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BIBLIOTECA DE HISTORIA DEL CRISTIANISMO Y DE LA IGLESIA

 

Los primeros monjes cristianos.

San Basilio. San Jerónimo.

San Benito

 

EL MONACATO OCCIDENTAL (360-743)

 

250-356 Vida solitaria de San Antonio en Egipto.

300 San Pacomio: las primeras fundaciones de conventos en Egipto.

345-420 San Jerónimo, propagador del monaquismo oriental en Italia.

360-361 San Hilario funda el monasterio de Poitiers.

370 Difusión de los ideales del monaquismo oriental en Occiden­te: Vita Antonii, de Evagrios de Antioquía.

372-400 San Martín, obispo y fundador de diversos monasterios en Tours.

395 Nimiand, discípulo de San Martín, funda en Inglaterra la abadía Candida Rosa.

431 San Patricio organiza la vida eclesiástica de Irlanda en torno a los monasterios, sede del obispo y centro de formación de los sacerdotes.

451 El concilio de Calcedonia ordena que se sometan los monjes a los obispos de sus respectivas diócesis.

529 San Benito funda Montecassino y redacta la regla benedictina.

563 Extensión de los monasterios de disciplina irlandesa por Escocia y Northumbria.

590  Gregorio I, monje benedictino, es elegido papa.

597  Misión benedictina a Kent: fundación de Canterbury.

600-650 Erección de monasterios irlandeses en la Galia (Luxeuil, 590), Italia (Bobbio, 613) y Alemania (Saint-Gall, 645).

690  Primeros   monasterios benedictinos en Frisia.

716-754  Bonifacio, monje benedictino y obispo,   dirige la evangelización de Germania: difusión de la regla benedictina en Hesse y Turingia.

743  Los monasterios franceses adoptan la regla benedictina.

 

Miniatura de un manuscrito del siglo IX que representa a un grupo de cristianos escapando por mar de la persecución de los arrianos (Biblioleca Nacional, Parts). La huida de la sociedad fue una solución que adoptaron con frecuencia los hombres de los primeros siglos para librarse de la justicia o de mayores molestias. Algunos cristianos huyeron al desierto en busca de mayor perfección. Anacoreta quiere decir, precisamente, "el que sube al desierto".

 

Los comienzos de la vida monástica en el cristianismo están envueltos en una neblina difícil de desvanecer. El ascetismo monástico fluye espontáneamente de los llamados consejos evangélicos, invitación suprema de Jesús a la perfección espiritual; pero el Cristo no fue un asceta ni dijo que el ascetismo fuese la sola manera perfecta de vivir, como lo predicó el Buda. No se concibe el budismo sin la vida conventual; en cambio, pasaron para el cristianismo más de dos siglos sin que se sintiera gran necesidad de organizar el retiro monástico. No quiere esto decir que el cristianismo aprendiera nada del budismo, ni que la vida monástica ni el principio de renunciación llegaran a la cristiandad desde la India lejana. Es cierto que en Alejandría y en Antioquía se hablaba de los monjes budistas y se conocía de la India más de lo que nos figuramos, pero no hacía falta el ejemplo del budismo para estimular a los cristianos del siglo IV a retirarse al desierto para hacer vida de anacoreta. Leyendas indias se infiltraron en el santoral cristiano: San Jerónimo habla del nacimiento del Buda de una virgen-madre; habla de los monjes budistas, gmnosofistas, que quiere decir anacoretas, filósofos del bosque; pero trascendió hasta provocar curiosidad ni espíritu de emulación entre las gentes cristianas.

Más derechos tendrían a presentarse como antecesores de los monjes cristianos los esenios y terapeutas judíos. Estos últimos sobre todo se habían establecido al otro lado de la laguna Mareotis, detrás de Alejandría, y en aquella comarca aparecen las primeras colonias de anacoretas cristianos de la montaña de Nitria; Eusebio los tuvo por monjes de la primitiva Iglesia de Alejandría. Pero no hay que buscar antecedentes históricos al monasticismo cristiano; el afán de soledad, el goce en la contemplación lejos del bullicio mundano se manifiestan espontáneamente en los individuos que se hallan dotados de una mediana capacidad espiritual. El alma insiste en imponer el retiro y la quietud, más favorables para elevarse hasta el Esposo, imagen de Jesús, y que en la mística cristiana ha servido siempre para expresar las más altas relaciones espirituales de la unión con Dios por el amor.

Jesús lo había explicado claramente en la parábola de las vírgenes fatuas y las prudentes; recordó a Marta, la hacendosa, que María tenía la mejor parte, e hizo el elogio del celibato cuando dijo que hay quienes se hacen eunucos a sí mismos por ganar el reino de los cielos. San Pablo insiste en la superior condición de la virginidad, y lo mismo hacen Orígenes, Tertuliano y la mayoría de los Padres de los siglos I y II. Así ya no es de extrañar que las actas de los mártires nos presenten tantos casos de jóvenes santas que hacen alarde de su virginidad, sin haber tenido otra protección que el retiro que ellas mismas se procuraron en la casa paterna. En el concilio de Elvira (año 306) se delibera acerca de las “vírgenes consagradas ai Señor”. San Atanasio las llama ninfas o esposas de Cristo y, a lo que parece, vivían en comunidad en Alejandría. Pero no se hace mención todavía de monjes asociados para la vida en común.

La pasión por la vida monástica no se manifestó en el cristianismo hasta después de la paz de la Iglesia. Mientras duraron las persecuciones se creía cobardía escapar al desierto. En las grandes capitales era donde los cristianos estaban más vigilados y perseguidos, y allí debían permanecer las personas piadosas para dar testimonio de su fe, al lado del obispo.

Con las donaciones de Constantino y con las disputas teológicas del arrianismo, la atmósfera de las iglesias se hizo irrespirable para muchos. Los cargos eclesiásticos, acompañados de honores públicos y donativos, no eran siempre a propósito para mantener a los beneficiados en una piadosa austeridad. Empezó pronto a notarse entre clérigos y laicos este mal humor que en algunos aspectos perdura hasta nuestros días. San Pacomio, el fundador de la primera regla de monjes, aconseja a sus discípulos que eviten el trato de las mujeres, así como el de los obispos. En cambio, San Agustín afirma que entre los monjes ha encontrado los mejores y los peores cristianos.

La historia de los monjes cristianos se hace siempre empezar por San Pablo, ermitaño, y San Antonio. El primero, ermitaño egipcio, se supone que huyó al desierto cuando la persecución de Decio, el año 250. Allí fue a visitarlo, el año 340, San Antonio, clérigo de Alejandría. Pese a su soledad, de casi un siglo, el ermitaño mostró su curiosidad preguntándole al recién llegado: “¿Qué hacen los hombres? ¿Hay todavía ciudades? ¿Quién gobierna el mundo? ¿Quedan aún gentes para ser presa del demonio? Un cuervo trájole aquel día doble ración de pan y, confortados por una larga conversación, San Antonio se despidió de San Pablo. Cuando volvía a visitarle, por el camino tuvo la inspiración de que había muerto. Halló helado su cadáver, pero con las manos extendidas aún hacia lo alto; unos leones excavaron la fosa, y San Antonio se llevó como reliquia la túnica de palma del ermitaño. Esto es cuanto sabemos de San Pablo.

