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SALA DE LECTURA B.T.M.

 

EL IMPERIO ROMANO

JOÉL LE GALL Y MARCEL LE GLAY

 

EL ALTO IMPERIO DESDE LA BATALLA DE ACTIUM (31 a. C.) HASTA EL ASESINATO DE SEVERO ALEJANDRO (235 d. C.)

Traducción

Guillermo Fatás Cabeza

 

PREÁMBULO

La historia de los primeros siglos de nuestra era en Occidente es la del imperio constituido por la República romana a lo largo de la época precedente, completado y fortalecido por Augusto y al que sus sucesores no añadieron sino algunos territorios relativamente secundarios. Tal imperio vivió prácticamente aislado, sin tener nociones sino muy vagas sobre el resto de Europa, sobre la lejana Asia, sobre el África de más allá del gran desierto y, desde luego, desconociendo por entero el resto del mundo.

Llevó una vida, en general, tranquila, bajo la protección de las legiones y de sus cuerpos auxiliares, que velaban en sus fronteras: “Immensa maiestas pacis romanae”. ¡La inmensa majestad de la paz romana, decía ya Plinio el Viejo! Efectivamente, jamás conoció Occidente una paz tan profunda ni durante tanto tiempo; paz que le permitió desarrollar instituciones, un derecho, una lengua, una literatura, un arte y, en general, una civilización de orígenes diversos, que influyeron profundamente en la vida y los modos de pensar de la Europa medieval y moderna; hoy, influyen, incluso, en las ideas del mundo entero, aun cuando no siempre se tenga conciencia de ello.

Hace medio siglo, algunos manuales permitieron a los estudiantes tomar contacto, en un nivel elevado, con los conocimientos que su tiempo tenía sobre la Antigüedad—entre ellos figuraba L'Empire romain, de Eugéne Albertini—; pero, desde entonces, nuestros conocimientos se han enriquecido prodigiosamente y la evolución científica ha amenguado la excesiva y exclusiva importancia concedida antaño a la Historia de los meros acontecimientos, en beneficio de una Historia denominada “total”. Aunque la naturaleza de su documentación no permite a la Historia de la Antigüedad acomodarse a. tal evolución en igual medida que a la Historia de períodos más recientes, ha seguido, empero, ese movimiento que, en ocasiones, ha llevado a exageraciones y ha suscitado, en consecuencia, una reacción, pero que implica elementos muy positivos.

Así, los estudiantes de hoy están, paradójicamente, menos preparados para comprender la “Historia total” que sus antecesores, ya que durante sus estudios secundarios se ha descuidado en demasía el inculcarles nociones básicas de “Historia de los acontecimientos ” y, en particular, de cronología, sin las cuales no hay historia de ninguna especie, sino una informe logomaquia.

En la presente obra aparece, pues, el marco cronológico usual, inevitablemente al ritmo de una sucesión de reinados, ya que el régimen del Alto Imperio fue el de una monarquía absoluta, incluso cuando intentaba disfrazarse dejando sobrevivir las viejas instituciones de la República; pero hemos intercalado una parte importante consagrada al “Imperio sin los emperadores’’, a “La unidad imperial y la diversidad” del imperio y, en particular, a las provincias, cuya vida propia se conoce cada vez mejor, e, incluso, a las relaciones pacíficas con los países de más allá de las fronteras del imperio: lo cual nos parece responde a los deseos de los fundadores de una colección que se tituló, desde su origen, “Pueblos y Civilizaciones”.

Se trata de una obra enteramente nueva; la tarea se había hecho tan pesada que ha sido preciso recurrir a varios autores, en lugar de a uno solo, y separar el Alto y el Bajo Imperio, el cual será objeto de otro volumen.

Incluso hemos debido repartirnos el Alto Imperio y, aun así, hemos necesitado bastantes años para darle fin, a causa de las múltiples ocupaciones que abruman, hoy, a los miembros de la Enseñanza superior en Francia, por lo que somos conscientes de que nuestro trabajo no se ha visto del todo libre de numerosas imperfecciones

 

OCTAVIO A AUGUSTO

CAPITULO PRIMERO

IMPORTANCIA DE LA VICTORIA DE OCTAVIO SOBRE ANTONIO

I.-

A LOS OJOS DE SUS CONTEMPORÁNEOS

     2 de septiembre del 31a. C.: victoria de Accio.

     1 de agosto del 30 a. C.: toma de Alejandría.

     Comienzos del 29 a. C.: cierre del templo de Jano.

     13, 14 y 15 de agosto del 29 a. C.: los tres triunfos de Octavio.

La rápida secuencia de estas fechas impresionó vivamente a sus contemporáneos. A primera vista, no señalaban sino el final de una guerra civil bastante breve e, incluso, menos dramática que las precedentes, ya que el partido vencido había contado, probablemente, con menos romanos en sus filas, durante los últimos meses, que los partidos vencidos en las guerras anteriores, hasta el punto de que pudo presentársela, sin demasiada dificultad, como una guerra de defensa de Roma contra el “Oriente” maléfico y, sobre todo, contra Egipto; pero los contemporáneos tuvieron inmediatamente la impresión de que la victoria de Octavio ponía fin a la terrible serie cuyo término desesperaban de ver:

— Guerras de César contra los pompeyanos, desde el 49 al 45.

— Guerra de Módena, en el 43.

— Guerra entre el II Triunvirato y los republicanos, en el 42.

— Guerra de Perusa, en el 41-40.

— Guerra entre Octavio, mal apoyado por Antonio, y Sexto Pompeyo, entre el 42 y el 36, de hecho.

En total, veinte años de guerras civiles prácticamente ininterrumpidas que habían seguido a otros veinte apenas menos trágicos, marcados por:

— La insensatez de Lépido —el padre del futuro triunviro— en el 78.

— La guerra de Sertorio, del 80 al 71.

— La guerra de Espartaco, del 73 al 71.

— La conspiración de Catilina, en el 63.

— Las peleas entre las bandas de Clodio y Milón, desde el 58 al 52.

Y, con anterioridad, habían ocurrido:

— Los motines suscitados por Saturnino y Glaucia.

— La guerra de los Aliados (bellum sociale), del 90 al 88 e, incluso, en el 83.

— Las sangrientas luchas entre marionistas y silanistas, del 88 al 78.

De hecho, tras el asesinato de Tiberio Graco, en el 133 a. C., y de su hermano Cayo, en el 121, quirites e itálicos, a la vez que llevaban a cabo guerras extranjeras, algunas de las cuales fueron de gran importancia —contra cimbrios y teutones; contra Mitrídates—, no habían dejado de oponerse unos a otros y de desgarrarse en luchas fratricidas, sangrientas y ruinosas, que tuvieron, a menudo, como causas principales las rivalidades entre los grandes personajes que pretendían dirigir la República: la aristocracia romana había sido su víctima principal, pero las masas, movilizadas, expulsadas de sus tierras, que eran entregadas a los veteranos de los ejércitos vencedores, también habían sufrido profundamente. Y la victoria de Octavio era tan completa, resultaba tan claramente imposible que otro ambicioso viniera a disputársela, al menos inmediatamente, que, ante los ojos de todos, ponía fin a ese siglo de incertidumbres y dificultades, de sangre y lágrimas; fin que sería definitivo si los dioses le daban el tiempo y el saber precisos para volver a poner a la República en situación de perdurar...

2.

 A LOS OJOS DE LA HISTORIA

La Historia confirma esta impresión, dando al acontecimiento mayor importancia aún, al contar con la ventaja de la perspectiva temporal. Sabe que la victoria de Octavio—que iba a recibir, desde el 16 de enero del 27 a. C., el cognomen de Augusto—no sólo señaló el final de esos dramas, sino que, ante todo, fue el punto de inflexión más importante de toda la historia de Roma, ya que, al mismo tiempo, puso fin al segundo gran período de esta historia: la época de los reyes se perdía en la noche de los tiempos y, a su vez, la República iba a desvanecerse y sobre sus ruinas iba a surgir una nueva monarquía, de tipo particular: el Imperio, que regiría a Roma y al mundo durante medio milenio y cuyo prestigio atravesaría, a continuación, la Edad Media y la época moderna hasta el alba de la contemporánea.

Octavio fue, a la vez, el beneficiario y el agente de esa transformación: fue una gran oportunidad para Roma y para su Imperio, ya que se reveló como hombre de genio y porque el destino le otorgó el tiempo necesario; pero si el vencedor hubiera sido otro, no por ello hubiera Roma dejado de convertirse en una monarquía—probablemente diferente, acaso menos duradera—, ya que las viejas instituciones republicanas no se correspondían ya con las necesidades de la época.

Sin duda, habíase intentado su adaptación: esa preocupación había presidido, en particular, algunas de las modificaciones aportadas por Sila cincuenta años antes, pero nada había cambiado en el fondo de las cosas. Seguían siendo instituciones de una Ciudad. Es decir, de un Estado limitado a una ciudad y a un territorio restringido, a una población cívica de unos miles de hombres o, todo lo más, de unas decenas de miles de los que una cantidad bastante como para que pareciese representar al conjunto podía reunirse en una plaza pública con el fin de votar las grandes decisiones que la vida del Estado exigía. Esta concepción parece actualmente demasiado estrecha, pero era la dominante, desde siempre, en el mundo antiguo, tanto entre semitas y celtas cuanto entre helenos e itálicos; únicamente Egipto era un gran Estado unitario cuyos nomos habían perdido, hacía milenios, el recuerdo de su independencia originaria, lo que le valió aparecer como una incomprensible anomalía. Y apenas eran mejor comprendidos los grandes imperios que habían anegado las Ciudades orientales, sin hacerlas desaparecer, como el de los reyes seléucidas, el último en el tiempo y, por ende, el mejor conocido. Esa concepción de la Ciudad-Estado había suscitado en todas partes instituciones análogas, aunque, naturalmente, tenían rasgos propios según las civilizaciones, las épocas y las Ciudades: en todas ellas había un rey o unos magistrados, un consejo y una asamblea del pueblo.

Los comicios romanos y la extensión de la “civitas Romana

En Roma, bajo la República, la asamblea del pueblo eran los comi­cios por centurias y por tribus, en que los ciudadanos se agrupaban en unidades de voto: centurias o tribus. Estos comicios votaban las leyes y elegían a los magistrados por un año, sin que pudieran ser reelegidos, al menos no de modo inmediato. El consejo era el Senado: Sila había llevado sus efectivos hasta seiscientos miembros, y decidido, a la vez, que ingresasen en él, automáticamente, todos los ex magistrados, a partir de la cuestura; es decir, desde la magistratura con que daba comienzo el cursus honorum. Al obrar así, había regularizado y legalizado la vieja práctica que hacía del Senado la congregación de los ex magistrados: el reclutamiento del consejo dependía, pues, aunque indirectamente, de las elecciones. Y, puesto que los senadores eran inscritos en el álbum del Senado por orden jerárquico decreciente según la última magistratura desempeñada, y como quiera que emitían su opinión según tal orden, la autoridad de cada senador dependía igualmente de lo mismo. Nuestros contemporáneos han subrayado de tal modo los vicios del sistema electoral romano que podríamos creer que todos sus resultados eran cosa sabida de antemano: lo cual sería un serio error, ya que las competiciones electorales fueron abiertas y vivas, salvo cuando surgían condiciones muy particulares, como la intervención de César durante su dictadura o la de los triunviros del II Triunvirato.

Así, pues, mediante la votación de leyes y por las elecciones, el ciudadano romano ejercía sus prerrogativas políticas; como en las restantes Ciudades antiguas, no podía expresar su voto sino participando efectivamente en la asamblea, ya que se desconocían el voto por correo y por delegación; pero, desde la Guerra de los Aliados (bellum sociale), los ciudadanos de casi todas las civitates de la Península Itálica eran ciudadanos romanos y todos los de la Galia transpadana habían llegado a serlo, como mucho, en el 49 a. C., distando 750 km. Regium (Reggio-Calabria) de Roma y ésta de Mediolanum (Milán) otros 670, sin contar con los ciudadanos, cada vez más numerosos, que vivían en las provincias. César había iniciado (y Augusto y Agripa . concluyeron) la construcción, en el Campo de Marte, de un inmenso recinto destinado a la reunión y votaciones de los comicios, los Saepta Iulia, que se estima fueron previstos para albergar a 70.000 participantes; cifra enorme, pero irrisoria frente al monto del censo del 28 a. C.: 4.063.000 ciudadanos.

Las instituciones de la República se basaban, pues, desde entonces, en una ficción, pues tales comicios ya no representaban verdaderamente al pueblo romano, sus elegidos ya no eran los del pueblo, las leyes que votaban ya no emanaban de su voluntad y, al ignorarse cualquier proce­dimiento que permitiese al ciudadano ejercer sus derechos sin estar presente, la República no tenía otra alternativa que la monarquía.

El imperio territorial también sentenciaba a la República

Al mismo tiempo que se convertía en un gran Estado por el número de sus ciudadanos y por su dispersión, Roma había constituido un inmenso imperio territorial que comprendía “provincias”, tanto en África y en Asia como en Europa; tras las conquistas de Pompeyo y César, que habían completado las “grandes conquistas” de los siglos precedentes, este imperio se extendía desde Palestina hasta el estuario del Rin y desde las Columnas de Hércules hasta el Bósforo. La República se había esforzado poco por organizarlo y defenderlo: únicamente desde Sila había al frente de cada provincia un promagistrado, un procónsul o propretor, que ocupaba el cargo por uno o más años; pero la preocupación principal de ese magistrado y de su entorno era, demasiado a menudo, la de enriquecerse a expensas de los indígenas, por quienes, generalmente, experimentábase un desprecio apenas disimulado.

A veces, algunos provinciales osaban acusar, tras su cese, a un gober­nador que los había esquilmado en demasía, ante la quaestio perpetua de repetundis (tribunal permanente encargado de asuntos de concusión); pero el proceso se convertía enseguida en un asunto de política interior romana y ni los jueces ni la opinión pública se preocupaban mucho por los demandantes. Incluso las amenazas militares que a veces gravitaban sobre la dominación romana difícilmente se tomaban en serio. ¡Ocurría todo tan lejos y Roma tenía tal hábito de victoria!

Mal administrado, mal explotado, mal defendido y sin vínculos de afecto entre Roma y sus súbditos, el imperio territorial era un edificio frágil; las guerras civiles romanas habían revelado a la vez sus inmensas posibilidades y los peligros latentes que encerraba semejante incuria: la República, con sus magistrados anuales, su Senado que no podía actuar porque no tenía ningún poder de iniciativa y por ser demasiado numeroso, era incapaz de reaccionar, de elaborar una reorganización administrativa y militar, una política coherente respecto de sus súbditos; sólo un poder fuerte y duradero podría conseguirlo. Y tal poder no podía ser sino el de un monarca, como reconocían, en mayor o menor grado, los adeptos de las escuelas filosóficas, estoicos y epicúreos.

De todo ello, los contemporáneos no tenían más que una vaga conciencia. Sin embargo, algunos comprendían que la grandeza de Roma ya no consistía en conquistar el mundo, lo cual ya estaba hecho, sino en asegurarle los beneficios de la paz.

La evolución de las instituciones militares impedía toda vuelta atrás

El carácter esencial de esta monarquía inevitable iba a verse determinado por la evolución de las instituciones militares. El ejército romano seguía siendo, en principio, un ejército de ciudadanos movilizados para una campaña; mas, de hecho, desde Mario e incluso desde antes que él, muchos soldados eran voluntarios que se alistaban y se reenganchaban con la esperanza de saquear a los vencidos —incluso a los aliados— y, desde Sila, con la de obtener, a su licenciamiento, bienes raíces que les asegurasen a continuación una vida holgada; tal pretensión estuvo en el origen de las peores dificultades interiores de Italia hasta la batalla de Accio y, como la República no había sabido satisfacerla, los ejércitos habían ligado sus esperanzas a la ambición de sus generales y aceptado convertirse en ejércitos de guerra civil, a sus órdenes, con el fin de hacerlos dueños del Estado y que, acto seguido, el vencedor satisfaciera sus exigencias, así fuese pisoteando el derecho y la moral. En todos los casos habían tenido que doblegarse las autoridades legales, los magistrados, el Senado y los comicios: el monarca, pues, no podía ser sino un jefe militar.

 

CAPÍTULO II

LAS SECUELAS INMEDIATAS DE ACCIO

Al lanzarse tras de Cleopatra en plena batalla de Accio, abandonando el combate, Antonio había sentenciado la suerte de su flota y de su ejército. Según la tradición que se ha impuesto, sus tripulaciones siguieron, no obstante, combatiendo con valor, incluso cuando Octavio, para concluir, dio orden de usar contra ellas el fuego, la más terrible de las armas en la guerra marítima: lucharon hasta la noche, que Octavio hubo de pasar en su galera sin poder hacerse llevar a tierra; según otra tradición, la batalla no tuvo tal carácter épico, y una parte de la flota, incluso, se negó a dejar su fondeadero. Poco importa. El resultado estaba allí: los navíos que no fueron destruidos o tomados por la fuerza lo fueron al día siguiente, en el fondeadero del que no habían salido o al que habían sido rechazados; únicamente la escuadra egipcia escapó del desastre, pues el destacamento que Octavio envió tras ella no pudo alcanzarla.

El ejército terrestre de Antonio tenía a su frente a P. Canidio Craso: era un rudo soldado que había tomado parte, con seguridad, en la Guerra de las Galias y era, también, un antoniano de primera hora, desde tiempos de la Guerra de Módena. Tras la paz de Brindisi, llegó a cónsul sufecto para representar a su partido cerca del octaviano Balbo; luego, fue uno de los mejores generales de Antonio en Oriente, especialmente en Armenia; ante la apertura de operaciones del 31, aceptando la guerra ante la que vacilaban aún algunos de sus colegas, había defendido la alianza con Cleopatra. Ahora hubiera querido que el ejército se retirase hacia Macedonia, pero el ejército se sabía en posición difícil y había visto casi a todos los demás grandes jefes pasarse al enemigo antes de la batalla; algunos contingentes orientales habían hecho otro tanto: los octavianos se habían sorprendido, en particular, a la vista de dos mil jinetes gálatas que se habían llegado hasta ellos cantando alabanzas a César —¿al padre?, ¿al hijo?; a ambos, sin duda—, al modo en que los celtas solían cantar, al ir al combate, la alabanza de sus reyes. El ejército se negó a seguir a Canidio, que hubo de huir, y los restantes contingentes orientales se fueron a casa; las legiones esperaron unos días, probablemente negociando, y, luego, se rindieron y Octavio las aceptó en su ejército.

Era un hermoso éxito, obtenido sin efusión de sangre (sobre todo, romana), pero podía convertirse enseguida en peligroso. Octavio se apresuró a desmovilizar a todos los legionarios con edad cumplida y a enviarlos a Italia y dispersó a los demás, muchos de los cuales fueron a reforzar a los ejércitos que combatían en tierra bárbara, en la Galia o el Ilírico.

Se ignoraba qué había sido de Antonio: a la espera de saberlo, Octavio se apoderó de Grecia y Macedonia, parece que sin hallar la menor oposición, y empezó a ocuparse del Asia Menor: de todas formas, la campaña había de seguir con una ofensiva contra Egipto, y las perspectivas entrevistas de enriquecimiento bastaban para asegurar la obediencia de los soldados que había mantenido a sus órdenes directas.

Octavio exigía ahora contribuciones a las Ciudades y a los dinastas que se le sometían; pero había desmovilizado tan aprisa a los veteranos que no había podido darles ninguna gratificación: ello era pasable en cuanto a los de Antonio, ya que eran los vencidos; pero sabía que los suyos no aceptarían tal cosa de buen grado. Mandó, pues, a Agripa a Italia, con un pretexto banal, porque Mecenas, a quien había dejado allí como apoderado, no le parecía capaz de calmar una agitación de ese género. De hecho, estalló, e incluso la presencia de Agripa no fue suficiente: Octavio estaba en Samos cuando fue informado; ya había llegado el mal tiempo, se estaba en pleno mare clausum (“mar cerrada”) y, aun así, hubo de hacer el viaje a Brindisi, sorteando dos grandes tempestades en el Mar Jónico. No permaneció sino veintisiete días: el Senado acudió en corporación, con todos los magistrados—salvo dos pretores y los diez tribunos de la plebe, que se quedaron en Roma para asegurar la continuidad—, los caballeros y muchísimas delegaciones; los mismos veteranos se dejaron arrastrar, tanto más cuanto que les aseguró ventajas sustanciales: tierras, a costa de las Ciudades itálicas que habían permanecido fieles a Antonio, y dinero; como aún carecía de fondos, puso en venta sus bienes propios y los de sus amigos; no hubo, naturalmente, comprador, y la mayoría de los veteranos tuvieron que contentarse con promesas. Octavio asumió, en Brindisi, su sexto consulado y, luego, volvió al Asia, pero esta vez hizo acarrear sus naves a través del istmo de Corinto, quizás utilizando el antiguo dioicos. La segunda parte de la guerra iba a comenzar pronto.

Durante los once meses posteriores a Accio, Cleopatra y Antonio intentaron desesperadamente encontrar una salida mediante negociación, guerra o huida; la leyenda que, inmediatamente, pretendió que no pensaron sino en reanudar en Alejandría su “vida inimitable” es falsa: si la vida recobró algún brillo en los palacios reales de Alejandría, en el invierno del 31-30, fue, sin duda, por aparentar. Todos los intentos fracasaron, ora por la voluntad, irreductible aunque disimulada, de Octavio, ora por las deserciones que acarreó la derrota; y, también, por el mal entendimiento latente entre un Antonio sinceramente apegado a Cleopatra, pero que seguía siendo un general romano, y una Cleopatra, acaso también apegada a él, pero que, ante todo, seguía siendo una reina lágida que luchaba para salvaguardar su diadema y su independencia, a la vez que pensaba en el acomodo de sus hijos; sus acciones estuvieron mal coordinadas e, incluso, fueron de signo contrario.

Tras huir de la batalla, se dieron una pausa en la costa del Peloponeso y se repartieron allí sus cometidos. Cleopatra volvió directamente a Alejandría, donde, en su ausencia, había reinado la agitación; como conocía bien a sus alejandrinos, tuvo la precaución de coronar con flores las proas de sus naves y de hacer entonar cánticos triunfales a sus tripulaciones al entrar en puerto; la verdad, sin embargo, se había sabido pronto y suscitó de nuevo una agitación que dio ocasión a la reina de hacer morir a algunos de los principales ciudadanos de Alejandría y de confiscar sus bienes, tras lo que se puso a reunir, sistemáticamente, un nuevo tesoro de guerra, incluso a expensas del de los dioses. Antonio llegó a Cirenaica, donde L. Pinario Escarpo mandaba cuatro legiones; Pinario era su subordinado, pero, también, un sobrino de César a quien el dictador mencionara en su testamento, y que había renunciado a su parte en favor de Octavio. Se negó a recibir a su jefe, Antonio hubo de regresar a Alejandría sin haber logrado nada y el ejército de Cirenaica fue, en adelante, una grave amenaza para Egipto.

Antonio y Cleopatra, así y todo, se esforzaron en disponer fuerzas importantes: la flota egipcia fue reforzada, se rehicieron las tropas de tierra y pidieron ayuda a los pueblos y reyes vecinos. Al mismo tiempo, hacían preparativos para huir a Hispania—como los pompeyanos hicieron tras Tapso y con igual intención—o hacia las costas egipcias del Mar Rojo. Intentaron, igualmente, negociar con Octavio y, sin duda, sobornar a su entorno; en ese punto vio claramente su adversario el desacuerdo entre ambos: Octavio se quedó con los presentes de Antonio, sin emitir respuesta alguna, incluso cuando Antonio le entregó a P. Turulio, uno de los asesinos de César, y le envió a su hijo mayor, Antilo, como negociador. Octavio aceptó igualmente los presentes de Cleopatra, pero le respondió, oficialmente, en términos vagos y en secreto, invitándola a que hiciera desaparecer a Antonio.

Con el buen tiempo del año 30, las tropas de Octavio se pusieron en marcha, en dirección a Egipto. Las cuatro legiones de Pinario Escarpo avanzaron por el litoral del desierto: iban mandadas por C. Cornelio Galo, caballero procedente de una familia indígena de la Narbonense y (o, acaso, de la Cisalpina), que primero siguiera a la vez una carrera poética y otra militar, lo que le hizo bienquisto de Polión, en tiempos en que éste administraba la Cisalpina (41-40 a. C.); luego, había abandonado la poesía, por un amor desesperanzado, al parecer, pero prosiguió su carrera militar, probablemente entre las tropas de Antonio; ignoramos cuándo se alió con Octavio. Este llegaba por levante: el gobernador de Siria, Q. Didio, se había pasado a su lado con buenas pruebas, sobre todo la de hacer incendiar por los árabes las naves que Antonio y Cleopatra habían hecho construir en el Mar Rojo.

Antonio partió primero hacia el oeste, donde Galo había ocupado Paretonio (Marsa-Matrouh); fracasó ante la plaza y los navíos que pudieron introducirse en su puerto fueron destruidos. Al saber que Octavio había tomado Pelusio, volvió aprisa para defender Alejandría; la rapidez de su regreso le permitió sorprender a los adversarios y obtener un éxito en un combate de caballería, pero fue vencido en una batalla de infantería ante la ciudad: se retiró a bordo de sus naves y se dispuso a zarpar para Hispania.

Al comprender que la resistencia era imposible, Cleopatra decidió separar su suerte y la de su monarquía de la de Antonio, fundándose en las esperanzas que Octavio le había dejado entrever: hizo entregar, en secreto, Pelusio y, también secretamente, hizo dar a los habitantes de Alejandría orden de no defender su ciudad. Hizo bajar a tierra a las tripulaciones de las naves y se encerró en la tumba que se había mandado construir en el barrio de los palacios reales y en la cual había hecho depositar sus tesoros, e hizo correr el rumor de que allí se había dado muerte. Antonio quiso matarse, pero no logró sino herirse muy gravemente: pronto se supo que el rumor era falso y, entonces, se mandó izar hasta la tumba, que estaba inconclusa, con las poleas que servían para subir los materiales, y expiró en brazos de Cleopatra.

El 1 de agosto del año 30, las tropas de Octavio ocuparon Alejandría. Aún quedaban a la reina dos medios para presionarle: la amenaza de destruir sus tesoros y la de, a su vez, darse muerte. Pero Octavio le envió dos agentes que, sorprendiendo su confianza, se apoderaron de su persona. Se le permitió embalsamar el cuerpo de Antonio y, luego, se la condujo a las habitaciones regias: allí volvió a encontrar toda la ceremonia a que estaba acostumbrada, pero permaneció en constante vigilancia para evitar cualquier atentado.

Ahora temía, sobre todo, que Octavio la hiciese figurar ante su carro el día de su triunfo, como César había hecho, dieciséis años antes, con su hermanastra y rival, Arsinoe. Logró que Octavio fuese a verla e intentó seducirlo, como hiciera con César y Antonio, pero no recibió ninguna seguridad ni le dirigió la mirada, y le dijo, únicamente:

“Ten confianza, mujer, y valor. No te sucederá nada malo.”

La fórmula “mujer” era cortés —el equivalente a nuestro “señora”—, pero le negaba su título de reina y, por sí sola, proclamaba la anexión de Egipto. Cleopatra fingió resignarse y esperó a que la vigilancia de que era objeto se relajase: en cuanto que tuvo oportunidad se dio muerte, bien haciéndose morder por un áspid, bien por otro medio.

Este relato tradicional del final de Cleopatra contiene inverosimilitudes, se corresponde con el retrato de la reina que había impuesto—sin trabajo—a los romanos la propaganda octaviana y descuida deliberadamente que, en el año 30, Cleopatra tenía ya treinta y nueve años y que era madre de familia numerosa, puesto que había tenido cuatro hijos: Tolomeo, cognominado César (Cesarión), y tres hijos de Antonio; dos gemelos, Alejandro Helios y Cleopatra Selene, y Tolomeo Filadelfo. Nunca sabremos la parte verdadera y la imaginaria. Pero ¿no era lo importante que Antonio y Cleopatra hubieran desaparecido y que Egipto y sus tesoros estuvieran a disposición de Octavio?

Cleopatra había asociado al poder al joven Cesarión; según el protocolo oficial, era el “rey Tolomeo Filopátor, que es también César”: rey de Egipto e hijo de César, lo que le convertía en un personaje demasiado molesto, incluso si la identidad de su padre era más que dudosa. Fue capturado en su huida y muerto. El hijo mayor de Antonio y Fulvia, Antilo, se había refugiado en Alejandría al pie de la estatua que Cleopatra había erigido al Divino Julio: se le sacó de allí y también se le dio muerte; de los últimos jefes antonianos, unos perecieron en esos días o poco después, como Canidio, pero había llegado el momento, para Octavio, de retomar la política de clemencia de la que su padre adoptivo había hecho virtud.

Primero, respecto de los alejandrinos: éstos e, incluso, acaso los egipcios, hubieron de pagar el equivalente a un sexto de sus bienes; Octavio lo añadió a los tesoros de Cleopatra y pudo, así, dar a cada uno de sus soldados 250 dracmas e impedirles saquear la ciudad, e igualmente, sin dejar de conservar para sí recursos muy abundantes, mostrarse generoso con los senadores y caballeros que habían tomado parte en la guerra. Egipto fue reducido a provincia, pero su particular importancia le valió enseguida un régimen especial: tuvo como gobernador a un prefecto de Octavio —del emperador, luego— que fue, primero, Conidio Galo, pues tal prefecto no sería sino caballero; se prohibió a senadores y caballeros importantes que entrasen en Egipto sin autorización, incluso aunque tuviesen posesiones allí; así no podrían comprobar por sí mismos que el país seguía teniendo un faraón en cuyo nombre celebraban los sacerdotes los sacrificios tradicionales, y que ese faraón era, desde ahora, el mismo Octavio. Los egipcios pudieron comprobar que el nuevo faraón era solícito y eficiente, ya que hizo que sus tropas restaurasen los canales cegados.

