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| BIBLIOTECA DE HISTORIA DEL CRISTIANISMO Y DE LA IGLESIA | 
|  | NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIALA IGLESIA EN LA EDAD MEDIACUARTA PARTE (1304- 1500)Capítulo I.—Los papas de Aviñón Capítulo II.—El gran cisma Capítulo III.—El siglo XVCapítulo IV.—La vida monástica y regular de la baja Edad MAedia (1216-1500)Capítulo V. El pensamiento medieval (1277-1500) Capítulo VI.—Herejía y revolución Capítulo VII.—El clima religioso del siglo XV EpílogoLa Europa del Cisma de Occidente (1378-1417)CAPITULO I
                 LOS PAPAS DE AVIÑON
                 
             Diversas causas explican el hecho de
            que los papas residieran tanto tiempo en Aviñón. El traslado de la curia fue
            casi accidental. Elegido para el pontificado por un cónclave celebrado en
            Perusa, el arzobispo de Burdeos demoró su viaje a Italia para tener una serie
            de entrevistas con Felipe el Hermoso. La demora se prolongó porque fue preciso
            preparar el Concibo de Vienne (13111312). Luego Enrique VII invadió Italia.
            Desde ese momento, la curia se vio inmovilizada por tres presiones ejercidas
            sobre ella: había revueltas en Italia, algunos Estados pontificios se rebelaban
            y en la misma Roma existían movimientos contra el papa; la curia necesitaba el
            apoyo de Francia porque el Imperio e Italia le eran hostiles: en fin, la curia
            había instalado poco a poco su administración compleja y su lujosa corte en un
            palacio fortificado situado dentro de una ciudad rodeada de murallas. Pese a
            todas estas presiones, la prolongada estancia del papa fuera de Roma era
            desventajosa. En el plano político, el papado carecía de la seguridad y de los
            recursos financieros que le proporcionaban los territorios que gobernaba. Caía
            bajo la peligrosa influencia de Francia, de la que nunca logró desembarazarse.
            Era un continuo escándalo que el obispo de Roma residiese de forma casi permanente
            en una morada fastuosa al otro lado de los Alpes. En realidad, ésta fue la
            ocasión del gran cisma y el motivo de que se perpetuase.
                 Algunos contemporáneos —como el
            elocuente Petrarca y otras muchas personas santas como Catalina de Siena—
            agobiaron con censuras y lamentos a los papas de Aviñón. Hasta hace poco, casi
            todos los historiadores se hacían eco de ellos. Durante estos últimos sesenta
            años, gracias sobre todo al trabajo de monseñor G. Mollat,
            que dedicó a él toda su vida, se ha esbozado una reacción. Se ha probado hasta
            la saciedad que la mayoría de los papas de Aviñón llevaron una vida personal
            muy piadosa, que algunos hicieron serias tentativas de reforma y que crearon
            un sistema administrativo y financiero mucho más eficaz que el de los otros
            soberanos de Europa. Ha habido incluso eruditos que han justificado y defendido
            la técnica fiscal del papado y el sistema de las provisiones, que, sin
            embargo, fueron objeto de críticas feroces. En lo que concierne a la
            dependencia respecto a Francia, se han encontrado muchos casos de actuaciones
            y de proyectos políticos autónomos. La misma curia contó con muchos miembros no
            franceses. La situación de Aviñón en la esfera política francesa contribuyó sin
            duda —como lo hizo y lo sigue haciendo la presencia de la corte pontificia en
            Italia— a desarrollar cierto espíritu de independencia. Sin embargo, había un
            escándalo permanente: el espectáculo de ese soberano rico y poderoso, viviendo
            en un ambiente de lujo, rodeado de su burocracia, habitando en un palacio
            fortificado sin mantener contacto alguno con la ciudad de los apóstoles, que
            había sido siempre el centro de la fe. Es cierto que durante esa prolongada
            estancia el papado y la corte pontificia se comprometieron de forma orgánica
            con los modelos y objetivos del mundo temporal, y esto causó más daño a la
            Iglesia que los excesos cometidos antes por individuos aislados.
             No obstante, la reforma
            administrativa emprendida en Aviñón fue real y duradera. En la Camera, el
            camarero y el tesorero dirigieron una gran actividad diplomática y financiera.
            Esta política, en su forma más perfecta, fue obra de Juan XXII. La cancillería,
            organizada en diversos sectores, mantuvo correspondencia entre la curia y la
            Iglesia del mundo entero. La reforma judicial fue especialmente obra de
            Clemente V, de Juan XXII y de Benedicto XIII. Hasta entonces, en las regiones
            lejanas se habían utilizado delegados que reunían y examinaban las pruebas y
            con frecuencia emitían su juicio. Pero a veces la sentencia —y siempre el derecho
            de recibir la apelación— estaban reservados al papa. Clemente estableció
            tribunales regulares: el consistorio formado por el papa y los cardenales, que
            desempeñaba el papel de tribunal de apelación para toda la Iglesia, y
            tribunales integrados por cardenales, establecidos para juzgar los asuntos que
            el papa les sometía. La Rota, constituida en 1331, se ocupó al principio y
            sobre todo de la colación de beneficios. Más tarde fue el tribunal supremo para
            los asuntos matrimoniales. En fin, existió un tribunal que se ocupaba de todas
            las cuestiones y los problemas de procedimiento, así como del problema de la
            ejecución de las sentencias. Además, la penitenciaría apostólica, con sus
            auxiliares, se ocupó de las dispensas de matrimonio, de las irregularidades canónicas
            y de la absolución de casos reservados.
                 Para financiar esta burocracia en
            pleno funcionamiento, así como el tren de vida de la corte pontificia, los
            papas no contaban ya con las rentas procedentes del patrimonio de Italia; por
            eso aumentaron los impuestos en cantidad y en extensión y mejoraron el sistema
            de percepción. En el siglo XIII casi todo el impuesto
            —que era modesto— era percibido por los obispos y sus subordinados o por los
            banqueros italianos, a los que Roma arrendaba las fuentes de ingresos. En lo
            sucesivo, la tarea fue ejecutada por recaudadores pontificios con amplios
            poderes coercitivos: censuras, excomuniones, multas. En la misma curia se
            crearon o aumentaron las tasas por la inscripción de cada asunto, por cada
            visita hecha a la sede apostólica, por cada servicio realizado por la corte
            pontificia. La mayor parte de esos cuantiosos ingresos se dedicaba al
            mantenimiento de la corte pontificia o se empleaba en limosnas, regalos y
            diversas donaciones. Durante varios años, casi los dos tercios de los ingresos
            del papado sirvieron para pagar a los mercenarios pontificios y a sus aliados
            en las largas y, a menudo, desastrosas guerras que se hicieron en Italia. El
            pueblo sufrió las consecuencias de ello y tuvo que
              soportar la conducta implacable de los recaudadores pontificios. En toda Europa
              hubo protestas duras y permanentes. La Inquisición, los abusos del sistema de
              las provisiones, la rapacidad terrible y a menudo escandalosa de los
              recaudadores, todo esto excitó el odio contra la corte pontificia. Esas tres
              actividades puestas en marcha y desarrolladas por el papado lesionaron de
              diversas formas la libertad y la propiedad privada. Con medidas y
              procedimientos judiciales, el sistema funcionaba siempre y pesadamente en
              favor de la curia y sus emisarios. Este sistema de explotación era a menudo el
              único lazo que existía entre el papa y los cristianos individuales. Así nació
              una gran amargura, que subsistió incluso cuando este régimen se liberó de sus
              caracteres más opresivos.
               Clemente V heredó el odio que había
            suscitado Bonifacio VIII. Era francés y tenía buenas razones para no romper con
            el rey de Francia. Se encontraba, pues, en una postura particularmente
            vulnerable. A petición de Felipe IV anuló todas las acusaciones que Bonifacio
            había formulado contra el rey. En 1312 capituló vergonzosamente suprimiendo la
            orden de los templarios. Estos habían perdido su razón de ser con la caída de
            Acre en 1291; no obstante, tenían propiedades en toda Europa occidental y eran
            muy ricos. Multiplicaban sus bienes gracias a actividades bancarias y
            financieras. Tenían pocos amigos, ya que no eran fervorosos ni caritativos. No
            habían respondido a las sugerencias que les habían hecho el rey y el papa de
            fusionarse con los hospitalarios. Felipe IV ambicionaba sus riquezas y escuchó
            gustosamente las acusaciones formuladas contra ellos, quizá a instigación suya.
            En 1307 se anticipó a una pesquisa pontificia y ordenó a Nogaret detener e interrogar a todos los miembros de la orden. Mediante supercherías,
            torturas y confesiones forzadas se logró reunir materia para acusarlos de
            herejía, hechicería, blasfemia y vicios contra la naturaleza. El papa, deseoso
            de salvaguardar la justicia, ordenó detener a todos los templarios y entregar
            todos los prisioneros del rey francés a la autoridad eclesiástica. Libres del
            control del rey, los templarios se retractaron completamente. El papa decidió
            entablar de nuevo el proceso. Viéndose cogido, Felipe el Hermoso hizo todo lo
            que pudo para atemorizar al papa y excitar la opinión pública francesa. Los
            templarios fueron juzgados de nuevo por delegados del papa y por los jueces
            franceses simultáneamente. Muchos fueron condenados a la hoguera por haber
            caído en la herejía. Por su parte, el papa cedió a los deseos del rey. En el
            Concilio de Vienne, contra la voluntad de los padres, suprimió la orden, que no
            había sido condenada, sino únicamente acusada sin pruebas. Aunque hubiesen
            perdido el fervor de sus comienzos, los templarios eran sin duda inocentes de
            los crímenes concretos que se les atribuían. Clemente V cedió a las presiones
            del rey. La brutalidad, la rapacidad y la iniquidad que se manifestaron
            durante este episodio revelan de la forma más siniestra los vicios que reinaban
            en las altas esferas en esta época. El gesto del papa prueba hasta qué punto
            estaba ya centralizada la autoridad. Esto se manifiesta también en la actitud
            que adoptó Clemente V ante el Concilio de Vienne, cuando los padres se
            opusieron a la supresión de los templarios y a la entrega de sus bienes a la
            orden de los hospitalarios.
             El sucesor de Clemente V fue elegido
            tras una vacante que duró más de dos años. Era un hombre de modesta apariencia,
            con una personalidad voluble. Sin embargo, tenía gran talento y enorme
            vitalidad. Coronado a los setenta y dos años, tomó el nombre de Juan XXII.
            Asombró tanto a los profetas como a sus enemigos, ya que vivió noventa años en
            medio de perpetuas dificultades y querellas. Hábil financiero, reformó el
            sistema de recaudación de las rentas pontificias; aumentó considerablemente los
            impuestos y dejó a su sucesor un balance muy ventajoso. En política fue rápido
            y poco moderado, y se enredó en un conflicto inútil y desagradable que iba a
            prolongarse después de su pontificado. En 1314, al principio del interregno,
            se habían destacado dos candidatos en una elección imperial muy reñida;
            Federico de Habsburgo, duque de Austria, y Luis de Wittelsbach,
            duque de Baviera. Una vez elegido, Juan XXII, por razones políticas, permaneció
            largo tiempo neutral. Pero cuando Luis venció a su rival en la batalla de Mühldorf y amenazó así los intereses pontificios —nombró a
            un vicario que le era favorable—, el papa salió de su mutismo y denunció
            airadamente a Luis, acusándolo de haber actuado como rey y emperador antes de
            que su elección fuese examinada y aceptada por la Santa Sede. Exigió la
            sumisión completa y declaró que, en caso contrario, procedería a la excomunión,
            la cual fue pronunciada, efectivamente, seis meses más tarde. Hasta entonces
            Luis no había hecho nada; pero contraatacó vigorosamente con el llamamiento de Sachsenhausen (1324). Declaró que el papa no tenía ningún
            derecho en la elección del emperador y que Juan XXII era en realidad un hereje,
            sobre todo por sus afirmaciones concernientes a la pobreza de Cristo. La larga
            y poco edificante querella que resultó carece en cierto sentido de interés
            histórico y político. El gran conflicto del Imperio y del papado había
            terminado para siempre, dada la fragmentación de Alemania, la decadencia del
            papado y el auge del sentimiento nacional. Por otra parte, la querella no tuvo
            consecuencias en el Imperio. La mayor parte de los laicos y numerosos
            sacerdotes no se inquietaron en absoluto por las censuras del papa ni por las
            denuncias del emperador y continuaron reconociendo como papa a Juan XXII y como
            emperador a Luis. Sin embargo, este episodio y otros asuntos diversos hicieron
            que el pontificado de Juan XXII fuese agitado y funesto. Tras diversas
            vicisitudes, Luis adquirió suficiente poder para invadir Italia en 1327. A
            principios del año siguiente entró en Roma y se hizo coronar por las
            autoridades de la ciudad. Después de esta ceremonia nombró y coronó a un
            antipapa. Enemistado con la Santa Sede, Luis se atrajo a algunos rebeldes
            famosos que no tenían más denominador común que el afán de revuelta. El primer
            manifiesto de Luis (1324) fue en gran parte obra de Pedro Olivi.
            En 1327 Ubertino de Casale formó parte del séquito del emperador. Cuando Luis entró en Roma, iba acompañado
            de Marsilio de Padua, a quien nombró vicario general,
            y de Juan de Jandun.
             Juan XXII, que podía recordar el
            tiempo de Inocencio IV y cuya vida comenzó antes y terminó después que la de
            Dante, tenía treinta años cuando murió santo Tomás de Aquino; pero vivió lo
            suficiente para canonizarlo cincuenta años después. Durante su ancianidad fue
            blanco de los ataques de dos hombres que difundieron ideas que iban a tener
            gran porvenir en la nueva sociedad que anunciaban.
                 Marsilio de Padua publicó Defensor pacis en 1324. Era un gran pensador carente de espiritualidad, un aristotélico para
            quien el mundo estaba vacío de espíritu y de gracia. Sostuvo que el papado es
            una institución humana que ha conquistado progresivamente su poder por la
            fuerza y la astucia. Admitió, al menos de palabra, la autoridad de Cristo y de
            la Escritura y la dignidad plena de la Iglesia. Pero redujo a la nada el
            dominio espiritual mediante una concepción positivista y secularizada de la
            vida. El poder físico y material es lo único que fundamenta la autoridad real
            entre los hombres. Este poder pertenecía al pueblo, que lo ha confiado a los
            príncipes (princeps, pars principans) o a los legisladores, cuyo poder coercitivo
            es materialmente válido. Las censuras espirituales tienen un valor, pero sólo
            en el mundo invisible y futuro. De este modo, con una argumentación
            asombrosamente parecida a la de los teólogos occamistas, Marsilio relegó la religión entre los trastos viejos.
            Centrando su atención en el poder absoluto de Dios, los teólogos occamistas despojan la ley divina normal de todo contenido
            real y de toda significación. Del mismo modo, Marsilio,
            manifestando un respeto meramente formal a las sanciones y a los sacramentos de
            la Iglesia, no concede realidad más que al príncipe temporal y hace de la
            Iglesia visible un elemento del Estado, una especie de gremio (guild) religioso. En la Iglesia,
            el poder supremo pertenece al concilio general convocado por la comunidad de
            los ciudadanos o por su príncipe, de quien recibe el papa su autoridad. Cristo
            instituyó únicamente sacerdotes; el episcopado y el pontificado son
            instituciones humanas. Las ideas de Marsilio se
            vieron realizadas por breve tiempo: como vicario del emperador Luis IV para
            los asuntos espirituales, Marsilio asistió a la
            elección hecha por el pueblo de Roma de un papa que tenía que suceder a Juan
            XXII «el hereje». Marsilio fue excomulgado. En 1327
            el papa condenó lo que se consideraba doctrina de Marsilio.
            Sin embargo, ésta se propagó y dio frutos, primero durante el gran cisma y
            luego durante la Reforma en Inglaterra.
             Hemos citado varias veces el nombre
            de Guillermo de Occam. Su vida se divide en dos
            partes, entre las cuales se sitúa una larga estancia en Aviñón. Cuando llegó a
            la corte pontificia, Occam era un joven bachiller
            formado por las Sentencias. Proponía con entusiasmo una lógica nueva, y se
            abría ante él una carrera brillante. Cuando se marchó una noche de mayo de
            1328, era un hombre amargado; se había unido a la causa de los franciscanos
            cismáticos, a la de Marsilio y de Luis IV y afirmaba
            que Juan XXII era hereje. Durante los veintitrés años siguientes su pluma
            conoció pocos momentos de inactividad. Abandonó la lógica y la teología para
            consagrarse a la polémica y a la reflexión política. Poco a poco desarrolló sus
            tesis gracias al sutil procedimiento del sic et non. En su primera obra —Opus nonaginta dierum—, redactada muy rápidamente, atacó las
            decisiones del papa sobre la pobreza de Cristo y otros temas. Juan XXII le
            brindó una oportunidad espléndida con sus opiniones equívocas sobre la demora
            de la visión beatífica. Al acabar su primera obra, Occam comenzó un largo Diálogo a propósito de los errores del papa. En él pone en
            escena a un maestro y a un discípulo partidario del papa. De este modo pasa
            revista a todas las pretensiones pontificias. Discute la institución divina del
            papado y la infalibilidad de la Iglesia. Les opone la opinión según la cual la
            Iglesia es la comunidad de los fieles y no de los sacerdotes. No importaba que
            la herejía destrozase de arriba abajo a la Iglesia; la fe en Cristo
            permanecería intacta en algunos individuos. Tras estas proposiciones generales
            se escondía siempre la amargura de los franciscanos por la decisión del papa
            sobre la pobreza; estaba también la mentalidad del debutante en teología que
            nunca llegaría a ser profesor. La primera parte del Diálogo iba seguida de un
            ataque abierto contra las herejías de Juan XXII. Este vivía aún; pero su muerte
            no puso término a las polémicas de Occam. En la
            tercera parte del Diálogo, Occam vuelve de nuevo a su
            crítica destructiva del papado y de la Iglesia. Afirmó que el rey alemán tenía
            derechos divinos. Murió en Munich en 1349 sin haberse
            reconciliado con el papado.
             Juan XXII tenía el sino de las
            querellas. Tuvo que soportar los ataques de muchos agitadores. El mismo provocó
            la confusión con su teoría de la demora de la visión beatífica. De forma
            inesperada, el papa pronunció en la corte pontificia una serie de sermones en
            los que expresó la opinión de que la visión beatífica de Dios (no la presencia
            de la humanidad de Cristo) está oculta a las almas hasta el juicio final.
            Arribistas interesados apoyaron tal tesis. La impugnaron los teólogos
            conservadores. Su autor la defendió con un entusiasmo decreciente y renegó de
            ella en su lecho de muerte. Benedicto XII, sucesor de Juan XXII, definió la
            creencia común en la constitución Benedictus Deus, de 1336, Pero estas
            controversias no agotaron la energía del indomable octogenario. Juan XXII
            continuó perfeccionando el sistema fiscal, combatiendo los abusos de la curia,
            luchando en Italia y organizando la actividad misionera de los franciscanos.
            Pueden juzgarse más o menos favorablemente su prudencia y sus métodos de
            controversia; pero hay que reconocer que por su energía, su personalidad y sus
            cualidades dejó huella en la Iglesia medieval. Su pontificado es el más notable
            del período de Aviñón.
                 Después de Juan XXII se sucedieron en
            Aviñón cinco papas, cuyos respectivos pontificados no sobrepasaron los ocho o
            diez años. El primero, Benedicto XII (1334-1342), era un cisterciense de gran
            cultura teológica. Tenía mentalidad de reformador. Se interesó, no sin éxito,
            por la curia y la distribución de beneficios. Pero marcó con su sello la época
            por los decretos de reforma que publicó concernientes a los cistercienses,
            benedictinos y canónigos agustinos. Fue el último intento hecho por el papado
            de la Edad Media para frenar la decadencia de las Órdenes antiguas. En esta
            reforma alentaba la esperanza de regularizar y estabilizar las órdenes
            monásticas en el nivel en que estaban más bien que la de volverlas a su primera
            austeridad. Clemente VI (1342-1352) era un amable aristócrata aficionado al
            esplendor y la magnificencia. Convirtió a Aviñón en la corte más alegre de
            Europa, en lugar de reunión de poetas, artistas y eruditos. Cuando estaba en
            el apogeo de su gloria, la ciudad pontificia fue atacada por la peste negra
            (1348). El papa pasó la tempestad en su palacio, dando generosos socorros
            cuando le fue posible. Le sucedió Inocencio VI (1352-1362), jurista
            acomodaticio sin gran competencia política. Tuvo que soportar las consecuencias
            de las extravagancias de sus predecesores y de las guerras de Italia. También
            tuvo que sufrir los daños causados por las grandes mesnadas que devastaron la
            Provenza después de la tregua de Burdeos (1357) y el tratado de Bretigny (1360). Aviñón corría peligro y fue fortificado a
            toda prisa. Inocencio realizó algunas reformas. Se opuso severamente a los
            espirituales y a los fraticelli,
            granjeándose las críticas severas de Brígida de Suecia. Le sucedió Urbano V
            (1362-1370), el más santo de los papas de Aviñón. Era benedictino y de origen
            noble. Durante todo su pontificado siguió practicando los ejercicios
            espirituales del claustro. Se ganó hasta la estima de Petrarca. El papado había
            consolidado sus posiciones en Italia gracias sobre todo a la energía y el
            talento militar y político del cardenal español Gil de Albornoz. Urbano V dio
            al territorio pontificio reconquistado una constitución que ha durado hasta los
            tiempos modernos. Tomó la valiente resolución de regresar a Roma en 1367.
            Permaneció en Italia tres años y volvió a Aviñón, donde murió. En lo que
            concierne a la Iglesia universal, el acto más notable de Urbano V fue la bula Horribilis (1366), que ponía límites a la acumulación de beneficios. Gregorio XI
            (1370-1378), sobrino de Clemente VI, era un eminente especialista en derecho
            canónico. Tuvo una vida irreprochable y se interesó por las ciencias. Animado
            por Catalina de Siena, se instaló en Roma a principios de 1377, cuando sólo le
            quedaba ya un año de vida.
             Durante los sesenta años del período
            de Aviñón, Europa occidental entró en una época de dificultades que iba a durar
            un siglo. En 1337 empezó la desastrosa Guerra de los Cien Años, que arruinaría
            y dividiría a Francia durante mucho tiempo y perjudicaría después a Inglaterra.
            Iba también a entregar a Europa al salvajismo de las compañías de mercenarios.
            En 1348-49, la peste negra acabó con un tercio de la población y aceleró
            diversas transformaciones económicas y sociales. Se discute hasta qué punto
            tuvo efectos funestos y duraderos en la religión. Pero es cierto que durante
            muchos años los religiosos y sacerdotes, así como toda la población, vieron
            decrecer su número considerablemente.
                 Esta Europa atormentada y empobrecida
            por la guerra, despoblada y abatida por la peste, desprovista de todo foco de
            vida nueva, tuvo que sufrir otra prueba excepcional: el gran cisma.
                 