San Antonio, en cambio, es una personalidad de gran relieve. Nació de familia poderosa del Alto Egipto; sólo hablaba la lengua copta. No tuvo educación literaria ni quería libros, pero se sabía de memoria los textos bíblicos. A los que le reprochaban su ignorancia, les contestaba: “¿Qué fue primero, la inteligencia o la ciencia? Mi libro es la Creación, que puedo leer siempre que quiero”. A un monje ciego lo consolaba diciendo: “Hasta las moscas pueden ver con los ojos de su cuerpo; pero con los ojos del alma, sólo nosotros y los ángeles, que ven a Dios”. San Antonio repartió sus bienes entre los vecinos de su pueblo y se marchó de allí para instalar su morada en uno de los sepulcros tallados en la roca que tan abundantes son en la Tebaida. Después pasó veinte años solo, en las ruinas de un castillo egipcio. De allí marchó al árido desierto entre el Nilo y el mar Rojo, comiendo dátiles y pan, que le daban de limosna los beduinos. Hasta allí iban los demonios, para tentarle con imágenes obscenas o amedrentarle con dragones y fieras; pero “el demonio acaba las fuerzas si se le combate con oración, penitencia y ayuno”.

Dos veces fue San Antonio a Alejandría: la primera el año 311, para consolar y dar ánimos a los que sufrían la persecución de Maximino. La segunda vez, que bajó por el Nilo hasta la capital, fue el año 351. Quiso confortar a San Atanasio en su contienda contra la reacción arriana. Tenía entonces San Antonio más de cien años; San Atanasio salió a recibirle a la puerta de la ciudad, y cuéntase que allí el monje centenario realizó varios milagros. Con todo, San Antonio no era propiamente un taumaturgo: “No os alegréis de que los espíritus os obedezcan, sino de que vuestros nombres lleguen a estar escritos en el cielo”. Lo esencial para San An­tonio era la vida contemplativa en la soledad del desierto. Decía siempre: “Como muere el pez fuera del agua, perece el monje fuera del desierto”.

San Antonio no llegó a organizar una comunidad, con su regla monástica, pero ya no vivió completamente solo. Tenía a su alrededor varios discípulos y comunicaba con ellos, y aun celebraban juntos los divinos oficios, reservando para la Pascua y Pentecostés la túnica de hojas de palma que heredara de San Pablo el ermitaño.

 

Una tabla bizantina del siglo XVI que representa a San Antonio, el hombre con quien el monacato entra en la historia (Museo Bizantino, Atenas). Debió de morir a mediados del siglo IV, tras una vida centenaria pasada en la soledad del desierto. De humilde campesino egipcio pasó a ser el punto de origen del movimiento religioso que más vitalidad ha dado a la Iglesia.

 

Relieve del siglo VI que representa a San Pacomio en oración (Museo Británico, Londres). Con este santo, el retiro al desierto adopta la forma de cenobitismo, es decir, de vida en común. Al sur de Egipto fundó una comunidad regida por reglas concretas que agrupaba a una veintena de hombres bajo su autoridad de superior. A su muerte, en 346, dejó nueve comunidades de hombres y dos de mujeres.

El primer organizador de las sociedades monásticas, el verdadero padre de la vida cenobítica, es San Pacomio, otro egipcio (nacido en 292) que había sido soldado. Acaso el recuerdo de la disciplina militar le estimuló a organizar a los monjes. La palabra monje viene de la griega moñacos, que quiere decir solitario. Pero Pacomio comprendió ya que el retiro perfecto sólo podía obtenerse en comunidad. La leyenda supone que un ángel dictó a San Pacomio su regla, que es la primera reglamentación de la vida monástica cristiana. Según ella, los postulantes eran admitidos después de siete días de esperar junto a la puerta del monasterio o vivienda común. El noviciado duraba tres años; en cambio, los votos no eran estrictamente irrevocables. Los trabajos manuales eran los propios del Alto Egipto: labranza, construcción de barcas, cestería y esterería. Los monjes vivían tres en cada celda, comían juntos, pero con la cabeza cubierta por la capucha, quizá para demostrar que les disgustaba verse forzados a comer para vivir, y, desde luego, a fin de que sus mortificaciones no fuesen conocidas de los otros. También estaba prohibido hablar; sólo en casos excepcionales los monjes de San Pacomio debían expresarse Con signos. Los monjes contumaces de rebeldía recibían golpes, administrados por el superior. A pesar de su rigidez espiritual, la organización cundió rápidamente; antes de morir Pacomio se contaban ya nueve monasterios de su regla en la Tebaida, y un siglo después sus monjes habían llegado a la cifra de cincuenta mil. En cambio, no tuvo seguidores fuera de Egipto. La regla de San Pacomio tiene algo de rudo y violento que causa extrañeza en otras regiones de clima espiritual más templado.

Por esto el Oriente mira a San Basilio, llamado el Grande, como el fundador monástico por excelencia. San Basilio es algo posterior a San Pacomio; nació el año 329 en Capadocia, en las tierras altas del Asia que lindan con el mar Negro. A la edad de veintidós años fue enviado a la universidad de Atenas, que se hallaba ya en el ocaso, pero gozaba todavía de cierta reputación. Allí se encontró con San Gregorio Nacianceno, su compañero entrañable desde entonces, y otro condiscípulo suyo en la universidad fue el propio sobrino de Constantino, que después tenía que ser Juliano el Apóstata. Terminados los estudios académicos, que imprimieron profunda huella en su carácter, Basilio acabó su preparación viajando por Palestina y Egipto. Allí vio a los monjes, la gran novedad de la época, cuya vida estudió a fondo, y los clasificó en cuatro clases, a saber: los anacoretas solitarios; los que viven en grupos; los que viven en comunidad, y, por fin, los ascetas itinerantes, sin morada fija, célibes y en peregrinación constante de iglesia en iglesia. Para San Basilio la vida monástica perfecta (¡quién sabe si no influirían en él los recuerdos de la Academia de Platón!) era la sociedad de personas espirituales, cuyas relaciones han sido fijadas de antemano por medio de reglamentos perpetuos, razonados, hoy diríamos científicos.

Una miniatura bizantina del siglo XII que representa a dos monjes (Bodleian Library, Oxford). El monje, entendido a la manera de San Antonio, es ante todo un cristiano que toma en serio los consejos del evangelio y se dispone a cumplirlos a costa de todos los sacrificios.

Detalle, de una pintura sobre tabla, de Starnina, titulada “Tebaida” (Galería Uffizi, Florencia). El cuadro representa el desierto de Tebaida, adonde se retiró San Antonio acompañado de muchos seguidores que se establecieron individualmente en pequeñas moradas construidas por cada uno en la desierta montaña. Este detalle representa a uno de los muchos monjes imitadores del santo.

 

La vida de San Antonio ha tentado la inspiración de muchos artistas. Las "Tentaciones", por S. Dalí (Colección particular, Bruselas), son la plasmación de la lucha del santo consigo mismo para privarse de toda comodidad material y llegar al perfecto dominio de las pasiones.