Octavio dejó Egipto hacia el final del buen tiempo del año 30 y pasó el invierno en Asia.

Había que reorganizar las fronteras orientales del imperio. Octavio lo hizo con poco gasto, mediante la diplomacia. En Partía, un pretendiente, Tiridates, se había alzado contra el rey Fraates; al principio, sin duda, logró ventaja, pues Octavio, como Antonio, intentó obtener su ayuda, pero el parto eludió sus peticiones; vencido, finalmente, tras la desaparición de Antonio, Tiridates se refugió en Siria. Octavio puso buena cara a Fraates, el vencedor, pero se llevó a Roma a un hijo que el rey le enviara como rehén y permitió que Tiridates viviese en Siria. La Armenia Mayor, anexionada por Antonio, se había perdido después de Accio; Octavio pretendería más adelante que le hubiera sido posible convertirla en provincia, pues el rey Artajes había sido asesinado, pero prefirió tomar ejemplo de “la política de los ancestros” y confiarla a otro rey: Tigranes. La instauración de este Tigranes hubo de ser fácil, ya que la encargó a su hijastro, el futuro emperador Tiberio, que tenía entonces ¡doce años! Dejó la Armenia Menor a los medos: habían sido aliados de Antonio, pero se llevaban mal con los partos y con los armenios.

En Roma, el desastre de Carras (53 a. C.) no se había olvidado y se hablaba mucho de guerra de desquite contra los partos: de hecho, esta política mostraba claramente que Octavio tenía otras preocupaciones y que se hallaba presto a muchas renuncias para hacerles frente. ¿Quién hubiera podido permitirse recordarle que el padre de su protegido Tigranes de Armenia era aquel rey Artasvades que había traicionado a Craso veintitrés años antes, y ante el que el actor Jasón de Tralles había bailado enarbolando la cabeza del triunviro?

No obstante, los habitantes del Asia sometida a Roma querían tributarle honores divinos: se había hecho costumbre tan banal en el mundo helenístico que ya no significaba gran cosa; pero no era lo mismo en Roma, por lo que Octavio tomó precauciones: permitió que se dedicasen recintos sacros a Roma y a su Padre —el “héroe Julio”, es decir, el Divus Iulius— en Éfeso y en Nicea. Tales cultos no podían sorprender a los romanos, y los que se hubiesen establecido en el país podrían, pues, celebrarlos junto con los provinciales; recintos sacros pudieron, igualmente, dedicarse a Roma y a él mismo, pero en Pérgamo y en Nicomedia, y su culto quedó reservado a los provinciales.

Roma, empero, no se quedó a la zaga en cuanto a adulación. Después de Accio, el Senado y el pueblo habían conferido a Octavio innumerables honores, a cual más excepcional; habían seguido, aún con mayor celo, tras la muerte de Cleopatra, y semejante flujo parecía no poder atajarse; sin hacer de él un dios, algunos lo hacían más que un hombre: cuando sus cartas dieron a conocer los éxitos de su política parta —o, al menos, lo que quería se consideraran tales—, se llegó a inscribir su nombre junto a los de los dioses, en el cántico de los salios, que hasta entonces se había conservado de modo tan intangible que era difícil comprenderlo, a causa de su muy arcaico lenguaje.

Algunos de esos honores tenían, quizás, mayor peso: desde el 36 poseía vitaliciamente la sacrosantidad tribunicia; en el 30, recibió la potestad tribunicia, también de por vida y para un ámbito más extenso que los tribunos de la plebe; y cuando fue cónsul por quinta vez, el 1 de enero del 29, un juramento especial ratificó todos sus actos.

De todos estos honores, el que aparentó apreciar más fue el del cierre del templo de Jano, que tuvo lugar el 11 de enero del 29: era el tercero en la historia de Roma, habiendo tenido lugar el primero bajo el rey Numa y el segundo tras la I Guerra Púnica. Significaba que el imperio del pueblo romano, entero, estaba en paz, tanto por tierra cuanto por mar —y se sobreentendía que tal dicha excepcional era debida a Octavio—; aún había luchas en la Galia, en Hispania y en Tracia, pero se trataba de regiones muy alejadas, las operaciones no parecían impor­tantes y, en verdad, existía el sentimiento de que se disfrutaba, por fin, de la paz.

Con el buen tiempo del 29, Octavio partió para Grecia e Italia. Quizás fue en ese momento cuando un hijo de Lépido intentó montar una conjura para asesinarlo, a su regreso a Roma; pero Mecenas estaba en guardia y el imprudente fue ejecutado sin proceso —ocioso, a causa de la inviolabilidad tribunicia de Octavio—; su padre, el antiguo triunviro, que seguía siendo pontífice máximo, no dejó su exilio en Circeos, y el asunto cobró en Roma tan poca importancia que no hubiera quedado memoria ninguna si Veleyo Patérculo no hubiese querido rendir homenaje a Servilia, la esposa del joven Lépido, que se suicidó para no sobrevivirle. En Oriente se instauró un culto a Roma y a Salus, cuyo sacerdote, en el 27, se convirtió en sacerdote de Roma y Augusto. Ahora, cuantos nobles habían sobrevivido a las sucesivas crisis, se le habían conciliado, al menos en apariencia: ¿qué otra cosa hubieran podido hacer? Octavio pre­sumiría, más tarde, de haber perdonado a todos los ciudadanos que le pidieron gracia...

A su llegada a Roma, el cónsul sufecto Potito Valerio Mésala ofreció un sacrificio solemne “por la salvación del pueblo y del Senado”, aunque los ciudadanos ya ofrecían los suyos propios, tal y como había ordenado un senadoconsulto.

CAPÍTULO III

FUENTES DE LA HISTORIA DEL REINADO

I.- LAS FUENTES CONTEMPORÁNEAS

Las “Res Gestae y los demás textos augústeos

El origen de las “Res Gestae”.—Augusto murió el 19 de agosto del año 14 d. C., en Nola, en Campania. Al día siguiente de la llegada a Roma del cortejo que traía su cuerpo, Tiberio reunió al Senado en sesión solemne en la que él mismo y su hijo Druso (II), cónsul designado para el 1 de enero del año 15, los magistrados y los senadores participaron vestidos de luto. Tiberio había preparado un discurso que, en su mayor parte, hizo leer a Druso, tras lo que comparecieron las Vestales: traían el testamento que Augusto había redactado el 13 de abril del año 13, que les había confiado —como hiciera otrora Antonio con el suyo—, y tres volumina sellados que igualmente les había dado a guardar. El testamento se presentaba como el de un particular, pero la fortuna a la que asignaba destino era la del soberano del Imperio; el primer volumen contenía disposiciones relativas a sus funerales y el tercero era un balance de situación que indicaba los efectivos del ejército, el monto de los fondos del aerarium y de los fisci imperiales, el de las rentas oficiales —los vectigalia— que quedaban por cobrar y los nombres de los libertos y esclavos responsables de tales cuentas.

El segundo volumen era un index rerum gestarum, es decir, una lista de sus actuaciones, que Augusto había redactado en persona para que fuese grabado en planchas de bronce que habrían de colocarse ante la tumba monumental que se había hecho construir en el Campo de Marte. Tres copias de este texto, más o menos mutiladas, han ido siendo descubiertas en Asia Menor. La más importante es la de Ancira (Ankara), conocida desde 1555: el texto latino está grabado en las paredes interiores del pronaos de un templo de Roma y Augusto y una traducción griega, en el exterior, en una de las paredes de la naos. En Antioquía de Pisidia se hallaron numerosos restos del texto latino, también en un templo de Roma y Augusto; y en Apolonia de Pisidia, la traducción griega figuraba en la delantera de un largo basamento que sustentaba estatuas de Augusto, Tiberio, Livia, Germánico y Druso (II). Como quiera que las lagunas se compensan, disponemos prácticamente del texto completo, que constituye un documento de valor excepcional.

La forma y el contenido.— La forma es la de los elogia, inscripciones breves y densas que se grababan en las tumbas, en los pedestales de las estatuas o en otros monumentos honoríficos para dar a conocer a los transeúntes la carrera y las obras del muerto o de la persona así honrada; tal uso era frecuente en Roma desde esa época, y Augusto se complació en redactar por sí mismo los elogia de los grandes hombres cuyas estatuas hizo colocar en los pórticos de su foro. Para el suyo usó la primera persona, como solía hacerse en los elogia funerarios, y había conservado la sequedad que las limitadas dimensiones del campo epigráfico imponían al género. Empero, el texto de estas Res Gestae era relativamente largo, ya que en Ancira la versión latina ocupaba seis columnas de 43 a 54 líneas de 1,20 m. ¡Tanto había que decir... !

El plan no está muy claro: acaso Octavio estableciera una primera redacción en la época en que empezó a construir su tumba —28 a. C.— y luego se contentara con completarla y retocarla ligeramente sin retomarla nunca en su conjunto. No obstante, pueden discernirse tres partes que permiten tener una visión general del contenido: en la primera (caps. 1-15) se trata, ante todo, de los cargos y honores recibidos o rehusados por Augusto a lo largo de su carrera; en la segunda (caps. 15-24), de los gastos que hizo en favor de la República y del pueblo a expensas de su fortuna privada; en la tercera, de sus acciones militares y diplomáticas (caps. 25-33); el conjunto se cierra con los capítulos 34 y 35, que, de nuevo, mencionan los honores recibidos, más excepcionales aún que los primeros, ya que se trata, en particular, del nombre de Augusto y del sobrenombre de Padre de la Patria. Un apéndice, que no es de Augusto, probablemente no figuraba en Roma y quizás tampoco en todas las copias provinciales: mal redactado, no es sino un resumen mediocre de los pasajes del texto que conciernen a los gastos y las construcciones.

Estas Res Gestae Divi Augusti suministran indicaciones concretas que no se hallan en ninguna otra parte, e incluso cifras, todo lo cual apenas se presta a la crítica, puesto que esas indicaciones fueron expuestas a sus contemporáneos, que podían opinar sobre su fundamento. Sin embargo, las Res Gestae son aún más interesantes para el historiador a causa del sutil juego entre lo que dicen y lo que callan: lo que, a fin de cuentas, nos revelan es la idea que Augusto quiso dejar sobre sí y su obra —un buen ciudadano al servicio de la República— y lo que, en realidad, fue: el fundador de la monarquía imperial.

Los otros textos augústeos.— Augusto había escrito una autobiografía que detuvo en la guerra de los cántabros (27-25 a. C.); se perdió, pero los antiguos la conocieron y utilizaron, y, en particular, Suetonio. Conservamos bastantes de sus cartas oficiales o privadas a las que aluden escritores posteriores que, a veces, las transcribieron, sobre todo Suetonio, y que fueron transmitidas por copias epigráficas. Lo mismo sucede con algunos edictos, entre los que, notoriamente, figuran cinco que fueron grabados —en griego— en una estela erigida en el ágora de Cirene en compañía de un senadoconsulto: estos cinco edictos y el senado consulto aportaron luz inesperada sobre la administración de las provincias y sobre la política de Augusto para con los provinciales. La aportación de la papirología es mucho menor: la primera redacción del Gnomon del Idiólogo databa de época de Augusto, pero la que poseemos es una refección del siglo II; recientemente, un papiro, por desgracia muy mutilado, ha revelado una parte del elogio fúnebre de Agripa pronunciado por el emperador.

Si la aportación de la numismática a la historia de la República es ya considerable, lo es más para el reinado de Augusto, en que la moneda fue por entero asunto del emperador —a reserva de algunas cautelas de mera forma— y constituyó para él el medio más directo y seguro de llegar a los más alejados y modestos habitantes del Imperio, y, por ende, el mejor medio de propaganda. Los anversos llevan su efigie, de modo tal que sus rasgos fueron familiares para cualquiera, y los reversos aluden a los hechos que quería dar a conocer a todos, a las ideas que deseaba que todos compartieran. Su nombre y titulación están grabados en el alrededor del anverso y, en caso necesario, en el del reverso: titulación que ofrece elementos de datación a menudo muy precisos —aunque menos que los que suministran los calendarios epigráficos—, de modo que sería posible hacer una “historia dineraria” del reinado, a mayor gloria del emperador; a veces aparecen ya con él algunos miembros de la familia imperial: Agripa, Julia, Cayo y Lucio Césares o Tiberio.

Los rasgos de los miembros de la familia imperial nos son aún mejor conocidos gracias a las estatuas y los bustos y a obras de arte como la Gemma Augustea y el Gran Camafeo de Francia. Los restos de los edificios públicos y privados en Roma y las provincias constituyen testimo­nios directos de la obra del emperador y de la vida pública y privada de sus contemporáneos, y conocemos bastante bien incluso la casa en que vivió, en el Palatino.

En comparación con la riqueza de las fuentes epigráficas, numismáticas y arqueológicas, la literatura contemporánea en lengua latina o griega desmerece bastante e, incluso, a veces se está tentado de subestimar su aportación, ya que sólo unas migajas han llegado hasta nosotros...

Tito Livio y Nicolás Damasceno.— Tito Livio murió después que Augusto, en el 17 d. C. Había escrito su Historia hasta el 9 a. C., pero las partes conservadas no sobrepasan el 167 a. C. Las periochae, a menudo atribuidas a Floro, hacen que lamentemos más aún la pérdida sufrida. El sirio Nicolás Damasceno (de Damasco), cortesano del rey judío Herodes y llegado a ser, también, amigo de Augusto, había escrito una vida del “joven César” verdaderamente ditirámbica, pero que, no obstante, suministra datos interesantes: por desdicha, se detiene en el regreso de Octavio a Italia tras la muerte de César, al menos en el estado en que se ha conservado; la Autobiografía de Nicolás y los fragmentos que poseemos de su Historia universal—a menudo por el uso que de ellas hizo Flavio Josefo— no suministran sino algunos detalles, concernientes, sobre todo, a la política judía y a las intervenciones romanas en ella.

Veleyo Patérculo fue romano —más bien itálico—. Una carrera militar bastante brillante lo llevó a la pretura, que ejerció en el 15 d. C. Quince años más tarde quiso celebrar el acceso al consulado de uno de sus amigos ofreciéndole una Historia de Roma desde los orígenes, el libro, apresurado, está mal concebido, es desproporcionado y, sin embargo, precioso, porque Veleyo se extiende principalmente sobre su época, insistiendo en las campañas en que participara bajo las órdenes de Tiberio; se le reprocha el elogio sin mesura de Augusto, Tiberio y Sejano, pero es útil por eso mismo, ya que, así, su obra es el reflejo de una mentalidad que no era la de los miembros de la vieja nobleza senatorial.

Estrabón. La obra histórica de Estrabón era una continuación de Polibio que llegaba, probablemente, hasta el 27 a. C., aproximadamente. Se perdió, pero su Geografía pretende ser un cuadro del mundo en su época: Estrabón empleó a menudo a autores más antiguos, los cita de buena gana y es bastante fácil advertir lo que resultaba obsoleto en sus indicaciones, pero alude bastante a menudo a acontecimientos históricos, algunos de los cuales se refieren al reinado de Augusto o de Tiberio. Nació, probablemente, en el mismo año que aquél y debió de morir hacia el 25 de la Era. Oriundo de una ilustre familia del Ponto, griega o helenizada, era favorable al régimen creado por Augusto.

Los poetas. Virgilio había terminado las Geórgicas en el 29, y trabajó en la Eneida hasta su muerte, el 19 a. C.; Horacio falleció el 8 a.C.; Tibulo, el 19 o el 18; Propercio, hacia el 15 d. C.: todos estos poetas son, por diversos títulos, testigos de sus tiempos y a menudo de la política de Augusto, o al menos de uno de sus aspectos.

Los Fastos, de Ovidio, completan a veces las breves indicaciones de los calendarios epigráficos sobre las fiestas religiosas creadas para conmemorar ciertos acontecimientos del reinado, pero el poeta, sobre todo, estuvo implicado directamente en el drama de Julia, la hija de Augusto: el papel que desempeñara en él le valió ser desterrado hasta su muerte —el 17 o el 18 de la Era— en Tomis, en las lejanas riberas del Ponto Euxino: los historiadores y los historiadores de la literatura siguen escrutando sus Tristes y sus Pónticas sin lograr deducir de ellas lo que fuera, en verdad, aquel drama.

II

LOS HISTORIADORES POSTERIORES

Para tener una visión de conjunto del reinado, hay que recurrir a los historiadores posteriores. Los cinco primeros capítulos del libro I de los Anales, de Tácito, no constituyen sino un breve recordatorio, si bien de gran densidad.

Suetonio, que fue, primero, a bibliothecis (director de las bibliotecas de Roma), quizás bajo Trajano, y, luego, ab epistulis (encargado del correo) de Adriano, tuvo acceso a los archivos oficiales, que empleó ampliamente, sin descuidar las demás fuentes de que personalmente disponía y demostrando siempre interés por los pequeños detalles que dan a su Vidas de los doce Césares un carácter particularmente vivaz; hay que prevenirse, empero, porque sucede que mezcla la cizaña y el trigo: de sus Vidas, la del Divino Augusto y la del Divino Julio son las más tupidas e interesantes.

La Historia romana, de Claudio Dión Casio, empezaba con el desembarco de Eneas y la había proseguido hasta su propio segundo consulado, que ejerció el 229 de la Era: obra inmensa, de valor a menudo mediocre, pero de cuya falta nos resentimos profundamente cuando estudiamos una época para la que los correspondientes libros de Dión han desaparecido y son mal sustituidos por obras de autores bizantinos que los manejaron; los libros L—que empieza con la ruptura definitiva entre Antonio y Octavio—a LVI—que concluye con el relato de los funerales de Augusto—se cuentan, por fortuna, entre los conservados.

Tácito nació hacia el 55, unos cuarenta años tras la muerte de Augusto; Suetonio, unos veinte años más tarde aún; es decir, que vivieron un tiempo plenamente acostumbrado a la monarquía y en que ya no se entendía muy bien la mentalidad de la época augustea; lo mismo y aun más sucede con Dión Casio, griego de Asia, contemporáneo de los últimos Antoninos y de los Severos: el historiador ha de tenerlo tan presente como tendrá las características propias de la obra de cada uno de ellos.

CAPÍTULO IV

LA MONARQUÍA AUGÚSTEA

 

El libro LI de Dión Casio narra las secuelas de Accio en el 30 y 29 a. C. hasta el regreso de Octavio a Roma, pero los acontecimientos de fines del 29 no se narran sino en los capítulos 41 a 43 del libro siguiente. Los capítulos 1a 40 del libro LII están ocupados por un largo debate entre Octavio, Agripa y Mecenas sobre la política que debería seguir Octavio; de hecho, éste no es sino un oyente mudo y se trata de dos monólogos: Agripa, primero (caps. 2-13), recomienda a Octavio que devuelva al pueblo los ejércitos, las provincias, las magistraturas y las finanzas públicas, antes de verse obligado a ello o de sufrir la suerte de César; Mecenas, seguidamente y de modo mucho más extenso (caps. 14­40), lo incita, por el contrario, a que ejerza el poder soberano sin zafarse de él y, en caso preciso, sin tomar el título de rey, sencillamente con el nombre de César o con otros títulos, tal como el de imperator. No es imposible que un debate así tuviera lugar entre Octavio y sus dos principales colaboradores: según Suetonio, Augusto pensó por dos veces en restablecer la República, tras la derrota de Antonio, primero —por tanto, en el 29—, y, luego, durante una larga enfermedad —probablemente la que le afligió en el 23—, y ambos discursos se corresponden con las opiniones que la tradición adjudica a Mecenas y a Agripa, aunque Mecenas fuera desvaneciéndose poco a poco, precisamente tras la victoria de Octavio, mientras que Agripa siguió siendo su principal auxiliar, hasta su muerte en el 12 a. C. En todo caso, ninguno de los dos discursos, tales como los narra Dión, es auténtico: son ejercicios de retórica, con seguridad muy posteriores al tiempo de Augusto; en particular, el atribuido a Mecenas constituye un buen programa de gobierno imperial, tal y como podía concebirse bajo los Antoninos y Severos. Si Octavio dudó, como dice Suetonio, sus dudas no debieron de ser muy duraderas: incluso su seguridad personal se hubiera puesto en peligro con el restablecimiento puro y simple de la República.

¿Cuándo hay que dar por comenzada la monarquía de Augusto?

Los modernos suelen hacer comenzar el reinado de Augusto el 16 de enero del 27 a. C., fecha en la que el Senado confirió ese cognomen a Octavio. Así, se dispone de un hito cronológico neto y concreto; pero la impresión que se deduce es falaz: es la de que nada sucedió entre el regreso de Octavio a Roma, el 29, o incluso después de Accio, y ese 16 de enero del 27. Por el contrario, si Dión Casio interrumpe su relato en pleno año 29 para situar en él esta deliberación supuesta entre Octavio, Agripa y Mecenas, es porque piensa que la monarquía nació en ese momento:

“He aquí lo que hicieron los romanos y aquello por lo que hubieron de pasar durante setecientos veinticinco años bajo la monarquía, bajo la República y bajo los poderes que siguieron luego (Dión se refiere al período de incertidumbre de fines de la República). A partir de ese momen­to, estuvieron de nuevo sujetos a un régimen monárquico.”

El hito elegido por Dión es menos concreto, pero tiene la virtud de no silenciar los años 29-28, que fueron fundamentales al ser los del establecimiento de la monarquía y de los que el 16 de enero del 27 no es sino el punto final.

Una creación continua

Desde el 29 a. C. hasta el 14 d. C., el reinado de Augusto duró cuarenta y tres años. En el 29, Octavio no tenía sino treinta y cuatro, y a su muerte, setenta y siete; entretanto, él había cambiado y aún más su entorno humano: en el 29 a. C. no hacía sino veinte años de que César cruzara el Rubicón y mucha gente había visto funcionar las instituciones republicanas; en el 14 d. C., sólo algunos octogenarios podían recordar que habían votado en comicios libres: los cuarentones no podían, recurriendo sólo a su memoria personal, recordar una época en que Roma no estuviera dirigida por Augusto. Desde el 29 a. C. hasta el 14 d. C., el tiempo había cumplido con su tarea, la mentalidad general no era la misma y lo que hubiera chocado después de Accio era ya cosa banal. En el 29, Octavio no podía prever, ni aun esperar, que el destino le concedería tan largo dominio, pues la esperanza de vida de sus contemporáneos era mucho más corta y él mismo tenía una salud muy frágil. La organización de la monarquía augustea no surgió, pues, de un plan premeditado, aplicado sistemática y perseverantemente: fue una creación continua, realizada poco a poco, según las circunstancias, por adaptaciones sucesivas.

I.-LA FORMACIÓN DE LA MONARQUÍA

Al historiador moderno le parece que fue ineluctable la sustitución de la República por una monarquía, pero debe ser consciente también de que tal cambio chocaba con grandes dificultades.

“Mos maiorum” (La costumbre de los ancestros).— La primera radicaba en un sesgo del espíritu antiguo que, en este punto, se oponía al moderno. Este cree, por lo general, en el progreso, material, moral y, por ende, político; por el contrario, los antiguos creían de modo igualmente espontáneo en la degenerabilidad: en la degenerabilidad material —sobre todo, en el irremediable agotamiento de la tierra—, moral y política. La idea cuajó en el tema literario de la “edad de oro” y llevó, en política, a otorgar inmenso prestigio a las antiguas instituciones de las Ciudades-Estado —aunque, en general, hubiera grandes dificultades para situarlas en el tiempo y para concretar sus rasgos—, hasta el punto de que, para los revolucionarios antiguos, era normal presentarse como reaccionarios preocupados por reconducir las instituciones a su antigua pureza: en Atenas se había invocado la “constitución de nuestros mayores”; en Esparta, la “constitución de Licurgo”, y, entre los romanos, se apelaba al mos maiorum (la costumbre de los ancestros), tal y como Cicerón hizo a menudo.

Empero, este mos maiorum, desde el punto de vista político, era la República, que regía en Roma desde hacía medio milenio, puesto que había sido instaurada en el 509 a. C., fecha a veces discutida por la erudición moderna, aunque la disputa no verse sino sobre unos pocos decenios (en cuanto a los romanos, no la discutían); algunas instituciones, incluso, pasaban por ser más antiguas que la República: la organización de los comicios centuriados se atribuía al rey Servio Tulio, y la creación del Senado, a Rómulo. Roma debía su grandeza a ese régimen: la República había sido la que, guerra tras guerra, a menudo difíciles pero, finalmente, siempre victoriosas, le había asegurado el dominio de Italia y, luego, el del mundo mediterráneo entero. El primer obstáculo para la instauración de la monarquía era el prestigio que aún conservaba la República, a pesar de su presente decadencia.

Como contrapartida, sobre la monarquía no existían sino dos imágenes, desfavorables por un igual: la de la antigua realeza romana y la de las monarquías helenísticas. La tradición sobre la romana estaba bien establecida: sobre Rómulo mismo, el fundador, existía alguna reserva; su sucesor, Numa Pompilio, había sido un buen rey, pero los cuatro siguientes, Anco Marcio, Tulo Hostilio, los etruscos Tarquino el Antiguo y Servio Tulio, tenían una reputación no carente de sombras y, sobre todo, la del último rey de Roma, Tarquino el Soberbio —es decir, el orgullo­so—, etrusco también, era deplorable: la tradición hacía de él un abominable tirano a quien la revuelta del pueblo —en realidad, la de la aristocracia— había expulsado justamente, indignado por sus crímenes y por los de su familia; desde entonces, se decía, el pueblo romano execraba incluso el nombre mismo de rey.

Las monarquías helenísticas estaban aún más desacreditadas, a pesar del recuerdo de Alejandro. Esos reyes habían sido tiranos y, lo que es más, unos mediocres: los Antigónidas de Macedonia y los Seléucidas de Siria, ¿no habían sido vencidos por las armas de la República cuando estaban en el apogeo de su poder, en Cinoscéfalo, en Pidna, en Magnesia? En cuanto a los Lágidas de Egipto, ¿no habían sido los últi­mos humildes vasallos de la República? ¿Cómo tener el menor aprecio por un Tolomeo “el Barrigudo”, que debía su fama a su obesidad y a los desórdenes y crímenes de su vida familiar, o por un Tolomeo “el Flautista”?

La “nobilitas”.— La segunda dificultad se derivaba de la existencia de un grupo social, la nobilitas, poderoso desde el punto de vista político y económico, que consideraba a la República como cosa suya, a un tiempo por derecho y por deber. La vieja distinción entre patricii y plebeii apenas tenía ya importancia, pero la sociedad romana no por ello se había vuelto igualitaria: jamás lo había sido y jamás iba a serlo. Muy al contrario, seguía siendo muy respetuosa con las jerarquías sociales, tanto oficiales cuanto oficiosas. La nobilitas las poseía de una y otra clase.

Para llegar a magistrado, seguir el cursus honorum y, por consiguiente, para llegar a senador, era preciso poseer el censo “ecuestre” de 400.000 sestercios y renunciar a los negocios comerciales y financieros; los grandes propietarios de bienes raíces eran los únicos que podían cumplir con estas condiciones oficiales. Mas no bastaban, puesto que hacía falta, además, resultar elegido, lo que no era una simple formalidad y la elección era tanto más difícil de lograr cuanto más alta era la magistratura deseada. La victoria era difícil, sobre todo, en el consulado, a un tiempo a causa de su importancia y porque no se elegía sino a dos cónsules por año; por tanto, había que esforzarse en llamar la atención del pueblo con mucha anticipación; la mejor ocasión la deparaba la edilidad, gracias a los juegos que los ediles debían organizar si su fortuna les consentía darles un brillo particular; en el momento de la campaña para las elecciones consulares nadie dudaba en recurrir a la corrupción electoral, a pesar de las leyes sobre la cuestión: los repartos de dinero a los electores que de hecho acudían a la votación estaban, por lo demás, muy bien organizados por empresas especializadas. Todo ello costaba muy caro y, para hacer una buena carrera, era preciso disponer de una fortuna muy superior a la del censo oficial o bien poder recurrir a prestamistas generosos a quienes se pagaba más tarde, después de haber gobernado una rica provincia. Sin embargo, la riqueza, aun hábilmente utilizada, tampoco era bastante: los electores estaban obligados a elegir a personas que no hubieran ejercido la magistratura en cuestión, ya que no se podía ejercer dos veces la misma; pero, en general, preferían a los candidatos que descendían de antiguos magistrados, que eran la “gente conocida”, los nobiles, cuyo conjunto formaba la nobilitas.