             CAPITULO II
                 EL GRAN CISMA
                 
             Gregorio XI tenía sólo cuarenta y
            siete años cuando trasladó la corte de Aviñón a Roma, poniendo fin al largo
            exilio de Babilonia. Si hubiera tenido suficiente tiempo y firmeza habría
            podido restablecer el papado en su antigua mansión y haber comenzado a formar
            una nueva generación de dignatarios de la curia. Pero murió catorce meses
            después de su regreso a Roma.
                 A la sazón había en dicha ciudad
            dieciséis cardenales. Salvo algunas excepciones, eran prelados ricos y
            mundanos, aristócratas de nacimiento y de aficiones. Había cuatro italianos y
            un español; los restantes eran franceses. Pero estos últimos estaban divididos
            en dos bandos implacablemente enemigos: los «limosinos»
            partidarios de los cuatro papas precedentes, y los otros. Fueron asediados y a
            veces vejados por el pueblo de Roma y de sus alrededores, que exigía un papa
            romano, o al menos italiano. Antes de entrar en cónclave arreglaron la
            elección escogiendo a Bartolomeo Prignano,
            gran dignatario de la curia, un italiano que había residido largo tiempo en
            Aviñón y que era en ese momento arzobispo de Bari. Procedieron a su elección
            con rapidez, entre alertas y escaramuzas. El papa subió al solio pontificio con
            el nombre de Urbano VI. Muy pronto se reveló como un déspota brutal,
            autoritario y cruel. Acusó a los cardenales, los insultó bajo pretexto de
            corregirlos y torturó a los recalcitrantes. En vista de esto, los cardenales
            franceses se marcharon en bloque, sumándoseles los italianos. Tras
            infructuosas negociaciones en las que intervino santa Catalina de Siena,
            eligieron por unanimidad al cardenal Roberto de Ginebra, joven competente, rudo
            y arrogante, primo del rey de Francia. El nuevo papa tomó el nombre de Clemente
            VII y partió para Aviñón. Los dos partidos comenzaron a pedir ayuda por toda
            Europa, creando cada uno sus cardenales y excomulgando a sus adversarios. En
            unos años Europa se dividió en dos obediencias aproximadamente iguales. El
            Imperio en general, Hungría, Bohemia, Flandes, Países Bajos, Inglaterra,
            Castilla (al principio) y algunas regiones de Italia aceptaron a Urbano VI.
            Francia, Escocia, Saboya, Austria y, más tarde, Aragón y Navarra reconocieron a
            Clemente VII. Ambos campos hicieron una intensa propaganda. Entraron en juego
            factores políticos. Tras algunos años, todos perdieron la esperanza de ponerse
            de acuerdo respecto a quién era el papa legítimo.
             Podemos preguntarnos a qué se debió
            el cisma, por qué fueron inútiles los esfuerzos que se hicieron para
            solucionarlo y quién fue el papa legítimo.
                 Por lo que respecta a la última
            pregunta, el problema está en averiguar si la elección de Prignano,
            que por lo demás fue canónica, estuvo condicionada por el miedo. A pesar de las
            reservas de algunos grandes historiadores, todas las pruebas existentes parecen
            demostrar que las presiones que ciertamente ejerció el populacho romano no
            debieron de bastar para coaccionar a hombres razonablemente íntegros y
            valerosos. Cuando empezaron a defenderse, los cardenales sólo alegaron en
            segundo lugar la excusa del miedo. De hecho, el problema insoluble no es
            histórico, sino psicológico. ¿Cómo es posible que hombres experimentados se
            engañaran respecto al carácter y las cualidades de una persona a la que
            conocían desde hacía años? O bien a la inversa, ¿cómo un carácter pudo cambiar
            y empeorar con tal rapidez?
             En cuanto al otro problema, puede
            encontrarse una razón inmediata en el hecho de que el reducido colegio
            cardenalicio carecía de energía moral y espiritual. Eran hombres ricos y
            ambiciosos que tenían la misma formación y las mismas opiniones, pero que
            estaban divididos entre sí por querellas personales y nacionales. Los papas de
            Aviñón cometieron el error de reducir el colegio cardenalicio a un pequeño
            grupo de arribistas competentes, pero de miras estrechas, que pertenecían en
            su mayoría al mismo grupo étnico y defendían celosamente su función colegial,
            pero no tenían conciencia de las profundas necesidades de la Iglesia y de sus
            inmensas responsabilidades espirituales. En los textos que relatan el cónclave
            decisivo no se observa ninguna señal de preocupación por el bienestar
            espiritual de la cristiandad. Podemos preguntarnos finalmente por qué la
            elección de 1378 implicó una división general y duradera, en tanto que los
            cismas precedentes habían sido locales, breves o insignificantes. La respuesta
            es la siguiente: durante el otoño de 1378 cayó sobre Europa como una niebla un
            sentimiento de impotencia y frustración; tal sentimiento se debía al hecho de
            que el cisma no era entre dos papas elegidos por dos partidos o dos señores,
            sino entre dos papas escogidos por el mismo grupo pequeño. Todos los que
            avalaban la primera elección estuvieron implicados en la segunda. Además,
            cuando los rivales se rodearon de numerosos cardenales recién creados, los
            intereses fueron suficientemente importantes para imposibilitar un examen
            objetivo de la situación.
                 Sin embargo, hubo tentativas para
            arreglar el conflicto por medio de pruebas positivas y por la violencia (per viam facti). Inmediatamente después de la segunda elección,
            los cardenales publicaron una declaratio para justificar su actuación. La curia de Urbano
            VI publicó en respuesta un memorándum riguroso, apoyado en documentos, que es
            una de las pruebas más importantes que existen de aquella época. El memorándum
            de los partidarios de Urbano está corroborado por el testimonio que dio
            Catalina de Suecia ante una comisión instituida en 1379. Santa Catalina de
            Siena, que estaba entonces en Roma, pensaba también que el papa legítimo era
            Urbano VI. En favor de la otra parte aboga la relación hecha por san Vicente
            Ferrer. Así, pues, los dos campos contaron con partidarios de elevada
            moralidad. Los mismos historiadores modernos, a pesar de las pruebas
            establecidas antes de ellos, se han mostrado incapaces de ponerse de acuerdo.
            Con mayor razón sucedió lo mismo a los contemporáneos, que carecían de informes
            completos y oficiales. Además, cuando Europa se dividió de acuerdo con sus
            inclinaciones nacionales, se desvanecieron todas las esperanzas de solución
            razonable. Los dos campos recurrieron al anatema, la propaganda, la intriga e
            incluso la violencia. Pronto se puso de manifiesto que estaban condenadas al
            fracaso todas las tentativas de establecer los hechos o de llegar a una
            solución de facto.
             Se vio con claridad que había dos
            obediencias pontificias, provistas ambas de una curia eficaz que funcionaba
            según el modelo tradicional, aferradas ambas a su derecho de jurisdicción
            universal y con amplio apoyo en Europa. Hubo entonces dos tipos de intentos
            para salir del conflicto. La via cessionis, que consistía en lograr la renuncia de uno
            de los dos rivales o la de ambos, y la via concilii, consistente en reemplazar a los dos rivales
            por un concilio general. El primer intento resultó inviable: ninguno de los dos
            papas quiso ceder. Cuando moría el papa de un bando, en seguida se nombraba un
            sucesor. Se hicieron promesas y ofertas de dimisión, pero nunca se cumplieron.
            Al cabo de treinta años seguían existiendo dos papas enfrentados.
             Canonistas y publicistas se mostraron
            muy activos. Algunos historiadores actuales que conocen bien la Iglesia postridentina y la posterior a 1870, y que frecuentemente
            están más familiarizados con la época de Gregorio VII y de Inocencio III que
            con la del gran cisma, han afirmado que, entre 1076 y 1378, la única
            alternativa viable con que contaba la teoría ortodoxa de la monarquía
            pontificia era la teoría imperial, que estaba ya en decadencia y que finalmente
            fue abandonada. De hecho, la situación social y eclesiástica, así como la
            reflexión de los canonistas, habían hecho nacer una teoría afín a la de la
            monarquía, según la cual la Iglesia era una corporación o más bien una
            jerarquía de corporaciones, siendo la más baja la de los creyentes y la más
            elevada la del colegio de cardenales. Según esta concepción, el papa estaba
            instituido por Dios para el gobierno supremo, pero los diversos cuerpos
            conservaban derechos imprescriptibles. La naturaleza de esos derechos difería
            según los canonistas. Para Hostiensis, citado con
            frecuencia como «papal», el colegio de los cardenales formaba un solo cuerpo
            con el papa; por consiguiente, en caso de vacante del trono pontificio, los
            cardenales ejercían una autoridad completa; en caso de muerte de todos los
            cardenales, la autoridad recaía sobre toda la Iglesia reunida en concilio
            general. Partiendo de esta concepción, fácilmente podía llegarse a considerar
            —como Juan de París— que el poder del papa estaba limitado por las necesidades
            de la Iglesia. Un papa incompetente, hereje o pecador podía ser depuesto. Había
            aquí una dirección de pensamiento que podían desarrollar de diversas maneras
            los cardenales que habían elegido a Clemente VII y los pensadores preocupados
            por el problema de la división de la cristiandad. Pero existían otras posibles
            direcciones de pensamiento. Marsilio y Occam expresaron opiniones más radicales e
            individualistas. Cada cual exaltó a su modo el concilio general, que
            representaba al cuerpo de los creyentes, opuesto al papa. Estas ideas
            penetraron en los círculos universitarios varios años antes de 1378.
             De hecho, las Universidades (en
            particular la de París) iban a desempeñar un papel preponderante en los debates
            comenzados. Desde hacía unos dos siglos, la Universidad de París marcaba la
            pauta en la Europa intelectual. Las otras Universidades, sobre todo la de
            Oxford, procuraban igualarla, pero no lograban arrebatarle la primacía. En el
            siglo XIV ocurrió un cambio. La gran guerra entre Inglaterra y Francia había
            interrumpido las relaciones entre Oxford y París; treinta años después, el
            cisma sustraía algunas regiones a la influencia de París. La Universidad se
            convirtió entonces en una institución casi enteramente francesa. Entre sus
            alumnos estaban todos los grandes eclesiásticos y algunos juristas franceses.
            Se vio limitada su área de influencia; pero le sirvió de estímulo el
            sentimiento de haber perdido parte de su prestigio. Entró en un período de
            lucha intelectual y estuvo representada por una serie de hombres notables. El
            primero de ellos fue Conrado de Gelnhausen (1380),
            que pidió la convocación de un concilio general en su Epístola concordiae.
            Pretendió que la Iglesia universal era superior a los papas y a los cardenales
            y que «lo que concernía a todos debía ser tratado por todos». Contra el
            principio de que sólo el papa puede convocar el concilio, Conrado —discípulo de Occam— argumentó que la necesidad no puede estar
            supeditada a la ley y que el caso de cisma no había sido considerado por los
            canonistas. Después de Conrado hay que mencionar a Enrique de Langestein, quien sostuvo en su Epístola pacis (1381) que
            la Iglesia tiene derecho a deshacerse de un papa mal escogido y perjudicial.
            Estos dos pensadores estuvieron a la cabeza de un grupo importante de
            publicistas. En la generación siguiente destacaron Pedro de Ailly y Juan Gerson, que no ejercieron gran influencia.
             Al morir en 1389 Urbano VI, el papa
            romano, fue reemplazado inmediatamente por Bonifacio IX sin ningún incidente.
            En cambio, a la muerte de Clemente VII, ocurrida en Aviñón el año 1394, el rey
            de Francia trató de impedir la elección; pero fracasó en su intento. Aunque
            todos los cardenales se habían comprometido con juramento a dimitir si la
            elección recaía sobre ellos, fue elegido el español Pedro de Luna, y subió al
            solio pontificio con el nombre de Benedicto XIII. No manifestó en absoluto la
            intención de abdicar y resistió a los esfuerzos del rey de Francia y de su
            propio rival, que querían que dimitiese. Así, en el momento en que un papa
            español trataba por todos los medios posibles de obtener de Francia el maximum de ingresos, el clero francés y la Universidad de
            París organizaron un nuevo movimiento. Durante una asamblea celebrada en 1396
            se propuso abandonar la obediencia de Benedicto XIII para forzarle a dimitir.
            Fue un fracaso. Pero, durante otro sínodo reunido en 1398, la Universidad,
            apoyada por el gobierno, actuó según su parecer. Pretextando que el papado
            había suprimido unas libertades existentes desde tiempos inmemoriales y que
            sólo el rey tenía el derecho de imponer tributos al clero, de disfrutar las
            rentas de los beneficios vacantes y de designar para todos los beneficios de
            Francia, la asamblea se apartó solemnemente de la obediencia pontificia, aun
            admitiendo la autoridad puramente espiritual del papa. Esta fue la primera
            manifestación de lo que más tarde se llamará galicanismo. Tal postura
            resultaba de la fusión de dos corrientes de opinión: el desarrollo de la
            mentalidad secular y racionalista en los reyes de Francia desde los tiempos de
            Felipe el Hermoso y los recelos de la Universidad frente al papado, recelos que
            aumentaron cuando los papas apoyaron a los frailes en su lucha contra la
            Universidad y el episcopado. En ambos campos influyeron factores económicos:
            el rey esperaba aprovecharse de los impuestos y censos que correspondían al
            papa; la Universidad esperaba ejercer los derechos de presentación de que
            gozaba el pontífice. Al principio pareció que el movimiento lograba imponerse:
            los cardenales abandonaron a Benedicto XIII y pretendieron gobernar la
            Iglesia. Se presionó al papa para que huyera, pero él resistió. Los franceses
            pronto vieron con disgusto la conducta y la rapacidad del gobierno y de los que
            habían sustituido a los agentes pontificios. Desde el principio protestaron
            contra la retirada algunos obispos resueltos. Francia volvió a la obediencia en
            1403. Durante los años siguientes hubo varias tentativas, sinceras o simuladas,
            de solucionar el conflicto por la «vía de la dimisión». Los dos papas se
            aproximaron en los Alpes ligúricos sin llegar a
            establecer el contacto que ambos afirmaban desear; pretendían tener la
            intención de preparar una dimisión común. Gregorio XI, el papa romano, se dejó
            maniobrar moralmente. Ya hacía tiempo que Europa había perdido la paciencia. En
            1407 se convino secretamente una segunda retirada de Francia de la obediencia
            pontificia. En la primavera de 1408, los cardenales de las dos obediencias se
            rebelaron contra las tergiversaciones de los dos papas rivales y emprendieron
            una acción común. Anunciaron que el 25 de marzo de 1409 se iba a celebrar en
            Pisa un concilio general. Llamaron a los dos rivales. Cada papa replicó
            convocando su propio concilio, Benedicto XIII en Perpiñán y Gregorio XII en Cividale. Sin embargo, el Concilio de Pisa se celebró; los
            obispos eran poco numerosos, pero ampliamente representativos. El concilio
            depuso a los dos papas y eligió al franciscano Alejandro V. Este recibió como
            consigna un programa de reformas que nunca se cumplió. Cuando murió, un año
            después, fue elegido Baltasar Cossa; el nuevo papa,
            que tomó el nombre de Juan XXIII, carecía de todas las cualidades morales y
            espirituales requeridas. Sus cardenales fueron Zabarella y Pedro de Ailly. En la cristiandad hubo entonces
            tres pontífices. El tercero fue un individuo personalmente indigno y, en el
            plano canónico, y según la opinión general, un usurpador. La Iglesia se
            encontraba en un camino sin salida. Salió de él gracias al rey Segismundo. Este
            monarca, que iba a ocupar el primer plano de la escena europea durante treinta
            años, era el hijo más joven del emperador Carlos IV; fue sucesivamente gran
            elector de Brandeburgo, rey de Hungría (1387), emperador (1411) y rey de
            Bohemia (1419). Competente, enérgico, ambicioso, provisto de muchos medios,
            luchó con afán y consiguió que Juan XXIII convocara un concilio en Constanza
            para noviembre de 1414. Segismundo y la opinión pública, que deseaba la
            terminación del cisma, se habían asegurado la aprobación general. El Concilio
            de Constanza empezó en un ambiente de paz. Hubo gran número de participantes y
            pronto tomó un rumbo original. La desconfianza hacia el papa y los cardenales,
            así como el nacionalismo naciente —excitado por la hostilidad que reinaba entre
            Inglaterra y Francia—, condujeron a dos innovaciones importantes. Primero se
            discutía y votaba por grupos nacionales. Luego fueron admitidos muchos teólogos
            que no eran obispos. Esto aseguró una posición fuerte a los universitarios, que
            sostenían la supremacía del concilio sobre el papa y la necesidad de celebrar
            concilios periódicos. Pedro de Ailly, ya cardenal,
            era un «conciliarista» extremista. Gerson, más
            conservador, proponía una reforma limitada. Zabarella sostuvo con cierta moderación la superioridad del concilio. Teodorico de Niemtra mucho más insistente y radical y proclamaba la
            superioridad de la Iglesia universal. Una vez llegados a Constanza todos los
