de alimentar a algunos miles de soldados les habría hecho recuperar la sobriedad y les habría enseñado la necesidad de la economía. Aníbal sabía cómo administrar sus recursos y no habría permitido que sus hombres agotaran a sus aliados más valiosos. Difícilmente podemos suponer que la extravagancia voluntaria y la excesiva hospitalidad marcaran la conducta de un pueblo que, desde el principio, había estipulado la inmunidad de las contribuciones. Por último, no es cierto que el ejército púnico tuviera en Capua la primera oportunidad de recuperarse de las penurias de la guerra y de disfrutar de la facilidad y la comodidad. Los soldados habían tenido agradables aposentos en Apulia después de la batalla en el lago Thrasymenus, y ya habían pasado un invierno confortable. Pero cualesquiera que hayan sido los placeres y las indulgencias de las tropas de Aníbal en Capua, sus cualidades militares no pueden haber sufrido por ellos, como demuestra suficientemente la historia posterior de la guerra.

Que las tácticas ofensivas de Aníbal se relajaron después de la batalla de Cannae es particularmente evidente por los acontecimientos del año 215 a.C. El año transcurrió sin ningún encuentro serio entre los dos beligerantes. Los romanos habían resuelto evitar una batalla, y aplicaron todas sus fuerzas para evitar la propagación de la revuelta entre sus aliados, y para castigar o reconquistar las ciudades que se habían rebelado. La guerra se limitó casi por completo a Campania. En este país, Aníbal no consiguió, tras la rendición de Casilinum, realizar más conquistas. Un intento de sorprender a Cumas fracasó, y en esta ocasión los capuanos sufrieron un grave revés. Neápolis permaneció firme y fiel a Roma; Nola fue custodiada por una guarnición romana, y los partisanos romanos entre los ciudadanos; y se dice que un nuevo intento de Aníbal de tomar esta ciudad fue frustrado, como el primer ataque, el año anterior, por una salida de los romanos al mando de Marcelo, y que resultó en una derrota del ejército cartaginés. Por otra parte, los romanos tomaron varias ciudades en Campania y Samnio, castigaron a sus súbditos sublevados con una severidad despiadada y devastaron tanto el país de los hirpinos y caudinos que éstos imploraron lastimosamente la ayuda de Aníbal. Pero Aníbal no tenía fuerzas suficientes para proteger a los italianos que se habían unido a su causa y que ahora sentían las consecuencias fatales de su paso. Hanno, uno de los oficiales subordinados de Aníbal, al ser derrotado en Grumentum, en Lucania, por Tiberio Sempronio Largo, un oficial del pretor M. Valerio Lavinio, que mandaba en Apulia, se vio obligado a retirarse a Bruttium. Un refuerzo de 12.000 pies, 1.500 caballos, 20 elefantes y 1.000 talentos de plata, que Mago debía haber llevado a su hermano en Italia, había sido dirigido a España tras la victoria de los Escipiones en Ibera; y Aníbal, en consecuencia, en el año 215 a.C., no sólo había calculado en vano que se le unirían su hermano Asdrúbal y el ejército español, sino que también se vio privado de los refuerzos que debían haberle sido enviados directamente desde África. Como al mismo tiempo la revuelta de los aliados romanos no se extendió más, y como los romanos se recuperaron gradualmente de los efectos de la derrota en Cannae, el hecho de que Aníbal no pudiera lograr mucho se explica fácilmente.

Al igual que en Italia, en los otros teatros de la guerra, las armas cartaginesas no tuvieron mucho éxito durante este año, 215 a.C. En España, la victoria de los Escipiones en Ibera fue seguida por una decidida preponderancia de la influencia romana. Las tribus nativas se mostraron cada vez más reacias a someterse al dominio cartaginés, pensando que los romanos les ayudarían a recuperar su independencia. Parece que la batalla de Ibera se perdió principalmente por la deserción de las tropas españolas. Asdrúbal intentó entonces reducir a algunas de las tribus sublevadas, pero los escipiones se lo impidieron y le hicieron retroceder con grandes pérdidas. Según los informes que los Escipiones enviaron a casa, habían obtenido victorias que casi contrarrestaban el desastre de Cannae. Con sólo 16.000 hombres habían derrotado totalmente en Illiturgi a un ejército cartaginés de 60.000 hombres, habían matado a más enemigos de los que ellos mismos contaban como combatientes, habían hecho 3.000 prisioneros, casi 1.000 caballos y siete elefantes, habían capturado cincuenta y nueve estandartes y habían asaltado tres campamentos hostiles. Poco después, cuando los cartagineses asediaban Intibili, fueron de nuevo derrotados y sufrieron casi lo mismo. La mayoría de las tribus españolas se unieron ahora a Roma. Estas victorias echaron por tierra todos los acontecimientos militares que tuvieron lugar en Italia este año.

Igual éxito tuvieron las armas romanas en Cerdeña. El año anterior, el propretor Aulus Cornelius Mammula se había quedado en esa isla sin suministros para sus tropas, y había exigido las sumas y contribuciones necesarias mediante una especie de préstamos forzados a los nativos. El descontento engendrado por esta medida, en relación con las noticias de la batalla de Cannae, tuvo el efecto de enardecer el espíritu nacional de los sardos, que, desde la época de su sometimiento a Roma, apenas habían dejado pasar un año sin intentar sacudirse el yugo descarnado. Los cartagineses habían contribuido a avivar esta llama, y ahora enviaron una fuerza a Cerdeña para apoyar a los insurgentes. Desgraciadamente, la flota que llevaba las tropas a bordo fue alcanzada por una tormenta y se vio obligada a refugiarse en las Islas Baleares, donde las naves tuvieron que ser inmovilizadas para su reparación. Mientras tanto, el hijo del jefe sardo Hampsicoras, impaciente por el retraso, había atacado a los romanos en ausencia de su padre, y había sido derrotado con grandes pérdidas. Cuando los cartagineses aparecieron en la isla, la fuerza, de la insurrección ya estaba agotada. El pretor Tito Manlio Torcuato había llegado de Roma con una nueva legión, que elevó el ejército romano en la isla a 22.000 hombres a pie y 1.200 a caballo. Derrotó a las fuerzas unidas de los cartagineses y los sardos sublevados en una batalla decisiva, en la que Hampsicoras puso fin a su vida, y la insurrección en la isla fue finalmente suprimida.

Mientras que el cielo se despejaba en el oeste, una nueva tormenta parecía estar reuniéndose en el este. Desde que los romanos habían conseguido afianzarse en Iliria, habían dejado de ser espectadores desinteresados de las disputas que agitaban la península oriental, y habían asumido el carácter de mecenas de la libertad e independencia griegas. Por esta política, y por sus conquistas en Iliria, se habían convertido en los oponentes naturales de Macedonia, cuyos reyes habían aspirado constantemente a la soberanía sobre toda Grecia. Los celos entre Macedonia y Roma favorecieron los ambiciosos planes de Demetrio de Faros, el aventurero ilirio al que los romanos habían favorecido primero y expulsado después, el año 219 a.C. Demetrio se refugió en la corte del rey Filipo de Macedonia, e hizo todo lo posible para instarle a una guerra con Roma. Aníbal también esperaba la cooperación del rey macedonio. Pero la llamada Guerra Social que Filipo y la liga de Acaya llevaban a cabo desde el 220 a.C. contra los piratas etolios le ocupaba tanto que no tenía tiempo libre para otra empresa. Entonces le llegó la noticia de la invasión de Italia por Aníbal. La gigantesca lucha entre las dos naciones más poderosas de su tiempo atrajo especialmente la atención de los griegos. En el año 217 a.C. Filipo se encontraba en el Peloponeso. Sucedió que era la época de los juegos nemeos, con los que, al igual que con las otras grandes fiestas de la nación griega, ni siquiera la guerra podía interferir. El rey, rodeado de sus cortesanos y favoritos, estaba contemplando los juegos, cuando un mensajero llegó directamente desde Macedonia y trajo las primeras noticias de la gran victoria de Aníbal en el lago Thrasymenus. Demetrio de Faros, amigo confidencial del rey, estaba a su lado. Filipo le comunicó inmediatamente la noticia y le pidió consejo. Demetrio aprovechó con entusiasmo la oportunidad para instar al rey a una guerra con Roma, en la que esperaba recuperar sus posesiones perdidas en Iliria. Ante su sugerencia, Filipo resolvió poner fin a la guerra en Grecia lo antes posible y prepararse para una guerra con Roma. Se apresuró a concluir la paz en Naupactos con los etolios, e inmediatamente comenzó las hostilidades por tierra y mar contra los aliados y dependientes de Roma en Iliria. Pero no demostró ni prontitud, ni energía, ni valor. Tomó algunas plazas insignificantes del príncipe ilirio Skerdilaidas, aliado de los romanos, pero cuando llegó al mar Jónico con su flota de cien pequeñas galeras sin cubierta de construcción iliria (lembi), con la esperanza de poder tomar Apolonia por sorpresa, se asustó tanto por un falso informe de la aproximación de una flota romana, que se retiró precipitada e ignominiosamente. Quizás ya estaba desanimado y comenzaba a arrepentirse del paso que había dado, cuando en el 210 a.C. las noticias de la batalla de Cannae y de la revuelta de Capua y otros aliados romanos le inspiraron nuevas esperanzas y le indujeron a concluir con Aníbal una alianza formal, por la que le prometía su cooperación activa en la guerra de Italia, a condición de que Aníbal, tras el derrocamiento del poder romano, le ayudara a establecer la supremacía macedonia en la península y las islas orientales. Así, los cálculos y las expectativas con las que Aníbal había comenzado la guerra parecían a punto de realizarse, y los frutos de sus grandes victorias iban madurando poco a poco.

Los romanos habían observado los movimientos de Filipo con creciente ansiedad. Mientras estuvo implicado en la guerra social griega, no pudo hacer ningún mal. Pero cuando llevó esta guerra a una conclusión precipitada para tener las manos libres contra Iliria y Roma, el senado hizo un intento de amedrentarlo exigiendo la extradición de Demetrio de Faros. Cuando Filipo rechazó esta demanda y siguió su negativa con un ataque contra Iliria, Roma estaba de facto en guerra con Macedonia; pero la condición de la república era tal que el senado se vio obligado a ignorar la hostilidad del rey macedonio mientras no atacara directamente a Italia. Pero cuando, en el año 215 a.C., cayó en sus manos una embajada que Filipo había enviado a Aníbal, se enteraron con terror de que, además de la guerra que tenían que llevar a cabo en Italia, España y Cerdeña, tendrían que emprender otra en el este del Adriático. Sin embargo, no se arredraron ante el nuevo peligro y, de hecho, no tenían otra opción. Reforzaron su flota en Tarento y el ejército que el pretor M. Valerio Lavinio comandaba en Apulia, e hicieron todos los preparativos necesarios para anticiparse a un ataque de Filipo en Italia mediante una invasión de sus propios dominios. Pero parece que Filipo nunca contempló seriamente la idea de llevar la guerra a Italia. Sólo estaba empeñado en beneficiarse del desconcierto de los romanos para proseguir sus planes de engrandecimiento en Grecia. Por lo tanto, era fácil para los romanos mantenerlo ocupado en casa prometiendo su apoyo a todos los que se vieran amenazados por los ambiciosos proyectos de Filipo; y los recursos militares de Macedonia, que, si se hubieran empleado en Italia en conjunción con Aníbal y bajo su dirección, podrían haber hecho girar la balanza contra Roma, se desperdiciaron en Grecia en una sucesión de pequeños encuentros poco provechosos.

 

Tercer periodo de la guerra de Aníbal.

215-212 a.C

LA GUERRA EN SICILIA

 

Sicilia, el principal escenario de la primera guerra entre Roma y Cartago, había estado hasta entonces casi exenta de los estragos de la segunda. Mientras Italia, España y Cerdeña eran visitadas y sufridas por ella, Sicilia sólo había sido amenazada de vez en cuando por las flotas cartaginesas, pero nunca había sido atacada seriamente. Pero ahora, en el cuarto año de la guerra, tuvo lugar un acontecimiento destinado a traer sobre la isla todas las peores calamidades de una lucha intestina, y a dar el golpe final a la decadente prosperidad de las ciudades griegas. En el año 215 a.C. murió el rey Hiero de Siracusa, a la avanzada edad de más de noventa años, y tras un próspero reinado de cincuenta y cuatro. Fue uno de los últimos de esa clase de hombres producidos por el mundo griego con maravillosa exuberancia, a los que se llamó "tiranos" en tiempos más antiguos, y que después, cuando ese nombre perdió su significado original e inofensivo, prefirieron llamarse "reyes". Los mejores, y también los peores, de estos gobernantes habían surgido en Siracusa, una ciudad que había probado en rápida sucesión todas las formas de gobierno, y que nunca había sido capaz de atenerse a ninguna. Siracusa había visto a los tiranos arbitrarios, pero a su manera honorables, Gelón y el anciano Hiero; luego al sanguinario Dionisio primero, y a su hijo, el ideal consumado de un hombre de terror; después a Agatocles, grande y valiente como soldado, pero detestable como hombre; y, por último, el sabio y moderado Hiero II, bajo cuyo suave cetro revivió una vez más, tras un periodo de anarquía y depresión, y disfrutó de una larga paz, seguridad y bienestar en medio de las guerras más devastadoras. Polibio concede a Hiero plenos y merecidos elogios, y su honorable testimonio merece ser registrado. "Hiero", dice, "obtuvo el gobierno de Siracusa por su propio mérito personal; la fortuna no le había dado ni riqueza, ni gloria, ni ninguna otra cosa. Y lo que es más maravilloso de todo, se hizo rey de Siracusa sin matar, expulsar al exilio o perjudicar a un solo ciudadano, y ejerció su poder de la misma manera en que lo adquirió. Durante cincuenta y cuatro años conservó la paz en su ciudad natal, y el gobierno para sí mismo, sin peligro de conspiración, escapando a esos celos que generalmente se adhieren a la grandeza. A menudo se propuso abandonar su poder, pero se lo impidió el deseo universal de sus conciudadanos. Se convirtió en el benefactor de los griegos y se esforzó por ganarse su aprobación. Así ganó gran gloria para sí mismo, y se ganó de todo el pueblo una gran buena voluntad para los hombres de Siracusa. Aunque vivió rodeado de magnificencia y lujo, alcanzó la gran edad de más de noventa años, conservando la posesión de todos sus sentidos con una salud corporal intacta, lo que me parece una prueba muy convincente de una vida racional".

Un gobernante así era la mejor constitución para Siracusa, donde la libertad republicana no dejaba de producir guerras civiles, anarquía y todos los horrores imaginables. Hiero renovó las leyes que, alrededor de un siglo y medio antes de su época, habían sido promulgadas en Siracusa por Diocles, y, lo que era mucho más importante, se ocupó de que se cumplieran. Parece que dedicó su especial cuidado a la mejora de la agricultura, las actividades industriales y el comercio, y a curar las heridas que las largas guerras habían infligido a su país. Así se explica que siempre fuera capaz de suministrar dinero, maíz y otras necesidades de guerra cuando sus aliados necesitaban su ayuda. Pero al mismo tiempo era un mecenas del arte, y estaba animado por el deseo de ganarse la aprobación de toda la raza helénica, un deseo que había sido fuerte en sus predecesores Gelón y Hiero, e incluso en el tirano manchado de sangre Dionisio. Embelleció la ciudad de Siracusa con edificios espléndidos y útiles, disputó en los grandes juegos nacionales de los griegos los premios que eran los más altos honores pacíficos a los que podía aspirar un griego; erigió estatuas en Olimpia, y patrocinó a poetas como Teócrito, y a filósofos prácticos como Arquímedes. De su espíritu nacional griego, y al mismo tiempo de sus sentimientos humanos y de su riqueza, dio una prueba contundente cuando, en el año 227 a.C., la ciudad de Rodas fue visitada por un terrible terremoto, que destruyó las murallas, los astilleros, gran parte de la ciudad, y también el tan afamado coloso. No era la costumbre universal en la antigüedad, como lo es en la actualidad en el mundo civilizado, aliviar calamidades extraordinarias como ésta mediante contribuciones caritativas de todas partes. Pero los sentimientos propios de Hiero suplieron la fuerza de la costumbre. Socorrió fácil y generosamente a los afligidos rodios, dándoles más de cien talentos de plata y cincuenta catapultas, y eximiendo a sus barcos de peajes y derechos en el puerto de Siracusa. Por esta liberalidad, que fue enteramente obra suya, renunció graciosa y modestamente a cualquier mérito personal, colocando en Rodas un grupo de estatuas que representaban a la ciudad de Siracusa en el acto de coronar a su ciudad hermana.

Ya hemos notado en varias ocasiones cómo Hiero ayudó a Roma con un celo y una lealtad inquebrantables. Gracias a esta política firme y honesta consiguió mantener indemne la independencia de Siracusa durante la contienda de sus dos poderosos vecinos. Cuando se concluyó la paz después de la primera guerra púnica, esta independencia fue formalmente reconocida, y Hiero tenía ahora buenas razones para perseverar en su apego a Roma, que había demostrado su superioridad sobre Cartago, y era ahora dueña de la mayor parte de Sicilia, ejerciendo esa influencia sobre él que un patrón tiene sobre su cliente. Sin embargo, no dudó en prestar, en la Guerra Mercenaria, ese servicio esencial a Cartago que le parecía necesario. Deseaba preservar el equilibrio de poder, y los romanos no tenían ninguna causa o pretexto justo para interferir con él, aunque, por su política poco generosa con respecto a Cartago en esta época, debían sentirse molestos por cualquier apoyo que se diera a sus rivales. En el año 237 a.C. Hiero realizó una visita a Roma, estuvo presente en los juegos públicos y distribuyó 200.000 modii de maíz entre el pueblo. Tal vez el viaje no se realizó por mero placer. En aquella época no era habitual que los príncipes viajaran para divertirse. Hiero fue a Roma poco después del vergonzoso golpe de política por el que los romanos habían adquirido la posesión de Cerdeña; y no es en absoluto improbable que, incluso en ese período temprano, cuatro años después de la terminación de la primera guerra púnica, se manifestara en Roma el deseo de anexionar los dominios siracusanos a la provincia romana de Sicilia, y así evitar la posibilidad de que Cartago encontrara en alguna guerra futura amigos o aliados en Siracusa. Si, en efecto, tales peligros amenazaban entonces su independencia, Hiero consiguió alejarlos y, mediante renovadas pruebas de sincero apego, pudo mantenerse en el favor de sus demasiado poderosos amigos. La guerra de las Galias (225 a.C.) le dio de nuevo una oportunidad para ello; y poco después del estallido de la segunda guerra púnica, demostró su inalterable celo y apego enviando auxiliares y suministros, en 217 y 210 a.C. Parecía que, de todas las partes de los dominios romanos, Sicilia era la más expuesta a los ataques de los cartagineses, y el peligro más grave surgía de la existencia de un fuerte partido cartaginés dentro de la isla. Sicilia había estado tanto tiempo bajo el dominio o la influencia cartaginesa que aquí, al igual que en Cerdeña, no podía dejar de existir tal partido. Por supuesto, estaba formado principalmente por el gran número de hombres que habían sufrido por el cambio de amos, y que esperaban cosas mejores de un regreso de los cartagineses. Toda Sicilia, como demuestran los sucesos posteriores, estaba en estado de fermentación, y no hizo falta más que un ligero impulso para despertar a una gran parte de la población a tomar las armas contra Roma. Este impulso fue dado en el año 215 a.C. por la muerte de Hiero, que produjo un efecto tanto más fatal cuanto que su hijo Gelón, que parece haber compartido sus sentimientos y su política, había muerto poco antes que él, dejando sólo un hijo, llamado Jerónimo, un muchacho de quince años.

De la condición de Sicilia desde su adquisición por parte de Roma en el año 241 a.C., sólo podemos formarnos una noción imperfecta. Podemos suponer que, en general, la prosperidad material de la isla fue aumentando gradualmente, tras el fin de las destructivas guerras internas; pero no nos debe extrañar que la paz obligatoria de la que disfrutaban ahora las distintas comunidades de Sicilia fuera sentida por muchos como una marca de su sometimiento. Las ciudades que durante la guerra con Cartago se habían unido al bando romano -como Segesta, Panormus, Centuripa, Alaesa, Halicyae- ocupaban una posición privilegiada y estaban libres de todos los impuestos y servicios. Los mamertinos de Mesana se consideraban aliados de Roma y suministraban su contingente de barcos como las ciudades griegas de Italia. Todas las demás ciudades eran tributarias y pagaban la décima parte del producto de sus tierras. Esta obligación no implicaba ninguna opresión, ya que la mayoría de los sicilianos habían pagado en tiempos anteriores el mismo impuesto a los cartagineses o al gobierno de Siracusa. Pero los romanos impusieron a la libre relación entre las diferentes comunidades restricciones que debieron sentirse como altamente perjudiciales y molestas. A ningún siciliano se le permitía adquirir propiedades terrestres más allá de los límites de su comunidad natal, y el derecho de matrimonio mixto y de herencia estaba probablemente confinado dentro de los mismos estrechos límites, siendo los ciudadanos romanos y la gente de las pocas ciudades favorecidas los únicos exentos de esta restricción. Así, cada ciudad de Sicilia estaba, en gran medida, aislada, y la limitada competencia colocaba a los pocos privilegiados en una gran ventaja tanto en la adquisición de tierras como en todo tipo de comercio. En tales circunstancias, la libertad del servicio militar probablemente no se sintió como una gran ventaja, especialmente porque en aquella época la perspectiva del botín y la paga militar era sin duda atractiva para muchos de la población empobrecida. Desde el año 227 a.C., Sicilia estaba bajo el mando de un pretor, que dirigía toda la administración civil y militar, incluida la de justicia. Este fue el comienzo de esos virreinatos anuales con poder ilimitado que, con el paso del tiempo, se convirtieron en el terrible azote de las provincias romanas, y casi neutralizaron las ventajas que, mediante la imposición de la paz interna, Roma estaba ayudando a otorgar a los países que rodeaban el Mediterráneo. Los nobles romanos no pudieron resistir la tentación de abusar, en su propio beneficio, de la autoridad pública que se les había confiado para el gobierno de las provincias; y mientras duró la república romana, nunca consiguió, a pesar de muchos intentos, acabar con este gran mal.

Las consecuencias del descontento en Sicilia, y de la revolución que siguió a la muerte de Hiero, no asumieron un aspecto amenazador hasta el año siguiente. Mientras tanto, la atención del senado romano fue absorbida por otros asuntos más cercanos. Desde la censura de C. Flaminius y L. Aemilius en el año 220, el senado no se había reconstituido formalmente. Los magistrados públicos, desde los cuestores en adelante, gozaban, es cierto, del derecho, tras el cese de su cargo, de participar en las deliberaciones del senado, y de votar; pero su número no era suficiente, ni siquiera en circunstancias ordinarias, para mantener el senado con su fuerza normal de trescientos miembros, y los censores se veían obligados, por tanto, cada cinco años, en la revisión de la lista de senadores, a admitir en el senado a un número de hombres del cuerpo general de los ciudadanos, que no hubieran desempeñado todavía ningún cargo público. Pero ahora las circunstancias eran de lo más extraordinarias. Muchos senadores habían caído en batalla; se decía que ochenta habían perecido sólo en Cannae. Muchos estaban ausentes en el servicio público en diversas partes de Italia, en España, Cerdeña y Sicilia. El senado, por tanto, estaba reducido en número como nunca lo había estado desde el establecimiento de la república. En consecuencia, cuando en el año 213 a.C. el gobierno tomó las primeras medidas para levantar nuevos ejércitos, para proporcionar los medios de defensa y para proseguir la guerra con vigor en todas las direcciones, se ocupó de la tarea de cubrir las numerosas vacantes en el senado. Se encontró que era necesario hacer una adición total de nuevos senadores, como la que había hecho, según la tradición, Bruto después de la expulsión de los reyes. Para esta medida extraordinaria, la autoridad oficial de un censor regular parecía ser insuficiente. Se recurrió, pues, a la dictadura, un cargo que en tiempos de especiales dificultades había prestado siempre un excelente servicio al Estado. El desastroso año de la batalla de Cannae, 216 a.C., aún no había llegado a su fin, y el dictador M. Junius Pera seguía en el cargo, ocupado en organizar los medios de defensa. Como parecía desaconsejable desviar su atención de sus deberes más inmediatos, se propuso y adoptó la elección de un segundo dictador con el propósito especial de elevar el senado a su número normal, una innovación que demuestra que, en circunstancias extraordinarias, los romanos no eran totalmente esclavos de la costumbre, sino que podían adaptar sus instituciones a las exigencias de la época. C. Terencio Varrón fue llamado a nombrar para la dictadura al más antiguo de los que habían desempeñado el cargo de censores anteriormente. Se trataba de M. Fabio Buteo, que había sido cónsul en el año 245 a.C., cinco años antes de la finalización de la primera guerra púnica, y censor en el año 241, en el momento en que concluyó dicha guerra. En el debate que tuvo lugar ahora en el senado con respecto al nombramiento de nuevos miembros, Spurius Carvilius propuso admitir a dos hombres de cada ciudad latina. Nunca se hizo una propuesta más sabia que ésta, y ninguna época era más adecuada que la actual para revigorizar al pueblo romano con sangre nueva, y para extender el sentimiento y el derecho de ciudadanía por toda Italia. Los latinos eran en todos los aspectos dignos de ser admitidos a una parte de la franquicia romana, y sin su fidelidad y valor Roma habría perdido sin duda su preponderancia en Italia y quizás su independencia. Si ahora los mejores hombres de las diversas ciudades latinas hubieran sido recibidos como representantes de esas ciudades en el senado romano, se habría dado un paso que conduciría a una especie de constitución representativa, y que tendería a disminuir el monopolio del poder legislativo del que disfrutaba la población urbana de Roma, un monopolio que se hacía cada vez más perjudicial y antinatural con la extensión territorial de la república. Hasta ahora ninguna ciudad latina había mostrado el menor sistema de descontento o deslealtad, y una política generosa y conciliadora por parte de Roma no podía ser considerada como resultado del miedo o de la intimidación. Pero el orgullo romano se rebeló ahora, como lo había hecho más de un siglo antes, y como volvió a hacerlo más de un siglo después, ante la idea de admitir a los extranjeros en igualdad con los romanos; y Spurius Carvilius fue silenciado casi como si hubiera sido un traidor a la majestad de Roma. Su propuesta fue tratada como si no se hubiera hecho, y los senadores se obligaron a no divulgarla, para que los latinos no se aventuraran a esperar que en lo sucesivo pudieran ser admitidos en el santuario del senado romano. Se elaboró una lista de ciento setenta y siete nuevos senadores, formada por hombres que habían desempeñado cargos públicos o que habían demostrado ser valientes soldados. Tan pronto como Fabio hubo cumplido con este deber formal, abdicó de la dictadura.

La tarea más difícil que tuvo que llevar a cabo el senado reorganizado fue la de restablecer el orden en las finanzas, o mejor dicho, proporcionar los medios para continuar la guerra. El tesoro público estaba vacío, las exigencias al Estado para el mantenimiento de las flotas y los ejércitos se hacían mayores de año en año, y en la misma proporción disminuían los recursos del Estado. Los ingresos de Sicilia y Cerdeña ni siquiera eran suficientes para el mantenimiento de las fuerzas necesarias para la defensa de estas islas, por lo que no podían aplicarse a otros fines. Una gran parte de Italia estaba en posesión del enemigo, y todos sus productos se perdieron para Roma. Los diezmos y las rentas de los dominios estatales, los pastos, los bosques, las minas y las salinas de Campania, Samnium, Apulia, Lucania y Bruttium ya no se pagaban, o no se pagaban con regularidad. Incluso donde el enemigo no estaba en posesión real, la guerra había reducido los ingresos públicos. Muchos miles de ciudadanos y contribuyentes habían caído en la batalla o estaban en cautividad; la escasez de manos empezó a contar en el cultivo de la tierra; las familias cuyos jefes o partidarios servían en el ejército cayeron en la pobreza y la deuda, y la república ya había contraído préstamos en Sicilia y Cerdeña que no podía devolver. El senado adoptó ahora el plan de duplicar los impuestos, un expediente de lo más inseguro, por el que el límite extremo del poder tributario de la comunidad no podía dejar de alcanzarse o sobrepasarse pronto, y que en consecuencia paralizaba este poder para el futuro. Pero incluso esta medida no era suficiente. Se necesitaban grandes sumas de dinero fácil para comprar suministros de provisiones, ropa y materiales de guerra para los ejércitos. El Senado apeló al patriotismo de los ricos, y la consecuencia fue la formación de tres compañías de proveedores del ejército, que se comprometieron a suministrar todo lo necesario y a dar crédito público hasta el final de la guerra. Sólo estipularon la exención del servicio militar para ellos, y exigieron que el Estado asumiera los riesgos marítimos y de guerra de los cargamentos a flote. Esta oferta parecía noble y generosa; pero la experiencia demostró que los motivos más sórdidos tenían más parte en ella que el patriotismo o el espíritu público.

Para obtener un suministro de remeros para la flota, se pidió a la clase más rica de ciudadanos que proporcionara, en proporción a sus bienes, de uno a ocho hombres, y alimentos para un período de seis a doce meses. Al proponer esta medida, el Senado dio una prueba de su devoción a la causa común, ya que los senadores, al pertenecer a la clase más rica del Estado, eran los que más debían contribuir. Pero la clase media no se dejaría superar por el orden senatorial. Los jinetes y los oficiales se negaron a recibir la paga, y los propietarios de los esclavos que habían sido reclutados para el servicio militar renunciaron a su derecho a una indemnización por su pérdida. Los encargados de las obras públicas y de las reparaciones de templos y edificios públicos prometieron esperar hasta la conclusión de la paz antes de reclamar el pago; los dineros del fideicomiso se aplicaron al uso del estado: un entusiasmo universal se había apoderado de toda la nación. Cada ciudadano individual sólo buscaba su propia seguridad en la seguridad de la mancomunidad, y para salvar la mancomunidad ningún sacrificio se consideraba demasiado caro.

Una de las medidas financieras de esta época, que data del año 216 a.C., fue el nombramiento de una comisión, similar, como podemos suponer, a la que en el año 352 a.C. alivió las deudas de una gran masa del pueblo mediante préstamos con garantías suficientes. Pero no se da ningún relato satisfactorio de los procedimientos de esta comisión, y podemos dudar razonablemente de si efectuó mucho. Uno de los problemas más difíciles, y aún no resueltos, de la habilidad financiera es procurar dinero donde no lo hay. El papel ha sido un gran recurso temporal para los financieros modernos. Pero los romanos eran inocentes de este artificio, y no es probable, por lo tanto, que hayan logrado más que los alquimistas de la Edad Media, que buscaron en vano el secreto de cambiar el metal base en oro.

En épocas de extremo peligro, cuando la mancomunidad sufre una insuficiencia de medios, parece antinatural e injustificable que los ciudadanos privados se entreguen a un despliegue innecesario de riquezas. Por el contrario, parece justo que la riqueza privada se ponga al servicio de las necesidades del Estado. Este, en todo caso, era el sentimiento de los romanos cuando se esforzaron al máximo para hacer frente a Cartago. Dieron con la idea de limitar la extravagancia privada. A propuesta del tribuno C. Oppius, se promulgó una ley que prohibía a las mujeres emplear más de media onza de oro en sus adornos personales, vestirse con túnicas de colores (es decir, púrpura) y circular por la ciudad en carruajes. Esta ley se hizo cumplir; pero las damas romanas la encontraron una gran dificultad, y se sometieron a ella con el corazón encogido mientras duró la guerra, pero no más, como veremos en la continuación.

Las medidas extraordinarias adoptadas para reponer el tesoro público no fueron superfluas. Para el año siguiente, Roma mantuvo no menos de veintiuna legiones y una flota de ciento cincuenta naves. La guerra asumió mayores proporciones de año en año, y desconcertó todos los cálculos que se habían hecho a su comienzo, cuando se suponía que un ejército consular en España y otro en África eran suficientes para resistir el poder de Cartago. Sólo ocho legiones fueron necesarias para mantener a raya a Aníbal; tres se emplearon m el norte de Italia contra los galos: una se mantuvo preparada cerca de Brundusium para hacer frente al esperado ataque del rey de Macedonia; dos formaron la guarnición de Roma; dos mantuvieron Sicilia y dos Cerdeña. Incluyendo el ejército comprometido en España, las fuerzas romanas de tierra y mar no pueden haber ascendido a menos de 200.000 hombres, es decir, una cuarta parte de la población de Italia capaz de portar armas.

Los resultados obtenidos no fueron los que cabía esperar de este prodigioso despliegue de fuerzas, y aunque Fabio y Marcelo, los dos generales más hábiles que poseía Roma, fueron elegidos cónsules para el año 214. Los acontecimientos de este año son de poca importancia, y pueden resumirse en pocas palabras. Se impidió que Aníbal ganara más terreno en Italia; sus intentos de apoderarse de Neápolis, Tarento y Puteoli se vieron frustrados; su lugarteniente Hanno, con un ejército formado principalmente por brutos y lucanos, fue derrotado cerca de Benevento por Graco, que comandaba el cuerpo de 6.000 esclavos levantado tras la batalla de Cannae, y que ahora recompensaba su valor dándoles la libertad. Se afirma que Aníbal fue rechazado por tercera vez por Marcelo en Nola, y (lo que fue para él la mayor pérdida) Casilinum fue retomada por los romanos, debido a la traición y la cobardía de 2.000 soldados campanos de la guarnición, que, al traicionar a la ciudad y a setecientos hombres de las tropas de Aníbal, intentaron comprar su propia seguridad. Mientras tanto, el rey de Macedonia no realizó el esperado ataque a Italia. Los galos, tras su gran victoria sobre Postumio a principios del año 215, permanecieron tranquilos; varias comunidades samnitas que se habían rebelado fueron sometidas de nuevo por los romanos y castigadas con severidad. Parecía que Aníbal debía ser pronto aplastado por el poder abrumador de sus enemigos, mientras que los refuerzos que esperaba se retrasaban, y sus amigos y aliados se volvían tibios o se desvanecían. Sin embargo, el terror de su nombre no disminuyó. Era un poder en sí mismo, independiente de toda cooperación del exterior, y ningún general romano se aventuró todavía a atacarle, ni siquiera con la mayor superioridad numérica.

Mientras tanto, en Sicilia había tenido lugar una revolución que, de forma inesperada, reavivó las esperanzas de Cartago. El nieto y sucesor de Hiero, Jerónimo, un muchacho de quince años, se dejó guiar totalmente por unos cuantos hombres y mujeres ambiciosos, que se ilusionaron con la esperanza de poder aprovechar la guerra entre Roma y Cartago para el engrandecimiento del poder de Siracusa y de la casa real. Andranodoros y Zoippos, los yernos de Hiero, y Temistos, el marido de una hija de Gelón, habiendo dejado de lado, poco después de la muerte de Hiero, el consejo de regencia de quince miembros que había sido establecido por Hiero para la orientación de su joven sucesor, persuadieron al muchacho de que era lo suficientemente mayor como para ser independiente de tutores y consejeros, y así prácticamente se apoderaron ellos mismos del gobierno. En vano, el moribundo Hiero había conjurado a su familia para que continuara con su política de estrecha alianza con Roma, que hasta entonces había resultado eminentemente exitosa. No se conformaron con conservar el gobierno de Siracusa y la pequeña parte de Sicilia que los romanos habían permitido a Hiero retener. Al no ver ninguna posibilidad de ampliar el dominio siracusano mediante concesiones gratuitas por parte de los romanos, dirigieron sus esperanzas hacia Cartago, que después de la batalla de Cannae les parecía haber ganado una superioridad decidida.

Apenas había cerrado los ojos Hiero cuando Jerónimo abrió las comunicaciones con Cartago. Aníbal, que en medio de sus operaciones militares vigilaba y guiaba la política del gobierno cartaginés, envió a Siracusa a dos hombres eminentemente aptos por su ascendencia y habilidades para actuar como negociadores entre los dos estados. Se trataba de dos hermanos, Hipócrates y Epícades, cartagineses de nacimiento y siracusanos por ascendencia, ya que su abuelo había sido expulsado de su país natal por el tirano Agatocles y se había establecido en Cartago y casado con una esposa cartaginesa. Habían servido durante mucho tiempo en el ejército de Aníbal y se distinguieron por igual como soldados y como políticos. En cuanto llegaron a Siracusa, ejercieron una influencia ilimitada como consejeros de Jerónimo. Al principio le prometieron la posesión de la mitad de la isla, y cuando comprobaron que sus deseos iban más allá, enseguida acordaron que fuera rey de toda Sicilia tras la expulsión de los romanos. No valía la pena, pensaron los cartagineses, regatear el precio que debía pagarse a un aliado tan valioso, sobre todo porque el pago debía hacerse a costa del enemigo común. Estas transacciones entre Jerónimo y Cartago no podían llevarse a cabo en secreto. Llegaron a conocimiento de Apio Claudio, quien, mandando como pretor en Sicilia en el 215, envió repetidamente mensajeros a Siracusa, advirtiendo al rey de cualquier paso que pudiera poner en peligro sus relaciones amistosas con Roma. En verdad, Roma debería haber declarado la guerra de inmediato; pero estaba poco inclinada, y en absoluto preparada, en el año posterior a Cannae para enfrentarse a un nuevo enemigo, y Claudio probablemente albergaba esperanzas de conseguir su fin sin una ruptura, ya fuera por intimidación o por una revolución interna en Siracusa.

Tales esperanzas no eran infundadas, ya que, inmediatamente después de la muerte de Hiero, se había formado un partido republicano en Siracusa, encabezado por los ciudadanos más ricos e influyentes. Los turbulentos siracusanos se habían sometido tranquilamente durante un tiempo inusualmente largo a un gobierno estable y ordenado. Como durante la vida de Hiero toda oposición habría sido cortada de raíz por la popularidad del rey, no menos que por su prudencia y cautela, los republicanos no se habían agitado; pero Jerónimo inspiraba desprecio por su locura y arrogancia, y provocaba a los enemigos del despotismo mostrando que poseía las cualidades, no de su abuelo, sino de los peores tiranos que le habían precedido. Mientras que Hiero, en su vestimenta y modo de vida, no había hecho ninguna distinción entre él y los simples ciudadanos, Siracusa ahora, como en los días del tirano Dionisio, veía a su gobernante rodeado de pompa real, llevando una diadema y túnicas de púrpura, y seguido por guardaespaldas armados. Su autoridad ya no se basaba en la sumisión voluntaria del pueblo, sino en mercenarios extranjeros y en el populacho más bajo, que siempre había aclamado el advenimiento de los tiranos y esperaba de ellos una parte del botín de los ricos. La mejor clase de ciudadanos deseaba el derrocamiento del gobierno despótico y una alianza con los romanos, los amigos y mecenas naturales del partido aristocrático.

La fermentación continuó durante el resto del año 215. Uno de los conspiradores fue descubierto y cruelmente torturado, pero murió sin nombrar a sus cómplices. Muchas personas inocentes fueron ejecutadas, y Jerónimo, creyéndose a salvo, proseguía sus planes para la ampliación de su reino en 214, cuando fue traicionado por uno de sus propios guardaespaldas en manos de los conspiradores, que lo mataron cuando pasaba por una estrecha callejuela de la ciudad de Leontini. Este hecho fue la señal para una de esas sanguinarias guerras civiles que tan a menudo convulsionaron la infeliz ciudad de Siracusa. Mientras el cuerpo de Jerónimo yacía descuidado en la calle de Leontini, los conspiradores se apresuraron a regresar a Siracusa, para llamar al pueblo a las armas y a la libertad. El rumor de lo sucedido les había precedido, y cuando llegaron por la noche, portando el manto manchado de sangre y la diadema del tirano, toda la ciudad estaba en una fiebre de excitación. Cuando se supo con certeza la muerte de Jerónimo, el pueblo se precipitó a los templos y arrancó de los muros las armas galas que Hiero había recibido de los romanos como su parte del botín tras la victoria en Telamón. Se colocaron centinelas en diferentes partes de la ciudad y se aseguraron todos los puestos importantes. En el transcurso de la noche toda Siracusa estaba en poder de los insurgentes, con la excepción de la isla Ortigia.

Esta pequeña isla era el lugar donde se habían asentado los primeros colonos griegos. Cuando la ciudad aumentó su población, los habitantes se trasladaron a la tierra firme contigua, y la isla Ortigia se convirtió en la fortaleza de Siracusa. Una estrecha franja de tierra la conectaba con tierra firme, pero el acceso estaba defendido por fuertes líneas de muralla. Detrás de estas murallas los señores de Siracusa habían desafiado con frecuencia a sus súbditos insurgentes, y desde esta fortaleza habían salido a recuperar su autoridad. Por un momento lo intentó Andranodoros, que tras la muerte de Jerónimo era el jefe de la familia real, y fue estimulado por su ambiciosa esposa Damarate, hija de Hiero, para resistir a los insurgentes y defender la causa de la monarquía. Pero se encontró con que una parte de la guarnición de Ortigia se inclinaba por los conspiradores, y no le quedaba, en consecuencia, más que declarar su adhesión a la causa popular y entregar a los republicanos las llaves de la fortaleza. Incluso demostró su celo al unirse al partido revolucionario y fue elegido como uno de los magistrados para gobernar la nueva república. La causa de la libertad triunfó, y con ella la política de aquellos hombres sensatos y moderados que deseaban permanecer fieles a la alianza romana. Hipócrates y Epícades, los agentes de Aníbal, descubrieron que su misión había fracasado y que ya no podían permanecer con seguridad en Siracusa. Solicitaron un salvoconducto para regresar a Italia al campamento de Aníbal.

Pero Andranodoros no había renunciado a la esperanza de preservar el dominio sobre Siracusa para él y la familia de Hiero. Era sospechoso, justa o injustamente, de un plan para derrocar al gobierno republicano y asesinar a sus jefes. Nunca se pensó en una investigación imparcial ni en un juicio justo en las contiendas civiles de Siracusa. El partido que presentaba una acusación actuaba al mismo tiempo como juez y verdugo, y recurría a la violencia y la traición sin el menor escrúpulo. En consecuencia, cuando Andranodoros entró un día en el senado con su pariente Temistos, el marido de la hija de Gelón, ambos fueron apresados y condenados a muerte. Su muerte tampoco pareció una garantía suficiente para la seguridad de la república contra una restauración de la monarquía. Se resolvió acabar con toda la familia de Hiero. Se enviaron asesinos al palacio, que ahora se convirtió en un escenario de la más atroz carnicería. Damarate, la hija, y Harmonia, la nieta, de Hiero, fueron asesinadas primero. Herakleia, otra hija de Hiero, y esposa de Zoippos, que en ese momento estaba ausente en Egipto, huyó con sus dos jóvenes hijas a un santuario doméstico, e imploró en vano piedad para ella y sus inocentes hijos. Fue arrastrada lejos del altar y descuartizada. Sus hijas, salpicadas con la sangre de su madre, no hicieron más que prolongar sus sufrimientos tratando de escapar, y cayeron al fin bajo los golpes de sus perseguidores. Así fue destruida la casa de un príncipe que había gobernado sobre Siracusa durante medio siglo, y que había sido universalmente admirado y envidiado como uno de los más sabios, felices y mejores hombres.

Este acto de horror dio malos frutos a los autores. No podía dejar de provocar una reacción en la opinión pública y, en consecuencia, cuando, poco después, se eligieron dos nuevos magistrados en lugar de Andranodoros y Temistos, la elección del pueblo recayó en Hipócrates y Epícades, quienes, con la esperanza de alguna oportunidad, habían prolongado su estancia en Siracusa y, sin duda, al hacerlo habían arriesgado sus vidas. Su elección debía atribuirse evidentemente al populacho y al ejército, que empezaron a ejercer cada vez más influencia en los asuntos civiles de Siracusa, y una parte considerable de los cuales estaba formada por desertores romanos, que deseaban a toda costa provocar una ruptura con Roma. A partir de este momento comenzó la contrarrevolución, a la que pronto siguió la anarquía más deplorable. Cuando los magistrados mostraron su deseo de renovar la alianza romana, y para ello enviaron mensajeros al pretor y recibieron a cambio mensajeros romanos, el pueblo y el ejército comenzaron a agitarse. La agitación aumentó cuando una flota cartaginesa se mostró en las cercanías de Pacino, inspirando confianza y valor a los enemigos de Roma. Por ello, cuando Apio Claudio, para contrarrestar este movimiento, apareció con una flota romana en la bocana del puerto, la parte cartaginesa se creyó traicionada, y la multitud se precipitó tumultuosamente al puerto para resistir una laudación de los romanos, si es que lo intentaban.