No había partidos organizados, sino simples grupos de opinión, básicamente inestables: en ese sentido se habla, por ejemplo, en el último siglo de la República, de los populares, también, los candidatos se apoyaban en sus solidaridades familiares y en sus clientelas, término también vago, que designaba no sólo a los libertos y a sus descendientes, sino también a toda persona, de cualquier rango social, que en un momento dado había sido la protegida de un individuo, y a sus descendientes: tales clientelas eran hereditarias, al mismo tiempo, para la familia del protegido y para la del protector, e imponían deberes de apoyo recíproco entre los que no era el menor, para los clientes de los nobles, el electoral. Era prudente sumar los prestigios y las clientelas de varias familias; por eso, los matrimonios de los miembros de la nobilitas se verificaban, generalmente, en el seno de la misma y eran, muy a menudo, la mera manifestación y la garantía de carteles electorales, lo que explica el número de divorcios y de nuevas nupcias, tanto de los hombres como de las mujeres de la nobilitas, a finales de la República. Había seiscientas plazas en el Senado, pero el modo de su reclutamiento y este sistema explican que los padres tuvieran con frecuencia sede en él al tiempo que sus hijos; los abuelos, a la vez que los nietos, y los sobrinos y sobrinos-nietos, a la vez que los tíos y los tíos-abuelos. En total, esta nobilitas distaba de llegar a seiscientas familias: la verdadera nobilitas, además, no incluía sino a las que contaban con un miembro que hubiera alcanzado el consulado.

Empero, no era un grupo cerrado. Algunos raros homines novi (“hombres nuevos”) llegaban a obtener el consulado: Mario y Cicerón fueron los ejemplos más ilustres. Menos célebres, pero probablemente mucho más numerosos, algunos hijos de la nobilitas renunciaban a recorrer el cursus honorum aun cumpliendo las condiciones de censo requeridas; al no acceder al Senado, permanecían como caballeros; a finales de la República, y bajo el II Triunvirato, ante las desdichas que se abatían sobre los miembros de la nobilitas, eso se convirtió en una moda: se decía que esas gentes preferían el otium equestre, “la tranquilidad de los caballeros”, y tal será, en tiempos de Augusto, el caso de Mecenas, que rehusó ser senador y ejercer funciones oficiales; esa moda no era bien vista por la opinión, pues ésta consideraba como parte de los deberes de la nobilitas el ponerse al servicio del Estado y dirigirlo, de modo que su escapatoria le parecía una deserción. La mayor parte de los nobles compartían esa opinión. Muchos entendían la grandeza de tal deber, otros se interesaban, sobre todo, por las ventajas que les procuraba y todos sentían profundamente la unidad de su pequeño grupo, y, puesto que el Estado no tenía más órganos permanentes que el Senado, las magistraturas y las promagistraturas, tenían la sensación de que dirigirlo era, a un tiempo, su derecho y su deber y que era un bien suyo, pero un bien colectivo: cualquiera de entre ellos que se elevase en demasía sobre los demás les parecía que usurpaba indebidamente para sí solo lo que a todos pertenecía y acababan por formar en bloque contra él, fuera cual hubiera sido la primera actitud personal a su respecto; sucesivamente, Sila, Pompeyo y César habían sufrido los duros efectos de esa reacción. A menos que se suprimiese el Senado o que se transformasen radicalmente su reclutamiento y naturaleza, lo que era impensable, sería la nobilitas quien constituyese el principal obstáculo; acaso Sila y, sobre todo, César pensaron en restablecer la monarquía en su beneficio; los modernos lo discuten aún. Pero, fuera como fuese, la monarquía real que instauraron so capa de la vieja dictadura resucitada a tal efecto se había estrellado en ambos casos contra él.

Las flaquezas de Octavio.— Octavio no disponía de las bazas de que se habían beneficiado Sila y, sobre todo, César.

Su prestigio militar era mediocre: Sila había sido uno de los más grandes generales de Roma; César había conquistado la Galia, vencido a Pompeyo en Farsalia, triunfado sobre sus adversarios en Alejandría, en Tapso y en Munda, desplegando, en cada ocasión, su genio de estratega y táctico, sin vacilar en arriesgar su persona en primera línea de combate cuando la situación lo exigía; pero se decía que el verdadero vencedor en Filipos había sido Antonio y Agripa el de Nauloco y Accio. Y ¿no le había sucedido demasiado a menudo a Octavio que caía oportunamente enfermo en los momentos decisivos, hasta el punto de que tenía que renunciar a tomar parte en la acción?

¡Si, al menos, fuera el retoño de una familia ilustre! Se hacía llamar C. Iulius Caesar, hijo del Divino Julio, pero se sabía de sobra que no era sino hijo adoptivo —y por testamento— del gran César: no le bastaba con omitir el uso del cognomen de Octavianus para dejar de ser, en realidad, el hijo de C. Octavius, de Velitrae, y de la sobrina del dictador, Atia, hija de Julia, hermana de César, y de M. Atius Balbus, de Aricia; la gens Julia era originaria de los Montes Albanos y tales alianzas se entendían bien en su contexto regional, pero eso no quitaba para que el parentesco de Octavio con el Divino Julio no lo fuese sino por línea femenina ni para que fuese nacido en la gens Octavia, de Velitrae. Su padre, C. Octavius, en origen caballero, era el primero de la familia que había entrado en el cursus honorum romano: pretor en el 61, pro­cónsul de Macedonia en el 60-59, murió sin llegar al consulado; por mucho que César hubiese nombrado a Octavio patricio y lo hubiese hecho hijo adoptivo, nada podía borrar esa lacra de origen: para comprender su importancia, basta subrayar la altiva condescendencia con la que Cicerón —caballero de Alpino, en origen, él mismo, pero llegado a cónsul—habló ante sus auditorios romanos y ante el Senado, sobre todo, de los hombres y las mujeres de las aristocracias de las ciudades itálicas, de esos domi nobiles, de esas gentes “muy conocidas en su casa” si no lograban entrar en la nobilitas romana. Para esta nobilitas orgullosa, Octavio no era, en verdad, uno de los suyos: incluso había sido uno de sus peores enemigos, ya que no podía olvidarse que la había diezmado, con proscripciones a comienzos del triunvirato y con ejecuciones masivas tras Filipos y Perusa. ¿Cuál sería su actitud en el futuro?

En sus Res Gestae, Augusto describió su acción política presentándola bajo la apariencia que quería hacer aceptar a sus contemporáneos y a los romanos de generaciones venideras; pretende que, simplemente, restableció la República tradicional en su integridad y enumera todos los títulos excepcionales que rechazó: la dictadura, el consulado perpetuo, la cúratela de leyes y costumbres ejercida en solitario y plenipotenciaria; reconoce, sin embargo, que recibió la potestad tribunicia vitalicia, pero añade a la enumeración de sus rechazos: “No acepté ninguna magistratura conferida contra la costumbre de los ancestros”. Cierto que recibió poderes excepcionales, bien como triunviro, bien por aplicación del juramento que Italia, las Galias, las Hispanias, África, Sicilia y Cerdeña le prestaran de cara a la “guerra de Accio”, pero había devuelto la República al Senado y al pueblo romano tras haber puesto fin a las guerras civiles.

... “Auctoritas”.— Es el episodio mejor conocido de su vida. El 13 de enero del 27 a. C., Octavio, que estaba investido de su séptimo consulado desde el 1 de enero, acudió al Senado y declaró solemnemente que, habiendo restablecido la paz y el orden interior, devolvía la dirección de la República al Senado y al pueblo de Roma. Tres días más tarde, el 16, el Senado le confirió el cognomen de Augustus, a propuesta de L. Munacio Planco; en los años 44-43, este Planeo, que era gobernador de la Galia y, a título de tal, había fundado las colonias de Lugdunum (Lión) y Raurica (Augst, cerca de Basilea), mantuvo una actitud vacilante en las semanas de incertidumbre que siguieron a la derrota de Antonio en la guerra de Módena que llevó a la formación del II Triunvirato; convertido en partidario de Antonio, se alió con Octavio en el último momento antes de Accio.

Desde luego que todo estaba preparado de antemano, al menos a grandes rasgos, por Octavio y algunos de los senadores en quienes más podía confiar; y aunque no se les ocurrió la idea del cognomen ni de cuál fuese, en todo caso no la obstaculizaron. Octavio parece que hubiera estado seducido por la idea de llamarse Rómulo, pero no hubiera sido sino el segundo y ya otros personajes habían sido proclamados nuevos fundadores de Roma, si no oficialmente, al menos sí por el clamor popular, como, por ejemplo, Mario, tras la derrota de cimbrios y teutones; y Rómulo, además, había sido rey y quizás asesinado por los senadores, como César: era preferible no recordar tan enfadosos precedentes, y la sugerencia de Planeo salió adelante porque ningún mortal había sido nunca designado con tal calificativo, de sentido bastante vago pero, desde luego, religioso: a veces se aplicaba a divinidades o a lugares consagrados por auguración.

Los modernos han querido vincular a Augustus con un sentido más concreto, luego que se conoció el pasaje completo de las Res Gestae en el que Augusto menciona la atribución de este cognomen (RG, 34, 1) y que se sabe que concluye con la mención de la autoridad superior a la de los restantes magistrados de que disfrutó Augusto en adelante: Augustus y auctoritas son de la misma familia etimológica que augur, y este cognomen de esencia religiosa es lo que le habría valido una auctoritas que habría tenido valor institucional. Tal modo de enfocar las cosas no es conforme con la realidad. Ni Suetonio (Div. Aug, 7) ni Dión establecen vínculo jurídico entre el cognomen de Augustus y los poderes del empe­rador; cuando escribe sobre el resultado de la evolución producida durante los dos siglos siguientes, Dión, que insiste particularmente en los acontecimientos de enero del 27 a. C. (LIII, 2 y s. y 16), incluso especifica (LUI, 18, 2) que los nombres de César y Augusto no daban a los emperadores ningún poder particular: César indicaba, simplemente, la ascendencia que alegaban —teóricamente—, y Augusto, el brillo de su dignidad. Mejor aún, esa interpretación de algunos modernos queda desmentida por el texto mismo de las Res Gestae, que es indispensable citar íntegramente:

Durante mis consulados sexto y séptimo, tras haber terminado las guerras civiles, y encargado de todos los asuntos públicos por general consenso, deci­dí que el gobierno de la República pasara de mi arbitrio al del Senado y el pueblo romano. Por tal meritoria acción recibí el nombre de Augusto, mediante senadoconsulto. Las columnas de mi casa fueron ornadas oficialmente con laureles; se colocó sobre la puerta una corona cívica y en la Curia Julia se depositó un escudo de oro, con una inscripción recordatoria de que el Senado y el pueblo romano me lo ofrecían a causa de mis virtudes militares, mi clemencia, mi justicia y mi piedad. Desde entonces fui superior a todos en auctoritas, pero no tuve más poderes que cualquier otro de los que fueron mis colegas en las magistraturas.

Si bien el texto, demasiado conciso, no da todas las precisiones que serían indispensables, está, sin embargo, claro que no pone la auctoritas en relación únicamente con la colación del cognomen de Augustus, sino con toda una serie de distinciones de las que no concreta condiciones de atribución.

Según los calendarios epigráficos, la corona cívica fue acuerdo del 13 de enero, de seguro que por senadoconsulto; en cuanto al escudo, una copia en piedra encontrada en Arles especifica que le fue dado a Augusto cuando era cónsul por octava vez, es decir, en el 26: no es contradictorio con el texto de las Res Gestae, que menciona los consulados sexto y séptimo (28 y 27 a. C.), sino únicamente en cuanto a la restitución de los poderes al Senado y al pueblo, que hubo de exigir un proceso bastante complicado y en el que la sesión senatorial del 13 de enero fue únicamente el episodio más solemne y su coronación. La auctoritas de Augusto era la resultante de todas las recompensas que había sido el único en recibir por una acción que había sido el único en ejecutar, y el cognomen de Augustus no era sino una de ellas: cierto que el cognomen apareció, en adelante, cada vez que se le nombraba, pero la corona cívica y el escudo fueron igualmente exaltados en las monedas ante todos los habitantes del Imperio, cuya inmensa mayoría no estaba, sin duda, en situación de apreciar las sutilezas del lenguaje religioso romano. Es, en consecuencia, inútil buscar en la expresión de Augusto “Desde entonces fui superior a todos en auctoritas un sentido esotérico particular; por el contrario, es preciso subrayar cuán sensibles eran los romanos a esta mera autoridad moral. En la época republicana, la auctoritas Senatus, que daba su valor a las leyes votadas por los comicios, había sido una realidad jurídica y había suscitado disputas políticas, pero la autoridad de los grandes personajes había constituido otra realidad de no menor importancia, aunque no estuviera proclamada en ningún texto: de tal tradición se benefició Augusto, y el peso de esa autoridad fue tal que pronto harían de ella sus sucesores una fuente de derecho.

... "Me principe”.— Por tres veces, en las Res Gestae, Augusto designa su reinado con la expresión me principe (“siendo yo princeps”). No se trata de su rango de “príncipe del Senado” (princeps senatus), que la traducción griega, oficial, vierte en una perífrasis—“tuve el primer puesto en autoridad en el Senado”—, ya que nada análogo había en las instituciones griegas. Ni se trata, tampoco, del princeps cuyo papel exaltara Cicerón, pensando en sí mismo, especie de personaje que hubiera dirigido el Estado por su propio ascendiente; sin duda, la confusión era posible, pero ha de descartarse por la traducción griega, que vierte me príncipe como “siendo yo hegemón”; el hegemón no era simplemente un consejero particularmente influyente, era un jefe que mandaba: después de Queronea, Filipo de Macedonia se había hecho designar hegemón de la Liga de Corinto... La traducción griega de las Res Gestae reconoce, así, abiertamente la realidad que el texto latino disfraza; sin ser un título, la expresión tenía, empero, un valor oficial, ya que aparece también en la versión griega de un senadoconsulto del año 4 a. C., hallada en Cirene: “es decir, princeps noster (“nuestro príncipe”); y perdurará, pues la Tabula Siarensis, inscripción hallada en España, senadoconsulto relativo a los honores que habían de rendirse en memoria de Germánico, muerto el 19 d. C., llamará princeps noster al emperador Tiberio, su padre adoptivo, y los autores designarán usualmente de ese modo a los emperadores del siglo I.

Augusto, sin embargo, afectó siempre sencillez, llevando vestidos que no llamaban la atención, a menudo confeccionados por mujeres de su familia: su hermana, su esposa, su hija y sus nietas. Desde el 36 a. C. vivía en una casa que perteneciera a Hortensio, cónsul en 69 a. C., célebre por su riqueza y su gusto por el fasto; esa casa lujosa no era, sin embargo, un palacio real como los de los monarcas helenísticos y no lo fue tampoco cuando le añadió otras casas aristocráticas de las inmediaciones, pero... esa casa se encontraba en el Palatino, cerca de una vieja cabaña que pasaba por ser la de Rómulo, casi junto al templo de la Magna Mater, la diosa llegada de tierra troyana, y aún fue mejor cuando, herida por el rayo una parte de su casa, Octavio no la hizo reconstruir, sino que hizo edificar, en su lugar, el templo que había prometido a Apolo tras la derrota de Sexto Pompeyo y del que hizo la dedicación en el 28, tres años después de que el dios le asegurase la victoria definitiva en Accio. El templo sí fue de lujo excepcional y el elemento esencial de un gran conjunto que comprendía un vasto pórtico adornado con las estatuas de las cincuenta Danaidas, una biblioteca latina y otra griega; un pasaje unía directamente la casa del príncipe a tal conjunto y Augusto convocó cada vez más a menudo al Senado, quizás en el templo, más probablemente en una de las bibliotecas que, por tanto, eran, también, edificios sacros, templos, cuyo emplazamiento había sido delimitado según ritos augurales. Cuando fue sumo pontífice, el 12 a. C., añadió al conjunto un santuario de Vesta, capilla o altar, ya que el sumo pontífice debía residir cerca de la diosa, pero no quiso ir a instalarse en la domus publica (casa-pública), cerca de la Casa de las Vestales y del templo de la diosa, que albergaba el fuego sagrado de la Ciudad.

A pesar de tal modestia afectada, todo ello revelaba la realidad: de hecho, el régimen augusteo fue, desde el comienzo, una monarquía absoluta y las etapas de su instauración no fueron sino arreglos sucesivos; por otro lado, la obra que las Res Gestae describen es, desde luego, la de un monarca absoluto.

II- LAS ETAPAS

Los consulados de Augusto

Augusto fue cónsul trece veces:

— El 43 a. C.

— El 33 a. C.

— Todos los años entre el 31 y el 23 a. C.

— El 5 a. C.

— El 2 a. C.

El primer consulado de Octavio, en el 43, fue un consulado sufecto tras la muerte de Hircio y Pansa. Al no reunir los requisitos necesarios, obligó al Senado, con amenazas, a consentir en la elección, pero la formación del II Triunvirato, verdadera dictadura de tres, quitó enseguida cualquier importancia real al consulado, al que renunció; la situación institucional era la misma en el 33 y no había ejercido el consulado más que unas horas del 1 de enero. En los años 31, 30 y 29, Octavio seguía beneficiándose, de hecho, del poder triunviral y podía apoyarse en el juramento (iusiurandum) que le habían prestado Italia y las provincias de Occidente antes de la guerra, del que parece que nunca las desvinculó, y, probablemente, en otro análogo prestado por las de Oriente tras la derrota y desaparición de Antonio; había podido, pues, sin riesgo no conservar el consulado sino durante una parte del año. Por el contrario, lo ejerció durante todo el año entre el 28 y el 24, así como su colega.

Importancia de los años 29-27.— En el 28 y el 27, el colega de Augusto fue Agripa, cónsul por segunda vez en el año 28 y por tercera en el 27; hay que añadir que ya eran cónsules designados durante los últimos meses del 29 y que la tradición daba a éstos particular importancia, ya que eran los primeros en ser consultados en las deliberaciones del Senado. Tras su regreso a Roma, Octavio, pues, tuvo interés en ejercer la más alta magistratura y en hacerlo con su colaborador más seguro: lo que manifiesta claramente que asentó las bases del nuevo régimen a lo largo de esos años. Parece haber encarado entonces tres objetivos políticos: reforzar su prestigio, evitar o disminuir las posibles oposiciones y hacerse con las instituciones. En adelante nunca renunció a tales preocupaciones.

Un año después de la toma de Alejandría, Roma vio desarrollarse una extraordinaria sucesión de ceremonias. Fueron, primero, tres triunfos celebrados por Octavio.

El triunfo era la más esplendorosa ceremonia de la antigua Roma. El general vencedor subía solemnemente al Capitolio, seguido por su ejército, para dar gracias a Iuppiter Optimus Maximus, para ello era preciso que el Senado le otorgase autorización para penetrar en el interior del Pomoerium, que ningún general investido del imperium militiae ni ningún ejército podían franquear de otro modo. Los grandes rasgos de la ceremonia estaban fijados por la tradición: el cortejo se formaba fuera de la Ciudad, en el Campo de Marte, y después la cruzaba, girando en torno al Palatino por el Forum Boarium, el Circus Maximus, la Via Sacra y el Forum, y el Clivus Capitolinus. Los magistrados y el Senado, los animales destinados al sacrificio, el botín llevado en andas y, por fin, los prisioneros de nota, precedían al triunfador. Éste avanzaba sobre una cuadriga y era la imagen del dios mismo a quien iba a rendir homenaje: revestido con la toga picta, de púrpura bordada en oro, sostenía en la mano izquierda un cetro de marfil rematado por un águila y, en la derecha, la palma que depositaría sobre las rodillas del dios; llevaba el rostro enrojecido como la vieja estatua de terracota que había estado en la celia central del Capitolio hasta el incendio del 83 a. C., ceñía una corona de laurel, sus hijos pequeños iban junto a él, en su mismo carro, y los que tenían edad para hacerlo montaban los caballos del tiro. Tras el triunfador, avanzaban las legiones: los soldados iban coronados también con laurel, entonaban cánticos triunfales y lanzaban pullas a su jefe. Al pie del Clivus Capitolinus, los jefes prisioneros eran arrastrados hasta la prisión cercana, en cuyo seno eran estrangulados en el Tullianum, si el general no les había hecho gracia de la vida; éste bajaba de su carro en igual sitio para subir a pie el Clivus Capitolinus.

Desde el siglo II a. C., la tradición había sufrido muchos cambios. El Senado había aceptado otorgar triunfos complacientemente a generales que no los merecían, pues todos éstos eran senadores e intervino el corporativismo senatorio. Se había encarecido exageradamente la exhibición del botín: a las armas, al oro y a la plata se habían añadido las obras de arte presas al enemigo, cuadros y estatuas que representaban o simbolizaban episodios de la guerra; el botín había permitido a los generales hacer repartos varios a los soldados y al pueblo y ofrecer juegos cada vez más suntuosos. El desfile del triunfo de Emilio Paulo tras Pidna duró tres días, y el de Pompeyo en el 61, dos. César prefirió acumular los triunfos en pocos días: en agosto-septiembre del 46 celebró cuatro, sobre la Galia, Egipto, el Ponto y Africa. Para realzar los suyos, Octavio empleó el mismo procedimiento que César; si sólo celebró tres, lo hizo en tres días consecutivos, 13, 14 y 15 de agosto del 29. El primero se le otorgó por sus campañas personales del 35 y el 34 contra los panonios y los dálmatas; su celebración se difirió hasta entonces. El del 14 de agosto celebraba Accio, aunque no había concluido con la guerra, y el del 15, la derrota de Egipto, que fue consumada sin ninguna gran batalla, puesto que la misma Cleopatra hizo caer sus defensas. Dieciséis años antes, César había hecho desfilar ante su carro a una reina de Egipto cautiva, Arsinoe, hermana y rival de Cleopatra; esta vez, la reina de Egipto sólo figuraba en efigie, representada en su lecho de muerte; ante el carro iban sus dos gemelos, de nombre prestigioso, “los reyes Alejandro Helios y Cleopatra Selene, encadenados por el cuello con cadenas de oro”: ¿podrían olvidar los romanos que eran los hijos de Marco Antonio, triumvir reipublicae constituendae, que esa guerra acaso no había sido una guerra “justa” (iustum bellum) y que el Bellum Alexandrinum de César había sido muy otra cosa que el Bellum Alexandrinum de Octavio?

César celebró un quinto triunfo en octubre del 45, después de Munda: triunfo impío, pues el ejército vencido era romano, al menos por sus jefes y mandos superiores; el mismo día, el joven Octavio, de quien se ignoraba que el dictador lo hubiese adoptado en testamento, pero que se había unido a él en Hispania y al que éste había conferido los dona militaría, desfilaba tras su carro; en el 29, el vencedor tampoco tenía hijos, pero sobre los caballos de su tiro caracoleaban su sobrino, Marcelo, hijo de su hermana Octavia, y su hijastro, Tiberio, hijo mayor del primer matrimonio de su esposa, Livia.

Tres días más tarde, el 18 de agosto del 29, se dedicó el templo del Divino Julio. Fue elevado sobre el Foro, en el lugar mismo en que el cuerpo del dictador fuera incinerado, en marzo del 44, en medio de una intensa emoción popular; la fachada se había dispuesto para servir de tribuna y había sido adornada con los rostra de las naves capturadas en Accio, que, así, daban frente a los de las naves capturadas en Anzio tres siglos antes. El 28 de agosto se inauguró la nueva Curia, cuya construcción iniciara César: en adelante, la sala de sesiones del Senado ya no llevaría el nombre de un viejo rey de Roma, ya no .sería más la Curia Hostilia, sino la Curia Iulia; contra la pared del fondo, tras el escaño destinado a las sillas curules de los magistrados presidentes, se instaló una estatua de la Victoria que Octavio había traído de Tarento: el 28 de agosto se dedicó a la diosa un altar, situado ante ella; al entrar en la Curia para participar en una sesión, cada senador tendría que honrarla haciendo arder una pizca de incienso en el altar: ¿cómo no pensar, cada vez, que esa Victoria era la de Octavio—pronto, la de Augusto—, de modo que el gesto pío era, en realidad, un gesto de obediencia? Siguiéronse unos juegos, cuya suntuosidad rivalizó con la de los del 46, que acompañaron a los triunfos de César. En éstos, los romanos habían visto aparecer, por vez primera, una jirafa: en los del 29 vieron, por vez primera, un rinoceronte y un hipopótamo.

Todo ello había de mostrar a la opinión cuán falaces eran los infundios que sus adversarios habían propalado sobre las virtudes militares de Octavio. En el mismo año, Virgilio concluía sus Geórgicas, celebrándolas:

Esto canté sobre labrar la tierra y sobre los ganados y los árboles, en tanto que César, rayo de la guerra, magnífico, fulmina sobre el Eufrates y vencedor da leyes a los pueblos que gustosos le acatan y se abre nueva senda hacia el Olimpo (IV, 559-562. Trad. Lorenzo Riber).

¿Creyeron verdaderamente los contemporáneos que el nuevo César había guerreado en el Eufrates —esto es, contra los partos— cuando su viaje de vuelta de Egipto a través de Siria?

Las masas, civiles y militares, fueron en verdad más sensibles a esta propaganda que la nobilitas. Y acaso lo fueron más aún a las generosidades financieras con que Octavio pudo obsequiar las gracias a los tesoros de Egipto. Unos 120.000 veteranos, ya instalados como colonos, recibieron mil sestercios por cabeza y la plebe romana, cuatrocientos por individuo; pero los congiarios que Augusto repartió durante su reinado nunca tuvieron menos de 250.000 beneficiarios. Los soldados desmovilizados tras la guerra ya habían recibido dinero, sobre todo tras la toma de Alejandría; y ahora recibieron, en Italia o en provincias, tierras por las que se indemnizó a los propietarios. Octavio rechazó el aurum coronarium que le ofrecían las Ciudades itálicas, pagó sus deudas y despreció la recuperación de sus préstamos.

Puesto que los senadores y caballeros que habían tomado parte en la guerra recibieron, también, sustanciosas gratificaciones tras la toma de Alejandría, semejante aflujo de dinero provocó en Roma y en Italia una crisis inflacionista: los precios subieron y, en particular, los de la tierra, que parece se duplicaron, mientras que el costo del dinero se hundía, según se dice, en dos tercios. Los historiadores, Suetonio (Aug., 41), Dión (LI, 21), Orosio (VI, 19), anotaron estas consecuencias que llamaron la atención de los contemporáneos, pero éstos tuvieron reacciones muy distintas de las que nos son usuales, pues los antiguos sabían sobre todo, hasta entonces, de los efectos por falta de signos monetarios; en la vida ordinaria, el dinero líquido faltaba a menudo, por lo que se estaba constantemente obligado a recurrir a préstamos, que no eran sino anticipos de tesorería, pero cuyos intereses eran siempre muy altos: se entiende que se alegraran por la caída de la tasa. Para cubrir sus gastos importantes, las personas ricas se veían a menudo obligadas a vender sus tierras, lo que sin duda explica por qué la Antigüedad apenas conoció el apego sentimental al suelo heredado de los mayores: la subida de precios, ya que había menos gente obligada a vender tierra mientras que había mucha más que podía comprar (sobre todo, el vencedor para sus soldados), dio a los propietarios la impresión de que se habían enriquecido de golpe. Todos agradecieron a Octavio semejante desahogo financiero.

El censo del 28 a. C.— La puesta en orden del Estado necesitaba la realización de las complicadas operaciones del censo, a las que hubo de precederse durante el 30-29, y que, probablemente, no se habían desarrollado de modo serio desde hacía mucho tiempo. No se podía esperar un lustro más: los cónsules del 28, Octavio y Agripa, recibieron, pues, los poderes censorios y censaron a 4.063.000 ciudadanos. El número de caballeros, otrora limitado a los efectivos de las dieciocho centurias ecuestres (esto es, a unos miles), había sido ampliamente sobrepasado por los nombramientos arbitrarios hechos por César y los triunviros; hubo, ciertamente, una depuración sin que por ello se volviese al número normal: los autores antiguos no hablan de ello, pues en el nuevo contexto los caballeros no podían desempeñar el papel político que les había sido propio en el último siglo de la República y aún no era posible adivinar el que el Imperio, poco a poco, iba a reservarles.

El caso de la nobilitas era análogo, pero mucho más importante, ya que era imposible suprimir el Senado o despojarlo abiertamente de su papel tradicional. Los verdaderos nobles estaban indignados por ser mezclados en la Curia con tantos ciudadanos romanos de fecha reciente y con tantas gentes a quienes sus costumbres u honorabilidad hacían indignas de sentarse en él: les importaba, antes que nada, que una depuración seria restituyese al Senado su dignidad y, en consecuencia, su autoridad; sin embargo, hubiera sido peligroso eliminar de modo demasiado brutal a gentes entre las que algunas podían ser temibles por motivos variados. Octavio soslayó la dificultad haciendo saber que aceptaría las peticiones de quienes no deseasen ser inscritos de nuevo en el album senatus e hizo sugerir discretamente que se aprovecharan de ello a aquéllos de cuya presencia quería desembarazar al Senado; hubo cincuenta dimisiones voluntarias y ciento cincuenta forzosas; es probable, sin embargo, que el número siguiera siendo superior al legal de seiscientos miembros.