            padres conciliares, el concilio adquirió importancia y fue realmente
            representativo. Se trataron en él los asuntos curiales e imperiales. Durante
            tres años, Constanza fue la capital de Europa.
             El concilio comenzó condenando a Juan Huss y dividiéndose en cuatro naciones de desigual
            importancia, pero iguales desde el punto de vista del número de votos. Tras
            largas vacilaciones, Juan XXIII consintió en abdicar con la condición de que
            hiciesen lo mismo sus dos rivales. Gregorio XII aceptó la propuesta. Pero antes
            de que Benedicto XIII se pronunciase, Juan XXIII se evadió disfrazado, imitando
            así lo que habían hecho sus dos rivales. Abandonado a sí mismo, el concilio
            decidió que tenía plena autoridad para continuar las sesiones. El 6 de abril
            afirmó, en el célebre decreto Sacrosancta, que su autoridad procedía directamente de
            Cristo y reivindicó la jurisdicción universal —incluso sobre el papa— en
            materia de fe y de reforma. Los padres comenzaron entonces a descargar sobre
            Juan XXIII innumerables acusaciones. Fue condenado —justamente— y depuesto.
            Unos días después se logró la dimisión de Gregorio XII; Benedicto XIII se
            resistió esperando sobrevivir a los otros dos papas. No fue depuesto hasta
            1417. El concilio cayó en un marasmo. La ausencia de Segismundo, la guerra
            entre Inglaterra y Francia, las divisiones entre armagnacs y borgoñones, las fricciones personales y nacionales y sobre todo la carencia
            de una autoridad única fueron los factores que paralizaron el espíritu de
            iniciativa. El concilio se enredó en querellas amargas vanas y fútiles. Sin
            embargo, se creó una comisión para proponer capítulos de reforma. Cada nación
            propuso un orden de prioridad particular: los alemanes hicieron los planes más
            amplios y realistas; los ingleses, los más moderados, y los franceses, los más
            revolucionarios. Al regresar a Constanza, Segismundo se encontró con un
            concilio agotado y desunido. Comprobó que también su prestigio había
            disminuido. Cuando al fin se eliminó a Benedicto XIII (1417), quedaba expedito
            el camino para la elección de un nuevo papa. Pero el concilio estaba dividido
            en la cuestión de si la elección debía preceder o no a la reforma. Cuando se
            solucionó este problema, la controversia recayó sobre quién debía elegir: el
            colegio, reforzado por los cardenales, cuyas cartas credenciales eran
            sospechosas, o el concilio, que no tenía autoridad canónica. Se llegó a un
            compromiso. Pero antes de la elección los padres publicaron otro decreto
            llamado Frequens (9 octubre 1417), según el cual el concilio tendría que reunirse cinco años
            después, luego a los siete años y en fin cada diez años regularmente. Se
            publicaron otros decretos para poner límites a las exacciones financieras del
            papado. Poco antes de la elección murió el cardenal Zabarella,
            partidario de la supremacía del concilio. Prudente, moderado, irreprochable,
            hubiera podido obtener el voto de los electores. El día de san Martín, un breve
            cónclave eligió a un romano de pura cepa, Odón Colonna, que tomó el nombre de
            Martín V. Esta elección auguraba una actuación conservadora y manifestaba una
            falta de consideración respecto a Francia y al emperador Segismundo. No
            obstante, ponía fin a un cisma que había durado treinta y nueve años.
             Se ha discutido con frecuencia la
            ecumenicidad de los decretos del Concilio de Constanza. No puede haber dudas
            sobre las sesiones (42 a 45) a las que asistió Martín V ni sobre aquellas en
            que fue condenada la doctrina de Wicleff ni sobre la
            decimoquinta, en que se condenó a Juan Huss. En
            efecto, estas decisiones fueron reiteradas por el papa y publicadas de nuevo
            en la bula Inter cunetas el 22 de febrero de 1418. Por otra parte, Eugenio IV
            aceptó en conjunto los dos Concilios de Constanza y Basilea, pero rehusó
            expresamente toda disminución de los derechos, dignidad y preeminencia de la
            Santa Sede. La cuestión queda en suspenso, ya que el decreto Sacrosancta, de la quinta sesión (15 abril 1415), declara
            que el concilio recibe su autoridad de Cristo y que todos, incluido el papa,
            están sometidos a él en materia de fe y de reforma. Desde el punto de vista
            estrictamente teológico, este decreto no constituye una decisión infalible, puesto
            que ningún papa lo ha aceptado. Si se le considera en sí mismo, se puede
            discutir incluso que se trate de una definición auténtica de la fe. Aparte del
            hecho de que cardenales importantes elevaron protestas y muchos se abstuvieron
            o no participaron en la votación, el decreto fue una decisión precipitada para
            afrontar una situación inesperada en un momento en que el concilio estaba sin
            cabeza por la marcha de Juan XXIII. Algunos historiadores han sostenido
            recientemente que, vista la incertidumbre que reinaba en la época, y en virtud
            de principios canónicos tradicionales, un concilio tenía plena autoridad
            (provisionalmente) y que, por tanto, Juan XXIII era un papa legalmente elegido.
            En esta hipótesis, el Concilio de Constanza había gozado de legitimidad no sólo
            mientras asistió el papa, sino también durante el período caótico que siguió a
            la huida y condenación de Juan XXIII. Si se acepta este parecer, hay que
            reconocer que el concilio estaba amenazado de extinción. Publicó el decreto Sacrosancta para resolver el problema salvaguardando su
            existencia. Luego, no todos los padres conciliares juzgaron que se había
            resuelto el problema. Sin duda, muchos de los que asistían al concilio querían
            llegar a una solución. Es igualmente probable que si el cisma hubiera durado y
            se hubiera aplicado el decreto Frequens, el decreto Sacrosancta habría sido ampliado y reiterado de forma más
            regular. Pero las cosas no ocurrieron así. Hubo que esperar casi dos siglos
            para que el Sacrosancta se convirtiese en la consigna
            de los teólogos galicanos.
             El nuevo papa mostró en seguida que
            no se podía pensar en ningún tipo de reforma radical. Las medidas que adoptó
            respecto a la curia perpetuaron prácticas que todos los programas de reforma
            consideraban censurables. Sin embargo, gracias a pequeñas medidas reformadoras
            y gracias a la restauración eficaz del mecanismo curial, el papa favoreció el
            retorno progresivo al funcionamiento normal. Consagró casi todas sus energías
            a poner en orden el organismo pontificio y especialmente a equilibrar sus
            gastos. Aunque al principio de su pontificado proclamase la supremacía
            tradicional de la Santa Sede, se atuvo a los decretos de Constanza y convocó un
            concilio en Pavía el año 1423. A esta asamblea asistieron escasos
            participantes. Se trasladó a Siena, fue aplazando su conclusión y finalmente la
            disolvió Martín V en marzo de 1424. La responsabilidad del fracaso de esta
            tentativa de reforma recayó sobre el papa. Creció el descontento. Los husitas
            de Bohemia no cedieron. Por todas partes se reclamaba insistentemente la
            reunión de otro concilio en la fecha prevista por el Frequent.
            El papa cedió y publicó una bula convocando un concilio en Basilea en 1431.
            Nombró legado al joven cardenal Julián Cesarini,
            hombre intachable, instruido y atrayente, que se preparaba ya para capitanear
            una cruzada contra los husitas. Martín V murió antes de comenzar el concilio.
             La historia del Concilio de Basilea
            (1431-1449) es mucho más complicada que la del Concilio de Constanza. A este
            concilio asistieron menos participantes, menos obispos y más universitarios.
            La Iglesia de Europa estuvo ampliamente representada. No tuvo jefes de la
            talla de Ailly y de Gerson; pero este defecto se vio
            compensado por la influencia preponderante de Cesarini.
            La gran mayoría de los padres eran o se hicieron adversarios de la supremacía
            monárquica del papa. Pero hubo opiniones muy diferentes: desde los que
            sostenían que el papado era una institución divina, pero no infalible, hasta
            los que juzgaban que el cuerpo sacerdotal o incluso el cuerpo de los creyentes
            tenía la soberanía suprema en materia de fe y de gobierno. Casi todos sostenían
            que, en aquellas circunstancias, el concilio general poseía una autoridad
            superior a la del papa. No obstante, hay que recordar que todos estaban convencidos
            de que, en cualquier caso, el papa era el poder ejecutivo y la cabeza de la
            Iglesia, y que la mayoría de los obispos y de los laicos, fuera del concilio,
            así como un grupo de teólogos conservadores y competentes, seguían adheridos a
            la doctrina tradicional. Fueran cuales fuesen los errores y el fracaso final
            del Concilio de Basilea, una cosa es cierta: una importante asamblea
            internacional pudo durar y ejercer una actividad enérgica durante dieciocho
            años.
             La primera fase fue la que tuvo más
            éxito. Gracias a los debates y a una hábil diplomacia, el concilio moderó y
            arregló provisionalmente la querella que oponía a husitas y católicos
            ortodoxos. El prestigio de la asamblea fue tal que el nuevo papa, Eugenio IV,
            fino político y obstinado defensor de la supremacía pontificia, renunció a
            disolver el concilio y durante algún tiempo aprobó sus decisiones. La tentativa
            alcanzó su apogeo con los decretos de 1433, que abolieron la reservación de
            beneficios por el papa, y con los de 1435, que abolieron todos los honorarios
            que acaparaba la curia, incluidos los que se pagaban por la colación de
            beneficios y por las designaciones, así como las anatas. Eugenio IV tuvo la
            suerte de que el emperador griego necesitase ayuda y desease, por tanto, la
            reunión con Occidente. Esto le permitió tomar de nuevo la iniciativa. El
            concilio saboteó las negociaciones. El papa satisfizo las peticiones griegas
            trasladando el concilio a Ferrara (luego a Florencia) y estableciendo un orden
            del día. A la nueva, asamblea acudió un número reducido de padres. Después de
            un gran debate, el Concilio de Florencia selló una unión artificial
            (1438-1439). El Concilio de Basilea exigió que el papa diese cuenta de su
            actuación y finalmente lo depuso por herejía en 1439. Eligió como antipapa al
            duque de Saboya, Félix V, que se había retirado del poder. Pero, gracias a su
            éxito con los griegos y a su habilidad diplomática, que le permitió satisfacer
            a los reyes y príncipes por medio de concordatos diversos, Eugenio IV privó al
            concilio de todo apoyo y prestigio. Sin embargo, la asamblea tardó todavía diez
            años en disolverse. En 1449 terminó el período de los concilios y de los papas
            rivales. Amanecía la época de la autocracia temporal y de la revolución
            teológica.
                 El lector se extrañará probablemente
            de que la doctrina de la supremacía monárquica del papa, propuesta unánimemente
            en el siglo XIII por los papas, los teólogos y los canonistas, se desarticulase
            en apariencia en menos de cincuenta años para dar paso a opiniones casi
            enteramente opuestas, algunas de las cuales fueron presentadas como doctrina
            cristiana por organismos que pretendían representar a la Iglesia universal. No
            se resuelve del todo la dificultad respondiendo que la mayoría silenciosa de
            sacerdotes y de fieles no se vio afectada por este movimiento de opinión.
                 En primer lugar debemos distinguir
            entre la doctrina fundamental y la superestructura. La creencia general en que
            la Santa Sede tiene la supremacía por ser roca de la fe y fuente de la
            autoridad ha sido corriente en la Iglesia occidental desde la más remota
            antigüedad. La superestructura propuesta por los canonistas y los publicistas
            del siglo XIII fue, al menos en parte, algo personal y provisional, expuesto
            —como todos los movimientos de opinión y de pensamiento filosófico— a las más
            diversas reacciones. Parece históricamente exacto que esas reacciones —tal como
            se manifiestan en los escritos de Marsilio y de Occam— fueron tan importantes y tan profundas como el
            movimiento de centralización de los dos siglos precedentes y se vieron
            favorecidas por la pérdida de prestigio que sufrió el papado de Aviñón. Sin
            embargo, muchos historiadores consideran que sin el «accidente» de la doble
            elección de 1378 no habría habido una época «conciliar». En todo caso, el cisma
            existía desde hacía doce años, cuando los «conciliaristas»
            —es decir, no sólo los que abogaban por la reunión del concilio, sino también
            los que concedían a éste un poder soberano— se convirtieron en jefes
            influyentes de un gran movimiento de opinión. La importancia de este movimiento
            no se debió primariamente al atractivo intrínseco de la doctrina, sino al hecho
            de que no había esperanza de encontrar otros medios para poner fin a una
            situación insoportable y a la repugnancia profunda que inspiraba la conducta
            de casi todos los candidatos a la dignidad pontificia. Sin embargo, los «conciliaristas» fueron en general hombres políticos o
            universitarios. Los otros miembros de la Iglesia, que no tomaron la palabra,
            se sentían probablemente tan alejados de Gerson o de Occam como sus antecesores lo habían estado de Inocencio IV y de Tolomeo de Luca. No eran conciliaristas ni
            papistas. Estaban exasperados por los desórdenes del cisma. Continuaban siendo
            fieles ortodoxos, no manifestaban ninguna fidelidad personal al papa y, en la
            práctica, no creían que el papado influyese en sus creencias y actuaciones.
            Pero sabían que el organismo de la Iglesia exigía —y poseía— un guía y un
            maestro para mantenerse en la dirección justa. La facilidad con que Martín V
            restauró la posición del papado es un indicio de la influencia que tenía la
            institución en la conciencia política de la época. Es evidente que, a largo
            plazo, los concilios resultaron incapaces de ocuparse de las divisiones entre
            cristianos y de los movimientos de reforma. Más importante, aunque menos ruidoso,
            fue el retorno del pensamiento tradicional tal como se manifestó en las
            controversias con los griegos durante el Concilio de Florencia, en la
            apologética de Tomás Netter y en las obras de la
            nueva escuela tomista.
             Sin embargo, los concilios ejercieron
            alguna influencia. Podría preguntarse cómo se habría restablecido sin ellos
            la-unidad de la Iglesia. Por otro lado, el Concilio de Constanza, por la
            confianza que puso en Segismundo, y el Concilio de Basilea, por la obstinación
            con que se aferró a posiciones insostenibles, favorecieron mucho el influjo de
            la autoridad secular sobre la religión. Esto iba a constituir un rasgo
            característico de los dos siglos siguientes.
                 El escándalo y la dislocación de la
            vida normal; de la Iglesia durante el cisma fueron ciertamente fenómenos
            importantes; pero es probable que dificultasen el curso de la vida eclesial
            menos  de lo que se cree. La división de
            Europa era regional, pero no local o personal, salvo raras excepciones. Al
            menos hasta 1409, las obediencias funcionaron con gran eficacia. Está claro
            que Europa en su conjunto era aún firmemente católica
            y que su fe no se quebrantó. Por debajo de la jerarquía, es probable que ni
            los sacerdotes ni el pueblo se viesen afectados por el cisma. Al menos en lo
            que concierne a Inglaterra, hay que advertir que los lectores de los largos
            poemas de Chaucer (1340-1400) y de Langland (1330?-1400) y de las reflexiones de Juana de
            Norwich (13421416) no pudieron pensar que la Iglesia atravesaba una crisis de
            gobierno sin precedentes. Sin embargo, el cisma influyó desde dos puntos de
            vista. Las órdenes religiosas centralizadas se dividieron en dos partes: el
            general de la orden o la casa madre estaban separados de la mitad de sus
            miembros. Con el tiempo se constituyó una organización doble en algunos
            sectores (como entre los frailes). En otros casos hubo una devolución de
            poderes. Así, en Inglaterra, los cluniacenses, los cistercienses y los
            premonstratenses estuvieron dirigidos algún tiempo por superiores ingleses o
            por casas inglesas importantes (por ejemplo, Welbeck).
            En cuanto se restableció la unidad, los frailes tuvieron dificultades para
            volver al estado anterior. Pero las órdenes más antiguas y menos rigurosamente
            centralizadas tendieron a estabilizarse en grupos nacionales. Otra consecuencia
            general del cisma fue la desvalorización de los privilegios y exenciones. El
            motivo fue la liberalidad con que los papas concedieron favores a cambio de
            dinero contante. La disciplina monástica y eclesiástica sufrieron las consecuencias
            y nunca pudo recobrarse del todo el terreno perdido.
             Al favorecer la relajación de la
            disciplina espiritual y al mantener e incluso aumentar la carga de los
            impuestos pontificios, el cisma hizo aún más necesaria la reforma en la cumbre
            y en la base de la Iglesia. Esta exigencia fue aumentando con el paso de los
            años y alcanzó su apogeo en la primera fase del Concilio de Basilea. La
            lección que Europa pudo aprender de la «época conciliar» es que los concilios
            eran incapaces de satisfacer la exigencia de reforma y los papas no estaban
            dispuestos a darle respuesta.
                 
