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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA
SIGLO IV
por el
profesor
HENRI-IRÉNÉE
MARROU
CAPITULO
PRIMERO
EL
CRISTIANISMO EN VISPERAS DE LA GRAN PERSECUCION
Con el
siglo IV entramos en una etapa decisiva de esta historia. En diez o veinte años
asistiremos a dos acontecimientos dramáticos: con la persecución de Diocleciano
(303-4 y sig.) el imperio pagano intenta por última vez, y con una violencia
jamás igualada hasta entonces, aniquilar la religión cristiana; la progresiva ascensión
de Constantino (306312-324), que al fin se hará dueño absoluto del Imperio
romano, origina pronto un cambio completo de situación jurídica para el
cristianismo. En lugar de ser perseguido, se convierte en una religión oficial,
privilegiada, que acabará luego en religión de Estado; en lugar de verse enquistada
en el organismo social como un cuerpo extraño mal soportado, se convierte en un
principio director, en un fuego que anima al Imperio cristianizado con la
conversión de su soberano.
Cuando
el primer edicto de persecución, promulgado por Diocleciano y sus colegas de la
tetrarquía, fue fijado delante de la residencia imperial de Nicomedia en la
ribera asiática del mar de Mármara, el 23 de febrero de 303, hubo un exaltado
que lo arrancó y lo rasgó. Este gesto, que, naturalmente, no tardó en pagar
con su vida el autor, expresa perfectamente el efecto de sorpresa y de
escándalo que produjo una decisión imperial tan inesperada.
Desde
las persecuciones, bastante breves a pesar de su rigor, de Decio (250-1) y
Valeriano (257-260), la Iglesia cristiana prácticamente no había sido molestada
por el poder civil. Sin que se hubiera logrado aclarar por completo su
situación legal (el cristianismo seguía siendo, en principio, una religión
prohibida), asistimos a lo que pudiera llamarse un reconocimiento de hecho:
las comunidades cristianas pueden ahora actuar abiertamente, gozar
pacíficamente de sus propiedades; entre sus posesiones se cuentan cementerios
(en Roma desde el papa Calixto, 217-222) subterráneos o a cielo abierto
(catacumbas, areaé), iglesias o, al menos —porque es difícil precisar su estilo
arquitectónico—, casas de culto y oración; en la misma Nicomedia se alzaba una
de ellas frente al palacio imperial. El aumento del número de fieles en vísperas
de la persecución hacía necesaria la construcción de nuevas y más amplias
iglesias, como atestiguan a la vez el pagano Porfirio y el historiador
cristiano Eusebio de Cesárea.
I. LA
REDUCIDA PAZ DE LA IGLESIA
Puede
hablarse, pues, con justicia de una primera paz de la Iglesia, the minor peace
of the Church con ayuda de la cual el cristianismo había podido desarrollar
libremente su acción misionera y realizar grandes progresos, tanto en
extensión como en profundidad: expansión geográfica, implantación sociológica.
Comenzada
en Palestina, es decir, en un punto situado en la frontera oriental del Imperio
romano, la evangelización había desbordado rápidamente el suelo bíblico. Fue
precisamente en dirección de Mesopotamia, al otro lado del Eufrates, donde la
religión cristiana había conocido sus primeros éxitos espectaculares: el
pequeño reino vasallo de Edesa u Osroene fue el primer Estado que se hizo
oficialmente cristiano, y esto desde la conversión de su rey Abgar IX
(179-216).
Durante
el siglo III el cristianismo había llegado a Adiabene, al este del Tigris, y
progresado a través de Mesopotamia; pero este país semita, el Irak de hoy,
pertenecía políticamente al poderoso Imperio iranio y la propaganda cristiana
encontró grandes dificultades, que llegaron a menudo hasta la persecución
abierta, a partir del momento en que, con el advenimiento de la dinastía
sasánida (224), este gran imperio, que en adelante será siempre para Roma un
rival, un desafío, un modelo, une su suerte a la de la religión nacional, el
mazdeísmo o religión de Zoroastro. Sospechoso a priori por venir del enemigo
hereditario, el cristianismo choca con el suspicaz recelo de esta religión de
Estado, religión rival, una religión universalista también, animada
igualmente de un impulso misionero, religión poderosa que cuenta con un clero
fuertemente jerarquizado bajo la autoridad de un Sacerdote de los Sacerdotes,
Mobadhan-Mobadh, pronto a reclamar el apoyo del Estado para reducir a
disidentes o rivales, trátese de mazdeos heréticos, de maniqueos o de
cristianos.
Es
cierto que la deportación a Fars, el antiguo Elam, de cristianos oriundos de
Siria con ocasión de la guerra victoriosa que el gran rey Shahpuhr emprende
contra el emperador Valeriano (260) pudo facilitar la penetración del Evangelio
hasta el corazón del Imperio iranio; pero las dificultades que hemos indicado
explican que a finales del siglo III la iglesia cristiana de estos sirios
orientales se halle todavía en los comienzos de su organización en torno a la
sede episcopal de las “ciudades reales”, las dos ciudades gemelas de
Seleucia-Ctesifón (entre Babilonia y Bagdad); durante mucho tiempo necesitarán
aún mirar al Occidente y apoyarse, dogmática, canónica y espintualmente, en las
iglesias del territorio romano.
Geográficamente
el cristianismo es sobre todo un fenómeno mediterráneo. En torno al año 300
prácticamente ha invadido todo el Imperio hasta sus provincias más apartadas:
al concilio de Arles (314) asistían tres obispos de Gran Bretaña, entre los que
se hallaban los de Londres y York. Pero esta implantación no presenta en todas
partes la misma densidad; la red de iglesias organizadas ofrece todavía grandes
lagunas en la parte occidental latina del mundo romano. Así, en
España, el concilio de Elvira (Granada) celebrado en las proximidades
de la gran persecución (300 ó 309) nos hace conocer treinta y tres iglesias:
diecinueve representadas por su obispo, catorce por un simple presbítero (o
porque actúa como delegado del obispo ausente, o porque se trata de iglesias
todavía imperfectamente organizadas). Pero una rápida ojeada al mapa nos hace:
ver que esas iglesias están casi todas agrupadas en una sola zona que viene a
coincidir con la Andalucía actual. Sólo cinco representan a las restantes
regiones de la Península Ibérica. Una situación semejante encontramos en la
Galia, aunque en la misma época la evangelización no parece haber hecho aquí un
progreso igual; en el concilio de Arles vemos representadas dieciséis iglesias
galas, doce en la persona de su obispo; pero más de la mitad pertenecen al
Sudeste, la actual Provenza. En cuanto al resto de la Galia, sólo algunas
ciudades de las más importantes parecen contar ya con una comunidad plenamente
desarrollada Lo mismo sucede con el norte de Italia. Sólo en la Italia
peninsular, de Rávena a Nápoles, y en Africa —en el sentido romano de la
palabra, es decir, en el Nordeste de Maghreb— las cristiandades presentan una
notable densidad: en 250-1. un sínodo romano agrupaba a sesenta obispos
italianos en torno al papa Cornelio; por las mismas fechas (256-7), otro sínodo
reunía en torno al obispo de Cartago, san Cipriano, a ochenta y siete obispos
de Africa.
Considerando
las cosas en conjunto, el cristianismo recluta sobre todo a sus fieles en las
provincias orientales, desde la Cirenaica a los Balkanes, donde el griego sirve
de lengua de cultura. Uno de sus núcleos más vigorosos lo representa Egipto,
poderosamente animado por la metrópoli de Alejandría, la más grande ciudad del
Imperio después de Roma y cuya autoridad se impone imperiosamente a la multitud
de pequeñas iglesias que jalonan el estrecho valle del Nilo desde el Delta
hasta la Tebaida. Más que Palestina, destaca también Siria, con su capital
Antioquía; ésta, dada su importancia (es la tercera ciudad del Imperio) y su
posición central en el corazón mismo de este Oriente desempeñó siempre un
papel de primer plano en la historia y la vida cristianas, y eso desde los
tiempos de san Pablo; con Asia Menor que, en la época en que nos hallamos,
continúa siendo el bastión del cristianismo, el país cristiano por excelencia,
la región donde el número de fieles parece haber alcanzado las cifras
absolutas más altas (la zona costera del Egeo, el Asia propiamente dicha de la
terminología administrativa, es la parte más floreciente y más poblada del
mundo romano en el Alto Imperio) y el mayor porcentaje: es quizá aquí y,
exceptuando ciertos cantones de Egipto, ciertamente sólo aquí, donde la mayor
parte de la población, en ciertas pequeñas aglomeraciones la totalidad, había
pasado ya al cristianismo.
No
son menos notables los progresos realizados desde el punto de
vista
sociológico. La fe nueva se ha infiltrado poco a poco a través de los diversos
estratos de la población romana. Ha dejado de ser única o principalmente la
religión de las clases menesterosas o menos favorecidas por el sistema
altaneramente aristocrático de la sociedad imperial: los niños, las mujeres,
los esclavos, los pobres. Recuérdense los sarcasmos de Celso, hacia 177-180,
contra esta religión de cardadores de lana, zapateros remendones, lavanderas;
las cosas han cambiado: hacia 270 Porfirio habla de mujeres nobles y ricas
que, obedeciendo a la llamada de la perfección evangélica, entregan todos sus
bienes a la Iglesia o a los pobres; en 303 la persecución encontrará al cristianismo
instalado entre las clases dirigentes, magistrados, gobernadores de provincia,
en Palacio (altos dignatarios de la corte, los chambelanes Doroteo y Gorgonio
se contarán entre los primeros mártires), si no había penetrado ya en la misma
familia imperial (circulaba el rumor de que la mujer y la hija de Diocleciano, Prisca y Valeria, se habían sentido más o menos atraídas por el
cristianismo).
Naturalmente,
desde el punto de vista espiritual, no todo es beneficio en estos progresos; la
tranquilidad de que goza la Iglesia, privándola del crisol del martirio, mengua
la calidad de sus miembros, si consideramos sólo la masa; constatamos, en
efecto, numerosas infiltraciones del paganismo en que se mueven,
contaminaciones, compromisos. Los cánones disciplinares adoptados por el
concilio de Elvira nos ofrecen curiosos testimonios por lo que se refiere a
España; no nos hallamos ya en el fervor primero de la Iglesia de los Santos. Se
hace necesario fijar una tarifa de penitencia contra la bigamia, el aborto,
el adulterio (cinco años de penitencia, poca cosa si se recuerda el escándalo
que provocó la mansedumbre del papa Calixto al aceptar la reconciliación de
esta categoría de pecadores sin esperar a que se hallasen en peligro de
muerte), poner en guardia a los fieles frente a las supersticiones de origen
pagano, los juegos de azar, la usura. Constatamos sobre todo que cristianos y
paganos se mezclaban unos con otros, se confundían en sus actividades de la
vida diaria; se hace necesario recordar la prohibición de los matrimonios
mixtos, ordenar a las mujeres cristianas que no presten sus vestidos de fiesta
a sus vecinas paganas que se adornan con ellos para honrar a sus dioses; y lo
que es más grave, diez años de penitencia a quien suba al Capitolio y participe
en un sacrificio.
El caso
más importante es el de los magistrados: las funciones y los sacerdocios
municipales, que imponían pesadas cargas financieras, se han hecho obligatorios
para los que poseen la fortuna requerida (lo mismo comienza a ocurrir en
ciertos casos con respecto al servicio militar, lo que da origen a numerosas
dificultades de conciencia, por ejemplo, en el caso de hijos de veteranos). El
ejercicio de estas funciones lleva aneja normalmente la participación en los
cultos paganos, en los juegos, considerados también como actos religiosos y
además repulsivos para los cristianos. En realidad, constatamos que se había
iniciado, o podía haberse iniciado, toda una serie de soluciones prácticas. Con
la connivencia de las autoridades superiores, el magistrado cristiano podía
pura y simplemente abstenerse de los sacrificios, o encontrar, pagándolo, un
suplente que realizara la función en su nombre; sustituir las luchas de
gladiadores y, si era posible, también las carreras de carros por trabajos de
utilidad pública; o hacer como todo el mundo y comportarse prácticamente
como
pagano.
El
despertar del día de la persecución fue ciertamente rudo. Pero sería imposible
comprender que fue ésta, su virulencia, espasmódica e irregular, y finalmente
su fracaso, si no se sitúa el problema cristiano en el marco más general de la
evolución política y religiosa de todo el mundo romano.
2. EL
BAJO IMPERIO : ESTADO TOTALITARIO Y NUEVA RELIGIOSIDAD
El
Imperio había conocido en el siglo III una crisis terrible en la que
estuvo a punto de hundirse (235-285): crisis externa —rivalidad sasánida,
presión de las invasiones germánicas en la frontera Rhin-Danubio—, crisis
interna, inestabilidad del poder, guerra civil, crisis económica, anarquía.
“Los Emperadores del siglo IV, comenzando por Diocleciano.., se impusieron la
tarea de salvar al Imperio romano y lo consiguieron; para este fin se
sirvieron, con las mejores intenciones, de los medios que tenían a su alcance,
a saber, la coerción y la violencia. No se preguntaron un solo instante
sí valía la pena salvar al Imperio romano para hacer de él una vasta prisión,
para millones de hombres. Así se expresa un historiador de espíritu
liberal, y su juicio es demasiado severo; es preciso destacar la prodigiosa
eficacia de la solución impuesta por Diocleciano. No conviene olvidar que lo
que nosotros llamamos el Bajo Imperio romano o fin de la Antigüedad coincide con la primera época bizantin ; el
régimen inaugurado por Diocleciano se prolongará, en una evolución continua y
homogénea, hasta la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453.
Es
cierto que, para superar los peligros que lo amenazaban, el mundo romano debió
someterse a una disciplina verdaderamente ruda: el nuevo Imperio se nos
presenta como un auténtico Estado totalitario en el sentido moderno de la
palabra, que se esfuerza por someter, absorbiéndolas y unificándolas, todas
las energías de sus súbditos. La autoridad del soberano que pretende ser señor
absoluto se ejerce a través de un aparato administrativo sabiamente jerarquizado. Esta burocracia excesiva, el proliferar de los cargos militares, traen
como consecuencia un fiscalismo exigente, cuyo peso resulta pronto
abrumador, y una economía estrictamente reglamentada que pronto se denuncia
excesivamente dirigida. Como todo régimen totalitario, el Bajo Imperio es un
Estado policía que hace pesar sobre todos el espectro de la amenaza: no hace
falta ser acusado de conspirar, bastará un día cualquier fallo como contribuyente para desencadenar la represión: cárcel, tortura, muerte en suplicios
atroces. Finalmente, y esto es lo más importante, el ideal nuevo exalta el
carácter carismático del Jefe: una especie de “aureola divina envuelve al
príncipe”, elevándolo por encima del común de la humanidad. Desde Augusto
siempre había existido un elemento religioso en la estructura del poder imperial; con el nuevo régimen este carácter se afirma todavía
más y, por añadidura, cambia de sentido.
Esta
transformación de la estructura política tiene lugar, en efecto, en un clima
religioso profundamente renovado; a finales del siglo III se ha realizado otra
evolución en el plano espiritual. El mundo antiguo entra en lo que con
Spengler puede llamarse la segunda, o nueva, religiosidad, es decir, una
fase en que, tras la incredulidad al menos relativa y el debilitamiento del espíritu
religioso que había caracterizado el período helenístico (y los comienzos del
Alto Imperio), el hombre mediterráneo encuentra de nuevo el profundo sentido de
lo Sagrado, de un Sagrado que se convierte de nuevo en el elemento central y
dominante de su concepción del mundo y de la vida. Pero, comparada con la
primera, la del antiguo politeísmo cuyas raíces penetraban en el viejo fondo
indoeuropeo, esta segunda religiosidad es verdaderamente “nueva” por las
características originales que presenta.
El paganismo
clásico expresaba su sentido de lo Sagrado mediante la noción neutra de lo
Divino, en esta nueva fase la conciencia religiosa se ve invadida
por la idea de Dios, un Absoluto, un Trascendente de carácter
personal, principio y fin de todas las cosas, objeto de adoración y de amor. Es
inútil insistir en las influencias orientales, semitas y especialmente judías,
y luego cristianas, que prepararon el triunfo de esta nueva mentalidad
religiosa. Pero si la aparición y los progresos del cristianismo se insertan en
la historia de esta religiosidad, en las proximidades del año 300 todavía no
parece evidente ni demostrado que aquél va a canalizar y absorber todo el
contenido de ésta.
El
nuevo ideal religioso se expresaba también bajo otras muchas formas rivales,
las de diversas religiones orientales difundidas en la sociedad romana, como
la de Mitra que combinaba elementos de origen iranio y mesopotámico; la
arqueología ha sacado a luz en todos los rincones del mundo romano un gran número
(dieciocho sólo en las excavaciones de Ostia) de pequeños santuarios
subterráneos donde se reunían los grupos de iniciados, abundantes sobre todo
en los ambientes militares. El politeísmo tradicional que desde hacía siglos se
hallaba prácticamente vacío de su contenido original encontraba una vida nueva
prestándose a una reinterpretación conforme a la mentalidad dominante; así
observamos sucesivamente una asimilación por equivalencia (Athena es también la
Hécate infernal, la Luna, reina del cielo, la Minerva o incluso la Ceres de
los latinos, la Isis de los egipcios...), o una jerarquización
subordinacionista (el Sol, como dios visible, intermediario entre los hombres
y el Dios supremo del que es una imagen sensible).
Este es
el contexto religioso en que se sitúa la ideología imperial del Bajo Imperio.
La historia comparada de las religiones lo confirma: el carácter sagrado que
casi universalmente se otorga al soberano está en relación directa con la idea
más o menos elevada que ha llegado a formarse de la divinidad misma. Para
hacer del rey, ese hombre de carne y de sangre, un “dios”, es preciso no tener
del dios una idea demasiado elevada. La aparición del culto al soberano en las
monarquías helenísticas y luego en el Alto Imperio romano muestra una
vinculación estrecha con una cierta depauperación de la palabra, un
debilitamiento de la distinción, tan neta en el primer paganismo, entre lo
humano y lo divio. La atmósfera se hace muy distinta en el siglo IV: los
atributos religiosos reconocidos al emperador lo elevan tanto más por encima
de la común humanidad cuanto que Dios, del que aquél es reflejo, es concebido
como más radicalmente trascendente. Así se verá cuando, a partir de Constantino
y sobre todo de sus hijos, el emperador y con él el Imperio se hagan
cristianos: su persona, su poder no serán menos sagrados y este carácter será
mucho más acentuado que en tiempo de los emperadores de la Roma-pagana,
incluso cuando éstos se llamaban Caligula, Domiciano y Cómodo. Estos podían
creerse “dios”, pero sólo se identificaban con los pequeños dioses del Panteón
politeísta; aquellos, sin dejar de ser hombres, reflejaban la majestad terrible
del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.
Pero de
momento el paganismo seguía siendo la religión oficial del Imperio. Por muy
revolucionaria que resultase su actuación en ciertos dominios, Diocleciano no
dejaba de ser, en el plano religioso, un viejo romano fuertemente apegado a la
religión tradicional; al expresar el ideal de la soberanía según podía concebirla
la mentalidad nueva, recurrirá a términos y formas de ese antiguo fondo
religioso. Los santísimos, sacratísimos emperadores, el mismo Diocleciano, el
co-regente o segundo Augusto Maximiano que se elige en 285-6, los dos Césares,
emperadores adjuntos y futuros sucesores, que vienen a ser sus dobles desde
293, son investidos de su autoridad por el Dios supremo, el Altísimo, Jupiter
Exsuperantissimus (el sustantivo es tradicional, el epíteto por el contrario
expresa la nueva religiosidad) y reciben con ella, el día de su investidura, un
carácter sagrado. No que sean “dioses” propiamente dichos; prefieren llamarse
engendrados por los dioses, diis geniti. No se asimilaron, como se hizo en otro
tiempo lisa y llanamente, a Júpiter o a Hércules; pero llevan los sobrenombres
derivados Jovius, Herculius, y esta derivación expresa el estado de dependencia
en que se halla el emperador frente a su patrón y protector celeste.
CAPITULO
SEGUNDO
.- LA
ULTIMA PERSECUCION Y LA PAZ DE LA IGLESIA
Fácil
es comprender que esta adhesión de Diocleciano a las tradiiciones
religiosas de la antigua Roma y este apasionado ideaf de cohesión o de
unidad que revela toda su política hacían inevitable el choque entre este
imperio pagano y la religión cristiana. Son ya muy significativos los
considerandos del edicto promulgado el 31 de marzo de 297 contra los maniqueos,
religión sospechosa también, como lo había sido el cristianismo, de
prácticas criminales, maleficia, y que, por añadidura, podía despertar
especiales recelos debido a sus orígenes y su relación con el Oriente iranio;
el edicto invoca contra ella, y el argumento podía igualmente ser aplicado de
nuevo al cristianismo, su carácter de religión nueva en ruptura con la
tradición nacional romana: “Es criminal poner en duda la validez de lo
establecido desde tiempos antiguos”
Sin
embargo, durante los veinte primeros años del reinado de Diocleciano los
cristianos no se habían visto seriamente inquietados; entre 284 y 303 sólo
tenemos algunos casos aislados de mártires militares, por otra parte de
interpretación delicada: ¿se trata de “objetores de conciencia” fieles al
ideal de no-violencia de las primeras generaciones cristianas y víctimas del
nuevo sistema de reclutamiento que hace obligatorio el servicio militar? ¿O de
una reacción contra la evolución reciente del culto imperial cuyo contenido
religioso, bastante vago hasta entonces, se acentúa más e impone a los
soldados una participación positiva en el paganismo? Tales incidentes pudieron
acarrear una primera medida restrictiva contra los cristianos, su expulsión
del ejército (o al menos de sus mandos), de la que nos hablan algunos textos de
Eusebio (302?), preludio de la gran persecución.
I. LOS
EDICTOS DE PERSECUCION Y SU APLICACION
Esta
persecución, con su carácter sistemático y su amplitud, presenta una innegable
aparatosidad teatral: en menos de un año (23 de febrero de 303 — enero/febrero
de 304) cuatro edictos sucesivos precisan su severidad. El primero se refería
esencialmente a la prohibición del culto: confiscación de los libros y vasos
sagrados, destrucción de las iglesias. Pero los cristianos son ya excluidos de
las funciones públicas y sometidos a ciertas limitaciones jurídicas. Sin
embargo, el emperador se vio pronto impulsado a actuar más directamente contra
las personas: el segundo edicto ordena el arresto de los “jefes de las
iglesias” (se refería a todos los miembros del clero, incluidos los clérigos
inferiores), medida provisoria que condujo naturalmente al tercer edicto: liberación
de los encarcelados si consentían en hacer libaciones y sacrificios. Este era
el “test” desde Trajano, utilizado para detectar a los cristianos y disculpar a
los apóstatas. Las resistencias encontradas explican el cuarto edicto: como en
tiempos de Decio, todos los habitantes del Imperio son obligados a sacrificar
a los dioses bajo la amenaza de los más duros tormentos, de la muerte, a menudo
cruel, o de la deportación a las minas, lo cual no resultaba más benigno que
los campos de exterminio imaginados por la barbarie de nuestra propia época.
Como
siempre, es difícil determinar los motivos concretos que pudieron inducir a
Diocleciano a lanzarse por la senda de semejante política; puede suponerse que
fue objeto de presiones por parte de ambientes fanáticos del paganismo; los
historiadores contemporáneos, Lactancio o Eusebio, insisten en el papel de su
César Galerio. Pero dado el primer paso, la lógica del sistema totalitario
basta para explicar el crescendo de la persecución: toda orden emanada del
emperador, incluso las arbitrarias o fútiles, encierra en su seno el peso de
toda la majestad del poder supremo, y así toda resistencia atenta contra éste y
debe ser sofocada como una traición, una impiedad. Poseemos un testimonio
característico de este estado de espíritu: el proceso verbal de la
investigación realizada en virtud del primer edicto de persecución en la
iglesia de Cirta (Constantina, en Africa del Norte) el 19 de mayo de 303.
Cuando, no sin moratorias y reticencias, el subdiácono Silvano se decide a
entregar al magistrado una cajita y una lámpara, ambas de oro, el secretario
municipal le responde con dureza: “Si no las hubieras encontrado, habrías
muerto”.
Por su
propia gravedad, por la de las reacciones, a veces duraderas, que provocó, la
persecución de Diocleciano afectó profundamente a la vida de la Iglesia. La
violencia y la duración de esta crisis fueron distintas según las regiones. En
la Galia y Bretaña, que se hallaban bajo la autoridad del cesar Constancio
Cloro, padre del futuro emperador Constantino, sólo fue aplicado el primer
edicto referente a los edificios sagrados, y éste, según parece, con bastante
suavidad. Intensa, pero breve (en conjunto menos de dos años) fue la represión en
las provincias sometidas directamente al augusto Maximiano: en Italia, donde la
Iglesia de Roma estará más de cuatro años sin poder dar un sucesor al papa
Marcelino muerto durante la persecución, pero no, parece indudable, a causa de
la persecución; en Africa, sobre la que estamos particularmente bien
documentados (sabemos, en cambio, pocas cosas ciertas sobre España y el Alto
Danubio). No es seguro que los más rigurosos de los cuatro edictos fueran aquí
promulgados o al menos sistemáticamente aplicados; el primero bastaba para
suministrar víctimas a poco que un magistrado emprendiera su ejecución con
cierto rigor o que cristianos exaltados aprovecharan la ocasión para
manifestar su celo.
Se
cuenta del mártir siciliano Euplous de Catania que se hizo arrestar
exhibiéndose ante el palacio del gobernador con el libro de los Evangelios en
la mano. Porque todos los casos posibles parecen haberse realizado entre estos
mártires voluntarios y los espíritus débiles que por precaución corrieron a la
apostasía; aparte los casos de habilidad: el obispo de Cartago, Mensurio,
alardeará de haber entregado, el día del registro, dies traditionis, en lugar
de las Santas Escrituras, puros y simples libros heréticos.
En
Oriente, por el contrario, la persecución fue mucho más severa y se prolongó,
con algunos períodos de calma es cierto, hasta la primavera de 313; los
soberanos sucesivos que reinaron en Egipto, Siria y Asia Menor persistieron en
su creciente hostilidad al cristianismo. A Diocleciano, que abdica en 305,
sucede como augusto el pagano Galerio, y el nuevo césar que le asiste, Maximino
Daia, es todavía más fanático. Con éste, en los últimos años, la persecución
asumirá un carácter más sistemático y recurrirá a métodos de propaganda de un
estilo, diríamos, más moderno: organización de manifestaciones “espontáneas”,
elección impuesta de las Actas apócrifas de Pilato como texto escolar, un
libro lleno de blasfemias contra Jesús.
Como en
Occidente, se observan situaciones muy distintas. Hubo paganos transigentes
que, para desembarazarse de sus prisioneros, hicieron ofrecer sacrificios a la
fuerza a los cristianos recalcitrantes, imponiéndoles silencio; cristianos
demasiado prudentes o tibios que salieron del paso con la huida o, como había
sucedido en tiempos de Decio, procurándose certificados falsos de haber
sacrificado; apóstatas, como siempre por desgracia, en masa; pero también
mártires que fueron tratados con todo el rigor sádico de esta nueva edad
bárbara, hábil en practicar suplicios refinados: el cuadro preciso que nos
presenta Eusebio de Cesarea, testigo ocular, en sus Mártires de Palestina nos
revela plenamente el salvajismo de los verdugos y el heroísmo de los mártires.
Se ha discutido mucho sobre el número de los mártires; evidentemente no se
puede comparar esta persecución con los genocidios modernos y sus millones de
víctimas, pero sería injusto reducirla al total obtenido sumando sólo los casos
individuales que conocemos por las fuentes narrativas, casos particulares
escogidos como especialmente dignos de memoria.
A pesar
de su violencia, la represión acabó por perder fuerza: seis días antes de su
muerte, el emperador Galerio debería reconocer el fracaso de esta política y
promulgar en Nicomedia, el 30 de abril de 311, un edicto de tolerancia,
redactado sin duda de muy mala gana (el emperador deplora la obstinación, la
locura de los cristianos que, en gran número, se habían negado a volver a la
religión de la antigua Roma) y aplicado de peor gana aún por su sucesor
Maximino Daia que, antes de que pasaran seis meses, reanudaba la persecución.
Esta, como se ha visto, redoblada, pero por poco tiempo: a finales de 312
Maximino Daia volvería a una tolerancia más o menos completa y, más tarde,
instauraría la paz religiosa, pero sólo ante las amenazas y luego bajo los
golpes que le venían de sus colegas y rivales de Occidente, Constantino y Licinio.
No es
este el lugar de exponer en detalle los complicados acontecimientos que
caracterizaron en el resto del Imperio los años 306-312. El sistema de
sucesión ingeniosamente ideado por Diocleciano funciona sólo una vez (305) para
venirse abajo en seguida. Hubo un momento, a comienzos del 310, en que el
Imperio contó quizá con siete emperadores, la mayor parte naturalmente
considerados por los otros como usurpadores: Constantino, proclamado en 306,
después de la muerte de su padre Constancio; su suegro Maximino, que había
recuperado dos veces la púrpura depuesta en 305; el hijo de éste, Majencio,
dueño realmente de Italia, pero no, por el momento, de Africa, donde se había
rebelado Domicio Alejandro; en Iliria (la Yugoslavia actual), Licinio, único
que se mantendrá al lado o frente a Constantino hasta 324; en los Balkanes y
Asia Menor, Galerio; en Siria y Egipto, Maximino Daia.
