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SALA DE LECTURA BIBLIOTECA TERCER MILENIO

HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO

 

DEL PAGANISMO AL CRISTIANISMO . LA EPOCA DE CONSTANTINO EL GRANDE

Jacob Burckhardt

EL PODER IMPERIAL EN EL SIGLO TERCERO

 

 

En la exposición que sigue de la época que va desde la aparición del emperador Diocleciano hasta la muerte de Constantino el Grande, cada una de las secciones requeriría su propia introducción, pues se trata de describir las cosas no según la sucesión temporal y la historia de los gobiernos sino teniendo en cuenta las direcciones dominantes de la vida. Pero si este libro ha de necesitar, de todos modos, una introducción general, habrá de contener de modo preferente la historia del poder estatal supremo del decadente Imperio romano en el siglo m después de Cristo. No quiere esto decir que de esa circunstancia se puedan derivar todas las demás situaciones, pero, de todos modos, ella nos proporciona la base para juzgar toda una serie de acontecimientos, tanto externos como espirituales, de los tiempos posteriores. En ese período han sido vividas, en sorprendente serie alternativa, todas las formas y grados que puede alcanzar la dominación, desde las más terribles hasta las más benéficas.

Bajo los buenos emperadores del siglo II, desde Nerva hasta Marco Aurelio (86-180 d. c.), el Imperio romano conoció un período de tranquilidad que bien pudo haber sido una época de felicidad si los arraigados achaques de las naciones senescentes fueran ya sanables por la buena voluntad o la prudencia de los mejores gobernantes. La grandeza interior y exterior de un Trajano, de un Adriano, de un Antonino y de un Marco Aurelio no deben cegamos respecto a cosas y circunstancias que ya por entonces se manifestaban a la luz del día. Las tres grandes potencias, el emperador, el senado y el ejército tenían a la larga que enzarzarse y quebrantar aquella armonía artificialmente sostenida; más tarde, la confusión llegó a extremos irremediables cuando se añadieron, todavía, los ataques de los bárbaros, la rebelión de las provincias y espantosas catástrofes naturales.

Marco Aurelio Antonino Augusto,(26 de abril, Vindobona; Sirmio, 17 de marzo),

Un prenuncio lo tenemos ya en el gobierno de Marco Aurelio. Sería ocioso hablar de su personalidad; entre las imperecederas figuras ideales de la antigüedad, este filósofo estoico, sentado en el trono del mundo, si no la más bella ni la más juvenil sí es, por lo menos, una de las más venerables. Sin embargo, ya pudo escuchar las aldabadas de los ominosos mensajeros de la futura caída a las puertas del imperio. En primer lugar, por lo que se refiere al régimen imperial se pudo ver en seguida que todo el sistema de las adopciones, que había trabado uno con otro a los cuatro grandes emperadores, podía ser quebrantado por un golpe de mano. Es lo que intentó, aunque sin éxito, el general más famoso del Imperio, Abidio Casio, después que, durante casi tres generaciones, se había gobernado de manera excelente o, por lo menos, benévola. En cuanto al ejército, cierto que Marco Aurelio lleva fama de “no haber lisonjeado con palabras a los soldados ni haber hecho nada por temor a ellos”, pero se sometió en tal grado al abuso tradicional de hacerles regalos gigantescos al ocupar el poder, que todo soldado (por lo menos los que formaban la guardia) poseía una fortuna y la suma regalada por Marco Aurelio fue considerada después como la normal.

En el capítulo de desdichas exteriores tenemos la primera irrupción violenta de una liga germano-sármata en el Imperio romano y una peste terrible. La peligrosísima guerra, las preocupaciones más profundas ensombrecieron los últimos años del emperador. En su tienda de campaña en el Danubio trató de elevarse por encima del momento angustioso y amenazador mediante el culto sereno de lo moral, de lo divino en la vida del hombre.

Parece que instituyó una especie de regencia, “los mejores entre los senadores”, para su hijo Cómodo (180-192); lo cierto es que el joven príncipe se dejó guiar en las primeras semanas por los amigos de su padre. Pero con una rapidez vertiginosa se desarrolló en él aquella terrible “locura imperial” de la que se había perdido ya la costumbre desde los tiempos de Domiciano. La idea de mandar sobre el mundo entero, el temor a todos los que pudieran disputarle ese dominio, el remedio desesperado de gozar rápidamente de lo presente y acallar así la preocupación incesante, todo esto podía producir en un hombre no dotado de demasiado vigor aquella mezcla espantosa de sed de sangre y de crápula. La ocasión pudo ser muy bien un atentado, al que no sería ajena la propia familia, pero que se achacó al senado. Nada de extraño, pues, que muy pronto el prefecto de la guardia, la personalidad más destacada del estado —que, como en los tiempos de Tiberio y de Claudio, garantizaba la vida del emperador—, y los pocos miles a sus órdenes se sintieran señores del Imperio. Uno de estos osados prefectos, Perenis, fue sacrificado, sin embargo, por Cómodo a una delegación del descontento ejército británico, que había llegado sin obstáculo hasta Roma en número de mil quinientos; al prefecto siguiente, Clender, lo entregó a la turbamulta famélica de Roma, cierto que no sin su culpa, pues en su ciega codicia se había ganado el odio del populacho al no contentarse con confiscaciones y ventas de altos cargos y echar mano también del monopolio de granos.

Cuando este príncipe cobarde y cruel aparece en el anfiteatro para dejarse admirar, con sus vestiduras de dios, por el senado, amenazado de muerte, se puede uno preguntar si este “senado comódico” merecía todavía el viejo nombre, aunque conservara cierta intervención en el gobierno de las provincias y en los derechos de nombramiento, dispusiera de una hacienda propia y gozara de honores externos. Tampoco podía ser llamado “romano” en sentido estricto, ya que la mayoría de sus miembros no eran siquiera ítalos sino gentes de las provincias en cuyas familias se había hecho a veces hereditaria la dignidad senatorial. Es fácil condenar severamente a esta asamblea indigna desde un punto de vista ideal, sobre todo porque no podemos figurarnos bien el efecto que una constante amenaza de muerte, que pendía sobre familias enteras y corporaciones, podía producir. Los contemporáneos juzgaban con menor rigor; cuando Clodio Albino no quiso aceptar la dignidad de César de las manas sangrientas de un Cómodo, pensó que el senado poseía todavía vitalidad suficiente para poderse declarar abiertamente ante sus tropas por el establecimiento de un régimen republicano. Es lo mismo que hablara o no con sinceridad; nos basta saber que el senado (como veremos más tarde) albergaba todavía muchos de los varones más nobles de aquellos días y en los momentos difíciles dio muestras de fuerza y de resolución para el gobierno del estado; hasta las mismas ilusiones en que veremos se halla prendido no alcanzan a deshonrarlo. Así se comprende también que, a pesar de que a veces se introducían en él sujetos indignos, pasaba por ser la representación, ya que no del Imperio, por lo menos de la sociedad romana, y era considerado como la presidencia natural de los llamados senados o curias de las ciudades provinciales; no era posible imaginarse a Roma sin el senado, a pesar de que su campo de acción resultó a menudo secuestrado por largo tiempo gracias a las violencias de otros.

Después que Cómodo obligó a los senadores a que aplacaran a la masa descontenta de la capital mediante cuantiosos regalos, cayó víctima de una vulgar conjuración de palacio. 