 

MONAQUISMO ORIENTAL Y ESTADO BIZANTINO

 

Muchos de los monasterios orientales se hallaban situados en las ciudades (Constantinopla está llena de conventos) y en estrecho contacto con el pueblo. sobre el que tiene una influencia superior a la de la iglesia no regular. Los monjes proceden del pueblo y guardan por ello una facilidad de comunicació y una afinidad de intereses con éste. Grente a la discretio que aconsejaba San Benito, el monaquismo oriental es desde sus principios un monaquismo heroico, en el que los monmjes son verdaderos campeones del ascetismo y la penitencia. El pueblo seguía con devoción las hazañas de los monjes santos.La vida monástica es muy atractiva para las masas y son numerosas las personas que, jóvenes o maduras, ingresan en los conventos. No se pusieron, sin embargo, cortapisas a las donaciones piadosas, que, como en Occidente, convirtieron a los monasterios en potencias económicas.

La influencia, el prestigio, la independencia económica de le factores principales de la historia del Imperio.

Los monjes forman a menudo el núcleo de la oposición al emperador si éste no les favorece suficientemente. Distintos de la Iglesia secular, sumisa y cortesana, los monjes son una fuerza irreductible por su número y el apoyo popular, en las disputas políticas o religiosas.

Los monjes elaboran, al margen del emperador y de la Iglesia constituida, su propia teología, que para subrayar la independencia frente al estado, no dudará en llamar en su auxilio al papado occidental.

 

Tejido copto de lino del siglo VII (Museo de Arte e Historia, Ginebra). Del Egipto Medio, cuna de San Antonio, el monacato pronto se extendió hacia el Sur, en el desierto, y hacia el Norte, por todo el delta.

 

 
 

Los padres de la Iglesia llamados capadocios, San Basilio, San Gregorio Niseno y San Gregorio Nacianceno, en una miniatura del siglo IX (Biblioteca Nacional, París). San Basilio insistió, teórica y prácticamente, en que el medio normal de la vida monástica era la comunidad, a imitación de los primeros cristianos. Fundó un monasterio en su país, Capadocia, y tuvo continuos contactos teológicos con los dos Gregorios

 

 

San Basilio empezó por retirarse a la heredad paterna, en Capadocia, que describe en estos términos: “Una alta montaña, cubierta de bosques, nos envía varias corrientes de agua fresca y transparente. Estas aguas enriquecen el llano, embellecido por grupos de espesos árboles que superan en belleza a los de la isla de Calipso, cantada por Homero”. Hasta en sus escritos más piadosos, Basilio recuerda con gusto a los clásicos, poetas, dramaturgos y filósofos. Continuando la descripción de su heredad añade: “El lugar parece una isla, porque está encerrado entre barrancos, y el río, después de precipitarse en cascada sobre el valle, forma una corriente imposible de vadear... Allí yo soy el dueño y señor. Detrás de mi casa, una cañada va subiendo hasta la cresta, desde donde se ve todo el llano. El río, después de correr desbocado, acaba en un plácido lago. ¿Cómo encarecer el perfume de la tierra, las brisas del aire, la multitud de flores y el canto de los pájaros? Sin embargo, el mejor elogio del lugar es que, siendo a propósito para producir toda clase de frutos, produce el más dulce para mí, o sea la quietud”. En este lugar predilecto, a las márgenes del Iris, implantó San Basilio su primera colonia de monjes regulares. Su hermana Macrina se reservó la casa paterna, al otro lado del río, para un monasterio de religiosas.

Allí vivió Basilio sólo tres años con su amigo Gregorio y algunos otros que se les fueron asociando. Demasiado pronto, tanto él como San Gregorio, fueron arrancados de aquel retiro para servir a la Iglesia como obispos. Pero, a pesar de sus ocupaciones episcopales, San Basilio supo disponer de tiempo para escribir las dos colecciones de Reglas que rigen todavía la vida monástica en Oriente. Y recordemos que el propio Basilio dice que por Oriente hemos de entender las tierras que van desde la Dalmacia hasta Egipto.

Las dos colecciones de Reglas de San Basilio no guardan la codificación sistemática que encontramos más tarde en la Regla de San Benito. Las denominadas Reglas largas, de San Basilio, están escritas en cincuenta y tres preguntas y respuestas, confirmadas con citas de las Sagradas Escrituras. Las llamadas Reglas cortas resuelven trescientos trece casos que pueden presentarse en la vida diaria del monje que vive en comunidad. Aunque resulta bien claro el espíritu de las Reglas, y en Oriente han servido hasta hoy, a los occidentales nos sorprende la falta de organización y método de aquel catecismo monástico. Sin embargo, una vez más se comprueba que lo que importa es la sinceridad, la fe, el buen deseo, que no le faltaban a Basilio.

La vida ascética era para él ni más ni menos que el cristianismo en toda su pureza. El monje es el mejor cristiano. Por tanto, el monje procurará imitar a Jesús y a los apóstoles hasta en las más pequeñas cosas. Los monjes deben estudiar las Escrituras, pero sólo los que estén preparados y debidamente escogidos por el superior. Estos monjes, versados en los textos bíblicos, forman un consejo, que es el que elige al superior y puede amonestarlo en caso de error grave. A este mismo consejo puede apelar el monje que se crea injustamente tratado por el superior. Pero este consejo no es ejecutivo: “Debemos impedir —dice Basilio (Regla larga, 31)— que se desarrolle un régimen democrático”. Cuando falta el superior, uno de los monjes letrados gobierna en su lugar. Hay que combatir “la tendencia a la turbulencia”,dice San Gregorio Nacianceno, refiriéndose a los monasterios. Por esto se da tanta importancia al cargo de superior; ya San Pacomio, en Egipto, había experimentado visiones en las que los ángeles ayudaban a los superiores de sus monasterios.

Los monjes basilios debían siempre humildemente obedecer al superior. Los casos de indisciplina se trataban primeramente como una enfermedad, enviando a los díscolos al hospital. El superior era como un médico para los que sufren. “Busca cuidadosamente tu guía; escoge uno que sea rico en virtudes, que ame a Dios y esté versado en las Escrituras... Si encuentras un hombre así, obedécele sin discutir.” “En realidad, todo el bien del monasterio proviene del superior.” Si el tratamiento de la enfermedad de rebeldía no ha curado al monje, “será necesario considerarle como un miembro corrompido c inútil y extirparlo del cuerpo de la comunidad”. Esto es, será expulsado del monasterio, porque “insubordinación y desconfianza son consecuencia de una multitud de pecados, fe dudosa, esperanza escasa, orgullo y mala conducta”.

Ocho veces al día se reunirían los monjes para la oración; San Basilio describe poéticamente el color místico de cada una de estas ocho horas. Pero no por esto los monjes estaban dispensados de trabajar y los oficios más apropiados para ellos eran las faenas del campo, tejer lana, hacer zapatos, obras de albañilería, carpintería y herrería. La Regla larga repite las palabras de San Pablo: “El que quiera comer, que trabaje”. Gregorio, el amigo de Basilio, y que ya hemos dicho que estuvo a su lado en los primeros meses de la fundación de su monasterio, le recuerda cómo ambos trabajaban en el huerto. “¡Ah, si pudiésemos volver a aquellos días en que trabajábamos de la mañana a la tarde! A veces cortando leña, otras desbastando sillares, plantando árboles, o arrastrando juntos la pesada carreta, llegábamos a la noche con callos en las manos que duraban muchos días.”