Así, la infeliz ciudad fue tomada por dos partidos hostiles; ni la forma de gobierno fue el único objeto de disputa. La independencia y la propia existencia de Siracusa estaban implicadas en la lucha. Durante un tiempo pareció que el gobierno, y con él los amigos de Roma, se impondrían. Los mayores obstáculos en el camino de un acuerdo con Casa eran los dos hermanos cartagineses que, por ser agentes y mensajeros de Aníbal, habían sido elegidos entre los magistrados siracusanos. Si se lograba deshacerse de estos dos hombres, se pensaba que el gobierno era lo suficientemente fuerte como para llevar a cabo su política de reconciliación con Roma. No se podía emplear la fuerza contra hombres que gozaban del favor de una gran masa del pueblo y eran los ídolos de los soldados. Pero no faltaba un pretexto decente. La ciudad de Leontini pidió protección militar. Hipócrates fue enviado allí con un cuerpo de 4.000 hombres. Pero apenas se encontró en posesión de un mando independiente, comenzó a actuar en oposición directa al gobierno. Incitó al pueblo de Leontini a afirmar su independencia de Siracusa y, para precipitar las cosas, sorprendió y descuartizó un puesto militar de los romanos en la frontera, con lo que inició de facto la guerra con Roma. Sin embargo, el gobierno de Siracusa no se vio comprometido por este acto de hostilidad. Repudiaron toda participación en esta violación de la alianza aún existente, y se ofrecieron a sofocar la rebelión de Hipócrates y los leontinos junto con una fuerza romana. El pretor romano Marcelo, sin embargo, no esperó la cooperación de la fuerza siracusana, que, con 8.000 efectivos, partió de Siracusa bajo el mando de sus "strategoi". Antes de que llegaran, Marcelo había tomado Leontini por la fuerza y había infligido un severo castigo a los rebeldes y amotinados. Dos mil desertores romanos que habían sido apresados en la ciudad fueron azotados y decapitados. Hipócrates y su hermano escaparon a duras penas a la fortaleza vecina de Herbessos. De nuevo, el partido cartaginés parecía aniquilado, pero de nuevo la crueldad mostrada por sus oponentes provocó una reacción. Cuando las tropas siracusanas, en su marcha hacia Leontini, se enteraron del asalto a la ciudad por parte de los romanos, y del terrible castigo infligido a los ciudadanos, y especialmente a los soldados cautivos, temieron que su gobierno entregara a todos los desertores entre ellos a la venganza de los romanos. Por lo tanto, no sólo se negaron a atacar a Hipócrates y Epícades en Herbessos, sino que, confraternizando con ellos, expulsaron a sus oficiales y marcharon de vuelta a Siracusa bajo el mando de los mismos hombres a los que habían sido enviados a capturar. En Siracusa se había difundido un informe exagerado sobre la brutalidad de los romanos en Leontini, y había reavivado los malos sentimientos del populacho hacia los romanos. A pesar de la resistencia de los generales los soldados fueron admitidos en la ciudad, y esto fue la señal para todos los peores horrores de la anarquía. Los esclavos fueron atacados, se abrieron las cárceles y se liberó a los reclusos, los generales fueron asesinados o expulsados, sus casas fueron saqueadas. Siracusa estaba ahora a merced del populacho, de los soldados, de los desertores, de los esclavos y de los condenados; los únicos hombres que gozaban de algo parecido a la autoridad y la obediencia eran Hipócrates y Epícades. El partido cartaginés estaba completamente triunfante, y los romanos, además de sus numerosas dificultades, tenían ahora una nueva y más ardua tarea impuesta: la reducción por la fuerza de la principal ciudad de Sicilia, que en manos de los cartagineses convertía a toda la isla en una posesión insegura, y cortaba toda perspectiva de terminar la guerra con un descenso a la costa africana.

Sosis, uno de los estrategas expulsados, y líder del movimiento j republicano desde el principio, llevó a Marcelo la noticia de lo ocurrido. El general romano marchó inmediatamente sobre Siracusa y tomó una posición en el lado sur de la ciudad, cerca del templo de Zeus Olímpico y no lejos del gran puerto, mientras que Apio Claudio anclaba con la flota frente a la ciudad. La parte más antigua de Siracusa se encontraba en la pequeña isla Ortygia, que separa el gran puerto del sur de otro mucho más pequeño en el norte. En esta isla se encontraba la famosa fuente de Aretusa, que parecía brotar, incluso del mar, en un lugar donde, según un mito, la ninfa -que, al huir del dios-río Alfeo, se había arrojado al mar desde las costas de Elis- había reaparecido sobre las aguas. Tales islas, cercanas a tierra firme, fáciles de defender y que contenían un buen terreno de anclaje, eran en todas las costas del Mediterráneo los lugares preferidos donde los fenicios solían establecerse en el período primitivo, mucho antes de las andanzas de los griegos.

En esta isla, por tanto, como en muchos lugares similares, un asentamiento fenicio había precedido a los griegos; pero cuando aquí, como en toda la mitad oriental de Sicilia, los comerciantes semíticos se retiraron antes que los belicosos griegos, estos últimos pronto se hicieron demasiado numerosos para el islote de Ortigia. Extendieron su asentamiento a la parte continental de Sicilia, y construyeron una nueva ciudad, llamada Achradina, a lo largo de la costa del mar, en la parte norte de la ciudad original en el islote. Achradina se convirtió ahora en la parte principal de Siracusa, mientras que Ortigia, cada vez más despejada de viviendas particulares, se convirtió en una fortaleza, que contenía los palacios de los sucesivos tiranos, los polvorines, las casas del tesoro y los cuarteles para los mercenarios. Estaba fuertemente fortificada en todo su perímetro, pero especialmente en el lado norte, donde un estrecho cuello de tierra artificial la conectaba con las partes más cercanas de Siracusa. Formaba así una formidable fortaleza, y su posesión era indispensable para los que querían controlar la ciudad. Durante el memorable asedio de Siracusa en la guerra del Peloponeso por parte del armamento ateniense, la ciudad constaba únicamente de las dos partes: la isla de Ortigia y Achradina; pero en un periodo posterior surgieron en el lado occidental de esta última dos suburbios, llamados Tyche y Neapolis, cada uno de los cuales estaba, como Achradina y Ortigia, rodeado de murallas y fortificado por separado. Dionisio el Viejo amplió considerablemente la circunferencia de la ciudad fortificando el lado norte y suroeste de toda la ladera llamada Epipolae, que, en forma de triángulo, se elevaba con una inclinación gradual hasta un punto llamado Euryalis, en el oeste de Achradina, Tyche y Neapolis. De este modo, se incluyó un gran espacio en las fortificaciones de Siracusa; pero este espacio nunca se cubrió del todo con edificios, y la población no era lo suficientemente grande, ni siquiera en la época más floreciente, para atender eficazmente toda la extensión de la muralla, que ascendía a dieciocho millas; pero la fuerza natural de la ciudad facilitó la defensa. Las murallas, que desde los extremos norte y sur de la ciudad más antigua discurrían hacia el oeste y convergían en el fuerte Euríalo, se alzaban sobre rocas precipitadas, por lo que eran fácilmente defendidas, incluso por un número comparativamente pequeño de tropas. Además, Hiero había acumulado en su largo reinado en abundancia todos los medios de defensa posibles. El ingenioso Arquímedes, generosamente apoyado por su amigo real, estaba en posesión de todos los recursos materiales y científicos para la construcción de las máquinas de guerra más perfectas que el mundo había visto hasta entonces. Si recordamos la frecuencia con la que Hiero, en la primera guerra púnica, suministró municiones de guerra a los romanos, y que regaló cincuenta ballestas a los rodios después del terremoto, podemos formarnos una idea de la amplia escala en la que se debió fabricar maquinaria de este tipo en Siracusa, y de la gran cantidad de existencias que debían estar allí listas para su uso.

Los intentos de Marcelo de tomar Siracusa por asalto fracasaron, en consecuencia, de la manera más señalada. En el lado de tierra, las rocas con crestas de muros desafiaron todos los modos habituales de ataque con escaleras, torres móviles o arietes. En el frente marítimo de Achradina, sesenta naves romanas, que se aventuraron a acercarse a las murallas, amarradas de dos en dos, y que llevaban torres de madera y arietes, fueron rechazadas por una abrumadora lluvia de proyectiles grandes y pequeños desde los baluartes y desde detrás de las murallas agujereadas; algunos barcos, enganchados con ganchos de hierro, fueron levantados parcialmente fuera del agua, y luego devueltos, para consternación de las tripulaciones, de modo que al final temieron el peligro cuando sólo vieron una viga o una cuerda en la muralla, que podía resultar ser un nuevo instrumento de destrucción inventado por el temido Arquímedes. Marcelo vio que era inútil persistir en sus ataques. Siracusa, que había resistido repetidamente el poder de Cartago y de la armada ateniense, no podía ser tomada por la fuerza. Por lo tanto, renunció al asedio, pero permaneció en los alrededores en una posición fuerte con el fin de vigilar la ciudad y cortar los suministros y los refuerzos. Era imposible bloquear Siracusa mediante una circunvalación regular, debido a la gran extensión de sus murallas; y esto habría sido inútil, aunque hubiera sido posible, mientras el puerto estuviera abierto a la flota cartaginesa.

Desde el momento en que Siracusa pasó de la alianza romana a la cartaginesa, el impulso principal de la guerra pareció desplazarse de Italia a Sicilia. La atención de las dos naciones beligerantes se dirigió de nuevo al escenario de su primera gran lucha, y allí enviaron ahora ambas nuevas flotas y ejércitos. Fue el propio Aníbal quien aconsejó al gobierno cartaginés que enviara refuerzos a Sicilia en lugar de a Italia. Los romanos ya tenían una fuerza considerable en la isla, y ahora enviaron una nueva legión, que, como Aníbal bloqueó la vía terrestre a través de Lucania au Bruttium, fue transportada por mar desde Ostia hasta Panormus. De la fuerza exacta de los ejércitos romanos en Sicilia no estamos informados. Las guarniciones de las numerosas ciudades deben haber absorbido un gran número de tropas, aparte de la fuerza comprometida ante Siracusa. Una parte considerable de Sicilia estaba inclinada a la rebelión, y en varios lugares ya había estallado la rebelión. Las ciudades de Helorus, Herbessus y Megara, que se habían sublevado, fueron retomadas por Marcelo y destruidas, como advertencia a todos los que vacilaban en su fidelidad. Sin embargo, como en ese mismo momento Himilco había desembarcado con 15.000 cartagineses y doce elefantes en Heraclea, al oeste de la isla, la insurrección contra Roma se extendió, bajo la protección y el aliento de las armas cartaginesas. Agrigentum, aunque fue destruida en la primera guerra púnica, seguía siendo de gran importancia, por la fuerza de su posición. Marcelo marchó sobre ella a toda prisa desde Siracusa, para evitar que fuera ocupada por los cartagineses; pero llegó demasiado tarde. Himilco ya se había apoderado de Agrigentum y la había convertido en la base de sus operaciones. Al mismo tiempo, una flota de cincuenta y cinco barcos cartagineses entró en el puerto de Siracusa, y entonces Himilco, avanzando con su ejército, estableció su campamento bajo las murallas del sur de Siracusa, cerca del río Anapus.

La situación de los romanos, cerca de la ciudad hostil, y en las inmediaciones de un ejército hostil, no era en absoluto satisfactoria. Pero se agravó aún más cuando la ciudad de Murgantia (probablemente en las cercanías de Siracusa), donde tenían grandes polvorines, fue delatada a los púnicos por sus habitantes. Los romanos sintieron ahora que no estaban a salvo en ningún sitio; pero, aunque sus sospechas justificaban no sólo la precaución sino incluso la severidad, no podemos, incluso a esta distancia en el tiempo, leer sin indignación y repugnancia el informe de la forma en que la guarnición romana de Enna trató a una población indefensa por una mera sospecha de traición. La ciudad de Enna (Castro Giovanni), situada en la parte central de la isla sobre una roca aislada de difícil acceso, era de gran importancia debido a la fuerza natural de su posición. Los mitos antiguos la llamaban el lugar donde Perséfone (Proserpina), la hija de Deméter, fue apresada por Hades, el dios de las regiones bajo la tierra. El templo de la diosa era un santuario nacional para todos los habitantes de Sicilia y confería a Enna el carácter de ciudad sagrada. En la primera guerra púnica había sufrido mucho y había sido tomada repetidamente por uno u otro beligerante. Ahora contaba con una fuerte guarnición romana, comandada por L. Pinarius. Los habitantes, al parecer, sentían poco apego por Roma, y probablemente L. Pinarius tenía buenas razones para estar en guardia día y noche. Pero el miedo le instó a cometer un acto de atrocidad que hizo infame su propio nombre y mancilló el honor de su país. Convocó a los habitantes de Enna para que le expusieran sus peticiones en una asamblea general del pueblo. Mientras tanto, dio instrucciones secretas a sus hombres, colocó centinelas alrededor del teatro público donde se celebraba la asamblea popular y, a una señal dada, los soldados romanos se abalanzaron sobre el pueblo indefenso, lo mataron indiscriminadamente y luego saquearon la ciudad, como si hubiera sido tomada por asalto. El cónsul Marcelo no sólo aprobó este acto inicuo, sino que recompensó a los autores y les permitió quedarse con el botín de la infeliz ciudad, esperando, sin duda, aterrorizar así a los vacilantes sicilianos para que obedecieran a Roma.

La carnicería de Enna nos recuerda actos similares de atrocidad cometidos por guerreros italianos en Mesana, Rhegium y, más recientemente, en Casilinum. Pero el crimen nunca había sido aprobado y recompensado tan abiertamente por el primer representante de la comunidad romana. Los defensores de Casilinum habían actuado no sólo como asesinos, sino también como valientes soldados; pero L. Pinarius y sus hombres fueron recompensados con el botín de sus víctimas sin demostrar que eran tan valientes como traicioneros, sanguinarios y codiciosos. Parecía que la guerra hacía más feroces las mentes de los hombres que estaban destinados a recibir y difundir la civilización de la antigüedad y a defenderla de los bárbaros del norte y del sur.

El cruel castigo de Enna no produjo el efecto que los romanos esperaban. El odio y la aversión actuaron con más fuerza que el miedo. Los pueblos que hasta entonces sólo habían vacilado en su lealtad se unieron al bando cartaginés en toda Sicilia. Himilco abandonó su posición ante Siracusa y realizó expediciones en todas direcciones para organizar y apoyar la insurrección contra Roma. Así transcurrió el año 213 a.C. Hacia su final, Marcelo, con una parte de su ejército, estableció su cuartel de invierno en un campamento fortificado a cinco millas al oeste de Siracusa, sin abandonar, sin embargo, el campamento previamente establecido cerca del templo de Zeus Olímpico en el sur de la ciudad. Al carecer de medios para bloquear la ciudad, permaneció en la vecindad sólo con la esperanza de obtener la posesión de la misma mediante alguna estratagema, o por traición.

El resultado demostró que sus cálculos eran justos. El partido republicano en Siracusa fue, en efecto, derrotado y desarticulado por los soldados y el populacho; y sus jefes, los asesinos de Jerónimo y de la familia de Hiero, se encontraban en el exilio, la mayoría en el campamento romano. Todo el poder estaba en manos de los mercenarios y desertores extranjeros, y Siracusa era de facto una fortaleza cartaginesa bajo el mando de Hipócrates y Epícades. Sin embargo, el partido republicano encontró los medios para mantener con los romanos una correspondencia regular, cuyo objeto era entregar la ciudad en sus manos. En barcos de pesca, ocultos bajo redes, se enviaban secretamente mensajeros desde el puerto de Siracusa al campamento romano, y se encontraban de vuelta de la misma manera. Así se discutieron y resolvieron las condiciones en las que la ciudad debía ser traicionada. Marcelo prometió que los siracusanos serían devueltos a la misma posición que habían ocupado como aliados romanos bajo el rey Hiero; debían conservar su libertad y sus propias leyes. Ya se habían hecho todos los preparativos para llevar a cabo el plan propuesto, cuando éste llegó a conocimiento de Epícades, y ochenta de los conspiradores fueron condenados a muerte. Así desbaratado, Marcelo perseveró sin embargo en su plan. Por medio de sus partidarios estaba informado de todo lo que ocurría en la ciudad. Sabía que estaba a punto de celebrarse una gran fiesta a Artemisa, que iba a durar tres días. Esperaba, con razón, que en esta ocasión se mostraría una gran laxitud en la vigilancia de las murallas. Marcelo había observado que en una parte de las fortificaciones, en el lado norte, la muralla era tan baja que se podía escalar fácilmente con escaleras. A este lugar envió, en una de las noches de fiesta, una partida de soldados, que consiguió llegar a lo alto de la muralla y, bajo la dirección del siracusano Sosis, uno de los conspiradores, se dirigió a la puerta llamada Hoxapylon. Aquí se encontró a los guardias borrachos durmiendo y se les despachó rápidamente, se abrió la puerta y se dio la señal a un cuerpo de tropas romanas del exterior para que avanzaran y entraran en la ciudad. Cuando amaneció, Epipolte, la parte alta de la ciudad, estaba en manos de los romanos. Los suburbios Tyche y Neapolis, que en tiempos anteriores habían estado protegidos por murallas en el lado de Epipolae, estaban ahora probablemente abiertos por el oeste, ya que Dionisio había construido la muralla que encerraba todo el espacio de Epipolae. Por lo tanto, no pudieron ser retenidas durante mucho tiempo después de que los romanos estuvieran dentro de la muralla común. Pero en el extremo oeste de Epipolae, el fuerte fuerte Euryalus desafiaba todos los ataques. Por tanto, Marcelo estaba aún muy lejos de ser el amo de Siracusa. No sólo había que tomar Euríalo y la isla de Ortigia, sino también Achradina, la parte más grande e importante de Siracusa; y éstas no habían perdido nada de su fuerza por el hecho de que los suburbios estaban ahora en poder de los romanos. En realidad, el asedio de Siracusa duró algunos meses más, y las dificultades de los romanos se duplicaban ahora en lugar de disminuir. Es, por tanto, una anécdota tonta la que cuenta que cuando, a la mañana siguiente de la toma de Epipolao, Marcelo vio la rica ciudad extendida ante sus pies y ahora a su alcance, derramó lágrimas de alegría y emoción. Convocó a las guarniciones de Euríalo y Achradina. Los desertores que montaban guardia en las murallas de Achradina no permitieron siquiera que los heraldos romanos se acercaran o hablaran. Por otra parte, el comandante de Euríalo, un mercenario griego de Argos llamado Filodemo, se mostró dispuesto al cabo de un tiempo a escuchar las propuestas del siracusano Sosis, y evacuó el lugar. Marcelo estaba ahora a salvo en su retaguardia y ya no tenía que temer un ataque simultáneo de la guarnición de la ciudad por delante y de un ejército que se acercaba por tierra en su retaguardia. Acampó en el terreno entre los dos suburbios Tyche y Neapolis, y los entregó para que fueran saqueados por sus soldados como anticipo del botín de Siracusa. Poco después, un ejército cartaginés, al mando de Hipócrates e Himilco, marchó sobre Siracusa y atacó el campamento romano cerca del templo de Zeus Olimpo, mientras que, simultáneamente, Epikydes hizo una incursión desde Achradina sobre el otro campamento romano entre los suburbios. Estos ataques fracasaron. En todos los puntos, los romanos mantuvieron su terreno; y así las fuerzas hostiles dentro y delante de Siracusa permanecieron durante algún tiempo en la misma posición relativa, sin poder hacer una impresión ni en un sentido ni en otro. Mientras tanto, el verano avanzaba y una enfermedad maligna se desató en el campamento cartaginés, que estaba acampado en el terreno bajo junto al río Anapus. En tiempos pasados, el clima mortal de Siracusa había librado más de una vez a la ciudad de sus enemigos. Bajo los mismos muros de la ciudad había perecido un ejército cartaginés en el reinado del anciano Dionisio. Ahora el clima resultó tan desastroso para los defensores como lo había sido antes para los sitiadores de Siracusa. Los cartagineses fueron abatidos por la enfermedad en masa. Cuando una gran parte de los hombres y de los oficiales, y entre ellos los propios Hipócrates e Himilco, habían sido arrastrados, el resto de las tropas, compuestas en su mayoría por sicilianos, se dispersaron en diferentes direcciones. Los romanos también sufrieron la enfermedad; pero las partes más altas de Siracusa, donde estaban acantonados, eran más frescas y aireadas que el terreno bajo de las orillas del Anapus; y además las casas de los suburbios Tyche y Neapolis ofrecían refugio de los mortíferos rayos del sol, por lo que la pérdida romana fue comparativamente pequeña. Sin embargo, Marcelo no tenía todavía ninguna perspectiva de tomar por asalto una ciudad tan vigorosamente defendida, ni podía reducirla por el hambre, ya que el puerto estaba abierto a los barcos cartagineses. En este mismo momento, Cartago hizo nuevos esfuerzos para abastecer a Siracusa de provisiones. Setecientos transportes, cargados de suministros, fueron enviados a Sicilia bajo el convoy de ciento treinta barcos de guerra. Esta flota ya había llegado a Agrigentum cuando fue detenida por vientos contrarios. Epikydes, impaciente por el retraso, abandonó Siracusa y se dirigió a Agrigentum, con el propósito de instar a Bomilcar, el almirante cartaginés, a realizar un ataque contra la flota romana que yacía anclada cerca del promontorio de Pacino. Bomilcar avanzó con sus barcos de guerra; pero, cuando los romanos salieron a su encuentro, los esquivó y se dirigió a Tarento, después de haber enviado una orden a los transportes para que regresaran a África. La causa de este extraordinario proceder no aparece en el relato que nos ha llegado. Si es cierto, como informa Livio, que la flota de Bomilcar era más fuerte que la de los romanos, no puede haber sido el miedo lo que le impidió aceptar la batalla. Tal vez pensó que su presencia en Tarento era más necesaria que en Siracusa; tal vez se peleó con Epikydes. En cualquier caso, abandonó a sus propios recursos la ciudad a la que había sido enviado a aliviar, y así sembró el desánimo entre sus defensores y aceleró su caída.

A partir de este momento el destino de Siracusa quedó sellado. Probablemente el propio Epikydes perdió toda esperanza, ya que no regresó, sino que permaneció en Agrigentum. De nuevo el partido republicano se armó de valor. Los líderes de este partido renovaron las negociaciones con los romanos, y de nuevo Marcelo garantizó la libertad y la independencia de Siracusa como precio por la entrega de la ciudad. Pero los amigos de Roma no pudieron cumplir las promesas que habían hecho. La infeliz ciudad se vio desgarrada por una lucha desesperada entre los ciudadanos y los soldados. Al principio los ciudadanos tenían la ventaja. Consiguieron matar a los oficiales principales nombrados por Epícades y elegir en su lugar a magistrados republicanos, que estaban dispuestos a entregar la ciudad a los romanos. La soldadesca sin ley pareció dominada por un momento. Pero, al cabo de poco tiempo, volvió a imponerse la facción entre las tropas que tenía el justo temor de que sus vidas estuvieran en peligro si caían en manos de los romanos. Los mercenarios extranjeros fueron persuadidos a resistir hasta el final. Siguió otra revolución. Los magistrados republicanos fueron asesinados y una masacre general y un saqueo señalaron el triunfo final de los enemigos de Roma y de Siracusa. La infeliz ciudad parecía un naufragio indefenso, a la deriva hacia un arrecife mientras la tripulación, en lugar de luchar contra los elementos, gasta sus últimas fuerzas en sangrientas luchas intestinas.

Incluso ahora Marcelo no hizo un intento directo de tomar Siracusa por la fuerza hasta que se aseguró la cooperación de una parte de la ciudad. Las tropas habían elegido seis capitanes, cada uno de los cuales debía defender una parte determinada de las murallas. Entre estos capitanes había un oficial español de nombre Mericus, que mandaba en el lado sur de Ortigia. Viendo que no era posible mantener la ciudad por mucho más tiempo y que, por tanto, ya era hora de hacer las paces si quería obtener condiciones favorables, al menos para los soldados que no eran desertores, entró en secreto en negociaciones con Marcelo. Pronto se llegó a un acuerdo. Una barcaza se acercó por la noche al extremo sur de Ortigia y desembarcó una partida de soldados romanos, que fueron admitidos a través de una puerta de posta en la fortificación. Al día siguiente, Marcelo ordenó un ataque general contra las murallas de Achradina, y mientras la guarnición se precipitaba desde todas partes, y también desde Ortigia hacia el lugar amenazado, los soldados romanos desembarcaron en varios barcos sin oposición en Ortigia y ocuparon el lugar con una fuerza suficiente. Habiéndose asegurado de que Ortigia estaba en su poder, Marcelo desistió de inmediato de cualquier otro ataque contra Achradina, sabiendo bien que, tras la caída de Ortigia, la defensa de Achradina no tendría continuidad. Su cálculo resultó ser correcto. Durante la noche siguiente los desertores encontraron medios para escapar, y por la mañana las puertas se abrieron para admitir al ejército victorioso.

Así, por fin, tras un asedio que había durado más de dos años, los romanos recogieron el fruto de su tenaz perseverancia. Si alguna ciudad que hubiera sucumbido a las armas romanas tenía derecho a esperar un trato indulgente, o incluso generoso, esta ciudad era sin duda Siracusa. Los inestimables servicios que Hiero había prestado en el transcurso de más de medio siglo, no podían considerarse en justicia equilibrados por las locuras de un niño, y por la hostilidad de un partido político con el que la mejor clase de ciudadanos siracusanos nunca había simpatizado. Desde el principio de las tristes complicaciones y revoluciones en Siracusa, el verdadero partido republicano, apegado al orden y a la libertad, se inclinaba por Roma y deseaba continuar la política exterior de Hiero. Fueron ellos los que conspiraron para acabar con el tirano Jerónimo y sus parientes y consejeros antirromanos. Habían intentado deshacerse de los emisarios de Aníbal y de sus adherentes en el ejército; fueron dominados sin renunciar a sus planes; habían hecho todo lo posible, junto con sus amigos exiliados que se habían refugiado en el campamento de Marcelo, para entregar Siracusa en manos de los romanos; habían resistido el reino del terror ejercido por los mercenarios extranjeros y los desertores romanos, y muchos de ellos perdieron la vida en el intento de liberar a su ciudad natal de la tiranía de una turba armada de amotinados y traidores, y de renovar la antigua alianza con Roma. Siracusa no se había rebelado contra Roma, sino que había implorado la ayuda de Roma contra sus peores opresores. No sólo la clemencia y la magnanimidad, sino incluso la justicia, deberían haber impulsado a los conquistadores a considerar los sufrimientos de Siracusa desde este punto de vista; y habría sido la gloria imperecedera de Marcelo -más brillante que el triunfo más espléndido- si, al obtener la posesión, hubiera protegido a la desdichada ciudad de más miserias. En efecto, habría actuado correctamente al castigar con severidad romana a los soldados que habían violado el juramento militar y desertado de sus colores, y que fueron la causa principal de la pertinacia de la lucha. Pero debería haber perdonado a los ciudadanos de la ciudad, víctimas deplorables de las facciones hostiles. Hizo todo lo contrario. Permitió la huida de los desertores, tal vez con el objeto de poder saquear con mayor tranquilidad, y trató la ciudad como si hubiera sido tomada por asalto, entregándola a la rapacidad de los soldados enloquecidos de furia por la larga resistencia y por la perspectiva de saqueo y venganza. La noble Siracusa, que había figurado en la primera línea de las ciudades más bellas que llevaban el nombre helénico, cayó para no volver a levantarse desde entonces hasta el presente. Marcelo había prometido, en efecto, que se perdonarían las vidas del pueblo; pero cómo se cumplió tal promesa podemos deducirlo del salvaje asesinato del mejor hombre de Siracusa, cuyo cabello gris y su venerable frente, surcada de pensamientos, deberían haberle protegido del acero incluso de un bárbaro. Donde Arquímedes fue asesinado porque, absorto en sus estudios, no comprendió fácilmente la demanda de un soldado saqueador, allí, podemos estar seguros, se derramó sangre innoble sin escatimar. Marcelo sólo pretendía obtener la posesión de los tesoros reales, que esperaba encontrar en la isla de Ortigia; pero es poco probable que gran parte de ellos hubieran sido abandonados por los sucesivos señores de Siracusa durante la época de la anarquía. Por otro lado, las obras de arte que se habían acumulado en Siracusa durante los periodos de prosperidad aún se conservaban. Todas ellas, sin excepción, fueron tomadas, para ser enviadas a Roma. Siracusa no fue la primera ciudad donde los romanos aprendieron y practicaron este tipo de expolio público. Tarento y Volsinii ya habían experimentado la rapacidad más que el gusto de los romanos por las obras de arte. Pero los tesoros artísticos de Siracusa eran tan numerosos y tan espléndidos que dejaron en la sombra todo lo que se había transportado antes a Roma. Por lo tanto, llegó a ser una tradición recibida que Marcelo fue el primero que dio el ejemplo de enriquecer a Roma, en la expansión de sus enemigos conquistados, con los triunfos del arte griego.

 

Cuarto periodo de la guerra de Aníbal.

212-211 a.C.

DESDE LA TOMA DE SIRACUSA HASTA LA CAPTURA DE CAPUA

 

Con la toma de Siracusa, la guerra en Sicilia se decidió por la rendición a favor de los romanos, pero no terminó en absoluto. Agrigento seguía en poder de los cartagineses y un gran número de ciudades sicilianas estaban de su lado. Un general de caballería libio, llamado Mutines, enviado a Sicilia por Aníbal, y que operaba en conjunción con Hanno y Epikydes, dio muchos problemas a los romanos. Pero cuando Mutines se peleó con los otros generales cartagineses, y se pasó a los romanos en consecuencia, la fortuna de la guerra se inclinó cada vez más del lado de estos últimos. Finalmente, dos años después de la caída de Siracusa, Mutines traicionó a Agrigento a los romanos. El cónsul, M. Valerio Laevino, que entonces mandaba en Sicilia, ordenó que los principales habitantes de Agrigentum fueran azotados y decapitados, que el resto fuera vendido como esclavos y que la ciudad fuera saqueada. Este severo castigo tuvo el efecto de aterrorizar a las demás ciudades. Cuarenta de ellas se sometieron voluntariamente, veinte fueron traicionadas y sólo seis tuvieron que ser tomadas por la fuerza. Toda la resistencia a las armas romanas en Sicilia estaba ahora rota, y la isla volvió a la paz y la esclavitud de una provincia romana. Su principal tarea fue en adelante cultivar maíz para alimentar al populacho soberano de la capital, y dejarse saquear sistemáticamente por los agricultores de la renta, los comerciantes, los usureros y, sobre todo, por los gobernadores anuales.

Fue muy afortunado para Roma que, con la caída de Siracusa en 212, la guerra de Sicilia hubiera tomado un giro favorable. Pues ese mismo año fue tan desastroso para ellos en otras partes, que las perspectivas para el futuro se volvieron cada vez más sombrías. En España, los dos hermanos Escipión, tras la exitosa campaña del 215, habían continuado la guerra en el año siguiente con los mismos resultados felices. Se informa de varias batallas para este año, en las que se dice que invariablemente han vencido a los cartagineses. Podemos pasar por alto con seguridad los relatos detallados de estos acontecimientos, que no tienen ningún valor histórico, por su evidente aire de exageración, y por nuestra ignorancia de la antigua geografía de España. Sin embargo, a pesar de todas las tergiversaciones, parece cierto que la guerra continuó en España, y que los cartagineses no pudieron llevar a cabo el plan de Aníbal de enviar un ejército a través de los Pirineos y los Alpes para cooperar con el ejército que ya estaba en Italia. Cuánto de este resultado se debe al genio de los generales romanos y a la valentía de las legiones romanas es imposible de determinar a partir de los relatos parciales de los analistas, que probablemente derivaron su información principalmente de las tradiciones de la familia Escipión. Una de las causas del fracaso de los cartagineses radicó sin duda en las frecuentes rebeliones entre las tribus españolas, que los romanos instigaron y convirtieron en su propio beneficio. Pero la causa principal fue una guerra en África con Sífax, un jefe o rey númida, que parece haber sido muy grave, y que les obligó a retirar a Asdrúbal y una parte de su ejército de España para la defensa de su territorio. Esta circunstancia operó poderosamente a favor de las armas romanas en España, dejando a los Escipiones casi sin oposición, y permitiéndoles invadir las posesiones cartaginesas, y obtener un pie al sur del río Ebro. En el año 214, los romanos tomaron Saguntum, y la restauraron como ciudad aliada independiente cinco años después de su captura por Aníbal. También entablaron relaciones con el rey Sífax. Todo enemigo de Cartago era, por supuesto, un aliado de Roma, y valioso en la medida en que fuera molesto o peligroso para Cartago. Se enviaron oficiales romanos a África para entrenar a los indisciplinados soldados del príncipe númida, y especialmente para formar una infantería, según el modelo romano, que pudiera ser capaz de resistir a los cartagineses en el campo de batalla. Sin embargo, una tarea como ésta habría requerido más tiempo del que los oficiales romanos podían dedicarle. Parece que Sífax no obtuvo ningún beneficio del intento de convertir a sus jinetes irregulares en soldados legionarios. Poco después se vio en grandes dificultades. Los cartagineses se aseguraron la alianza de otro jefe númida, llamado Gula, cuyo hijo Masinisa, un joven de diecisiete años, dio ahora las primeras pruebas de una habilidad militar y una ambición destinadas a convertirse en la secuela más fatal para los cartagineses. Sífax fue completamente derrotado y expulsado de sus dominios. Llegó a los romanos como fugitivo más o menos al mismo tiempo que Asdrúbal, tras la terminación victoriosa de la guerra africana, regresó a España con considerables refuerzos.

La suerte de la guerra cambió ahora rápida y decididamente. Los Escipiones, al quedarse durante mucho tiempo sin un suministro de nuevas tropas desde casa, se vieron obligados a enrolar a un gran número de mercenarios españoles. Roma aprendió ahora a conocer la diferencia entre los mercenarios y un ejército de ciudadanos. De hecho, no era la primera vez que se empleaban tales tropas. En la primera guerra púnica, un cuerpo de desertores galos había sido tomado a sueldo por los romanos. Los cenomanos y otras tribus de la Galia Cisalpina, mencionados como sirviendo en el bando romano al principio de la guerra de Aníbal, fueron sin duda pagados regularmente y eran, de hecho, mercenarios. También lo eran, por supuesto, los cretenses y otras tropas griegas que Hiero había enviado como contingentes auxiliares en varias ocasiones. Pero parece que el primer empleo de mercenarios a gran escala, según el modelo de los cartagineses, tuvo lugar en España en la presente ocasión. No podemos saber de dónde obtuvieron los Escipiones los medios para pagar a estas tropas. Tal vez no pudieron pagarles puntualmente, y este hecho bastaría para explicar su infidelidad y deserción.

Fue en el año 212 a.C. cuando Asdrúbal, el hijo de Barcas, tras la derrota de Sífax, regresó a España. Encontró que los generales romanos habían dividido sus fuerzas y operaban por separado en diferentes partes del país. Sus mercenarios celtíberos habían desertado y regresado a casa, tentados, se dice, por sus compatriotas que servían en el ejército cartaginés. Así, debilitados por la deserción y por la división de sus fuerzas, los dos Escipiones fueron uno tras otro atacados por Asdrúbal, y tan minuciosamente derrotados que apenas un resto de su ejército escapó. Publio Cornelio Escipión y su hermano Cneo cayeron al frente de sus tropas. Un pobre remanente se salvó, e hizo su retirada bajo el mando de un valiente oficial de rango ecuestre, llamado L. Marcio. Pero casi toda España estaba perdida para los romanos de un solo golpe. La guerra que habían llevado a cabo con vigor y éxito durante tantos años, con el fin de impedir una segunda invasión de Italia desde España, había terminado ahora con la aniquilación de casi todas sus fuerzas, y nada parecía en adelante capaz de frenar al general cartaginés, si pretendía llevar a cabo el plan de su hermano.

El desastroso resultado de la guerra en España fue tanto más alarmante cuanto que en el año 212 Aníbal volvió a desplegar en Italia una energía que estaba calculada para recordar a los romanos sus tres primeras campañas después de haber cruzado los Alpes en 218. El año 213 había transcurrido casi tan tranquilo como si se hubiera concluido una tregua. Aníbal había pasado el verano en el país de los sallentinos, no lejos de Tarento, con la esperanza de tomar por sorpresa o a traición esa ciudad, que era de la mayor importancia para él por las facilidades que ofrecía para la comunicación directa con Macedonia. Obtuvo la posesión de varias ciudades pequeñas en la vecindad; pero, por otro lado, volvió a perder Consentia y Taurianum en Bruttium, mientras que algunos lugares insignificantes en Lucania fueron tomados por el cónsul Tiberio Sempronio Graco. En esta ocasión nos enteramos incidentalmente de que Roma permitía en aquella época, o más bien fomentaba, una especie de guerra de guerrillas de voluntarios, no muy diferente del corsarismo en las guerras navales, que debió contribuir en gran medida a embrutecer a la población. Un cierto caballero y contratista romano, llamado T. Pomponius Veientanus, comandaba un cuerpo de irregulares en Bruttium, saqueando y devastando las comunidades que se habían unido al bando cartaginés. Se le unió un gran número de esclavos fugitivos, pastores y campesinos, y había formado algo parecido a un ejército que, sin costarle nada a la república, prestó un buen servicio al dañar y acosar a sus enemigos. Pero esta chusma no estaba preparada para enfrentarse a un ejército cartaginés, y en consecuencia fue una tarea fácil para Hanno, que mandaba en estas zonas, capturar o descuartizar a toda la banda. Pomponio fue hecho prisionero, y quizá fue una suerte para él que escapara así a la venganza de sus compatriotas, cuyas maldiciones había merecido ampliamente, no sólo por su incompetencia como oficial, sino mucho más por la bribonería con la que, en conjunción con otros contratistas, había robado al público y puesto en peligro la seguridad del estado.

Ahora resultaba evidente que el patriotismo aparentemente abnegado del que, dos años antes, varios grandes capitalistas habían hecho una ostentosa exhibición, no era más que una tapadera para la más ruin rapacidad, el egoísmo y la deshonestidad. El ingobernable afán de riqueza que poseían en todo momento los grandes hombres de Roma, unido a su absoluto desprecio por el derecho -los dos grandes males que los Gracos se esforzaron en vano por frenar- se mostraron por primera vez con gran nitidez en el juicio del contratista M. Postumius Pyrgensis y sus compañeros de conspiración a principios del año 212 a.C.

Este Postumio, al igual que el recién mencionado Pomponio, era miembro de una sociedad anónima que en el año 215 había ofrecido suministrar, a crédito, los materiales de guerra necesarios para el ejército en España, a condición de que el gobierno los asegurara contra los riesgos del mar. Desde entonces se había descubierto que los supuestos patriotas eran unos vulgares pillos y villanos. Habían cargado viejos barcos con artículos sin valor, los habían hundido y abandonado en el mar, y luego habían reclamado una indemnización por el supuesto valor total. Este acto no era simplemente un fraude ordinario al erario público, sino un crimen de la más grave naturaleza, ya que ponía en peligro la seguridad del ejército en España. Se había informado de ello ya en el año 213; pero, como asegura Livio, el senado no se aventuró de inmediato a proceder contra los hombres cuya riqueza les otorgaba una influencia abrumadora en el Estado. En consecuencia, Pomponio no sólo permaneció impune, sino que incluso fue designado para una especie de mando militar, y se le permitió llevar a cabo una guerra depredadora por su cuenta y en su propio beneficio. Podemos comprender fácilmente que hombres de una audacia tan temeraria y sin principios como Pomponio, que comandaban bandas de rufianes armados, no pudieran ser castigados fácilmente como los delincuentes comunes. Sin embargo, después de que Pomponio cayera en cautiverio y su banda fuera aniquilada, el gobierno se armó de valor para pedir cuentas a sus cómplices por sus fechorías. Dos tribunos del pueblo, Espurio Carvilio y Lucio Carvilio, acusaron a Póstumo ante la asamblea de las tribus. El pueblo estaba muy indignado. Nadie se aventuró a alegar a favor del acusado; incluso el tribuno C. Servilio Casca, pariente de Postumio, fue impedido por el miedo y la vergüenza de interceder. El acusado se aventuró ahora a un acto que parece casi increíble, y que demuestra hasta qué punto, incluso en la mejor época de la república, el orden interno y la paz pública estaban a merced de cualquier banda de villanos desesperados que se aventuraran a desafiar la ley. El Capitolio, donde las tribus estaban a punto de dar sus votos, fue invadido por una turba, que creó tal alboroto que se habrían cometido actos de violencia si los tribunos, cediendo a la tormenta, no hubieran disuelto la asamblea.

Este triunfo de la anarquía sobre el orden establecido del Estado fue un éxito temporal que llevó al partido anárquico más allá de su fuerza real. Roma no estaba todavía tan degenerada como para que se pudiera establecer un terrorismo permanente por la audacia de algunos ricos e influyentes malhechores. Fue más bien un brote de locura que un acto deliberado lo que impulsó a Postumio y a sus cómplices a resistir la autoridad del pueblo romano y de sus magistrados legítimos. Estaban lejos de formar un partido político, o de encontrar hombres en el senado o en la asamblea popular que se aventuraran a defenderlos o incluso a excusarlos. Sus viles fraudes eran ahora una pequeña ofensa comparada con su intento de ultrajar la majestad del pueblo romano. Los tribunos abandonaron la acusación menor y, en lugar de pedir al pueblo que les impusiera una multa, insistieron en la pena capital. Postumio renunció a su fianza y escapó de Roma. El castigo del exilio fue pronunciado formalmente contra él, y todas sus propiedades fueron confiscadas. Todos los participantes en el ultraje fueron castigados con la misma severidad, y así la majestad ofendida del pueblo romano fue plena y prontamente reivindicada.

La villanía de los publicanos romanos, que abusaron de las necesidades del estado para enriquecerse, y cuya rapacidad criminal puso en peligro la seguridad de las tropas en España, no carece de paralelos en la historia, y ha sido igualada o superada en la Europa moderna, así como en América durante la última guerra civil. Por lo tanto, no debemos ser demasiado severos en nuestro juicio, ni demasiado amplios en nuestra condena del pueblo romano entre el que tales estafadores pudieron prosperar. Pero haremos bien en recordar actos infames como éstos, cuando oigamos los fulgurantes elogios que a menudo se prodigan sobre la virtud cívica, la abnegación y la devoción del pueblo romano al servicio del Estado. Los elementos morales y religiosos de la comunidad debían estar profundamente contaminados si, en medio de la guerra de Aníbal, en la agonizante lucha por la existencia, se podía encontrar un gran número de hombres entre las clases influyentes tan absolutamente vacíos de sentimiento patriótico y de conciencia, tan endurecidos contra la indignación pública, tan descuidados de la justa retribución.

No sólo la moral pública, sino también la religión de los romanos, sintieron el efecto perjudicial de la prolongada guerra. Parecía que los hombres perdían gradualmente la confianza en sus dioses nativos. Todas las oraciones, los votos, las procesiones, los sacrificios y las ofrendas, todos los festivales y los juegos sagrados que se celebraban por mandato directo de los sacerdotes, habían resultado inútiles. O bien los dioses ancestrales habían abandonado la ciudad, o bien eran impotentes ante los decretos del destino. En su desesperación, el pueblo se volvió hacia dioses extraños. El número de supersticiosos se vio engrosado por una masa de campesinos empobrecidos, que habían abandonado sus campos baldíos y sus hogares quemados para encontrar apoyo y protección en la capital. Las calles se llenaron de sacerdotes extranjeros, adivinos e impostores religiosos, que ya no ejercían su oficio en secreto, sino abiertamente, y se beneficiaban del miedo y la ignorancia de la multitud. Semejante descuido de la religión nacional era, a los ojos de todas las comunidades del mundo antiguo, una especie de traición que, de ser tolerada, habría traído las más fatales consecuencias. Ninguna nación de la antigüedad se elevó a la concepción de un Dios común a la raza humana. Cada pueblo, cada sociedad política, tenía su propia deidad protectora especial, distinta de la del vecino más próximo y hostil a los dioses del enemigo nacional. Era de la mayor importancia que todos los ciudadanos se unieran para adorar debidamente a aquellos poderes que, en consideración al culto ininterrumpido, se comprometían a conceder su protección, y que eran celosos de la admisión de rivales extranjeros. Por lo tanto, era un signo seguro de decadencia nacional si un pueblo empezaba a perder la confianza en su propia religión paterna y se volvía esperanzado hacia los dioses de sus vecinos. El gobierno romano comenzó a alarmarse. El senado encargó a los magistrados que intervinieran. No los sacerdotes ni los pontifices, de los que cabría esperar que se ocuparan más directamente de mantener la pureza de la religión, sino un magistrado civil -el pretor- hizo que se eliminaran de la ciudad todos los rituales, oraciones y oráculos extranjeros; y parece que el pueblo se sometió a esta injerencia como a un ejercicio legítimo de la autoridad civil, igual que se sometió a las cargas de la guerra.

La condena de Postumio tuvo lugar a principios del año 212, más o menos en la época de las elecciones consulares, que colocaron a Quinto Fulvio Flaco y a Apio Claudio Pulcher al frente del gobierno. Desde hacía algún tiempo se experimentaban regularmente grandes dificultades en la conscripción de reclutas para el ejército. Sin embargo, se completó el número de veintitrés legiones para la inminente campaña, e incluso esta enorme fuerza no resultó en absoluto demasiado grande. A pesar de la toma de Siracusa, el año 212 estaba destinado a ser uno de los más desastrosos para los romanos en todo el curso de la guerra.

La primera calamidad fue la pérdida de Tarento, que tuvo lugar incluso antes de la apertura de la campaña. Los propios romanos habían sido la causa de la misma por su crueldad miope. Un número de rehenes de Tarento y Thurii, detenidos en Roma, habían hecho un intento de escapar, pero fueron apresados en Terracina, llevados de vuelta a Roma y torturados hasta la muerte como traidores. Con este acto, los propios romanos cortaron los lazos que hasta entonces habían mantenido a los tarentinos en su fidelidad. Fue un procedimiento destinado a inspirar terror, como la masacre de Enna; pero, como ésta, produjo el efecto contrario, al engendrar sólo un sentimiento de venganza y de odio implacable. Inmediatamente se formó una conspiración en Tarento para traicionar la ciudad a Aníbal. Nikon y Filodemo, los jefes de los conspiradores, bajo el pretexto de salir de cacería, encontraron los medios para ver a Aníbal, que aún permanecía en la vecindad de Tarento; concluyeron un tratado formal con él, estipulando que su ciudad debía ser libre e independiente, y que la casa de ningún ciudadano tarentino debía ser saqueada por las tropas cartaginesas. La situación de Tarento es conocida por la historia de la primera guerra con Roma. En el lado oriental de la ciudad, donde la estrecha península en la que se encontraba se unía a tierra firme, un gran espacio abierto, dentro de las murallas, formaba el cementerio público. En este solitario lugar, Nikon y algunos de sus compañeros de conspiración se escondieron una noche previamente fijada y esperaron la señal de fuego que Aníbal había prometido dar en cuanto llegara a la vecindad. Cuando vieron la señal, cayeron sobre los guardias de una puerta, redujeron a los soldados romanos y admitieron a una tropa de galos y númidas en la ciudad. En el mismo momento, Filodemo, fingiendo volver de la caza, se presentó ante el poste de otra puerta, cuyos guardias tenían la costumbre, desde hacía tiempo, de abrir cuando oían su silbido. Dos hombres que le acompañaban llevaban un enorme jabalí. El guardia, mientras admiraba y palpaba el animal, fue instantáneamente atravesado por la lanza de Filodemo. Una treintena de hombres estaban preparados fuera. Entraron por la puerta del poste, mataron a los demás guardias, abrieron las puertas principales y admitieron a toda una columna de libios, que avanzaron en orden regular, bajo la dirección de los conspiradores, hacia la plaza del mercado. En ambos puntos la empresa había tenido éxito, y el espacio vacío entre las murallas y la ciudad pronto se llenó de soldados de Aníbal. La guarnición romana no había recibido el más mínimo aviso. El oficial al mando, M. Livio Macato, un hombre indolente y autocomplaciente, había pasado la noche de juerga y estaba en su cama, dominado por el vino y el sueño, cuando la quietud de la noche fue rota por el ruido de las armas y por un extraño sonido de trompetas romanas. Los conspiradores se habían procurado algunas de estas trompetas y, aunque las hicieron sonar con muy poca habilidad, consiguieron atraer a los soldados romanos, que estaban acuartelados en todas las partes de la ciudad, a las calles justo cuando Aníbal avanzaba en tres columnas. Así, un gran número de romanos fueron abatidos en la primera confusión y desorden, sin poder oponer ninguna resistencia y casi sin saber a qué se debía el tumulto. Unos pocos llegaron a la ciudadela, y entre ellos se encontraba el comandante Livio, que a la primera alarma se había precipitado al puerto y había conseguido saltar a una barca.

