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BIBLIOTECA DE HISTORIA DEL CRISTIANISMO Y DE LA IGLESIA

 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA

CUARTA PARTE (1304- 1500)

Capítulo I.—Los papas de Aviñón Capítulo II.—El gran cisma Capítulo III.—El siglo XVCapítulo IV.—La vida monástica y regular de la baja Edad MAedia (1216-1500)Capítulo V. El pensamiento medieval (1277-1500) Capítulo VI.—Herejía y revolución Capítulo VII.—El clima religioso del siglo XV Epílogo

 

La Europa del Cisma de Occidente (1378-1417)

CAPITULO I

LOS PAPAS DE AVIÑON

 

Diversas causas explican el hecho de que los papas residieran tanto tiempo en Aviñón. El traslado de la curia fue casi accidental. Elegido para el pontificado por un cónclave celebrado en Perusa, el arzobispo de Burdeos demoró su viaje a Italia para tener una serie de entrevistas con Felipe el Hermoso. La demora se prolongó porque fue preciso preparar el Concibo de Vienne (1311­1312). Luego Enrique VII invadió Italia. Desde ese momento, la curia se vio inmovilizada por tres presiones ejercidas sobre ella: había revueltas en Italia, algunos Estados pontificios se rebelaban y en la misma Roma existían movimientos contra el papa; la curia necesitaba el apoyo de Francia porque el Imperio e Italia le eran hostiles: en fin, la curia había instalado poco a poco su administración compleja y su lujosa corte en un palacio fortificado situado dentro de una ciudad rodeada de murallas. Pese a todas estas presiones, la prolongada estancia del papa fuera de Roma era desventajosa. En el plano político, el papado carecía de la seguridad y de los recursos financieros que le proporcionaban los territorios que gobernaba. Caía bajo la peligrosa influencia de Francia, de la que nunca logró desembarazarse. Era un continuo escándalo que el obispo de Roma residiese de forma casi permanente en una morada fastuosa al otro lado de los Alpes. En realidad, ésta fue la ocasión del gran cisma y el motivo de que se perpetuase.

Algunos contemporáneos —como el elocuente Petrarca y otras muchas personas santas como Catalina de Siena— agobiaron con censuras y lamentos a los papas de Aviñón. Hasta hace poco, casi todos los historiadores se hacían eco de ellos. Durante estos últimos sesenta años, gracias sobre todo al trabajo de monseñor G. Mollat, que dedicó a él toda su vida, se ha esbozado una reacción. Se ha probado hasta la saciedad que la mayoría de los papas de Aviñón llevaron una vida personal muy piadosa, que algunos hicieron serias tentativas de reforma y que crearon un sistema administrativo y financiero mucho más eficaz que el de los otros soberanos de Europa. Ha habido incluso eruditos que han justificado y defendido la técnica fiscal del papado y el sistema de las provisiones, que, sin embargo, fueron objeto de críticas feroces. En lo que concierne a la dependencia respecto a Francia, se han encontrado muchos casos de actuaciones y de proyectos políticos autónomos. La misma curia contó con muchos miembros no franceses. La situación de Aviñón en la esfera política francesa contribuyó sin duda —como lo hizo y lo sigue haciendo la presencia de la corte pontificia en Italia— a desarrollar cierto espíritu de independencia. Sin embargo, había un escándalo permanente: el espectáculo de ese soberano rico y poderoso, viviendo en un ambiente de lujo, rodeado de su burocracia, habitando en un palacio fortificado sin mantener contacto alguno con la ciudad de los apóstoles, que había sido siempre el centro de la fe. Es cierto que durante esa prolongada estancia el papado y la corte pontificia se comprometieron de forma orgánica con los modelos y objetivos del mundo temporal, y esto causó más daño a la Iglesia que los excesos cometidos antes por individuos aislados.

No obstante, la reforma administrativa emprendida en Aviñón fue real y duradera. En la Camera, el camarero y el tesorero dirigieron una gran actividad diplomática y financiera. Esta política, en su forma más perfecta, fue obra de Juan XXII. La cancillería, organizada en diversos sectores, mantuvo correspondencia entre la curia y la Iglesia del mundo entero. La reforma judicial fue especialmente obra de Clemente V, de Juan XXII y de Benedicto XIII. Hasta entonces, en las regiones lejanas se habían utilizado delegados que reunían y examinaban las pruebas y con frecuencia emitían su juicio. Pero a veces la sentencia —y siempre el derecho de recibir la apelación— estaban reservados al papa. Clemente estableció tribunales regulares: el consistorio formado por el papa y los cardenales, que desempeñaba el papel de tribunal de apelación para toda la Iglesia, y tribunales integrados por cardenales, establecidos para juzgar los asuntos que el papa les sometía. La Rota, constituida en 1331, se ocupó al principio y sobre todo de la colación de beneficios. Más tarde fue el tribunal supremo para los asuntos matrimoniales. En fin, existió un tribunal que se ocupaba de todas las cuestiones y los problemas de procedimiento, así como del problema de la ejecución de las sentencias. Además, la penitenciaría apostólica, con sus auxiliares, se ocupó de las dispensas de matrimonio, de las irregularidades canónicas y de la absolución de casos reservados.

Para financiar esta burocracia en pleno funcionamiento, así como el tren de vida de la corte pontificia, los papas no contaban ya con las rentas procedentes del patrimonio de Italia; por eso aumentaron los impuestos en cantidad y en extensión y mejoraron el sistema de percepción. En el siglo XIII casi todo el impuesto —que era modesto— era percibido por los obispos y sus subordinados o por los banqueros italianos, a los que Roma arrendaba las fuentes de ingresos. En lo sucesivo, la tarea fue ejecutada por recaudadores pontificios con amplios poderes coercitivos: censuras, excomuniones, multas. En la misma curia se crearon o aumentaron las tasas por la inscripción de cada asunto, por cada visita hecha a la sede apostólica, por cada servicio realizado por la corte pontificia. La mayor parte de esos cuantiosos ingresos se dedicaba al mantenimiento de la corte pontificia o se empleaba en limosnas, regalos y diversas donaciones. Durante varios años, casi los dos tercios de los ingresos del papado sirvieron para pagar a los mercenarios pontificios y a sus aliados en las largas y, a menudo, desastrosas guerras que se hicieron en Italia. El pueblo sufrió las consecuencias de ello y tuvo que soportar la conducta implacable de los recaudadores pontificios. En toda Europa hubo protestas duras y permanentes. La Inquisición, los abusos del sistema de las provisiones, la rapacidad terrible y a menudo escandalosa de los recaudadores, todo esto excitó el odio contra la corte pontificia. Esas tres actividades puestas en marcha y desarrolladas por el papado lesionaron de diversas formas la libertad y la propiedad privada. Con medidas y procedimientos judiciales, el sistema funcionaba siempre y pesadamente en favor de la curia y sus emisarios. Este sistema de explotación era a menudo el único lazo que existía entre el papa y los cristianos individuales. Así nació una gran amargura, que subsistió incluso cuando este régimen se liberó de sus caracteres más opresivos.

Clemente V heredó el odio que había suscitado Bonifacio VIII. Era francés y tenía buenas razones para no romper con el rey de Francia. Se encontraba, pues, en una postura particularmente vulnerable. A petición de Felipe IV anuló todas las acusaciones que Bonifacio había formulado contra el rey. En 1312 capituló vergonzosamente suprimiendo la orden de los templarios. Estos habían perdido su razón de ser con la caída de Acre en 1291; no obstante, tenían propiedades en toda Europa occidental y eran muy ricos. Multiplicaban sus bienes gracias a actividades bancarias y financieras. Tenían pocos amigos, ya que no eran fervorosos ni caritativos. No habían respondido a las sugerencias que les habían hecho el rey y el papa de fusionarse con los hospitalarios. Felipe IV ambicionaba sus riquezas y escuchó gustosamente las acusaciones formuladas contra ellos, quizá a instigación suya. En 1307 se anticipó a una pesquisa pontificia y ordenó a Nogaret detener e interrogar a todos los miembros de la orden. Mediante supercherías, torturas y confesiones forzadas se logró reunir materia para acusarlos de herejía, hechicería, blasfemia y vicios contra la naturaleza. El papa, deseoso de salvaguardar la justicia, ordenó detener a todos los templarios y entregar todos los prisioneros del rey francés a la autoridad eclesiástica. Libres del control del rey, los templarios se retractaron completamente. El papa decidió entablar de nuevo el proceso. Viéndose cogido, Felipe el Hermoso hizo todo lo que pudo para atemorizar al papa y excitar la opinión pública francesa. Los templarios fueron juzgados de nuevo por delegados del papa y por los jueces franceses simultáneamente. Muchos fueron condenados a la hoguera por haber caído en la herejía. Por su parte, el papa cedió a los deseos del rey. En el Concilio de Vienne, contra la voluntad de los padres, suprimió la orden, que no había sido condenada, sino únicamente acusada sin pruebas. Aunque hubiesen perdido el fervor de sus comienzos, los templarios eran sin duda inocentes de los crímenes concretos que se les atribuían. Clemente V cedió a las presiones del rey. La brutalidad, la rapacidad y la iniquidad que se manifestaron durante este episodio revelan de la forma más siniestra los vicios que reinaban en las altas esferas en esta época. El gesto del papa prueba hasta qué punto estaba ya centralizada la autoridad. Esto se manifiesta también en la actitud que adoptó Clemente V ante el Concilio de Vienne, cuando los padres se opusieron a la supresión de los templarios y a la entrega de sus bienes a la orden de los hospitalarios.

El sucesor de Clemente V fue elegido tras una vacante que duró más de dos años. Era un hombre de modesta apariencia, con una personalidad voluble. Sin embargo, tenía gran talento y enorme vitalidad. Coronado a los setenta y dos años, tomó el nombre de Juan XXII. Asombró tanto a los profetas como a sus enemigos, ya que vivió noventa años en medio de perpetuas dificultades y querellas. Hábil financiero, reformó el sistema de recaudación de las rentas pontificias; aumentó considerablemente los impuestos y dejó a su sucesor un balance muy ventajoso. En política fue rápido y poco moderado, y se enredó en un conflicto inútil y desagradable que iba a prolongarse después de su pontificado. En 1314, al principio del interregno, se habían destacado dos candidatos en una elección imperial muy reñida; Federico de Habsburgo, duque de Austria, y Luis de Wittelsbach, duque de Baviera. Una vez elegido, Juan XXII, por razones políticas, permaneció largo tiempo neutral. Pero cuando Luis venció a su rival en la batalla de Mühldorf y amenazó así los intereses pontificios —nombró a un vicario que le era favorable—, el papa salió de su mutismo y denunció airadamente a Luis, acusándolo de haber actuado como rey y emperador antes de que su elección fuese examinada y aceptada por la Santa Sede. Exigió la sumisión completa y declaró que, en caso contrario, procedería a la excomunión, la cual fue pronunciada, efectivamente, seis meses más tarde. Hasta entonces Luis no había hecho nada; pero contraatacó vigorosamente con el llamamiento de Sachsenhausen (1324). Declaró que el papa no tenía ningún derecho en la elección del emperador y que Juan XXII era en realidad un hereje, sobre todo por sus afirmaciones concernientes a la pobreza de Cristo. La larga y poco edificante querella que resultó carece en cierto sentido de interés histórico y político. El gran conflicto del Imperio y del papado había terminado para siempre, dada la fragmentación de Alemania, la decadencia del papado y el auge del sentimiento nacional. Por otra parte, la querella no tuvo consecuencias en el Imperio. La mayor parte de los laicos y numerosos sacerdotes no se inquietaron en absoluto por las censuras del papa ni por las denuncias del emperador y continuaron reconociendo como papa a Juan XXII y como emperador a Luis. Sin embargo, este episodio y otros asuntos diversos hicieron que el pontificado de Juan XXII fuese agitado y funesto. Tras diversas vicisitudes, Luis adquirió suficiente poder para invadir Italia en 1327. A principios del año siguiente entró en Roma y se hizo coronar por las autoridades de la ciudad. Después de esta ceremonia nombró y coronó a un antipapa. Enemistado con la Santa Sede, Luis se atrajo a algunos rebeldes famosos que no tenían más denominador común que el afán de revuelta. El primer manifiesto de Luis (1324) fue en gran parte obra de Pedro Olivi. En 1327 Ubertino de Casale formó parte del séquito del emperador. Cuando Luis entró en Roma, iba acompañado de Marsilio de Padua, a quien nombró vicario general, y de Juan de Jandun. Finalmente, en 1328, se le unieron Guillermo de Occam y el general de los f ranciscanos, Miguel de Cesena. Esta pléyade de genios revolucionarios agobió inevitablemente a Juan XXII con polémicas brillantes. El papa ofreció un blanco a sus enemigos al afirmar que la visión beatífica no tendrá lugar hasta el final de los tiempos. El papa murió cuando la controversia duraba todavía. Aunque su sucesor fue más razonable, se negó a reconocer a Luis y exigió una sumisión incondicional; en contrapartida prometió apoyar las aspiraciones de Luis a la realeza. En 1338 el emperador endureció su actitud e hizo una declaración solemne que fue ratificada por la dieta de Francfort (1338). El rey de los romanos podía ser elegido y entrar en posesión de sus derechos reales e imperiales sin ninguna intervención del papa. Esta se necesitaba solamente para la coronación y la obtención del título imperial. El nuevo papa, Clemente VI, respondió persuadiendo a Carlos de Bohemia para que hiciese la mayoría de las concesiones que se exigían a Luis. Así se permitió la elección de aquél. Luis murió poco después, en 1347, estando aún excomulgado. Su rival le sucedió dos años después en la dignidad imperial con el nombre de Carlos IV. La importancia de este monarca en la historia de Europa no nos interesa más que en la medida en que la llamada Bula de oro (1356) afectó a las relaciones entre el papa y el emperador y dibujó el porvenir de la Iglesia alemana. En ese texto se definió claramente el procedimiento electoral. Los territorios pertenecientes a los electores fueron declarados inviolables e indivisibles. Los electores formaban una especie de consejo permanente presidido por el emperador. No se atacaba al papa, pero tampoco se le mencionaba. Desde el punto de vista eclesiástico, el principal efecto de la Bula de oro fue dar una completa autonomía a los electores que eran prelados (los arzobispos de Colonia, Maguncia y Tréveris) y realzar considerablemente el estatuto de algunos otros obispos que eran señores de territorios particulares. Esto ha influido en la historia religiosa alemana hasta nuestros días.

Juan XXII, que podía recordar el tiempo de Inocencio IV y cuya vida comenzó antes y terminó después que la de Dante, tenía treinta años cuando murió santo Tomás de Aquino; pero vivió lo suficiente para canonizarlo cincuenta años después. Durante su ancianidad fue blanco de los ataques de dos hombres que difundieron ideas que iban a tener gran porvenir en la nueva sociedad que anunciaban.

Marsilio de Padua publicó Defensor pacis en 1324. Era un gran pensador carente de espiritualidad, un aristotélico para quien el mundo estaba vacío de espíritu y de gracia. Sostuvo que el papado es una institución humana que ha conquistado progresivamente su poder por la fuerza y la astucia. Admitió, al menos de palabra, la autoridad de Cristo y de la Escritura y la dignidad plena de la Iglesia. Pero redujo a la nada el dominio espiritual mediante una concepción positivista y secularizada de la vida. El poder físico y material es lo único que fundamenta la autoridad real entre los hombres. Este poder pertenecía al pueblo, que lo ha confiado a los príncipes (princeps, pars principans) o a los legisladores, cuyo poder coercitivo es materialmente válido. Las censuras espirituales tienen un valor, pero sólo en el mundo invisible y futuro. De este modo, con una argumentación asombrosamente parecida a la de los teólogos occamistas, Marsilio relegó la religión entre los trastos viejos. Centrando su atención en el poder absoluto de Dios, los teólogos occamistas despojan la ley divina normal de todo contenido real y de toda significación. Del mismo modo, Marsilio, manifestando un respeto meramente formal a las sanciones y a los sacramentos de la Iglesia, no concede realidad más que al príncipe temporal y hace de la Iglesia visible un elemento del Estado, una especie de gremio (guild) religioso. En la Iglesia, el poder supremo pertenece al concilio general convocado por la comunidad de los ciudadanos o por su príncipe, de quien recibe el papa su autoridad. Cristo instituyó únicamente sacerdotes; el episcopado y el pontificado son instituciones humanas. Las ideas de Marsilio se vieron realizadas por breve tiempo: como vicario del emperador Luis IV para los asuntos espirituales, Marsilio asistió a la elección hecha por el pueblo de Roma de un papa que tenía que suceder a Juan XXII «el hereje». Marsilio fue excomulgado. En 1327 el papa condenó lo que se consideraba doctrina de Marsilio. Sin embargo, ésta se propagó y dio frutos, primero durante el gran cisma y luego durante la Reforma en Inglaterra.

Hemos citado varias veces el nombre de Guillermo de Occam. Su vida se divide en dos partes, entre las cuales se sitúa una larga estancia en Aviñón. Cuando llegó a la corte pontificia, Occam era un joven bachiller formado por las Sentencias. Proponía con entusiasmo una lógica nueva, y se abría ante él una carrera brillante. Cuando se marchó una noche de mayo de 1328, era un hombre amargado; se había unido a la causa de los franciscanos cismáticos, a la de Marsilio y de Luis IV y afirmaba que Juan XXII era hereje. Durante los veintitrés años siguientes su pluma conoció pocos momentos de inactividad. Abandonó la lógica y la teología para consagrarse a la polémica y a la reflexión política. Poco a poco desarrolló sus tesis gracias al sutil procedimiento del sic et non. En su primera obra —Opus nonaginta dierum—, redactada muy rápidamente, atacó las decisiones del papa sobre la pobreza de Cristo y otros temas. Juan XXII le brindó una oportunidad espléndida con sus opiniones equívocas sobre la demora de la visión beatífica. Al acabar su primera obra, Occam comenzó un largo Diálogo a propósito de los errores del papa. En él pone en escena a un maestro y a un discípulo partidario del papa. De este modo pasa revista a todas las pretensiones pontificias. Discute la institución divina del papado y la infalibilidad de la Iglesia. Les opone la opinión según la cual la Iglesia es la comunidad de los fieles y no de los sacerdotes. No importaba que la herejía destrozase de arriba abajo a la Iglesia; la fe en Cristo permanecería intacta en algunos individuos. Tras estas proposiciones generales se escondía siempre la amargura de los franciscanos por la decisión del papa sobre la pobreza; estaba también la mentalidad del debutante en teología que nunca llegaría a ser profesor. La primera parte del Diálogo iba seguida de un ataque abierto contra las herejías de Juan XXII. Este vivía aún; pero su muerte no puso término a las polémicas de Occam. En la tercera parte del Diálogo, Occam vuelve de nuevo a su crítica destructiva del papado y de la Iglesia. Afirmó que el rey alemán tenía derechos divinos. Murió en Munich en 1349 sin haberse reconciliado con el papado.

Juan XXII tenía el sino de las querellas. Tuvo que soportar los ataques de muchos agitadores. El mismo provocó la confusión con su teoría de la demora de la visión beatífica. De forma inesperada, el papa pronunció en la corte pontificia una serie de sermones en los que expresó la opinión de que la visión beatífica de Dios (no la presencia de la humanidad de Cristo) está oculta a las almas hasta el juicio final. Arribistas interesados apoyaron tal tesis. La impugnaron los teólogos conservadores. Su autor la defendió con un entusiasmo decreciente y renegó de ella en su lecho de muerte. Benedicto XII, sucesor de Juan XXII, definió la creencia común en la constitución Benedictus Deus, de 1336, Pero estas controversias no agotaron la energía del indomable octogenario. Juan XXII continuó perfeccionando el sistema fiscal, combatiendo los abu­sos de la curia, luchando en Italia y organizando la actividad misionera de los franciscanos. Pueden juzgarse más o menos favorablemente su prudencia y sus métodos de controversia; pero hay que reconocer que por su energía, su per­sonalidad y sus cualidades dejó huella en la Iglesia medieval. Su pontificado es el más notable del período de Aviñón.

Después de Juan XXII se sucedieron en Aviñón cinco papas, cuyos respectivos pontificados no sobrepasaron los ocho o diez años. El primero, Benedicto XII (1334-1342), era un cisterciense de gran cultura teológica. Tenía mentalidad de reformador. Se interesó, no sin éxito, por la curia y la distribución de beneficios. Pero marcó con su sello la época por los decretos de reforma que publicó concernientes a los cistercienses, benedictinos y canónigos agustinos. Fue el último intento hecho por el papado de la Edad Media para frenar la decadencia de las Órdenes antiguas. En esta reforma alentaba la esperanza de regularizar y estabilizar las órdenes monásticas en el nivel en que estaban más bien que la de volverlas a su primera austeridad. Clemente VI (1342-1352) era un amable aristócrata aficionado al esplendor y la magnificencia. Convirtió a Aviñón en la corte más alegre de Europa, en lugar de reunión de poetas, artistas y eruditos. Cuando estaba en el apogeo de su gloria, la ciudad pontificia fue atacada por la peste negra (1348). El papa pasó la tempestad en su palacio, dando generosos socorros cuando le fue posible. Le sucedió Inocencio VI (1352-1362), jurista acomodaticio sin gran competencia política. Tuvo que soportar las consecuencias de las extravagancias de sus predecesores y de las guerras de Italia. También tuvo que sufrir los daños causados por las grandes mesnadas que devastaron la Provenza después de la tregua de Burdeos (1357) y el tratado de Bretigny (1360). Aviñón corría peligro y fue fortificado a toda prisa. Inocencio realizó algunas reformas. Se opuso severamente a los espiri­tuales y a los fraticelli, granjeándose las críticas severas de Brígida de Suecia. Le sucedió Urbano V (1362-1370), el más santo de los papas de Aviñón. Era benedictino y de origen noble. Durante todo su pontificado siguió practicando los ejercicios espirituales del claustro. Se ganó hasta la estima de Petrarca. El papado había consolidado sus posiciones en Italia gracias sobre todo a la ener­gía y el talento militar y político del cardenal español Gil de Albornoz. Urbano V dio al territorio pontificio reconquistado una constitución que ha durado hasta los tiempos modernos. Tomó la valiente resolución de regresar a Roma en 1367. Permaneció en Italia tres años y volvió a Aviñón, donde murió. En lo que concierne a la Iglesia universal, el acto más notable de Urbano V fue la bula Horribilis (1366), que ponía límites a la acumulación de beneficios. Gregorio XI (1370-1378), sobrino de Clemente VI, era un eminente especialista en derecho canónico. Tuvo una vida irreprochable y se interesó por las ciencias. Animado por Catalina de Siena, se instaló en Roma a principios de 1377, cuando sólo le quedaba ya un año de vida.