Señalemos
simplemente que, a diferencia de estos dos últimos, los
emperadores
“occidentales” tomaron en conjunto una actitud al menos pacífica frente al
cristianismo que acabó por ser favorable. Al edicto de tolerancia de Galerio en
311, todavía, como se ha visto, bastante reticente, responde Majencio con un
gesto mucho más liberal: no contento con haber concedido definitivamente plena
libertad a los cristianos de sus estados (Italia y el Africa reconquistada),
hace que les sean restituidos los inmuebles confiscados durante la persecución.
2.
POLITICA RELIGIOSA DE CONSTANTINO
Estaba
reservado a Constantino un paso mucho más avanzado en este sentido: su reinado
(306-338) vio realizarse el cambio quizá más importante que ha conocido la
historia de la Iglesia antes de los que han tenido lugar en los tiempos
modernos. El historiador quisiera poder relacionar las decisiones políticas, de
un alcance enorme, tomadas por este emperador con su evolución interior y sus
convicciones personales. Desgraciadamente es más fácil formular hipótesis a
este respecto que establecer hechos precisos y seguros.
Que
Constantino, originariamente pagano, de un paganismo abierto y tolerante
como el de su.padre, se convirtió al cristianismo, no ofrece ninguna duda.
Que esperara la víspera de su muerte para pedir y recibir el bautismo está de
acuerdo con una práctica entonces frecuente y se explica por las duras
exigencias de su cargo de emperador: para hablar sólo de los crímenes más
llamativos, Constantino debió, sucesivamente, asumir la responsabilidad de la
muerte de su suegro, de tres cuñados, de su hijo mayor y de su mujer. Con esto
sigue intacto el problema de saber a qué fecha se remonta su adhesión a la fe
cristiana. ¿Evolución progresiva? ¿Conversión repentina? ¿Cuándo o desde
cuándo?
¿Hemos
de creer que desde la batalla decisiva del puente Milvio, en que perecería
Majencio (12 octubxe 312), el ejército de Constantino lució sobre sus escudos
un símbolo cristiano? La anécdota, que progresivamente se enriquecería con
elementos de leyenda, se contaba en los medios cristianos de la corte desde los
años 318-320, es decir, seis u ocho años después del hecho. Pero nos resulta
difícil a nosotros sacar de estos testimonios históricos el núcleo de
realidad, de acontecimiento auténtico que puedan contener, por hallarse
envuelto en una ganga donde se superponen retórica, idealización de la figura
imperial, esfuerzo por traerla a la órbita del cristianismo, gusto de lo
maravilloso.
La
prudencia aconseja renunciar a la persecución de un objeto que
se nos
escapa totalmente; más que las convicciones íntimas de Constantino lo que
importa a la historia es su política, y ésta no se nos escapa. Cuando el 15 de
junio de 313, tras su victoria sobre Maximino Daia que le abre las provincias
de Asia, su colega y, por entonces, aliado Licinio, promulga un decreto
concediendo en términos particularmente benévolos para los cristianos una
plena y total libertad de culto, la restitución inmediata de todos los bienes
confiscados, lo hace refiriéndose expresamente a una decisión tomada en común
con Constantino a comienzos del mismo año, con ocasión de la entrevista que los
reunía en Milán con motivo de la boda de Licinio y Constancia, medio-hermana de
Constantino.
Licinio
seguía siendo personalmente pagano y, al final de su reinado, en vísperas de la
ruptura definitiva y de su eliminación por Constantino, se sentirá movido a
tomar medidas con que molestar, si no perseguir abiertamente, a los cristianos
sospechosos de profesar demasiada simpatía por su rival.
No cabe
duda, en efecto, de que después de su victoria sobre Majencio, Constantino
manifestó una simpatía eficaz por el cristianismo. La vemos actuar ya en sus
nuevas provincias de Africa desde los primeros meses de este mismo año 313: a
las medidas ya generosas que tomará Licinio, Constantino añade favores en
beneficio del clero de la Santa Iglesia Católica, distribución de dinero,
exenciones fiscales.
Esta
política se irá acentuando, con algunos baches, hasta el fin de su reinado.
En principio, la tolerancia, la libertad de cultos es la doctrina oficial, pero la balanza no se
mantiene equilibrada entre paganismo y cristianismo. Los primeros símbolos cristianos aparecen en las monedas,
esos maravillosos medios de
propaganda, desde 315; las últimas figuras paganas desaparecen en 323. La
Iglesia católica recibe un estatuto
jurdico privilegiado: las
sentencias del tribunal episcopal, incluso en materia puramente civil, son reconocidas como válidas
por el Estado; se concede a las iglesias capacidad sucesoria, lo que les
permitirá un incremento de su patrimonio.
Los
centros del culto se multiplican. Es, sin duda, entonces cuando se adopta,
comúnmente, el tipo arquitectural de la basílica: plano rectangular dividido
en naves por series de columnas con un ábside en el fondo; pronto contamos más
de cuarenta en Roma. La generosidad del emperador y de su familia (la
emperatriz madre, santa Elena, las hermanas de Constantino son cristianas)
permite la construcción y la dotación de magníficos edificios, así en Roma
las basílicas de Letrán (el palacio contiguo que será la residencia pontifical
aparece a la disposición, si no ya como propiedad, del papa desde 314), de San
Pedro en el Vaticano, de los Apóstoles (hoy San Sebastián) en la vía Appia, de
Santa Inés, etcétera; en Jerusalén, el magnífico conjunto del Santo Sepulcro;
la nueva capital, Constantinopla (dedicada en 330), junto a los templos
paganos restaurados o nuevos contenía varias iglesias cristianas, entre ellas
la de los Doce Apóstoles, en la que Constantino se hará preparar un sepulcro.
La
inspiración cristiana se extiende a la legislación e incluso al vocabulario de
las constituciones imperiales. Personalidades cristianas llegan por primera
vez a los más altos cargos: el Consulado en 323, la Prefectura de Roma en 325,
la Prefectura del Pretorio en 329. Al mismo tiempo aparecen las primeras
medidas restrictivas contra las prácticas paganas: en 318 son prohibidos los sacrificios
privados, la magia y los auspicios en el domicilio de los particulares.
Finalmente, y el hecho tiene importancia porque de él dependía el porvenir,
Constantino hace educar a sus hijos en el cristianismo. Indudablemente podemos
considerar a Constantino, con toda justicia, como el primer emperador
cristiano. Es cierto que en la imagen, que la tradición bizantina se formó de
él, existe una gran parte de idealización: el santísimo emperador considerado
en cierta manera como igual a los apóstoles, el trabajo de la
leyenda comenzó desde la generación inmediata a su muerte, con la Vida de
Constantino, publicada bajo el nombre de Eusebio, pero, sin duda, compuesta por
uno de sus sucesores en la sede de Cesárea. Sin embargo, más que él, fueron sus
hijos y herederos quienes se esforzaron por realizar este ideal; así lo
constatamos de modo especial en el caso del más joven y el último de ellos, el
emperador Constancio II que, en los últimos años de su reinado (353-361) vendrá
a reunir, como su padre antes de él, la totalidad del mundo romano bajo su
autoridad.
Hemos
entrado, pues, en una fase totalmente nueva de la historia del cristianismo:
ésta es verdaderamente la Paz de la Iglesia. Todos los obstáculos, fuesen de
orden legal o material, que dificultaban hasta entonces la evangelización han
quedado removidos; ésta progresa ahora con una eficacia mucho mayor. En todas
las regiones del Imperio romano las conversiones se multiplican, llegan a las
masas, los medios hasta entonces refractarios; por todas partes se fundan
nuevas sedes episcopales; la actividad teológica es intensa. La política
imperial que, de mil maneras, tiende a favorecer la religión nueva, el ejemplo
mismo que da el emperador, ejemplo particularmente eficaz en un régimen de carácter
monárquico tan acusado, todo empuja a la cristianización del Imperio romano en
su totalidad.
Este
movimiento sólo será detenido o trastornado durante algunos meses, en el
reinado del sucesor de Constancio, un sobrino de Constantino, el emperador
Juliano el Apóstata (361-363) que, vuelto al paganismo, intenta, naturalmente,
hacer que le siga todo el Imperio; paganismo, por otra parte, de un estilo muy
original, muy distinto del de la antigua Roma, marcado por la influencia
filosófica del neoplatonismo y, sobre todo, de elementos confusos, irracionales
que éste tiende a patrocinar cada vez más: ocultismo, teúrgia.
Se
trató de un simple episodio sin consecuencias: los emperadores siguientes son
de nuevo emperadores cristianos cada días más fervorosos y más convencidos. Si la política prudente de Valentiniano representa
un descanso, un esfuerzo de estabilización tras la liquidación de la aventura
de Juliano (al asumir el mando en 364 proclama de nuevo la libertad de
conciencia igual para todos), su hermano y co-regente Valente, su hijo Graciano
y más todavía su sucesor Teodosio el Grande (379-395) continúan la revolución
iniciada bajo Constantino y Constancio. El Imperio se hace cada día más un
imperio cristiano; el cristianismo, bajo su forma ortodoxa, se convierte
prácticamente en religión de Estado. Los herejes son desterrados (381), el
paganismo es, finalmente, prohibido y sus templos cerrados o destruidos (391).
CAPITULO
TERCERO
.- LA
IGLESIA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO CUARTO
Fácilmente
se comprende que los contemporáneos, testigos de este gran cambio de la
historia, se sintieran como deslumbrados y, en su entusiasmo, vinieran a
imaginarse que este Imperio, ya cristiano, debía ser como una imagen del Reino
de Dios, en cierta manera materializado sobre ía tierra. En realidad pronto
surgirían los problemas. Para medir las dificultades que encontrará su solución
es necesario tener presente la estructura de la sociedad y de la mentalidad
cristianas del tiempo. Estructura bipolar: de un lado las instituciones
propiamente eclesiásticas, de otro el emperador.
I. LAS
INSTITUCIONES ECLESIASTICAS
Llegada
a estos años (300-330), la Iglesia, que tiene ya tras sí casi tres siglos de
historia, había tenido tiempo de desarrollar su organización; exceptuando el
monacato, que se halla todavía en sus comienzos, todas sus instituciones
fundamentales están ya en marcha y han alcanzado un estadio de desarrollo
próximo a la madurez.
Se ha
podido definir el Imperio romano como un mosaico de ciudades dotadas de una
cierta autonomía; de igual modo la Iglesia “católica”, es decir, universal
aparece repartida en una serie de comunidades locales bajo la autoridad de un
obispo: la iglesia episcopal es la unidad básica de todo este conjunto de
instituciones.
Se ha
llegado a una distinción neta entre la masa de los fieles y el clero, que a su
vez se halla fuertemente jerarquizado: obispo, presbíteros, diáconos,
subdiáconos, aunque no esté bien marcada aún, al menos a nuestros ojos, la
frontera entre los últimos grados de los clérigos menores y los simples
empleados de la iglesia; por debajo de los porteros (ostiarios), los
enterradores, fossores, copiatae, fueron contados durante mucho tiempo entre
los clérigos. Por otra parte las agrupaciones, ordines, de viudas, de vírgenes
consagradas, de diaconisas poseen un estatuto que las clasifica aparte de los
simples fieles. Finalmente, esta distinción entre clérigos y laicos no impide
que los más cultos, los más ricos y más generosos de estos últimos ejerzan una
influencia a veces importante en la administración. Veremos, a menudo, deplorar
la intervención de mujeres intrigantes, de ricas bienhechoras, sobre todo, en
las elecciones episcopales. Porque, en principio, es todavía el pueblo
cristiano quien elige a su obispo y así lo será a veces de hecho, aunque en la
mayoría de los casos la elección sea realizada por el clero local (tal es el
caso de Roma), por los obispos de la provincia o de la región.
Si
geográficamente el organismo básico es la iglesia local, urbana (el
cristianismo se acomodará, a menudo, al marco de la ciudad, aunque no siempre
exista coincidencia), la unidad de la Iglesia no se disuelve en su
multiplicidad. Desde el siglo IV se esboza una coordinación que abre el camino
a una estructura más compleja y más jerarquizada. Los obispos de una misma
provincia romana (la influencia de los esquemas administrativos romanos es
evidente) o de una región más vasta tienden a agruparse en torno y bajo la
autoridad de un metropolitano que es casi siempre el obispo de la ciudad y de
la iglesia principales.
La
institución, que comienza entonces, comprende una multitud de variedades
regionales. En Egipto, por ejemplo, donde los obispados son muy numerosos y la
vida urbana se encuentra poco desarrollada, el episcopado se unifica y está
bajo el estrecho control de la autoridad con frecuencia imperiosa de la sede
de Alejandría. El Africa latina posee igualmente una cierta unidad de
conjunto, pero mucho más abierta; es cierto que el obispo de Cartago goza de
cierta preeminencia, pero las distintas provincias conservan su autonomía; así
Numidia, cuyos obispos reconocen como jefe o primado no al titular de una sede
determinada, sino a su decano, senex, por antigüedad en el episcopado.
La
Italia peninsular (al sur de una línea Siena-Arezzo), aunque dividida en tres
provincias en la administración civil, desde el punto de vista eclesiástico
está unificada; todos sus obispos se hallan igualmente sometidos a la
autoridad directa de la sede romana que para ellos desempeña la función de
metrópoli común.
Ciertamente
la influencia de la Cathedra Petri llega más allá de estos límites y ejerce ya
una irradiación universal, pero si su primado de honor no es discutido y se le
reconoce una autoridad particular en el plano
doctrinal,
su poder disciplinar, como jurisdicción de apelación, prácticamente no aparece
todavía; será preciso esperar bastantes generaciones para que sea reconocido
como uno de los órganos necesarios para el funcionamiento normal de la
institución eclesiástica.
2. EL
EMPERADOR CRISTIANO
La
frontera entre lo temporal y lo espiritual, lo profano y lo sagrado no se
establece entre las instituciones de la Iglesia y las del Imperio; se insinúa de manera a veces dramática en el interior mismo de la personalidad enormemente compleja del emperador
cristiano.
Este no
es sólo el jefe responsable de la ciudad terrena, del Estado, de esta patria
romana en peligro que es preciso esforzarse por salvar, aunque sea al precio
que hemos dicho. De generación en generación asistimos al crecimiento de los
peligros; la salvación del Imperio exige en todos los planos, demográfico,
militar, fiscal, un esfuerzo cada vez más enérgico; de ahí una aspereza
creciente, cada día más severidad, más terror. El recluta que se mutilaba para
escapar al servicio militar era enrolado, bajo Constantino, a la fuerza para
ser utilizado, en los servicios auxiliares; a partir de Valentiniano será
condenado a muerte, y a una muerte terrible: quemado a fuego lento, suplicio
bárbaro introducido bajo Diocleciano. A partir de Teodosio no son sólo los
soldados quienes serán marcados con hierro candente como presidiarios, sino
también los obreros de las fábricas del Estado.
A pesar
de semejantes violencias, el Imperio no puede captarse el alma entera de todos
sus súbditos, porque en una época tan profundamente impregnada de
preocupaciones religiosas el hombre no se considera sólo como un ciudadano del
Estado, al servicio de una patria terrestre, sino también, y quizá sobre todo,
“ciudadano del cielo”, miembro de una sociedad espiritual en cuyo seno
encuentra su solución el problema a sus ojos fundamental, el de sus relaciones
con Dios.
Ahora
bien, el emperador mismo, y en cuanto emperador, no queda al margen de este
dominio de realidades espirituales. Los problemas religiosos ocupan demasiado
espacio en las preocupaciones de sus súbditos y en su vida diaria para que
pueda concebirse siquiera en esta época una política de separación entre
Iglesia y Estado; existe una íntima compenetración entre ambos; los mismos
interesados serán los primeros, como se verá, en reclamar la intervención del
emperador y de sus servicios en sus querellas religiosas.
No se
ha de interpretar esta acción como una simple operación de policía cuyo
objetivo fuese suprimir los motivos de desorden y restablecer entre los hombres
la paz necesaria para el buen funcionamiento de la sociedad. El interés que
lleva al emperador a las cuestiones religiosas es mucho más directo, más
profundo; también, él participa en el espíritu de la nueva religiosidad. Hemos
dicho que al hacerse cristiano el emperador no había perdido nada de su
carácter sagrado, ocurre más bien lo contrario.
Unificando
bajo su autoridad todo el mundo romano, el mundo civilizado. el poder imperial
aparece como una imagen terrestre de la monarquía divina. Manifestación visible
de Dios sobre la tierra, verdadera teofonía, el “piadosísimo” emperador,
“amado de Dios”, se siente responsable ante éste de la salvación de sus
súbditos y no simplemente de su bienestar temporal; se siente llamado a guiar el
género humano hacia la verdadera religión que él proclama y enseña. Sus
teólogos de corte llegan a atribuirle una especie de poder episcopal que se
extiende a todo el Imperio; se trata sólo de una imagen y de recursos de
panegírico que no convendrá forzar demasiado. Conviene señalar que el
emperador cristiano del siglo IV tiene de sus deberes para con la Iglesia una
concepción bastante más amplia que la de un “brazo secular”, en el sentido que
tendrá esta expresión en la Edad Media occidental.
El
emperador, por ejemplo, no se contenta con facilitar la reunión de concilios y
apoyar con su autoridad la realización de sus decisiones. Es él mismo quien
toma la iniciativa de convocarlos, quien les escoge los problemas dogmáticos o
disciplinares que deberán tratar. Sigue las discusiones, ayuda al triunfo de la
mayoría, al establecimiento de la unanimidad; y todo esto le obliga a hacerse
una opinión sobre los problemas propiamente eclesiásticos que se discuten, lo
cual le lleva fatalmente a tomar parte activa en su elaboración. No
pronunciemos demasiado pronto a este respecto la palabra cesaropapismo que
supone elaboradas ya nociones extrañas al pensamiento de la época; digamos
simplemente que, cristiano, el emperador se considera naturalmente como el jefe
del pueblo cristiano, nuevo Moisés, nuevo David, a la cabeza del verdadero
Israel, el de la Nueva Alianza.
Lo que
hemos dicho define un ideal cuya realización práctica originará pronto
dificultades insolubles. Semejante ideal de coordinación entre la ciudad
terrena y la ciudad de Dios, de cooperación entre las instituciones
propiamente eclesiásticas y las de un Estado que se considera cristiano, supone
que la Iglesia y el Emperador están plenamente de acuerdo en lo esencial, es
decir, en el contenido de la fe; apenas deje de ser
ortodoxo, el santísimo y piadosísimo emperador se convertirá en un tirano, un
perseguidor, un precursor del Anticristo, esbirro de Satán.
Ahora
bien, con la paz constantiniana comienza en la historia de la Iglesia un
período de violentos debates teológicos en que la misma definición del dogma
va a ser tema de discusión; por añadidura se plantearán graves litigios
personales relativos a la validez canónica de nombramientos o deposiciones de
obispos, de excomuniones. ¿Quién decidirá el derecho? ¿Quién definirá la
verdad? No olvidemos que, en la situación en que los hemos encontrado, los
organismos interiores de la Iglesia todavía no estaban en condiciones de
formular la solución buscada con una claridad y una autoridad suficientes para
imponerse a todos los fieles de buena voluntad. Naturalmente los emperadores
se verán impulsados a tomar partido, pero su autoridad encontrará resistencias
y fracasará más de una vez por obra de convicciones nacidas en una región
demasiado profunda del alma religiosa para someterse a una autoridad impuesta
desde el exterior.
Desde
Gibbon y Hegel se ha descrito a menudo el Bajo Imperio como un periodo agitado
en que reina la debilidad, la mezquindad y la falta de carácter. Es cierto que
no faltarán ejemplos de servilismo y veremos con excesiva frecuencia amplios
sectores de la opinión cristiana, comenzando por el episcopado, que siguen
dócilmente, hasta en sus variaciones, la línea teológica adoptada o sostenida
por la corte. Pero el siglo IV es también un siglo de fuertes personalidades,
de esos hombres de acero que supieron hacer frente a los poderosos de la época
y oponer a toda violencia la firmeza de su fe: baste pronunciar aquí el nombre
de Atanasio de Alejandría que, a lo largo de su episcopado, logrará un total
de diecisiete años y medio de exilio, cinco destierros sucesivos bajo cuatro
emperadores.
Epoca
de caracteres altivos, pero también de espíritus enteros y de cismas
obstinados, porque todas estas resistencias no nos aparecen,
retrospectivamente y desde un punto de vista teológico, igualmente
justificadas. Pero era conveniente evocar brevemente su presencia para que el
lector comprenda la estructura bipolar del Imperio cristiano, según acabamos de
analizarlo, fue algo más que un reparto de jurisdicciones entre hombres de
Iglesia y hombres de Estado; se trata de algo mucho más complejo y más grave:
un verdadero “cisma del alma”, para hablar como Arnold J. Toynbee, que, por
encima del plano de las instituciones, penetraba en el de las conciencias que
a menudo se nos presentan como escindidas entre dos fidelidades igualmente
exigentes, pero contradictorias.
3. LOS
CISMAS NACIDOS DE LA PERSECUCION : EL DONATISMO
El
primer problema interior a la Iglesia del que debió ocuparse el emperador
Constantino pocos meses después de su victoria sobre Majencio nos permite
asistir al desarrollo vivo de la lucha entre estas tendencias. Se trata del
cisma africano de los donatistas, la más grave de las crisis locales suscitadas
por las consecuencias de la persecución de Diocleciano.
Fenómeno
constante: al llegar la persecución, las almas débiles flaquean, para
arrepentirse luego una vez desaparecido el peligro. Hemos visto ya cómo sucedió
así en tiempos de san Cipriano después de la persecución de Decio. Y se
presenta de nuevo después de la más grave que veíamos comenzar en 304-305; en
Egipto, por ejemplo, donde desde 306 el obispo Melecio de Lycópolis se enfrenta
con el jefe del episcopado egipcio, el futuro mártir, Pedro de Alejandría,
entonces encarcelado, cuya actitud frente a los lapsi considera demasiado
benigna. Arrestado a su vez y deportado a las minas de Phaeno en Palestina,
Melecio continúa allí su agitación, multiplica las ordenaciones y, a su
regreso, organiza en Egipto una jerarquía cismática, “la iglesia de los
mártires”, frente a la jerarquía católica; todo lo cual trae consecuencias a
veces muy graves que vendrán a complicar, interfiriéndose con ellas, las del
arrianismo.
El
donatismo tiene un punto de partida más limitado, pero sus consecuencias son
más graves que las del cisma de Melecio. Esta vez no se trata de lapsi, sino
solamente de la suerte de los obispos que habían consentido en la traditio que
buscaba el primer edicto de Diocleciano, acusados de traditores, de haber
“traicionado” la fe “entregando” los Libros Santos a los magistrados que
efectuaron los registros policíacos en las iglesias. Ya el concilio provincial
de Numidia, celebrado en Cirta el 5 de marzo de 305, había mostrado con qué
encono los obispos africanos se juzgaban y corregían mutuamente (como suele
suceder, los más ardientes en acusar a los otros no siempre estaban libres de
reproche).
El
punto de partida de todo el problema fue la elección en 312 del archidiácono
Ceciliano para la sede de Cartago, que despertó la oposición de un partido
local, de tendencia más rigorista apoyado por el episcopado númida; en
términos bien precisos sus oponentes negaban la, validez de la consagración
episcopal de Ceciliano, pues uno de los tres obispos que en ella intervinieron,
Félix de Apthungi, era considerado culpable de traditio. Contra Ceciliano fue
elegido otro obispo al que poco después
sucedió,
por traslado desde su primera sede de Casae Nigrae, el grao Donato, hombre
enérgico y activo que fue el verdadero organizador de la Iglesia cismática a la
que la historia ha dado su nombre.
EL CRISTIANISMO EN AFRICA
|
Los
donatistas, en efecto, atribuían tal gravedad al crimen de traditio que el
simple hecho de estar en comunión con uno de estos culpables (y, a medida que
pasaba el tiempo, de estar en comunión con los herederos de quienes
anteriormente habían estado en comunión con estos culpables) bastaba para
contraer la misma mancha, para convertirse a su vez en traditor, apóstata,
indigno del nombre cristiano. Todos los sacramentos dados o recibidos por los traditores eran considerados nulos : los donatistas rebautizaban a los
católicos que, por propia voluntad o por la fuerza, entraban en sus filas. Así
el cisma se propagó como mancha de aceite; y no solamente en Cartago, sino
también en un gran número de sedes episcopales de Africa se vio alzarse obispo
contra obispo, llegando a enfrentarse dos jerarquías paralelas, “la iglesia de
los santos” contra la de los traditores, donatistas contra católicos.
Al
haber reservado Constantino expresamente a los católicos el beneficio de las
subvenciones y exenciones concedidas al clero, los donatistas tomaron la
iniciativa —el hecho merece ser destacado— de complicar al emperador en sus
diferencias con Ceciliano (15 de abril de 313); sus pretensiones fueron
declaradas sin fundamento por las instancias sucesivas ante las que se
presentó el conflicto: un sínodo romano celebrado en el palacio de Letrán bajo
la presidencia del papa (15 de febrero de 314), un concilio de obispos galos
(Arles, 1.° de julio de 314), el tribunal del mismo emperador con sede en Milán
(10 de noviembre de 316), informado por investigaciones minuciosas realizadas
mientras tanto por sus representantes en Africa (poseemos las actas e informes
que tan vivamente revelan la atmósfera de terror policíaco característica del
régimen.
Para
acabar, oídas ambas partes, Constantino decide poner en la balanza el peso de
la autoridad secular y en la primavera de 317 promulga una ley severísima
contra los cismáticos, ordenándoles entregar sus iglesias. Se desata una
reacción en cadena: seguros de sí mismos, obstinados en sus convicciones, los
donatistas se niegan a obedecer, resisten; el ejército interviene, reprime, hay
motines violentos, víctimas honradas al punto al igual que los mártires, la
obstinación de los cismáticos logra triunfar del poder que el 5 de mayo de 321
se resigna a concederles la tolerancia.
Con
este golpe, el partido de Donato se extiende, se fortifica, se afirma con
intransigencia. El mismo proceso va a repetirse durante todo el siglo, con la
misma alternancia finalmente estéril de represión y de laissez-faire: en 347
Constantino persigue de nuevo a los donatistas; Juliano (361-2), por el
contrario, los favorece encontrando útil el expediente de dejar a los
cristianos luchar entre sí; Graciano confisca de nuevo sus iglesias (376-7),
etc., hasta el episodio final de 411: después de haber cambiado cinco veces de
política, el emperador Honorio reúne una gran conferencia contradictoria en que
se enfrentan por última vez los dos partidos y en la que san Agustín, en las
filas católicas, desempeña un papel de primer orden; una vez más los donatistas
ven desestimadas sus demandas y declarados fuera de la ley, pero es demasiado
tarde: pronto (429) llegarán los vándalos, cuya invasión señala el fin del
Africa romana.
El
Africa cristiana gastó sus energías en esta aventura; no sin dolor constatamos
la paralización que esto supuso para su expansión misionera. Nos sentimos
confundidos ante la amplitud de un incendio provocado por un motivo tan
delimitado, ante semejante desbordamiento de fanatismo y de violencias. Como
siempre, el historiador quisiera descubrir, más allá del punto de partida
ocasional, las causas profundas de un movimiento como éste.
Se las
ha buscado a veces en el plano político: ¿No sería el donatismo la expresión
de una resistencia nacional contra el dominio colonial de Roma? En realidad,
nuestros documentos no denuncian ningún sentimiento nacional bereber y, si
entre las filas donatistas aparecen elementos propiamente bereberes, debemos
ver en ello más bien un índice de orden social: parece cierto que el cisma
arraigó particularmente en las clases más humildes de la sociedad y, por tanto,
en las menos profundamente romanizadas.
Sus
fuerzas de choque, a las que vemos realizar violencias, a menudo criminales,
contra los católicos y especialmente contra el clero, se reclutan entre las
bandas de “circumcelliones”, vagabundos sin hogar y quizá más precisamente
obreros agrícolas, un proletariado víctima de la evolución económica y del
régimen agrario. En su acción existe un elemento revolucionario: los vemos
exigir con la amenaza la abolición de las deudas, aterrorizar a los
terratenientes, defender a los humillados: una partida de circumcelliones
encuentra un día a un rico señor confortablemente sentado en su carruaje,
mientras un esclavo corre delante; se detienen, hacen sentarse al esclavo en
el sitio del amo y obligan a éste a correr en el sitio del otro.
Pero no
se ha de eliminar el aspecto propiamente religioso de esta historia: es normal,
en un período de intensa religiosidad, que se expresen y desaten bajo forma
religiosa los complejos políticos o sociales. Acaba por crearse una atmósfera
doctrinal y una espiritualidad características del donatismo cuyo carácter
patológico no pueden dejar de lamentar el teólogo y el psicólogo. La iglesia
cismática se creía una “igleia de santos”, sin compromisos de ninguna clase
con el siglo, trátese del emperador perseguidor o del conjunto de la Iglesia
universal comprometida con los traditores. Se daba esta buena fe,
característica del espíritu sectario, seguro de tener razón contra todos, de
ser soldados de Cristo que luchaban por la buena causa: su iglesia era también
la iglesia de los mártires.