             CAPITULO III
                 EL SIGLO XV
                 
             1. Repercusiones del cisma
                 
             La larga debilitación del papado y el
            desarrollo de las teorías políticas de la época conciliar tuvieron una
            consecuencia tan importante como funesta: el poder secular afianzó su control
            sobre las Iglesias nacionales. Este fenómeno adoptó formas diversas en los
            distintos países.
                 Hemos visto que, tras la conquista
            normanda, surgió en Inglaterra un largo conflicto que enfrentó a los reyes y
            sus gobiernos (partidarios de la costumbre antigua de que la corona controlase
            las elecciones, excomuniones y directivas pontificias) con algunos
            eclesiásticos que se ajustaban al derecho canónico. A fines del siglo XII, la
            Iglesia se adhirió, en el plano teórico, a las tesis del papado. Excepto en lo
            relativo a algunos puntos secundarios, se admitió que el derecho canónico y las
            decretales obligaban al clero inglés y estaban sancionados por los tribunales
            ingleses. Esto no significa que no se encontrasen resistencias. A partir del
            reinado de Eduardo I (1272-1307), el trono y el parlamento protestaron a
            menudo contra las exacciones y las provisiones pontificias. Este movimiento
            alcanzó su apogeo con el estatuto de los provisores (1351) y el Praemunire (1353), que prohibieron a los ingleses aceptar
            de Roma un beneficio, recurrir a la Sede apostólica en los procesos que se
            seguían en Inglaterra y aceptar las bulas pontificias. Estas leyes fueron
            reiteradas en 1380. Se prohibió sacar del reino sumas de dinero destinadas al
            papa. Es verdad que estas medidas fueron ante todo defensivas y las adoptó el
            gobierno para calmar el descontento de la opinión pública, para disuadir a Roma
            de toda tentativa, de explotación y para colocar al rey en posición favorable a
            la hora de negociar. Era un modo de replicar a la Clericis laicos, pero no resolvía el problema de la relación entre los dos
            poderes. Estas medidas tuvieron escasos efectos prácticos inmediatos. No iban
            dirigidas contra la autoridad espiritual del papa; pero eran bastante atrevidas
            y ejercieron cierto influjo en el continente.
             Como ya se ha dicho, la Iglesia de
            Francia abandonó la obediencia de los papas de Aviñón en 1398. Luego la
            reanudó, para abandonarla otra vez en 1403 y restablecerla finalmente en 1406.
            Esta política no duró. En 1406, un concilio dominado por la Universidad de
            París —con portavoces como Pedro le Roy, abad de Mont Saint-Michel, y Juan Petit— tomó decisiones
            importantes, que fueron sancionadas por Carlos VI en 1407. Declaró inadmisibles
            las provisiones pontificias, la percepción de las anatas, las procuradurías,
            los ingresos percibidos en caso de vacantes, los diezmos y otros impuestos. El
            concilio afirmó de nuevo la plena obediencia debida al papa como soberano
            espiritual de la Iglesia, excepto en un punto muy importante: puso la autoridad
            del concilio general por encima de la que corresponde a los decretos
            pontificios. Con razón se ha dicho que esta afirmación señalaba el comienzo del
            galicanismo. Se apoyaba teóricamente en dos postulados: el primero consistía en
            que el rey de Francia había disfrutado desde tiempo inmemorial de ciertos
            derechos de impuestos, rentas y designación en la Iglesia de Francia; el
            segundo era que la autoridad pontificia estaba limitada por el derecho canónico
            considerado antiguo, que se fundaba sobre todo en decisiones conciliares. El
            rey sacaba provecho del primer postulado. De hecho ejercía su control sobre la
            administración y las finanzas de la Iglesia. La libertad resultante para la
            Iglesia galicana se basaba en el nuevo postulado de que las decretales y las
            bulas pontificias eran inválidas si contradecían o rebasaban los decretos
            conciliares o el derecho canónico anterior a Graciano. El corolario que se
            deducía de esto (es decir, que las declaraciones pontificias sólo eran
            irreformables e infalibles cuando las aceptaba un concilio general)
            representaba una extensión del principio según el cual las decisiones
            conciliares constituían la autoridad suficiente e incontestable.
             Esta postura era insostenible desde
            el punto de vista histórico, canónico y teológico. El hecho de que se adoptase
            y se mantuviese con éxito se explica por el desarrollo del espíritu nacional
            explotado por la monarquía, por las dificultades en que se hallaba el papado
            durante el gran cisma y por el influjo de una doctrina disolvente que se
            extendió a todos los niveles y que se remontaba a Marsilio de Padua, a Guillermo de Occam y a sus discípulos.
             Los acuerdos de 1406-1407 caducaron
            pronto. Martín V procuró reafirmar los derechos pontificios que admitía toda la
            Iglesia. En Francia, el rey y la Universidad estaban dispuestos a disminuir
            sus exigencias para obtener una ventaja inmediata. En la asamblea del clero en Bourges se elaboró un reglamento de mayor duración, que fue
            ratificado inmediatamente por la «pragmática sanción» de 1438. Este texto no
            es tan revolucionario como se ha creído. Seguía en general las declaraciones
            del Concilio de Basilea y se esforzaba por restablecer el estado de cosas que
            existía antes de la llegada de los papas a Aviñón. Puede resumirse del
            siguiente modo:
             1) Se aprobó el decreto Frequens (que
            imponía un concilio cada diez años) y se afirmó la superioridad del concilio
            sobre el papa, con el corolario de que el rey de Francia no estaba sometido a
            ninguna autoridad superior en el campo político.
                 2) Las elecciones y colaciones
            de beneficios debían ser «libres» y corresponder a los mismos grupos y
            personas que en el pasado. Se admitían las reservaciones pontificias decididas
            por las decretales y por el Liber Sextus,
            pero no las que habían sido decretadas en fecha más reciente.
             3) Se abolían las anatas y los
            impuestos pontificios en general; pero se establecía una provisión para
            subvenir a las necesidades de Eugenio IV.
                 4) El procedimiento de apelación
            debía ser el que existía en la época de Bonifacio VIII. Todos los asuntos que
            se tramitaran en regiones situadas a más de cuatro días de viaje de la curia
            debían ser juzgados en el lugar mismo, excepto los casos graves fijados en los
            cánones y los asuntos concernientes a los obispados y a los monasterios
            exentos.
                 5) Diversos decretos de reforma
            reafirmaban el celibato, la obligación de residencia y de asiduidad de los
            canónigos al coro, etc.
                 La pragmática sanción de Bourges fue considerada como la carta magna de la Iglesia
            de Francia. Aunque combatida constantemente por el papado, siguió vigente hasta
            que fue abolida por Luis XI en 1461. Fue confirmada en el concordato pactado
            entre Francisco I y León X en 1516.
                 Es interesante comparar las
            soluciones que Francia e Inglaterra aportaron a los problemas que planteó el
            papado al reivindicar la soberanía universal en los asuntos temporales y
            espirituales. Las actas del Parlamento inglés siguieron en vigor en el plano
            político. Fueron un arma para el rey y para el Parlamento; de ello resultó un
            acuerdo que satisfizo a las dos partes. Los prelados y las asambleas diocesanas
            nunca reconocieron explícitamente la legislación antipontificia,
            que en la práctica no llegó a aplicarse. Por el contrario, el movimiento
            francés recibió fundamentos teológicos y terminó en una alianza del clero y del
            rey contra el papa y la curia.
             En Alemania, tras largas
            negociaciones, se llegó al concordato de Constanza (1418), que después de
            muchas dificultades y discusiones fue renovado en sus puntos esenciales en el
            concordato de Vienne (1448). Fundamentalmente, estos concordatos fueron una
            vuelta, con algunas excepciones, al statu quo tal como lo entendía el papado.
            Las reservas pontificias se redujeron al número de las existentes en el siglo
            XIII. Se restablecieron las elecciones canónicas y los beneficios no electivos
            pasaron a depender alternativamente del papa y de la autoridad ordinaria.
            Algunos se reservaron a los maestros en artes.
                 
             2. El papado del Renacimiento
                 
             Con los nuevos criterios que dominan
            desde el siglo xix tanto la historia general como la de la literatura, se ha
            discutido el significado de los términos Renacimiento y Humanismo y sus
            relaciones con la cultura medieval y con la fe religiosa del siglo xv. Pueden
            establecerse realmente divisiones cronológicas, aunque la historia es algo más
            que una mera compilación de hechos y datos. Sin embargo, historiadores de todos
            los países han criticado recientemente las definiciones y divisiones
            excesivamente rígidas. Es evidente, por ejemplo, que los gérmenes e incluso las
            primeras flores del Renacimiento y de la Reforma son visibles desde 1350, por
            no hablar de un «renacimiento» y un «humanismo» aún más precoces en los siglos
            XI y XII. La era «moderna» emerge de diversos modos en la época de Dante,
            Petrarca, Occam, Marsilio y Boccaccio. Desde otro punto de vista, muchos rasgos
            característicos de la Edad Media sobrevivieron al menos hasta 1650.
            Paralelamente, no se puede mantener la identificación que se hacía en el siglo
            xix entre el humanismo italiano y el liberalismo religioso o incluso el libre
            pensamiento. En el campo del sentimiento religioso y de la teología es fácil
            advertir en los siglos xv y xiv signos precursores de la Reforma y de la
            Contrarreforma. Lo que a veces se llama el espíritu y la piedad de la Contrarreforma
            no es más que la evolución natural de prácticas e ideas de la Italia y la
            España medievales. Como ya hemos subrayado, fue en el siglo xv cuando los
            grandes grupos nacionales de Europa manifestaron con claridad sus perspectivas
            divergentes en todos los campos de la vida y del pensamiento humanos.
             Sin embargo, se produjo un profundo
            cambio en la actitud frente a la vida (si nos limitamos casi exclusivamente a
            Italia). El individualismo, el interés por los individuos, el interés del
            individuo por sí mismo, por sus realizaciones y su gloria póstuma; el goce de
            la belleza física, literaria y artística, considerada como un coronamiento más
            que como una ilusión; el interés por el hombre y sus obras, por la belleza
            natural, por el arte de vivir más que por la huida de un mundo pasajero y
            engañoso son rasgos característicos del hombre nuevo: hombre de gustos
            refinados, de espíritu frío y cultivado, artista, arquitecto, pintor o
            escultor, hombre «universal», sano y completo de cuerpo y de espíritu; hombre
            que triunfa, que posee la virtú, que destaca por sus cualidades intelectuales más bien
            que por su fuerza física o espiritual. Pero en todo esto, Italia fue muy
            distinta al resto de Europa.
             Los historiadores siguen discutiendo
            sobre la relación u oposición que existe entre el humanismo y la religión. A
            pesar del paganismo sofisticado de algunos eruditos, a pesar de las refinadas
            traiciones, los crímenes y los vicios en que fueron pródigas las personas de
            alto rango, las clases medias y bajas de la sociedad italiana continuaron
            siendo lo que habían sido: algunas personas piadosas, muchas gentes aficionadas
            al mundo y muchísimas supersticiones hasta la extravagancia. Hubo también
            hombres de talento y genio. Los miembros de la academia platónica de Florencia,
            como Marsilio Ficino y Pico
            de la Mirándola, enaltecieron este «humanismo devoto» que quizá habría
            caracterizado al siglo siguiente si Lutero y Calvino no hubiesen modificado el
            curso de los acontecimientos.
             En todo caso, la Italia del norte y
            del centro fue en el siglo xv un foco de pasiones humanas y políticas, un
            esplendor de colores brillantes, un terreno fértil en genios, una encrucijada
            de culturas y civilizaciones que no tiene equivalente en la historia de la
            Europa occidental. Esta sociedad estaba dividida en varios centros
            independientes, cada uno de los cuales incluía en su órbita a grupos diversos.
            No existía ninguna institución, disciplina ni persona que pudiera dominar el
            conjunto o imponerle una unidad. Por eso todo resumen y toda descripción
            resultan inadecuados. Fue una desgracia para la Iglesia que el clero, y sobre
            todo la corte pontificia, representasen todos los aspectos, los buenos y los
            malos, de la vida social de esa época y que los grandes personajes de la
            Iglesia fuesen también hijos de la luz y de las tinieblas, incapaces de
            transmitir el mensaje evangélico con la claridad ejemplar que habría sido
            necesaria para impedir la revolución que iba a estallar en seguida.
                 El contraste entre el humanismo
            italiano y el alemán es muy conocido. En Italia, el humanismo fue ante todo
            literario e imitativo. Tuvo como objetivo la recuperación de obras maestras
            latinas —y más tarde griegas— perdidas o descuidadas
            y reproducir su estilo y versificación en obras que querían manifestar el
            renacimiento de las letras después de un largo intervalo de semibarbarie.
            El humanismo alemán se preocupó más bien por la gramática y la filología; se
            interesó por el hebreo tanto como por el latín y el griego. Cicerón fue el
            único modelo de Valla y de Bembo; en cambio, Erasmo prefería el estilo más
            alerta y familiar de Plauto y de Terencio. Mientras
            los eruditos italianos de las generaciones siguientes editaron textos clásicos
            y estudiaron a Platón, los nórdicos fijaron su atención en los Padres y
            escudriñaron las Escrituras. Italia buscó la belleza visual en todas sus
            formas. Persiguió el ideal humanista del individuo rico en talentos variados,
            del hombre que lleva una vida plena de experiencias y actividades y busca la virtú y la fama póstuma. Los nórdicos vivieron como
            sedentarios, manteniendo ásperas controversias y tratando de volver al
            cristianismo puro de la Iglesia primitiva. El contraste no debe exagerarse,
            pero es real.
             Los eruditos del norte y de Italia
            podían experimentar una simpatía recíproca y entenderse los unos a los otros.
            Los nórdicos dieron pruebas en muchos casos de madurez y de originalidad
            similares a las de los italianos; tal fue el caso de Nicolás de Cusa, Reuchlin y sobre todo Erasmo. Pero, al menos en el período
            que estudiamos, no hubo en el norte un verdadero «renacimiento» de la vida
            social y de la cultura. Los grandes personajes y, a fortiori, los de menor
            importancia eran descendientes directos de sus predecesores medievales. Sólo
            les distinguía de ellos una erudición nueva y una hostilidad más acusada contra
            los monjes, los frailes y la curia. Sin embargo, Nicolás de Cusa (1401-1464)
            constituye una excepción entre los últimos humanistas alemanes. Vivió en
            constante relación con los italianos y con el papa. Sus intereses intelectuales
            se orientaron cada vez más hacia el neoplatonismo. Tendió así un puente entre
            Italia y Alemania con su aspiración a armonizar la filosofía y la teología y
            (hacia el fin de su vida) a restaurar el poder pontificio. Nicolás de Cusa se
            distingue de sus colegas cardenales por su esfuerzo en establecer las bases
            metafísicas racionales de la fe, por el deseo de armonizar Aristóteles y Platón
            y por su celo reformador. Pero se parece a ellos por su afán de honores, su
            autoritarismo en las controversias y su afición al lujo.
             El regreso del papado a Roma en 1417
            al acabar el gran cisma habría abierto de todos modos un capítulo nuevo de la
            historia pontificia. La restauración del gobierno pontificio coincidió con el
            desarrollo de un gran movimiento cultural e influyó decisivamente en la
            historia política de Italia. Comenzó una época que sólo acabó con una serie de
            catástrofes, la primera de las cuales fue anunciada por la aparición de Lutero,
            exactamente cien años más tarde.
                 En lo que concierne al papado, el período se caracterizó esencialmente por
            el hecho de que la Santa Sede estuvo cada vez más implicada en las violencias
            políticas de Italia y los eclesiásticos italianos participaron en lo que se
            llama el Renacimiento italiano. Estos dos factores iban a disminuir la fuerza
            espiritual y moral de la curia y a aminorar notablemente su prestigio.
                 Durante el largo período en que no
            había habido gobierno pontificio directo, el horizonte político de la
            península italiana se había ensombrecido. La Italia dirigida por un poder pontificio
            central, preocupado principalmente por contener y rechazar al emperador alemán
            al norte y a los príncipes angevinos al sur, había dado paso a un mosaico de
            Estados, grandes o pequeños, gobernados casi todos por señores que se habían
            convertido paulatinamente en déspotas, con el nombre de duques o de príncipes,
            o por individuos influyentes o, como en Venecia, por pequeñas oligarquías. En
            Italia central existía el vacío constituido por los Estados pontificios, unas
            veces dominados, otras rebeldes, otras reclamados por algún legado. Cuando
            Martín V regresó a Italia, su primera tarea fue asumir de nuevo el control de
            sus territorios y reorganizar el sistema de impuestos. Tuvo éxito y, a su
            muerte, el papado era rico y solvente. Durante su pontificado y el de sus
            sucesores, el papado fue una potencia influyente que separaba a Nápoles de los
            tres grandes Estados del norte: Florencia, Milán y Venecia. Para salvaguardar
            sus legítimos intereses tuvo que desplegar una diplomacia activa. Pero, poco
            antes de 1500, varios pontífices, llevados por su temperamento personal o por
            sus ambiciones dinásticas, se vieron arrastrados a aventuras y enredos
            políticos e incluso militares que pusieron a la Santa Sede en una posición
            nueva: la de una potencia política que mantenía relaciones pacíficas o
            belicosas, de diplomacia o de discordia con todas las nuevas potencias
            nacionales de Europa y sin conexión alguna con su condición eclesiástica y
            espiritual.
                 El papado tuvo que contar también con
            el gran movimiento intelectual, artístico y psicológico llamado Renacimiento
            italiano.
                 Distinto del desarrollo progresivo de
            las artes y de la civilización, que tuvo lugar en los siglos XII y XIII, este
            movimiento manifestó dos aspectos nuevos desde mediados del siglo xiv. Ante
            todo, un interés nuevo y una nueva actitud respecto a las acciones y emociones
            del individuo considerado precisamente como un ser vivo y no como un alma que
            merece o pierde la vida eterna. Después, un interés nuevo, a la vez causa y
            efecto del primero, por las obras maestras literarias y artísticas de la
            civilización clásica: se creía que tales obras manifestaban y favorecían la expresión del genio de la naturaleza humana,
              tanto en el pasado como en el presente.
               El restablecimiento del papado en Roma
            y la disminución progresiva de la concurrencia conciliar tuvieron como
            resultado convertir a Italia en el polo de Europa, en el momento preciso en que
            ésta aparecía como el centro de la civilización europea y el punto de cita de
            multitud de genios. El culto de la literatura antigua y la producción de obras
            maestras artísticas habían comenzado en el siglo xiv con Petrarca, Boccaccio, Giotto, Simone Martini
            y Juan de Pisa. El progreso artístico iba a continuar durante casi tres siglos.
            La pintura y las artes figurativas fueron el único campo de creación en el que
            se realizó la transición, en el siglo xiv, entre el mundo medieval y el
            moderno.
             La aparición de la gran literatura en
            lengua vulgar y de la pintura —primero al temple, luego en madera y en lienzo—
            como artes nobles no tuvo quizá más influencia en la sociedad que la aparición
            de cualquier escuela literaria o pictórica. Igualmente, el primer humanismo
            —con su búsqueda de manuscritos latinos y su afán por la pureza estilística— no
            entrañaba el riesgo de modificar las concepciones doctrinales de quienes se
            consagraban a tales menesteres. Pero cuando fueron redescubiertos la literatura
            y el pensamiento griegos, cuando se buscó la belleza en todas sus formas,
            cuando la Antigüedad clásica pagana se convirtió en modelo en todos los campos
            de la vida y cuando se desarrolló la técnica de la crítica literaria e
            histórica, se hizo evidente que toda esta corriente competía con los ideales y
            las convenciones de los «siglos de fe», es decir, de la Edad Media.
                 Al principio, la curia aceptó el
            mundo nuevo sin juzgarlo. Grandes humanistas como Poggio Bracciolini y Eneas Silvio Piccolomini fueron secretarios pontificios. Fuera cual fuese su moralidad, sus creencias
            religiosas fueron generalmente ortodoxas. Eugenio IV —sin ser un esteta— fue
            celebrado por Benozzo Gozzoli y otros varios. Sin embargo, cuando el Renacimiento se aceleró y comenzó a
            modificar a la sociedad, el papado tuvo que adoptar una actitud precisa. El
            papa Nicolás V, que con el nombre de Tommaso Parentucelli había sido un erudito y un humanista entusiasta, dio un paso decisivo: resolvió
            adueñarse del espíritu de la época, en provecho del papado, haciendo de Roma
            la capital cultural de Italia. Se rodeó de un grupo de notables eruditos, entre
            los que se hallaban Poggio, Filelfo y Lorenzo Valla. Emprendió además dos proyectos de importancia duradera. El
            primero fue el de transformar la pequeña biblioteca pontificia en una gran
            colección de manuscritos latinos y griegos, primera etapa del movimiento que
            llevó a atesorar obras y objetos preciosos, curiosos y bellos en las salas del
            Vaticano. El segundo fue el de reconstruir San Pedro, el Vaticano y la misma
            Roma con una magnificencia inigualada. Nicolás V llamó a Roma a Fra Angélico y a Benozzo Gozzoli. Les hizo rehacer el plano de la ciudad leonina
            sobre un esquema que ha seguido siendo el mismo hasta la época actual. A
            Nicolás V le sucedió Calixto III (1455-1458). Interrumpió e incluso deshizo
            una parte de aquella obra, pero los planes subsistieron y dieron frutos
            después. Calixto fue elegido porque era un personaje insignificante y porque
            los partidos veían en su elección un modo de resolver sus dificultades. Dio al
            papado del siglo XV sus rasgos más funestos; era español y fue el primero de los Borgia. Nombró cardenales a dos de sus sobrinos y al
            tercero lo designó prefecto de la ciudad y vicario de Terracina y Benevento. Al morir Calixto se reunió un cónclave para elegir a otro tertius gaudens. Esta
            vez no fue una elección ordinaria. Eneas Silvio Piccolomini,
            Pío II (14581464), enalteció su época como Inocencio III la suya. Hábil
            diplomático y escritor de talento, hizo olvidar su juventud licenciosa, pero
            siguió siendo un jefe temporal más que espiritual. Había pertenecido durante
            mucho tiempo al partido conciliar; sin embargo, siendo pontífice publicó la
            bula Exsecrabilis (1460), que reafirmaba la supremacía pontificia. En su diario y en su
            autobiografía mostró un talento que le ha valido en el curso de los siglos la
            atención y el afecto que no merecía su actuación como pontífice. Su diplomacia
            contribuyó a afianzar la reputación de la curia. No obstante, fracasó por
            completo su intento de organizar una cruzada contra los turcos. Su sucesor
            Paulo II (14641471), sobrino de Eugenio IV, era un autócrata moderado. Se
            granjeó la antipatía de los humanistas, pero agradó al pueblo de Roma por sus
            carnavales y su política de construcción. Mandó despejar la plaza de Venecia y
            construir el palacio del mismo nombre donde residió. Le sucedió Francisco della Rovere, que tomó el nombre
            de Sixto IV (1471-1484). En el momento de su elección era general de los
            franciscanos. De origen modesto, se había dado a conocer como erudito y
            predicador. Fracasó varias veces en su intento de organizar una cruzada contra
            los turcos y dio el paso decisivo de transformar la monarquía pontificia en una
            gran potencia italiana. En tal empresa empleó a varios de sus sobrinos como
            lugartenientes. Dos fueron cardenales, de escasa moralidad y enteramente
            desprovistos de vida espiritual; otros tres fueron laicos. Aplicaron con
            habilidad la política exterior del papa y, de ese modo, mantuvieron a Italia en
            estado de agitación permanente. Sixto IV fue un generoso mecenas para los
            artistas. Hizo construir la capilla de fama mundial, llamada precisamente «Sixtina».
            Para decorarla reclutó una pléyade de genios: Ghirlandaio,
            Botticelli, Perugino, Pinturicchio y Melozzo da Forli. Hizo
            construir —o al menos comenzar— varias iglesias, entre las que figura la de
            Santa María della Pace. Sixto IV aparece, lo mismo
            que su bibliotecario Platina, en los frescos de Melozzo.
            A su muerte fue elegido Battista Cybó,
            que tomó el nombre de Inocencio VIII (1484-1492). En su pontificado disminuyó
            rápidamente la reputación de la Sede apostólica. El papa reconoció a un hijo y
            una hija ilegítimos, que había tenido antes de ser sacerdote. Celebró el
            matrimonio de su nieta con un banquete al que —por primera vez en la historia
            pontificia— asistieron mujeres. La corrupción y la compra de cargos en la curia
            se hicieron frecuentes. Abundaron las bulas falsas y los falsos privilegios.
            Sixto IV e Inocencio VIII crearon numerosos cardenales entre sus parientes y
            partidarios. El colegio se compuso de hombres ambiciosos y ricos, divididos en
            bandos que prolongaban las intrigas pontificias en la ciudad y sus alrededores.
            Inocencio murió poco después de la conquista de Granada por los Reyes Católicos
            y poco antes del descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492, año en
            que se suele situar el comienzo del mundo moderno. Después del cisma, los papas
            habían dado al papado todos los rasgos que iban a caracterizarlo en los
            cuarenta años siguientes: intrigas políticas, objetivos temporales, corrupción,
            relajación moral, preocupaciones dinásticas. Residieron en una ciudad que no
            cesaba de atraer a los mayores artistas del mayor siglo del arte europeo. A
            fines del siglo xv ocupaba el trono pontificio Alejandro VI (1492-1503).
             