Lo más terrible en estos cambios de emperador radicaba en que nadie sabía a quién competía propiamente el nombramiento del nuevo. No se podía constituir una dinastía porque la locura de los emperadores —destino que conocieron, a tales alturas, todos los hombres no muy dotados— empujaba con necesidad a revoluciones periódicas. Y aun sin éstas, también la falta de hijos de los disolutos emperadores y aun de algunos de los mejores habría hecho imposible una sucesión regular; pero las adopciones, tal como ya ocurrieron en la familia de Augusto, sólo tenían visos de ser respetadas cuando tanto el padre adoptante como el hijo adoptivo poseían cualidades suficientes para afirmarse.

Sin duda que el senado, al que el divino Augusto había ido acumulando un título de poder tras otro, poseía el derecho histórico mayor para el nombramiento de un nuevo emperador. Pero tan pronto como los emperadores empezaron a aborrecer el senado y confiaron únicamente en la guardia, se adueñó ésta de la elección imperial; pero no transcurrió mucho tiempo, y ya los ejércitos de las provincias compitieron con los cuarteles de la guardia pretoriana de Roma. Pronto vió ésta su provecho en gobiernos breves, pues a cada nuevo nombramiento se repetían las donaciones. Añádanse a esto los manejos turbios de osados intrigantes, cuyo interés bien podía ser apoyar a un aspirante cuya rápida caída preveían y deseaban.

De este modo los asesinos de Cómodo levantaron sobre el pavés, como para justificar su acción, al honrado Helvio Pertinax, que fué reconocido primero por los soldados y luego por el senado (193). Luego, apoyando a un tal Triario Materno le sonsacaron a Pertinax un enorme donativo, para cuyo pago se tuvo que enajenar el tesoro de Cómodo; la consecuencia natural fué un segundo y rápido ensayo a favor del cónsul Falco; la tercera vez las guardias repitieron la comedia con el asesinato del emperador. Y comenzó aquella inaudita subasta de la dignidad imperial; hubo un rico loco, Didio Juliano, que, a costa de unos seis mil francos a cada soldado, compró unas cuantas semanas de embriaguez y de miedo mortal. Pero ésta fué la última y más alta culminación de la arrogancia pretoriana. Tres ejércitos provinciales se habían dado también el gusto de proclamar como emperador a sus respectivos caudillos; entre ellos estaba el adusto africano Septimio Severo. El infeliz Juliano ensayó primero con el envío de sicarios; había un oficial, Aquilio, que ya se había distinguido en otras ocasiones por sus servicios en el asesinato de algunos grandes y que acaso gozó de una fama parecida a la de Locusta en tiempos de Nerón. Por otra parte, Juliano, a quien la dignidad le había costado sus buenos dineros, quiso llevar el asunto por la vía comercial; por si fuera poco, acabó por nombrar a Severo corregente, al ir acercándose éste a Roma; pero fué abandonado, escarnecido y ejecutado por disposición del senado cuando Severo se encontraba todavía a muchas jornadas de la capital.

Septimio Severo (193-211)

Con Septimio Severo (193-211) se halla representada por primera vez de modo puro la dominación militar. Su arrogancia de militar y de caudillo, de que ya dió muestras como delegado, tiene algo de no romano, de moderno. Pero cuán poco le importaba la dignidad del senado y en qué grado la iba a respetar pudo experimentarlo la delegación de cien senadores que salió a saludarle a Terni y que él mandó registrar por si llevaban armas ocultas. Pero siguió con la mayor lógica las exigencias de su dignidad imperial, cuando desarmó humillantemente a los pretorianos y los arrojó de Roma. No compaginaba con su sistema semejante guardia mimada, corroída y llena de pretensiones políticas. Al propio ejército suyo no le otorgó más que la quinta parte del donativo pedido. Con igual consecuencia se comportó en la lucha contra sus competidores Pescenio Niger y Clodio Albino; exterminó a todo su séquito; no podía comprender cómo cierto número de senadores había mantenido correspondencia con aquéllos y menos que nada que el senado se hubiera mantenido neutral. “Yo soy, escribió al senado, quien procura trigo y aceite al pueblo romano, yo soy quien hace la guerra por vosotros, y ahora ¿cómo me lo pagáis?... Desde los tiempos de Trajano y Marco Aurelio os habéis deteriorado mucho”. Fué arrasada Bizancio, donde los partidarios de Pescenio se defendieron durante más de un año, a pesar de su importancia decisiva como fortaleza fronteriza contra los bárbaros del Ponto, y toda la guarnición y muchos vecinos fueron pasados a cuchillo. (La larga resistencia de la guarnición no se explica tanto por la adhesión a Pescenio, el cual ya había muerto hacía mucho tiempo, cuanto porque los altos oficiales conocían a Severo y se imaginaban, por tanto, la suerte que les esperaba en caso de rendirse y creían, por otra parte, en una victoria de Albino. Mucho más destacada es la participación activa de la población civil dispuesta a jugarse todo por salvar la ciudad. El castigo que habían sufrido los habitantes de Antioquía por haber sido partidarios de Pescenio fue más bien una influencia de segundo orden). El mundo tenía así un ejemplo de cómo había de irles a las ciudades y a las facciones que no descubrieran a tiempo, entre los varios usurpadores, al que merecía la obediencia permanente. No les fué mejor a los partidarios de Albino; Severo se hizo con su correspondencia y, como en otro tiempo hiciera César con la correspondencia de los pompeyanos, pudo haberla mandado quemar sin leerla. Esto hubiese sido muy noble pero un poco anacrónico, porque ya no se trataba de principios y de su amalgama mediante la conciliación personal, sino de un sojuzgamiento puro y simple. Fueron ejecutados toda una serie de senadores y gentes de rango de dentro y fuera de la capital; ante el senado, el pueblo y los soldados pronunció el emperador encomios en honor de Cómodo, no ciertamente por convicción sino para escarnecer al senado.

Durante la guerra se escuchó una vez en Roma, en los juegos del circo, una lamentación repentina de la muchedumbre que un testigo no podía explicar más que por inspiración divina. “¡Oh Roma! ¡Reina! ¡Inmortal! (Así exclamaron al unísono miles de voces.) ¿Cuánto tiempo soportaremos esto todavía? ¿Cuánto tiempo va a durar esta guerra que se nos hace?” Mejor que no supieran la suerte que les aguardaba.

Cuando se restableció la paz en el interior, se pudieron convencer las gentes que la dominación militar se había convertido en un fin propio, con el ingrediente necesario de las guerras exteriores. Su centro lo constituía Severo, y toda su familia, que él quería convertir en dinastía, acaparaba los altos cargos; únicamente a su hermano, que muy a gusto hubiera sido corregente, mantuvo decididamente a distancia. La medida indicada para la afirmación del poder era la formación de una nueva guardia, que ahora fué cuatro veces más fuerte que la vieja; con esta guardia personal, a su disposición permanente, era posible hacer cara a los ejércitos de las provincias con otras perspectivas; como ocurrió más tarde, se la podía pasear por el Imperio, asesinado y saqueando a mansalva. La guardia anterior se solía componer de Ítalos y, sobre todo, de gentes de los alrededores de Roma; Severo llenó a Roma con las figuras rudas y siniestras de los bárbaros. Si fue parco en el donativo, incrementó la soldada como ningún emperador; el dispendio, hecho de una vez, de unos cuantos millones, se convirtió en una explotación regular del Imperio a favor de los soldados. Es posible que aquel consejo paternal que se nos cuenta dio Severo a su hijo haya sido inventado por los contemporáneos, que se inspirarían en su estilo de gobernar, pero es bastante característico: “¡Sé firme, enriquece a los soldados y desprecia a todos los demás!”