La
veneración entusiasta y supersticiosa en que envolvían el culto a sus recuerdos
y a sus reliquias, esta glorificación y apología del martirio, llevaba a los
donatistas a aceptarlo con alegría, a buscarlo, a provocarlo; seguros de participar
en la suerte de las gloriosas víctimas de Diocleciano, los fanáticos
aprovechaban los choques con la policía o con sus adversarios los católicos, o
suscitaban ellos mismos incidentes y a veces llegaban incluso hasta el
suicidio: tenemos documentación sobre casos de suicidio colectivo
(precipitándose en un barranco o encendiendo una hoguera) que anuncian los
excesos análogos llevados a cabo entre los “cismáticos”, los Raskolniki, de la
iglesia ortodoxa rusa en el siglo xXVII.
Resulta
ciertamente fatigoso recorrer las largas controversias, abrumadoras por su
monotonía, sostenidas por los doctores católicos Optato de Mileve (aprox.
365-385) o san Agustín (sobre todo entre 394 y 420) a propósito del caso de
Ceciliano, si se nos permite llamar así a la querella donatista, por alusión
del caso Dreyfus (en ambos se trata de un hecho histórico ásperamente disputado
y a propósito del cual se desencadenan pasiones incontrolables). El movimiento
fue pobre en consecuencias doctrinales, aunque con este motivo la Iglesia
latina se viera obligada a precisar su doctrina sobre la validez de los
sacramentos ex opere operato (cualquiera que sea la indignidad personal del
ministro) y sobre todo a recoger y desarrollar su teología de la unidad, nota
esencial de la Iglesia, unam sanctam. Pero mientras tanto, en los países
orientales había surgido otra contienda, doctrinal ahora en primer término: el
arrianismo.
CAPITULO
CUARTO .- ARRIO Y EL CONCILIO DE NICEA
Después
de la derrota y la capitulación de Licinio (otoño de 324), Constantino encuentra
los ambientes cristianos de Oriente tan violentamente divididos como había
encontrado los de Africa en 313. El esquema de actuaciones se repite: el
emperador encarga a Osio de Córdoba, su experto en materia eclesiástica, hacer
una investigación en Alejandría y Asia Menor como le había encomendado una
primera misión de información sobre el donatismo en Cartago; y ante la
complejidad del problema deberá recurrir, también, a la convocación de un
concilio.
Desde
hacía algunos años o algunos meses (318, o solamente julio de 323), un
presbítero de Alejandría, quizá un prófugo del cisma de Melecio, Arrio, se
había opuesto violentamente a su obispo Alejandro; esta vez el punto en
cuestión era de importancia, pues se trataba nada menos que de la teología trinitaria.
Los problemas que ésta presenta habían sido ya objeto, como se ha visto, de
discusiones apasionadas durante las generaciones precedentes en la iglesia de
Alejandría lo mismo que en el resto del mundo cristiano, especialmente en los
últimos años del episcopado de Dionisio (260-264-5).
En sus
comienzos, el arrianismo presenta el carácter de una discusión interior a la
iglesia de Alejandría entre dos tendencias teológicas opuestas, pertenecientes
ambas a su tradición y, cosa paradójica, que parecen haber sido representadas
una tras otra por este mismo Dionisio. Arrio, a pesar de que por otra parte
sabemos que había sido discípulo —o al menos como tal se consideraba— del
mártir Luciano, presbítero de Antioquia, parece hacerse eco de la tendencia subordinacionista
defendida primeramente por Dionisio de Alejandría en su polémica contra los
sabelianos de Cirenaica y por la cual Dionisio había sido severamente
censurado por su homónimo el obispo de Roma. Al rectificar, de acuerdo con esta
intervención de Roma, su posición, vino a insistir, por el contrario, en la
plena igualdad sustancial entre el Padre y el Logos.
En su
punto de partida, una herejía es a menudo la polarización vehemente de la
mirada en un aspecto auténtico, pero parcial de la revelación que,
desarrollada unilateralmente, se deforma pronto y compromete el equilibrio de
toda la teología. Arrio parece dominado por una obsesión: salvaguardar en el
seno de la Trinidad, la originalidad y los privilegios del Padre, “único NO ENGENDRADO”, pero también (no se distinguía
claramente entre los dos participios derivados de engendrar, y de
“devenir”, llegar a ser) no “devenido”, no entrado en el ser, único
eterno, único que no tiene principio; en una palabra, único verdadero Dios
porque, y esto es lo esencial, él es absolutamente el único que es
principio de todos los seres. Esta insistencia lleva a Arrio a desvalorizar
relativamente al Logos que “no es eterno, coeterno al Padre, increado como éste
(literalmente: no engendrado, no “entrado en el ser”), porque del Padre ha
recibido la vida y el ser”.
De ahí
esas fórmulas que la ortodoxia juzgará blasfemias, como “antes de ser
engendrado no existía”. Sin duda Arrio no llega a decir expresamente como le
atribuirá la polémica: “Hubo un tiempo en que el Verbo no existía.” Arrio
intenta expresar una superioridad ontológica más que una anterioridad
cronológica, pero tiene que esforzarse por multiplicar las precauciones, decir
que la generación del Verbo se produjo “antes de todos los tiempos, antes de
todos los siglos”, precisar que si es verdad que fue “creado” (Prov., 8, 22: el
versículo arriano por excelencia), es una creatura divina perfecta de ningún
modo comparable con el resto de los seres creados; la tendencia
subordinacionista era explícita: el arrianismo no es una invención de sus
enemigos.
La
reacción no se hizo esperar: en la iglesia de Egipto, tan sólidamente
controlada por el obispo de Alejandría, no se atacaba impunemente a la teología
profesada por su jefe. Alejandro de Alejandría reunió un concilio de casi cien
obispos de Egipto y Libia, que anatematizó los errores de Arrio y lo excomulgó
junto con sus partidarios, un pequeño grupo de otros cinco presbíteros, seis
diáconos y solamente dos obispos, pertenecientes a la región occidental de
Egipto, Theonas de Marmárica y Segundo de Ptolemais en Cirenaica.
La
polémica no se limitó a Egipto. Arrio, que no aceptó esta condenación, buscó
apoyo en el exterior, en Palestina, como había hecho en otro tiempo Orígenes en
un caso semejante junto al sabio Eusebio de Cesárea, apologista y heredero de
Orígenes; en el resto de Oriente y en Asia Menor entre sus condiscípulos,
formados como él por Luciano de AntioquÍa: poseemos una carta en la que llama
en su ayuda a uno de estos “syllukianistas”, Eusebio de Nicomedia, personaje de
los más influyentes —el tipo exacto de prelado ambicioso e intrigante del Bajo
Imperio (acababa de hacerse trasladar de su primera sede, Beirut, a la de la
residencia imperial; después de un segundo traslado acabaría sus días en la
nueva capital, Constantinopla, fundada recientemente). A iniciativa suya, los
sínodos provinciales de Bitinia y Palestina se opusieron en seguida a la
decisión tomada por el de Alejandría y rehabilitaron a Arrio.
Estas
iniciativas encuentran a su vez hostilidad, y ahora en su círculo más
inmediato: contra el obispo de Cesárea se levanta Macario de Jerusalén; los
amigos que Arrio había encontrado en Fenicia y Cilicia se enfrentan también con
adversarios: los obispos de Trípoli y, sobre todo, de AntioquÍa, donde hacia
323-4 el gran Eustacio sucede a Filógono; al clan de Bitinia agrupado en torno
al otro Eusebio responde en Galacia la actividad pronto sospechosa de Marcelo
de Ancira (hoy Ankara). Durante este tiempo, Alejandro no permanece inactivo;
comunica y defiende su postura en cartas encíclicas o personales dirigidas a
los obispos de los países griegos, a Silvestre de Roma. La agitación se
extiende: es fácil comprender que ante una situación que rápidamente se ha
hecho tan compleja la idea de un gran concilio se impusiera, en cierto modo,
al espíritu de Constantino.
Al ser
éste dueño de todo el Imperio, ese imperio que el orgullo romano, despreciando
la existencia del rival sasánida, pretendía identificar con el universo
civilizado, este concilio será un concilio “mundial” ecuménico —el primero de
la historia. Sin embargo, los trescientos obispos reunidos en Nicea, junto a
Nicomedia, el 20 de mayo de 325 distan mucho de repartirse de manera homogénea
en las diversas provincias; aunque el emperador dio todas las facilidades a
los obispos, en particular concediéndoles el privilegio excepcional de la
evectio, el derecho a utilizar la posta imperial, los obstáculos materiales
explican la desproporción que se constata: más de cien Padres venían de Asia
Menor, una treintena de Siria-Fenicia, menos de veinte de Palestina o Egipto;
el Occidente latino apenas está representado: los tres o cuatro obispos que
asisten podían muy bien encontrarse en la corte imperial por alguna razón
personal, como es el caso de Osio de Córdoba; el papa Silvestre delegó en su
lugar a dos presbíteros romanos; su ausencia es quizá ocasional, pero creará un
precedente: en los concilios ecuménicos posteriores la sede de Roma se hará representar
regularmente por legados de esta clase.
Podemos
imaginarnos el amplio abanico de las diversas tendencias teológicas que se
presentan en escena. En la extrema izquierda el pequeño núcleo de los arrianos
de primera hora, respaldado por sus amigos sylluxianistas, agrupados en torno
a Eusebio de Nicomedia. Más lejos, una especie de centro izquierda, cuyo
portavoz será Eusebio de Cesárea, asocia subordinacionistas moderados de
tradición origenista con los que han podido llamarse los conservadores,
teólogos inseguros o tímidos (semejante tendencia reaparecerá más de una vez
en los concilios posteriores), más preocupados de unidad que de precisión y,
por tanto, hostiles a toda fórmula nueva, interesados en mantenerse dentro de
las enseñanzas recibidas de la tradición, expresadas en términos estrictamente
bíblicos. Más a la derecha vemos los que han sabido desenmascarar el peligro
del arrianismo: Alejandro de Alejandría (al que acompaña su diácono y futuro
sucesor Atanasio), Osio de Córdoba cuyo papel parece haber sido particularmente
activo. Estos son apoyados por una extrema derecha en la que no parecen ver
sino un apoyo sin peligro: Eustacio de AntioquÍa y sobre todo Marcelo de
Ancira; éste en particular se muestra tan agrestemente antiarriano que su
adhesión apasionada y unilateral al viejo principio de la “monarquía” divina le
lleva a caer en la herejía opuesta y simétrica; sus enemigos parecen haber
visto claro al encontrar en él un modalismo confesado o implícito, el viejo
error de Sabelio.
Este
análisis no pone en evidencia la importancia relativa de los diferentes
partidos. En realidad, se llegó fácilmente a una poderosa mayoría para reprobar
los errores de Arrio. Al pasar luego a las reservas de los “conservadores”, el
concilio tomó como base la profesión de fe propuesta por Eusebio de Cesárea,
pero añadió a este texto, un poco vago, precisiones de una claridad decisiva:
no contento con proclamar al Hijo “Dios de Dios, Luz de Luz”, declara
expresamente que es “verdadero Dios nacido del verdadero Dios, engendrado y no
creado; (homoousios), consustancial al Padre.
La
adopción de la palabra homoousios, para mantener la cual se librarán pronto
duros combates, señala una fecha memorable en la historia doctrinal del
cristianismo. Al introducir así en la profesión de fe un término nuevo de
origen no escriturario sino erudito, el concilio de Nicea reconocía la
fecundidad del esfuerzo propiamente teológico de elucidación del dato
revelado, sancionaba con su autoridad el progreso realizado en la explicación
del contenido de la fe; con él la Iglesia se decide resueltamente a entrar en
un camino que acabará, en nuestro tiempo, en las “definiciones” solemnes de los
dogmas de la Inmaculada Concepción, de la infalibilidad pontificia y de la
Asunción de la Santísima Virgen María.
No
obstante su probable incompetencia teológica, el emperador Constantino
tuvo, sin duda alguna, intervención en el feliz y rápido resultado de los
debates, sea que actuara por persuasión o por intimidación. En todo caso, apoya
con todo el peso de su autoridad las conclusiones a que se llega. Sólo dos
obispos, los dos primeros asociados de Arrio de que hablamos anteriormente, se
niegan a aceptar el “consustancial” y los anatemas que lo comentan; en
compañía de Arrio son condenados al destierro; cuando, tres meses después,
Eusebio de Nicomedia y dos de sus vecinos quieren retirar su firma, son
desterrados a su vez (otoño de 325). El emperador podía considerarse satisfecho:
el problema parecía resuelto. Pero no fue así; pronto se reanudaría la
contienda.
CAPITULO
QUINTO
.- LAS
PERIPECIAS DE LA CRISIS ARRIAN A
Muchos
obispos orientales habían aceptado la noción de “consustancial” no sin
vacilaciones ni reticencia. De uso normal, según parece, en Occidente
(Tertuliano habla ya en latín de unidad de sustancia), oficial en Egipto desde
la severa amonestación del papa Dionisio a Dionisio de Alejandría, en otras
partes despertaba no pocas objeciones. Se le reprochaba su carácter demasiado
material, si no materialista (en el lenguaje común el término homoousios se
empleaba al hablar de dos objetos, dos monedas, por ejemplo, hechas del mismo
metal), el uso sospechoso que habían hecho de él los herejes, comenzando por
los gnósticos, y quizá más recientemente Pablo de Samosata, a propósito del
cual el uso trinitario de este término habría sido solemnemente reprobado.
Las
discusiones violentas que se suscitaron en los medios eclesiásticos a raíz del
concilio de Nicea no eran lo más indicado para deshacer estas prevenciones.
Los
defensores del homoousios, ya sospechoso para muchos, contribuían a hacerlo
parecer inquietante. Cuando Marcelo de Ancira criticó las expresiones de un
propagandista, Asterio, de tendencia, si no formalmente arriana, al menos
vacilante, Eusebio de Cesárea se sintió escandalizado por la argumentación de
Marcelo, contaminada según su opinión de sabelianismo, y le refutó
inmediatamente con todo un gran tratado. Pero Eustacio de Antioquia acusó a su
vez a Eusebio de corromper la fe de Nicea; Eusebio protestaba de su buena fe y
devolvía a Eustacio la acusación de sabeliano. Por doquier todo eran procesos
tendenciosos y mutuas acusaciones. ¡Y la confusión no hacía más que comenzar!
Resulta
extraordinariamente difícil condensar de manera clara y precisa el relato de
las vicisitudes de la crisis arriana en el transcurso del período agitado que
se extiende de 325 a 381. La realidad histórica tiene una estructura
polifónica y sería necesario poder captar y combinar todos sus distintos
aspectos a la vez. Hay que contar con el tiempo y el
espacio:
las generaciones se suceden y los problemas se transforman. Constataremos una
oposición, casi constante, entre el Occidente latino (con Egipto),
tranquilamente establecido sobre la definición de Nicea, y el Oriente griego
mucho más inseguro, donde se tiene una extrema sensibilidad al peligro
sabeliano que los occidentales tardarán veinte años en descubrir. Las ideas y
los hombres: cuestiones personales vendrán, con frecuencia, a complicar los
problemas de orden doctrinal, y este tiempo, como hemos dicho, es fecundo en
personalidades poderosas. Cuando, el 8 de junio de 328, sube Atanasio al trono
de Alejandría, el homoousios gana un defensor infatigable, pero su misma
energía y, es preciso reconocerlo, la violencia de su carácter le atraerán un
sinfín de enemigos y lo llevarán a veces a situaciones difíciles. Existe,
finalmente, lo que hemos llamado la estructura bipolar de la sociedad
cristiana: por un lado los obispos discuten, los concilios se esfuerzan por
definir, pero por otra el emperador interviene para apoyar a los unos,
desterrar o hacer deponer a los otros; si el emperador cambia, o cambia de
parecer, la vida de la Iglesia se verá inmediatamente afectada.
Así, no
habían pasado aún tres años y ya Constantino había cambiado completamente,
quizá bajo la influencia de su medio-hermana Constancia, viuda de Licinio. Los
arrianos y el mismo Arrio son llamados del destierro, rehabilitados como
ortodoxos al precio de confesiones de fe más o menos vagas, más o menos
sinceras; Eusebio de Nicomedia recupera su sede; Eusebio de Cesárea no había
llegado a salir de la suya. Hasta el fin de su reinado, aunque con algunas
vacilaciones, Constantino apoyará a los adversarios de la definición de Nicea.
Para
dar a nuestra exposición la mayor claridad posible procuraremos organizaría en
función de la historia de las ideas, de la evolución doctrinal; desde este
punto de vista se pueden distinguir, a nuestro entender, cuatro fases en el
desarrollo de la crisis:
I. LA
REACCION ANTINICENA EN ORIENTE
Después
de los anatemas de Nicea rechazando las fórmulas más extremas de Arrio o
atribuidas a Arrio, después de la sumisión de éste (que el emperador juzgó
suficiente), no quedaba ya ningún problema de este lado del horizonte teológico
a los ojos de muchos obispos orientales. Por el contrario, la realidad y la
gravedad de la herejía sabeliana tan activamente representada por Marcelo de
Ancira les parecía exigir toda vigilancia y poner de manifiesto el equívoco del
“consustancial”. Se comprende, pues, que se constituyera un frente común
antisabeliano que, reuniendo tendencias sin duda muy distintas, representó
pronto una fuerza considerable.
El alma
de este frente es Eusebio de Cesárea (los modernos se interesan sobre todo por
su obra histórica, verdaderamente preciosa, pero el papel que desempeñó como
teólogo no parece digno de menor interés) y luego, a su vuelta del destierro,
Eusebio de Nicomedia, el verdadero jefe del partido, hombre de acción, hábil
para tramar intrigas, poderoso por su posición en la corte.
Esta
coalición, que debía representar desde el comienzo una mayoría, pasó pronto al
contraataque y emprendió la eliminación sistemática en todo el Oriente de
aquellos para los que la ortodoxia era la definida por la fórmula de Nicea. De
Palestina a Tracia, una decena de sedes episcopales vieron depuesto y
sustituido su titular, ciertamente no sin dificultades, en una serie de
sínodos entre 326 y 335 (a veces resulta difícil fijar la fecha de los
acontecimientos, como en el caso de la deposición de Eustacio o de Marcelo); y
en el concilio de Tiro-Jerusalén, el “latrocinio” de Tiro (julio-septiembre de
335), esta política alcanza su triunfo deponiendo a Atanasio de Alejandría,
sentencia confirmada acto seguido por una orden de destierro emanada del
emperador.
Dato
interesante: excepto en el caso de Marcelo de Ancira, los procesos instruidos
en este ambiente se apoyaban menos en pretextos de orden teológico que en
acusaciones o calumnias de carácter estrictamente personal, de orden moral o
político. Eustacio fue acusado de adulterio, según testimonio de una prostituta
y, lo que es más grave, de haber esparcido rumores poco honrosos sobre el
origen de la emperatriz madre Elena; a Atanasio se le imputan las violencias
cometidas contra los sectarios de Melecio recalcitrantes (ciertamente había en
ello un fondo de verdad, pero se exageraba según las conveniencias de la
causa); para decidir a Constantino a una acción enérgica, se creyó oportuno
añadir que Atanasio había alardeado de poder impedir que el trigo destinado a Constantinopla
saliera de Alejandría. Verdaderas o falsas, en todo caso consideradas como
verdaderas, estas acusaciones acreditaban la buena conciencia del partido
vencedor: cuando la Iglesia de Roma, afectada a su vez por la contienda
(338-339), quiera someter a examen la deposición de sus amigos nicenos, los
orientales se negarán a admitir la discusión de sus sentencias que consideran
pronunciadas con la más perfecta regularidad.
2. EL
FRENTE COMUN ANTISABELIANO
Así,
pues, la victoria del frente antisabeliano había sido total en Oriente y no
volvería a ser puesta en duda seriamente durante más de veinte años. Es cierto
que la situación nunca fue perfectamente estable y más de una vez sufrió el
contraataque de los acontecimientos políticos. La muerte de Constantino (338) y
la amnistía temporal que la siguió; la evolución de las relaciones a menudo
tensas, momentáneamente conciliatorias (342-346), entre los jóvenes príncipes
que se reparten el Imperio: en el Occidente niceno, Constante, niceno también; en
Oriente, Constancio II que, si a veces oscilará en búsqueda de una posición de
equilibrio, prácticamente permanecerá siempre bajo la influencia de los
teólogos arrianizantes.
La
reconquista de las provincias latinas usurpadas por Majencio, asesino de
Constante, trae consigo la integración del Imperio, de nuevo unificado
(351-353), en la posición que se ha hecho ya oficial en Oriente; los concilios
se doblegan dócilmente a la voluntad imperial (Arles, 353, Milán 355, Béziers
356); sólo algunos espíritus fuertes resisten a esta humillación servil y se
atreven a proclamar su fidelidad a Nicea. Pronto son desterrados; así Lucifer
de Cagliari, Hilario de Poitiers, el papa Liberio, el anciano Osio de
Córdoba.
Arrio
había muerto en 335, Eusebio de Cesárea en 340, Eusebio de Nicomedia a finales
de 341. Entra en escena una nueva generación; ahora encontramos, especialmente
en Ilírico, otros respresentantes de la herejía subordinacionista: Ursacio de
Singiduno y Valente de Mursa, que influyen poderosamente en el espíritu de
Constancio sobre todo desde 351; otro representante del sabelianismo, Fotino de
Sirmio, al que los occidentales, más clarividentes o más libres frente a él que
frente a su maestro Marcelo de Ancira, condenan en 345.
Lo que
caracteriza a esta segunda fase es un vano esfuerzo de estabilización
doctrinal. Frente al Occidente que sigue fiel a Nicea, los orientales
multiplican los intentos por sustituir el símbolo de Nicea por una definición
más de acuerdo con sus opiniones; en diez años (341-351) se presentaron por lo
menos siete fórmulas diferentes. El hecho de que fuera necesario replantear
tantas veces el problema pone de manifiesto que se debatía con una dificultad
insuperable. Propiamente hablando estas fórmulas no eran positivamente
arrianas; la primera de las cuatro que se relacionan con el concilio de las
Encaenias (la “dedicación” de la gran basílica de Antioquia, 341) comienza de
manera significativa con las palabras: “Nosotros no pertenecemos al cortejo de
Arrio”. Dichas fórmulas no se oponen abiertamente a la ortodoxia definida por
Nicea; en la línea de los conservadores de 325 evitan precisar el grado de
semejanza entre Dios y el Logos. Sólo se habla con claridad en la condenación
de los errores sabelianos.
No
existe progreso de una a otra. De este punto de vista merece especial mención
la “ekthesis macróstica” (“exposición detallada”) adoptada por otro concilio de
Antioquia en 345; comprende unas 1.400 palabras, pero acumula demasiadas
imágenes y anatemas, y nos hace girar en torno al problema sin abordarlo nunca
de frente. Cada vez se rechazan con mayor energía las fórmulas virulentamente
arrianas: “El Hijo sacado de la nada”, “hubo un tiempo en que el Hijo no
existía”, pero estas fórmulas ¿habían sido profesadas alguna vez? Por otra
parte sólo se ataca al partido niceno a través de exageraciones manifiestas:
triteísmo, varios no-engendrados. Al proclamar al Hijo inseparable del Padre,
semejante fórmula podría incluso parecer susceptible de una interpretación
ortodoxa, a no ser por su silencio, o más bien su deliberada negativa a admitir
el término técnico de consustancial, homoousios. Y esto era tolerar o cubrir
una u otra forma de subordinacionismo.
3. EL
EXTREMISMO ANOMEO Y LA VICTORIA DEL HOMEISMO
El
equívoco dogmático no podía prolongarse indefinidamente. El peligro de la
actitud unilateral que hemos visto dominar hasta ahora en Oriente, acaba por
revelarse con toda evidencia: el frente común anti-sabeliano se ve obligado a
estallar frente a la aparición, en el otro extremo del abanico doctrinal, de
una especie de neoarrianismo más radical que jamás lo fuera el del mismo
Arrio, el anomeísmo de Aecio y de su discípulo Eunomio.
Podemos
situar la aparición de esta doctrina hacia el año 350, cuando Aecio,
imprudentemente promovido al diaconado, ocasionó un escándalo en AntioquÍa.
Uniendo a la herencia de los viejos syllukianistas, sus maestros, una sólida
formación filosófica y especialmente aristotélica, un dominio extraordinario de
la argumentación dialéctica y una afición un tanto desordenada a ésta, Aecio
adoptaba una posición sin reservas ni matices: identificaba la esencia divina
con la noción de no-engrendrado, evidentemente propia al Padre, y de ello
resultaba que el Hijo lejos de ser consustancial o incluso semejante aparecía
totalmente diferente (anomoios), de donde ha nacido la denominación
de anomeísmo. Una posición tan radical (Eunomio no contribuiría a suavizarla)
provoca una fuerte reacción y la formación de un tercer partido que a su vez se
fragmenta pronto en distintas tendencias frente a la proliferación, mejor
diríamos el progreso, del análisis teológico. De acuerdo en rechazar el
anomoios, pero ¿hasta dónde llega la semejanza? Un ala de la derecha no
vacilará en dar un gran paso adelante. Para ésta, el Verbo es semejante al
Padre en todas las cosas, sin alteración, y en particular, por lo que se
refiere a la sustancia, es de una sustancia semejante al Padre,
(homoiousios). Pero esto ¿no era acercarse peligrosamente, si se exceptúa un
matiz imperceptible, al consustancial de Nicea? El animador de estos
homeusianos fue Basilio de Ancira (el que había sido elegido en 335 para
sustituir a Marcelo: ¡nótese el camino recorrido!); de ellos se separan, en
sucesivas etapas, diversos grupos en retirada frente a esta tendencia cada vez
más cercana a la ortodoxia de Nicea; siempre más o menos subordinacionistas,
se atenían a la fórmula vaga: el Hijo semejante al Padre, (homoios),
de donde deriva el nombre de homeos; su jefe será Acacio, discípulo y sucesor
de Eusebio de Cesárea.
Al
menos por lo que se refiere al período agitado y confuso de los últimos años de
Constancio (357-361), si vemos multiplicarse de nuevo los concilios,
especialmente junto a la residencia imperial en Sirmio, a orillas del Danubio,
las fórmulas sucederse unas a otras y oponerse sus tendencias, esto no se debe
sólo a que los partidos se hallan enfrentados en el plano teológico, sino
también y sobre todo a que el emperador vacila todavía. En un Oriente así
dividido el emperador no puede dejar de tomar partido; todo el problema está en
saber por qué teología se va a inclinar.
Durante
dos años se ve la aguja oscilar: la fórmula del concilio de Sirmio 357 es
netamente subordinacionista (el clan de Ursacio y Valente dirige todavía el
juego); Sirmio 358 ve, por el contrario, a Basilio de ANcira salir triunfador
(el papa Liberio, rendido por los años de destierro, se resigna a firmar la
fórmula de éste que en último término es susceptible de una interpretación
ortodoxa); el “Credo fechado”, preparado el año siguiente (22 de mayo de 359),
también en Sirmio da un paso más.
Pero el
viento iba a cambiar. Las diferentes tendencias se enfrentan violentamente por
última vez en el curso de los meses siguientes en el doble concilio de Rímini
(para los occidentales) y Seleucia de Isauria (para los orientales); pero la
decisión debía ser tomada desde la altura imperial : Constancio se inclina,
por fin, al homeísmo de Acacio y un concilio inaugurado en Constan nopla el
1.° de enero de 360 proclama de modo solemne lo que en adelante será
considerado como la fe del Imperio; por la persuasión o por la fuerza el
episcopado se adhiere, los recalcitrantes, como siempre, son depuestos o
desterrados.
Hecho
importante que pone fin al período de elaboración doctrinal: el credo homeísta
de 360 define lo que puede llamarse el arrianismo histórico según será
profesado en adelante por las comunidades o los pueblos hostiles a la
ortodoxia católica y al símbolo de Nicea.
Pero la
confusión renace pronto con el advenimiento de Juliano el Apóstata que adopta
una política de tolerancia ingeniosa y pérfida, como veíamos a propósito del
donatismo. Esta amnistía general, en efecto, permite a los partidos eliminados
por Constancio rehacer sus fuerzas. Tal es el caso de los anomeos, severamente
perseguidos desde 358, y de los ortodoxos: Atanasio reúne en Alejandría, con
otros obispos nicenos vueltos como él del destierro, el concilio de los
Confesores que intenta, quizá sin moderación, liquidar los restos del período
de incertidumbres y de confusión.
A veces
la situación era muy compleja; en Antioquia, por ejemplo, la crisis abierta por
la deposición de Eustacio debía durar ochenta y cinco años (de 327-330 a
412-415). En 362 alcanza su máximo de complejidad: la cristiandad de Antioquia
cuenta en ese momento con cinco comunidades rivales. Tenemos, en primer lugar,
los nicenos de estricta observancia, fieles a la
memoria de Eustacio y que se constituyen entonces en iglesia separada; su jefe
Paulino es consagrado obispo por Lucifer de Cagliari, un ultra del partido
niceno que, hostil a toda componenda, acabará cismático en ruptura con Roma.
