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EL IMPERIO ROMANOJOÉL LE GALL Y MARCEL LE GLAY
EL ALTO IMPERIO DESDE LA BATALLA DE ACTIUM (31 a. C.) HASTA EL ASESINATO DE SEVERO ALEJANDRO (235 d. C.)Traducción
Guillermo Fatás Cabeza
PREÁMBULO
La historia de los
primeros siglos de nuestra era en Occidente es la del imperio constituido por
la República romana a lo largo de la época precedente, completado y fortalecido
por Augusto y al que sus sucesores no añadieron sino algunos territorios
relativamente secundarios. Tal imperio vivió prácticamente aislado, sin tener
nociones sino muy vagas sobre el resto de Europa, sobre la lejana Asia, sobre
el África de más allá del gran desierto y, desde luego, desconociendo por
entero el resto del mundo.
Llevó una vida, en
general, tranquila, bajo la protección de las legiones y de sus cuerpos
auxiliares, que velaban en sus fronteras: “Immensa maiestas pacis romanae”. ¡La
inmensa majestad de la paz romana, decía ya Plinio el Viejo! Efectivamente,
jamás conoció Occidente una paz tan profunda ni durante tanto tiempo; paz que
le permitió desarrollar instituciones, un derecho, una lengua, una literatura,
un arte y, en general, una civilización de orígenes diversos, que influyeron
profundamente en la vida y los modos de pensar de la Europa medieval y moderna;
hoy, influyen, incluso, en las ideas del mundo entero, aun cuando no siempre se
tenga conciencia de ello.
Hace medio siglo, algunos
manuales permitieron a los estudiantes tomar contacto, en un nivel elevado, con
los conocimientos que su tiempo tenía sobre la Antigüedad—entre ellos figuraba L'Empire romain, de Eugéne Albertini—; pero, desde entonces, nuestros
conocimientos se han enriquecido prodigiosamente y la evolución científica ha
amenguado la excesiva y exclusiva importancia concedida antaño a la Historia de
los meros acontecimientos, en beneficio de una Historia denominada “total”.
Aunque la naturaleza de su documentación no permite a la Historia de la
Antigüedad acomodarse a. tal evolución en igual medida que a la Historia de
períodos más recientes, ha seguido, empero, ese movimiento que, en ocasiones,
ha llevado a exageraciones y ha suscitado, en consecuencia, una reacción, pero
que implica elementos muy positivos.
Así, los estudiantes de
hoy están, paradójicamente, menos preparados para comprender la “Historia
total” que sus antecesores, ya que durante sus estudios secundarios se ha
descuidado en demasía el inculcarles nociones básicas de “Historia de los
acontecimientos ” y, en particular, de cronología, sin las cuales no hay
historia de ninguna especie, sino una informe logomaquia.
En la presente obra
aparece, pues, el marco cronológico usual, inevitablemente al ritmo de una
sucesión de reinados, ya que el régimen del Alto Imperio fue el de una
monarquía absoluta, incluso cuando intentaba disfrazarse dejando sobrevivir las
viejas instituciones de la República; pero hemos intercalado una parte
importante consagrada al “Imperio sin los emperadores’’, a “La unidad imperial
y la diversidad” del imperio y, en particular, a las provincias, cuya vida
propia se conoce cada vez mejor, e, incluso, a las relaciones pacíficas con los
países de más allá de las fronteras del imperio: lo cual nos parece responde a
los deseos de los fundadores de una colección que se tituló, desde su origen,
“Pueblos y Civilizaciones”.
Se trata de una obra
enteramente nueva; la tarea se había hecho tan pesada que ha sido preciso
recurrir a varios autores, en lugar de a uno solo, y separar el Alto y el Bajo
Imperio, el cual será objeto de otro volumen.
Incluso hemos debido
repartirnos el Alto Imperio y, aun así, hemos necesitado bastantes años para
darle fin, a causa de las múltiples ocupaciones que abruman, hoy, a los
miembros de la Enseñanza superior en Francia, por lo que somos conscientes de
que nuestro trabajo no se ha visto del todo libre de numerosas imperfecciones
OCTAVIO A AUGUSTOCAPITULO PRIMERO
IMPORTANCIA DE LA VICTORIA DE OCTAVIO SOBRE ANTONIOI.-A LOS OJOS DE SUS CONTEMPORÁNEOS— 2 de septiembre del 31a. C.: victoria de Accio.
— 1 de agosto del 30 a. C.: toma de Alejandría.
— Comienzos del 29 a. C.: cierre del templo
de Jano.
— 13, 14 y 15 de agosto del 29 a. C.: los tres triunfos de
Octavio.
La rápida secuencia de
estas fechas impresionó vivamente a sus contemporáneos. A primera vista, no
señalaban sino el final de una guerra civil bastante breve e, incluso, menos
dramática que las precedentes, ya que el partido vencido había contado,
probablemente, con menos romanos en sus filas, durante los últimos meses, que
los partidos vencidos en las guerras anteriores, hasta el punto de que pudo
presentársela, sin demasiada dificultad, como una guerra de defensa de Roma
contra el “Oriente” maléfico y, sobre todo, contra Egipto; pero los
contemporáneos tuvieron inmediatamente la impresión de que la victoria de
Octavio ponía fin a la terrible serie cuyo término desesperaban de ver:
— Guerras de César contra
los pompeyanos, desde el 49 al 45.
— Guerra de Módena, en el
43.
— Guerra entre el II
Triunvirato y los republicanos, en el 42.
— Guerra de Perusa, en el
41-40.
— Guerra entre Octavio,
mal apoyado por Antonio, y Sexto Pompeyo, entre el 42 y el 36, de hecho.
En total, veinte años de
guerras civiles prácticamente ininterrumpidas que habían seguido a otros veinte
apenas menos trágicos, marcados por:
— La insensatez de Lépido
—el padre del futuro triunviro— en el 78.
— La guerra de Sertorio,
del 80 al 71.
— La guerra de Espartaco,
del 73 al 71.
— La conspiración de
Catilina, en el 63.
— Las peleas entre las
bandas de Clodio y Milón, desde el 58 al 52.
Y, con anterioridad,
habían ocurrido:
— Los motines suscitados
por Saturnino y Glaucia.
— La guerra de los Aliados
(bellum sociale), del 90 al 88 e, incluso, en el 83.
— Las sangrientas luchas
entre marionistas y silanistas, del 88 al 78.
De hecho, tras el
asesinato de Tiberio Graco, en el 133 a. C., y de su hermano Cayo, en el 121,
quirites e itálicos, a la vez que llevaban a cabo guerras extranjeras, algunas
de las cuales fueron de gran importancia —contra cimbrios y teutones; contra
Mitrídates—, no habían dejado de oponerse unos a otros y de desgarrarse en
luchas fratricidas, sangrientas y ruinosas, que tuvieron, a menudo, como
causas principales las rivalidades entre los grandes personajes que pretendían
dirigir la República: la aristocracia romana había sido su víctima principal,
pero las masas, movilizadas, expulsadas de sus tierras, que eran entregadas a
los veteranos de los ejércitos vencedores, también habían sufrido profundamente.
Y la victoria de Octavio era tan completa, resultaba tan claramente imposible
que otro ambicioso viniera a disputársela, al menos inmediatamente, que, ante
los ojos de todos, ponía fin a ese siglo de incertidumbres y dificultades, de
sangre y lágrimas; fin que sería definitivo si los dioses le daban el tiempo y
el saber precisos para volver a poner a la República en situación de
perdurar...
2. A LOS OJOS DE LA HISTORIA
La Historia confirma esta
impresión, dando al acontecimiento mayor importancia aún, al contar con la
ventaja de la perspectiva temporal. Sabe que la victoria de Octavio—que iba a
recibir, desde el 16 de enero del 27 a. C., el cognomen de Augusto—no
sólo señaló el final de esos dramas, sino que, ante todo, fue el punto de
inflexión más importante de toda la historia de Roma, ya que, al mismo tiempo,
puso fin al segundo gran período de esta historia: la época de los reyes se
perdía en la noche de los tiempos y, a su vez, la República iba a desvanecerse
y sobre sus ruinas iba a surgir una nueva monarquía, de tipo particular: el
Imperio, que regiría a Roma y al mundo durante medio milenio y cuyo prestigio
atravesaría, a continuación, la Edad Media y la época moderna hasta el alba de
la contemporánea.
Octavio fue, a la vez, el
beneficiario y el agente de esa transformación: fue una gran oportunidad para
Roma y para su Imperio, ya que se reveló como hombre de genio y porque el
destino le otorgó el tiempo necesario; pero si el vencedor hubiera sido otro,
no por ello hubiera Roma dejado de convertirse en una monarquía—probablemente
diferente, acaso menos duradera—, ya que las viejas instituciones republicanas
no se correspondían ya con las necesidades de la época.
Sin duda, habíase
intentado su adaptación: esa preocupación había presidido, en particular,
algunas de las modificaciones aportadas por Sila cincuenta años antes, pero
nada había cambiado en el fondo de las cosas. Seguían siendo instituciones de
una Ciudad. Es decir, de un Estado limitado a una ciudad y a un
territorio restringido, a una población cívica de unos miles de hombres o, todo
lo más, de unas decenas de miles de los que una cantidad bastante como para que
pareciese representar al conjunto podía reunirse en una plaza pública con el
fin de votar las grandes decisiones que la vida del Estado exigía. Esta
concepción parece actualmente demasiado estrecha, pero era la dominante, desde
siempre, en el mundo antiguo, tanto entre semitas y celtas cuanto entre helenos
e itálicos; únicamente Egipto era un gran Estado unitario cuyos nomos habían
perdido, hacía milenios, el recuerdo de su independencia originaria, lo que le
valió aparecer como una incomprensible anomalía. Y apenas eran mejor
comprendidos los grandes imperios que habían anegado las Ciudades orientales,
sin hacerlas desaparecer, como el de los reyes seléucidas, el último en el
tiempo y, por ende, el mejor conocido. Esa concepción de la Ciudad-Estado
había suscitado en todas partes instituciones análogas, aunque, naturalmente,
tenían rasgos propios según las civilizaciones, las épocas y las Ciudades: en
todas ellas había un rey o unos magistrados, un consejo y una asamblea del
pueblo.
Los comicios romanos y la extensión de la “civitas RomanaEn Roma, bajo la
República, la asamblea del pueblo eran los comicios por centurias y por
tribus, en que los ciudadanos se agrupaban en unidades de voto: centurias o
tribus. Estos comicios votaban las leyes y elegían a los magistrados por un
año, sin que pudieran ser reelegidos, al menos no de modo inmediato. El consejo
era el Senado: Sila había llevado sus efectivos hasta seiscientos miembros, y
decidido, a la vez, que ingresasen en él, automáticamente, todos los ex
magistrados, a partir de la cuestura; es decir, desde la magistratura con que
daba comienzo el cursus honorum. Al obrar así, había regularizado y legalizado
la vieja práctica que hacía del Senado la congregación de los ex magistrados:
el reclutamiento del consejo dependía, pues, aunque indirectamente, de las
elecciones. Y, puesto que los senadores eran inscritos en el álbum del Senado
por orden jerárquico decreciente según la última magistratura desempeñada, y
como quiera que emitían su opinión según tal orden, la autoridad de cada
senador dependía igualmente de lo mismo. Nuestros contemporáneos han subrayado
de tal modo los vicios del sistema electoral romano que podríamos creer que
todos sus resultados eran cosa sabida de antemano: lo cual sería un serio
error, ya que las competiciones electorales fueron abiertas y vivas, salvo
cuando surgían condiciones muy particulares, como la intervención de César
durante su dictadura o la de los triunviros del II Triunvirato.
Así, pues, mediante la
votación de leyes y por las elecciones, el ciudadano romano ejercía sus
prerrogativas políticas; como en las restantes Ciudades antiguas, no podía
expresar su voto sino participando efectivamente en la asamblea, ya que se
desconocían el voto por correo y por delegación; pero, desde la Guerra de los
Aliados (bellum sociale), los ciudadanos de casi todas las civitates de la Península Itálica eran ciudadanos romanos y todos los de la Galia
transpadana habían llegado a serlo, como mucho, en el 49 a. C., distando 750
km. Regium (Reggio-Calabria) de Roma y ésta de Mediolanum (Milán) otros 670,
sin contar con los ciudadanos, cada vez más numerosos, que vivían en las
provincias. César había iniciado (y Augusto y Agripa . concluyeron) la
construcción, en el Campo de Marte, de un inmenso recinto destinado a la
reunión y votaciones de los comicios, los Saepta Iulia, que se estima fueron
previstos para albergar a 70.000 participantes; cifra enorme, pero irrisoria
frente al monto del censo del 28 a. C.: 4.063.000 ciudadanos.
Las instituciones de la
República se basaban, pues, desde entonces, en una ficción, pues tales comicios
ya no representaban verdaderamente al pueblo romano, sus elegidos ya no eran
los del pueblo, las leyes que votaban ya no emanaban de su voluntad y, al
ignorarse cualquier procedimiento que permitiese al ciudadano ejercer sus
derechos sin estar presente, la República no tenía otra alternativa que la
monarquía.
El imperio territorial también sentenciaba a la RepúblicaAl mismo tiempo que se
convertía en un gran Estado por el número de sus ciudadanos y por su
dispersión, Roma había constituido un inmenso imperio territorial que
comprendía “provincias”, tanto en África y en Asia como en Europa; tras las
conquistas de Pompeyo y César, que habían completado las “grandes conquistas”
de los siglos precedentes, este imperio se extendía desde Palestina hasta el
estuario del Rin y desde las Columnas de Hércules hasta el Bósforo. La
República se había esforzado poco por organizarlo y defenderlo: únicamente
desde Sila había al frente de cada provincia un promagistrado, un procónsul o
propretor, que ocupaba el cargo por uno o más años; pero la preocupación principal
de ese magistrado y de su entorno era, demasiado a menudo, la de enriquecerse
a expensas de los indígenas, por quienes, generalmente, experimentábase un
desprecio apenas disimulado.
A veces, algunos
provinciales osaban acusar, tras su cese, a un gobernador que los había
esquilmado en demasía, ante la quaestio perpetua de repetundis (tribunal
permanente encargado de asuntos de concusión); pero el proceso se convertía
enseguida en un asunto de política interior romana y ni los jueces ni la
opinión pública se preocupaban mucho por los demandantes. Incluso las amenazas
militares que a veces gravitaban sobre la dominación romana difícilmente se
tomaban en serio. ¡Ocurría todo tan lejos y Roma tenía tal hábito de victoria!
Mal administrado, mal
explotado, mal defendido y sin vínculos de afecto entre Roma y sus súbditos, el
imperio territorial era un edificio frágil; las guerras civiles romanas habían
revelado a la vez sus inmensas posibilidades y los peligros latentes que
encerraba semejante incuria: la República, con sus magistrados anuales, su
Senado que no podía actuar porque no tenía ningún poder de iniciativa y por ser
demasiado numeroso, era incapaz de reaccionar, de elaborar una reorganización
administrativa y militar, una política coherente respecto de sus súbditos;
sólo un poder fuerte y duradero podría conseguirlo. Y tal poder no podía ser
sino el de un monarca, como reconocían, en mayor o menor grado, los adeptos de
las escuelas filosóficas, estoicos y epicúreos.
De todo ello, los
contemporáneos no tenían más que una vaga conciencia. Sin embargo, algunos
comprendían que la grandeza de Roma ya no consistía en conquistar el mundo, lo
cual ya estaba hecho, sino en asegurarle los beneficios de la paz.
La evolución de las instituciones militares impedía toda vuelta atrásEl carácter esencial de
esta monarquía inevitable iba a verse determinado por la evolución de las
instituciones militares. El ejército romano seguía siendo, en principio, un
ejército de ciudadanos movilizados para una campaña; mas, de hecho, desde Mario
e incluso desde antes que él, muchos soldados eran voluntarios que se alistaban
y se reenganchaban con la esperanza de saquear a los vencidos —incluso a los
aliados— y, desde Sila, con la de obtener, a su licenciamiento, bienes raíces
que les asegurasen a continuación una vida holgada; tal pretensión estuvo en
el origen de las peores dificultades interiores de Italia hasta la batalla de
Accio y, como la República no había sabido satisfacerla, los ejércitos habían
ligado sus esperanzas a la ambición de sus generales y aceptado convertirse en
ejércitos de guerra civil, a sus órdenes, con el fin de hacerlos dueños del
Estado y que, acto seguido, el vencedor satisfaciera sus exigencias, así fuese
pisoteando el derecho y la moral. En todos los casos habían tenido que
doblegarse las autoridades legales, los magistrados, el Senado y los comicios:
el monarca, pues, no podía ser sino un jefe militar.