Se podría creer que esta casta de soldados, tan honrada y entrenada por un caudillo sin escrúpulos, habría de hacer honor a los grandes recuerdos militares de Roma. Nada de esto. El mismo Severo se lamenta abiertamente de la decadencia de la disciplina y en sus grandes campañas asiáticas ocurrieron casos de insubordinación que no pudo sofocar más que con consideraciones y regalos. ¿Podía ocultársele que su reforma no aseguraba más que a él y al tiempo de su gobierno mientras que fatalmente había de acarrear la caída de un sucesor débil que no fuera al mismo tiempo su propio prefecto? ¿O le era esto indiferente con tal de que se mantuviera la dominación de los soldados?

No hay que olvidar en este caso, como, en general, en los últimos siglos del paganismo, que los más poderosos obraban a menudo sin libertad, porque se entregaban a la astrología y a los augurios. Sólo de este modo nos podemos explicar, por ejemplo, tratándose de Severo, tan amante de la justicia, que sostuviera en la prefectura y en la más estrecha relación con su casa a un criminal tan impudente como Plautiano. Muchas supersticiones rodean la vida de Severo, desde su juventud hasta la tumba. Como la corona imperial se había convertido en el premio gordo de una lotería, vemos a padres de todas las clases observar cuidadosamente la vida cotidiana de sus hijos mejor dotados, para ver si no se anunciaba algún signo de su futuro señorío; se toma nota cuando el muchacho pronuncia versos extraños, cuando se traen a la casa tortugas o aguiluchos o, simplemente, un huevo purpurino de paloma, cuando se encuentran en ella amigables serpientes, crecen laureles, etc.; y si una criatura viene al mundo con una corona marcada en la cabeza, o se utiliza para cubrir al recién nacido un trozo de tela purpúrea, es que ya está decidido su porvenir imperial. Semejantes preocupaciones acompañan a algunos emperadores durante todo el reinado y orientan sus acciones en una forma de la que apenas podemos darnos cuenta. ¡Cómo compadecemos al anciano Severo cuando, después de su última victoria sobre los britanos, se alarma y enfurece por haber tropezado con un mauritano que lleva una corona de ciprés o porque se le ha llevado para los sacrificios a un templo equivocado y se han traído víctimas propiciatorias de color oscuro, que siguen tras las huellas del emperador hasta su morada!

Pero no necesitaba de los omina del palacio de York; el propio hijo, Caracalla, estaba acechando abiertamente contra su vida. Con implacabilidad consciente, Severo había reprimido toda idea de usurpación, pero en lo único que no había pensado era en la traición de su heredero, y tampoco en que su guardia se entendiera tan desvergonzadamente con él. Suena como una corroboración dolorosa de sus principios de mando cuando le dice a su hijo desnaturalizado: “Por lo menos, no me mates a la vista de todos”. Parece que también repitió a menudo estas palabras: “Yo lo era todo, pero de nada sirve.”

Caracalla (211-217)

Ahora ciñe la corona imperial esa espantosa calamidad que conocemos con el nombre de Caracalla (211-217). Desde su entrada en la adolescencia da muestras de una arrogancia de mala índole; se ufanaba de tener como modelo a Alejandro el Grande y hacía elogios de Tiberio y de Sila. Más tarde, acaso después del asesinato de su hermano Geta, le viene encima todavía la genuina locura imperial, que abusa de los medios y del poder de todo el imperio para urdir su propia y segura caída. Su única medida de precaución, que a él le parecía bastante, fué la camaradería con los soldados, de cuya vida desabrida participó por algún tiempo; como procedió lo mismo con los gladiadores y cocheros, esto le granjeó la afición de la plebe romana; y para nada tenía necesidad de agradar a los mejores y más cultos. Después del asesinato del hermano, cosa que los soldados vieron al principio con malos ojos, Caracalla llega en su adulación a los últimos extremos; para aplacarlos, tiene que recurrir a confiscaciones enormes y manda matar a veinte mil hombres por ser partidarios de Geta, entre ellos a un hijo de Pertinax, cuando uno de los pocos rasgos simpáticos del sistema usurpatorio romano es que, por lo menos, se respete la vida de los parientes de los emperadores caídos. Por agradar a los soldados lleva a cabo Caracalla una campaña dentro del propio imperio, completamente pacífico, mientras que compra la paz de los bárbaros vecinos. Los asesinatos en masa de Alejandría muestran cómo se las arregla el despotismo con burlas más o menos ingeniosas. El castigo propio de tales barbaridades se halla (prescindiendo de los remordimientos de conciencia, mencionados por los autores) en la desconfianza creciente del tirano frente a sus mismos soldados; acabó rodeándose de puros bárbaros, que nada entendían de las cosas romanas, de celtas y sármatas, cuyas ropas vestía para que le cobraran afición. Solía decir a los enviados de estas gentes: de ser asesinado, que lo fuera en Italia; Roma era fácil de conquistar. Podemos decir, sin embargo, que fué abatido en medio de esta guardia por instigación de aquellos que tenían que hacerlo desaparecer para no ser sus víctimas.

Los siguientes nombramientos de emperador habían de caer en manos del poderoso ejército. Se proclamó primero a uno de los dos prefectos de la guardia, Macrino, sin saber que había sido uno de los instigadores de la muerte de su querido Caracalla. Para alejar toda sospecha, adoptó su nombre y lo hizo enterrar magníficamente; con taimado cinismo saludó al senado para que lo confirmara y no sin vacilación recibió el título de emperador. Pero las primeras medidas rigurosas para sujetar un poco al consentido ejército precipitaron su caída. Dos jóvenes sirios, parientes colaterales de los Antoninos y de Severo, se pusieron a la cabeza del Imperio; eran los dos primos, muy disparejos, Heliogábalo y Alejandro Severo, y con ellos sus madres, Soemia y Mammea, y la abuela común, Julia Mesa.

Heliogábalo (218-222)

El gobierno de Heliogábalo (218-222), a pesar de toda la repugnancia que inspira y la enajenación que delata, no carece de interés para la historia del dominio romano; esa disolución increíble, esa pompa asiática idolátrica, esa vida insensata a la luz del día, constituye una reacción formal contra el militarismo consciente de Septimio Severo. El hecho de que Heliogábalo rompiera con todas las formas romanas, introdujera en el senado a su madre y a su abuela, repartiera los cargos más altos entre bailarines, corredores y barberos y vendiera numerosos empleos, no hubiera ocasionado su caída; ni siquiera el abandono en que tuvo a la capital se le hubiera tomado tan a pecho; lo que le perdió fué el sentimiento de vergüenza que se despertó entre los soldados, que coincidió con una conjura de su familia a favor de Alejandro. Los soldados sabían que este último estaba amenazado, y obligaron al tembloroso Heliogábalo a que limpiara su corte; nada le pasa mientras expulsa al senado de la ciudad, cosa que honra a éste y nos indica que no se componía de puros “esclavos con toga” como pretendía Heliogábalo. Por fin, la guardia acaba con él y proclama a Alejandro Severo.