Viene
luego Melecio, sospechoso de arrianismo a los ojos de los anteriores: ¿no fue
trasladado a Antioquia durante el invierno de 360-61 por el homeísmo
triunfante? Pero se trata de un horneo de derecha, tan tibio frente a la
teología imperial que apenas instalado en su sede se hace desterrar por
Constancio; pronto lo encontraremos en las filas del partido neo-ortodoxo.
El
obispo oficial es su sustituto Euzoio, un arriano auténtico y de la primera
hora; siendo todavía un simple diácono había sido excomulgado junto con Arrio
por Alejandro de Alejandría. Sin embargo, esto no basta para que pueda hallar
gracia a los ojos de los anomeos puros: desde Constantinopla, los jefes del
partido Aecio y Eunomio envían a Antioquia su hombre de mayor relieve, el
taumaturgo Teófilo el Indio, con la misión de atraer a Euzoio a su causa o, si
no lo lograba, ocupar su puesto.
A
partir de 362 comienza a manifestarse otra tendencia inspirada por el obispo
vecino Apolinar de Laodicea que, rigurosamente niceno en cuanto a la Trinidad,
ha elaborado desgraciadamente una doctrina mucho menos segura en el ámbito de
la cristología; quince años más tarde, hacia 376-7, esta tendencia tendrá
también en Antioquia su obispo propio, Vidal, que instalará su cátedra frente
a las otras tres.
Hallamos
aquí de nuevo la estructura polifónica del obispo histórico: los problemas
doctrinales se entrelazan como las voces de una fuga. La cuestión arriana no ha
sido todavía resuelta cuando ya se insinúan otros debates en relación lógica
con el primero. Al discutir sobre la plena divinidad del Hijo debía llegarse
necesariamente a poner en cuestión la del Espíritu Santo. Así sucede hacia 360
en Egipto (nos consta por la réplica de san Atanasio), en los años 370-380 en
Asia Menor donde la herejía pneumatómaca se difunde entre las filas
homeusianas, introduciendo otra causa de división entre ellos (el gran Basilio
de Cesárea luchará contra este error). Igualmente, según parece, en su
polémica contra la cristología truncada de los arrianos lo que lleva a
Apolinar a la elaboración de su sistema: en la Encarnación, el Verbo divino
desempeña el papel de principio vital que en un hombre ordinario desempeña
normalmente el espíritu —lo cual, objetará la ortodoxia, mutila y deja
imperfecta la humanidad de Cristo.
4. DE
VALENTE A TEODOSIO
Pero el
arrianismo no está todavía vencido. El reinado de Juliano fue, afortunadamente,
demasiado breve (361-363) para que diera tiempo a la reacción pagana a realizar
estragos profundos. El reinado de Valentiniano (364-375) corresponde a un
período de restablecimiento y estabilización. En Occidente, este emperador,
personalmente cristiano y niceno, pero poco inclinado a entrar en disputas
teológicas, aparece preocupado sobre todo por reunir todas las fuerzas del
Imperio frente A los bárbaros; en el plano religioso adopta una actitud
pacífica y tolerante; en las provincias latinas donde la ortodoxia nicena es,
exceptuando el Ilírico, fuertemente mayoritaria, el emperador deja en su sitio
a los obispos homeos impuestos por Constancio.
En
Oriente, por el contrario, su hermano Valente, que Valentiniano se asoció al
cabo de un mes (364-378), desempeña el papel, como Constancio y por las mismas
razones que él, de emperador teólogo, como Constancio, hace suyo el arrianismo
mitigado por los homeos según la fórmula definida en Constantinopla en 360, y
actúa severamente no sólo contra los anomeos, sino también contra los
homeusianos y los seguidores de Nicea. Asistimos de nuevo a una campaña de
intimidación, de deposiciones de obispos y de destierros; el anciano Atanasio
es expulsado por quinta vez de Alejandría.
Podemos
recapitular en un cuadro la carrera agitada de éste que resume toda una época;
a pesar de su carácter excepcional, esta carrera no es única; la de Pablo de
Constantinopla, otro niceno varias veces depuesto, es de una complejidad casi
idéntica (334/6-342/350):
atanasio,
nacido en 295,
asiste
al concilio de Nicea como diácono de Alejandro en 325, consagrado obispo de
Alejandría el 8 de junio de 328,
1. er
destierro, bajo Constantino, 11 julio 335-22 noviembre 337; estancia
en
Tréveris,
2. °
destierro, bajo Constancio, 16 abril 339-21 octubre 346; estancia en
Roma,
3. er
destierro, bajo el mismo, 9 febrero 356-21 febrero 362; en el desierto de
Egipto,
4°
destierro, bajo Juliano, 24 octubre 362-5 septiembre 363; ibid.,
5.°
destierro bajo Valente, 5 octubre 365-31 enero 366; ibid.,
muere
el 2 de mayo de 373.
Atanasio
muere cargado de años y de gloria, pero ha tomado ya la iniciativa otra
generación. Otros habían dirigido y dirigirán la dura lucha contra el
anomeísmo. Los problemas han evolucionado, y también los hombres. El
acontecimiento decisivo que se produce durante el reinado de Valente es el
nacimiento de un nuevo partido que se puede llamar neo-ortodoxo y que avanza al
encuentro de los nicenos para acabar fundiéndose con ellos.
No es
entre los homeusianos donde reclutará sus adictos; la noción de homoiousios,
quizá contradictoria en sí misma como lo señala el filósofo romano
recientemente convertido Mario Victorino, era de todos modos un impasse. Nace
en el seno de la derecha homeísta (el Hijo perfectamente semejante al Padre en
todas las cosas) y a él pertenecen Melecio de Antioquia y especialmente los
grandes doctores capadocios, Basilio de Cesárea, valiente abanderado y hombre
de acción, su amigo Gregorio de Nacianzo, humanista y excelente escritor, su
hermano Gregorio de Nisa, filósofo audaz y místico.
Se
puede decir que la plenitud de la fe católica ha totalizado la herencia,
igualmente preciosa, de los nicenos, vigilantes frente al subordinacionismo,
y de estos neo-ortodoxos que le transmitieron lo que encerraba de valedero el
reflejo antisabeliano de los orientales. La reserva manifestada en Oriente
durante tanto tiempo frente a los nicenos ya no tenía razón de ser después que
éstos habían sabido establecer sus distancias con respecto a Marcelo de Ancira
y anatematizado vigorosamente a Fotino de Sirmio. Sólo faltaba convencerlos
también de la inocuidad de la teología nueva. Estos neo-ortodoxos eran objeto
de cierta sospecha por parte de los amigos más seguros, a los ojos de los
latinos, de la fe nicena: Paulino de Antioquia, el rival de Melecio, Pedro de
Alejandría, el sucesor de Atanasio, que no dejaban de tratarlos globalmente
como arrianos teniendo en cuenta su comprometedor origen.
Era
necesario, sobre todo, superar los obstáculos que creaba a la comprensión mutua
la diferencia de lenguas (los latinos comienzan desde este momento a no saber
muy bien el griego, los griegos jamás habían estado muy fuertes en latín), de
clima intelectual, de tradición teológica: con el progreso de la investigación
el vocabulario evolucionaba con gran rapidez, palabras tomadas del lenguaje
común o del léxico filosófico adquirían paulatinamente en el interior de cada
grupo una acepción teológica precisa.
El
problema era hacer admitir la convergencia de las dos fórmulas a las que se
había llegado por una y otra parte para resumir la doctrina relativa a la
Trinidad: una ousía, tres hipóstasis entre nuestros capadocios, una substantia,
tres personae para los latinos; la primera parecía a los segundos sospechosa de
arrianismo, si no de triteísmo; la segunda a los primeros, de sabelianismo. Dos
cartas que san Jerónimo, por entonces solitario en un desierto sirio de la
jurisdicción de Antioquia, dirige al papa san Dámaso (376-377) nos hacen sentir
qué podían ser estas perplejidades: ¿hay que admitir tres hipóstasis? ¿No es
hipóstasis sinónimo de ousía, de sustancia, de naturaleza? Y, por otra parte,
¿a cuál de los tres obispos nicenos que afirman estar en comunión con Roma es
preciso seguir?
San
Basilio tuvo el mérito de consagrarse incansablemente a la tarea de superar
esta incomprensión mutua y promover la obra indispensable de reunión de las
iglesias. Instalado en la sede metropolitana de Cesárea de Capadocia en 370,
desde el año siguiente lo vemos entablar negociaciones, primero con Atanasio,
luego directamente con el papa Dámaso, negociaciones largas y difíciles, ricas
en decepciones. Basilio muere el 1.° de enero de 379 sin haber alcanzado su
propósito. Pero la situación había madurado y aún no había acabado el año
cuando se reunía en Antioquia un concilio de ciento cincuenta y tres obispos
de Oriente, entre los que se hallaban todos los animadores del movimiento
neo-ortodoxo; el concilio aceptaba la fe de Dámaso y entraba en la línea de la
iglesia de Occidente.
La
amplitud y la eficacia de este movimiento se vieron por otra parte reforzadas a
raíz de los cambios ocurridos en el plano de la autoridad imperial. Valente
comenzaba a aflojar su presión en favor del homeísmo cuando pereció en el
desastre de Andrinópolis en un vano intento de oponerse a la invasión goda (30
de mayo de 378). Le sucede en Oriente a partir del 19 de enero siguiente el
general de origen español Teodosio, cristiano ferviente y, como buen occidental,
niceno convencido. En consecuencia imprime un cambio de dirección a la línea
de la política religiosa; el 28 de febrero de 380 promulga en Tesalónica un
edicto imponiendo a sus súbditos la ortodoxia católica, definida en referencia
a la cátedra de Pedro, a su titular Dámaso y a su aliado el obispo de
Alejandría.
Como
siempre, la voluntad imperial acarrea un séquito de cambios. Así, en
Constantinopla, apenas llegado Teodosio arroja de la cátedra episcopal al
arriano Demófilo y en su lugar instala al que hasta entonces había sido
simplemente jefe de una pequeña comunidad ortodoxa de la capital, Gregorio de
Nacianzo. Pero éste no la ocupará mucho tiempo; alma siempre inquieta,
demasiado delicada, no resistirá las primeras intrigas promovidas contra él en
el curso del concilio convocado por Teodosio para ayudar al restablecimiento
de la ortodoxia: era el segundo concilio ecuménico, reunido en Constantinopla
el año 381.
Pero
ésta y el movimiento general de reagrupación en torno a ella no se verán
afectados. El mismo 381, antes y después del concilio, y luego, a raíz de una
última conferencia contradictoria en que se enfrentan una vez más los
representantes de las diversas tendencias, en 383, 384, 391, toda una serie de
nuevos edictos de Teodosio expresan la determinación del emperador de sostener
con el peso amenazador de su autoridad la unidad religiosa restablecida de
acuerdo con la fe de Nicea.
Durante
este tiempo la iglesia de Occidente registraba progresos paralelos gracias a
la acción de jefes enérgicos, el papa Dámaso (366-384), el obispo de Milán san
Ambrosio (374-397), y esto a pesar de una vida política agitada: diversos
usurpadores se levantarían contra los hijos y sucesores de Valentiniano;
Teodosio deberá intervenir para socorrer o vengar a sus colegas; al final de su
reinado reunirá durante algunos meses todo el Imperio bajo su única autoridad
(8 septiembre 394-17 enero 395).
En
estos países latinos el problema principal que se presentaba a la ortodoxia
era el de reducir aquel bastión del arrianismo que se había establecido en el
Ilírico desde el destierro de Arrio a esta región y sobre todo desde la época
de Ursacio y Valente. A pesar de la protección que le otorgó la emperatriz
madre Justina, regente por su hijo Valentiniano II en la corte de Sirmio y
luego de Milán (373-383-387), este bastión fue desmantelado poco a poco gracias
a la acción perseverante de san Ambrosio, al concilio que reunió, a la
influencia que ejerció en especial de 376 a 383 sobre el mayor. Graciano, de
los dos emperadores de Occidente; para acabar, la intervención de Teodosio
será decisiva: al verse en aprieto por la usurpación de Máximo, Justina y su
hijo buscan refugio a su lado; durante la campaña de 388 en que reconquista
para ellos y para él el Occidente, Teodosio abroga las medidas de tolerancia
promulgadas por Valentiniano II en favor de los arrianos.
Ahora,
en Occidente como en Oriente, el arrianismo (para conservar el nombre
tradicionalmente aplicado a la secta homeísta) está definitivamente vencido.
Los súbditos romanos del Imperio sólo pueden profesarlo en la ilegalidad, si no
en la clandestinidad. Paralelamente se dicta una legislación cada vez más
severa contra las supervivencias del paganismo; al quedar aniquiladas las
últimas posibilidades políticas de éste, el cristianismo, mejor dicho, el
catolicismo ortodoxo se convierte al fin del reinado de Teodosio en la religión
oficial de todo el mundo romano.
Así
acababa la larga crisis abierta por la condenación de Arrio. No debemos
subestimar la importancia de su papel en el desarrollo del pensamiento
teológico y la formulación del dogma cristiano; el historiador debe también
destacar el lugar que ella ocupó en las preocupaciones y la vida diarias de los
cristianos del tiempo.
No se
ha de imaginar que los teólogos de profesión, los obispos, los concilios fueron
los únicos que se ocuparon de la cuestión; este problema doctrinal apasionó a
las multitudes: ya Arrio, con fines de propaganda, había resumido su teología
en un cántico en versos populares que cantaban, así se nos dice, marineros,
molineros y caminantes. Los doctores ortodoxos se verán obligados más de una
vez a protestar contra el abuso de las discusiones sobre un misterio tan
sagrado como la estructura interior del Ser mismo de Dios, discusiones en que
resultaba bien visible que el hombre griego trasladaba al plano cristiano esa
afición a la argumentación sutil y apasionada que la larga rivalidad de las
escuelas filosóficas le había permitido satisfacer en tiempos del paganismo.
No sin ironía Gregorio de Nisa evoca al cambista que, si se le pregunta por el
valor de una moneda, responde con una disertación
sobre el engendrado y el no-engendrado; entráis en casa del panadero: el Padre,
os dice, es mayor que el Hijo; en las termas preguntáis si el baño está
preparado: se os replica que el Hijo ha nacido de la nada.
En tono
más serio, Gregorio de Nacianzo recuerda a los anomeos, demasiado orgullosos de
sus silogismos, que no le es dado a todo el mundo discutir sobre Dios, sino
solamente a los que se han hecho capaces de ello progresando mucho en el camino
de la perfección. Pero estas pasiones eran profundas; cuando en febrero de 386
la emperatriz Justina exige que una de las basílicas de Milán sea entregada
para el culto arriano, san Ambrosio puede apelar a ellas: hace ocupar día y
noche el edificio en cuestión por su pueblo fiel, cuyo entusiasmo sabe
mantener en buen estilo de multitud. Según nos cuenta san Agustín, presente
entonces en Milán y en vísperas de su conversión, fue en esta ocasión cuando
san Ambrosio introdujo en la iglesia latina el uso oriental de los himnos y salmos
cantados por la multitud.
CAPITULO
SEXTO
.-ORIGENES
Y PRIMERA EXPANSION DEL MONACATO
Por muy
enconados que fueran estos debates, por muy grave que fuera su repercusión, no
se ha de imaginar que a lo largo de todo el siglo iv la Iglesia cristiana se
dejó absorber por este problema de la teología trinitaria. Durante estos
mismos años (310-41 o), en efecto, asistimos a otras muchas manifestaciones de
la vitalidad de la Iglesia. Y en primer lugar, al surgimiento y rápida
expansión de una institución nueva : el monacato.
Hemos
de dar ahora un paso atrás y remontarnos a la época de Diocleciano. Si la
virginidad consagrada se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, el
monacato, institución original que no se ha de confundir con la precedente (más
precisamente: no se ha de reducir aquélla a éste), viene, en cierta manera, a
realizar el relevo de la persecución, y esto tanto ideológica como
cronológicamente.
Mientras
la amenaza de las persecuciones conservaba su plena actualidad, era el martirio,
gracia suprema, lo que representaba normalmente la meta de la ascensión
espiritual de un alma cristiana llamada a la perfección. Pero llega la paz de
la Iglesia, y el cristianismo se ve acogido por el siglo, en cierta manera se
instala en él y a veces demasiado confortablemente. Piénsese en esos obispos
de corte fácilmente deslumbrados por el favor imperial y más bien poco
inclinados a revestir el estatuto del nuevo Imperio cristiano de un brillo
tomado de los resplandores de la ciudad de Dios escatológica. La avalancha de
conversiones a menudo superficiales o interesadas, tanto entre las masas como
entre la élite, debía acarrear necesariamente un relajamiento de la tensión
espiritual en el interior de la Iglesia.
En
estas condiciones se comprende que la huida del mundo apareciese como la
condición si no necesaria al menos la más favorable para llegar a la vida
perfecta. Es la idea que expresará más tarde, en los
ambientes
monásticos irlandeses del siglo vi, la curiosa distinción entre el martirio
rojo, el martirio sangriento de la persecución, y los martirios blanco o verde
a que conduce una vida de renuncia y mortificación.
Soledad,
ascesis, contemplación: el monacato cristiano actualiza, por su parte, uno de
los tipos ideales más profundamente arraigados en la estructura misma de la
naturaleza humana. La historia comparada de las religiones señala formas
equivalentes en las civilizaciones más diversas, India, Asia Central, China,
quizá también América pre-colombina; por el contrario, había estado ausente
hasta entonces —el dato es curioso— del Mediterráneo clásico. Una solución de
continuidad separa nuestro monacato de sus antecedentes judíos, esenios de
Qumrán, terapeutas de Alejandría descritos o idealizados por Filón; los
contactos que se ha pretendido establecer con algunos raros indicios
pertenecientes al Egipto ptolemaico se revelan inconsistentes al análisis.
Esta institución
aparece en Egipto a finales del siglo III; sus primeros representantes son los
solitarios o anacoretas. El estilo de vida que adoptan no es de suyo una
innovación: la anacóresis, literalmente la “subida al desierto”, en términos
modernos “hacer el maquis”, es el recurso común en el Egipto de este tiempo
para todos los que tienen fundada razón para huir de la sociedad, criminales,
bandidos, deudores insolventes, contribuyentes perseguidos por el fisco,
asociales de toda especie: durante la persecución hubo fieles que pudieron
recurrir a este expediente (tal fue el caso de los abuelos de san Basilio); el
monje lo escoge por motivos de orden espiritual.
I. SAN
ANTONIO, EL PADRE DE LOS MONJES
El
monacato hace su entrada en la historia con san Antonio, el “padre de los
monjes”, muerto más que centenario en 356 (el desierto asegura la longevidad).
Historia e historia literaria son a menudo inseparables; no se puede aislar
del hombre mismo la biografía que le consagró el gran san Atanasio. Escrita, sin
duda, alrededor de 360, traducida pronto y por dos veces al latín, ejerció una
influencia considerable y contribuyó no poco a la difusión del ideal nuevo y a
suscitar vocaciones : su lectura interviene en un momento decisivo de la
conversión de san Agustín que nos atestigua en sus Confesiones el trastorno que
podía suscitar su lectura en él mismo o en algunos de sus contemporáneos.
Cuadro
y relato a la vez, esta monografía nos presenta a san Antonio como un
labrador egipcio de origen modesto, prácticamente iletrado: frente al orgullo
de los intelectuales, recientemente convertidos, que trasladaban al interior
del cristianismo la tradición aristocrática de sus maestros paganos, el
monacato va a reafirmar, como hará más tarde el franciscanismo en el siglo XIII,
esa primacía de las almas sencillas que constituye uno de los aspectos
esenciales del mensaje evangélico.
Cristiano
de nacimiento y ya piadoso, Antonio se convierte a la vida perfecta hacia los
dieciocho o veinte años, un día en que, entrando en la iglesia, oye leer las
palabras del señor al joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo
que tienes, repártelo a los pobres, ven y sígueme.” El monje es ante todo un
cristiano que toma en serio y sigue a la letra los consejos del Evangelio.
Rompiendo
todo lazo con el mundo, Antonio se consagra a la vida solitaria. Su larga
carrera se divide en tres etapas, siempre en busca de un aislamiento más
completo. Primeramente se establece en las cercanías inmediatas de su pueblo
natal para poder aprovechar los consejos de un anciano más experimentado (este
punto es esencial: la vida del solitario es una dura escuela y no se aprende
sin maestro), luego, durante casi veinte años, en un fortín abandonado (los
romanos habían jalonado de construcciones de este tipo las pistas entre el Nilo
y el Mar Rojo), y finalmente se interna todavía más en el desierto.
La vida
que lleva aparece al principio como una vida de penitencia y de ascesis cada
vez más rigurosas. De esencia muy distinta a la ascesis de los platónicos o
de los gnósticos, el ascetismo cristiano tiene su origen en esta observación de
la experiencia a que tanto aluden los Padres de la Iglesia —la encontramos
formulada casi bajo los mismos términos por la pluma de Clemente de Alejandría
y la de san Agustín—: “El que se concede todo lo que está permitido llegará
pronto a dejarse llevar y cometer lo que no está permitido”. Naturalmente todo
depende del contexto de civilización: los primeros monjes egipcios, rudos
campesinos coptos, partían de un nivel de vida tan bajo que su ardor en
reprimir la concupiscencia los llevará frecuentemente a excesos para nosotros
desconcertantes en la privación de confort, de alimentos y de sueño. De una
manera u otra, el problema es llegar al perfecto dominio de las pasiones, lo
que el teorizante del desierto, Evagrio el Póntico, intentará designar
recurriendo a una palabra desgraciadamente equívoca, apatheia.
Esta
ascesis no se limita a un cierto aspecto interior, psicológico; el solitario
marcha al desierto para enfrentarse allí con las fuerzas del mal y muy
concretamente con el demonio, sus tentaciones, sus asaltos. De ahí el lugar que
ocupan en la Vida de Antonio esas “diabluras” que, tras haber divertido la
imaginación de un Breughel, han escandalizado con frecuencia a los lectores
modernos, pero cuyo contenido teológico profundo es preciso descubrir más allá
de la fábula narrativa.
Trabajo
manual, vigilia y oración. “Orad sin cesar”, decía san Pablo; “vigilad y
orad”, recomienda el Señor en el Evangelio. El monje, como siempre, toma con
toda seriedad estos consejos y quisiera poder realizarlos a la letra, llegar en
el límite a una vida semejante a la de los ángeles. De ahí el
papel que desempeña en su vida la lectura o más bien el recitado de los
Salmos, de las Santas Escrituras (normalmente aprendidas de memoria) repetidas
y meditadas sin cesar. La oración se prolonga en contemplación, y ésta a su vez
abre el camino a una experiencia más alta: la ascesis cristiana, en efecto,
salvo desviación o exceso, no constituye un fin en sí misma, sino prepara y
orienta al hombre entero a una experiencia mística y se subordina a ésta como
el medio al fin.
A los
ojos de los paganos del siglo IV (por no decir nada de los paganos modernos)
el monje aparecía como un loco víctima de la misantropía, olvidado de que el
hombre está hecho para la sociedad y la civilización: tales son los términos de
que se sirve Juliano el Apóstata. Pero no, el monje sigue siendo un hombre y
lleva consigo al desierto toda la humanidad; sigue siendo cristiano y se
siente solitario con la Iglesia entera.
Es
significativo el hecho de que san Antonio sólo salió del desierto y marchó a
Alejandría dos veces en su vida; la primera durante la persecución de
Diocleciano para sostener el ánimo de los confesores exponiéndose él mismo al
martirio; la segunda en lo más enconado de la polémica arriana para llevar al
episcopado el apoyo de su prestigio personal y ayudarle en la defensa de la
ortodoxia. Queremos subrayar esta alianza del profetismo y el sacerdocio que
encuentra su expresión simbólica en el hecho de que sea el mismo Atanasio,
obispo y doctor, quien se sintiese inclinado a hacerse el historiador de san
Antonio y el propagandista de la institución monástica.
Conviene
igualmente subrayar la importancia de la función propiamente eclesial
desempeñada por los monjes y por san Antonio en primer lugar. Vemos a éste
internarse en el desierto a la conquista de un objetivo en apariencia puramente
personal, su perfección propia, la santidad; pero esta santidad que Dios
confirma con la concesión de carismas posee una irradiación propia y actúa
sobre los demás cristianos como un polo de atracción y un fermento. Paradoja o
efecto transformador, el solitario atrae en masa a los visitantes
(encontraremos de nuevo este hecho al hablar de las peregrinaciones) que se
llegan a pedirle la ayuda de sus oraciones, la curación de enfermedades del
alma y del cuerpos, consejos, un ejemplo. Unos regresan edificados y consolados
y entran de nuevo en el siglo; otros, contagiados por el ejemplo, se instalan
a su lado y, poniéndose bajo su dirección, se esfuerzan a su vez por imitar su
género de vida.
Así, ya
en vida de san Antonio y cada vez más después de su muerte, el monacato se
extiende por todo el mundo cristiano, enriqueciendo el cuerpo de la Iglesia con
una nueva forma de vocación a la santidad; naturalmente se fue operando también
una diversificación. Sin rebasar los límites del siglo IV podemos distinguir
cuatro variedades de institución monástica, cada una de las cuales corresponde
a una etapa de su desarrollo:
2. LAS
AGRUPACIONES DE ANACORETAS
Esta es
la forma más antigua y más elemental de organización: los discípulos que vienen
a formarse en la escuela de un santo anciano se construyen cada uno su celda en
las proximidades de la suya; su número puede llegar a ser más o menos grande;
surgen todas las combinaciones posibles entre soledad y vida común: en
principio cada monje vive, trabaja y medita solo en su celda; se congregan
todos para la oración en común, bien cada día a las horas señaladas (muy pronto
se esbozó lo que vino a ser el oficio monástico), bien cada semana para la
liturgia solemne del sábado y del domingo, o con menos frecuencia aún si se
trata de los que son juzgados dignos y capaces de una anacóresis más total.
Tal es
el sistema que se esboza ya en vida de san Antonio, cuando la insistencia de
sus hijos espirituales viene a imponérsele en dos ocasiones a pesar de su
deseo de soledad. Desde el Medio Egipto en que había nacido y vivido san
Antonio, el movimiento se extiende por todo el Egipto, al sur en la Tebaida, al
norte en las orillas del Delta, en estado salvaje debido al abandono, o en sus
inmediaciones; la agrupación más célebre (que ha subsistido hasta nuestros
días) es la del desierto de Escitia y de Wadi-n-Natrún al oeste del Delta.
Fundada
hacia 330 y hecha famosa por el gran Macario, Escitia acogió, desde 382 hasta
su muerte en 309, al curioso personaje que fue Evagrio el Póntico. Lector de
san Basilio en Cesárea, diácono de san Gregorio de Nacianzo al que siguió a
Constantinopla donde adquirió renombre en la predicación, Evagrio, a pesar de
este doble patronazgo, era un teólogo de ortodoxia dudosa. Discípulo de
Orígenes, desarrolla con predilección y exagera hasta la herejía las tendencias
más discutibles de su maestro, justificando así las condenaciones postumas de
que será objeto este origenismo desde finales de este siglo IV y más tarde en
el VI. Su doctrina espiritual, por el contrario, nutrida de toda la
experiencia acumulada por los grandes solitarios, posee un valor excepcional y
ejercerá una profunda influencia; los intelectuales eran raros en el desierto:
la misión histórica de Evagrio fue sistematizar esta enseñanza y elaborarla en
un cuerpo de doctrina.
La
sabiduría de los monjes de Egipto nos ha sido transmitida también bajo una
forma más directa en las sabrosas colecciones de Apophthegmata donde toda una
espiritualidad se resume en una anécdota de varias líneas, una frase, a veces
tres palabras —como este lema del santo abad Arsenio, tan expresivo en el
original griego—: “Huye, calla, vive en paz”. O también en esos grandes
reportajes en que algunos viajeros nos han conservado las conversaciones que
tuvieron con uno u otro de los grandes solitarios. Los tres más célebres son la
Historia de los monjes escrita hacia el 400, obra de un autor anónimo cuyo
viaje se sitúa en 394395 y que se difundió en latín por la traducción
amplificada de Rufino de Aquilea; la Historia Lausiaca del obispo gálata
Paladio (419-420; su estancia en Escitia se remonta a 388-399); las
Collationes patrum y De institutes coenobiorum, redactados al fin de su vida
en Marsella hacia el año 420 por el monje de origen rumano Juan Casiano y que
incorporan los recuerdos de una larga estancia en el Bajo Egipto treinta o
cuarenta años antes. Todas estas obras reflejan muy directamente la enseñanza
recibida de Evagrio en Escitia, las dos primeras abiertamente, la otra, la de
Casiano, con una prudente discreción.
3. EL
CENOBITISMO PACOMIANO
Aunque
bien adaptada al temperamento egipcio, esta forma de organización, todavía
demasiado laxa, encerraba no pocos peligros, tanto desde el punto de vista
espiritual (favoreciendo el individualismo), como desde el material (a partir
del momento en que el número de monjes se hacía demasiado elevado). Con san
Pacomio aparece otro tipo de monacato que, por reacción, pondrá el acento en la
“vida común”, koinos bios —el cenobitismo—. Después de haberse ejercitado
durante siete años en la vida solitaria, en 323 funda su primera comunidad en
un pueblo abandonado, en Tabennisi, Alto Egipto.