Cuando amaneció, toda Tarento, a excepción de la ciudadela, estaba en manos de Aníbal. Hizo que los tarentinos fueran convocados a una asamblea, y les hizo saber que no tenían nada que temer por ellos y sus familias; al contrario, que había venido a liberarlos frente al yugo romano. Sólo las casas y los bienes de los romanos fueron entregados al saqueo. Todas las casas señaladas como propiedad de un ciudadano de Tarento debían ser perdonadas; pero los que hicieran una declaración falsa fueron amenazados con la pena capital. Probablemente los romanos fueron acuartelados en casas propias o en casas de hombres partidarios de Roma. A estos últimos se les hizo sufrir por su apego a Roma, lo que era un crimen a los ojos de sus adversarios políticos.

La ciudadela de Tarento, al estar situada en una colina de poca elevación en el extremo occidental de la lengua de tierra ocupada por la ciudad, sólo podía ser tomada mediante un asedio regular, y tal asedio era inútil sin la cooperación de la flota. Por lo tanto, para asegurar la ciudad mientras tanto de cualquier ataque de la guarnición romana, Aníbal hizo que se construyera una línea de defensas, consistente en un foso, un montículo y una muralla, entre la ciudadela y la ciudad. Los romanos intentaron interrumpir los trabajos. Aníbal los animó con una huida simulada de sus hombres, y cuando los hubo atraído lo suficiente hacia la ciudad, los atacó por todos lados y los hizo retroceder hacia la ciudadela con una gran matanza.

La guarnición romana estaba ahora tan reducida que Aníbal esperaba poder tomar la ciudadela por la fuerza, y preparó un asalto regular montando las máquinas necesarias. Pero los romanos, reforzados por la guarnición de Metaponto, salieron por la noche y, destruyendo las obras de asedio de Aníbal, le obligaron a desistir de su empresa. Así, la ciudadela de Tarento quedó en posesión de los romanos; y como comandaba la entrada al puerto, los barcos de los tarentinos habrían quedado encerrados, si Aníbal no se hubiera ingeniado para arrastrarlos a través de la lengua de tierra en la que se encontraba la ciudad, justo por las calles que van desde el puerto interior hasta el mar abierto. La flota tarentina pudo ahora bloquear la ciudadela, mientras que una muralla y un foso cerraban el lado de tierra. La posesión de la ciudadela era de la mayor importancia para ambos beligerantes. Por ello, los romanos realizaron denodados esfuerzos para defenderla. Enviaron al pretor P. Cornelio con unos cuantos barcos cargados de maíz para el abastecimiento de la guarnición, y Cornelio, burlando la vigilancia de la escuadra de bloqueo, consiguió llegar a su destino. De este modo, la esperanza de Aníbal de reducir la fortaleza por medio de la hambruna fue aplazada, y los tarentinos no pudieron hacer más que vigilar a la guarnición romana y mantenerla a raya.

El ejemplo de Tarento fue pronto seguido por Metaponto -de la que se había retirado la guarnición romana- por Turia -en venganza por los rehenes asesinados- y por Heraclea. Así, los romanos perdieron por su propia culpa estas ciudades griegas, que les habían permanecido fieles durante tantos años después de la batalla de Cannae. Las únicas ciudades que destacaban frente a Cartago eran Rhegium y Elea (Telia), con Posidonia o Peestum -que en el 263 se había convertido en una colonia romana- y Neapolis en Campania. Aníbal tenía motivos para estar satisfecho con los primeros resultados de la campaña del 212. Dejando una pequeña guarnición en Tarento, se dirigió ahora hacia el norte.

Habían pasado tres años desde que Capua se había pasado a los cartagineses. Roma había conseguido evitar que las otras grandes ciudades de Campania siguieran su ejemplo. Nola, Neápolis, Cumas, Puteoli habían permanecido fieles y estaban a salvo; Casilinum había sido retomada; y Capua estaba cercada por todos lados, en parte por estas ciudades, en parte por campamentos romanos fortificados. Se acercaba el momento de intentar retomar Capua. Este era ahora el principal objetivo de los romanos en Italia, y la deserción de las ciudades griegas, lejos de inducirles a abandonar este plan, contribuyó más bien a confirmarles en él. Si Capua podía ser reconquistada y castigada severamente, podrían esperar poner fin a todos los intentos de revuelta posteriores por parte de sus aliados, y habrían destruido el prestigio de Aníbal y la confianza que los italianos podrían verse tentados a depositar en el poder y la protección de Cartago.

Desde su deserción, los capuanos habían tenido pocos motivos para aprobar el audaz paso que habían dado y para alegrarse de los resultados. Si en algún momento habían albergado realmente la esperanza de obtener el dominio sobre Italia en lugar de Roma, pronto se vieron desengañados de tan vana idea. No habían sido capaces ni siquiera de someter a las ciudades de Campania, ni de inducirlas a entrar en la alianza de Cartago, y como, a consecuencia de su propia deserción, Campania se había convertido en el principal escenario de la guerra, se vieron expuestos a los incesantes ataques de los romanos. Cada vez que Aníbal salía de Campania, los ejércitos romanos se acercaban a la ciudad por todos lados, volviendo inmediatamente a sus fuertes posiciones en cuanto Aníbal se acercaba. Una guerra como ésta, a la vez que agotaba los recursos del país, e interfería en la labranza regular de la tierra y en las relaciones comerciales con sus vecinos, no podía dejar de reducir pronto a la angustia a una ciudad cuya riqueza consistía principalmente en el producto de su fructífera tierra. La gente empezó a arrepentirse del paso que había dado. Siempre había habido un partido romano en Capua. Con la continua presión de la guerra, que este partido se había esforzado en evitar, la división entre los ciudadanos de Capua se hizo más amplia cada día. Ya en el año 213 se habla de un cuerpo de ciento doce jinetes capuanos que desertaron a los romanos con todas sus armas y pertrechos. Además, los trescientos jinetes que habían estado sirviendo en Sicilia en el momento de la revuelta de su ciudad natal, y que eran considerados como rehenes, abjuraron de su lealtad al gobierno revolucionario de Capua, y fueron admitidos como ciudadanos romanos al pleno derecho. Aunque la guarnición cartaginesa no resultara molesta y onerosa para el pueblo de Capua, era natural que se produjera entre ellos una revulsión de sentimientos.

A principios del año 212 los capuanos percibieron que los romanos estaban a punto de tender la red a su alrededor. Como la populosa ciudad no estaba abastecida de provisiones para resistir un largo asedio, enviaron a toda prisa a Aníbal, que en ese momento se encontraba en la vecindad de Tarento, y le conjuraron para que acudiera en su ayuda. A decir verdad, la tarea de Aníbal no era fácil. Estando estacionado en un extremo del país hostil, y totalmente ocupado en la empresa contra una ciudad fuerte e importante; teniendo que dedicar su constante atención a la alimentación y el reclutamiento de su ejército; llamado a defender a un número de aliados, más molestos que útiles para él; obligado, además, a inspeccionar y dirigir toda la guerra en Italia; España, y Sicilia, a aconsejar al gobierno de casa, a instar a las tardías resoluciones de su aliado el rey de Macedonia- se le exigía ahora que proveyera el avituallamiento de Capua. Los suministros con los que esto podía efectuarse no podía enviarlos desde África, y dirigirlos por un camino seguro y fácil a la ciudad amenazada. Tuvieron que ser recogidos en Italia por la violencia, o por los buenos servicios de aliados agotados; y, una vez recogidos, tuvieron que ser transportados por tierra, por caminos malos y difíciles, pasando por ejércitos y fortalezas hostiles.

A pesar de todas estas dificultades, si Aníbal hubiera podido emprender personalmente esta tarea, habría tenido éxito sin ninguna duda, pues allí donde aparecía, los romanos retrocedían a sus escondites. Pero no pudo abandonar Tarento, por lo que confió el avituallamiento de Capua a Hanno, que mandaba en Bruttium. Hanno también era un general capaz. Recogió los suministros en las cercanías de Beneventum, y si los capuanos le hubiesen igualado en energía y prontitud, y hubiesen proporcionado medios de transporte en cantidad suficiente y en el momento oportuno, el duro problema se habría resuelto antes de que cualquier fuerza romana hubiese tenido tiempo de interferir. Pero, debido a la negligencia de los capuanos, se produjo un retraso. Los colonos romanos de Beneventum informaron al cónsul Q. Fulvio Flaco, en Bovianum, de que se estaban reuniendo grandes suministros cerca de su ciudad. Fulvio se apresuró a llegar al lugar y, durante la ausencia temporal de Hanno, atacó el campamento, lleno y cargado con 2.000 carros, un inmenso tren de ganado y un gran número de conductores y otros no combatientes. Todo el convoy fue tomado. No se nos informa si Aníbal logró después reparar esta pérdida y enviar los suministros necesarios a Capua. Pero esto parece muy probable, ya que de otro modo no se podría explicar la larga duración del asedio. Además, el propio Aníbal apareció poco después en Campania y entró en Capua, por lo que si trajo un nuevo suministro de provisiones, los romanos no pudieron, en cualquier caso, interceptarlo por segunda vez. Había enviado un cuerpo de 2.000 caballos por adelantado, que cayeron sobre los romanos y los desbarataron con grandes pérdidas mientras se dedicaban a asolar, según su costumbre, los alrededores de Capua. Cuando Aníbal se presentó y ofreció batalla, los dos cónsules, Fulvio Flaco y Apio Claudio, en lugar de proceder al asedio de Capua, se retiraron apresuradamente, el uno a Cumas, el otro a Lucania. Esta vez Capua fue entregada, y Aníbal quedó libre para volverse hacia el sur una vez más.

Desde la campaña del 215 a.C., Tiberio Sempronio Graco había mandado en Lucania con su ejército de esclavos liberados, y había tenido en general éxito. Una parte de los lucanos había permanecido fiel a Roma. Estos y las legiones de esclavos llevaron a cabo una especie de guerra civil contra los lucanos sublevados. El general romano estaba ahora condenado a experimentar la infidelidad del carácter nacional lucano, de la que había sido víctima el rey Alejandro de Epiro. Fue arrastrado a una emboscada por un lucano del partido romano, y abatido. Su ejército se disolvió a su muerte. Los esclavos, liberados por él, no se consideraron obligados a obedecer a ningún otro líder, y se dispersaron inmediatamente. Sólo quedó la caballería, bajo el cuestor Cn. Cornelio. Sin embargo, parece que algunos esclavos fueron recogidos de nuevo por el centurión M. Centenio, a quien el Senado había enviado a Lucania con 8.000 hombres, con el fin de llevar a cabo una guerra de rapiña contra los lucanos sublevados, como Pomponio había hecho en Bruttium. Este Centenio casi había doblado su ejército recogiendo voluntarios, cuando, por desgracia para él, se encontró con Aníbal, y fue tan derrotado en esta desigual contienda que apenas un millar de sus hombres escaparon.

Tras esta fácil victoria, Aníbal se apresuró a entrar en Apulia, donde el pretor Cneo Fulvio, hermano del cónsul, comandaba dos legiones. En Herdonea Fulvio se aventuró, o se vio obligado, a ofrecer batalla al temido púnico, y pagó su temeridad con la pérdida de su ejército y su campamento. Livio informa de que no escaparon más de 2.000 hombres de 18.000. Fue una victoria que se asemejó a los días de la Trebia, el Trasimeno y el Aufidio, y Roma volvió a presenciar escenas de consternación y terror como las que habían seguido a esos grandes desastres nacionales.

Así, en el transcurso del año 212, Aníbal se había hecho de nuevo terrible para los romanos, de una manera que difícilmente podía esperarse después de su comparativa inactividad durante los últimos tres años. Había tomado Tarento, destruido dos ejércitos romanos y dispersado un tercero. Apulia y Lucania quedaron libres de tropas romanas; las ciudades griegas al sur de Nápoles, con la excepción de Rhegium y Velia, estaban en poder de los cartagineses. El peso de estos desastres se vio incrementado por la derrota y muerte de los dos Escipiones en España, y la pérdida de todo el territorio y las ventajas que se habían ganado en cinco campañas. En Sicilia la guerra continuó, incluso después de la caída de Siracusa; y los cartagineses, o sus aliados, estaban en posesión de una gran parte de la isla. Roma estaba casi agotada y, sin embargo, las exigencias al pueblo seguían aumentando año tras año. Al gobierno le resultaba cada vez más difícil reunir dinero para el tesoro público y hombres para las legiones. Tampoco fueron los recursos materiales los únicos que empezaron a fallar. Ya muchos miles de ciudadanos en edad militar habían evadido el servicio, y se hizo necesario proceder contra ellos con la mayor severidad y presionarlos para que entraran en las legiones. La villanía de los proveedores del ejército expuso a las tropas a la carencia y a las privaciones. Una esperanza tras otra parecía desvanecerse; todos los recursos parecían fracasar al fin; y no había aparecido todavía ni un solo gran hombre al que la república en lucha pudiera oponerse como digno antagonista de Aníbal. Los generales romanos no se elevaban por encima de la mediocridad y ninguno de ellos había sido inspirado por el genio para aventurarse más allá de los caminos trillados de la rutina.

Sin embargo, el pueblo romano no desesperó. Continuaron la lucha sin pensar en ceder, en la reconciliación o en la paz. Todo sentimiento fue reprimido por el pueblo, lo que no fue una chispa para la perseverancia y que no intensificó el poder de la resistencia. Todos los placeres de la vida, y todas las posesiones, a las que los corazones romanos se aferraban tan tenazmente, fueron sacrificados alegremente por el bien público. Los lazos de la familia, de la amistad y de los círculos sociales se rompieron ante la llamada del deber. Todos los pensamientos, deseos y acciones de la nación tendían a un fin común: el derrocamiento del enemigo nacional; y fue esta unanimidad, esta perseverancia, la que aseguró el triunfo final.

Tan pronto como Aníbal abandonó Campania y marchó hacia el sur, los ejércitos romanos volvieron a su antigua posición ante Capua. Los dos cónsules, Apio Claudio Pulcher y Q. Fulvio Flaco, cada uno con dos legiones, y el pretor C. Claudio Nerón, con una fuerza igual, avanzaron desde tres puntos diferentes hacia la ciudad condenada, y comenzaron a rodearla con una doble línea de circunvalación, consistente cada una en un foso y un montículo continuos. El círculo interior y más pequeño tenía por objeto mantener a los asediados dentro de sus murallas; la línea exterior era una defensa contra cualquier ejército que pudiera acudir en auxilio de la ciudad. En el espacio entre los dos círculos concéntricos se levantaron campamentos para un ejército de 60.000 hombres. Los romanos no tenían la intención de tomar la ciudad por asalto. Confiaban en los efectos lentos pero seguros del hambre, que, a pesar de cualquier cantidad de provisiones recogidas, no podía dejar de hacerse sentir pronto en una ciudad populosa completamente aislada del exterior. Las necesidades del ejército asediado fueron ampliamente provistas. El principal almacén se estableció en la importante ciudad de Casilinum, en el Volturno. En la desembocadura de este río se erigió un fuerte, y a este lugar, así como a la ciudad vecina de Puteoli, se enviaron provisiones por mar desde Etruria y Cerdeña, para ser enviadas por el Volturno a Casilinum. Las diversas ciudades de Campania en posesión de los romanos sirvieron de puestos avanzados y defensas al ejército sitiador, mientras que la comunicación con Roma estaba abierta tanto por la vía Appia como por la vía latina.

Durante un tiempo, los capuanos se esforzaron por interrumpir la labor de circunvalación mediante salvas desesperadas. El estrecho espacio de unos pocos miles de pasos entre las murallas de la ciudad y las líneas romanas se convirtió en el teatro de numerosos combates, en los que, sobre todo, la excelente caballería capuana mantuvo su reputación. Pero el cerco en torno a la ciudad se hacía cada día más firme, y los sitiados empezaron a mirar ansiosamente hacia las alturas de la colina de Tifata, donde Aníbal había acampado repetidamente y desde donde se había abalanzado sobre los romanos para dispersarlos en todas direcciones. Pero Aníbal no vino. Tras la destrucción del ejército de M. Centenio en Lucania, y de Cn. Fulvio en Apulia, había marchado rápidamente sobre Tarento con la esperanza de sorprender a la ciudadela, y, frustrado en esta empresa, se había dirigido, con la misma esperanza, a Brindisi. Aquí también encontró a la guarnición romana advertida y preparada, y ahora condujo a sus sobrecargadas tropas a los cuarteles de invierno. A los capuanos les mandó decir que no perdieran el valor, prometiendo que acudiría a su rescate en la época adecuada, y pondría fin al asedio como ya había hecho una vez.

Pero esta vez el peligro era más grave, y los romanos se sentían seguros del éxito final. Las líneas de circunvalación se trazaron casi alrededor de Capua. Antes de que estuvieran completas, el senado romano hizo una última oferta a los asediados, prometiendo la libertad personal y la conservación de todos sus bienes a aquellos que abandonaran la ciudad antes de los idus de marzo (en esa época, a mediados del invierno). Los capuanos rechazaron despectivamente esta oferta. Confiaban en la ayuda que Aníbal había prometido; su fuerza era suficiente para resistir cualquier ataque y la ciudad estaba aparentemente bien abastecida de provisiones. Había, por supuesto, amigos de la paz y amigos de los romanos en Capua, pero podemos comprender fácilmente que difícilmente podrían aventurarse, en las circunstancias actuales, a dar a conocer sus deseos, y así incurrir en la sospecha de cobardía o traición. El gobierno estaba en manos del partido democrático, hostil a Roma, y era apoyado en su política de inquebrantable resistencia por la guarnición cartaginesa. Un hombre de baja cuna, llamado Seppius Loesius, desempeñaba el cargo principal de Meddix Tuticus, y es probable que la condición de Capua fuera muy parecida a la de Siracusa durante el asedio romano. Los hombres en posesión del gobierno estaban demasiado comprometidos como para esperar la seguridad de cualquier reconciliación con Roma; se habían jugado la vida en la gran partida, y estaban decididos a perseverar hasta el final.

Mientras tanto, los cónsules del año 211, Cn. Fulvio Centumalo y P. Sulpicio Galba, habían entrado en funciones. Al parecer, eran hombres de poca consideración, y los cónsules del año anterior quedaron como procónsules al mando del ejército ante Capua, con instrucciones de no retirarse del asedio hasta haber tomado el lugar. Después de la caída de Siracusa, los romanos consideraban con razón la reducción de Capua como el objetivo más importante a alcanzar en Italia. El periodo en el que Capua caería podía calcularse con una precisión tolerable. Estaba determinado por la cantidad de provisiones que los asediados habían tenido tiempo de acumular antes de quedar totalmente aislados de los suministros externos. Sin embargo, quedaba una esperanza. Un ágil númida consiguió abrirse paso a través de las dos líneas romanas e informar a Aníbal del grave peligro en que se encontraba ahora la ciudad. Aníbal partió inmediatamente desde el extremo sur, con un cuerpo de tropas ligeras y treinta y tres elefantes, y avanzó a marchas forzadas hacia Campania. Tras asaltar en Galacia uno de los puestos exteriores que los romanos habían levantado alrededor de Capua, acampó tras la cresta del monte Tifata y dirigió inmediatamente un enérgico ataque contra las líneas romanas exteriores, mientras que simultáneamente los capuanos hacían una salida e intentaban forzar la circunvalación interior. Una cohorte española ya había escalado el montículo, habían matado algunos elefantes, sus cuerpos llenaron el foso y formaron un puente sobre él, otros habían penetrado en uno de los campamentos romanos y habían sembrado el terror y la confusión. Pero las fuerzas romanas eran tan numerosas que pudieron mantener su terreno y rechazar al enemigo por ambos lados. Aníbal se vio obligado a renunciar al plan de levantar el bloqueo de Capua mediante un ataque directo a las líneas romanas. Enseguida cambió su plan. Mientras los romanos se preparaban para afrontar un segundo ataque, abandonó su campamento al anochecer, informó a los capuanos de su intención, les animó a perseverar y se puso en marcha hacia Roma.

Ningún acontecimiento en todas las guerras desde la conflagración gala produjo una impresión más profunda en las excitables masas de la capital que la aparición del temido cartaginés ante sus muros. Las derrotas más desastrosas y las victorias más gloriosas a distancia de Roma no podían obrar sobre el miedo y la esperanza de una manera tan directa y poderosa como la visión de un campamento hostil ante sus ojos. Las terribles palabras "¡Aníbal a las puertas!" nunca se desvanecieron de la memoria de los romanos; y el miedo y la angustia con que estas palabras se barruntaron por primera vez aumentaron la satisfacción que se sintió cuando, por la firmeza del senado y del pueblo romano, se superó el peligro. Por esta razón, la imaginación de los narradores fue especialmente fértil a la hora de adornar la historia de la marcha de Aníbal hacia Roma de forma halagadora para el orgullo nacional. Surgieron una serie de relatos, algunos totalmente ficticios, otros sugeridos por errores : y en consecuencia nos resulta imposible armonizar en una narración coherente las declaraciones de los dos testigos principales, Polibio y Livio, que difieren en algunos puntos esenciales. Nos vemos obligados a hacer una selección; y como parece que el informe de Livio, aunque no está libre de errores, está, en conjunto, más en armonía con el curso general de los acontecimientos que el de Polibio, le damos la preferencia en esta ocasión.

Durante cinco días Aníbal había permanecido ante Capua, intentando en vano levantar el asedio. En la noche siguiente al quinto día cruzó el Volturno en barcas, y marchó más allá de la colonia romana de Cales por Teanum en la vía latina hacia el valle del Liris, en dirección a Interamna y Fregellae. Todas estas ciudades estaban en manos de guarniciones romanas, y Aníbal no podía pensar en asediarlas. Sin embargo, se sentía tan seguro en medio de las fortalezas hostiles, con un ejército de 60.000 hombres en su retaguardia y la propia Roma ante él, que saqueó tranquilamente los distritos por los que avanzó, se detuvo un día entero cerca de Teanum, permaneció dos días en Casilinum y luego en Fregellae, y así dio tiempo al ejército romano antes de Capua para que lo alcanzara o lo precediera hasta Roma por el camino directo. Probablemente hubiera preferido la primera alternativa, ya que buscaba por encima de todo provocar una batalla, y fue por esta razón que devastó el país sin piedad. Pero los romanos se adhirieron firmemente a su plan de evitar una batalla, y le permitieron avanzar sin ser molestado. Desde Fregellae, Aníbal marchó más al norte, a través del país de los hernicos, por Frusino, Ferentinum y Anagnia, y entre Tibur y Tusculum alcanzó el río Anio, que cruzó para acampar a la vista de Roma y anunciar su llegada mediante la conflagración de las granjas y aldeas de los alrededores.

El terror y la consternación le habían precedido. Los fugitivos, que habían escapado a duras penas de los veloces jinetes númidas, y se habían abalanzado sobre Roma en grandes multitudes para encontrar refugio para ellos, sus propiedades y su ganado, difundieron desgarradores informes sobre las crueldades cometidas por los salvajes púnicos. El rico y bien cultivado país en torno a Roma, que desde los días del rey Pirro no había visto ningún enemigo, era ahora presa de la guerra. Había llegado por fin, este temido Aníbal, ante cuya espada los hijos de Roma habían caído rápida y densamente como las espigas ante la guadaña del segador. El irresistible conquistador, al que ningún general romano se aventuraba a enfrentar, que muy poco antes había aniquilado a dos ejércitos romanos, había llegado ahora para llevar a cabo su obra, para arrasar la ciudad de Roma, asesinar a los hombres y llevarse a las mujeres y a los niños como esclavos más allá del mar. La ciudad se llenó de un tumulto y una confusión incontrolables. Al ver que una tropa de desertores númidas bajaba del Aventino, la gente, demencialmente asustada, pensó que el enemigo ya estaba en la ciudad. Enloquecidos por la desesperación, no pensaron en otra cosa que en la huida, y se habrían precipitado por las puertas si el temor a encontrarse con la caballería hostil no los hubiera retenido. Las mujeres llenaron todos los santuarios, derramaron sus oraciones y lamentos, y de rodillas barrieron el suelo con sus cabellos revueltos.

Sin embargo, Roma no estaba desprevenida. La intención de Aníbal de marchar sobre Roma había sido dada a conocer por los desertores incluso antes de que partiera de Capua, e incluso sin esa información indirecta o casual su marcha no podía permanecer mucho tiempo en secreto. Cuando llegó la noticia, el primer pensamiento del senado fue, como había anticipado Aníbal, retirar inmediatamente todo el ejército de Capua para proteger la capital. Pero por consejo del prudente T. Valerio Flaco, se resolvió ordenar que sólo una parte de las legiones al mando de Fulvio se dirigiera a Roma, y continuar el bloqueo de Capua con el resto. Por lo tanto, Fulvio se separó con sólo 16.000 hombres y se apresuró a llegar a Roma por la vía Apia, armándose simultáneamente con Aníbal o muy poco después de él. Como procónsul no podía tener un mando militar en la ciudad de Roma. Por ello, un decreto del senado le confirió un mando igual al de los cónsules del año y dispuso la defensa de la ciudad. El senado permaneció reunido en el Foro; todos aquellos que en años anteriores desempeñaron mal el cargo de dictador, cónsul o censor fueron investidos con el imperium mientras durara la presente crisis. Una guarnición, bajo el mando del pretor C. Calpurnio, ocupó el Capitolio, y los cónsules acamparon fuera de la ciudad hacia el noreste, entre las puertas del Colline y del Esquilino. Las dos legiones recién levantadas, que se encontraban en Borne, unidas al ejército del procónsul, eran lo suficientemente fuertes como para desbaratar cualquier intento de Aníbal de tomar la ciudad por asalto. En consecuencia, Aníbal nunca se aventuró a realizar un ataque. Se acercó a la ciudad con unos pocos miles de númidas, y cabalgó tranquilamente a lo largo de las murallas, observado con avidez, pero sin ser molestado por la guarnición atónita. Era una procesión triunfal, y es posible que Aníbal sintiera un legítimo orgullo al pensar que había humillado tanto a sus enemigos. Pero cuando reflexionó que Roma, aunque humillada, seguía sin ser conquistada, debió de reprimirse toda exultación prematura, mientras su mirada se fijaba ansiosamente en el oscuro futuro. Hasta ahora había realizado sus propios deseos y los de su país. Con la devastación de Italia y la sangre de sus hijos, Roma expió mal el agravio que le había hecho a Cartago; pero el espíritu del pueblo romano era insumiso, y soportó incluso esta severa prueba sin desesperar ni dudar del éxito final.

No se libró ninguna batalla ante Roma, ya que los romanos no aceptaron el desafío de Aníbal. No podía ser desconocido para Aníbal que una parte al menos del ejército de bloqueo de Capua se había retirado, y que ahora se le oponía. Quizás esperaba que su plan hubiera tenido éxito. Si conseguía sacar a los romanos de su posición fortificada bajo las murallas de Roma, y vencerlos, y luego regresar a Capua, era posible que los capuanos, si aún no habían roto las líneas romanas, repitieran ahora, junto con su ejército, un ataque combinado contra las fuerzas romanas que quedaban para continuar el bloqueo, y no era probable que esta vez tal ataque fracasara. Por lo tanto, en pocos días abandonó la vecindad inmediata de Roma, marchando en dirección noreste hacia el país de los sabinos, luego hacia el sureste a través de la tierra de los marsianos y pelignianos, para regresar a Campania por una ruta tortuosa. Marcó su camino con llamas y devastación. Los cónsules romanos, como había previsto, le siguieron, intentando en vano proteger la tierra de sus más fieles aliados. Tras una marcha de cinco días, Aníbal fue informado de que los romanos no habían abandonado el bloqueo de Capua, y que sólo una parte de su ejército había salido de Campania. De repente, se volvió contra los romanos que le perseguían, los atacó por la noche, asaltó su campamento y los derrotó por completo. Sin embargo, su plan se frustró. Descubrió, al igual que Pirro, que estaba luchando con la Hidra; las líneas romanas alrededor de Capua estaban suficientemente defendidas; y viendo que no había perspectivas de éxito si intentaba asaltarlas, se apartó y abandonó Capua a su suerte. A marchas forzadas se apresuró a atravesar el sur de Italia y apareció inesperadamente ante Rhegium. Pero fue frustrado en el intento de sorprender a esta ciudad, y el único resultado obtenido fue un abundante botín y prisioneros, que recompensaron a sus soldados por las inusuales fatigas que habían sufrido.

El destino de Capua estaba ahora sellado. Los asediados hicieron un intento más de llamar a Aníbal para que los rescatara; pero el númida que se había comprometido a entregar el peligroso mensaje fue descubierto en el campamento romano y expulsado a la ciudad con las manos cortadas. Los líderes de la revuelta preveían ahora lo que les esperaba. Después de que el senado capuano hubiera resuelto formalmente la rendición de la ciudad, una treintena de los senadores más nobles se reunieron en la casa de Vibius Virrius para un último banquete solemne, y se despidieron unos de otros, decididos a no sobrevivir a la ruina de su país. Todos tragaron veneno y se acostaron para morir. Cuando las puertas se abrieron de par en par para admitir al ejército victorioso, quedaron fuera del alcance de la venganza romana. Los demás senadores de Capua confiaron en la generosidad de Roma. Es probable que todos los que eran conscientes de la culpa hubieran buscado la muerte, y que los supervivientes no estuvieran directamente implicados en la defección de Capua. En todas las revoluciones de este tipo hay una gran diferencia entre los líderes y los seguidores. Sin duda, muchos de estos últimos no tuvieron más remedio que nadar con la corriente, y entre ellos debía haber muchos padres o parientes de los jóvenes caballeros capuanos que, o bien no habían tomado parte alguna en la revuelta, o bien se habían pasado a los romanos en el curso de la guerra. Tales hombres estaban justificados en la esperanza de misericordia. Pero Q. Fulvio tenía sed de sangre, y la política romana exigía un ejemplo terrible. Por tanto, los senadores capuanos fueron enviados encadenados en parte a Cales y en parte a Teanum. En el transcurso de la noche, Fulvio se separó con un destacamento de caballería y llegó a Teanum antes del amanecer. Hizo que veintiocho prisioneros fueran azotados y decapitados ante sus ojos. Sin demora, se apresuró a ir a Cales y ordenó que se diera muerte a otros veinticinco. La espantosa rapidez con la que llevó a cabo el trabajo del verdugo, sin ni siquiera la sombra de la discriminación o el juicio, demuestra que su corazón estaba en ello. Se dice que, antes de que terminara, recibió una carta sellada de Roma, que contenía una orden del senado para posponer el castigo de los culpables y permitir que el senado pronunciara su sentencia. Adivinando el contenido de la carta, Fulvio la dejó sin abrir hasta que todas sus víctimas estuvieron muertas. Si este informe es cierto, y si el senado romano tenía realmente la intención de actuar con clemencia, todavía tenía una amplia oportunidad, incluso después de la acalorada prisa con la que Fulvio había saciado su sed de venganza. Pero como el senado romano, lejos de mostrar un espíritu de clemencia, siguió tratando a la postrada Capua con exquisita dureza y crueldad, nos parece difícil dar crédito al informe.

Que Flaccus había llevado a cabo la intención del gobierno romano queda claro por el tratamiento de las dos pequeñas ciudades de Campania, Atella y Calatia, que se habían rebelado, y que ahora fueron reducidas al mismo tiempo que Capua. Los principales hombres de estos dos lugares fueron condenados a muerte. Trescientos de los principales ciudadanos de Capua, Galacia y Atella fueron arrastrados a Roma, arrojados a la cárcel y dejados morir de hambre; otros fueron distribuidos como prisioneros por las ciudades latinas, donde todos perecieron de forma similar. El resto de los culpables, es decir, aquellos que habían portado ellos mismos las armas contra Roma, o cuyos parientes lo habían hecho, o que habían desempeñado algún cargo público desde el estallido de la revuelta, fueron vendidos como esclavos, con sus esposas e hijos. Los que no eran culpables, es decir, los que en el momento de la revuelta no habían estado en Campania, o que se habían pasado a los romanos, o que no habían tomado parte activa en la insurrección, sólo perdieron sus tierras y parte de sus bienes muebles, pero quedaron en el disfrute de la libertad personal, y recibieron permiso para establecerse dentro de ciertos límites fuera de Campania. Las ciudades de Capua, Atella y Calatia, y todo el distrito que les pertenecía, pasaron a ser propiedad del pueblo romano. Se retiró el derecho de autogobierno municipal y se confió a un prefecto, enviado anualmente desde Roma, la administración del distrito, que, en lugar de una comunidad libre, contenía a partir de entonces sólo una población abigarrada de obreros, agricultores de la tierra pública y de la renta, comerciantes y otros aventureros, una población desprovista de todas esas asociaciones sagradas y sentimientos de apego al suelo que para los pueblos de la antigüedad eran la base del patriotismo y de todas las virtudes cívicas. La floreciente ciudad de Capua, antaño rival de Roma, fue borrada de la lista de ciudades italianas, y en lo sucesivo el pueblo romano la dejó "como a un inquilinato o a una granja de pellets". No podemos esperar, por supuesto, encontrar entre los hombres que lucharon contra Aníbal ese espíritu caballeresco y esa generosidad que en general caracterizan la guerra moderna. Hasta qué punto actuaron con el espíritu de sus contemporáneos podemos juzgarlo más claramente por la forma en que el tierno y humano Livio, dos siglos después, habló de sus procedimientos. Los califica de loables en todos los aspectos. "Con severidad y rapidez", dice, "se castigó a los más culpables; se dispersó a las clases más bajas del pueblo sin esperanza de retorno; se preservaron del fuego y la destrucción los edificios y las murallas inocentes; y, con la preservación de la ciudad más hermosa de Campania, se salvaron los sentimientos de los pueblos vecinos, al tiempo que se consultaron los intereses del pueblo romano".

La decisión final del destino de Capua, que hemos relatado aquí, no se produjo inmediatamente después del castigo quemado de los principales culpables. Se pospuso al año siguiente, y por una decisión de la asamblea popular encomendada al senado. Mientras tanto, Capua fue ocupada por una guarnición romana y estrictamente vigilada. No se permitía a nadie salir de la ciudad sin permiso. Sin embargo, había algunos campanos en Roma; tal vez los trescientos que en el momento de la revuelta estaban sirviendo como jinetes con las legiones romanas en Sicilia y que, como recompensa por su fidelidad, habían sido recibidos como ciudadanos romanos. Estos desafortunados hombres también estaban ahora condenados a experimentar el destino adverso que parecía inexorablemente empeñado en destruir al pueblo de Capua. Ocurrió que se produjo una conflagración en Roma, que se prolongó durante toda una noche y un día, y que destruyó una serie de tiendas y otros edificios -entre ellos el antiguo palacio de Numa, la residencia oficial del sumo pontífice- y que incluso amenazó el templo contiguo de Vesta. El estilo de construcción que prevalecía entonces en Roma, las estrechas calles y la ausencia de policía de incendios y de máquinas, hicieron que tal calamidad no fuera motivo de sorpresa. Pero el peligro inminente que había amenazado a uno de los principales santuarios de Roma -un santuario de cuya conservación dependía la seguridad de la ciudad- sembró la consternación general, y sugirió la idea de que el incendio no era accidental, sino causado por algún enemigo acérrimo de la mancomunidad. Por orden del senado, el cónsul emitió en consecuencia una proclama, prometiendo una recompensa pública a quien señalara a los hombres culpables del supuesto crimen. Mediante esta proclama se ofrecía una prima a cualquier villano que lograra urdir la historia de un complot lo suficientemente plausible como para ser creído por el excitado populacho. Pronto se encontró un delator. Un esclavo de unos jóvenes campanos, hijos de Pacuvio Calavio, declaró que sus amos y otros cinco jóvenes capuchinos, cuyos padres habían sido ejecutados por Q. Fulvio, habían conspirado, por venganza, para incendiar Roma. Los desafortunados jóvenes fueron apresados. Sus esclavos fueron torturados para que confesaran que habían provocado el incendio por orden de sus amos. Esta confesión bajo tortura, la eterna desgracia del procedimiento del derecho romano, estableció la culpabilidad de los capuanos a satisfacción de sus jueces, y los hombres fueron todos ejecutados, mientras que el delator recibió su libertad como recompensa.

No es absolutamente necesario suponer que esta repugnante sentencia de muerte estuviera inspirada por el odio a los capuanos conquistados. Los romanos, en su salvaje ignorancia, se ensañaban no menos ferozmente contra ellos mismos, y habían dado una prueba de ello ya en el año 331 a.C., con la ejecución de ciento setenta matronas inocentes. Pero el odio imperante hacia Capua hizo que la historia del desdichado delator se recibiera con pronta credulidad, al igual que la nación inglesa, embriagada de terror en la época del complot papista, se tragaba con avidez cualquier mentira que villanos como Oates y Dangerfield se complacieran en urdir. La cruel sentencia pronunciada sobre los jóvenes capuchinos en Roma fue una digna introducción a los decretos del senado, que borraron para siempre al antiguo rival. Era una consecuencia de la constitución municipal de la república que Roma no podía soportar otra gran ciudad además de ella. Esta fue la razón por la que, incluso en el periodo legendario, Alba Longa fue aplastada, y en un periodo posterior Veii fue condenada a la destrucción. Ahora le tocó a Capua hundirse en el polvo; y no transcurrió mucho tiempo antes de que le siguiera esa otra ciudad rival que ahora luchaba desesperadamente con Roma, bajo la plena convicción de que debía vencer o perecer. Allí donde los ejércitos republicanos plantaban su pie de hierro, acababan con la vida de todas las ciudades que podían entrar en competencia con Roma. No fue antes de que la propia Roma hubiera inclinado su orgullosa cabeza bajo un amo imperial cuando la prosperidad municipal volvió a los grandes centros de arte, aprendizaje y comercio de los países sometidos.

 

Quinto período de la guerra de Aníbal.

211-207 A.C

DESDE LA CAÍDA DE CAPUA HASTA LA BATALLA EN EL METAURO

 

La reconquista de Capua marca el punto de inflexión en la segunda guerra púnica. Desde el momento en que Aníbal había cruzado los Alpes hasta la batalla de Cannae, las olas destructivas que habían inundado Italia se habían elevado cada vez más, habían derribado un obstáculo tras otro y habían amenazado con engullir todo el entramado del dominio romano. Después del día de Cannae, las aguas se extendieron a lo largo y ancho de Italia, pero no subieron más alto. La mayoría de los aliados romanos, y éstos los más valiosos, resistieron el impulso de revuelta que llevó a los capusanos a su propia destrucción. Las colonias y la propia Roma se mantuvieron firmes; y ahora, por fin, tras siete años de lucha, se produjo un decidido giro de la marea. Roma había pasado lo peor; su seguridad estaba asegurada, e incluso su dominio sobre Italia parecía no estar ya expuesto a ningún peligro serio. En adelante podía continuar la guerra con plena confianza en un triunfo final.

El primer fruto de la victoria en Campania fue la restauración de la superioridad romana en España, que se había perdido por los reveses y la muerte de los dos Escipiones. España se consideraba, con razón, una fortaleza periférica de Cartago, de la que podía esperarse en cualquier momento un segundo ataque a Italia. Impedir tal ataque había sido hasta ahora el principal objetivo de los generales romanos en España. En el sombrío período posterior a la batalla de Cannae, los dos Escipiones habían logrado cumplir esta tarea con la victoria sobre Asdrúbal en Iberia; y quizá no sea exagerado decir que con ella habían salvado a Roma de la destrucción. Cuando los cartagineses se habían recuperado de su derrota en Ibera, y habían terminado victoriosamente la guerra con los númidas en África, habían reanudado la guerra en España con nuevos bríos, y la consecuencia fue la destrucción casi total de los ejércitos romanos en España. Fue, para Roma, una coincidencia muy afortunada que en esta época crítica una parte de las fuerzas que habían asediado Capua quedaran disponibles para otros fines. C. Claudio Nerón fue convocado en consecuencia desde Campania, y en el transcurso del mismo verano (211 a.C.) fue enviado, con unas dos legiones, a España, para reunir los restos del ejército escipiónico, e incorporarlos al suyo. Nerón consiguió no sólo defender eficazmente el país entre los Pirineos y el Ebro, sino que se dice que incluso emprendió una expedición hasta las posesiones cartaginesas, y que superó de tal manera a Hasdrúbal que podría haberlo hecho prisionero con todo su ejército si no hubiera sido engañado por el astuto cartaginés. Esta afirmación no parece merecer más crédito que las pretendidas hazañas de Marcio. La situación de los romanos en España, incluso en el año siguiente (210 a.C.), era muy crítica, y se resolvió en Roma enviar allí una fuerza adicional de 11.000 hombres. El mando de este refuerzo fue confiado a Publio Cornelio Escipión, un joven de sólo veintisiete años, que hasta entonces sólo había desempeñado un cargo público, el de edil, y que nunca antes había tenido un mando militar independiente, pero que estaba destinado a ascender repentinamente a la distinción y, finalmente, a triunfar sobre el propio Aníbal.

Publio Cornelio Escipión era hijo de Lucio Cornelio Escipión y sobrino de Publio Cornelio Escipión, los dos hermanos que habían luchado y caído en España. Su aparición en el escenario de la historia está marcada por una serie de acontecimientos sorprendentes y un tanto misteriosos en su carácter, y calculados para desafiar serias dudas. No parece en absoluto que, en cuanto a la atestación externa, la historia de las hazañas de Escipión se sitúe en un nivel superior al de los acontecimientos precedentes. Y, sin embargo, sabemos que Polibio -el investigador de hechos más inteligente, sobrio y concienzudo de la historia de Roma- mantuvo relaciones estrechas e íntimas con la casa de los Escipiones, y que obtuvo su información directamente de C. Laelius, el amigo y socio del propio Escipión. Pero encontramos, tanto en Polibio como en Livio, afirmaciones relativas a Escipión que nos recuerdan la época en que los anales romanos estaban llenos de afirmaciones al azar, errores, exageraciones y ficciones impúdicas. Por tanto, nos vemos obligados a cribar con especial cuidado todos aquellos relatos que se refieren al carácter de Escipión, a sus hazañas militares y a las transacciones políticas en las que participó.

Durante algunas generaciones, la familia de los Escipiones había pertenecido a lo más destacado de la república. Desde la época de las guerras samnitas estaban casi regularmente en posesión de uno u otro de los grandes cargos del Estado. Su orgullo familiar era intenso y ha dejado monumentos duraderos en los epitafios que han llegado hasta nosotros. Es evidente que su influencia entre las familias nobles de Roma era muy considerable. Cneo Escipión Asina, que, en el quinto año de la guerra de Sicilia, había causado, por su falta de juicio, la pérdida de una escuadra romana, y él mismo había sido hecho prisionero de guerra, fue, en el curso de la misma guerra, nombrado de nuevo para un alto cargo. En la guerra de Aníbal, la influencia de esta familia había aumentado tanto que la dirección de la guerra en España fue, año tras año, confiada a los dos hermanos Publio y Cneo Escipión, de forma totalmente contraria a la práctica regular de la república. Los Escipiones dispusieron, en España, de los ejércitos y de los recursos del pueblo romano como si fueran los amos incontrolados, y no los siervos, del estado; y condujeron la administración de la provincia, y las relaciones diplomáticas con las tribus españolas, como les pareció apropiado. Parecía que el senado había confiado la gestión de la guerra española enteramente a la familia de los Escipiones, como en el periodo legendario la guerra con los Veientinos se hizo como una guerra familiar a los Fabii. Su mando sólo se vio interrumpido por su muerte, y ahora fue transferido al hijo de uno de ellos, como si fuera hereditario en la familia. Además, la forma en que se hizo fue extraña en sí misma, y no se había conocido antes. Hombres como Pomponio y Centenio, es cierto, habían recibido en el curso de la guerra el mando de destacamentos de tropas, sin haber desempeñado nunca antes ninguno de los cargos a los que estaba adscrito el "Imperium". Pero las tropas de estos oficiales eran en su totalidad, o en su mayor parte, voluntarias e irregulares, y estaban más empeñadas en saquear y hostigar a los aliados rebeldes de Roma que en combatir a los cartagineses. Por otra parte, el mando supremo de las legiones romanas en España era un asunto de la mayor importancia. El senado no había permitido que el valiente L. Marcio conservara el mando de los restos del ejército español, aunque a él se debía la salvación de cualquier porción del mismo. Tampoco fue la falta de generales capaces, de los que los romanos podían presumir, lo que hizo absolutamente necesario colocar en el puesto de peligro a un joven inexperto, que aún no había dado pruebas de su capacidad. C. Claudio Nerón, que había prestado buenos servicios durante el asedio de Capua, y que después demostró ser un maestro de la estrategia en la campaña contra Asdrúbal, ya había sido enviado a España. No había ninguna razón para no dejarlo allí, y si hubiera habido alguna objeción a él, había otros oficiales probados en abundancia, aptos para tomar el mando. Los panegiristas de Escipión relataron una historia tonta, a saber, que nadie se presentó como voluntario para el peligroso puesto en España, y que Escipión, al declarar audazmente su disposición a asumir el mando, inspiró al pueblo admiración y confianza, y en cierto modo les obligó a darle el nombramiento. La república romana habría estado, en efecto, en una condición deplorable, si la cobardía hubiera frenado incluso a un solo hombre capaz de mandar de dedicar sus servicios al estado en un puesto de peligro. No fue así. El nombramiento de Escipión se debió a la posición e influencia de su familia. Fue una de las irregularidades causadas por la guerra, y transcurrió mucho tiempo antes de que el mando proconsular fuera conferido de nuevo a un hombre que no había sido cónsul anteriormente.