Durante los sesenta años del período de Aviñón, Europa occidental entró en una época de dificultades que iba a durar un siglo. En 1337 empezó la de­sastrosa Guerra de los Cien Años, que arruinaría y dividiría a Francia durante mucho tiempo y perjudicaría después a Inglaterra. Iba también a entregar a Europa al salvajismo de las compañías de mercenarios. En 1348-49, la peste negra acabó con un tercio de la población y aceleró diversas transformaciones económicas y sociales. Se discute hasta qué punto tuvo efectos funestos y dura­deros en la religión. Pero es cierto que durante muchos años los religiosos y sacerdotes, así como toda la población, vieron decrecer su número considerablemente.

Esta Europa atormentada y empobrecida por la guerra, despoblada y aba­tida por la peste, desprovista de todo foco de vida nueva, tuvo que sufrir otra prueba excepcional: el gran cisma.

 

CAPITULO II

EL GRAN CISMA

 

Gregorio XI tenía sólo cuarenta y siete años cuando trasladó la corte de Aviñón a Roma, poniendo fin al largo exilio de Babilonia. Si hubiera tenido suficiente tiempo y firmeza habría podido restablecer el papado en su antigua mansión y haber comenzado a formar una nueva generación de dignatarios de la curia. Pero murió catorce meses después de su regreso a Roma.

A la sazón había en dicha ciudad dieciséis cardenales. Salvo algunas excepciones, eran prelados ricos y mundanos, aristócratas de nacimiento y de aficiones. Había cuatro italianos y un español; los restantes eran franceses. Pero estos últimos estaban divididos en dos bandos implacablemente enemigos: los «limosinos» partidarios de los cuatro papas precedentes, y los otros. Fueron asediados y a veces vejados por el pueblo de Roma y de sus alrededores, que exigía un papa romano, o al menos italiano. Antes de entrar en cónclave arreglaron la elección escogiendo a Bartolomeo Prignano, gran dignatario de la curia, un italiano que había residido largo tiempo en Aviñón y que era en ese momento arzobispo de Bari. Procedieron a su elección con rapidez, entre alertas y escaramuzas. El papa subió al solio pontificio con el nombre de Urbano VI. Muy pronto se reveló como un déspota brutal, autoritario y cruel. Acusó a los cardenales, los insultó bajo pretexto de corregirlos y torturó a los recalcitrantes. En vista de esto, los cardenales franceses se marcharon en bloque, sumándoseles los italianos. Tras infructuosas negociaciones en las que intervino santa Catalina de Siena, eligieron por unanimidad al cardenal Roberto de Ginebra, joven competente, rudo y arrogante, primo del rey de Francia. El nuevo papa tomó el nombre de Clemente VII y partió para Aviñón. Los dos partidos comenzaron a pedir ayuda por toda Europa, creando cada uno sus cardenales y excomulgando a sus adversarios. En unos años Europa se dividió en dos obediencias aproximadamente iguales. El Imperio en general, Hungría, Bohemia, Flandes, Países Bajos, Inglaterra, Castilla (al principio) y algunas re­giones de Italia aceptaron a Urbano VI. Francia, Escocia, Saboya, Austria y, más tarde, Aragón y Navarra reconocieron a Clemente VII. Ambos campos hicieron una intensa propaganda. Entraron en juego factores políticos. Tras algunos años, todos perdieron la esperanza de ponerse de acuerdo respecto a quién era el papa legítimo.

Podemos preguntarnos a qué se debió el cisma, por qué fueron inútiles los esfuerzos que se hicieron para solucionarlo y quién fue el papa legítimo.

Por lo que respecta a la última pregunta, el problema está en averiguar si la elección de Prignano, que por lo demás fue canónica, estuvo condicionada por el miedo. A pesar de las reservas de algunos grandes historiadores, todas las pruebas existentes parecen demostrar que las presiones que ciertamente ejerció el populacho romano no debieron de bastar para coaccionar a hombres razonablemente íntegros y valerosos. Cuando empezaron a defenderse, los cardenales sólo alegaron en segundo lugar la excusa del miedo. De hecho, el problema insoluble no es histórico, sino psicológico. ¿Cómo es posible que hombres experimentados se engañaran respecto al carácter y las cualidades de una persona a la que conocían desde hacía años? O bien a la inversa, ¿cómo un carácter pudo cambiar y empeorar con tal rapidez?

En cuanto al otro problema, puede encontrarse una razón inmediata en el hecho de que el reducido colegio cardenalicio carecía de energía moral y espiritual. Eran hombres ricos y ambiciosos que tenían la misma formación y las mismas opiniones, pero que estaban divididos entre sí por querellas personales y nacionales. Los papas de Aviñón cometieron el error de reducir el colegio cardenalicio a un pequeño grupo de arribistas competentes, pero de miras estrechas, que pertenecían en su mayoría al mismo grupo étnico y defendían celosamente su función colegial, pero no tenían conciencia de las profundas necesi­dades de la Iglesia y de sus inmensas responsabilidades espirituales. En los textos que relatan el cónclave decisivo no se observa ninguna señal de preocupación por el bienestar espiritual de la cristiandad. Podemos preguntarnos finalmente por qué la elección de 1378 implicó una división general y duradera, en tanto que los cismas precedentes habían sido locales, breves o insignificantes. La respuesta es la siguiente: durante el otoño de 1378 cayó sobre Europa como una niebla un sentimiento de impotencia y frustración; tal sentimiento se debía al hecho de que el cisma no era entre dos papas elegidos por dos partidos o dos señores, sino entre dos papas escogidos por el mismo grupo pequeño. Todos los que avalaban la primera elección estuvieron implicados en la segunda. Además, cuando los rivales se rodearon de numerosos cardenales recién creados, los intereses fueron suficientemente importantes para imposibilitar un examen objetivo de la situación.

Sin embargo, hubo tentativas para arreglar el conflicto por medio de pruebas positivas y por la violencia (per viam facti). Inmediatamente después de la segunda elección, los cardenales publicaron una declaratio para justificar su actuación. La curia de Urbano VI publicó en respuesta un memorándum riguroso, apoyado en documentos, que es una de las pruebas más importantes que existen de aquella época. El memorándum de los partidarios de Urbano está corroborado por el testimonio que dio Catalina de Suecia ante una comisión instituida en 1379. Santa Catalina de Siena, que estaba entonces en Roma, pensaba también que el papa legítimo era Urbano VI. En favor de la otra parte aboga la relación hecha por san Vicente Ferrer. Así, pues, los dos campos contaron con partidarios de elevada moralidad. Los mismos historiadores modernos, a pesar de las pruebas establecidas antes de ellos, se han mostrado incapaces de ponerse de acuerdo. Con mayor razón sucedió lo mismo a los contemporáneos, que carecían de informes completos y oficiales. Además, cuando Europa se dividió de acuerdo con sus inclinaciones nacionales, se desvanecieron todas las esperanzas de solución razonable. Los dos campos recurrieron al anatema, la propaganda, la intriga e incluso la violencia. Pronto se puso de manifiesto que estaban condenadas al fracaso todas las tentativas de establecer los hechos o de llegar a una solución de facto.

Se vio con claridad que había dos obediencias pontificias, provistas ambas de una curia eficaz que funcionaba según el modelo tradicional, aferradas ambas a su derecho de jurisdicción universal y con amplio apoyo en Europa. Hubo entonces dos tipos de intentos para salir del conflicto. La via cessionis, que consistía en lograr la renuncia de uno de los dos rivales o la de ambos, y la via concilii, consistente en reemplazar a los dos rivales por un concilio general. El primer intento resultó inviable: ninguno de los dos papas quiso ceder. Cuando moría el papa de un bando, en seguida se nombraba un sucesor. Se hicieron promesas y ofertas de dimisión, pero nunca se cumplieron. Al cabo de treinta años seguían existiendo dos papas enfrentados.

Canonistas y publicistas se mostraron muy activos. Algunos historiadores actuales que conocen bien la Iglesia postridentina y la posterior a 1870, y que frecuentemente están más familiarizados con la época de Gregorio VII y de Inocencio III que con la del gran cisma, han afirmado que, entre 1076 y 1378, la única alternativa viable con que contaba la teoría ortodoxa de la monarquía pontificia era la teoría imperial, que estaba ya en decadencia y que finalmente fue abandonada. De hecho, la situación social y eclesiástica, así como la reflexión de los canonistas, habían hecho nacer una teoría afín a la de la monarquía, según la cual la Iglesia era una corporación o más bien una jerarquía de corporaciones, siendo la más baja la de los creyentes y la más elevada la del colegio de cardenales. Según esta concepción, el papa estaba instituido por Dios para el gobierno supremo, pero los diversos cuerpos conservaban derechos imprescriptibles. La naturaleza de esos derechos difería según los canonistas. Para Hostiensis, citado con frecuencia como «papal», el colegio de los cardenales formaba un solo cuerpo con el papa; por consiguiente, en caso de vacante del trono pontificio, los cardenales ejercían una autoridad completa; en caso de muerte de todos los cardenales, la autoridad recaía sobre toda la Iglesia reunida en concilio general. Partiendo de esta concepción, fácilmente podía llegarse a considerar —como Juan de París— que el poder del papa estaba limitado por las necesidades de la Iglesia. Un papa incompetente, hereje o pecador podía ser depuesto. Había aquí una dirección de pensamiento que podían desarrollar de diversas maneras los cardenales que habían elegido a Clemente VII y los pensadores preocupados por el problema de la división de la cristiandad. Pero existían otras posibles direcciones de pensamiento. Marsilio y Occam expre­saron opiniones más radicales e individualistas. Cada cual exaltó a su modo el concilio general, que representaba al cuerpo de los creyentes, opuesto al papa. Estas ideas penetraron en los círculos universitarios varios años antes de 1378.

De hecho, las Universidades (en particular la de París) iban a desempeñar un papel preponderante en los debates comenzados. Desde hacía unos dos siglos, la Universidad de París marcaba la pauta en la Europa intelectual. Las otras Universidades, sobre todo la de Oxford, procuraban igualarla, pero no lograban arrebatarle la primacía. En el siglo XIV ocurrió un cambio. La gran guerra entre Inglaterra y Francia había interrumpido las relaciones entre Ox­ford y París; treinta años después, el cisma sustraía algunas regiones a la in­fluencia de París. La Universidad se convirtió entonces en una institución casi enteramente francesa. Entre sus alumnos estaban todos los grandes eclesiásti­cos y algunos juristas franceses. Se vio limitada su área de influencia; pero le sirvió de estímulo el sentimiento de haber perdido parte de su prestigio. Entró en un período de lucha intelectual y estuvo representada por una serie de hom­bres notables. El primero de ellos fue Conrado de Gelnhausen (1380), que pidió la convocación de un concilio general en su Epístola concordiae. Pretendió que la Iglesia universal era superior a los papas y a los cardenales y que «lo que concernía a todos debía ser tratado por todos». Contra el principio de que sólo el papa puede convocar el concilio, Conrado —discípulo de Occam— argumentó que la necesidad no puede estar supeditada a la ley y que el caso de cisma no había sido considerado por los canonistas. Después de Conrado hay que mencionar a Enrique de Langestein, quien sostuvo en su Epístola pacis (1381) que la Iglesia tiene derecho a deshacerse de un papa mal escogido y perjudicial. Estos dos pensadores estuvieron a la cabeza de un grupo impor­tante de publicistas. En la generación siguiente destacaron Pedro de Ailly y Juan Gerson, que no ejercieron gran influencia.

Al morir en 1389 Urbano VI, el papa romano, fue reemplazado inmediata­mente por Bonifacio IX sin ningún incidente. En cambio, a la muerte de Clemente VII, ocurrida en Aviñón el año 1394, el rey de Francia trató de impedir la elección; pero fracasó en su intento. Aunque todos los cardenales se habían comprometido con juramento a dimitir si la elección recaía sobre ellos, fue elegido el español Pedro de Luna, y subió al solio pontificio con el nombre de Benedicto XIII. No manifestó en absoluto la intención de abdicar y resistió a los esfuerzos del rey de Francia y de su propio rival, que querían que dimi­tiese. Así, en el momento en que un papa español trataba por todos los medios posibles de obtener de Francia el maximum de ingresos, el clero francés y la Universidad de París organizaron un nuevo movimiento. Durante una asam­blea celebrada en 1396 se propuso abandonar la obediencia de Benedicto XIII para forzarle a dimitir. Fue un fracaso. Pero, durante otro sínodo reunido en 1398, la Universidad, apoyada por el gobierno, actuó según su parecer. Pre­textando que el papado había suprimido unas libertades existentes desde tiem­pos inmemoriales y que sólo el rey tenía el derecho de imponer tributos al clero, de disfrutar las rentas de los beneficios vacantes y de designar para todos los beneficios de Francia, la asamblea se apartó solemnemente de la obediencia pontificia, aun admitiendo la autoridad puramente espiritual del papa. Esta fue la primera manifestación de lo que más tarde se llamará galicanismo. Tal pos­tura resultaba de la fusión de dos corrientes de opinión: el desarrollo de la mentalidad secular y racionalista en los reyes de Francia desde los tiempos de Felipe el Hermoso y los recelos de la Universidad frente al papado, recelos que aumentaron cuando los papas apoyaron a los frailes en su lucha contra la Uni­versidad y el episcopado. En ambos campos influyeron factores económicos: el rey esperaba aprovecharse de los impuestos y censos que correspondían al papa; la Universidad esperaba ejercer los derechos de presentación de que go­zaba el pontífice. Al principio pareció que el movimiento lograba imponerse: los cardenales abandonaron a Benedicto XIII y pretendieron gobernar la Igle­sia. Se presionó al papa para que huyera, pero él resistió. Los franceses pronto vieron con disgusto la conducta y la rapacidad del gobierno y de los que habían sustituido a los agentes pontificios. Desde el principio protestaron contra la retirada algunos obispos resueltos. Francia volvió a la obediencia en 1403. Durante los años siguientes hubo varias tentativas, sinceras o simuladas, de solucionar el conflicto por la «vía de la dimisión». Los dos papas se aproxima­ron en los Alpes ligúricos sin llegar a establecer el contacto que ambos afirma­ban desear; pretendían tener la intención de preparar una dimisión común. Gregorio XI, el papa romano, se dejó maniobrar moralmente. Ya hacía tiempo que Europa había perdido la paciencia. En 1407 se convino secretamente una segunda retirada de Francia de la obediencia pontificia. En la primavera de 1408, los cardenales de las dos obediencias se rebelaron contra las tergiversa­ciones de los dos papas rivales y emprendieron una acción común. Anunciaron que el 25 de marzo de 1409 se iba a celebrar en Pisa un concilio general. Lla­maron a los dos rivales. Cada papa replicó convocando su propio concilio, Be­nedicto XIII en Perpiñán y Gregorio XII en Cividale. Sin embargo, el Concilio de Pisa se celebró; los obispos eran poco numerosos, pero ampliamente repre­sentativos. El concilio depuso a los dos papas y eligió al franciscano Alejan­dro V. Este recibió como consigna un programa de reformas que nunca se cumplió. Cuando murió, un año después, fue elegido Baltasar Cossa; el nuevo papa, que tomó el nombre de Juan XXIII, carecía de todas las cualidades mo­rales y espirituales requeridas. Sus cardenales fueron Zabarella y Pedro de Ailly. En la cristiandad hubo entonces tres pontífices. El tercero fue un indi­viduo personalmente indigno y, en el plano canónico, y según la opinión general, un usurpador. La Iglesia se encontraba en un camino sin salida. Salió de él gracias al rey Segismundo. Este monarca, que iba a ocupar el primer plano de la escena europea durante treinta años, era el hijo más joven del emperador Carlos IV; fue sucesivamente gran elector de Brandeburgo, rey de Hungría (1387), emperador (1411) y rey de Bohemia (1419). Competente, enérgico, ambicioso, provisto de muchos medios, luchó con afán y consiguió que Juan XXIII convocara un concilio en Constanza para noviembre de 1414. Segismundo y la opinión pública, que deseaba la terminación del cisma, se habían asegurado la aprobación general. El Concilio de Constanza empezó en un ambiente de paz. Hubo gran número de participantes y pronto tomó un rumbo original. La desconfianza hacia el papa y los cardenales, así como el nacionalismo naciente —excitado por la hostilidad que reinaba entre Inglaterra y Francia—, condujeron a dos innovaciones importantes. Primero se discutía y votaba por grupos nacionales. Luego fueron admitidos muchos teólogos que no eran obispos. Esto aseguró una posición fuerte a los universitarios, que sostenían la supremacía del concilio sobre el papa y la necesidad de celebrar concilios periódicos. Pedro de Ailly, ya cardenal, era un «conciliarista» extre­mista. Gerson, más conservador, proponía una reforma limitada. Zabarella sos­tuvo con cierta moderación la superioridad del concilio. Teodorico de Niemtra mucho más insistente y radical y proclamaba la superioridad de la Iglesia uni­versal. Una vez llegados a Constanza todos los padres conciliares, el concilio adquirió importancia y fue realmente representativo. Se trataron en él los asuntos curiales e imperiales. Durante tres años, Constanza fue la capital de Europa.

El concilio comenzó condenando a Juan Huss y dividiéndose en cuatro naciones de desigual importancia, pero iguales desde el punto de vista del número de votos. Tras largas vacilaciones, Juan XXIII consintió en abdicar con la condición de que hiciesen lo mismo sus dos rivales. Gregorio XII aceptó la propuesta. Pero antes de que Benedicto XIII se pronunciase, Juan XXIII se evadió disfrazado, imitando así lo que habían hecho sus dos rivales. Aban­donado a sí mismo, el concilio decidió que tenía plena autoridad para continuar las sesiones. El 6 de abril afirmó, en el célebre decreto Sacrosancta, que su auto­ridad procedía directamente de Cristo y reivindicó la jurisdicción universal —incluso sobre el papa— en materia de fe y de reforma. Los padres comenza­ron entonces a descargar sobre Juan XXIII innumerables acusaciones. Fue condenado —justamente— y depuesto. Unos días después se logró la dimisión de Gregorio XII; Benedicto XIII se resistió esperando sobrevivir a los otros dos papas. No fue depuesto hasta 1417. El concilio cayó en un marasmo. La ausencia de Segismundo, la guerra entre Inglaterra y Francia, las divisiones entre armagnacs y borgoñones, las fricciones personales y nacionales y sobre todo la carencia de una autoridad única fueron los factores que paralizaron el espíritu de iniciativa. El concilio se enredó en querellas amargas vanas y fútiles. Sin embargo, se creó una comisión para proponer capítulos de reforma. Cada nación propuso un orden de prioridad particular: los alemanes hicieron los planes más amplios y realistas; los ingleses, los más moderados, y los franceses, los más revolucionarios. Al regresar a Constanza, Segismundo se encontró con un concilio agotado y desunido. Comprobó que también su prestigio había dis­minuido. Cuando al fin se eliminó a Benedicto XIII (1417), quedaba expedito el camino para la elección de un nuevo papa. Pero el concilio estaba dividido en la cuestión de si la elección debía preceder o no a la reforma. Cuando se solucionó este problema, la controversia recayó sobre quién debía elegir: el colegio, reforzado por los cardenales, cuyas cartas credenciales eran sospechosas, o el concilio, que no tenía autoridad canónica. Se llegó a un compromiso. Pero antes de la elección los padres publicaron otro decreto llamado Frequens (9 octubre 1417), según el cual el concilio tendría que reunirse cinco años después, luego a los siete años y en fin cada diez años regularmente. Se publicaron otros decretos para poner límites a las exacciones financieras del papado. Poco antes de la elección murió el cardenal Zabarella, partidario de la supremacía del concilio. Prudente, moderado, irreprochable, hubiera podido obtener el voto de los electores. El día de san Martín, un breve cónclave eligió a un romano de pura cepa, Odón Colonna, que tomó el nombre de Martín V. Esta elección auguraba una actuación conservadora y manifestaba una falta de consi­deración respecto a Francia y al emperador Segismundo. No obstante, ponía fin a un cisma que había durado treinta y nueve años.