Ninguno de los muchos emperadores despierta la simpatía de la posteridad como este hombre, figura incomprensible si pensamos en todo el ambiente que le rodea, un verdadero San Luis de la antigüedad. Se entrega a fondo al empeño de encarrilar las cosas por las vías de la justicia y de la moderación, atacando las degeneraciones del despotismo militar. También merece fama imperecedera su excelente madre Mammea; pero el mérito del emperador es el mayor porque, con un espíritu independiente, marcha por el camino iniciado y sabe hacer frente, por pura voluntad moral, a infinitos intentos de despotismo. Encontramos, sobre todo, un respeto del senado que es algo insólito desde los tiempos de Marco Aurelio, y ese considerar a la clase de los caballeros, políticamente olvidada desde hacía mucho, como “seminario del senado”. Una comisión del senado y un consejo de estado más reducido, compuesto de dieciséis miembros, toman parte en el gobierno; no se omite ningún esfuerzo en preparar para la administración a gentes concienzudas y en ejercer un control riguroso. Funcionarios venales, propicios al soborno, era lo único que sacaba de quicio a Alejandro. Por lo que respecta a los soldados, no disimulaba que la suerte del estado dependía de ellos, y los equipó y cuidó excelentemente; pero si pudo ufanarse de haber disminuido los impuestos, también se atrevió a disolver una legión insubordinada.

Se nos cuenta de otras cosas que apenas si se compaginan con estos aspectos luminosos. En el ejército se manifiesta una fermentación constante; cambian los prefectos en circunstancias violentas y cuando, en el curso de una seria revuelta, fué asesinado el más destacado, Culpiano, el emperador escatima el castigo; sabemos que en esta ocasión el pueblo y los pretorianos combatieron en las calles de Roma durante tres días y que los últimos pudieron dominar al pueblo apelando al incendio. Los tipos más incapaces osaron presentarse como usurpadores frente al excelente príncipe; en un rasgo de irónica templanza, uno de ellos, Ovinio, fué nombrado corregente, pero perdió toda oportunidad cuando tuvo que participar en todas las incomodidades de una expedición militar; otro, proclamado por los soldados, huyó de ellos; un tercero, el esclavo Uranio, parece que fué castigado por el emperador. Y como si Alejandro, lo mismo que su modelo Marco Aurelio, tuviera que ser víctima de especial infortunio, surgió en la frontera oriental un nuevo reino persa lleno de ardor bélico, el de los Sasánidas, al que hizo la guerra con un resultado más bien dudoso; entretanto, por las fronteras se agitaban amenazadores los germanos. Parece que el ánimo del príncipe, todavía joven, fue ensombreciéndose poco a poco; se pretendía notar en él una afición a juntar tesoros, lo cual bien puede significar que la gente que le rodeaba no era ya capaz de dominar su voracidad ante la caja militar. En la campaña del Rin, no lejos de Maguncia, los soldados asesinaron a él y a su madre. Es completamente inútil tratar de examinar los motivos de esta acción, según suelen ser expuestos; el sucesor de un Severo, de un Caracalla y de un Heliogábalo, que había destituido a todos las funcionarios inicuos, se había mostrado serio con los soldados y, sin embargo, fué blando en las ocasiones más peligrosas, se hallaba predestinado a ser abatido violentamente; la conjuración era fruto del tiempo, diríamos que estaba en el aire. Alejandro se empeñó inútilmente en granjearse el respeto en un siglo que no conocía más que el temor.

Maximino el Tracio (235-238)

Subió al trono su presunto asesino, Maximino, un pastor tracio, hijo de un godo y de una alana, completamente bárbaro por su ascendencia y, además, por educación (235-238). Pero el ejército, que en esta ocasión abandonó todo escrúpulo, también se componía de puros bárbaros de la frontera oriental, a los que no importaba poco ni mucho si su candidato descendía de los Antoninos, si se había propasado con altos cargos o si había sido senador o no. Maximino, con una talla de ocho pies y medio, era un gigante hercúleo y esbelto, que no tenía igual en el ejército. Su dominio, si no por los resultados, fué por principio más terrible que el de ningún otro emperador. El viejo mundo con todos sus monumentos y bellezas, con toda su vida culta, excita en el bárbaro, que se avergüenza de su origen, una furia perversa; su usurpación no hubiera podido sostenerse con ponderación; tenía que recurrir a confiscaciones para contentar a sus soldados y he aquí que el emperador romano comienza su tarea planeada de destrucción de todo lo romano. No le gustaba dejarse ver en la odiada Roma; a su hijo, que en un principio había de residir en la capital, lo retuvo en campaña, en el Rin y en el Danubio, desde donde regía el imperio.

Con espanto se dio cuenta Roma que un ejército fronterizo de bárbaros podía ser el cuartel general del imperio del mundo, un ejército que recordaba bastante al de Espartaco o de Atenion en la guerra de los esclavos. El odio más profundo de Maximino se dirigía contra todo lo que era distinguido, rico y educado, es decir, contra el senado, del que se creía despreciado y ante cuya curia mandó colocar grandes reproducciones de sus victorias alemanas; pero también había que fastidiar al pueblo de la capital —que por su parte hubiese visto a gusto la ejecución de todo el senado— y se le molestó disminuyendo las importaciones y retirando los fondos para los espectáculos públicos. Tampoco a las ciudades de provincia les fué mejor; para enriquecer al ejército, se saqueó su hacienda municipal y la hacienda de sus pudientes. Jamás se ha presentado en Occidente el dominio militar en una forma tan descarnada y pura.

Gordiano

Siguió una época de confusión indescriptible, cuyo máximo interés se encuentra en la actitud vigorosa y decidida del tan calumniado senado. La desesperación provoca una rebelión de campesinos y soldados en Africa, y, más bien forzados, figuran a la cabeza dos varones prestigiosos, los Gordianos, padre e hijo. Al saber la noticia, también el senado se pone frente a Maximino; se podía saber de antemano que algunos miembros indignos del senado habrían de denunciar al tirano el acuerdo secreto; también eran muy osadas las invitaciones a la rebelión que el senado envió a las provincias; había que temer, por otra parte, si otros países y ejércitos de provincia no proclamarían su emperador junto a los Gordianos. El peligro culminó cuando un comandante de Africa, Capeliano (que aspiraba en secreto al imperio), venció en nombre de Maximino al joven Gordiano, sucumbiendo éste y ahorcándose su padre. Nombró el senado una comisión de veinte miembros, avezados en cuestiones militares, y proclamó por propio derecho dos emperadores, Pupieno y Balbino (238). El momento debió ser verdaderamente espantoso; el pueblo que ayudó en seguida a la proclamación de los dos emperadores, se puso de pronto del lado de la guardia que, molesta por la elección senatorial, pidió y consiguió el nombramiento de un tercer emperador o corregente, el más joven de la familia de los Gordianos, próximo pariente de los dos anteriores. Dada la confusión de las noticias que, por ejemplo, nos dan cuenta en pocas palabras de una lucha de exterminio entre pretorianos, gladiadores y reclutas en medio de Roma, no es posible emitir un juicio definitivo sobre la crisis; parece, sin embargo, que el senado dió muestras de un valor extraordinario, pues pudo sostener a sus dos emperadores junto al tercero, el favorito de la guardia pretoriana, mientras que tomaba sobre sí la lucha contra Maximino y sus comisarios preparaban las defensas en todas las provincias. De todos modos, favoreció estos esfuerzos la indignación de los provincianos con Maximino, de suerte que éste se encontró, por ejemplo, con el país de Carintia vacío de hombres y de provisiones y entró en la abandonada Hemona (Laybach) azacanado por un centenar de lobos. Sus mauritanos y celtas se hallaban ya muy descontentos por este motivo cuando llegó ante Aquilea. Mientras la ciudad se defendía desesperadamente bajo el mando de dos senadores, fué muerto por su ejército, que entabló las paces con el nuevo emperador.