Sin embargo, Escipión era un hombre muy superior a la media de sus contemporáneos, y había en él una grandeza de espíritu que no podía dejar de llamar la atención general. Su carácter no era del todo del tipo romano antiguo. Había en él un elemento que desagradaba a los hombres de la vieja escuela y que, en cambio, le granjeó la admiración y la estima del pueblo. Su porte era orgulloso, sus modales reservados. Desde su juventud su mente estaba abierta a las impresiones poéticas y religiosas. Creía, o pretendía, que estaba inspirado; pero su agudo entendimiento mantuvo este germen de fanatismo dentro de los límites de la utilidad práctica para sus propósitos políticos. Si la piedad que exhibía ostentosamente, sus visiones y comuniones con la deidad, eran el resultado de una convicción honesta, como creían sus contemporáneos, o si eran meras maniobras políticas, como pensaba Polibio, destinadas a engañar al populacho y a servir a sus fines políticos, difícilmente podemos decidirlo con algún grado de certeza, ya que no se conservan discursos o escritos genuinos suyos, que podrían haber revelado la verdadera naturaleza de su mente. Pero, independientemente de lo que pensemos sobre la autenticidad de su entusiasmo, parece poco romano bajo cualquier punto de vista. Su mente imaginativa estaba poderosamente afectada por las creaciones de la poesía griega. No es increíble que él mismo pudiera haber creído en historias como la de su descendencia de un dios. Si lo hizo, estará más alto en nuestra estima que si lo consideramos como un astuto impostor.

En el otoño del año 210, Escipión zarpó del Tíber bajo un convoy de treinta barcos de guerra, con 10.000 pies y 1.000 caballos. El segundo al mando bajo él era el propraetor, M. Junius Silanus; la flota estaba a las órdenes de C. Laelius, amigo íntimo y admirador de Escipión. Como de costumbre, la flota navegó a lo largo de la costa de Etruria, Liguria y la Galia, en lugar de atravesar directamente el mar Tirreno. En Emporiae, un asentamiento comercial de los massilianos, desembarcaron las tropas. Desde allí, Escipión marchó por tierra hasta Tarraco, la principal ciudad de la provincia romana, donde pasó el invierno en preparación para la próxima campaña.

El plan de esta campaña fue realizado por Escipión con el mayor secreto, y fue comunicado sólo a su amigo Laelio. Había recibido información de que los tres ejércitos cartagineses, comandados por Mago y los dos Hasdrúbalos, estaban estacionados a gran distancia unos de otros y de Nueva Cartago. Este importante lugar fue confiado a la insuficiente protección de una guarnición de sólo mil hombres. Se ofrecía así la oportunidad de apoderarse de un golpe audaz de la capital militar de los púnicos en España, cuyo excelente puerto era indispensable para su flota, y donde tenían sus polvorines, arsenal, almacenes, astilleros, su cofre militar y los rehenes de muchas tribus españolas. Los preparativos para esta expedición se hicieron con el mayor secreto. La misma improbabilidad de un ataque había adormecido a los generales cartagineses en una seguridad criminal, y comprometido la seguridad de la ciudad. Si Nueva Cartago era capaz de resistir sólo unos días, o si Asdrúbal, que estaba a una distancia de diez días de marcha, tenía la menor sospecha del plan de Escipión, no tenía ninguna posibilidad de éxito. Era audaz e ingenioso, y es mucho más meritorio para su autor, ya que cabía esperar que el triste destino de su padre y de su tío le hiciera inclinarse más hacia el lado de la precaución y la timidez que hacia el de la empresa audaz.

En los primeros días de la primavera (209 a.C.) Escipión se separó con su ejército terrestre de 25.000 infantes y 2.500 caballos, y marchó desde Tarraco a lo largo de la costa hacia el sur, mientras que Laelio, con una flota de treinta y cinco barcos, se mantenía constantemente a la vista. Al llegar inesperadamente ante Nueva Cartago, la fuerza unida sitió inmediatamente la ciudad por tierra y por mar. Nueva Cartago se encontraba en el extremo norte de una espaciosa bahía, que se abría hacia el sur, y cuya desembocadura estaba protegida por una isla como por un rompeolas natural, de modo que en su interior los barcos podían navegar con total seguridad. Bajo las murallas de la ciudad, en su lado occidental, una estrecha franja de tierra estaba cubierta por aguas poco profundas, una continuación de la bahía; y esta lámina de agua se extendía un poco hacia el norte, dejando sólo una especie de istmo, de anchura insignificante, que conectaba la ciudad con tierra firme y estaba fortificada por altas murallas y torres. Nueva Cartago tenía por tanto una posición casi insular, y estaba muy bien fortificada por la naturaleza y el arte. Pero tenía un lado débil, y éste había sido delatado por los pescadores al general romano. Durante la marea baja, el agua del estanque poco profundo al oeste de la ciudad descendía tanto que era vadeable, y el fondo era firme. Basándose en esta información, Escipión trazó su plan y, con la esperanza de poder alcanzar desde el agua una parte no defendida de la muralla, prometió a sus soldados la cooperación de Neptuno. Pero primero atrajo la atención de la guarnición hacia el lado norte de la ciudad. Comenzó haciendo un doble foso y un montículo desde el mar hasta la bahía, para estar cubierto en la retaguardia contra los ataques del ejército púnico en caso de que el asedio se pospusiera y Hasdrúbal avanzara para aliviar la ciudad. Entonces, habiendo vencido fácilmente a la guarnición, que había hecho un intento temerario de desalojarle, atacó inmediatamente las murallas. Al tener una inmensa superioridad numérica, los romanos podían esperar, relevándose unos a otros, cansar a la guarnición. Intentaron escalar las murallas con escaleras, pero se encontraron con una resistencia tan fuerte que al cabo de unas horas Escipión dio la señal de desistir. Los cartagineses pensaron que el asalto había sido abandonado y esperaban poder descansar de sus esfuerzos. Pero hacia el atardecer, cuando la marea baja se había puesto en marcha, el ataque se renovó con doble violencia. De nuevo los romanos asaltaron las murallas y aplicaron sus escalas en todas partes. Mientras la atención de los asediados se dirigía así al lado norte, que pensaban que estaba en peligro exclusivamente por el segundo ataque, como por el primero, un destacamento de quinientos romanos vadeó las aguas poco profundas del oeste y alcanzó la muralla sin ser percibido. La escalaron rápidamente y abrieron la puerta más cercana desde el interior. Neptuno había conducido a los romanos a la victoria a través de su propio elemento. Nueva Cartago, la llave de España, la base de las operaciones contra Italia, fue tomada, y la cuestión de la guerra española quedó determinada.

Con motivo de la toma de Nueva Cartago, Polibio relata la costumbre romana observada en el saqueo de una ciudad tomada por asalto. Nos dice que durante un tiempo los soldados solían descuartizar a toda criatura viviente que encontraban, no sólo a los hombres, sino incluso a los animales brutos. Cuando esta carnicería había durado tanto como el comandante consideraba oportuno, se daba una señal para llamar a los soldados a retirarse de ella, y entonces comenzaba el saqueo. Sólo se permitía saquear a una parte del ejército, nunca más de la mitad, para que durante el inevitable desorden no se comprometiera la seguridad del conjunto. Pero a los hombres seleccionados para saquear una ciudad no se les permitía quedarse con nada para ellos. Estaban obligados a entregar lo que habían cogido, y el botín se distribuía por igual entre todas las tropas, incluyendo incluso a los enfermos y heridos.

El general al mando tenía derecho a disponer de la totalidad del botín como considerara oportuno. Podía, si quería, reservar la totalidad, o una parte, para el tesoro público. Si lo hacía, se hacía por supuesto odioso, como Camilo en la antigua leyenda, para los soldados; y parece que, en la época de las guerras púnicas, era la práctica general dejar el botín a las tropas. Sólo una parte del mismo -especialmente el cofre militar, los polvorines, el material de guerra, las obras de arte y los cautivos- era tomada por el cuestor en beneficio del Estado. El resto se entregaba a los soldados, y servía como compensación y recompensa por los peligros y penurias del servicio, que eran muy insuficientemente recompensados por la paga militar.

El botín obtenido en Nueva Cartago fue muy considerable. Esta ciudad había sido el principal almacén militar de los cartagineses en España, y contenía cientos de balistas, catapultas y otras máquinas de guerra con proyectiles, grandes sumas de dinero y cantidades de oro y plata, dieciocho barcos, además de materiales para construir y equipar naves. Los prisioneros tenían un valor especial. La guarnición, es cierto, no era numerosa, y sin duda había sido reducida por la lucha; pero entre los prisioneros estaba Hanno, el comandante, dos miembros del consejo o junta ejecutiva cartaginesa menor, y quince del senado, que representaban al gobierno cartaginés en el campo. Todos ellos fueron enviados a Roma. Los habitantes de la ciudad que habían escapado de la masacre, 10.000 en número, según se afirma, podrían haber sido vendidos como esclavos, de acuerdo con el antiguo derecho de guerra, pero Escipión les permitió conservar su libertad; varios miles de obreros cualificados, que habían sido empleados en los astilleros y arsenales, como carpinteros de barcos, armeros, o de otra manera, fueron mantenidos en la misma capacidad, y se les prometió su libertad si servían a la república fiel y eficazmente. A los más fuertes de los prisioneros Escipión los mezcló con las tripulaciones de su flota, y así pudo tripular los dieciocho barcos capturados. Estos hombres también recibieron la promesa de que, si se comportaban bien, recibirían su libertad al final de la guerra. Pero la parte más preciada del botín consistía en los rehenes de varias tribus españolas, que habían sido mantenidos en custodia en Nueva Cartago. Escipión esperaba con ellos ganarse la amistad de aquellos súbditos o aliados de Cartago de cuya fidelidad debían ser prenda. Por lo tanto, los trató con la mayor amabilidad, y les dijo que su destino dependía enteramente de la conducta de sus compatriotas, y que los enviaría a todos a casa si podía estar seguro de la buena disposición de los pueblos españoles.

El relato de la conquista de Nueva Cartago está adornado con algunas anécdotas, cuyo objeto es ensalzar la generosidad, la delicadeza de sentimientos y el autocontrol del gran Escipión. Según una de estas historias, había entre los rehenes una venerable matrona, la esposa del jefe español Mandonio, hermano de Indibilis, rey de los ilergetes, y varias de las hijas jóvenes de este último. Estas damas habían sido tratadas con indignidad por los cartagineses, pero el sentido del pudor femenino impidió al principio que la noble matrona expresara con palabras claras su deseo de que los romanos las trataran más como correspondía a su rango, edad y sexo. Escipión, con fino discernimiento, adivinó lo que ella apenas se aventuró a rogar, y concedió la petición.

De nuevo, cuando sus soldados, trayendo a una dama española, notable por su deslumbrante belleza, le desearon que la tomara como un premio digno de él solo, hizo que la damisela fuera devuelta a su padre, sometiendo una pasión que a menudo había triunfado sobre los más grandes héroes, y de la que él mismo no estaba en absoluto exento. Esta historia, relatada en su verosímil sencillez por Polibio, fue ampliada y adornada por Livio, que habla de la dama como prometida de un poderoso príncipe español, a quien Escipión, como el héroe de una obra de teatro, la devuelve ilesa, con todo el patetismo de la virtud consciente y el entusiasmo juvenil. Los ricos regalos que sus padres habían traído para su rescate los entrega Escipión al feliz novio, como complemento de su dote. El español reverencia a Escipión como a un dios, y finalmente se une al ejército romano como un fiel aliado, a la cabeza de un cuerpo escogido de 1.400 caballos. Si comparamos la sencilla historia de Polibio con la pequeña novela en la que la elabora Livio, podremos comprender en cierta medida cómo muchas historias se ampliaron mediante un proceso natural de crecimiento y desarrollo gradual. Las características de la ficción son a menudo inconfundibles, pero no suele ser posible ponerlas al descubierto mediante pruebas documentales. Si pudiéramos rastrear nuestras fuentes incluso más allá de Polibio, tal vez encontraríamos que toda la historia de la generosidad de Escipión hacia las damas capturadas emana del deseo de compararlo con Alejandro Magno, quien de manera similar trató a la familia de Darío tras la batalla de Issos.

En la narración de la gran guerra de Aníbal, que se desarrolló simultáneamente en tantas partes diferentes, no podemos evitar a veces cambiar las escenas de repente y desviar nuestra atención de los acontecimientos antes de que hayan llegado a una especie de conclusión natural. La toma de Nueva Cartago determinó el destino del dominio cartaginés en España, que ahora descansaba únicamente en la lejana ciudad de Gades; pero antes de que podamos trazar la secuencia de los acontecimientos que condujeron a la expulsión total de los cartagineses, debemos observar el progreso de la guerra en Italia, donde, mientras Aníbal comandara un ejército púnico no conquistado, los romanos tenían todavía mucho que temer y los cartagineses que esperar.

La reconquista de Capua en el año 211 a.C. fue, con mucho, el éxito más decisivo que las armas romanas habían obtenido en todo el curso de la guerra. Con Capua, Aníbal perdió el fruto más hermoso de su mayor victoria. Ahora ya no tenía ninguna fortaleza en Campania y, en consecuencia, se vio obligado a retirarse a las zonas del sur de la península. Cada vez le resultaba más difícil mantener las ciudades italianas que se le habían unido. Los italianos habían perdido la confianza en su estrella. En todas partes los partidarios de Roma ganaban terreno, y la tentación de comprar su perdón mediante un oportuno retorno a la obediencia, unido, si era posible, a una traición de las guarniciones púnicas, se hizo mayor.

Así, el ingenioso plan de Aníbal de dominar a Roma con la ayuda de sus aliados había fracasado. ¿Cómo podía esperar ahora, tras la caída y el espantoso castigo de Capua, ganarse a las ciudades italianas más pequeñas que hasta entonces habían permanecido fieles a Roma? A las que se habían rebelado anteriormente sólo podía protegerlas con fuertes destacamentos de su ejército de la traición interna y de los ataques de los enemigos de fuera. Pero no podía prescindir de los hombres necesarios para tal servicio, y no le gustaba exponer a sus mejores tropas al peligro de ser traicionadas y cortadas en detalle. Parecía, por tanto, más aconsejable renunciar voluntariamente a las ciudades insostenibles que arriesgar la seguridad de las valiosas tropas en su defensa.

La necesidad de tales medidas se hizo evidente por la traición que en el año 210 entregó Salapia en manos de los romanos. Salapia, una de las ciudades más grandes de Apulia, se había unido a la causa de Aníbal poco después de la batalla de Cannae. Contenía una guarnición de quinientos númidas escogidos. Tras la caída de Capua, el partido romano en Salapia recuperó la confianza y la fuerza, y consiguió traicionar la ciudad al cónsul Marcelo, en cuya ocasión los valientes númidas fueron reducidos hasta el último hombre. Marcelo, que era cónsul por cuarta vez, tuvo la dirección de la guerra en Italia, mientras que su colega, M. Valerio Laevino, puso fin a la guerra en Sicilia con la conquista de Agrigento. Después de ganar la posesión de Salapia, marchó a Samnium, donde tomó algunas plazas insignificantes y los polvorines cartagineses que contenían.

Mientras estaba aquí ocupado con operaciones de poca importancia, y aparentemente prestó poca atención a los movimientos de Aníbal, y a actuar de acuerdo con el pretor Cn. Fulvio Centumalo, que comandaba dos legiones en Apulia, este último oficial y su ejército pagaron muy caro la negligencia y la estrategia poco hábil que marcaron de nuevo el mando dividido de los generales romanos. Estaba acampado cerca de Herdonea, una ciudad de Apulia que, al igual que Salapia, se había unido a los púnicos tras la batalla de Cannae. Mediante la cooperación del partido romano en el lugar, esperaba obtener su posesión. Pero Aníbal, lejos, en Bruttium, había sido informado del peligro en que se encontraba la ciudad. Tras una rápida marcha se presentó inesperadamente ante el campamento romano. No se sabe con qué estratagema logró sacar a Fulvio de su posición segura, o forzarlo a salir de ella. No es en absoluto probable que, como relata Livio, el pretor romano aceptara voluntariamente la batalla, confiado en sus propias fuerzas. Por una coincidencia de lo más extraordinaria, sucedió que, en el mismo lugar donde, dos años antes, Aníbal había derrotado al propraetor Fulvio Flaco, ahora se enfrentaba de nuevo a un Fulvio. El feliz presagio que residía en esta casual identidad de nombre y lugar fue mejorado por el genio de Aníbal para conducir a una segunda victoria igualmente brillante. El ejército romano fue completamente derrotado, el campamento tomado, 7.000 hombres, o, según otro informe, 13.000 hombres, fueron asesinados, entre ellos once tribunos militares y el pretor Cu. Fulvio Centumalus en persona. Fue una victoria digna de ser comparada con los grandes triunfos de los tres primeros años gloriosos de la guerra. De nuevo se demostró que Aníbal era irresistible en el campo de batalla, y de nuevo Roma se sumió en el luto, y la gente miraba ansiosamente al futuro cuando reflexionaba que ni siquiera la pérdida de Capua había quebrado el valor o la fuerza de Aníbal, y que ahora era más terrible y estaba en posesión de una mayor parte de Italia que después del día de Cannae.

Sin embargo, Aníbal estaba lejos de sobrevalorar su éxito. Vio que, a pesar de su victoria, era incapaz de mantener Herdonea durante mucho tiempo. En consecuencia, castigó con la muerte a los líderes de la facción romana en la ciudad, que habían llevado a cabo negociaciones con Fulvio. A continuación, prendió fuego a la ciudad y trasladó a sus habitantes a Thurii y Metapontum. Hecho esto, fue en busca del segundo ejército romano en Samnio, bajo el mando del cónsul M. Claudio Marcelo.

Si Marcelo podría haber evitado la derrota de Fulvio es una cuestión que no nos aventuramos a decidir. Pero es bastante evidente, incluso a partir de los escasos y falsos informes de sus supuestas hazañas heroicas, que, después del desastre, no se aventuró, con su ejército consular de dos legiones, a oponerse a Aníbal. El lenguaje jactancioso con el que Livio introduce estos informes parece indicar que fueron tomados de los discursos laudatorios conservados en los archivos familiares. Se dice que Marcelo envió una carta a Roma en la que pedía al senado que desechara todo temor, ya que seguía siendo el mismo que después de la batalla de Cannae había manejado tan bruscamente a Aníbal; marcharía de inmediato contra él y se encargaría de que su alegría fuera efímera. Los ejércitos hostiles se encontraron, en efecto, en Numistro, un lugar totalmente desconocido -quizás en Lucania- y se produjo una feroz batalla que, según Livio, duró sin decisión hasta la noche. Al día siguiente, se informa además, Aníbal no se aventuró a renovar la lucha, por lo que los romanos permanecieron en posesión del campo y pudieron quemar a sus muertos, mientras que Aníbal, al amparo de la noche posterior, se retiró a Apulia, perseguido por los romanos. Fue alcanzado cerca de Venusia, y aquí tuvieron lugar varios combates, que no fueron de gran importancia, pero que en general terminaron favorablemente para los romanos.

Es muy lamentable que el relato de estos acontecimientos por parte de Polibio se haya perdido. Sin embargo, no estamos del todo privados de los medios para rectificar las jactancias palpables de los analistas a los que siguió Livio. Frontino, un escritor militar del primer siglo después de Cristo, ha conservado por casualidad un relato de la batalla de Numistro, por el que nos enteramos de que terminó, no con una victoria, sino con una derrota de Marcelo. Tan descaradas eran las mentiras de los panegiristas familiares incluso en esta época, y tan ávida y ciegamente adoptó la mayoría de los historiadores, en su vanidad nacional, todo informe que tendía a glorificar las armas romanas. Todo el éxito del que, en verdad, Marcelo podía presumir era, con toda probabilidad, éste: que su ejército se salvó de una calamidad como la que había ocurrido a Flaco y a Centumalus. El año transcurrió sin más acontecimientos militares en Italia. Pero en el mar los romanos sufrieron un revés. Una flota con provisiones, destinada a la guarnición de la ciudadela de Tarento, y convoyada por treinta barcos de guerra, fue atacada por una escuadra tarentina al mando de Demócrates, y completamente derrotada. Sin embargo, este acontecimiento no tuvo ninguna influencia esencial en el estado de cosas en Tarento. La guarnición romana de la ciudadela, aunque estaba muy presionada, resistió con entereza y, mediante incursiones ocasionales, infligió considerables pérdidas a los sitiadores. Debemos suponer que de vez en cuando se arrojaban provisiones en el lugar. En estas circunstancias, los romanos pudieron mantener tranquilamente su posición, mientras que la populosa ciudad de Tarento, cuyo comercio, industria y agricultura estaban paralizados, sentía la guarnición de la ciudadela como una espina en la carne.

El año 210, como hemos visto, no había producido ningún cambio material en la situación de los asuntos en Italia. La reconquista de Salapia y de algunos lugares insignificantes en Samnio se vio ampliamente compensada por las derrotas que los romanos sufrieron por tierra y por mar. Aníbal, aunque expulsado de Campania, seguía siendo dueño del sur de Italia. Los romanos habían puesto, en efecto, dos legiones menos en el campo de batalla -veintiuna en lugar de veintitrés-, pero una reducción permanente de las cargas de la guerra estaba fuera de cuestión mientras Aníbal mantuviera su terreno en Italia sin conquistar y amenazando como antes. La guerra había durado ya ocho años. El agotamiento de Italia se hizo visiblemente mayor. Ya se habían tomado todas las medidas disponibles para conseguir dinero y hombres. Los principales senadores dieron ahora el ejemplo de contribuir con su oro y plata como préstamo voluntario con el fin de equipar y tripular una nueva flota. Finalmente, el gobierno se apropió de un fondo de reserva de 4.000 libras de oro, que en tiempos mejores se había guardado para las últimas necesidades del estado.

Mientras el impertérrito espíritu de orgullo y determinación romanos animara al estado, existía la esperanza de que todos los grandes sacrificios no se hubieran hecho en vano. Hasta el momento este espíritu había resistido todas las pruebas. La deserción de varios de los aliados sólo parecía tener el efecto de unir a los demás más firmemente a Roma, especialmente a los propios ciudadanos romanos y a los latinos, que en todas las ocasiones se habían mostrado tan valientes y patrióticos como los auténticos romanos. Pero ahora, en el año 209, cuando los cónsules pidieron a los latinos que aportaran más tropas y dinero, los delegados de doce colonias latinas declararon formalmente que sus recursos estaban completamente agotados y que no podían cumplir con la petición. Esta declaración fue tan inesperada como alarmante. Cuando los cónsules informaron al senado de la negativa de las doce colonias, y añadieron que ningún argumento ni exhortación tuvo el menor efecto sobre los delegados, entonces los hombres más audaces de aquella terca asamblea empezaron a temblar, y los que no habían desesperado tras la batalla de Cannae casi se resignaron a la inevitable caída de la mancomunidad. ¿Cómo era posible que Roma se salvara si las restantes colonias y aliados seguían el ejemplo de los doce, y si toda Italia conspiraba para abandonar a Roma en esta hora de necesidad?

El destino de Roma temblaba en la balanza. Los cálculos de Aníbal habían resultado tan correctos que ahora incluso el Senado romano temía que su plan se hiciera realidad. El entramado del poder romano no había cedido, es cierto, a un solo golpe, ni siquiera a golpes repetidos; pero las miserias de una guerra prolongada durante tantos años habían ido socavando los cimientos sobre los que descansaba, y parecía acercarse el momento en que se derrumbaría con un súbito golpe.

Todo dependía de la actitud que asumieran las dieciocho colonias latinas restantes. Si seguían el ejemplo de las doce, estaba claro que ya no podría confiar en los demás aliados, y Roma se vería obligada a pedir la paz. Pero afortunadamente esta humillación no le estaba reservada. Marco Sextilio de Fregellae declaró, en nombre de las demás colonias, que estaban dispuestas a proporcionar no sólo su contingente habitual y legal de soldados, sino incluso un número mayor, si era necesario; y que al mismo tiempo no les faltaban medios, y menos aún voluntad, para ejecutar cualquier otra orden del pueblo romano. Los diputados de las dieciocho colonias fueron presentados en el senado por los cónsules, y recibieron el agradecimiento de esa venerable asamblea. El pueblo romano ratificó formalmente el decreto del senado y añadió su propio agradecimiento; y, en efecto, nunca ningún pueblo tuvo más motivos de gratitud, ni la expresión de agradecimiento público fue más ampliamente merecida que la de las dieciocho fieles colonias. Su firmeza salvó a Roma, si no de la destrucción total (pues sin duda Aníbal habría estado ahora, como después de la batalla de Cannae, dispuesto a conceder la paz en términos equitativos), en todo caso de la pérdida de su posición de mando en Italia y en el mundo. Los nombres de las dieciocho colonias merecían ser grabados en letras de oro en el Capitolio. Eran Signia, Norba y Saticula, tres de las ciudades originales del antiguo Lacio; Fregellae, en el río Liris, la manzana de la discordia en la segunda guerra samnita; Luceria y Venusia, en Apulia; Brundusium, Hadria, Firmum y Ariminum, en la costa oriental; Pontiae, Paestum y Cosa, en el mar occidental; Beneventum, Aesernia y Spolotium, en el distrito montañoso del interior; y, por último, Placentia y Cremona en el Po, las fundaciones coloniales más recientes, que desde la aparición de Aníbal en Italia habían estado en constante peligro, y habían resistido valientemente y con éxito todos los ataques. Lo que causó la división entre los treinta colonos latinos no es reportado por nuestros informantes, ni somos capaces de adivinar. Encontramos que, en general, fueron las colonias más antiguas, situadas más cerca de Roma, las que se negaron a seguir prestando servicio. Estas fueron Ardea, Nepete, Sutrium, Alba, Carseoli, Sora, Suessa, Circeii, Setia, Cales, Narnia e Interamna. ¿Es posible que, por estar más cerca de la capital, se les hayan exigido más servicios durante la guerra? o ¿sentían más intensamente que las colonias más lejanas su exclusión de la plena franquicia romana? Recordamos que, en el tercer año de la guerra, Spurius Carvilius propuso en el senado admitir en ese órgano a miembros procedentes de las colonias latinas. Esta sabia propuesta fue rechazada con altanería e incluso indignación romana. No es improbable que Spurius Carvilius, antes de recomendar la admisión de los latinos en el senado romano, se hubiera convencido de que los colonos también se sentían merecedores de un privilegio que consideraban su derecho. Quizá si se hubiera seguido su consejo, los romanos nunca habrían oído hablar de la negativa de sus aliados a soportar su parte de las cargas de la guerra. Pero, en ausencia total de pruebas directas, no podemos estar seguros de que tal descontento causara la desobediencia de las doce colonias. La razón que asigna Livio parece inadecuada. Relata que los restos de las legiones derrotadas en Cannae y Herdonea fueron castigados por su mal comportamiento con el envío a Sicilia y condenados a servir hasta el final de la guerra sin paga, en condiciones onerosas y degradantes. La mayoría de estas tropas, dice Livio, estaba formada por latinos; y como Roma pedía nuevos esfuerzos y sacrificios año tras año, más soldados y más dinero, mientras mantenía a los veteranos en Sicilia, el descontento de los colonos aumentó hasta la resistencia positiva. La severidad, o más bien la crueldad, de Roma hacia los desafortunados supervivientes de los ejércitos derrotados puede haber suscitado sentimientos amargos; sin embargo, como Roma trató a sus propios ciudadanos con la misma severidad que a los latinos y, por lo que sabemos, no hizo ninguna diferencia entre los distintos contingentes latinos, no descubrimos por qué doce colonias de las treinta se consideraron más especialmente maltratadas y fueron llamadas a protestar.

El agradecimiento del senado y del pueblo romano concedido a las incondicionales y fieles dieciocho colonias fue la única reprimenda que se dirigió por el momento a las reconvenciones de las demás. Con sabia moderación, Roma se abstuvo de castigarlas. Las negociaciones con ellas se interrumpieron. Sus delegados no recibieron respuesta de ningún tipo, y abandonaron Roma con la dolorosa sensación de que, en efecto, habían conseguido su objetivo, pero que lo habían hecho a riesgo de una severa represalia en algún momento futuro, que sólo podría evitarse mediante un rápido arrepentimiento y un redoblado celo al servicio de Roma.

El gran objetivo de la campaña en Italia era ahora la reconquista de Tarento. Se consideraron necesarias no menos de seis legiones para lograr este fin, a saber, los ejércitos de los dos cónsules de Fabio Máximo y Q. Fulvio Flaco, y un tercer ejército de igual fuerza al mando de Marcelo. Además de estas fuerzas, había en Bruttium un cuerpo de 8.000 hombres, en su mayoría tropas irregulares, una banda abigarrada de desertores brutos, soldados licenciados y merodeadores que, tras el final de la guerra en Sicilia, habían sido recogidos allí por el cónsul Valerio Laevino y enviados a Italia para ser soltados sobre los aliados de Aníbal. Había, por tanto, en total no menos de 70.000 hombres en el sur de Italia, una fuerza suficiente para aplastar por su mero peso a cualquier otro enemigo de la fuerza numérica del ejército cartaginés. Pero, incluso con esta vasta superioridad de fuerzas, los generales romanos estaban lejos de intentar librar una batalla decisiva. Los acontecimientos del año anterior habían revivido demasiado el recuerdo de Cannae, y ningún romano se aventuraba aún a correr el riesgo de un desastre similar. En consecuencia, el plan de los cónsules era evitar las batallas campales y retomar uno a uno los lugares fortificados que se habían perdido, un proceso por el que Aníbal se combinaría cada vez más dentro de un territorio contraído. Este era el plan que se había adoptado con éxito después de Cannae. Cada desviación del mismo había resultado peligrosa. Era un proceso lento; pero, debido a la preponderancia de los romanos en recursos materiales y a su tenaz perseverancia, estaba seguro de que al final conduciría a la victoria.

Mientras el cónsul Q. Fabio Máximo vigilaba Tarento, su colega Fulvio y el procónsul Marcelo tenían órdenes de ocupar a Aníbal en otro lugar. Fulvio marchó a través del país de los hirpinos y tomó una serie de lugares fortificados, cuyos habitantes hicieron las paces con Roma entregando las guarniciones púnicas. Marcelo, mostrando más valor que discreción, se aventuró a avanzar contra Aníbal desde Venusia; pero fue tan maltratado en una serie de pequeños enfrentamientos que se vio obligado a refugiarse en Venusia, y quedó tan lisiado que no pudo emprender nada durante el resto del año.

Mientras Aníbal se enfrentaba a Marcelo en Apulia, una fuerza romana de 8.000 hombres había salido de Rhegium para atacar la ciudad de Caulonia en Bruttium. Al igual que Federico el Grande, en el azaroso año 1756, se apartó con la rapidez del rayo de un enemigo derrotado para derrotar a otro, así Aníbal apareció de repente ante Caulonia y, tras una breve resistencia, capturó a todo el ejército sitiador. Hecho esto, se apresuró inmediatamente hacia Tarento, que esperaba que resistiera a Fabio Máximo hasta que hubiera rechazado a las demás fuerzas hostiles.

Marchando de noche y de día, llegó a Metaponto, donde recibió la triste información de que Tarento había sido traicionada en manos de los romanos. Fabio había atacado Tarento por tierra con gran vehemencia, pero sin éxito. Los tarentinos, sabiendo muy bien lo que tenían que esperar de Roma si su ciudad era retomada, la defendieron con un valor desesperado. Una guarnición púnica al mando de Carthalo, reforzada por un destacamento de brutos, compartió la defensa con los ciudadanos. No había ninguna perspectiva de tomar la ciudad por la fuerza, y cualquier día podría esperarse una flota púnica o el ejército de Aníbal ante la ciudad para levantar el asedio. En estas circunstancias, el cauteloso y viejo Fabio probó las mismas artimañas con las que dos años antes Aníbal había ganado Tarento. El oficial al mando de los brutos fue sobornado para que dejara entrar en secreto a los romanos en la ciudad. Fabio ordenó un ataque nocturno general contra Tarento desde la ciudadela, el puerto interior y el mar abierto, mientras que en el lado de tierra, en el este de la ciudad, donde estaban apostados los brutos, esperaba la señal acordada. Mientras la atención de los asediados se dirigía a las tres partes de la ciudad que aparentemente corrían más peligro, los brutos abrieron una puerta; los romanos se precipitaron y ahora, tras una breve e ineficaz resistencia de los tarentinos, siguió la promiscua masacre que suele acompañar a la toma de una ciudad hostil por parte de las tropas romanas. Los vencedores pasaron a cuchillo no sólo a los que aún resistían, como Niko, el líder de la traición por la que Tarento había caído en manos de Aníbal dos años antes, y Demokrates, el valiente comandante de la flota tarentina, tan recientemente victoriosa sobre la de los romanos, sino también a Carthalo, el comandante de la guarnición púnica, que había depuesto las armas y pedido cuartel. De hecho, mataron a todos los que encontraron, incluso a los brutos que les habían dejado entrar en la ciudad, ya sea, como observa Livio, por error, o por el viejo odio nacional, o para hacer ver que Tarento había sido tomada por la fuerza, y no por traición. La ciudad capturada fue entonces entregada para ser saqueada. Treinta mil tarentinos fueron vendidos como esclavos en beneficio del tesoro romano. La cantidad de estatuas, cuadros y otras obras de arte casi igualaba el botín de Siracusa. Todo fue enviado a Roma; sólo una estatua colosal de Júpiter, cuyo traslado y transporte resultó demasiado difícil, fue dejada por el generoso Fabio. No quería, dijo, privar a los tarentinos de su deidad patrona, cuya ira habían experimentado.

De este modo, Tarento, que era, después de Capua, la más importante de las ciudades italianas que se habían unido a Cartago, fue reducida de nuevo a la sujeción. Los límites se contraían cada vez más dentro de los cuales Aníbal podía moverse libremente. La totalidad de Campania, Samnio y Lucania, casi toda Apulia, estaban perdidas. Incluso los brutos, la única de las razas italianas que aún no había hecho las paces con Roma, empezaron a vacilar en su fidelidad a él. Tarento había sido traicionada a los romanos por el cuerpo bruttiano de la guarnición; y las tentadoras ofertas de Fulvio, que prometía el perdón por la revuelta, fueron fácilmente escuchadas por varios jefes de este pueblo medio bárbaro. Rhegium, la importante ciudad marítima que mantenía abierta la comunicación con Sicilia y que, junto con Mesana, cerraba el estrecho a los barcos cartagineses, había permanecido siempre en posesión de los romanos. Las empobrecidas ciudades griegas y la estrecha franja de tierra que va de Lucania a Sicilia eran todo lo que le quedaba a Aníbal de las prometedoras adquisiciones realizadas tras las primeras y brillantes campañas. Arrinconado en este rincón, como el duque de Wellington tras las líneas de Torres Vedras, el invicto e impertérrito Aníbal esperaba el momento en que, en conjunción con su hermano, al que esperaba desde España, pudiera asaltar con renovado vigor a Roma y obligarla a hacer la paz.

La toma de Tarento al mismo tiempo que la caída de Nueva Cartago fue una compensación por los esfuerzos y las pérdidas del año 209. El resto de este año transcurrió sin más acontecimientos militares, y para el año siguiente, como ya se ha dicho, Marcelo fue elevado por quinta vez al cargo de cónsul. Su colega era T. Quinctius Crispinus, uno de los muchos nobles romanos cuyos nombres no suscitan imágenes claras en nuestra imaginación, porque no marcan más que la mediocridad media de su clase. La campaña de este año tenía por objeto, según parece, la reconquista de Locri, la más importante de las ciudades aún en posesión de Aníbal. Los romanos se adhirieron firmemente a su plan de evitar las batallas en la medida de lo posible, y de privar al enemigo de sus medios para continuar la guerra en Italia arrebatándole el apoyo de los lugares fortificados. Siete legiones y una flota estaban destinadas a operar con este fin en el sur de Italia. Mientras los dos cónsules, con dos ejércitos consulares, cubiertos en la retaguardia por una legión en Campania, ocupaban a Aníbal, Q. Claudio, que comandaba dos legiones en Tarento, recibió la orden de avanzar sobre Locri por tierra, y L. Cincio debía navegar desde Sicilia con una flota y atacar Locri por el lado del mar. Aníbal, que se oponía a los ejércitos combinados de los cónsules, fue informado de la marcha del ejército romano a lo largo de la costa desde Tarento hasta Locri. Lo sorprendió en las cercanías de Petelia y le infligió una severa derrota, matando a varios miles de personas y haciendo que el resto huyera desordenadamente hacia Tarento.

De este modo, por el momento, Locri estaba fuera de peligro, y Aníbal tenía tiempo libre para volverse contra los dos cónsules, a los que esperaba obligar a aceptar una batalla decisiva. Pero Marcelo y Crispino estaban decididos a ser cautelosos. No iban a permitir que Aníbal intentara una de sus estratagemas y los atrapara en una trampa, como tantas veces había hecho con oponentes menos experimentados o menos cuidadosos. El sexagenario Marcelo encabezó él mismo un reconocimiento, acompañado por su colega, su hijo, un número de oficiales y unos cientos de jinetes, para explorar el país entre los campamentos romano y cartaginés. En esta expedición el valiente y viejo soldado encontró la muerte. Desde los recovecos boscosos de las colinas del frente y del flanco, los jinetes númidas se precipitaron repentinamente hacia delante. En un momento, la escolta de los cónsules fue cortada o dispersada; Crispino y el joven Marcelo escaparon, gravemente heridos, y Marcelo cayó luchando como un valiente soldado, cerrando su larga vida de una manera que, aunque podría ser propia de un soldado común, era apenas digna de un estadista y un general. Su magnánimo enemigo honró su cuerpo con un funeral decente y envió las cenizas a su hijo.

Si examinamos con calma lo que se cuenta de las virtudes de Marcelo, llegaremos a la conclusión de que es uno de esos hombres a los que se alaba mucho más allá de sus méritos. Esto se debe en parte a la circunstancia de que, debido a la escasez de hombres de capacidades eminentes, los historiadores romanos se veían casi obligados a hablar con grandes elogios de hombres apenas elevados por encima de la mediocridad, porque de otro modo no habrían tenido a nadie a quien comparar con los grandes héroes y estadistas de Grecia, por cuya grandeza les gustaba medir la suya. Si ocurría que un romano poseía algo más que la media de las virtudes nacionales, si por sus conexiones familiares, su nobleza de nacimiento y su riqueza era señalado para los altos cargos del Estado, y si tenía la suerte de encontrar en la ocasión de su funeral un panegirista suficientemente hábil y no demasiado tímido, su fama estaba asegurada para siempre. Todas estas circunstancias favorables se combinaron en el caso de Marcelo. Fue un valiente soldado, un firme e intrépido patriota y un inquebrantable enemigo de los enemigos de Roma. Pero ensalzarlo como un general eminente, o incluso como un digno oponente de Aníbal, argumenta falta de juicio y parcialidad personal o nacional. No fue mucho mejor que la mayoría de los otros generales romanos de su época. Los informes de sus victorias sobre Aníbal son todos ficticios. Esto es evidente por lo que se ha dicho antes, ya que el tejido de la falsedad es, después de todo, tan delgado que cubre la verdad pero de forma imperfecta; pero también se puede demostrar por la declaración de Polibio. Este historiador dice, evidentemente con el propósito de refutar afirmaciones corrientes en su propia época, que Marcelo no conquistó ni una sola vez a Aníbal. Después de una evidencia tan rotunda como ésta, estamos permitiendo mucho si admitimos que, tal vez una vez, o incluso en varias ocasiones, Marcelo logró frustrar los planes de Aníbal, rechazando ataques o retirándose de un conflicto sin la derrota total de su ejército. Algo de este tipo debe haber suministrado los materiales para las exageraciones para las que puede haber habido algún pretexto o excusa. Por lo tanto, si Cicerón llama a Marcelo fogoso y chocarrero, sin duda dice la verdad; pero si ensalza su clemencia hacia los siracusanos conquistados, está claro que sólo lo emplea como papel de aluminio con el fin de poner en una luz más evidente la horrible "villanía de Verres". Cómo trataba Marcelo a los sicilianos lo aprendemos de los acontecimientos que siguieron a la toma de Siracusa. Era, en verdad, un destructor despiadado e insaciablemente codicioso. Cuando los sicilianos se enteraron de que, en el año 210, iba a tomar de nuevo el mando en su isla, se distrajeron con el terror y la desesperación, y declararon, en Roma, que sería mejor para ellos que el mar se los tragara, o que la lava ardiente del monte Aetna cubriera la tierra; aseguraron al senado que preferirían abandonar su país natal antes que habitarlo por cualquier tiempo bajo la tiranía de Marcelo. Tan vigorosa y tan justa fue la protesta de los sicilianos que Marcelo se vio obligado a intercambiar provincias con su colega Valerio Laevino, y a tomar el mando en Italia en lugar de Sicilia, que le había sido adjudicada por sorteo. Que se excedió en los límites de la severidad romana es evidente por el decreto del senado, que, aunque no censura exactamente sus procedimientos en Siracusa, ni anula los acuerdos que había hecho, sí ordena a su sucesor Laevinus que se ocupe del bienestar de Siracusa, en la medida en que lo permita el interés de la república. El viejo Fabio Máximo era sin duda un auténtico romano, pero actuó de forma muy diferente a Marcelo. Abogó calurosamente en el senado a favor de los tarentinos a los que había reducido, y los protegió de la rapacidad y la venganza de hombres que, como Marcelo, se deleitaban en descargar sus malas pasiones sobre enemigos indefensos. Podemos ver claramente que la opinión pública ya no declaraba como una virtud romana el tratar a los enemigos conquistados con excesiva severidad, que los sentimientos de humanidad empezaron a influir en las mentes más refinadas y que los panegiristas (los de los Escipiones, por ejemplo) encontraron necesario arrojar sobre sus héroes el color de la amabilidad y la clemencia.

Sería interesante saber de qué fuente se derivan las vastas exageraciones y ficciones que tienen por objeto las alabanzas a Marcelo. Quizá no nos equivoquemos al suponer que su fuente fue el discurso fúnebre pronunciado, según Livio, por el hijo de Marcelo. Sin embargo, este documento parece no haber tenido una credibilidad incondicional al principio, como puede deducirse de la declaración citada de Polibio, y del propio Livio. Pero cuando el emperador Augusto eligió a M. Claudio Marcelo, descendiente del conquistador de Siracusa, para esposo de su hija Julia, comenzó un nuevo periodo de glorificación para la familia de los Marcelli. Ahora se realizó una cuidadosa búsqueda de todo lo que redundaba en la alabanza de los antepasados del joven en los gloriosos tiempos de la antigua república. El propio Augusto compuso una obra histórica sobre este tema, y no podemos dejar de percibir que Livio escribió bajo la influencia de la corte de Augusto. Trata a Marcelo como un héroe favorito, e incluso en Plutarco podemos rastrear esta preferencia concedida a Marcelo. Si deducimos todo lo que el engreimiento familiar y el orgullo nacional han inventado sobre Marcelo, queda, en efecto, la imagen de un auténtico romano del tipo antiguo, de un soldado intrépido y de un oficial enérgico: pero el paralelismo entre Marcelo y Pelópidas parece inapropiado, y toda comparación entre él y Aníbal es absurda.

La muerte de Marcelo y la de su colega Crispino, que muy poco después murió de sus heridas, parece haber paralizado la acción de los dos ejércitos consulares durante toda la campaña, aunque habían permanecido intactos cuando sus líderes fueron cortados. Es muy extraño que el pueblo romano, que año tras año encontraba nuevos comandantes en jefe, permitiera ahora que cuatro legiones permanecieran inactivas durante al menos medio año porque ambos cónsules habían caído por casualidad en el campo de batalla. Si es cierto, como se relata, que los ejércitos no sufrieron más pérdidas, es decir, que tras la muerte de Marcelo no fueron atacados y derrotados por Aníbal, la estrategia de los romanos aparece bajo una luz lamentable. Uno de los dos ejércitos se retiró a Venusia, el otro incluso hasta Campania, pagado dejaron al general cartaginés en libertad para poner fin al asedio de Locri, que se había emprendido de nuevo. El pretor Lucio Cincio había obtenido de Sicilia una gran cantidad de máquinas necesarias para un asedio, raid había atacado Locri enérgicamente, tanto por tierra como por mar. La guarnición púnica estaba ya muy reducida, y desesperaba de poder mantener la ciudad mucho más tiempo, cuando los númidas de Aníbal se mostraron en la vecindad y animaron a la guarnición a hacer una salida. Atacados por delante y por detrás, los romanos no tardaron en ceder, dejaron todas sus máquinas de asedio y se refugiaron a bordo de sus barcos. Locri se salvó con la sola llegada de Aníbal.

Debido al fracaso del ataque a Locri, la campaña del 208 resultó totalmente infructuosa para los romanos, y se suspendieron todos los procedimientos militares posteriores. Por primera vez desde el establecimiento de la república, ambos cónsules habían caído en batalla. La mancomunidad estaba afligida, y los temores y escrúpulos religiosos contribuyeron sin duda a paralizar la acción militar por el momento. Fue una gran suerte para Roma que, como consecuencia de su infatigable perseverancia y sus gigantescos esfuerzos, Aníbal hubiera sido empujado a la defensiva y ya no pudiera llevar a cabo la guerra a gran escala. Porque en ese mismo momento se multiplicaban los signos de descontento y desobediencia entre los súbditos de Roma en Italia, mientras que las noticias que llegaban de España, de Massilia, de África y de Sicilia dejaban pocas dudas de que por fin había llegado el momento en que la expedición largamente preparada de Asdrúbal desde España a Italia podía considerarse inminente. Parecía como si la guerra, que había durado ya diez años, en lugar de debilitarse gradualmente y llegar a su fin fuera a comenzar de nuevo con renovado vigor.