CAPÍTULO II
LAS SECUELAS INMEDIATAS DE ACCIOAl lanzarse tras de
Cleopatra en plena batalla de Accio, abandonando el combate, Antonio había
sentenciado la suerte de su flota y de su ejército. Según la tradición que se
ha impuesto, sus tripulaciones siguieron, no obstante, combatiendo con valor,
incluso cuando Octavio, para concluir, dio orden de usar contra ellas el fuego,
la más terrible de las armas en la guerra marítima: lucharon hasta la noche,
que Octavio hubo de pasar en su galera sin poder hacerse llevar a tierra; según
otra tradición, la batalla no tuvo tal carácter épico, y una parte de la flota,
incluso, se negó a dejar su fondeadero. Poco importa. El resultado estaba allí:
los navíos que no fueron destruidos o tomados por la fuerza lo fueron al día
siguiente, en el fondeadero del que no habían salido o al que habían sido
rechazados; únicamente la escuadra egipcia escapó del desastre, pues el
destacamento que Octavio envió tras ella no pudo alcanzarla.
El ejército terrestre de
Antonio tenía a su frente a P. Canidio Craso: era un rudo soldado que había
tomado parte, con seguridad, en la Guerra de las Galias y era, también, un
antoniano de primera hora, desde tiempos de la Guerra de Módena. Tras la paz de
Brindisi, llegó a cónsul sufecto para representar a su partido cerca del
octaviano Balbo; luego, fue uno de los mejores generales de Antonio en Oriente,
especialmente en Armenia; ante la apertura de operaciones del 31, aceptando la
guerra ante la que vacilaban aún algunos de sus colegas, había defendido la
alianza con Cleopatra. Ahora hubiera querido que el ejército se retirase hacia
Macedonia, pero el ejército se sabía en posición difícil y había visto casi a
todos los demás grandes jefes pasarse al enemigo antes de la batalla; algunos
contingentes orientales habían hecho otro tanto: los octavianos se habían
sorprendido, en particular, a la vista de dos mil jinetes gálatas que se habían
llegado hasta ellos cantando alabanzas a César —¿al padre?, ¿al hijo?; a ambos,
sin duda—, al modo en que los celtas solían cantar, al ir al combate, la
alabanza de sus reyes. El ejército se negó a seguir a Canidio, que hubo de
huir, y los restantes contingentes orientales se fueron a casa; las legiones
esperaron unos días, probablemente negociando, y, luego, se rindieron y
Octavio las aceptó en su ejército.
Era un hermoso éxito,
obtenido sin efusión de sangre (sobre todo, romana), pero podía convertirse
enseguida en peligroso. Octavio se apresuró a desmovilizar a todos los
legionarios con edad cumplida y a enviarlos a Italia y dispersó a los demás,
muchos de los cuales fueron a reforzar a los ejércitos que combatían en tierra
bárbara, en la Galia o el Ilírico.
Se ignoraba qué había sido
de Antonio: a la espera de saberlo, Octavio se apoderó de Grecia y Macedonia,
parece que sin hallar la menor oposición, y empezó a ocuparse del Asia Menor:
de todas formas, la campaña había de seguir con una ofensiva contra Egipto, y
las perspectivas entrevistas de enriquecimiento bastaban para asegurar la obediencia
de los soldados que había mantenido a sus órdenes directas.
Octavio exigía ahora contribuciones
a las Ciudades y a los dinastas que se le sometían; pero había desmovilizado
tan aprisa a los veteranos que no había podido darles ninguna gratificación:
ello era pasable en cuanto a los de Antonio, ya que eran los vencidos; pero
sabía que los suyos no aceptarían tal cosa de buen grado. Mandó, pues, a Agripa
a Italia, con un pretexto banal, porque Mecenas, a quien había dejado allí como
apoderado, no le parecía capaz de calmar una agitación de ese género. De hecho,
estalló, e incluso la presencia de Agripa no fue suficiente: Octavio estaba en
Samos cuando fue informado; ya había llegado el mal tiempo, se estaba en pleno mare
clausum (“mar cerrada”) y, aun así, hubo de hacer el viaje a Brindisi,
sorteando dos grandes tempestades en el Mar Jónico. No permaneció sino
veintisiete días: el Senado acudió en corporación, con todos los magistrados—salvo dos pretores y los diez tribunos de la plebe, que se quedaron en Roma
para asegurar la continuidad—, los caballeros y muchísimas delegaciones; los mismos
veteranos se dejaron arrastrar, tanto más cuanto que les aseguró ventajas
sustanciales: tierras, a costa de las Ciudades itálicas que habían permanecido
fieles a Antonio, y dinero; como aún carecía de fondos, puso en venta sus bienes
propios y los de sus amigos; no hubo, naturalmente, comprador, y la mayoría de
los veteranos tuvieron que contentarse con promesas. Octavio asumió, en
Brindisi, su sexto consulado y, luego, volvió al Asia, pero esta vez hizo
acarrear sus naves a través del istmo de Corinto, quizás utilizando el antiguo
dioicos. La segunda parte de la guerra iba a comenzar pronto.
Durante los once meses
posteriores a Accio, Cleopatra y Antonio intentaron desesperadamente encontrar
una salida mediante negociación, guerra o huida; la leyenda que,
inmediatamente, pretendió que no pensaron sino en reanudar en Alejandría su
“vida inimitable” es falsa: si la vida recobró algún brillo en los palacios
reales de Alejandría, en el invierno del 31-30, fue, sin duda, por aparentar.
Todos los intentos fracasaron, ora por la voluntad, irreductible aunque
disimulada, de Octavio, ora por las deserciones que acarreó la derrota; y,
también, por el mal entendimiento latente entre un Antonio sinceramente apegado
a Cleopatra, pero que seguía siendo un general romano, y una Cleopatra, acaso
también apegada a él, pero que, ante todo, seguía siendo una reina lágida que
luchaba para salvaguardar su diadema y su independencia, a la vez que pensaba
en el acomodo de sus hijos; sus acciones estuvieron mal coordinadas e, incluso,
fueron de signo contrario.
Tras huir de la batalla,
se dieron una pausa en la costa del Peloponeso y se repartieron allí sus
cometidos. Cleopatra volvió directamente a Alejandría, donde, en su ausencia,
había reinado la agitación; como conocía bien a sus alejandrinos, tuvo la
precaución de coronar con flores las proas de sus naves y de hacer entonar
cánticos triunfales a sus tripulaciones al entrar en puerto; la verdad, sin
embargo, se había sabido pronto y suscitó de nuevo una agitación que dio
ocasión a la reina de hacer morir a algunos de los principales ciudadanos de
Alejandría y de confiscar sus bienes, tras lo que se puso a reunir,
sistemáticamente, un nuevo tesoro de guerra, incluso a expensas del de los
dioses. Antonio llegó a Cirenaica, donde L. Pinario Escarpo mandaba cuatro
legiones; Pinario era su subordinado, pero, también, un sobrino de César a
quien el dictador mencionara en su testamento, y que había renunciado a su
parte en favor de Octavio. Se negó a recibir a su jefe, Antonio hubo de
regresar a Alejandría sin haber logrado nada y el ejército de Cirenaica fue, en
adelante, una grave amenaza para Egipto.
Antonio y Cleopatra, así y
todo, se esforzaron en disponer fuerzas importantes: la flota egipcia fue
reforzada, se rehicieron las tropas de tierra y pidieron ayuda a los pueblos y
reyes vecinos. Al mismo tiempo, hacían preparativos para huir a Hispania—como
los pompeyanos hicieron tras Tapso y con igual intención—o hacia las costas
egipcias del Mar Rojo. Intentaron, igualmente, negociar con Octavio y, sin
duda, sobornar a su entorno; en ese punto vio claramente su adversario el
desacuerdo entre ambos: Octavio se quedó con los presentes de Antonio, sin
emitir respuesta alguna, incluso cuando Antonio le entregó a P. Turulio, uno de
los asesinos de César, y le envió a su hijo mayor, Antilo, como negociador.
Octavio aceptó igualmente los presentes de Cleopatra, pero le respondió,
oficialmente, en términos vagos y en secreto, invitándola a que hiciera
desaparecer a Antonio.
Con el buen tiempo del año
30, las tropas de Octavio se pusieron en marcha, en dirección a Egipto. Las
cuatro legiones de Pinario Escarpo avanzaron por el litoral del desierto: iban
mandadas por C. Cornelio Galo, caballero procedente de una familia indígena de
la Narbonense y (o, acaso, de la Cisalpina), que primero siguiera a la vez una
carrera poética y otra militar, lo que le hizo bienquisto de Polión, en tiempos
en que éste administraba la Cisalpina (41-40 a. C.); luego, había abandonado la
poesía, por un amor desesperanzado, al parecer, pero prosiguió su carrera
militar, probablemente entre las tropas de Antonio; ignoramos cuándo se alió
con Octavio. Este llegaba por levante: el gobernador de Siria, Q. Didio, se
había pasado a su lado con buenas pruebas, sobre todo la de hacer incendiar por
los árabes las naves que Antonio y Cleopatra habían hecho construir en el Mar
Rojo.
Antonio partió primero
hacia el oeste, donde Galo había ocupado Paretonio (Marsa-Matrouh); fracasó
ante la plaza y los navíos que pudieron introducirse en su puerto fueron
destruidos. Al saber que Octavio había tomado Pelusio, volvió aprisa para
defender Alejandría; la rapidez de su regreso le permitió sorprender a los
adversarios y obtener un éxito en un combate de caballería, pero fue vencido en
una batalla de infantería ante la ciudad: se retiró a bordo de sus naves y se
dispuso a zarpar para Hispania.
Al comprender que la
resistencia era imposible, Cleopatra decidió separar su suerte y la de su
monarquía de la de Antonio, fundándose en las esperanzas que Octavio le había dejado entrever: hizo
entregar, en secreto, Pelusio y, también secretamente, hizo dar a
los habitantes de Alejandría orden de no defender su ciudad. Hizo bajar a
tierra a las tripulaciones de las naves y se encerró en la tumba que se había
mandado construir en el barrio de los palacios reales y en la cual había hecho
depositar sus tesoros, e hizo correr el rumor de que allí se había dado muerte.
Antonio quiso matarse, pero no logró sino herirse muy gravemente: pronto se
supo que el rumor era falso y, entonces, se mandó izar hasta la tumba, que
estaba inconclusa, con las poleas que servían para subir los materiales, y
expiró en brazos de Cleopatra.
El 1 de agosto del año 30,
las tropas de Octavio ocuparon Alejandría. Aún quedaban a la reina dos medios
para presionarle: la amenaza de destruir sus tesoros y la de, a su vez, darse
muerte. Pero Octavio le envió dos agentes que, sorprendiendo su confianza, se
apoderaron de su persona. Se le permitió embalsamar el cuerpo de Antonio y,
luego, se la condujo a las habitaciones regias: allí volvió a encontrar toda la
ceremonia a que estaba acostumbrada, pero permaneció en constante vigilancia
para evitar cualquier atentado.
Ahora temía, sobre todo,
que Octavio la hiciese figurar ante su carro el día de su triunfo, como César
había hecho, dieciséis años antes, con su hermanastra y rival, Arsinoe. Logró
que Octavio fuese a verla e intentó seducirlo, como hiciera con César y
Antonio, pero no recibió ninguna seguridad ni le dirigió la mirada, y le dijo,
únicamente:
“Ten confianza, mujer, y
valor. No te sucederá nada malo.”
La fórmula “mujer” era
cortés —el equivalente a nuestro “señora”—, pero le negaba su título de reina
y, por sí sola, proclamaba la anexión de Egipto. Cleopatra fingió resignarse y
esperó a que la vigilancia de que era objeto se relajase: en cuanto que tuvo
oportunidad se dio muerte, bien haciéndose morder por un áspid, bien por otro
medio.
Este relato tradicional
del final de Cleopatra contiene inverosimilitudes, se corresponde con el
retrato de la reina que había impuesto—sin trabajo—a los romanos la propaganda
octaviana y descuida deliberadamente que, en el año 30, Cleopatra tenía ya
treinta y nueve años y que era madre de familia numerosa, puesto que había
tenido cuatro hijos: Tolomeo, cognominado César (Cesarión), y tres hijos de
Antonio; dos gemelos, Alejandro Helios y Cleopatra Selene, y Tolomeo Filadelfo.
Nunca sabremos la parte verdadera y la imaginaria. Pero ¿no era lo importante
que Antonio y Cleopatra hubieran desaparecido y que Egipto y sus tesoros
estuvieran a disposición de Octavio?
Cleopatra había asociado
al poder al joven Cesarión; según el protocolo oficial, era el “rey Tolomeo
Filopátor, que es también César”: rey de Egipto e hijo de César, lo que le
convertía en un personaje demasiado molesto, incluso si la identidad de su
padre era más que dudosa. Fue capturado en su huida y muerto. El hijo mayor
de Antonio y Fulvia, Antilo, se había refugiado en Alejandría al pie de la
estatua que Cleopatra había erigido al Divino Julio: se le sacó de allí y
también se le dio muerte; de los últimos jefes antonianos, unos perecieron en
esos días o poco después, como Canidio, pero había llegado el momento, para
Octavio, de retomar la política de clemencia de la que su padre adoptivo había
hecho virtud.
Primero, respecto de los
alejandrinos: éstos e, incluso, acaso los egipcios, hubieron de pagar el
equivalente a un sexto de sus bienes; Octavio lo añadió a los tesoros de
Cleopatra y pudo, así, dar a cada uno de sus soldados 250 dracmas e impedirles
saquear la ciudad, e igualmente, sin dejar de conservar para sí recursos muy
abundantes, mostrarse generoso con los senadores y caballeros que habían tomado
parte en la guerra. Egipto fue reducido a provincia, pero su particular
importancia le valió enseguida un régimen especial: tuvo como gobernador a un
prefecto de Octavio —del emperador, luego— que fue, primero, Conidio Galo, pues
tal prefecto no sería sino caballero; se prohibió a senadores y caballeros importantes
que entrasen en Egipto sin autorización, incluso aunque tuviesen posesiones
allí; así no podrían comprobar por sí mismos que el país seguía teniendo un
faraón en cuyo nombre celebraban los sacerdotes los sacrificios tradicionales,
y que ese faraón era, desde ahora, el mismo Octavio. Los egipcios pudieron
comprobar que el nuevo faraón era solícito y eficiente, ya que hizo que sus
tropas restaurasen los canales cegados.
Octavio dejó Egipto hacia
el final del buen tiempo del año 30 y pasó el invierno en Asia.
Había que reorganizar las
fronteras orientales del imperio. Octavio lo hizo con poco gasto, mediante la
diplomacia. En Partía, un pretendiente, Tiridates, se había alzado contra el
rey Fraates; al principio, sin duda, logró ventaja, pues Octavio, como Antonio,
intentó obtener su ayuda, pero el parto eludió sus peticiones; vencido,
finalmente, tras la desaparición de Antonio, Tiridates se refugió en Siria.
Octavio puso buena cara a Fraates, el vencedor, pero se llevó a Roma a un hijo
que el rey le enviara como rehén y permitió que Tiridates viviese en Siria. La
Armenia Mayor, anexionada por Antonio, se había perdido después de Accio;
Octavio pretendería más adelante que le hubiera sido posible convertirla en provincia,
pues el rey Artajes había sido asesinado, pero prefirió tomar ejemplo de “la
política de los ancestros” y confiarla a otro rey: Tigranes. La instauración de
este Tigranes hubo de ser fácil, ya que la encargó a su hijastro, el futuro
emperador Tiberio, que tenía entonces ¡doce años! Dejó la Armenia Menor a los
medos: habían sido aliados de Antonio, pero se llevaban mal con los partos y
con los armenios.