Muchos partidarios de Octavio que desempeñaron un papel notable a su lado durante el II Triunvirato no procedían de la nobleza republicana y muchos eran, probablemente, itálicos de origen cuyos padres o abuelos no habían recibido la ciudadanía romana sino al término de la Guerra de los Aliados. Debían a Octavio, a la vez, su carrera y su fortuna, pero algunos podían, también, volverse peligrosos si tenían la impresión de que la victoria había puesto fin a su ascenso: tenían riqueza y les hacían falta también dignidades que los pusieran, a ellos o a sus hijos, en pie de igualdad con los representantes de las viejas familias. Por fortuna, quedaban dignidades cuyo presti­gio no se correspondía con la importancia real que aún conservaban: los sacerdocios y las sodalidades. Desde el 29, Octavio podía nombrar sacerdotes fuera de cupo y, también, con autorización del Senado, nuevos patricios. Utilizó ambas posibilidades, con discreción, para no envilecer tales dignidades. Sin embargo, para estos hombres de guerra, al igual que para todos los romanos, el culmen de una carrera era el triunfo; durante el II Triunvirato se había otorgado a menudo, primero, a antiguos lugartenientes de César y, luego, a partidarios de Octavio o de Antonio: se vieron tres en el 34 y en el 33; no hubo ninguno desde el 32, salvo los tres de Octavio en agosto del 29; hubo tres en el 28 y habría otros dos en el 27, entre ellos el de M. Licinio Craso. Con ocasión del que Carrinate celebró el 14 de julio del 28 de Gallis se recordó, entre sonrisas, que el viejo cesariano tendría que haber sido excluido de todo cargo, al ser hijo de un proscrito por Sila.

El de M. Liriain Craso suscitó una crisis. El personaje no era sólo miembro de una de las gentes de la más encumbrada nobilitas, sino, ante todo, el nieto del triunviro del I Triunvirato, cuyo nombre llevaba; primero se había unido a Sexto Pompeyo; luego, a Antonio; y su apoyo, poco antes de Accio, a Octavio pareció a éste tan precioso que lo tomó como colega de consulado en el 30; a continuación fue procónsul de Macedonia, donde cobró fama en combates acres pero, en definitiva, victoriosos contra los pueblos bárbaros que hostigaban los confines nororienteles de la provincia; bastarnos, géticos y tracios. Reclamó no sólo el derecho a celebrar un triunfo, sino el depositar los spolia opima en el templo de Júpiter Feretrio: se llama así a los despojos tomados por un general romano del cuerpo de un jefe enemigo muerto por su propia mano. Sólo se conocían tres casos: el de Rómulo, que había matado a un rey sabino; el de Coso (Cossus), tribuno militar o cónsul, que había matado a un rey de Veyes; y el del cónsul M. Claudio Marcelo, que, en el 222 a. C., había matado a un rey de los ínsubros; César había recibido el derecho a depositar en el templo despojos opimos ficticios. ¿Podía aceptar Octavio que Craso se beneficiase de un honor militar que lo acercaría a Rómulo y César, cuando se había omitido concedérselo a él mismo, así fuera ficticiamente? Por suerte, los ejemplos eran tan antiguos que no se sabía demasiado bien en qué condiciones merecían los despojos ser tenidos por opimos, lo que permitió sofocar la petición con argucias y, finalmente, el Senado no concedió sino el triunfo, denegando al tiempo la salutación a Craso como imperator. Quizás muriera al poco, ya que no se le vuelve a mencionar luego.

Sin embargo, la alarma fue intensa, al evidenciarse que Augusto podía encontrar rivales a su prestigio militar. Era preferible evitarlo y, en lo sucesivo, el triunfo fue concedido muy raramente.

Los comicios no podían reunirse sino por convocatoria del magistrado que había de presidirlos, cónsul o tribuno de la plebe, según el caso. Augusto ocupaba uno de los puestos consulares y el otro, uno de sus partidarios, por lo que el primer caso no suponía ningún peligro; en cuanto a los tribunos, hubiera sido difícil para cualquiera de ellos alzarse abiertamente contra él, pues, sin ser tribuno, Augusto poseía, no obstante, la potestad tribunicia.

La lectio senatus del 28 había permitido a Octavio inscribirse al frente de la lista senatorial; se había convertido en princeps senatus (el primero del Senado), lo que le daba derecho a ser consultado en primer lugar en las deliberaciones: prerrogativa importante, pues la opinión del princeps tenía tradicionalmente mucha influencia sobre sus colegas y aún la tendría mayor en este caso al verse su peso acrecido con toda su auctoritas personal.

La comedia de enero del 27 tuvo una consecuencia más importante aún. En respuesta al desinterés mostrado por Octavio el día 13, el Senado no se contentó con responder mediante los honores excepcionales que le confirió, sino que le suplicó que continuase ayudándole a gobernar el Imperio y Augusto aceptó. El Senado volvió a hacerse cargo de la admi­nistración de las provincias completamente pacificadas y a las que no amenazaba ningún peligro exterior, más algunas otras a las que la tradición daba importancia particular, como Africa y Macedonia. Augusto se encargó de la defensa del imperio y siguió en consecuencia asumiendo el mando del ejército romano y de las legiones, en particular; y, por ende, de la administración de las provincias en las que las tropas estaban estacionadas, en su mayoría fronterizas o, al menos, conquistadas hacía poco, tales como las de Hispania —ya que una parte de la Península Ibérica estaba aún fuera del dominio romano—, Galia y Siria: ostentó en estas provincias el imperium proconsular; pero, como no podía estar efectivamente presente de modo permanente, se hizo representar en ellas por legados a quienes escogió personalmente: así nació la distinción entre provincias senatoriales e imperiales. La lista establecida en el 27 sufrió cambios bastante pronto: la Narbonense, por ejemplo, primero imperial, fue enseguida senatorial, y otros cambios habían de verificarse durante el Alto Imperio, pues nuevas provincias se añadieron a las de época de Augusto y, de modo general, el número de provincias imperiales no dejó de crecer. Por tradición, conservaron los gobernadores de las provincias senatoriales el viejo título de “procónsul”, pero como ya no tenían legiones a quienes mandar, bastó con elegirlos de entre los ex pretores, con muy pocas excepciones: los procónsules de Asia y Africa, sobre todo. Por el contrario, los “legados de Augusto”, que mandaban, de hecho, los ejércitos más importantes del Imperio, fueron elegidos de entre los ex cónsules; pero como no eran sino legados de un procónsul (Augusto) y no podían situarse a su mismo nivel, se les dio el título de “legados propretores”, como a los legados de rango pretoriano, lo que recordaba a los propretores que habían administrado determinadas provincias a finales de la República.

Es preciso, no obstante, que este cuadro demasiado esquemático dé cuenta de todo, ya que los hechos institucionales romanos nunca son sencillos. El procónsul de Africa, por ejemplo, conservó un tiempo el mando efectivo de un ejército que comprendía una legión, la III Augusta, y, por el contrario, sucedió que todas las legiones fuesen retiradas de una provincia imperial y que el emperador, no obstante ello, la conservase: su legado en ella era, entonces, reclutado por lo general de entre los ex pretores. Detectar todos estos cambios constituye para los historiadores modernos una tarea a menudo difícil.

Augusto, probablemente, no había recibido su imperium. proconsular sino por diez años, y no sabemos si con la calificación de maius, es decir, proclamado superior al de los procónsules; pero, de todas formas, lo era en efecto, gracias a su auctoritas, a sus poderes de cónsul y a su función de príncipe del Senado: los raros procónsules que creyeron poder actuar sin tenerlo en cuenta, con igual desembarazo que los de época republicana, lo advirtieron rápidamente. De hecho, desde el 27, Augusto fue el dueño del Imperio entero.

Octavio hizo comenzar en el 28 la construcción de la tumba que destinaba a albergar sus restos y los de su familia, símbolo de la realidad que se instauraba. Seguía, así, una moda de ostentación que se desarrollaba en la aristocracia romana de la época: sus más célebres testigos son, para nosotros, la tumba de Cecilia Metela, en la vía Apia, y la pirámide de Cayo Cestio, incorporada, tres siglos más tarde, a la Muralla de Aureliano; pero la tumba de Octavio iba a ser verdaderamente gigantesca y dominaría con su mole el Campo de Marte, del que las construcciones de Agripa hacían, cada vez más, lugar favorito de paseo para los romanos. Sería, en verdad, la tumba de un monarca y de su dinastía.

Los consulados del 26 al 23

El 1 de enero del 26, Augusto asumió su octavo consulado, pero su colega ya no era Agripa, sino T. Estatilio Tauro, cónsul por segunda vez. En el 25 tuvo por colega a M. Junio Silano; en el 24, a Norbano Flacco y en el 23, a Aulo Terencio Varrón Murena. Tales cambios anuales mostraron que la gran reorganización había concluido; la recluta, bastante variada, de sus colegas atestiguaba en igual dirección: Estatilio Tauro no pertenecía a la vieja nobilitas, era, probablemente, de origen lucano, pero había sido el mejor colaborador militar de Octavio, después de Agripa, y las legiones puestas bajo su mando lo habían proclamado por tres veces imperator y gozaba, desde el 30, del derecho a designar, cada año, a uno de los pretores. Silano era miembro de la nobilitas y su actitud había sido fluctuante, ya que se había vinculado sucesivamente a Lépido, a Antonio y a Sexto Pompeyo y, luego, de nuevo, a Antonio, pero había sabido cambiar a tiempo. El padre de Norbano había sido uno de los generales del partido cesariano en Filipos y su mujer era hija y nieta de dos ilustres cesarianos, los dos L. Cornelio Balbo, de origen gaditano. Terencio Varrón Murena se hurta más a la indagación histórica, pero, cuando menos, era cuñado de Mecenas...

Más aún, a lo largo del 27, Augusto dejó Roma para ir a la Galia y a Hispania, de donde no regresó hasta el 24. Durante tan larga ausencia, pudo tenerse la impresión de que Roma había vuelto a encontrar su libertad; no obstante, el otro cónsul del año permaneció en ella y, bien fuese Agripa —a fines del 27—, bien Tauro, Silano o Flacco, se trataba de un leal; Murena, sin duda, pasaba también por tal.

Quizás Augusto quiso tomar precauciones suplementarias situando junto al cónsul a otro partidario suyo. En el 26, en efecto, nombró prefecto de la ciudad (praefectus urbi) a Valerio Mésala Corvino. Antaño, en ausencia del rey o de ambos cónsules, Roma era confiada temporalmente a un personaje con ese título, pero desde la creación del primer pretor no se nombraba prefecto de la ciudad sino para el día de las Ferias Latinas, en que, al poco de tomar posesión, los dos cónsules, acompañados por todos los magistrados, iban a ofrecer un sacrificio a Iuppiter Latiar en la cima más alta de los Montes Albanos; tal prefecto no tenía función de importancia y se elegía de entre los más jóvenes nobles. Octavio mismo había sido designado prefecto de la ciudad por César. Acaso quiso en el 26 resucitar la función con su importancia de antaño, pero fue un fracaso: tras haber sido partidario de Antonio, Valerio Mésala contribuyó ampliamente a la propaganda octaviana en su contra, por lo que se trataba, asimismo, de un leal; pero Mésala renunció a sus funciones a los pocos días, declarando que ignoraba en qué consistían ni cómo ejercerlas, según Tácito, o porque las encontró contrarias a la constitución, según San Jerónimo; a decir verdad, ambas explicaciones se complementan más que contraponerse y se comprende bien tal reacción por parte de un miembro de la alta nobilitas. Puede sospecharse, también, que hubieran surgido inmediatamente dificultades entre él y el cónsul Estatilio Tauro.

Si este intento se saldó con un fracaso, Augusto había tomado otras precauciones, dejando en Italia a Mecenas y, sobre todo, a Agripa; éste, en el 26, hizo la dedicación de los saepta, el gran recinto monumental destinado a las votaciones comiciales; César había decidido su construc­ción, Lépido los había empezado y fue Agripa quien los terminó: era, evidentemente, un acto de deferencia para con los comicios, pero fueron llamados Saepta Iulia, en honor de Augusto. Por esa época, Agripa se ocupó igualmente de otras construcciones en Roma, que alzó a su costa, y terminó el Panteón: era un edificio muy distinto del que vemos hoy, que sólo data de Adriano; tenía probablemente la planta rectangular tradicional de los templos romanos y ya estaba dedicado “a todos los dioses”, pero en la celia estaban las estatuas de Venus y de Marte, protectores de la Gens Iulia, y la del Divus Iulius; estaban, aunque sólo en el vestíbulo, las de Augusto y Agripa, aunque la cercanía sugería claramente que el hijo había heredado algo del carácter divino de su padre.

En el 25, fue Agripa quien presidió la boda de Julia, hija única de Augusto, con su primo Marcelo.

El 1 de enero del 24, el Senado ratificó por juramento las actuaciones de Augusto, como ya hiciera en el 29. Más tarde, el emperador fue eximido de la aplicación de las leyes, o quizás de algunas sólo. A su llegada, cuya fecha ignoramos, se le concedieron nuevos honores y, sobre todo, se concedieron a Marcelo, y a Tiberio.

C. Claudio Marcelo, cuyo padre fuera cónsul en el 50, tenía dieciocho años: con derecho de asiento en el Senado entre los ex pretores, recibió la edilidad el año 23 y el derecho de aspirar al consulado diez años antes de la edad legal, que, probablemente, era ya de treinta y tres arios. Tiberio Claudio Nerón, nacido del primer matrimonio de su madre, Livia, tenía, igualmente, dieciocho años; recibió el derecho de aspirar a todas las magistraturas con cinco años de anticipación, y la cuestura en el 23. Por sus familias, estos jóvenes pertenecían a la más alta nobilitas, pero si recibían tales favores era, evidentemente, a causa de sus vínculos con Augusto, que ya les había hecho montar los caballos de su carro triunfal en agosto del 29.

Marcelo resultaba claramente favorecido y no podía olvidarse que era hijo de la hermana de Octavio, mientras que éste no fue sino nieto de la hermana de César: la situación y la comparación imponían la idea de que Augusto pensaba en asegurar su sucesión y que para ello había elegido a Marcelo; Augusto tenía, en efecto, treinta y nueve años; tras catorce, su matrimonio con Livia continuaba estéril y parecía resignado a ello, pero durante su estancia en Hispania había estado gravemente enfermo. Mas la idea misma de sucesión planteaba dos graves cuestiones.

La acumulación de poderes de que gozaba Augusto era estrictamente personal, por lo que la primera era saber si tal acumulación sería conferida a otro personaje tras su fallecimiento; es decir, si la monarquía de hecho que había organizado en su beneficio sería el régimen permanente de Roma. La segunda, en tal caso, sería saber quién iba a ser tal personaje: Augusto parecía escoger a Marcelo, pero ¿por qué a ese jovencito a quien nadie, sino su nacimiento, designaba y no a uno de los colaboradores de Augusto a quienes debía su victoria? Otros podían pensar también en Tiberio, que estaba prometido o acaso ya casado con Vipsania, una hija de Agripa, el cual tampoco tenía hijo varón.

De todo ello resultó una crisis que estalló en el 23; sus detalles son poco conocidos, pero es segura su gravedad.

El procónsul de Macedonia, M. Primo, personaje oscuro, fue acusado de haber hecho la guerra a un rey tracio sin haber recibido tal misión del Senado. Primo se escudó tras unas instrucciones que pretendió le habían sido entregadas por Augusto; Augusto acudió al tribunal para desmentirlo: con ello, quedaba de manifiesto la delicada situación de los procónsules de las provincias senatoriales a su respecto. ¡Dión Casio pretende, incluso, que Primo había alegado instrucciones de Marcelo! Es inverosímil, pero es posible que corriera el rumor. Primo fue condenado, aunque ignoramos a qué.

Fue descubierta una conspiración que preparaba el asesinato del princeps. Estaba dirigida por un tal Fanio Cepión, fiel a la República, pero también participaron cesarianos y, en particular, el propio colega de Augusto en el consulado, Varrón Murena, que había defendido a Primo y no se guardaba de deplorar lo sucedido. Esta mezcla de republicanos y cesarianos aliados para atentar contra la vida de Augusto recordaba la conjura que había abatido a César veintiún años antes; mostraba que, a su vez, Augusto empezaba a enajenarse a algunos de sus partidarios a causa de su política. Los conjurados huyeron, fueron condenados al exilio y, al poco, se les dio muerte en sus lugares de refugio. Cuando se descubrió la conjura, Mecenas dio aviso a su mujer, Terencia, hermana de Murena; su indiscreción implicó una cierta caída en desgracia y desde entonces ya no desempeñó un papel tan importante. Empero, Augusto no renunció a su política de captaciones: el cónsul sufecto que sustituyó a Murena fue Cneo Calpurnio Pisón, aliado reciente que hasta entonces había sido tenido al margen.

Poco después, Augusto cayó de nuevo muy gravemente enfermo. Creyendo que iba a morir, hizo llevar al cónsul Pisón los documentos oficiales que guardaba, pero entregó su anillo a Agripa: el anillo servía como sello y autentificaba los escritos emanados de una persona, con lo que Augusto autorizaba, al obrar así, a Agripa a actuar en su nombre. Pero nadie sabía qué contenía su testamento.

Después de la crisis del 23 a. C.

Augusto, contra todo lo esperado, se restableció: se atribuyó la curación a la enérgica medicación, a base de baños fríos, del médico Antonio Musa, y sin duda la debió a la verdadera solidez de su constitución; en todo caso, su salud fue excelente durante el resto de su vida. La crisis había revelado la debilidad oculta del régimen: todo dependía de la vida del príncipe y, si éste desaparecía, la constitución republicana retomaría su normal funcionamiento y habría de nuevo dos cónsules verdaderamentee iguales, puesto que quien reemplazase a Augusto no tendría su auctoritas, y Roma caería de nuevo en la anarquía y las guerras civiles. Era preciso reaccionar, reforzar aún más la situación constitucional del príncipe, asegurarle un apoyo eficaz y preparar su sustitución de . hecho, ya que no podía hacerse en derecho, salvando, a la vez, las apariencias.

El 1 de julio del 23, Augusto renunció al consulado. Fue sustituido por L. Sestio Albino, otrora amigo de Bruto, que no se ocultaba para rendir culto a su memoria: la política de captaciones, pues, continuaba.

Como contrapartida por el abandono del consulado, Augusto lucró en adelante un imperium maius et infinitum. En principio, seguía siendo un imperium proconsular, pero en adelante fue oficialmente superior al de los procónsules de las provincias senatoriales, que habrían de inclinarse ante él. Se admitió, incluso, que se extendiese a Roma, donde la auctoritas de Augusto le daría, evidentemente, valor superior al del imperium de los cónsules; empero, Augusto no tomó el título de procónsul en Roma y sus sucesores tampoco, durante largo tiempo. Teóricamente, este imperium seguía siendo el que se le concediera en el 27 para diez años, pero fue expresamente renovado.

El 1 de julio del 23, Augusto renovó su potestad tribunicia, adjudicándole el número 1; la renovó, luego, de año en año, en igual fecha. Esta nueva manera de entenderla y la elección del día en que renunciara al consulado como punto de partida del nuevo cómputo, mostraban bien que le concedía, desde entonces, importancia mucho mayor y que, en cierto modo, iba a sustituir al consulado en su sistema. Los tribunos de la plebe estaban protegidos por la sacrosantidad, que permitía dar muerte sin proceso judicial a quienquiera que les hubiera hecho violencia: ya se había aplicado, quizás, al joven Lépido y a los cómplices, verdaderos o supuestos, de Cepión, pero parece que Augusto aún no había recurrido a los dos grandes derechos políticos de los tribunos: el derecho de veto (ius intercessionis) y el ius auxilii. El derecho de veto emanó, inicialmente, de la sacrosantidad; a fines de la República permitía a un tribuno oponerse a cualquier acción de un magistrado, impedir la reunión de los comicios o del Senado o la ejecución de sus decisiones: la consecuencia indirecta era que las autoridades legales no podían hacer prácticamente nada contra la voluntad de un tribuno. Que Augusto pudiese oponer su veto tenía, pues, como consecuencia que nada pudiera ser hecho sin su acuerdo y que pudiese eludir la impopularidad de ciertas medidas que estimase necesarias endosando su responsabilidad a terceros que las hubieran propuesto por sugerencia secreta suya. En cuanto al ius auxilii, era el derecho de prestar ayuda a cualquier ciudadano amenazado por obra de los magistrados. Augusto, al ser patricio, no podía ser tribuno de la plebe, de modo que los diez tribunos no eran sus colegas y su potestad tribunicia, por el mero hecho de ser suya, era supe­rior a la de ellos. Además, en tanto que la de éstos sólo era aplicable en Roma, se admitió que la de Augusto se aplicase en todo el Imperio y a todos sus habitantes que, así, podrían invocar su ius auxilii, se convertía en el protector de todos, lo que le permitía intervenir no importaba dónde ni en qué ámbito. En suma, pues, la potestad tribunicia por sí misma le daba, de hecho, un verdadero poder absoluto en todo el Imperio.

Los restantes poderes de Augusto.— El régimen no iba a sufrir modificaciones importantes durante el resto del reinado, pero Augusto recibió aún, a continuación, otros poderes cuya lista es imposible establecer ni, menos, su cronología cierta.

En el 19 recibió el derecho a llevar las insignias consulares de por vida y el ius edicendi, este derecho de emitir edictos pertenecía a los magistrados; los edictos tenían fuerza obligatoria en el plazo de su magistratura: el más importante era el del pretor urbano, que a finales de la República se había convertido en una de las principales fuentes del derecho civil; en el caso de Augusto, el ius edicendi constituía un verdadero poder legislador.

La Lex de imperio Vespasiani, que confirió de vez los poderes imperiales a Vespasiano refiriéndose a los que poseyeran Augusto, Tiberio y Claudio, enumera, en la parte que nos ha llegado, el derecho a realizar tratados, el de reunir al Senado y someterle asuntos, el de recomendar al Senado y al Pueblo candidatos a las magistraturas, a un imperium o a una curatio (cargo); tales candidatos serían elegidos obligatoriamente. Lo que es más, Vespasiano, como sus tres antecesores, tendría el derecho y el poder (ius potestasque) de hacer cuanto estimase conforme a los usos de la República y a la majestad de las cosas divinas y humanas, públicas y privadas... Augusto tuvo también, con certeza, el derecho de otorgar la ciudadanía, que tanto emplearan los grandes generales desde la Guerra de los Aliados y, sobre todo, César, así como el de fundar colonias.

A ello se añadieron ciertos cargos peculiares. Desde el 22, cuando se produjo hambruna en Roma, hubo manifestaciones intentando lograr que se le confiriera la dictadura, lo que prueba que la opinión popular aún no tenía conciencia de vivir bajo un régimen monárquico: Augusto la rehusó, pero aceptó encargarse de la anona (annona), es decir, del abastecimiento de trigo a Roma. Más tarde, se encargó de la lucha contra incendios en la ciudad, del mantenimiento de sus acueductos y de los edificios públicos y sacros de la Vrbs y del mantenimiento de las carreteras de Italia, lo que obligó a crear otros tantos servicios, cada uno de los cuales tiene su propia historia.

La hora de los coadjutores.— La edilidad de Marcelo en el 23 había sido de un fasto excepcional y, en particular, sus ludi Romani, celebrados en honor de Júpiter del 4 al 12 de septiembre: todo el mundo le atribuía la gloria en solitario, sin pensar en el segundo edil curul, su colega, pues se sabía que era Augusto quien pagaba los gastos y, a pesar de las marejadas que habían agitado el mundo político, la opinión popular veía cada vez más en Marcelo al sucesor designado de su tío. Bruscamente, el joven murió en Bayas, antes de fin de año, víctima de una epidemia. Desaparecido así, antes de poder actuar, se hizo célebre por las quejas que Virgilio puso en boca del viejo Anquises (Aen, VI, 883-886):

«¡Ay, joven, digno de tanta pena! ¡Si llegas a romper los duros hados, tú serás Marcelo! ¡Traed lirios a manos llenas! ¡Dejadme esparcir purpúreas flores, que al menos acumule estas ofrendas sobre el alma de mi nieto y le tribute este homenaje inane...» (Trad. G. Fatás).

La tumba, alzada por Augusto en el Campo de Marte, estaba concluida hacía dos años; las cenizas de Marcelo fueron las primeras que se de­positaron.

De nuevo, Agripa.

Después del 1 de julio del 23, pero antes de la muerte de Marcelo, Agripa había salido para Oriente, investido de un gran mando, y se estableció en Lesbos. Corrió el rumor de que se trataba de una caída en desgracia disimulada, resultado de la pugna que se desarrollaba secretamente en el entorno del princeps entre Marcelo, apoyado por Octavia, y Agripa, acaso apoyado por Livia. Que la rivalidad existiese parece innegable, pero la tradición posterior interpretó lo sucedido en el 23 de acuerdo con lo que sucedería el 6 a. C., cuando Tiberio se retirase, en efecto, a Rodas. Sea como fuere, parece que Agripa recibió un imperium proconsular por cinco años que lo convertía, al menos, en el superior de los legados de las provincias imperiales de Asia y, por ende, ea comandante en jefe de las tropas imperiales allí estcrioaancs: era una buena muestra de confianza. Sin atribuirle la potestad tribunicia ai sus otros poderes concretos, conservando la superioridad que implicaba su auctoritas y, por consiguiente, sia compartir el poder soberano que de hecho ejercía, Augusto parecía hacer de Agripa, otra vez, su segundo. La muerte inesperada de Marcelo aclaró las cosas.

En los años siguientes, Augusto y Agripa estuvieron casi siempre ausentes de Roma y, además, en partes opuestas del Imperio. En el año 22, Augusto dejó Roma para un largo viaje a Sicilia, Grecia, Asia Menor y Siria, de donde no regresó hasta el 19. Agripa dejó Oriente en el 21 y permaneció en la Galia y ea Hispania el 20 y el 19. A su vez, Augusto realizó una nueva y larga estancia ea la Galia y en Hispania entre el 16 y el 13, mientras que Agripa regresaba a Siria, sin duda desde el 17, y se quedaba en Oriente hasta el 13. El detalle cronológico y los itinerarios exactos de estos viajes son desconocidos, pero está claro que Augusto buscaba de nuevo dar la impresión de que en Roma y en Italia las instituciones republicanas funcionaban normalmente, mientras reforzaba su poder sobre los ejércitos y las provincias con su presencia y la de su segundo.

Julia.— Agripa parecía fiel, pero una fidelidad puede siempre quebrantarse: darle tanta confianza era hacerlo peligroso; se entiende el consejo que Mecenas, según Dión (LIV, 6, 5), diera a Augusto: “Lo has hecho tan grande que debes hacerlo tu yerno o hacerlo morir”.

Julia apenas tenía dieciséis años y su segunda boda podía dar a Augusto los nietos que esperaba. Pero ¿qué marido escoger? ¿Quién haría de nuevo el papel de heredero designado? Druso, segundo hijo de Livia, no tenía sino dieciséis años, Tiberio era el yerno o futuro yerno de Agripa: romper tal unión y elegir a Tiberio hubiera irritado a Agripa... Unicamente la elección sugerida por Mecenas era políticamente posible. Cierto que Agripa estaba casado en segundas nupcias con Marcella Maior, hermana mayor de Marcelo, pero no tenían sino hijas; la madre, Octavia, cedió a instancias de Augusto y aceptó el divorcio de su hija: Agripa, vuelto a Roma en el 21, desposó a Julia. Tenía igual edad que Augusto y habría podido ser el padre de su mujer, pero semejante desproporción de edades no era rara. En el 20, les nació un hijo —Cayo—; una hija —Julia, a la que llamamos II para distinguirla de su madre—, a comienzos del 18; un segundo hijo —Lucio—, en el primer semestre del 17; una segunda hija —Agripina, a la que llamamos Mayor— nació en el 13, y un tercer hijo —Agripa “Postumo”—, en el 12, tras la muerte de su padre. Durante esos nueve años, el prestigio de Agripa no dejó de acrecerse a ojos de todos: en el 18 recibió la potestad tribunicia por cinco años —y le fue renovada en el 13—; en el 17 fue asociado a Augusto para organizar y presidir los Juegos Seculares. Julia lo acompañó en su viaje a Oriente del 17 (?) al 13. Ea todas partes los esposos recibieron los honores que las Ciudades de esas regiones habían conferido antaño a los reyes helenísticos y que habían prodigado a Octavio tras Accio y, sobre todo, a su vuelta de Alejandría. Aún más, Augusto adoptó desde su nacimiento a los dos varones mayores, que se convirtieron en Cayo César y Lucio César: era evidente para todos que un día sucederían, quizás juntos, a su padre adoptivo y abuelo y que, en caso necesario, su padre natural sabría asegurarles la sucesión asumiendo el ínterin, si Augusto desaparecía demasiado pronto.

Siempre el prestigio de Augusto...— No quedaba por ello menos atado el régimen a la persona de Augusto. Para asegurar mejor su perennidad, Augusto precisaba proseguir la política interior que había aplicado desde los años 29-27: reforzar su prestigio, evitar o reducir la oposición y aumentar su control sobre las instituciones.

Del 27 al 25, Augusto había perseguido reforzar su prestigio militar intentando someter a los astures y los cántabros: no había sido un éxito, pues la enfermedad le obligó a quedarse en Tarraco, base alejada de las operaciones, y sus legados no habían logrado resultados definitivos. Cuando el Senado le ofreció el triunfo, Augusto lo rehusó: acaso temió que el triunfo provocase comparaciones con los últimos procónsules que habían luchado en vano contra esos mismos adversarios, C. Calvisio Sabino y Sexto Apuleyo, que habían celebrado triunfos de compromiso el 26 de mayo del 28 y el 26 de enero del 26; el verdadero vencedor fue, una vez más, Agripa en los años 20-19, pero éste renunció a celebrar sus victorias con triunfos, que hubieran sido justificados, pero que hubiesen subrayado fuertemente la mediocridad militar del princeps. Para celebrar los éxitos logrados por sus lugartenientes, Augusto se contentó, en adelante, con asumir de nuevo el título de imperator, por séptima y octava veces (por ejemplo, en el 25); tales victorias, en efecto, eran suyas, puesto que habían sido obtenidas auspiciis suis (bajo sus auspicios), pero eran victorias sin riesgo para su reputación; si se producían fracasos, la responsabilidad la asumían únicamente los generales. Los procónsules, por su parte, tenían cada vez menos ocasiones de combatir a medida que el reparto provincial decidido en el 27 daba sus frutos: ninguno recibió el triunfo después de Apuleyo, excepto dos procónsules de Africa: L. Sempronio Atratino, en el 21, y L. Cornelio Balbo, en el 19.