La negativa de las doce colonias latinas a soportar por más tiempo las cargas de la guerra no podía dejar de producir un efecto en los demás aliados de Roma. Poco después aparecieron los signos más alarmantes de un creciente descontento en Etruria. Este país había estado hasta entonces casi exento de las calamidades inmediatas de la guerra. Aníbal, es cierto, había tocado en su primera campaña una parte de Etruria, y había librado en suelo etrusco la batalla de Thrasymenus. Pero, como deseaba conciliar a los aliados de Roma y aparecer como su amigo, probablemente había ahorrado al país todo lo posible. En los años siguientes el escenario de la guerra se había desplazado al sur de Italia, y mientras Apulia, Lucania, Campania y, sobre todo, Bruttium estaban expuestas a todos los horrores de la guerra, y mientras los bárbaros africanos, españoles y los bárbaros galos del ejército de Aníbal penetraban con fuego y espada en el interior de Samnio y el Lacio, es más, hasta las mismas puertas de Roma, Etruria había oído el fragor de la tormenta a distancia, y había disfrutado, casi sin interrupción, de las bendiciones de la paz. El campesino había cultivado con seguridad su campo, el pastor había cuidado su rebaño, el artesano y el comerciante habían ejercido cada uno su oficio. En su fidelidad a Roma, Etruria había permanecido hasta entonces inamovible. Fue una cohorte etrusca de Perugia la que, junto a una de Praeneste, había resistido heroicamente a los cartagineses en el prolongado asedio de Casilinum. Sin duda, los etruscos habían suministrado sus contingentes completos a todos los ejércitos y flotas de los romanos, y nada más que la habitual injusticia de los analistas romanos ha ignorado esta cooperación de sus aliados. También desde el punto de vista financiero, las ricas ciudades de Etruria habían ayudado a soportar las cargas de la guerra. De especial importancia fueron los suministros de grano que llegaron de este país. No podemos suponer que el tesoro romano estuviera en condiciones de pagar este grano al contado, y probablemente el precio se fijó muy bajo, en interés del Estado. Así fue como Etruria también empezó a sentir la presión de la guerra; y el deseo de paz se manifestó naturalmente en una falta de voluntad para cumplir con más exigencias por parte de Roma. Ya en el año 212 a.C. se habían manifestado los primeros síntomas de descontento. En esa ocasión se envió un ejército romano a Etruria para mantener el país bajo control. Tres años más tarde la agitación se hizo mucho más crítica. Se manifestó especialmente en Arretium, una ciudad que en su momento tuvo fama de ser una de las más destacadas del pueblo etrusco y que, como antigua amiga y aliada de Roma, podía considerarse con derecho a ser tratada con cierto grado de preferencia e indulgencia. Marcelo, que, inmediatamente después de su elección para el cargo de cónsul del 208 a.C., fue enviado a Arrecio, consiguió por el momento tranquilizar al pueblo; pero cuando partió en su campaña por el sur de la península, donde poco después fue asesinado en una emboscada, los etruscos volvieron a ser problemáticos, y el senado envió ahora a C. Terencio Varro, el cónsul del 216, con autoridad militar, a Arrecio. Varro ocupó la ciudad con una legión romana, y exigió rehenes al senado arretino. Al ver que los senadores dudaban en cumplir su orden, colocó centinelas en las puertas y a lo largo de las murallas, para impedir que nadie saliera del lugar. Sin embargo, siete de los hombres más eminentes escaparon con sus familias. Los bienes de los fugitivos fueron inmediatamente confiscados, y ciento veinte rehenes, tomados de las familias de los senadores restantes, fueron enviados a Roma. Sin embargo, el insatisfactorio estado de Etruria parecía requerir una garantía mejor que unos pocos rehenes de una sola ciudad. Por ello, el senado envió una legión para respaldar las medidas que se tomaron en todas partes para mantener el país sometido y para aplastar de raíz cualquier intento de revolución.

Este creciente descontento entre una parte considerable de los aliados más fieles y valiosos provocó una mayor ansiedad en Roma, ya que por la misma época llegaron noticias inquietantes sobre los movimientos de Asdrúbal. Ya dos años antes (en el 210 a.C.) el almirante M. Valerio Mesala había navegado desde Sicilia con cincuenta barcos hacia África, para obtener información precisa sobre los planes y preparativos de los cartagineses. Regresó después de una ausencia de trece días a Líbano, e informó de que los cartagineses estaban fabricando armamento a gran escala para aumentar el ejército de Asdrúbal en España y llevar a cabo por fin el plan de enviarlo con una fuerte fuerza a través de los Alpes hacia Italia. Estas noticias fueron confirmadas por los senadores cartagineses hechos prisioneros por Escipión en Nueva Cartago, quienes, como comisionados del gobierno cartaginés, estaban necesariamente bien informados del plan de guerra y del progreso de los armamentos en Cartago. Ahora era de la máxima importancia, al igual que al principio de la guerra, detener a Asdrúbal en España; y después del decidido progreso que las armas romanas habían hecho en España durante el último año, tras la conquista de Nueva Cartago y la rebelión de numerosos pueblos españoles contra los cartagineses, esto parecía una tarea comparativamente fácil para un general tan emprendedor como Escipión. Se le había permitido, por medio de los rehenes encontrados en Nueva Cartago, ganarse la amistad de muchos jefes españoles, entre los que se mencionan especialmente Indibilis y Mandonio como los más poderosos y hasta ahora más fieles aliados de Cartago. Después de tales resultados, parece extraño que Escipión permaneciera inactivo durante casi un año entero antes de pensar en avanzar hacia el sur desde Tarraco. Dónde estuvieron los tres generales cartagineses durante todo este tiempo, y qué hicieron, no lo sabemos. Todos los acontecimientos que tuvieron lugar en España durante toda la guerra están ocultos en tal oscuridad que, en comparación con ellos, las campañas en Italia y Sicilia aparecen como a la clara luz de la verdad histórica. Los romanos desconocían tanto la geografía de España, la distancia de ese país con respecto a Roma era tan grande, y el trato tan limitado, que la fantasía corría libremente en todas las narraciones de los asuntos españoles.

Ya hemos visto, en una ocasión anterior, cómo los analistas hicieron uso de esta circunstancia, y ahora tenemos de nuevo la oportunidad de notar lo mismo. Informan de que Escipión se encontró con Asdrúbal en Baecula, un lugar situado probablemente entre el Baetis (Guadalquivir) y el Anas (Guadiana), y lo derrotó con una pérdida de 20.000 hombres. Se podría suponer que una victoria tan decisiva como ésta habría dado lugar a los resultados más importantes y, en cualquier caso, habría paralizado todas las empresas posteriores de Asdrúbal; pero nos encontramos con que Asdrúbal pudo llevar a cabo inmediatamente después de esta batalla el plan que se había retrasado por circunstancias adversas durante ocho años. Desde el campo de batalla, marchó sin ser perseguido, con su ejército derrotado y lisiado (si hay que confiar en los relatos romanos), a través del centro de la península, cruzó los Pirineos por uno de los pasos occidentales y llegó a la Galia, mientras Escipión, en total ignorancia de sus movimientos, tenía la esperanza de poder detener su marcha en algún lugar entre el Ebro y los Pirineos, en el camino que Aníbal había tomado diez años antes. Es difícil entender cómo, en tales circunstancias, la batalla de Baecula pudo haber resultado en una victoria romana. Tal vez sólo fue un insignificante encuentro de la retaguardia cartaginesa con las legiones romanas, que, según su costumbre, los analistas romanos magnificaron en una gran batalla y una gloriosa victoria. En cualquier caso, el éxito estratégico estuvo totalmente del lado de los cartagineses, y Escipión tuvo que confesar que no estaba a la altura de la tarea que había emprendido; fue culpa suya que Italia se viera expuesta a una nueva invasión, y que en suelo italiano se renovara una lucha de cuyo dudoso resultado dependía no sólo la supremacía sino la propia existencia de Roma.

En Italia, el peligro que se avecinaba suscitó las más graves aprensiones. El asalto combinado de los dos hijos de Hamilcar en suelo italiano, que el senado había estado tan ansioso por eludir, era ahora inminente. La historia militar del año anterior no estaba calculada para inspirar mucha confianza. El asedio de Locri había fracasado. Los cónsules, con sus ejércitos combinados, no habían sido capaces de mantener a raya a Aníbal, y ambos habían caído. Sus legiones se habían retirado al abrigo de los lugares fortificados, y Aníbal era dueño indiscutible de Bruttium y Apulia. Las doce colonias que protestaban seguían negándose a suministrar tropas. Etruria estaba descontenta, casi en abierta rebelión; los galos y los ligures estaban dispuestos a hacer otra incursión en Italia. Las noticias procedentes de España, aunque estuvieran coloreadas tan favorablemente como aparecen en la narración de Livio (una circunstancia muy dudosa), no podían engañar al senado en cuanto al éxito real de Escipión. No había la menor duda de que Italia tendría que soportar de nuevo el peso de la guerra, y que ahora, después de diez años de guerra agotadora, apenas podría resistir un doble asalto. Los romanos bien podrían preguntarse qué dioses velarían por su pueblo en tiempos tan peligrosos, cuando, a pesar de todas sus oraciones y de todos sus votos y sacrificios, las deidades paternas se habían mostrado inexorables o bien impotentes para evitar la devastación de Italia y desastres como los de Trasimeno y Cannae. De nuevo -como siempre ocurre en los días de extremo peligro- la mente popular, torturada por los terrores religiosos, vio por todas partes signos de la cólera divina; y, en el esfuerzo por conjurar esta cólera, se entregó a horribles delirios y a la crueldad de la superstición. De nuevo llovieron piedras, los ríos corrieron con sangre, los templos, los muros y las puertas de las ciudades fueron alcanzados por un rayo. Pero más terror del habitual causó el nacimiento de un niño de sexo incierto, y tan grande que parecía tener cuatro años. Se enviaron adivinos especialmente desde Etruria, y por sugerencia suya la desdichada criatura fue colocada en una caja y arrojada al mar lejos de la costa. Entonces los pontifices ordenaron la celebración de una gran fiesta nacional de expiación. Desde el templo de Apolo, ante la ciudad, una procesión marchó por la Porta Carmentalis, a lo largo del Vicus Jugarius hasta el Foro. A la cabeza de la procesión caminaban dos vacas blancas, conducidas por sirvientes de sacrificio; detrás de ellas se llevaban dos estatuas de la Juno real, hechas de madera de ciprés; luego seguían tres veces nueve vírgenes con largas vestimentas fluidas, caminando en una sola fila y agarradas a una cuerda, cantando al compás de sus pasos, en honor a la diosa, un himno que Livio Andrónico, el más antiguo de los poetas romanos, había compuesto para esta ocasión especial, y que las generaciones posteriores -justo, sin duda- consideraron un espécimen de rudeza ancestral. Al final de la procesión venían los diez oficiales que presidían los ritos sacrificiales (decemviri sacris faciundis), coronados con laurel y vestidos con togas de color púrpura. Desde el Foro, la procesión se dirigía, tras una breve pausa, a través del Vicus Tuscus, el Velabrum y el Forum Boarium, subiendo por el Clivus Publicius, hasta el templo de Juno en el Aventino. Aquí las dos vacas fueron sacrificadas por los diez sacerdotes sacrificadores, y las estatuas fueron colocadas en el templo de la diosa. Esta sencilla y digna solemnidad es interesante, no sólo porque, al estar tomada de los archivos sacerdotales, la narración es sin duda auténtica y fidedigna, sino porque muestra, de forma muy clara e inequívoca, hasta qué punto la mente romana estaba ya en ese periodo penetrada por las ideas griegas. Los pontífices romanos organizan una fiesta en honor de una deidad romana, la reina Juno. La procesión religiosa, con paseos y cantos rítmicos, es igualmente romana, pero la procesión parte del templo del Apolo griego; los diez oficiales, guardianes de los oráculos sibilinos del mismo dios, realizan el sacrificio, mientras que un poeta de origen griego, Andronikos, que sesenta y cuatro años antes había sido arrastrado como esclavo desde la conquistada Tarento, compuso el solemne himno, que, a pesar de su lenguaje duro e inculto, marcó, sin duda, un inmenso progreso si se compara con las antiguas y apenas inteligibles letanías de los "fratres arvales" romulanos. En medio de una guerra que amenazaba a Roma y a la cultura italiana con la ruina, podemos observar los signos de la creciente ascendencia de la mente helénica.

En medio de sus oraciones por la protección divina, los romanos no olvidaron tomar medidas para afrontar el peligro inminente. El número de las legiones se incrementó de veintiuno a veintitrés. El reclutamiento se aplicó con la mayor severidad; incluso las colonias marítimas, que hasta entonces habían estado exentas del servicio, fueron obligadas a proporcionar tropas. Sólo Ostia y Antium permanecieron exentas, pero se les ordenó que mantuvieran sus contingentes en constante disposición. De las legiones españolas se desprendieron 2.000 soldados de a pie y 1.000 de a caballo y se enviaron a Italia, además de 8.000 mercenarios españoles y galos; de Sicilia llegaron 2.000 honderos y arqueros. Las dos legiones de esclavos liberados, que, desde la muerte de Graco, habían sido descuidadas, fueron reorganizadas y completadas, y así se puso en marcha una fuerza militar lo suficientemente grande como para tomar el campo de batalla tanto contra Aníbal como contra Asdrúbal.

Los cónsules seleccionados para el trascendental año 207 fueron Cayo Claudio Nerón y Marco Livio Salinator. El primero -el bisnieto del célebre censor Apio Claudio el Ciego- había sido enviado, inmediatamente después de la toma de Capua en el 211 a.C., como propraetor con un ejército a España, para recuperar la fortuna de la guerra en ese país tras la destrucción de los ejércitos romanos bajo los dos Escipiones. Sus supuestos éxitos sobre Asdrúbal son totalmente ficticios o muy exagerados. Se dijo que había superado al general púnico y que podría haberlo hecho prisionero con su ejército, pero se permitió retrasar las negociaciones sobre un armisticio hasta que toda la fuerza hostil hubiera tenido tiempo de escapar gradualmente de su posición crítica. En su mando en España fue sustituido, en el 210, por el más joven Escipión. No se sabe cómo se ganó la confianza del pueblo para que se le confiara el consulado en 207. Su colega, Livio Salinator, era un viejo soldado probado, que doce años antes había conducido con éxito la guerra de Iliria y la había terminado con el último triunfo que Roma había presenciado. Pero desde entonces se había perdido para su país. Había sido acusado y condenado por un reparto injusto del botín ilirio, y se había sentido tan dolido por esta indignidad que se había retirado al campo, se había dejado crecer la barba y el pelo, y se había negado durante ocho años a participar en los asuntos de Estado, hasta que en el año 210 los cónsules Marcelo y Valerio le indujeron a volver a la ciudad. Los censores del mismo año Veturio y Licinio lo reintrodujeron en el senado, del que probablemente había sido expulsado como consecuencia de su condena pública; aun así, su ira no se aplacó. Nunca tomó parte en las discusiones, sino que se sentó a escuchar en silencio, hasta que por fin la acusación de uno de sus parientes, M. Livio Macato, que por su negligencia había causado la pérdida de Tarento, le indujo a hablar. Ahora, cuando el pueblo necesitaba un buen general, pensó en el viejo soldado probado y, a pesar de sus protestas, lo eligió como colega de Claudio Nerón. Pero aún había que superar una dificultad antes de que la intención del pueblo pudiera hacerse realidad. Nerón y Livio eran enemigos personales. ¿Cómo era posible confiar el bienestar del Estado en un periodo tan crítico a hombres que se odiaban mutuamente? No bastaba con separar a los cónsules en su mando, enviando a uno hacia el sur contra Aníbal, y al otro contra Asdrúbal en el norte de la península. La división del mando supremo entre dos hombres, que tan a menudo había sido la fuente de la debilidad en las guerras de la república romana, era seguramente ruinosa si a un enemigo como Aníbal se le oponían hombres que se odiaban entre sí. Era absolutamente necesario no sólo reconciliar a los dos cónsules, sino unirlos mediante una cordial amistad. Esta ardua tarea fue llevada a cabo por el senado. Tanto Nerón como Livio superaron sus sentimientos personales de resentimiento, y este triunfo del patriotismo sobre la pasión personal fue un feliz augurio y casi una garantía del triunfo final sobre el enemigo extranjero.

Los romanos estaban lejos de haber terminado sus preparativos para la campaña subsiguiente cuando los aliados massilianos trajeron la noticia de la marcha de Asdrúbal a través de la Galia, e hicieron evidente que cruzaría los Alpes a principios de la primavera. Había marchado desde los Pirineos occidentales a través del sur de la Galia hasta el Ródano, había sido recibido hospitalariamente por los Avernos y otras tribus, había ampliado su ejército con mercenarios recién alistados y, tras pasar el invierno en la Galia, se preparaba para cruzar los Alpes por el mismo camino que su hermano había tomado once años antes. Era evidente que ni las dificultades de los pasos alpinos ni las hostilidades de los montañeses le disuadirían. Los pasos no ofrecían dificultades insuperables en la buena estación, y los habitantes de los Alpes habían aprendido por experiencia que los ejércitos cartagineses no habían venido a hacerles la guerra, sino sólo a marchar por su país. Si los romanos querían evitar el error del año 218, y encontrarse con los cartagineses al pie de los Alpes, se exigía imperativamente la máxima prontitud en el movimiento de sus ejércitos. Cada paso que Asdrúbal daba en dirección sur, después de cruzar los Alpes, lo acercaba a su hermano y aumentaba el peligro que la unión de los dos hermanos amenazaba con acarrear a Roma.

Probablemente, Aníbal había invernado en Apulia, y al comienzo de la primavera marchó a Bruttium para reunir y organizar las tropas en ese país. Después partió hacia el norte y se encontró con el cónsul Claudio Nerón, que, con un ejército de 40.000 hombres a pie y 2.500 a caballo, estaba apostado cerca de Grumentum, en Lucania, para detener su avance. Se produjo un enfrentamiento, en el que Nerón se adjudicó la victoria, y se dice que Aníbal perdió 8.000 muertos y 700 prisioneros. Pero esto no parece coincidir con la afirmación de que Aníbal continuó su marcha y poco después se detuvo cerca de Venusia. Aquí se detuvo, apenas, como parece, porque tenía miedo del ejército romano que le seguía y que, en el peor de los casos, sólo podía molestarle, pero no dañarle; probablemente estaba esperando noticias de su hermano, para estar seguro de por qué camino y en qué momento debía marchar hacia el norte para encontrarse con él. Al no recibir noticias de ningún tipo, regresó de nuevo a Metaponto, para unirse a otro refuerzo que su lugarteniente Hanno había reunido entretanto en Bruttium. No podemos saber si su intención era inducir al cónsul romano a seguirle hacia el sur o atraerle a una emboscada. Nerón le siguió de cerca, y cuando poco después Aníbal giró de nuevo hacia el norte y acampó en Canusium, en las cercanías del glorioso campo de batalla de Cannae, Nerón había vuelto a posicionarse cerca de él, y desde los montículos de sus respectivos campamentos los centinelas romanos y cartagineses se vigilaban mutuamente mientras, a una distancia de unos días de marcha hacia el norte, se decidía el destino de Roma y Cartago.

Tras cruzar los Alpes, Asdrúbal no se había encontrado con ningún ejército romano en la Galia Cisalpina. El pretor L. Porcius Licinus, que comandaba dos legiones, llegó demasiado tarde o no se aventuró a penetrar más allá del Po. Reforzado por galos y ligures, Asdrúbal intentó tomar Placentia por asalto, pero pronto se vio obligado a renunciar a esta empresa, para la que no tenía ni medios ni tiempo; y ahora avanzó hacia el sur por la vía flamenca por Ariminum. Su intención era encontrarse con Aníbal en Umbría, y luego marchar con los ejércitos combinados sobre Narnia y Roma. Comunicó este plan a Aníbal en una carta, que despachó de la mano de cuatro jinetes galos y dos númidas a lo largo de toda Italia, a través de un país hostil densamente poblado, donde a cada paso corrían el riesgo de ser descubiertos y perseguidos. Los impertérritos jinetes se abrieron paso hasta Apulia, pero no pudieron encontrar a Aníbal y, vagando en su busca por los alrededores de Tarento, fueron finalmente descubiertos y hechos prisioneros. Así, Nerón fue informado de la marcha de Asdrúbal y de sus planes, mientras Aníbal esperaba en vano noticias de su hermano. Ahora era el momento de tomar una resolución rápida y audaz, una resolución que, en circunstancias ordinarias, estaba más allá de la concepción de un general romano. Era necesario desviarse de la rutina ordinaria y del orden prescrito. Apulia y Bruttium habían sido asignadas como provincias de Nerón; era su tarea mantener a raya a Aníbal, mientras su colega, Livio Salinator, se enfrentaba a Asdrúbal en el norte. ¿Debía abandonar la provincia que le había sido asignada, invadir la provincia de su colega y ofrecer una ayuda no solicitada? Si el altivo Livio, que acababa de someter su antigua animosidad a la llamada de su país, rechazaba la ayuda ofrecida, si llegaba demasiado tarde, si Aníbal descubría su marcha, lo perseguía y lo alcanzaba, si por cualquier otra causa la empresa fracasaba, Claudio Nerón estaba condenado a ser tachado para siempre como el autor de la mayor calamidad que podía ocurrirle a su país, y Roma sería entregada a la merced de los conquistadores. Al acallar todos los escrúpulos y asumir la pesada responsabilidad, Nerón demostró una firmeza moral y una capacidad estratégica que superaban con creces las calificaciones medias de las que podían presumir los generales romanos. Incluso el fracaso de su plan no habría bastado para condenarlo ante el tribunal imparcial de la historia; pero, afortunadamente para Roma, sus justos cálculos y su audaz resolución estaban destinados a ser coronados con un éxito completo y abrumador.

Nerón informó al senado de los planes de Asdrúbal, y de lo que él mismo estaba decidido a hacer. Recomendó al gobierno que enviara dos legiones que estaban estacionadas en Roma por el Tíber hasta Narnia, con el fin de bloquear esa vía en caso de necesidad, y que al mismo tiempo las sustituyera en la capital por una legión, que estaba estacionada en Campania bajo el mando de Fulvio. Entonces seleccionó de su ejército a 7.000 de los mejores soldados de a pie y 1.000 de a caballo, y abandonó su campamento con tanta tranquilidad que Aníbal no percibió su marcha. Los habitantes del país por el que pasaba, los larinenses, los frentanos, los marrucinos y los pretorianos, habían sido informados de su aproximación, y se les pidió que proporcionaran provisiones para sus tropas, así como caballos, ganado de tiro y vehículos para el transporte del equipaje y de los hombres que pudieran averiarse en el camino. Los sentimientos de la población de Italia se manifestaron ahora de forma inequívoca en un auténtico estallido de entusiasmo y de devoción por la causa de Roma, que era la causa de toda Italia. Todos los hombres estaban deseosos de ayudar, de contribuir en algo para acabar con el enemigo común. Viejos y jóvenes, ricos y pobres, se apresuraron a llegar a los lugares por donde se esperaba que pasaran los soldados de Nerón, les suministraron comida y bebida, los calentaron con sus simpatías, los siguieron con los más ardientes deseos de victoria, mientras que miles de jóvenes y soldados veteranos se unieron al ejército como voluntarios.

La marcha se aceleró sin demora. Los soldados apenas se permitían el descanso que la naturaleza exigía imperativamente; su entusiasmo les inspiraba una fuerza sobrehumana. En las cercanías de la colonia de Sena, al sur del río Metauro, Nerón encontró a su colega Livio, y no lejos de él al pretor L. Porcio Licino, cada uno acampado con dos legiones frente a Asdrúbal. En la quietud de la noche, Nerón y sus tropas fueron recibidos en el campamento consular, y se distribuyeron en las tiendas de sus compañeros, de modo que la zona del campamento no se amplió. La intención de los cónsules romanos era ocultar a Asdrúbal el conocimiento de la llegada de refuerzos, para inducirle con mayor facilidad a aceptar la batalla. En cualquier caso, debía librarse una batalla antes de que Aníbal se enterara de la marcha de Nerón y se apresurara a apoyar a su hermano. De ello dependía el éxito de toda la campaña. En caso de necesidad, los cónsules se habrían visto obligados a atacar el campamento cartaginés. Sin embargo, Asdrúbal no tardó en ignorar que ambos cónsules se enfrentaban a él. Las dobles señales que escuchó desde el campamento romano desde la llegada de Nerón no dejaban lugar a dudas del hecho, y las tropas que acababan de llegar mostraban signos manifiestos de una larga y fatigosa marcha. Asdrúbal sólo podía explicar la llegada del segundo cónsul suponiendo que el ejército de Aníbal había sido derrotado y aniquilado, y resolvió en consecuencia regresar al país de los galos y esperar allí una información precisa. Esa misma noche dio órdenes de retirarse más allá del Metauro. Pero, por la infidelidad de sus guías, perdió el camino, vagó largo tiempo río arriba y río abajo sin encontrar un vado, y cuando amaneció, vio a sus tropas desordenadas y agotadas perseguidas y atacadas por los romanos. Ya no tuvo tiempo de cubrirse levantando fortificaciones para un campamento. En la posición más desventajosa, con un río profundo en su retaguardia, se vio obligado a aceptar la batalla y, desde el primer momento, sintió la necesidad de vencer o morir. La batalla duró desde la mañana hasta el mediodía. Los españoles del ala derecha de Hasdrúbal lucharon con la valentía innata de su raza contra las legiones de Livio. Los galos del ala izquierda ocuparon una posición inexpugnable. Nerón, en el ala derecha de la línea romana, vio que no tenía ninguna posibilidad de producir una impresión en ellos; por lo tanto, cambió su posición, marchó con sus hombres por detrás de la retaguardia de la línea romana hacia la izquierda, y atacó a los españoles por el flanco y la retaguardia. Esta maniobra decidió la batalla. Los galos del ala izquierda de Hasdrúbal parecen haberse comportado muy mal. No aprovecharon la retirada de Nerón para avanzar, sino que se entregaron a la pereza y a los disturbios, y después fueron encontrados tirados en su mayor parte borrachos e indefensos en el suelo, de modo que pudieron ser masacrados sin ofrecer resistencia. Cuando Asdrúbal vio que sus mejores tropas caían bajo el abrumador ataque de los romanos y que todo estaba perdido, se precipitó en la espesura de la batalla y fue asesinado. No faltó nada para que la victoria romana fuera completa. Diez mil enemigos, en su mayoría españoles, cayeron en la batalla. Los galos y los ligures huyeron en el mayor desorden y trataron de ganar sus respectivos hogares. De diez elefantes, seis fueron muertos y cuatro tomados. El ejército cartaginés fue destruido; y, por primera vez en el curso de la guerra, los romanos pudieron presumir de haber vengado en suelo italiano la fatal jornada de Cannae.

El plan de Nerón de marchar hacia el norte se había dado a conocer en Roma; la ciudad no había dejado de agitarse con una excitación febril. Todo el mundo sentía que se acercaba un momento decisivo, y había muchos que estaban lejos de aprobar la audaz resolución de Nerón. El senado permanecía reunido, día tras día, desde la madrugada hasta la noche, apoyando y aconsejando a los magistrados cívicos; el pueblo abarrotaba las calles y especialmente el Foro; todos los templos resonaban con las oraciones de las mujeres. De repente, un incierto rumor corrió entre la multitud de que se había librado una batalla y se había obtenido una victoria. Pero las esperanzas del pueblo habían sido engañadas tantas veces que se negaban a creer lo que deseaban con agonizante afán. Incluso un despacho escrito de Lucio Manlio, enviado desde Narnia, no obtuvo más que un crédito parcial. Por fin se difundió la noticia de que tres hombres de rango senatorial, delegados por los cónsules, se acercaban a la ciudad. La excitación de la impaciencia alcanzó ahora su punto más alto, y las masas de la población se apresuraron a salir de las puertas para recibir a los mensajeros. Todos los hombres estaban ansiosos por ser los primeros en escuchar ciertas noticias, y a medida que la multitud recogía retazos de información de los mensajeros o de sus asistentes, las alegres noticias viajaban rápidamente de boca en boca. Sin embargo, no se hizo ningún anuncio formal, y los mensajeros avanzaron lentamente a través de la hinchada multitud hacia el Foro. Con dificultad pudieron penetrar hasta la casa del senado. La multitud entró tras ellos en el edificio, y apenas se pudo evitar que invadieran el recinto sagrado donde estaba reunido el senado. El informe oficial de los cónsules se leyó finalmente en el senado, y entonces Lucio Veturio salió al Foro y comunicó al pueblo las noticias completas de la victoria: que los dos cónsules y las legiones romanas estaban a salvo, que el ejército púnico había sido destruido y que Asdrúbal, su líder, había sido asesinado. Ahora se disiparon todas las dudas y el pueblo se entregó a una alegría sin límites. El primer sentimiento fue el de gratitud a los dioses. Por fin habían escuchado las plegarias de su pueblo, habían derrocado al enemigo nacional y salvado a Italia. El senado decretó la celebración de una acción de gracias pública, que debía durar tres días. El pueblo romano, cansado y harto de la guerra, alimentaba con cariño las más hermosas esperanzas de paz, y parecía casi olvidar que Aníbal seguía ocupando el suelo italiano, invicto y terrible como siempre.

Desde el campo de batalla del Metauro, Nerón marchó, con la misma rapidez con la que había llegado, de vuelta a su campamento cerca de Canusium, donde Aníbal seguía esperando noticias de su hermano. Estas noticias fueron traídas ahora de forma inesperada. La cabeza de Asdrúbal fue arrojada por los romanos a los pies de sus puestos de avanzada, y dos cautivos cartagineses, liberados para este fin por Nerón, le dieron cuenta de la desastrosa batalla que había hecho naufragar todas sus esperanzas. Cuando Aníbal reconoció la cabeza ensangrentada de su hermano, previó el destino de Cartago. Inmediatamente se deshizo con su ejército y marchó hacia el sur, hacia Bruttium, donde su victorioso oponente no se aventuró a seguirle. La guerra en Italia estaba ahora a todas luces decidida. Era en grado sumo improbable que Cartago repitiera la empresa de otra invasión de Italia, que acababa de fracasar de forma significativa. Después de la pérdida de Cerdeña y Sicilia, a la que pronto seguiría la de España, parecía de poca utilidad, desde el punto de vista militar, retener por más tiempo un rincón de Italia, sobre todo porque ahora podía esperarse un ataque a las posesiones cartaginesas en África. Sin embargo, Aníbal no podía decidirse a abandonar por voluntad propia un país que había sido el teatro de sus grandes hazañas, y en el que sólo, como estaba convencido, se podía asestar un golpe mortal a Roma. Durante cuatro años más se aferró con asombrosa tenacidad al suelo hostil, y durante todo ese tiempo su nombre y sus armas invictas siguieron sembrando el terror en toda Italia.

Al final del año que determinó el éxito de la guerra, Roma tuvo, por primera vez tras un largo intervalo, días de regocijo nacional, y los cónsules celebraron un merecido triunfo. Tras la caída de Siracusa, el senado se había negado a conceder a Marcelo el triunfo que ansiaba, y una ovación en el monte Albano no era más que un pobre sustituto de la habitual exhibición de pompa triunfal dentro de los muros de Roma. En efecto, Fabio había triunfado cuando tuvo la suerte de conseguir la posesión de Tarento gracias a la traición de la guarnición de Bruto. Pero, a pesar del gran espectáculo de tesoros y obras de arte que exhibió ante la multitud que lo contemplaba, nadie se engañó en cuanto a sus verdaderos méritos desde el punto de vista militar. Ahora, por fin, los generales romanos habían librado una batalla campal y habían vencido a un enemigo que sólo era segundo en reputación después de Aníbal. El senado decretó que ambos cónsules, ya que habían luchado codo con codo, estuvieran unidos en su triunfo. Se reunieron en Praeneste, Livio a la cabeza de su ejército, Nerón solo, ya que se había ordenado que sus legiones permanecieran en el campo para mantener a raya a Aníbal. Livio entró en la ciudad en el carro triunfal, tirado por cuatro caballos, como el verdadero conquistador, porque el día de la batalla había tenido los auspicios, y la victoria se había obtenido en su provincia. Nerón le acompañó a caballo; pero, aunque los honores formales que se le concedieron fueron inferiores, los ojos de la multitud se dirigieron principalmente a él, y fue saludado con los más fuertes aplausos, como el hombre a cuya audaz resolución se debió principalmente la victoria.

 

Sexto periodo de la guerra,

207-205 A.C.

DESDE LA BATALLA EN EL METAURO HASTA LA TOMA DE LOCRI

 

Desde el comienzo de la guerra hasta la gran victoria de Cannae, la estrella de Cartago había estado en ascenso. La deserción de Capua, Siracusa, Tarento y otros numerosos aliados de los romanos fue el fruto de esta rápida sucesión de victorias. Pero la fortuna de Cartago no subió más, y pronto la reconquista de Siracusa, de Capua y de Tarento marcó los pasos por los que Roma se elevó gradualmente a su antigua superioridad sobre su rival. La aniquilación del ejército de Asdrúbal fue el golpe más duro que le había infligido hasta entonces, y resultó tanto más desastroso para la causa de Cartago cuanto que la expedición de Asdrúbal a Italia sólo se había efectuado al precio del abandono virtual de España. Cualquiera que haya sido el resultado táctico de la batalla de Baecula, en la que Escipión se adjudicó la victoria, sus resultados fueron, en lo que respecta sólo a él y a la campaña en la península española, los de un gran éxito militar; pues la mejor y mayor parte de las fuerzas cartaginesas en España se retiraron inmediatamente después y le dejaron el dominio casi indiscutible de todo el territorio desde los Pirineos hasta el estrecho de Calpe (Gibraltar). Una ventaja adicional para Escipión fue que, al retirarse el ejército púnico, cada vez más tribus españolas abrazaron la causa de los romanos, cuyo dominio aún no había tenido tiempo de presionarles fuertemente, y a través de cuya ayuda esperaban, en su ingenuidad, recuperar su independencia. Esta vacilación del carácter español explica en cierta medida las vicisitudes súbitas y al por mayor de la guerra en ese país. Nada parecía más fácil que conquistar España; pero nada era, en realidad, más difícil que mantener la posesión permanente de la misma. Así, las primeras conquistas cartaginesas en España, bajo el mando de Hamílcar Barcas y su yerno Asdrúbal, se habían efectuado con una rapidez maravillosa, debido a las divisiones internas entre las tribus españolas. Aníbal, en su marcha hacia Italia, había sometido, como creía de forma permanente, todo el país entre el Iberus y los Pirineos; pero la mera aparición de las legiones romanas al mando de los Escipiones había barrido esta adquisición, y en sus primeras campañas los dos generales romanos penetraron muy al sur, en el corazón de las posesiones cartaginesas. Cuando los cartagineses fueron totalmente expulsados de España, los romanos tardaron doscientos años de duros combates antes de poder decir que toda España estaba en su poder y pacificada. En los primeros diez años de la guerra de Aníbal reforzaron persistentemente sus ejércitos en España a costa de los más altos costos, y su perseverancia no dejó de tener efecto, pues el dominio que los cartagineses tenían sobre España se debilitó materialmente, y ya no pudieron extraer de ella los grandes suministros de soldados y tesoros que habían recibido de ese país al principio de la guerra. En consecuencia, perdió gran parte de la importancia que había tenido a sus ojos. Sin embargo, no la abandonaron del todo, incluso después de que Asdrúbal la evacuara con la mejor parte de las fuerzas cartaginesas. Otro Asdrúbal, el hijo de Gisco, un general muy capaz, y el hermano menor de Aníbal, Mago, seguían al frente de ejércitos respetables en España, y recibían refuerzos de África. Sin embargo, no es difícil percibir que el poder de Cartago estaba ahora en decadencia. No se hizo ni un solo esfuerzo vigoroso para recuperar lo que se había perdido. El escenario de la guerra se trasladó cada vez más hacia el sur, a la vecindad de Gades, la última ciudad de cierta importancia que había quedado de todas las posesiones púnicas en la península. Parecía que los cartagineses depositaban todas sus esperanzas de éxito final en el resultado de la guerra en Italia, y que de la victoria de los dos hijos de Barcas en Italia esperaban la recuperación de España como consecuencia natural.

En tales circunstancias, la tarea de Escipión era comparativamente fácil; y por mucho que sus panegiristas se esforzaran en ensalzar sus hazañas en España y en representarlo como un héroe consumado, no han conseguido convencernos de que, desde el punto de vista militar, tuviera la oportunidad de lograr grandes cosas. Vemos claramente que la gloria de Escipión es el tema absorbente de los escritores que registran la marcha de los asuntos en España. Su acción individual es conspicua en todas partes. Casi podemos imaginar que estamos leyendo un poema épico en su honor, y algunas de las escenas descritas delatan inequívocamente su origen en la imaginación poética del narrador original o en un poema real. No es difícil descubrir estas huellas de la poesía. Pero como no poseemos ningún informe estrictamente sobrio y auténtico de los acontecimientos al lado de la narración poéticamente coloreada, no podemos separar la ficción de la verdad más que por criterios internos, y en muchos casos esta separación debe dejarse al tacto y al juicio individual del lector crítico.

En su primera aparición en España, Escipión se había ganado el corazón del pueblo. Cuando, después de la toma de Nueva Cartago, vieron su magnanimidad y sabiduría, su admiración por el joven héroe se elevó a tal altura que empezaron a llamarlo su rey. Al principio Escipión no hizo caso de esto. Pero cuando, tras la batalla de Baecula, liberó a los prisioneros sin rescate, y los nobles españoles, embargados por el entusiasmo, lo proclamaron solemnemente como su rey, Escipión se enfrentó a ellos con la declaración de que, en efecto, afirmaba poseer un espíritu real, pero que, como ciudadano romano, no podía asumir el título real, sino que se conformaba con el de Imperator. Polibio aprovecha esta ocasión para ensalzar la moderación y los sentimientos republicanos de Escipión, y expresa su sorpresa por el hecho de que extendiera la mano para hacerse con una corona ni en esta ocasión ni en un periodo posterior, cuando, tras el derrocamiento de Cartago y Siria, había alcanzado la cima de la gloria, y "tenía vía libre para obtener el poder real en cualquier parte de la tierra que deseara". Esta opinión, expresada sin reparos por Polibio, es en grado sumo extraña y sorprendente. Demuestra sin lugar a dudas que en su época, es decir, en la primera mitad del siglo II antes de nuestra era, el establecimiento de un gobierno monárquico era una contingencia que la imaginación de los romanos no situaba fuera del alcance de la posibilidad; que en todo caso los miembros distinguidos de la nobleza se reputaban capaces de aspirar a una posición superior a la igualdad republicana que correspondía a la mayoría de los ciudadanos. Es cierto que encontramos esta idea expresada por un griego, que tal vez no tenía la menor idea del profundo horror con el que un auténtico romano miraba el poder y el propio nombre de un rey, y a quien la historia de su propia nación, desde los tiempos de Alejandro Magno, había familiarizado con la asunción de la dignidad real por parte de generales exitosos. Además, Polibio da a entender que, en su opinión, Escipión podría haber hecho uso de su influencia y de las circunstancias para obtener la autoridad real, no en Roma, sino en España, Asia o cualquier otro lugar. Tal vez pensó que tal posición regia o virreinal no era incompatible con los deberes de un ciudadano y general romano, de la misma manera que los hombres de la casa de Barcas habían sido reyes de facto en España, y sin embargo habían seguido sirviendo al estado cartaginés como súbditos obedientes; pero, a pesar de todas estas consideraciones, el juicio de Polibio, con respecto a la negativa de Escipión al título real, debe ser considerado como un signo de los tiempos. Es la primera débil sombra que los acontecimientos venideros proyectan ante ellos. El dominio de Roma sobre las provincias hizo necesario conferir a los individuos de vez en cuando poderes monárquicos; y estos poderes temporales fueron los escalones hacia el trono de los emperadores romanos. España fue el primer país que presenció el poder autocrático de los nobles romanos; y fue en la familia de los Escipiones donde éste se hizo patente por primera vez. Creció de generación en generación, y bajo su peso la república fue aplastada. Hubo un tiempo en Roma, y no fue muy lejano, en el que ni siquiera la idea de la posibilidad de un poder monárquico podía ser contemplada por nadie. En las guerras samnitas, en la guerra con Pirro y en la primera guerra con Cartago, el alma de todo romano estaba llena únicamente del espíritu republicano.

Otra forma de gobierno que la de la república libre era inconcebible en Roma, al igual que es inconcebible en la actualidad en Suiza y en los Estados Unidos de América. Todas las acusaciones formuladas por los analistas romanos contra Espurio Casio, Espurio Maelio y Marco Manlio, por supuestos intentos de tomar el poder monárquico, no son más que invenciones de un período posterior. Pero este periodo comienza, como vemos ahora, después de la guerra de Aníbal, cuando un escritor como Polibio pudo encontrar motivos para alabar a Escipión por rechazar el título real y por abstenerse de asumir la autoridad real.

A pesar de los sentimientos republicanos y de la moderación que Escipión mostró con respecto a la oferta del título real, su conducta y su comportamiento mostraban una especie de porte real y de superioridad consciente sobre sus conciudadanos. Estaba rodeado de algo parecido a una corte a pequeña escala. Su primer consejero confidencial y su sirviente más fiable era Cayo Laelio, que fue empleado especialmente para ejecutar comisiones delicadas y entregar mensajes en Roma, para sondear los elogios de Escipión y mantener unidos a sus amigos en el senado. Además de esta agencia diplomática, también se le encomendaron tareas militares, como al hermano mayor de Escipión, Lucio, y como a Cayo Marcio, el valiente tribuno que en el año 212 había salvado los restos del ejército romano de la destrucción total. Incluso el propraetor Marco Junio Silano recibía órdenes de él como si fuera un legado imperial, mientras que el comandante en jefe dirigía los movimientos de sus inferiores desde su cuartel general en Tarraco.

El año 207 a.C., que fue tan decisivo para la guerra en Italia, no parece haber estado marcado por ningún acontecimiento digno de mención en España. Después de que Asdrúbal hubiera marchado con su ejército a través de los Pirineos y los Alpes, parece que los cartagineses no se sentían lo suficientemente fuertes para ninguna operación ofensiva, y también Escipión estaba debilitado, ya que había enviado una parte de sus fuerzas para la protección de Italia. Permaneció estacionado en Tarraco, donde había invernado, y sólo tenemos noticia de una marcha de Laelio a la Baetica, en el extremo sur de la península, donde se encontró y derrotó al hermano de Aníbal, Mago, y capturó a un general púnico llamado Hanno. El único otro acontecimiento asignado a este año es la toma de un lugar llamado Oringis, por el hermano de Escipión, Lucio, en cuya ocasión se dice que cayeron 2.000 enemigos y no más de noventa romanos.

El año siguiente, 206 a.C., fue testigo de la extinción total del dominio púnico en España. Probablemente Escipión había vuelto a reforzar su ejército tras la batalla en el Metauro. La noticia de esa victoria produjo un gran efecto en España y ganó nuevos aliados para los romanos. Escipión marchó de nuevo hacia el sur, y se encontró por segunda vez en Baecula con un gran ejército cartaginés al mando de Hasdrúbal, el hijo de Gisco, al que, tras una dura lucha, obligó a retirarse a su campamento, y condujo poco después más al sur. A continuación, regresó mediante lentas marchas a Tarraco, dejando atrás a Silanus para que persiguiera al quebrado ejército hostil. Este ejército, al parecer, disminuyó rápidamente. Las tropas españolas desertaron y se fueron a sus respectivos hogares, mientras que los púnicos se retiraron a la ciudad insular de Gades. Así se puso fin a la guerra en el continente de España. Aquí, al igual que en Sicilia y Cerdeña, la fuerza superior y la perseverancia de Roma habían prevalecido sobre los ejércitos cartagineses, aparentemente mejor dirigidos, pero compuestos de peores materiales.

El contagio de la deserción, que en gran parte había causado la pérdida de España, comenzó ahora a atacar a las tropas nativas africanas, que, más que cualquier otra porción de los ejércitos cartagineses, habían sido hasta entonces el terror de las legiones. Masinisa, el valiente príncipe númida, que unos años antes había luchado contra el rebelde Sífax, y que desde entonces había prestado los servicios más importantes en España con su excelente caballería, empezaba a descubrir, con la astucia nativa de un bárbaro, que la causa de sus amigos y patrocinadores estaba perdida, y estaba ansioso, antes de que fuera demasiado tarde, de asegurarse una retirada segura en el campamento de los conquistadores. Se encerró en Gades con el remanente del ejército cartaginés, pero encontró la oportunidad de tratar con Silano, e incluso se relata que tuvo una entrevista secreta con el propio Escipión, en la que se discutieron los términos de una alianza entre él y Roma, y se prometió su cooperación en caso de que la guerra se llevara a África. Así se hicieron los primeros preparativos para la ejecución del plan que Escipión ya estaba madurando en su mente, es decir, llevar la guerra a su conclusión en ese país, donde se podían infligir los golpes más mortíferos a Cartago.

Pero antes de que la ayuda de Masinisa estuviera del todo asegurada, Escipión se esforzó por restablecer y reforzar las relaciones amistosas que durante varios años habían existido entre Roma y Sífax, el príncipe más poderoso de los númidas occidentales o masaesylianos. En el año 215, Sífax, con la esperanza de recibir ayuda de Roma, se había levantado en armas contra Cartago. Pero parece haber sido abandonado a sus propios recursos, y los pocos oficiales romanos que los dos Escipiones le habían enviado desde España se habían mostrado incapaces de convertir a sus revoltosos númidas en algo parecido a una infantería regular y estable. En consecuencia, fue derrotado y expulsado de su reino por los cartagineses y sus aliados, los númidas, bajo el mando del rey Gula y su hijo Masinisa. No sabemos en qué condiciones los cartagineses hicieron después la paz con él y le permitieron volver a su país. Sólo sabemos que, con la sutil traición de un bárbaro, envió una embajada a Roma en el 210, para asegurar al senado su amistad, mientras mantenía relaciones amistosas con Cartago. No conocemos las intrigas secretas llevadas a cabo con él y con Masinisa. Puede que Escipión deseara ganarse la amistad y la alianza de ambos. Pero estaba en la naturaleza de las cosas que ni Roma ni Cartago podían estar en buenos términos con uno de los dos rivales sin enemistarse con el otro. Los dos jefes númidas no podían estar en el mismo bando, pues cada uno de ellos pretendía obtener la posesión exclusiva de toda Numidia. Mientras Masinisa fue fiel al servicio de los cartagineses, Sífax trató de mantenerse en buenos términos con Roma; pero en cuanto se enteró de que Masinisa había traicionado a sus amigos y se había pasado a los romanos, ya no le fue posible mantenerse en una posición neutral o incluso hostil a Cartago. Si uno de los dos jefes númidas giraba a la derecha, era necesario que el otro lo hiciera a la izquierda. Por lo tanto, fue un intento vano por parte de Escipión de asegurarse la cooperación de Sífax en la guerra con los cartagineses después de haber desprendido a Masinisa de su ayuda.