En Roma, el desastre de
Carras (53 a. C.) no se había olvidado y se hablaba mucho de guerra de desquite
contra los partos: de hecho, esta política mostraba claramente que Octavio
tenía otras preocupaciones y que se hallaba presto a muchas renuncias para
hacerles frente. ¿Quién hubiera podido permitirse recordarle que el padre de su
protegido Tigranes de Armenia era aquel rey Artasvades que había traicionado a
Craso veintitrés años antes, y ante el que el actor Jasón de Tralles había
bailado enarbolando la cabeza del triunviro?
No obstante, los
habitantes del Asia sometida a Roma querían tributarle honores divinos: se
había hecho costumbre tan banal en el mundo helenístico que ya no significaba
gran cosa; pero no era lo mismo en Roma, por lo que Octavio tomó precauciones:
permitió que se dedicasen recintos sacros a Roma y a su Padre —el “héroe
Julio”, es decir, el Divus Iulius— en Éfeso y en Nicea. Tales cultos no
podían sorprender a los romanos, y los que se hubiesen establecido en el país
podrían, pues, celebrarlos junto con los provinciales; recintos sacros
pudieron, igualmente, dedicarse a Roma y a él mismo, pero en Pérgamo y en Nicomedia,
y su culto quedó reservado a los provinciales.
Roma, empero, no se quedó
a la zaga en cuanto a adulación. Después de Accio, el Senado y el pueblo habían
conferido a Octavio innumerables honores, a cual más excepcional; habían
seguido, aún con mayor celo, tras la muerte de Cleopatra, y semejante flujo
parecía no poder atajarse; sin hacer de él un dios, algunos lo hacían más que
un hombre: cuando sus cartas dieron a conocer los éxitos de su política parta
—o, al menos, lo que quería se consideraran tales—, se llegó a inscribir su
nombre junto a los de los dioses, en el cántico de los salios, que hasta
entonces se había conservado de modo tan intangible que era difícil
comprenderlo, a causa de su muy arcaico lenguaje.
Algunos de esos honores
tenían, quizás, mayor peso: desde el 36 poseía vitaliciamente la sacrosantidad
tribunicia; en el 30, recibió la potestad tribunicia, también de por vida y
para un ámbito más extenso que los tribunos de la plebe; y cuando fue cónsul
por quinta vez, el 1 de enero del 29, un juramento especial ratificó todos sus
actos.
De todos estos honores, el
que aparentó apreciar más fue el del cierre del templo de Jano, que tuvo lugar
el 11 de enero del 29: era el tercero en la historia de Roma, habiendo tenido
lugar el primero bajo el rey Numa y el segundo tras la I Guerra Púnica.
Significaba que el imperio del pueblo romano, entero, estaba en paz, tanto por
tierra cuanto por mar —y se sobreentendía que tal dicha excepcional era debida
a Octavio—; aún había luchas en la Galia, en Hispania y en Tracia, pero se
trataba de regiones muy alejadas, las operaciones no parecían importantes y,
en verdad, existía el sentimiento de que se disfrutaba, por fin, de la paz.
Con el buen tiempo del 29,
Octavio partió para Grecia e Italia. Quizás fue en ese momento cuando un hijo
de Lépido intentó montar una conjura para asesinarlo, a su regreso a Roma; pero
Mecenas estaba en guardia y el imprudente fue ejecutado sin proceso —ocioso, a
causa de la inviolabilidad tribunicia de Octavio—; su padre, el antiguo
triunviro, que seguía siendo pontífice máximo, no dejó su exilio en Circeos, y
el asunto cobró en Roma tan poca importancia que no hubiera quedado memoria
ninguna si Veleyo Patérculo no hubiese querido rendir homenaje a Servilia, la
esposa del joven Lépido, que se suicidó para no sobrevivirle. En Oriente se
instauró un culto a Roma y a Salus, cuyo sacerdote, en el 27, se convirtió en
sacerdote de Roma y Augusto. Ahora, cuantos nobles habían sobrevivido a las
sucesivas crisis, se le habían conciliado, al menos en apariencia: ¿qué otra
cosa hubieran podido hacer? Octavio presumiría, más tarde, de haber perdonado
a todos los ciudadanos que le pidieron gracia...
A su llegada a Roma, el
cónsul sufecto Potito Valerio Mésala ofreció un sacrificio solemne “por la
salvación del pueblo y del Senado”, aunque los ciudadanos ya ofrecían los suyos
propios, tal y como había ordenado un senadoconsulto.
CAPÍTULO III
FUENTES DE LA HISTORIA DEL REINADOI.- LAS FUENTES CONTEMPORÁNEASLas “Res Gestae y los demás textos augústeosEl origen de las “Res
Gestae”.—Augusto
murió el 19 de agosto del año 14 d. C., en Nola, en Campania. Al día siguiente
de la llegada a Roma del cortejo que traía su cuerpo, Tiberio reunió al Senado
en sesión solemne en la que él mismo y su hijo Druso (II), cónsul designado
para el 1 de enero del año 15, los magistrados y los senadores participaron
vestidos de luto. Tiberio había preparado un discurso que, en su mayor parte,
hizo leer a Druso, tras lo que comparecieron las Vestales: traían el testamento
que Augusto había redactado el 13 de abril del año 13, que les había confiado
—como hiciera otrora Antonio con el suyo—, y tres volumina sellados que
igualmente les había dado a guardar. El testamento se presentaba como el de un
particular, pero la fortuna a la que asignaba destino era la del soberano del
Imperio; el primer volumen contenía disposiciones relativas a sus funerales y
el tercero era un balance de situación que indicaba los efectivos del
ejército, el monto de los fondos del aerarium y de los fisci imperiales, el de las rentas oficiales —los vectigalia— que quedaban
por cobrar y los nombres de los libertos y esclavos responsables de tales
cuentas.
El segundo volumen era un index rerum gestarum, es decir, una lista de sus actuaciones, que
Augusto había redactado en persona para que fuese grabado en planchas de bronce
que habrían de colocarse ante la tumba monumental que se había hecho construir
en el Campo de Marte. Tres copias de este texto, más o menos mutiladas, han ido
siendo descubiertas en Asia Menor. La más importante es la de Ancira (Ankara),
conocida desde 1555: el texto latino está grabado en las paredes interiores
del pronaos de un templo de Roma y Augusto y una traducción griega, en el
exterior, en una de las paredes de la naos. En Antioquía de Pisidia se hallaron
numerosos restos del texto latino, también en un templo de Roma y Augusto; y
en Apolonia de Pisidia, la traducción griega figuraba en la delantera de un
largo basamento que sustentaba estatuas de Augusto, Tiberio, Livia, Germánico y
Druso (II). Como quiera que las lagunas se compensan, disponemos prácticamente
del texto completo, que constituye un documento de valor excepcional.
La forma y el contenido.— La forma es la de los
elogia, inscripciones breves y densas que se grababan en las tumbas, en los
pedestales de las estatuas o en otros monumentos honoríficos para dar a conocer
a los transeúntes la carrera y las obras del muerto o de la persona así
honrada; tal uso era frecuente en Roma desde esa época, y Augusto se complació
en redactar por sí mismo los elogia de los grandes hombres cuyas estatuas hizo
colocar en los pórticos de su foro. Para el suyo usó la primera persona, como
solía hacerse en los elogia funerarios, y había conservado la sequedad que las
limitadas dimensiones del campo epigráfico imponían al género. Empero, el texto
de estas Res Gestae era relativamente largo, ya que en Ancira la versión
latina ocupaba seis columnas de 43 a 54 líneas de 1,20 m. ¡Tanto había que
decir... !
El plan no está muy claro:
acaso Octavio estableciera una primera redacción en la época en que empezó a
construir su tumba —28 a. C.— y luego se contentara con completarla y retocarla
ligeramente sin retomarla nunca en su conjunto. No obstante, pueden
discernirse tres partes que permiten tener una visión general del contenido: en
la primera (caps. 1-15) se trata, ante todo, de los cargos y honores recibidos
o rehusados por Augusto a lo largo de su carrera; en la segunda (caps. 15-24),
de los gastos que hizo en favor de la República y del pueblo a expensas de su
fortuna privada; en la tercera, de sus acciones militares y diplomáticas
(caps. 25-33); el conjunto se cierra con los capítulos 34 y 35, que, de nuevo,
mencionan los honores recibidos, más excepcionales aún que los primeros, ya que
se trata, en particular, del nombre de Augusto y del sobrenombre de Padre de la
Patria. Un apéndice, que no es de Augusto, probablemente no figuraba en Roma y
quizás tampoco en todas las copias provinciales: mal redactado, no es sino un resumen
mediocre de los pasajes del texto que conciernen a los gastos y las
construcciones.
Estas Res Gestae Divi
Augusti suministran indicaciones concretas que no se hallan en ninguna otra
parte, e incluso cifras, todo lo cual apenas se presta a la crítica, puesto
que esas indicaciones fueron expuestas a sus contemporáneos, que podían opinar
sobre su fundamento. Sin embargo, las Res Gestae son aún más
interesantes para el historiador a causa del sutil juego entre lo que dicen y
lo que callan: lo que, a fin de cuentas, nos revelan es la idea que Augusto
quiso dejar sobre sí y su obra —un buen ciudadano al servicio de la República—
y lo que, en realidad, fue: el fundador de la monarquía imperial.
Los otros textos
augústeos.— Augusto había escrito una autobiografía que detuvo en la guerra de los
cántabros (27-25 a. C.); se perdió, pero los antiguos la conocieron y
utilizaron, y, en particular, Suetonio. Conservamos bastantes de sus cartas
oficiales o privadas a las que aluden escritores posteriores que, a veces, las
transcribieron, sobre todo Suetonio, y que fueron transmitidas por copias
epigráficas. Lo mismo sucede con algunos edictos, entre los que, notoriamente,
figuran cinco que fueron grabados —en griego— en una estela erigida en el
ágora de Cirene en compañía de un senadoconsulto: estos cinco edictos y el senado
consulto aportaron luz inesperada sobre la administración de las provincias
y sobre la política de Augusto para con los provinciales. La aportación de la
papirología es mucho menor: la primera redacción del Gnomon del Idiólogo databa
de época de Augusto, pero la que poseemos es una refección del siglo II;
recientemente, un papiro, por desgracia muy mutilado, ha revelado una parte del
elogio fúnebre de Agripa pronunciado por el emperador.
Si la aportación de la
numismática a la historia de la República es ya considerable, lo es más para el
reinado de Augusto, en que la moneda fue por entero asunto del emperador —a
reserva de algunas cautelas de mera forma— y constituyó para él el medio más
directo y seguro de llegar a los más alejados y modestos habitantes del
Imperio, y, por ende, el mejor medio de propaganda. Los anversos llevan su
efigie, de modo tal que sus rasgos fueron familiares para cualquiera, y los
reversos aluden a los hechos que quería dar a conocer a todos, a las ideas que
deseaba que todos compartieran. Su nombre y titulación están grabados en el
alrededor del anverso y, en caso necesario, en el del reverso: titulación que
ofrece elementos de datación a menudo muy precisos —aunque menos que los que
suministran los calendarios epigráficos—, de modo que sería posible hacer una
“historia dineraria” del reinado, a mayor gloria del emperador; a veces
aparecen ya con él algunos miembros de la familia imperial: Agripa, Julia, Cayo
y Lucio Césares o Tiberio.
Los rasgos de los miembros
de la familia imperial nos son aún mejor conocidos gracias a las estatuas y los
bustos y a obras de arte como la Gemma Augustea y el Gran Camafeo de Francia.
Los restos de los edificios públicos y privados en Roma y las provincias
constituyen testimonios directos de la obra del emperador y de la vida pública
y privada de sus contemporáneos, y conocemos bastante bien incluso la casa en
que vivió, en el Palatino.
En comparación con la
riqueza de las fuentes epigráficas, numismáticas y arqueológicas, la literatura
contemporánea en lengua latina o griega desmerece bastante e, incluso, a veces
se está tentado de subestimar su aportación, ya que sólo unas migajas han
llegado hasta nosotros...
Tito Livio y Nicolás Damasceno.— Tito Livio murió después
que Augusto, en el 17 d. C. Había escrito su Historia hasta el 9 a. C.,
pero las partes conservadas no sobrepasan el 167 a. C. Las periochae, a
menudo atribuidas a Floro, hacen que lamentemos más aún la pérdida sufrida. El
sirio Nicolás Damasceno (de Damasco), cortesano del rey judío Herodes y llegado
a ser, también, amigo de Augusto, había escrito una vida del “joven César”
verdaderamente ditirámbica, pero que, no obstante, suministra datos
interesantes: por desdicha, se detiene en el regreso de Octavio a Italia tras
la muerte de César, al menos en el estado en que se ha conservado; la
Autobiografía de Nicolás y los fragmentos que poseemos de su Historia
universal—a menudo por el uso que de ellas hizo Flavio Josefo— no suministran
sino algunos detalles, concernientes, sobre todo, a la política judía y a las
intervenciones romanas en ella.
Veleyo Patérculo fue romano —más bien
itálico—. Una carrera militar bastante brillante lo llevó a la pretura, que
ejerció en el 15 d. C. Quince años más tarde quiso celebrar el acceso al consulado
de uno de sus amigos ofreciéndole una Historia de Roma desde los orígenes,
el libro, apresurado, está mal concebido, es desproporcionado y, sin embargo,
precioso, porque Veleyo se extiende principalmente sobre su época, insistiendo
en las campañas en que participara bajo las órdenes de Tiberio; se le reprocha
el elogio sin mesura de Augusto, Tiberio y Sejano, pero es útil por eso mismo,
ya que, así, su obra es el reflejo de una mentalidad que no era la de los
miembros de la vieja nobleza senatorial.
Estrabón. La obra histórica de
Estrabón era una continuación de Polibio que llegaba, probablemente, hasta el
27 a. C., aproximadamente. Se perdió, pero su Geografía pretende ser un cuadro
del mundo en su época: Estrabón empleó a menudo a autores más antiguos, los
cita de buena gana y es bastante fácil advertir lo que resultaba obsoleto en
sus indicaciones, pero alude bastante a menudo a acontecimientos históricos,
algunos de los cuales se refieren al reinado de Augusto o de Tiberio. Nació,
probablemente, en el mismo año que aquél y debió de morir hacia el 25 de la
Era. Oriundo de una ilustre familia del Ponto, griega o helenizada, era
favorable al régimen creado por Augusto.
Los poetas. Virgilio había terminado
las Geórgicas en el 29, y trabajó en la Eneida hasta su muerte, el 19 a.
C.; Horacio falleció el 8 a.C.; Tibulo, el 19 o el 18; Propercio, hacia el 15
d. C.: todos estos poetas son, por diversos títulos, testigos de sus tiempos y
a menudo de la política de Augusto, o al menos de uno de sus aspectos.
Los Fastos, de Ovidio,
completan a veces las breves indicaciones de los calendarios epigráficos sobre
las fiestas religiosas creadas para conmemorar ciertos acontecimientos del
reinado, pero el poeta, sobre todo, estuvo implicado directamente en el drama
de Julia, la hija de Augusto: el papel que desempeñara en él le valió ser
desterrado hasta su muerte —el 17 o el 18 de la Era— en Tomis, en las lejanas
riberas del Ponto Euxino: los historiadores y los historiadores de la
literatura siguen escrutando sus Tristes y sus Pónticas sin
lograr deducir de ellas lo que fuera, en verdad, aquel drama.
IILOS
HISTORIADORES POSTERIORES
Para tener una visión de
conjunto del reinado, hay que recurrir a los historiadores posteriores. Los
cinco primeros capítulos del libro I de los Anales, de Tácito, no
constituyen sino un breve recordatorio, si bien de gran densidad.
Suetonio, que fue,
primero, a bibliothecis (director de las bibliotecas de Roma), quizás
bajo Trajano, y, luego, ab epistulis (encargado del correo) de Adriano,
tuvo acceso a los archivos oficiales, que empleó ampliamente, sin descuidar las
demás fuentes de que personalmente disponía y demostrando siempre interés por
los pequeños detalles que dan a su Vidas de los doce Césares un carácter
particularmente vivaz; hay que prevenirse, empero, porque sucede que mezcla la
cizaña y el trigo: de sus Vidas, la del Divino Augusto y la del Divino Julio
son las más tupidas e interesantes.