“Fortuna Redux” y “Pax Augusta’’.— Augusto había descubierto otro ámbito en el que no podía tener rivales: el religioso. Desde hacía mucho tiempo, había acumulado todos los grandes sacerdocios con la única excepción del sumo pontificado, aún en manos de Lépido, relegado en Circeii y a quien hacía ir a Roma de vez en cuando, probablemente para la celebración de ciertas ceremonias y no sin aprovecharse de tales ocasiones para mofarse de él. En el 17, el príncipe dirigió, a título de magister de los quindecemviri sacris jaciundis, la celebración de los Juegos Seculares, secundado por Agripa, miembro del mismo colegio. Hacía mucho que sus triunfos habían hecho nacer la idea de que los dioses lo protegían especialmente, pero tal protección no fue oficialmente subrayada hasta el 19, cuando el Senado decidió celebrar su regreso, tras su larga ausencia de tres años, mediante la erección de un altar a Fortuna Redux (la Fortuna que asegura el regreso), altar sobre el que los pontífices y las vestales ofrecerían, anualmente, un sacrificio de aniversario. En el 13, a la vuelta de su largo viaje a la Galia y a Hispania, el Senado tomó una decisión análoga, pero el altar fue un monumento mucho más importante, erigido en el Campo de Marte y dedicado a la Paz Augusta (ara Pacis Augustae): era difícil no colegir que Roma debía esa paz a Augusto.

Augusto, sumo pontífice.— Finalmente, Lépido murió en el año 13 o a comienzos del 12. Los comicios especiales que habían de designarle sucesor se reunieron el 6 de marzo del 12; una multitud como jamás se había visto, llegada de toda Italia, fue a Roma para elegir a Augusto. El sumo pontificado, primera gran dignidad recibida por César, había sido una de las bases fundamentales de su ascenso: pareció, así, que Augusto recobraba un cargo que le correspondía casi a título de herencia. Incluso en la propia Roma ello fue una etapa particularmente importante en la evolución que, poco a poco, lo acercaba a los dioses y, en consecuencia, lo elevaba por encima de los hombres: desde el inicio de su sumo pontificado restauró las capillas de los Lares Compítales (Lares de las encrucijadas) y colocó entre las dos estatuillas geminadas de esos dioses la de su genius (es decir, la suya).

La “nobilitas”.— La crisis del 23 había, probablemente, mostrado la posibilidad de un acercamiento, dirigido contra el princeps, entre miembros de la antigua nobilia captados por el régimen y algunos de sus partidarios que le debían su carrera pero que, ahora, se consideraban miem­bros de la nobilttas y, por tanto, estaban prestos a adoptar la misma actitud reticente. Era prudente proseguir no sólo la vieja política de domesticaciones individualizadas, sino incluso la de domesticación colectiva practicada cuando menos desde los años 29-27.

La excepcional factio senatus del 28 no había bastado para devolver al Senado su dignidad tradicional. Por ello, sin duda, en el 22 fueron elegidos dos censores, L. Munacio Planeo y Paulo Emilio Lépido. Munacio Planeo era quien había propuesto dar a Octavio el cognomen de Augustus, y en cuanto a Paulo Emilio Lépido era un patricio que se había declarado partidario de Octavio al día siguiente mismo de las proscripciones, porque el triunviro Lépido, su tío, había hecho inscribir a su padre en la lista de proscritos. Podía pensarse que ambos llevarían a cabo una nueva depuración, de modo que quedasen plenamente satisfechos Augusto y los senadores o, al menos, aquéllos a quienes mantuviesen en el album senatus, pero su designación tenía, a la vez, valor simbólico: desde la dictadura de Sila no había habido censores sino cuando las instituciones republicanas parecieron funcionar normalmente, en los años 70-69, 65-64, 55-54 y 50-49; la guerra civil había interrumpido brutalmente las actividades de los censores en 50-49; que hubiera censores de nuevo significaba que la República, decididamente, seguía existiendo. La elección del año sorprende, pues no se corresponde con el viejo ciclo lustral —la censura hubiera corresponido al 25-24 y otra al 20-19 al censo excepcional del 28: el censo siguiente hubiera debido realizarse en el 23-22. ¿Quizás la crisis del 23 impidió designar censores desde ese año?

Algo más grave: los Fastos epigráficos de Colotium mencionan a los dos censores añadiendo que “no hicieron el lustrum” es decir, que no celebraron la gran ceremonia de purificación religiosa con la que hubieran debido clausurar sus trabajos. Dión (LIV, 2, 2) concreta su causa: el estrado que se había dispuesto para el ejercicio de sus funciones se hundió en el mismo instante en que subieron a él por vez primera. Para Dióa, que no era romano y escribía dos siglos después del acontecimiento, era el presagio de que se trataba de los dos últimos particulares que iban a ejercer la censura; según la mentalidad romana, la interpretación era otra: era un prodigio que ponía de manifiesto la desaprobación de los dioses y, por esta causa, los censores dimitieron de inmediato. Augusto se encargó de desempeñar parcialmente su tarea, pero nada más que en el año 18, negándose a aceptar la cúratela de las leyes y las costumbres coa plenos poderes que el Senado y el pueblo le ofrecían, ya que ello no hubiera sido conforme con el mos maiorum; se apoyó únicamente en su potestad tribunicia (RG, 6, 1-2). Tomó algunas decisiones de signo moralizador y llevó a cabo una lectio senatus que dejó el número de senadores en 600; tras disolver el Senado, designó a 30 senadores que cooptaron a otros 30; después, esos 60 cooptaron a otros tantos proponiendo a 5 por escaño, entre los que se sorteó cada plaza, pero hubo fraudes, de modo que Augusto terminó por designar él mismo a los 600 miembros. Pudo llegar a hablar de dejarlo en 300, cupo tradicional hasta Sila, pero ello hubiera suscitado demasiados rencores. Por el contrario, el retorno a los 600 debería agradar a la nobilitas; al igual que otras dos reformas que tuvie­ron, enseguida, importantes consecuencias.

Laticlavio, angusticlavio.— El clavus (barra) era una banda de púrpura que caballeros y senadores llevaban verticalmente en el delantero de su túnica como signo distintivo. El de los caballeros era estrecho (angustus clavus), y el de los senadores, ancho (latus clavus). Tras el asesinato de César se habían producido abusos: los jóvenes aspirantes al ingreso ea el Senado, hijos de senadores o de simples caballeros, habían empezado a llevar la latidavia expresiva de su ambición.

En el 18, o quizás algo más tarde, Augusto reglamentó su uso por los jóvenes, reservándolo a los hijos de senadores, que pudieron llevarlo desde que tomaban la toga viril, a los diecisiete años aproximadamente, y que fueron autorizados, a la vez, a asistir a las sesiones del Senado como oyentes, a fin de que se iniciasen en los asuntos de Estado, lo que era una vieja tradición. Estos hijos de senadores siguieron, empero, teniendo con­sideración de caballeros y compartiendo con éstos ciertas funciones civiles y militares.

Creación de un censo senatorio.— Hacia la misma época —entre el 18 y el 13 a. C.— se instituyó un censo especial para los senadores, de 800.000 sestercios, primero, y, luego, de un millón. La institución de este censo tuvo, también, el efecto de establecer una distinción más nítida entre caballeros y senadores. Se esbozaba, así, la constitución de un orden senatorial con bases jurídicas más precisas que las vagas y consuetudinarias de la nobilitas de época republicana; se trataba del mismo grupo social, pero en adelante situado por encima del orden ecuestre, aunque los caballeros siguieran pudiendo presentarse a la cuestura si disponían de tal censo e ingresar así en el Senado si resultaban elegidos; era, además, preciso que fuesen itálicos, nativos de una colonia romana u originarios de una provincia en que los ciudadanos romanos —o algunos de entre ellos— poseyesen el ius honorum (derecho de acceso a las magistraturas romanas).

La exigencia de este censo suscitó algunas dificultades, pues un buen número de descendientes de familias nobles no lo poseían y ya habían tenido que renunciar a ejercer las magistraturas demasiado dispendiosas, como la edilidad, y, por consiguiente, a proseguir el cursus honorum. Así, sin duda, se explica que inicialmente el censo quedase en 800.000 sestercios; parece que Augusto hizo una nueva lectio senatus en el 13 para la que se exigió el censo de un millón, pero acudió en ayuda de ciertos nobles en dificultades, dándoles el dinero necesario para alcanzarlo; a algunos llegó a darles 1.200.000 sestercios, lo que ha hecho creer que el censo senatorial había sido elevado a esa cifra y rebajado, luego, a un millón. En el 5 d. C., una ley presentada por los cónsules Valerio Mésala y Cornelio Cinna dio a los senadores y a ciertos caballeros el derecho de realizar una primera elección entre los candidatos al senado y a la pretura.

Apariencias y realidades.— El Senado deliberaba por lo general bajo la presidencia de los dos cónsules y sin la de Augusto, ya que se encontraba con gran frecuencia fuera de Roma. Así quedaban las apariencias más salvas de lo que lo habían estado entre el 26 y el 23, aunque no dejaban de ser apariencias. El príncipe era, más o menos, el dueño de las magistraturas y, por ende, del Senado, ya que, de desearlo, designaba a una parte de los magistrados cuya elección no era sino mera fórmula. Lo empleaba con reserva, pero cuando un hombre político pretendía actuar con independencia sabía desplazarlo rápidamente, como fue el caso de Egnacio Rufo, que había logrado gran popularidad al organizar, durante su edilidad, una seria lucha contra los incendios que devastaban Roma con excesiva frecuencia, y que creyó poder hacerse elegir cónsul en el 19 sin el aval del príncipe: acusado de haber conspirado contra su vida, fue arrestado y ejecutado. Incluso en ausencia de Augusto y de Agripa, la República estaba en libertad vigilada. Mecenas ya no parece que contase mucho, pero otros leales permanecían en Roma y, en particular, Tito Estatilio Tauro, que fue nombrado prefecto urbano en el 16, cuando Augusto partió para Occidente.

Para ausentarse de Roma y de Italia, los senadores debían solicitar autorización, ya no a sus colegas, como antaño, sino al príncipe: a decir verdad, la medida databa quizás del 28; no sabemos cuándo se extendió a Sicilia y Narbonense la dispensa de esta solicitud de autorización.

La nobilitas aceptaba las medidas que reforzaban su prestigio social, pero tenía conciencia de su mengua política. Cuando Agripa, cuya potestad tribunicia acababa de ser renovada por otros cinco años en el 13, cayó repentinamente enfermo y murió en el 12, los grandes nobiles se abs­tuvieron de asistir a los juegos funerarios que Augusto ofreció a los manes del difunto; lo que es más, los jóvenes miembros del ordo senatorias se negaron frecuentemente a presentarse a las magistraturas inferiores, alegando, llegado el caso, carecer del censo necesario.

Tiberio casa con Julia.— En el año 12, Cayo César tenía ocho de edad: largos años transcurrirían aún antes de que pudiera desempeñar una función oficial y aparecer como un sucesor válido; su hermano menor, Lucio, tenía tres años menos. A sus cincuenta y uno, Augusto, de nuevo, tenía que buscar un colaborador que, llegado el caso, pudiera hacerse cargo de la sucesión para transmitirla a los niños: era lógico que tal personaje tuviese, a su vez, un vínculo de parentesco directo con ellos, convirtiéndose en su padrastro. Según Suetonio, Augusto tuvo sus dudas, pero ahora se imponía una personalidad: la del mayor de sus hijastros, Tiberio, quien, por sus campañas en Oriente desde el 20 a. C., en Retia, y en el Nórico, en el 15, se había revelado como el más brillan­te de los jóvenes generales del Imperio, un nuevo Agripa, hasta el punto de que, en el 12, Augusto lo envió a reprimir el alzamiento que había estallado en Panonia, cuando los bárbaros supieron que su vencedor había fallecido. Tiberio tenía dos ventajas respecto de Agripa: tenía veinte años menos y, en lugar de ser un advenedizo de oscuro origen, Tiberio Claudio Nerón pertenecía a una de las más prestigiosas gens de la nobilitas; Augusto prefería a su siguiente hermano, Druso, pero Tiberio fue, a un tiempo, apoyado e impelido, sin duda, por su madre, Livia.

Tiberio era yerno de Agripa, y su mujer, Vipsania, ya le había dado un hijo—al que los historiadores modernos llaman Druso II, para distinguirlo de su tío— y esperaba un segundo, que no vivió. El fallecimiento de Agripa había hecho desaparecer el obstáculo “político” al repudio de Vipsania; pero quedaba otro: el amor conyugal, del que los nobles romanos no se ocupaban apenas en sus combinaciones matrimoniales, pero que, así y todo, surgía en ocasiones, como antaño entre Pompeyo y otra Julia, la hija de César. Tiberio amaba a su mujer: a decir verdad, acaso se dio cuenta de ello, sobre todo, cuando ya no le pertenecía, pero Julia le había turbado profundamente con ciertos atrevimientos, según parece aún en vida de Agripa. ¿Había, quizás, adivinado que su marido ocultaba algún mal tras su aparente fortaleza? En todo caso, Julia debió de procurar enseguida vencer la resistencia de Tiberio y restablecer una situación que la desaparición de su marido había desmoronado. Tiberio cedió, se divorció y el matrimonio tuvo lugar probablemente a comienzos del año 11, poco después de los funerales de Octavia. Desde entonces, honores y cargos se acumularon sobre Tiberio. Tras su campaña de Panonia, el Senado le había concedido el triunfo, pero Augusto le confirió únicamente los ornamenta triumphalia, cuya colación iba, en lo sucesivo, a sustituir al triunfo para simples particulares. En el 9 recibió la ovatio, celebrada con brillo excepcional, y en el 7, el triunfo mismo. Había sido cónsul en el 13 y lo fue en el 7 a. C. por segunda vez; en el 6 recibió la tribunicia potestas por cinco años y la dirección de una expedición a Armenia.

En ese momento, Tiberio pidió inopinadamente un retiro. Augusto y Livia intentaron, en vano, oponerse; mantuvo, incluso, una huelga de hambre durante cuatro días. Finalmente, pudo dejar Roma y se fue a Rodas, donde vivió como simple particular. Desde la Antigüedad nos preguntamos cuáles fueron las causas de esta brusca partida: se ha invocado su desacuerdo con Julia, que es seguro, sin que pueda saberse en qué momento estalló; en realidad, habían vivido juntos muy poco desde su boda a causa de los mandos confiados a Tiberio. Tiberio mismo, acto seguido, alegó, sencillamente, la difícil posición en que se hallaba respecto de Cayo César: en el año 7 a. C., éste había cumplido trece años; al tener que volver Tiberio apresuradamente a Germania nada más celebrado su triunfo, Cayo lo sustituyó, junto al otro cónsul, Cneo Calpurnio Pisón, en la presidencia de los juegos celebrados por el regreso de Augusto, que venía de la Galia y, sobre todo, de la Cisalpina, que no había abandonado desde el año 11 para dirigir las operaciones de sus legados y, en particular, del mismo Tiberio; más aún, el Senado, en el 6 a. C., había propuesto hacer elegir cónsul a Cayo: Augusto lo había rechazado, pero le concedió un sacerdocio —el pontificado— y lo autorizó a sentarse entre los senadores en los juegos y en los banquetes públicos, aunque Cayo aún no había tomado la toga viril; además de estas distinciones oficiales, ambos hermanos eran ya tratados como presuntos herederos y ellos mismos se tenían por tales y lo hacían notar. Corrió el rumor de que Tiberio tramaba una conjura contra ellos: su exilio despejó la cuestión; cuando su potestad tribunicia llegó a su conclusión oficial, el 1 a. C., no le fue renovada.

Los “príncipes de la juventud”.— El 5 a. C., Cayo fue designado para ejercer el consulado en el año 16. C. y los caballeros romanos lo proclamaron “príncipe de la juventud”. Lucio recibió iguales honores tres años más tarde. Este título de “príncipes de la juventud” se inventó para ellos y no les daba ningún poder particular, pero su sentido era claro para todos: es el que Ovidio definió para Cayo en su Arte de amar, publicado probablemente el 1 a. C. (I, 194): “Ahora es el Príncipe de los jóvenes y luego lo será de los mayores.”

Ahora ya se sabe qué sentido tomaba la palabra princeps... El 3 a. C., los habitantes de Paflagonia, anexionada en el 6-5 a. C., y los romanos “que tenían allí sus negocios” —según una vieja formula que se remontaba, al meaos, al siglo II a. C.— prestaron un juramento de fidelidad muy amplio y riguroso a Augusto, a sus hijos y a sus descendientes; el pueblo romano ai siquiera era mencionado en él junto a la familia imperial. La fórmula de este juramento tiene un aire muy oriental, lo que se explica por la región, y se produjo en ua momento tardío del reinado porque la anexión ao tuvo lugar hasta entonces, pero hay que preguntarse si juramentos análogos ao habían sido pronunciados ya mucho antes por todo el imperio, puesto que los habitantes romanos presentes ea la región fueron constreñidos a ello al igual que los indígenas, y en Roma, los cónsules, el Senado y el Pueblo prestaron juramento a Tiberio desde el anuncio de la muerte de Augusto (Tácito, Ann, I, VII, 2). El texto de las Res Gestae (XXV, 2) que narra el juramento prestado a Octavio por Italia y las provincias de Occidente, aunque da a entender que se pronunció con ocasión de la guerra contra Antonio y Cleopatra, no sugiere la idea de que luego fuesen en ningún momento desvinculadas del mismo.

La catástrofe que se abatió sobre Julia el 2 a. C. no afectó a la posición de los dos Césares, ese mismo año, Lucio revistió la toga viril, fue proclamado príncipe de la juventud y designado para ejercer el consulado en el año 3 d. C. Las distinciones a Cayo dejaron de ser meras formas; Augusto lo llamó para integrarse en el consejo imperial en el año 4 a. C. y lo envió a Oriente en el 1 a. C. con un imperium. proconsular maius: Cayo se convertía así, a su vez, en el ayudante de su padre adoptivo sia dejar de estar sometido a su auctoritas, la necesidad de prever un interregno desaparecía. Lucio, a su vez, partió tres años más tarde, pero hacia Hispania; murió en Marsella durante su viaje, el 20 de agosto del 2 d. C. Durante año y medio, Cayo fue único heredero del Imperio, pero fue herido ea una emboscada en Armenia y no se restableció: murió el 21 de febrero del año 4 d. C., en Asia Menor, durante el viaje de regreso. La desaparición sucesiva de ambos herederos en fechas tan seguidas trastornó al imperio; en todas partes se alzaron monumentos ea su memoria, altares o templos: la “Maison rerréó” de Nimes fue uno de ellos. Tal emoción parece que fue sincera y ello muestra cuán profundo había llegado a ser el sentimiento monárquico.

De nuevo, Tiberio...— Augusto veía, de nuevo, hundirse sus esperanzas y, sin embargo, necesitaba asegurar la perennidad de su obra; como tenía ya sesenta y siete años, estaba obligado a tomar rápidamen­te una decisión cuyas consecuencias pudieran operar en breve plazo si llegaba el caso. Quedaban dos jóvenes de su sangre que parecían responder por su edad a tales necesidades. Agripa Postumo, el último hijo de Agripa y Julia, tenía dieciséis años, lo que era insuficiente aún, y no parecía bien equilibrado. Germánico era sobrino-nieto de Augusto por línea femenina, como Octavio lo había sido de César, pues su abuela era Octavia y su madre, Antonia minor, la segunda hija que Octavia había tenido de su matrimonio desdichado con Antonio; los hijos de Germánico serían los bisnietos de Augusto, pues serían también hijos de Agripina “la mayor”, segunda hija de Julia y Agripa y hermana mayor de Agripa Postumo; su padre, Druso, había muerto el 9 a. C. y fue aquel segundo hijo del primer matrimonio de Livia, cuyo nacimiento en casa de Octavio, tres meses después de las bodas del triunviro con la madre, tanto dio que hablar en su momento; Augusto le había demostrado siempre muy marcada preferencia sobre su hermano mayor, Tiberio, y parece que la opinión romana coparticipó, desde ese punto de vista, en el sentir de Augusto, máxime porque Druso se manifestó, también, como un gran general, sin duda con más brillantez que su hermano aunque quizás también con menor seriedad. La necesidad de un segundo de a bordo interino se imponía otra vez y únicamente Tiberio podía desempeñar tal papel. Había regresado a Roma el 2 d. C., con el acuerdo de Cayo César, pero a condición de vivir en ella como simple particular. Augusto se decidió rápidamente; desde el 27 de junio del año 4, adoptó simultáneamente a Tiberio y a Agripa Postumo, pero Tiberio hubo de adoptar a Germánico que, así, se convirtió en nieto de Augusto. Tiberio recibió de nuevo la tribunicia potestas por cinco años.

Tres años más tarde, Augusto revocó la adopción de Agripa Postumo, a causa de su estado mental, lo que aclaraba la situación, pero sólo en apariencia, puesto que, como Tiberio había tenido un hijo de su matrimonio con Vipsania, Druso (II), era inevitable que viese en él a su propio sucesor y, por consiguiente, inevitable que surgiese una rivalidad entre Germánico y Druso (II), aunque no se haría visible hasta el reinado de Tiberio. Esta vez ningún fallecimiento inesperado vino a turbar el orden de sucesión establecido y parece que la colaboración entre el emperador y su nuevo segundo se desarrolló sin nubarrones serios hasta la muerte de Augusto, diez años después.

El prestigio del príncipe.— El prestigio del príncipe mismo se imponía a todos sin que fuese preciso acumular sobre su cabeza nuevos honores.

Hasta el 12 a. C. recibió once salutaciones imperatorias y aún había de sumar otras nueve o diez, pero eso ya no llamaba la atención; empero, en Roma e Italia, la opinión popular estimaba profundamente los beneficios indiscutibles del régimen, y muchos nobiles tampoco eran insensibles a ello. Hacia finales del 3 a. C., se produjo un movimiento popular para proclamar a Augusto Pater Patriae (Padre de la Patria): una delegación de la plebe romana acudió a ofrecerle el título y, luego, como lo rehusara, toda la multitud asistente a un espectáculo que estaba presidiendo lo aclamó como tal; por fin, el 5 de febrero del 2 a. C., Valerio Mésala lo saludó de ese modo en nombre del Senado, unánime. Augusto dio las gracias llorando: “Están mis deseos colmados, Padres Conscriptos. ¿Qué más puedo pedir a los dioses inmortales sino poder, hasta el fin de mis días, seguir mereciendo de vosotros esta misma aprobación?”.

Suetonio transcribe las propias palabras del príncipe, cuya emoción se comprende, pues la arenga de Mésala, que siempre había dado pruebas de verdadera independencia, parecía querer decir que, tras cerca de treinta años de reinado, había, finalmente, superado las últimas reticencias de la nobilitas. Pero era una ilusión, como iba a demostrar enseguida un asunto misterioso.

Un asunto misterioso.— Ya no era posible una oposición seria. No quedaban sino las frases ingeniosas y los panfletos, a veces verdaderas obras literarias, pero cuya difusión, de por sí restringida a causa de las técnicas libreras, era fácil limitar. Quedaban, también, las conjuras contra la vida del príncipe, cuyo fallecimiento hubiera, sencillamente, desencadenado el mecanismo sucesorio previsto por él; pero los enemigos de un régimen personalista creen fácilmente que la desaparición de la persona acarreará la del régimen. Conocemos aún peor estas conjuras que las del período precedente; Corneille hizo célebre la de Cn. Cornelio Cinna Magno, un nieto del gran Pompeyo, en su obra Cinna o la clemencia de Augusto, pero si el personaje existió en verdad y fue cónsul el año 5 d. C., las informaciones dadas por Séneca (De clementia, 1, 9, 10) y Dión (LV, 14) sobre su conjura no se complementan bien y queda la pregunta de si Cinna no fue víctima de una acusación falaz.

Desde luego más importante, pero igualmente misterioso, es el asunto de Julia. En el 2 a. C. fue acusada de inmoralidad por su mismo padre y padeció, en la isla de Pandataria, una de las islas Pónzicas, frente a la costa del Lacio, un confinamiento cuyas condiciones lo hicieron una auténtica prisión; sus cómplices fueron desterrados y el principal de ellos, Julo (Iullus) Antonio, condenado a muerte. De hecho, todo esto no se sostiene. Que Julia, tras la partida de Tiberio, tuviera amantes es segu­ro, pero es difícil admitir que los reuniese para vulgares orgías por la noche, en pleno Foro, al pie de los Rostro, coronando la estatua de Marsias que se alzaba allí y que, desde hacía largo tiempo, se había convertido en símbolo de la libertad; también es del todo singular que los hubiera escogido en un restringido círculo de nobiles a quienes el régimen no había impedido recorrer el cursus honorum, pero cuya mayoría tenía razones personales para odiar al príncipe o, al menos, para añorar particularmente la República.

Julo Antonio había sido cónsul el 10 a. C. y, más tarde, procónsul de Asia, pero era hijo de Antonio y Fulvia, y en el 30 a. C., en Alejandría, su hermano mayor, Antilo, había sido arrancado de los pies de la estatua de César para ser ejecutado; el patricio Apio Claudio Pulcro era, asimismo, hijo de Fulvia, aunque de su boda anterior con el famoso P. Clodio, el enemigo de Cicerón; un Sempronio Graco era, quizás, tribuno de la plebe ese año; y también había un Cornelio Escipión. Es muy posible que Dión apunte la causa exacta de esta conjura cuando declara que Julo

Antonio se había hecho amante de Julia para acceder a la monarquía: para lo cual había que hacer desaparecer a Augusto antes de que Cayo y Lucio Césares estuviesen en edad de recoger su sucesión... ¿Participó Julia en una conjura semejante para reconquistar el lugar que la muerte de Agripa, primero y, luego, el alejamiento de Tiberio le habían hecho perder? Los historiadores modernos responden afirmativamente de buen grado. Diez años después, su hija mayor y homónima fue a su vez extrañada a una isla por adúltera, pero ea esa ocasión tal fue el motivo verdadero de la condena, y la pena se aplicó de modo mucho meaos rudo: otro argumento que incita a pensar que la falta de la madre fue mucho más grave que la de la hija y, en suma, de otra clase; el marido de Julia (II), L. Emilio Paulo, cónsul el 1 d. C., que coaspiró también contra el príncipe, aunque no sabemos bien ea qué fecha, fue ejecutado, pero su mujer no parece haber estado implicada en el asunto.

Otro asunto misterioso.— A finales del mismo año ea que Julia (II) fuera confinada a una isla, el poeta Ovidio lo fue al confín del Imperio, a Tomis (hoy, Constanza). El motivo invocado fue la inmoralidad de su Arte de amar, pero eso no fue sino ua pretexto, puesto que lo había publicado hacía mucho tiempo, probablemente en el año 1 a. C. En sus Tristes y en sus Pónticas, el poeta hace muchas alusiones directas a la causa verdadera del enojo de Augusto, pero es imposible traspasar con seguridad el velo con que la rodea; la hipótesis más verosímil, aunque no probada, es la de que Ovidio habría participado ea una sesión adivinatoria, quizás neopitagórirc, para saber si Germánico sucedería a Augusto. Lo que, por el contrario, es seguro es que Ovidio fue confinado a Tomis sia juicio, por un simple edicto del príncipe. Alentado por su familia, Ovidio tuvo en su juventud, por un instante, la ambición de recorrer el cursus honorum y llevó el latus clavus, pero renunció muy pronto para consagrarse a la poesía y se contentó con el angustus clavus, su ejemplo mostraba claramente que no bastaba con quedarse al margen, de la vida política activa para escapar a la vindicta de un príncipe que, en el fondo de sí, no estaba plenamente seguro de su poder.

Sin embargo, el tiempo hacía su tarea y la monarquía era cada vez mejor aceptada: incluso algunas de las conjuras lo atestiguaban, ya que su objetivo era no tanto restablecer la República cuanto cambiar al monarca, si es cierto que Julo Antonio y Julia habían querido sustituir a Augusto y Livia y que Cinna había tenido parecida ambición.

Decadencia del consulado y los comicios.— Tras el oscuro y trágico año 23, que vio, sucesivamente, al cónsul Varrón Murena condenado por conspirar contra el príncipe y a éste abdicar del consulado, la magistratura suprema había funcionado normalmente; es decir, que dos cónsules, en funciones desde el 1 de enero, habían ejercido, por lo general, durante todo el año; no había habido cónsules sufectos sino en el 19 y en el 16 —uno ea cada caso— y tres en el 12 a. C. Súbitamente, a partir del 5 a. C., la proporción se invirtió: sabemos de dos sufectos para casi todos los años entre el 5 y el 14 y, para los años en que no consta o en que sólo sabemos de uno, parece que se trata de fallos en nuestra documentación. Esto prosiguió tras la muerte de Augusto. Así, el año 5 d. C. marca un giro en la historia del consulado. En adelante, llegaron a él dos veces más de senadores, aunque su ejercicio, que ya era corto aun siendo de un año entero, se abrevió todavía más, de modo que los cónsules perdieron otra buena parte de su autoridad. El número de consulares creció y, por lo mismo, decreció su aeeroríras: el emperador pudo reclutar más fácilmen­te a los legados consulares que necesitaba para mandar sus ejércitos y administrar sus principales provincias; en adelante, fueron estos grandes mandos los que constituyeron la cima verdadera del cursus honorum. Sólo algunos pudieron ir todavía más arriba y llegar a ser procónsules de Africa o de Asia o prefectos de la Ciudad; como era sólo el emperador quien elegía a sus legados, ello significaba que la culminación completa de la carrera de un nobilis dependía ahora tan sólo de aquél, como ya dependían, de hecho, muchos otros escalones.