Se ha discutido con frecuencia la ecumenicidad de los decretos del Concilio de Constanza. No puede haber dudas sobre las sesiones (42 a 45) a las que asistió Martín V ni sobre aquellas en que fue condenada la doctrina de Wicleff ni sobre la decimoquinta, en que se condenó a Juan Huss. En efecto, estas decisiones fueron reiteradas por el papa y publicadas de nuevo en la bula Inter cunetas el 22 de febrero de 1418. Por otra parte, Eugenio IV aceptó en conjunto los dos Concilios de Constanza y Basilea, pero rehusó expresamente toda disminución de los derechos, dignidad y preeminencia de la Santa Sede. La cuestión queda en suspenso, ya que el decreto Sacrosancta, de la quinta sesión (15 abril 1415), declara que el concilio recibe su autoridad de Cristo y que todos, incluido el papa, están sometidos a él en materia de fe y de reforma. Desde el punto de vista estrictamente teológico, este decreto no constituye una decisión infalible, puesto que ningún papa lo ha aceptado. Si se le considera en sí mismo, se puede discutir incluso que se trate de una definición auténtica de la fe. Aparte del hecho de que cardenales importantes elevaron protestas y muchos se abstuvieron o no participaron en la votación, el decreto fue una decisión precipitada para afrontar una situación inesperada en un momento en que el concilio estaba sin cabeza por la marcha de Juan XXIII. Algunos histo­riadores han sostenido recientemente que, vista la incertidumbre que reinaba en la época, y en virtud de principios canónicos tradicionales, un concilio tenía plena autoridad (provisionalmente) y que, por tanto, Juan XXIII era un papa legalmente elegido. En esta hipótesis, el Concilio de Constanza había gozado de legitimidad no sólo mientras asistió el papa, sino también durante el período caótico que siguió a la huida y condenación de Juan XXIII. Si se acepta este parecer, hay que reconocer que el concilio estaba amenazado de extinción. Pu­blicó el decreto Sacrosancta para resolver el problema salvaguardando su exis­tencia. Luego, no todos los padres conciliares juzgaron que se había resuelto el problema. Sin duda, muchos de los que asistían al concilio querían llegar a una solución. Es igualmente probable que si el cisma hubiera durado y se hubiera aplicado el decreto Frequens, el decreto Sacrosancta habría sido am­pliado y reiterado de forma más regular. Pero las cosas no ocurrieron así. Hubo que esperar casi dos siglos para que el Sacrosancta se convirtiese en la consigna de los teólogos galicanos.

El nuevo papa mostró en seguida que no se podía pensar en ningún tipo de reforma radical. Las medidas que adoptó respecto a la curia perpetuaron prácticas que todos los programas de reforma consideraban censurables. Sin embargo, gracias a pequeñas medidas reformadoras y gracias a la restauración eficaz del mecanismo curial, el papa favoreció el retorno progresivo al funcio­namiento normal. Consagró casi todas sus energías a poner en orden el organis­mo pontificio y especialmente a equilibrar sus gastos. Aunque al principio de su pontificado proclamase la supremacía tradicional de la Santa Sede, se atuvo a los decretos de Constanza y convocó un concilio en Pavía el año 1423. A esta asamblea asistieron escasos participantes. Se trasladó a Siena, fue aplazando su conclusión y finalmente la disolvió Martín V en marzo de 1424. La responsa­bilidad del fracaso de esta tentativa de reforma recayó sobre el papa. Creció el descontento. Los husitas de Bohemia no cedieron. Por todas partes se recla­maba insistentemente la reunión de otro concilio en la fecha prevista por el Frequent. El papa cedió y publicó una bula convocando un concilio en Basilea en 1431. Nombró legado al joven cardenal Julián Cesarini, hombre intachable, instruido y atrayente, que se preparaba ya para capitanear una cruzada contra los husitas. Martín V murió antes de comenzar el concilio.

La historia del Concilio de Basilea (1431-1449) es mucho más complicada que la del Concilio de Constanza. A este concilio asistieron menos participan­tes, menos obispos y más universitarios. La Iglesia de Europa estuvo amplia­mente representada. No tuvo jefes de la talla de Ailly y de Gerson; pero este defecto se vio compensado por la influencia preponderante de Cesarini. La gran mayoría de los padres eran o se hicieron adversarios de la supremacía monár­quica del papa. Pero hubo opiniones muy diferentes: desde los que sostenían que el papado era una institución divina, pero no infalible, hasta los que juz­gaban que el cuerpo sacerdotal o incluso el cuerpo de los creyentes tenía la soberanía suprema en materia de fe y de gobierno. Casi todos sostenían que, en aquellas circunstancias, el concilio general poseía una autoridad superior a la del papa. No obstante, hay que recordar que todos estaban convencidos de que, en cualquier caso, el papa era el poder ejecutivo y la cabeza de la Iglesia, y que la mayoría de los obispos y de los laicos, fuera del concilio, así como un grupo de teólogos conservadores y competentes, seguían adheridos a la doctrina tradicional. Fueran cuales fuesen los errores y el fracaso final del Concilio de Basilea, una cosa es cierta: una importante asamblea internacional pudo durar y ejercer una actividad enérgica durante dieciocho años.

La primera fase fue la que tuvo más éxito. Gracias a los debates y a una hábil diplomacia, el concilio moderó y arregló provisionalmente la querella que oponía a husitas y católicos ortodoxos. El prestigio de la asamblea fue tal que el nuevo papa, Eugenio IV, fino político y obstinado defensor de la supre­macía pontificia, renunció a disolver el concilio y durante algún tiempo aprobó sus decisiones. La tentativa alcanzó su apogeo con los decretos de 1433, que abolieron la reservación de beneficios por el papa, y con los de 1435, que abo­lieron todos los honorarios que acaparaba la curia, incluidos los que se pagaban por la colación de beneficios y por las designaciones, así como las anatas. Euge­nio IV tuvo la suerte de que el emperador griego necesitase ayuda y desease, por tanto, la reunión con Occidente. Esto le permitió tomar de nuevo la inicia­tiva. El concilio saboteó las negociaciones. El papa satisfizo las peticiones griegas trasladando el concilio a Ferrara (luego a Florencia) y estableciendo un or­den del día. A la nueva, asamblea acudió un número reducido de padres. Des­pués de un gran debate, el Concilio de Florencia selló una unión artificial (1438-1439). El Concilio de Basilea exigió que el papa diese cuenta de su actuación y finalmente lo depuso por herejía en 1439. Eligió como antipapa al duque de Saboya, Félix V, que se había retirado del poder. Pero, gracias a su éxito con los griegos y a su habilidad diplomática, que le permitió satisfacer a los reyes y príncipes por medio de concordatos diversos, Eugenio IV privó al concilio de todo apoyo y prestigio. Sin embargo, la asamblea tardó todavía diez años en disolverse. En 1449 terminó el período de los concilios y de los papas rivales. Amanecía la época de la autocracia temporal y de la revolución teológica.

El lector se extrañará probablemente de que la doctrina de la supremacía monárquica del papa, propuesta unánimemente en el siglo XIII por los papas, los teólogos y los canonistas, se desarticulase en apariencia en menos de cincuenta años para dar paso a opiniones casi enteramente opuestas, algunas de las cuales fueron presentadas como doctrina cristiana por organismos que pretendían representar a la Iglesia universal. No se resuelve del todo la dificultad respondiendo que la mayoría silenciosa de sacerdotes y de fieles no se vio afec­tada por este movimiento de opinión.

En primer lugar debemos distinguir entre la doctrina fundamental y la superestructura. La creencia general en que la Santa Sede tiene la supremacía por ser roca de la fe y fuente de la autoridad ha sido corriente en la Iglesia occidental desde la más remota antigüedad. La superestructura propuesta por los canonistas y los publicistas del siglo XIII fue, al menos en parte, algo personal y provisional, expuesto —como todos los movimientos de opinión y de pensamiento filosófico— a las más diversas reacciones. Parece históricamente exacto que esas reacciones —tal como se manifiestan en los escritos de Marsilio y de Occam— fueron tan importantes y tan profundas como el movimiento de centralización de los dos siglos precedentes y se vieron favorecidas por la pér­dida de prestigio que sufrió el papado de Aviñón. Sin embargo, muchos histo­riadores consideran que sin el «accidente» de la doble elección de 1378 no habría habido una época «conciliar». En todo caso, el cisma existía desde hacía doce años, cuando los «conciliaristas» —es decir, no sólo los que aboga­ban por la reunión del concilio, sino también los que concedían a éste un poder soberano— se convirtieron en jefes influyentes de un gran movimiento de opinión. La importancia de este movimiento no se debió primariamente al atractivo intrínseco de la doctrina, sino al hecho de que no había esperanza de encontrar otros medios para poner fin a una situación insoportable y a la repug­nancia profunda que inspiraba la conducta de casi todos los candidatos a la dignidad pontificia. Sin embargo, los «conciliaristas» fueron en general hom­bres políticos o universitarios. Los otros miembros de la Iglesia, que no tomaron la palabra, se sentían probablemente tan alejados de Gerson o de Occam como sus antecesores lo habían estado de Inocencio IV y de Tolomeo de Luca. No eran conciliaristas ni papistas. Estaban exasperados por los desórdenes del cisma. Continuaban siendo fieles ortodoxos, no manifestaban ninguna fidelidad personal al papa y, en la práctica, no creían que el papado influyese en sus creencias y actuaciones. Pero sabían que el organismo de la Iglesia exigía —y poseía— un guía y un maestro para mantenerse en la dirección justa. La facili­dad con que Martín V restauró la posición del papado es un indicio de la in­fluencia que tenía la institución en la conciencia política de la época. Es evi­dente que, a largo plazo, los concilios resultaron incapaces de ocuparse de las divisiones entre cristianos y de los movimientos de reforma. Más importante, aunque menos ruidoso, fue el retorno del pensamiento tradicional tal como se manifestó en las controversias con los griegos durante el Concilio de Florencia, en la apologética de Tomás Netter y en las obras de la nueva escuela tomista.

Sin embargo, los concilios ejercieron alguna influencia. Podría preguntarse cómo se habría restablecido sin ellos la-unidad de la Iglesia. Por otro lado, el Concilio de Constanza, por la confianza que puso en Segismundo, y el Concilio de Basilea, por la obstinación con que se aferró a posiciones insostenibles, favorecieron mucho el influjo de la autoridad secular sobre la religión. Esto iba a constituir un rasgo característico de los dos siglos siguientes.

El escándalo y la dislocación de la vida normal; de la Iglesia durante el cisma fueron ciertamente fenómenos importantes; pero es probable que dificultasen el curso de la vida eclesial menos  de lo que se cree. La división de Europa era regional, pero no local o personal, salvo raras excepciones. Al me­nos hasta 1409, las obediencias funcionaron con gran eficacia. Está claro que Europa en su conjunto era aún firmemente católica y que su fe no se quebran­tó. Por debajo de la jerarquía, es probable que ni los sacerdotes ni el pueblo se viesen afectados por el cisma. Al menos en lo que concierne a Inglaterra, hay que advertir que los lectores de los largos poemas de Chaucer (1340-1400) y de Langland (1330?-1400) y de las reflexiones de Juana de Norwich (1342­1416) no pudieron pensar que la Iglesia atravesaba una crisis de gobierno sin precedentes. Sin embargo, el cisma influyó desde dos puntos de vista. Las ór­denes religiosas centralizadas se dividieron en dos partes: el general de la orden o la casa madre estaban separados de la mitad de sus miembros. Con el tiempo se constituyó una organización doble en algunos sectores (como entre los frailes). En otros casos hubo una devolución de poderes. Así, en Inglaterra, los cluniacenses, los cistercienses y los premonstratenses estuvieron dirigidos algún tiempo por superiores ingleses o por casas inglesas importantes (por ejemplo, Welbeck). En cuanto se restableció la unidad, los frailes tuvieron dificultades para volver al estado anterior. Pero las órdenes más antiguas y menos rigurosamente centralizadas tendieron a estabilizarse en grupos nacionales. Otra consecuencia general del cisma fue la desvalorización de los privilegios y exenciones. El motivo fue la liberalidad con que los papas concedieron favores a cambio de dinero contante. La disciplina monástica y eclesiástica sufrieron las consecuencias y nunca pudo recobrarse del todo el terreno perdido.

Al favorecer la relajación de la disciplina espiritual y al mantener e incluso aumentar la carga de los impuestos pontificios, el cisma hizo aún más necesaria la reforma en la cumbre y en la base de la Iglesia. Esta exigencia fue aumentando con el paso de los años y alcanzó su apogeo en la primera fase del Concilio de Basilea. La lección que Europa pudo aprender de la «época conciliar» es que los concilios eran incapaces de satisfacer la exigencia de reforma y los papas no estaban dispuestos a darle respuesta.

 

CAPITULO III

EL SIGLO XV

 

1. Repercusiones del cisma

 

La larga debilitación del papado y el desarrollo de las teorías políticas de la época conciliar tuvieron una consecuencia tan importante como funesta: el poder secular afianzó su control sobre las Iglesias nacionales. Este fenómeno adoptó formas diversas en los distintos países.

Hemos visto que, tras la conquista normanda, surgió en Inglaterra un largo conflicto que enfrentó a los reyes y sus gobiernos (partidarios de la costumbre antigua de que la corona controlase las elecciones, excomuniones y directivas pontificias) con algunos eclesiásticos que se ajustaban al derecho canónico. A fines del siglo XII, la Iglesia se adhirió, en el plano teórico, a las tesis del papado. Excepto en lo relativo a algunos puntos secundarios, se admitió que el derecho canónico y las decretales obligaban al clero inglés y estaban sancio­nados por los tribunales ingleses. Esto no significa que no se encontrasen resis­tencias. A partir del reinado de Eduardo I (1272-1307), el trono y el parla­mento protestaron a menudo contra las exacciones y las provisiones pontificias. Este movimiento alcanzó su apogeo con el estatuto de los provisores (1351) y el Praemunire (1353), que prohibieron a los ingleses aceptar de Roma un beneficio, recurrir a la Sede apostólica en los procesos que se seguían en Ingla­terra y aceptar las bulas pontificias. Estas leyes fueron reiteradas en 1380. Se prohibió sacar del reino sumas de dinero destinadas al papa. Es verdad que estas medidas fueron ante todo defensivas y las adoptó el gobierno para calmar el descontento de la opinión pública, para disuadir a Roma de toda tentativa, de explotación y para colocar al rey en posición favorable a la hora de negociar. Era un modo de replicar a la Clericis laicos, pero no resolvía el problema de la relación entre los dos poderes. Estas medidas tuvieron escasos efectos prácticos inmediatos. No iban dirigidas contra la autoridad espiritual del papa; pero eran bastante atrevidas y ejercieron cierto influjo en el continente.

Como ya se ha dicho, la Iglesia de Francia abandonó la obediencia de los papas de Aviñón en 1398. Luego la reanudó, para abandonarla otra vez en 1403 y restablecerla finalmente en 1406. Esta política no duró. En 1406, un con­cilio dominado por la Universidad de París —con portavoces como Pedro le Roy, abad de Mont Saint-Michel, y Juan Petit— tomó decisiones importantes, que fueron sancionadas por Carlos VI en 1407. Declaró inadmisibles las pro­visiones pontificias, la percepción de las anatas, las procuradurías, los ingresos percibidos en caso de vacantes, los diezmos y otros impuestos. El concilio afirmó de nuevo la plena obediencia debida al papa como soberano espiritual de la Iglesia, excepto en un punto muy importante: puso la autoridad del con­cilio general por encima de la que corresponde a los decretos pontificios. Con razón se ha dicho que esta afirmación señalaba el comienzo del galicanismo. Se apoyaba teóricamente en dos postulados: el primero consistía en que el rey de Francia había disfrutado desde tiempo inmemorial de ciertos derechos de impuestos, rentas y designación en la Iglesia de Francia; el segundo era que la autoridad pontificia estaba limitada por el derecho canónico considerado an­tiguo, que se fundaba sobre todo en decisiones conciliares. El rey sacaba pro­vecho del primer postulado. De hecho ejercía su control sobre la administración y las finanzas de la Iglesia. La libertad resultante para la Iglesia galicana se ba­saba en el nuevo postulado de que las decretales y las bulas pontificias eran inválidas si contradecían o rebasaban los decretos conciliares o el derecho ca­nónico anterior a Graciano. El corolario que se deducía de esto (es decir, que las declaraciones pontificias sólo eran irreformables e infalibles cuando las acep­taba un concilio general) representaba una extensión del principio según el cual las decisiones conciliares constituían la autoridad suficiente e incontes­table.

Esta postura era insostenible desde el punto de vista histórico, canónico y teológico. El hecho de que se adoptase y se mantuviese con éxito se explica por el desarrollo del espíritu nacional explotado por la monarquía, por las difi­cultades en que se hallaba el papado durante el gran cisma y por el influjo de una doctrina disolvente que se extendió a todos los niveles y que se remontaba a Marsilio de Padua, a Guillermo de Occam y a sus discípulos.

Los acuerdos de 1406-1407 caducaron pronto. Martín V procuró reafirmar los derechos pontificios que admitía toda la Iglesia. En Francia, el rey y la Uni­versidad estaban dispuestos a disminuir sus exigencias para obtener una ventaja inmediata. En la asamblea del clero en Bourges se elaboró un reglamento de mayor duración, que fue ratificado inmediatamente por la «pragmática san­ción» de 1438. Este texto no es tan revolucionario como se ha creído. Seguía en general las declaraciones del Concilio de Basilea y se esforzaba por resta­blecer el estado de cosas que existía antes de la llegada de los papas a Aviñón. Puede resumirse del siguiente modo:

1) Se aprobó el decreto Frequens (que imponía un concilio cada diez años) y se afirmó la superioridad del concilio sobre el papa, con el corolario de que el rey de Francia no estaba sometido a ninguna autoridad superior en el campo político.

2) Las elecciones y colaciones de beneficios debían ser «libres» y corres­ponder a los mismos grupos y personas que en el pasado. Se admitían las re­servaciones pontificias decididas por las decretales y por el Liber Sextus, pero no las que habían sido decretadas en fecha más reciente.

3) Se abolían las anatas y los impuestos pontificios en general; pero se establecía una provisión para subvenir a las necesidades de Eugenio IV.

4) El procedimiento de apelación debía ser el que existía en la época de Bonifacio VIII. Todos los asuntos que se tramitaran en regiones situadas a más de cuatro días de viaje de la curia debían ser juzgados en el lugar mismo, ex­cepto los casos graves fijados en los cánones y los asuntos concernientes a los obispados y a los monasterios exentos.

5) Diversos decretos de reforma reafirmaban el celibato, la obligación de residencia y de asiduidad de los canónigos al coro, etc.

La pragmática sanción de Bourges fue considerada como la carta magna de la Iglesia de Francia. Aunque combatida constantemente por el papado, siguió vigente hasta que fue abolida por Luis XI en 1461. Fue confirmada en el concordato pactado entre Francisco I y León X en 1516.

Es interesante comparar las soluciones que Francia e Inglaterra aportaron a los problemas que planteó el papado al reivindicar la soberanía universal en los asuntos temporales y espirituales. Las actas del Parlamento inglés siguieron en vigor en el plano político. Fueron un arma para el rey y para el Parlamento; de ello resultó un acuerdo que satisfizo a las dos partes. Los prelados y las asambleas diocesanas nunca reconocieron explícitamente la legislación anti­pontificia, que en la práctica no llegó a aplicarse. Por el contrario, el movimien­to francés recibió fundamentos teológicos y terminó en una alianza del clero y del rey contra el papa y la curia.

En Alemania, tras largas negociaciones, se llegó al concordato de Constan­za (1418), que después de muchas dificultades y discusiones fue renovado en sus puntos esenciales en el concordato de Vienne (1448). Fundamentalmente, estos concordatos fueron una vuelta, con algunas excepciones, al statu quo tal como lo entendía el papado. Las reservas pontificias se redujeron al número de las existentes en el siglo XIII. Se restablecieron las elecciones canónicas y los beneficios no electivos pasaron a depender alternativamente del papa y de la autoridad ordinaria. Algunos se reservaron a los maestros en artes.

 

2. El papado del Renacimiento

 

Con los nuevos criterios que dominan desde el siglo xix tanto la historia general como la de la literatura, se ha discutido el significado de los términos Renacimiento y Humanismo y sus relaciones con la cultura medieval y con la fe religiosa del siglo xv. Pueden establecerse realmente divisiones cronológicas, aunque la historia es algo más que una mera compilación de hechos y datos. Sin embargo, historiadores de todos los países han criticado recientemente las definiciones y divisiones excesivamente rígidas. Es evidente, por ejemplo, que los gérmenes e incluso las primeras flores del Renacimiento y de la Reforma son visibles desde 1350, por no hablar de un «renacimiento» y un «humanis­mo» aún más precoces en los siglos XI y XII. La era «moderna» emerge de di­versos modos en la época de Dante, Petrarca, Occam, Marsilio y Boccaccio. Desde otro punto de vista, muchos rasgos característicos de la Edad Media sobrevivieron al menos hasta 1650. Paralelamente, no se puede mantener la identificación que se hacía en el siglo xix entre el humanismo italiano y el libe­ralismo religioso o incluso el libre pensamiento. En el campo del sentimiento religioso y de la teología es fácil advertir en los siglos xv y xiv signos precur­sores de la Reforma y de la Contrarreforma. Lo que a veces se llama el espíritu y la piedad de la Contrarreforma no es más que la evolución natural de prác­ticas e ideas de la Italia y la España medievales. Como ya hemos subrayado, fue en el siglo xv cuando los grandes grupos nacionales de Europa manifestaron con claridad sus perspectivas divergentes en todos los campos de la vida y del pensamiento humanos.

Sin embargo, se produjo un profundo cambio en la actitud frente a la vida (si nos limitamos casi exclusivamente a Italia). El individualismo, el interés por los individuos, el interés del individuo por sí mismo, por sus realizaciones y su gloria póstuma; el goce de la belleza física, literaria y artística, considerada como un coronamiento más que como una ilusión; el interés por el hombre y sus obras, por la belleza natural, por el arte de vivir más que por la huida de un mundo pasajero y engañoso son rasgos característicos del hombre nuevo: hombre de gustos refinados, de espíritu frío y cultivado, artista, arquitecto, pintor o escultor, hombre «universal», sano y completo de cuerpo y de espíri­tu; hombre que triunfa, que posee la virtú, que destaca por sus cualidades intelectuales más bien que por su fuerza física o espiritual. Pero en todo esto, Italia fue muy distinta al resto de Europa.