La Historia romana, de Claudio Dión Casio,
empezaba con el desembarco de Eneas y la había proseguido hasta su propio
segundo consulado, que ejerció el 229 de la Era: obra inmensa, de valor a
menudo mediocre, pero de cuya falta nos resentimos profundamente cuando estudiamos
una época para la que los correspondientes libros de Dión han desaparecido y
son mal sustituidos por obras de autores bizantinos que los manejaron; los
libros L—que empieza con la ruptura definitiva entre Antonio y Octavio—a
LVI—que concluye con el relato de los funerales de Augusto—se cuentan, por
fortuna, entre los conservados.
Tácito nació hacia el 55,
unos cuarenta años tras la muerte de Augusto; Suetonio, unos veinte años más
tarde aún; es decir, que vivieron un tiempo plenamente acostumbrado a la
monarquía y en que ya no se entendía muy bien la mentalidad de la época augustea;
lo mismo y aun más sucede con Dión Casio, griego de Asia, contemporáneo de los
últimos Antoninos y de los Severos: el historiador ha de tenerlo tan presente
como tendrá las características propias de la obra de cada uno de ellos.
CAPÍTULO IV
LA MONARQUÍA AUGÚSTEA
El libro LI de Dión Casio
narra las secuelas de Accio en el 30 y 29 a. C. hasta el regreso de Octavio a
Roma, pero los acontecimientos de fines del 29 no se narran sino en los
capítulos 41 a 43 del libro siguiente. Los capítulos 1a 40 del libro LII están
ocupados por un largo debate entre Octavio, Agripa y Mecenas sobre la política
que debería seguir Octavio; de hecho, éste no es sino un oyente mudo y se trata
de dos monólogos: Agripa, primero (caps. 2-13), recomienda a Octavio que
devuelva al pueblo los ejércitos, las provincias, las magistraturas y las
finanzas públicas, antes de verse obligado a ello o de sufrir la suerte de
César; Mecenas, seguidamente y de modo mucho más extenso (caps. 1440), lo
incita, por el contrario, a que ejerza el poder soberano sin zafarse de él y,
en caso preciso, sin tomar el título de rey, sencillamente con el nombre de
César o con otros títulos, tal como el de imperator. No es imposible que un
debate así tuviera lugar entre Octavio y sus dos principales colaboradores:
según Suetonio, Augusto pensó por dos veces en restablecer la República, tras
la derrota de Antonio, primero —por tanto, en el 29—, y, luego, durante una
larga enfermedad —probablemente la que le afligió en el 23—, y ambos discursos
se corresponden con las opiniones que la tradición adjudica a Mecenas y a
Agripa, aunque Mecenas fuera desvaneciéndose poco a poco, precisamente tras la
victoria de Octavio, mientras que Agripa siguió siendo su principal auxiliar,
hasta su muerte en el 12 a. C. En todo caso, ninguno de los dos discursos,
tales como los narra Dión, es auténtico: son ejercicios de retórica, con seguridad
muy posteriores al tiempo de Augusto; en particular, el atribuido a Mecenas
constituye un buen programa de gobierno imperial, tal y como podía concebirse
bajo los Antoninos y Severos. Si Octavio dudó, como dice Suetonio, sus dudas no
debieron de ser muy duraderas: incluso su seguridad personal se hubiera puesto
en peligro con el restablecimiento puro y simple de la República.
¿Cuándo hay que dar por comenzada la monarquía de Augusto?Los modernos suelen hacer
comenzar el reinado de Augusto el 16 de enero del 27 a. C., fecha en la que el
Senado confirió ese cognomen a Octavio. Así, se dispone de un hito cronológico
neto y concreto; pero la impresión que se deduce es falaz: es la de que nada
sucedió entre el regreso de Octavio a Roma, el 29, o incluso después de Accio,
y ese 16 de enero del 27. Por el contrario, si Dión Casio interrumpe su relato
en pleno año 29 para situar en él esta deliberación supuesta entre Octavio,
Agripa y Mecenas, es porque piensa que la monarquía nació en ese momento:
“He aquí lo que hicieron
los romanos y aquello por lo que hubieron de pasar durante setecientos
veinticinco años bajo la monarquía, bajo la República y bajo los poderes que
siguieron luego (Dión se refiere al período de incertidumbre de fines de la
República). A partir de ese momento, estuvieron de nuevo sujetos a un régimen
monárquico.”
El hito elegido por Dión
es menos concreto, pero tiene la virtud de no silenciar los años 29-28, que
fueron fundamentales al ser los del establecimiento de la monarquía y de los
que el 16 de enero del 27 no es sino el punto final.
Una creación continuaDesde el 29 a. C. hasta el
14 d. C., el reinado de Augusto duró cuarenta y tres años. En el 29, Octavio
no tenía sino treinta y cuatro, y a su muerte, setenta y siete; entretanto, él
había cambiado y aún más su entorno humano: en el 29 a. C. no hacía sino
veinte años de que César cruzara el Rubicón y mucha gente había visto
funcionar las instituciones republicanas; en el 14 d. C., sólo algunos
octogenarios podían recordar que habían votado en comicios libres: los cuarentones
no podían, recurriendo sólo a su memoria personal, recordar una época en que
Roma no estuviera dirigida por Augusto. Desde el 29 a. C. hasta el 14 d. C.,
el tiempo había cumplido con su tarea, la mentalidad general no era la misma y
lo que hubiera chocado después de Accio era ya cosa banal. En el 29, Octavio no
podía prever, ni aun esperar, que el destino le concedería tan largo dominio,
pues la esperanza de vida de sus contemporáneos era mucho más corta y él mismo
tenía una salud muy frágil. La organización de la monarquía augustea no surgió,
pues, de un plan premeditado, aplicado sistemática y perseverantemente: fue
una creación continua, realizada poco a poco, según las circunstancias, por
adaptaciones sucesivas.
I.-LA FORMACIÓN DE LA MONARQUÍAAl historiador moderno le
parece que fue ineluctable la sustitución de la República por una monarquía,
pero debe ser consciente también de que tal cambio chocaba con grandes
dificultades.
“Mos maiorum” (La
costumbre de los ancestros).— La primera radicaba en un sesgo del espíritu
antiguo que, en este punto, se oponía al moderno. Este cree, por lo general,
en el progreso, material, moral y, por ende, político; por el contrario, los
antiguos creían de modo igualmente espontáneo en la degenerabilidad: en la degenerabilidad
material —sobre todo, en el irremediable agotamiento de la tierra—, moral y
política. La idea cuajó en el tema literario de la “edad de oro” y llevó, en
política, a otorgar inmenso prestigio a las antiguas instituciones de las
Ciudades-Estado —aunque, en general, hubiera grandes dificultades para
situarlas en el tiempo y para concretar sus rasgos—, hasta el punto de que,
para los revolucionarios antiguos, era normal presentarse como reaccionarios
preocupados por reconducir las instituciones a su antigua pureza: en Atenas se
había invocado la “constitución de nuestros mayores”; en Esparta, la
“constitución de Licurgo”, y, entre los romanos, se apelaba al mos maiorum (la costumbre de los ancestros), tal y como Cicerón hizo a menudo.
Empero, este mos
maiorum, desde el punto de vista político, era la República, que regía en
Roma desde hacía medio milenio, puesto que había sido instaurada en el 509 a.
C., fecha a veces discutida por la erudición moderna, aunque la disputa no
verse sino sobre unos pocos decenios (en cuanto a los romanos, no la
discutían); algunas instituciones, incluso, pasaban por ser más antiguas que la
República: la organización de los comicios centuriados se atribuía al rey
Servio Tulio, y la creación del Senado, a Rómulo. Roma debía su grandeza a ese
régimen: la República había sido la que, guerra tras guerra, a menudo difíciles
pero, finalmente, siempre victoriosas, le había asegurado el dominio de Italia
y, luego, el del mundo mediterráneo entero. El primer obstáculo para la
instauración de la monarquía era el prestigio que aún conservaba la República,
a pesar de su presente decadencia.
Como contrapartida, sobre
la monarquía no existían sino dos imágenes, desfavorables por un igual: la de
la antigua realeza romana y la de las monarquías helenísticas. La tradición
sobre la romana estaba bien establecida: sobre Rómulo mismo, el fundador,
existía alguna reserva; su sucesor, Numa Pompilio, había sido un buen rey, pero
los cuatro siguientes, Anco Marcio, Tulo Hostilio, los etruscos Tarquino el
Antiguo y Servio Tulio, tenían una reputación no carente de sombras y, sobre
todo, la del último rey de Roma, Tarquino el Soberbio —es decir, el orgulloso—,
etrusco también, era deplorable: la tradición hacía de él un abominable tirano
a quien la revuelta del pueblo —en realidad, la de la aristocracia— había
expulsado justamente, indignado por sus crímenes y por los de su familia; desde
entonces, se decía, el pueblo romano execraba incluso el nombre mismo de rey.
Las monarquías helenísticas
estaban aún más desacreditadas, a pesar del recuerdo de Alejandro. Esos reyes
habían sido tiranos y, lo que es más, unos mediocres: los Antigónidas de
Macedonia y los Seléucidas de Siria, ¿no habían sido vencidos por las armas de
la República cuando estaban en el apogeo de su poder, en Cinoscéfalo, en Pidna,
en Magnesia? En cuanto a los Lágidas de Egipto, ¿no habían sido los últimos
humildes vasallos de la República? ¿Cómo tener el menor aprecio por un Tolomeo
“el Barrigudo”, que debía su fama a su obesidad y a los desórdenes y crímenes
de su vida familiar, o por un Tolomeo “el Flautista”?
La “nobilitas”.— La segunda dificultad se
derivaba de la existencia de un grupo social, la nobilitas, poderoso
desde el punto de vista político y económico, que consideraba a la República
como cosa suya, a un tiempo por derecho y por deber. La vieja distinción entre patricii y plebeii apenas tenía ya importancia, pero la sociedad
romana no por ello se había vuelto igualitaria: jamás lo había sido y jamás iba
a serlo. Muy al contrario, seguía siendo muy respetuosa con las jerarquías
sociales, tanto oficiales cuanto oficiosas. La nobilitas las poseía de
una y otra clase.
Para llegar a magistrado,
seguir el cursus honorum y, por consiguiente, para llegar a senador, era
preciso poseer el censo “ecuestre” de 400.000 sestercios y renunciar a los
negocios comerciales y financieros; los grandes propietarios de bienes raíces
eran los únicos que podían cumplir con estas condiciones oficiales. Mas no
bastaban, puesto que hacía falta, además, resultar elegido, lo que no era una
simple formalidad y la elección era tanto más difícil de lograr cuanto más alta
era la magistratura deseada. La victoria era difícil, sobre todo, en el consulado,
a un tiempo a causa de su importancia y porque no se elegía sino a dos
cónsules por año; por tanto, había que esforzarse en llamar la atención del
pueblo con mucha anticipación; la mejor ocasión la deparaba la edilidad,
gracias a los juegos que los ediles debían organizar si su fortuna les
consentía darles un brillo particular; en el momento de la campaña para las
elecciones consulares nadie dudaba en recurrir a la corrupción electoral, a
pesar de las leyes sobre la cuestión: los repartos de dinero a los electores
que de hecho acudían a la votación estaban, por lo demás, muy bien organizados
por empresas especializadas. Todo ello costaba muy caro y, para hacer una buena
carrera, era preciso disponer de una fortuna muy superior a la del censo oficial
o bien poder recurrir a prestamistas generosos a quienes se pagaba más tarde,
después de haber gobernado una rica provincia. Sin embargo, la riqueza, aun
hábilmente utilizada, tampoco era bastante: los electores estaban obligados a
elegir a personas que no hubieran ejercido la magistratura en cuestión, ya que
no se podía ejercer dos veces la misma; pero, en general, preferían a los
candidatos que descendían de antiguos magistrados, que eran la “gente
conocida”, los nobiles, cuyo conjunto formaba la nobilitas.
No había partidos
organizados, sino simples grupos de opinión, básicamente inestables: en ese
sentido se habla, por ejemplo, en el último siglo de la República, de los
populares, también, los candidatos se apoyaban en sus solidaridades familiares
y en sus clientelas, término también vago, que designaba no sólo a los libertos
y a sus descendientes, sino también a toda persona, de cualquier rango social,
que en un momento dado había sido la protegida de un individuo, y a sus
descendientes: tales clientelas eran hereditarias, al mismo tiempo, para la
familia del protegido y para la del protector, e imponían deberes de apoyo
recíproco entre los que no era el menor, para los clientes de los nobles, el
electoral. Era prudente sumar los prestigios y las clientelas de varias
familias; por eso, los matrimonios de los miembros de la nobilitas se
verificaban, generalmente, en el seno de la misma y eran, muy a menudo, la
mera manifestación y la garantía de carteles electorales, lo que explica el
número de divorcios y de nuevas nupcias, tanto de los hombres como de las
mujeres de la nobilitas, a finales de la República. Había seiscientas
plazas en el Senado, pero el modo de su reclutamiento y este sistema explican
que los padres tuvieran con frecuencia sede en él al tiempo que sus hijos; los
abuelos, a la vez que los nietos, y los sobrinos y sobrinos-nietos, a la vez
que los tíos y los tíos-abuelos. En total, esta nobilitas distaba de llegar a
seiscientas familias: la verdadera nobilitas, además, no incluía sino a
las que contaban con un miembro que hubiera alcanzado el consulado.
Empero, no era un grupo
cerrado. Algunos raros homines novi (“hombres nuevos”) llegaban a
obtener el consulado: Mario y Cicerón fueron los ejemplos más ilustres. Menos
célebres, pero probablemente mucho más numerosos, algunos hijos de la nobilitas renunciaban a recorrer el cursus honorum aun cumpliendo las condiciones
de censo requeridas; al no acceder al Senado, permanecían como caballeros; a
finales de la República, y bajo el II Triunvirato, ante las desdichas que se
abatían sobre los miembros de la nobilitas, eso se convirtió en una
moda: se decía que esas gentes preferían el otium equestre, “la tranquilidad
de los caballeros”, y tal será, en tiempos de Augusto, el caso de Mecenas, que
rehusó ser senador y ejercer funciones oficiales; esa moda no era bien vista
por la opinión, pues ésta consideraba como parte de los deberes de la nobilitas el ponerse al servicio del Estado y dirigirlo, de modo que su escapatoria le
parecía una deserción. La mayor parte de los nobles compartían esa opinión.
Muchos entendían la grandeza de tal deber, otros se interesaban, sobre todo,
por las ventajas que les procuraba y todos sentían profundamente la unidad de
su pequeño grupo, y, puesto que el Estado no tenía más órganos permanentes que
el Senado, las magistraturas y las promagistraturas, tenían la sensación de que
dirigirlo era, a un tiempo, su derecho y su deber y que era un bien suyo, pero
un bien colectivo: cualquiera de entre ellos que se elevase en demasía sobre
los demás les parecía que usurpaba indebidamente para sí solo lo que a todos
pertenecía y acababan por formar en bloque contra él, fuera cual hubiera sido
la primera actitud personal a su respecto; sucesivamente, Sila, Pompeyo y César
habían sufrido los duros efectos de esa reacción. A menos que se suprimiese el
Senado o que se transformasen radicalmente su reclutamiento y naturaleza, lo
que era impensable, sería la nobilitas quien constituyese el principal
obstáculo; acaso Sila y, sobre todo, César pensaron en restablecer la monarquía
en su beneficio; los modernos lo discuten aún. Pero, fuera como fuese, la
monarquía real que instauraron so capa de la vieja dictadura resucitada a tal
efecto se había estrellado en ambos casos contra él.
Las flaquezas de Octavio.— Octavio no disponía de
las bazas de que se habían beneficiado Sila y, sobre todo, César.
Su prestigio militar era
mediocre: Sila había sido uno de los más grandes generales de Roma; César había
conquistado la Galia, vencido a Pompeyo en Farsalia, triunfado sobre sus
adversarios en Alejandría, en Tapso y en Munda, desplegando, en cada ocasión,
su genio de estratega y táctico, sin vacilar en arriesgar su persona en primera
línea de combate cuando la situación lo exigía; pero se decía que el verdadero
vencedor en Filipos había sido Antonio y Agripa el de Nauloco y Accio. Y ¿no le
había sucedido demasiado a menudo a Octavio que caía oportunamente enfermo en
los momentos decisivos, hasta el punto de que tenía que renunciar a tomar parte
en la acción?