No podemos decir si se hizo bien al llevar la mayoría de estas tropas a Roma; también hubieran sido peligrosas en las provincias. Pero, a causa del espíritu de cuerpo, eran de temer choques violentos entre el ejército, predominantemente germánico, de los emperadores nombrados por el senado y el ejército de Maximino; este último, siguiendo el estilo de tantos ejércitos y partidos en derrota, tenía que dar salida en alguna forma a su descontento. Las víctimas fueron los dos emperadores elegidos por el senado, tras cuyo asesinato los soldados y la plebe, en medio de un tumulto espantoso, proclamaron Augusto al todavía tan joven Gordiano (238-244). El senado fué dominado, pero no parece que se entregó; algunos soldados que penetraron en la asamblea (por entonces en el Capitolio) fueron abatidos por los senadores ante el altar de la Victoria. Lo que vino en seguida fué un gobierno palaciego: eunucos e intrigantes en tomo a un joven inexperto. Poco después se acerca a él un varón eminente, el orador Misiteo, quien despierta la parte noble de su naturaleza. Se convierte, no sabemos cómo, en tutor, regente y hasta suegro de Gordiano, quien le cede las dos prefecturas de la guardia y de la capital. La posición de Misiteo recuerda, hasta por el título que le concedió el senado, “padre del príncipe”, al Atabek del sultanato de los Seléucidas del siglo XII. No sabemos si se puso de acuerdo con el senado; en todo caso, este gobierno excelente duró poco. En una campaña, por lo demás afortunada, contra los persas, sucumbió el tutor al veneno del presunto árabe Filipo quien mediante una artificiosa huelga de hambre, provocó dificultades con la tropa, se impuso gracias a unos cuantos oficiales como corregente del desvalido Gordiano y le fué arrebatando, poco a poco, toda posición, hasta que acabó por quitarle la vida.

A la noticia de la muerte intervino rápidamente el senado, pero el emperador que nombró, Marco el filósofo, murió en seguida y también un tal Severo Hostiliano, que se había apoderado, no sabemos cómo, del cetro imperial. 20 Ahora es cuando se reconoció a Filipo (244-249) que, entretanto, había llegado a Roma y se había ganado a los senadores de más viso con palabras halagüeñas. Se hace demasiado honor a Filipo cuando se le considera como un sheik árabe; procedía de la malfamada estirpe de los sirios meridionales, al este del Jordán.

Si no fuera por la virtud cegadora del poder imperial, no habría manera de comprender por qué se figuraba éste que, dadas sus escasas dotes militares, podría dominar el imperio romano que le había caído en las manos repartiendo los cargos principales entre parientes y gentes de confianza. Mientras estaba celebrando en Roma el milenio de la ciudad, irrumpieron los bárbaros por diversos sitios y dos ejércitos por lo menos proclamaron nuevo emperador. En Siria se levantó contra el hermano de Filipo, Prisco, el aventurero Jotapiano, que se pretendía descendiente de Alejandro el Grande, nombre al que se dedicaba todavía un culto casi supersticioso. Contra el yerno de Filipo, Severiano, se levantó en Mesia Marino, cuando ya se acercaban los godos.

El gran peligro del Imperio concitó una vez más el genio de Roma. La segunda mitad del siglo tercero es una de esas épocas que habría de ganar en nuestra consideración si conociéramos las personalidades y los motivos de su acción mejor de lo que nos informan las fuentes. Los dirigentes no son en su mayoría romanos de la ciudad sino ilirios, es decir, de las regiones situadas entre el mar Adriático y el Negro, pero la educación y la tradición romanas, especialmente en materia militar, los ha capacitado para salvar una vez más el mundo antiguo. Ya no era ninguna tarea agradable, sino una función llena de peligros, la de emperador romano; gentes indignas recibieron la púrpura, casi siempre obligadas, y tampoco los mejores se ofrecían con gusto sino que la aceptaban como deber o destino. No es posible desconocer cierto resurgimiento moral.

Los peligros ingentes pronto acabaron con Filipo. Completamente amedrentado, se dirigió al senado pidiendo la abdicación; todos callaron, hasta que el valiente Decio se ofreció para someter a Marino. Lo consiguió, pero pidió en seguida la abdicación del emperador porque previo que, dado el general desprecio que se sentía por Filipo, el ejército trataría de nombrarle a él. No accedió Filipo y ocurrió lo inevitable. Durante una batalla contra Decio, o luego de ella, fué muerto Filipo en Verona por los soldados. El que su hermano Prisco pudiera ser todavía gobernador de Macedonia muestra que Decio no tenía por qué avergonzarse de lo ocurrido. Prisco se lo agradeció más tarde traicionándole.

Decio (249-251)

Decio (249-251) es lo que se dice un idealista, con las ilusiones consiguientes. Sus planes consistían en poner su poderosa fuerza bélica al servicio de un régimen senatorial ennoblecido, restaurar las viejas costumbres y la religión romana y, mediante ellas, el poder del nombre romano, fijándolo para siempre. Por esto se explica que persiguiera a los cristianos; sesenta años más tarde quizás hubiera intentado con el mismo celo canalizar la capacidad de sacrificio de los cristianos para la salvación del Imperio. Pero no le fué dado el logro de esta meta; junto a las incursiones de los bárbaros en todas las fronteras, tenemos el hambre y la peste, y estos factores tenían que producir cambios permanentes en toda la vida romana, porque una nación en declive no aguanta estos golpes lo mismo que un pueblo joven. La recompensa de Decio fue una muerte gloriosa en la guerra con los godos.

También esta vez afirmó el senado sus derechos; junto al emperador Galo, nombrado por los soldados, el senado (251) nombra su propio emperador, Hostiliano, que pronto sucumbió a una enfermedad. Cuando Galo compró la paz de los godos con un tributo, se encontró un general de las tropas danubianas, el mauritano Emiliano, que habló a sus soldados del honor romano y les prometió, para el caso de victoria, pasarles el tributo que ahora se pagaba a los godos; vencieron realmente y lo proclamaron emperador (253). Pero el espíritu de Decio seguía imperando, en tal forma que Emiliano no quiso ser más que el general del senado, entregando a éste el gobierno.  

Una laguna sensible en la Historia augusta nos impide cualquier enjuiciamiento decisivo de los acontecimientos inmediatos. Emiliano retorna a Italia; Galo, que ha partido contra él, es asesinado con su hijo por sus propias tropas; pero uno de sus generales, Valeriano, que se retira a los Alpes, se gana misteriosamente al ejército del victorioso Emiliano, que cae víctima de sus soldados “porque se trata de un soldado y no de un gobernante, porque Valeriano es mejor para emperador o porque se quiere ahorrar a los romanos una nueva guerra civil”. Se trasluce la verdadera realidad; parece seguro que no se trata ya de partidas de soldados asesinos sino, sin duda, de una transacción entre la alta oficialidad de los tres ejércitos. Sólo así fue posible la proclamación de Valeriano (253), quizá el único romano que, tanto en los cargos públicos como en la guerra, se había distinguido de los demás; los soldados por sí solos se hubieran apegado a su Emiliano o habrían echado mano de algún esbelto gigante con talentos de suboficial.