EL- EL príncipe: por encima de los hombres

Los nombres del Príncipe

El estudio de la vida política y de las instituciones no basta para explicar el establecimiento del régimen imperial y su duración: hay, además, que tener en cuenta un factor imponderable, de naturaleza religiosa. Los politeísmos antiguos, cuyas divinidades se asemejaban tanto a los hombres, ofrecían por eso mismo una posibilidad que los dueños del poder utilizaron a menudo para reforzar su prestigio a ojos de sus contemporáneos: la de acercar los hombres a los dioses. Los grandes imperatores romanos de finales de la República no habían dejado de utilizarla. Sila se calificó a sí mismo de felix (bienaventurado), lo que significaba que era beneficiario de una suerte excepcional debida al favor de la divinidad. Pompeyo había tomado el cognomen de Magnus, cuando el Júpiter del Capitolio, principal protector del Estado romano, era Maximus, su hijo Sexto se había denominado “Hijo de Neptuno” mientras que Antonio se había calificado de “Nuevo Dioniso”, si bien es cierto que en Oriente. Más nítidamente aún, César había recordado que la gens Iulia descendía de Venus, ancestro del pueblo romano, y nunca había dejado de dar a entender que había en él algo que era más que humano; por último, se había convertido oficialmente en Divus Iulius, quizás desde finales de su vida y, en todo caso, tras su muerte: había, incluso, quien lo vio subir al cielo bajo el aspecto de un cometa...

Su hijo adoptivo cuidó de no olvidar esta herencia, si bien puso en su recogida toda la prudencia que imponían las circunstancias. Como era usual, tomó inmediatamente el nombre de su padre adoptivo (pero sin añadir el cognomen de Octavianus, que hubiese evocado el recuerdo de la gens Octavia) que proclamaba que era divi films, “hijo del Divino”, no siendo necesario precisar Divi Iulii, puesto que no había sino un único divus en Roma; lo cual hacía aún más impresionante tal filiación.

Imperator era el título con que los soldados romanos saludaban a su general de resultas de una gran victoria. Octavio fue saludado así por sus tropas el 16 de abril del 43, durante la guerra de Módena, pero César se había distinguido probablemente de los demás imperatores utilizándolo como nombre personal al final de su vida. Como un hijo adoptivo tomaba el nombre de su nuevo padre, Octavio no dejó de hacer otro tanto: los Fastos triunfales lo llaman ya Imperator Caesar con ocasión de la ovatio que recibiera en el 40, aunque Suetonio y Dión pretenden que el Senado no le confirió tal derecho hasta el año 29. Este título, de por sí, no otorgaba ningún derecho particular, pero se vinculaba, en las mentes, a la idea de la victoria y del triunfo. Ya siguiera un ejemplo dado por César, ya hubiera innovado tomándolo como prenombre, Octavio se presentaba, pues, como el imperator por excelencia, como alguien que por sí mismo tenía vocación de mando y de victoria; a partir del 27 fue, de nuevo, aclamado imperator cuando los ejércitos romanos obtuvieron victorias: acumuló, así, veintiuna “salutaciones imperiales”, ya que esas victorias se obtuvieron “bajo sus auspicios”. Algunos miembros de la familia imperial recibieron ese honor —Agripa, Druso, Tiberio, Cayo César—, así como, en el 3 o el 4 d. C., el procónsul de Africa, L. Pasieno Rufo, por causas que se nos escapan, aunque tenía vínculos con la familia imperial; pero para ninguno imperator se convertiría en nombre propio. Durante mucho tiempo, los mismos sucesores de Augusto no se atrevieron a retomarlo, tan cargado de sentido parecía: en efecto, en el siglo I a. C., la victoria había cobrado una considerable importancia en la mentalidad roma­na; antaño se pensaba que era la recompensa a la piedad de la Ciudad entera para con los dioses; ahora se atribuía, mejor, a la virtus y a la felicitas del general, siendo la virtus a un tiempo su valor personal y sus capacidades militares, y la felicitas, la fortuna debida a la particular benevolencia de los dioses para con el jefe; al tomar Imperator como nombre, Augusto había proclamado, más claramente aún que Sila Felix, que era beneficiario permanente de tal benevolencia, lo que no podía ser cosa de un hombre ordinario y lo aproximaba a los dioses que se la otorgaban.

Augustus.— La inscripción de su nombre en el cántico de los Salios, junto al de los dioses, en el año 29, iba en igual dirección, pero su repercusión era necesariamente limitada; la atribución del cognomen de Augustus del 16 de enero del 27 tuvo importancia muy diferente, ya que, en lo sucesivo, apareció doquiera figurase el nombre del príncipe, en los documentos oficiales, en las inscripciones, en las monedas, en los textos privados; su carácter religioso, sobrehumano, se manifestaba mejor aún en su traducción griega que aludía más claramente a la veneración religiosa de que debía ser objeto quien tuviese tal calificación. En adelante, el príncipe fue oficialmente Imperator Caesar Divi filius Augustus, aunque se le llamó usualmente Augustus mejor que César.

Según el uso romano, las inscripciones presentaban, tras el nombre de un individuo, la enumeración más o meaos completa de las funciones que había desempeñado. Había siempre otros personajes consulares y otros imperatores que el emperador y estaban, además, los diez tribunos de la plebe, pero ninguno podía enorgullecerse de tal número de títulos prestigiosos: al final de su vida, Augusto había sido trece veces cónsul, había sido aclamado veintiuna como imperator y había asumido treinta y siete veces la potestad tribunicia desde el 1 de julio del 23. En el año 2 a. C., el Senado, los Caballeros y el Pueblo le habían hecho aceptar el título, aún más prestigioso, de “Padre de la Patria”, creado especial­mente para él.

Hacia la divinización

Augusto, faraón-dios.— En las paredes del templo egipcio de Ombo (Kom Ombo, río abajo de Asuán), la procesión de los dioses Nilo, símbolos del río y de su crecida, avanza hacia el faraón para presentarle las ofrendas a las que, según la tradición egipcia, tenía derecho: el faraón-dios, “señor de las Dos Tierras” (el Alto y el Bajo Egipto), es Augusto. Era preciso, en efecto, que hubiese siempre ua faraón para que, en su nombre, los sacerdotes pudieran llevar a cabo las ceremonias diarias de culto divino; y Egipto, desde hacía mucho tiempo, había adquirido la costumbre de considerar como tales a sus dueños extranjeros, pero ese aspecto de las tradiciones egipcias ao podía teaer influencia en el exterior. Los Lágidas también habían sido faraones-dios para sus súbditos indígenas y también se habían hecho rendir culto en vida por sus súbditos griegos, particularmente, en Alejandría, pero a Octavio le hubiese sido difícil recoger, sobre este punto, una herencia que probablemente Antonio había intentado asumir al pretender ser ua “Nuevo Dioniso”.

En Asia, Siria y Fenicia.— Los cultos que los griegos de Asia empezaron a rendir a Octavio tuvieron, por el contrario, gran resonancia: estuvieron ea el origen de los cultos a Augusto, que iban a multiplicarse por todo el Imperio. Su historia está aún envuelta en muchas oscuridades, sobre todo desde el punto de vista cronológico, pero el descubrimiento de nuevas inscripciones la ilumina poco a poco.

Los cultos a Octavio instaurados en Pérgamo y en Nicomedia eran cultos provinciales que fueron, probablemente, confiados desde el comienzo a sacerdotes, el Asiarca y el Bitiniarca, cuyos títulos subrayaban su carácter; ellos presidieron igualmente los cultos de Roma y del Divus Iulius instaurados en Efeso, para Asia, y en Nicea, para Bitinia. Eran elegidos anualmente por una asamblea de delegados de las Ciudades de la provincia, es decir, “la comunidad”, término que designaba a la vez a la asamblea y al conjunto de las Ciudades que enviaban a ella a sus delegados; luego, la asamblea desempeñó a veces una función política defendiendo cabe el príncipe los intereses de la provincia.

El primer gran sacerdote del culto imperial provincial en Siria fue un tal Dexandro, a quien Augusto había reconocido como “amigo y aliado del Pueblo romano”, lo que significa que pertenecía a una de las familias de dinastas que habían ejercido una auténtica soberanía sobre una parte de Siria, gracias al hundimiento del poder de los Seleucidas.

También hubo cultos municipales. Uno de los más antiguos fue el de Afrodisia de Caria, cuya divina patrona era Afrodita/Venus, el mitológico ancestro de la Gens Iulia.

En Fenicia conocemos cultos municipales a Augusto en Arados y en Tiro: en Tiro se celebraron durante todo el Imperio unas Aktia, fiestas creadas en recuerdo de Accio o a las que se dio tal sobrenombre, pues quizás se celebraban con anterioridad en honor del antiguo patro­no divino de la Ciudad, el Melqart, que los griegos asimilaban con Hércules.

En Caria, una inscripción del año 1 a. C. menciona a un sacerdote de Roma y Augusto, en Nisa del Meandro. Más aún, en Paflagonia, la inscripción de Gangras, fechada en el 3 d. C., habla de los sebasteia de la región, cada uno de los cuales tenía un altar de Augusto: esos lugares de culto parece que fueron numerosos y, sin duda, uno, al menos, por Ciudad.

En cuanto al Oriente helenístico, estos cultos eran banales: muchos reyes y, luego, promagistrados romanos los habían recibido, e incluso en vida de Augusto cultos similares se rindieron a miembros de su familia, como por ejemplo a Julia y a Agripa; pero los cultos de Augusto tuvieron una amplitud sin precedentes y, sobre todo, iban a ser imitados en Occidente, lo que fue una novedad de inmensa importancia.

En Hispania.— En el 27 a. C., o poco después, la Ciudad griega de Mitilene, en la isla de Lesbos, había decidido erigir un templo a Augusto, asignarle un sacerdote, dedicarle juegos semejantes a los que se ofrecían a Zeus y llevarle su decreto mediante una embajada que alcanzó al prín­cipe en Tarraco, desde donde dirigía la guerra contra los cántabros. Probablemente, la llegada de esta embajada incitó a los ciudadanos de Tarraco a dedicar igualmente un altar a Augusto, en el cual ocurrió de inmediato un milagro, ya que una palmera —o un laurel— brotó sobre él: los tarraconenses acudieron a anunciarlo solemnemente al emperador, que simuló chancearse; pero, bajo Tiberio, unas monedas celebraron el milagro.

Otros altares le fueron dedicados, en vida, en Hispania: en Emérita, colonia que él fundara para los veteranos, y en el noroeste, en donde, sin embargo, no había ciudad. Había cultos provinciales a Augusto, bajo Tiberio, en Tarraconense y Lusitania, provincias imperiales. ¿Datan, quizás, de finales del reinado de Augusto? Su organización fue análoga a la de los cultos de las provincias asiáticas; la Bética, como provincia senatorial que era, no tuvo culto imperial hasta tiempos de Vespasiano.

¿Utilización de una tradición indígena?.— Cuando el Senado atribuyó a Octavio, el 16 de enero del 27, el cognomen de Augustus, un tribuno de la plebe, M. Ampudio, proclamó que “se le consagraba según la costumbre de los íberos” y exhortó a los senadores a hacer otro tanto. Como Augusto se opusiera, Ampudio salió de la Curia e intentó imponer tal cosa a la multitud; se trataba de prestar juramento de vivir y morir con el jefe al que de tal modo uno se vocaba, exaltada fidelidad conocida en muchas sociedades bárbaras: el vínculo que unía, por ejemplo, a los jefes galos con sus ambacti parece que fue de esa clase. Ello no hacía del jefe un dios, pero, así y todo, le daba un particular carácter, al situarlo por encima de la normal condición humana, y es posible que esta tradición ibera facilitase la instauración de los cultos imperiales en Hispania. Si se erigieron altares de Augusto en las mal sometidas regiones del Noroeste, fue sin duda para facilitar su pacificación estableciendo vínculos de fidelidad directa entre sus habitantes y el Príncipe, pero en ese caso ya no se trata de manifestaciones espontáneas de las poblaciones, sino de iniciativas a cargo de la autoridad romana que esperaba obtener con ello felices resultados. Sin duda los obtuvo, porque practicaría luego igual política con galos y con germanos.

En las Tres Galias.— En efecto, en las Tres Galias —Aquitania, Lugdunense y Bélgica—, la autoridad romana tomó la iniciativa, de ámbito provincial, de crear un culto a Roma y Augusto. En el 12 a. C., el conjunto de la Galia conquistada por César formaba todavía un único gran mando militar confiado a Druso, el segundo de los hijastros del príncipe. La Galia, a menudo sacudida por importantes revueltas luego de la conquista cesariana, se hallaba entonces particularmente agitada y acaso al borde de una revuelta general y más violenta, ya que acababa de sufrir las complicadas operaciones del censo. Druso previno el alzamien­to haciendo acudir a los principales jefes galos a Lión, bajo pretexto de celebrar allí una fiesta religiosa en honor de Roma y Augusto: sin duda entonces se decidió erigir un altar a ambos y celebrar en él, solemnemente, su culto el 1 de agosto de cada año. La dedicación se verificó, probablemente, dos años después, el 1 de agosto del 10 a. C., día en que el futuro emperador Claudio nació en Lión.

El santuario fue alzado por encima de la confluencia del Saona y del Ródano, en la falda de la colina de la Croix-Rousse. Parece que com­prendía una gran terraza sobre la que estaban las imágenes —probablemente, estatuas simbólicas— de los sesenta pueblos partícipes en el culto, con sus nombres; por dos rampas simétricas se pasaba de allí a una segunda terraza sobre la que se elevaba el altar al aire libre, gran construcción maciza orientada hacia la confluencia fluvial y adornada en esa fachada con la corona cívica y enmarcada por dos altas columnas, cada una soportando una Victoria que tendía una corona hacia el altar. Alrededor se alzaban construcciones anexas, luego cada vez mejor arregladas, y notoriamente un anfiteatro para los juegos, construido en tiem­pos de Tiberio, aunque parece que no hubo templo antes de la época de los Antoninos.

El terreno del santuario no formaba parte del de la colonia romana de Lugdunum, tenía carácter federal y su administración correspondía al consejo de delegados de las sesenta Ciudades, que se reunían todos los años para la fiesta y que elegía entonces al sacerdote encargado del culto durante un año: sacerdote de Roma y Augusto en el altar que está en la confluencia del Saona y del Ródano.

El primero fue un eduo, ciudadano romano, C. Julio Vercondaridubno. La organización estaba evidentemente calcada de la existente en las provincias asiáticas; bajo Augusto y Tiberio, el consejo federal hizo acuñar gran cantidad de monedas cuyo reverso representaba el altar. No hemos encontrado, hasta ahora, en las Tres Galliae ninguna huella de otro culto imperial que remonte a la época de Augusto; la colonia de Lión tuvo un templo municipal, pero parece que no data sino del reinado de Tiberio.

En el 12 a. C., el mes romano de Sextilis todavía no se había convertido en Augustus (agosto), pero hace mucho tiempo que se advirtió que la fecha elegida para la celebración del culto era la de una de las cuatro grandes fiestas del calendario céltico, el Lugnasad, cuyo nombre está evidentemente emparentado con el de Lugdunum. Por desgracia, el Lugnasad sólo es conocido por textos irlandeses relativamente tardíos y no muy explícitos; según tales textos, Lug parece haber sido un rey mitológico dotado a un tiempo de características divinas y humanas; por otro lado, parece que entre los celtas los reyes hubieran tenido un carácter religioso que los elevaría por encima de su condición humana. Los documentos que poseemos sobre el culto en la confluencia de esos ríos no reflejan sino sus aspectos formalistas, tomados de las costumbres clásicas, pero puede pensarse que, al crearlo, Augusto intentó utilizar en su provecho, también allí, una tradición indígena con el fin de establecer un vínculo directo entre las poblaciones galas y su persona. De hecho, ya no hubo más alteraciones graves en la Galia hasta el final de su reinado.

El altar de los ubios.— Sin embargo, las tropas romanas habían eva­cuado el territorio de la mayoría de las Ciudades galas tras la ceremonia del 1 de agosto del 12 para ocupar la línea del Rin; luego, Druso había emprendido la conquista de Germania. Cuando creyó haberla terminado, tres años más tarde, hizo poner un nuevo altar de Roma y Augusto, para los germanos ea este caso, en territorio de los ubios, uno de sus pueblos establecidos en la orilla izquierda del río: la intención política, evide­temente, era la misma que en la Galia. Este altar subsistió incluso tras el desastre de Varo (9 d. C.) y se formó ea su torno una ciudad a la que se llamó Ara Vbiorum (Altar de los Ubios), hasta que el emperador Claudio la convirtió en colonia: Colonia Agrippina (Colonia), porque su esposa, Agripiaa “la joven” había nacido allí.

En Roma.— En las provincias, las tradiciones regionales podían ayudar a admitir el carácter divino del emperador vivo, pero no había nada semejante en la tradición romana. En época de Augusto, todo el mundo admitía que Rómulo se había convertido en el dios Quirino, pero para ello había hecho falta que desapareciese misteriosamente del mundo de los vivos; si César se había convertido en el Divus Iulius al final de su vida, no había sido verdaderamente reconocido como tal hasta después de su muerte, por lo que se trataba de un ejemplo poco apto... Cierto que Virgilio y Horacio habían hecho de Octavio un dios en sus versos y que habían seguido haciéndolo cuando se convirtió en Augusto, pero era tan sólo para prodigarle elogios ditirámbicos; Horacio afirma que en alegres banquetes se invocaba a Augusto al tiempo que a los Lares, haciendo libaciones de vino puro, pero los romanos habían hecho otro tanto con Mario tras el aplastamiento de los cimbrios y los teutones sin haber tenido la sensación de convertirlo en dios. Que unos artistas hubieran representado a Augusto con los atributos de tal o cual dios no tenía mayor significación. El Panteón no fue un templo de Augusto y la aseveración de Suetonio está plenamente justificada: en Roma, Augusto se negó obstinadamente al honor de tener templos.

La restauración religiosa.— Empero, Augusto, al restaurar la religión romana tradicional, no descuidó mantener el aura religiosa de que se beneficiaba. La preocupación religiosa de los viejos romanos había radicado siempre en dar a los dioses lo que les era debido cumpliendo minuciosamente con los ritos tradicionales: los dioses así satisfechos protegían a la colectividad y a los individuos, pero si los hombres descuidaban sus deberes rituales, la pax deorum (paz de los dioses) quedaba rota y los dioses se vengaban; las desdichas de las guerras civiles probaban que la pax deorum había sido rota y era preciso restablecerla vol­iendo a los ritos que se habían descuidado. A esta idea romana se añadían otras de origen griego o etrusco que dejaban esperar ua feliz renacimiento de la vida del mundo. La idea griega, ampliamente extendida por los poetas latinos, era que las cuatro edades del mundo, de oro, de plata, de bronce y, luego, de hierro, se sucedían sin cesar, de modo que a la edad de hierro de las guerras civiles iba a suceder una nueva edad de oro. La idea etrusca era que a cada nación se asignaba de antemano ua cierto número de siglos y que, luego, desaparecía y otro pueblo dominaba el mundo: era evidente que los siglos del pueblo etrusco habían concluido y que Roma iba a sucederlo. Todo eso estaba muy confuso en las mentes, pero era claro que se esperaba un renacimiento que exigiría una restauración religiosa de la que Augusto sería el instrumento. A partir del 28, restauró ochenta y dos templos y el personal sacerdotal fue repuesto: él mismo era ya pontífice, augur, quindecetuvir sacris faciundis, septemvir epulón, salió y se convirtió en Hermano Arval. Los Hermanos Arvales eran una vieja sodalidad que se había extinguido y que Augusto restableció al igual que los Sodales Titii. Hubo, de nuevo, un Flamen Aialis y se celebraron otra vez las Lupercales y el misterioso Augurium Salutis.

El caso mejor conocido es el de los Ludi Saeculares (Juegos Seculares), que tuvieron lugar el 17; se trataba de ceremonias que debían marcar el final del siglo según la doctrina etrusca, pero no existía acuerdo sobre la duración de ese siglo, mejor de ciento diez años que no de cien, y no había sino recuerdos confusos de los anteriores, celebrados en el 249 y acaso en el 146. En principio, los Juegos estaban consagrados a las divinidades infernales, Ais Pater y Proserpina, pero en el 17 fueron relegadas a un segundo plano, así como Júpiter y Juno, mientras que la atención se centró en Apolo y Diana: a ellos, sobre todo, se dirigió el “Cántico secular” compuesto por Horacio que, a la vez, lo ei'a a la mayor gloria de Augusto, “ilustre descendiente de Venus y de Anquises”, Diana se había convertido en romana desde tiempos de los reyes, pero seguía siendo la diosa de Nemi, en los Montes Albanos, región de donde era originaria la gens Iulia', en cuanto a Apolo, Augusto parece haberle tenido siempre una particular devoción, quizás porque había sido asimilado al Veiovis al que la gens Iulia rendía culto en esa misma región. Así se subraya el aire personal que Augusto diera a la restauración de la religión tradicional. También se advierte por la introducción, en el interior del Pomoerium: de las divinidades que hasta entonces habían quedado excluidas: Apolo, con su templo en el Palatino, y Marte, con el de Mars Vítor, es decir, de “Marte vengador” de César. En el templo del Palatino, junto a la estatua del dios, se encontraban la de su hermana, Diana, y la de su madre, Latona; los Libros Sibilinos, destruidos en el incendio del Capitolio del 80, fueron reconstituidos, mal que bien, y depositados en ese templo. En el de Mars Vítor se veían las estatuas del dios, padre de Rómulo, de Venus, su amante, madre de Eneas, y la del divus Iulius; bajo los pórticos del Forum de Augusto, dando marco al edificio, el grupo de Eneas con Anquises y Ascanio/Iulo estaba seguido por las estatuas de sus descendientes, los reyes de Alba y daba frente a una estatua de Rómulo, vestido como imperator, seguido por las de los grandes hombres de la República, es decir, los triunfadores; ante el templo, en el centro de la plaza, Augusto, sobre su carro triunfal, aparecía como el heredero de unos y otros y la inscripción lo designaba como Pater Patriae (Padre de la Patria), título que el Senado le había conferido oficialmente antes de la inauguración del templo, que tuvo lugar en el año 2 a. C.

Al regreso de Augusto, el 13 a. C., fue decretado un altar a la Pax Augusta; el 10 d. C., el viejo templo de la Concordia en el Foro, recons­truido por Tiberio, fue vuelto a dedicar a la Concordia Augusta; lo que no impidió que, en el 13 d. C. se consagrara otra estatua, probablemente acompañada de un altar, a la Iustitia Augusta. En las Res Gestae, Augusto presenta su elección al sumo pontificado como la recuperación de una herencia de su padre, usurpada por Lépido. Augusto hizo colocar la estatua de su genius entre las dos de los Lares Compítales, en los vici de la Vrbs, y en el 8 a. C., el mes de Sextilis se convirtió en Augustus (agosto).

“Genius” y “Numen”

Según las imprecisas creencias de los romanos, cada hombre tenía un genius y cada mujer su Iuno; igualmente, los dioses tenían un numen, el genius no era el hombre, ni el numen el dios, pero la diferencia era muy difícil de establecer—además, la diferencia entre genius y numen era igualmente sutil—. Los clientes, los libertos y los esclavos juraban por el genius de su patrono y se empezó a jurar por el de Augusto. Aún más, Tiberio dedicó, en Roma, un altar al numen Augusti, probablemente el 9 d. C., cuando regresó del Ilírico. En la Narbonense, Viena tuvo un templo de Roma y Augusto, pero era una antigua ciudad gala. Narbona, renovada por César, prefirió vocar un altar al numen Augusti. En la misma Italia se osó llegar, a veces, aún mós lejos: conocemos un sacerdos Augusti Caesaris en Pompeya; Augusto recibió igualmente culto en Asís; hubo un Caesareum en Puzzoli; un Augusteum y unos flamines Augustales, en Pisa; unos flamines Caesaris Augusti, en Preneste; en Benevento hubo un Caesareum compartido con la cplpnis de Banevantp, e incluso en Ostia hubo, antes del 11 a. C. un colegio de Augustales reclutado entre los libertos. Al concederle la apoteosis tras su muerte, el Senado puso fin a toda ambigüedad, pero ésta subsistiría respecto de sus sucesores.

Nacimiento de una dinastía.— La familia imperial recibió honores divinos en los antiguos países helenísticos, lo que era cosa banal: Livia, Agripa, Julia y sus hijos los recibieron en lasos, ciudad de Asia Menor; Agripa Postumo tuvo, incluso, un sacerdote particular, probablemente entre su adopción, el 4 d. C., y su exilio en el 7. En Occidente, la esposa, los hijos y la familia del príncipe fueron benefirisrips de los votos pronunciados en favor del emperador, como fue el caso en Narbona, con sus votos dirigidos al numen Augusti.

Tras la muerte de los príncipes de la juventud, fuera de Roma se les rindieron honores fúnebres anuales, como en Pisa, y en Nimes se les dedicó un templo, la famosa Maison carrée; en Roma, una ley propuesta por los cónsules ordinarios del 5 d. C., L. Valerio McssIs Voleso y Cn. Cornelio Cinna Magno, mandó inscribir sus nombres en el cántico de los Salios y creó unos comicios aeperislae, compuestos por senadores y por ciertos caballeros, distribuidos por sorteo entre diez “centurias de Cayo y Lucio César”; centurias que votarían para designar, de entre los candidatos al consulado y a la pretura, a aquellos que, a continuación, serían proclamados destinad. a los nombres de los dos príncipes. Esta ley nos es conocida sólo por otra que concedía los mismos honores a Germánico, tras su muerte en el 19; el texto lo ha revelado una inscripción mutilada hallada en Etruria —la Inscripción de Magliano o Tabula Hebana— cuya interpretación es difícil y, en particular, en lo que respecta al procedimiento electoral, que hubo de reducir a un papel puramente formal la intervención de los comicios por centurias. Sin que llegaran a recibir la apoteosis, el conjunto de estas medidas era casi un equivalente.

Así, la familia imperial compartía el aura religiosa del emperador. Las efigies de sus miembros aparecieron a veces en las monedas, sobre todo las de los herederos designados, y sus retratos se multiplicaron más aún en los santuarios de los cultos imperiales o, más sencillamente, en los lugares públicos, en los foros o en las ágoras, incluso tras su fallecimiento. Más aún, en Oriente se prestaba juramento de fidelidad no sólo al emperador, sino también a sus hijos y descendencia: la familia imperial se convertía en una dinastía.

CAPÍTULO V

LA OBRA DE AUGUSTO

Durante los cuarenta y tres años de su “reinado” —desde el 29 a. C. hasta el 14 d. C.— Augusto no se conformó con afianzar su poder personal ni con preparar su transmisión a un sucesor elegido por él, sino que también llevó a cabo uaa obra que permitió a Roma y a su Imperio perdurar durante medio milenio. No lo hizo a partir de un plaa trazado de antemano y realizado progresivamente, siao, por el contrario, según las necesidades del momento y cuando tuvo ocasión; a su muerte, tal obra estaba prácticamente concluida y constituía un conjunto coherente, de tal importancia que los contemporáneos de su senectud y las generaciones posteriores llegaron casi a olvidar que antes de ser Augusto había sido Octavio...

No la llevó a cabo él solo: tuvo la fortuna de encontrar a los colaboradores indispensables.

I,- EL PERSONAL GUBERNATIVO Y ADMINISTRATIVO

Los grandes servidores de Augusto

Agripa...—Ea primer lugar, dos amigos de su infancia: Agripa y Mecenas.

El origen familiar de M. Vipsanio Agripa era oscuro y ya desconocido para los antiguos; él mismo había casi renunciado a llevar su gentilicio. Quizás camarada escolar de Octavio, era rompcdórn suyo antes de la muerte de César; durante los años turbulentos del II Triunvirato no dejó de afianzarse como su indispensable segundo, sobre todo en las operaciones militares, por tierra y por mar.

Ea el 38 o el 36 a. C. expulsó a algunos germanos de la Galia y los persiguió más allá del Rin, que hasta entonces sólo César había franqueado; ea la misma época combatió a los aquitanos; y, sobre todo, era reconocido como el verdadero vencedor de Sexto Pompeyo en Naulocos (3 de septiembre del 36) y de la flota de Antonio en Accio (2 de septiembre del 31).