¡Si, al menos, fuera el
retoño de una familia ilustre! Se hacía llamar C. Iulius Caesar, hijo
del Divino Julio, pero se sabía de sobra que no era sino hijo adoptivo —y por
testamento— del gran César: no le bastaba con omitir el uso del cognomen de Octavianus para dejar de ser, en realidad, el hijo de C. Octavius,
de Velitrae, y de la sobrina del dictador, Atia, hija de Julia, hermana
de César, y de M. Atius Balbus, de Aricia; la gens Julia era originaria de los
Montes Albanos y tales alianzas se entendían bien en su contexto regional,
pero eso no quitaba para que el parentesco de Octavio con el Divino Julio no lo
fuese sino por línea femenina ni para que fuese nacido en la gens Octavia, de Velitrae.
Su padre, C. Octavius, en origen caballero, era el primero de la familia que
había entrado en el cursus honorum romano: pretor en el 61, procónsul
de Macedonia en el 60-59, murió sin llegar al consulado; por mucho que César
hubiese nombrado a Octavio patricio y lo hubiese hecho hijo adoptivo, nada podía
borrar esa lacra de origen: para comprender su importancia, basta subrayar la
altiva condescendencia con la que Cicerón —caballero de Alpino, en origen, él
mismo, pero llegado a cónsul—habló ante sus auditorios romanos y ante el
Senado, sobre todo, de los hombres y las mujeres de las aristocracias de las
ciudades itálicas, de esos domi nobiles, de esas gentes “muy conocidas
en su casa” si no lograban entrar en la nobilitas romana. Para esta nobilitas orgullosa, Octavio no era, en verdad, uno de los suyos: incluso había sido uno
de sus peores enemigos, ya que no podía olvidarse que la había diezmado, con
proscripciones a comienzos del triunvirato y con ejecuciones masivas tras
Filipos y Perusa. ¿Cuál sería su actitud en el futuro?
En sus Res Gestae, Augusto
describió su acción política presentándola bajo la apariencia que quería hacer
aceptar a sus contemporáneos y a los romanos de generaciones venideras;
pretende que, simplemente, restableció la República tradicional en su
integridad y enumera todos los títulos excepcionales que rechazó: la dictadura,
el consulado perpetuo, la cúratela de leyes y costumbres ejercida en solitario
y plenipotenciaria; reconoce, sin embargo, que recibió la potestad tribunicia
vitalicia, pero añade a la enumeración de sus rechazos: “No acepté ninguna
magistratura conferida contra la costumbre de los ancestros”. Cierto que
recibió poderes excepcionales, bien como triunviro, bien por aplicación del
juramento que Italia, las Galias, las Hispanias, África, Sicilia y Cerdeña le
prestaran de cara a la “guerra de Accio”, pero había devuelto la República al
Senado y al pueblo romano tras haber puesto fin a las guerras civiles.
... “Auctoritas”.—
Es el episodio mejor conocido de su vida. El 13 de enero del 27 a. C., Octavio,
que estaba investido de su séptimo consulado desde el 1 de enero, acudió al
Senado y declaró solemnemente que, habiendo restablecido la paz y el orden
interior, devolvía la dirección de la República al Senado y al pueblo de Roma.
Tres días más tarde, el 16, el Senado le confirió el cognomen de Augustus, a
propuesta de L. Munacio Planco; en los años 44-43, este Planeo, que era
gobernador de la Galia y, a título de tal, había fundado las colonias de
Lugdunum (Lión) y Raurica (Augst, cerca de Basilea), mantuvo una
actitud vacilante en las semanas de incertidumbre que siguieron a la derrota de
Antonio en la guerra de Módena que llevó a la formación del II Triunvirato;
convertido en partidario de Antonio, se alió con Octavio en el último momento
antes de Accio.
Desde luego que todo
estaba preparado de antemano, al menos a grandes rasgos, por Octavio y algunos
de los senadores en quienes más podía confiar; y aunque no se les ocurrió la
idea del cognomen ni de cuál fuese, en todo caso no la obstaculizaron. Octavio parece
que hubiera estado seducido por la idea de llamarse Rómulo, pero no hubiera
sido sino el segundo y ya otros personajes habían sido proclamados nuevos
fundadores de Roma, si no oficialmente, al menos sí por el clamor popular,
como, por ejemplo, Mario, tras la derrota de cimbrios y teutones; y Rómulo,
además, había sido rey y quizás asesinado por los senadores, como César: era
preferible no recordar tan enfadosos precedentes, y la sugerencia de Planeo
salió adelante porque ningún mortal había sido nunca designado con tal
calificativo, de sentido bastante vago pero, desde luego, religioso: a veces se
aplicaba a divinidades o a lugares consagrados por auguración.
Los modernos han querido
vincular a Augustus con un sentido más concreto, luego que se conoció el
pasaje completo de las Res Gestae en el que Augusto menciona la
atribución de este cognomen (RG, 34, 1) y que se sabe que concluye con la
mención de la autoridad superior a la de los restantes magistrados de que
disfrutó Augusto en adelante: Augustus y auctoritas son de la
misma familia etimológica que augur, y este cognomen de esencia
religiosa es lo que le habría valido una auctoritas que habría tenido
valor institucional. Tal modo de enfocar las cosas no es conforme con la
realidad. Ni Suetonio (Div. Aug, 7) ni Dión establecen vínculo jurídico entre
el cognomen de Augustus y los poderes del emperador; cuando escribe sobre el
resultado de la evolución producida durante los dos siglos siguientes, Dión,
que insiste particularmente en los acontecimientos de enero del 27 a. C.
(LIII, 2 y s. y 16), incluso especifica (LUI, 18, 2) que los nombres de César y
Augusto no daban a los emperadores ningún poder particular: César indicaba,
simplemente, la ascendencia que alegaban —teóricamente—, y Augusto, el brillo
de su dignidad. Mejor aún, esa interpretación de algunos modernos queda
desmentida por el texto mismo de las Res Gestae, que es indispensable
citar íntegramente:
Durante mis consulados sexto y séptimo, tras haber
terminado las guerras civiles, y encargado de todos los asuntos públicos por
general consenso, decidí que el gobierno de la República pasara de mi arbitrio
al del Senado y el pueblo romano. Por tal meritoria acción recibí el nombre de
Augusto, mediante senadoconsulto. Las columnas de mi casa fueron ornadas
oficialmente con laureles; se colocó sobre la puerta una corona cívica y en la Curia Julia se depositó un escudo de oro, con una inscripción recordatoria
de que el Senado y el pueblo romano me lo ofrecían a causa de mis virtudes
militares, mi clemencia, mi justicia y mi piedad. Desde entonces
fui superior a todos en auctoritas, pero no tuve más poderes que
cualquier otro de los que fueron mis colegas en las magistraturas.
Si bien el texto,
demasiado conciso, no da todas las precisiones que serían indispensables, está,
sin embargo, claro que no pone la auctoritas en relación únicamente con
la colación del cognomen de Augustus, sino con toda una serie de
distinciones de las que no concreta condiciones de atribución.
Según los calendarios
epigráficos, la corona cívica fue acuerdo del 13 de enero, de seguro que por
senadoconsulto; en cuanto al escudo, una copia en piedra encontrada en Arles
especifica que le fue dado a Augusto cuando era cónsul por octava vez, es
decir, en el 26: no es contradictorio con el texto de las Res Gestae, que menciona los consulados sexto y séptimo (28 y 27 a. C.), sino únicamente
en cuanto a la restitución de los poderes al Senado y al pueblo, que hubo de
exigir un proceso bastante complicado y en el que la sesión senatorial del 13
de enero fue únicamente el episodio más solemne y su coronación. La auctoritas de Augusto era la resultante de todas las recompensas que había sido el único
en recibir por una acción que había sido el único en ejecutar, y el cognomen de
Augustus no era sino una de ellas: cierto que el cognomen apareció, en
adelante, cada vez que se le nombraba, pero la corona cívica y el escudo fueron
igualmente exaltados en las monedas ante todos los habitantes del Imperio,
cuya inmensa mayoría no estaba, sin duda, en situación de apreciar las
sutilezas del lenguaje religioso romano. Es, en consecuencia, inútil buscar en
la expresión de Augusto “Desde entonces fui superior a todos en auctoritas un sentido esotérico particular; por el contrario, es preciso subrayar cuán
sensibles eran los romanos a esta mera autoridad moral. En la época
republicana, la auctoritas Senatus, que daba su valor a las leyes votadas por
los comicios, había sido una realidad jurídica y había suscitado disputas
políticas, pero la autoridad de los grandes personajes había constituido otra
realidad de no menor importancia, aunque no estuviera proclamada en ningún
texto: de tal tradición se benefició Augusto, y el peso de esa autoridad fue
tal que pronto harían de ella sus sucesores una fuente de derecho.
... "Me principe”.— Por tres veces, en las
Res Gestae, Augusto designa su reinado con la expresión me principe (“siendo yo princeps”). No se trata de su rango de “príncipe del Senado” (princeps
senatus), que la traducción griega, oficial, vierte en una perífrasis—“tuve
el primer puesto en autoridad en el Senado”—, ya que nada análogo había en las
instituciones griegas. Ni se trata, tampoco, del princeps cuyo papel
exaltara Cicerón, pensando en sí mismo, especie de personaje que hubiera dirigido
el Estado por su propio ascendiente; sin duda, la confusión era posible, pero
ha de descartarse por la traducción griega, que vierte me príncipe como “siendo
yo hegemón”; el hegemón no era simplemente un consejero particularmente
influyente, era un jefe que mandaba: después de Queronea, Filipo de Macedonia
se había hecho designar hegemón de la Liga de Corinto... La traducción griega
de las Res Gestae reconoce, así, abiertamente la realidad que el texto latino
disfraza; sin ser un título, la expresión tenía, empero, un valor oficial, ya
que aparece también en la versión griega de un senadoconsulto del año 4 a. C.,
hallada en Cirene: “es decir, princeps noster (“nuestro príncipe”); y
perdurará, pues la Tabula Siarensis, inscripción hallada en España,
senadoconsulto relativo a los honores que habían de rendirse en memoria de
Germánico, muerto el 19 d. C., llamará princeps noster al emperador
Tiberio, su padre adoptivo, y los autores designarán usualmente de ese modo a
los emperadores del siglo I.
Augusto, sin embargo,
afectó siempre sencillez, llevando vestidos que no llamaban la atención, a
menudo confeccionados por mujeres de su familia: su hermana, su esposa, su hija
y sus nietas. Desde el 36 a. C. vivía en una casa que perteneciera a Hortensio,
cónsul en 69 a. C., célebre por su riqueza y su gusto por el fasto; esa casa
lujosa no era, sin embargo, un palacio real como los de los monarcas helenísticos
y no lo fue tampoco cuando le añadió otras casas aristocráticas de las
inmediaciones, pero... esa casa se encontraba en el Palatino, cerca de una
vieja cabaña que pasaba por ser la de Rómulo, casi junto al templo de la Magna
Mater, la diosa llegada de tierra troyana, y aún fue mejor cuando, herida por
el rayo una parte de su casa, Octavio no la hizo reconstruir, sino que hizo
edificar, en su lugar, el templo que había prometido a Apolo tras la derrota de
Sexto Pompeyo y del que hizo la dedicación en el 28, tres años después de que
el dios le asegurase la victoria definitiva en Accio. El templo sí fue de lujo
excepcional y el elemento esencial de un gran conjunto que comprendía un vasto
pórtico adornado con las estatuas de las cincuenta Danaidas, una biblioteca
latina y otra griega; un pasaje unía directamente la casa del príncipe a tal
conjunto y Augusto convocó cada vez más a menudo al Senado, quizás en el
templo, más probablemente en una de las bibliotecas que, por tanto, eran,
también, edificios sacros, templos, cuyo emplazamiento había sido delimitado
según ritos augurales. Cuando fue sumo pontífice, el 12 a. C., añadió al
conjunto un santuario de Vesta, capilla o altar, ya que el sumo pontífice debía
residir cerca de la diosa, pero no quiso ir a instalarse en la domus publica (casa-pública), cerca de la Casa de las Vestales y del templo de la diosa, que
albergaba el fuego sagrado de la Ciudad.
A pesar de tal modestia
afectada, todo ello revelaba la realidad: de hecho, el régimen augusteo fue,
desde el comienzo, una monarquía absoluta y las etapas de su instauración no
fueron sino arreglos sucesivos; por otro lado, la obra que las Res Gestae describen es, desde luego, la de un monarca absoluto.
II- LAS ETAPASLos consulados de AugustoAugusto fue cónsul trece
veces:
— El 43 a. C.
— El 33 a. C.
— Todos los años entre el
31 y el 23 a. C.
— El 5 a. C.
— El 2 a. C.
El primer consulado de
Octavio, en el 43, fue un consulado sufecto tras la muerte de Hircio y Pansa.
Al no reunir los requisitos necesarios, obligó al Senado, con amenazas, a
consentir en la elección, pero la formación del II Triunvirato, verdadera
dictadura de tres, quitó enseguida cualquier importancia real al consulado, al
que renunció; la situación institucional era la misma en el 33 y no había
ejercido el consulado más que unas horas del 1 de enero. En los años 31, 30 y
29, Octavio seguía beneficiándose, de hecho, del poder triunviral y podía
apoyarse en el juramento (iusiurandum) que le habían prestado Italia y
las provincias de Occidente antes de la guerra, del que parece que nunca las
desvinculó, y, probablemente, en otro análogo prestado por las de Oriente tras
la derrota y desaparición de Antonio; había podido, pues, sin riesgo no
conservar el consulado sino durante una parte del año. Por el contrario, lo
ejerció durante todo el año entre el 28 y el 24, así como su colega.
Importancia de los años
29-27.— En el 28 y el 27, el colega de Augusto fue Agripa, cónsul por segunda vez en el
año 28 y por tercera en el 27; hay que añadir que ya eran cónsules designados
durante los últimos meses del 29 y que la tradición daba a éstos particular
importancia, ya que eran los primeros en ser consultados en las deliberaciones
del Senado. Tras su regreso a Roma, Octavio, pues, tuvo interés en ejercer la más
alta magistratura y en hacerlo con su colaborador más seguro: lo que manifiesta
claramente que asentó las bases del nuevo régimen a lo largo de esos años.
Parece haber encarado entonces tres objetivos políticos: reforzar su prestigio,
evitar o disminuir las posibles oposiciones y hacerse con las instituciones. En
adelante nunca renunció a tales preocupaciones.
Un año después de la toma
de Alejandría, Roma vio desarrollarse una extraordinaria sucesión de
ceremonias. Fueron, primero, tres triunfos celebrados por Octavio.
El triunfo era la más
esplendorosa ceremonia de la antigua Roma. El general vencedor subía
solemnemente al Capitolio, seguido por su ejército, para dar gracias a Iuppiter
Optimus Maximus, para ello era preciso que el Senado le otorgase
autorización para penetrar en el interior del Pomoerium, que ningún
general investido del imperium militiae ni ningún ejército podían
franquear de otro modo. Los grandes rasgos de la ceremonia estaban fijados por
la tradición: el cortejo se formaba fuera de la Ciudad, en el Campo de Marte, y
después la cruzaba, girando en torno al Palatino por el Forum Boarium, el
Circus Maximus, la Via Sacra y el Forum, y el Clivus Capitolinus. Los
magistrados y el Senado, los animales destinados al sacrificio, el botín
llevado en andas y, por fin, los prisioneros de nota, precedían al triunfador.
Éste avanzaba sobre una cuadriga y era la imagen del dios mismo a quien iba a
rendir homenaje: revestido con la toga picta, de púrpura bordada en oro,
sostenía en la mano izquierda un cetro de marfil rematado por un águila y, en
la derecha, la palma que depositaría sobre las rodillas del dios; llevaba el
rostro enrojecido como la vieja estatua de terracota que había estado en la celia
central del Capitolio hasta el incendio del 83 a. C., ceñía una corona de
laurel, sus hijos pequeños iban junto a él, en su mismo carro, y los que tenían
edad para hacerlo montaban los caballos del tiro. Tras el triunfador,
avanzaban las legiones: los soldados iban coronados también con laurel,
entonaban cánticos triunfales y lanzaban pullas a su jefe. Al pie del Clivus
Capitolinus, los jefes prisioneros eran arrastrados hasta la prisión cercana,
en cuyo seno eran estrangulados en el Tullianum, si el general no les había
hecho gracia de la vida; éste bajaba de su carro en igual sitio para subir a
pie el Clivus Capitolinus.