Esta
comunidad se desarrolló pronto y recibió de su fundador una estructura
sólidamente construida: una regla, en primer lugar. Fue la primera regla
monástica propiamente dicha, cuyos 192 artículos determinaban con precisión el
ritmo de la vida diaria del monje, el trabajo, la oración en común, la
disciplina. Cerrado por una valla, el monasterio de Pacomio comprendía, con la
capilla y sus dependencias, una serie de casas que albergaban a una veintena de
monjes bajo la autoridad de un abad asistido por un adjunto; tres o cuatro
casas formaban una tribu, y el conjunto obedecía a un superior que, con su
asistente, aseguraba la dirección espiritual de la comunidad y la buena marcha
de los servicios generales, necesariamente bien montados (panadería, cocina,
enfermería, etc.), para cuyo buen funcionamiento las diversas casas delegaban
cada semana el número de monjes necesarios.
Ante el
éxito encontrado por su iniciativa, san Pacomio hubo de crear pronto un segundo
monasterio del mismo tipo en otro pueblo abandonado de la vecindad, Pebou.
Siguieron otras fundaciones; a su muerte, en 346, san Pacomio había establecido
nueve conventos de hombres y dos de mujeres, de los que el primero fue fundado
hacia 340 cerca de Tabennisi por su propia hermana María. La expansión
continuó bajo sus sucesores, extendiéndose por todo Egipto; a finales de siglo
encontramos un monasterio pacomiano instalado en las mismas puertas de
Alejandría, en Canopos: el célebre monasterio de la Penitencia, Metanoia.
El
conjunto de estos conventos formaba una congregación bajo la autoridad de un
superior general instalado en Tabennisi y más tarde en Pebou; éste nombraba los
superiores de cada monasterio; un capítulo general los reunía en torno a él
dos veces al año, en Pascua y el 13 de agosto; en particular debían rendir
cuentas entonces de la buena marcha de su monasterio ante el ecónomo general
que asistía al superior en la gestión de los asuntos que interesaban al
conjunto de la congregación.
La
importancia del aspecto económico de esta institución no cesa, en efecto, de
crecer a medida que se desarrolla: los monasterios pacomianos llegan a
agrupar miles de monjes, decenas de miles quizá. Para la agricultura egipcia
constituían una aportación nada despreciable de mano de obra temporal: se les
veía salir en cuadrillas al tiempo de la cosecha y extenderse por el valle del
Nilo donde, en algunos días, recogían lo suficiente para asegurar durante todo
el año la subsistencia de la comunidad y los recursos necesarios para su
actividad caritativa.
La obra
de san Pacomio aparece animada de un notable espíritu de prudencia y
moderación, pero semejante desarrollo numérico fue ciertamente la causa que
impulsó después a otros animadores del monacato a insistir en la severidad de
su regla, a acentuar hasta el exceso el rigor de la disciplina. Tal fue el caso
particular del fogoso Shenute a quien encontramos a la cabeza del monasterio
Blanco, siempre en Alto Egipto, a partir de 388.
4. LA
COMUNIDAD DE SAN BASILIO
Durante
toda la Antigüedad cristiana Egipto no cesará de aparecer como la tierra de
elección del monacato; sin embargo, éste no quedó confinado en el país del
Nilo. Aunque nos sea difícil fechar con exactitud las primeras etapas de esta
expansión, pronto vemos la nueva institución difundirse poco a poco por todo
el Oriente. En Palestina desde comienzos de siglo con san Hilarión de Gaza;
puede situarse hacia 335 la fundación del monasterio de san Epifanio, nombrado
en 367 obispo de Salamina en Chipre y que, hasta su muerte en 403, desempeñará
en la Iglesia el papel, sin duda necesario aunque ingrato, de exterminador de
herejías.
Igualmente
en Siria, sobre todo en las regiones más o menos desérticas de las
proximidades de Antioquia; luego en Asia Menor donde el iniciador fue Eustacio,
promovido hacia 356 para la sede de Sebaste en la Armenia romana, personaje
complejo que se vio implicado en las polémicas trinitarias de la época sin
hablar de las que suscitó el ardor, a los ojos de algunos indiscretos, de su
propaganda ascética. El movimiento acabó por llegar, un poco tarde es cierto,
a la misma Constantinopla donde el sirio Isaac fundó en 382 un primer
monasterio, el de Dalmato, del nombre de su segundo abad.
Un
progreso decisivo fue realizado por san Basilio que hacia 357, apenas recibido
el bautismo, abrazó la vida monástica y, tras un viaje de información que lo
llevó hasta Egipto, se estableció en una propiedad de la familia de Annési, en
las montañas del Ponto. Procuró agrupar en torno suyo a algunos amigos, entre
ellos a san Gregorio de Nacianzo; pero no pudo retener mucho tiempo a éste,
demasiado instable psicológicamente para fijarse de modo tan radical; no
obstante, poco a poco logró reunir una verdadera comunidad que debía servir de
modelo a muchas otras.
Si la
carrera monástica de san Basilio personalmente fue muy breve (ordenado
presbítero para Cesárea de Capadocia se establece allí definitivamente en 365,
ascendiendo en 370 al trono metropolitano), su papel histórico no fue menos
considerable gracias a su obra de organizador y de legislador: las reglas
monásticas que redactó, y cuya irradiación debía de ser muy grande, aportaban
efectivamente una concepción en cierto sentido bastante nueva de la institución
monástica.
Deliberadamente
se ponía el acento ahora en la vida de comunidad, concebida como el marco
normal para el desarrollo de la vida espiritual. El anacoreta desaparecía un
poco en el horizonte; frente a los ejemplos heroicos del Antiguo Testamento tan
del agrado de los primeros solitarios —la vocación de Abrahán, la ascensión de
Elias— san Basilio presenta como ideal el cuadro de la vida de los primeros
cristianos de Jerusalén según nos la describen los Hechos de los Apóstoles. De
ahí ese insistir en la obediencia, en el deber de renunciar a la voluntad
propia, en el confiado abandono en las manos del superior.
5. SAN
JERONIMO Y LA PROPAGANDA ASCETICA EN EL AMBIENTE ROMANO
También
al Occidente le llegó su turno. Ya durante su destierro en Tréveris y luego en
Roma san Atanasio comenzó a dar a conocer la existencia del monacato; pero es
sobre todo el nombre de san Jerónimo el que merece ser subrayado aquí. Después
de tres años de formación en el desierto de Calcis, cerca de Antioquia
(377-377), había venido a instalarse en Roma a la sombra del papa Dámaso. Su
propaganda en favor del ideal ascético encontró un éxito extraordinario,
especialmente entre un cierto número de mujeres, viudas o vírgenes,
pertenecientes a la más alta aristocracia senatorial.
Exito
que tuvo su contrapartida: como toda innovación en la vida de la Iglesia, el
monacato despertó al hacer su aparición en Roma no pocas reticencias; de ahí
las discusiones en que la vena de polemista de san Jerónimo tendrá más de una
vez ocasión de ejercitarse (y de la que sabrá aprovecharse la teología
cristiana, trátese de mariología, del matrimonio o de la virginidad); de ahí
también no pocas tempestades.
San
Jerónimo se vio obligado a abandonar Roma en 385; pronto se le unieron varias
de sus dirigidas. Tras la obligada peregrinación por Siria y Egipto, san
Jerónimo se establece en Belén junto al monasterio fundado bajo la dirección de
una de sus discípulas, santa Paula, a la que sucederá su propia hija Eustoquia.
Muy cerca, en Jerusalén, se había establecido otra gran dama romana, santa
Melania la Antigua, que había fundado igualmente un convento de monjas latinas
cuyo capellán era Rufino de Aquilea, cuasi-compatriota y viejo amigo de san
Jerónimo; pero éste vendría más tarde a indisponerse lamentablemente con él
con ocasión de la polémica origenista despertada por aquel inquieto Epifanio
(393-402).
6. MONASTERIOS
EPISCOPALES DE OCCIDENTE
No
obstante, el monacato continuaba extendiéndose en Italia (lo encontramos floreciente
en torno a san Ambrosio, en Milán), en Africa, en España, en la Galia: hacia
360 san Martín se establece en Ligugé cerca de Poitiers. Este primer monacato
latino se alimenta muy directamente de las fuentes orientales: peregrinaciones
y visitas a los ascetas de Egipto, traducciones de vidas de monjes, de
Apophthegmata y de reglas; san Jerónimo traduce la de Pacomio, Rufino las de
Basilio. El monasterio de Lérins que, san Honorato funda hacia 400 en la costa
de Provenza es un buen ejemplo de esas comunidades todavía muy cerca de sus
modelos egipcios; en gran parte para este ambiente, Juan Casiano, fundador a su
vez de dos monasterios en Marsella, escribirá, como hemos visto, sus Recuerdos
de Egipto.
Algo
muy diferente y mucho más original aparece por primera vez con Eusebio, obispo
de Vercelli en el Piamonte, a partir de 345; ardiente defensor de la ortodoxia
nicena, será desterrado por ello por el emperador Constancio en 355, y esto le
dará ocasión de visitar el Oriente donde entrará en estrecha relación con
Evagrio de Antioquía, el segundo traductor de la Vida de san Antonio. Sin
dejar de ser obispo, Eusebio quiso ser también monje, y agrupó en torno suyo a
los miembros de su clero para llevar en comunidad con ellos una vida de tipo
ascético.
Otros
obispos lo imitarían a su vez; tal fue el caso, en Africa, de san Agustín. Este
había abrazado el estado monástico al mismo tiempo que pedía el bautismo, pero
la primera comunidad que había agrupado en torno suyo a su regreso a su ciudad
natal de Tagaste (388) poseía un carácter más original aún y no lograría
subsistir. Era un monasterio de intelectuales donde el trabajo científico y
filosófico debía ir a la par con la vida religiosa, realizando así en el plano
cristiano el sueño, acariciado ya por Plotino, de una comunidad de pensadores.
Cuando
fue llamado a formar parte del clero de Hipona (391), san Agustín renunció sin
duda a este hermoso sueño de una vida de soledad y de tranquila meditación,
pero no a su vocación ascética. Siendo presbítero reunió junto a sí un cierto
número de clérigos; pocos años más tarde (395), consagrado obispo, organizó un
monasterio episcopal imponiendo a todo su clero la renuncia monástica y
particularmente el voto de pobreza: algunos de sus sermones nos revelan con qué
vigilancia procuraba que fuese rigurosamente respetado.
De modo
muy semejante aunque con ligeras diferencias, san Martín, arrancado de la
soledad al ser nombrado obispo de Tours (370-1), no había renunciado a la vida
que llevaba en Ligugé, tanto para sí como para sus discípulos. Y así reunió
también una comunidad bajo su dirección, si no como las precedentes en la misma
ciudad episcopal, al menos muy cerca de ella, en Marmoutiers. Como la de
Hipona, de la que saldría una docena de obispos, fue ésta un centro de
formación eclesiástica que irradió por toda la región. Estas creaciones, que no
fueron las únicas (se podría mencionar la acción análoga de san Paulino de
Nola en Campania, de san Victricio de Rouen en la Galia del Norte), tuvieron
grandes consecuencias para el porvenir, abriendo el camino a las futuras
comunidades de canónigos regulares y a esa interpretación, tan característica
de la iglesia de Occidente, entre la vida del clero secular y las exigencias
del estado monástico.
CAPITULO
SEPTIMO
.- LA
EXPANSION DEL CRISTIANISMO FUERA DEL MUNDO ROMANO
El
monacato, con la gran riqueza y variedad de metas alcanzadas, es un fenómeno
interior a la Iglesia. Pero ésta, al mismo tiempo, no olvidaba su vocación de
religión universal y su deber misionero. Los años 310-430, en efecto, nos hacen
asistir a extraordinarios progresos en el movimiento de evangelización del
mundo. No cometamos un anacronismo : no se trata todavía de misión
oficialmente organizada, dirigida desde arriba por la autoridad jerárquica
(para esto habrá que esperar hasta 596, a san Gregorio Magno y la misión que
enviará a los anglosajones); en el siglo IV este movimiento es algo mucho más
espontáneo y, podemos decir, más general y más profundo. Como veremos, los
éxitos más espectaculares se debieron a iniciativas personales tomadas en
circunstancias muy particulares.
A este
propósito hay un hermoso texto de Eusebio de Cesárea que merece ser releído y
meditado (en su Historia eclesiástica, Eusebio lo inserta en el relato donde
habla de los primeros comienzos del siglo segundo, pero debemos ver en él más
bien un cuadro idealizado del movimiento misionero según lo que sucedía ante
sus ojos en su tiempo, primer tercio del siglo IV): “En aquel tiempo muchos de
los cristianos sentían su alma herida por el Verbo divino con un violento amor
a la perfección. Comenzaban cumpliendo el consejo del Salvador y distribuían
sus bienes a los pobres; luego, dejando su patria, marchaban a realizar la
misión de evangelistas, con la ambición de predicar a los que todavía no habían
oído la palabra de la fe y de transmitirles los libros de los Evangelios
divinos. Se contentaban con poner los cimientos de la fe en cualquier país
extranjero, luego nombraban pastores a otros y les confiaban el cuidado de
cultivar a los que ellos habían hecho crecer. Después de esto marchaban de
nuevo a otras tierras y otras naciones con la gracia y la ayuda de Dios”
Registraremos,
en primer lugar, los progresos realizados fuera del Imperio romano.
1. EN
EL IMPERIO SASANIDA
Hemos
encontrado ya, sólidamente implantada a comienzos del siglo IV, la primera de
estas iglesias exteriores, la de los sirios orientales de la Mesopotamia
sasánida. A lo largo del mismo siglo esta cristiandad crece y se desarrolla, a
pesar de las condiciones políticas cada día más desfavorables. Mal vistos por
parte de la autoridad irania en cuanto que rompen la unidad religiosa de sus
súbditos al adoptar una religión de origen extranjero, estos cristianos se
hacen todavía más sospechosos a partir del momento en que, con la paz de la
Iglesia y la conversión del emperador, el cristianismo aparece en cierta manera
como la religión oficial del Imperio romano. Poseemos el texto de una carta de
Constantino a su colega del otro lado del Eufrates, el Rey de reyes,
encomendando los cristianos a su benevolencia; la autenticidad de este texto
no está establecida; tampoco es seguro que Constantino diera un paso en este
sentido; pero no había necesidad de ello para que estas comunidades cristianas
resultasen a los ojos del soberano sasánida como una quinta columna al servicio
de Roma instalada en el corazón del territorio persa.
Ahora
bien, este siglo está dominado por el largo reinado de Shahpuhr II (309-379),
uno de los reyes más grandes de la dinastía, un soberano típicamente sasánida:
acérrimo enemigo de Roma, partidario decidido del mazdeísmo nacional. Durante
toda la segunda parte de su reinado, a partir del año 339-340, la minoría
cristiana fue objeto por su parte de una persecución violenta, encarnizada. Con
ella se buscó sistemáticamente desmantelar la estructura de la Iglesia
atacando especialmente a los miembros del clero, a hombres y mujeres que
hubieran hecho voto de virginidad: tres titulares sucesivos de la sede
episcopal de Seleucia-Ctesifón sufrieron martirio, a raíz de lo cual la sede
central hubo de quedar vacante durante casi cuarenta años (348-388
aproximadamente).
Cruelmente
diezmada, la iglesia “persa” se apoyó para sobrevivir en las otras comunidades
de lengua siriaca desde antiguo establecidas y florecientes en los distritos
de la Alta Mesopotamia sometidos a la autoridad romana (desde 297 y las
victorias de Galerio, la frontera del Imperio había avanzado hasta el otro
lado del Tigris). Conviene señalar el papel particularmente fecundo que
desempeñó la Escuela de los Persas establecida primero en Nisibe y replegada
desde 363 a Edesa tras el desastre sufrido por Juliano el Apóstata, escuela
famosa especialmente por la enseñanza del gran doctor san Efrén (aprox. 306-373).
Se
trata de una creación original que reunía los caracteres de un seminario
eclesiástico y de una universidad cristiana. En el Imperio romano el
cristianismo se había en cierta manera insertado en el árbol vigoroso de la
cultura clásica y utilizaba los servicios de las escuelas profanas, griega o
latina, únicas que existían; en esta Mesopotamia semita vemos aparecer por
primera vez un tipo de enseñanza superior organizada en función de las
necesidades de la vida de la Iglesia y que, dada en la lengua del país, viene a
favorecer el desarrollo de una cultura nacional.
Pasada
la tormenta, un obispo de esta región fronteriza, Márutá, de Maipherqat,
dirigió la reconstitución de la iglesia persa: miembro de varias embajadas
ante el cuarto sucesor de Shahpuhr II, Yezdegerd I (399420), encontró la mejor
acogida por parte de éste que, preocupado, sin duda, por la lucha contra las
usurpaciones del clero mazdeísta, adoptó resueltamente una política de
tolerancia frente a sus súbditos cristianos. Márutá pudo así reunir en
Seleucia, en 410, un concilio de unos cuarenta obispos que adoptó solemnemente
las decisiones dogmáticas y disciplinares del concilio de Nicea, estrechando
así su comunión con la iglesia de los “Padres occidentales”; por otra parte estableció
orden y jerarquía en toda la iglesia persa: una iglesia por parroquia, un
obispo por diócesis, un metropolitano por provincia; a la cabeza del conjunto,
el “gran metropolitano y jefe de los obispos”, el de Seleucia-Ctesifón (no
recibirá el título de katholikos hasta algo más tarde, hacia 421-456). Así
reconstituida, la iglesia del Imperio persa pudo prepararse para hacer frente
a las nuevas persecuciones que le reservaba el siglo V, y, entre tanto,
proseguir su actividad misionera: ya en 410 nos consta que había instalado
obispos en puntos tan remotos como las islas Bahrein en el golfo Pérsico y el
Khorassan, en dirección del Asia Central; se sabe que este esfuerzo se
extendería a través de todo el continente asiático para penetrar finalmente en
China en el siglo VII.
2.
ARMENIA
Desde
comienzos del siglo IV una segunda iglesia exterior empezó a desarrollarse al
norte de la precedente: la de Armenia. Manzana de discordia entre los dos
grandes imperios, Roma y el Irán, Armenia no cesó en el curso de los siglos de
pasar bajo la influencia, el protectorado de uno o de otro. Su conversión al
cristianismo merece ser evocada con cierto detenimiento porque presenta varios
rasgos característicos que volveremos a encontrar en otras partes: es la obra de
un hombre, un gran hombre, san Gregorio el Iluminador.
De
noble nacimiento, emparentado con la antigua familia real, fue desterrado,
bautizado, formado en la vida cristiana en país romano, en Cesárea de
Capadocia, adonde volvería más tarde para recibir las sagradas órdenes. De
regreso en Armenia, logró convertir al rey Tirídates (el acontecimiento se
sitúa de manera imprecisa hacia 280 ó 290); a partir del rey y de la
aristocracia, la religión nueva se extendió rápidamente por toda la nación; el
clero pagano, en un principio hostil, vino a convertirse en bloque, conservando
su rica dotación territorial. La iglesia armenia fue también sólidamente
organizada en torno a una sede central que ocupó naturalmente san Gregorio, y
después de él su dinastía (esta iglesia no adoptó el celibato, ni siquiera para
los obispos).
Una
conversión tan rápida no podía estar libre de inconvenientes. Tuvieron lugar
algunos intentos de vuelta al paganismo, conflictos entre el soberano y el
katholikos, y esto por razones tanto morales como políticas: si la adopción del
cristianismo había parecido a Tirídates un medio de establecer distancias
frente al monarca sasánida, en otros momentos se pudo temer que así podría
caerse en una dependencia demasiado estrecha frente al emperador, también
cristiano, de Constantinopla. Pero a medida que avanzamos en el siglo IV la
vida cristiana penetra más profundamente en el pueblo armenio; estos progresos
se debieron en particular a la acción perseverante de los grandes obispos
Nerses (364-374) y Shahak (390-420-439) que llevaron a su madurez la obra inaugurada
por su bisabuelo y tatarabuelo san Gregorio.
El
primero reúne en 365, en su residencia de Ashtishat, un primer concilio
nacional que da a esta joven iglesia las reglas disciplinares que necesitaba.
Durante el pontificado del segundo, en los primeros años del siglo V, el sabio
Meshrop dota a la lengua armenia de un alfabeto original, hace de ella una
lengua de cultura, cultura nacional, pero ante todo cultura cristiana, traduce
al armenio la Sagrada Escritura, comentarios y tratados patrísticos, y
especialmente la liturgia. Así, entre la nación armenia y su iglesia se logra
una síntesis que, a través de los siglos, resistirá a todos los asaltos: el
hecho podrá comprobarse perfectamente cuando, a partir de 450, el rey persa
Yezdegerd II quiera, en la línea de sus grandes predecesores Shahpuhr I y II,
trabajar por la expansión del mazdeísmo e intente en vano atraerse a Armenia.
3- LOS
PAISES DEL CAUCASO
Se ve
cómo en estas iglesias orientales la evangelización va unida a una evolución
cultural y a una promoción de las lenguas y del espíritu nacionales. Cuando,
avanzando hacia el nordeste de Armenia, el cristianismo llega a la Albania del
Cáucaso (el Azerbaidján de hoy), el mismo Meshrop vuelve a elaborar otro
alfabeto para que se pueda escribir en la lengua local y utilizar ésta en el
servicio de la Iglesia.
Volvemos
a encontrar los mismos fenómenos en otro foco de cristianización aparecido de
forma independiente, esta vez al noroeste de Armenia, en el seno de un pueblo
que los antiguos llamaban los iberos, la Georgia de nuestros días; como
Armenia, no cesó de verse disputado por la influencia o el protectorado bien
de los romanos (297, 370), bien de los reyes sasánidas (363, 378).
Esta
vez la conversión fue obra de una mujer. No es seguro que la historia haya
conservado su nombre; se la venera bajo los de santa Nino, es decir
—probablemente— “la monja”, o simplemente Christiana, “la Cristiana”. Era una
esclava, caída en manos de aquellos bárbaros durante una razzia en territorio
romano, que se impuso a la familia real de Georgia por la irradiación de su
piedad y las curaciones que obtenía con sus oraciones. Una vez convertido el
rey Mirian (el hecho tiene lugar sin duda hacia 330), la conversión del pueblo
siguió normalmente; se pide a Constantinopla un obispo y sacerdotes, se
organiza una iglesia, que pronto se hace autónoma. Aquí también es creado
totalmente o adaptado de una escritura anterior un alfabeto especial, el
khutsuri; sirve para fijar por escrito la lengua georgiana; se crea una
literatura nacional cristiana que comienza, naturalmente, por la traducción de
los libros santos y de los textos litúrgicos.
4. LOS
PAISES ARABES
Podemos
hablar también de una cierta penetración del Evangelio entre las tribus nómadas
de la franja desértica en la frontera del Imperio romano que gravitaban más o
menos en la órbita de éste. Con frecuencia es el prestigio de algún santo
monje que vive solitario en aquellos parajes lo que da lugar a la conversión
de esta o aquella tribu; así se cuenta de los sarracenos de la reina Mauwia y
de su obispo el monje Moisés para el que fue creada, hacia el año 374, la sede
de Farán en la península del Sinaí. Pero estas conversiones no llegan a ser
numerosas y no dieron origen aquí a verdaderas iglesias nacionales.
La
difusión del cristianismo fue todavía más esporádica en la Arabia propiamente
dicha. Los mercaderes romanos que visitaban los puertos del Mar Rojo pudieron
hacer algunos prosélitos, pero la embajada enviada hacia 350 por el emperador
Constancio al rey de los himyaritas (en el Yemen actual) para conseguir que
favoreciera a la misión cristiana no parece haber dado mucho fruto.
Desearíamos
conocer mejor la personalidad del embajador escogido por Constancio, Teófilo el
Indio, un curioso personaje originario de alguna isla lejana que
desgraciadamente nos es imposible situar con precisión: ¿Mar Rojo, Océano
Indico? Enviado, siendo todavía muy joven, como rehén al emperador Constantino,
había sido educado en país romano, convertido al cristianismo, promovido al
diaconado por Eusebio de Nicomedia y más tarde al episcopado por los miembros
de su partido. Se había adherido a la forma más virulenta del arrianismo, la
de los anomeos, que le dispensaban un gran honor y lo veneraban como taumaturgo.
Con motivo de su misión a la Arabia del Sur había visitado su isla natal y
otras regiones costeras del Océano Indico donde se dice que encontró cristianos
de más o menos estricta observancia. Pero todo esto resulta muy difícil de
precisar.
5. ETIOPIA
Mientras
tanto había nacido ya, al sur del Mar Rojo, otra iglesia, otra nación
cristiana, la de Abisinia. Se trata de uno de los éxitos más paradójicos y más
fecundos del apostolado del siglo IV. Dos jóvenes oriundos de Tiro, Fenicia,
Frumencio y Edesio, que habían acompañado a su preceptor en un viaje de
exploración, fueron los únicos que sobrevivieron a la matanza de su tripulación
por los indígenas de la costa de Somalia. Reducidos a esclavitud, vinieron a
parar en la corte del soberano de Etiopía que tenía entonces por capital Axum,
donde no tardaron en ocupar puestos de confianza, el primero como secretario y
el segundo como copero. Su favor creció más aún con la muerte del rey; la reina
les confió la educación de su o de sus hijos. Los jóvenes aprovecharon esta
ocasión para difundir en torno suyo la fe cristiana. Habiendo obtenido de su
discípulo, el rey Ezáná, permiso para volver a su país, Frumencio marchó a
poner al corriente al obispo de Alejandría,
entonces
san Atanasio, de las perspectivas de evangelización que ofrecía el reino de
Axum y le instó que enviara un obispo. Atanasio no pudo encontrar mejor
candidato que el mismo Frumencio (el acontecimiento es difícil de situar con
exactitud en la carrera de Atanasio, entre 328 y 356).
Puede suponerse
que una vez de regreso en el país como obispo, Frumencio vio acentuarse el
éxito de su misión, pero una profunda oscuridad envuelve la historia de los
primeros pasos de la iglesia abisinia. Parece cierto que el rey Ezáná acabó por
superar el estadio de una benévola tolerancia hacia el cristianismo y se
convirtió; pero es posible que algunos de sus sucesores volvieran al paganismo
y sólo más tarde, en el siglo V, puede considerarse la conversión oficial del
pueblo etiópico como definitivamente adquirida.
Igualmente,
aunque desde la primera mitad del siglo IV la lengua nacional, el ge’ez, adopta
una escritura derivada de un alfabeto sud-arábigo —escritura particularmente
precisa, pues es la única escritura alfabética semítica que nota completamente
las vocales—, sólo después de varias generaciones, como en Armenia, se realiza
el trabajo de traducción y de redacción que debía dotar a la iglesia etiópica,
como a las otras iglesias orientales, de una versión propia de las Escrituras,
de una liturgia y de una literatura cristianas.
Ordenado
por san Atanasio, Frumencio había establecido sólidamente su iglesia en la más
estricta ortodoxia nicena; el emperador Constancio intentará, pero en vano,
llevarla a la tendencia arrianista que entonces hacía él triunfar en el
Imperio. La gestión diplomática planeada en este sentido fue quizá uno de los
objetivos de la misión de Teófilo el Indio que se situaría así durante el año
356-7. El arrianismo tendría más éxito en otros círculos.
6. LOS
GERMANOS Y WULFILA
Los
movimientos de pueblos que culminaron en las grandes invasiones habían hecho
que un grupo de tribus germánicas, los godos, se instalaran a partir del siglo
in en las llanuras que bordean al Mar Negro, entre el Danubio y el Dnieper. Su
evangelización fue iniciada a partir de bases cristianas en Crimea o Dobrogea,
pero también aquí los resultados más decisivos se deben a la iniciativa de un
hombre, Wulfila, cuyo destino presenta numerosos rasgos comunes con el de los
grandes misioneros que acabamos de evocar.
Era el
hijo menor de unos cristianos oriundos de Capadocia capturados por los godos
en su incursión por Asia Menor en 257-8 y llevados cautivos al otro lado del
Danubio. Después de dos generaciones, Wulfila (su nombre germánico es
característico, pudiéramos tener aquí una mezcla de sangre) conocía
perfectamente la lengua y las costumbres del pueblo godo sin haber olvidado ni
el griego ni el latín, ni sobre todo el cristianismo. Desempeñaba las funciones
eclesiásticas de lector y sin duda había comenzado ya su apostolado cuando una
embajada enviada a territorio romano le facilitó ocasión de entrar en contacto
con las autoridades de la Iglesia. Pero era en tiempo de Constancio, en 341,
en el momento del concilio de las Encaenies, cuando triunfaba en Oriente la
reacción antinicena. Ordenado obispo por Eusebio de Nicomedia, se adhirió
naturalmente a la tendencia teológica entonces dominante; muerto, al parecer,
en 383 sin haber podido ser reintegrado a la ortodoxia bajo la influencia de
Teodosio, Wulfila y la iglesia fundada por él profesaron siempre el arrianismo,
en el sentido definido por el concilio homeísta de Constantinopla en 360, al
que por otra parte había asistido Wulfila.