Los monjes basilios pueden viajar para asuntos importantes, pero han de ir dos en compañía; pueden tener bienes personales, y pueden hasta vivir aislados en el monasterio. El objetivo no es establecer un modelo de comunidad, sino procurar el mayor desarrollo espiritual de cada uno. Por esto hay cierta laxitud en las Reglas, cierto respeto de conciencia que impidió la sistematización en los escritos de San Basilio, pero es también una prueba de flojedad, que puede en parte explicar cómo, sin una recia disciplina espiritual, se ha llegado a la triste condición presente de los monjes orientales. Con raras excepciones, los monasterios de monjes rusos, griegos y sirios que siguen aún la regla basiliana no son sino lugares de retiro, donde se hace una vida oscura y perezosa. Ninguno de ellos puede compararse con los grandes centros de educación y enseñanza de algunas casas monásticas de Occidente.

 

Pintura sobre tabla del siglo XIII que representa a San Martín de Tours con diversas escenas de su vida (Museo de Arte de Cataluña, Barcelona). Tras una juventud militar y una tardía conversión, San Martín fundó cerca de Poitiers un monasterio, el primero de la Galía, a imitación de la tradición egipcia. Arrebatado del monasterio para ser hecho obispo de Tours, siguió, incluso en el episcopado, el régimen de vida monástico

 
 

Y llegamos ahora al otro punto todavía oscuro. ¿Cómo empezó el monacato en Occidente? ¿Vinieron monjes orientales a la Galia y a España, o fueron las gentes piadosas de las diócesis del Oeste a aprender a Egipto, a Palestina y a Siria? Muy probablemente, ambas cosas. Ya hemos visto a San Agustín ensayar la vida de comunidad en Casiago; pero recordemos también que lo hizo movido de entusiasmo al oír explicar las “hazañas” de los anacoretas y ermitaños egipcios. El monaquismo se respiraba como un romanticismo místico que sentían muchos cristianos. Y como en otras épocas románticas de la Europa occidental, se creía entonces también que el Oriente era la tierra ideal, el lugar más indicado y más libre para todo lo que se aparta de la rutina de la vida práctica.

Además, vemos a monjes orientales (es decir, más o menos orientales, ya que el Oriente “va de la Dalmacia a Egipto”) infiltrarse en Occidente. Por ejemplo, generalmente se habla de San Martín de Tours como el iniciador de la vida monástica en la Galia; pero San Martín procedía de Panonia, la región que hoy llamamos Hungría, y casi puede considerarse oriental. Educado en Italia, después de servir tres años en la milicia, a los dieciocho fue bautizado, vivió primero como ermitaño y después fundó un monasterio cerca de Poitiers, el primero de la Galia. Igual que San Basilio, también Martín fue sacado del cenobio para ser obispo; pero en Tours, a pesar de su dignidad episcopal, vivió hasta la muerte en un monasterio, rodeado de ochenta monjes. Uno de ellos, llamado Sulpicio Severo, escribió la interesante vida del santo fundador, en la cual nos entera de que no pasó hora sin que Martín hiciese oración; de que nadie le vio enfadado ni tampoco alegre o triste, aunque lloraba a menudo por sus enemigos, y que éstos eran obispos, sólo obispos. San Martín curaba enfermos hasta por carta y resucitó tres muertos. Cuando iba aTréveris, donde se hallaba la corte, la emperatriz en persona le servía en la mesa. Martín fue el gran debelador de la superstición pagana; abatió las encinas sagradas de los druidas, pero también combatió, como San Agustín, los yerros y las supersticiones en que caían los propios cristianos. Sulpicio Severo cuenta que, cerca del monasterio, había un altar en honor de un mártir. Algo preocupado San Martín acerca de su autenticidad, rogó al Señor que le revelase quién era el que allí estaba enterrado. Después de rezar con gran fervor, San Martín levantó la cabeza y vio ante sí el espectro del muerto, mandado por Dios para decirle que había sido bandolero y decapitado por no tener nada de santo. Por consiguiente, el obispo ordenó demoler aquella tumba y convenció al pueblo de su error.

La vida de San Martín está llena de fervor monástico, pero sin el prurito de ascetismo que caracterizaba a los monjes egipcios. Nos encontramos ahora con que el romanticismo místico va tomando necesariamente un aspecto más práctico trasplantado a Occidente. Por desgracia, San Martín murió sin dejar una regla escrita que sirviera para las otras comunidades que fueron estableciéndose en la Galia. Las más importantes son las del sur de Francia, en la isla de Lerins y en Marsella. Pero, ¿no es Marsella también la puerta de Oriente?

Detalle central del retablo de la catedral de Grasse, donde se halla representado San Honorato, obispo de Arles. Antes de empuñar la mitra había fundado, hacia el año 400, el monasterio de Lerins en la costa de Provenza.

En una de las islas a la vista de Cannes, un noble romano de familia consular, San Honorato, fundó a principios del siglo V el monasterio de Lerins. San Honorato, dice su discípulo y biógrafo, era un padre, una familia, una patria para sus monjes. En el cenobio de Lerins se vivía realmente en comunidad, la verdadera comunidad de pensamiento y amor, que hace milagros. En este monasterio de la Provenza se renuevan los prodigios de austeridad de la Tebaida. De él saldrán, como de un seminario, obispos y santos que extenderán la fe y la civilización por toda la Galia, Irlanda e Inglaterra.

Con el tiempo será una célebre escuela de teología y filosofía cristianas.

El Commonitorium o Regla de Vicente de Lerins contiene fórmulas afortunadas de doctrina católica, que la Iglesia adoptará para siempre. De los monjes de Lerins, empero, salió el semipelagianismo, que si por un lado prolongó un tiempo todavía el error condenado de Pelagio con nuevas controversias, ayudó, no obstante, a que fuese moderado el sentido demasiado absoluto de algunas fórmulas con que San Agustín, en su ardor contra la herejía, expuso el poder de la gracia.

Algo más tarde, otro oriental, Casiano (de natione scytha), fundó el famoso cenobio de San Víctor, de Marsella. Casiano es ya realmente un fundador, y ha sido llamado, con razón, legislador de la vida monástica. Además de un libro muy razonable contra Nestorio, en el que de soslayo introdujo también la cuestión pelagiana, escribió dos libros maravillosos acerca de la vida de los monjes. Casiano para enterarse de visu pasó a Palestina y Egipto. En uno de aquéllos, el titulado Collationes, o Conferencias, nos da casi al dictado las conversaciones que sostuvo con los prelados egipcios; tiene por objeto todo lo que se refiere a la vida interior de los monjes.

El otro, llamado Instituta, contiene instrucciones y recomendaciones derivadas de sus visitas a los monasterios orientales y está dedicado a exponer cuestiones de disciplina de los monasterios. Es curioso que Casiano considera como una de las virtudes del monje la discreción. Cita ejemplos de monjes, egipcios naturalmente, que se condenaron por pedir demasiado; dice de uno de ellos que llegó a creer había adquirido tanta santidad, que pensó podía tirarse dentro de un pozo sin hacerse daño alguno

Conatos de vida monástica aparecieron también en España, y hasta algunos fundadores de cenobios escribieron Reglas. La de San Valerio, en el Bierzo, es otro interesante esfuerzo para encauzar el misticismo ascético que también se dejaba sentir en la península ibérica. Un ejemplo de los peligros que había en no organizar el ascetismo en España fue la dolorosa experiencia de Prisciliano y sus secuaces; en cambio, en España, y en la misma ciudad de Barcelona, San Paulino de Nola abandonó el mundo agitado y sus empleos para recluirse en vida monástica al lado del sepulcro de San Félix, cerca de Nápoles.