Livio ofrece una larga y gráfica descripción de un peligroso viaje de Escipión a un puerto númida; de su encuentro, por una extraordinaria coincidencia, con Asdrúbal, el hijo de Gisco, en la misma casa y en la mesa de Sífax; de las negociaciones allí llevadas a cabo, en cuya ocasión las cualidades personales de Escipión volvieron a suscitar la admiración de sus enemigos, y por último de una alianza concluida con Sífax. Toda esta narración pertenece, con toda probabilidad, al dominio de la ficción. Parece una rapsodia del poema épico del gran Escipión. Los hechos relatados no son más que las aventuras personales de unos pocos héroes; no tienen la más mínima influencia en el curso de los acontecimientos, y ni siquiera se puede hacer que armonicen con él. El supuesto tratado con Sífax resulta ser una fábula, y el viaje quijotesco a África no puede encajar cronológicamente en el año 206. Por lo tanto, si realmente hubo negociaciones entre Escipión y Sífax, es probable que Laelio, o algún otro agente confidencial, fuera el negociador, y no el propio comandante en jefe.

La narración detallada que hace Livio de los magníficos juegos funerarios que Escipión celebró en Nueva Cartago en honor de su padre y de su tío no es ni mucho menos más auténtica ni más interesante en cuanto al curso de los acontecimientos. Los combates de gladiadores en esta ocasión no fueron del tipo que se suele exhibir en Roma en los funerales de los grandes hombres. En lugar de gladiadores contratados, españoles libres y nobles, que se habían ofrecido voluntariamente y con un celo caballeresco, lucharon entre sí para hacer honor al gran Escipión. Es más, el combate mortal se convirtió en una ordalía. Dos parientes, reclamantes rivales de una corona disputada, resolvieron decidir su disputa mediante un llamamiento a las armas, y al mismo tiempo realzar la brillantez de los juegos fúnebres de Escipión mediante su encuentro personal. La refinada humanidad de Escipión se revolvió, por supuesto, ante esta singular y atroz sugerencia; trató de persuadir a los rivales para que desistieran de su intención, pero, al no poder hacerlo, consintió finalmente en esta singular prueba por medio de la batalla, que fue al mismo tiempo un espectáculo para sus tropas, y en la que uno de los dos príncipes resultó muerto tras una severa, y sin duda interesante, lucha. ¿Qué debemos pensar de los historiadores que aceptan seriamente tales vuelos de la imaginación como hechos reales, para ser registrados en una prosa histórica sobria, y que se detienen en ellos con visible satisfacción? Un solo capítulo de una historia como ésta es suficiente para poner en duda otras historias relacionadas con los hechos de Escipión, aunque no sean en sí mismas fantásticas o ridículas.

Cuando los cartagineses habían evacuado toda España con la única excepción de Gades, no le quedaba a Escipión más que hacer la guerra a aquellos de los antiguos aliados cartagineses que no estuvieran dispuestos a cambiar el dominio de una potencia extranjera y ajena por el de otra, o a aquellas tribus que se habían distinguido por su hostilidad a Roma. A estas últimas pertenecía la ciudad de Illiturgi, en el río Baetis. Los habitantes de este lugar, anteriormente sometidos a Cartago, se habían unido a los romanos al principio de la guerra, pero tras la derrota de los dos Escipiones habían hecho las paces con Cartago, matando a los fugitivos romanos que habían huido a su ciudad desde el campo de batalla. Esta cruel traición exigía ahora venganza. Illiturgi fue tomada por asalto. Todos los hombres, mujeres y niños fueron asesinados indiscriminadamente y la ciudad fue arrasada.

La ciudad vecina de Castulo fue tratada con menos severidad, porque, aterrorizada por el destino de Illiturgi, se había rendido a Marcio y entregado una guarnición púnica. Marcio marchó entonces sobre Astapa (la moderna Estepa, al sur de Astigi). Esta desafortunada ciudad se convirtió en el escenario de uno de esos horribles estallidos de patriotismo frenético y desesperación de los que los nativos de España en tiempos antiguos y modernos han dado varios ejemplos. Los hombres de Astapa levantaron en su pueblo una enorme pila funeraria, arrojaron sobre ella todos sus tesoros, mataron a sus esposas e hijos y dejaron que las llamas lo consumieran todo, mientras ellos mismos se lanzaban contra el enemigo y caían en combate hasta el último hombre. No les quedó más remedio que elegir entre este terrible final y el aún más terrible de Illiturgi, y pensaron que la amargura de la muerte sería menor a manos de los sacrificadores que de los carniceros.

Hasta ahora Escipión había tenido un éxito ininterrumpido. Los cartagineses habían sido expulsados de España; todos los pueblos nativos estaban sometidos o se habían unido voluntariamente a la causa romana; se habían entablado negociaciones con los dos jefes númidas más poderosos, que prometían su ayuda para proseguir la guerra en África, cuando de repente el prometedor resultado se puso en peligro, pues Escipión, el hombre del que todo dependía, enfermó repentinamente. Incluso el mero rumor de esta calamidad, que exageraba su enfermedad cuanto más se extendía, causó inquietud en toda la provincia; y no sólo los volubles aliados españoles, sino incluso los soldados legionarios romanos, manifestaron inesperadamente un espíritu de insubordinación e incluso de motín. Un cuerpo de ocho mil soldados romanos, acantonado cerca de Sucro, había estado animado por un mal espíritu incluso antes de esta época; se habían quejado de que se les retenía la paga, de que se les había prohibido despojar a los españoles y de que se les mantenía demasiado tiempo en el servicio exterior. Ahora, cuando les llegó la noticia de la enfermedad de Escipión, su descontento estalló en una resistencia abierta a las órdenes de los tribunos legionarios; eligieron a dos soldados privados como sus líderes, saquearon el país circundante y parecían estar a punto de imitar el ejemplo de la legión campanos en la guerra con Pirro, al renunciar a la autoridad de Roma y establecer en algún lugar un dominio propio e independiente.

Sin embargo, todavía no habían sido culpables de ningún acto abierto de violencia y derramamiento de sangre, y no se habían aventurado a cometer ningún ultraje contra la majestad de Roma más allá de la violación de la disciplina militar y la subordinación, cuando llegó la noticia de que Escipión no había muerto, ni estaba irremediablemente enfermo, sino que se había recuperado, y que les había ordenado marchar a Nueva Cartago, con el propósito de recibir la paga que se les debía. Obedecieron, y pronto entraron en razón. Escipión hizo que fueran rodeados y desarmados por tropas fieles, que los cabecillas fueran apresados y ejecutados, y que el orden y la disciplina se restablecieran sin mayor dificultad. El peligro desapareció como por arte de magia, y se demostró de nuevo el poder que poseía Escipión sobre las mentes de sus soldados.

Reprimido el motín del ejército, los españoles rebeldes fueron pronto castigados. Escipión cruzó el Ebro, penetró en la tierra de los ilergetes y de los laretanos, en el lado norte de este río, derrotó a los hermanos Mardonio e Indibilis, y los obligó a la sumisión y al pago de una suma de dinero.

Antes de terminar el año, Gades cayó en manos de los romanos. Para un asedio regular de esta fuerte ciudad insular, Escipión habría necesitado no sólo un ejército considerable sino también una gran flota. Pero no podía disponer de sus barcos, ya que había tomado los remeros de los mismos para emplearlos en el servicio de tierra. Por lo tanto, trató de ganar la ciudad mediante la traición, un plan que había tenido éxito en tantos casos, y que prometía un resultado más fácil y rápido. Se iniciaron las negociaciones. En Gades, así como en todos los lugares ocupados por los cartagineses, era fácil encontrar traidores que se declaraban dispuestos a entregar la ciudad, así como la guarnición púnica, en manos de los romanos. Pero el complot fue descubierto, y los cabecillas fueron apresados y enviados a Cartago, para esperar su castigo. Sin embargo, los cartagineses parecen haber desesperado de retener Gades de forma permanente. Los habitantes eran púnicos, pero no cartagineses. Estaban en la condición de aliados súbditos, una condición que, sin duda, se consideraba gravosa e insatisfactoria. Se interesaban muy poco en la lucha por la supremacía entre Roma y Cartago, pues ni un estado ni el otro les permitían una posición independiente. Tal vez se consideraba que la rivalidad comercial de Cartago interfería con la prosperidad de Gades, mientras que no se podía esperar nada de Roma a este respecto; y todo el comercio de los mares occidentales estaba, tras la humillación de Cartago, seguro que caería en manos de Gades, bajo la protección de los romanos. Tales disposiciones, por parte de la población de Gades, explicarían la severidad con la que Mago recibió la orden del gobierno patrio de tratar a la ciudad, una severidad que podía tener como objetivo no mantener la posesión de Gades, sino exigirle sin piedad los medios para continuar la guerra con Roma, y luego abandonarla. Mago saqueó no sólo el tesoro público y los templos, sino incluso a los ciudadanos particulares, y luego abandonó el puerto de Gades con toda la flota y todas las fuerzas. De esta manera indigna, los cartagineses abandonaron el último asidero que aún tenían en suelo español. Gades, por supuesto, abrió sus puertas a los romanos, y obtuvo condiciones favorables de paz, bajo las cuales continuó floreciendo durante mucho tiempo, como una ciudad aliada, sujeta ciertamente a Roma, pero disfrutando de perfecta libertad en la gestión de sus propios asuntos locales.

Así, España se perdió, no como consecuencia de una gran batalla decisiva, sino por la retirada gradual y el agotamiento de los cartagineses. El último esfuerzo para la defensa de España se había realizado cuando Asdrúbal Barcas apareció con el ejército español en suelo italiano. Fue en el Metauro donde los romanos conquistaron España, y a Escipión no le quedó más remedio que seguir el rastro del león herido hasta el último rincón y ahuyentarlo. Antes de que terminara el año, pudo considerar esta tarea como realizada. Confió el mando principal a su legado, M. Junio Silano, y regresó a Roma, acompañado de Laelio, para asegurar su elección para el consulado del año siguiente, y para madurar sus planes para llevar la guerra a África.

Las esperanzas que Aníbal había depositado en la alianza y la cooperación del rey Filipo de Macedonia no se habían hecho realidad. En lugar de tomar parte activa en las operaciones en Italia, donde sus excelentes tropas macedonias habrían decidido infaliblemente la guerra a favor de las potencias aliadas poco después de la batalla de Cannae, Filipo atacó aquellos países al este del Adriático para los que había estipulado como su parte del botín tras la derrota de Roma, dando aparentemente por sentado que, incluso sin su ayuda, Aníbal sería capaz de lograr la conquista de Italia. Consiguió obtener ventajas considerables en Iliria y, considerándose ya dueño indiscutible de los países al norte del golfo de Ambracia, parecía empeñado en convertir la influencia de la que gozaba, como protector de algunos de los estados griegos, en un verdadero dominio sobre todos. Dejó de lado cada vez más las cualidades de un líder de los griegos y asumió las de un déspota asiático. El carácter amable que había exhibido en su juventud dio paso a la baja voluptuosidad, la falsedad y la crueldad cuando se hizo hombre. Perdió la confianza y el apego de sus mejores amigos, los aqueos, cuando se empeñó, con astucia y crueldad, en mantener la posesión de Mesenia. El libertino real no se avergonzó, mientras era huésped en la casa de su viejo amigo Aratos, de deshonrar a la esposa de su hijo y, cuando Aratos se lo reprochó, de causarle la muerte con veneno. Los viejos celos y todas las pasiones y disputas internas de los griegos, que debían haber quedado enterradas para siempre por la paz de Naupaktos, en el año 217, revivieron de inmediato, y no fue difícil para los romanos encender de nuevo las llamas de la guerra, y luego dejar al rey de Macedonia tanto por hacer en su propio país que se vio obligado a renunciar al intento de un desembarco en Italia.

De poco sirve intentar determinar quién fue el culpable de haber provocado la injerencia de Roma en los asuntos internos de Grecia. Debido al predominio de pequeños estados independientes, el espíritu de la nacionalidad no podía abarcar a todos los pueblos griegos y unirlos de forma duradera para una acción común contra cualquier enemigo. Ninguna consideración abstracta de moralidad pública o de deber nacional impidió nunca a ninguna comunidad griega buscar la alianza de una potencia extranjera; la aceptaban sin el menor escrúpulo, si prometía ventajas materiales inmediatas. Pocos griegos sintieron jamás escrúpulos patrióticos al aprovechar el dinero persa o las tropas macedonias para abatir a sus propios vecinos inmediatos y compatriotas helenos. Ni siquiera la gran lucha nacional contra la barbarie asiática, bajo Milcíades y Temístocles, había unido a todos los griegos en su causa común, y desde entonces ningún entusiasmo nacional igualmente grandioso los había elevado por encima de los celos mezquinos de los intereses locales. Poco antes de la intromisión de los romanos, la liga aquea había recurrido a los macedonios y los había convertido en árbitros de los asuntos internos de Hellas. Por lo tanto, si en la presente ocasión los aqueos recurrieron a los romanos, sólo podemos condenarlos por haber cometido un pecado contra su propia nación que ninguno de los otros griegos habría tenido el menor reparo en cometer, un pecado que es la maldición inevitable de la división interna en toda nación de los tiempos antiguos o modernos.

Sin embargo, debemos reconocer que la liga que los etolios concluyeron ahora con los romanos se distinguió por una peculiar turbiedad. Se trataba de un compromiso por el que todo el pueblo etolio se convertía en mercenario romano, y se estipulaba que su alquiler sería el saqueo de las ciudades griegas vecinas. Acordaron hacer causa común con los romanos, como una banda de ladrones. Los romanos debían proporcionar barcos, los etolios tropas; los países y ciudades conquistados debían convertirse en el botín de los etolios, el botín mueble en el de los romanos. Si recordamos que este "botín mueble" incluía a los habitantes que podían caer en manos de los conquistadores y que, en consecuencia, serían vendidos como esclavos, apreciaremos debidamente el sentido de la dignidad nacional que podía animar a los etolios e inducirles a concluir una alianza tan vergonzosa con los bárbaros extranjeros para esclavizar a sus compatriotas. E incluso esta conducta podría haberse excusado o paliado hasta cierto punto si el peligro extremo, o la necesidad de autodefensa, hubieran instado a los etolios, como último recurso, a conseguir ayuda extranjera en estos términos. Pero, en realidad, no fue otra cosa que su instinto nativo de ladrones lo que les indujo, en lugar de cultivar honestamente sus campos, a arar con la lanza y cosechar con la espada. Con su liga con los romanos consiguieron una vez más poner a Grecia en pie de guerra, llenar toda la longitud y la anchura de la tierra con una miseria indecible y preparar para la sujeción a un yugo extranjero a la nación que, no se sometería a la disciplina de un estado nacional. Nuestra indignación por su conducta se mezcla con un sentimiento de satisfacción cuando recordamos que ellos fueron los primeros, en sentir el peso de este yugo, y que casi se vieron abocados a la desesperación y a la locura cuando sintieron lo descarnado que era.

Después de la caída de Siracusa y Capua, M. Valerio Laevino cruzó a Grecia con una flota de cincuenta barcos y una legión, y se presentó en la asamblea popular de los etolios, cuyos principales hombres habían sido persuadidos previamente para favorecer las propuestas romanas. No encontró ninguna dificultad para convencerles de que reanudaran la guerra con Filipo, ya que les ofrecía la perspectiva de conquistar el país acarniense, que habían codiciado durante mucho tiempo, y de recuperar las numerosas ciudades que les habían arrebatado los macedonios. Se suponía que se unirían a la alianza todos aquellos que, por su propio interés o por antiguas hostilidades, eran enemigos naturales de Macedonia, como los bárbaros tracios en el norte, los jefes Pleurato y Skerdilaidas en Iliria, los mesenios, los elanos y los lacedemonios en el Peloponeso; por último, en Asia, el rey Atalo de Pérgamo, quien, sintiéndose inseguro en su precaria posición entre las dos grandes monarquías de Macedonia y Siria, acogió a los romanos como sus mecenas, y así dio paso a su diplomacia para interferir en los asuntos políticos del lejano Oriente. Valerio prometió ayudar a los etolios con una flota de al menos veinticinco barcos, y ambas partes se comprometieron a no concluir una paz por separado con Macedonia. Así, los romanos habían soltado sobre Filipo una jauría lo suficientemente numerosa como para mantenerlo a raya en su propio país y evitar que pensara en una invasión de Italia. Se vieron aliviados de toda ansiedad a este respecto, y ni siquiera se vieron obligados a realizar grandes esfuerzos para la defensa de su costa oriental.

No es necesario que sigamos en detalle el curso de la guerra en Grecia. Estuvo marcada, no por grandes acciones decisivas, sino por una serie de pequeños conflictos y bárbaras atrocidades, con las que se minó y desperdició la fuerza de la nación. La fuente de las mayores calamidades fue esta, que los territorios hostiles no eran masas compactas, separadas unas de otras por una sola línea de frontera, sino trozos separados, dispersos irregularmente, y entremezclados en el Peloponeso, en la Grecia central y en las islas. Así pues, la guerra no se limitó a una localidad, sino que se desencadenó simultáneamente en todos los barrios. En el Peloponeso, los aqueos se vieron acosados continuamente por los etolios y los lacedemonios, que, en este último periodo de su independencia, habían cambiado su venerable monarquía hereditaria y su constitución aristocrática por el gobierno de un tirano. Los orgullosos espartanos, antes enemigos y oponentes jurados de la tiranía en todas las partes de Grecia, habían sucumbido por fin a un tirano ellos mismos. Maquánidas, un valiente soldado, se había hecho su amo, y ejercía un despotismo militar en un estado que en un tiempo pareció a los más sabios de los griegos el modelo de las instituciones políticas. Las costas del golfo de Corinto y del mar Egeo fueron visitadas por flotas romanas, eteolianas y pergaminenses, que saquearon y devastaron las ciudades y se llevaron a los habitantes como esclavos. Desde el norte, hordas de bárbaros irrumpieron en Macedonia. Filipo se vio obligado a precipitarse de un lugar a otro. Cuando se enfrentaba a los tracios, fue llamado por los mensajeros para proteger a sus aliados del Peloponeso; y apenas había marchado hacia el sur, cuando sus dominios hereditarios fueron invadidos por ilirios y dardanos. Dirigió esta difícil guerra no sin vigor y habilidad, y consiguió, gracias a su inquieta actividad y rapidez, mostrarse superior a sus enemigos en todas partes, hacer retroceder a Pleurato y Skerdilaidas en Iliria, vencer a los etolios (210 a.C.) cerca de Lamia, y perseguirlos hasta su propio país. Atalo de Pérgamo fue sorprendido por Filipo cerca de la ciudad de Opus, que había tomado y que estaba saqueando. Logrando a duras penas escapar del cautiverio, regresó a Asia y, ocupado en disputas con su vecino, el rey Prusias de Bitinia, no prestó más atención a los asuntos de Grecia. Los romanos participaron muy poco en la guerra. En estas circunstancias, algunas de las potencias neutrales, los rodios y el rey de Egipto, estuvieron a punto de conseguir, ya en el año 208 a.C., el restablecimiento de la paz entre el rey Filipo y los etolios. Pero los romanos hicieron fracasar las negociaciones al reanudar la guerra con mayor vigor por su parte. Tras un breve armisticio, las hostilidades continuaron; y si Filipo hubiera poseído una flota respetable, no habría tenido ninguna dificultad en reducir a los exhaustos etarras a la sumisión. En el año 200 a.C. penetró por segunda vez en Termo, la capital de su país. Sus aliados, los aqueos, bajo el mando del hábil general Filopoemen, obtuvieron una victoria decisiva sobre los espartanos, en la que el tirano Maquánidas fue asesinado; y como los romanos descuidaron cada vez más los servicios a los que se habían comprometido en el tratado, los etolios se vieron obligados finalmente, en el 205 a.C., a concluir una paz separada con Macedonia, en violación formal de sus compromisos con Roma.

A su regreso de España, en el año 206, Escipión abrigaba esperanzas no infundadas de que, a una edad en la que otros hombres empezaban a prepararse para los mandos militares más altos y los cargos de Estado, sería recompensado con un triunfo, la mayor distinción a la que podía aspirar un ciudadano romano, como coronación de una vida dedicada al servicio público. En efecto, no había sido investido con una magistratura regular. Sin haber sido pretor, había sido enviado a España, con un mando extraordinario como propraetor; ni nadie, salvo los magistrados regulares, había celebrado nunca un triunfo. Pero la guerra de Aníbal había hecho que la gente se familiarizara con muchas innovaciones, y entre estas innovaciones, el mando extraordinario de Escipión era tan prominente que la concesión de un triunfo, como consecuencia natural del mismo, parecía poco probable que encontrara una oposición seria. Así pues, en el templo de Bellona, ante las murallas de la ciudad, Escipión enumeró ante el senado reunido todas sus hazañas en España; les contó cuántas batallas había librado, cuántas ciudades había tomado, qué naciones había puesto bajo el dominio del pueblo romano y, aunque no pidió claramente un triunfo, esperaba que el senado decretara por sí mismo el honor que tanto codiciaba. Pero se sintió decepcionado. Sus oponentes insistieron en que no había ninguna razón válida para apartarse de la antigua costumbre, y Escipión tuvo que contentarse con desplegar toda la pompa y el espectáculo que pudo cuando hizo su entrada en Roma como ciudadano particular, sin las solemnes formalidades de un triunfo. En este momento, las elecciones consulares para el año siguiente tuvieron lugar en medio de una actividad inusual por parte del pueblo. De todas partes los ciudadanos romanos acudieron en gran número, no sólo para votar, sino simplemente para ver al gran Escipión. Se agolparon alrededor de su casa, le siguieron hasta el Capitolio, donde, en cumplimiento de un voto hecho en España, ofreció un sacrificio de cien bueyes. Fue elegido cónsul por unanimidad por todas las centurias, y en su imaginación el pueblo lo veía ya llevando la guerra a África y terminándola con la destrucción de Cartago.

Pero el senado estaba lejos de mostrar el entusiasmo y la unanimidad del pueblo. Los amigos y partidarios de Escipión se encontraron con la oposición de hombres independientes que no tenían una confianza ilimitada en él y que pensaban que había demasiado riesgo en un ataque a África mientras Aníbal no hubiera evacuado Italia. A la cabeza de estos hombres estaba el anciano Q. Fabio Máximo. Su sistema de una pertinaz guerra defensiva y de un lento y cauteloso avance a la ofensiva había resultado hasta ahora eminentemente exitoso. Gracias a él, Aníbal se había visto gradualmente obligado a abandonar el centro de Italia y a retroceder totalmente sobre la estrecha península de Bruttium. Fabio no veía ninguna causa por la que este sistema debiera ser abandonado ahora. Era de esperar que, si se persistía en él durante algún tiempo más, Aníbal perdería Thurii, Locri y Croton, los últimos bastiones en su poder, y se vería así obligado a retirarse de Italia. Pero si, para llevar la guerra a África, Italia fuera vaciada de tropas, podría temerse que Aníbal volviera a salir de Bruttium y amenazara a Samnio, Campania o el Lacio.

El plan de Escipión y su partido era, sin duda, más grandioso y más digno del pueblo romano. Era razonable esperar que un ataque enérgico contra los cartagineses en África conduciría de inmediato a la retirada de Aníbal de Italia. Además, siempre había sido costumbre de los romanos atacar a sus enemigos en su propio país. Así habían guerreado en la antigüedad con los etruscos, los latinos y los samnitas. Habían llegado hasta Heraclea y Beneventum para enfrentarse a Pirro. En la primera guerra púnica habían hecho de Sicilia el campo de batalla, y en la segunda habían enviado sus ejércitos y flotas a España y al otro lado del Adriático. Es cierto que no habían olvidado los pasos de Caudina, ni la derrota de Régulo en África; pero, después de todo, las mayores calamidades se habían abatido sobre Roma cuando se había permitido a sus enemigos acercarse demasiado, en el Allia, cerca del Trasimeno y en Cannae. Había llegado por fin el momento de intentar esa expedición a África que había formado parte del plan original de los romanos, y que el cónsul Sempronio había recibido el encargo de emprender en el primer año de la guerra. En aquel momento, la invasión de Aníbal en Italia había frustrado este plan bien meditado. Pero ahora Aníbal estaba tan debilitado que dos ejércitos consulares eran suficientes para mantenerlo a raya; apenas se mantenía en Bruttium; el resto de Italia estaba libre de peligro; en Sicilia, Cerdeña y España la guerra estaba prácticamente terminada; en Macedonia, donde nunca había sido grave, podía terminar en cualquier momento con la conclusión de la paz. Por lo tanto, era con toda seguridad el momento de abandonar el principio fabiano de la defensa cautelosa, que estaba calculado para prolongar indefinidamente la excitación, la inquietud y los sufrimientos de la guerra, y de reunir toda la energía de la nación para un audaz golpe decisivo, como la generación anterior había hecho con glorioso éxito en la guerra de Sicilia.

No se puede dudar de que los argumentos de mayor peso esgrimidos contra este plan se basaban en la presencia de Aníbal en Italia, quien, aunque terriblemente agotado y dejado casi sin recursos, seguía protegiendo a su país con el mero terror de su nombre. Si la satisfacción personal y su propia gloria, tan claramente reconocida por sus enemigos, hubieran podido ser una compensación para él por el naufragio de sus esperanzas, seguramente se habría sentido consolado e incluso gratificado al ver este involuntario tributo a su grandeza. Pero su ambición era establecer la grandeza de su país, y no conocía ninguna gloria personal aparte de la prosperidad e independencia de Cartago.

La mayoría del senado no era favorable a los planes de Escipión. Éste lo había previsto y estaba dispuesto a llevar a cabo su proyecto sin el consentimiento y, si era necesario, contra la voluntad del senado. Se rumoreaba que pretendía aprovechar la disposición favorable de las masas y obtener, sin la autoridad del senado, una decisión de la asamblea popular por la que se le encargaría llevar la guerra a África y reunir las fuerzas necesarias. Tal procedimiento no habría sido inconstitucional, pero habría sido contrario a la práctica habitual, que tenía casi el poder de la ley, y por la cual la dirección principal de la guerra, y especialmente la distribución de las provincias, se dejaba enteramente a la discreción del senado. Por ello, este cuerpo se vio sumido en una gran consternación cuando Escipión se mostró resuelto, como último recurso, a dejar sin efecto su autoridad y a apelar a la decisión del pueblo. Se produjeron violentos debates y, finalmente, los tribunos plebeyos lograron un compromiso por el que Escipión abandonaba la idea de provocar una decisión del pueblo y prometía guiarse por un decreto del senado, en el entendimiento, sin embargo, de que el senado no se opondría a su plan en principio. Entonces el senado resolvió dar permiso a Escipión para cruzar de Sicilia a África; pero votaron medios tan inadecuados para llevar a cabo este plan que Escipión se vio obligado a crear primero para sí mismo un ejército y una flota antes de poder esperar llevar a cabo su diseño con alguna posibilidad de éxito. Con esta decisión, el partido obstruccionista del senado había pospuesto, en cualquier caso, su expedición, y podían esperar que entretanto ocurrieran acontecimientos que hicieran innecesario un desembarco en África.

El colega de Escipión en el cargo de cónsul era Publio Licinio Craso, quien, siendo al mismo tiempo pontifex maximus, no podía abandonar Italia. Por lo tanto, fue comisionado, junto con un pretor, y al frente de cuatro legiones, para operar en Bruttium, donde debía vigilar y mantener a raya a Aníbal, pero donde, durante todo el curso del año, no ocurrió nada de importancia. Escipión sólo le había asignado treinta barcos de guerra y las dos legiones compuestas por las tropas fugitivas de Cannae y Herdonea. No se ordenó el reclutamiento de nuevas tropas para servir a las órdenes de Escipión, sino que se le permitió alistar voluntarios y pedir a las ciudades de Etruria que contribuyeran con materiales para el equipamiento de una flota. Así, se reunió una fuerza de unos 7.000 hombres, especialmente en Umbría, el país de los sabinos, los marsianos y los pelignianos. Sólo la ciudad de Camerinum, en Umbría, envió una cohorte de 600 hombres. Otras ciudades contribuyeron con armas, provisiones y diversos artículos para la flota; Caere dio maíz, Populonia hierro, Tarquinii telas de vela, Volaterae madera y maíz. Arretium, con una liberalidad y celo impulsados quizá por el deseo de demostrar su dudosa fidelidad, suministró miles de cascos, escudos, lanzas, utensilios diversos y provisiones; Perusia, Clusium y Rusellae dieron maíz y madera. Es una agradable sorpresa para nosotros encontrar que estas ciudades, algunas de las cuales parecían haber caído en la decadencia o el olvido, tomaran parte activa en la guerra; y se justifica la inferencia de que Etruria había disfrutado, en comparativa oscuridad, de algunas de las bendiciones de la paz.

Gracias a sus contribuciones, Escipión pudo ordenar la construcción de treinta nuevas naves y se dirigió a Sicilia para completar sus preparativos. Además de las dos legiones procedentes de Cannae y Herdonea, encontró en Sicilia a un gran número de los antiguos soldados de Marcelo, que tras su licenciamiento habían permanecido aparentemente en Sicilia por voluntad propia, habían dilapidado el botín conseguido en la guerra y, desdeñando volver a una vida de honrado trabajo y orden civil, estaban dispuestos a probar de nuevo la fortuna de la batalla. La larga guerra no podía dejar de crear una especie de soldadesca profesional, formada por hombres que se habían vuelto incapaces para la agricultura y otras actividades pacíficas y que empezaron a considerar la guerra como su oficio. El libertinaje y el salvajismo en el que habían caído algunas partes de los ejércitos romanos por aquel entonces se había puesto de manifiesto con el motín de los soldados de Escipión en España; pero las acciones de estos amotinados fueron pronto, arrojadas a la sombra por atrocidades de un carácter mucho más horrible y alarmante, que delataban la existencia de los elementos más peligrosos en las filas. Los incidentes de Locri sólo constituyeron, por así decirlo, un intermezzo en el gran drama de la guerra, y no influyeron esencialmente en el curso de los acontecimientos y en el resultado final; pero son demasiado característicos de la moral pública de la época como para pasarlos por alto, sobre todo porque es mucho más importante para nosotros formarnos una idea del estado moral e intelectual del pueblo romano que seguir los detalles de las batallas, a las que, en su mayor parte, hay que dar poco crédito.

A pesar de los intentos de tomar Locri que los romanos habían realizado desde el año 208, seguía en posesión de Aníbal, y ahora era su principal base de operaciones en Bruttium. Los partisanos romanos entre los locrianos habían huido de la ciudad cuando se rebeló a los cartagineses, y se habían refugiado principalmente en la ciudad vecina de Rhegium. Desde ese lugar abrieron comunicaciones con algunos de sus compatriotas en casa, y estos últimos prometieron admitir a las tropas romanas por medio de escaleras en la ciudadela. La traición se llevó a cabo de la forma habitual. Tan pronto como la ciudadela estuvo en poder de los romanos, la ciudad se unió a su causa; la guarnición púnica se retiró a una segunda ciudadela en otra parte de la ciudad, donde finalmente fue obligada a rendirse. Esta exitosa sorpresa fue planeada y ejecutada no por el cónsul Licinio, que mandaba en Bruttium, sino por Escipión, que en ese momento mandaba en Sicilia, ya que Aníbal y su ejército, situados entre Locri y las cuatro legiones en Bruttium, impedían a Licinio penetrar en la vecindad, mientras que la cercanía de Rhegium y Messana favorecía el plan de realizar un ataque sobre Locri desde Sicilia. 

De este modo, Escipión tuvo la suerte y el mérito de obtener una importante ventaja más allá de los límites de su propia provincia. Con este paso, sin embargo, también asumió la responsabilidad de los procedimientos posteriores en Locri, y éstos fueron de tal naturaleza que ofrecieron una ocasión a sus enemigos para cuestionar su capacidad como general en un punto esencial. Hizo que los jefes del partido cartaginés en Locri fueran condenados a muerte, y que sus bienes fueran distribuidos entre sus oponentes políticos. Si se hubiera detenido aquí, nadie le habría culpado, ya que, según el principio de justicia imperante, no había sido culpable de una severidad excesiva. Pero tal medida de castigo no satisfizo la rapacidad de sus tropas. Estas tropas, tratando a Locri como a una ciudad tomada por asalto, no sólo la saquearon, sino que dieron rienda suelta a su lujuria bestial y a su ferocidad sanguinaria contra los desdichados habitantes de ambos sexos. Al final rompieron los templos y saquearon incluso el santuario de Proserpina, que, aunque yacía desprotegido ante la ciudad, había sido respetado hasta entonces por los enemigos e incluso por los vulgares ladrones. El legado Pleminio, a quien Escipión había confiado el mando en Locri, no sólo permitió todas estas atrocidades, sino que tomó su parte en el saqueo y protegió a los saqueadores. Dos tribunos legionarios, llamados Sergio y Matieno, que estaban bajo sus órdenes, se esforzaron por frenar la violencia de los soldados. Se produjo una lucha entre los soldados de los dos tribunos y el resto. Pleminio se puso abiertamente de parte de los saqueadores licenciosos, ordenó apresar a Sergio y a Matieno, y estaba a punto de hacerlos ejecutar por sus lictores cuando sus soldados llegaron en mayor número, rescataron a los tribunos, maltrataron a los lictores, apresaron a Pleminio, le rajaron los labios y le cortaron la nariz y las orejas. Todos los lazos de la disciplina militar fueron dejados de lado, y los soldados romanos se convirtieron en una chusma alborotada.

Ante la noticia de estos vergonzosos y alarmantes procedimientos, Escipión se apresuró desde Mesana a Locri, restableció el orden y, absolviendo a Pleminio de toda culpa, lo dejó al mando en Locri, mientras ordenaba que los tribunos Sergio y Matieno fueran detenidos como cabecillas del motín y enviados a Roma para ser juzgados. Hecho esto, regresó inmediatamente a Sicilia. Apenas se había ido cuando Pleminio dio rienda suelta a su venganza y, en lugar de enviar a los dos tribunos a Roma, hizo que los azotaran y los ejecutaran, tras exquisitas torturas. Luego se volvió con la misma furia bárbara contra los ciudadanos más distinguidos de Locri, que, según le informaron, le habían acusado ante Escipión. Algunos de estos desafortunados escaparon a Roma. Se arrojaron al polvo ante el tribunal de los cónsules en el Foro, implorando protección para sus vidas y propiedades, y misericordia para su ciudad natal. El senado se sintió muy conmovido por unos procedimientos tan deshonrosos para el nombre romano. Parecía que el propio Escipión no podía estar libre de culpa. Ciertamente era responsable de la disciplina de sus soldados, y parecía aprobar tácitamente las atrocidades de Pleminio, que no había castigado. No era la primera vez que estallaban tales desórdenes entre las tropas bajo su mando, aunque la insubordinación de sus soldados en España era insignificante comparada con lo que había ocurrido ahora. Sus enemigos políticos, numerosos e influyentes en el Senado, le acusaron de corromper el espíritu del ejército, e insistieron en que debía ser destituido de su mando. Los lamentos de los desdichados locrianos suscitaron la simpatía general, y sus inmerecidos sufrimientos exigieron reparación y satisfacción. Tras una larga y airada discusión, los amigos de Escipión tuvieron por fin tanto éxito que no fue condenado sin una investigación previa. El pretor Marco Pomponio fue enviado a Locri con una comisión de diez senadores para enviar a Roma a Pleminio y a los asociados de su culpa para ser juzgados, para devolver al pueblo de Locri el botín que los soldados habían tomado, más especialmente para liberar a las mujeres y a los niños, que habían sido tratados como esclavos, para reponer doblemente los tesoros tomados de los templos y para apaciguar la ira de Proserpina mediante sacrificios; además, que investigara si las acciones anárquicas de las tropas en Locri se habían cometido con el conocimiento y el consentimiento de Escipión, y si esto se probaba, que hiciera volver a Escipión de Sicilia, e incluso de África, a Roma. Con este propósito se añadieron a la comisión dos tribunos del pueblo y un edil, que, en virtud de su sagrado cargo, deberían, en caso de necesidad, apresar al general, incluso en medio de sus tropas, y llevárselo. Cuando la comisión llegó a Locri y, tras cumplir la primera parte de su deber, expresó a los locrianos el pesar y la simpatía del senado y del pueblo romano, así como la seguridad de su amistad, los locrianos no insistieron más en sus cargos contra Escipión, y así ahorraron a la comisión una tarea delicada y quizá difícil. No se dice, pero quizá podamos estar justificados al suponer, que esta generosa renuncia por parte de los locrianos fue el resultado de un deseo expreso o implícito por parte de los comisionados, y que pudo obtenerse mediante una presión muy suave, aunque los locrianos no vieran lo deseable que era evitar la hostilidad de un poderoso noble romano como Escipión, y de su partido. Por lo tanto, la comisión llegó a la conclusión de que Escipión no tenía ninguna participación en los crímenes cometidos en Locri, y Pleminio sólo fue llevado a Roma, con una treintena de sus cómplices. El juicio se llevó a cabo con gran laxitud, y los amigos de Escipión esperaban que la excitación del público se enfriara poco a poco, y que retrasando la decisión todo lo posible se aseguraran al final la impunidad del acusado. Pero esta intención fue frustrada por el propio Pleminio, quien, en su audaz imprudencia, llegó a hacer que algunos rufianes prendieran fuego a Roma en varios lugares durante una fiesta pública, con la esperanza de escapar en la confusión general. La conspiración fracasó, y Pleminio fue arrojado al lúgubre Tullianum, la bóveda de la prisión bajo el Capitolio, de la que nunca volvió a salir. Estaba muerto antes de que se celebrara su juicio en la asamblea popular. No se sabe si murió de hambre o a manos del verdugo, ni qué fue de sus cómplices.

La comisión senatorial se dirigió desde Locri a Sicilia, para convencerse por sus propios ojos del estado del ejército de Escipión. Aquí encontraron todo en buen estado, y pudieron informar a Roma de que no se había omitido nada para asegurar el éxito de la expedición africana. Escipión había hecho todo lo que estaba en su mano para organizar y aumentar su ejército, y para dotarlo de todo el material de guerra. Para ello dispuso de los recursos de Sicilia sin la menor limitación, pero, debido a la economía obstructiva del senado romano, y a su evidente desaprobación de la expedición africana, se vio impedido de realizar sus preparativos con la rapidez que deseaba. Pasó todo el año 205 antes de que estuviera listo. En el transcurso del mismo, Laelio había navegado con treinta barcos hacia la costa africana, probablemente con el propósito de concertar medidas con Sífax y Masinisa para el inminente ataque combinado a Cartago. Pero los dos jefes númidas, como era de esperar, se habían situado en dos bandos opuestos. Tan pronto como Masinisa se declaró abiertamente a favor de Roma, Sífax no sólo se reconcilió con Cartago, sino que se alió estrechamente con ella; y el primer uso que hizo de esta adquisición de fuerza fue hacer la guerra a su molesto rival Masinisa, y expulsarlo de su país. En consecuencia, cuando Laelio desembarcó en Hipona, encontró a Masinisa, no como había esperado, en la posición de un poderoso aliado, sino de un desamparado exiliado, vagando a la cabeza de unos pocos jinetes, y tan lejos de poder prestar una ayuda activa, que imploró a los romanos que apresuraran su expedición a África, para rescatarlo de su posición. No sabemos qué impresión produjo esta alteración del estado de cosas en Laelio y Escipión. Por ella, la esperanza de apoyo numidiano se redujo considerablemente; especialmente cuando Sifax, poco después, anunció formalmente su alianza con Cartago, y advirtió a Escipión contra una empresa en la que tendría que enfrentarse no sólo a los cartagineses, sino también a todo el poder de Numidia.

Estos incidentes estaban calculados por sí mismos para mostrar las dificultades y los peligros de una expedición africana, y para justificar las vacilaciones de aquellos hombres precavidos de la escuela fabiana que rehusaban el audaz plan de Escipión. Al mismo tiempo, los cartagineses hicieron otro esfuerzo desesperado por mantener las fuerzas romanas en casa para la defensa de Italia. En efecto, no se desprende de nuestras fuentes que enviaran refuerzos directos a Aníbal, pero conseguirían el mismo objetivo si repitieran el intento de penetrar con un ejército en el norte de Italia y amenazar así a Roma desde dos flancos. Con este propósito, Mago, el hermano menor de Aníbal, tras la evacuación de España, pasó el invierno de 206 a 205 en la isla de Menorca, ocupado en levantar un nuevo ejército; y en el verano de 205, mientras Escipión estaba ocupado en Sicilia con los preparativos de su expedición africana, navegó con 14.000 hombres hasta la costa de Liguria, tomó Génova, llamó a los ligures y galos a reanudar la guerra con Roma, engrosó su ejército con voluntarios de sus filas y marchó a la Galia Cisalpina, para avanzar desde allí hacia el sur como desde su base de operaciones. En Roma se temía nada menos que una repetición del peligro del que la inesperada victoria en el Metauro había salvado a la república. De nuevo estaban los dos hijos de Hamílcar Barcas en Italia, decididos, con la fuerza unida, a cumplir el objeto que se habían propuesto como la principal tarea de sus vidas. Cartago, lejos de seguir la política suicida, como se ha afirmado desde entonces, de dejar a Aníbal sin apoyo, se esforzó al máximo para llevar a cabo sus planes, e incluso en este momento, cuando África estaba amenazada de invasión, envió a Mago un refuerzo de 6.000 pies y ochocientos caballos. Desde el punto de vista romano, no era por tanto un deseo irrazonable mantener unida, en la medida de lo posible, la fuerza militar de la agotada Italia, para que a todo riesgo Roma pudiera estar cubierta antes de que se dirigiera un ataque decisivo contra Cartago.

La decisión y la firmeza de carácter que Escipión exhibió en su oposición a todos los obstáculos y dificultades lo marcan como un hombre de poder inusual. Era capaz de tener concepciones audaces y, sin atender a consideraciones secundarias, se dirigió directamente al objeto que se había propuesto. Gracias a esta concentración de su voluntad, logró grandes cosas, aunque en otros aspectos no se elevó muy por encima del nivel medio de la capacidad militar mostrada por los generales romanos. La expedición africana se debió a él y sólo a él. La había planeado cuando estaba en España, y la llevó a cabo a pesar de la decidida resistencia de una poderosa oposición en el senado. Los preparativos le habían llevado medio año. Ahora, en la primavera de 204 a.C., el ejército y la flota se reunieron en Lilibea. Cuatrocientos transportes y cuarenta barcos de guerra abarrotaban el puerto. Las afirmaciones sobre la fuerza del ejército varían entre 12.500 y 35.000 hombres. Según el analista Coelio, citado por Livio, el número de hombres que subieron a bordo de los transportes fue tan grande que parecía que Sicilia e Italia debían ser vaciadas de su población, y que, por los vítores de tantos miles, los pájaros cayeron del aire al suelo. Difícilmente puede dudarse de que tales frases ampulosas fueron tomadas de alguna narración poética del embarque. El mismo colorido poético puede rastrearse en otros rasgos del relato de Livio. Cuando todas las naves estaban listas para zarpar, Escipión hizo que un heraldo ordenara silencio y pronunció una solemne oración a todos los dioses y diosas, en la que les imploró que le concedieran protección, victoria, botín y un feliz y triunfal regreso, después de infligir al pueblo cartaginés todos aquellos males con los que habían amenazado a la mancomunidad de Roma. Entonces arrojó al mar las crudas entrañas del animal sacrificado y ordenó a las trompetas que dieran la señal de partida. Las murallas de Lilybaeum y toda la costa a la derecha y a la izquierda se alinearon con los espectadores, que se habían reunido desde todas las partes de Sicilia, y siguieron a la flota con sus esperanzas y presentimientos hasta que se desvaneció en el horizonte. Muchas escuadras habían salido de Liria en el transcurso de la guerra, pero nunca una armada semejante, que llevaba consigo los votos de toda Italia por la pronta terminación de la lucha. Sin embargo, comparada con las colosales flotas de la primera guerra púnica, la flota de Escipión era casi insignificante. Cuando los dos cónsules Marco Régulo y Lucio Manlio navegaron con sus ejércitos combinados hacia África en el año 256 a.C., sólo los barcos de guerra igualaban en número al total de la flota de Escipión, y el ejército era entonces dos o tres veces más grande que ahora. Pero en el año 256 Italia no había sido devastada, como en el 204, por una guerra de catorce años, y ningún ejército romano había perecido entonces en África. Ahora se sabía con qué peligros podrían encontrarse las legiones, y sus temores se intensificaron en consecuencia para la fuerza mucho más pequeña que había emprendido la venganza contra Régulo y Roma.

A pesar de los largos preparativos para la expedición africana, que eran bien conocidos en Cartago, a pesar de la certeza de que zarparía de Lilibea, y a pesar de la aparente facilidad con la que desde el puerto de Cartago podría haber zarpado una flota para interceptar el paso de los numerosos transportes y dominar a las cuarenta naves de guerra, Escipión no encontró ninguna resistencia por parte de los cartagineses, y desembarcó sin ser molestado, al tercer día, cerca del Promontorio de la Feria, cerca de Útica.

 

Séptimo periodo de la guerra de Aníbal.

LA GUERRA EN ÁFRICA HASTA LA CONCLUSIÓN DE LA PAZ

204-201 a.C.

Los detalles de la corta guerra en África, si se registran fielmente, estarían entre los más atractivos y los más interesantes de toda la lucha. Aprenderíamos de ellos más de la conducta del pueblo cartaginés que de todas las campañas en Italia, Sicilia, Cerdeña y España. Se levantaría un velo para que pudiéramos mirar en el interior de esa gran ciudad, donde los nervios del extenso estado se reunían como en un punto central. Veríamos cómo pensaban, sentían y actuaban los nobles y el pueblo, el senado, los funcionarios y los ciudadanos ante la proximidad de la decisión final de la guerra. Nos familiarizaríamos con el espíritu que movía al pueblo cartaginés y podríamos juzgar en cierta medida cuál habría sido el destino del viejo mundo si Cartago, en lugar de Roma, hubiera salido victoriosa. Pero en lugar de una historia de la guerra africana, sólo tenemos informes y descripciones de la carrera victoriosa de Escipión, elaborados por un patriotismo romano unilateral. Sólo los grandes y principales acontecimientos son determinables con cierto grado de certeza. Los detalles, que podrían habernos permitido juzgar la forma en que se desarrolló la guerra, los planes, los esfuerzos, los sacrificios y las pérdidas de ambos beligerantes, o bien se han perdido por completo, o bien están disimulados por el espíritu de partido. En ningún período de la guerra sentimos con mayor intensidad la falta de un historiador cartaginés.