Vuelto
a territorio godo, Wulfila desarrolló una intensa y fecunda actividad
misionera; adoptó un método análogo a los que acabamos de constatar casi en
todas partes: los caracteres rúnicos que poseían ya los germanos, pero de los
que sólo hacían un uso limitado, sobre todo mágico, son sustituidos por
Wulfila por un alfabeto más preciso. De él se sirvió para transcribir la
traducción que preparó de la mayor parte de los libros santos; han sobrevivido
restos importantes de esta biblia gótica, monumento insigne de la lengua
germánica. Wulfila acaba su carrera en la antigua provincia romana de Misia,
al sur del Danubio, donde se había retirado bien para huir de una de las
persecuciones que intentaron, aunque en vano, detener los progresos de la
religión cristiana entre los godos, bien para acompañar la instalación de una
fracción de ellos en territorio romano. Como se sabe, empujados por la presión
creciente de los hunos, los visigodos, seguidos más tarde de los ostrogodos,
hicieron irrupción en territorio romano para instalarse, primero en el norte de
los Balkanes y luego en Iliria, esperando avanzar más hacia Occidente.
Como se
recordará, el arrianismo había echado raíces profundas en el Ilírico desde los
tiempos del mismo Arrio, de Ursacio y de Valente; parece cierto que las
iglesias nacidas por la predicación de Wulfila encontraron aquí los elementos
intelectuales que les permitieron consolidar su tradición doctrinal.
Conservamos,
en efecto, pocos indicios de una literatura cristiana en lengua germánica
(fragmentos de un comentario a san Juan y de un calendario litúrgico); por el
contrario, es mucho más considerable y por otra parte de gran interés la obra
de los obispos arrianos de expresión latina, discípulos o sucesores de Wulfilu
como Auxencio de Durostorum, Paladio de Ratiaria (dos ciudades situadas en la
frontera del Danubio), o aquel Maximino que tuvo el honor de oponerse a san
Ambrosio en Milán, y más tarde, en Africa, a san Agustín.
Poco a
poco el movimiento de conversión se extendió y el cristianismo, una vez más
bajo la forma homeísta, se convirtió, por así decirlo, en la religión nacional
de la mayoría de los pueblos germánicos, y esto no sólo de los que habitaron
durante más o menos tiempo en el crisol de las llanuras del Bajo Danubio, sino
también de otros que estuvieron siempre bastante lejos de este foco original
como los vándalos, una de cuyas ramas, la de los silingos, se había establecido
en el país que todavía conserva su nombre, Silesia, antes de ponerse en marcha
en dirección de la frontera del Rhin.
De
todos los pueblos que debían sucesivamente invadir y conquistar las provincias
occidentales del Imperio romano, sólo los francos y una parte de los lombardos
habían escapado a este movimiento. El carácter herético de la profesión de fe
trinitaria de estas iglesias germánicas no debe hacernos olvidar la sinceridad
y la profundidad con que ellas vivieron su cristianismo. La adhesión de estos
pueblos a su religión nacional será también, como veremos, causa de grandes
dificultades y conflictos con sus súbditos católicos en los reinos creados por
ellos en el antiguo territorio del Imperio.
Puede
apreciarse, pues, la irradiación del cristianismo durante el siglo IV: del
Rhin al Cáucaso, del Mar Caspio a Etiopía, un inmenso arco de iglesias y de
cristiandades nuevas se despliega más allá de los países mediterráneos y jalona
el avance de la evangelización del mundo.
CAPITULO
OCTAVO
.- LOS
PROGRESOS DEL CRISTIANISMO EN EL INTERIOR DEL IMPERIO
Los
progresos no fueron menos importantes en el interior del Imperio romano. Desde
Lactancio o Eusebio hasta san Agustín, durante todo el siglo IV se manifiesta
un sentimiento de alegría triunfante: por todas partes el paganismo retrocede,
la fe de Cristo se convierte, prácticamente se ha convertido ya, en la
religión de todo el mundo romano. Pronto no quedará más que un puñado de
irreductibles; para acabar de convencerlos, una teología de la historia un poco
prematura recurre para argumentar a este mismo éxito inesperado, en cierto
sentido milagroso, de la predicación evangélica. Los cristianos de este tiempo
tienen, como diríamos hoy, el sentimiento de ir en el sentido de la historia.
El
golpe decisivo fue la conversión de los emperadores, de Constantino y sus
hijos a Teodosio. Más aún que el favor imperial, según se manifiesta en la
construcción y dotación de iglesias, las inmunidades y de más privilegios
concedidos a los clérigos, las restricciones legislativas cada vez más severas
impuestas al paganismo, lo que favorece al cristianismo es el ejemplo dado así
desde arriba por el soberano todopoderoso puesto por la providencia en la
cumbre de la jerarquía terrena: la tendencia totalitaria cuya existencia en el
Bajo Imperio hemos señalado se ejerce ahora en beneficio de los cristianos; el
fuerte anhelo de unidad que experimenta el cuerpo social amenazado de
disolución tiende a pensarse ahora bajo la forma de una unidad religiosa, y las
mismas razones que bajo Diocleciano militaban en favor de los dioses de la
antigua Roma han puesto ahora su peso al servicio de la religión nueva.
1. EL
OCCIDENTE LATINO
Hacia
400-410 la Iglesia ha acabado de implantarse sólidamente en todas las
provincias del Imperio. Estos progresos son particularmente pronunciados en el
Occidente latino, donde, como se ha visto, quedaba tanto por hacer a comienzos
del siglo. La Italia del Norte, por ejemplo, sólo contaba hacia el año 300 con
cinco o seis obispados: Rávena, Aquilea, Milán. En 400 éstos se elevan a una
cincuentena, es decir, prácticamente hay uno en cada centro urbano de cierta
importancia.
Igualmente
en la Galia: en 314 encontramos veintidós sedes episcopales; a finales de
siglo habrá ya setenta y, como en Italia, esta red cubre ahora de manera
continua el conjunto del país.
No nos
es posible dar precisiones análogas por lo que se refiere a España, pero
también allí el establecimiento de la Iglesia se había extendido desde
Andalucía hasta llenar toda la península. De la vitalidad que posee ya entonces
el cristianismo ibérico da testimonio el número de sus obispos que intervienen
en las contiendas trinitarias del tiempo: encontramos aquí todas las
variedades del horizonte teológico, desde la izquierda arrianizante con
Potamio, primer obispo de Lisboa, hasta la extrema derecha luciferiana con
Gregorio de Elvira, por otra parte predicador original. Con el gran Osio de
Córdoba hay que relacionar quizá el diácono Calcidio, traductor y comentador
del Timeo, de Platón; a finales de siglo encontramos a Paciano de Barcelona,
teólogo de la penitencia.
Hecho
característico —porque la herejía, ese subproducto de la creación teológica,
es siempre un síntoma de actividad— es la aparición en España de una herejía
original, el priscilianismo; si a nuestros ojos resulta difícil de definir
(¿neo-gnosticismo, iluminismo, exageración ascética?), su gravedad no puede
dejarnos lugar a duda, a juzgar por las violencias que suscitó: anatematizado
por los concilios de Zaragoza (380) y de Burdeos (384), su jefe, Prisciliano,
fue condenado a muerte por el emperador usurpador Máximo y ejecutado en
Tréveris el año 385, primer hereje que cae a los golpes del brazo secular.
La
avalancha cristiana se cierne también sobre las fronteras mismas del Imperio.
Probablemente en el actual condado de Cumberland, un poco al sur de la línea
del Muro de Adriano, nace, hacia 389, san Patricio, el futuro apóstol de
Irlanda, de una familia romano-bretona, cristiana al menos desde dos
generaciones (su padre era diácono; su abuelo, presbítero).
En el
continente, textos y monumentos atestiguan la presencia y la vitalidad del
cristianismo desde la desembocadura del Rhin hasta la del Danubio, a lo largo
de estos dos ríos que, desde finales del siglo ni, señalan de nuevo el límite
del mundo romano. Así en Xanten, donde a partir de finales del siglo IV
adquiere gran auge el culto del mártir san Víctor, de donde la antigua Colonia
Traiana recibirá su nombre moderno (Xanten, ad Sanctos); en Bonn, Colonia,
Maguncia, Worms, Spira. En el interior, a orillas del Mosela, Tréveris,
residencia imperial de Constantino a Máximo, es el centro eclesiástico de
estos países renanos.
Lo
mismo ocurre a orillas del Danubio, en Ratisbona, Passau, Lorch, Carnuntum al
este de Viena, Aquincum (Buda), etc., hasta las ciudades, latinas en el
interior, griegas en la costa, de la provincia de Scythia Menor (Dobrogea).
Sirmio, a orillas del Save, es, desde el punto de vista religioso, igual que
del administrativo, el equivalente danubiano de Tréveris y Milán.
Lo
dicho se refiere sólo al Occidente latino, donde la evangelización tenía más
retraso que recuperar, pero los progresos de ésta no fueron menos notables en
el Oriente griego. Por todas partes la red de sedes episcopales se hace más
tupida, las conversiones se multiplican y llegan a las masas; provincias que
hasta entonces habían desempeñado solamente un papel muy limitado, no sólo en
la vida de la Iglesia, sino también en la del mundo civilizado, se ven
proyectadas ahora al primer plano. Así, en el corazón de Asia Menor, la
provincia de Capadocia, que da a la Iglesia, en la segunda mitad del siglo IV,
una pléyade de grandes obispos que pertenecen al número de sus mejores
teólogos.
Sin
embargo, la conversión del conjunto de las poblaciones romanas dista mucho aún
de estar acabada en las proximidades de los años 400410. En todas las regiones
del Imperio existe aún una minoría más o menos numerosa de paganos
resueltamente refractarios a la religión nueva. El. análisis debe trasladarse
aquí de la geografía a la sociología: estas supervivencias del paganismo se
encuadran sobre todo en dos ciases sociales, los campesinos por un lado, y los
medios aristocráticos y cultos por otro.
2. LA
CONVERSION DE LOS CAMPESINOS
No
pretendemos afirmar que las masas urbanas estaban ya totalmente convertidas.
Si a finales de siglo, gracias al apoyo cada día más firme que les asegura la
legislación imperial, los cristianos logran apoderarse, casi
siempre para destruirlos, de los santuarios a los que todavía siguen acudiendo gentes, esto no ocurre
sin dificultad ni, en la mayoría de los casos, sin violencias. Así, por
ejemplo, sucede con el famoso Serapeum de Alejandría en 389, con el templo del
dios local Mamas destruido, con otros siete, por el obispo Porfirio de Gaza en
402 (Fenicia sigue siendo un punto de apoyo del paganismo: san Juan Crisóstomo
envía allí una misión en 406 que también suscita vivas reacciones); de igual
modo en Occidente, en el caso del templo de Juno Celeste de Cartago el año
399. Pero se trataba de poner término a los últimos cultos paganos todavía
populares, de acabar la obra de evangelización; ésta, en el campo, se hallaba
aún en una situación bastante menos avanzada.
Las
masas rurales sólo imperfectamente habían sido contaminadas por el
florecimiento de la cultura antigua, un fenómeno esencialmente urbano. Su vida
religiosa no había cesado de alimentarse, en cuanto a la esencial, de los
viejos fondos de creencias ancestrales cuyas raíces penetraban muy hondo en el
pasado, quizá hasta la época neolítica: culto a las fuerzas de la naturaleza,
concretizado por fiestas y ritos tradicionales, con frecuencia asociado a
lugares en que los hombres sentían la presencia de lo sagrado, montaña, bosque
o árbol sagrado, fuente santa.
Bajo la
influencia griega o romana, estos cultos se habían encubierto casi siempre
bajo una máscara tomada del politeísmo oficial; pero bajo los nombres de
Saturno (en Africa) o de Mercurio (en la Galia), de Artemis o de Cibeles,
seguía sobreviviendo la misma realidad de la vieja religión. En la medida en
que, a través de la descomposición helenística y el nacimiento de una
religiosidad nueva, el paganismo clásico había quedado en cierta manera vacío
de su sustancia, este viejo fondo era lo único que conservaba cierta vitalidad.
En realidad es con él con quien se enfrentaron los misioneros que encontramos
en acción, en las últimas décadas del siglo IV, cuando el movimiento de
evangelización, centrado durante largo tiempo en las ciudades, pudo al fin
atacar resueltamente la conversión del campo.
Por
doquier encontramos los mismos problemas, vemos aplicados los mismos métodos,
hasta el punto que el relato de estas hazañas acabará por convertirse en un
cliché hagiográfico: se tratará siempre “de derribar las imágenes de los
dioses, de talar los bosques sagrados, de incendiar templos y santuarios, de
levantar —a menudo sobre el mismo emplazamiento— iglesias o capillas, de
consagrar allí un altar y de proceder al bautismo de las multitudes...”
El más
conocido de estos misioneros es, en la Galia, san Martín, obispo de Tours
(370-2-397); fenómeno comparable al de san Antonio, su celebridad se debe en
gran parte a un acontecimiento literario, el éxito que encontraron los escritos
de su biógrafo Sulpicio Severo (397, 403404). Estos nos lo presentan
evangelizando los cantones rurales de su diócesis, y ello a pesar de la
resistencia, muchas veces obstinada, de los campesinos. Para conseguir la
destrucción de un ídolo necesita, más de una vez, reforzar el efecto de su
predicación con su prestigio y sus poderes de taumaturgo. Obtenida la
conversión, es preciso prolongar y estabilizar sus efectos: se atribuye a san
Martín la creación de seis parroquias rurales, especialmente en la periferia
de su territorio episcopal.
A
diferencia, en efecto, de lo que observamos en Egipto, en Africa y en la Italia
del Sur, las diócesis galas (y las de la Alta Italia) eran todavía demasiado
extensas para que la iglesia episcopal, urbana, pudiese continuar
satisfaciendo las necesidades litúrgicas de todo el pueblo cristiano. La
cristianización del campo lleva consigo la aparición de las parroquias rurales
y su desarrollo progresivo, porque la red se establecerá lentamente (por lo
que atañe a la diócesis de Tours, los sucesores de san Martín deberán prolongar
su esfuerzo durante tres generaciones) y la autonomía canónica de la parroquia
sólo se conseguirá poco a poco. Estas parroquias se establecieron casi siempre
en aldeas u otros centros regionales, centros de carácter administrativo,
comercial o religioso: más de una vez la iglesia cristiana sucedió al
santuario pagano, de modo que la adopción del cristianismo no interrumpió una
cierta continuidad en la vida del país.
Pero
san Martín no es un caso aislado; poseemos testimonios de una actividad
enteramente análoga por parte de muchos obispos de la misma época, así de san
Victricio de Rouen, apóstol del antiguo país de los morini y nervü
(posteriormente Flandes), de san Simplicio de Autun, o, fuera de la Galia, de
san Virgilio de Trento en los Alpes julianos: en 397, una misión compuesta de
tres clérigos que éste había enviado al Val di Non sufrió martirio por obra de
los montañeses fanatizados.
En
territorio griego, donde, aunque la evangelización se había extendido antes y
había avanzado más que en Occidente, quedaba todavía mucho por hacer, vemos
plantearse los mismos problemas y emplearse para resolverlos los mismos
métodos. Y si es verdad que el trabajo aparece en plena marcha hacia 400-410,
dista mucho aún de estar acabado en ningún sitio y deberá ser continuado en el
siglo siguiente.
En los
mismos años 380-390 encontramos un homólogo de san Martín en el otro extremo
del mundo romano: el monje Jonás, también soldado, pero de origen armenio,
fundador del monasterio de Halmyrissos al oeste de Constantinopla. En la vida
de su discípulo san Hipado leemos: “Apenas oía que en algún sitio se adoraba a
algún árbol u objeto semejante, se presentaba allí inmediatamente con los
monjes sus discípulos y, después de abatir el árbol, lo reducía a cenizas;
así las gentes se hicieron poco a poco cristianas. Y, efectivamente, el señor
Jonás, que fue el padre espiritual de Hipacio, había civilizado la Tracia de
esta manera y cristianizado a sus habitantes”
3. LA
ARISTOCRACIA Y LA GENTE DE LETRAS
En el
otro extremo de la escala social encontramos esas familias de grandes
terratenientes donde el Imperio reclutaba tradicionalmente la mayoría de sus
altos dignatarios; aun las de origen relativamente reciente (muchas habían
nacido a raíz de los trastornos sociales del siglo III) se sentían solidarias
con la herencia —que reivindicaban a la vez— de todo el pasado histórico de
Roma (la familia materna de santa Paula, una de las hijas espirituales de san
Jerónimo, pretendía descender de los Escipiones y de los Gracos); y la vieja
religión nacional, el paganismo, formaba parte de estas tradiciones. La
adhesión a éstas era tanto más ardiente cuanto que la herencia aparecía más
amenazada y como vacía de su sustancia por la marcha de la historia.
Tal es
el caso, en particular, del ambiente senatorial de la antigua Roma que,
abandonada por los emperadores, sólo desempeña, desde el punto de vista
administrativo, un papel municipal o, a lo sumo, regional. A lo largo de todo
el siglo IV entrevemos en este ambiente una sorda oposición a la política de
los emperadores cristianos; y estalla abiertamente cuando, a partir de 379, el
joven emperador Graciano renuncia a llevar el título de Pontifex Maximus como
habían hecho todos sus predecesores desde Augusto y realiza la separación del
paganismo y el Estado: los senadores paganos protestan contra la remoción del
altar de la victoria que adornaba y sacralizaba su salón de sesiones (382; la cuestión
surgirá de nuevo en 384, 389, 392, 402-3). Conocemos bien este ambiente
senatorial de los años 380: durante la generación siguiente será evocado en las
Saturnales, de Macrobio, otro testigo de la larga resistencia pagana.
Precisamente
porque lo conocemos bien, hasta el punto de poder recomponer sus árboles
genealógicos, podemos asistir a la penetración gradual del cristianismo en
este ambiente tan pertinazmente hostil. Porque también a él le llega su turno;
tal es el caso, por ejemplo, de la familia de los Cacionii Albini, a la que
pertenecen o están aliadas las santas monjas dirigidas por san Jerónimo o su
amigo Rufino, santa Marcela y santa Paula o las santas Melania. Las primeras
conversiones, que se remontan a mediados del siglo, tienen lugar entre las
mujeres: Marcela, su hermana Asela; los hombres, en conjunto, continúan
paganos: su tío se casa con una sacerdotisa de Isis; sin embargo, un primo, el
senador Pammaquio será cristiano y, lo que es más, monje. En la generación
siguiente aceptan casarse con cristianas, y por mediación de éstas la religión
nueva se aclimata pronto; a partir del año 400 se hace dominante. Sólo los
mayores, jefes de ramas familiares, mantienen durante algún tiempo la tradición
ancestral; pero todos los que les rodean, parientes, aliados, amigos, son ya
cristianos, y ellos mismos, en el atardecer de su vida o en el lecho de muerte,
acaban por pedir el bautismo.
La
resistencia de los senadores paganos de Roma presentaba un aspecto
intelectual, la alta cultura formaba parte también de las tradiciones de la
aristocracia. Este ambiente, cuyos jefes son a menudo ellos mismos escritores,
acoge e inspira a los últimos escritores paganos la lengua latina : a
Pretextato, Simmaco, Nicómaco Flavio, Rutilo Namatiano, se unen el gramático
Donato, el historiador Ammiano Marcelino, los misteriosos falsificadores de la
Historia Augusta (si es que no pertenecen a la generación siguiente).
De modo
semejante, en país griego el paganismo mantiene uno de sus últimos bastiones en
los ambientes intelectuales, trátese de filósofos neoplatónicos (los alumnos y
sucesores de Jámblico, muerto en 330, estrechan cada vez más su alianza con la
religión pagana e incluso con las formas menos racionales de ésta) o de
maestros de sofística, profesores de retórica y oradores de rumbo, como
Himerio en Atenas, Themistio en Constantinopla, donde alcanzará los más
grandes honores, Libanio en Antioquia (muertos, respectivamente, en 386, 388,
3Q3).
Sin
embargo, también este ambiente, tan obstinadamente refractario, comienza a
abrirse el Evangelio: Himerio tiene como colega rival en Atenas, el centro
universitario más activo de este tiempo, a un cristiano convencido,
Prohairesios. Hacia 355, su colega latino en Roma, el célebre retórico Mario
Victorino, se convirtió en la vejez, pero una vejez bastante vigorosa para que
le permitiera hacer una nueva carrera de teólogo al servicio de su fe. Treinta
años más tarde, en otoño de 386, otro profesor ilustre, también africano de
origen, titular de la cátedra municipal de retórica en Milán, se convirtió a su
vez siguiendo su ejemplo: san Agustín.
Que el
vínculo, tan duro de romper, entre paganismo y cultura clásica era de una gran
profundidad orgánica, aparece claramente en el caso curioso del emperador
Juliano. Es fácil señalar los motivos negativos que podían apartarle del
cristianismo: para este escapado a la matanza de 338 en que había visto perecer
a su padre, su tío y sus primos, aquél era la religión de los asesinos de su
familia, la religión de sus perseguidores y carceleros; los hombres de Iglesia
con que había tratado eran o prelados de corte, como Eusebio de Nicomedia, su
pariente lejano y primer tutor, o teólogos abstractos, como el anomeo Aecio, a
quien su medio-hermano el César Galo lo había encomendado.
Pero si
se quieren buscar las razones positivas que lo llevaron al paganismo, no cabe
duda que fue, mucho antes de su encuentro con el neoplatonismo y el espejismo
de sus charlatanes, el descubrimiento de los esplendores de la literatura
clásica que le habían sido revelados por su preceptor, cristiano por cierto, el
eunuco Mardonio, durante sus seis años de destierro en la fortaleza de
Macellum. La apostasía de Juliano es el primer ejemplo que encuentra el
historiador del cristianismo (encontrará muchos otros hasta los tiempos
modernos y contemporáneos) de estos renacimientos neopaganos, inoculados por
el redescubrimiento de la literatura y las artes de la antigüedad. Para
Juliano, el cristianismo, religión de pescadores de Galilea, es una religión
bárbara, despreciable, por tanto, frente a un paganismo cuyas credenciales de
nobleza se remontan a la época homérica.
CAPITULO
NOVENO
.-. LA EDAD
DE ORO DE LOS PADRES DE LA IGLESIA
De
todas las medidas hostiles promulgadas por Juliano, la que más duramente
repercutió entre los cristianos fue su ley escolar del 17 de junio de 362,
prohibiéndoles la enseñanza de las letras clásicas y remitiendo con desprecio
“a los Galileos a sus iglesias para que comentasen a Mateo y Lucas”. La misma
opinión pagana, como se ve por Ammiano, la juzgó excesiva. En efecto, una
oposición tan radical entre “helenismo” y cristianismo no correspondía ya a la
realidad y había comenzado a disolverse. Más sensible ya al interés de sus
valores humanos que a sus peligros, ciertamente reales, la Iglesia cristiana
había tolerado primero, y después aceptado plenamente, la educación y la
enseñanza tradicionales
La
actitud asumida por Juliano tenía en aquel momento algo de anacrónico y, en el
sentido estricto del término, de reaccionario. Ya no había entonces oposición
entre la élite intelectual y la fe cristiana; los grandes señores, los
profesores, los literatos cristianos aparecen como hombres cultos con el mismo
título que sus colegas paganos. Más aún, la formación básica, el bagaje mental
que han recibido de la educación clásica entran al servicio del nuevo ideal
religioso y, a costa de trasposiciones y aplicaciones inesperadas, reciben de
él una vida nueva. Mientras la cultura de los intelectuales paganos tiende
casi siempre (exceptuando parcialmente el sector filosófico) a anquilosarse en
un comportamiento de decadencia, el siglo IV nos hace asistir al surgimiento de
una cultura cristiana, tradicional por los materiales con que trabaja, pero
original en su síntesis.
La vida
del espíritu, desconectada de las fuentes profundas del ser, se perdía en
refinamientos de pura forma; la inspiración religiosa que ahora la anima le
comunica un vigor nuevo que se manifiesta bajo formas inesperadas : el estudio
y la meditación de las Sagradas Escrituras sustituyen al estudio de Homero o
Virgilio como actividades culturales básicas; la predicación desplaza a la
conferencia pública como género literario dominante; los esplendores de la
liturgia satisfacen las necesidades que habían dado origen al teatro; hasta la
afición a lo novelesco encuentra un manantial a que acudir en la floración
legendaria de los Apócrifos y de la hagiografía.
Es
cierto que la exégesis bíblica hereda las técnicas minuciosamente elaboradas
por la escuela del gramático para la explicación de los poetas clásicos;
igualmente el sermón recibe la herencia de la retórica, la controversia el de
la dialéctica y la teología todo el arsenal de la filosofía. Pero no se trata
de puro y simple traslado, sino también de creación original. Si Mario
Victorino, para insistir en su ejemplo, utiliza hábilmente su profundo
conocimiento del neoplatonismo y en particular de Porfirio en la elaboración de
su teología trinitaria para defender el dogma de Nicea, lo hace a costa de toda
una serie de trasposiciones cuyo resultado es una variedad original de
neoplatonismo muy distinto del de sus maestros y émulos paganos; crea
verdaderamente ese neoplatonismo cristiano de expresión latina cuyas riquezas
debían explotar después de él san Ambrosio y, sobre todo, san Agustín, poniendo
de relieve toda su fecundidad.
Pero
hay más. Frente a un paganismo empobrecido por el desgaste del tiempo o
comprometido por sus condescendencias con el ocultismo, el cristianismo
representa el sector activo, el elemento ascendente, el principio director del
Zeitgeist, de la atmósfera cultural del siglo. Conviene subrayar, por otra
parte, la relación que se observa siempre entre sociología y cultura:
estadísticamente hablando, el cristianismo aparece en posición ventajosa. ¿Cómo
extrañarse de que el nuevo ideal de la cultura cristiana agrupe a la mayoría de
los mejores espíritus de este tiempo?
La
segunda mitad del siglo IV vio florecer lo que ha podido llamarse la edad de
oro de los Padres de la Iglesia. A esta época pertenecen los más grandes entre
los escritores y pensadores de la antigüedad cristiana, tanto en el Oriente
griego como en el Occidente latino, casi todos los maiores doctores que veneramos
en una u otra iglesia. Nada más significativo que relacionar sus nombres y sus
fechas: nacidos, generalizando un poco, durante los años 330-350; es decir, en
las dos generaciones que habían seguido a la paz de la Iglesia, forman un haz
coherente; todos contemporáneos, en relación directa unos con otros o en
relación de influencia mutua, constituyen un grupo extraordinariamente
característico que se distingue tanto de sus predecesores —la generación
anterior, por ejemplo, la de Atanasio o Hilario, que, por contraste, aparecen
más como teólogos especializados, limitados por su propio tecnicismo— como de
sus sucesores, comenzando por la generación de Cirilo o de Teodoreto que
encontraremos más adelante y que se presta a consideraciones análogas. Los Padres
del siglo IV y de comienzos del V representan un momento de equilibrio
particularmente precioso entre una herencia antigua todavía poco minada por la
decadencia y perfectamente asimilada, y por otra parte una inspiración
cristiana llegada a su plena madurez.
Se
trata, en todos los casos, de grandes y fuertes personalidades; a pesar de su
innegable individualidad, sus destinos presentan tantos puntos comunes que
podemos aventurarnos a esbozar una imagen global, un tipo ideal de Padre de la
Iglesia (las excepciones señaladas de paso permitirán evitar lo que el esquema
pudiera tener de demasiado sistemático):
1. Como
consecuencia evidente de los progresos realizados por el cristianismo en el
interior de la sociedad romana, los Padres de la Iglesia pertenecen por su
origen a la élite de esta sociedad y a veces a las clases más elevadas de ésta:
san Ambrosio es hijo de un prefecto del pretorio; san Juan Crisóstomo de un
maestro de la milicia, los dos cargos más altos, civil o militar, de la
jerarquía imperial. Aquí la excepción más llamativa es la de san Agustín,
nacido de una familia de aquellos curiales, o nobles municipales, aplastados
por el implacable peso fiscal del Bajo Imperio, ambiente que se ha podido
definir, en términos modernos, como una burguesía baja en vías de
proletarización.
2. Excepción
al mismo tiempo reveladora: la ambición y el sacrificio de sus padres, la
protección de un mecenas permitieron a este adolescente de talento recibir la
educación de calidad propia de la élite; san Agustín pudo así tener acceso a la
carrera profesoral que le abría el camino del ascenso en la escala social y,
procedente de una clase ajena a la cultura, ascendió socialmente merced a ella.
De este modo entra en la categoría general: todos los Padres de la Iglesia,
procedentes de la aristocracia o más generalmente de holgada familia
provincial, hicieron sólidos y serios estudios. San Basilio y su amigo san
Gregorio Nacianceno, dejando su Capadocia natal, marcharon a recibir durante
largos años las enseñanzas de los más célebres profesores de la Universidad de
Atenas; san Jerónimo, nacido en Dalmacia, al norte de Trieste, escuchará en
Roma las lecciones del gramático Donato; Crisóstomo, en Antioquia, las del
retórico Libanio —maestros paganos, es cierto, pero ilustres. A pesar de
Juliano el Apóstata, en esta época la enseñanza superior es completamente
neutral, y los estudiantes escogen sus maestros sin que la religión de unos u
otros intervenga en la elección.
Esta
educación es esencialmente literaria y tiene por coronación el estudio paciente,
obstinado, de la técnica oratoria. Nos hallamos en la época de la “Segunda
Sofística”, que presencia el apogeo de la retórica clásica. Todos los Padres de
la Iglesia serán grandes escritores, sobre todo si se les juzga en función del
ideal de la época; por lo menos todos sabrán poner al servicio de su
pensamiento un incomparable dominio de su lengua.