Los historiadores siguen discutiendo sobre la relación u oposición que exis­te entre el humanismo y la religión. A pesar del paganismo sofisticado de algu­nos eruditos, a pesar de las refinadas traiciones, los crímenes y los vicios en que fueron pródigas las personas de alto rango, las clases medias y bajas de la socie­dad italiana continuaron siendo lo que habían sido: algunas personas piadosas, muchas gentes aficionadas al mundo y muchísimas supersticiones hasta la extravagancia. Hubo también hombres de talento y genio. Los miembros de la aca­demia platónica de Florencia, como Marsilio Ficino y Pico de la Mirándola, enaltecieron este «humanismo devoto» que quizá habría caracterizado al siglo siguiente si Lutero y Calvino no hubiesen modificado el curso de los aconte­cimientos.

En todo caso, la Italia del norte y del centro fue en el siglo xv un foco de pasiones humanas y políticas, un esplendor de colores brillantes, un terreno fértil en genios, una encrucijada de culturas y civilizaciones que no tiene equi­valente en la historia de la Europa occidental. Esta sociedad estaba dividida en varios centros independientes, cada uno de los cuales incluía en su órbita a grupos diversos. No existía ninguna institución, disciplina ni persona que pudiera dominar el conjunto o imponerle una unidad. Por eso todo resumen y toda descripción resultan inadecuados. Fue una desgracia para la Iglesia que el clero, y sobre todo la corte pontificia, representasen todos los aspectos, los buenos y los malos, de la vida social de esa época y que los grandes personajes de la Iglesia fuesen también hijos de la luz y de las tinieblas, incapaces de trans­mitir el mensaje evangélico con la claridad ejemplar que habría sido necesaria para impedir la revolución que iba a estallar en seguida.

El contraste entre el humanismo italiano y el alemán es muy conocido. En Italia, el humanismo fue ante todo literario e imitativo. Tuvo como objetivo la recuperación de obras maestras latinas —y más tarde griegas— perdidas o descuidadas y reproducir su estilo y versificación en obras que querían mani­festar el renacimiento de las letras después de un largo intervalo de semibarbarie. El humanismo alemán se preocupó más bien por la gramática y la filo­logía; se interesó por el hebreo tanto como por el latín y el griego. Cicerón fue el único modelo de Valla y de Bembo; en cambio, Erasmo prefería el estilo más alerta y familiar de Plauto y de Terencio. Mientras los eruditos italianos de las generaciones siguientes editaron textos clásicos y estudiaron a Platón, los nórdicos fijaron su atención en los Padres y escudriñaron las Escrituras. Italia buscó la belleza visual en todas sus formas. Persiguió el ideal humanista del individuo rico en talentos variados, del hombre que lleva una vida plena de experiencias y actividades y busca la virtú y la fama póstuma. Los nórdicos vivieron como sedentarios, manteniendo ásperas controversias y tratando de volver al cristianismo puro de la Iglesia primitiva. El contraste no debe exa­gerarse, pero es real.

Los eruditos del norte y de Italia podían experimentar una simpatía recí­proca y entenderse los unos a los otros. Los nórdicos dieron pruebas en muchos casos de madurez y de originalidad similares a las de los italianos; tal fue el caso de Nicolás de Cusa, Reuchlin y sobre todo Erasmo. Pero, al menos en el período que estudiamos, no hubo en el norte un verdadero «renacimien­to» de la vida social y de la cultura. Los grandes personajes y, a fortiori, los de menor importancia eran descendientes directos de sus predecesores medie­vales. Sólo les distinguía de ellos una erudición nueva y una hostilidad más acusada contra los monjes, los frailes y la curia. Sin embargo, Nicolás de Cusa (1401-1464) constituye una excepción entre los últimos humanistas alemanes. Vivió en constante relación con los italianos y con el papa. Sus intereses inte­lectuales se orientaron cada vez más hacia el neoplatonismo. Tendió así un puente entre Italia y Alemania con su aspiración a armonizar la filosofía y la teología y (hacia el fin de su vida) a restaurar el poder pontificio. Nicolás de Cusa se distingue de sus colegas cardenales por su esfuerzo en establecer las bases metafísicas racionales de la fe, por el deseo de armonizar Aristóteles y Platón y por su celo reformador. Pero se parece a ellos por su afán de hono­res, su autoritarismo en las controversias y su afición al lujo.

El regreso del papado a Roma en 1417 al acabar el gran cisma habría abier­to de todos modos un capítulo nuevo de la historia pontificia. La restauración del gobierno pontificio coincidió con el desarrollo de un gran movimiento cultural e influyó decisivamente en la historia política de Italia. Comenzó una época que sólo acabó con una serie de catástrofes, la primera de las cuales fue anunciada por la aparición de Lutero, exactamente cien años más tarde.

En lo que concierne al papado, el período se caracterizó esencialmente por el hecho de que la Santa Sede estuvo cada vez más implicada en las violencias políticas de Italia y los eclesiásticos italianos participaron en lo que se llama el Renacimiento italiano. Estos dos factores iban a disminuir la fuerza espiritual y moral de la curia y a aminorar notablemente su prestigio.

Durante el largo período en que no había habido gobierno pontificio di­recto, el horizonte político de la península italiana se había ensombrecido. La Italia dirigida por un poder pontificio central, preocupado principalmente por contener y rechazar al emperador alemán al norte y a los príncipes angevinos al sur, había dado paso a un mosaico de Estados, grandes o pequeños, gobernados casi todos por señores que se habían convertido paulatinamente en déspotas, con el nombre de duques o de príncipes, o por individuos influyentes o, como en Venecia, por pequeñas oligarquías. En Italia central existía el vacío constituido por los Estados pontificios, unas veces dominados, otras rebeldes, otras reclamados por algún legado. Cuando Martín V regresó a Italia, su primera tarea fue asumir de nuevo el control de sus territorios y reorganizar el sistema de impuestos. Tuvo éxito y, a su muerte, el papado era rico y solvente. Durante su pontificado y el de sus sucesores, el papado fue una potencia influyente que separaba a Nápoles de los tres grandes Estados del norte: Florencia, Milán y Venecia. Para salvaguardar sus legítimos intereses tuvo que desplegar una diplomacia activa. Pero, poco antes de 1500, varios pontífices, llevados por su temperamento personal o por sus ambiciones dinásticas, se vieron arrastrados a aventuras y enredos políticos e incluso militares que pusieron a la Santa Sede en una posición nueva: la de una potencia política que mantenía relaciones pací­ficas o belicosas, de diplomacia o de discordia con todas las nuevas potencias nacionales de Europa y sin conexión alguna con su condición eclesiástica y espiritual.

El papado tuvo que contar también con el gran movimiento intelectual, artístico y psicológico llamado Renacimiento italiano.

Distinto del desarrollo progresivo de las artes y de la civilización, que tuvo lugar en los siglos XII y XIII, este movimiento manifestó dos aspectos nuevos desde mediados del siglo xiv. Ante todo, un interés nuevo y una nueva actitud respecto a las acciones y emociones del individuo considerado precisamente como un ser vivo y no como un alma que merece o pierde la vida eterna. Des­pués, un interés nuevo, a la vez causa y efecto del primero, por las obras maes­tras literarias y artísticas de la civilización clásica: se creía que tales obras manifestaban y favorecían la expresión del genio de la naturaleza humana, tanto en el pasado como en el presente.

El restablecimiento del papado en Roma y la disminución progresiva de la concurrencia conciliar tuvieron como resultado convertir a Italia en el polo de Europa, en el momento preciso en que ésta aparecía como el centro de la civi­lización europea y el punto de cita de multitud de genios. El culto de la literatura antigua y la producción de obras maestras artísticas habían comenzado en el siglo xiv con Petrarca, Boccaccio, Giotto, Simone Martini y Juan de Pisa. El progreso artístico iba a continuar durante casi tres siglos. La pintura y las artes figurativas fueron el único campo de creación en el que se realizó la transición, en el siglo xiv, entre el mundo medieval y el moderno.

La aparición de la gran literatura en lengua vulgar y de la pintura —prime­ro al temple, luego en madera y en lienzo— como artes nobles no tuvo quizá más influencia en la sociedad que la aparición de cualquier escuela literaria o pictórica. Igualmente, el primer humanismo —con su búsqueda de manuscritos latinos y su afán por la pureza estilística— no entrañaba el riesgo de modificar las concepciones doctrinales de quienes se consagraban a tales menesteres. Pero cuando fueron redescubiertos la literatura y el pensamiento griegos, cuando se buscó la belleza en todas sus formas, cuando la Antigüedad clásica pagana se convirtió en modelo en todos los campos de la vida y cuando se desarrolló la técnica de la crítica literaria e histórica, se hizo evidente que toda esta corriente competía con los ideales y las convenciones de los «siglos de fe», es decir, de la Edad Media.

Al principio, la curia aceptó el mundo nuevo sin juzgarlo. Grandes huma­nistas como Poggio Bracciolini y Eneas Silvio Piccolomini fueron secretarios pontificios. Fuera cual fuese su moralidad, sus creencias religiosas fueron generalmente ortodoxas. Eugenio IV —sin ser un esteta— fue celebrado por Benozzo Gozzoli y otros varios. Sin embargo, cuando el Renacimiento se aceleró y comenzó a modificar a la sociedad, el papado tuvo que adoptar una actitud precisa. El papa Nicolás V, que con el nombre de Tommaso Parentucelli había sido un erudito y un humanista entusiasta, dio un paso decisivo: resolvió adue­ñarse del espíritu de la época, en provecho del papado, haciendo de Roma la capital cultural de Italia. Se rodeó de un grupo de notables eruditos, entre los que se hallaban Poggio, Filelfo y Lorenzo Valla. Emprendió además dos pro­yectos de importancia duradera. El primero fue el de transformar la pequeña biblioteca pontificia en una gran colección de manuscritos latinos y griegos, primera etapa del movimiento que llevó a atesorar obras y objetos preciosos, curiosos y bellos en las salas del Vaticano. El segundo fue el de reconstruir San Pedro, el Vaticano y la misma Roma con una magnificencia inigualada. Nico­lás V llamó a Roma a Fra Angélico y a Benozzo Gozzoli. Les hizo rehacer el plano de la ciudad leonina sobre un esquema que ha seguido siendo el mismo hasta la época actual. A Nicolás V le sucedió Calixto III (1455-1458). Inte­rrumpió e incluso deshizo una parte de aquella obra, pero los planes subsistieron y dieron frutos después. Calixto fue elegido porque era un personaje insig­nificante y porque los partidos veían en su elección un modo de resolver sus dificultades. Dio al papado del siglo XV sus rasgos más funestos; era español y fue el primero de los Borgia. Nombró cardenales a dos de sus sobrinos y al tercero lo designó prefecto de la ciudad y vicario de Terracina y Benevento. Al morir Calixto se reunió un cónclave para elegir a otro tertius gaudens. Esta vez no fue una elección ordinaria. Eneas Silvio Piccolomini, Pío II (1458­1464), enalteció su época como Inocencio III la suya. Hábil diplomático y escritor de talento, hizo olvidar su juventud licenciosa, pero siguió siendo un jefe temporal más que espiritual. Había pertenecido durante mucho tiempo al partido conciliar; sin embargo, siendo pontífice publicó la bula Exsecrabilis (1460), que reafirmaba la supremacía pontificia. En su diario y en su auto­biografía mostró un talento que le ha valido en el curso de los siglos la atención y el afecto que no merecía su actuación como pontífice. Su diplomacia contribuyó a afianzar la reputación de la curia. No obstante, fracasó por completo su intento de organizar una cruzada contra los turcos. Su sucesor Paulo II (1464­1471), sobrino de Eugenio IV, era un autócrata moderado. Se granjeó la anti­patía de los humanistas, pero agradó al pueblo de Roma por sus carnavales y su política de construcción. Mandó despejar la plaza de Venecia y construir el palacio del mismo nombre donde residió. Le sucedió Francisco della Rovere, que tomó el nombre de Sixto IV (1471-1484). En el momento de su elección era general de los franciscanos. De origen modesto, se había dado a conocer como erudito y predicador. Fracasó varias veces en su intento de organizar una cruzada contra los turcos y dio el paso decisivo de transformar la monarquía pontificia en una gran potencia italiana. En tal empresa empleó a varios de sus sobrinos como lugartenientes. Dos fueron cardenales, de escasa moralidad y enteramente desprovistos de vida espiritual; otros tres fueron laicos. Aplicaron con habilidad la política exterior del papa y, de ese modo, mantuvieron a Italia en estado de agitación permanente. Sixto IV fue un generoso mecenas para los artistas. Hizo construir la capilla de fama mundial, llamada precisamente «Sixtina». Para decorarla reclutó una pléyade de genios: Ghirlandaio, Botticelli, Perugino, Pinturicchio y Melozzo da Forli. Hizo construir —o al menos co­menzar— varias iglesias, entre las que figura la de Santa María della Pace. Sixto IV aparece, lo mismo que su bibliotecario Platina, en los frescos de Melozzo. A su muerte fue elegido Battista Cybó, que tomó el nombre de Ino­cencio VIII (1484-1492). En su pontificado disminuyó rápidamente la repu­tación de la Sede apostólica. El papa reconoció a un hijo y una hija ilegítimos, que había tenido antes de ser sacerdote. Celebró el matrimonio de su nieta con un banquete al que —por primera vez en la historia pontificia— asistieron mujeres. La corrupción y la compra de cargos en la curia se hicieron frecuentes. Abundaron las bulas falsas y los falsos privilegios. Sixto IV e Inocencio VIII crearon numerosos cardenales entre sus parientes y partidarios. El colegio se compuso de hombres ambiciosos y ricos, divididos en bandos que prolongaban las intrigas pontificias en la ciudad y sus alrededores. Inocencio murió poco después de la conquista de Granada por los Reyes Católicos y poco antes del descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492, año en que se suele situar el comienzo del mundo moderno. Después del cisma, los papas habían dado al papado todos los rasgos que iban a caracterizarlo en los cuarenta años siguientes: intrigas políticas, objetivos temporales, corrupción, relajación moral, preocupaciones dinásticas. Residieron en una ciudad que no cesaba de atraer a los mayores artistas del mayor siglo del arte europeo. A fines del siglo xv ocupaba el trono pontificio Alejandro VI (1492-1503).

 

CAPITULO IV

LA VIDA MONASTICA Y REGULAR DE LA BAJA EDAD MEDIA (1216-1500)

 

Ya hemos esbozado el curso de la historia de la vida monástica y regular hasta fines del siglo xn. Con frecuencia se ha escogido el IV Concilio de Letrán para señalar el comienzo de un período nuevo. No trató de realizar, y de hecho no realizó, una reforma espiritual de los monjes y canónigos; pero tomó medidas y fijó sanciones canónicas que resultaron duraderas. Aplicó a todos los religiosos las innovaciones disciplinares tan eficaces de los cistercienses. Las dos órdenes regulares más antiguas, los benedictinos y los canónigos regulares, formaron entonces grupos provinciales —unidad de administración y de ins­pección— gobernados por capítulos que se reunían cada cuatro años, según el modelo de las asambleas del Císter y de los premonstratenses. Otro canon afirmó el derecho y el deber del ordinario —normalmente el obispo— de inspeccionar las casas religiosas no exentas. Más tarde, un decreto impuso a todos los supe­riores la obligación de presentar las cuentas de su casa ante el capítulo anual y de obtener el consentimiento del capítulo para todos los gastos importantes. Fueron decretos de reforma necesarios y útiles; pero concernían a la adminis­tración más que a la vida espiritual. No se aplicaron rigurosa ni universalmente. Parece que Inglaterra conservó más trazas de este movimiento que ningún otro país.

Prescindiendo de las cuestiones de disciplina interna, los monjes y los ca­nónigos entraron en el siglo XIII en un nuevo período: la vida canónica, monástica y regular, que durante tantos siglos había sido considerada como la única manera de seguir los consejos evangélicos mediante una existencia consagrada solemnemente a Dios, encontró un émulo en la vida que llevaban los frailes. Como los cistercienses y los premonstratenses habían acaparado muchas fuentes de reclutamiento que antes habían estado en manos de los benedictinos y de los canónigos regulares, los frailes rivalizaron a su vez con los monjes y los canónigos. Además, las Universidades, al ir cobrando auge, atrajeron a un nuevo tipo de candidatos: los jóvenes inteligentes interesados por el estudio. Los ado­lescentes bien dotados frecuentaban las Facultades de Letras desde los trece años; luego comenzaban una carrera administrativa o universitaria. Así ocurrió hasta la llegada de los frailes. Entonces esos mismos alumnos se hicieron frailes. El desarrollo de la enseñanza superior en Europa, donde prevalecía la lógica, seguida por el derecho y la teología, dio el golpe de gracia a la antigua enseñanza literaria y humanista que se impartía en el claustro. La edad de la cultura monástica había pasado ya. Entre el Concilio de Letrán y la aparición de los humanistas del siglo XV, las Universidades y las escuelas de los frailes dentro de las Universidades fueron los focos de la vida intelectual. El fenómeno fue tan evi­dente y la acusación de ignorancia pesó tan duramente sobre los monjes, que también ellos empezaron a frecuentar las Universidades hacia fines del sigloXIII. El movimiento fue probablemente beneficioso y ciertamente era necesario. Pero la vida universitaria no podía satisfacer a la mayoría de los monjes y de los canónigos regulares, ni como carrera ni como ocupación intelectual. Entre los grandes escolásticos no figura el nombre de ningún monje.

En general, las órdenes antiguas continuaron su desarrollo durante el siglo XIII. Hubo abades destacados y escritores espirituales notables. En el noroeste de Europa, los monjes, como propietarios de tierras, aprovecharon el desarrollo de la economía y explotaron ellos mismos sus campos. La regresión general de este sistema de explotación, tal como se había practicado en el siglo XIV, se acentuó por la gran peste y por sus consecuencias sociales y económicas. Esto produjo una lenta evolución. Las órdenes más antiguas, como los cistercienses, que contaban ya con escaso número de hermanos legos —que además eran ineficaces desde el punto de vista económico—, llegaron progresivamente a un sistema económico basado en el arrendamiento y la renta. En el siglo XV casi todas las órdenes eran «rentistas» que vivían de las rentas e ingre­sos espirituales de sus dominios.

También hubo una lenta evolución dentro del claustro. En el siglo XI, la vida monástica había sido esencialmente litúrgica. El monacato benedictino y cisterciense continuó dando importancia capital a este elemento. Pero los hombres de administración y de estudio empezaron a encontrar excesivamente corta la jornada de trabajo. Se redujo una parte de las salmodias adicionales. En lo relativo al régimen alimenticio, la abstinencia absoluta —aunque en algunas regiones no excluía las aves— había sido siempre difícil de observar. En general se adoptó un sistema de rotación que permitía compartir la mesa del abad o comer en la enfermería. En el siglo XIV, la institución del «refectorio para la carne» se hizo corriente. Los frailes asistían por turno, en tanto que el menú regular se servía en el refectorio principal. Estas innovaciones y varias otras fueron codificadas e impuestas al mundo monástico europeo por una serie de constituciones publicadas por el papa Benedicto XII, que había sido cisterciense. Las «constituciones benedictinas», promulgadas para los «monjes negros» (1336), y otros decretos similares, destinados a los «monjes blancos» y a los canónigos (1335 y 1339), fueron esencialmente una «puesta al día» que lega­lizó algunas mitigaciones (por ejemplo, en materia de abstinencia de carnes), incitó a frecuentar la Universidad y prohibió las violaciones más flagrantes de la pobreza personal y de la obediencia religiosa. Representaron el último proyecto reformador de la Iglesia emprendido a nivel global por el papado de la Edad Media. No tuvieron éxito duradero; la relajación fue cada día más habitual. Durante los cincuenta años del gran cisma, los papas rivales, que andaban mal de fondos, vendieron a los religiosos dispensas de todas clases. El espíritu de la época tendió a transformar todos los oficios en beneficios. Los superiores gozaron durante mucho tiempo de ingresos particulares y vivían en apartamentos separados de la comunidad. Poco a poco, los otros dignatarios de la comunidad obtuvieron, gracias a la costumbre o por un reparto en debida forma, la administración de algunas fuentes de ingresos y el uso de apartamentos y servidores particulares. Para sus necesidades cotidianas, los frailes, que hasta entonces lo tenían todo en común (alimento, vestidos y medicinas), recibieron una suma individual y anual llamada los «sueldos», con la que se podían procurar las especias (el equivalente de la confitería moderna, del tabaco y de los productos farmacéuticos) y los libros. De este modo, incluso las casas que seguían la observancia más regular comenzaron a parecerse a instituciones colegiales.