El objetivo de Escipión, en primer lugar, era la obtención de una posición fuerte en la costa, donde, mediante una comunicación segura con Sicilia, pudiera establecer una base firme para sus operaciones en África. Para ello eligió Utica, la antigua colonia fenicia aliada de Cartago, y situada en el lado occidental del ancho golfo cartaginés. Durante la guerra con los mercenarios, Útica había caído en manos de los enemigos de Cartago, pero tras la supresión de la rebelión volvió a estar íntimamente unida a Cartago. A pesar de las cargas que las campañas de Aníbal impusieron a los cartagineses, así como a sus aliados y súbditos, no oímos hablar de ninguna revuelta o descontento por su parte, como el que estalló en Italia entre los capuanos y entre muchos otros. Hasta el momento del desembarco de Escipión, es cierto, los romanos sólo habían aparecido en la costa africana de vez en cuando, para asolar y saquear más que para hacer la guerra. Ningún Aníbal romano se había establecido en el interior del país, ni había desafiado a los aliados a rebelarse contra Cartago. Por esta razón, Escipión podría albergar la esperanza de que, tras el gran agotamiento y los innumerables problemas de la guerra, los súbditos de Cartago estarían dispuestos a rebelarse ahora, como lo habían estado durante las invasiones de Agatocles y Régulo. Tal vez pensó en obtener así una fácil posesión de Utica.

Pero parece que el estado de cosas en África era esta vez diferente. La razón nos es desconocida; pero el hecho es cierto que Escipión no encontró entre los súbditos cartagineses ninguna disposición a la revuelta o a la traición. Utica tuvo que ser asediada en debida forma, y ofreció una resistencia tan decidida que el asedio, que duró, con pausas ocasionales, casi hasta la conclusión de la paz, es decir, casi dos años, quedó sin resultado. Si Escipión hubiera sido tan afortunado como para tomar Utica, sin duda se habrían conservado muchos detalles de este notable asedio. Pero los cronistas romanos pasaron brevemente por encima de una empresa que no contribuyó en absoluto a engrosar su renombre nacional, y los escritos cartagineses, que habrían exhibido bajo una luz adecuada la valentía de los uticanos, se han perdido por desgracia. Por lo tanto, sabemos muy poco de un acontecimiento que fue de la mayor importancia para la guerra en África, y lo que se ha conservado no puede considerarse auténtico en sus detalles, porque procede de fuentes romanas.

Después de que Escipión desembarcara su ejército, tomó una posición fuerte en una colina cerca del mar y rechazó el ataque de una tropa de caballería, que había sido enviada desde Cartago para reconocer, ante la noticia de un desembarco hostil. A continuación, envió sus barcos de transporte, cargados con los despojos del campo abierto circundante, de vuelta a Sicilia, y avanzó hasta Utica, donde, a la distancia de una milla de la ciudad, estableció su campamento. Al cabo de poco tiempo los barcos de transporte regresaron de Sicilia, trayendo el resto del tren de asedio, que Escipión, por falta de espacio, no había podido llevar consigo antes. El asedio comenzó ahora, y parece haber durado todo el verano sin ninguna interrupción considerable. Escipión tomó su posición en una colina cercana a las murallas de la ciudad, y las atacó con todos los aparatos del antiguo arte del asedio. Las trincheras se rellenaron con montículos de tierra; se empujaron arietes bajo los tejados de protección para abrir brechas, y al mismo tiempo se acoplaron barcos y se erigieron en ellos torres para atacar las murallas. Pero la defensa fue aún más vigorosa que el ataque. Los uticanos socavaron los montículos, de modo que las estructuras de madera que había sobre ellos fueron derribadas; al dejar caer vigas de las murallas debilitaron los golpes de los arietes, y realizaron salvas para incendiar las obras de los sitiadores. Todos los ciudadanos estaban animados por el espíritu que, medio siglo antes, había hecho inexpugnable a Lilybaeum. Cuando hacia el final del verano, según parece, el ejército cartaginés al mando de Hasdrúbal avanzó, unido a un ejército númida al mando de Sífax, Escipión se vio obligado a levantar el asedio. Se limitó ahora, como había hecho Marcelo ante Siracusa, a ocupar un campamento fortificado en los alrededores, desde donde podía observar Utica, y en cualquier momento iniciar un nuevo ataque. Este campamento, conocido incluso en tiempos de César como el "campamento cornelio", estaba en la península que se extiende hacia el este desde Útica hacia el mar. Escipión sacó aquí sus barcos a tierra para protegerlos, y así pasó el invierno de forma bastante incómoda, disfrutando únicamente de esta ventaja, que, al estar en comunicación con Sicilia e Italia, se preservó de las carencias gracias al continuo transporte de suministros, armas y ropa, y pudo reunir medios para la siguiente campaña. Asdrúbal y Sífax acamparon en la vecindad, y parece que durante el invierno (204 a 203) no se emprendió nada de importancia por ninguna de las partes.

Cuando Escipión desembarcó en África, Masinisa se unió inmediatamente a él, a la cabeza de sólo doscientos jinetes. Fue, como ya se ha mencionado, expulsado de su reino por Sífax y los cartagineses. Sus aventuras, que Livio relata con detalle, corresponden exactamente a las circunstancias en las que las razas bereberes vivieron durante siglos, y viven todavía. Algún jefe ostenta la autoridad hereditaria sobre una tribu. Una disputa con un vecino le lleva, tras una breve lucha, a huir al desierto. Regresa con unos pocos jinetes, reúne una tropa de seguidores a su alrededor y vive durante un tiempo del saqueo. Su banda crece, y con ella crece su valor. Los hombres de su tribu, y los antiguos súbditos de su familia, se agrupan en torno a él. La lucha con su rival comienza de nuevo. La astucia, el disimulo, la traición, el valor y la fortuna deciden quién mantendrá el dominio y quién sufrirá el encarcelamiento, la huida o la muerte. Una lucha de este tipo nunca se decide hasta que uno de los dos combatientes muere; porque ningún dominio se establece sobre una base firme, y la superioridad personal del que hoy es vencido puede, sin ninguna causa material, convertirse mañana en peligrosa para el conquistador. Así, Masinisa, aunque era un príncipe destronado, era sin embargo un aliado bienvenido para los romanos. Además, no era un simple bárbaro. A la astucia y la crueldad, a la perseverancia y a la salvaje audacia del bárbaro, añadía un conocimiento y una experiencia de las artes de la guerra que le daban una inconmensurable superioridad sobre otros de su clase. Se había criado en Cartago, había servido durante varios años a las órdenes de los mejores generales de España; conocía la organización militar y la política de los cartagineses, su fuerza y su debilidad, y hacía tiempo que presagiaba su inevitable caída. Por esta razón, y no, como se ha dicho, por disgusto por la pérdida de un amor cartaginés, abrazó la causa de los romanos. Sabía que sólo de ellos podría obtener la posesión segura de su herencia paterna, y una extensión de su poder sobre los númidas; y nunca dudó de la realización de su plan, incluso cuando, como se relata, yacía derrotado y herido en una caverna del desierto, y cuando su vida se salvó sólo por las devotas atenciones de unos pocos fieles seguidores.

El valor del consejo y la ayuda de Masinisa se hizo evidente para los romanos. Sólo él pudo haber originado el plan de incendiar por la noche el campamento del enemigo. Masinisa conocía el estilo de construcción adoptado en los campamentos númidas y cartagineses, que consistía en cabañas de madera cubiertas de juncos y ramas, y él, como númida, sabía mejor cómo sorprender y atacar a los númidas. Asdrúbal y Sífax acamparon, durante el invierno, a poca distancia el uno del otro y de Útica, y esperaron, según parece, la apertura de la campaña por parte de Escipión, cuyo campamento fortificado no se atrevieron a atacar. Se dice que la fuerza del ejército cartaginés era de 33.000 hombres, la de los númidas g0.000, entre los que había 10.000 jinetes. Escipión fingió que deseaba entablar negociaciones de paz y envió durante la tregua a sus oficiales más hábiles como mensajeros al campamento de Sífax, que se había comprometido a actuar como mediador entre romanos y cartagineses. Pero las negociaciones eran un mero simulacro. Escipión deseaba obtener información precisa sobre la posición y la disposición del campamento enemigo. Ahora avisó de la reanudación de las hostilidades y actuó como si fuera a reanudar el ataque sobre Utica. Viendo al enemigo en perfecta seguridad, realizó un ataque nocturno, primero contra el campamento númida y luego contra el cartaginés. Consiguió incendiar ambos, penetrar en el interior y provocar una terrible matanza, matando, según el informe de Livio, a 40.000 hombres y capturando a 5.000. Polibio representa el éxito de los romanos como algo aún mayor, diciendo que de los 93.000 cartagineses y númidas sólo escaparon 2.500, y calificando esta hazaña como la más grandiosa y audaz que jamás haya llevado a cabo Escipión.

Si las pérdidas de los cartagineses hubieran sido algo parecido a las cifras que relatan los relatos de Escipión, deberíamos esperar que Utica se hubiera rendido inmediatamente. Pero Utica se mantuvo firme, y en el transcurso de treinta días, un nuevo ejército cartaginés de 30.000 hombres, bajo el mando de Asdrúbal y Sífax, se plantó en el campo. Entre ellos había 4.000 mercenarios españoles, que acababan de llegar a África. Escipión se vio obligado una vez más a interrumpir el asedio de Útica y a marchar contra este ejército. Obtuvo una victoria completa en las llamadas "Grandes Llanuras", tras lo cual Sífax, con sus númidas, se separó de los cartagineses y regresó a sus propios dominios.

Había llegado el momento en que Masinisa podía demostrar su valor como aliado. Fortalecido por un destacamento romano al mando de Laelio, siguió a Sífax hasta Numidia. La parte oriental de este país, la tierra de los masilianos, contigua a la frontera cartaginesa, era el reino paterno de Masinisa. Aquí fue acogido con entusiasmo por sus antiguos súbditos y compañeros de armas. De exiliado pasó a ser, de golpe, de nuevo un poderoso soberano. Su poder crecía cada día. Tuvo la suerte no sólo de conquistar a Sífax, sino (lo que era mucho más importante) de hacerlo prisionero, y así, de un solo golpe, poner fin a la guerra en Numidia. La importancia de este acontecimiento difícilmente puede calificarse como demasiado alta. Hasta ese momento el éxito de Escipión, a pesar de las dos victorias, había estado lejos de ser decisivo. Ahora, sin embargo, el poder de Numidia ya no estaba en su contra, sino que estaba de su lado, y Cartago se vio obligada a continuar la guerra contra dos aliados, cada uno de los cuales era un rival para ella.

A pesar de este desafortunado giro de los acontecimientos, la guerra continuó con un vigor incesante, y sólo se oyeron algunas voces en Cartago deseando la paz. Aníbal, el invencible, seguía en Italia con su ejército, y su valiente hermano Mago estaba en la Galia, dispuesto a cooperar con él. Durante el largo tiempo transcurrido desde su desembarco, Escipión ni siquiera había sido capaz de conquistar Utica. ¿Cómo podía pensar en atacar a la poderosa Cartago? Es cierto que un destacamento del ejército romano había avanzado hasta la vecindad de Cartago y se había apoderado de Túnez, que los cartagineses habían evacuado voluntariamente; pero esta marcha sobre la capital del imperio no le causó más impresión que la aparición de Aníbal ante Roma. Mientras Escipión yacía en Tunes, una flota de cien barcos partió del puerto de Cartago para atacar a la flota romana ante Utica, y Escipión se vio obligado a regresar allí con todo el bastimento. Como había aplicado sus barcos de guerra a transportar las máquinas empleadas en el asedio, y los había inutilizado así para una batalla naval, no pudo ir al encuentro de la flota cartaginesa, sino que tuvo que mantenerse a la defensiva. Ató sus barcos de carga en una línea de cuatro de profundidad, y los tripuló, como una especie de baluarte de campamento, con sus tropas de tierra. Del resultado de la batalla que siguió no tenemos más que un informe confuso, hecho con el propósito de representar las pérdidas de los romanos lo más leve posible. Livio dice que se desprendieron y se llevaron unos seis barcos de carga romanos; según Apio se perdieron un barco de guerra y seis barcos de carga. Sin embargo, las pérdidas de los romanos debieron de ser mucho más considerables, ya que Escipión consideró conveniente renunciar por completo al asedio de Útica. Después de intentar tomar Hipona, y de no tener mejor éxito, incendió todas sus obras y máquinas de asedio, y se ocupó durante el resto del año de marchar por el territorio cartaginés y de enriquecer a sus soldados con el botín.

A pesar del último éxito contra la flota romana, la convicción, desde la derrota y captura de Sífax, se hizo cada vez más general en Cartago, de que la resistencia contra la invasión romana no podía continuar con las fuerzas existentes. El partido de la guerra democrática se vio obligado a retirarse del gobierno y a dejar a la oposición la tarea de negociar la paz con Roma. Los éxitos de Escipión no habían sido hasta ese momento tales que le permitieran oponerse a la conclusión de una paz en términos justos. Poseía la natural y justa ambición de no dejar a su sucesor la gloria de poner fin a la larga guerra, y por ello acordó con los embajadores cartagineses los preliminares de la paz, que debían ser presentados para su aprobación al senado y al pueblo de Roma, así como al de Cartago. Se acordó que los cartagineses debían entregar todos los prisioneros de guerra y los desertores, debían retirar sus ejércitos de Italia y la Galia, renunciar a España y a todas las islas entre África e Italia, entregar todos sus barcos de guerra excepto veinte, y pagar 5.000 talentos como contribución de guerra, y además una suma equivalente al doble de la paga anual del ejército romano en África.

Es evidente que, en este tratado preliminar, se han mezclado las condiciones de una paz y las de un armisticio. La exigencia de una paga para las tropas romanas durante la duración de una tregua era habitual desde hacía tiempo. Este dinero fue pagado inmediatamente por los cartagineses. Del mismo modo, la evacuación de Italia por parte del ejército cartaginés fue sin duda una condición previa a las negociaciones de paz, es decir, una condición del armisticio. No podía ser la intención de los romanos que, mientras los ejércitos estuvieran en reposo en África, la guerra siguiera en Italia. Sabemos muy bien que el mayor deseo del pueblo romano era la retirada de Aníbal de Italia. También sabemos que el senado, por principio, no negociaba con ningún enemigo la paz mientras hubiera tropas hostiles en Italia. Por lo tanto, es cierto que la retirada de Aníbal y Mago, que en un tratado de paz era algo natural, no pertenecía a las condiciones de la paz sino a las de un armisticio, y esta suposición es absolutamente necesaria si queremos entender la conducta de los cartagineses en la reanudación de las hostilidades, que tuvo lugar poco después.

Cuando los embajadores cartagineses llegaron a Roma, Laelio acababa de estar allí con el cautivo Sífax y una embajada de Masinisa, y tanto el senado como el pueblo se habían convencido, por observación personal, de que Cartago, privada de su aliado más poderoso, no estaría en condiciones de continuar la guerra mucho más tiempo. Esto explica el trato despectivo que los cartagineses recibieron en el senado. Aunque los prisioneros romanos ya habían sido liberados, con la esperanza de que las condiciones de paz fueran aceptadas, los embajadores no fueron admitidos ante el senado hasta después de la salida de Aníbal y Mago de Italia. Entonces se plantearon nuevas dificultades. Según el informe de Livio, la paz no fue ratificada y los embajadores cartagineses volvieron a casa casi sin respuesta. Polibio dice que el senado y el pueblo de Roma aprobaron las condiciones de la paz. Si este último informe es cierto, en Roma se debieron proponer algunas alteraciones en el tratado, de cuya aceptación por parte de Cartago dependía la paz. Sólo con esta suposición podemos entender cómo en Roma y en el campo de Escipión la paz pudo considerarse concluida, mientras que en realidad la guerra continuó hasta el momento en que Cartago habría consentido las alteraciones propuestas.

En Cartago existía desde hacía algún tiempo una opinión creciente de que Aníbal debía ser retirado de Italia, pero antes de entrar en negociaciones para la paz con Escipión el senado se había adherido estrictamente a su antiguo plan de mantener al enemigo ocupado en su propio país. Cuando se contemplaba la expedición romana a África, Mago había recibido un refuerzo considerable, había marchado desde Génova por los Apeninos y había vuelto a incitar a los galos a renovar la guerra contra Roma. Se encontró en el país de los insubrios con un ejército romano de cuatro legiones, al mando del pretor P. Quintilio Varo y del procónsul M. Cornelio Cetemio; y en la batalla que siguió los romanos difícilmente pudieron salir victoriosos, ya que reconocen haber sufrido grandes pérdidas y no se jactan de haber tomado ningún prisionero. Mago, sin embargo, fue gravemente herido, y este percance fue suficiente para paralizar sus movimientos. En estas circunstancias le llegó la orden de Cartago de abandonar Italia. Regresó a Génova y embarcó su ejército, pero murió, a consecuencia de sus heridas, antes de llegar a África. Su ejército, sin embargo, llegó, sin obstáculos ni pérdidas, claramente bajo la protección del armisticio.

Había llegado el momento en que Aníbal se vio por fin obligado a renunciar a sus largamente acariciadas esperanzas de derrocar el poder romano en suelo italiano. Los últimos tres años le trajeron una amarga decepción tras otra. Tras la derrota y muerte de Asdrúbal y la pérdida de España, aún quedaba una débil esperanza: la participación vigorosa en la guerra por parte de Macedonia. Pero esta esperanza también desapareció. El rey Filipo no hizo nada para llevar la guerra a Italia, y se limitó a mantener el poder principal en Grecia y a conquistar una parte de Iliria. Los romanos, desde el año 207, habían prestado muy poca atención a los asuntos al este del mar Adriático, y cuando, en el año 205, no pudieron evitar que los esforzados etolios concluyeran una paz con Filipo, hicieron lo mismo y, para satisfacer al rey macedonio, le renunciaron a una parte de sus posesiones en Iliria. Después de esto, se abrió una nueva perspectiva para Aníbal. La marcha de Mago hacia el norte de la Galia fue el último intento que hizo Cartago para llevar a cabo el plan original de Aníbal. Se emprendió con gran energía y parecía prometer el éxito, cuando las negociaciones de paz le pusieron fin. En cuanto a la estrategia de Aníbal en los últimos años de la guerra, se limitó a defender ese rincón de Italia que aún ocupaba, y cuya superficie iba disminuyendo de año en año. Ya se ha relatado cómo se perdió Locri. La última fortaleza de Aníbal fue Crotona. Desde ese lugar seguía desafiando a las legiones romanas y lograba, cuando se le presionaba mucho, infligir graves pérdidas. En ningún momento aparece el generalato de Aníbal bajo una luz más brillante. Cómo consiguió, con los escasos restos de su ejército victorioso, con los presionados reclutas italianos, los esclavos emancipados y los fugitivos, sin más recursos que los que le proporcionaba la pequeña y exhausta tierra de los brutos, mantener unida una fuerza armada, animada con espíritu guerrero, severamente entrenada para la disciplina y la obediencia, abastecida de armas y otros productos necesarios para la guerra, un ejército que era capaz no sólo de resistir con firmeza, sino que infligía repetidamente al enemigo sangrientos rechazos, es algo que los analistas romanos no han relatado. Si hubieran sido lo suficientemente honestos como para representar con colores reales la grandeza de su más formidable enemigo en su adversidad, se habrían visto obligados a pintar también la incompetencia de sus propios cónsules y pretores, y a confesar con vergüenza que no tenían ni un solo hombre capaz de hacer frente al gran púnico.

Aníbal, como si hubiera presentido la afición a la detracción de sus enemigos, aprovechó el ocio que le concedió el miedo de éstos para dejar constancia de sus hazañas en Italia. Como todos los grandes hombres, no era indiferente al juicio de la posteridad, y preveía que este juicio debía serle desfavorable si se basaba únicamente en los informes romanos. Por ello, hizo grabar en tablillas de bronce en el templo de Juno, en el promontorio de Lacinio, cerca de Crotona, un relato de los principales acontecimientos de la guerra, en lengua griega y púnica. Estas tablillas de bronce las vio y las utilizó Polibio, y podemos estar seguros de que los relatos más fidedignos de la segunda guerra púnica se tomaron de esta fuente. Desgraciadamente, la historia de Polibio sólo se conserva en su totalidad para el periodo que termina con la batalla de Cannae. De los últimos libros de Polibio tenemos meros fragmentos, siendo el único relato completo y conectado de la guerra de Aníbal el de Livio, que se sirvió sin reparos de los más mendaces analistas romanos, como, por ejemplo, el impúdico Valerio de Antium. Así, las memorias de Aníbal se nos han perdido en su mayor parte, debido al mismo destino cruel que lo persiguió hasta su muerte e incluso después de ella; y Roma no sólo prevaleció sobre su más formidable enemigo en el campo de batalla, sino que sus historiadores pudieron obtener para sí solos el oído de la posteridad, y así perpetuar a su gusto el triunfo nacional.

Sólo así puede explicarse que los historiadores, incluso hasta el día de hoy, hayan registrado, como último acto de Aníbal en Italia, un crimen que, si mereciera crédito, lo situaría entre los monstruos más execrables de todos los tiempos. Se afirma que ordenó asesinar en el santuario de la Juno Laciniana a los soldados italianos que se negaron a seguirle en África, y que así violó con igual desprecio todos los sentimientos humanos y la santidad del templo. Ya hemos tenido ocasión de refutar acusaciones como ésta, y no dudamos en calificar esta acusación de burda calumnia. El acto no puede conciliarse con el carácter de Aníbal. No era capaz de una crueldad gratuita, y no habría sido más que una crueldad gratuita masacrar a los pobres italianos, que no podrían haberle sido de ninguna utilidad en África, y no podrían hacerle ningún daño si se les dejaba en Italia. No podemos creer que Aníbal, que antes de su marcha sobre los Pirineos despidió a muchos miles de españoles a sus casas porque se mostraron poco dispuestos a acompañarle, hubiera actuado ahora de forma tan diferente en Italia. Si los soldados italianos encontraron la muerte en el santuario de Juno, era mucho más probable que fueran hombres que, como los nobles capuanos antes de la toma de la ciudad, prefirieran morir de forma voluntaria antes que dejarse torturar por los romanos en castigo por su rebelión.

Hamilcar Barcas, obedeciendo la llamada de su patria, había abandonado, cuarenta años antes, el teatro de sus hazañas, invicto. Si, con el corazón apesadumbrado, cumplió con un deber luctuoso, tenía al menos la esperanza de un futuro mejor para su pueblo. Dedicó su vida a hacer realidad ese futuro mejor. Ahora su hijo, más grande y más poderoso que él, había intentado, en una lucha de quince años, resolver el problema del padre, y el final de sus esfuerzos y de sus gloriosas victorias fue que él también tuvo que inclinar la cabeza ante un destino inexorable. La angustia de su alma sólo puede ser imaginada por aquellos infelices que han visto ante sí la caída de su patria, y que la amaron y vivieron por ella como Aníbal. Obedeció la orden que lo llamaba, y estaba listo ahora, como siempre, para probar la fortuna de la batalla; pero cuando observó el progreso de la guerra, y contempló la preponderancia continuamente creciente del poder en el lado de Roma, apenas podía albergar otra esperanza que la de mitigar en alguna medida el destino que era inevitable. 

Con los mejores hombres de su ejército, Aníbal zarpó de Crotona en el otoño del año 203. Mantuvo su rumbo, no directo a Cartago, sino, probablemente como consecuencia de una estipulación formal en el armisticio, a Leptia, casi en el límite extremo sur del territorio cartaginés, donde estuvo lo más alejado posible de los ejércitos romano y númida y de la capital. Al mismo lugar, según parece, llegó el ejército de Mago desde Génova, y Aníbal pasó allí el invierno para completar su ejército y dotarlo de caballos, elefantes, armas y todo lo necesario, para que, en caso de fracaso de la negociación de paz, pudiera reanudar la guerra al año siguiente.

La paz no se concluyó. Ya hemos visto que el senado romano retrasó la embajada cartaginesa hasta que los ejércitos hostiles hubieran abandonado Italia, y entonces ratificó el tratado de paz sólo después de introducir ciertas alteraciones. Esta información llegó a Cartago antes de que la propia embajada hubiera regresado. Todas las esperanzas de paz se desvanecieron de inmediato y, en lugar de una reconciliación completa, se produjo la mayor animosidad. El partido democrático había estado a favor de la guerra desde el principio, la había conducido vigorosamente a pesar de la oposición de una minoría aristocrática, y se había sometido a regañadientes a la necesidad de aceptar las condiciones de la paz. Ahora este partido volvía a tener la sartén por el mango, después de que los hombres más moderados y los amigos de la paz se vieran frustrados en su intento de lograr la paz con Roma en términos equitativos. A menudo ha sucedido que en una crisis suprema, cuando los enemigos extranjeros han amenazado la existencia de un estado, ha estallado de repente una revolución interna, y que una nación, creyéndose traicionada, ha sido víctima de una furia ingobernable y de una pasión ciega. Así ocurrió en Cartago. Los defensores de la paz fueron ahora perseguidos como traidores y enemigos de su país, y el gobierno volvió a caer por completo en manos de los fanáticos enemigos de Roma. Hasdrúbal, el hijo de Gisco, según todas las apariencias un hombre moderado y de ninguna manera un oponente por principio de la familia de Barcas, había dirigido hasta ahora la guerra. Después de Aníbal era el general más distinguido que poseía Cartago, y era necesario que las negociaciones de paz con Escipión fueran dirigidas por él. El pueblo, decepcionado en su esperanza de paz, dirigió ahora su furia contra este hombre. Fue retirado del mando y condenado a muerte, bajo la acusación de haber gestionado mal la guerra y de haber tenido tratos traicioneros con el enemigo. El patriota de altas miras sufrió la inicua sentencia, y continuó, aunque condenado y proscrito, sirviendo a su país. Reunió a un grupo de voluntarios y continuó la guerra por su cuenta. Pero después de todo fue víctima del odio irracional del populacho. Se aventuró a mostrarse en la ciudad, fue reconocido, perseguido y huyó al mausoleo de su propia familia, donde eludió a sus perseguidores tomando veneno. Su cuerpo fue arrastrado a la calle por el populacho, y su cabeza llevada en triunfo en lo alto de un poste.

Después de semejante estallido de furia contra supuestos enemigos internos, puede imaginarse fácilmente que el populacho de Cartago no era muy consciente de la observancia del derecho de gentes hacia los romanos. La tregua, según relatan los historiadores romanos, aún no había expirado cuando una gran flota romana, con provisiones para el ejército de Escipión, fue conducida contra la costa en la bahía cartaginesa y naufragó ante los ojos del pueblo. La ciudad se encontraba en un estado de máxima excitación. El senado consultó sobre lo que debía hacerse. El pueblo se apresuró entre los senadores e insistió en saquear las naves naufragadas. El gobierno determinó, voluntariamente o por obligación, enviar barcos para remolcar las naves varadas hasta Cartago. Puede ser dudoso si esta resolución se llevó a cabo y cómo; pero esto es cierto, que los barcos romanos fueron saqueados, quizás por el populacho licencioso, sin la autoridad o la aprobación del gobierno. Escipión envió tres embajadores a Cartago, exigiendo satisfacción y compensación. La embajada recibió una respuesta negativa, e incluso se intentó por parte de Cartago retenerlos como rehenes para la seguridad de los embajadores cartagineses que aún estaban en Roma. Este intento fracasó. Los tres romanos escaparon, con mucha dificultad. Escipión, en lugar de tomar represalias, permitió que los embajadores cartagineses, que poco después cayeron en sus manos a su regreso de Italia, salieran de su campamento sin ser molestados. Después de que se desvanecieran todas las esperanzas de una paz inmediata, se preparó para una reanudación de la guerra, que ahora, desde que Aníbal se le opuso, había asumido un carácter mucho más grave.

Lo que ya se ha dicho con respecto a nuestro imperfecto conocimiento de la guerra en África se aplica especialmente al periodo entre el desembarco de Aníbal y la batalla de Zama. Livio y Polibio no dicen nada en absoluto al respecto, por lo que no podemos entender cómo los ejércitos hostiles, a la distancia de una marcha de cinco días, se encuentran al oeste de Cartago. Afortunadamente encontramos algunas indicaciones en Apio y Zonaras, derivadas de una fuente independiente, que nos permiten formarnos una noción próxima del curso de la campaña. De estas indicaciones se desprende que la guerra se cerró a través de los númidas y en Numidia. Desde Leptis, Aníbal había marchado a Hadrumetum, donde pasó el invierno. Pero en lugar de marchar desde este lugar hacia Cartago, y contra Escipión, giró en dirección sur, hacia Numidia. Consideró que su primer deber era restablecer la influencia cartaginesa en este territorio, debilitar a Masinisa y atraer sus fuerzas hacia el lado cartaginés. Aníbal se aseguró el apoyo de algunos jefes númidas, especialmente de Vermina, el hijo de Sífax; consiguió derrotar a Masinisa, tomar varias ciudades y asolar el país. Entonces Escipión marchó desde Tunes, donde había tomado su posición por segunda vez, y vino a relevar a su aliado, amenazando a Aníbal por el este, mientras los númidas avanzaban contra él desde el oeste. Aníbal fue derrotado en un combate de caballería cerca de Zama, uno de sus trenes de comisarios fue cortado por los romanos bajo el legado de Termo, y, tras infructuosas negociaciones de paz, se libró por fin la batalla decisiva.

La incertidumbre de la historia de la campaña de este último año se caracteriza sorprendentemente por el hecho de que no se conocen con exactitud ni la hora ni el lugar de esta batalla. Una cosa es cierta, que la batalla de Zama, como se denomina en la historia, se libró, no en Zama, sino a varios días de marcha al oeste de ésta, en el río Bagradas, en un lugar cuyo nombre es dado de forma diferente por distintos autores, y que quizás se llamaba Naraggara. La fecha de la batalla también es incierta. Ninguno de los historiadores existentes nombra siquiera la estación del año. Sobre la base de una afirmación de Zonaras de que los cartagineses estaban aterrorizados por un eclipse de sol, se ha fijado el 19 de octubre como el día de la batalla, ya que, según los cálculos astronómicos, un eclipse de sol, visible en el norte de África, tuvo lugar ese día en el año 202 a. C. C. Este cálculo concuerda perfectamente con el curso de los acontecimientos tal y como parece probable a partir de las narraciones de Apio y Zonaras; pues la campaña en los amplios desiertos de Numidia puede muy bien haber durado todo el verano de ese año.

La batalla de Naraggara, que, para evitar un malentendido, debemos llamar batalla de Zama, es descrita con detalle por Polibio y por Livio. Después de lo que hemos dicho más arriba, de la inexactitud de estos autores en cuanto a la guerra en África, apenas valdría la pena copiar aquí sus fragmentos de batalla, por mucho que deseemos tener una imagen real de esta batalla, que, aunque no decidió la cuestión de la guerra de los diecisiete años -pues esto estaba decidido desde hacía tiempo-, puso fin a la larga lucha. Pero las batallas de los antiguos, comparadas con las de los tiempos modernos, eran tan fáciles de inspeccionar; sus campos de batalla, incluso cuando luchaban las fuerzas más grandes, eran tan pequeños, y la disposición de la batalla y las tácticas de sus tropas tan uniformes y simples, que no era imposible obtener una concepción clara del curso de una batalla; y cuando no había intención de engañar, los relatos de los testigos oculares pueden recibirse como, en general, fidedignos.

Según Apio, Aníbal llevó al campo 50.000 hombres y ochenta elefantes, Escipión 34.500, sin contar los númidas que Masinisa y Dacamas, otro jefe númida, habían traído en su ayuda. Según el relato de Polibio, ambos ejércitos eran igualmente fuertes en infantería. El ejército de Aníbal estaba formado por tres cuerpos diferentes, dispuestos uno detrás del otro en una triple línea de batalla. En la primera fila se colocaron los mercenarios, los moros, los galos, los ligures, el contingente balear y los españoles; luego, en la segunda línea, los libios y la milicia cartaginesa, y en la tercera los veteranos italianos, en su mayoría brutos. Los ochenta elefantes, dispuestos ante el frente, abrieron el ataque contra los romanos. En caballería los romanos eran superiores a Aníbal, por la ayuda de sus auxiliares númidas. Parece que el aliado númida de Aníbal, Vermina, no había llegado con sus tropas el día de la batalla. No intentó atacar a los romanos hasta después de la batalla, y entonces fue derrotado con una pérdida de 16.000 hombres. 

Las legiones romanas estaban generalmente dispuestas en tres líneas, en manípulos o compañías de 120 hombres cada una, de tal manera que los manípulos de la segunda línea, los príncipes, venían a situarse detrás de los intervalos dejados por los manípulos de la primera línea, los hastati, y que al avanzar podían formar una línea ininterrumpida con ellos. Los manípulos de la tercera línea, los triarii, eran la mitad de fuertes que los de las dos primeras -sesenta hombres cada uno-, pero estaban formados por veteranos, los soldados más fiables de la legión. Se dispusieron de nuevo de modo que al avanzar llenaran los intervalos de la segunda línea. Así, los diferentes manípulos estaban dispuestos como los cuadrados negros de un tablero de ajedrez. Las tropas ligeras, armadas con lanzas y destinadas a abrir la batalla, escaramuzaban ante la primera línea y se retiraban a los intervalos entre los manípulos, en cuanto comenzaba una lucha más seria. La caballería se situó en ambas alas. Esta disposición de la batalla era casi tan invariable como el orden del campamento, y los generales romanos no tuvieron apenas oportunidad de desarrollar tácticas individuales. Sin embargo, se dice que Escipión se desvió de las reglas habituales en Zama. En lugar de trazar sus manípulos como los cuadrados negros de un tablero de ajedrez, los colocó uno detrás de otro, como los redondeles de las escaleras. Con ello pretendía dejar aberturas rectas, por las que los elefantes pudieran pasar sin pisotear o despedazar a los batallones de infantería. Los elefantes parecen haber sido de poca utilidad para los cartagineses; pero no sabemos si a causa de esta maniobra, o por alguna otra razón, un número de ellos, apartados por las escaramuzas romanas, sumió a la caballería cartaginesa en tal desorden que no pudo resistir el ataque de la caballería romana y númida. Tras un largo y obstinado conflicto, la primera línea romana, los hastati, arrojó a los mercenarios cartagineses sobre sus reservas, las tropas libias y púnicas. Se dice incluso que estos últimos llegaron a las manos con los fugitivos, ya sea como consecuencia de la desconfianza mutua, o de la traición, o porque por orden de Aníbal las tropas nacionales intentaron hacer retroceder a los venales y cobardes mercenarios a la lucha. En cualquier caso, la confusión que se produjo fue muy afortunada para los romanos. Escipión avanzó con su segunda y tercera línea y atacó a los veteranos de Aníbal, que fueron los únicos que conservaron el buen orden y pudieron ofrecer más resistencia. El combate se libró larga y ferozmente y sin acercarse a una decisión, hasta que la caballería romana y númida, que regresaba de la persecución de los cartagineses, cayó sobre la retaguardia del enemigo y decidió así la batalla.

La derrota de los cartagineses fue completa. Su ejército no sólo fue derrotado sino destruido. Los que escaparon de la horrible matanza fueron en su mayoría rodeados y hechos prisioneros por la victoriosa caballería. La batalla fue en muchos aspectos un paralelismo con la de Cannae, y fue especialmente por la valentía de las legiones de Cannae por lo que se obtuvo esta victoria y se recuperó el honor militar de los soldados romanos. Para Escipión la batalla de Zama fue un doble éxito. Puso fin a la guerra y le aseguró la gloria y el triunfo. Si la decisión hubiera llegado poco después, Escipión se habría visto obligado a compartir el mando en jefe en África con, su sucesor. Tiberio Claudio Nerón, uno de los cónsules para el año 202, ya estaba en camino con un ejército consular, y sólo el mal tiempo había retrasado su paso. Por tanto, parece seguro que, aunque la batalla de Zama hubiera terminado de forma diferente, la guerra podría haberse prolongado, pero el resultado final habría sido el mismo. En efecto, los cartagineses llevaban mucho tiempo superados, y en todas sus batallas y esfuerzos de los últimos años, sobre todo desde la batalla del Metauro, se vieron impulsados más por la temeridad de la desesperación que por una fundada esperanza de victoria.

Aníbal no había visto su ciudad natal desde que se fue a España con su padre siendo un niño de nueve años. No estaba destinado, tras una ausencia de seis y treinta años, en los que había llenado el mundo con su gloria, a volver como un triunfador. Regresó, tras la destrucción del último ejército cartaginés, para decir a sus conciudadanos que no sólo la batalla sino la guerra estaba perdida. Su tarea era ahora asegurar las condiciones más favorables en la inevitable paz. Su regreso, y la continuidad de su autoridad e influencia en Cartago, prueban suficientemente que siempre había actuado según las órdenes y había entrado en los puntos de vista del gobierno cartaginés. Si hubiera sido cierto que había comenzado y llevado a cabo la guerra por motivos personales, o incluso en contra del deseo de sus conciudadanos, difícilmente se habría atrevido a presentarse ahora en una ciudad en la que los generales fracasados, incluso cuando no eran culpables de contumacia criminal, corrían el peligro de ser crucificados.

Desde Zama, Escipión había marchado directamente sobre Cartago, mientras que, una flota de cincuenta barcos que acababa de llegar bajo el mando de Léntulo amenazaba la ciudad desde el mar. Pero el asedio de una ciudad tan bien fortificada como Cartago no podía ser extemporáneo, y los ataques de Escipión a Útica e Hipona difícilmente podían darle esperanzas de terminar rápidamente la guerra con la captura de Cartago.

La importancia de una capital fortificada era mucho mayor en la antigüedad que en los tiempos modernos. Cuántas veces, por ejemplo, la oleada de un ejército invasor había sido rota por las murallas de Siracusa, después de que los ejércitos siracusanos hubieran sido derrotados, y todo su territorio invadido. Así, incluso Cartago, confiando en la fuerza de su posición, podía ahora entrar en negociaciones con Roma como potencia aún no sometida. Escipión estaba preparado, más de lo que podría estarlo cualquier otro romano, para conceder condiciones favorables, pues sabía que un partido hostil de la aristocracia romana se esforzaba por provocar su retirada antes de la conclusión del tratado, para privarle del honor de terminar la larga guerra con una paz gloriosa. Este partido estaba apoyado, no por el pueblo de Roma, sino por el Senado, y podía fácilmente ahora, como en una ocasión anterior, retrasar las negociaciones y hacerlas finalmente abortivas. A principios de año, un voto del pueblo había confiado a Escipión el mando en jefe en África, pero sin embargo el senado, por su propia autoridad, había enviado al cónsul Tiberio Claudio Nerón con una flota, y lo había coordinado con Escipión en el mando. Nerón se había retrasado por los vientos contrarios y no había llegado a África. La misma oposición contra la paz y contra Escipión se exhibió de nuevo tras la batalla de Zama. El recién elegido cónsul Cn. Léntulo estaba impaciente por asumir el mando en África, y mientras Escipión llevaba a cabo las negociaciones de paz, se produjeron violentas discusiones y disensiones en Roma, que al final llevaron a la decisión de que a Léntulo se le confiara el mando de la flota y que, si no se concluía la paz con Cartago, navegara a África y asumiera allí el mando de la flota, mientras Escipión conservaba el mando de las fuerzas terrestres.

En Cartago también había, incluso después de la batalla de Zama, algunos fanáticos que todavía habrían continuado la guerra con Roma. Se nos dice que Aníbal con sus propias manos derribó del estrado a uno de estos demagogos que intentaba enardecer al populacho, y que el pueblo perdonó a su héroe deificado este desprecio militar del orden civil. Es igualmente meritorio para Aníbal y el partido democrático en el poder durante toda la guerra y para sus oponentes políticos, el partido aristocrático de la paz, que ahora tenía que dirigir las negociaciones con Roma, que llegaran a un entendimiento amistoso y se unieran en medidas comunes para el bien público.

No oímos hablar de ninguna revolución en Cartago, ni siquiera de estallidos de rabia y desesperación dirigidos contra los supuestos autores de la calamidad nacional. El senado envió una diputación a Escipión, y parece que las negociaciones se reanudaron sin ninguna dificultad sobre la base de las condiciones que ya habían sido aceptadas. En algunos puntos, ciertamente, se hicieron más severas. Escipión exigió a Cartago la entrega de todos los elefantes, de todos los barcos de guerra excepto diez, el pago de 10.000 talentos en diez años, cien rehenes de entre catorce y treinta años de edad, y (lo que era más grave de todo) el compromiso de que no emprendería ninguna guerra ni en África ni en ningún otro lugar sin el permiso del pueblo romano. Con la aceptación de esta condición, Cartago renunció evidentemente a su pretensión de ser un estado independiente, y admitió que su seguridad y su propia existencia quedaban a merced de Roma.

Aún así, el azar de las batallas había decidido, y tras aceptar los preliminares de la paz, Escipión concedió una tregua de tres meses, que Cartago tuvo que comprar con una suma de 25.000 libras de plata, aparentemente como compensación por los barcos romanos que habían sido saqueados durante una tregua anterior. Además, los cartagineses tuvieron que pagar y aprovisionar a las tropas romanas durante la tregua, mientras que, estas últimas, a cambio, se abstuvieron de saquear el territorio cartaginés. A continuación se envió una embajada cartaginesa a Roma con el fin de obtener para esta paz la sanción del senado y del pueblo romano.

La noticia de la victoria de Escipión en Zama había sido recibida en Roma con un entusiasmo sin límites. Cuando el legado L. Veturio Filón hubo entregado su mensaje al senado, se vio obligado a repetirlo en el Foro ante el pueblo reunido, como en una ocasión anterior los mensajeros tuvieron que proclamar dos veces la noticia de la victoria en el Metauro. Todos los templos de la ciudad se abrieron para un regocijo festivo de tres días. La multitud había deseado en vano la paz durante mucho tiempo, y ahora llegó la paz acompañada de la victoria. El nuevo cónsul Cn. Léntulo y su partido en el senado intentaron en vano una vez más retrasar la conclusión de la paz. La presión ejercida por el partido popular y por los partidarios de Escipión era demasiado grande. El pueblo no deseaba ser engañado en sus esperanzas de paz, ni permitiría que su favorito Escipión se viera privado del crédito de la victoria. Resolvieron, a propuesta de dos tribunos del pueblo, que el senado concluyera la paz con Cartago a través de P. Escipión, y que nadie más que él trajera de vuelta a Roma el ejército victorioso. Una comisión de diez senadores fue enviada inmediatamente a África para comunicar esta decisión, y para dar a Escipión su consejo y ayuda. Como prueba de que con la conclusión de la paz se iban a dejar de lado todos los odios y disensiones, se permitió a los embajadores cartagineses elegir a doscientos de sus compatriotas que estaban en Roma como prisioneros y llevarlos a casa sin ningún rescate.

En Cartago la noticia de la paz no fue recibida con igual alegría, por muy deseable que le pareciera al pueblo. La rendición de los prisioneros romanos, que ascendían a 4.000, no fue un acto de libre generosidad, sino una confesión de derrota que les había sido arrancada. Los sacrificios pecuniarios que tuvieron que hacer se sintieron aún más dolorosamente. Pero cuando la flota cartaginesa fue remolcada fuera del puerto y disparada a la vista de la ciudad, surgió un lamento tan grande como si, con estos muros de madera de la dueña de los mares, la propia ciudad fuera entregada a las llamas.

A Escipión no le quedaba otra cosa por hacer en África que repartir recompensas y castigos. Inmediatamente después de la victoria sobre Sífax había condecorado, ante el ejército reunido, a Masinisa con la corona, el cetro y el trono, con la toga y la túnica bordadas, como aliado y amigo del pueblo romano. El senado aprobó esta distinción mediante una resolución regular. Escipión añadió ahora el regalo más valioso a estas espléndidas y relucientes condecoraciones, al otorgar a Masinisa una parte del reino de Sífax, que habían conquistado juntos, y su capital, Cirta. Pero los cautos políticos romanos no podían confiar plenamente en el bárbaro. Consideraron conveniente dejar un rival a su lado, por lo que devolvieron a Vermina, el hijo de Sífax, una parte del reino de su padre, a pesar de su hostilidad durante la última guerra. El castigo de los desertores entregados por Cartago constituyó el sangriento epílogo de esta guerra. Los latinos que se encontraban entre ellos fueron decapitados, y los ciudadanos romanos, considerados merecedores de un castigo más severo, fueron crucificados.

El viaje de Escipión a Roma fue una procesión triunfal ininterrumpida. Desde Lirio envió una parte considerable de su ejército por mar hasta Ostia; él mismo viajó por tierra a través de Sicilia y el sur de Italia. En todas partes, los habitantes de las ciudades y pueblos salieron a su encuentro y le dieron la bienvenida como vencedor y libertador. Su entrada en Roma fue celebrada por miles de soldados romanos a los que había liberado del cautiverio cartaginés, y que lo ensalzaron en voz alta como su salvador. Debe quedar la duda de si el rey númida Sífax caminó delante de su carro triunfal; pues, aunque Polibio lo afirma, Livio dice claramente que había muerto previamente en Tibur. Por otra parte, podemos dar por sentado, incluso sin ningún testimonio particular, que las legiones de Cannae, que habían sido tan inmerecidamente castigadas, más por su desgracia que por su culpa, se afianzaron ahora brillantemente en la estima de sus conciudadanos, al marchar como vencedores detrás del carro triunfal del general que con sus armas había borrado la desgracia de Cannae.

 

CAPÍTULO IX.

OBSERVACIONES GENERALES SOBRE LA GUERRA DE ANÍBAL Y EL PERIODO CORRESPONDIENTE

 

La segunda guerra púnica o de Aníbal siempre ha atraído con razón la atención especial de los historiadores. Aparte de los emocionantes acontecimientos, de las grandes operaciones y esfuerzos militares tanto de los romanos como de los cartagineses, y de las sorprendentes vicisitudes de esta gran guerra, aparte de la simpatía personal que inspiran las hazañas y los sufrimientos de Aníbal, y del interés dramático que así se imparte a la narración, no podemos dejar de ver que esta lucha ha sido de la mayor importancia en la historia de la civilización humana, y por lo tanto merece el estudio más cuidadoso. No sólo esta guerra, la segunda de las tres libradas entre Roma y Cartago, provocó una decisión irrevocable, sino que con ella se resolvió la cuestión de si los estados del mundo antiguo iban a seguir existiendo por separado, en continua rivalidad, en independencia local y celos, o si debían soldarse en un gran imperio, y si este imperio debía ser fundado por la raza greco-italiana o por la semítica-oriental. No se puede dudar de que, si Roma en lugar de Cartago hubiera sido completamente humillada, el imperio púnico y la civilización púnica se habrían extendido a Sicilia, a Cerdeña, y probablemente incluso a Italia, y que durante siglos habría determinado la historia de Europa.