Pero el que se menciona siempre en la historia del monaquismo cristiano como espíritu intermedio entre Occidente y Oriente es San Jerónimo. La patria de este santo fue Estridón, en las costas del Adriático, aunque pronto se convirtió en una figura internacional; él mismo se define: Filósofo, retórico, gramático, dialéctico, trilingüe... ¡Qué profesiones, especialmente la de dialéctico, que en el caso de Jerónimo a veces significa polemista, pendenciero y batallador! Lo de trilingüe será porque conocía a la perfección el latín, el griego y el hebreo. La gramática la estudió en Roma con Donato, autor de un célebre tratado de gramática latina. San Jerónimo debió de nacer hacia el año 340, se hizo bautizar hacia el 365 y poco después, en el desierto de Calcidia, donde hacía penitencia, tuvo su celebradísimo sueño, durante el cual se creyó transportado en espíritu ante el tribunal del Juez Supremo. “Y una voz me preguntó quién era. -Soy cristiano - respondí. —Mentiris, Ciceronianus es, non Christianús —replicó el Soberano Juez—. Tú eres un ciceroniano y no un cristiano. Donde está tu tesoro, allí está tu corazón.” Esto le decidió: “¿Qué tienen que ver Cristo con Belial, los Salmos con Horacio, los Evangelios con Virgilio? No podemos beber la copa del Señor y la de los demonios al mismo tiempo”. De aquí su magna obra, la traducción latina de la Biblia por San Jerónimo, que es la llamada Vulgata, o corriente, en la Iglesia católica.

Pero lo que más nos interesa ahora de San Jerónimo es su intervención en fomentar el ideal monástico en Occidente. Jerónimo era, por naturaleza y convicción, un monje del tipo itinerante. El 380 estaba en Constantinopla, el 382 volvió a Roma, donde actuó como consejero y secretario del papa Dámaso. Este cargo le puso en relación con lo mejor de la sociedad romana, y de ello se aprovechó para decidir a muchas almas vacilantes a aceptar su dirección y proyectos de un casi monasticismo.

La mayoría de los patricios convertidos por San Jerónimo eran mujeres; viudas como Marcela, Albina, Furia, Salvina, Fabiola, Melania y Paula, o vírgenes como Eustaquia, Apela, Marcelina, Asela, Felicidad y Demetria. Para ellas, Jerónimo no sólo era el confesor y el santo, sino el sabio, el oráculo y el escritor que debía inmortalizarlas con sus cartas y biografías. A veces exagera algo; por ejemplo, a Paula la llama “suegra de Dios” porque su hija se había desposado con Cristo. Sin embargo, cuando Santa Paula murió, San Jerónimo, en su epitafio, recordó que ella era descendiente de los Gracos, de Escipión y hasta de Agamenón... ¡Ciceroniano todavía!

Con todo, influidos por San Jerónimo, muchos patricios romanos vendieron sus haciendas y marcharon al desierto; él mismo, con la citada Santa Paula y su hija Eustaquia, partió para Oriente el año 385 y ya no regresó. Tras un período de aprendizaje monástico en Egipto, la piadosa familia aca por establecerse en Belén, donde Paula fundó un monasterio para mujeres y Jerónimo otro para hombres. Desde allí continuó escribiendo a sus amigos de Roma, interviniendo en todas las disputas, sufriendo ataques teológicos y literarios, y por fin una invasión de monjes pelagianos, que le quemaron el convento, etc. ¡Qué alma tan diferente de la de San Basilio!, pero ¡qué grande también, pese a su exceso de celo muchas veces!

De todo lo dicho se desprende que el Occidente necesitaba de un “fundador” para regular tantos experimentos privados de vida monástica. Hacia el año 480, más de un siglo después que San Basilio, nació Benito de Norcia, Benedictus, que quiere decir bendito, y a quien la Humanidad bendice todavía con unánime veneración. Benito era de la noble familia de los Anicios, de la ciudad de Norcia, en Umbría, la misma tierra en que debía nacer más tarde San Francisco de Asís. Siendo muchacho, fue enviado a Roma para estudiar, pero ya a la edad de quince años huyó a Subiaco para hacerse ermitaño. En una cueva de Subiaco, en la garganta que hace allá el río Aniane, Benito, joven todavía, sufrió las tentaciones de la carne. Vivía de lo que, por caridad, le llevaban los pastores. Pronto se le asociaron otros monjes, y como el sitio no era muy a propósito(acaso demasiado cerca de Roma), la gente del país comenzó a molestar a los ermitaños. El peor enemigo de San Benito en su primera etapa de vida monástica en Subiaco fue un clérigo, un enemigo eclesiástico, como los que tenía San Martín. Tan molesto se hizo el clérigo, que los monjes decidieron emigrar más al Sur, buscando la soledad tan deseada.

El lugar escogido fue un espolón montañoso del Apenino a mitad del camino que de Roma se dirige a Nápoles. Allí había existido un templo dedicado a Apolo, cuyas piedras ruinosas aprovechó San Benito para su monasterio. Desde el año 529, en que el santo se instaló en aquel paraje, llamado Montecassino, se ha convertido en verdad en lugar sagrado; empero, el fundador vivió en Montecassino sólo dieciocho años, pues murió en el de 547, dícese que estando de pie,después de haber recibido la comunión y rodeado de sus monjes.

Pero no es su muerte admirable ni su vida milagrosa lo que ha inmortalizado a San Benito; lo que produce todavía en todos los hombres civilizados tanta sensación de gratitud es un librito de pocas páginas, la Regla, que es todo lo que escribió el fundador.

¿Por qué? Porque la Regla benedictina no es un centón ambiguo de recomendaciones, como las Instituía de Casiano; no son enseñanzas dispersas, como las de las Reglas de Basilio, sino algo mucho más breve, práctico, casi inevitable. San Benito recuerda y recomienda la lectura de las reglas de “nuestro santo Padre Basilio”; se ve que él se aprovecha de experiencias anteriores, alumbra con luz que ha encendido en las antorchas de Pacomio, Basilio, Jerónimo, Casiano y Agustín, pero su Regla no es un esfuerzo de erudito, sino la obra de un creyente. Tiene, además, la elocuencia y la concisión de todas las obras inspiradas.