La disminución progresiva del ritmo de la vida monástica se acentuó por los desastres públicos y por los abusos. Hay que mencionar las grandes pestes; supusieron una tasa de mortandad que osciló entre el 10 y el 50 por 100 en las comunidades grandes e hicieron que desaparecieran por completo numerosas comunidades pequeñas. Hay que mencionar también las guerras de esta época, en particular los saqueos y destrucciones que caracterizaron la Guerra de los Cien Años y de los que fueron responsables las grandes mesnadas en Francia. Advirtamos, en fin, el abandono de las tierras debido a la inflación y a la falta de mano de obra, como en Italia. Entre los abusos, el mayor fue la plaga de la encomienda. Como hemos visto, se trata de una antigua institución, de la que ya se había hecho mal uso en épocas anteriores. En el período siguiente a la reforma gregoriana había dejado prácticamente de existir; pero se volvió a ella para proporcionar empleo y medios de vida a los prelados que habían tenido que dejar su sede de Oriente Medio. Se renovó a gran escala durante el período del papado en Aviñón. Sirvió para compensar a cardenales y otros dignatarios de la pérdida de sus rentas de Italia y, en general, para sostener la burocracia. Durante el cisma, los papas rivales se sirvieron de ella para recompensar a sus partidarios y conservar su adhesión. Los reyes de Francia y príncipes de menor importancia en Italia y en otros países recurrieron a ella. En los concordatos de la época conciliar, Roma renunció a veces a las encomiendas en favor de los monarcas. Casi universal en Francia, Italia y España, fue rara en los países alemanes e inexistente en Inglaterra durante el período de que hablamos. Consistía habitualmente en sustituir al abad por una autoridad titular y ausente, que podía ser un obispo u otro prelado y, más tarde, con frecuencia, un laico. El titular conservaba el cargo durante toda su vida. Disfrutaba al menos de la renta anual que antes se asignaba al superior de la casa. Un titular sin escrúpulos podía sacar mucho más dinero y contribuir a arruinar la casa. Esta estaba gobernada por un prior, a veces nombrado por el abad comendatario, que no gozaba del prestigio inherente al superior cons­grado según la Regla ni de la autoridad necesaria para grandes tareas espirituales o materiales. En algunos casos excepcionales, el titular vejó sumamente a la comunidad monástica haciéndole pasar hambre y maltratando a los monjes o, como en Escocia a fines del siglo XV, teniendo su morada señorial dentro del monasterio. En los siglos XIV y XV todas estas calamidades, así como la decadencia general y secularización de la vida religiosa en muchos campos, tuvieron graves consecuencias. El fervor y la observancia de la Regla descendieron de manera general, aunque no universal. En las regiones rurales, muchas casas llegaron a parecerse a grandes granjas o a pequeñas casas señoriales. Al­gunas fueron abiertamente escandalosas, oponiéndose a toda disciplina regular. Como carecemos de estadísticas, no es posible evaluar con exactitud la situación en todos sus aspectos, buenos y malos. Pero, en general, las casas mayores y más famosas fueron las más respetables. Francia fue quizá el país que más sufrió desde el punto de vista económico. En Alemania y en algunas regiones de Italia hubo graves escándalos. Exenta de la encomienda francesa y de los privilegios aristocráticos de Alemania, Inglaterra ofrecía probablemente mejor aspecto, aunque no fuese ejemplar.

Otro abuso, muy corriente en el Imperio alemán, fue que las puertas del monasterio sólo se abrían a quienes pertenecían a la nobleza o a los aspirantes que tenían blasón. Este exclusivismo se manifestó con más rigor en los conventos de mujeres. El modo de reclutar a las candidatas acentuó aún más el carácter secular de esas casas. Algunas relaciones de las visitas de inspección revelan la existencia de comunidades en las que la mezcla de la vanidad aristo­crática, de la tristeza y del histerismo causaban graves desórdenes.

Cuando comenzó a decrecer el número de los que se sentían atraídos por una vida monástica rigurosa y cuando las casas religiosas fueron más numerosas de lo que exigía la cantidad de vocaciones, no se pudo evitar que la vida claustral consagrada, que había sido una vocación profunda, se convirtiera en una simple carrera que abrazaban las personas atraídas por una existencia reglamentada y pacífica, estudiosa y devota. La Edad Media vio un cambio progresivo, pero no universal, en la clase social de los candidatos a la vida monástica. En 1100, la gran abadía reclutaba sus miembros entre los propietarios feuda­les, muchos de ellos llegados de lejos. En el siglo XV, los monjes pertenecían en gran mayoría a la clase de los pequeños colonos o de burgueses que habitaban en los alrededores o en las tierras de la abadía. En lo referente a las mujeres, la vocación sincera fue aún más rara. Las monjas de la Europa medieval —aun­que esto pueda sorprender— fueron menos numerosas que los monjes. Casi todas procedían de la alta sociedad o de la burguesía rica. En esas clases socia­les, una hija soltera resultaba una carga molesta. Había, pues, motivos sufi­cientes para procurarle una vida confortable en un convento.

Cuando el punto de saturación de la situación económica y espiritual se alcanzó a fines del siglo XIII en todos los grandes países de Europa y los frailes influyeron poderosamente en las clases que no habían solido ingresar en los monasterios, no hubo más lugar para nuevas instituciones monásticas. Las óRdenes nuevas aparecieron en forma de grupos austeros dentro del mundo benedictino. Así, los silvestrinos, o benedictinos azules, fueron fundados en Monte Fano en 1231, debiendo su nombre a su fundador Silvestre Guzzolini. Los Celestinos, orden eremítica (1264), deben su nombre al que tuvo por poco tiempo su fundador, el desdichado Pedro de Morrone, que fue el papa Celes­tino V; los olivetanos, establecidos en Monte Oliveto, tuvieron por fundador a Bernardo Tolomei (1344). Todas estas órdenes tuvieron un éxito limitado. Sólo la primera y la última existen todavía.

Entre todas las órdenes monásticas, los cartujos fueron los únicos que con­tinuaron progresando lenta pero regularmente. Mantuvieron su observancia fervorosa durante toda la Edad Media. Al principio se establecieron en parajes deshabitados. A mediados del siglo xiv comenzaron a instalarse en el centro de las ciudades, en París, Colonia, Londres, en la célebre cartuja de la Salutación (1370). Al mismo tiempo se aceleró considerablemente el ritmo de su crecimiento. Fue el «siglo de los místicos» y también el de las grandes calamidades. En todo caso, a mediados del siglo XIV, la orden de los cartujos fue más numerosa (107 casas) y más adaptada a su ambiente que nunca. De sus filas salió Dionisio el Cartujano, uno de los mayores místicos de la Edad Media. Aparte de los cartujos, pocas órdenes emprendieron fundaciones nuevas después de 1300. Una notable excepción fue la rica y gran abadía de Sión, junto a Londres, fundada en 1415 por Enrique V para albergar a una numerosa comunidad de «brígidas» —orden sueca en su origen— y a sus confesores y capellanes. Estos últimos —como las comunidades urbanas de cartujos— se reclutaban en su mayoría entre los sacerdotes de la clase alta o de formación universitaria que tenían una «vocación tardía».

Ya hemos hablado de los frailes durante el primer siglo de su expansión. A diferencia de los franciscanos, los dominicos siguieron siendo una sola orden; pero tuvieron que sufrir también la decadencia del fervor y catástrofes de me­diados del siglo XIV. Disminuyeron las vocaciones, se multiplicaron los escándalos y se relajó la observancia de la pobreza. El número de dominicos canonizados y beatificados fue escaso. El gran cisma dividió a la orden, pero le proporcionó dos santos: Vicente Ferrer, un español que apoyó al papa de Aviñón y estuvo implicado en la acción diplomática en la corte de Aragón, y Catalina de Siena, terciaria dominica que participó aún más en defensa del papa romano. Santa Catalina es quizá la mujer y la santa más destacada de su época. De espíritu viril y extático, pero con un fondo de buen sentido y de inteligencia, escribió cartas que figuran entre las joyas más valiosas de la prosa italiana. Tuvo una brillante personalidad y manifestó un amor maternal a la «familia» de consejeros y de discípulos que la rodearon. Desempeñó en la historia de la época un papel importante, no tanto por su actuación directa sobre Urbano V como por formar un grupo de discípulos que propagaron por todas partes su espíritu de fervor y reforma. Entre ellos se cuentan Raimundo de Capua, que fue luego (1380) maestro general de la orden, y el beato Juan Dominici (luego cardenal), que, con Conrado de Prusia, fue el creador de la Observancia, casas de frailes que observaron estrictamente la Regla. En la siguiente generación, Fra Angélico de san Marcos, en Florencia, y san Antonino, discípulo de Dominici, pertenecieron a esas casas. El movimiento se extendió por Alemania y España, pero quedó localizado.

Los franciscanos, que eran los más numerosos, sufrieron también las desdichas del tiempo. La condenación de los «espirituales» por Juan XXII —ese movimiento que careció de discreción y tuvo mala suerte— dejó largo tiempo el campo libre a los ortodoxos, que eran mayoría. Pero en Italia y en Provenza se dejaron sentir todavía como corrientes «espirituales». Sin embargo, antes de acabar el siglo reaparecieron las divisiones de la orden. En 1368 se emprendió una reforma de la misma. Se fundaron conventos de frailes «observantes». Después de lentos comienzos, los observantes formaron un cuerpo importante: primero en conventos dentro de la orden misma y luego en una orden sepa­rada bajo la autoridad del general de los franciscanos. Fueron observantes tres grandes santos del siglo XV: Bernardino de Siena, Juan de Capistrano y Jacobo de la Marca. Los observantes se distinguieron del resto de la orden por criticar con franqueza los hombres y las costumbres políticas y por seguir una observancia estricta.

Es difícil emitir un juicio general sobre el estado de las órdenes religiosas durante los dos últimos siglos de la Edad Media. Es igualmente difícil determinar cuáles fueron su prestigio y su popularidad. Desde que se extendió la actividad literaria, los monjes fueron el blanco de los escritores satíricos. Su lujo y mundanidad, sus ricos hábitos y su alimentación copiosa inspiró —antes y después de Geraldo de Gales— a innumerables autores. Con Wicklef y sus imitadores, la crítica tomó un estilo más severo y amenazador. Pero es difícil distinguir entre las acusaciones contra las organizaciones existentes los ataques lanzados contra los principios mismos de la vida monástica. Una acusación se encuentra siempre en todos los observadores de la sociedad en su conjunto: los frailes eran innumerables y estaban en todas partes. Según la expresión de Chaucer, eran «tan numerosos como las motas de polvo en un rayo de sol». Su pre­sencia en todas las esquinas de las calles y en todos los cementerios impacienta­ba sin duda a los observadores. Pero esto atestigua el hecho de que la vida —si no la vocación— de fraile ejercía aún gran atractivo. El fraile tomaba parte en los asuntos de la ciudad y gozaba del afecto de la gente sencilla de los mer­cados y arrabales.

Aunque en el siglo XV las veleidades de reforma fuesen en general ineficaces, aparecieron nuevos centros de observancia. Se elaboró una nueva forma de institución monástica. Este movimiento sobrevivió a la gran ruptura de la Re­forma e inspiró importantes instituciones de los tiempos modernos. Nos referimos al nuevo modelo representado por Santa Justina de Padua. Este antiguo monasterio cluniacense estaba en un avanzado estado de decadencia. En 1412, el canónigo veneciano Ludovico Barbo (1443) recibió de Gregorio XII el encargo de restaurar la abadía. Logró que la casa prosperase y reformó otros varios monasterios. Preocupado por evitar la plaga de la encomienda, Barbo creó una congregación cuya organización fue fijada definitivamente por Eugenio IV en 1431. No había un abad vitalicio y las casas no eran autónomas. La autoridad suprema era el capítulo general y el definitorio de nueve miembros, con plenos poderes legislativos y ejecutivos. Además, los definidores elegían a los abades, cuyo cargo duraba tres años, y a todos los dignatarios de los monas­terios. En el intervalo de los capítulos, unos inspectores elegidos por los definidores aplicaban todas las decisiones de la autoridad. Los monjes pertenecían a la congregación y no al monasterio. Si los abades cumplían bien su cometido eran trasladados de una casa a otra a intervalos regulares. Esto suponía un cambio radical —algunos dirían una deformación— respecto al sistema de san Benito. El abad monárquico, padre vitalicio de todos sus monjes, era reempla­zado por un titular provisional, nombrado por el capítulo general y cuyas acti­vidades eran restringidas y controladas por un comité y por inspectores respon­sables ante el capítulo. Destinada a evitar la encomienda y quizá influida por el pensamiento medieval, esta constitución revolucionaria tenía su ascendencia espiritual en el sistema de los dominicos. Iba a tener porvenir mientras durase la encomienda. Los monasterios benedictinos de Italia aceptaron esta observancia y el sistema fue adoptado por la ferviente congregación de Valladolid, en España (1492). Cuando se agregó a él Montecassino, en 1504, la congregación tomó el nombre de congregación de Montecassino. Muchas congregaciones nuevas de la Contrarreforma adoptaron sus principios.

El celo conciliar produjo otras dos reformas. La primera se debió al Concilio de Constanza. El duque Alberto V de Austria eligió la antigua abadía de Melk, junto al Danubio, para convertirla en un lugar de observancia estricta según el modelo de Subiaco (1418). El movimiento se propagó por Austria, Baviera y Suabia y duró un siglo; pero nunca estuvo organizado con constituciones sólidas y desapareció en la época de la Reforma. La célebre reforma de Bursfeld debe su origen a los abades reunidos en Basilea. La llevaron a cabo Juan Dederoth y Juan de Roda. Este último, que era cartujo, se hizo bene­dictino (1434). Bursfeld fue la casa madre de una congregación presidida por un abad vitalicio. El capítulo general tenía poder legislativo cuando estaba reunido; pero el ejecutivo normal correspondía al abad de Bursfeld, que era visitador general. Cada monasterio era autónomo y tenía su propio abad, ante el cual hacían los monjes su profesión. De este modo, Bursfeld atestigua una reforma tradicionalista. Aunque el fervor de este movimiento disminuyó con el tiempo, la congregación duró hasta la época napoleónica.

El siglo XV, aun siendo un período de decadencia y relajación, dio origen a una serie de movimientos reformistas que permitieron a muchos monasterios atravesar la tempestad de la Reforma; además, hicieron evolucionar un vasto mecanismo que, aunque era infiel a los preceptos de san Benito en puntos importantes, dio al mundo de después de la Reforma un modelo capaz de resist i i a casi todos los peligros de la época.

Como ya lo hemos advertido, las religiosas fueron menos numerosas quE los hombres y tuvieron menos influencia. Desde el siglo XI hubo muchos conventos cuyos miembros procedían de la clase feudal y después de la burguesía. Las mujeres llevaban en ellos una vida contemplativa ocupada por la liturgia, dirigida por la Regla de san Benito. En el siglo XII aparecieron unas canonesas agustinas que apenas se distinguían de las benedictinas. El célebre predicador Roberto de Arbrissel fundó la gran abadía de Fontevrault, que reunía tres conventos femeninos austeros y un monasterio, sometidos a la Regla de san Benito bajo la dirección de una abadesa (1106). En este establecimiento, la principal función de los hombres era de servir de confesores y capellanes a las religiosas. Algunos decenios más tarde, un sacerdote inglés llamado Gilberto fundó, en la aldea de Sempringham (Lincolnshire), una orden destinada principalmente a las mujeres, pero que comprendía también un reducido número de canónigos, que servían de capellanes, y muchas hermanas y hermanos legos. Durante más de un siglo, esta orden se distinguió por el número y por los dones espirituales de sus miembros. Cuando los cistercienses y los premonstratenses se extendieron, se pidió a los fundadores que creasen ramas femeninas para sus órdenes. Du­rante algún tiempo se negaron a ello; pero acabaron por tener ambas órdenes conventos de monjas, aunque nunca tan numerosos como los hombres. Se hizo normal que cada orden tuviese su rama femenina. Pero la sociedad no podía tolerar ver trabajar a las religiosas fuera del claustro, en escuelas y hospitales. Todas las órdenes terminaron por no permitir a las mujeres más que una vida litúrgica y contemplativa. Las Damas Pobres de san Francisco de Asís sólo se diferenciaron de las demás en la mayor austeridad. Ni ellas ni las dominicas pudieron igualar a sus homólogos masculinos ni estar presentes como ellos en todas partes. En Inglaterra, por ejemplo, hubo unos mil ochocientos frailes me­nores y predicadores, pero sólo existieron tres casas pequeñas de clarisas y una mediana de dominicas. En el tiempo de su mayor apogeo, hacia 1320, había doce mil religiosos y dos mil religiosas en toda Inglaterra, único país de Europa del que conocemos cifras exactas. En el continente, sobre todo en las ciudades flamencas y renanas, los numerosos beguinados permitieron a muchas mujeres llevar una vida espiritual más intensa. Durante los primeros siglos de la Edad Media había habido grupos de mujeres sacrificadas que, sin pertene­cer a ninguna orden, se ocupaban de los hospicios y hospitales.

En el último siglo de la Edad Media aparecieron dos nuevas órdenes femeninas. La de las carmelitas, que comenzó en Italia y se propagó por España, donde siglo y medio después, al ser reformada por santa Teresa, se convirtió en vivero de santas y en instrumento eficaz de la Contrarreforma. A la otra orden se le llamó más tarde de las «brígidas» por su fundadora, santa Brígida de Suecia. Como antiguamente Fontevrault, esta orden fue destinada princi­palmente a las mujeres; les ayudaban los «confesores», hermanas y hermanos legos. Vadstena, la casa madre, fue una de las glorias de Suecia antes de la Reforma. Su fundadora fue nombrada patrona de Suecia; pero en Escandinavia hubo escasas fundaciones. Además de Vadstena, la única abadía grande fue la de Sión, en el Middlesex.

Los dos últimos siglos del período medieval conocieron también un auge de los colegios y fundaciones, últimos vestigios en cierto sentido de la institución monástica. Estos colegios eran comunidades de sacerdotes seculares que vivían juntos y unidos por ciertas observancias religiosas, pero sin formar una orden. Los hubo de tres clases: el grupo de sacerdotes encargados y «poseedores» de una iglesia grande y una parroquia, dedicados totalmente al servicio litúrgico; el grupo que se encargaba de una o varias capillas de alguna iglesia grande, sin cura de almas, dedicado exclusivamente al servicio de la misa y de preces litúrgicas por el fundador o alguna otra persona; finalmente, el colegio escolástico o universitario, grupo de sacerdotes o de clérigos obligados a estudiar y a enseñar. Las dos últimas categorías eran en su origen «fundaciones» más bien que colegios. Las numerosas fundaciones servidas por uno o dos sacerdotes constituyeron un subgrupo. Pero los colegios universitarios, tan no­tables en París, Oxford y Cambridge, sobrevivieron a todos los trastornos y que­daron como el único tipo de colegio conocido para el mundo moderno.

 

CAPITULO V

EL PENSAMIENTO MEDIEVAL (1277-1500)

 

Como hemos visto, la muerte de santo Tomás y san Buenaventura, así como las dos condenas de los aristotélicos de París —todo esto ocurrió en siete años—, señalaron el fin de una época en la que los maestros habían intentado realizar la gran síntesis de la teología tradicional y de la filosofía griega. La significación profunda de este momento crucial estuvo marcada en un momento determinado por la supervivencia aparente de la escuela de san Buenaventura con la enseñanza de Juan Peckham. Este armonizó la doctrina de san Agustín con la de los neoplatónicos y los árabes para lograr una especie de sistema que los historiadores llamaron agustinismo. Trató de imponerlo en Oxford cuando fue arzobispo de Canterbury. Encontró resistencia en los dominicos jóvenes, que defendían con entusiasmo y energía el tomismo, lo cual prueba que esta escuela también estaba viva. Sin embargo, el agustinismo y el tomismo desaparecieron rápidamente, el primero por su debilidad filosófica, el segundo porque no tenía un defensor capaz de responder a los ataques contra Aristóteles. Sur­gieron, en cambio, tres corrientes de pensamiento. En París, y en Francia en general, la Suma dio paso al estudio de temas más personales. En Oxford hubo un movimiento que replanteó toda la doctrina filosófica. En Alemania se cul­tivó una forma nueva de neoplatonismo que influyó en la teología dogmática y mística.

En el último cuarto del siglo XIII, Oxford igualó a París y fue un foco de pensamiento original, manteniéndose en este nivel hasta 1350. En el pasado fueron numerosos los grandes maestros ingleses, como Esteban Langton, Alejandro de Hales, Roberto Kilwardby y Juan Peckham, que habían recibido su formación de base y habían ganado sus primeros laureles en París. Desde entonces, las inteligencias sobresalientes de Gran Bretaña, como Duns Escoto, Guillermo de Occam, Tomás Bradwardine y Roberto Holcot, se formaron en Oxford y, a veces, permanecieron en Inglaterra durante casi toda su carrera universitaria. Oxford fue durante mucho tiempo el centro de la lógica y de las matemáticas. Desde Guillermo Shireswood (d. 1249) a Guillermo de Heytesbury (d 1380) y Rodolfo Strode (d. 1400), los lógicos de Oxford dominaron en Europa. En matemáticas y en ciencias naturales hay una serie de nombres ilustres: desde Grosseteste y Rogerio Bacon hasta los mertonianos, que deben su nombre al colegio de Oxford del que eran miembros. El mérito de Escolo estribó en criticar los diversos sistemas de pensamiento y en elaborar una doc­trina metafísica original con conceptos y términos nuevos. Fue así el precursor de la filosofía moderna, aun conservando muchos modos de pensar, métodos y expresiones tradicionales. Murió joven, dejando un sistema inacabado. Una serie de discípulos continuó su pensamiento uniéndolo con la doctrina teológica de san Buenaventura y creando así una corriente rival del tomismo. No dudó en prescindir de la iluminación divina del intelecto, que hasta entonces había caracterizado a los agustinianos tradicionalistas, en favor de la epistemo­logía aristotélica. Quizá sea su rasgo más característico la insistencia en la infi­nitud y la absoluta libertad de Dios. Levantó con esto una barrera entre el objeto del conocimiento filosófico (racional) y el del conocimiento teológico (revelado). Defendió la «primacía de la voluntad» en el hombre contra la «primacía de la inteligencia» afirmada por el tomismo. La libertad y el amor de Dios, más bien que su ley y su verdad, son para Escoto la clave del universo. La esfera del saber demostrable es restringida. La teología natural tiene poca importancia, y un abismo infranqueable la separa del conocimiento sobre­natural y revelado del teólogo. Aunque fue un pensador revolucionario, Escoto se mantuvo siempre por dentro de la ortodoxia. .