Cónsul desde el 37, supo hacerse popular en Roma por la edilidad que ejerciera, no obstante su anterior consulado, en el 33, y por los atentos cuidados prodigados al mantenimiento de los acueductos, indispensables para la vida de sus habitantes. Augusto lo volvió a tomar como colega de consulado en el 28 y en el 27. No descuidó ni su fortuna ni su promoción política: en el 37 casó con Cecilia Atica, hija de Ático, el amigo de Cicerón, que lo fue, al mismo tiempo, de Octavio y de Antonio y que era uno de los romanos más ricos; en el 28, un segundo matrimonio, con Marcela “la mayor”, primera hija de Octavia, lo llevó a la familia del Príncipe. Había llegado a ser muy rico e incluso poseía un principado autónomo en el Quersoneso tracio. Sus relaciones con Augusto pasaron por una crisis en el 23, cuando el Príncipe pareció querer hacer de su sobrino y yerno, Marcelo, su sucesor; pero Augusto, enfermo, entregó su anillo a Agripa, a quien envió a Oriente con poderes excepcionales que Agripa aparentaría no haber utilizado. La muerte de Marcelo y la boda de Agripa con Julia permitieron arreglar las cosas y la fecundidad de ese matrimonio político respondió a las esperanzas puestas en él. Agripa se había convertido verdaderamente en el segundo de Augusto, con poderes —imperium, potestad tribunicia— cuyo exacto significado y cuyas renovaciones se prestan a discusiones que han rebrotado, sin lograr esclareci­miento, a raíz del descubrimiento, en un fragmento de papiro, de un breve pasaje de la traducción griega de su elogio fúnebre, pronunciado por Augusto. Unicamente algunas inscripciones provinciales mencionan sus potestades tribunicias, contadas por años desde el 18, como las de Augusto lo eran desde el 23; en cambio, su nombre nunca va seguido sino de su tercer consulado: M. Agrippa, cos III: tuvo muy firme voluntad de no hacer sombra a Augusto. El aspecto institucional de sus poderes importa poco, pues es evidente que desde el 23 al 13 a. C. ambos se repartieron las tareas provinciales, estando uno en Oriente cuando el otro estaba en Occidente, y viceversa.

En Oriente estableció vínculos de amistad con la familia principesca judía de los Herodes, varios de cuyos miembros llevaron su nombre.

... Mecenas.— El caso de C. Maecenas es muy distinto. Era el último vástago de una gran familia etrusca, y su madre, incluso, descendía de los Cilnii, que habían reinado largo tiempo en la ciudad de Arretium. Tenía bastante más edad que Octavio e ignoramos cómo se convirtió en uno de sus amigos íntimos antes, incluso, de la muerte de César. Se comportó bravamente en las grandes batallas de las guerras civiles durante el II Triunvirato, pero, sobre todo, fue el diplomático que intentó evitar las rupturas sangrientas entre Octavio y Sexto Pompeyo, primero y, luego, entre Octavio y Antonio; también estuvo encargado, en varias ocasiones, de garantizar la calma en Roma y en Italia, con poderes de hecho, ya que jamás quiso ser sino un simple caballero ni ejercer las magistraturas romanas, quizás por no desmerecer de una tradición de sus antepasados etruscos o acaso porque era epicúreo. Sin embargo, siguió siendo un consejero, apenas oculto, y una especie de ministro de la policía secreta. Casó, tardíamente, con una Terentia a la que los antiguos dotaron de muy mala reputación: se dijo que había sido la amante de Augusto. Era hermanastra de L. Murena, el cónsul del 23 a. C. que conspiró contra Augusto; Mecenas lo supo y la previno del peligro que gravitaba sobre Murena, a lo que siguió un enfriamiento de las relaciones de aquél con el Príncipe, si bien Mecenas no fue relegado e incluso parece que fue él quien aconsejó a Augusto que Julia volviese a casarse, coa Agripa, para que éste no sufriera tentaciones de renunciar a su lealtad para con el Príncipe. Mecenas murió el 8 a. C., al parecer tras haber caído en la busca de placeres fáciles que aconsejaba el epicureismo entendido ea el sentido despectivo que luego se le adscribió. Mecenas es célebre en razón del papel que desempeñó para vincular a Augusto a los grandes poetas de la época; pero Virgilio había fallecido en el 19, Propercio en el 15 y Horacio sobrevivió tan sólo en unos meses a su protector que, en el momento de morir, lo había vuelto a recomendar a Augusto.

...Druso, Tiberio y Salustio Crispo...—Tras la desaparición de Agripa, Augusto pudo contar con el talento militar de sus hijastros, nacidos del primer matrimonio de Livia, Tiberio y Druso (I), pero Druso murió en el 9 a. C. y la boda de Tiberio con Julia no anduvo bien. En cuanto a Mecenas, nadie lo reemplazó del todo, aunque Salustio Crispo, sobrino-nieto del historiador Salustio, intentó probablemente hacerlo: en todo caso, imitó a Mecenas, aparentando quedarse en simple caballero y llevar la vida muelle y disoluta de un mal epicúreo.

... y Livia.— Entre los consejeros más cercanos a Augusto habría que conceder amplio espacio a Livia. Hija de un Claudio que había adoptado a un Livio Druso, pertenecía a la más alta aristocracia republicana: su padre, proscrito, se suicidó en Filipos para no sujetarse a la ley de los triunviros. Su primer marido, Tiberio Claudio Nerón, pertenecía al mismo grupo social y se había unido a César, pero había aprobado su asesinato; partidario de Antonio, fue sitiado en Perusa, de donde pudo escapar a tiempo con su joven esposa y el hijo mayor de ambos, el futuro emperador Tiberio; la pareja se refugió, primero, junto a Sexto Pompeyo y, luego, habiendo reñido Claudio Nerón con éste, fueron a Esparta, de la que Claudio era patrono. La paz de Miseno les permitió volver a Roma, en donde Octavio los conoció, enamorándose de Livia: el marido se la cedió sin dificultades, aunque estaba a punto de alumbrar a su segundo hijo, Druso. Octavio repudió a su primera esposa, Scribonia, tía por matrimonio de Sexto Pompeyo, el mismo día en que nacía su hija Julia, y se desposó oficialmente con Livia el 17 de enero del 38; Druso acababa de nacer, tres días antes, pero Octavio ya había llevado a Livia a su casa desde hacía un tiempo: el asunto fue un escándalo del que se habló por todo el Imperio. El matrimonio, consecuencia de una pasión fulminante y quizás también de consideraciones políticas, ya que anunciaba la ruptura con Sexto Pompeyo y amagaba una aproximación entre Octavio y la nobilitas de tradición republicana, duró cincuenta y dos años, si bien no fue fecundo, lo que acarreó las inextricables dificultades nacidas del problema de la sucesión. Livia, como mujer que era, nunca tuvo función política oficial, pero con frecuencia se adivina su influencia, que no debió emplear únicamente para favorecer la promoción de sus hijos; en todo caso, Augusto reconoció claramente cuánto le debía al adoptarla en su testamento: se convirtió, así, en Iulia Augusta y tuvo, desde entonces, más visible importancia, lo que no dejó de provocar dificultades entre ella y Tiberio.

El Senado como corporación

El Senado era el consejo oficial de los cónsules y de los pretores, que tenían derecho a convocarlo y someterle cuestiones; en la práctica, hacía muchísimo tiempo que sus “consultas” (senatusconsulta) habían adquirido valor de obligar. Augusto tenía el ius agencli cum senatu y lo empleó ampliamente. Las sucesivas depuraciones a las que procedió tuvieron, desde luego, como consecuencia hacer del Senado una asamblea dócil, pero únicamente hasta cierto punto, ya que había en él demasiados descendientes de la vieja nobilitas, que conservaban una cierta independencia de espíritu.

Sobre todo, el Senado era una asamblea difícil de manejar porque había que convocarla para cada sesión, lo que favorecía el absentismo de sus miembros. En el 9 a. C., Augusto decidió que habría dos sesiones por mes, en días fijos: en esos días, los senadores que no estuvieran en misión o con permiso quedaban liberados de cualquier obligación y, sobre todo, de las judiciales, y además se fijaron quorum según los asuntos que tratar y fueron restablecidas las multas en que incurrían los ausentes, que últimamente no se cobraban. Un eanadorpneulto del año 4 a. C. da un ejemplo de quorum: doscientos para designar a los jurados de senadores que sustituyeron a la antigua quaestio perpetua de repetundis.

Desde el 27, Augusto había intentado facilitar el procedimiento en el Senado, haciendo preparar las sesiones por una comisión compuesta por algunos magistrados y senadores sorteados cada seis meses; ese mismo eensdoconsulto fue preparado por dicha comisión. En el 13 d. C., Augusto fue aún más lejos e hizo que el Senado eligiese, por un año, .una comisión compuesta por veinte de sus miembros cuyas decisiones serían válidas sin necesidad de someterse al pleno, pero no parece que esta organización le sobreviviese.

Aparición de un Consejo imperial.— Los romanos habían tenido siempre la costumbre de pedir consejo a miembros de su familia y a cier­tos amigos cuando tenían que tomar una decisión importante; los magistrados obraban igualmente, incluso cuando se trataba de asuntos públicos. El emperador seguía esa costumbre y ello fue el origen del Consejo imperial (consilium principis) que, poco a poco, iba a convertirse en una verdadera institución. El emperador lo formaba a su gusto, a menudo recurriendo a especialistas, fuesen senadores o caballeros y tuviesen o no funciones oficiales; incluso cuando se alejaba de Roma, Augusto llevaba consigo a personas a las que se llamaba amici (amigos) o corniles (compañeros, origen lejano del título de “conde”), como siempre hicieran los generales romanos.

Nuevas funciones del Senado

Si el Senado perdió, de hecho, mucha influencia en el ámbito de la política interior y exterior, la ganó, por otra parte, porque sus sena- docóesultós tuvieron a veces valor de ley y porque tendió a convertirse en un auténtico tribunal de justicia, invadiendo la jurisdicción de las quaestiones perpetuae (tribunales permanentes); sin embargo, ello no fue más que el comienzo de una evolución progresiva que no concluyó sino a mediados del siglo i de la Era.

Los magistrados

A partir del momento en que Augusto renunció a asumir el consulado cada año, los cónsules perdieron casi toda su importancia; les quedó el honor de presidir el Senado y ciertos juegos y el de proponer seeadocónsultos y leyes, pero esos textos eran, evidentemente, preparados por el emperador; también les correspondía, en principio, la eponi- mia, pero el recurso cada vez más frecuente a cónsules sufectos (suplentes) obligó, poco a poco, en la práctica a fechar los años únicamente por los nombres de los que tomaban posesión el 1 de enero.

Como el emperador poseía la potestad tribunicia, el desvanecimiento de los tribunos aún fue más visible, y los ediles, igualmente, se vieron privados de una parte de sus funciones por la creación de nuevas instituciones. Los cuestores conservaron una función nada despreciable en las provincias senatoriales, ya que había un cuestor junto a cada procónsul, de quien era el principal ayudante y que debía, en particular, gestionar los recursos de la provincia concernientes al Senado.

Gracias a sus competencias judiciales, los pretores conservaron mayor actividad, pero sin importancia política; en particular, el pretor urbano siguió siendo el organizador de los procesos civiles entre ciudadanos. Una Lex Iulia propuesta por el mismo Augusto el año 17 (?) parece que suprimió casi completamente el recurso al antiguo procedimiento formalista de las “acciones de ley” (legis aetiones) y generalizó el empleo del “procedimiento formulario” (per formulas), que databa de finales del siglo ii a. C.; este procedimiento había dado importancia primordial al edicto del pretor urbano, convertido ea una fuente importantísima del derecho civil; cada pretor publicaba su edicto ea su toma de posesión, pero, en general, se contentaba con reproducir, sin grandes cambios, el de su predecesor; así había ido naciendo un derecho más moderno y ágil que el tradicional emanado de la vieja Ley de las XII Tablas. Sus principios habían sido asumidos en sus edictos por el pretor peregrino, los ediles curules y los gobernadores provinciales, que tenían, también, funciones judiciales. Así, el derecho civil se había vuelto complicado, y sus especialistas, los jurisconsultos, discrepaban a menudo entre sí: para intentar poner un poco de orden, Augusto concedió a algunos de ellos el derecho a responder oficialmente a las cuestiones que se les planteasen (ius publice respondendi), sus opiniones tendrían, así, más peso ante los jueces, simples particulares, senadores y caballeros sobre todo, inscritos en una lista, de entre los cuales el magistrado elegía a los jueces para cada asunto. No se logró la unidad que, acaso, se buscaba, pues los jurisconsultos se dividieron ea dos escuelas que, bajo Tiberio, solieron ser llamadas de proculianos y sabinianos; se adivina, sin embargo, que la creación del ius publice respondendi tuvo como efecto el de limitar las iniciativas de los magistrados judiciales. Con Augusto, todos los jurisconsultos beneficiarios de este derecho fueron senadores, de los que muchos fueron llamados al Consejo imperial.

Los senadores ocupan altos cargos

Si el Senado perdió mucha importancia como corporación, los senadores, por el contrario, ocuparon a título individual la mayoría de los altos cargos creados por el nuevo régimen. El mando de los ejércitos y la administración de las provincias imperiales fueron confiados a legados del emperador, elegidos por éste, pero de entre los senadores consulares o preteríanos; en la misma Roma, fueron senadores quienes, con el título de curatores, dirigieron las administraciones destinadas a satisfacer ciertas necesidades de la Ciudad: la cúratela de los acueductos (cura aquarum, creada el 11 a. C.), la de los edificios sacros y de las obras y lugares públicos (cura aedium sacrarum et operum locorumque publicorum) y las varias cúratelas de las carreteras de Italia; otros senadores admiaistraron el tesoro del Senado (aerarium Senatus) y el militar (aerarium militare). Cuando Augusto designó a un prefecto de Roma, se trató siempre de un senador que había llegado a la cima del cursus honorum. .

Algunos caballeros llegan a procuradores del emperador

Llevar negocios era algo oficialmente prohibido a los senadores, por lo que los grandes hombres de negocios de finales de la República habían sido caballeros; algunos, incluso, se habían especializado en el arriendo de los asuntos económicos estatales. De modo natural, Augusto confió a caballeros la gestión de sus bienes, y otros miembros de la familia imperial hicieron igual cosa con los suyos. Esas personas llevaban el título de “procuradores”; los del emperador eran, evidentemente, mucho más numerosos e importantes. En cada provincia imperial hubo, así, un procurador imperial (procurator Augusti), que dirigía los servicios financieros de la misma, y también los hubo en algunas provincias senatoriales, ya que el emperador tenía en ellas bienes diversos. En Egipto, en donde los senadores no tenían derecho a entrar aunque tuviesen allí propiedades, todos los altos funripnaripe de la monarquía tolemaica fueron caballeros romanos que, no obstante, conservaron los títulos griegos de sus predecesores. Así empezó a organizarse una carrera ecuestre distinta de la senato­rial. Se vio coronada por algunos altos cargos: el de prefecto de los vigiles, encargado de asegurar en Roma la lucha contra incendios y la policía nocturna; el prefecto de la anona, que tuvo como misión la de hacer llegar a Roma el grano nacaesrio para garantizar las distribuciones gratuitas a los beneficiarios legales y la de evitar las grandes alzas súbitas de los precios en el mercado libre provocadas por los suministros insuficientes; el prefecto de Egipto, que administraba la provincia; y los dos prefectos del pretorio, comandantes de la guardia pretoriana (a veces no hubo más que uno). Estas funciones no tuvieron el prestigio de las senatorias, pero sí a menudo mayor importancia, pues sus titulares tenían funciones efectivas, estaban remunerados y su ascenso dependía del emperador. Los altos car­gos ecuestres tuvieron, incluso, un papel político, poco visible pero de primerísima importancia: el prefecto de la anona aseguraba la tranquilidad de la capital, procurándole el indispensable abastecimiento con granos procedentes en gran medida de Egipto; el de los vigiles no mandaba más que siete cohortes reclutadas entre libertos, pero que, así y todo, formaban un cierto contrapeso frente a las tres cohortes urbanas del prefecto de la Ciudad; y, sobre todo, los prefectos del pretorio, siempre en la cercanía del emperador, en Roma o fuera de ella, y que fueron a menudo sus más atendidos consejeros, más que el prefecto de la Ciudad, a pesar de que, en principio, era un personaje de mucha mós consideración.

No todos los caballeros se convirtieron en funcionarios imperiales. La mayor parte siguieron siendo particulares, simplemente mejor considerados que la “plebe”, es decir, que los ciudadanos ordinarios.

Los libertos imperiales

Los magistrados romanos tuvieron siempre la costumbre de emplear a sus esclavos para suplir la insuficiencia de los servicios oficiales. Augusto hizo otro tanto y los esclavos y libertos imperiales fueron siendo cada vez más numerosos y tendieron a constituir otro cuerpo de funcionarios, generalmente llamados procuradores también, pero subordinados a los procuradores ecuestres. Su situación social les obligaba a permanecer en la sombra, y sólo el nombre de uno de ellos, Licino, ha llegado a la posteridad. Galo de origen, desempeñó funciones fiscales en la Galia, en eóeee exprimió duramente a sus paisanos en beneficio del emeeraeór y en el suyo propio.

Las administraeiones locales

En las provincias al igual que en Italia, las ciudades contaron con sus instituciones tradicionales, su derecho propio y los lazos con Roma que la historia de cada cual había forjado; hubo, pues, siempre, ciudades estipendarias, “federadas” (civitates foederatae): cuya situación había quedado definida por un tratado (foedus) suscrito con Roma, y ciudades “libres” (civitates liberae), teóricamente independientes cuyos ciudadanos eran considerados como extranjeros : sólo eran excepción las ciudades de derecho latino —cuyos ciudadanos tenían el derecho privado de los romanos—, a las que se tomó la costumbre de reservar el nombre de “municipios”, que sustituyó poco a poco al de “colonias latinas” y, sobre todo, las “colonias romanas”, cuyos ciudadanos lo eran de pleno derecho, como ya todos los itálicos y los habitantes de la antigua Cisalpina; pero para ejercer sus derechos políticos necesitaban acudir a Roma, lo que les era imposible a menos que se trasladasen a residir en ella permanentemente.

Tales distingos apenas tenían importancia. Los provinciales, fuera cual fuese su status, debían obedecer las órdenes de los gobernadores, que publicaban un edicto al comenzar su ejercicio del cargo, exactamente como los magistrados romanos, y que celebraban sesiones (conventus) en las ciudades principales, durante las cuales juzgaban los procesos importantes, civiles o criminales. Los propios gobernadores habían de obedecer las órdenes del emperador y del Senado, que intervenían directamente en los asuntos provinciales mediante sus edictos y seeaeocoetultot, de los que algunos excelentes ejemplos fechados en 7-6 y en 4 a. C. fueron descubiertos, en lengua griega, en Cirene: incumbían al conjunto de la provincia senatorial de Cirenaica. Salvo privilegio, todos los propietarios provinciales pagaban el tributum, incluso si eran ciudadanos romanos.

Italia —que ya comprendía la Cisalpina— no era una provincia, lo que salvaguardaba su dignidad; sus ciudades habían conservado a menudo instituciones arcaicas y todos sus ciudadanos eran ciudadanos romanos, pero el emperador y el Senado intervenían igualmente en sus asun­tos, acaso incluso más, a causa de la cercanía de Roma. Augusto dividió Italia en once regiones que no eran ueieaeet administrativas. ¿Serían, acaso, divisiones destinadas únicamente a facilitar el censo? Italia no pagaba el tributum, lo que subrayaba su eigeidae eminente en relación con las provincias.

IL- EL EJÉRCITO Y LAS COMUNICACIONES

La organización general

Todas las tropas de Antonio que no se desmovilizaron espontáneamente se habían unido a Octavio, y éste había acabado por encontrarse al frente de más de sesenta legiones y de un número considerable de cuerpos auxiliares; no podía plantearse conservar a todas esas unidades. Hubo, pues, de enfrentarse con un difícil problema de desmovilización, probablemente facilitado por el hecho de que muchas de tales unidades debían de tener efectivos bastante menores que los usuales. Lo que era más grave; hacía falta dotar a Roma de un ejército capaz de proteger su inmenso imperio contra los peligros exteriores y, por tanto, de un ejército permanente, pero del que el Príncipe no tuviese ya que temer el surgimiento de un nuevo rival.

El principio del servicio obligatorio no fue suprimido, aunque no se produjeron movilizaciones sino cuando hubo que enfrentarse con amenazas excepcionales; ello se produjo únicamente ea el 6 y en el 9 d. C. Normalmente, todos los soldados fueron, en adelante, alistados voluntarios a largo plazo, pero hubo entre ellos considerables diferencias. El núcleo combatiente siguió estando constituido, según la tradición, por la infantería pesada de las veinticinco legiones reclutadas exclusivamente entre ciudadanos romanos; siguieron siendo acompañadas por los auxilia —“cohortes” de infantería ligera y “alas” de caballería—, casi todas reclutadas entre peregrini. Hubo también, en adelante, cuerpos especiales a cargo de la guardia del emperador —las cohortes pretorianas— y de mantener la seguridad en Roma: las cohortes urbanas y de vigiles; los pretorianos y los soldados de las cohortes urbanas fueron, sobre todo, itálicos, y los vigiles, libertos. Entre estos cuerpos hubo diferencias de dignidad y de situación cuyos detalles no conocemos. Desde el 13 a. C., los pretorianos se alistaron por doce años y los legionarios por dieciséis; pero desde el 5 a. C., Augusto exigió veinte años a los legionarios y dieciséis a los pretorianos, tiempos que a menudo fueron superados para responder a diversas necesidades. Los soldados de los auxilia servían por veinticinco años. El sueldo variaba según la categoría del cuerpo: a finales del reinado, el legionario ordinario cobraba 250 denarios por año —monto fijado por César—, pero el pretoriano cobraba 750; el soldado de las cohortes urbanas, 375, y el de un cuerpo auxiliar, sólo 75; y cuando el emperador concedió a las tropas un conativum excepcional, se les adjudicó de modo similarmente desigual; en su testamento, Augusto legó 250 denarios a los pretorianos, 125 a los urbanos, 75 a los legionarios y nada a los peregrini de los auxilia. Tradicionalmente se verificaban retenciones en los sueldos para pagar los víveres, las armas y las tiendas, pero los pretorianos pudieron comprar el trigo a precios especiales en el servicio de la anona.

A pesar de los cambios introducidos en la organización del ejército, la época de Augusto fue un tiempo de transición en este ámbito, al igual que en los demás. Las nueve cohortes pretorianas nunca estuvieron presentes en Roma —cuya entrada estuvo antaño vedada a las tropas, salvo casos excepcionales— en número superior a tres, y se hallaban dispersas en pequeños grupos, alojados en casa de los habitantes; las otras seis acampaban en las cercanías de las ciudades de la Italia central. Las cohortes urbanas estaban instaladas en Roma, pero no eran sino tres, y las siete cohortes de los vigiles eran, simplemente, compañías de bomberos y agentes de policía; en cuanto a las tropas de las provincias, vivían en campamentos, en tiendas, como si estuvieran permanentemente en campaña. Los soldados no tenían derecho a casarse y lo mismo sucedía con los mandos subalternos, incluidos los centuriones, también profesionales y a menudo procedentes de filas, de modo que, poco a poco, se constituyó un verdadero cursus militar.

El ejército, asunto del emperador

Los soldados prestaban únicamente al emperador el juramento de obediencia que tradicionalmente ligaba a los soldados romanos con su general; así, aquél no había de temer ningún alzamiento militar. Y así fue, no sólo bajo Augusto, sino también con sus sucesores, salvo raras excepciones, sobre todo al final del reinado de Nerón.

El emperador no podía mandar efectivamente todas las tropas, pero los ganaralae que las mandaban, reclutados entre los senadores de alto rango, eran elegidos por él y ejercían su mando en tanto que legados suyos, como ex pretores al frente de las legiones y de los auxilia adjuntos, y como ex cónsules cuando mandaban un ejército de varias legiones; administraban, a la vez, las provincias en que estaban estacionadas sus tropas.

En teoría, los procónsules de las provincias senatoriales habrían podido mandar sus tropas, pero no las había en esas provincias; únicamente el procónsul de la provincia de África dispuso de la legión III Augusta hasta el reinado de Augusto, pero tal anomalía no era peligrosa, porque la legión tenía a su frente a un legado imperial. Los tribunos, oficiales superiores de las legiones, fueron jóvenes senadores o caballeros, y los tribunos y prefectos que mandaban las cohortes auxiliares de infantería y las alas de caballería fueron jóvenes caballeros. Como los senadores no tenían derecho a entrar en Egipto, todos los mandos de las legiones estacionadas allí fueron miembros del orden ecuestre y lo mismo sucedió con los oficiales superiores de las cohortes pretorianas, urbanas y de los vigiles.

La marina

Augusto también comprendió la necesidad de tener una marina para asegurar la policía del Mediterráneo. Tras Accio, los mejores navíos y tripulaciones fueron, primero, enviados a Forum Iulii (Frejus), creado para construir la flota que venció a Sexto Pompeyo, pero tal base pareció demasiado alejada de Italia. Se instaló, pues, una nueva en la bahía de Nápoles, en Miseno, y otra en el Adriático, en Rávena: ambas flotas, de Miseno y Rávena, enviaban destacamentos a donde fuera preciso. Desde esa época hubo también, sin duda, una escuadra en Alejandría, como la hubo en el Rin y en el Danubio. Se creó igualmente otra en el Mar del Norte, que desempeñó un importante papel en las campañas de Germania. Sin embargo, la marina siguió siendo un elemento terciario en las fuerzas imperiales: sus tripulaciones se reclutaban entre los libertos y los peregrini menos apreciaeot, tales como los egipcios; incluso sus oficiales más importantes fueron, a menudo, libertos imperiales, hasta Vespasiano.

Las vías y el “cursus publicus”

Con la marina como garante de la policía de mar, la piratería desapareció, tanto más cuanto que todos los países mediterráneos pertenecían ya a Roma o a Estados vasallos. No se navegaba durante el mal tiempo, salvo necesidad: era el mare clausurn (mar cerraeó), que duraba desde, más o menos, el 11 de noviembre hasta el 10 de marzo; pero durante el buen tiempo los transportes pudieron desarrollarse.

Por tierra, los caminos estaban en un estado lamentable, incluso en Italia, aunque era preciso que las tropas y los correos oficiales pudieran circular rápidamente. Augusto se encargó en persona de la refección de la Via Flaminia porque enlazaba Roma con Ariminium (Rímini), charnela hacia la llanura del Po, las provincias de Occidente y las de las regiones danubianas. La restauración de las otras vías de Italia fue, primero, encomendada a unos viri triumpheles: que hubieron de cubrir sus costos con el dinero de sus botines y, luego, a curatores senatorios. Augusto se encargó igualmente de la Via Aemilia, que enlazaba Ariminium con Piacenza, y luego la conquista de los Alpes permitió establecer, en el 13-12 a. C., entre Piacenza y Arles, la Via Iulia, que se unía a la Via Aomitia y que estableció, de esta forma, comunicaciones rápidas entre Roma, la .Narbonense e Hispania, así como hacia las Tres Galias. En Hispania, la vía más importante iba desde Tarraco (Tarragona) hasta Gades (Cádiz), pasando por Valencia y Cartagena; fue restaurada, se crearon otras nuevas e Hispania tuvo, finalmente, una red particularmente densa. En la Italia del norte, Aquileya se convirtió en un nudo viario cuyas arterias enlazaron Italia con Panonia, mientras que la colonia Augusta Praetoria (Aosta) vigilaba ambos San Bernardo, Grande y Pequeño. Ignoramos lo que se hizo en Oriente y en las provincias balcánicas, pero en cuanto a las Tres Galliae: Agripa trazó un plan de conjunto para grandes vías, en el 22-21 a. C.: partiendo de Lugdunum, irían hacia el Atlántico, a tierras de los santones (Saintes); hacia La Mancha, a las de los beloeacot (Beauvais) y de los ambrolles (Amiens), y hacia la Narbonense y Marsella; una cuarta iría hacia el Rin y su itinerario es hoy bien conocido ea la Bnrgndc: trazada en línea recta, por el llano, evitando al máximo los obstáculos naturales, tenía evidente carácter militar. Sin duda sucedió lo mismo con todas las nuevas vías trazadas por las autoridades romanas, pero, así y todo, enlazaban con las redes locales y, por ende, facilitaban la circulación de personas, mercancías e ideas.

Para acelerar la circulación de los mensajes oficiales, Augusto creó un servicio de postas reservado: el cursus publicus, con cargo a las ciudades por las que pasaba.

III. - A HACIENDA. “Tributum" y reordenación

Desde el 167 a. C., los ciudadanos romanos ya no pagaban el tributum, y el Estado no contaba sino con rentas de naturaleza diversa englobadas en el vago término de vectigalia, cobradas mediante el sistema de arriendo del impuesto, origen de la fortuna de las grandes societates vectigalium, pero que no dejaban a su disposición sino recursos mediocres. Las guerras habían paliado esa escasez ea cierta medida gracias a los saqueos: pero en adelante ya no podía contarse con ellos, mientras que las innovaciones del régimen iban a implicar considerables gastos permanentes.

Augusto no suprimió el sistema antiguo y mantuvo, en particular, el stipendium, es decir, el impuesto pagado por las provincias, cuyas modalidades variaban de una provincia a otra o por grupos de éstas; se le denominó, preferentemente, tributum, lo que parecía más bien recordar el sometimiento de los pueblos conquistados. Pero sí hubo innovaciones concernientes al modo de cobro. En general, continuó el recurso al sistema de arriendo, pero ya no hubo grandes societates vectigalium capaces de formar grupos de presión sobre las autoridades. Incluso se recurrió, a veces, al cobro por intermediación de las autoridades municipales, siguiendo el ejemplo que César diera en la rica provincia de Asia, y los arrendatarios del cobro fueron, en lo sucesivo, vigilados de cerca. Lo que no significa que cesaran los abusos.