Ya que
excepciones no existen, examinemos las variantes. San Jerónimo, especialista
de la filología sacra y de los estudios bíblicos, aprenderá el griego mejor
que la mayoría de sus contemporáneos latinos, por ejemplo, san Agustín (si san
Ambrosio lo conoce bien, se debe a un privilegio de aristócrata); a esto
añadirá una rara ventaja, la del hebreo. Todos los literatos de este tiempo
presentan un mayor o menor barniz filosófico, pero sólo san Gregorio de Nisa,
entre los griegos, fue un filósofo auténtico, por temperamento y por cultura.
Entre los latinos, san Agustín tiene también derecho a reivindicar el primero
de estos dos títulos, pero su excepcional vocación de pensador no tuvo la
suerte de contar con una formación básica equivalente a la de Gregorio;
filosóficamente san Agustín fue un autodidacta.
3. Todos
los Padres de la Iglesia encontraron instalada en su Cuna la fe cristiana, bien
porque toda su familia se había convertido, y a veces desde varias generaciones
antes, como en el caso de san Basilio y sus hermanos, o porque al menos su
madre era cristiana. El papel desempeñado por estas fervorosas cristianas en
la formación y evolución espiritual de cada uno de ellos tuvo con frecuencia
una importancia considerable. Todo el mundo conoce la obra de santa Mónica en
el alma de san Agustín, pero podrían citarse otros muchos ejemplos: la madre de
san Ambrosio, la de san Juan Crisóstomo, Antusa, que habiendo enviudado a los
veinte años renunció a casarse de nuevo —hecho que suscitaba la admiración de
un pagano como Libanio—, para consagrarse por entero a la educación de su
hijo; y el de santa Macrina, hermana mayor de san Basilio, que realizó una misión
semejante en beneficio de su hermano pequeño Gregorio de Nisa y, persistiendo
en su virginidad, acabó los días en un monasterio.
4. La
mayoría de ellos, una vez acabados los estudios, comenzaron una carrera
profana, casi siempre la de profesor, como convenía a unos buenos alumnos. Así
Basilio, los dos Gregorios, san Agustín; curioso es el destino de Gregorio de
Nisa o de Teodoro de Mopsuestia, quienes, tras haberse orientado hacia la vida
eclesiástica o religiosa, retornaron al mundo; Gregorio de Nisa, el futuro
teólogo de la virginidad, llegó incluso a casarse. Casos particulares son el
de san Martín, que, por ser hijo
de
un veterano, estaba obligado a la carrera de las armas, o el de san Ambrosio, a
quien su nacimiento orientaba hacia los altos cargos de la administración y al
que en el momento de su elección para el episcopado veremos desempeñar las
funciones de consularis, es decir, gobernador civil de la provincia de Liguria,
cuya capital era Milán, residencia imperial.
5. Aparte
de estos casos excepcionales (con el de san Agustín, cuya brillante carrera de
profesor —que lo llevó desde Tagaste, su ciudad natal, a Cartago, Roma y
Milán— se prolongó mientras perduraron los largos debates interiores que, a
través de mil dificultades doctrinales, le devolvieron poco a poco la fe de su
infancia), esta primera fase de su existencia no duró mucho tiempo; quedó
interrumpida por una conversión, en el sentido de Pascal, cuando escucharon y
siguieron la llamada a la perfección. Y entonces, en torno a los treinta años,
los vemos recibir el bautismo que habían diferido según una costumbre todavía
muy difundida en aquella época;tal era la seriedad que se concedía a los
compromisos contraídos con él.
Para
los hombres del siglo IV la vida perfecta se encontraba en el desierto. Todos
los Padres de la Iglesia fueron monjes durante un período más o menos largo y
se ejercitaron en la práctica de una ascesis a menudo rigurosa, en contacto y
bajo la dirección de maestros de la vida espiritual; como se ha visto, muchos
realizaron una obra importante en la historia de la institución monástica.
La
única excepción, debida a circunstancias particulares, a esta ley general es
san Ambrosio: habiendo acudido, como buen magistrado romano, a restablecer el
orden en la asamblea tumultuosa que debía elegir candidato para la sede vacante
de Milán, se impuso a la multitud con tal autoridad que ocasionó la unanimidad
sobre su persona; aclamado obispo y otorgada la autorización imperial, fue
bautizado y, a los ocho días, consagrado, en contra de las reglas canónicas que
negaban el episcopado a un “neófito”. El caso de Gregorio de Nisa también es
especial: habiéndose casado, no pudo comenzar por ser monje y no lo será hasta
quedar viudo, cuando llevaba ya trece años de obispo.
6. Formados
en la soledad, cuya nostalgia conservarán toda su vida, salen de ella al cabo
de tres o cinco años y, respondiendo a la llamada de la Iglesia, aceptan
consagrarse en adelante enteramente a su servicio.
Esta
afirmación es cierta incluso en el caso de san Jerónimo, que no llegará al
episcopado y permanecerá simple monje toda su vida. También él sólo hizo al
principio un breve ensayo de vida eremítica (374-376) en el desierto de Calcis,
cerca de Antioquia; luego deja el desierto para ir
a
completar su formación científica en la misma Antioquia, en Alejandría y
Constantinopla, vuelve a Roma, donde realiza una intensa actividad a la sombra
del papa Dámaso antes de retirarse definitivamente, como hemos visto, a su
monasterio de Belén (385-414). Ordenado sacerdote hacia 379 por Paulino de
Antioquia, jamás se consideró ligado a una iglesia particular. ¿Reflejo de
defensa de un intelectual preocupado por conservar la libertad en su amor al
estudio? Puede ser, pero esos mismos estudios —traducciones, comentarios,
polémicas— nos lo muestran consciente de servir a las necesidades de la
Iglesia universal; en el plano de su vocación particular, también él obedeció a
la misma llamada.
Si
hubiera que hablar de una verdadera excepción, esta sería sin duda la de
Evagrio el Póntico, cuyo destino sigue una marcha inversa de la normal:
comenzó, como hemos señalado, en el clero secular para acabar en el desierto de
Escitia, donde su alma inquieta se encerró en un retiro riguroso, negándose
obstinadamente a salir de él para ejercer el episcopado. Pero ¿podemos contar
entre los Padres de la Iglesia a este espíritu aventurero, hereje probado?
Los
Padres de la Iglesia, en el sentido estricto de la palabra, no rehuyeron la
carga, admitieron el episcopado y fueron grandes obispos, fielmente apegados a
la Iglesia que los había escogido. Y esto es cierto incluso en el caso de san
Gregorio Nacianceno, a pesar de su compleja carrera, que denuncia quizá una
cierta inestabilidad psicológica: aunque promovido al episcopado para la sede
de una oscura población de Capadocia, Sasima, por su amigo el metropolitano
Basilio y a pesar de haber ocupado durante algún tiempo la sede de
Constantinopla (379-381), merece plenamente conservar el sobrenombre que le ha
dado la historia, porque fue en Nacianzo donde durante más tiempo desempeñó las
funciones episcopales como coadjutor y luego (374) sucesor de su propio padre
Gregorio el Antiguo.
Finalmente,
todos desarrollaron la parte principal de su actividad como obispos, aunque
muchos de ellos comenzaron por un prolongado ministerio en el presbiterado.
Quizá pueda exceptuarse san Juan Crisóstomo, cuyo episcopado fue breve y
agitado (398-404, pasó el fin de su vida en el destierro); se trataba, no lo
olvidemos, de la difícil sede de Constantinopla; mucho más fecundos habían sido
los doce años que trabajó como presbítero en la iglesia de Antioquia, donde se
había hecho famoso por el esplendor de su predicación (386-397).
7. Más
adelante procuraremos evocar este duro oficio de obispo; pero en el concepto
tradicional de Padres de la Iglesia, es el elemento propiamente cultural el
que, con la santidad de vida, ocupa el lugar preponderante. Estos obispos
fueron también, y en primer término, escritores, oradores (estamos todavía en
un tiempo en que la palabra humana conserva su predominio tradicional sobre la
escrita), predicadores, pensadores religiosos.
Su
obra, considerable, se concretizó en una serie de géneros literarios muy
característicos: la predicación, en primer lugar, siempre rica de contenido
doctrinal y alimentada con citas y explicaciones bíblicas; la exegesis
propiamente dicha, comentario científico y espiritual a la vez de los Libros
Santos; la teología, que en este período todavía arcaico y agitado por tantos
combates presenta casi siempre el carácter de controversia: hay pocos tratados
doctrinales que en realidad no vengan inspirados por la necesidad de refutar a
algún insidioso hereje y que no estén escritos “contra” nadie. Correspondencia
diversa en que la dirección espiritual ocupa un lugar destacado; entre ellos,
la teoría de la vida interior, incluso en un tratado ex profeso, nunca aparece
muy distante de la práctica.
Este
breve catálogo basta para poner de relieve las grandes líneas y la originalidad
de esta cultura cristiana, doctrina Christiana cuya carta redactará san Agustín
precisamente en un manual con este título, comenzado en 397, reemprendido y
acabado treinta años más tarde. Esta cultura religiosa, enteramente organizada
en torno a la fe y a la vida espiritual, es la que en adelante ofrece la
Iglesia a la élite de sus fieles, clérigos o seglares, monjes y gentes del
mundo. Pero es preciso señalar que, aunque los Padres de la Iglesia que crean
las bases de esta cultura son hombres de Iglesia (en el sentido moderno de la
palabra), ésta se impone igualmente a todos los cristianos capaces de
interesarse por las cosas del espíritu. Nada más extraño al ideal de la nueva
religiosidad que anima la civilización de este siglo iv que la noción medieval
de una cultura religiosa propiamente clerical o que la distinción moderna en el
seno de la cultura entre el dominio de los valores estrictamente laicos y un
dominio reservado a lo sagrado. .
CAPITULO
DECIMO
.- LA VIDA
CRISTIANA A FINALES DEL SIGLO CUARTO
Llegados
al final de este gran siglo IV, tan decisivo para nuestra historia, creemos
oportuno hacer un alto para intentar responder a la cuestión de conjunto: ¿en
qué consistía entonces el hecho de ser cristiano? Situémonos en las
proximidades del 400: ¿qué formas particulares había revestido entonces la vida
cristiana? ¿Cómo se manifestaba la influencia del cristianismo en la vida
diaria, personal o colectiva, y más generalmente en el ambiente de
civilización de los hombres de aquel tiempo?
I. LA
ORGANIZACION DE LA IGLESIA
Ser
cristiano es, en primer término, venir a ocupar un lugar dentro de una sociedad
original sólidamente estructurada. A lo largo del siglo cuyo desarrollo
acabamos de seguir, ésta ha perfeccionado su organización, precisado su
disciplina interna.
Hemos
de subrayar a este propósito la eficacia de esa institución original que
representan los Concilios. Hasta ahora hemos mencionado sobre todo su papel con
ocasión de las contiendas doctrinales; en el dominio de la reglamentación
interior su obra no fue menos importante. Incluso las asambleas que habían sido
convocadas para resolver el problema concreto planteado por un cisma o una
herejía, desde el Concilio de Arles (314) o de Nicea (325) al de Constantinopla
(381), se preocuparon de estos problemas de organización y cada uno promulgó
un cierto número de decisiones reglamentarias o cánones relativos, por ejemplo,
al reclutamiento del clero, la jerarquía eclesiástica, la administración de
los sacramentos, la reconciliación de los herejes. Las reglas así
promulgadas, reunidas poco a poco en colecciones, servirán ulteriormente de
base a la elaboración de lo que ha venido a ser el derecho canónico.
Los
concilios provinciales y sobre todo regionales, que vemos multiplicarse
precisamente a fines de siglo, también se preocuparon de aportar soluciones
prácticas a semejantes problemas, al mismo tiempo que regulaban las cuestiones
doctrinales y disciplinares de interés local, como la liquidación del
arrianismo en el Ilírico o el problema priscilianista en España. A título de
ejemplos mencionemos la obra canónica de los concilios de Valencia, en la
Galia (374), de Roma o más bien del Vaticano en 386 (es el primero de que se
precisa que se ha celebrado ad sancti apostoli Petri reliquias), de Hipona
(393: san Agustín, recientemente ordenado presbítero, realiza su primera
intervención oficial pronunciando ante la asamblea su sermón De fide et
symbolo), o de Cartago (397). La iglesia de Africa, fuertemente organizada en
torno a la sede de Cartago, reúne aquí casi todos los años su “concilio
plenario”; lo mismo hace en torno al papa de Roma la Italia suburbicaria (los
dos tercios del sur de la península).
Sin
embargo, estas instituciones presentan una suficiente fluidez para que la
intervención de una fuerte personalidad baste para modificar de manera
considerable su funcionamiento normal. Tal es el caso de san Ambrosio de Milán,
cuya actividad imperiosa se manifestó a lo largo de su episcopado (373-397) en
una serie de sínodos en que no sólo estaba interesada la Italia del Norte
hasta Aquilea, sino también la Galia (concilio de Turin, 398), el Ilírico e
incluso las provincias latinas del Bajo Danubio, Misia o Dacia.
En este
sentido, el papel desempeñado por san Ambrosio resta brillo al —a su vez no
menos importante— de su contemporáneo el papa Dámaso (366-384). Por el
contrario, el sucesor de éste, el papa Siricio (384399), se nos presenta
ejerciendo no sólo una jurisdicción ocasional de apelación, sino una verdadera
autoridad disciplinar en forma legislativa, y esto no sólo sobre los obispos
italianos de su jurisdicción inmediata, sino en todo el Occidente cristiano: le
vemos enviar a un obispo español (385), al episcopado galo o africano cartas
ordenando con autoridad y precisión la conducta a seguir; son ya verdaderas
“decretales”, las primeras que nos han sido conservadas de una abundante serie
que va a constituir también una de las fuentes mayores de nuestro derecho
canónico.
Una vez
resuelto el problema doctrinal planteado por el arrianismo (y lo fue, en el
plano teológico, cuando el episcopado oriental aceptó la fe de Dámaso:
Antioquia, 379), Roma ya no interviene en el gobierno de las iglesias de lengua
griega que tienden a administrarse de manera autónoma.
A
finales del siglo IV vemos formarse grandes agrupaciones regionales que
preparan los futuros patriarcados. El canon 3º del concilio de Constantinopla
(381) reivindicó para el obispo de esta ciudad el primado de honor en segundo
lugar después del de Roma, pretensión cargada de amenazas para el porvenir; de
momento, la nueva Roma, incluso en el plano político, sólo desempeña un papel
bastante secundario. Arriana bajo Constancio y Valente, bajo Teodosio y sus
hijos llamará a dos grandes obispos, san Gregorio de Nacianzo (379-381) y san
Juan Crisóstomo (398-403-4), pero no sabrá retenerlos: la corte, como la
capital, es excesivamente mundana para poder tolerar el ser gobernada por
santos. Pero en el plano de la administración eclesiástica Constantinopla
extiende ya su influjo más allá de su propio dominio, la Tracia europea, para
irradiar sobre Asia Menor en detrimento de las metrópolis, Efeso y Cesárea de
Capadocia.
En
Siria, el “Oriente” propiamente dicho, según la terminología oficial,
Antioquia sigue siendo el polo de atracción, un centro activo rebosante de
vida, un tanto tumultuosa. En Palestina, Jerusalén, la ciudad santa, rivaliza
con Cesárea. Finalmente, Egipto sigue siendo un dominio firmemente controlado
por el poderoso obispo de Alejandría; robustecido por su tradicional alianza
con Roma, habituado a mandar como señor en su casa, se siente exageradamente
inclinado a intervenir fuera de ella; es lamentable ver sucesivamente a los dos
alejandrinos Timoteo y Teófilo venir a agravar las dificultades que encuentran
los dos santos obispos de Constantinopla y contribuir a su deposición.
2. LA
LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS
Pero el
cristianismo es esencialmente una comunidad organizada para dar al verdadero
Dios el culto en espíritu y en verdad de la nueva alianza. Y la vida religiosa
del cristiano, a finales del siglo IV lo mismo que hoy, tiene por centro la
participación en ese culto oficial, la liturgia, el sacrificio eucarístico.
Liturgia que casi en todas partes se ha hecho diaria, celebrada con mayor
solemnidad el domingo (en Egipto, el sábado y el domingo) y los días de
fiesta.
El año
eclesiástico comienza a adquirir forma. El ciclo temporal se organiza en torno
a dos polos: el primero es, naturalmente, Pascua (el Oriente griego y el
Occidente latino todavía no calculan su fecha según el mismo cómputo), la
fiesta de las fiestas que se prolonga por un lado en dirección de la
Pentecostés, y por otra parte viene preparada por un tiempo de penitencia, la
cuaresma. Durante el siglo IV se fija la disciplina concerniente a ésta, con
variantes regionales, sobre todo en la duración del ayuno.
El
segundo polo, el de las fiestas de invierno consagradas al misterio de la
Encarnación, tiene un origen más complejo. Las iglesias de Oriente habían
establecido el 6 de enero una fiesta, en cierto sentido ideológica, que
celebraba la aparición, la manifestación de Dios sobre la tierra, Epifanía,
Teofanía; la conmemoración de la Natividad el 25 de diciembre aparece en Roma
poco antes de 336. Parece ser que el cristianismo triunfante se apropió,
imponiéndole una significación nueva, la fiesta pagana del aniversario del Sol
Invicto, cuya religión había intentado el emperador Aureliano en 274 convertir
en la religión común del Imperio. ¿No es Cristo el verdadero Sol de Justicia? A
finales del siglo rv las diversas iglesias tomaron unas de otras sus fiestas,
yuxtaponiéndolas luego en sus calendarios.
Entre
otros nombres, la liturgia eucarística llevaba en griego el de synaxis,
“reunión” del pueblo fiel en tomo al altar. En principio la regla era la
participación en el servicio divino acompañada de la comunión; pero muchas
veces la entrada de las masas en la iglesia vino acompañada de un relajamiento
en el fervor, y la asistencia comenzó a ser pasiva e incluso irregular: los
sermones de san Juan Crisóstomo o de san Ambrosio demuestran que en Antioquia
o Milán, en su tiempo, algunos sólo comulgaban con ocasión de las grandes
fiestas, y hasta una sola vez al año en Pascua; en España, un concilio de
Toledo (400) llega a amenazar con la excomunión a los cristianos tibios que se
abstienen de aparecer en la iglesia tres o cuatro domingos consecutivos.
Parece
también que es a finales del siglo IV cuando las diferentes familias
litúrgicas entre las que va a dividirse el mundo cristiano comienzan a adquirir
forma y a ver fijarse sus ritos. Así, para la liturgia romana, se admite
comúnmente que en torno al año 370, es decir, bajo el papa san Dámaso, una vez
abandonado definitivamente el griego por el latín, el texto del Canon de la
misa es redactado en sus partes esenciales según lo conocemos todavía hoy.
Estas
liturgias presentan una gran diversidad, no solamente en las iglesias
orientales, sino también en el Occidente latino, donde se distingue una
liturgia africana, una liturgia galicana (para esta época tenemos pocos
informes de España); aunque bajo una profunda influencia de Roma, la liturgia
de Italia del Norte posee también caracteres propios, como lo atestigua la
liturgia ambrosiana conservada por la iglesia de Milán.
Sin
duda, en esta época todavía arcaica los diversos ritos no se hallan aún tan
diferenciados como vendrán a estarlo más adelante; en la mayoría vemos
coexistir caracteres que, según los casos, acabarán por desarrollarse o
atrofiarse. Así, en la oración de consagración, el relato de la institución, la
anamnesis (Unde et memores...) o la epiclesis (Supplices te rogamus..., y Quam
oblationem...).
No
obstante, los caracteres propios a cada familia son ya bastante claros para
imponerse a la observación del arqueólogo, traducidos incluso en el plano y en
la disposición interior de las basílicas. Así, la misa latina se celebra de
cara al pueblo; el altar, generalmente al nivel de la nave, se encuentra delante
del coro, algo levantado con relación a la nave y en cuyo fondo ocupa su trono
el obispo rodeado de su clero, sentado a su vez en un banco semicircular que
sigue la concavidad del ábside. En Antioquia, por el contrario, y en toda la
Siria del Norte el altar se halla al fondo del ábside y el oficiante da la
espalda a la asamblea; durante toda la primera parte de la misa el clero ocupa
un curioso estrado en forma de herradura, situado en medio de la nave central
y que sirve también de ambón para las lecturas y la predicación.
A pesar
del crecimiento en número del pueblo cristiano, de lo que da testimonio la
amplitud de las grandes basílicas, el culto conserva el carácter de una
celebración de misterios: la parte central de la acción sagrada se celebra a
puerta cerrada entre iniciados cualificados. En todas las liturgias, un rito
especial señala un corte entre las dos partes de la ceremonia, la ante-misa y
la parte propiamente eucarística que se inicia con el diálogo solemne del
prefacio; se procede entonces a la expulsión de los miembros de la comunidad
indignos de participar en la celebración: los catecúmenos y, según los
lugares, también los penitentes y los energúmenos (posesos o dementes: la
Iglesia cristiana se ocupa caritativa de estos desventurados).
Llegamos
así al segundo aspecto de la vida propiamente religiosa del cristiano: la
recepción de los sacramentos. El bautismo de adultos sigue siendo el caso más
general y, como lo hemos visto a propósito de los Padres de la Iglesia,
coincide a menudo con una etapa decisiva en la vida espiritual. Se comprende
que fuera precedido de un período de prueba y preparación serias, con
investigación y exámenes, ritos especiales (exorcismos, etc.), y en particular
una breve pero densa formación doctrinal que se continuaba en los días
siguientes a la administración del bautismo. De Cirilo de Jerusalén, Teodoro
de Mopsuestia, san Ambrosio, san Agustín, san Juan Crisóstomo y otros grandes
obispos del siglo IV poseemos sermones de esta clase dirigidos a catecúmenos o
recién bautizados, y que nos dan la más alta idea de la seriedad con que se
efectuaba esta enseñanza.
La
ceremonia tenía lugar durante la noche pascual, secundariamente en Pentecostés;
en Oriente (y por influencia oriental en Occidente), también en Epifanía (o
Navidad). Estaba reservado para ella un edificio especial, el baptisterio; la
presencia, en el centro de éste, de una piscina no debe crearnos una falsa
ilusión: el bautismo se efectúa por infusión y no por inmersión total. La
confirmación, dada en un local vecino, sigue inmediatamente.
El
sacramento propiamente dicho de penitencia conserva un carácter impresionante:
la penitencia es pública, la reconciliación sólo se concede tras un largo
periodo de expiación (los concilios se ocupan de precisar su duración en
función de la gravedad de los casos), que puede prolongarse durante varios años
e incluso hasta el momento de la muerte. La reconciliación de los penitentes
es objeto de una ceremonia solemne; en Roma, el jueves santo. Una vez recibido
este sacramento no podrá ser reiterado: ¡el cristiano que ha recibido el
bautismo está llamado a la santidad!
El
siglo IV vio surgir también, aunque no se trate aún de una práctica general
(no se habla de obligación), la bendición solemne de los esposos en el momento
de la celebración del matrimonio; esta bendición va acompañada de ritos
heredados de costumbres paganas; así, en Roma, la imposición de un velo sobre
la cabeza de los esposos, velatio coniugalis. Estos mismos ritos aparecen
también en la consagración y bendición de las vírgenes: la trasposición era
perfectamente natural, ya que las vírgenes eran consideradas como sponsae
Christi.
3. PIEDAD
POPULAR
Pasemos
por alto los otros sacramentos. Junto a estas formas oficiales del culto
cristiano ocupan también un espacio considerable corrientes de devoción que
brotan de la iniciativa privada, corrientes que la Iglesia, en cuanto
institución, se esfuerza por captar, controlar y, finalmente, por integrar.
Un
primer aspecto de esta devoción privada revela el papel piloto desempeñado por
la institución monástica: cuando un cristiano que vive en el siglo aspira a
llevar una vida religiosa más intensa, espontáneamente su mirada se vuelve a
los monjes para definir el estilo de vida que, salvando
las proporciones, procurará imitar; y este es el estilo de vida ascética que la Iglesia
prescribe a sus penitentes públicos durante su periodo de expiación. En tres palabras: ayuno, oración, limosna.
Pronto
volveremos a encontrarla; la celebración del oficio divino a las horas
canónicas es en su origen una institución propiamente monástica, pero que
vemos extenderse progresivamente. En Jerusalén, por ejemplo, hacia el año 400
vemos piadosos seglares, hombres y mujeres, acudir a unirse con monjes y
vírgenes en el santuario de la Anástasis para cantar maitines en su compañía
bajo la dirección de algún clérigo. Finalmente, al ayuno acompaña toda una
serie de otras austeridades relativas al sueño, al vestido, al confort, a la
limpieza. Puede erigirse en símbolo el hecho de renunciar al uso de las termas,
ese lujo característico de la dolce vita romana.
4. EL
CULTO DE LOS MARTIRES
Mucho
más importantes aún por el papel que desempeñan en la vida religiosa del
tiempo, más espectaculares por lo menos, son las corrientes nacidas de la
piedad popular, consecuencias evidentes de la conversión de las masas que,
entradas en la Iglesia, llevan a ella su sensibilidad modelada por viejas
tradiciones, por su psicología propia con sus exigencias y sus límites. La
Iglesia del siglo IV, en esto ya extraordinariamente “católica” en el sentido
moderno de la palabra, se mostró muy comprensiva y, aunque atenta a posibles
desviaciones y excesos, muy acogedora frente a formas de piedad que denuncian
la necesidad de una religión más concreta, deseosa de garantías tangibles, de
intercesores muy cercanos, fácilmente accesibles, formas de piedad
alternativamente novísimas o curiosamente fieles a usos ancestrales.
El
hecho más saliente es la proliferación verdaderamente exuberante del culto a
los mártires. Sin duda éste era conocido desde hacía mucho tiempo, desde
finales del siglo segundo, y en cierto modo había sido admitido oficialmente
en la Iglesia cristiana; pero a partir del fin de las grandes persecuciones y
con la paz constantiniana la veneración y el entusiasmo que suscitan los
“testigos” de Cristo no cesan de crecer y consolidarse. Y si el historiador
orientara su juicio fundándose sólo en los testimonios exteriormente más
visibles, estas manifestaciones del culto a los mártires podrían aparecer como
el fenómeno principal de la vida religiosa del siglo IV.
Los
motivos que inspiran esta veneración son, no cabe duda, específicamente
cristianos: la creencia en el sufragio de los santos, que pueden interceder
por nosotros delante de Dios. Los fieles esperaban de ellos favores que no eran
siempre de orden escatológico ni siquiera espiritual; de ahí los innumerables
relatos de curaciones milagrosas y otras manifestaciones de su poder de
taumaturgos. Asimismo, los honores tributados a sus restos se dirige a lo que
permanece de una carne santificada por el espíritu, en la que se había
manifestado el poder victorioso de Cristo —carne, por otra parte, destinada a
la resurrección (lo cual explica que los cristianos, de acuerdo en ello con una
tendencia que se había hecho dominante en el mundo romano, rechazasen siempre
la práctica de la incineración y prefirieran la inhumación, en señal de respeto
al cuerpo).
Pero
las formas bajo las que se expresaban semejantes creencias eran en gran medida
tributarias de las prácticas tradicionales por medio de las cuales los paganos
honraban a sus difuntos, y especialmente a los que creían promovidos a la
“heroización” (reservada originariamente a ciertos casos excepcionales, esta
promoción a un estatuto privilegiado en la vida de ultratumba, se había
difundido ampliamente en la época imperial): atenciones particulares
concedidas al sepulcro, a veces monumental; banquetes celebrados junto a la
tumba el día de los funerales o después en cada aniversario; esta última
práctica era susceptible de un valor simbólico (participación anticipada en el
banquete celeste), pero podía también expresar supersticiones groseras
(alimentación de los muertos); por eso vemos a los cristianos vacilar en su
actitud a este respecto.
La
costumbre del banquete funerario o refrigerium en honor de los difuntos, y
especialmente de los mártires, había sido admitida por la Iglesia como un mal
menor para desplazar las fiestas paganas del mismo género; pero a finales del
siglo IV vemos a los Padres de la Iglesia preocupados por reprimir los abusos
que de ello resultaban. San Agustín nos informa de que san Ambrosio había
prohibido esta práctica en Milán, y extirparla en Hipona será uno de los
primeros capítulos de su actividad sacerdotal (392). Al refrigerium vemos
yuxtaponerse, para acabar por desplazarlo, la celebración del sacrificio
eucarístico especialmente en la fiesta del mártir, fijada en el día “aniversario”
de su depositio.
La
arqueología encuentra en toda la extensión del mundo cristiano numerosos
monumentos construidos sobre la tumba de los mártires; su diversidad es grande:
puede tratarse de una simple mesa (mensa) o de una sala acondicionada para el
banquete conmemorativo; otros, ya más suntuosos, presentan una u otra de las
formas arquitectónicas creadas por los paganos para sus mausoleos.