Guillermo de Occam fue llamado «el venerable debutante» porque nunca obtuvo el título de maestro. Se ocupó sobre todo de la lógica. Inteligencia poderosa y temperamento audaz, elaboró una lógica que determinó su teoría del conocimiento y su metafísica. Tuvo tendencia a reducir el conocimiento a una intuición de la experiencia individual. Quitó así todo sentido real a términos como esencia o naturaleza y, de hecho, a todos los «universales» como el hombre, la rosa, etc. Para él se trataba de simples nombres o signos, vinculados a las experiencias intelectuales. El uso que hace de ellos la inteligencia es puramente nocional y subjetivo. Igualmente, el concepto de causalidad no es ni necesario ni demostrable. Todo lo que puede decirse es que aparcece A y después B. La navaja mítica de Occam simbolizó realmente su objetivo: eliminar el marco intelectual de la filosofía y de la teología y ceder el sitio a una lógica nueva sumamente elaborada. Entre la experiencia indefinible de las cosas individuales y el conocimiento revelado dado por Dios no hay ninguna relación intelectual. No se puede considerar verdadero ningún juicio general respecto del universo externo. Tampoco se le puede llamar buena a ninguna categoría de acciones. Lo verdadero es lo que Dios ha revelado, el bien es lo que él ha ordenado. Los discípulos de Occam, si no él mismo, emplearon mucho de la distinción entre el poder absoluto y el poder relativo de Dios. El primero, que implica una libertad absoluta, es el único cierto. El otro, la forma que ahora tiene Dios de actuar en el universo, no tiene significado especulativo, teológico o filosófico.

Occam fue denunciado a la curia de Aviñón en 1324, cuando contaba sólo veinticinco años; pero su enseñanza fue censurada moderadamente. Miguel de Cesena lo había arrastrado a la oposición contra Juan XXII. Ambos se evadieron de Aviñón en 1328. Occam pasó el resto de su vida (murió en 1348­1349) dirigiendo polémicas en nombre del emperador Luis. Se mostró tan implacablemente destructor en teoría política como en el campo del pensamiento puro. Sus discípulos continuaron siendo ortodoxos en su práctica y en su profesión de fe. Sin embargo, rompieron prácticamente con la síntesis medieval de la razón y la revelación, de lo natural y lo sobrenatural. La filosofía y la teología especulativa se convirtieron en sutiles ejercicios intelectuales, pertenecientes a un terreno restringido y rigurosamente cerrado. Con frecuencia se ha comparado a los lógicos occamistas con el pensamiento filosófico anglosajón tal como aparece en Russell y Whitehead. No hay que extremar tal comparación. Pero la crisis que revelan estos dos movimientos es idéntica en ambos casos. En el curso de estos últimos años, eruditos americanos y alemanes han tratado de rehabilitar a Occam y a sus discípulos inmediatos como buenos aristotélicos y teólogos ortodoxos. Esta tentativa es feliz: profundiza nuestra interpretación del pensamiento de esa época. Nos revela la seriedad y a menudo la piedad de esos pensadores cuyas opiniones merecen consideración. Pero no puede anular todas las críticas hechas en el pasado.

Durante un tiempo, la lógica occamista sirvió a los universitarios parisienses para demostrar la relatividad de toda verdad. Después, los teólogos nominalistas establecieron cierto equilibrio entre la especulación destructora o al menos árida y la exposición respetuosa del dogma, que llegaba con frecuencia hasta la extravagancia por su exagerada ortodoxia. Como reacción, algunos escasos maestros partidarios del realismo, como Tomás Bradwardine y más tarde Juan Wicklef, se situaron en el extremo opuesto. El primero rozó el determinismo al rechazar todo lo que le parecía ser el «pelagianismo» de Occam. El segundo fue tan realista que modificó su actitud respecto a la doctrina católica de la eucaristía. La «vía nueva» fue primero combatida en París, pero desde la segunda mitad del siglo influyó considerablemente en la Universidad. París fue nominalista hasta fines de la Edad Media, con algunas interrupciones debidas a reacciones. A partir de 1400, casi todas las Universidades de Europa del noroeste fueron entera o parcialmente nominalistas. Las únicas fortalezas del realismo fueron Bohemia y algunas Universidades españolas. Recientemente se ha escrito mucho sobre el influjo del nominalismo en las perspectivas de los grandes reformadores. Durante los decenios que precedieron a Lutero —es decir, en la época de Erasmo—, este influjo fue sobre todo negativo: paralizó toda presentación apostólica y apologética de la fe. Al rechazar los axiomas de la metafísica tradicional, aristotélica o platónica, desvió a los teólogos especu­lativos de su verdadera tarea, que consiste en tratar de la vida cristiana y del dogma cristiano. Los llevó a discutir de problemas hipotéticos que pertenecían al universo de pensamiento nominalista. Piénsese lo que se quiera de la ortodoxia intencional o real de los teólogos nominalistas, hubo dos corrientes de pensamiento, influyentes y religiosamente ambiguas, en el mundo intelectual nominalista. Hubo, por una parte, el abandono de la metafísica y de la religión natural en cuanto base racional de la argumentación teológica y moral. Así se estimuló una visión humanista o mística de la vida cristiana. Por otra parte, se abandonó en todos los terrenos la confianza en la razón como medio de alcanzar la verdad abstracta. Así se abrió el camino hacia el autoritarismo en materia de teología o de política.

No es preciso hablar aquí de los notables progresos realizados en ciencias naturales y en matemáticas, imputables parcialmente al abandono de la metafísica. El siglo XIV es, en muchos aspectos, el alba de los tiempos modernos. Tampoco tenemos que acusar al nominalismo ante un tribunal inquisitorial de la historia. Sin embargo, quienes minimizan o niegan la heterodoxia de los teólogos nominalistas olvidan quizá que la teología y la espiritualidad cristiana desbordan el campo de las proposiciones rigurosas y que los pensadores nominalistas no se limitaron a la lógica. Con su principio de economía y su manera de eliminar las expresiones teológicas venerables arrojaron de la conciencia cristiana todas las conexiones instauradas por la vida de la gracia y todas las atenciones que Dios tiene por el hombre, todo lo que, a pesar de no haber sido definido como artículo de , había sido considerado hasta entonces como cierto por el conjunto de los teólogos y de los autores espirituales.

En teología, lo mismo que en filosofía, el siglo XIV siguió un camino nuevo. Los grandes maestros del siglo xm se habían ocupado de elucidar y sistematizar el depósito de la fe y de discutir los diversos artículos de fe extraídos de las Escrituras y de los Padres. Los teólogos de la nueva generación comenzaron a aislar las ideas y las proposiciones teológicas para someterlas a una crítica más filosófica que teológica. Este proceso fue modificado profundamente a partir del tercer decenio del siglo a causa de la influencia de Occam y de sus nume­rosos discípulos. Las obras teológicas escritas durante los cien años que siguieron a la muerte de Occam (1349) revelan un diálogo entre la doctrina tradicional y los axiomas occamianos. Se olvida la teología natural y la teodicea, el armazón patrístico y escolástico de la vida sobrenatural según la gracia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo. Se abre un abismo entre el contenido experimental, positivista e intelectual del nominalismo y las verdades y pre­ceptos revelados por un Dios amoroso, pero absolutamente libre e inaccesible para el entendimiento. Al mismo tiempo, los pensadores y los poetas se preocupan del hombre individual más que de la naturaleza humana como tal. La aten­ción se centra entonces en los problemas del libre albedrío, del mérito, de la justificación y la salvación. Los teólogos occamistas insisten, por un lado, en el libre albedrío humano, y por otro, en la libertad de Dios. La primera ten­dencia los lleva al borde del pelagianismo, herejía que negaba la necesidad de un auxilio sobrenatural para realizar actos meritorios o, al menos, para diri­gir el alma hacia Dios. La otra tendencia conduce a separar la elección divina justificante de toda disposición humana. En última instancia, esto lleva a con- siderar la justificación como la simple relación del hombre con un Dios bondadoso. Se llega incluso a una concepción imputativa de la justicia.

Paralelamente comenzó un debate sobre los grandes problemas de la predestinación y del conocimiento que Dios tiene de las acciones libres futuras, debate que enfrentó a los occamistas extremistas con los agustinianos tradicionalistas. El más eminente de estos últimos fue Bradwardine, famoso profesor de Oxford. Durante algunos meses (1349) fue arzobispo de Canterbury, donde murió poco después a causa de la peste, casi al mismo tiempo que el venerable Inceptor, cuya enseñanza había atacado tan duramente. Bradwardine se separó de la tradición tanto como Occam. Concibió un universo enteramente controlado por la presciencia de Dios. La raza humana está predestinada a la gloria o a la condenación. Cada acto meritorio está determinado por decreto divino. Sin embargo, Bradwardine influyó en su generación menos que Occam. Wicklef puede contarse entre sus discípulos.

Las teorías occamistas sobre la justificación fundamentaban la opinión según la cual los paganos «buenos» podían salvarse y los niños no bautizados podían ir al cielo. Occam sólo fue censurado moderadamente y nunca se dudó de la ortodoxia de Bradwardine, lo cual es síntoma de la confusión de la época. Los procesos y los anatemas quedaron para aberraciones menos oscuras y más llamativas: Wicklef, los lollardos y los husitas. Estas querellas y los debates violentos y prolongados de los conciliaristas ensombrecieron los últimos dece­nios del siglo Xiv. Aquí, como en otros muchos terrenos, sólo se llegó a abordar los problemas: su solución no se alcanzó hasta los debates de la Reforma, en los que habrían podido participar Occam y Bradwardine si hubieran vivido to­davía.

Aparte de los problemas occamistas y conciliares y los suscitados por Wicklef y Huss, durante los siglos XIV y xv hubo escasas cuestiones teológicas. Benedicto XII se opuso a la opinión personal de su predecesor Juan XXII, al definir que las almas puras o purificadas llegan a la visión beatífica de Dios en cuanto mueren, si están libres de pecado. Un siglo después se incluía la enseñanza tradicional sobre el purgatorio y los siete sacramentos en las definiciones doctrinales que Roma preparó para imponerlas a los griegos, armenios y otros. Este tema se trataba como una doctrina corriente, cuando en realidad aparecía por vez primera como definición auténtica y solemne de la fe. En esta misma ocasión definió Eugenio IV la supremacía del pontífice romano (1349).

Algunos historiadores han concedido escasa atención al resurgimiento del tomismo en el siglo XV. Tras un período en el que el nominalismo estuvo en boga hasta entre los dominicos, hubo una reacción con Capréolo (1380-1444), al que se le ha llamado el «primero de los tomistas» (princeps thomistarum). Con su importante comentario de la Suma, Capréolo es casi el creador del tomismo, es decir, de un sistema teológico completo que se apoya en una interpretación particular de santo Tomás. Esta obra fue acabada por Cayetano en los primeros años del siglo XVI y finalmente prolongada por Báñez ochenta años más tarde. Unos decenios después de Capréolo, otro discípulo ortodoxo de santo Tomás, Torquemada, se dedicó a elaborar la constitución dogmática de la Iglesia. Enrique de Gorkum aplicó los principios tomistas a la teología moral. Fue él quien introdujo en las Universidades nuevas la opinión favorable a la filo­sofía tradicional. Se ha pretendido con frecuencia que la primera gran época del tomismo comenzaba con Cayetano y Vitoria. De hecho, se inauguró cien años antes. Este es otro ejemplo de la renovación que, comenzada antes de la Reforma, prosiguió durante todo el siglo de las rupturas.

 

 

CAPITULO VI

HEREJIA Y REVOLUCION

 

Los últimos decenios del siglo XIV vieron la reaparición a gran escala de la herejía en Europa, primero en Inglaterra y luego en Bohemia. Ya hemos visto que hubo dos clases dé herejes en los siglos XII yXIII: aquellos que, como los cátaros, tenían doctrinas dualistas y una práctica y una moral anticristianas y los que, como los valdenses, se esforzaban por recrear un cristianismo supuestamente puro y primitivo.

La herejía del siglo XIV fue del segundo tipo. Tuvo su primer caudillo en Juan Wicklef, el erudito de Oxford. Wicklef no brilló por su originalidad intelectual: sea cual fuese su ascendencia ideológica, su doctrina religiosa es muy parecida a la de los valdenses. Respecto al gobierno de la Iglesia, aceptó algunos puntos de vista y ciertos argumentos de Marsilio, de Occam y de su escuela. Sólo se distinguió de sus predecesores por el aparato de conocimientos que empleó, por una lógica implacable y por un juicio crítico avanzado. Durante los primeros años de su carrera, Wicklef fue un notable profesor de letras en Oxford. Influido por Bradwardine, el gran adversario del occamismo de la generación precedente, profesó el realismo radical en filosofía y el agustinismo en teología, sin ser por eso heterodoxo ni antipontificio. Su carrera se interrumpió cuando emitió unos juicios sobre la autoridad y la gracia. En esa controversia estuvo influido por Ricardo Fitzralph, el adversario de los frailes. En el pensamiento de Wicklef se mezclan dos opiniones. Primera: sólo los que están en gracia tienen un verdadero derecho de propiedad. Segunda: los cristianos y sobre todo los sacerdotes deben seguir la regla evangélica de la pobreza. Wicklef expresa sus opiniones en términos agustinianos. Afirma que la verdadera Iglesia es invisible y está constituida por los predestinados a la salvación. La jerarquía de la Iglesia visible, corrompida por el pecado como los demás, es doblemente inepta para poseer bienestar. El poder secular puede confiscar tales bienes cuando es necesario. De este modo se mezclaron profundamente el idealismo y el oportunismo político en esta época de desastres nacionales. Wicklef fue denunciado ante Gregorio XI en 1377; pero el proceso entablado contra él por orden del papa no concluyó con ninguna sentencia, en parte porque Wicklef contaba con la protección real. Unos años más tarde publicó sus obras, en las que se opuso a la doctrina tradicional sobre la eucaristía, negando la transus- 454 tanciación y la presencia real. De la convicción filosófica de que la sustancia de los elementos no cambia con la consagración pasó a la afirmación de una pre­sencia puramente espiritual, que falta cuando los comulgantes son indignos. Al principio, Wicklef deducía sus opiniones eucarísticas de su realismo radical y de su rechazo de la explicación eucarística del cambio «sustancial». Pero pronto pasó al plano de la controversia, atacando el respeto y la devoción de que era objeto la eucaristía. Se enajenó a muchos de sus partidarios. Los grandes teólogos universitarios, que eran frailes, lo atacaron vigorosamente. En 1382, algunas proposiciones tomadas de sus doctrinas fueron condenadas por el arzobispo Courtenay en un concilio celebrado en Londres. Los seguidores de su ideología fueron expulsados de Oxford. El se retiró a su país, Lutterworth, donde murió en 1384. Durante los últimos años de su vida desplegó una actividad literaria intensa; escribió contra el papado, el sacerdocio y las órdenes religiosas —sobre todo contra los frailes— y combatió la piedad eucarística y la devoción a los santos. Predicó un cristianismo «primitivo», sencillo y es­criturario, exento de complicaciones sacramentales y sacerdotales. La violencia de lenguaje que caracteriza sus escritos rara vez ha sido superada, incluso en el campo de la polémica religiosa.

La doctrina teológica de Wicklef y sus ataques secularistas contra los bienes eclesiásticos no influyeron, gracias a la actuación enérgica del arzobispo Cour­tenay, al poder contraofensivo de los frailes y a la ortodoxia que prevaleció en el plano de la autoridad establecida. Los lollardos representaron, más que una secta, una corriente de piedad mal definida y desorganizada, pero influyente. Predicaban y vivían una fe sencilla y «evangélica» que se basaba en una condena apasionada de la Iglesia establecida, similar a la de las últimas obras de Wicklef, de las que probablemente procedía. Fueron aplastados por la repre­sión episcopal y desaparecieron completamente, excepto en algunas regiones fo­restales. Sin embargo, Wicklef siguió siendo un personaje importante. En sus escritos se encuentran reunidas por primera vez y expresadas con vigor casi todas las quejas que el pueblo tenía contra la Iglesia católica de la baja Edad Media y casi todas las opiniones de los primeros protestantes sobre temas como la autoridad única de las Escrituras, la absolución sacramental, las indulgencias y la estructura de la Iglesia. Como veremos, sus escritos, trasplantados a Europa central, ejercieron una influencia decisiva en Bohemia y después en Alemania. Juan Wicklef, lo mismo en la piedad sencilla de sus primeros tratados que en la fogosidad individualista, antisacramental y anticlerical de sus obras polémicas, fue el primero que dio la imagen «no conformista» del cristianismo, que iba a ser un rasgo característico de la sociedad anglosajona en la época siguiente.

En Bohemia, frontera oriental de la cristiandad romana, apareció un movi­miento parecido al de los lollardos. Este país, de población eslava, se había con­vertido oficialmente al cristianismo. Poco a poco se había ido integrando en la estructura eclesiástica de Occidente, aunque sin perder sus características naturales y raciales. Durante la mayor parte del siglo XIV fue gobernado por dos monarcas de la casa de Luxemburgo. El rey Juan (1310-1346) fue un caballero valeroso; con frecuencia estuvo ausente de su tierra. Dejó el gobierno del país a los nobles, pero aumentó considerablemente la extensión de sus territorios. Poco antes de morir en la batalla de Crécy se quedó ciego e hizo que su hijo Carlos fuera elegido rey de los romanos. Carlos IV, rey de Bohemia y empera­dor (1346-1378), fue el fundador del poderío del Estado. Importó de Occidente todas las formas de arte y artesanía. Convirtió a Praga en arzobispado indepen­diente y fundó una Universidad (que más tarde se dividió en dos) en esta ciu­dad, único centro importante de población y barómetro de la vida nacional. Su hijo Wenceslao (1378-1419) fue un inestable; afrontó los problemas legados por el reinado de su padre. En esta época, Bohemia carecía de burguesía: era un pueblo campesino dominado económica y políticamente por los nobles. La Iglesia era rica y, como siempre en la Edad Media, se caracterizaba por el número excesivo de sacerdotes y clérigos, muchos de los cuales eran ignorantes y llevaban una vida escandalosa. Los alemanes inmigraron en escaso número, pero ejercieron gran influencia: introdujeron particularidades raciales y religiosas. Estos alemanes se parecían a los de Occidente, pero tenían un estilo de vida más ordenado y sobrio. ¿Se debía esta circunstancia a los nuevos vientos que soplaban en la comarca? En cualquier caso hubo una agitación religiosa en el pueblo. En el pasado se habían propagado en Bohemia la herejía bogomila o cátara y la secta de los valdenses. Es posible y hasta probable que la influencia de esta última hubiera seguido actuando invisiblemente. La ortodoxia de Bohemia a fines del siglo xiv daba un grito de alarma clamando por la unión. Sin embargo, ya antes de esa fecha hubo muchos predicadores entusiastas y heterodoxos que exigían una reforma concreta. Juan Milic anunció en Praga que se acercaba el reinado del anticristo y declaró que éste era Carlos IV, y que él, Juan, había sido enviado por el Espíritu para reformar la Iglesia de Bohemia. Abogaba por la comunión frecuente o diaria como medio fundamental de re­forma. Matías de Janov, alumno de la Universidad de París y discípulo de Milic, vio el fin del mundo en el cisma pontificio. Predicó como su maestro la comunión frecuente y condenó los excesos de la devoción a los santos; predicó contra los monjes, las ceremonias y la filosofía griega. Quería una vuelta a la piedad de la Iglesia primitiva; aunque no atacó a la jerarquía de forma explícita, proclamó que el Espíritu Santo y la Biblia eran los guías del creyente.

Tales opiniones y una renovación religiosa auténtica constituyen el marco de la vida de Juan Huss. Este era de origen humilde, había estudiado en Praga y empezó muy pronto su carrera de predicador, en la que obtuvo grandes éxitos. Como Lutero, se caracterizó por su sinceridad apasionada y su gran elocuencia en lengua vulgar, más que por su valía intelectual y teológica. Estuvo influido por los escritos de Wicklef. El hecho de que esta doctrina atravesara Europa y arraigara en un medio completamente distinto constituye uno de los ejemplos más curiosos y decisivos de la circulación de las ideas. Durante algún tiempo había habido contactos entre Praga y Oxford, las dos Universidades que se habían atenido a la obediencia romana durante el cisma. Los lazos entre Ingla­terra y Bohemia se habían reforzado después por el matrimonio del rey Ricardo II con Ana, hija de Carlos IV (1382). Las obras de Wicklef y los estudian­tes imbuidos de sus ideas penetraron masivamente en Praga y en otros lugares. Desde que llegó a la Universidad, Huss consideró a Wicklef como la autoridad que garantizaba sus propias ideas. Sin embargo, los universitarios y los ecle­siásticos de más edad y más conservadores pensaban de otra manera. En 1403 la Universidad de Praga condenó por un voto mayoritario cuarenta y cinco posiciones extraídas de los escritos de Wicklef.