             CAPITULO IV
                 LA VIDA MONASTICA Y REGULAR DE LA
            BAJA EDAD MEDIA (1216-1500)
                 
             Ya hemos esbozado el curso de la
            historia de la vida monástica y regular hasta fines del siglo xn. Con frecuencia se ha escogido el IV Concilio de Letrán
            para señalar el comienzo de un período nuevo. No trató de realizar, y de hecho
            no realizó, una reforma espiritual de los monjes y canónigos; pero tomó medidas
            y fijó sanciones canónicas que resultaron duraderas. Aplicó a todos los
            religiosos las innovaciones disciplinares tan eficaces de los cistercienses.
            Las dos órdenes regulares más antiguas, los benedictinos y los canónigos
            regulares, formaron entonces grupos provinciales —unidad de administración y de
            inspección— gobernados por capítulos que se reunían cada cuatro años, según el
            modelo de las asambleas del Císter y de los premonstratenses. Otro canon afirmó
            el derecho y el deber del ordinario —normalmente el obispo— de inspeccionar las
            casas religiosas no exentas. Más tarde, un decreto impuso a todos los
            superiores la obligación de presentar las cuentas de su casa ante el capítulo
            anual y de obtener el consentimiento del capítulo para todos los gastos
            importantes. Fueron decretos de reforma necesarios y útiles; pero concernían a
            la administración más que a la vida espiritual. No se aplicaron rigurosa ni
            universalmente. Parece que Inglaterra conservó más trazas de este movimiento
            que ningún otro país.
             Prescindiendo de las cuestiones de
            disciplina interna, los monjes y los canónigos entraron en el siglo XIII en un
            nuevo período: la vida canónica, monástica y regular, que durante tantos
            siglos había sido considerada como la única manera de seguir los consejos
            evangélicos mediante una existencia consagrada solemnemente a Dios, encontró un
            émulo en la vida que llevaban los frailes. Como los cistercienses y los
            premonstratenses habían acaparado muchas fuentes de reclutamiento que antes
            habían estado en manos de los benedictinos y de los canónigos regulares, los
            frailes rivalizaron a su vez con los monjes y los canónigos. Además, las
            Universidades, al ir cobrando auge, atrajeron a un nuevo tipo de candidatos:
            los jóvenes inteligentes interesados por el estudio. Los adolescentes bien
            dotados frecuentaban las Facultades de Letras desde los trece años; luego
            comenzaban una carrera administrativa o universitaria. Así ocurrió hasta la
            llegada de los frailes. Entonces esos mismos alumnos se hicieron frailes. El
            desarrollo de la enseñanza superior en Europa, donde prevalecía la lógica,
            seguida por el derecho y la teología, dio el golpe de gracia a la antigua
            enseñanza literaria y humanista que se impartía en el claustro. La edad de la
            cultura monástica había pasado ya. Entre el Concilio de Letrán y la aparición
            de los humanistas del siglo XV, las Universidades y las escuelas de los
            frailes dentro de las Universidades fueron los focos de la vida intelectual. El
            fenómeno fue tan evidente y la acusación de ignorancia pesó tan duramente
            sobre los monjes, que también ellos empezaron a frecuentar las Universidades
            hacia fines del sigloXIII. El movimiento fue probablemente
            beneficioso y ciertamente era necesario. Pero la vida universitaria no podía
            satisfacer a la mayoría de los monjes y de los canónigos regulares, ni como
            carrera ni como ocupación intelectual. Entre los grandes escolásticos no figura
            el nombre de ningún monje.
               En general, las órdenes antiguas
            continuaron su desarrollo durante el siglo XIII. Hubo abades destacados y
            escritores espirituales notables. En el noroeste de Europa, los monjes, como
            propietarios de tierras, aprovecharon el desarrollo de la economía y explotaron
            ellos mismos sus campos. La regresión general de este sistema de explotación,
            tal como se había practicado en el siglo XIV, se acentuó por la gran peste y
            por sus consecuencias sociales y económicas. Esto produjo una lenta evolución.
            Las órdenes más antiguas, como los cistercienses, que contaban ya con escaso
            número de hermanos legos —que además eran ineficaces desde el punto de vista
            económico—, llegaron progresivamente a un sistema económico basado en el
            arrendamiento y la renta. En el siglo XV casi todas las órdenes eran
            «rentistas» que vivían de las rentas e ingresos espirituales de sus dominios.
                 También hubo una lenta evolución
            dentro del claustro. En el siglo XI, la vida monástica había sido esencialmente
            litúrgica. El monacato benedictino y cisterciense continuó dando importancia
            capital a este elemento. Pero los hombres de administración y de estudio
            empezaron a encontrar excesivamente corta la jornada de trabajo. Se redujo una
            parte de las salmodias adicionales. En lo relativo al régimen alimenticio, la
            abstinencia absoluta —aunque en algunas regiones no excluía las aves— había
            sido siempre difícil de observar. En general se adoptó un sistema de rotación
            que permitía compartir la mesa del abad o comer en la enfermería. En el siglo
            XIV, la institución del «refectorio para la carne» se hizo corriente. Los
            frailes asistían por turno, en tanto que el menú regular se servía en el
            refectorio principal. Estas innovaciones y varias otras fueron codificadas e
            impuestas al mundo monástico europeo por una serie de constituciones publicadas
            por el papa Benedicto XII, que había sido cisterciense. Las «constituciones
            benedictinas», promulgadas para los «monjes negros» (1336), y otros decretos
            similares, destinados a los «monjes blancos» y a los canónigos (1335 y 1339),
            fueron esencialmente una «puesta al día» que legalizó algunas mitigaciones
            (por ejemplo, en materia de abstinencia de carnes), incitó a frecuentar la
            Universidad y prohibió las violaciones más flagrantes de la pobreza personal y
            de la obediencia religiosa. Representaron el último proyecto reformador de la
            Iglesia emprendido a nivel global por el papado de la Edad Media. No tuvieron
            éxito duradero; la relajación fue cada día más habitual. Durante los cincuenta
            años del gran cisma, los papas rivales, que andaban mal de fondos, vendieron a
            los religiosos dispensas de todas clases. El espíritu de la época tendió a
            transformar todos los oficios en beneficios. Los superiores gozaron durante
            mucho tiempo de ingresos particulares y vivían en apartamentos separados de la
            comunidad. Poco a poco, los otros dignatarios de la comunidad obtuvieron,
            gracias a la costumbre o por un reparto en debida forma, la administración de
            algunas fuentes de ingresos y el uso de apartamentos y servidores particulares.
            Para sus necesidades cotidianas, los frailes, que hasta entonces lo tenían todo
            en común (alimento, vestidos y medicinas), recibieron una suma individual y
            anual llamada los «sueldos», con la que se podían procurar las especias (el
            equivalente de la confitería moderna, del tabaco y de los productos
            farmacéuticos) y los libros. De este modo, incluso las casas que seguían la
            observancia más regular comenzaron a parecerse a instituciones colegiales.
                 La disminución progresiva del ritmo
            de la vida monástica se acentuó por los desastres públicos y por los abusos.
            Hay que mencionar las grandes pestes; supusieron una tasa de mortandad que
            osciló entre el 10 y el 50 por 100 en las comunidades grandes e hicieron que
            desaparecieran por completo numerosas comunidades pequeñas. Hay que mencionar
            también las guerras de esta época, en particular los saqueos y destrucciones
            que caracterizaron la Guerra de los Cien Años y de los que fueron responsables las
            grandes mesnadas en Francia. Advirtamos, en fin, el abandono de las tierras
            debido a la inflación y a la falta de mano de obra, como en Italia. Entre los
            abusos, el mayor fue la plaga de la encomienda. Como hemos visto, se trata de
            una antigua institución, de la que ya se había hecho mal uso en épocas
            anteriores. En el período siguiente a la reforma gregoriana había dejado
            prácticamente de existir; pero se volvió a ella para proporcionar empleo y
            medios de vida a los prelados que habían tenido que dejar su sede de Oriente
            Medio. Se renovó a gran escala durante el período del papado en Aviñón. Sirvió
            para compensar a cardenales y otros dignatarios de la pérdida de sus rentas de
            Italia y, en general, para sostener la burocracia. Durante el cisma, los papas
            rivales se sirvieron de ella para recompensar a sus partidarios y conservar su
            adhesión. Los reyes de Francia y príncipes de menor importancia en Italia y en
            otros países recurrieron a ella. En los concordatos de la época conciliar, Roma
            renunció a veces a las encomiendas en favor de los monarcas. Casi universal en
            Francia, Italia y España, fue rara en los países alemanes e inexistente en
            Inglaterra durante el período de que hablamos.
            Consistía habitualmente en sustituir al abad por una autoridad titular y
            ausente, que podía ser un obispo u otro prelado y, más tarde, con frecuencia,
            un laico. El titular conservaba el cargo durante toda su vida. Disfrutaba al
            menos de la renta anual que antes se asignaba al superior de la casa. Un
            titular sin escrúpulos podía sacar mucho más dinero y contribuir a arruinar la
            casa. Esta estaba gobernada por un prior, a veces nombrado por el abad
            comendatario, que no gozaba del prestigio inherente al superior consgrado
            según la Regla ni de la autoridad necesaria para grandes tareas espirituales o
            materiales. En algunos casos excepcionales, el titular vejó sumamente a la
            comunidad monástica haciéndole pasar hambre y maltratando a los monjes o, como
            en Escocia a fines del siglo XV, teniendo su morada señorial dentro del monasterio.
            En los siglos XIV y XV todas estas calamidades, así como la decadencia general
            y secularización de la vida religiosa en muchos campos, tuvieron graves
            consecuencias. El fervor y la observancia de la Regla descendieron de manera
            general, aunque no universal. En las regiones rurales, muchas casas llegaron a
            parecerse a grandes granjas o a pequeñas casas señoriales. Algunas fueron
            abiertamente escandalosas, oponiéndose a toda disciplina regular. Como
            carecemos de estadísticas, no es posible evaluar con exactitud la situación en
            todos sus aspectos, buenos y malos. Pero, en general, las casas mayores y más
            famosas fueron las más respetables. Francia fue quizá el país que más sufrió
            desde el punto de vista económico. En Alemania y en algunas regiones de Italia
            hubo graves escándalos. Exenta de la encomienda francesa y de los privilegios
            aristocráticos de Alemania, Inglaterra ofrecía probablemente mejor aspecto,
            aunque no fuese ejemplar.
             Otro abuso, muy corriente en el
            Imperio alemán, fue que las puertas del monasterio sólo se abrían a quienes
            pertenecían a la nobleza o a los aspirantes que tenían blasón. Este
            exclusivismo se manifestó con más rigor en los conventos de mujeres. El modo
            de reclutar a las candidatas acentuó aún más el carácter secular de esas casas.
            Algunas relaciones de las visitas de inspección revelan la existencia de
            comunidades en las que la mezcla de la vanidad aristocrática, de la tristeza y
            del histerismo causaban graves desórdenes.
                 Cuando comenzó a decrecer el número
            de los que se sentían atraídos por una vida monástica rigurosa y cuando las
            casas religiosas fueron más numerosas de lo que exigía la cantidad de
            vocaciones, no se pudo evitar que la vida claustral consagrada, que había sido
            una vocación profunda, se convirtiera en una simple carrera que abrazaban las
            personas atraídas por una existencia reglamentada y pacífica, estudiosa y
            devota. La Edad Media vio un cambio progresivo, pero no universal, en la clase
            social de los candidatos a la vida monástica. En 1100, la gran abadía reclutaba
            sus miembros entre los propietarios feudales, muchos de ellos llegados de
            lejos. En el siglo XV, los monjes pertenecían en gran mayoría a la clase de los
            pequeños colonos o de burgueses que habitaban en los alrededores o en las
            tierras de la abadía. En lo referente a las mujeres, la vocación sincera fue
            aún más rara. Las monjas de la Europa medieval —aunque esto pueda sorprender—
            fueron menos numerosas que los monjes. Casi todas procedían de la alta sociedad
            o de la burguesía rica. En esas clases sociales, una hija soltera resultaba
            una carga molesta. Había, pues, motivos suficientes para procurarle una vida
            confortable en un convento.
                 Cuando el punto de saturación de la
            situación económica y espiritual se alcanzó a fines del siglo XIII en todos los
            grandes países de Europa y los frailes influyeron poderosamente en las clases
            que no habían solido ingresar en los monasterios, no hubo más lugar para nuevas
            instituciones monásticas. Las óRdenes nuevas aparecieron en forma de grupos
            austeros dentro del mundo benedictino. Así, los silvestrinos,
            o benedictinos azules, fueron fundados en Monte Fano en 1231, debiendo su
            nombre a su fundador Silvestre Guzzolini. Los
            Celestinos, orden eremítica (1264), deben su nombre al que tuvo por poco tiempo
            su fundador, el desdichado Pedro de Morrone, que fue
            el papa Celestino V; los olivetanos, establecidos en
            Monte Oliveto, tuvieron por fundador a Bernardo Tolomei (1344). Todas estas órdenes tuvieron un éxito
            limitado. Sólo la primera y la última existen todavía.
             Entre todas las órdenes monásticas,
            los cartujos fueron los únicos que continuaron progresando lenta pero
            regularmente. Mantuvieron su observancia fervorosa durante toda la Edad Media.
            Al principio se establecieron en parajes deshabitados. A mediados del siglo xiv
            comenzaron a instalarse en el centro de las ciudades, en París, Colonia,
            Londres, en la célebre cartuja de la Salutación (1370). Al mismo tiempo se
            aceleró considerablemente el ritmo de su crecimiento. Fue el «siglo de los
            místicos» y también el de las grandes calamidades. En todo caso, a mediados del
            siglo XIV, la orden de los cartujos fue más numerosa (107 casas) y más
            adaptada a su ambiente que nunca. De sus filas salió Dionisio el Cartujano, uno
            de los mayores místicos de la Edad Media. Aparte de los cartujos, pocas órdenes
            emprendieron fundaciones nuevas después de 1300. Una notable excepción fue la
            rica y gran abadía de Sión, junto a Londres, fundada
            en 1415 por Enrique V para albergar a una numerosa comunidad de «brígidas» —orden sueca en su origen— y a sus confesores y
            capellanes. Estos últimos —como las comunidades urbanas de cartujos— se
            reclutaban en su mayoría entre los sacerdotes de la clase alta o de formación
            universitaria que tenían una «vocación tardía».
             Ya hemos hablado de los frailes
            durante el primer siglo de su expansión. A diferencia de los franciscanos, los
            dominicos siguieron siendo una sola orden; pero tuvieron que sufrir también la
            decadencia del fervor y catástrofes de mediados del siglo XIV. Disminuyeron
            las vocaciones, se multiplicaron los escándalos y se relajó la observancia de
            la pobreza. El número de dominicos canonizados y beatificados fue escaso. El gran
            cisma dividió a la orden, pero le proporcionó dos santos: Vicente Ferrer, un
            español que apoyó al papa de Aviñón y estuvo implicado en la acción diplomática
            en la corte de Aragón, y Catalina de Siena, terciaria dominica que participó
            aún más en defensa del papa romano. Santa Catalina es quizá la mujer y la santa
            más destacada de su época. De espíritu viril y extático, pero con un fondo de
            buen sentido y de inteligencia, escribió cartas que figuran entre las joyas
            más valiosas de la prosa italiana. Tuvo una brillante personalidad y manifestó
            un amor maternal a la «familia» de consejeros y de discípulos que la rodearon.
            Desempeñó en la historia de la época un papel importante, no tanto por su
            actuación directa sobre Urbano V como por formar un grupo de discípulos que
            propagaron por todas partes su espíritu de fervor y reforma. Entre ellos se
            cuentan Raimundo de Capua, que fue luego (1380)
            maestro general de la orden, y el beato Juan Dominici (luego cardenal), que, con Conrado de Prusia, fue el creador de la Observancia,
            casas de frailes que observaron estrictamente la Regla. En la siguiente
            generación, Fra Angélico de san Marcos, en Florencia,
            y san Antonino, discípulo de Dominici, pertenecieron
            a esas casas. El movimiento se extendió por Alemania y España, pero quedó
            localizado.
             Los franciscanos, que eran los más
            numerosos, sufrieron también las desdichas del tiempo. La condenación de los
            «espirituales» por Juan XXII —ese movimiento que careció de discreción y tuvo
            mala suerte— dejó largo tiempo el campo libre a los ortodoxos, que eran
            mayoría. Pero en Italia y en Provenza se dejaron sentir todavía como corrientes
            «espirituales». Sin embargo, antes de acabar el siglo reaparecieron las
            divisiones de la orden. En 1368 se emprendió una reforma de la misma. Se
            fundaron conventos de frailes «observantes». Después de lentos comienzos, los
            observantes formaron un cuerpo importante: primero en conventos dentro de la
            orden misma y luego en una orden separada bajo la autoridad del general de los
            franciscanos. Fueron observantes tres grandes santos del siglo XV: Bernardino
            de Siena, Juan de Capistrano y Jacobo de la Marca.
            Los observantes se distinguieron del resto de la orden por criticar con
            franqueza los hombres y las costumbres políticas y por seguir una observancia
            estricta.
             Es difícil emitir un juicio general
            sobre el estado de las órdenes religiosas durante los dos últimos siglos de la
            Edad Media. Es igualmente difícil determinar cuáles fueron su prestigio y su
            popularidad. Desde que se extendió la actividad literaria, los monjes fueron el
            blanco de los escritores satíricos. Su lujo y mundanidad, sus ricos hábitos y
            su alimentación copiosa inspiró —antes y después de Geraldo de Gales— a
            innumerables autores. Con Wicklef y sus imitadores,
            la crítica tomó un estilo más severo y amenazador. Pero es difícil distinguir
            entre las acusaciones contra las organizaciones existentes los ataques lanzados
            contra los principios mismos de la vida monástica. Una acusación se encuentra
            siempre en todos los observadores de la sociedad en su conjunto: los frailes
            eran innumerables y estaban en todas partes. Según la expresión de Chaucer, eran «tan numerosos como las motas de polvo en un
            rayo de sol». Su presencia en todas las esquinas de las calles y en todos los
            cementerios impacientaba sin duda a los observadores. Pero esto atestigua el
            hecho de que la vida —si no la vocación— de fraile ejercía aún gran atractivo.
            El fraile tomaba parte en los asuntos de la ciudad y gozaba del afecto de la
            gente sencilla de los mercados y arrabales.
             Aunque en el siglo XV las veleidades
            de reforma fuesen en general ineficaces, aparecieron nuevos centros de
            observancia. Se elaboró una nueva forma de institución monástica. Este
            movimiento sobrevivió a la gran ruptura de la Reforma e inspiró importantes
            instituciones de los tiempos modernos. Nos referimos al nuevo modelo
            representado por Santa Justina de Padua. Este antiguo monasterio cluniacense
            estaba en un avanzado estado de decadencia. En 1412, el canónigo veneciano
            Ludovico Barbo (1443) recibió de Gregorio XII el encargo de restaurar la
            abadía. Logró que la casa prosperase y reformó otros varios monasterios.
            Preocupado por evitar la plaga de la encomienda, Barbo creó una congregación
            cuya organización fue fijada definitivamente por Eugenio IV en 1431. No había
            un abad vitalicio y las casas no eran autónomas. La autoridad suprema era el
            capítulo general y el definitorio de nueve miembros, con plenos poderes
            legislativos y ejecutivos. Además, los definidores elegían a los abades, cuyo
            cargo duraba tres años, y a todos los dignatarios de los monasterios. En el
            intervalo de los capítulos, unos inspectores elegidos por los definidores
            aplicaban todas las decisiones de la autoridad. Los monjes pertenecían a la
            congregación y no al monasterio. Si los abades cumplían bien su cometido eran
            trasladados de una casa a otra a intervalos regulares. Esto suponía un cambio
            radical —algunos dirían una deformación— respecto al sistema de san Benito. El
            abad monárquico, padre vitalicio de todos sus monjes, era reemplazado por un
            titular provisional, nombrado por el capítulo general y cuyas actividades eran
            restringidas y controladas por un comité y por inspectores responsables ante
            el capítulo. Destinada a evitar la encomienda y quizá influida por el
            pensamiento medieval, esta constitución revolucionaria tenía su ascendencia
            espiritual en el sistema de los dominicos. Iba a tener porvenir mientras durase
            la encomienda. Los monasterios benedictinos de Italia aceptaron esta observancia
            y el sistema fue adoptado por la ferviente congregación de Valladolid, en
            España (1492). Cuando se agregó a él Montecassino, en
            1504, la congregación tomó el nombre de congregación de Montecassino.
            Muchas congregaciones nuevas de la Contrarreforma adoptaron sus principios.
             El celo conciliar produjo otras dos
            reformas. La primera se debió al Concilio de Constanza. El duque Alberto V de
            Austria eligió la antigua abadía de Melk, junto al
            Danubio, para convertirla en un lugar de observancia estricta según el modelo
            de Subiaco (1418). El movimiento se propagó por
            Austria, Baviera y Suabia y duró un siglo; pero nunca estuvo organizado con
            constituciones sólidas y desapareció en la época de la Reforma. La célebre
            reforma de Bursfeld debe su origen a los abades
            reunidos en Basilea. La llevaron a cabo Juan Dederoth y Juan de Roda. Este último, que era cartujo, se hizo benedictino (1434). Bursfeld fue la casa madre de una congregación presidida
            por un abad vitalicio. El capítulo general tenía poder legislativo cuando
            estaba reunido; pero el ejecutivo normal correspondía al abad de Bursfeld, que era visitador general. Cada monasterio era
            autónomo y tenía su propio abad, ante el cual hacían los monjes su profesión.
            De este modo, Bursfeld atestigua una reforma
            tradicionalista. Aunque el fervor de este movimiento disminuyó con el tiempo,
            la congregación duró hasta la época napoleónica.
             El siglo XV, aun siendo un período de
            decadencia y relajación, dio origen a una serie de movimientos reformistas que
            permitieron a muchos monasterios atravesar la tempestad de la Reforma; además,
            hicieron evolucionar un vasto mecanismo que, aunque era infiel a los preceptos
            de san Benito en puntos importantes, dio al mundo de después de la Reforma un
            modelo capaz de resist i i a casi todos los peligros de la época.
             Como ya lo hemos advertido, las
            religiosas fueron menos numerosas quE los hombres y tuvieron menos influencia.
            Desde el siglo XI hubo muchos conventos cuyos miembros procedían de la clase
            feudal y después de la burguesía. Las mujeres llevaban en ellos una vida
            contemplativa ocupada por la liturgia, dirigida por la Regla de san Benito. En
            el siglo XII aparecieron unas canonesas agustinas que apenas se distinguían de
            las benedictinas. El célebre predicador Roberto de Arbrissel fundó la gran abadía de Fontevrault, que reunía tres
            conventos femeninos austeros y un monasterio, sometidos a la Regla de san
            Benito bajo la dirección de una abadesa (1106). En este establecimiento, la
            principal función de los hombres era de servir de confesores y capellanes a las
            religiosas. Algunos decenios más tarde, un sacerdote inglés llamado Gilberto
            fundó, en la aldea de Sempringham (Lincolnshire), una
            orden destinada principalmente a las mujeres, pero que comprendía también un
            reducido número de canónigos, que servían de capellanes, y muchas hermanas y
            hermanos legos. Durante más de un siglo, esta orden se distinguió por el número
            y por los dones espirituales de sus miembros. Cuando los cistercienses y los
            premonstratenses se extendieron, se pidió a los fundadores que creasen ramas
            femeninas para sus órdenes. Durante algún tiempo se negaron a ello; pero
            acabaron por tener ambas órdenes conventos de monjas, aunque nunca tan
            numerosos como los hombres. Se hizo normal que cada orden tuviese su rama
            femenina. Pero la sociedad no podía tolerar ver trabajar a las religiosas fuera
            del claustro, en escuelas y hospitales. Todas las órdenes terminaron por no
            permitir a las mujeres más que una vida litúrgica y contemplativa. Las Damas
            Pobres de san Francisco de Asís sólo se diferenciaron de las demás en la mayor
            austeridad. Ni ellas ni las dominicas pudieron igualar a sus homólogos
            masculinos ni estar presentes como ellos en todas partes. En Inglaterra, por
            ejemplo, hubo unos mil ochocientos frailes menores y predicadores, pero sólo
            existieron tres casas pequeñas de clarisas y una mediana de dominicas. En el
            tiempo de su mayor apogeo, hacia 1320, había doce mil religiosos y dos mil
            religiosas en toda Inglaterra, único país de Europa del que conocemos cifras
            exactas. En el continente, sobre todo en las ciudades flamencas y renanas, los
            numerosos beguinados permitieron a muchas mujeres
            llevar una vida espiritual más intensa. Durante los primeros siglos de la Edad
            Media había habido grupos de mujeres sacrificadas que, sin pertenecer a
            ninguna orden, se ocupaban de los hospicios y hospitales.
             