De todos modos, de aquí en adelante la elección imperial adopta una nueva forma. Parece que en las incesantes guerras con los bárbaros que conocemos a partir de Alejandro Severo, se ha formado un excelente generalato, dentro del cual se aprecian las figuras según su justo valor; Valeriano, a lo menos como emperador, se nos presenta como el alma de ese generalato. Su correspondencia militar, que deliberadamente se ha salvado en parte en la Historia augusta, demuestra su conocimiento preciso de las personas y de sus condiciones, y nos deja una elevada idea del hombre que se dió cuenta del valor de un Postumo, de un Claudio Gótico, de un Aureliano y de un Probo, elevándolos de rango. De haber habido paz en las fronteras, acaso el senado habría participado regularmente en el gobierno, en el sentido pretendido por un Decio y un Emiliano; pero como los ataques fronterizos de los bárbaros amenazaban acabar con todo el imperio y hacía tiempo que la verdadera Roma no radicaba ya en las siete colinas del Tiber sino en los atrincherados campamentos de los caudillos romanos, era natural que el poder del estado se allegara cada vez más a los generales. Estos constituyen como un senado en armas esparcido por todas las fronteras. Por un breve espacio de tiempo el Imperio está fuera de sus goznes y la desbordada arbitrariedad de los soldados y la desesperación de las provincias va invistiendo con la púrpura al primero que se destaca; pero una vez pasado el primer golpe, los generales asientan en el trono a uno de sus filas. No podemos más que presumir en qué forma se conciban, en cada caso, el cálculo y la reflexión con la ambición y la violencia, y qué compromisos secretos aprietan las filas de esa junta. No vemos enemistad contra el senado, al contrario, encontramos hasta respeto y llegará un momento en que el senado podrá hacerse la ilusión de ser todavía el verdadero amo del Imperio.

Vale la pena de seguir al detalle estas notables transiciones.

Ya en tiempos de Valeriano había comenzado la separación de algunas regiones y cuando, gracias a una violación de todas las leyes del derecho de gentes, cayó (260) prisionero del rey de los sasánidas Sapor en tanto que su hijo Galieno estaba ocupado en la guerra con los germanos, se produjo una confusión total. Mientras la misma Roma se vió amenazada por la irrupción de unas hordas innominadas y el senado se apresuró a formar un ejército de capitalinos, fueron apartándose poco a poco las comarcas orientales del Imperio. Primeramente, el incapaz y parricida Ciriades, se hizo presentar por Sapor como pretendiente al trono de Roma, hasta que, en calidad de salvador del Oriente romano, se levantó Macriano (260) con sus hijos y con su bravo prefecto Balista. Sapor tuvo que huir y su harem quedó prisionero; mencionemos de pasada la magnífica defensa de Cesárea en Capadocia. La disolución del Imperio; generales y altos funcionarios tenían que proclamarse emperadores, nada más que por salvar su pellejo de otros usurpadores, lo que no conseguían, sin embargo. Así en Grecia Valente el Tesalónico y Piso, enviado contra él por Macriano; así, poco después (261), el mismo Macriano, cuando se dirigió contra Aureolo, general de la región del Danubio afecto todavía a Galieno, al que parece abandonó una vez obtenida la victoria. Para llenar el hueco de Macriano y su familia se presenta en Oriente (262) Odenato, rico provinciano, uno de los muchos de este tipo que en la época aparecen como emperadores, aunque ninguno con tanto talento y éxito como este patricio de Palmira, que desde esta ciudad y con la ayuda de su heroica esposa Zenobia pudo fundar un gran reino oriental.

Zabobia (267-273)

Zenobia, descendiente de los Ptolomeos egipcios, también de la famosa Cleopatra, reinó más tarde (267-273) con una abigarrada corte de caudillos asiáticos y en nombre de sus hijos hasta los términos de Galacia y de Egipto, es decir, en regiones donde los generales de Galieno habían antes eliminado con éxito a usurpadores de menor monta; en el sudeste del Asia Menor al pirata Trebeliano, proclamado como señor por los salvajes isaurios; en Egipto, el que fuera comandante de Alejandría, Emiliano, quien, viéndose amenazado de muerte por una sublevación popular, se proclamó emperador (262-265) para escapar a la responsabilidad ante Galieno.

Ya hemos nombrado a Aureolo a propósito de las regiones danubianas, y a éste tuvo que reconocer Galieno durante cierto tiempo como emperador. Pero ya mucho antes (258) las tropas del Danubio habían proclamado emperador al gobernador Ingenuo con el fin de proteger mejor el país contra las arremetidas de los bárbaros; fue vencido por Galieno, quien castigó severamente toda la región; los provincianos, sedientos de venganza, proclamaron emperador al heroico dacio Regiliano (260), que decía descender del rey dado Decébalo, el famoso enemigo de Trajano; pero temiendo las tropas el castigo del entonces tan cruel Galieno, lo abandonaron de nuevo. De un usurpador surgido en Bitinia no se conoce ni siquiera el nombre; también en Sicilia campan por sus respetos innumerables latrones. Pero la serie más sorprendente de usurpadores la encontramos en Occidente, sobre todo en las Galias, a las que se someten, de vez en cuando, España y Britania. Desde 259 y dada la situación indescriptible producida por los bárbaros, se levantan en las Galias contra Valeriano y contra su hijo y los generales de Galieno los poderosos defensores del país Postumo, Leliano y Victorino; y no sólo como criaturas de los soldados sino con la participación ardiente y casi regular de los provincianos. Se constituye un verdadero Imperio transalpino cuyos notables constituyen el senado del emperador, que reside casi siempre en Tréveris; lejos de levantar como bandera la nacionalidad gala, britana o ibérica, ya medio olvidadas, esas comarcas pretenden instaurar un Imperio romano occidental, para proteger la cultura y las instituciones romanas frente a la barbarie, lo que no se podría decir del gobierno de Zenobia. Y, cosa sorprendente, es también una mujer, Victoria, la madre de Victorino, la que bajo este emperador introduce en Occidente adopciones y sucesiones y la que, como “madre de los campamentos”, domina, como un ser sobrehumano, sobre los ejércitos. Su hijo y su nieto son abatidos ante sus propios ojos por los soldados furiosos, pero el arrepentimiento es tan grande que se le concede el nombramiento de un nuevo emperador. Por dar gusto a los soldados nombra primeramente (267) al vigoroso armero Mario, pero después de su asesinato, y en forma muy osada, a un varón desconocido para el ejército, su pariente Tétrico, cuyo gobierno no militar fue tolerado por los soldados (desde 267) por lo menos hasta la muerte repentina de Victoria.

El último lugar de estas usurpaciones corresponde, sin duda, a la de Celso en Africa, pues fué la menos justificada y la más insignificante por sus resultados. Sin el motivo o la excusa de un ataque de los bárbaros, los africanos (probablemente sólo los cartagineses) proclamaron al tribuno Celso por instigación de su procónsul y de un general; para encubrir la falta de derecho divino se recurrió al manto de la “diosa celeste” que se veneraba en el famoso oráculo de Cartago, revistiéndose con él al usurpador. También en este caso desempeña el papel principal una mujer; a los siete días fué asesinado por instigación de un primo de Galieno, y su cadáver desgarrado por los perros, lo que presenciaron impertérritos los habitantes de Sicca por lealtad al emperador. Todavía se crucificó a Celso in effigie.