Así comenzó una larga batalla en la que se decidió el porvenir de Bohemia y el de Juan Huss. A la condena de Praga siguió la prohibición de las doctrinas de Wicklef por parte del papa Gregorio XII en 1408 y 1412. Ironías del destino: Bohemia y Juan Huss consideraban a Gregorio como papa legítimo. Pero en 1409, el rey Wenceslao quiso apoyar a los partidarios de la convocación del Concilio de Pisa, contra una mayoría de tres contra uno, en la asam­blea de las «naciones» de la Universidad de Praga. Huss se declaró a favor del rey cuando éste abusó del poder triplicando el valor del voto electoral de la «nación» checa, que lo había apoyado. En seguida, la «nación» alemana aban­donó en masa esa Universidad instalándose con todos sus propósitos en la de Leipzig, recién fundada. Los alemanes lanzaron graves acusaciones contra Bohemia; a consecuencia de tales acusaciones, el concilio se volvió contra Juan Huss. Siguió un período de intrigas confusas, en el curso de las cuales Huss, protegido por el rey, fue excomulgado por el arzobispo como partidario de la herejía. Ani­mado por el apoyo del rey y del pueblo, Juan Huss se hizo cada vez más violen­to. Escribió y organizó una «disputa» contra las indulgencias; casi todo su tratado Adversus indulgentias está tomado de Wicklef. Negó todo valor a la absolu­ción dada por un sacerdote, volviendo así a una opinión de la alta Edad Media que había sido combatida mucho tiempo. Propuso la autoridad de las Escrituras como único juez en materia de fe. En 1413, Juan XXIII condenó de nuevo las doctrinas de Wicklef; Juan Huss replicó escribiendo su De Ecclesia, basado en la obra de Wicklef. Afirmaba que sólo los predestinados —y no los pecadores— constituyen el cuerpo de los creyentes. Pero, a diferencia de Wicklef, Huss seguía admitiendo la Iglesia jerárquica. Estaba excomulgado por su arzobispo y acusado de herejía por los teólogos, pero el rey y el pueblo lo apoyaban.

En esta coyuntura, durante el verano de 1414, el emperador Segismundo fijó su atención en Juan Huss. Segismundo iba a heredar Bohemia y no quería suscitar la cólera del país contra él. Para obtener la paz propuso a Huss que defendiera su causa en el Concilio de Constanza. Todos los partidos de Praga lo animaron también. El papa Juan XXIII, considerado más tarde como anti­papa, levantó la excomunión.

A pesar de algunos malos presentimientos, Huss marchó a Constanza lleno de esperanzas. Educado en un país alejado de los grandes centros del pensamiento europeo, formado en una Universidad que, teológica y filosóficamente, se mantenía apartada de las demás, impregnado de la ideología de Wicklef, habituado a dominar sus sentimientos y a dirigir el celo reformador de su propio pueblo, Huss no tenía idea de lo que pensaba aún la teología tradicional y la disciplina canónica, a la que tan apegados estaban todos los prelados reunidos en Constanza. Esperaba razonar y convencerlos; pero se vio claramente que los padres sólo tenían la intención de juzgarlo y que no podían hacerlo más que en un sentido.

Huss rechazó con razón la acusación de seguir a Wicklef en todo (no había adoptado las ideas de Wicklef sobre la eucaristía). Pero su teoría de la Iglesia y del oficio sacerdotal bastaba para condenarlo. El rehusó condenar todos los artículos de la doctrina de Wicklef que el concilio había anatematizado; rehusó condenar las proposiciones que se le imputaban arguyendo que las acusaciones eran falsas; rehusó retractarse e insistió en la afirmación de que sólo la Escritura era el juez de la doctrina. Después de haber sido condenado fue enviado al emperador. Las circunstancias de su muerte en la hoguera, que soportó con valor y piedad, fueron particularmente indignantes. Un año más tarde moría también en la hoguera su discípulo Jerónimo de Praga. Este se había retractado en la cárcel; pero se arrepintió de su retractación y proclamó públicamente su adhesión a las tesis de Wicklef y de Huss. Murió valerosamente en mayo de 1416.

Huss tuvo una conducta sincera, aunque le faltó discreción táctica. Traicionado por Segismundo, se atrae justamente la simpatía. Pasó su vida en medio de un pueblo fogoso, en plena fermentación, en una provincia aislada de Europa. Estaba convencido de haber descubierto una interpretación nueva y más pura del mensaje cristiano. Todo esto lo cegó para las realidades de la vida religiosa de su época y lo llevó a la locura de esperar que un concilio del Occidente católico se dejara convencer o seducir por lo que él iba a decirle. El concilio, compuesto de teólogos que reivindicaban la autoridad suprema, había sido convocado para restaurar la unidad. Cumplía, pues, su cometido al oponerse a un hereje que se aferraba a opiniones condenadas muchas veces —según se creía— por la autoridad y concretamente subversivas. La traición de Segismundo era deplorable, pero el grave error del emperador consistió en prometer lo que —por temor o por falta de medios— no iba a poder cumplir como custodio de la ortodoxia. Actualmente rodea a Huss una corriente de simpatía. Se han hecho grandes esfuerzos para probar que sólo fue hereje en la cuestión de la supremacía pontificia y que, en este punto, el concilio que lo condenó no podía tirar la primera piedra. Sin embargo, puede dudarse razona­blemente de la ortodoxia fundamental de Juan Huss.

El concilio tenía que enfrentarse también con todos los discípulos de Huss. En el otoño de 1415, buena parte de la nobleza de Bohemia juró honrar su memoria. Declaraban estos nobles, como Huss, que eran enteramente ortodoxos y se sometían al papa, a los obispos y sacerdotes, mientras su enseñanza estuviera de acuerdo con la voluntad de Dios y las Escrituras. El árbitro debía ser la Universidad de Praga. El concilio replicó suspendiendo la Universidad y multiplicando las condenas. La consigna de los reformadores era el uso del cáliz por los laicos. No se trataba de una exigencia original de Juan Huss, aun­que éste estuvo dispuesto a apoyarla. Parece que esta reivindicación nació entre los que pedían la comunión frecuente de los laicos. Se fundaba en el uso de la Iglesia primitiva y, sobre todo, en una interpretación de las palabras de Cristo citadas por san Pablo (l Cor 11,23-25). Constanza lo prohibió expresamente; pero los husitas se apartaron de la ortodoxia rechazando toda autoridad sacerdotal y, por consiguiente, episcopal y pontificia.

La muerte de Huss provocó la formación de una liga de quinientos nobles contra la Iglesia establecida. Siguió un largo período de guerra. La nobleza bohema se opuso a los invasores, que se presentaban como cruzados. Pero las facciones de los reformadores se opusieron también entre sí. Los calixtinos (que tomaron su nombre del cáliz, que era el centro de su piedad) siguieron fieles al espíritu y a la moderación de Juan Huss. Los taboritas, primera secta que se inspiró en las guerras de Israel, fueron extremistas; prefiguraron las virtudes y los excesos de los puritanos así como las ulteriores guerras de religión. Unieron un nacionalismo intenso a una voluntad de revolución económica y social.

En 1419 murió el rey Wenceslao. Segismundo hizo tentativas infructuosas para imponer su dominio a los checos. Organizó una serie de cruzadas. Esto forma parte de la historia política de Europa. Los célebres «cuatro artículos» de Praga (1420) representaron uno de los primeros ensayos de unificación en­tre grupos diversos. Establecían: 1) la libertad de predicación; 2) la comunión bajo las dos especies; 3) la imposibilidad de que los sacerdotes poseyeran bienes temporales y su obligación de ser simples pastores, y 4) sanciones públicas contra los pecados mortales, sobre todo contra la simonía. Durante los años siguientes, todas las herejías medievales —Wicklef, valdenses, cátaros, milenarismo— tuvieron sus predicadores en Bohemia. Finalmente, los checos fueron vencidos y reconocieron a Segismundo como rey. Se hicieron esfuerzos decididos para arreglar el problema. En 1433, los enviados de los husitas fueron recibidos cortésmente por Cesarini y por el Concilio de Basilea. Los llamados compactata fueron aceptados a la vez por los delegados del concilio, por Segismundo y por los checos. Se trataba de una versión de los cuatro artículos considerablemente modificada. Se restringía mucho el uso del cáliz. Sin embargo, pese a la ratificación formal del pacto de 1436 y a la reconciliación de Bohemia con la Iglesia, en el momento de la muerte de Segismundo no había ninguna esperanza de reunificación completa y definitiva. En la segunda mitad del siglo XV, Bohemia se separó del resto de la cristiandad occidental en el terreno de la práctica y de la fe.

En cierta medida, este hecho quedó disimulado por las repetidas tentativas de reunificación y por las vicisitudes del partido católico. Sin embargo, había aquí un presagio, y esto es lo que dio una importancia histórica a Huss y, por consiguiente, a Wicklef. Ellos dos solos, con sus palabras y sus obras, habían lanzado un reto a la doctrina de la Iglesia cristiana y a su estructura institucional. Por primera vez, una provincia de la cristiandad occidental, que era tam­bién una nación, se había separado de facto de la obediencia romana, preten­diendo encarnar el verdadero cristianismo. La jerarquía apostólica gobernada por el sucesor de Pedro había sido sustituida por el juicio individual basado en la Escritura. Lo importante era saber si se trataba de un estallido aislado o era el anuncio de un alud.

 

CAPITULO VII

EL CLIMA RELIGIOSO DEL SIGLO XV

 

La elección del papa Martín V en 1417 señala el comienzo del fin de la época conciliar. Los contemporáneos lo advirtieron casi en seguida. Exactamente un siglo después fijaba Martín Lutero sus tesis (si es que realmente lo hizo) en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Los sucesos y las circunstancias que llevaron a la revolución religiosa del siglo XVI se narran en el volumen siguiente. Pero es obligado examinar aquí la calidad de la vida reli­giosa en la primera mitad del siglo XV.

El siglo XIV vio convertirse en lo que hoy llamamos nacionalidades a muchos países de la Europa moderna y disolverse la latinitas, o antigua concepción de la unidad cultural. De igual modo, en el plano religioso, la Europa central y occidental de comienzos del siglo XV presentó una diversidad mucho mayor que en los cuatro siglos precedentes. No es posible ofrecer una descripción general de la práctica y de los sentimientos religiosos que sea válida para todas las regiones de la cristiandad. Por una parte está Bohemia, primera unidad religiosa y racial que se separó, recurriendo a la violencia, de la Iglesia occidental, anunciando así de forma estrepitosa muchos sucesos del porvenir. Ciertamente, los problemas políticos y patrióticos fueron muy importantes en Bohemia. Pero se dio también una radicalización doctrinal que procedía en gran parte de Wicklef. La enseñanza de éste recogía y radicalizaba las críticas que habían venido haciendo desde el siglo XII las sectas herejes de Lombardia y de Saboya. Con la sublevación de Bohemia se alcanzó un punto irreversible, aunque esto no fuera plena e inmediatamente comprendido por los patriotas ni por sus adversarios. En el otro extremo de Europa hay que hablar de la Península Ibérica, flor tardía nacida de la primavera de la cultura medieval. Iba a entrar en su edad de oro y a constituir durante la crisis del siglo XVI una tierra de santos, de pensadores y de caudillos, una fortaleza y un instrumento magnífico de la Contrarreforma. Entre estos dos extremos se hallaban las principales regiones de Europa. Italia era con mucho la más rica en genios, la mejor dotada de poder creador, intelectual y artístico. Con su humanismo cercano al paga­nismo, su atmósfera cargada de vicios y de crímenes políticos —que, sin embargo, se aproximaban a los grandes ejemplos de santidad y de ascetismo— era en cierto sentido la menos cristiana de todas las regiones europeas. Tenía la mayor proporción de obispos no residentes; pero era también el país más aferrado al catolicismo, a la vez en el plano popular del proletariado napolitano y calabrÉs y en el plano superior de la curia romana.

Los Países Bajos fueron, como hemos visto, el lugar en que nació la devotio moderna. Con su multitud de ciudades y su burguesía en plena expansión fueron el país donde se manifestaron todos los fenómenos religiosos o profanos de la época. Los múltiples beguinagios de hombres y de mujeres llegaron a diversos niveles de piedad, desde la estricta ortodoxia hasta la verdadera herejía. Historiadores y sociólogos se han interesado recientemente por los ritos cívicos o corporativos y por las procesiones, que en algunos casos respondían a intereses más políticos que religiosos y reflejaban una piedad extravagante, como ocurría con los penitentes y flagelantes. Debido a esta atmósfera morbosa y febril —que no era exclusiva de los Países Bajos— se ha caracterizado la época con la expresión «decadencia de la Edad Media». Es un error. Se ha insistido en la carencia general de una fe cristiana sencilla y seria; algunas investigaciones han demostrado la inexactitud de tal aseveración. Poco tiempo antes vivió en Inglaterra la piadosa Margarita Kempe de King’s Lynn (1373-1440 aproximadamente), mujer que había viajado mucho, pero no muy equilibrada. Presenta las mismas características que los devotos de los Países Bajos. Sin embargo, su autobiografía revela una piedad tradicional, la docilidad a la enseñanza, la atención a una dirección espiritual prudente. Entre los contemporáneos de más edad que Margarita figura la sencilla y exquisita Juliana de Norwich (1342-1416 aproximadamente). En las peregrinaciones, en la devoción popular del santo nombre, a la preciosa sangre y a los detalles de la pasión, así como en los ser­mones del gran nominalista Gabriel Biel (1410-1495) podemos ver el divorcio que separaba la teología especulativa de la vida de piedad —la una sutil y árida, la otra pietista y sentimental— y que preparaba el camino para la Reforma luterana.

Alemania sufría más que los otros países los abusos antiguos y nuevos del feudalismo y de la autocracia pontificia. La piedad era aún profunda en mu­chas regiones y ciudades. Francia había sido destruida y arruinada por la Guerra de los Cien Años. La Iglesia de Francia había sufrido más que ninguna otra los males de la encomienda, del sistema de provisiones y del control real. Sin embargo, el país experimentó una resurrección nacional, incluso en el terreno religioso. Aislada de Francia por el cisma y por la guerra, dividida entre los señores que rodeaban al rey, Inglaterra atravesó un siglo particularmente duro para la vida de la Iglesia. Tras la muerte de Enrique V no hubo más autoridad espiritual ni intelectual. Escocia era un país pequeño y su vida religiosa estaba viciada por todos los abusos y calamidades de la época. Sin embargo, estaba destinada a desempeñar un papel de cierto relieve en los años siguientes.

¿Qué había heredado esta época del siglo XIV? Todo el mundo reconoce la terrible decadencia del poder y del prestigio del papado. La actitud de los papas de todos los partidos había permitido a una doctrina conciliar nacida de la discusión universitaria manifestarse en el campo político. Es asombroso que el papado pudiera sobrevivir a semejante anarquía y que saliera de ella no sólo con un poder intacto, sino también con la capacidad de oponerse victoriosa­mente a todas las futuras tentativas del partido conciliar. Entró así en un pe­ríodo en el que se vio profundamente implicado en los asuntos políticos de Italia. Se distinguió por su política tortuosa, su prodigalidad con las artes y su vida opulenta. Cesó de asumir toda autoridad espiritual efectiva sobre la Iglesia y descendió terriblemente en la estima de los fieles. Hay que comprender que éste fue el cuadro de la vida religiosa del siglo: un papado temporal que se interesaba ante todo por la política italiana y que llevaba una vida de corte, suntuosa, brillante y con frecuencia escandalosa.

En el terreno de las ideas, el siglo XIV permaneció bajo el influjo de lo que durante mucho tiempo se ha llamado la vía moderna, la nueva concepción del mundo, es decir, la corriente del pensamiento inspirada por Occam y el nominalismo. Triunfante en París y en Oxford entre 1300 y 1350, esta corriente se propagó en la segunda mitad del siglo XIV por la mayoría de las Universidades. Llegó a constituir la forma preponderante del discurso teológico. Unicamente las regiones fronterizas al este y al oeste conocieron poco el nominalismo: Bohemia, agitada por la doctrina de Wicklef, y España, que seguía fiel a la línea de santo Tomás y de Duns Escoto. Durante siglo y medio, París —que había sido testigo de los primeros ensayos de Occam— osciló entre el nominalismo y el realismo. Pero los períodos en que triunfó el realismo de Duns Escoto fueron breves. Los nominalistas quedaron dueños del terreno a fines del siglo XV. Oxford, sobre todo, fue nominalista, pese a la presencia de algunos frailes realistas. En Europa central fueron nominalistas Viena y Erfurt. En todas las demás Universidades alemanas y austríacas, el nominalismo fue pre­ponderante o, al menos, estuvo fuertemente representado. Puede decirse que sólo hubo una excepción: la Universidad de Colonia, recién fundada. Debido al influjo de Wicklef, Praga fue realista; pero su realismo no podía exportarse. En España, poco después de 1500, Salamanca tenía tres cátedras: la primera ocupada por un tomista, la segunda por un partidario de Duns Escoto y la tercera por un nominalista.

El nominalismo no era ya —si es que lo había sido alguna vez— un instrumento del agnosticismo; pero seguía considerando la teología como un mero ejercicio dialéctico escasamente relacionado con la tradición. Muchos grandes doctores de la época, como Gabriel Biel, tuvieron una personalidad con dos facetas: por una parte, la del teólogo exigente que pensaba con las categorías del occamismo tardío; por otra, la del predicador piadoso que expresaba la piedad común de la época, a veces de forma sumamente avanzada. Los tomistas y los discípulos de Duns Escoto adoptaron con frecuencia el punto de vista nominalista. Ello los condujo a limitarse a discusiones técnicas y áridas sin contacto con la vida cristiana. El nominalismo universalmente presente desalentaba todos los esfuerzos por alcanzar una aprehensión intelectual, cierta y verdadera de Dios. Eliminaba del alma humana todas las disposiciones o capacidades dadas por Dios (la gracia santificante de los teólogos), considerándolas como hipóte­sis no necesarias. Además, esas distinciones llevaban casi siempre a eliminar la gracia en cuanto ayuda o disposición sobrenatural. Bradwardine no se equi­vocaba al percibir en el occamismo el olor del pelagianismo. El único rival sis­temático del nominalismo fue el averroísmo, que se impuso en algunas Univer­sidades del norte de Italia, sobre todo en Padua. Era una versión materialista y determinista de la filosofía árabe; tuvo particular vigencia en las facultades de medicina.

Nuevos afanes intelectuales iban abriéndose paso poco a poco en los ambientes laicos más bien que en las Universidades. Era el humanismo, en el sentido más amplio del término, la admiración por la perfección del estilo, el culto de la literatura y de la cultura clásica, el interés por el individuo: todos estos aspectos representan otras tantas formas de distanciarse de la teología árida de la época. El humanismo elaboró una filosofía peculiar de Italia, du­rante un breve espacio de tiempo. Pero se trataba de un pensamiento muy distinto del nominalismo. Este, que pretendía ser el verdadero aristotelismo, había destruido en realidad la filosofía aristotélica tradicional, lo cual procedía por vía de abstracción y partía de la percepción sensible para llegar a los análisis y deducciones más sutiles. Un siglo antes, en el plano metafísico, el aristotelismo había triunfado de las reliquias del neoplatonismo, que había atravesado los siglos desde san Agustín pasando por los filósofos árabes y judíos. Pero ahora el conocimiento del griego se extendía por Italia. Por primera vez se pudieron leer los textos auténticos de Platón y de Plotino. Se trató de presentar el cristianismo en el lenguaje neoplatónico tradicional (visto a través del Pseudo-Dionisio y Eckhart) o bien en el lenguaje del platonismo auténtico, que se acababa de redescubrir. Nicolás de Cusa, arzobispo de Brixen, es una figura típica, inconcebible en otra época. Reformador eficaz, buen administrador, sabio y humanista, arzobispo y cardenal, poseedor de varios beneficios y temible polemista, fue también un neoplatónico hábil que tenía poca simpatía por los juicios autoritarios y por la insistencia de la tradición en la gracia sacramental. Tendía a traducir el dogma cristiano en términos neoplatónicos.

La segunda corriente, la del platonismo puro —resultado de introducir en Italia los grandes diálogos de Platón, desconocidos en la Edad Media— estuvo representada por dos grandes especialistas: el toscano Marsilio Ficino (1433­1491) y Juan Pico de la Mirándola (1433-1494). Ficino, sin abandonar su condición de clérigo y cristiano, estructuró un sistema, partiendo de Platón y de Plotino, que venía a ser una versión simplificada del cristianismo en términos más filosóficos que religiosos. Pico de la Mirándola era un joven aristócrata discípulo de Ficino y menos prudente que su maestro. Además de Platón utilizó la doctrina de los místicos y de los maestros árabes y judíos. Fue abiertamente heterodoxo, mitad pagano, mitad partidario de Wicklef. Rechazó la transustanciación y la condenación eterna. Se evadió para sustraerse a la condenación pontificia y pasó los últimos años de su vida haciendo penitencia, pero sin retractarse nunca. En Florencia, un grupo reducido continuó esta escuela neoplatónica sin ejercer gran influencia.

La Italia de Ficino y de Pico de la Mirándola fue también la tierra de los Borgia y de Savonarola, la Italia del quattrocento, que conoció tantos hombres grandes y tantos personajes siniestros. Basta recordar la multitud de santos italianos que vivieron por entonces para guardarnos de arrojar sobre este país una acusación global de irreligión. Hubo, por ejemplo, dos grandes arzobispos patricios: el dominico san Antonino de Florencia (d. 1459)y san Lorenzo Justiniano de Venecia (d. 1455). Hubo dos santas místicas: la noble Catalina de Bolonia (d. 1463), miniaturista insigne, y Catalina de Génova (d. 1510), hija del virrey de Napóles, personalidad extraordinaria y, en cierto modo, moderna y profética. Hubo tres grandes observantes franciscanos: Benardino de Siena (d. 1449), Jacobo de la Marca (d. 1476) y Juan de Capistrano (d. 1456). Este último salvó a Hungría de la invasión turca al frente de un ejército que rompió el sitio de Belgrado. Hubo una mujer casada, Francisca (d. 1440), venerada como santa con el nombre de Francisca Romana. Hubo un Francisco de Paula (d. 1506), asceta implacable, llamado a Francia por orden expresa de Luis XI. Hubo también dos santas francesas que se salen de lo ordinario: Juana de Arco, canonizada en 1920, y Juana, la hija de Luis XI, que no fue canonizada hasta 1950. La Italia del siglo XV vio el nacimiento de tres nuevas órdenes religiosas muy austeras: los observantes franciscanos, los mínimos (orden de san Francisco de Paula) y los carmelitas, que iban a tener un destino tan destacado cien años después. Italia dio las mayores pruebas de austeridad y de amor al lujo, de santidad y de mundanidad. En medio de esta exuberancia des­lumbrante de artistas, poetas y humanistas, Savonarola fue el único que anunció un movimiento reformador. Su reforma fue de tipo medieval; también Ficino y Pico de la Mirándola, cuando invocaban la sabiduría antigua y oriental, seguía la tradición de la heterodoxia medieval representada por Juan Escoto Eriúgena y Sigerio de Brabante.