             Los dos últimos siglos del período
            medieval conocieron también un auge de los colegios y fundaciones, últimos
            vestigios en cierto sentido de la institución monástica. Estos colegios eran
            comunidades de sacerdotes seculares que vivían juntos y unidos por ciertas
            observancias religiosas, pero sin formar una orden. Los hubo de tres clases: el
            grupo de sacerdotes encargados y «poseedores» de una iglesia grande y una
            parroquia, dedicados totalmente al servicio litúrgico; el grupo que se
            encargaba de una o varias capillas de alguna iglesia grande, sin cura de almas,
            dedicado exclusivamente al servicio de la misa y de preces litúrgicas por el
            fundador o alguna otra persona; finalmente, el colegio escolástico o
            universitario, grupo de sacerdotes o de clérigos obligados a estudiar y a
            enseñar. Las dos últimas categorías eran en su origen «fundaciones» más bien
            que colegios. Las numerosas fundaciones servidas por uno o dos sacerdotes constituyeron
            un subgrupo. Pero los colegios universitarios, tan notables en París, Oxford y
            Cambridge, sobrevivieron a todos los trastornos y quedaron como el único tipo
            de colegio conocido para el mundo moderno.
                 
             CAPITULO V
                 EL PENSAMIENTO MEDIEVAL (1277-1500)
                 
             Como hemos visto, la muerte de santo
            Tomás y san Buenaventura, así como las dos condenas de los aristotélicos de
            París —todo esto ocurrió en siete años—, señalaron el fin de una época en la
            que los maestros habían intentado realizar la gran síntesis de la teología
            tradicional y de la filosofía griega. La significación profunda de este momento
            crucial estuvo marcada en un momento determinado por la supervivencia aparente
            de la escuela de san Buenaventura con la enseñanza de Juan Peckham.
            Este armonizó la doctrina de san Agustín con la de los neoplatónicos y los
            árabes para lograr una especie de sistema que los historiadores llamaron agustinismo. Trató de imponerlo en Oxford cuando fue
            arzobispo de Canterbury. Encontró resistencia en los dominicos jóvenes, que
            defendían con entusiasmo y energía el tomismo, lo cual prueba que esta escuela
            también estaba viva. Sin embargo, el agustinismo y el
            tomismo desaparecieron rápidamente, el primero por su debilidad filosófica, el
            segundo porque no tenía un defensor capaz de responder a los ataques contra
            Aristóteles. Surgieron, en cambio, tres corrientes de pensamiento. En París, y
            en Francia en general, la Suma dio paso al estudio de temas más personales. En
            Oxford hubo un movimiento que replanteó toda la doctrina filosófica. En
            Alemania se cultivó una forma nueva de neoplatonismo que influyó en la
            teología dogmática y mística.
             En el último cuarto del siglo XIII,
            Oxford igualó a París y fue un foco de pensamiento original, manteniéndose en
            este nivel hasta 1350. En el pasado fueron numerosos los grandes maestros
            ingleses, como Esteban Langton, Alejandro de Hales,
            Roberto Kilwardby y Juan Peckham,
            que habían recibido su formación de base y habían ganado sus primeros laureles
            en París. Desde entonces, las inteligencias sobresalientes de Gran Bretaña,
            como Duns Escoto, Guillermo de Occam,
            Tomás Bradwardine y Roberto Holcot,
            se formaron en Oxford y, a veces, permanecieron en Inglaterra durante casi toda
            su carrera universitaria. Oxford fue durante mucho tiempo el centro de la
            lógica y de las matemáticas. Desde Guillermo Shireswood (d. 1249) a Guillermo de Heytesbury (d 1380) y Rodolfo Strode (d. 1400), los lógicos de Oxford dominaron en Europa. En matemáticas
            y en ciencias naturales hay una serie de nombres ilustres: desde Grosseteste y Rogerio Bacon hasta los mertonianos,
            que deben su nombre al colegio de Oxford del que eran miembros. El mérito de Escolo estribó en criticar los diversos sistemas de
            pensamiento y en elaborar una doctrina metafísica original con conceptos y términos
            nuevos. Fue así el precursor de la filosofía moderna, aun conservando muchos
            modos de pensar, métodos y expresiones tradicionales. Murió joven, dejando un
            sistema inacabado. Una serie de discípulos continuó su pensamiento uniéndolo
            con la doctrina teológica de san Buenaventura y creando así una corriente
            rival del tomismo. No dudó en prescindir de la iluminación divina del
            intelecto, que hasta entonces había caracterizado a los agustinianos
            tradicionalistas, en favor de la epistemología aristotélica. Quizá sea su
            rasgo más característico la insistencia en la infinitud y la absoluta libertad
            de Dios. Levantó con esto una barrera entre el objeto del conocimiento
            filosófico (racional) y el del conocimiento teológico (revelado). Defendió la
            «primacía de la voluntad» en el hombre contra la «primacía de la inteligencia»
            afirmada por el tomismo. La libertad y el amor de Dios, más bien que su ley y
            su verdad, son para Escoto la clave del universo. La esfera del saber
            demostrable es restringida. La teología natural tiene poca importancia, y un
            abismo infranqueable la separa del conocimiento sobrenatural y revelado del
            teólogo. Aunque fue un pensador revolucionario, Escoto se mantuvo siempre por
            dentro de la ortodoxia. .
             Guillermo de Occam fue llamado «el venerable debutante» porque nunca obtuvo el título de maestro.
            Se ocupó sobre todo de la lógica. Inteligencia poderosa y temperamento audaz,
            elaboró una lógica que determinó su teoría del conocimiento y su metafísica.
            Tuvo tendencia a reducir el conocimiento a una intuición de la experiencia
            individual. Quitó así todo sentido real a términos como esencia o naturaleza
            y, de hecho, a todos los «universales» como el hombre, la rosa, etc. Para él se
            trataba de simples nombres o signos, vinculados a las experiencias
            intelectuales. El uso que hace de ellos la inteligencia es puramente nocional y
            subjetivo. Igualmente, el concepto de causalidad no es ni necesario ni
            demostrable. Todo lo que puede decirse es que aparcece A y después B. La navaja mítica de Occam simbolizó
            realmente su objetivo: eliminar el marco intelectual de la filosofía y de la
            teología y ceder el sitio a una lógica nueva sumamente elaborada. Entre la
            experiencia indefinible de las cosas individuales y el conocimiento revelado
            dado por Dios no hay ninguna relación intelectual. No se puede considerar
            verdadero ningún juicio general respecto del universo externo. Tampoco se le
            puede llamar buena a ninguna categoría de acciones. Lo verdadero es lo que Dios
            ha revelado, el bien es lo que él ha ordenado. Los discípulos de Occam, si no él mismo, emplearon mucho de la distinción
            entre el poder absoluto y el poder relativo de Dios. El primero, que implica
            una libertad absoluta, es el único cierto. El otro, la forma que ahora tiene
            Dios de actuar en el universo, no tiene significado especulativo, teológico o
            filosófico.
             Occam fue denunciado a la curia de Aviñón
            en 1324, cuando contaba sólo veinticinco años; pero su enseñanza fue censurada
            moderadamente. Miguel de Cesena lo había arrastrado a la oposición contra Juan
            XXII. Ambos se evadieron de Aviñón en 1328. Occam pasó el resto de su vida (murió en 13481349) dirigiendo polémicas en nombre
            del emperador Luis. Se mostró tan implacablemente destructor en teoría
            política como en el campo del pensamiento puro. Sus discípulos continuaron
            siendo ortodoxos en su práctica y en su profesión de fe. Sin embargo,
            rompieron prácticamente con la síntesis medieval de la razón y la revelación,
            de lo natural y lo sobrenatural. La filosofía y la teología especulativa se
            convirtieron en sutiles ejercicios intelectuales, pertenecientes a un terreno
            restringido y rigurosamente cerrado. Con frecuencia se ha comparado a los
            lógicos occamistas con el pensamiento filosófico
            anglosajón tal como aparece en Russell y Whitehead.
            No hay que extremar tal comparación. Pero la crisis que revelan estos dos
            movimientos es idéntica en ambos casos. En el curso de estos últimos años,
            eruditos americanos y alemanes han tratado de rehabilitar a Occam y a sus discípulos inmediatos como buenos aristotélicos y teólogos ortodoxos.
            Esta tentativa es feliz: profundiza nuestra interpretación del pensamiento de
            esa época. Nos revela la seriedad y a menudo la piedad de esos pensadores cuyas
            opiniones merecen consideración. Pero no puede anular todas las críticas hechas
            en el pasado.
             Durante un tiempo, la lógica occamista sirvió a los universitarios parisienses para
            demostrar la relatividad de toda verdad. Después, los teólogos nominalistas
            establecieron cierto equilibrio entre la especulación destructora o al menos
            árida y la exposición respetuosa del dogma, que llegaba con frecuencia hasta la
            extravagancia por su exagerada ortodoxia. Como reacción, algunos escasos
            maestros partidarios del realismo, como Tomás Bradwardine y más tarde Juan Wicklef, se situaron en el extremo
            opuesto. El primero rozó el determinismo al rechazar todo lo que le parecía ser
            el «pelagianismo» de Occam. El segundo fue tan
            realista que modificó su actitud respecto a la doctrina católica de la
            eucaristía. La «vía nueva» fue primero combatida en París, pero desde la
            segunda mitad del siglo influyó considerablemente en la Universidad. París fue
            nominalista hasta fines de la Edad Media, con algunas interrupciones debidas a
            reacciones. A partir de 1400, casi todas las Universidades de Europa del
            noroeste fueron entera o parcialmente nominalistas. Las únicas fortalezas del
            realismo fueron Bohemia y algunas Universidades españolas. Recientemente se ha
            escrito mucho sobre el influjo del nominalismo en las perspectivas de los grandes
            reformadores. Durante los decenios que precedieron a Lutero —es decir, en la
            época de Erasmo—, este influjo fue sobre todo negativo: paralizó toda
            presentación apostólica y apologética de la fe. Al rechazar los axiomas de la
            metafísica tradicional, aristotélica o platónica, desvió a los teólogos
            especulativos de su verdadera tarea, que consiste en tratar de la vida
            cristiana y del dogma cristiano. Los llevó a discutir de problemas hipotéticos
            que pertenecían al universo de pensamiento nominalista. Piénsese lo que se
            quiera de la ortodoxia intencional o real de los teólogos nominalistas, hubo
            dos corrientes de pensamiento, influyentes y religiosamente ambiguas, en el
            mundo intelectual nominalista. Hubo, por una parte, el abandono de la
            metafísica y de la religión natural en cuanto base racional de la argumentación
            teológica y moral. Así se estimuló una visión humanista o mística de la vida
            cristiana. Por otra parte, se abandonó en todos los terrenos la confianza en la
            razón como medio de alcanzar la verdad abstracta. Así se abrió el camino hacia
            el autoritarismo en materia de teología o de política.
             No es preciso hablar aquí de los
            notables progresos realizados en ciencias naturales y en matemáticas,
            imputables parcialmente al abandono de la metafísica. El siglo XIV es, en
            muchos aspectos, el alba de los tiempos modernos. Tampoco tenemos que acusar al
            nominalismo ante un tribunal inquisitorial de la historia. Sin embargo, quienes
            minimizan o niegan la heterodoxia de los teólogos nominalistas olvidan quizá
            que la teología y la espiritualidad cristiana desbordan el campo de las
            proposiciones rigurosas y que los pensadores nominalistas no se limitaron a la
            lógica. Con su principio de economía y su manera de eliminar las expresiones
            teológicas venerables arrojaron de la conciencia cristiana todas las conexiones
            instauradas por la vida de la gracia y todas las atenciones que Dios tiene por
            el hombre, todo lo que, a pesar de no haber sido definido como artículo de fé, había sido considerado hasta entonces como cierto por
            el conjunto de los teólogos y de los autores espirituales.
             