Desde el siglo II a. C.,
la tradición había sufrido muchos cambios. El Senado había aceptado otorgar
triunfos complacientemente a generales que no los merecían, pues todos éstos
eran senadores e intervino el corporativismo senatorio. Se había encarecido
exageradamente la exhibición del botín: a las armas, al oro y a la plata se
habían añadido las obras de arte presas al enemigo, cuadros y estatuas que
representaban o simbolizaban episodios de la guerra; el botín había permitido a
los generales hacer repartos varios a los soldados y al pueblo y ofrecer
juegos cada vez más suntuosos. El desfile del triunfo de Emilio Paulo tras
Pidna duró tres días, y el de Pompeyo en el 61, dos. César prefirió acumular
los triunfos en pocos días: en agosto-septiembre del 46 celebró cuatro, sobre
la Galia, Egipto, el Ponto y Africa. Para realzar los suyos, Octavio empleó el
mismo procedimiento que César; si sólo celebró tres, lo hizo en tres días
consecutivos, 13, 14 y 15 de agosto del 29. El primero se le otorgó por sus
campañas personales del 35 y el 34 contra los panonios y los dálmatas; su
celebración se difirió hasta entonces. El del 14 de agosto celebraba Accio,
aunque no había concluido con la guerra, y el del 15, la derrota de Egipto, que
fue consumada sin ninguna gran batalla, puesto que la misma Cleopatra hizo caer
sus defensas. Dieciséis años antes, César había hecho desfilar ante su carro a
una reina de Egipto cautiva, Arsinoe, hermana y rival de Cleopatra; esta vez,
la reina de Egipto sólo figuraba en efigie, representada en su lecho de muerte;
ante el carro iban sus dos gemelos, de nombre prestigioso, “los reyes Alejandro
Helios y Cleopatra Selene, encadenados por el cuello con cadenas de oro”:
¿podrían olvidar los romanos que eran los hijos de Marco Antonio, triumvir
reipublicae constituendae, que esa guerra acaso no había sido una guerra
“justa” (iustum bellum) y que el Bellum Alexandrinum de César
había sido muy otra cosa que el Bellum Alexandrinum de Octavio?
César celebró un quinto
triunfo en octubre del 45, después de Munda: triunfo impío, pues el ejército
vencido era romano, al menos por sus jefes y mandos superiores; el mismo día,
el joven Octavio, de quien se ignoraba que el dictador lo hubiese adoptado en
testamento, pero que se había unido a él en Hispania y al que éste había
conferido los dona militaría, desfilaba tras su carro; en el 29, el vencedor
tampoco tenía hijos, pero sobre los caballos de su tiro caracoleaban su
sobrino, Marcelo, hijo de su hermana Octavia, y su hijastro, Tiberio, hijo
mayor del primer matrimonio de su esposa, Livia.
Tres días más tarde, el 18
de agosto del 29, se dedicó el templo del Divino Julio. Fue elevado sobre el
Foro, en el lugar mismo en que el cuerpo del dictador fuera incinerado, en
marzo del 44, en medio de una intensa emoción popular; la fachada se había
dispuesto para servir de tribuna y había sido adornada con los rostra de
las naves capturadas en Accio, que, así, daban frente a los de las naves
capturadas en Anzio tres siglos antes. El 28 de agosto se inauguró la nueva
Curia, cuya construcción iniciara César: en adelante, la sala de sesiones del
Senado ya no llevaría el nombre de un viejo rey de Roma, ya no .sería más la Curia
Hostilia, sino la Curia Iulia; contra la pared del fondo, tras el
escaño destinado a las sillas curules de los magistrados presidentes, se
instaló una estatua de la Victoria que Octavio había traído de Tarento: el 28
de agosto se dedicó a la diosa un altar, situado ante ella; al entrar en la
Curia para participar en una sesión, cada senador tendría que honrarla haciendo
arder una pizca de incienso en el altar: ¿cómo no pensar, cada vez, que esa
Victoria era la de Octavio—pronto, la de Augusto—, de modo que el gesto pío
era, en realidad, un gesto de obediencia? Siguiéronse unos juegos, cuya
suntuosidad rivalizó con la de los del 46, que acompañaron a los triunfos de
César. En éstos, los romanos habían visto aparecer, por vez primera, una
jirafa: en los del 29 vieron, por vez primera, un rinoceronte y un hipopótamo.
Todo ello había de mostrar
a la opinión cuán falaces eran los infundios que sus adversarios habían
propalado sobre las virtudes militares de Octavio. En el mismo año, Virgilio
concluía sus Geórgicas, celebrándolas:
Esto canté sobre labrar la tierra y sobre los
ganados y los árboles, en tanto que César, rayo de la guerra, magnífico,
fulmina sobre el Eufrates y vencedor da leyes a los pueblos que gustosos le
acatan y se abre nueva senda hacia el Olimpo (IV, 559-562. Trad. Lorenzo
Riber).
¿Creyeron verdaderamente
los contemporáneos que el nuevo César había guerreado en el Eufrates —esto es,
contra los partos— cuando su viaje de vuelta de Egipto a través de Siria?
Las masas, civiles y
militares, fueron en verdad más sensibles a esta propaganda que la nobilitas.
Y acaso lo fueron más aún a las generosidades financieras con que Octavio pudo
obsequiar las gracias a los tesoros de Egipto. Unos 120.000 veteranos, ya
instalados como colonos, recibieron mil sestercios por cabeza y la plebe
romana, cuatrocientos por individuo; pero los congiarios que Augusto repartió
durante su reinado nunca tuvieron menos de 250.000 beneficiarios. Los soldados
desmovilizados tras la guerra ya habían recibido dinero, sobre todo tras la
toma de Alejandría; y ahora recibieron, en Italia o en provincias, tierras por
las que se indemnizó a los propietarios. Octavio rechazó el aurum coronarium que le ofrecían las Ciudades itálicas, pagó sus deudas y despreció la
recuperación de sus préstamos.
Puesto que los senadores y
caballeros que habían tomado parte en la guerra recibieron, también,
sustanciosas gratificaciones tras la toma de Alejandría, semejante aflujo de
dinero provocó en Roma y en Italia una crisis inflacionista: los precios
subieron y, en particular, los de la tierra, que parece se duplicaron, mientras
que el costo del dinero se hundía, según se dice, en dos tercios. Los
historiadores, Suetonio (Aug., 41), Dión (LI, 21), Orosio (VI, 19), anotaron
estas consecuencias que llamaron la atención de los contemporáneos, pero éstos
tuvieron reacciones muy distintas de las que nos son usuales, pues los antiguos
sabían sobre todo, hasta entonces, de los efectos por falta de signos monetarios;
en la vida ordinaria, el dinero líquido faltaba a menudo, por lo que se estaba
constantemente obligado a recurrir a préstamos, que no eran sino anticipos de
tesorería, pero cuyos intereses eran siempre muy altos: se entiende que se
alegraran por la caída de la tasa. Para cubrir sus gastos importantes, las
personas ricas se veían a menudo obligadas a vender sus tierras, lo que sin
duda explica por qué la Antigüedad apenas conoció el apego sentimental al
suelo heredado de los mayores: la subida de precios, ya que había menos gente obligada a
vender tierra mientras que había mucha más que podía comprar (sobre todo, el
vencedor para sus soldados), dio a los propietarios la impresión de que se
habían enriquecido de golpe. Todos agradecieron a Octavio semejante desahogo
financiero.
El censo del 28 a. C.— La puesta en orden del
Estado necesitaba la realización de las complicadas operaciones del censo, a
las que hubo de precederse durante el 30-29, y que, probablemente, no se habían
desarrollado de modo serio desde hacía mucho tiempo. No se podía esperar un
lustro más: los cónsules del 28, Octavio y Agripa, recibieron, pues, los poderes
censorios y censaron a 4.063.000 ciudadanos. El número de caballeros, otrora
limitado a los efectivos de las dieciocho centurias ecuestres (esto es, a unos
miles), había sido ampliamente sobrepasado por los nombramientos arbitrarios
hechos por César y los triunviros; hubo, ciertamente, una depuración sin que
por ello se volviese al número normal: los autores antiguos no hablan de ello,
pues en el nuevo contexto los caballeros no podían desempeñar el papel político
que les había sido propio en el último siglo de la República y aún no era
posible adivinar el que el Imperio, poco a poco, iba a reservarles.
El caso de la nobilitas era análogo, pero mucho más importante, ya que era imposible suprimir el Senado
o despojarlo abiertamente de su papel tradicional. Los verdaderos nobles
estaban indignados por ser mezclados en la Curia con tantos ciudadanos romanos
de fecha reciente y con tantas gentes a quienes sus costumbres u honorabilidad
hacían indignas de sentarse en él: les importaba, antes que nada, que una depuración
seria restituyese al Senado su dignidad y, en consecuencia, su autoridad; sin
embargo, hubiera sido peligroso eliminar de modo demasiado brutal a gentes
entre las que algunas podían ser temibles por motivos variados. Octavio
soslayó la dificultad haciendo saber que aceptaría las peticiones de quienes no
deseasen ser inscritos de nuevo en el album senatus e hizo sugerir
discretamente que se aprovecharan de ello a aquéllos de cuya presencia quería
desembarazar al Senado; hubo cincuenta dimisiones voluntarias y ciento
cincuenta forzosas; es probable, sin embargo, que el número siguiera siendo
superior al legal de seiscientos miembros.
Muchos partidarios de
Octavio que desempeñaron un papel notable a su lado durante el II Triunvirato
no procedían de la nobleza republicana y muchos eran, probablemente, itálicos
de origen cuyos padres o abuelos no habían recibido la ciudadanía romana sino
al término de la Guerra de los Aliados. Debían a Octavio, a la vez, su carrera
y su fortuna, pero algunos podían, también, volverse peligrosos si tenían la
impresión de que la victoria había puesto fin a su ascenso: tenían riqueza y
les hacían falta también dignidades que los pusieran, a ellos o a sus hijos, en
pie de igualdad con los representantes de las viejas familias. Por fortuna,
quedaban dignidades cuyo prestigio no se correspondía con la importancia real
que aún conservaban: los sacerdocios y las sodalidades. Desde el 29, Octavio
podía nombrar sacerdotes fuera de cupo y, también, con autorización del
Senado, nuevos patricios. Utilizó ambas posibilidades, con discreción, para no
envilecer tales dignidades. Sin embargo, para estos hombres de guerra, al igual
que para todos los romanos, el culmen de una carrera era el triunfo; durante el
II Triunvirato se había otorgado a menudo, primero, a antiguos lugartenientes
de César y, luego, a partidarios de Octavio o de Antonio: se vieron tres en el
34 y en el 33; no hubo ninguno desde el 32, salvo los tres de Octavio en
agosto del 29; hubo tres en el 28 y habría otros dos en el 27, entre ellos el
de M. Licinio Craso. Con ocasión del que Carrinate celebró el 14 de julio del
28 de Gallis se recordó, entre sonrisas, que el viejo cesariano tendría
que haber sido excluido de todo cargo, al ser hijo de un proscrito por Sila.
El de M. Liriain Craso
suscitó una crisis. El personaje no era sólo miembro de una de las gentes de la
más encumbrada nobilitas, sino, ante todo, el nieto del triunviro del I
Triunvirato, cuyo nombre llevaba; primero se había unido a Sexto Pompeyo;
luego, a Antonio; y su apoyo, poco antes de Accio, a Octavio pareció a éste tan
precioso que lo tomó como colega de consulado en el 30; a continuación fue
procónsul de Macedonia, donde cobró fama en combates acres pero, en definitiva,
victoriosos contra los pueblos bárbaros que hostigaban los confines
nororienteles de la provincia; bastarnos, géticos y tracios. Reclamó no sólo el
derecho a celebrar un triunfo, sino el depositar los spolia opima en el
templo de Júpiter Feretrio: se llama así a los despojos tomados por un general
romano del cuerpo de un jefe enemigo muerto por su propia mano. Sólo se
conocían tres casos: el de Rómulo, que había matado a un rey sabino; el de Coso
(Cossus), tribuno militar o cónsul, que había matado a un rey de Veyes;
y el del cónsul M. Claudio Marcelo, que, en el 222 a. C., había matado a un rey
de los ínsubros; César había recibido el derecho a depositar en el templo
despojos opimos ficticios. ¿Podía aceptar Octavio que Craso se beneficiase de
un honor militar que lo acercaría a Rómulo y César, cuando se había omitido
concedérselo a él mismo, así fuera ficticiamente? Por suerte, los ejemplos eran
tan antiguos que no se sabía demasiado bien en qué condiciones merecían los
despojos ser tenidos por opimos, lo que permitió sofocar la petición con
argucias y, finalmente, el Senado no concedió sino el triunfo, denegando al
tiempo la salutación a Craso como imperator. Quizás muriera al poco, ya
que no se le vuelve a mencionar luego.
Sin embargo, la alarma fue
intensa, al evidenciarse que Augusto podía encontrar rivales a su prestigio
militar. Era preferible evitarlo y, en lo sucesivo, el triunfo fue concedido
muy raramente.
Los comicios no podían
reunirse sino por convocatoria del magistrado que había de presidirlos, cónsul
o tribuno de la plebe, según el caso. Augusto ocupaba uno de los puestos
consulares y el otro, uno de sus partidarios, por lo que el primer caso no
suponía ningún peligro; en cuanto a los tribunos, hubiera sido difícil para
cualquiera de ellos alzarse abiertamente contra él, pues, sin ser tribuno,
Augusto poseía, no obstante, la potestad tribunicia.
La lectio senatus del 28 había permitido a Octavio inscribirse al frente de la lista senatorial;
se había convertido en princeps senatus (el primero del Senado), lo que
le daba derecho a ser consultado en primer lugar en las deliberaciones:
prerrogativa importante, pues la opinión del princeps tenía
tradicionalmente mucha influencia sobre sus colegas y aún la tendría mayor en
este caso al verse su peso acrecido con toda su auctoritas personal.
La comedia de enero del 27
tuvo una consecuencia más importante aún. En respuesta al desinterés mostrado
por Octavio el día 13, el Senado no se contentó con responder mediante los
honores excepcionales que le confirió, sino que le suplicó que continuase
ayudándole a gobernar el Imperio y Augusto aceptó. El Senado volvió a hacerse
cargo de la administración de las provincias completamente pacificadas y a las
que no amenazaba ningún peligro exterior, más algunas otras a las que la tradición
daba importancia particular, como Africa y Macedonia. Augusto se encargó de la
defensa del imperio y siguió en consecuencia asumiendo el mando del ejército
romano y de las legiones, en particular; y, por ende, de la administración de
las provincias en las que las tropas estaban estacionadas, en su mayoría
fronterizas o, al menos, conquistadas hacía poco, tales como las de Hispania
—ya que una parte de la Península Ibérica estaba aún fuera del dominio romano—,
Galia y Siria: ostentó en estas provincias el imperium proconsular;
pero, como no podía estar efectivamente presente de modo permanente, se hizo
representar en ellas por legados a quienes escogió personalmente: así nació la
distinción entre provincias senatoriales e imperiales. La lista establecida en
el 27 sufrió cambios bastante pronto: la Narbonense, por ejemplo, primero
imperial, fue enseguida senatorial, y otros cambios habían de verificarse
durante el Alto Imperio, pues nuevas provincias se añadieron a las de época de
Augusto y, de modo general, el número de provincias imperiales no dejó de
crecer. Por tradición, conservaron los gobernadores de las provincias
senatoriales el viejo título de “procónsul”, pero como ya no tenían legiones a
quienes mandar, bastó con elegirlos de entre los ex pretores, con muy pocas
excepciones: los procónsules de Asia y Africa, sobre todo. Por el contrario,
los “legados de Augusto”, que mandaban, de hecho, los ejércitos más importantes
del Imperio, fueron elegidos de entre los ex cónsules; pero como no eran sino
legados de un procónsul (Augusto) y no podían situarse a su mismo nivel, se les
dio el título de “legados propretores”, como a los legados de rango
pretoriano, lo que recordaba a los propretores que habían administrado
determinadas provincias a finales de la República.