En el norte de Europa occidental se desarrolló durante la segunda mitad del siglo un movimiento religioso totalmente distinto. Tiene sus orígenes en los hermanos de la vida común, fundados en Deventer —en la región central de la actual Holanda— a fines del siglo XIV, y en la congregación de los canónigos agustinos de Windesheim, nacida a su vez de los hermanos de la vida común. Estas dos instituciones se inspiraban en Ruysbroquio, el místico flamenco, y en los cartujos flamencos, pero eran más «activas» que «contemplativas». En su expansión establecieron por doquier escuelas y hospitales. Se caracterizaban sobre todo por lo que podríamos llamar un occamismo ascético que reducía la vida cristiana a lo esencial. Quedaban suprimidas las penitencias, las preces litúrgicas y ceremonias, las complicaciones de los rituales y del canto habituales en las órdenes religiosas tradicionales. Se rechazaba la teología técnica, así como las prelaciones y privilegios. El objetivo principal era la vida comunitaria sencilla, consagrada al trabajo y a la oración. La espiritualidad que acompañaba a este estilo de vida fue llamada devotio moderna y se propagó por todo el noroeste de Europa. Con la devotio moderna nos hallamos ante una creación nueva, que quizá sea menos una señal precursora de la Reforma que un síntoma de las necesidades de esta época nueva. La comunidad de la vida común se sitúa a mitad de camino entre la cofradía medieval y la casa puritana o cuáquera de los siglos XVI y XVII. Este movimiento era completamente ortodoxo en el terreno teológico y moral. Sin embargo, representó, por así decir, el ala izquierda de un hemiciclo cuya derecha estaba ocupada por el monacato cluniacense y la metafísica inspirada en Duns Escoto. Era un catolicismo reducido a su expresión más simple. Es de notar que el legado literario más importante de la devotio moderna, la Imitación de Cristo, fue considerado siempre, incluso en los siglos XVII y XVIII, como un gran clásico espiritual lo mismo por católicos que por protestantes. Es una obra verdaderamente ecuménica. Los hermanos de la vida común se caracterizaban por una piedad sencilla, afectiva, orientada al Dios hecho hombre y centrada en la pasión y en la cruz. Fueron grandes educadores; tomaron del humanismo italiano sus mé­todos de enseñanza y sus manuales de gramática, pero le infundieron su sentimiento estético y su sensibilidad. Erasmo fue el más notable de los numerosos eruditos formados por los hermanos de la vida común. Su filosofía cristiana es un claro vástago de la devotio moderna, aunque Erasmo manifieste en ella su amor apasionado a la literatura y se distancie de la teología y de la con­cepción tradicional de la gracia santificante.

Cercano a la devotio moderna estuvo el espíritu de la reforma cartujana. En esta orden aparecieron muchos autores espirituales: Ludolfo de Sajonia, autor de un libro de meditación muy popular aparecido a fines del siglo XIV, la Vida de Cristo; Dionisio el Cartujano, autor místico muy prolijo. Estos dos hombres son los más célebres entre los místicos no intelectuales, meditativos y pietistas. Están muy cerca del espíritu de Windesheim, con su amor al silencio, su sencillez y su ausencia total de ostentación. Sin embargo, conservaron intactos el rigor y la penitencia.

En contraste con la devotio moderna hubo movimientos revolucionarios, o al menos prerrevolucionarios, del sentimiento religioso. Cuando los historiadores investigan las causas de la Reforma suelen fijarse en las que revelan alergia o irritación y descuidan las motivaciones internas y espirituales. Quizá en este punto tocamos uno de los grandes temas de la historia de la Europa moderna que nunca ha sido plenamente comprendido. Mientras los católicos romanos difícilmente comprenden que se pueda desear algo más que la purificación de la Iglesia, los cristianos no católicos no dejan de mostrar su gra­titud por el espíritu liberador de la Reforma. Es preciso reconocer que una de las grandes necesidades religiosas experimentadas entonces, sobre todo por los laicos cultos de las ciudades, era la acción personal, la realización de sí mismo en el campo religioso. Esta necesidad fue satisfecha por las actividades individuales y colectivas propuestas por los reformadores, por el espíritu de los Ejercicios de san Ignacio y por la nueva educación dada en los colegios de los jesuítas. Se deseaba además descubrir e imitar la supuesta pureza de la Iglesia primitiva. Este fue uno de los primeros y más profundos anhelos de los promotores de la prerreforma. Tal deseo, que latía en algunos de los primeros movimientos de descontento en Occidente, como el de los valdenses, había estallado con Wicklef y sus partidarios. Pero antes del siglo XV, los reformadores se fundaban siempre en algunos textos y en una idea imaginaria de la edad de oro de la Iglesia. Ahora, el descubrimiento de una parte de la literatura cristiana primitiva, el estudio de la versión griega del Nuevo Testamento y el método crítico de Valla, adoptado y perfeccionado por Erasmo, hacían posible buscar en el Nuevo Testamento una imagen clara de la vida humana de Cristo y del modo de vida de los primeros cristianos, tal como aparecía directamente en las epístolas de san Pablo y no ya a través de la pantalla de la liturgia y de la teología especulativa. Estos estudios dieron nueva vitalidad (como puede verse en escritores tales como Ludolfo de Sajonia) a la devoción que inspiraban los hechos de la vida de Cristo. Fue el principio de lo que podemos llamar movimiento paulino, que concentraba la atención más en el aspecto moral y espiritual de la enseñanza de san Pablo que en su aspecto estrictamente teológico. Era una nueva perspectiva del retorno a la Biblia. Si los evangelios, especialmente los sinópticos, nos muestran a Cristo como hombre en su vida terrena, las epístolas paulinas manifiestan cómo actuó entre las primeras generaciones de cristianos el intérprete más antiguo y más destacado del evangelio.

En Francia, Lefévre d’Étaples (t 1430) fue el profeta de esta perspectiva nueva. En Inglaterra, Colet (1467-1519) pronunció en Oxford conferencias y sermones sobre san Pablo. Erasmo, que tendría treinta y cinco años en 1500, reunió todas esas tendencias propias del norte. Más que ningún otro, había asimilado la cultura y la técnica lingüística y crítica recibidas en las escuelas de los hermanos de la vida común y estudiadas en los escritos de Lorenzo Valla. Sentía la aversión común hacia la metafísica y la teología especulativa, sentimiento que procedía tanto de su humanismo como de la devotio moderna. Partiendo de estas fuentes, hizo un retrato convincente y razonable del hombre cristiano, dotado de las virtudes humanas comunes; presentó una versión atractiva de la historia evangélica, en la que los protagonistas son personas vivas y reales.

En contraste con los esplendores y la exuberancia que caracterizaban a Italia, la Inglaterra del siglo XV estuvo particularmente desprovista de grandes hombres y de grandes ideas. Por diversas razones, las promesas del siglo XIV no se cumplieron. Nadie hizo fructificar la herencia de los grandes poetas y mís­ticos ingleses ni las concepciones radicales de Wicklef. Sin embargo, podemos discernir corrientes de pensamiento que franquearon la línea divisoria de la Reforma. Una fue el movimiento apologético de Tomás Netter (d. 1430). Netter era un carmelita inglés que había recibido la misión de defender la fe ortodoxa contra los lollardos. Su primer tratado fue tan eficaz que el papa Martín V pidió al autor que escribiese una segunda parte y luego que añadiese una tercera. Netter abandonó el plano dialéctico de la disputa (quaestio) tomando un método más directo que procedía por respuestas y pruebas. Su libro fue reimpreso varias veces en los siglos XVI y XVII porque formó parte del arsenal de la Contrarreforma. En Italia, por la misma época, el cardenal Torquemada escribió un tratado sobre la potestad pontificia. Era una apología de la concepción tradicional del papado, expresada en términos moderados; anticipaba brillantemente la doctrina de la potestad indirecta, que más tarde divulgó Belarmino, es decir, la doctrina según la cual el papa no tiene poder directo de control ni de intervención en los asuntos temporales, sino un poder indirecto de juzgar acerca de la moralidad de tal o cual acto político realizado por un príncipe secular.

Tal era el clima religioso del siglo xv: una Iglesia enferma en todo su cuerpo —cabeza y miembros— que estaba pidiendo una reforma, pero sin presentir una catástrofe como la que pronto iba a ocurrir. En esta Iglesia se había petrificado la enseñanza teológica tradicional, sobre todo por influjo de la lógica de Occam y de las formas de pensamiento que de ella derivaban. Esa lógica había interrumpido el paso tradicional de la razón a la fe. de la «teología natural» a la revelación. La filosofía tradicional sufría un eclipse y ningún sistema positivo la reemplazaba. La puerta estaba abierta a los creadores de filosofías nuevas basadas en el platonismo o en el neoplatonismo, así como a los que en el extremo opuesto abandonaban toda forma de teología técnica por el humanismo o por un cristianismo supuestamente sencillo y primitivo. Aunque los contemporáneos no se dieran cuenta de esto, se presentaba a un revolucionario la ocasión de romper brutalmente con la Iglesia jerárquica y de apelar a la luz interior del individuo y a la Escritura, ya familiar entre los laicos. El rasgo característico de esta época nueva, la convicción íntima que tenía tan gran atractivo para los hombres religiosos de la Europa del norte, era una fe directa orientada al Cristo vivo de los evangelios, una fe personal dirigida al Redentor. Para esos creyentes, el desarrollo histórico del cristianismo, el sacerdocio mediador, las gracias de la vida sacramental, la palabra de la autoridad y la Iglesia visible no tenían sentido alguno. La fe no era una serie de artículos que se debían transmitir, sino la toma de conciencia, la aceptación de la redención y del Cristo vivo.

 

EPILOGO

 

El curso de la actividad humana que constituye la urdimbre de la historia nunca cesa de avanzar. La fase siguiente de la vida eclesial la describe en esta Historia de la Iglesia una pluma distinta. Pero el largo período que hemos recorrido representa un vasto paisaje con unidad propia. Tiene su propio ritmo, su crecimiento, su madurez y esboza la evolución de la sociedad y de la religión en Europa. No es inútil cerrar nuestro volumen con una ojeada retrospectiva.

Desde Gregorio Magno realizó la cristiandad grandes progresos y sufrió graves pérdidas. Un gran historiador de las misiones cristianas ha hecho esta extraña comparación: desde un punto de vista ecuménico, la Iglesia de 1500 no es más importante en extensión y número que la del 600. Las pérdidas fueron tan grandes como las ganancias. Las florecientes Iglesias de las riberas oriental y meridional del Mediterráneo, desde Salónica hasta España, y los países del Próximo Oriente cayeron en manos del Islam, de los mongoles y los turcos. Así, al final de nuestro período, y tras la caída de Constantinopla, al este y al sur de Italia no hay ningún Estado cristiano políticamente libre. Estas pérdidas se vieron compensadas por la reconquista de España, que nunca se había perdido del todo para la Iglesia, y por la evangelización de una larga banda de territorio que, partiendo de Galia y de las Islas Británicas, atravesaba Escandinavia y sus avanzadillas de las regiones árticas y pasaba por Europa central hasta Rusia y Bulgaria. Pero ciertas regiones septentrionales y orientales cayeron más de una vez bajo la invasión pagana. En el siglo XIV, algunas de ellas sufrían aún duras presiones.

La cristiandad en su conjunto sufrió además un daño irreparable con la separación entre Oriente y Occidente. Con las invasiones musulmanas se vieron diezmadas y, en ocasiones, desaparecieron por completo las Iglesias orientales que tanta gloria habían dado a la vida y al pensamiento cristianos con sus numerosos santos y doctores, tanto en los primeros tiempos como en época más reciente. Quedaron aniquiladas las fuerzas vivas de Siria, Alejandría y Africa. Sólo quedó una gran Iglesia floreciente: la de Constantinopla. El Occidente medieval no pudo en la práctica servirse de los escritos y tradiciones del Oriente, por lo que este tesoro se perdió para él. Esta circunstancia implicó una disminución de vitalidad, imposible de medir, pero ciertamente importante. Las pérdidas sufridas por la Iglesia de Oriente fueron también muy graves. La desaparición de esas Iglesias, que eran fuerzas vivas, fue sin duda la causa principal de la ruptura entre la Iglesia ortodoxa superviviente y la Iglesia romana. La Iglesia de Constantinopla está aislada. Iglesia de la capital e Iglesia del emperador ocupa una situación a la vez de prestigio y de dependencia. La rivalidad con Roma es casi inevitable; en esta circunstancia, ambas sufren graves daños. A las dos les faltó siempre esa fuerza particular que les habría dado la unión. El historiador tiene que recordar —y recordarlo a sus lectores— que el cristianismo católico romano habría podido tener un rostro distinto de los rasgos latinos y francoalemanes que configuraron el semblante de la Iglesia en la Edad Media.

El fenómeno más importante de la Iglesia occidental fue la progresiva emergencia del papado como poder monárquico supremo. El papado no había ocupado al principio más que un puesto honorífico y una presidencia ecuménica en cuanto depositario de la fe. Había sido la gran autoridad patriarcal del Occidente. Los papas del comienzo de la Edad Media perdieron pronto todo influjo sobre la Iglesia de Oriente. En Occidente, por falta de energía y de valor moral, su autoridad se vio debilitada por las pretensiones y las ambiciones de los reyes y emperadores y por el dominio paralizante del control laico. Desde León IX a Inocencio III, varios pontífices enérgicos restauran el pres­tigio de la Santa Sede, su autoridad única y suprema en materia de enseñanza, de juicio y de gobierno. Gregorio VII sitúa al papado por encima del poder imperial. Inocencio III extiende su atención a la esfera política y se interesa por la suerte de los laicos. Durante casi un siglo, el papado pretende ejercer su autoridad sobre el clero y sobre los príncipes de los países católicos. La Iglesia —que había sido una masa de creyentes reunidos bajo la autoridad de sus pastores— se convierte en un cuerpo jurídico gobernado por una burocracia central, dominado por una jerarquía y dirigido por un monarca que se considera vicario de Cristo.

Al extenderse el poder pontificio se efectúa un desarrollo sin precedentes de todas las instituciones y de todas las actividades. La teología se sistematiza inspirándose en la filosofía aristotélica y en algunos conceptos platónicos, pero conservando su independencia. El derecho canónico se erige en disciplina y pasa a ser una profesión. Se perfecciona la administración de la curia, de la diócesis y de la parroquia. Surgen nuevas órdenes religiosas. Se fundan órdenes centralizadas e internacionales. Los siglos XII y XIII constituyen una especie de apogeo: la época conoció una pléyade de ilustres teólogos y de grandes santos, muchos de los cuales siguen estando presentes en la conciencia católica y re­presentan modelos de imitación de la vida de Cristo válidos para todos los tiempos: Anselmo, Bernardo, Francisco, Tomás, Catalina. El genio artístico y arquitectónico y una técnica de construcción superior a todo lo que se había conocido desde el ocaso del Imperio Romano expresan el fervor religioso y la fe de forma más adecuada que nunca.

Esta época se termina hacia el 1300. La filosofía aristotélica encuentra una rival. Se comienza a abandonar la metafísica. La filosofía y la teología se separan. El sentimiento nacional y el «punto de vista laico» se desarrollan rápidamente en una sociedad que aumenta en complejidad y avanza en la explotación de las riquezas y el manejo de mecanismos financieros de un mundo mercantil en los umbrales del capitalismo. Entre tanto, el papado va de catástrofe en catástrofe: rehúsa reformarse y, por ello, es incapaz de reformar a la Iglesia.

En el curso de los primeros años de su existencia, la Iglesia cristiana no se había comprometido en el mundo. Había seguido siendo un cuerpo autónomo que vivía su vida propia en medio de una sociedad que le era extraña y cuya autoridad respetaba sin compartir la responsabilidad. Luego, durante unos siete siglos, la Iglesia de Occidente, sobre todo el clero, había dominado y penetrado poco a poco todas las actividades y todas las clases. Reivindicaba la dirección y el control de esa sociedad, cristiana al menos nominalmente, en todos los campos. Y he aquí que en el siglo XIV comenzaron a afirmarse de nuevo las motivaciones puramente temporales y las fuerzas materiales. Se dibujan las grandes líneas de la historia moderna: rivalidades entre la Iglesia y el Estado, entre clérigos y laicos, entre la razón autónoma y la verdad revelada, entre autoridad y libertad personal. La mayor parte de los hombres cultos vive ahora bajo una doble obediencia. Fue una desgracia para la Iglesia de la Edad Media que el espíritu nuevo comenzase a soplar en una época en que estaban desgastadas las antiguas estructuras, en un momento en que las debilidades y abusos de la Santa Sede, la decadencia de los ideales y de las instituciones antiguas hacían casi imposible una verdadera restauración.

Estas debilidades y estos abusos de la Iglesia de la baja Edad Media se han descrito muchas veces: pretensiones extravagantes de la curia, impuestos pontificios y provisiones, plagas de la encomienda, la acumulación de beneficios y el absentismo, incapacidad de los obispos para imponer un límite a las múltiples exenciones e inmunidades de las organizaciones privilegiadas. Más profundamente se comprueba el empobrecimiento del mensaje evangélico en aque­llos que se nutren de la teología escolástica en sus últimos tiempos. El fervor y la piedad popular se materializan y se hacen mecánicos. Cuando se consideran retrospectivamente los siglos transcurridos entre Gregorio I y Bonifacio VII o Martín V se advierten tres principios de debilidad que constituyen otros tantos peligros permanentes para la Iglesia cristiana, más amenazadores a medida que avanza la Edad Media. El primero es la riqueza. La Iglesia recibió dotaciones en cantidad excesiva. En los siglos XI y XII, ello se debió a motivos de piedad; luego fue fruto de una administración cuidadosa y de una deliberada política de acrecentamiento. Se perdió el espíritu cristiano de renuncia y de sencillez; sacerdotes y religiosos participaron en una aristocracia del dinero y de la propiedad, inseparable de Mammón. El segundo peligro estriba en la implicación en los asuntos temporales. Poco a poco se fue modificando la cooperación de los sacerdotes en los asuntos profanos, que inicialmente había sido impuesta a la Iglesia por las necesidades de la época y luego fue exigida por el poder temporal, el cual carecía de laicos cultos y cualificados. Al principio consistió en un control que permitía aplicar los principios cristianos. Luego se convirtió en una dependencia económica y política que transformó a los obispos en servidores de los monarcas. El espectáculo del papa comportándose como un príncipe secular, manteniendo relaciones políticas con las otras potencias y llegando hasta a luchar contra reyes cristianos no ayudó a los obispos y a los abades a apartarse de los asuntos temporales. La economía, que durante mucho tiempo fue sobre todo agrícola, y los vínculos de vasallaje, que unían a los propietarios de tierras con un soberano, transformaron a obispos y abades en señores y les impusieron las obligaciones correspondientes a sus privilegios. El obispo rico fue con frecuencia un absentista inveterado: dejaba su diócesis para servir al rey o trataba de hacer carrera en la corte pontificia. Esta fue una de las principales razones de la decadencia de la Iglesia en la baja Edad Media.

Finalmente hubo a la vez penuria de sacerdotes competentes y plétora de eclesiásticos. Los contemporáneos se dieron cuenta de esto; pero desde Inocencio III hasta el Concilio de Trento no se buscó ningún remedio serio. Las Universidades —quizá la más importante innovación institucional de la Edad Media— multiplicaron el número de clérigos, impidiendo más que propiciando la formación del clero en cuanto tal. La escuela catedralicia dirigida por el obispo había desaparecido antes de que triunfase la Universidad. Pocas personas podían adquirir una formación teológica, que era larga y costosa. La dirección de los clérigos jóvenes pasó del obispo al canciller de la Universidad. Las facultades de letras no tenían la vocación de la enseñanza teológica. Los candidatos a las órdenes no estaban formados en materia de disciplina, de vida espiritual y de práctica pastoral, ni siquiera en teología.

Sin embargo, la Iglesia medieval dejó una herencia colosal y magnífica. La unidad de los fieles bajo la autoridad del pontífice romano iba a ser parcialmente quebrantada, pero subsistió e incluso se afianzó. Los escolásticos llegaron a exponer toda la doctrina y la práctica cristianas, y ese sistema constituye desde entonces la base de la teología dogmática. Las órdenes de monjes y de frailes continúan su obra de oración litúrgica y de acción pastoral. Después de tantos siglos, la arquitectura y las artes siguen dando testimonio de aquella edad de fe y de aquella época de la Europa cristiana. Por encima de todo, durante todo este período la vida del espíritu continuó en su mayor parte escondida como siempre, pero saliendo aquí y allá a la superficie de la historia, bien en individuos, bien en comunidades. No hubo ningún siglo que no produjese santos entre los sacerdotes y entre los laicos; ningún siglo que no produjese servidores anónimos de Dios. Su oración y su sacrificio aportan lo que falta a los sufrimientos de Cristo; son en todo momento los pilares invisibles del edificio.

 

Palacio de los Papas, Centro de Aviñón

la Europa del Cisma de Occidente (1378-1417)

Organización de la Iglesia en la Edad Media