             
             
             
             
             
             
             CAPITULO VI
                 
             
             Los últimos decenios del siglo XIV
            vieron la reaparición a gran escala de la herejía en Europa, primero en
            Inglaterra y luego en Bohemia. Ya hemos visto que hubo dos clases dé herejes en
            los siglos XII yXIII: aquellos que, como los cátaros,
            tenían doctrinas dualistas y una práctica y una moral anticristianas y los que,
            como los valdenses, se esforzaban por recrear un cristianismo supuestamente
            puro y primitivo.
             
             
             
             
             
             
             
             
             
             
             
             
             
             
             
             
             
             La elección del papa Martín V en 1417
            señala el comienzo del fin de la época conciliar. Los contemporáneos lo
            advirtieron casi en seguida. Exactamente un siglo después fijaba Martín Lutero
            sus tesis (si es que realmente lo hizo) en la puerta de la iglesia del castillo
            de Wittenberg. Los sucesos y las circunstancias que
            llevaron a la revolución religiosa del siglo XVI se narran en el volumen
            siguiente. Pero es obligado examinar aquí la calidad de la vida religiosa en
            la primera mitad del siglo XV.
             
             
             Alemania sufría más que los otros
            países los abusos antiguos y nuevos del feudalismo y de la autocracia
            pontificia. La piedad era aún profunda en muchas regiones y ciudades. Francia
            había sido destruida y arruinada por la Guerra de los Cien Años. La Iglesia de
            Francia había sufrido más que ninguna otra los males de la encomienda, del
            sistema de provisiones y del control real. Sin embargo, el país experimentó
            una resurrección nacional, incluso en el terreno religioso. Aislada de Francia
            por el cisma y por la guerra, dividida entre los señores que rodeaban al rey,
            Inglaterra atravesó un siglo particularmente duro para la vida de la Iglesia.
            Tras la muerte de Enrique V no hubo más autoridad espiritual ni intelectual.
            Escocia era un país pequeño y su vida religiosa estaba viciada por todos los
            abusos y calamidades de la época. Sin embargo, estaba destinada a desempeñar un
            papel de cierto relieve en los años siguientes.
                 ¿Qué había heredado esta época del
            siglo XIV? Todo el mundo reconoce la terrible decadencia del poder y del
            prestigio del papado. La actitud de los papas de todos los partidos había
            permitido a una doctrina conciliar nacida de la discusión universitaria
            manifestarse en el campo político. Es asombroso que el papado pudiera
            sobrevivir a semejante anarquía y que saliera de ella no sólo con un poder
            intacto, sino también con la capacidad de oponerse victoriosamente a todas las
            futuras tentativas del partido conciliar. Entró así en un período en el que se
            vio profundamente implicado en los asuntos políticos de Italia. Se distinguió
            por su política tortuosa, su prodigalidad con las artes y su vida opulenta.
            Cesó de asumir toda autoridad espiritual efectiva sobre la Iglesia y descendió
            terriblemente en la estima de los fieles. Hay que comprender que éste fue el
            cuadro de la vida religiosa del siglo: un papado temporal que se interesaba
            ante todo por la política italiana y que llevaba una vida de corte, suntuosa,
            brillante y con frecuencia escandalosa.
                 En el terreno de las ideas, el siglo
            XIV permaneció bajo el influjo de lo que durante mucho tiempo se ha llamado la
            vía moderna, la nueva concepción del mundo, es decir, la corriente del
            pensamiento inspirada por Occam y el nominalismo. Triunfante
            en París y en Oxford entre 1300 y 1350, esta corriente se propagó en la segunda
            mitad del siglo XIV por la mayoría de las Universidades. Llegó a constituir la
            forma preponderante del discurso teológico. Unicamente las regiones fronterizas al este y al oeste conocieron poco el nominalismo:
            Bohemia, agitada por la doctrina de Wicklef, y
            España, que seguía fiel a la línea de santo Tomás y de Duns Escoto. Durante siglo y medio, París —que había sido testigo de los primeros
            ensayos de Occam— osciló entre el nominalismo y el
            realismo. Pero los períodos en que triunfó el realismo de Duns Escoto fueron breves. Los nominalistas quedaron dueños del terreno a fines del
            siglo XV. Oxford, sobre todo, fue nominalista, pese a la presencia de algunos
            frailes realistas. En Europa central fueron nominalistas Viena y Erfurt. En
            todas las demás Universidades alemanas y austríacas, el nominalismo fue
            preponderante o, al menos, estuvo fuertemente representado. Puede decirse que
            sólo hubo una excepción: la Universidad de Colonia, recién fundada. Debido al
            influjo de Wicklef, Praga fue realista; pero su
            realismo no podía exportarse. En España, poco después de 1500, Salamanca tenía
            tres cátedras: la primera ocupada por un tomista, la segunda por un partidario
            de Duns Escoto y la tercera por un nominalista.
             El nominalismo no era ya —si es que
            lo había sido alguna vez— un instrumento del agnosticismo; pero seguía
            considerando la teología como un mero ejercicio dialéctico escasamente
            relacionado con la tradición. Muchos grandes doctores de la época, como Gabriel Biel, tuvieron una personalidad con dos facetas: por
            una parte, la del teólogo exigente que pensaba con las categorías del occamismo tardío; por otra, la del predicador piadoso que
            expresaba la piedad común de la época, a veces de forma sumamente avanzada. Los
            tomistas y los discípulos de Duns Escoto adoptaron
            con frecuencia el punto de vista nominalista. Ello los condujo a limitarse a
            discusiones técnicas y áridas sin contacto con la vida cristiana. El nominalismo
            universalmente presente desalentaba todos los esfuerzos por alcanzar una
            aprehensión intelectual, cierta y verdadera de Dios. Eliminaba del alma humana
            todas las disposiciones o capacidades dadas por Dios (la gracia santificante de
            los teólogos), considerándolas como hipótesis no necesarias. Además, esas
            distinciones llevaban casi siempre a eliminar la gracia en cuanto ayuda o
            disposición sobrenatural. Bradwardine no se
            equivocaba al percibir en el occamismo el olor del
            pelagianismo. El único rival sistemático del nominalismo fue el averroísmo,
            que se impuso en algunas Universidades del norte de Italia, sobre todo en
            Padua. Era una versión materialista y determinista de la filosofía árabe; tuvo
            particular vigencia en las facultades de medicina.
             Nuevos afanes intelectuales iban
            abriéndose paso poco a poco en los ambientes laicos más bien que en las
            Universidades. Era el humanismo, en el sentido más amplio del término, la
            admiración por la perfección del estilo, el culto de la literatura y de la cultura
            clásica, el interés por el individuo: todos estos aspectos representan otras
            tantas formas de distanciarse de la teología árida de la época. El humanismo
            elaboró una filosofía peculiar de Italia, durante un breve espacio de tiempo.
            Pero se trataba de un pensamiento muy distinto del nominalismo. Este, que
            pretendía ser el verdadero aristotelismo, había destruido en realidad la
            filosofía aristotélica tradicional, lo cual procedía por vía de abstracción y
            partía de la percepción sensible para llegar a los análisis y deducciones más
            sutiles. Un siglo antes, en el plano metafísico, el aristotelismo había
            triunfado de las reliquias del neoplatonismo, que había atravesado los siglos
            desde san Agustín pasando por los filósofos árabes y judíos. Pero ahora el conocimiento
            del griego se extendía por Italia. Por primera vez se pudieron leer los textos
            auténticos de Platón y de Plotino. Se trató de
            presentar el cristianismo en el lenguaje neoplatónico tradicional (visto a
            través del Pseudo-Dionisio y Eckhart)
            o bien en el lenguaje del platonismo auténtico, que se acababa de redescubrir.
            Nicolás de Cusa, arzobispo de Brixen, es una figura
            típica, inconcebible en otra época. Reformador eficaz, buen administrador, sabio
            y humanista, arzobispo y cardenal, poseedor de varios beneficios y temible
            polemista, fue también un neoplatónico hábil que tenía poca simpatía por los
            juicios autoritarios y por la insistencia de la tradición en la gracia
            sacramental. Tendía a traducir el dogma cristiano en términos neoplatónicos.
             La segunda corriente, la del
            platonismo puro —resultado de introducir en Italia los grandes diálogos de
            Platón, desconocidos en la Edad Media— estuvo representada por dos grandes
            especialistas: el toscano Marsilio Ficino (14331491) y Juan Pico de la Mirándola (1433-1494). Ficino, sin abandonar su condición de clérigo y
            cristiano, estructuró un sistema, partiendo de Platón y de Plotino,
            que venía a ser una versión simplificada del cristianismo en términos más
            filosóficos que religiosos. Pico de la Mirándola era un joven aristócrata
            discípulo de Ficino y menos prudente que su maestro.
            Además de Platón utilizó la doctrina de los místicos y de los maestros árabes
            y judíos. Fue abiertamente heterodoxo, mitad pagano, mitad partidario de Wicklef. Rechazó la transustanciación y la condenación
            eterna. Se evadió para sustraerse a la condenación pontificia y pasó los
            últimos años de su vida haciendo penitencia, pero sin retractarse nunca. En
            Florencia, un grupo reducido continuó esta escuela neoplatónica sin ejercer
            gran influencia.
             La Italia de Ficino y de Pico de la Mirándola fue también la tierra de los Borgia y de Savonarola, la Italia del quattrocento,
            que conoció tantos hombres grandes y tantos personajes siniestros. Basta
            recordar la multitud de santos italianos que vivieron por entonces para
            guardarnos de arrojar sobre este país una acusación global de irreligión. Hubo,
            por ejemplo, dos grandes arzobispos patricios: el dominico san Antonino de
            Florencia (d. 1459)y san Lorenzo Justiniano de Venecia (d. 1455). Hubo dos santas místicas: la
            noble Catalina de Bolonia (d. 1463), miniaturista insigne, y Catalina de Génova (d. 1510), hija del virrey de Napóles,
            personalidad extraordinaria y, en cierto modo, moderna y profética. Hubo tres
            grandes observantes franciscanos: Benardino de Siena
            (d. 1449), Jacobo de la Marca (d. 1476) y Juan de Capistrano (d. 1456). Este último salvó a Hungría de la invasión turca al frente de un
            ejército que rompió el sitio de Belgrado. Hubo una mujer casada, Francisca (d.
            1440), venerada como santa con el nombre de Francisca Romana. Hubo un Francisco
            de Paula (d. 1506), asceta implacable, llamado a Francia por orden expresa de
            Luis XI. Hubo también dos santas francesas que se salen de lo ordinario: Juana
            de Arco, canonizada en 1920, y Juana, la hija de Luis XI, que no fue canonizada
            hasta 1950. La Italia del siglo XV vio el nacimiento de tres nuevas órdenes
            religiosas muy austeras: los observantes franciscanos, los mínimos (orden de
            san Francisco de Paula) y los carmelitas, que iban a tener un destino tan
            destacado cien años después. Italia dio las mayores pruebas de austeridad y de
            amor al lujo, de santidad y de mundanidad. En medio de esta exuberancia
            deslumbrante de artistas, poetas y humanistas, Savonarola fue el único que anunció un movimiento reformador. Su reforma fue de tipo
            medieval; también Ficino y Pico de la Mirándola,
            cuando invocaban la sabiduría antigua y oriental, seguía la tradición de la
            heterodoxia medieval representada por Juan Escoto Eriúgena y Sigerio de Brabante.
             En el norte de Europa occidental se
            desarrolló durante la segunda mitad del siglo un movimiento religioso
            totalmente distinto. Tiene sus orígenes en los hermanos de la vida común,
            fundados en Deventer —en la región central de la
            actual Holanda— a fines del siglo XIV, y en la congregación de los canónigos
            agustinos de Windesheim, nacida a su vez de los
            hermanos de la vida común. Estas dos instituciones se inspiraban en Ruysbroquio, el místico flamenco, y en los cartujos
            flamencos, pero eran más «activas» que «contemplativas». En su expansión
            establecieron por doquier escuelas y hospitales. Se caracterizaban sobre todo
            por lo que podríamos llamar un occamismo ascético que
            reducía la vida cristiana a lo esencial. Quedaban suprimidas las penitencias,
            las preces litúrgicas y ceremonias, las complicaciones de los rituales y del
            canto habituales en las órdenes religiosas tradicionales. Se rechazaba la
            teología técnica, así como las prelaciones y privilegios. El objetivo principal
            era la vida comunitaria sencilla, consagrada al trabajo y a la oración. La espiritualidad
            que acompañaba a este estilo de vida fue llamada devotio moderna y se propagó por
            todo el noroeste de Europa. Con la devotio moderna nos hallamos ante una creación nueva, que
            quizá sea menos una señal precursora de la Reforma que un síntoma de las
            necesidades de esta época nueva. La comunidad de la vida común se sitúa a mitad
            de camino entre la cofradía medieval y la casa puritana o cuáquera de los
            siglos XVI y XVII. Este movimiento era completamente ortodoxo en el terreno
            teológico y moral. Sin embargo, representó, por así decir, el ala izquierda de
            un hemiciclo cuya derecha estaba ocupada por el monacato cluniacense y la
            metafísica inspirada en Duns Escoto. Era un catolicismo
            reducido a su expresión más simple. Es de notar que el legado literario más
            importante de la devotio moderna, la Imitación de
            Cristo, fue considerado siempre, incluso en los siglos XVII y XVIII, como un
            gran clásico espiritual lo mismo por católicos que por protestantes. Es una
            obra verdaderamente ecuménica. Los hermanos de la vida común se caracterizaban
            por una piedad sencilla, afectiva, orientada al Dios hecho hombre y centrada
            en la pasión y en la cruz. Fueron grandes educadores; tomaron del humanismo
            italiano sus métodos de enseñanza y sus manuales de gramática, pero le
            infundieron su sentimiento estético y su sensibilidad. Erasmo fue el más
            notable de los numerosos eruditos formados por los hermanos de la vida común.
            Su filosofía cristiana es un claro vástago de la devotio moderna, aunque Erasmo
            manifieste en ella su amor apasionado a la literatura y se distancie de la
            teología y de la concepción tradicional de la gracia santificante.
             Cercano a la devotio moderna estuvo el
            espíritu de la reforma cartujana. En esta orden aparecieron muchos autores
            espirituales: Ludolfo de Sajonia, autor de un libro
            de meditación muy popular aparecido a fines del siglo XIV, la Vida de Cristo;
            Dionisio el Cartujano, autor místico muy prolijo. Estos dos hombres son los más
            célebres entre los místicos no intelectuales, meditativos y pietistas. Están
            muy cerca del espíritu de Windesheim, con su amor al
            silencio, su sencillez y su ausencia total de ostentación. Sin embargo,
            conservaron intactos el rigor y la penitencia.
             En contraste con la devotio moderna
            hubo movimientos revolucionarios, o al menos prerrevolucionarios, del
            sentimiento religioso. Cuando los historiadores investigan las causas de la
            Reforma suelen fijarse en las que revelan alergia o irritación y descuidan las
            motivaciones internas y espirituales. Quizá en este punto tocamos uno de los
            grandes temas de la historia de la Europa moderna que nunca ha sido plenamente
            comprendido. Mientras los católicos romanos difícilmente comprenden que se
            pueda desear algo más que la purificación de la Iglesia, los cristianos no
            católicos no dejan de mostrar su gratitud por el espíritu liberador de la
            Reforma. Es preciso reconocer que una de las grandes necesidades religiosas
            experimentadas entonces, sobre todo por los laicos cultos de las ciudades, era
            la acción personal, la realización de sí mismo en el campo religioso. Esta
            necesidad fue satisfecha por las actividades individuales y colectivas
            propuestas por los reformadores, por el espíritu de los Ejercicios de san
            Ignacio y por la nueva educación dada en los colegios de los jesuítas. Se deseaba además descubrir e imitar la supuesta
            pureza de la Iglesia primitiva. Este fue uno de los primeros y más profundos
            anhelos de los promotores de la prerreforma. Tal
            deseo, que latía en algunos de los primeros movimientos de descontento en
            Occidente, como el de los valdenses, había estallado con Wicklef y sus partidarios. Pero antes del siglo XV, los reformadores se fundaban
            siempre en algunos textos y en una idea imaginaria de la edad de oro de la
            Iglesia. Ahora, el descubrimiento de una parte de la literatura cristiana
            primitiva, el estudio de la versión griega del Nuevo Testamento y el método
            crítico de Valla, adoptado y perfeccionado por Erasmo, hacían posible buscar en
            el Nuevo Testamento una imagen clara de la vida humana de Cristo y del modo de
            vida de los primeros cristianos, tal como aparecía directamente en las
            epístolas de san Pablo y no ya a través de la pantalla de la liturgia y de la
            teología especulativa. Estos estudios dieron nueva vitalidad (como puede verse
            en escritores tales como Ludolfo de Sajonia) a la
            devoción que inspiraban los hechos de la vida de Cristo. Fue el principio de lo
            que podemos llamar movimiento paulino, que concentraba la atención más en el
            aspecto moral y espiritual de la enseñanza de san Pablo que en su aspecto
            estrictamente teológico. Era una nueva perspectiva del retorno a la Biblia. Si
            los evangelios, especialmente los sinópticos, nos muestran a Cristo como
            hombre en su vida terrena, las epístolas paulinas manifiestan cómo actuó entre
            las primeras generaciones de cristianos el intérprete más antiguo y más
            destacado del evangelio.
             En Francia, Lefévre d’Étaples (t 1430) fue el profeta de esta perspectiva
            nueva. En Inglaterra, Colet (1467-1519) pronunció en
            Oxford conferencias y sermones sobre san Pablo. Erasmo, que tendría treinta y
            cinco años en 1500, reunió todas esas tendencias propias del norte. Más que
            ningún otro, había asimilado la cultura y la técnica lingüística y crítica
            recibidas en las escuelas de los hermanos de la vida común y estudiadas en los
            escritos de Lorenzo Valla. Sentía la aversión común hacia la metafísica y la
            teología especulativa, sentimiento que procedía tanto de su humanismo como de
            la devotio moderna. Partiendo de estas fuentes, hizo
            un retrato convincente y razonable del hombre cristiano, dotado de las
            virtudes humanas comunes; presentó una versión atractiva de la historia
            evangélica, en la que los protagonistas son personas vivas y reales.
             En contraste con los esplendores y la
            exuberancia que caracterizaban a Italia, la Inglaterra del siglo XV estuvo
            particularmente desprovista de grandes hombres y de grandes ideas. Por diversas
            razones, las promesas del siglo XIV no se cumplieron. Nadie hizo fructificar la
            herencia de los grandes poetas y místicos ingleses ni las concepciones
            radicales de Wicklef. Sin embargo, podemos discernir
            corrientes de pensamiento que franquearon la línea divisoria de la Reforma. Una
            fue el movimiento apologético de Tomás Netter (d.
            1430). Netter era un carmelita inglés que había
            recibido la misión de defender la fe ortodoxa contra los lollardos.
            Su primer tratado fue tan eficaz que el papa Martín V pidió al autor que
            escribiese una segunda parte y luego que añadiese una tercera. Netter abandonó el plano dialéctico de la disputa (quaestio) tomando un método más directo que procedía por
            respuestas y pruebas. Su libro fue reimpreso varias veces en los siglos XVI y XVII
            porque formó parte del arsenal de la Contrarreforma. En Italia, por la misma
            época, el cardenal Torquemada escribió un tratado sobre la potestad pontificia. Era
            una apología de la concepción tradicional del papado, expresada en términos
            moderados; anticipaba brillantemente la doctrina de la potestad indirecta, que
            más tarde divulgó Belarmino, es decir, la doctrina según la cual el papa no
            tiene poder directo de control ni de intervención en los asuntos temporales,
            sino un poder indirecto de juzgar acerca de la moralidad de tal o cual acto político
            realizado por un príncipe secular.
             Tal era el clima religioso del siglo
            xv: una Iglesia enferma en todo su cuerpo —cabeza y miembros— que estaba
            pidiendo una reforma, pero sin presentir una catástrofe como la que pronto iba
            a ocurrir. En esta Iglesia se había petrificado la enseñanza teológica
            tradicional, sobre todo por influjo de la lógica de Occam y de las formas de pensamiento que de ella derivaban. Esa lógica había
            interrumpido el paso tradicional de la razón a la fe. de la «teología natural»
            a la revelación. La filosofía tradicional sufría un eclipse y ningún sistema
            positivo la reemplazaba. La puerta estaba abierta a los creadores de filosofías
            nuevas basadas en el platonismo o en el neoplatonismo, así como a los que en el
            extremo opuesto abandonaban toda forma de teología técnica por el humanismo o
            por un cristianismo supuestamente sencillo y primitivo. Aunque los
            contemporáneos no se dieran cuenta de esto, se presentaba a un revolucionario
            la ocasión de romper brutalmente con la Iglesia jerárquica y de apelar a la luz
            interior del individuo y a la Escritura, ya familiar entre los laicos. El rasgo
            característico de esta época nueva, la convicción íntima que tenía tan gran
            atractivo para los hombres religiosos de la Europa del norte, era una fe directa
            orientada al Cristo vivo de los evangelios, una fe personal dirigida al
            Redentor. Para esos creyentes, el desarrollo histórico del cristianismo, el
            sacerdocio mediador, las gracias de la vida sacramental, la palabra de la
            autoridad y la Iglesia visible no tenían sentido alguno. La fe no era una
            serie de artículos que se debían transmitir, sino la toma de conciencia, la
            aceptación de la redención y del Cristo vivo.
             