No parece que Galieno se comportara en esta situación inaudita —que no era, en gran parte, culpa suya—, de la manera indolente y cobarde que nos insinúa la Historia augusta. A algunos de los llamados “treinta tiranos” les reparte títulos de Césares y de Augustos pero a otros los combate con ardor. Es posible que aquella famosa indolencia se apoderara de él en ocasiones, pero también debía sacudírsela de pronto; ahora bien, una campaña en Persia para liberar a su padre, que era lo que se pedía de él, hubiera sido imposible en aquellas circunstancias. Se puede parangonar su relación con los emperadores de provincia reconocidos por él con la de los califas con las dinastías rebeldes, con la diferencia de que no se le reservaron, siquiera, los regalos honoríficos y la invocación de su nombre en los templos. Pero mantuvo a Italia con toda energía para sí solo; además le fueron fieles varios de los generales más importantes de su padre. Parece que impidió cuidadosamente al senado toda participación en el gobierno y hasta la mera visita a su ejército, pues le dominaba, en estos tiempos antiparlamentarios, el miedo a un régimen senatorial militar.

Cuando Aureolo le ataca también en Italia, responde con energía, le obliga a concentrarse en Milán, a la que pone sitio. Ya estaba Aureolo en situación desesperada cuando fué asesinado Galieno (268). Fue el asesino un oficial de  la caballería dálmata, los organizadores un prefecto de la guardia y un general de las tropas danubianas; pero los verdaderos instigadores, Aureliano (más tarde emperador), que se había juntado con su caballería al ejército sitiador, y el ilirio Claudio, un favorito del senado y, además, uno de los caudillos más destacados de su tiempo, que no disimulaba el disgusto que le causaba la indolencia de Galieno y que acaso por esto tenía su cuartel en Pavía. Parece que hubo un consejo formal entre estos generales en el que se decidió de la vida de Galieno y acaso se decidiera también la sucesión en favor de Claudio. 

Bien miradas las cosas, un complot semejante se disculpa en parte en esta época extraordinaria; fué un tribunal de gentes no del todo incompetentes el que pronunció sentencia. Si el Imperio había de recobrar su unidad, la figura de Galieno tenía que desaparecer de la escena, cosa que no podía ocurrir por las buenas, puesto que éste no podía vivir sin el halago de ser emperador. Además, es posible que Claudio previera la inminencia de la próxima irrupción de los godos, la más terrible de aquel siglo, y era ésta una necesidad que no conocía ley. Aparte de esto, ya los alamanes estaban en Italia mientras Galieno sitiaba a Milán, y su sojuzgamiento había de ser la acción más perentoria de Claudio, luego de acabar rápidamente con Aureolo en la batalla de Pontirolo. En el epitafio del último dice Claudio que le hubiera dejado con vida si no fuera por consideración a su excelente ejército. No tenemos por qué dudar de la sinceridad de estas palabras.

Claudio (268-270) podía emprender ahora el trabajo gigantesco de restaurar el Imperio y para ello tenía que dejar en la estacada a su partido de la Galia; pero fue sobre todo su victoria sobre los godos en Naissus lo que rejuveneció al viejo mundo. Apenas si el Imperio pudo disfrutar de sus otras cualidades excelentes, ya que murió casi al año; pero sería injusto dudar de esas cualidades porque haya tenido la desgracia de caer en manos de los panegiristas. Su verdadero panegírico lo tenemos en el orgullo que sentía la caballería ilírica de contarle entre sus paisanos, en su animosa confianza para enfrentarse con los bárbaros, que se comunicó, tras su victoria, a algunas ciudades y provincias postradas. España se había separado ya de Tétrico para someterse a él.

Tenía un excelente hermano, Quintilo, que el senado nombró emperador por consideración al fallecido. Pero en su lecho de muerte el mismo Claudio había designado, ante los generales, a Aureliano, que fue reconocido en seguida por el ejército. Que Quintilo se suicidara en seguida, abriéndose las venas, nada tiene de particular en aquellos tiempos.

Aureliano, originario de la región de Belgrado, se nos aparece como un poco más bárbaro que su antecesor, pero, en lo esencial, apenas menos digno que él. En una brillante campaña (272) sometió a Zenobia y al Oriente, lo que acrecentó extraordinariamente su fama de invencible. Marcelino, gobernador de Mesopotamia, fue incitado a la usurpación por parte de su ejército, pero lo comunicó él mismo al emperador. Aureliano perdonó a Antíoco, que había sido proclamado por los insensatos ciudadanos de Palmira, pero castigó a éstos; ordenó que el acaudalado Firmo, que pretendía Egipto, fuera crucificado como un ladrón, probablemente para hacer una demostración del desprecio profundo, tradicional, que los romanos sentían por el carácter nacional egipcio. Finalmente, otorgó un alto cargo a Tétrico, que se sentía terriblemente deprimido por su falsa posición ante los soldados y en la batalla de Chalons (272) traicionó a su propio ejército. Si a estas luchas por la restauración del Imperio añadimos las constantes victorias sobre los bárbaros, podremos adivinar fácilmente qué incomparable escuela militar significó el gobierno de Aureliano; las figuras más importantes entre sus sucesores se formaron a sus órdenes y a las de Probo.

No son tan encomiables sus relaciones con el senado, que se nos pintan como similares a las que mantuvo Septimio Severo. Le culpa de conjuraciones y revueltas de toda clase en la capital y manda ejecutar a varios miembros. Como quiera que consideremos los escasos testimonios de aquella época, no son bastantes para emitir un juicio definitivo y no podemos decir si es que Aureliano pretendía extender a la vida civil la férrea disciplina del campamento o el senado no se dio cuenta de los tiempos que corrían y pretendió compartir el gobierno con los rescatadores del Imperio. Que Aureliano no era personalmente cruel y que gustó de evitar el derramamiento de sangre, lo sabemos por rasgos muy característicos de su vida; tampoco se le llamaba el “asesino” sino el “pedagogo del senado”. Pero es menester tener un alma bien templada para, en circunstancias como las suyas, no endurecerse por desprecio a los hombres y no hacerse sanguinario por cobardía y comodidad. No es fácil ponerse en la situación de aquellos emperadores y totalmente imposible predecir cómo habría de comportarse a la larga, en tal situación, aun el hombre más generoso. Más tarde nos ocuparemos del culto al sol de Aureliano, la religión que predomina entre los soldados en esta última época pagana.

En su campaña contra los persas fue asesinado Aureliano por gentes de su propio séquito, no lejos de Bizancio. Tenemos que suponer que, a lo sumo, sólo uno de los generales más prestigiosos, Mucapor, participó en el hecho; los otros asesinos eran gente de la guardia, a los que un secretario comprometido, que había de temer el castigo, supo meterles el miedo en el cuerpo valiéndose de una firma falsa.

Inmediatamente se conciertan los generales para dirigirse al senado en estos términos: “Los afortunados y valientes ejércitos al senado y al pueblo de Roma. Nuestro emperador Aureliano ha sido asesinado por la trampa de un hombre y por el engaño de buenos y malos. ¡Honorables y prepotentes padres! Elevadlo hasta los dioses y enviadnos un emperador de entre vosotros, uno que vosotros consideréis digno. Porque no podemos soportar que uno de aquellos que, engañados o a sabiendas, han hecho el mal, mande sobre nosotros.”

Esta carta honra a todos, a Aureliano, tan bellamente exculpado, al senado y a los ejércitos, en cuyo nombre, seguramente, los generales han llegado a una transacción. No podemos pensar que sea un bello arrebato un documento firmado por quienes ayudaron a Aureliano a someter al mundo.