Es preciso, no obstante,
que este cuadro demasiado esquemático dé cuenta de todo, ya que los hechos institucionales
romanos nunca son sencillos. El procónsul de Africa, por ejemplo, conservó un
tiempo el mando efectivo de un ejército que comprendía una legión, la III
Augusta, y, por el contrario, sucedió que todas las legiones fuesen
retiradas de una provincia imperial y que el emperador, no obstante ello, la
conservase: su legado en ella era, entonces, reclutado por lo general de entre
los ex pretores. Detectar todos estos cambios constituye para los
historiadores modernos una tarea a menudo difícil.
Augusto, probablemente, no
había recibido su imperium. proconsular sino por diez años, y no sabemos
si con la calificación de maius, es decir, proclamado superior al de los
procónsules; pero, de todas formas, lo era en efecto, gracias a su auctoritas,
a sus poderes de cónsul y a su función de príncipe del Senado: los raros
procónsules que creyeron poder actuar sin tenerlo en cuenta, con igual
desembarazo que los de época republicana, lo advirtieron rápidamente. De
hecho, desde el 27, Augusto fue el dueño del Imperio entero.
Octavio hizo comenzar en
el 28 la construcción de la tumba que destinaba a albergar sus restos y los de
su familia, símbolo de la realidad que se instauraba. Seguía, así, una moda de
ostentación que se desarrollaba en la aristocracia romana de la época: sus más
célebres testigos son, para nosotros, la tumba de Cecilia Metela, en la vía
Apia, y la pirámide de Cayo Cestio, incorporada, tres siglos más tarde, a la
Muralla de Aureliano; pero la tumba de Octavio iba a ser verdaderamente gigantesca
y dominaría con su mole el Campo de Marte, del que las construcciones de
Agripa hacían, cada vez más, lugar favorito de paseo para los romanos. Sería,
en verdad, la tumba de un monarca y de su dinastía.
Los consulados del 26 al
23
El 1 de enero del 26,
Augusto asumió su octavo consulado, pero su colega ya no era Agripa, sino T.
Estatilio Tauro, cónsul por segunda vez. En el 25 tuvo por colega a M. Junio
Silano; en el 24, a Norbano Flacco y en el 23, a Aulo Terencio Varrón Murena.
Tales cambios anuales mostraron que la gran reorganización había concluido; la
recluta, bastante variada, de sus colegas atestiguaba en igual dirección:
Estatilio Tauro no pertenecía a la vieja nobilitas, era, probablemente, de
origen lucano, pero había sido el mejor colaborador militar de Octavio, después
de Agripa, y las legiones puestas bajo su mando lo habían proclamado por tres
veces imperator y gozaba, desde el 30, del derecho a designar, cada año, a uno
de los pretores. Silano era miembro de la nobilitas y su actitud había sido
fluctuante, ya que se había vinculado sucesivamente a Lépido, a Antonio y a
Sexto Pompeyo y, luego, de nuevo, a Antonio, pero había sabido cambiar a
tiempo. El padre de Norbano había sido uno de los generales del partido
cesariano en Filipos y su mujer era hija y nieta de dos ilustres cesarianos,
los dos L. Cornelio Balbo, de origen gaditano. Terencio Varrón Murena se hurta
más a la indagación histórica, pero, cuando menos, era cuñado de Mecenas...
Más aún, a lo largo del
27, Augusto dejó Roma para ir a la Galia y a Hispania, de donde no regresó
hasta el 24. Durante tan larga ausencia, pudo tenerse la impresión de que Roma
había vuelto a encontrar su libertad; no obstante, el otro cónsul del año
permaneció en ella y, bien fuese Agripa —a fines del 27—, bien Tauro, Silano o
Flacco, se trataba de un leal; Murena, sin duda, pasaba también por tal.
Quizás Augusto quiso tomar
precauciones suplementarias situando junto al cónsul a otro partidario suyo. En
el 26, en efecto, nombró prefecto de la ciudad (praefectus urbi) a
Valerio Mésala Corvino. Antaño, en ausencia del rey o de ambos cónsules, Roma
era confiada temporalmente a un personaje con ese título, pero desde la
creación del primer pretor no se nombraba prefecto de la ciudad sino para el
día de las Ferias Latinas, en que, al poco de tomar posesión, los dos cónsules,
acompañados por todos los magistrados, iban a ofrecer un sacrificio a Iuppiter
Latiar en la cima más alta de los Montes Albanos; tal prefecto no tenía
función de importancia y se elegía de entre los más jóvenes nobles. Octavio
mismo había sido designado prefecto de la ciudad por César. Acaso quiso en el
26 resucitar la función con su importancia de antaño, pero fue un fracaso: tras
haber sido partidario de Antonio, Valerio Mésala contribuyó ampliamente a la
propaganda octaviana en su contra, por lo que se trataba, asimismo, de un
leal; pero Mésala renunció a sus funciones a los pocos días, declarando que
ignoraba en qué consistían ni cómo ejercerlas, según Tácito, o porque las
encontró contrarias a la constitución, según San Jerónimo; a decir verdad,
ambas explicaciones se complementan más que contraponerse y se comprende bien
tal reacción por parte de un miembro de la alta nobilitas. Puede sospecharse,
también, que hubieran surgido inmediatamente dificultades entre él y el cónsul
Estatilio Tauro.
Si este intento se saldó
con un fracaso, Augusto había tomado otras precauciones, dejando en Italia a
Mecenas y, sobre todo, a Agripa; éste, en el 26, hizo la dedicación de los saepta,
el gran recinto monumental destinado a las votaciones comiciales; César había
decidido su construcción, Lépido los había empezado y fue Agripa quien los
terminó: era, evidentemente, un acto de deferencia para con los comicios, pero
fueron llamados Saepta Iulia, en honor de Augusto. Por esa época, Agripa se
ocupó igualmente de otras construcciones en Roma, que alzó a su costa, y
terminó el Panteón: era un edificio muy distinto del que vemos hoy, que sólo
data de Adriano; tenía probablemente la planta rectangular tradicional de los
templos romanos y ya estaba dedicado “a todos los dioses”, pero en la celia
estaban las estatuas de Venus y de Marte, protectores de la Gens Iulia, y la
del Divus Iulius; estaban, aunque sólo en el vestíbulo, las de Augusto y
Agripa, aunque la cercanía sugería claramente que el hijo había heredado algo
del carácter divino de su padre.
En el 25, fue Agripa quien
presidió la boda de Julia, hija única de Augusto, con su primo Marcelo.
El 1 de enero del 24, el
Senado ratificó por juramento las actuaciones de Augusto, como ya hiciera en
el 29. Más tarde, el emperador fue eximido de la aplicación de las leyes, o quizás
de algunas sólo. A su llegada, cuya fecha ignoramos, se le concedieron nuevos
honores y, sobre todo, se concedieron a Marcelo, y a Tiberio.
C. Claudio Marcelo, cuyo
padre fuera cónsul en el 50, tenía dieciocho años: con derecho de asiento en
el Senado entre los ex pretores, recibió la edilidad el año 23 y el derecho de
aspirar al consulado diez años antes de la edad legal, que, probablemente, era
ya de treinta y tres arios. Tiberio Claudio Nerón, nacido del primer matrimonio
de su madre, Livia, tenía, igualmente, dieciocho años; recibió el derecho de
aspirar a todas las magistraturas con cinco años de anticipación, y la cuestura
en el 23. Por sus familias, estos jóvenes pertenecían a la más alta nobilitas,
pero si recibían tales favores era, evidentemente, a causa de sus vínculos con
Augusto, que ya les había hecho montar los caballos de su carro triunfal en
agosto del 29.
Marcelo resultaba
claramente favorecido y no podía olvidarse que era hijo de la hermana de
Octavio, mientras que éste no fue sino nieto de la hermana de César: la
situación y la comparación imponían la idea de que Augusto pensaba en asegurar
su sucesión y que para ello había elegido a Marcelo; Augusto tenía, en efecto,
treinta y nueve años; tras catorce, su matrimonio con Livia continuaba estéril
y parecía resignado a ello, pero durante su estancia en Hispania había estado
gravemente enfermo. Mas la idea misma de sucesión planteaba dos graves
cuestiones.
La acumulación de poderes
de que gozaba Augusto era estrictamente personal, por lo que la primera era
saber si tal acumulación sería conferida a otro personaje tras su
fallecimiento; es decir, si la monarquía de hecho que había organizado en su
beneficio sería el régimen permanente de Roma. La segunda, en tal caso, sería
saber quién iba a ser tal personaje: Augusto parecía escoger a Marcelo, pero
¿por qué a ese jovencito a quien nadie, sino su nacimiento, designaba y no a
uno de los colaboradores de Augusto a quienes debía su victoria? Otros podían
pensar también en Tiberio, que estaba prometido o acaso ya casado con Vipsania,
una hija de Agripa, el cual tampoco tenía hijo varón.
De todo ello resultó una
crisis que estalló en el 23; sus detalles son poco conocidos, pero es segura su
gravedad.
El procónsul de Macedonia,
M. Primo, personaje oscuro, fue acusado de haber hecho la guerra a un rey
tracio sin haber recibido tal misión del Senado. Primo se escudó tras unas
instrucciones que pretendió le habían sido entregadas por Augusto; Augusto
acudió al tribunal para desmentirlo: con ello, quedaba de manifiesto la
delicada situación de los procónsules de las provincias senatoriales a su
respecto. ¡Dión Casio pretende, incluso, que Primo había alegado instrucciones
de Marcelo! Es inverosímil, pero es posible que corriera el rumor. Primo fue
condenado, aunque ignoramos a qué.
Fue descubierta una
conspiración que preparaba el asesinato del princeps. Estaba dirigida por un
tal Fanio Cepión, fiel a la República, pero también participaron cesarianos y,
en particular, el propio colega de Augusto en el consulado, Varrón Murena, que
había defendido a Primo y no se guardaba de deplorar lo sucedido. Esta mezcla
de republicanos y cesarianos aliados para atentar contra la vida de Augusto
recordaba la conjura que había abatido a César veintiún años antes; mostraba
que, a su vez, Augusto empezaba a enajenarse a algunos de sus partidarios a
causa de su política. Los conjurados huyeron, fueron condenados al exilio y, al
poco, se les dio muerte en sus lugares de refugio. Cuando se descubrió la
conjura, Mecenas dio aviso a su mujer, Terencia, hermana de Murena; su
indiscreción implicó una cierta caída en desgracia y desde entonces ya no desempeñó
un papel tan importante. Empero, Augusto no renunció a su política de
captaciones: el cónsul sufecto que sustituyó a Murena fue Cneo Calpurnio Pisón,
aliado reciente que hasta entonces había sido tenido al margen.
Poco después, Augusto cayó
de nuevo muy gravemente enfermo. Creyendo que iba a morir, hizo llevar al
cónsul Pisón los documentos oficiales que guardaba, pero entregó su anillo a
Agripa: el anillo servía como sello y autentificaba los escritos emanados de
una persona, con lo que Augusto autorizaba, al obrar así, a Agripa a actuar en
su nombre. Pero nadie sabía qué contenía su testamento.
Después de la crisis del 23 a. C.Augusto, contra todo lo
esperado, se restableció: se atribuyó la curación a la enérgica medicación, a
base de baños fríos, del médico Antonio Musa, y sin duda la debió a
la verdadera solidez de su constitución; en todo caso, su salud fue excelente
durante el resto de su vida. La crisis había revelado la debilidad oculta del
régimen: todo dependía de la vida del príncipe y, si éste desaparecía, la
constitución republicana retomaría su normal funcionamiento y habría de nuevo
dos cónsules verdaderamentee iguales, puesto que quien reemplazase a Augusto no
tendría su auctoritas, y Roma caería de nuevo en la anarquía y las guerras
civiles. Era preciso reaccionar, reforzar aún más la situación constitucional
del príncipe, asegurarle un apoyo eficaz y preparar su sustitución de . hecho,
ya que no podía hacerse en derecho, salvando, a la vez, las apariencias.
El 1 de julio del 23,
Augusto renunció al consulado. Fue sustituido por L. Sestio Albino, otrora
amigo de Bruto, que no se ocultaba para rendir culto a su memoria: la política
de captaciones, pues, continuaba.
Como contrapartida por el
abandono del consulado, Augusto lucró en adelante un imperium maius et
infinitum. En principio, seguía siendo un imperium proconsular, pero en
adelante fue oficialmente superior al de los procónsules de las provincias
senatoriales, que habrían de inclinarse ante él. Se admitió, incluso, que se
extendiese a Roma, donde la auctoritas de Augusto le daría, evidentemente,
valor superior al del imperium de los cónsules; empero, Augusto no tomó el
título de procónsul en Roma y sus sucesores tampoco, durante largo tiempo.
Teóricamente, este imperium seguía siendo el que se le concediera en el 27
para diez años, pero fue expresamente renovado.
El 1 de julio del 23,
Augusto renovó su potestad tribunicia, adjudicándole el número 1; la renovó,
luego, de año en año, en igual fecha. Esta nueva manera de entenderla y la
elección del día en que renunciara al consulado como punto de partida del nuevo
cómputo, mostraban bien que le concedía, desde entonces, importancia mucho
mayor y que, en cierto modo, iba a sustituir al consulado en su sistema. Los tribunos
de la plebe estaban protegidos por la sacrosantidad, que permitía dar muerte
sin proceso judicial a quienquiera que les hubiera hecho violencia: ya se
había aplicado, quizás, al joven Lépido y a los cómplices, verdaderos o
supuestos, de Cepión, pero parece que Augusto aún no había recurrido a los dos
grandes derechos políticos de los tribunos: el derecho de veto (ius
intercessionis) y el ius auxilii. El derecho de veto emanó, inicialmente, de la
sacrosantidad; a fines de la República permitía a un tribuno oponerse a
cualquier acción de un magistrado, impedir la reunión de los comicios o del
Senado o la ejecución de sus decisiones: la consecuencia indirecta era que las
autoridades legales no podían hacer prácticamente nada contra la voluntad de un
tribuno. Que Augusto pudiese oponer su veto tenía, pues, como consecuencia que
nada pudiera ser hecho sin su acuerdo y que pudiese eludir la impopularidad de
ciertas medidas que estimase necesarias endosando su responsabilidad a terceros
que las hubieran propuesto por sugerencia secreta suya. En cuanto al ius
auxilii, era el derecho de prestar ayuda a cualquier ciudadano amenazado por
obra de los magistrados. Augusto, al ser patricio, no podía ser tribuno de la
plebe, de modo que los diez tribunos no eran sus colegas y su potestad
tribunicia, por el mero hecho de ser suya, era superior a la de ellos. Además,
en tanto que la de éstos sólo era aplicable en Roma, se admitió que la de
Augusto se aplicase en todo el Imperio y a todos sus habitantes que, así, podrían
invocar su ius auxilii, se convertía en el protector de todos, lo que le
permitía intervenir no importaba dónde ni en qué ámbito. En suma, pues, la
potestad tribunicia por sí misma le daba, de hecho, un verdadero poder absoluto
en todo el Imperio.
Los restantes poderes de
Augusto.— El régimen no iba a sufrir modificaciones importantes durante el
resto del reinado, pero Augusto recibió aún, a continuación, otros poderes cuya
lista es imposible establecer ni, menos, su cronología cierta.
En el 19 recibió el
derecho a llevar las insignias consulares de por vida y el ius edicendi, este
derecho de emitir edictos pertenecía a los magistrados; los edictos tenían
fuerza obligatoria en el plazo de su magistratura: el más importante era el
del pretor urbano, que a finales de la República se había convertido en una de
las principales fuentes del derecho civil; en el caso de Augusto, el ius
edicendi constituía un verdadero poder legislador.
La Lex de imperio
Vespasiani, que confirió de vez los poderes imperiales a Vespasiano
refiriéndose a los que poseyeran Augusto, Tiberio y Claudio, enumera, en la
parte que nos ha llegado, el derecho a realizar tratados, el de reunir al
Senado y someterle asuntos, el de recomendar al Senado y al Pueblo candidatos a
las magistraturas, a un imperium o a una curatio (cargo); tales candidatos
serían elegidos obligatoriamente. Lo que es más, Vespasiano, como sus tres
antecesores, tendría el derecho y el poder (ius potestasque) de hacer cuanto
estimase conforme a los usos de la República y a la majestad de las cosas
divinas y humanas, públicas y privadas... Augusto tuvo también, con certeza, el
derecho de otorgar la ciudadanía, que tanto emplearan los grandes generales
desde la Guerra de los Aliados y, sobre todo, César, así como el de fundar
colonias.