Empieza así: “Escuchad, oh hijos, la voz del Maestro, y recibid alegres las amonestaciones de un Padre piadoso, para que, por la obediencia, podáis volver a Aquel de quien os habéis separado por negligencia o desobediencia...”. ¡Qué acento paternal tan dulce ya desde el principio! Acaso es sólo negligencia, no hay que desesperar. Algo más adelante dice del abad o superior: “Será digno de regir un monasterio aquel que recuerde que el nombre de abad quiere decir padre y lo pruebe con sus actos...”. Y a esto siguen varias recomendaciones al abad: que sea justo, estricto y hábil. Por ejemplo, a los discípulos avanzados debe exponerles los mandamientos de Dios con textos, con palabras; a los discípulos sencillos y atrasados debe inculcarles los preceptos divinos con sus actos, sin mucha doctrina. San Benito recuerda las palabras de San Pablo: el abad debe “corregir, condenar, exhortar”; pero, cosa menos extraña en aquellas duras edades, hallamos todavía en la Regla de San Benito el uso de las disciplinas para casos de contumaz rebeldía. Por ventura -dice­ no leemos en los Proverbios de Salomón: -Pega a tu hijo con bastón y así salvarás su alma de la muerte?”

La Regla de San Benito dispone que el abad convoque 'a todos los monjes del monasterio para consultarles en casos extraordinarios. “Pero, después de escuchar la opinión de sus hermanos, el abad decidirá lo qué crea más oportuno.” En cambio, “todos los monjes deben ser convocados para dar consejo, porque a veces el Señor revela al más joven lo que es más conveniente para la comunidad”. He aquí la democracia tan temida de San Basilio, con su abad responsable y una asamblea puramente consultiva, que nombra a su presidente o abad. Sin embargo, la Regla añade que, “en el caso de elegir la Congregación un abad incapaz, el obispo de la diócesis donde se halle el monasterio, o los abades de monasterios vecinos, pueden nombrar a un procurador digno de regir casa de Dios”.

Las virtudes propias de los monjes son las universales para toda la cristiandad, pero además se recomiendan la obediencia, el silencio y la humildad. Los servicios divi­nos, el Opus Del, según los llamaba San Be­nito, se regulan estrictamente con los salmos y cánticos que hay que rezar para cada hora del día. Nada se deja sin precisar, se insiste varias veces en que el canto debe ser llano, y hasta hay un artículo especial acerca del modo de cantar, “porque si creemos en la presencia divina, y que los ojos del Señor miran todo lo que es bueno o malo, mucho más debemos creerle presente en la hora de servirle”. Las melodías usadas eran las del tipo llamado canto gregoriano.

Un artículo de la Regla insiste en que los monjes benedictinos no deben tener nada de propiedad personal. Han de dormir en camas separadas, pero todos en la misma sala, con una vela encendida toda la noche en el dormitorio. Los jóvenes dormirán alternados con los más viejos y todos vestidos, con los cinturones puestos, para que, al sonar la señal, puedan acudir sin dilación a los servicios. La comida consistirá en dos platos ligeros, y si es posible obtener manzanas y verduras, se añadirán éstas a los dos platos reglamentarios; pero nada de carne, excepto para los débiles o enfermos. Con cierta vacilación, San Benito concede un cuartillo de vino diario a sus monjes. “Pero los que se abstengan, encontrarán su recompensa.” Respecto al trabajo manual, la Regla de San Benito señala el número de horas según las estaciones, y en otro artículo hace hincapié en que, a los artistas que pueda haber en el monasterio, se les permitirá practicar su arte si lo hacen con humildad. Estos venderán sus obras por cuenta del monasterio, pero cuidando siempre de pedir por ellas menos que los laicos o seglares por las suyas, “para que Dios sea glorificado en esto como en todas las cosas”.

La participación de los monjes basilios y benedictinos en el arte y la cultura de la Edad Media no hace falta recordarla ahora; ellos salvaron los textos clásicos en las bibliotecas monacales, y con sus establecimientos y granjas roturaron grandes extensiones de la Europa occidental. Su actuación respecto al progreso científico queda fijada por estas frases de San Basilio: “Todo hombre razonable convendrá en que, de los bienes a nuestro alcance, la ciencia es el principal. Y no me refiero a esta ciencia más noble, que es la nuestra (la ciencia divina), sino a la ciencia exterior, que muchos cristianos desprecian como pérfida, dañosa y propia para alejarnos de Dios. De ésta hemos conservado lo que concierne al conocimiento y contemplación de lo verdadero. El saber no es, pues, merecedor de ser condenado, como a algunos les place decir; los que sostienen esto son, por el contrario, ciegos e ignorantes, que quisieran que todo el mundo se les pareciese, para ocultar entre la masa su insuficiencia personal”. Y de estos seres a quienes se refiere el santo existen todavía en nuestros tiempos muchos que ni siquiera tienen la excusa de decir, como San Antonio, que su libro es la Creación y que leen con los ojos del alma.

 

Angulo interior de la cripta de la abadía de San Víctor, en Marsella. Esta construcción de tipo premerovingio se remonta al siglo IV, pues se sabe que Casiano fundó aquí un cenobio. Cuando el sur de Francia se pobló de monasterios, éste Jue el centro jurisdiccional de todos ellos.

 
 

LOS MOVILES DE LOS PRIMEROS MONJES

 

Algo que ayuda a comprender el fenómeno del monaquismo es la actitud aparecida en el cristianismo de desconfianza hacia la carne, hacia la idoneidad de los apetitos de la naturaleza humana y de los instintos humanos para dirigir la conducta del hombre. No en vano en esta época va configurándose una de las doctrinas fundamentales del cristianismo: el pecado original y la maldad que afecta a la naturaleza del hombre. Doctrinas ya entonces controvertidas desde diferentes posturase intereses, y base del enfrentamiento moderno entre cristianismo e Ilustración. Cuando el pensamiento postilustracionista ataca agudamente la "epidemia" del monasticismo, seguramente refleja algo de su gran dogma sobre la bondad natural del hombre.

También ha de señalarse, junto a la idea de huida escapista, lo que pueda haber de cierta búsqueda de independencia del hombre en el caos político cultural del tiempo, a través del total abandono a la total confianza y providencia de Dios. Renuncia al mundo, sometimiento de la carne, pasión por la perfección cristiana y cierto modo de huir del mundo conflictual y de liberarse de las convenciones y obligaciones ciudadanas. Contemporáneo de los movimientos monasticistas, Atanasio padecía destierro tras destierro y luchaba por mantener una ortodoxia ya en conflicto con las diversas aproximaciones filosóficas y vitales en su esfuerzo inter­pretante de la doctrina evangélica. Mientras que en el monasticismo habitaba mu­chas veces la ignorancia y la superstición religiosa.

Sin embargo, este tipo de generalizaciones no han de ser aplicadas de la misma manera a todos los tipos de manifestaciones monásticas. Y es necesario, sin perder de vista este punto de partida general, distinguir al menos los principales momentos de su desenvolvimiento, para poder determinar su más precisa significación histórica.

Hay un buen número de movimientos que los historiadores califican de exagerados, desviados, extravagantes, etc., pero que a veces, por lo mismo, se marginan como si no tuvieran valor indicativo. Y, sin embargo, en las épocas de cambios profundos y crisis los movimientos exagerados y radicales ayudan a delimitar las posturas de tipo dominante y con pretensiones de equilibrio y de madura posesión de la verdad. No es conveniente dejar en el olvido que unas y otras posturas pertenecen en su generalidad y básicamente al mismo género de orientaciones monásticas que han pervivido a lo largo de los siglos.