Cuál habría sido el resultado de esta consumación, si el desarrollo de la raza humana habría sido impedido o avanzado, no podemos intentar decidirlo. Nuestro imperfecto conocimiento de la mente y el carácter nacional de los cartagineses nos impide dar una opinión. Los historiadores están generalmente satisfechos con la suposición de que la victoria de Roma fue equivalente a la liberación de la mente greco-itálica del estancamiento oriental y de la opresión intelectual, y esta convicción, que en todo caso es consoladora, puede hacer que nuestra simpatía por una nación grande y gloriosa sea menos dolorosa; pero no puede de ninguna manera disminuir la importancia que justamente atribuimos a la guerra de Aníbal. Debemos declarar que Livio tenía razón en su opinión de que, de todas las guerras que se habían librado, ésta era la más digna de mención; y, como Heeren observa con justicia, los diecinueve siglos que han pasado desde que Livio escribió no la han privado de su interés.

Este interés se debe en gran parte a la afortunada circunstancia de que para la guerra de Aníbal la narración continua de Livio y los valiosos fragmentos de Polibio nos permiten, más que hasta ahora en la historia romana, examinar el funcionamiento interno de los poderes que esta guerra puso en marcha. Al haber abandonado a Livio antes del final de la tercera guerra samnita, al final de su décimo libro, hemos echado de menos su guía, no siempre fiable pero sí útil, durante la guerra con Pirro, y también durante la primera guerra púnica y las guerras gálica e ilírica, donde encontramos un valiosísimo sustituto en los breves esbozos de Polibio. A continuación, con el asedio de Sagunto, retomamos la narración de Livio en el vigésimo primer libro de su voluminosa obra, diez libros de los cuales relatan los acontecimientos de cada año hasta la conclusión de la paz, a veces con una amplitud innecesaria y con una verborrea retórica, y no sin omisiones y errores, pero aun así con un uso concienzudo de las pruebas históricas que tenía a su disposición, y en un lenguaje cuya belleza es insuperable en la literatura histórica de Roma. Para los dos primeros años de la guerra tenemos, además de la narración de Livio, la de Polibio, que apenas deja nada que desear en cuanto a claridad, credibilidad y buen juicio, pero de la que, desgraciadamente, para el resto de la guerra, sólo se conservan algunos fragmentos sueltos. También hay muchos detalles que se pueden espigar de los fragmentos de Dion Casio y del resumen de su obra realizado por Zonaras. Incluso la narración de Apio, aunque basada en puntos de vista falsos y llena de la más burda exageración, no es inútil cuando se la considera críticamente.

Además de éstos, Diodoro, Frontino y otros nos ayudan ocasionalmente; pero, a pesar de esta abundancia comparativa de autoridades, somos conscientes de que en la guerra de Aníbal quedan muchos problemas y dificultades sin resolver con respecto a los números, los lugares y los acontecimientos secundarios, y también de que estamos a oscuras en cuanto a muchas de las condiciones del éxito, y en cuanto a las intenciones y los planes que determinaron a gran escala la acción de ambas potencias beligerantes.

La causa principal de la superioridad de Roma sobre Cartago la hemos encontrado en la firme unidad geográfica y etnográfica del estado romano en comparación con el carácter accidentado de las nacionalidades gobernadas por Cartago, y en la configuración desarticulada de su territorio, disperso en largas líneas de costa e islas. La historia de la guerra nos muestra claramente cómo actuaron estas condiciones fundamentales. Mientras Cartago, por el genio de su general y por la audacia de su ataque, desbarataba los planes romanos y destruía un ejército tras otro, la fuente del poder romano, la población belicosa de Italia, permanecía sin agotar, y fluía más libremente en la medida en que Cartago encontraba más y más difícil reponer sus ejércitos. Así pues, la guerra se decidió en realidad, no en el campo de batalla, como se decidió la guerra persa en Salamina y en Platea, ni mediante el genio de un general y la valentía entusiasta de las tropas, por los que las pequeñas naciones han triunfado a menudo sobre enemigos muy superiores. Se decidió mucho antes de la batalla de Zama por el ímpetu inherente de estos dos estados, que entraron en las listas y siguieron luchando, no con una parte de sus fuerzas solamente, sino con toda su fuerza. Como, a menudo, entre dos púgiles igualmente igualados, la victoria se decide no por un solo golpe o por una sucesión de golpes -la cuestión es quién puede mantener más tiempo la respiración y permanecer más tiempo sobre sus piernas-, así, en el conflicto entre Roma y Cartago, no la habilidad y el valor, sino el nervio y el nervio, obtuvieron la victoria.

La ventaja que suponía la conformación geográfica de Italia se vio incrementada por el sorprendente número de plazas fuertes, y por la circunstancia de que la capital del país, el corazón del poder romano, estaba situada, no en un extremo, sino en el centro de la larga península. Las dificultades que las fortalezas italianas oponían al progreso de Aníbal aparecen en todas las páginas de la historia de la guerra. Estas dificultades eran tanto más graves cuanto que el arte del asedio era comparativamente desconocido en la antigüedad, y en particular en Cartago. Así vemos cómo, incluso en la Galia, las ciudades de Placentia, Cremona y Mutina, aunque apenas fortificadas, desafiaron al enemigo durante todo el transcurso de la guerra y formaron una barrera hacia el norte. De las numerosas ciudades etruscas, ninguna cayó en poder de Aníbal. Después de la batalla en el lago Thrasymenus, incluso la pequeña colonia de Spoletium pudo resistirle. En Apulia, en Samnium, Lucania y Bruttium tenemos noticia de un gran número de lugares fortificados, por lo demás desconocidos, pero que en esta guerra, si no cayeron por traición, fueron capaces de perturbar la marcha del enemigo victorioso. Sabemos más de las ciudades griegas y de las fortalezas de Campania; y si recordamos cómo fracasaron los ataques de Aníbal contra Nápoles, contra Cumas, Nola y Puteoli, y cómo el pequeño lugar de Casilinum pudo oponer durante meses una resistencia desesperada al ejército sitiador, podemos comprender fácilmente que la conquista de Italia fue una empresa muy diferente a la del territorio cartaginés, donde, a excepción de unos pocos puertos marítimos, sólo había ciudades abiertas, un botín rico y fácil para cualquier agresor.

La importancia de la posición central de Roma es evidente. Esa posición impidió que Aníbal aislara de una vez a toda Italia de Roma, y que al mismo tiempo uniera a todos los pueblos contra Roma. Tuvo que elegir el norte o el sur de la península como base de operaciones; y cuando tomó una posición en Apulia y Bruttium perdió su comunicación con la Galia.

El mantenimiento de esta comunicación se hizo extremadamente difícil por la estrechez de la península; y así vemos por qué el transporte de auxiliares galos para el ejército de Aníbal cesó después de los primeros años de la guerra, y cómo Aníbal tuvo entonces que confiar únicamente en los recursos del sur de Italia. No hace falta comentar lo útil que fue esta posición central de Roma en el momento decisivo de la guerra, durante la invasión de Hasdrúbal, ni cómo facilitó la victoria en el Metauro. Las mismas circunstancias se repitieron tras el desembarco de Mago en Génova, y bien puede dudarse de que, incluso en las condiciones más favorables, Mago hubiera sido capaz de efectuar una unión con Aníbal con el fin de realizar un ataque combinado contra Roma.

Si difícilmente podemos suponer que los cartagineses ignoraban estas circunstancias, que eran todas favorables a Roma, la persistencia invariable con la que continuaron atacando a Roma desde el norte de Italia es lo más sorprendente. No podemos suponer que fuera imposible, o incluso peligroso, transportar un ejército por mar al sur de Italia. El desembarco de Mago en la costa de Liguria invalidaría por completo tal suposición, y aún más el desembarco del ejército de Escipión en la vecindad inmediata de Útica. Los barcos de los antiguos hacían tan poca agua que podían acercarse a casi cualquier parte de la costa, y no era en absoluto necesario estar en posesión de un puerto fortificado para aventurarse a desembarcar tropas. Los barcos podían ser arrastrados a la costa y protegidos de los ataques del enemigo; y, de hecho, la flota romana no tuvo, durante los tres años de guerra en África, otra protección que la que le proporcionaba un campamento fortificado de barcos de este tipo. No se nos ocurre otra razón para los ataques de Aníbal, Hasdrúbal y Mago desde el norte de Italia que la esperanza de conseguir auxiliares galos, y esta misma circunstancia delata la escasez de los recursos a los que recurrió Cartago para el reclutamiento de sus ejércitos.

Más difícil es comprender por qué se abstuvo casi por completo de llevar a cabo con vigor la guerra en el mar. En la primera guerra se libraron varias grandes batallas navales, y la decisión fue provocada por la victoria de Catulo cerca de las islas Egadas; pero en la segunda guerra púnica la importancia de la flota parece sorprendentemente disminuida, tanto en el lado romano como en el cartaginés. No se libró ninguna gran batalla en el mar. Incluso el número de barcos que Roma empleó en el amplio campo de batalla en las costas de España, la Galia, Liguria, Italia, Sicilia, Córcega, Cerdeña y en el Este, no fue en ningún año igual al número de los que, solo, lucharon en Ecnomus. Además, mientras que en la guerra de Sicilia los quinqueremes habían sustituido casi por completo a las trirremes, ahora volvemos a encontrar trirremes mencionadas con frecuencia. Repetidamente oímos que los barcos fueron retirados del servicio y que las tropas que los tripulaban fueron empleadas para la guerra en tierra. Si nos sorprende oír esto de los romanos, que tanto debían a su anterior éxito en el mar, y que estaban tan justamente orgullosos de ello, es aún más sorprendente en lo que respecta a Cartago. Los romanos habían sido atacados y no podían determinar si la tierra o el mar debían ser el escenario de la guerra. Estaban obligados a enfrentarse a Aníbal en tierra, y mientras permanecieran a la defensiva no podían prestar mucha atención a la guerra naval; pero por qué Cartago descuidó su flota y no aprovechó mejor su superioridad como dueña de los mares, la ausencia de historiadores cartagineses nos impide explicarlo. Debía ser posible, suponemos, interceptar los transportes romanos de tropas y materiales de guerra que se enviaban desde Italia a Cerdeña y a España, y en particular los que se destinaban a África, o en todo caso dificultar mucho este transporte. Sin embargo, apenas tenemos noticia de la captura de convoyes romanos por parte de barcos cartagineses. Las flotas romanas navegaban en todas las direcciones casi sin ser molestadas. En las operaciones decisivas de la guerra, la armada cartaginesa no intentó tomar parte activa. De hecho, durante el asedio de Siracusa, su flota declinó una batalla con los romanos, provocando así la pérdida de esa importante ciudad. Además, encontramos a Escipión desembarcando sin oposición casi a la vista de Cartago, y si los transportes romanos sufrieron a veces tormentas, nunca fueron atacados por los cruceros cartagineses. Navegaron con la mayor regularidad, casi como en tiempos de paz, y durante el primer invierno proveyeron al ejército romano de todo lo necesario en un momento en el que debía haber perecido sin tales suministros. La minuciosa descripción de conflictos navales sin importancia, como por ejemplo el de un quinquereme cartaginés y ocho trirremes contra un quinquereme romano y siete trirremes, es una prueba indirecta de la decadencia de ambas armadas. Tampoco se trata de un caso excepcional. En los estados griegos la antigua superioridad naval había desaparecido hacía tiempo. Los aqueos y los sucesores reales de Alejandro no pudieron lanzar ninguna flota que pudiera compararse con las de las repúblicas helénicas cuando estaban en el apogeo de su poder. Produce una impresión melancólica leer cómo la liga aquea envió una flota de diez barcos contra los piratas de Iliria, y que el rey Filipo, habiendo tomado prestadas cinco naves de guerra de ellos, determinó finalmente construir una flota de cien barcos. Mientras los antiguos gobernantes del mar se retiraban agotados, los piratas bárbaros se volvieron cada vez más audaces, y sus barcos armados barrieron los mares y las costas donde antes habían reinado las orgullosas trirremes de los griegos libres.

A falta de toda la información que nos permita explicar la disminución de la importancia de la flota cartaginesa, este descuido de su fuerza naval quizá pueda explicarse en parte por los pies que Aníbal y sus hermanos, e incluso, antes que ellos, Hamílcar Barcas, los principales impulsores y líderes de la guerra, se habían dedicado con preferencia a la guerra por tierra, y sobresalían en esta rama de la ciencia militar. Estaban persuadidos de que había que atacar y someter a Roma en Italia. Por lo tanto, abogaban naturalmente por la aplicación de todos los recursos nacionales al ejército, y su consejo fue siempre seguido en Cartago. Sin duda tenían razón en esto, y Cartago probablemente se habría agotado mucho antes si hubiera dividido sus fuerzas entre el ejército y la flota más de lo que lo hizo en realidad.

El sistema y la organización militar de los romanos no sufrieron ningún cambio importante durante la guerra de Aníbal; pero una guerra que supuso una presión tan grande sobre los recursos nacionales no podía dejar de provocar, algunas innovaciones. Vemos más claramente que antes los primeros signos de un ejército permanente y de un ejército mercenario, y la formación gradual de una clase de soldados profesionales distintos de la población civil; y, en relación con esto, encontramos graves síntomas de decadencia moral. En la primera guerra púnica seguía siendo norma disolver y despedir a las legiones al final de la campaña de verano. Este sistema, convertido en inconveniente por la gran distancia del teatro de la guerra en Sicilia, no podía llevarse a cabo universalmente sin abandonar la isla durante el invierno a los ejércitos y guarniciones cartagineses. Pero aún así, el sistema militar romano, que exigía que cada ciudadano sirviera a su vez, hacía necesario reconstituir periódicamente las legiones; y, a falta de consideraciones más elevadas, los campesinos y artesanos no eran retirados de sus familias más que en una o dos campañas.

La realización de este acuerdo se hizo cada vez más difícil durante la guerra de Aníbal, primero porque las levas militares hacían imposible el relevo regular de las tropas, luego porque el peligro de la república mientras Aníbal estaba en Italia exigía un ejército permanente, y por último porque la renovación regular de las legiones en la lejana España habría causado demasiados gastos. Además, las legiones derrotadas en Cannae y en Herdonea fueron enviadas a Sicilia con la intención de castigarlas por su conducta, reteniéndolas bajo las armas hasta el final de la guerra. Mientras que las legiones estacionadas en Italia eran relevadas con menos frecuencia que antes, los ejércitos de España y Sicilia estaban formados principalmente por veteranos, de los cuales muchos habían servido hasta catorce años. Estos soldados eran, evidentemente, muy diferentes de la antigua milicia.

Se habían alejado de la vida civil; la guerra se había convertido en su profesión, y sólo de la guerra obtenían su apoyo y esperaban ganancias. La paga romana no era, como en el caso de un ejército mercenario, una remuneración destinada a inducir a los hombres a alistarse y a recompensarles por sus servicios. Era sólo una compensación, y una compensación muy insuficiente, pagada por el Estado al ciudadano que era apartado de su vocación y cargado con un deber público. Incluso las tropas reclutadas sólo por un corto período de tiempo contaban más con el botín que con su paga, y por regla general el botín móvil era apropiado por un ejército victorioso.

Aunque la soldadesca romana se acostumbró desde el principio a depender del botín, la desmoralización que necesariamente se derivaba de esta práctica se mantuvo dentro de unos estrechos límites mientras los soldados no hicieran del servicio una profesión inadecuada, y mientras lucharan sólo contra enemigos extranjeros, y no contra súbditos rebeldes o aliados. Todo esto cambió en la guerra de Aníbal. Los soldados romanos, que ahora servían durante años, se alejaron cada vez más de la vida laboral y adoptaron los hábitos de los soldados, que naturalmente conducen a la destrucción y al apoderamiento violento de la propiedad. Para la indulgencia de tales propensiones, Italia, durante la guerra de Aníbal, ofreció las condiciones más favorables. Un gran número de súbditos romanos se había unido al invasor. Todas estas ciudades y aldeas rebeldes fueron gradualmente reocupadas por los romanos, y los soldados pudieron al mismo tiempo satisfacer su deseo de saqueo e infligir castigos a la población rebelde.

De qué manera se hizo esto nos enteramos por las vergonzosas escenas que tuvieron lugar en Locri, escenas que ciertamente no fueron casos aislados de tal ferocidad, sino que probablemente deben su notoriedad al motín al que dio lugar el saqueo. En ese momento, la prosperidad de distritos enteros de Italia fue destruida durante muchos años, un preludio de esa desolación que continuó hasta la época imperial. De que los estragos realizados por la soldadesca romana en Sicilia fueron aún mayores, los horrores de Leontini, de Enna y de Siracusa son prueba suficiente. En España, la misma rapacidad llevó a la insubordinación y al motín. Lo que relata Appiano de la conquista de la ciudad de Locha en África demuestra que los soldados romanos se aventuraron a satisfacer su sed de sangre y su amor por el saqueo desafiando totalmente la disciplina militar y bajo la mirada del propio comandante. Si esto pudo ocurrir con tropas recaudadas entre la población de Roma y de las ciudades latinas y aliadas, y que servían en las legiones romanas, ¿cuánto más temeraria debió ser la conducta de las tropas irregulares a las que Roma recurrió bajo la presión de sus desastres? Cuando, después de la caída de Siracusa, el pretor Valerio Laevino se esforzó por devolver a Sicilia al orden y a las ocupaciones de la paz, reunió a todas las bandas de merodeadores que asolaban Sicilia y las envió a Italia, con el fin de molestar lo más posible a los brutos. Del mismo modo, los dos notorios publicanos y estafadores Pomponio y Postumio hicieron la guerra por su cuenta, pero con la sanción del senado. Además, los esclavos que habían sido alistados como soldados, y que se dispersaron tras la muerte de Graco, sólo pudieron vivir del saqueo, y debieron contribuir a la miseria y a la miseria en la que los años de guerra habían sumido a toda la población de Italia.

Que los mercenarios y las tropas extranjeras, empleadas en gran número por los romanos, ejercieron una influencia perniciosa sobre la disciplina y el porte de los soldados romanos, es un hecho que no puede ponerse en duda. Los primeros rastros de mercenarios extranjeros en los ejércitos romanos los hemos notado ya en la primera guerra púnica. En la segunda guerra los casos son muy numerosos. Estas tropas eran en parte mercenarios griegos enviados por Hiero, en parte desertores de los ejércitos púnicos, en parte auxiliares galos, españoles y númidas, y en parte auténticos mercenarios alistados por agentes romanos. Todas estas tropas estaban animadas, no por el patriotismo o el sentido del deber, sino por la esperanza de obtener ganancias; y si estamos justificados al suponer que los soldados romanos, latinos y sabelianos estaban originalmente inspirados por motivos más elevados, aun así no podían dejar de verse afectados por el carácter de sus camaradas mercenarios.

Pero no fueron en absoluto los soldados comunes los únicos que se habituaron cada vez más al saqueo. Parece que incluso los oficiales superiores daban el ejemplo a sus hombres. En Locri, Pleminio se comportó como un ladrón a cara descubierta, y su disputa con los dos tribunos militares se debió únicamente a que éstos se disputaron el botín con el comandante en jefe. Cuando Escipión hubo tomado Cartago Nueva, sus amigos, según se nos dice, le trajeron la doncella más hermosa que pudieron encontrar como artículo de botín selecto, y su rechazo de este regalo se consideró un acto de excesiva magnanimidad y abnegación. Cómo actuó Marcelo en Siracusa podemos juzgarlo por las quejas de los siracusanos. De hecho, era un vicio inveterado de la aristocracia romana, que siempre superaba al populacho en codicia y en habilidad para el saqueo. De ahí, en los viejos tiempos, la acusación de que Camilo se apropió ilegalmente del botín de Veii, mientras que los excepcionales elogios que se concedieron a Fabricio por su abstinencia no hacen sino demostrar la regla general. Pero la prueba más sorprendente del robo sistemático de la nobleza romana es su riqueza. Esta riqueza fue obtenida, no por el trabajo y la economía, no por el comercio y la empresa, sino por el saqueo. Crecía con cada nueva conquista; y como Roma tenía posesiones fuera de Italia, la riqueza acumulada en ciertas manos alcanzaba dimensiones principescas, y elevaba a sus poseedores cada vez más por encima de la igualdad republicana y de las leyes. Mientras los comandantes de los ejércitos se apoderaban abiertamente y por la fuerza de todo lo que querían, otra clase de hombres ejercía el mismo oficio con igual habilidad al amparo de las formas legales. Eran los contratistas y comerciantes que seguían la estela de los ejércitos, como el chacal sigue al león, para recoger los fragmentos dejados por la prisa o la saciedad de los que les precedían. Los soldados rara vez podían hacer uso del botín que caía en sus manos, y buscaban convertirlo en dinero fácil lo antes posible. Para ello recurrían a los comerciantes que, al parecer, les acompañaban regularmente y sabían aprovechar la ignorancia o la impaciencia de las tropas. Estos hombres compraban objetos de valor y todo tipo de botín, pero sobre todo los prisioneros, y para lo que habían comprado a bajo precio en el campamento encontraban un buen mercado en Roma y en otros lugares. Su negocio era, por supuesto, de lo más lucrativo, ya que estaban obligados a compartir el peligro y las penurias con los soldados. Que fueran, por regla general, unos bribones consumados es natural, y esta circunstancia contribuyó a calificar a los mercaderes de Roma como un conjunto de impostores sin principios y como una especie de ladrones.

Otra clase de comerciantes eran los usureros y especuladores, que se instalaron por doquier en los países conquistados, y que hicieron caer la maldición de las provincias sobre el nombre de los italianos. Los peores de ellos eran los agricultores de las aduanas y rentas; pero sus prácticas pertenecen más bien a los largos años de paz, y su sistema de opresión no pudo desarrollarse plenamente durante la continuación de la guerra. Por otro lado, fue precisamente durante la guerra cuando florecieron los contratistas del ejército. Estos especuladores formaron sociedades anónimas y llevaron a cabo un comercio de lo más lucrativo. Es posible que entre ellos hubiera personas honestas que se enriquecieran sin robar; pero cuando pensamos en los actos infames de los que podía ser culpable un Postumius, no podemos dudar de que la práctica de robar al Estado era entonces tan general con esta gente como lo ha sido con la misma clase en los tiempos modernos en todos los casos en los que no han estado sometidos a un control estricto.

La consecuencia de toda guerra es una mayor desigualdad en la distribución de la propiedad. Mientras que la guerra enriquece enormemente a unos pocos, empobrece a la masa del pueblo. Las dos condiciones principales de la paz -el trabajo productivo y el orden jurídico- son en toda guerra más o menos apartadas por la destrucción y la violencia. La primera reduce la cantidad total de capital, y la segunda provoca una distribución desigual e injusta del mismo. Este es el caso particularmente en una guerra depredadora; y en cierto sentido todas las guerras de la antigüedad, y particularmente las guerras libradas por los romanos, eran depredadoras. Una guerra tan grande como la que Aníbal libró contra los romanos y que, tras largos sufrimientos y privaciones, otorgó a los vencedores un botín tan inmenso, no podía sino ejercer una influencia trascendental sobre la sociedad y el Estado romanos. Por un lado, el pauperismo, y con ello el elemento democrático, se incrementaron; por otro, el poder y la riqueza de las familias reinantes crecieron cada vez más; y ya vemos a los predecesores de aquellos hombres cuya ambición personal y amor al poder ya no podían ser mantenidos dentro de los límites por las leyes de la república.

Sólo podemos formarnos una idea aproximada de la devastación de Italia al final de la guerra de Aníbal, pues no conocemos la milésima parte de los detalles. Seguramente se cumplió el sueño que, según la narración de Livio, soñó mal Aníbal antes de su salida de España. En su marcha desde el norte de la península hasta su extremo sur había sido seguido por la temible serpiente que aplastaba plantaciones y campos en sus bobinas, y que era llamada la "desolación de Italia". La porción meridional, en particular, había sido visitada de forma más terrible por el azote de la guerra. En Samnium, en Apulia, Campania, Lucania y Bruttium apenas había un pueblo que no hubiera sido incendiado o saqueado, apenas una ciudad que no hubiera sido asediada o asaltada. A los que peor les fue es a los que cayeron alternativamente en manos de los romanos y de los cartagineses. Las ciudades más florecientes, y especialmente casi todas las ciudades griegas, se encontraban en esta situación, sobre la que el destino de Capua es un comentario memorable. Pero los grandes sufrimientos de esta ciudad no deben desviar nuestra atención de las desgracias que sufrieron otras comunidades menos destacadas. Grandes extensiones de tierra quedaron totalmente desiertas, poblaciones enteras de ciertas ciudades fueron trasplantadas a otras moradas. Las confiscaciones y las ejecuciones siguieron a la reconquista de cada municipio rebelde. Una gran parte de Italia fue confiscada por segunda vez por los conquistadores, y considerables extensiones de tierra pasaron a ser propiedad del pueblo romano. Sin embargo, no fueron en absoluto los italianos rebeldes los únicos que sintieron el azote de la guerra. Los fieles aliados, los latinos, y los propios ciudadanos romanos sufrieron como nunca antes. Mientras las tierras permanecían sin cultivar, y las manos del marido empuñaban la espada en lugar del arado, mientras los talleres permanecían vacíos, las familias estaban necesariamente expuestas a la carencia, aunque no hubieran tenido que sufrir la presión de un aumento de los impuestos. La disminución de la población es el signo más seguro del efecto de la guerra sobre los ciudadanos de Roma. Mientras que en el año 220 el número de ciudadanos en las listas del censo ascendía a 270.213, en el 204 había descendido a 214.000. Podemos suponer sin duda que la guerra de Aníbal costó a Italia un millón de vidas.

Parece extraño, a primera vista, que los grandes sufrimientos del pueblo romano hayan sido la causa de nuevas fiestas y regocijos populares. Pero las fiestas y los juegos eran ceremonias religiosas, destinadas a apaciguar a los dioses. La peste del año 364 había sido la causa de la introducción de los juegos escénicos, y así, en el curso de la guerra de Aníbal, el número de festivales públicos aumentó, en aparente contradicción con la angustia pública.

A los antiguos "juegos romanos" o "grandes juegos", que se habían originado en la época regia, y a los "juegos plebeyos" introducidos al comienzo de la república, se añadieron en el año 212 los "juegos apolíneos" celebrados cada año desde el 208 en adelante; y en el año 204 se introdujeron los "juegos megalesianos", en honor de la gran madre de los dioses. Además de éstos, la celebración de los juegos de Ceres se menciona en el año 202, y con mucha frecuencia los diversos juegos se renovaban y prolongaban por períodos más largos.

Naturalmente, tales fiestas, aunque al principio tuvieran un carácter religioso, no podían dejar de fomentar el amor al placer. Las numerosas procesiones, los magníficos funerales y los juegos fúnebres organizados por particulares a su costa tenían la misma tendencia. Con este último propósito, los inhumanos combates de gladiadores, que parecían destinados a desarraigar todas las simpatías más nobles y tiernas del hombre y a extinguir todo respeto por la dignidad del género humano, habían sido importados de Etruria ya en el año 261, el primero de la guerra de Sicilia. Este elemento de desmoralización se introdujo simultáneamente con el arte y la poesía humanizantes de Grecia, como si se hubiera pretendido contrarrestar su influencia; y así creció el gusto por los espectáculos más abominables y repugnantes con los que los hombres han corrompido y matado en su interior todos los instintos superiores de la humanidad.

Un pueblo que se deleitaba con las agonías de un hombre, asesinado para su brutal placer ante sus ojos, no podía sentir realmente la influencia ennoblecedora del arte puro. Por lo tanto, no podemos asombrarnos de que la poesía griega nunca echara raíces profundas en la mente romana, sino que sólo cubriera su tosquedad con un ornamento exterior, al igual que la mitología griega fue remendada en la poco imaginativa religión de Italia como un añadido externo. Es eminentemente característico de la literatura desarrollada ahora entre los romanos, que fue trasplantada y nunca se aclimató completamente en el suelo extranjero. En lugar de pasar por un crecimiento natural, como en Grecia, y avanzar gradualmente de la poesía épica a la lírica, y de la lírica al drama, la poesía se importó a Italia completa, y todas sus ramas se cultivaron al mismo tiempo. Podemos considerar a Livio Andrónico, de Tarento, de quien ya hemos mencionado una composición lírica, como el poeta más antiguo de Roma. Su principal fuerza residía en el drama, y al mismo tiempo también dio a conocer a los romanos la poesía épica de Grecia mediante una traducción de la Odisea. Es sorprendente que los romanos, desde el principio, recibieran con tanto favor los temas griegos que sus poetas trataban en lengua latina. Ciertamente no conocían la desbordante riqueza de los mitos y fábulas griegos que constituían el tema de los poemas ahora trasplantados a Italia; Sin embargo, escuchaban con una atención jadeante no sólo las aventuras y los sufrimientos de Ulises, que en su simplicidad son fáciles de entender, sino también el destino trágico de los hijos de Atreo y de Laios, y los crímenes de Tieste, Aigisto y Tereo, que, en su forma dramática, despertaban la más profunda emoción de los griegos simplemente porque eran tan conocidos. Vemos aquí muy claramente cómo la maravillosa influencia de la fantasía griega se impuso incluso sobre los bárbaros, y tomó por asalto un campo intelectual hasta entonces inculcado. Casi desde el primer momento en que los romanos fueron tocados con la varita mágica de la poesía griega, perdieron el gusto y el afecto por los primeros y rudos comienzos de su propia literatura poética.

Los versos saturnianos y fescénicos y las obras de teatro atelianas fueron desechados y despreciados por los cultos. La lengua latina fue forzada en ritmos griegos, y todo el aparato griego de concepciones, frases y reglas poéticas fue adoptado servilmente. La consecuencia fue una confusión de ideas. Los sencillos romanos eran a menudo incapaces de comprender plenamente lo que les llenaba de maravilla y asombro. No les era posible absorber y asimilar de una vez los variados productos de una civilización extranjera, que había sido el crecimiento de siglos, y dominar de una vez los diferentes sistemas filosóficos desde la antigua mitología simple hasta el epicurismo y el enemerismo. Pasó mucho tiempo antes de que encontraran su camino en este florido laberinto; pero desde el principio su deleite fue grande, y la victoria de la mente helénica sobre la italiana fue decidida.

El sucesor del griego Livio Andrónico fue Naevius, muy probablemente nativo de Campania. También siguió el mismo camino, pero parece haber dado a sus poemas un colorido más nacional. Al igual que su predecesor, escribió tragedias y comedias según el patrón griego y llenas de temas griegos; pero también seleccionó materiales de la historia nacional, y eligió la primera guerra púnica como tema de un poema épico. Al entrar así en el dominio de la vida real y abandonar el de la mitología, actuó de acuerdo con la tendencia de la mente italiana, que había basado la poesía dramática más antigua en la experiencia, y conservó este principio en las sátiras, la única rama de la literatura poética que es originaria de suelo italiano. Naevius fue también un satírico; persiguió con venenosa ironía a los poderosos nobles destinados por el destino a ser cónsules en Roma, y pagó su audacia con el exilio. El tercero y más eminente de los hombres que se esforzaron por aclimatar la poesía griega en Roma fue el medio griego Ennius, nacido en Rudiae, en Calabria, un distrito que, por su cercanía a Tarento, se había convertido en parte griega. Al igual que sus predecesores, Ennio era versado en varios tipos de poesía. Escribió tragedias, comedias y poemas heroicos, y fue él quien introdujo por primera vez el hexámetro griego para estos últimos, desterrando así definitivamente el antiguo verso saturniano de la poesía romana. Sus Anales, en los que trata la historia de Roma desde la fundación de la ciudad hasta su propia época, en dieciocho libros, han sido de gran importancia para los historiadores. Al igual que en Inglaterra muchas personas, incluso cultas, derivan su visión de la historia inglesa de la Edad Media de las Historias de Shakespeare, los romanos, que leían los "Anales de Ennio" con mucha más diligencia que los de los pontificadores, a menudo derivaban sus primeras impresiones de los tiempos y héroes antiguos de sus descripciones poéticas; e incluso los annalistas que se encargaron de escribir la historia del pueblo romano en el periodo que transcurrió entre las guerras púnicas y la época de Livio, no pudieron librarse de la influencia que un poeta popular como Ennio ejerció sobre ellos. Esto es más llamativo en aquellas partes de la segunda guerra púnica en las que Escipión desempeña un papel destacado. Evidentemente, una parte considerable de esta supuesta historia pertenece al dominio de la ficción. Sin embargo, desgraciadamente no podemos determinar, a partir de los escasos fragmentos de los poemas de Ennio, si la fuente principal de estos ingredientes poéticos fueron sus Anales o un poema heroico separado que compuso a la gloria de Escipión.

Al igual que la literatura, la religión también sintió la influencia de Grecia durante las guerras púnicas. La prueba directa de ello se encuentra en la adopción de las deidades griegas, como por ejemplo la gran madre de los dioses, en la creciente importancia del culto a Apolo, de los libros sibilinos y del oráculo de Delfos, y en el declive de las antiguas supersticiones bajo la influencia del pensamiento libre. Es cierto que los antiguos augurios y el yugo de la ley ceremonial, con sus mil restricciones y molestias, aún no se habían desechado, pero dejaron de perturbar las conciencias de los romanos. El escepticismo había alcanzado una altura considerable cuando un cónsul romano podía aventurarse a decir que "si las aves sagradas se negaban a alimentarse, debían ser arrojadas al agua para que pudieran beber". Lo que Livio relata sobre C. Valerius Flaccus es también muy significativo. Este hombre se había peleado en su juventud con sus hermanos y otros parientes, debido a su modo de vida irregular y disoluto, y se le consideraba en conjunto un hombre perdido para la sociedad decente. Pero para salvarlo de la perdición total, el pontífice principal, P. Licinio, lo ordenó, en contra de su deseo, para el cargo de sacerdote de Júpiter (flamen dialis), y bajo la influencia del cargo sagrado, este rastrillo se convirtió no sólo en un hombre respetable, sino incluso ejemplar, y logró recuperar el puesto oficial en el senado que sus predecesores en el cargo habían perdido por su indignidad. Nada puede ser más característico del espíritu de la religión romana, y de la ausencia total de un elemento moralmente santificador, que este nombramiento de un notorio despilfarrador como sacerdote del dios supremo. Era un tejido de fórmulas sin sentido, un plato sin carne. Las ansias religiosas no fueron satisfechas, y los hombres fueron llevados a las escuelas de la filosofía griega o a la superstición más burda y mezquina. De ahí que deje de ser sorprendente que en tiempos de peligro, como en la guerra de las Galias (225 a.C.) y en la de Aníbal (210 a.C.), el pueblo romano volviera al bárbaro rito de los sacrificios humanos, que la ciudad se llenara de magos y profetas, que toda forma de superstición fuera fácilmente recibida por el pueblo llano, y que la religión y la moral dejaran de oponerse eficazmente al egoísmo y al vicio.

La creciente afición al placer en Roma, y el creciente esplendor de las fiestas y juegos públicos, no pueden considerarse como una prueba de un aumento general de la riqueza en la capital, y menos aún en todo el imperio. Los tesoros reunidos en Roma no habían sido ganados por el trabajo, sino capturados por la fuerza de las armas. El intercambio pacífico de bienes, que es el resultado del trabajo productivo y del comercio legítimo, enriquece al comprador y al vendedor, y anima a ambos a un esfuerzo renovado. Pero cuando la fuerza bruta ocupa el lugar de un intercambio libre, tanto el robado como el ladrón se enervan. La maldición de la esterilidad se adhiere a los bienes robados. ¿Quién trabajaría con gusto en el campo o en el taller, y se ganaría un escaso sustento con el sudor de su frente, si una vez se ha deleitado con el botín de un enemigo conquistado? Los soldados romanos perdieron en la larga guerra las virtudes de los ciudadanos. Lo que habían ganado, lo dilapidaron rápidamente, y regresaron a sus hogares para engrosar la multitud empobrecida que aumentaba diariamente en la capital, atraída por las diversiones y más aún por la esperanza de compartir las ganancias del pueblo soberano mediante el ejercicio de su soberanía. Mientras, por un lado, se alimentaba la afición al espectáculo, ya oímos hablar de esos repartos desmoralizadores de maíz que destruían, más que nada, el espíritu de honrada independencia y de autoayuda. Ya en el año 203, una cantidad de maíz, que había sido enviada desde España, fue distribuida a bajo precio por los ediles curules. Esta era la forma más conveniente de mantener al populacho de buen humor, y de oponerse a los reformistas que abogaban por la restauración de un campesinado libre mediante la cesión de tierras a gran escala. Al final de la guerra de Aníbal se presentó la mejor oportunidad, y al mismo tiempo la necesidad más urgente, de una reforma agraria radical.

Grandes extensiones de tierra en Italia estaban desiertas, mientras que miles de personas estaban empobrecidas y sin empleo. Era posible e incluso fácil remediar ambos males de una vez, y extender por Italia una población libre y vigorosa, como la que había existido al principio de la guerra. Si esto se descuidaba ahora, una futura revolución y la caída de la república eran inevitables.

Que se descuidara era culpa de la nobleza. Es cierto que se fundaron algunas colonias y que un cierto número de veteranos recibieron concesiones de tierras. Pero estas medidas no se llevaron a cabo con el espíritu de la distribución flamenca de tierras en Picenum. Las propiedades de la nobleza se ampliaron, y los esclavos ocuparon el lugar del campesinado libre. La ley liciniana, que restringía el derecho de inclinación y de uso de los pastos comunes -una ley que siempre se había infringido en mayor o menor medida-, quedó gradualmente obsoleta. Por grados, estas diversas causas provocaron ese estado de cosas que dos generaciones más tarde convirtió a los Gracos en demagogos y que, tras el fracaso de la reforma, condujo al establecimiento de la monarquía. El curso que tomó así el desarrollo del Estado romano no puede atribuirse ni a hombres particulares ni a una clase concreta. Fue la consecuencia necesaria de la forma fundamental de las instituciones políticas y sociales de Roma. El crecimiento de la república implicó la emancipación de la clase dirigente de todo control público.

La admisión periódica de todos los ciudadanos a los cargos públicos, que constituye la verdadera esencia de la libertad y la igualdad republicanas, se vio naturalmente frenada por la supremacía de una ciudad sobre grandes distritos; mientras que la desigualdad en la división de la riqueza, que empobreció y acobardó a la masa del pueblo soberano, elevó a las clases dirigentes por encima de la autoridad de las leyes. En la época de la guerra de Aníbal este proceso se había completado, y la teoría de la constitución ya no coincidía con la práctica. El senado había dejado de ser un mero órgano deliberativo, y el pueblo sólo tenía un control nominal del poder legislativo y ejecutivo. El senado reinaba exactamente como reina un soberano en un estado que sólo tiene una constitución falsa. Los funcionarios del Estado eran sus siervos sumisos, y el pueblo era utilizado como instrumento para dar el sello de legalidad a los edictos del senado. La nobleza gobernante estaba plenamente desarrollada. El gobierno estaba en manos de un pequeño número de familias nobles, a las que era casi imposible acceder. Durante todo el transcurso de la guerra de Aníbal no encontramos ningún caso en el que un "hombre nuevo" haya sido elegido para algún alto cargo republicano. Los nombres de los Cornelii, Valerii, Fabii, Sempronii, Servilii, Atilii, Aemilii, Claudii, Fulvii, Sulpicii, Livii, Caecilii, Licinii llenan los fasti consulares de la época. Incluso el mérito personal más brillante ya no bastaba para admitir a un hombre que no fuera miembro de la nobleza en los cargos más altos del Estado. El caballero L. Marcio, que después de la caída de Cn. y Publio Escipión, había salvado al resto del ejército romano en España, y había sido empleado después por el joven Escipión en las operaciones más importantes de la guerra, fue excluido, a pesar de sus méritos, de todo alto cargo, porque no era de ascendencia noble, y esto en una época en la que la habilidad militar era más importante que cualquier otra. Incluso Laelio, amigo incondicional y confidente de Escipión, obtuvo la admisión a los altos cargos del Estado con gran dificultad, después de haber fracasado en su primera candidatura al consulado, a pesar de la intercesión de sus poderosos amigos (192 a.C.). Estos celos de la nobleza respecto a los intrusos no se debían en absoluto sólo a la ambición y al deseo de servir al Estado. La extensión de la república romana había convertido los cargos públicos honoríficos en fuentes de beneficio para sus titulares en una medida que los antiguos patricios nunca habían previsto cuando consintieron en compartirlos con sus rivales plebeyos. No cabe duda de que, incluso entonces, fue principalmente la perspectiva del beneficio pecuniario lo que aumentó la obstinación del conflicto por la posesión del cargo. Pero en la época antigua el conservadurismo religioso y el temor a la profanación de los auspicios por parte de los plebeyos también habían ejercido una influencia considerable. Ahora ya no había ningún pretexto para los escrúpulos religiosos, y las familias que ocupaban el cargo excluían a todos los forasteros principalmente porque no se sentían inclinados a compartir el botín con ellos.

Uno de los medios más eficaces para excluir a nuevos candidatos era la carga impuesta a los ediles, que ahora debían sufragar en parte el coste de los juegos públicos. Al principio, el Estado había corrido con los gastos, y éstos se habían mantenido dentro de unos límites razonables. Pero cuando la pasión por las diversiones públicas aumentó, mientras que al mismo tiempo la conducción de las guerras y la administración de las provincias aportaron una inmensa riqueza a las casas nobles, los miembros más jóvenes de la nobleza utilizaron esta riqueza para ganar popularidad para sí mismos, aumentando el esplendor y prolongando la duración de los juegos a sus expensas, y adquiriendo así un derecho al consulado y al proconsulado, y los medios para enriquecerse. No hay economía más perniciosa ni más costosa que la de pagar mal o no pagar a los funcionarios públicos. La consecuencia es que se indemnizan a sí mismos, y que dejan de considerar el fraude, el robo y el hurto como delitos graves. Así, la vida política de Roma se movía continuamente en un círculo estrecho y destructivo, y se acercaba cada vez más a la catástrofe fatal. La corrupción condujo a los cargos y a la riqueza, y esta riqueza volvió a hacer posible la corrupción.

La avaricia calculadora de los grandes, y la venalidad de la masa empobrecida, se dedicaron ambas a provocar la ruina del Estado, al principio tímidamente y a pequeña escala, pero con una audacia y una temeridad cada vez mayores. Incluso en la guerra de Aníbal encontramos rastros de ese espíritu cínico que un partido dominante no exhibe hasta que ha perdido tanto el miedo a la rivalidad como el temor a la desgracia. Incluso entonces no era habitual medir con el mismo rasero los crímenes de la nobleza y los del pueblo llano. Mientras que los soldados que huyeron en Cannae fueron castigados con la mayor severidad y condenados a servir en Sicilia sin paga, los jóvenes nobles, que ciertamente no se habían comportado con una galantería excepcional, ascendieron paso a paso a los más altos cargos de la república. Cn. Cornelio Léntulo había sido tribuno militar en la batalla, y había escapado gracias a la rapidez de su caballo: llegó a ser cuestor en el año 212, luego curule aedile, y por fin incluso cónsul en 201. P. Sempronio Tuditano, que también había sido tribuno militar en Cannae, fue curule aedile en 214, pretor en 211, censor en 209, procónsul en 205 y cónsul en 204. Q. Fabio Máximo, hijo del célebre Cunctator, ocupó una posición similar; llegó a ser sucesivamente curule aedile, pretor y cónsul. Incluso L. Cecilio Metelo, de quien se decía que había ideado el plan de abandonar Italia tras la batalla de Cannae, y que por ello fue objeto de violentos ataques por parte de quienes, como Escipión y Tuditano, reclamaban para sí el mérito de una mayor valentía, se convirtió, tras su regreso, en cuestor y tribuno del pueblo. Pero, por encima de todos, el propio P. Cornelio Escipión, el conquistador de Zama, estaba, a pesar de su huida en Cannae, cargado de honores y distinciones. Seguramente habría sido natural que los soldados realmente maltratados de Cannae, en la plegaria de justicia que dirigieron a Marcelo, hubieran hecho uso de las palabras puestas en su boca por Livio: “Hemos oído que nuestros compañeros de infortunio en aquella derrota, que entonces eran nuestros tribunos legionarios, son ahora candidatos a los honores, y los obtienen. ¿Os perdonaréis entonces a vosotros mismos y a vuestros hijos, padres conscriptos, y sólo descargaréis vuestra rabia contra los hombres de menor rango? ¿No es una desgracia que el cónsul y los demás miembros de la nobleza se den a la fuga cuando no queda otra esperanza? y ¿nos habéis enviado solos a la batalla para una muerte segura?”

Si este espíritu despectivo y prepotente de la nobleza hubiera sido general en aquella época, el pueblo romano seguramente no habría soportado la lucha con Cartago con tanta valentía y éxito como lo hizo. Pero estos casos de degeneración política fueron todavía aislados. En el año 212, por ejemplo, la nobleza no se atrevió a proteger al incapaz pretor Cn. Fulvio Flaco, que había perdido la segunda batalla de Herdonea, de una acusación y de una condena, después de que las tropas fugitivas fueran castigadas con el envío a servir en Sicilia. A pesar de la intercesión de su hermano Quinto, que ya había sido tres veces cónsul, y que en ese momento estaba asediando Capua como procónsul, se presentó una acusación capital contra él, y sólo escapó de la condena yendo, como exiliado voluntario, a Tarquinia.

A pesar, pues, de algunas marcas de decadencia ya visibles en la vida política y social de Roma, el periodo de la guerra de Aníbal fue todavía el cenit de la constitución republicana y la edad heroica del pueblo romano. A partir de ese momento, la conquista se sucedía con una rapidez sorprendente. En dos generaciones, Roma había alcanzado una soberanía indiscutible sobre todos los países ribereños del Mediterráneo. Pero el aumento de la riqueza y la decadencia de las antiguas virtudes republicanas siguieron el ritmo de la extensión del poder romano. Pasamos ahora a considerar las fáciles victorias sobre los estados helénicos degenerados, antes de describir las grandes luchas que precedieron a la transición de la república a la monarquía.