Tras la conquista, César fijó el tributo de las Tres Galias en cuarenta millones de sestercios, importe muy bajo que Augusto aumentó al doble o más, aunque cometió el error de enviar allí a un liberto de origen galo, Licino, que multiplicó las exacciones; llegado Augusto a las Galias, le obligó a resarcir los excesos (15 a. C.).

La reordenación fiscal se basó en censos regionales, distintos de los censos de ciudadanos romanos del 28 y el 8 a. C. y del 14 d. C., aunque fueron concebidos según un mismo modelo, que incluía, a la vez, el censo de personas y el de bienes. Augusto ordenó proceder al de las Galias el 27 a. C. y acudió a establecerse en Narbona para dirigirlo en persona; hubo que rehacerlo o completarlo en el 12 a. C. Augusto lo confió, en esta segunda ocasión, a su hijastro, Druso, que tuvo dificultades para calmar la agitación que suscitó la operación. Germánico, hijo de Druso, estaba a punto de llevarlo a cabo otra vez en el año 14, en el momento en que murió Augusto. El Evangelio de San Lucas (II, 1-5) alude probablemente a operaciones de este tipo en Siria-Palestina, cuando se refiere al nacimiento de Cristo, aunque dicho texto, por desgracia, plantea un problema insoluble de fechación. El Egipto tolemaico seguía un sistema de declaraciones anuales que es posible fuera sustituido a partir de Augusto por censos realizados cada catorce años, que exigían al censado acudir al lugar de su origen familiar, como en el censo mencionado en el Evangelio de San Lucas, de acuerdo con el principio de origo.

Nuevos impuestos

Incluso si el cobro estuvo mejor organizado, los recursos tradicionales no bastaron: no obstante las resistencias, Augusto acabó viéndose obligado a crear nuevos impuestos (6 d. C.): de un veinteavo sobre sucesiones y legados testamentarios recibidos por los ciudadanos romanos (vicesima hereditatium et legatorum), y de un centésimo sobre ventas (centesima rerum venalium), que subió, en el 7, a un veinticincoavo sobre las de esclavos (vicesima quinta venalium mancipiorum). El impuesto sobre herencias y legados se aplicó, evidentemente, sobre todo en Italia, y evitó que en ésta se restableciera el cobro del tributum·, no se aplicó a las herencias en línea directa ni a las que no superaban cierta cuantía (¿100.000 sestercios?), pero la práctica de dejar legados a personas sin relación familiar con el testador cobró tal amplitud a finales de la República, que el montó del impuesto hubo de ser importante. Los impuestos sobre ventas parece que no se aplicaron sino a las subastas, únicas ventas fáciles de controlar, y que eran de uso común, por ser el único medio a disposición de los particulares para obtener, sin endeudarse, fondos de importancia cuando los necesitaban.

Las cajas oficiales: “Aerarium Saturni” y “Aerarium militare"

Los rendimientos tradicionales de las provincias senatorias e Italia ingresaban en el viejo aerarium (tesoro), al que usualmente se llamó Aerarium Senatus o Aerarium Saturni, en principio, fue el Senado quien continuó administrándolo, porque se encontraba en las dependencias del templo de Saturno y porque Augusto hizo crear otro, el Aerarium militare, destinado a pagar la cantidad que servía como indemnización de retiro a los soldados que dejaban el servicio; el producto de los nuevos impuestos fue asignado a este segundo tesoro.

Las rentas del emperador

El emperador tenía sus propias rentas: tributum y vectigalia de las provincias imperiales, algunos vectigalia de las senatorias y las de sus inmensas propiedades. Parece que asumió lo que pudiera subsistir aún del ager publicus, bienes confiscados y, en particular, los que lo fueron a sus adversarios de la época de las guerras civiles, los de algunos soberanos locales desposeídos y, sobre todo, Egipto, considerado de antiguo como propiedad de sus reyes. En realidad, el emperador fue más rico que el Senado, al que a menudo hubo de dar ayuda financiera: el historiador Dión Casio dirá que era inútil intentar desentrañar, incluso en época de Augusto, el embrollo de las relaciones financieras entre el emperador y el senado. Ignoramos si las rentas del emperador iban, desde esta fecha, a una caja única —el fiscus— o si había fisci provinciales o de otra clase. Desde el 28 a. C., la dirección del Aerarium Senatus fue hurtada a los cuestores urbanos y confiada a prefectos designados por el Senado de entre los ex pretores, mediante sorteo, y desde el 23 a dos pretores del año en curso, también por sorteo. No sucedió lo mismo con las finanzas del emperador: su administradoa fue entregada a los procuradores imperiales.

IV. - LA CONSOLIDACIÓN DEL IMPERIO TERRITORIAL

En el año 30 a. C., el Imperio romano era inmenso, pero heteroclito: la expansión romana fuera de la Península Itálica había comenzado en la I Guerra Púnica (264-241) y prosiguió a continuación al compás de las circunstancias, sin plan preestablecido y, de hecho, con lentitud. Las “grandes conquistas” comenzadas de inmediato tras el final de la guerra duraron desde la sumisión de la Galia Cisalpina, terminada hacia el 200, hasta la de la Narbonense, en el 118; luego, hubo una interrupción total hasta las conquistas de Pompeyo en Oriente (66-63) y la guerra de las Galias (58-51); Octavio, únicamente, acababa de adueñarse de Egipto. Así, algunas provincias se habían acostumbrado desde hacía largo tiempo al dominio romano, mientras que otras todavía no se habían resignado del todo. Quedaba, incluso, una región insumisa en el noroeste de Hispania y seguía sin haber continuidad territorial entre los grupos de provincias: las Tres Galias y la Narbonense estaban separadas de la Galia Cisalpina por los pueblos alpinos independientes, y había una interrupción, aún más grave, entre la Cisalpina y Macedonia. Además, las fronteras estaban mal delimitadas: los vecinos del Imperio eran, a menudo, pueblos bárbaros sin noción de lo que fuese una frontera y para quienes sus confines territoriales debían ser toda una zona transformada por ellos en desierto, y muchos de esos bárbaros eran seminómadas que cambiaban con facilidad de territorio. Los propios romanos se habían preocupado poco por establecer los límites exactos de sus provincias, dejando a cada gobernador la capacidad de hacer sentir su autoridad donde pudiera.

Se imponía, pues, a Augusto una triple tarea: consolidar el dominio romano en las regiones que lo respetaban deficientemente, dar al imperio fronteras claras y seguras y facilitar la comunicación terrestre entre las diferentes partes del mismo. Se aplicó a estos cometidos por necesidad desde la época del II Triunvirato, y ahora era preciso proseguirlas de modo más sistemático, tanto en Occidente como en Oriente. Nuestras informaciones son mejores en lo que respecta a estos aspectos de su obra en Occidente.

Hispania

Roma pisó Hispania en la II Guerra Púnica, pero desde entonces no dejó apenas de tener que luchar contra los indígenas del interior: iberos, celtíberos y lusitanos. Los astures y cántabros del noroeste consiguieron mantener su independencia; no eran un verdadero peligro, pero sus correrías contra las regiones sometidas resultaban irritantes: periódicamente era necesario emprender operaciones de castigo en su contra. Ya en el 61-60 a. C., César, propretor de la Hispania Ulterior, condujo una brillante campaña por el oeste peninsular e incluso hizo que parte de sus tropas surcasen el océano, lo que le valió gran renombre y la aclamación como imperator por sus soldados; pero entre el 39 y el 29 se concedieron aún cinco triunfos sobre Hispania y otros dos en el 28 y el 27, sin mayores resultados.

El reparto de provincias entre el príncipe y el Senado llevado a cabo en el 27 dio a Augusto mayores facilidades de actuación; además, una victoria definitiva sobre astures y cántabros hubiese añadido lustre a su mediocre reputación militar. Dejó Roma comenzado el año para una larga estancia en la Galia y, sobre todo, en Hispania: asumió su octavo consulado en Tarraco, el 1 de enero del 26, y no regresó a Roma hasta el 24. Durante ese tiempo emprendió varias campañas contra astures y cántabros, pero cayó enfermo y tuvo que resignar el mando efectivo en sus legados, mientras permanecía en Tarraco. Las tropas obtuvieron trabajosamente éxitos tan poco decisivos como los precedentes; en el 22 estallaron nuevos alzamientos y, esta vez, el mando fue otorgado a Agripa, que dirigió dos duras campañas, el 20 y el 19: el país fue devastado; los guerreros, masacrados; y el resto de la población hubo de abandonar las montañas y asentarse en los llanos.

Durante un segundo viaje a Galia e Hispania, desde el 16 al 13, Augusto reorganizó la administración de la Península, que fue definitivamente dividida en tres provincias: Bética, senatoria; Tarraconense y Lusitania, imperiales; en éstas se acantonó por mucho tiempo un fuerte ejército de tres legiones. En adelante, Hispania se mantuvo quieta.

La Galia hirsuta

La Galia hirsuta ganada por César formó una única provincia atribuida inicialmente por el II Triunvirato a Antonio, pero que se incluyó en la parte de Octavio a raíz de la Paz de Brindisi (40 a. C.). La conquista de César no fue aceptada sin reticencias por todos los galos: los belovacos se alzaron en el 46, y Octavio hubo de acudir para reprimir alteraciones inmediatamente después de que le fuera confiada; y luego le fue preciso enviar a Agripa, que había obtenido una gran victoria sobre los aquitanos y franqueado el Rin. Hacia el 31-30, las tropas romanas aún tuvieron que combatir con los morinos y los treviros. El 14 de julio del 28, C. Carrinas triunfó de Gallis; en el 27, M. Valerio Mésala Corvino celebró otro triunfo, tras dirigir una victoriosa campaña contra los aquitanos. Cuando Augusto se personó en la Galia, se estableció en Narbona, desde donde ordenó el censo del país, y corrió el rumor de que había pensado en una expedición a Britania, que se vio impedida por los problemas en la Galia; en realidad, fue a Hispania, y los problemas que hubiera se producirían, más bien, a causa de las operaciones de censo.

Augusto llevó a cabo una segunda estancia en la Galia en los años 16-13: rechazó una incursión de germanos y acaso fue durante esta estancia cuando suscribió un acuerdo con jefes britanos. Tras su partida, confió la Galia a Druso, con el encargo de realizar un nuevo censo —quince años tras el primero: lapso que después aparece a menudo para censos provinciales— . En esta ocasión, el censo provocó verdaderos problemas, que Druso supo apaciguar; las tropas romanas evacuaron el interior del país para establecerse en el Rin, de modo que protegiesen a la Galia contra los germanos y les resultase fácil regresar en caso de que estallasen revueltas internas; empero, se ha descubierto recientemente un campamento en Aquitania y otro en Bélgica que parece estuvieron ocupados hasta fines del siglo i d. C., probablemente por unidades auxiliares. Ignoramos si la Galia hirsuta había sido ya dividida en tres provincias imperiales, Bélgica, Lugdunense y Aquitania, pero su unidad fue proclamada con la creación del culto a Roma y Augusto ad confluentem.

El arco alpino

La mayor parte, si no la totalidad, de los pueblos que ocupaban ambas vertientes de los Alpes eran célticos, pero habían vivido siempre aparte. Su independencia era una amenaza para la Cisalpina, que carecía de fronteras de fácil defensa, sobre todo hacia el mundo bárbaro del norte, y hacía precarias las comunicaciones con la Narbonense y las Tres Galias. Augusto se aplicó a someterlos, lo que resultó muy difícil y, sobre todo, muy largo: en los Alpes occidentales dieciocho años, desde el 25 al 7 a. C.; fue, incluso, preciso aniquilar o esclavizar a los salasios, que ocupaban el actual valle de Aosta, y fundar allí una colonia nutrida de expretorianos, de donde su nombre de Augusta Praetoria, para mantener la calma en la región y controlar los pasos del Gran y el Pequeño San Bernardo. En el punto más alto de la cornisa que siguió la nueva Via Iulia fue erigido un trofeo monumental dedicado a Augusto, cuya inscripción mencionaba los nombres de los 45 pueblos sometidos: el trofeo de La Turbia, cuyos restos dominan Monaco. Parece que Augusto consintió a estos pueblos una amplia autonomía; el rey Cotio, cuya capital era Susa, conservó, incluso, su jurisdicción, que se extendía ampliamente por la vertiente occidental, ya que aceptó la sumisión inmediatamente; sencillamente, recibió el título de prefecto. Poco a poco, al parecer, los territorios de los Alpes occidentales fueron organizados como provincias, confiadas a procuradores ecuestres.

La conquista de los Alpes del Norte fue más rápida que la de los occidentales, probablemente porque el esfuerzo fue mayor y de más alcance: se trataba, en efecto, no sólo de someterlos, sino de llevar la frontera del imperio al Danubio. Duró únicamente desde el 17 al 15. En la última campaña (año 15), Druso salió de Verona, cruzó los Alpes y bajó por el valle del Aenus (el Inn), mientras que Tiberio, llegado de la Galia, ocupaba la región del Lacus Venetus (lago Constanza); ambos hermanos se reunieron en Retia, en territorio vindelicio. En el mismo año fue anexionado el Nórico, el reino celta situado al este del Inn.

El Ilírico

Era la región del otro lado del Adriático. Roma puso allí el pie en su parte meridional a fines del siglo III a. C., y luego extendió su dominio a la mayor parte de la costa dálmata, pero de modo precario, pues los indígenas se sublevaban a menudo, favorecidos por el relieve del país. Entre 35 y 33, Octavio se vio obligado a guerrear allí y fue por ello recompensado con un triunfo que no pudo celebrar hasta el 13 de agosto del 29. Pero no era sólo que la independencia de los pueblos ilirios impidiese el establecimiento de enlaces terrestres entre la Cisalpina y Macedonia, sino también que no había obstáculo natural serio entre Istria y la región de Aquilea que pudiera impedir las incursiones a la Cisalpina, no solamente de los ilirios, sino incluso de los bárbaros de Panonia.

A partir del 16, Augusto mandó acometer la conquista progresiva del Ilírico interior, y la anexión del valle del Savus (Save) empezó a abrir una ruta hacia Macedonia, mientras que la de Panonia hasta el Danubio daría, por el otro lado, una frontera neta y fácil de controlar.

A su regreso de Oriente, el 13 a. C., Agripa fue enviado al Danubio; murió casi de inmediato y fue sustituido por Tiberio.

Germania

Se recordaban aún la invasión de cimbrios y teutones y las pretensiones del suevo Ariovisto; César y luego Agripa, habían cruzado el Rin sin obtener resultados serios y duraderos; más allá del Rin y el Danubio, los germanos constituían, pues, un peligro latente que era conveniente eliminar también. Por otro lado, la tarea sería probablemente fácil, ya que se creía que Germania tenía poca población y particularmente bárbara, agrupada en pueblos aislados, capaces, a lo más, de unirse en ligas inestables con ocasión de las guerras que constantemente los oponían entre sí. Las dificultades se derivarían únicamente de que el país era inmenso y desconocido. Y, además, la ofensiva serviría para dirigir el combativo espíritu de los galos contra los germanos.

En la primavera del 12, Druso salió de Vetera (Xanten), remontó el valle del Lupia (Lippe) y construyó puentes sobre el Rin mientras que una flota penetraba en el lago Flevo y zarpaba para reconocer las islas Frisonas; al final de la expedición hubo de sufrir las tormentas del equinoccio de otoño.

En el 11, Druso volvió a remontar el Lupia, entablando duras batallas contra los catos, sicambros y queruscos. En el 10 salió de Mogontiacum (Maguncia) para un reconocimiento armado del bajo Moenus (Main).

La expedición del año 9 fue mucho más importante, puesto que llegó hasta el Albis (Elba), que fue avistado en la región en la que surgiría Magdeburgo; pero, a la vuelta, Druso murió al caer del caballo. Tiberio fue enviado a toda prisa para paliar las consecuencias que hubiera podido acarrear su muerte y reforzó la defensa del Rin.

Los años siguientes nos resultan muy oscuros. Parece, desde luego, que Augusto intentó recoger los frutos de las operaciones diplomáticas desarrolladas con apoyo de las militares. Un buen número de pueblos hubo de entregar como rehenes a hijos de jefes, luego educados a la romana; regresados a sus hogares, parecían partidarios del entendimiento con Roma. Tal pudo, quizás, ser el caso de Marobaudo, rey de los marcomanos, asentados en las cercanías del cuadrilátero bohemio, por entonces un gran reino celta, el de los boyos, que acogían a los galos y a los celtas danubianos que huían de la dominación romana. Marobaudo fue incitado a atacar a los boyos, a quienes venció fácilmente; pero la unión de marcomanos y boyos formó una potencia que pareció peligrosa y se establecieron relaciones aparentemente amistosas con otros pueblos germanos que le eran hostiles.

En fecha mal conocida, hacia el 4 a. C., L. Domicio Ahenobarbo salió de Retia, alcanzó el Elba medio y recondujo a su ejército al Rin. En el 4 d. C., Tiberio fue enviado al Rin, donde la situación volvía a ser inquietante, y durante el invierno del 4 al 5 remontó hasta el valle alto del Lippe. En el 5 alcanzó la desembocadura del Elba, por mar; parte de su flota zarpó para explorar la punta de Jutlandia y otra remontó el Elba; al sur del Elba inferior encontró a un nuevo pueblo germano, el lombardo, que, con otros, ofreció su sumisión. Augusto creyó que era posible organizar Germania como una provincia cuyo centro, empero, quedaría establecido entre los ubios, pueblo germano asentado en la orilla izquierda delRin, donde por entonces se erigió el Altar de los Ubios .

Dramáticos fracaso

Marobaudo, que había extendido su reino al norte de Bohemia, se volvía demasiado poderoso. En el año 6, dos ejércitos romanos, con once legiones en total, marcharon contra Bohemia. El de Sentio Saturnino, salido de Mogontiacum, llegó hasta allí; el de Tiberio, salido del Ilírico, se hallaba a cinco días de marcha del ejército de Marobaudo cuando se supo que en el Ilírico había estallado un alzamiento general: Tiberio hubo de conceder rápidamente la paz a Marobaudo, reconocerlo como “rey y amigo de los romanos” y regresar al Ilírico donde, durante tres años, tuvo que dirigir una lucha muy dura. Obtuvo, por fin, una victoria decisiva, en el otoño del año 9, y desde entonces hubo una provincia de Panonia entre el Nórico y el Danubio y una provincia de Dalmacia que, más o menos, correspondía a las regiones montañosas de Yugoslavia. Pero en la misma época ocurrió en Germania un terrible desastre militar.

La creación de una provincia en Germania no era sino una ficción; todos los años, para el buen tiempo, el ejército romano llegaba al país, lo evacuaba en otoño y, en invierno, se retiraba a sus bases renanas. Los germanos soportaban mal la situación y encontraron un jefe, el querusco Arminio, ciudadano romano e incluso caballero, que había servido en las tropas auxiliares de Roma. El comandante de los ejércitos del Rin en el año 9, el legado Quintilio Varo, había actuado anteriormente con éxito como legado de Siria, aunque su presente puesto lo debía, sobre todo, a su boda con una sobrina-nieta de Augusto. Quiso cobrar impuestos y administrar justicia al modo romano, con lo que suscitó la ira de los germanos; y también erró en confiar ciegamente en Arminio cuando, en realidad, éste preparaba la rebelión. Cuando Varo salió para reconducir el ejército al Rin, le tendió una emboscada en el bosque de Teutoburgo, sobre cuyo emplazamiento aún se discute: las tres legiones fueron prácticamente aniquiladas y Varo se suicidó.

El eco de tal desastre fue inmenso: en Italia se efectuaron, incluso, levas de ciudadanos, aunque los germanos se contentaron con esa victoria. En el 11 y el 12, el ejército romano realizó algunas expediciones sin importancia a Germania, y sólo en el 14 fue confiado un fuerte ejército a Germánico, el hijo de Druso, para que mandase una ofensiva que supondría el desquite; pero que no iba a llevarse a cabo sino después de muerto Augusto.

Los Balcanes y el Ponto Euxino

Aguas abajo de Panonia, también la frontera del Imperio fue llevada hasta el Danubio, con la provincia de Mesia, que llegaba hasta las bocas del río y que englobó antiguas colonias griegas del litoral del Ponto Euxino, como Callatis, Tomis (Constanza) o Histria. Entre Mesia y Macedonia, los pequeños principados tracios hubieron de aceptar el protectorado romano, al igual que las colonias griegas de la región de los Estrechos y, en particular, Bizancio. El Quersoneso Tracio (la península de Gallípolis), convertido en propiedad personal de Agripa, quedó, tras su muerte, en manos de la familia imperial.

En la costa norte del Ponto Euxino, la ciudad griega de Olbia y el reino del Bosforo, muy helenizado y al que Augusto impuso como rey al del Ponto, Polemón, también quedaron bajo protectorado romano.

Asia

Los pequeños reinos que Augusto había consentido en el 30 a. C. desaparecieron paulatinamente, transformándose en provincias o anexionados a las ya existentes: así, a la muerte de Polemón (18 o 17 a. C.), el reino del Ponto fue dividido entre las provincias de Bitinia y Galacia. En Judea, el rey Herodes el Grande murió en el 4 a. C., y su reino fue, primero, repartido entre sus hijos, que ya no tomaron título de reyes, sino de tetrarcas; y, luego, en el 6 d. C., Judea se convirtió en provincia procuratoria.

Los únicos problemas serios procedían de los reinos de Partía y Armenia, separados del territorio romano por el Eufrates. Los partos eran iranios, pero habían extendido su dominio a Mesopotamia, lo que los opuso a los romanos desde que éstos se adueñaron de Siria. Los romanos no habían olvidado ni el desastre de Carras, en que pereciera el triunviro Craso en el 53, ni los graves fracasos de Decidio Saxa en el 40 y del propio Antonio en el 36 a. C. En teoría, los partos querían restaurar el imperio de los Aqueménidas, pero los pueblos iranios estaban mal unificados —los persas aceptaban la preeminencia parta a regañadientes— y, sobre todo, el reino parto era un Estado feudal en el que las grandes familias nobles obedecían al rey deficientemente. Era éste elegido en la familia de los Arsácidas, pero, a falta de una ley segura de sucesión, siempre había un cierto número de parientes dispuestos a intentar deponerlo y sustituirlo si las circunstancias eran propicias.

Armenia estaba poblada por gentes semejantes a las iranias, y sus reyes eran por lo general príncipes Arsácidas, pero su poder tampoco resultaba muy seguro; las facciones opuestas acudían en busca de apoyo bien a Partia, bien a Roma. En el 20 a. C., la situación era favorable a Roma. Tiberio, con algunas tropas, impuso como rey en Armenia a Tigranes III, y el rey de los partos, Fraates IV, devolvió a Roma las águilas tomadas a las legiones de Craso, así como los despojos y los prisioneros romanos capturados; tal éxito diplomático tuvo en Roma inmensa resonancia y Augusto se glorificó por ello desmedidamente, pero desde entonces Tigranes III y Fraates IV parecieron ser protegidos de Roma. Tigranes murió el 6 a. C. y Fraates fue derrocado cuatro años más tarde. Surgieron alteraciones, y hacia el 9 d. C., Partía tenía como rey a Vonones, también protegido de Roma, lo que provocó su caída dos años después. Su sucesor, Artabán III, logró reinar también en Armenia, pero sus éxitos fueron demasiado frágiles como para hacerlo peligroso.

Egipto

El primer prefecto de Egipto fue aquel Cornelio Galo que tan importante papel desempeñó en las últimas operaciones contra Antonio y Cleopatra. Reprimió fácilmente una revuelta en una ciudad del Delta, Heroónpolis, y una algo más importante en la Tebaida, expresión de la resistencia que la región había opuesto a menudo a la autoridad central, incluso bajo los Lágidas. En esta ocasión, fue un poco más allá de la Primera Catarata y, en Philae, recibió emisarios del rey de Etiopía, a quienes concedió protección, y quiso confiar a un jefe indígena la Triacontasquena (“las Treinta Leguas”), es decir, probablemente el país que va desde la Primera a la Segunda Catarata. Por desdicha para él, Galo exaltó desmesuradamente su acción sin comunicar los éxitos al emperador, como atestigua una inscripción fechada el 17 de abril del 29, en latín, griego y jeroglífico, cuyos restos se hallaron en la isla de Philae. Hubo, sin duda, otros monumentos semejantes y, en particular, estatuas que se hizo erigir; e, incluso, frases poco felices pronunciadas después de haber bebido: fue denunciado, Augusto lo llamó y le prohibió residir en las provincias imperiales. Luego se acumularon las acusaciones en su contra, y el Senado, por unanimidad, lo condenó al exilio y confiscó sus bienes, que se adjudicaron a Augusto; los senadores ofrecieron un sacrificio de acción de gracias. Galo se suicidó y entonces se quejó Augusto de no poder siquiera enfadarse con sus amigos (en el año 26 a. C.).

El segundo prefecto de Egipto, M. Elio Galo —luego padre adoptivo de Sejano, prefecto del pretorio con Tiberio—, recibió la encomienda de llevar a cabo una expedición a la costa oriental del Mar Rojo. Embarcó en Arsinoe —en la región de la actual Suez— y desembarcó en la costa árabe; permaneció allí varios meses y sufrió duras pérdidas, pero acaso esta expedición facilitara, no obstante, las relaciones comerciales con los árabes y la India, que conocieron inmediatamente un gran auge.

La salida de las tropas de Elio Galo permitió a los etíopes atacar la Tebaida; se apoderaron, incluso, de Síene, Elefantina y Philae, en donde derribaron las estatuas de Augusto. El sucesor de Elio Galo, P. Petronio, pasó a la ofensiva y se apoderó de Napata, la capital de la reina, Kandaké, que entonces gobernaba a los etíopes, que acabaron por pedir la paz. Llegaron hasta Augusto, que estaba en Samos, sus embajadores, aquienes la concedió, renunciando a exigirles tributo. Al sur de la Tebaida, el dominio romano se circunscribió al Dodecasqueno (“las Doce Leguas”), cerrado al sur por la fortaleza de Premnis, muy aguas abajo de Abu Simbel. En realidad, los etíopes permanecieron por completo independientes, y los arqueólogos han hallado, incluso, la cabeza de una estatua de Augusto en bronce enterrada simbólicamente bajo una puerta de la muralla de Meroé, su ciudad principal, situada mucho más allá de Napata.

Africa

Es la única región del contorno mediterráneo a la que Augusto no tuvo nunca que acudir. En el 30 a. C. (?) la provincia de Africa, que abarcaba ya la Tripolitania, fue acrecida con Numidia, quizás inicialmente confiada a Yuba (Juba) II, hijo del rey Yuba I, el aliado de los republicanos contra César. Los procónsules, que disponían aún de la legión III Augusta y de sus tropas auxiliares, hubieron de luchar contra los pueblos saharianos que, en ocasiones, hostigaban los confines meridionales de la provincia: los gétulos, que nomadeaban desde el Chot el Yerid hasta el Hodna, y los garamantes del desierto de Libia. En el 21-20 a. C., el procónsul L. Cornelio Balbo hubo de combatir contra ambos y dirigió una memorable campaña por el desierto líbico: salió, probablemente, de Sabratha, pasó por Ciclamis (Gadamés) y llegó a Garanta (Yerma), capital garamante; no era cosa de ocupar el país, pero la expedición acreció considerablemente los conocimientos sobre el Africa y valió a Balbo la celebración de un triunfo de Afris el 27 de marzo del 19.

Privado de Numidia, Yuba II fue rey de Mauritania, esto es, de las regiones que iban desde Argelia central hasta el Atlántico, en la medida en que fue capaz de hacer reconocer su autoridad. Había casado con Cleopatra Selene, hija de Antonio y Cleopatra, y ambos se habían educado en Roma; hicieron de su capital, Cesarea (Cherchell), y acaso también de la principal ciudad de Mauritania occidental, Volubilis, centros de difusión de la civilización romana. No obstante, algunas ciudades costeras fueron agregadas administrativamente a la provincia senatoria de la Bética y, particularmente, Tingi (Tánger).

El final de las conquistas

Al final del reinado, el inmenso imperio era ya un bloque desde el desierto de Siria hasta las orillas del Atlántico y desde el Rin y el Danubio hasta las arenas del Sahara y del desierto de Libia. Augusto había intentado extenderlo más aún, de acuerdo, desde luego, con la opinión romana que recordaba las tradiciones conquistadoras de la República. Con el gran César, los ejércitos romanos habían cruzado La Mancha y el Rin y, en el momento de su muerte, se preparaba para atacar a los partos para vengar Carras con una guerra que hubiera reproducido las hazañas de Alejandro: ¿no era deber de su hijo retomar tales proyectos? Pero los intentos realizados para llevar el dominio romano, directo o indirecto, a regiones demasiado lejanas habían fracasado: el reino de Meroé y el imperio parto habían conservado su plena independencia, la influencia romana en Armenia era precaria, la expedición de Elio Galo a Arabia había acabado mal y, aún peor, Germania, a la que se llegó a creer sometida, había causado al ejército de Varo uno de los peores desastres de la historia romana. ¿Dio en verdad Augusto a Tiberio, que iba a ser su sucesor, el consejo imperativo de no intentar extender más el imperio? Puede dudarse de ello, pero, sea como fuese, el imperio había alcanzado, poco más o menos, sus límites definitivos.