Entre los movimientos de carácter extravagante se citan los estilitas, que vivían largos años de su vida sobre una columna. Los inclusos, los cuales vivían en celdas totalmente tapiadas y que conservaban un agujero de comunicación al exterior. Los sarabaítas, que se consideraban inspirados por Dios y efectuaban las mayores rarezas. Los remoboth, de Siria, especie de iluminados que se aprovechaban de ello para adquirir estima en el pueblo. Los pabulatores, nómadas o vagabundos que decían alimentarse de hierbas y raíces. Y, finalmente, los giróvagos, llamados así porque andaban revoloteando de un lado para otro bajo el pretexto de una mayor santidad... Y no era extraño que a veces algunos de ellos capitaneasen ataques contra judíos y paganos. En ocasiones, sus características nómadas y su formación en colonias recuerdan fenómenos contemporáneos, en desafío contra las estructuras sociales dominantes.

Ahora bien, por encima de una valoración particular de cada extravagancia, y teniendo en cuenta que algunos de estos movimientos contribuían enormemente a que otras manifestaciones monásticas más organizadas fueran desacreditadas -por algo los obispos se preocuparon de tomar medidas enérgicas contra, los abusos-, estos grupos sirven para valorar la abundancia de actitudes cristianas que negaban los derechos de la organizada sociedad secular. Movimientos exagerados, pero patentizadorés de la repugnancia cristiana hacia la estructura social clásica y hacia el mundo de la "razón" clásica. Es decir, manifestaciones radicales de la incompatibilidad absoluta de la Iglesia cristiana y estado imperial. Resistencia a que el cristianismo fuese manejado por las pretensiones cesareopapistas de los emperadores "conversos".

Pero, indudablemente, esos movimientos no hubieran sido eficaces en su protesta y reivindicación si no se hubiesen dado otras posturas que supieron reflexionar y fundamentar bíblicamente su camino de soledad y renuncia, y que contaban con la aprobación de la jerarquía eclesiástica. Es aquí donde cobra importancia la obra de Antonio y Pacomio, que comenzaron a congregar en torno a sí a los más diversos eremitas bajo una orden y regla común, con la pretensión de encauzar el eremitis- mo incontrolado.

Una vez más será necesario insistir que uno y otro aspecto del movimiento monástico -huida escapista del mundo y rechazo de la clásica sociedad organizada, con la consiguiente preocupación por la contemplación del "más allá" (fenómeno que volverá a sentirse durante la Edad Media)- han de ser encuadrados en el contexto de confusión, decadencia y ocaso imperiales. Ya que al atribuírsele toda la razón de su origen a la dinámica espiritual de una Iglesia dirigida por el Espíritu Santo y pujante en medio del "reino del diablo", el movimiento ganaría en su "esplritualismo" para el creyente, pero perdería en su honda historicidad.

Es necesario volver a recordar la situación de cambio revolucionario, militarización y burocratización del estado, desfigurado por la tradición política grecorromana, las cargas económicas al contribuyente, mientras el emperador reclamaba adoración; protestas, revueltas campesinas, muertes violentas para los emperadores, terrorismo, inflación económica y aparición de especuladores, a quienes tanto se empeñó en combatir Diocleciano, etc. Período de crisis, al que además faltó un análisis de tipo intelectual y mpral que orientase la mente grecorromana. De esta manera, al tradicional enfrentamiento cristianismo-clasicismo vinieron a añadirse nuevas razones y circunstancias históricas que favorecieron la huida al desierto.

No deja de ser significativo que uno de los iniciadores de la vida ermitaña sea aquel rico ciudadano de Tebas llamado Pablo, posteriormente San Pablo Ermitaño, a fines del siglo III y principios del IV. Significativas también aquellas palabras de San Cipriano: "Contempla las sendas cerradas por bandidos, el mar bloqueado por piratas, el horror y esparcimiento de sangre de la lucha universal. Chorrea el mundo de mutuas matanzas: el homicidio, estimado crimen cuando lo perpetran los individuos, es tenido por virtuoso si se le comete públicamente...". Y en otra ocasión escribía: "...Menos y menos, bloques de mármol son extraídos de las exhaustas colinas; menos y menos, los criaderos gastados ceden sus depósitos de oro y plata; día tras día, las empobrecidas vetas se acortan hasta extinguirse. Faltan al campo, labradores; al mar, marineros; al campamento, soldados. La inocencia abandona el foro; la justicia, el tribunal; la concordia, la amistad; el ingenio, el arte; la disciplina, la conducta". Así afirmaba San Cipriano en su convicción de que la inminencia del fin estaba próxima.

J. M.a P.

 

 
 

La torre de San Honorato en la isla del mismo nombre del archipiélago de Lerins. En esta isla, San Honorato fundó un monasterio del que irradió la devoción monástica, por lo que el lugar se convirtió en destacado centro de espiritualidad. Para rechazar los alagues de árabes y berberiscos, los monjes de San Honorato edificaron este torreón-refugio que aún se conserva.

 
 

INTERESES MONACALES

En el año 349, los clérigos y sus hijos fueron exentos de las cargas personales, de las obligaciones curiales y de los impuestos sobre negocios. En el 361, después de haber rechazado la descarada pretensión del sínodo eclesiástico de Aruminio (hacia el 359 ó 360) acerca de la exención de obligaciones públicas sobre los iuga o unidades de tierra imponible, confirmando la inmunidad de los pequeños negocios de clérigos, el espíritu general de la política estatal se expresó en la exención de obligaciones para aquellos que se consagrasen a la "ley cristiana", es decir, pára los monjes.

De esta manera, junto a la bien conocida utilidad del trabajo de los monjes en el cultivo para sustentar su organizada comunidad, vino a añadirse el inicio de una serie de privilegios que haría de los monasterios lugares importantes en cuanto a su riqueza y cobijo material, además de espiritual, de las personas necesitadas.

Sin embargo, sería injusto resolver el planteamiento anterior en una explicación meramente natural-historicista, en la que el monasticismo fuera un mero producto de la crisis politicosocial y de un oportunista cobijo bajo el favor constantinista. Son muchos los historiadores, tanto actua­les como antiguos, a pesar de los excesos originales de la vida monástica, que logran descubrir en ella elementos de genuino valor espiritual.

Estos elementos de carácter espiritual se hicieron más patentes conforme los movimientos de monjes fueron constituyéndose en formas más organizadas de vida, planteándose consiguientemente sus racionalizadas maneras de supervivencia. Pero no se crea que de buenas a primeras surgía una comunidad más o menos parecida a las que luego vinieron a constituirse.

Eran muchos los que estaban fuera del alcance de autoridades civiles y militares, no siendo, a veces, nada fácil mantener la estabilidad. En adelante, para valorar exactamente el proceso de las comunidades organizadas será necesario considerar el desenvolvimiento diferente que unas y otras tendrán, con su consiguiente significación diversa, tanto en Oriente como en Occidente.

Nacidas en un mismo momento, se ha­llaron circunstanciadas por el diferente desarrollo histórico del Imperio dividido. Entonces se comienza a valorar las obras de saneamiento de terrenos baldíos y pantanosos, el desarrollo de la agricultura, etc. Pero el posible elogio no habrá de ser hecho sin tener en cuenta esa profunda experiencia de crisis que llevaba al pueblo a recogerse y ponerse bajo la protección de comunidades organizadas -que con el tiempo encajarán en Occidente de lleno en el sistema feudal- y que en Oriente supondrán un papel parecido aun con estructura social diferente.