Pero el senado, cuyo sacrosanto prestigio tradicional es reconocido en forma tan extraordinaria, rechazó el honor. Después de tantos gobiernos militares, como tuvieron que serlo los últimos, el nombramiento de un emperador por el senado sería algo absolutamente inconveniente; además, acaso pensaran en Roma que, en el espacio de dos meses, los que transcurrirían entre la solicitud y la respuesta, muy bien podía cambiar la opinión del ejército de Oriente, fuera espontáneamente o por intrigas. Pero el ejército se mantuvo firme en su decisión; se cambiaron escritos por tres veces, hasta que por fin el senado se decidió por la elección. Durante este medio año todos los altos funcionarios siguieron ocupando sus puestos; ningún ejército se atrevió a anticiparse al de Oriente; en forma bien insólita, el temor o el respeto mantuvo a las diversas fuerzas en equilibrio expectante.

Si después de un milenio y medio nos fuera permitido emitir un juicio a base de un conocimiento tan deficiente de los documentos, tendríamos que reconocer que hizo bien el senado en nombrar, por fin, emperador, pero debió haber elegido a uno de entre los famosos generales que no habían participado en el crimen, por ejemplo, a Probo. En lugar de esto se decidió por un anciano senador, Tácito, hombre honesto y experto militar, y se produjo un gran alborozo por el maestro golpe constitucional. Se mandaron cartas entusiastas a las provincias comunicando cómo el senado había rescatado su viejo derecho de elegir emperador, cómo en lo futuro dictaría leyes, recibiría los homenajes de los príncipes bárbaros y decidiría sobre la guerra y la paz; los senadores sacrificaron blancas víctimas, marcharon con sus albas togas y abrieron en los patios de sus palacios los armarios que contenían las imágenes de los antepasados, mientras Tácito renunciaba a su vida tranquila, regalaba al senado su fortuna colosal y se incorporaba al ejército. El senado, apoyándose en una minucia reglamentaria, le negó el nombramiento de su hermano Floriano para cónsul, y se nos dice que el emperador hasta se alegró con este síntoma de renovada conciencia constitucional, cosa que no vamos a discutir.

En el Oriente luchó Tácito con fortuna contra godos y alanos, pero una facción de oficiales, reforzada, por los amenazados asesinos de Aureliano, acabó, primero, con el pariente cercano del emperador, Maximino, comandante de Siria, y luego, por temor al castigo, con el mismo emperador, en el país del Ponto. Su hermano Floriano cometió la torpeza de proclamarse sucesor en Tarso sin la aquiescencia del senado ni del ejército, como si el Imperio fuera hereditario, en cuyo caso tendrían derecho preferente, de todas maneras, los hijos de Tácito. A las pocas semanas pereció también a manos de sus soldados.

Entre tanto, una elección por puros soldados había elevado al trono al poderoso Probo, paisano de Aureliano y designado por éste, como si dijéramos premonitoriamente, para sucesor. El senado lo reconoció sin rechistar y Probo tuvo el tacto suficiente para apaciguar el humor un poco sombrío de los padres de la patria distribuyendo algunos títulos honoríficos. Hizo que se le presentaran los asesinos de Aureliano y de Tácito, y los mandó matar, señalándolos antes con su desprecio. Dijo a los soldados, cuando lo eligieron, que no encontrarían en él a un adulador y cumplió lo que dijo. Con una férrea disciplina, los condujo a aquellas extraordinarias victorias que limpiaron de germanos las Galias y costaron la vida a 400,000 bárbaros. Si con esto no se logró más que la conservación del status quo, ni se consiguió, a pesar de la clara visión de Probo, la condición fundamental de la seguridad de Roma, a saber, el sojuzgamiento de toda la Germania, no se le puede achacar la culpa a él. Marcha desde el Rin y el Neckar hacia el Oriente y sus generales vencen en el lejano sudeste. La rebelión de algunos usurpadores (Saturnino, Próculo, Bonoso) no se debió al descontento de los soldados por su rigor sino a la desesperada osadía de los egipcios, al temor de los lioneses y de su partido ante un castigo imperial y al miedo de una partida de borrachos por abandono de servicio en la frontera. El señorío fué, cada vez, de corta duración.

Pero el gran príncipe, a quien fácilmente se consideraría como un emperador exclusivamente militar, abrigaba un ideal muy diferente; no ocultaba su pensamiento de que, luego de vencer por completo o de debilitar notablemente a los pueblos bárbaros, el estado romano no necesitaría de más soldados y advendría un período de paz y de reconstrucción. Podemos seguir la descripción nostálgica de este siglo saturnino en la Historia augusta; pero nos basta saber que tales conversaciones llegaron a oídos de los mismos soldados, que ya estaban bastante fastidiados porque el emperador los empleaba en la plantación de viñedos, en la construcción de caminos y canales. Fué asesinado en su propia patria, con ocasión de la construcción del canal de Sirmio, probablemente sin premeditación, con súbito arrepentimiento. Su familia, como la de tantos emperadores derrocados, abandonó Roma para ir a residir en la Italia superior.

Esta vez el ejército no pensó en el senado; también en esta ocasión podemos creer que fueron los oficiales de alta graduación los que hicieron la elección o, por lo menos, la dirigieron, ya que fue investido con la púrpura un anciano terriblemente duro, el ilirio Caro. Partió en seguida para terminar con la guerra sármata y reanudar la guerra contra los persas, acompañado de su hijo mejor y más joven, Numeriano; nombró corregente al terrible Carino y le encomendó el mando supremo frente a los germanos; parece, sin embargo, que se arrepintió de este nombramiento y pensó sustituir al insensato hijo por el eficaz y noble Constantino Cloro (el padre de Constantino); notable emancipación de las ideas dinásticas si se hubiera verificado.

Caro, primero, y, poco después, Numeriano (284), fallecieron en el Oriente en circunstancias misteriosas. El último víctima de un ardid del prefecto de la guardia, Aper, que no se menciona entre los generales de la gran escuela y que, probablemente, no contaba con mayores recursos para su usurpación que su propia osadía. Cuando se tuvo noticia de la muerte del César parece que Aper perdió la serenidad y se intimidó, presentándose ante un tribunal de guerra en presencia de todo el ejército. Luego que, “por la elección de los generales y de los oficiales”, fue proclamado emperador uno de los caudillos más destacados, Diocleciano, éste se arrojó contra Aper, que se hallaba ante el tribunal para ser escuchado, y lo atravesó de parte a parte. Sería injusto atribuir a Diocleciano participación en el crimen de Aper; la explicación sencilla del asombroso hecho la tenemos en que una druida de las Galias había presagiado a Diocleciano la corona imperial después que hubiera matado un jabalí (aper). Desde entonces, en todas las cacerías había estado persiguiendo jabalíes; en aquél momento, le impaciencia movió su brazo al ver la anhelada ocasión.

 

No había más obstáculo que Carino para quedarse con el imperio del mundo. Este no carecía de dotes militares; parece que, de camino en la Italia superior (285), venció fácilmente a un usurpador Juliano; la guerra con Diocleciano duró medio año y en la batalla de Margo (no lejos de Semendria), que pasa por ser la decisiva, venció acaso Carino. Pero las enemistades personales que se había granjeado con sus excesos, le costaron la vida. El que Diocleciano fuera reconocido inmediatamente por los dos ejércitos, que no destituyera a ninguno ni se quedara con la fortuna de nadie y hasta que mantuviera en su puesto al prefecto de la guardia Aristóbulo, se podría explicar por negociaciones previas llevadas a cabo con el ejército de Carino, pero preferimos atribuirlo, con el viejo Aurelio Victor, a la templanza y la visión superior del nuevo emperador y de su séquito. Según sus afirmaciones, tampoco deseó la muerte de Carino por ambición sino porque le dolía la suerte de la república. A quien, por lo demás, procede con una contención tan extraordinaria, se le debe creer también esto.