En la
Siria del Norte, los sarcófagos o relicarios vendrán con frecuencia a ocupar
un lugar en úna capilla adosada al santuario de las basílicas, en el extremo
de una de sus naves laterales. Finalmente, para satisfacer las necesidades
crecientes del fervor popular, algunos de estos martyria acabarán por asumir
proporciones de amplias iglesias. Así, cerca de Antioquia, se han descubierto
las ruinas de un vasto edificio de cuatro naves dispuestas en forma de cruz en
torno de un santuario cuadrado; según sus mosaicos, se remonta al año 397, y
estaba consagrado, sin duda, a san Babilas, mártir particularmente venerado en
Antioquia. O también, en la misma Roma, la inmensa basílica de cinco naves
consagrada a san Pedro en el Vaticano, construida por los emperadores
Constantino y Constancio y concebida enteramente para poner de relieve la caja
de mármol que encerraba los restos del. misterioso monumento levantado en
tiempos del papa Ceferino, hacia el año 200, en honor del Príncipe de los
Apóstoles.
Todas
estas grandes iglesias-martyria son construidas en los arrabales, casi siempre
en una zona destinada a enterramientos: las basílicas propiamente urbanas,
situadas intramuros, no poseían en su origen cuerpos santos, porque la vieja
ley romana que prohibía los enterramientos en el interior de la ciudad se sigue
observando escrupulosamente, al menos hasta finales del siglo.
En el
plano literario, la veneración a los mártires se manifestó en la proliferación
de una literatura hagiográfica —actas, pasiones, colecciones de milagros— de
carácter más o menos histórico (la parte de lo novelesco resultará con mucha
frecuencia excesiva), de sermones y de panegíricos pronunciados durante la
liturgia celebrada en su honor.
Pero
son las reliquias de los mártires lo que se hace objeto de atenciones
particulares, precisamente porque ellas permiten establecer, en cierta manera,
un contacto directo con el santo. De ahí, por ejemplo, la costumbre de la
inhumación ad sanctosi se procura escoger la tumba lo más cerca posible del
lugar en que reposan los últimos restos de un mártir venerado, en la
convicción (que se expresa ingenuamente en los epitafios) de que así el santo
acogería al difunto que se colocaba bajo su protección, y le haría de abogado
delante del Señor el día del juicio. Bajo el suelo o en las proximidades
inmediatas de los martyria nuestras excavaciones han sacado a luz una cantidad
incalculable de tumbas cristianas, apretadas unas contra otras y a menudo
ordenadas en diversas capas.
Los
Padres de la Iglesia se interrogan con cierta inquietud por esta forma de
devoción que trabajan por espiritualizar. Tal es el caso, por ejemplo, de san
Agustín en su tratado De cura pro mortuis gerenda, donde contesta a la
pregunta de san Paulino de Nola que veía precisamente tomar auge semejante
costumbre en su propia iglesia, en torno a la tumba del mártir san Félix.
Pero la
devoción apasionada a las reliquias debía dar origen a otros muchos abusos: el
afán de poseerlas llevó pronto a multiplicar traspasos o traslados. Así, en el
caso de una ciudad de fundación reciente como Constantinopla (en 356 fueron
llevadas allí las presuntas reliquias de san Timoteo, en 357 las de san Andrés
y san Lucas, etc.), de una región como la Galia que, por no haber sufrido mucha
persecución, se encontraba desprovista de ellas (así en los años 380 ó 390 san
Victricio hizo traer de Italia para su catedral de Rouen reliquias de los
santos Juan Bautista, Andrés, Tomás, etc.), o finalmente el repliegue de las
poblaciones ante la amenaza de invasión, como fue el caso de la región del
Danubio.
Otro
fenómeno característico es el de la invención o descubrimiento de reliquias
hasta entonces olvidadas o desconocidas; descubrimiento casi siempre provocado
o garantizado por alguna intervención considerada milagrosa, sueño o visión:
así el de las reliquias de los santos Gervasio y Protasio por san Ambrosio, en
Milán (386), en lo más enconado de su lucha contra la emperatriz arriana
Justina, solemnemente trasladadas y colocadas por él bajo el altar de una
basílica suburbana.
A
medida que el tiempo avanza, más se multiplican estas manifestaciones, a pesar
de la firme oposición de la legislación imperial (por ejemplo, la de Teodosio
en este mismo año de 386). El traslado no se refería siempre a todo el cuerpo
del mártir, sino sólo a una parte, un fragmento e incluso reliquias simbólicas:
un trozo de tela que había tocado el cuerpo del santo, aceite perfumado
introducido en el relicario y cuidadosamente recogido mediante un sistema de
orificios ingeniosamente dispuestos, o simplemente un poco de polvo raspado de
la tumba. La citada ley de Teodosio nos habla bien claro sobre los abusos a que
podían dar lugar estas prácticas: tiene que prohibir todo tráfico o comercio
de reliquias. Estos abusos aumentaron a medida que crecía la devoción
privada y el deseo de los fieles fervorosos o supersticiosos de poseer para sí
mismos alguna reliquia preciosa.
5- LAS
PEREGRINACIONES
El
siglo IV vio finalmente nacer otra devoción característica: las
peregrinaciones. Las multitudes acuden, y a menudo desde muy lejos, a los
santuarios consagrados a mártires célebres: san Menas en Egipto, al oeste del
Delta, los siete hermanos Macabeos, san Babilas en Antioquia, san Juan en
Efeso, san Demetrio en Tesalónica; en Ilírico, santa Anastasia en Sirmio, san
Quirino en Siscia (antes de su traslado a Roma), etcétera. No menos visitados
eran los santuarios de los Santos Lugares de Palestina, que constituyen una
categoría particular de martyria y son los primeros en adquirir importancia
desde 330 como lo confirma el testimonio de Eusebio y las construcciones de
Constantino: en Jerusalén la rotonda de la Anástasis en torno al sepulcro de
Cristo, la basílica vecina sobre el emplazamiento del Calvario, en el Monte de
los Olivos la basílica de Eleona y el santuario de la Ascensión; en Belén la
basílica de la Natividad, etc.; se visitaba también toda una serie de martyria
consagrados a recuerdos del Antiguo Testamento: el de Abrahán en Mambré
(Hebrón), el de Job en Carnea y, naturalmente, el de Moisés en el Monte Nebo
así como, mucho más lejos, en el Monte Sinaí.
Estas
peregrinaciones constituyen por sí solas un fenómeno de gran importancia del
que conservamos numerosos vestigios: poseemos, fechado en 333, un itinerario
de Burdeos a Jerusalén, los pintorescos recuerdos; de viaje de la monja Egeria,
oriunda, según parece, de Galicia (hacia 400: ¿395, o más bien 411, 417?),
libro precioso por los detalles que nos facilita sobre la liturgia celebrada en
Jerusalén, liturgia que precisamente a causa de las peregrinaciones irradiaría
sobre toda la Iglesia.
Es este
un fenómeno complejo en que el análisis distingue componentes de cualidad
diversa: la piedad sin duda, una devoción legítima a las raíces históricas de
la fe cristiana; un elemento ascético, si no penitencial, teniendo en cuenta
las dificultades y lo longitud de los viajes; elementos también más profanos,
curiosidad, turismo, a veces un poco de inestabilidad psicológica o
sociológica. Se comprende que algún Padre de la Iglesia, san Gregorio de Nisa,
por ejemplo, expresara sobre esta forma de devoción un juicio matizado de
ciertas reservas, las mismas que brotarán un milenio más tarde de la pluma del
autor de la Imitación de Cristo.
Una
última categoría de peregrinos visitaba a personajes venerados ya en vida. Ya
hemos aludido a este hecho al hablar del monacato: los grandes solitarios, san
Antonio en primer lugar, atraían a las multitudes que acudían a pedirles
ejemplos, consejos, oraciones, milagros. Después de su muerte, los lugares
que habían esclarecido con su presencia y sobre todo su tumba continuaron
siendo metas de peregrinación con el mismo título que los Santos Lugares o las
reliquias de los mártires. Tal es el caso, por ejemplo, de la tumba de san
Martín de Tours (muerto en 397). Para distinguirlos de los mártires propiamente
dichos, se reserva a estos santos, ascetas y taumaturgos, el título de confesor
que originariamente designaba a los que, en el transcurso de una peisccución,
habían padecido por la fe —cárcel, destierro, tortura— sin llegar a morir.
CAPITULO
ONCE
.- CHRISTIANA
TEMPORA
Debemos
analizar ahora qué repercusión tiene la fe del cristiano más allá del dominio
propiamente religioso. En diversas ocasiones san Agustín se sirve de la
expresión Christiana témpora, “la época cristiana”, para designar, por
oposición a los siglos paganos, el período de historia inaugurado por la
conversión de Constantino. ¿Es legítimo el empleo de esta expresión? ¿En qué
sentido y hasta qué punto puede decirse que la civilización del mundo romano en
el siglo IV fue una civilización cristiana?
Que el
Estado se creyó entonces cristiano, quiso ser cristiano, no deja lugar a duda:
el hecho resulta de la estructura monolítica de esta monarquía absoluta. A
partir del momento en que el omnipotente soberano se declara cristianó, el
Imperio se cristianiza, por así decirlo, con absoluta naturalidad. En cierta
manera esta convicción se afirma oficialmente: desde 315 las monedas presentan
el monograma de Cristo grabado sobre el casco de Constantino; en los años
326-330 aparece el labarum, el estandarte triunfal, la bandera cuadrada de la
caballería romana, adornado con el retrato de los soberanos reinantes y con el
asta coronada por el mismo monograma rodeado de una corona de laurel (de ahí el
nombre de laureatum, transformado en labarum a través de la transcripción
griega).
No se
trataba de un ideal puramente teórico; de Constantino y Constancio a Graciano
y Teodosio (sin olvidar la reacción intentada por Juliano y la pausa que
señala Valentiniano), hemos visto al Imperio romper progresivamente sus lazos
con el paganismo, para acabar proclamando al cristianismo, bajo su forma
católica, religión de Estado.
Desvinculado
del paganismo, el Estado se incorpora estrechamente a la Iglesia. Así se
explica el libro XVI del Código teodosiano (compilado en los años 429-439) que
se ocupa de cuestiones religiosas; hallamos en él unas ciento cincuenta
decisiones consagradas a la defensa de la ortodoxia, e incluso a su
definición. El emperador interviene hasta en los pormenores de la disciplina
eclesiástica: en 390, una constitución de Teodosio prohibe la entrada en la
iglesia a las mujeres que “en contra de las leyes divinas y humanas” tuvieran
la osadía de cortarse los cabellos, y prevé sanciones contra los obispos que
pretendieran admitirlas. Esta política de intervención va acompañada, como
hemos visto, de toda una serie de privilegios y favores diversos en beneficio
de la Iglesia y de su clero.
I.
INFLUENCIA CRISTIANA EN LA LEGISLACION
El
respeto, los favores de que es objeto la religión cristiana por parte del
gobierno imperial no son una simple actitud hipócrita o interesada de éste.
Existe en él un esfuerzo real por penetrar de espíritu cristiano la estructura
de las instituciones, la vida misma del mundo romano. Ahora va a ser el
calendario cristiano el que marcará el ritmo de la vida social: desde 325 el
domingo se convierte, oficialmente, en día de descanso; las fiestas paganas,
tan del gusto del pueblo, sobre todo en Roma o en las grandes ciudades, a causa
de los espectáculos y demás regocijos que las caracterizaban, subsisten sin
duda, pero se realiza un esfuerzo por eliminar de ellas los aspectos
religiosos, y acaban por perder todo carácter oficial. La lista de fiestas de
guardar, establecida por una constitución de 389, sólo comprende, además de las
fiestas cristianas, el 1° de enero, los aniversarios de los emperadores y los
que conmemoran la fundación de las dos capitales.
Se sabe
que los emperadores cristianos desplegaron una intensa actividad legislativa
que modificó profundamente la fisonomía del derecho romano. ¿Hasta dónde se
extiende la influencia que ejerció el cristianismo en esta legislación?
Alternativamente se la ha ensanchado o restringido con exceso; los hechos son
a menudo de interpretación delicada. Cuando Constantino, por ejemplo, suprime
en 320 las restricciones legales que pesaban sobre los célibes y que habían
sido inspiradas en otro tiempo por la política natalista de Augusto, ¿es seguro
que esto obedece a un deseo de rendir homenaje al ideal cristiano de la virginidad
consagrada? Una dependencia con respecto a la moral evangélica y la disciplina
eclesiástica aparece más claramente en las constituciones relativas al
matrimonio: prohibición del concubinato para el hombre casado, severidad en el
caso de adulterio o rapto, obstáculos al divorcio que había venido a ser demasiado
fácil.
Lo
mismo ocurre con las medidas encaminadas a dulcificar la condición servil
(aunque éstas prolongan una tendencia ya bien marcada por influjo del
estoicismo en el derecho del Alto Imperio): prohibición de separar las familias
de esclavos, nuevas facilidades ofrecidas para la obtención de la libertad,
especialmente en la iglesia por simple declaración en presencia del obispo.
Más
original y de gran interés es el esfuerzo realizado por introducir un poco de
humanidad en el atroz régimen de las cárceles. El Código teodosiano reúne bajo
este título siete leyes escalonadas de 320 a 409; la primera llega incluso a
prohibir a los carceleros que dejen morir de hambre a los prisioneros; la
última ordena que sean conducidos al baño una vez por semana, el domingo, invocando
para ello consideraciones religiosas; el clero, obispo y sacerdotes, recibe un
derecho de atención sobre la suerte de estos desgraciados.
2.
DIFICULTAD EN LA CRISTIANIZACION DE LAS COSTUMBRES
Pero
todo esto no pasa de ser medidas aisladas que no bastan para esclarecer el
problema: ¿estamos ante una civilización cristiana? Cuestión difícil que sólo
puede recibir una respuesta compleja también y matizada.
No
era una tarea fácil cristianizar en algunos años o en algunas generaciones una
civilización nacida y madurada en el seno del paganismo. No se modifican tan
fácilmente reflejos inveterados, sobre todo en el seno de las masas. Sólo
algunas almas de la élite son capaces de adquirir conciencia de las
implicaciones prácticas que se desprenden del nuevo ideal religioso que acaban
de entrever o de adoptar.
1) Tomemos
como test las dos costumbres características de la sociedad pagana contra las
que se alzaban con violencia los apologistas del siglo segundo: la exposición
de los recién nacidos y las luchas de gladiadores. Con respecto a la primera
legislación de los emperadores cristianos se presenta confusa y contradictoria.
Ciertamente encontramos algunas medidas que facilitan al niño recogido y criado
como esclavo la posibilidad de recuperar la libertad; en 374 es prohibido el
infanticidio, pero no parece que se haya llegado a reprimir el abandono en sí
mismo, a pesar del desprecio que esto entrañaba frente a la persona humana. Las
luchas de gladiadores son objeto de una primera prohibición en 325, pero ésta
seguirá siendo durante mucho tiempo teórica, a pesar de los esfuerzos de la
propaganda cristiana; sólo hacia 434-438 es definitiva. Sin embargo, las luchas
en el anfiteatro no cesarán, aunque se limitarán a cazas en que el hombre no
se enfrentaba con otro hombre sino solamente con fieras; por otra parte, el
interés de estas exhibiciones pasa progresivamente del combate sangriento al
elemento destreza, acrobacia.
2) Religión
del jefe, religión de las masas, el cristianismo debe asumir ahora la
responsabilidad de la ciudad temporal. No nos precipitemos a hablar, para
deplorarla, de una mundanización de la Iglesia; los cristianos del siglo IV no
podían rechazar las tareas que les imponía el éxito mismo que había encontrado
la evangelización del mundo romano.
Mientras
no habían pasado de ser una débil minoría, por añadidura sospechosa y mal
tolerada, habían podido vivir en cierta manera enquistados dentro del
organismo social, dejando a los otros, a la mayoría pagana, al Estado pagano,
el cuidado de afrontar y resolver los difíciles problemas planteados por la
existencia y las necesidades de la sociedad humana.
Por
ejemplo el problema de la guerra. En tiempos de Tertuliano y de Orígenes el
cristiano podía obedecer estrictamente a la letra del Decálogo (“no matarás”)
y al espíritu del Evangelio, consagrándose a la vez enteramente a su vocación
en cierto sentido sacerdotal. “Por medio de incesantes oraciones —escribía
Tertuliano— pedimos para todos los emperadores un reinado tranquilo, un palacio
seguro, tropas valerosas, un senado fiel, un pueblo leal, un universo en paz”;
otros voluntarios se encargaban de constituir el ejército que aseguraba la paz
en las fronteras. La situación militar, demográfica y religiosa del Bajo
Imperio ya no permite una actitud semejante, que por otra parte no carecía de
equívoco (los cristianos gozarían de la paz romana sin pagar su precio).
Muy
pronto la Iglesia tuvo que hacer frente a sus nuevas responsabilidades: el
tercer canon del concilio de Arles (314) amenaza con excomunión a los soldados
desertores, “pues el Estado ya no es perseguidor” (si es que se ha de
interpretar así la expresión oscura y de significado discutido, in pace, “en
tiempo de paz”, religiosa). Esto no quiere decir que desde entonces la Iglesia
se resignara a sacrificar el ideal evangélico de no-violencia; la actitud de
sus doctores más autorizados no deja lugar a duda, y eran obispos
perfectamente conscientes de su deber de pastores. Así, todavía hacia 370, san
Basilio no repara en aconsejar a los soldados que tengan sus manos manchadas de
sangre que se impongan tres años de penitencia.
Igualmente
un poco más tarde, san Ambrosio, sin considerarlo una obligación, aprueba a
los magistrados que se abstienen espontáneamente de los sacramentos después de
dictar una pena capital. La severidad del derecho penal en vigor entrañaba no
menos violencias en el servicio civil que en el servicio militar (la lengua e
incluso el uniforme confundían a uno y otro bajo el mismo apelativo de
“milicia”).
Vemos
aparecer aquí una oposición entre las exigencias opuestas de la ciudad terrena
y de la ciudad de Dios. La contradicción aparece en el interior mismo de la
política imperial. Por una parte, y esto desde 313, vemos multiplicarse en
beneficio de los clérigos las exenciones de todo género, inmunidades fiscales,
dispensa de cargas cívicas, etc.; pero, por otra parte, la estructura a la vez
compleja y rígida del sistema social de que depende la buena marcha del Estado
no puede tolerar que la clerecía se convierta en un medio para eludir esos
deberes.
Desde
329 Constantino prohíbe la entrada en el clero a los curiales, esos nobles
colectivamente responsables del cobro de los impuestos debidos por sus
municipalidades; pero ¿no era esto eliminar una fuente importante del
reclutamiento sacerdotal? Por eso el legislador se ve obligado a volver una y
otra vez sobre esta cuestión: de 361 a 399 encontramos una docena de leyes
relativas a ella en que se dosifican de diversas maneras concesiones,
restricciones, amnistía.
¡Y si
sólo existieran los curiales! Otras categorías sociales, sujetas igualmente a
alguna obligación de Estado, se ven a su vez cerrar el acceso a las funciones
clericales: en 361 los empleados de las oficinas de finanzas, en 365 los
panaderos, en 398 los obreros de tintorerías de púrpura, en 408 los
salchicheros.
3) Finalmente,
es preciso tener en cuenta la inercia propia a los fenómenos de civilización
que se desarrollan según una lógica interna, al. encadenarse causas y efectos
según un determinismo propiamente técnico sobre el que las intervenciones exteriores
no pueden ejercer, al menos inmediatamente, más que una influencia limitada.
Una vez puesto en marcha, el régimen totalitario inaugurado por Diocleeiano
llegó bajo sus sucesores a sus consecuencias implacables: coacción, tiranía,
terror, crueldad —y esto a pesar de las exhortaciones de orden moral que la
Iglesia y la conciencia cristiana no cesaron de dirigir a los iefes y a sus
agentes: llamamientos a la clemencia, a la mansedumbre, a la humanidad.
La
correspondencia de los grandes obispos del siglo IV nos los presenta
interviniendo sin cesar ante las autoridades en favor de los débiles y las
víctimas de un régimen tan duro con todos los que oprime. A veces se trata de
individuos, a veces de colectividades, como en 282, cuando el obispo Flaviano
pide a Teodosio perdón para su ciudad de Antioquia tras la sedición que había
profanado las estatuas imperiales; en un caso análogo, en 390, san Ambrosio no
pudo impedir la salvaje represión ordenada por el mismo emperador en
Tesalónica —siete mil personas reunidas en el circo y exterminadas sin
piedad—, pero se atrevió a exigir y obtuvo del culpable una penitencia pública
(penitencia, por otra parte, mitigada, y sanción de principio, pero por primera
vez un emperador se resignaba a reconocer la superioridad de la ley divina y se
sometía a la autoridad espiritual de la Iglesia). El derecho de asilo en las
iglesias comienza a pasar a las costumbres, si no está ya reconocido
oficialmente; se trata de un nuevo caso en que se enfrentan lo temporal y lo
espiritual.
Pero si
así la influencia cristiana pudo tener algún resultado benéfico en un cierto
número de casos particulares, no pudo, en cambio, penetrar hasta las raíces
mismas de la causa de tales excesos ni contener el desarrollo de las
consecuencias implicadas en el principio mismo del régimen establecido. Hemos
hecho alusión a la creciente barbarie del derecho penal e incluso
administrativo en el Bajo Imperio; nada más característico que el recurso cada
vez más frecuente en la práctica de la tortura. El derecho romano, al
finalizar la república, se había honrado renunciando casi completamente a ella
(aunque siguió practicándose cuando se trataba de esclavos). Había penetrado
subrepticiamente en el Imperio en el caso de lesa majestad, pero una vez
admitido el principio no había cesado de extenderse.
Pertenece
a la lógica de una monarquía de tipo oriental, de un régimen policía, el temer
sin cesar la conspiración, se tortura a la menor sospecha, en busca del menor
indicio, a presuntos culpables, cómplices eventuales y, finalmente, simples
testigos. Y ¿dónde colocar los límites de la alta traición? Un deudor del
fisco, un contribuyente en falta pone también en peligro la seguridad del
Estado.
Hay que
contar también con lo arbitrario. Los representantes del poder absoluto son a
su vez omnipotentes —al menos mientras conservan la confianza del príncipe; si
caen en desgracia, pasan a ser traidores, y con ellos son traidores sus
parientes, sus amigos, sus protegidos.
El alma
cristiana no puede sino gemir ante esta abominación; se cita incluso el caso de
desgraciados injustamente condenados que el pueblo cristiano veneró después de
su suplicio en cierta manera igual que a los mártires, como esos “santos
pacientes” que tanto mueven a la piedad rusa. San Agustín escribirá en la
Ciudad de Dios una hermosa página sobre lo absurdo de la tortura, fuente
inevitable de errores judiciales y de sufrimientos injustificados. Pero esta
página se halla inserta en el cuadro pesimista que el santo presenta
describiendo las calamidades inherentes a la condición humana; como la guerra,
el hambre, la enfermedad, la tortura le parece a la vez insoportable e
inevitable. Aquí podemos constatar cómo, al estar encuadrado en un contexto
dado de civilización y en cierta manera prisionero de las perspectivas
concretas que éste impone, el esfuerzo mismo del moralista y del teólogo se ve
paralizado por fuertes barreras.
Lo
mismo hemos de decir de las intervenciones de la autoridad eclesiástica en
materia económica y social: recelo frente a la profesión comercial, fácilmente
sospechosa de lucro ilícito; severidad frente al comercio con el dinero:
concilios y teólogos del siglo iv condenan unánimemente el préstamo a
intereses; pero esta postura, dada la decadencia de la economía monetaria, no
tiene entonces la importancia que adquirirá más tarde.
La
Iglesia asiste con la misma impotencia relativa al nacimiento de las
estructuras pre-feudales o cuasi-feudales que acompañan al de la gran
propiedad: sólo puede protestar contra los abusos cometidos por los
“poderosos”, esos grandes señores que, arrancando al Estado privilegios
excesivos, oprimen a los campesinos de sus dominios; si el estatuto de los
esclavos rurales tiende a elevarse y convertirse en el que conocerá la Edad
Media bajo el nombre de vasallaje, la suerte de los colonos o campesinos libres
se hace cada vez más pesada; entre ambos hay solamente una diferencia de
grado.
Vemos a
los obispos practicar la misma política de intervención y de presión moral ante
los “señores” que ante las autoridades administrativas o judiciales; pero este
llamamiento a la piedad, a la bondad, tampoco puede otra cosa en este caso que
corregir excesos particulares sin atacar a reformas de estructura. El Estado
había realizado también un intento —que resultó vano— en este sentido mediante
la institución de “defensores del pueblo” (368), destinados a proteger a los
humildes contra las iniquidades de los poderosos; pero esta función degeneró
pronto y fue confiscada por los mismos contra quienes estaba destinada a
luchar (400). Es necesario esperar hasta el año 400 para ver a un concilio
español amenazar con la excomunión a los poderosos que despojasen de sus bienes
a un clérigo o a un pobre.
4) De
todo lo precedente podríamos concluir que la influencia cristiana en la
sociedad romana del siglo IV no pasó de ser marginal. Es innegable que la
conversión de ésta al cristianismo no acarreó consigo un florecimiento general
del ideal evangélico. Considerando las cosas desde el punto de vista colectivo
—estadístico pudiéramos decir—, que es el del historiador de la civilización,
esta época trágica, “este tiempo agitado” (para utilizar uno de los conceptos
fundamentales de Arnold J. Toynbee), revela un endurecimiento de la
sensibilidad, un salvajismo creciente en las costumbres y las instituciones;
por una de esas paradojas que abundan en la historia, el mundo romano sólo
había logrado superar el desafío que suponía la amenaza bárbara a costa de
aceptar en cierta manera su propia barbarización.
Pero
nuestro cuadro ha quedado incompleto. El cristianismo introdujo también en la
civilización preocupaciones nuevas que se manifiestan en la aparición de
instituciones originales destinadas a alcanzar en los siglos futuros un gran
desarrollo, pero que se imponen ya a nuestra atención por realizaciones
importantes. Nos referimos a la noción de caridad en el sentido social del
vocablo, de ese sentimiento de solidaridad y de responsabilidad del hombre
frente a todos sus hermanos los hombres, por muy desheredados que sean: los
pobres, los sin hogar, vagabundos o caminantes, los enfermos, los dementes.
El
mundo pagano no había conocido ese respeto religioso de la persona humana
considerada como un valor absoluto, objeto del amor misericordioso del Dios
creador y salvador. Las liberalidades del patrono con sus clientes eran una
cosa totalmente distinta, lo mismo que las prestaciones, panem et circenses,
que recibía el pueblo de la capital, dividendo percibido sobre el producto de
las conquistas por los herederos de los conquistadores del Imperio. En este
punto, el siglo IV merece ciertamente recibir el título de época cristiana:
asistimos a una amplia manifestación de la caridad.
La
limosna, reconocida como uno de los deberes esenciales del cristianismo,
alcanza dimensiones de servicio público, dada la fortuna enorme de la
aristocracia a la que pertenece ya una parte de la élite cristiana. A la
muerte de su mujer Paulina, el senador Pammaquio, uno de los amigos de san
Jerónimo, invita a todos los pobres de Roma a un banquete en la basílica de
San Pedro en el Vaticano; la multitud que acude
llena
la inmensa basílica y su atrio hasta la plaza (397). San Paulino de Nola que
nos refiere el hecho tiene el sentimiento de la revolución operada en los
valores sociales; califica a los mendigos de patronos de nuestras almas,
patronos animarum nostrarum; los ricos aparecen ahora en postura de clientes.
Como
siempre los obispos aparecen en primer plano. Sostenidos, sin duda, por las
liberalidades imperiales, toman la iniciativa en la organización de obras de
caridad sobre una base institucional. Así, a partir de 372, vemos a san Basilio
edificar en un suburbio de su ciudad episcopal, Cesárea de Capadocia, un
conjunto de construcciones: iglesia, monasterio, hospicio y hospital, provisto
del personal cualificado necesario, médicos, enfermeros, y destinado a acoger
a los viajeros, los desgraciados, los enfermos y especialmente los leprosos.
Semejantes “casas de pobres”, no son un fenómeno aislado; en la
misma época encontramos otras varias, por ejemplo en Amasea del Ponto y otras
ciudades de Oriente.
La
iglesia de Alejandría, como siempre, hace las cosas en grande. Cuenta con un
cuerpo de enfermeros a las órdenes del obispo, los parabolanso cuyo número (en
416-418 pasará de quinientos) y turbulencia acaban por inquietar a la
autoridad imperial. El Occidente sigue el ejemplo; el mismo Pammaquio funda un
hospicio-hospedería, en el Puerto de Roma, cerca de Ostia, donde
desembarcaban innumerables peregrinos y viajeros. Otra gran romana
perteneciente también al círculo ascético animado por san Jerónimo, Fabiola,
construye en Roma el primer hospital, nosokomion, consagrado al servicio de
los enfermos.
Nos
hallamos aquí en el origen de instituciones que, secularizadas hoy —asistencia
pública, seguridad social...—, han venido a ser atributo esencial de todo
Estado civilizado; el historiador de la civilización debe subrayar que tales
instituciones nacieron por inspiración cristiana, que surgieron, se
desarrollaron y durante largos años hubieron de vivir bajo la protección de la
Iglesia. Así el siglo IV adquiere todo su valor; en lugar de extrañarnos por la
lentitud con que logró hacer penetrar un poco de su ideal espiritual en la dura
realidad humana, es preciso reconocerle el mérito de haber emprendido ese
lento trabajo de cristianización de instituciones sociales que habría de dar
más adelante frutos hermosos en la ciudad medieval.
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