             EPILOGO
                 
             El curso de la actividad humana que
            constituye la urdimbre de la historia nunca cesa de avanzar. La fase siguiente
            de la vida eclesial la describe en esta Historia de la Iglesia una pluma
            distinta. Pero el largo período que hemos recorrido representa un vasto paisaje
            con unidad propia. Tiene su propio ritmo, su crecimiento, su madurez y esboza
            la evolución de la sociedad y de la religión en Europa. No es inútil cerrar
            nuestro volumen con una ojeada retrospectiva.
                 Desde Gregorio Magno realizó la
            cristiandad grandes progresos y sufrió graves pérdidas. Un gran historiador de
            las misiones cristianas ha hecho esta extraña comparación: desde un punto de
            vista ecuménico, la Iglesia de 1500 no es más importante en extensión y número
            que la del 600. Las pérdidas fueron tan grandes como las ganancias. Las
            florecientes Iglesias de las riberas oriental y meridional del Mediterráneo,
            desde Salónica hasta España, y los países del Próximo Oriente cayeron en manos
            del Islam, de los mongoles y los turcos. Así, al final de nuestro período, y
            tras la caída de Constantinopla, al este y al sur de Italia no hay ningún
            Estado cristiano políticamente libre. Estas pérdidas se vieron compensadas por
            la reconquista de España, que nunca se había perdido del todo para la Iglesia,
            y por la evangelización de una larga banda de territorio que, partiendo de Galia
            y de las Islas Británicas, atravesaba Escandinavia y sus avanzadillas de las
            regiones árticas y pasaba por Europa central hasta Rusia y Bulgaria. Pero
            ciertas regiones septentrionales y orientales cayeron más de una vez bajo la
            invasión pagana. En el siglo XIV, algunas de ellas sufrían aún duras presiones.
                 La cristiandad en su conjunto sufrió
            además un daño irreparable con la separación entre Oriente y Occidente. Con las
            invasiones musulmanas se vieron diezmadas y, en ocasiones, desaparecieron por
            completo las Iglesias orientales que tanta gloria habían dado a la vida y al
            pensamiento cristianos con sus numerosos santos y doctores, tanto en los
            primeros tiempos como en época más reciente. Quedaron aniquiladas las fuerzas
            vivas de Siria, Alejandría y Africa. Sólo quedó una
            gran Iglesia floreciente: la de Constantinopla. El Occidente medieval no pudo
            en la práctica servirse de los escritos y tradiciones del Oriente, por lo que
            este tesoro se perdió para él. Esta circunstancia implicó una disminución de
            vitalidad, imposible de medir, pero ciertamente importante. Las pérdidas
            sufridas por la Iglesia de Oriente fueron también muy graves. La desaparición
            de esas Iglesias, que eran fuerzas vivas, fue sin duda la causa principal de la
            ruptura entre la Iglesia ortodoxa superviviente y la Iglesia romana. La Iglesia
            de Constantinopla está aislada. Iglesia de la capital e Iglesia del emperador
            ocupa una situación a la vez de prestigio y de dependencia. La rivalidad con
            Roma es casi inevitable; en esta circunstancia, ambas sufren graves daños. A
            las dos les faltó siempre esa fuerza particular que les habría dado la unión.
            El historiador tiene que recordar —y recordarlo a sus lectores— que el
            cristianismo católico romano habría podido tener un rostro distinto de los rasgos
            latinos y francoalemanes que configuraron el
            semblante de la Iglesia en la Edad Media.
             El fenómeno más importante de la
            Iglesia occidental fue la progresiva emergencia del papado como poder
            monárquico supremo. El papado no había ocupado al principio más que un puesto
            honorífico y una presidencia ecuménica en cuanto depositario de la fe. Había
            sido la gran autoridad patriarcal del Occidente. Los papas del comienzo de la
            Edad Media perdieron pronto todo influjo sobre la Iglesia de Oriente. En
            Occidente, por falta de energía y de valor moral, su autoridad se vio
            debilitada por las pretensiones y las ambiciones de los reyes y emperadores y
            por el dominio paralizante del control laico. Desde León IX a Inocencio III,
            varios pontífices enérgicos restauran el prestigio de la Santa Sede, su
            autoridad única y suprema en materia de enseñanza, de juicio y de gobierno.
            Gregorio VII sitúa al papado por encima del poder imperial. Inocencio III
            extiende su atención a la esfera política y se interesa por la suerte de los
            laicos. Durante casi un siglo, el papado pretende ejercer su autoridad sobre el
            clero y sobre los príncipes de los países católicos. La Iglesia —que había sido
            una masa de creyentes reunidos bajo la autoridad de sus pastores— se convierte
            en un cuerpo jurídico gobernado por una burocracia central, dominado por una
            jerarquía y dirigido por un monarca que se considera vicario de Cristo.
                 Al extenderse el poder pontificio se
            efectúa un desarrollo sin precedentes de todas las instituciones y de todas las
            actividades. La teología se sistematiza inspirándose en la filosofía
            aristotélica y en algunos conceptos platónicos, pero conservando su independencia.
            El derecho canónico se erige en disciplina y pasa a ser una profesión. Se
            perfecciona la administración de la curia, de la diócesis y de la parroquia.
            Surgen nuevas órdenes religiosas. Se fundan órdenes centralizadas e
            internacionales. Los siglos XII y XIII constituyen una especie de apogeo: la
            época conoció una pléyade de ilustres teólogos y de grandes santos, muchos de
            los cuales siguen estando presentes en la conciencia católica y representan
            modelos de imitación de la vida de Cristo válidos para todos los tiempos:
            Anselmo, Bernardo, Francisco, Tomás, Catalina. El genio artístico y
            arquitectónico y una técnica de construcción superior a todo lo que se había
            conocido desde el ocaso del Imperio Romano expresan el fervor religioso y la fe
            de forma más adecuada que nunca.
                 Esta época se termina hacia el 1300.
            La filosofía aristotélica encuentra una rival. Se comienza a abandonar la
            metafísica. La filosofía y la teología se separan.
            El sentimiento nacional y el «punto de vista laico» se desarrollan rápidamente
            en una sociedad que aumenta en complejidad y avanza en la explotación de las
            riquezas y el manejo de mecanismos financieros de un mundo mercantil en los
            umbrales del capitalismo. Entre tanto, el papado va de catástrofe en
            catástrofe: rehúsa reformarse y, por ello, es incapaz de reformar a la Iglesia.
             En el curso de los primeros años de
            su existencia, la Iglesia cristiana no se había comprometido en el mundo. Había
            seguido siendo un cuerpo autónomo que vivía su vida propia en medio de una sociedad
            que le era extraña y cuya autoridad respetaba sin compartir la responsabilidad.
            Luego, durante unos siete siglos, la Iglesia de Occidente, sobre todo el clero,
            había dominado y penetrado poco a poco todas las actividades y todas las
            clases. Reivindicaba la dirección y el control de esa sociedad, cristiana al
            menos nominalmente, en todos los campos. Y he aquí que en el siglo XIV
            comenzaron a afirmarse de nuevo las motivaciones puramente temporales y las
            fuerzas materiales. Se dibujan las grandes líneas de la historia moderna:
            rivalidades entre la Iglesia y el Estado, entre clérigos y laicos, entre la
            razón autónoma y la verdad revelada, entre autoridad y libertad personal. La
            mayor parte de los hombres cultos vive ahora bajo una doble obediencia. Fue una
            desgracia para la Iglesia de la Edad Media que el espíritu nuevo comenzase a
            soplar en una época en que estaban desgastadas las antiguas estructuras, en un
            momento en que las debilidades y abusos de la Santa Sede, la decadencia de los
            ideales y de las instituciones antiguas hacían casi imposible una verdadera
            restauración.
                 Estas debilidades y estos abusos de
            la Iglesia de la baja Edad Media se han descrito muchas veces: pretensiones
            extravagantes de la curia, impuestos pontificios y provisiones, plagas de la
            encomienda, la acumulación de beneficios y el absentismo, incapacidad de los
            obispos para imponer un límite a las múltiples exenciones e inmunidades de las
            organizaciones privilegiadas. Más profundamente se comprueba el
            empobrecimiento del mensaje evangélico en aquellos que se nutren de la
            teología escolástica en sus últimos tiempos. El fervor y la piedad popular se
            materializan y se hacen mecánicos. Cuando se consideran retrospectivamente los
            siglos transcurridos entre Gregorio I y Bonifacio VII o Martín V se advierten
            tres principios de debilidad que constituyen otros tantos peligros permanentes
            para la Iglesia cristiana, más amenazadores a medida que avanza la Edad Media.
            El primero es la riqueza. La Iglesia recibió dotaciones en cantidad excesiva.
            En los siglos XI y XII, ello se debió a motivos de
            piedad; luego fue fruto de una administración cuidadosa y de una deliberada
            política de acrecentamiento. Se perdió el espíritu cristiano de renuncia y de
            sencillez; sacerdotes y religiosos participaron en una aristocracia del dinero
            y de la propiedad, inseparable de Mammón. El segundo
            peligro estriba en la implicación en los asuntos temporales. Poco a poco se fue
            modificando la cooperación de los sacerdotes en los asuntos profanos, que
            inicialmente había sido impuesta a la Iglesia por las necesidades de la época y
            luego fue exigida por el poder temporal, el cual carecía de laicos cultos y
            cualificados. Al principio consistió en un control que permitía aplicar los
            principios cristianos. Luego se convirtió en una dependencia económica y
            política que transformó a los obispos en servidores de los monarcas. El
            espectáculo del papa comportándose como un príncipe secular, manteniendo
            relaciones políticas con las otras potencias y llegando hasta a luchar contra
            reyes cristianos no ayudó a los obispos y a los abades a apartarse de los
            asuntos temporales. La economía, que durante mucho tiempo fue sobre todo
            agrícola, y los vínculos de vasallaje, que unían a los propietarios de tierras
            con un soberano, transformaron a obispos y abades en señores y les impusieron
            las obligaciones correspondientes a sus privilegios. El obispo rico fue con
            frecuencia un absentista inveterado: dejaba su diócesis para servir al rey o
            trataba de hacer carrera en la corte pontificia. Esta fue una de las
            principales razones de la decadencia de la Iglesia en la baja Edad Media.
             Finalmente hubo a la vez penuria de
            sacerdotes competentes y plétora de eclesiásticos. Los contemporáneos se dieron
            cuenta de esto; pero desde Inocencio III hasta el Concilio de Trento no se
            buscó ningún remedio serio. Las Universidades —quizá la más importante
            innovación institucional de la Edad Media— multiplicaron el número de clérigos,
            impidiendo más que propiciando la formación del clero en cuanto tal. La escuela
            catedralicia dirigida por el obispo había desaparecido antes de que triunfase
            la Universidad. Pocas personas podían adquirir una formación teológica, que era
            larga y costosa. La dirección de los clérigos jóvenes pasó del obispo al
            canciller de la Universidad. Las facultades de letras no tenían la vocación de
            la enseñanza teológica. Los candidatos a las órdenes no estaban formados en
            materia de disciplina, de vida espiritual y de práctica pastoral, ni siquiera
            en teología.
                 Sin embargo, la Iglesia medieval dejó
            una herencia colosal y magnífica. La unidad de los fieles bajo la autoridad del
            pontífice romano iba a ser parcialmente quebrantada, pero subsistió e incluso
            se afianzó. Los escolásticos llegaron a exponer toda la doctrina y la práctica
            cristianas, y ese sistema constituye desde entonces la base de la teología
            dogmática. Las órdenes de monjes y de frailes continúan su obra de oración
            litúrgica y de acción pastoral. Después de tantos siglos, la arquitectura y las
            artes siguen dando testimonio de aquella edad de fe y de aquella época de la
            Europa cristiana. Por encima de todo, durante todo este período la vida del
            espíritu continuó en su mayor parte escondida como siempre, pero saliendo aquí
            y allá a la superficie de la historia, bien en individuos, bien en comunidades.
            No hubo ningún siglo que no produjese santos entre los sacerdotes y entre los
            laicos; ningún siglo que no produjese servidores anónimos de Dios. Su oración
            y su sacrificio aportan lo que falta a los sufrimientos de Cristo; son en todo
            momento los pilares invisibles del edificio.
               
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