Naturalmente hay que colocar dentro de un proceso evolutivo histórico el por qué estas comunidades organizadas llegaron a prevalecer de tal manera en el pueblo, con un creciente prestigio no sólo de orden religioso, sino también económico.

Sin duda, el favor imperial, su exencióh de impuestos, el sentido de una fe empobrecida que encaminaba a los pobres hacia los monasterios en busca de consuelo moral y material configuró la vida de los monasterios en algo que antes, tal vez, no pudo ser previsto por sus fundadores, pero que se halla encuadrado perfectamente en el proceso del decadente Imperio y la apa­rición de una nueva sociedad, tanto más amplia en Oriente, donde el monaquismo se veía influido ciertamente por los esfuerzos que el Imperio hizo en sobrevivir, aunque más como bizantino que como romano.

Así aumentó la importancia del papel representado por los monjes, llegando a suponer, además de una no muy pujante influencia religiosa -pues su formación religiosa no siempre era loable y suficiente para combatir formas primarias de carácter más o menos supersticioso, una importante fuerza política. Sus grandes posesiones y su aceptación por parte del pueblo obligaba a los emperadores a buscar el acuerdo con los monjes, aumentándoles sus privilegios.

Debido a estas circunstancias, cuando posteriormente se produjo el famoso conflicto con los iconoclastas-movimiento religioso y de carácter culturalista que, perteneciendo a la región de donde era oriundo el emperador León el Isaurio, se convirtió en el partido político dominante-, habrá de ser visto no simplemente como una herejía, sino como una decidida voluntad, ante la presión musulmana en las mismas puertas de Constantinopla, de arrancar a los monjes una de sus fuentes de riqueza y de atracción religioso-moral (la venta de iconos), como intento de salvar la necesidad de un poderoso ejército, dada la necesidad de hombres y dinero.

Por todo ello, no es extraño que al estudiar la historia económica de esos primeros siglos ocupen tan importante lugar los monjes en el desarrollo de la economía agraria. Pero tampoco será extraño que muy pronto el poder alcanzado con su agrupación, además de ser instrumento de caridad de la providencia divina de cara al pobre y al necesitado, sea estudiado como poderosa fuente de crédito en la difícil situación de la sociedad occidental y oriental.

Para concluir, se podría hacer referencia a los diversos modos de vida que se fuéron adoptando en los monasterios, así como la procedencia de los individuos que los llenaban. A veces, casi sin querer, se proyectan modos modernos de entender la vida espiritual y contemplativa, propios de tiempos relativamente recientes. No se valora suficientemente que. conforme la Iglesia fue logrando su supremacía temporal y espiritual a partir del siglo X, la vida monacal fue conociendo la aparición suce­siva de reformadores de una vida relajada y totalmente influida por los modos de vida de las antiguas aristocracias romano-germánicas.

En otras ocasiones, el historiador no se libera suficientemente de unos criterios de estratificación social pertenecientes a los tiempos modernos. Pero cuando se lee a San Gregorio de Tours, a San Isidoro de Sevilla o a Venancio Fortunato como importantes testigos de su tiempo, en el que la decadencia de ideas, principios y creencias era patente, no es extraño que la vida monacal también sufriera algo de esa desarticulación social. Al fin y al cabo, el cristianismo ya no era entonces una sola línea de doctrina, sino que se había subdividido en un complejo y variado torrente de teorías.

Las costumbres de la nueva aristocracia romano-germánica penetraron en los monasterios. Venancio Fortunato da la descripción de un refinado banquete en el monasterio de Poitiers y de un juicio ante un tribunal eclesiástico, que juzgaba las acusaciones de Chrodielda contra la abadesa Basina -hacia el año 590, según narra San Gregorio de Tours-, mostrandoque los monasterios, que debían ser reductos donde se cultivase la vida ascética, recibían tales influencias que había algunos monasterios de monjas que poseían baños y en los que incluso estaba permitido jugar a los dados.

El mismo San Gregorio de Tours hacía esta recomendación al abad Dagulfo, con ocasión de que el monje San Columbano resultó curioso al rey por sus cualidades de intransigencia, las cuales le diferenciaban de los demás: "Esté ejemplo debe enseñar a los clérigos a no tener comercio con las mujeres del prójimo, lo que les prohíben las leyes canónicas así como todas las Santas Escrituras, y contentarse con aquellas que puedan poseer sin crimen". Y San Isidoro testimoniaba como reflejo de su tiempo: "Mucho mejor es que haya buenas costumbres que no riquezas: sin embargo, hoy más se busca la riqueza o belleza que no la probidad de las costumbres".

Sin embargo, por encima de interpretaciones disolutorias, lo mismo que al margen de interpretaciones triunfalistas que se empeñan en ver lo que la Historia no dice, el monaquismo a lo largo de los siglos fue saliendo adelante, cón sus adaptaciones propias a las diversas situaciones, con sus experiencias conflictuales en tiempos de profundos cambios y crisis, y logró conservar ese impulso espiritual que entre reformas y conflictos ha logrado pervivir a través de las más diversas estructuras sociales.

J. M.“ P.

 

 
 

San Jerónimo abandonando Roma para ir a retirarse a Belén, miniatura de una biblia del siglo IX (Biblioteca Nacional, París). Tras unos años de formación espiritual cerca de Antioquía, San Jerónimo fue a Roma, donde sirvió de secretario al papa Dámaso e hizo numerosos prosélitos para la causa del monaquismo. Trasladado a Belén, allí se estableció, dedicándose a la oración y al trabajo de la pluma.

 
 

Miniatura del salterio de Carlos el Calvo, del siglo IX, que representa a San Jerónimo escribiendo (Biblioteca Nacional, París). Entre la producción literaria de San Jerónimo quedan muchas cartas personales de dirección espiritual, un tratado sobre los varones ilustres y la versión directa del hebreo al latín del Antiguo Testamento, texto de la Biblia Vulgata.

 
 

San Benito, por Laurent Delvaux (Iglesia de Santa Gúdula, Bruselas). El patriarca del monaquisino occidental experimentó personalmente todas las formas monacales. Primero Jue anacoreta en la gruta de Subiaco, luego fue hecho superior de la reunión de cenobios de Vicóvaro y más tarde se trasladó a Monlecassino, donde fundó un gran monasterio y escribió la regla que rige aún hoy a la orden benedictina.

 
 

¡Miniatura de un manuscrito de la escuela de Montecassino que representa al rey godo Totila en visita a San Benito (Biblioteca Vaticana). En este encuentro, cuenta la tradición que el santo reprendió al rey por su crueldad para con los pueblos vencidos y le impuso una dura penitencia.

 
 

San Benito dando la regla a los monjes de Montecassino, miniatura de un manuscrito del siglo VIII (Biblioteca Real, Nápoles). La famosa regla de San Benito es el primer cuerpo ordenado y completo de normas de conducta monacal redactado en base a la Sagrada Escritura y a las obras de los padres del monacato oriental.

 
 

Uno de los lados de la urna de madera pintada, procedente de la abadía de Lerinscon escenas de la vida de San Honorato (Catedral de Crasse)

 
 

Angel copto , Museo de Atenas