A ello se añadieron
ciertos cargos peculiares. Desde el 22, cuando se produjo hambruna en Roma,
hubo manifestaciones intentando lograr que se le confiriera la dictadura, lo
que prueba que la opinión popular aún no tenía conciencia de vivir bajo un
régimen monárquico: Augusto la rehusó, pero aceptó encargarse de la anona
(annona), es decir, del abastecimiento de trigo a Roma. Más tarde, se encargó
de la lucha contra incendios en la ciudad, del mantenimiento de sus acueductos
y de los edificios públicos y sacros de la Vrbs y del mantenimiento de las
carreteras de Italia, lo que obligó a crear otros tantos servicios, cada uno de
los cuales tiene su propia historia.
La hora de los
coadjutores.— La edilidad de Marcelo en el 23 había sido de un fasto
excepcional y, en particular, sus ludi Romani, celebrados en honor de Júpiter
del 4 al 12 de septiembre: todo el mundo le atribuía la gloria en solitario,
sin pensar en el segundo edil curul, su colega, pues se sabía que era Augusto
quien pagaba los gastos y, a pesar de las marejadas que habían agitado el
mundo político, la opinión popular veía cada vez más en Marcelo al sucesor
designado de su tío. Bruscamente, el joven murió en Bayas, antes de fin de año,
víctima de una epidemia. Desaparecido así, antes de poder actuar, se hizo
célebre por las quejas que Virgilio puso en boca del viejo Anquises (Aen, VI,
883-886):
«¡Ay, joven, digno de
tanta pena! ¡Si llegas a romper los duros hados, tú serás Marcelo! ¡Traed
lirios a manos llenas! ¡Dejadme esparcir purpúreas flores, que al menos
acumule estas ofrendas sobre el alma de mi nieto y le tribute este homenaje
inane...» (Trad. G. Fatás).
La tumba, alzada por
Augusto en el Campo de Marte, estaba concluida hacía dos años; las cenizas de
Marcelo fueron las primeras que se depositaron.
De nuevo, Agripa.
Después del 1 de julio del
23, pero antes de la muerte de Marcelo, Agripa había salido para Oriente,
investido de un gran mando, y se estableció en Lesbos. Corrió el rumor de que
se trataba de una caída en desgracia disimulada, resultado de la pugna que se
desarrollaba secretamente en el entorno del princeps entre Marcelo, apoyado
por Octavia, y Agripa, acaso apoyado por Livia. Que la rivalidad existiese
parece innegable, pero la tradición posterior interpretó lo sucedido en el 23
de acuerdo con lo que sucedería el 6 a. C., cuando Tiberio se retirase, en
efecto, a Rodas. Sea como fuere, parece que Agripa recibió un imperium proconsular
por cinco años que lo convertía, al menos, en el superior de los legados de las
provincias imperiales de Asia y, por ende, ea comandante en jefe de las tropas
imperiales allí estcrioaancs: era una buena muestra de confianza. Sin
atribuirle la potestad tribunicia ai sus otros poderes concretos, conservando
la superioridad que implicaba su auctoritas y, por consiguiente, sia compartir
el poder soberano que de hecho ejercía, Augusto parecía hacer de Agripa, otra
vez, su segundo. La muerte inesperada de Marcelo aclaró las cosas.
En los años siguientes,
Augusto y Agripa estuvieron casi siempre ausentes de Roma y, además, en partes
opuestas del Imperio. En el año 22, Augusto dejó Roma para un largo viaje a
Sicilia, Grecia, Asia Menor y Siria, de donde no regresó hasta el 19. Agripa
dejó Oriente en el 21 y permaneció en la Galia y ea Hispania el 20 y el 19. A
su vez, Augusto realizó una nueva y larga estancia ea la Galia y en Hispania
entre el 16 y el 13, mientras que Agripa regresaba a Siria, sin duda desde el
17, y se quedaba en Oriente hasta el 13. El detalle cronológico y los
itinerarios exactos de estos viajes son desconocidos, pero está claro que
Augusto buscaba de nuevo dar la impresión de que en Roma y en Italia las
instituciones republicanas funcionaban normalmente, mientras reforzaba su
poder sobre los ejércitos y las provincias con su presencia y la de su segundo.
Julia.— Agripa parecía
fiel, pero una fidelidad puede siempre quebrantarse: darle tanta confianza era
hacerlo peligroso; se entiende el consejo que Mecenas, según Dión (LIV, 6, 5),
diera a Augusto: “Lo has hecho tan grande que debes hacerlo tu yerno o hacerlo
morir”.
Julia apenas tenía
dieciséis años y su segunda boda podía dar a Augusto los nietos que esperaba.
Pero ¿qué marido escoger? ¿Quién haría de nuevo el papel de heredero designado?
Druso, segundo hijo de Livia, no tenía sino dieciséis años, Tiberio era el
yerno o futuro yerno de Agripa: romper tal unión y elegir a Tiberio hubiera
irritado a Agripa... Unicamente la elección sugerida por Mecenas era
políticamente posible. Cierto que Agripa estaba casado en segundas nupcias con
Marcella Maior, hermana mayor de Marcelo, pero no tenían sino hijas; la madre,
Octavia, cedió a instancias de Augusto y aceptó el divorcio de su hija: Agripa,
vuelto a Roma en el 21, desposó a Julia. Tenía igual edad que Augusto y habría
podido ser el padre de su mujer, pero semejante desproporción de edades no era
rara. En el 20, les nació un hijo —Cayo—; una hija —Julia, a la que llamamos II
para distinguirla de su madre—, a comienzos del 18; un segundo hijo —Lucio—, en
el primer semestre del 17; una segunda hija —Agripina, a la que llamamos Mayor—
nació en el 13, y un tercer hijo —Agripa “Postumo”—, en el 12, tras la muerte
de su padre. Durante esos nueve años, el prestigio de Agripa no dejó de
acrecerse a ojos de todos: en el 18 recibió la potestad tribunicia por cinco
años —y le fue renovada en el 13—; en el 17 fue asociado a Augusto para
organizar y presidir los Juegos Seculares. Julia lo acompañó en su viaje a
Oriente del 17 (?) al 13. Ea todas partes los esposos recibieron los honores
que las Ciudades de
Siempre el prestigio de
Augusto...— No quedaba por ello menos atado el régimen a la persona de Augusto.
Para asegurar mejor su perennidad, Augusto precisaba proseguir la política
interior que había aplicado desde los años 29-27: reforzar su prestigio, evitar
o reducir la oposición y aumentar su control sobre las instituciones.
Del 27 al 25, Augusto
había perseguido reforzar su prestigio militar intentando someter a los astures
y los cántabros: no había sido un éxito, pues la enfermedad le obligó a
quedarse en Tarraco, base alejada de las operaciones, y sus legados no habían
logrado resultados definitivos. Cuando el Senado le ofreció el triunfo, Augusto
lo rehusó: acaso temió que el triunfo provocase comparaciones con los últimos
procónsules que habían luchado en vano contra esos mismos adversarios, C.
Calvisio Sabino y Sexto Apuleyo, que habían celebrado triunfos de compromiso el
26 de mayo del 28 y el 26 de enero del 26; el verdadero vencedor fue, una vez
más, Agripa en los años 20-19, pero éste renunció a celebrar sus victorias con
triunfos, que hubieran sido justificados, pero que hubiesen subrayado
fuertemente la mediocridad militar del princeps. Para celebrar los éxitos
logrados por sus lugartenientes, Augusto se contentó, en adelante, con asumir
de nuevo el título de imperator, por séptima y octava veces (por ejemplo, en el
25); tales victorias, en efecto, eran suyas, puesto que habían sido obtenidas
auspiciis suis (bajo sus auspicios), pero eran victorias sin riesgo para su
reputación; si se producían fracasos, la responsabilidad la asumían únicamente
los generales. Los procónsules, por su parte, tenían cada vez menos ocasiones
de combatir a medida que el reparto provincial decidido en el 27 daba sus
frutos: ninguno recibió el triunfo después de Apuleyo, excepto dos procónsules
de Africa: L. Sempronio Atratino, en el 21, y L. Cornelio Balbo, en el 19.
“Fortuna Redux” y “Pax
Augusta’’.— Augusto había descubierto otro ámbito en el que no podía tener
rivales: el religioso. Desde hacía mucho tiempo, había acumulado todos los
grandes sacerdocios con la única excepción del sumo pontificado, aún en manos
de Lépido, relegado en Circeii y a quien hacía ir a Roma de vez en cuando,
probablemente para la celebración de ciertas ceremonias y no sin aprovecharse
de tales ocasiones para mofarse de él. En el 17, el príncipe dirigió, a título
de magister de los quindecemviri sacris jaciundis, la celebración de los Juegos
Seculares, secundado por Agripa, miembro del mismo colegio. Hacía mucho que sus
triunfos habían hecho nacer la idea de que los dioses lo protegían
especialmente, pero tal protección no fue oficialmente subrayada hasta el 19,
cuando el Senado decidió celebrar su regreso, tras su larga ausencia de tres
años, mediante la erección de un altar a Fortuna Redux (la Fortuna que asegura
el regreso), altar sobre el que los pontífices y las vestales ofrecerían,
anualmente, un sacrificio de aniversario. En el 13, a la vuelta de su largo
viaje a la Galia y a Hispania, el Senado tomó una decisión análoga, pero el
altar fue un monumento mucho más importante, erigido en el Campo de Marte y
dedicado a la Paz Augusta (ara Pacis Augustae): era difícil no colegir que Roma
debía esa paz a Augusto.
Augusto, sumo pontífice.—
Finalmente, Lépido murió en el año 13 o a comienzos del 12. Los comicios
especiales que habían de designarle sucesor se reunieron el 6 de marzo del 12;
una multitud como jamás se había visto, llegada de toda Italia, fue a Roma para
elegir a Augusto. El sumo pontificado, primera gran dignidad recibida por
César, había sido una de las bases fundamentales de su ascenso: pareció, así,
que Augusto recobraba un cargo que le correspondía casi a título de herencia.
Incluso en la propia Roma ello fue una etapa particularmente importante en la
evolución que, poco a poco, lo acercaba a los dioses y, en consecuencia, lo
elevaba por encima de los hombres: desde el inicio de su sumo pontificado
restauró las capillas de los Lares Compítales (Lares de las encrucijadas) y
colocó entre las dos estatuillas geminadas de esos dioses la de su genius (es
decir, la suya).
La “nobilitas”.— La crisis
del 23 había, probablemente, mostrado la posibilidad de un acercamiento,
dirigido contra el princeps, entre miembros de la antigua nobilia captados por
el régimen y algunos de sus partidarios que le debían su carrera pero que,
ahora, se consideraban miembros de la nobilttas y, por tanto, estaban prestos
a adoptar la misma actitud reticente. Era prudente proseguir no sólo la vieja
política de domesticaciones individualizadas, sino incluso la de domesticación
colectiva practicada cuando menos desde los años 29-27.
La excepcional factio
senatus del 28 no había bastado para devolver al Senado su dignidad
tradicional. Por ello, sin duda, en el 22 fueron elegidos dos censores, L.
Munacio Planeo y Paulo Emilio Lépido. Munacio Planeo era quien había propuesto
dar a Octavio el cognomen de Augustus, y en cuanto a Paulo Emilio Lépido era un
patricio que se había declarado partidario de Octavio al día siguiente mismo
de las proscripciones, porque el triunviro Lépido, su tío, había hecho
inscribir a su padre en la lista de proscritos. Podía pensarse que ambos
llevarían a cabo una nueva depuración, de modo que quedasen plenamente
satisfechos Augusto y los senadores o, al menos, aquéllos a quienes mantuviesen
en el album senatus, pero su designación tenía, a la vez, valor simbólico:
desde la dictadura de Sila no había habido censores sino cuando las
instituciones republicanas parecieron funcionar normalmente, en los años
70-69, 65-64, 55-54 y 50-49; la guerra civil había interrumpido brutalmente las
actividades de los censores en 50-49; que hubiera censores de nuevo significaba
que la República, decididamente, seguía existiendo. La elección del año
sorprende, pues no
Algo más grave: los Fastos
epigráficos de Colotium mencionan a los dos censores añadiendo que “no hicieron
el lustrum” es decir, que no celebraron la gran ceremonia de purificación
religiosa con la que hubieran debido clausurar sus trabajos. Dión (LIV, 2, 2)
concreta su causa: el estrado que se había dispuesto para el ejercicio de sus
funciones se hundió en el mismo instante en que subieron a él por vez primera.
Para Dióa, que no era romano y escribía dos siglos después del acontecimiento,
era el presagio de que se trataba de los dos últimos particulares que iban a
ejercer la censura; según la mentalidad romana, la interpretación era otra: era
un prodigio que ponía de manifiesto la desaprobación de los dioses y, por esta
causa, los censores dimitieron de inmediato. Augusto se encargó de desempeñar
parcialmente su tarea, pero nada más que en el año 18, negándose a aceptar la
cúratela de las leyes y las costumbres coa plenos poderes que el Senado y el
pueblo le ofrecían, ya que ello no hubiera sido conforme con el mos maiorum; se
apoyó únicamente en su potestad tribunicia (RG, 6, 1-2). Tomó algunas
decisiones de signo moralizador y llevó a cabo una lectio senatus que dejó el
número de senadores en 600; tras disolver el Senado, designó a 30 senadores que
cooptaron a otros 30; después, esos 60 cooptaron a otros tantos proponiendo a 5
por escaño, entre los que se sorteó cada plaza, pero hubo fraudes, de modo que
Augusto terminó por designar él mismo a los 600 miembros. Pudo llegar a hablar
de dejarlo en 300, cupo tradicional hasta Sila, pero ello hubiera suscitado
demasiados rencores. Por el contrario, el retorno a los 600 debería agradar a
la nobilitas; al igual que otras dos reformas que tuvieron, enseguida,
importantes consecuencias.
Laticlavio, angusticlavio.—
El clavus (barra) era una banda de púrpura que caballeros y senadores llevaban
verticalmente en el delantero de su túnica como signo distintivo. El de los
caballeros era estrecho (angustus clavus), y el de los senadores, ancho
(latus clavus). Tras el asesinato de César se habían producido abusos: los
jóvenes aspirantes al ingreso ea el Senado, hijos de senadores o de simples
caballeros, habían empezado a llevar la latidavia expresiva de su ambición.
En el 18, o quizás algo
más tarde, Augusto reglamentó su uso por los jóvenes, reservándolo a los hijos
de senadores, que pudieron llevarlo desde que tomaban la toga viril, a los
diecisiete años aproximadamente, y que fueron autorizados, a la vez, a asistir
a las sesiones del Senado como oyentes, a fin de que se iniciasen en los
asuntos de Estado, lo que era una vieja tradición. Estos hijos de senadores
siguieron, empero, teniendo consideración de caballeros y compartiendo con
éstos ciertas funciones civiles y militares.
Creación de un censo
senatorio.— Hacia la misma época —entre el 18 y el 13 a. C.— se instituyó un
censo especial para los senadores, de
La exigencia de este censo
suscitó algunas dificultades, pues un buen número de descendientes de familias
nobles no lo poseían y ya habían tenido que renunciar a ejercer las
magistraturas demasiado dispendiosas, como la edilidad, y, por consiguiente, a
proseguir el cursus honorum. Así, sin duda, se explica que inicialmente el
censo quedase en 800.000 sestercios; parece que Augusto hizo una nueva lectio
senatus en el 13 para la que se exigió el censo de un millón, pero acudió en
ayuda de ciertos nobles en dificultades, dándoles el dinero necesario para
alcanzarlo; a algunos llegó a darles 1.200.000 sestercios, lo que ha hecho
creer que el censo senatorial había sido elevado a esa cifra y rebajado, luego,
a un millón. En el 5 d. C., una ley presentada por los cónsules Valerio Mésala
y Cornelio Cinna dio a los senadores y a ciertos caballeros el derecho de realizar
una primera elección entre los candidatos al senado y a la pretura.
Apariencias y realidades.—
El Senado deliberaba por lo general bajo la presidencia de los dos cónsules y
sin la de Augusto, ya que se encontraba con gran frecuencia fuera de Roma. Así
quedaban las apariencias más salvas de lo que lo habían estado entre el 26 y el
23, aunque no dejaban de ser apariencias. El príncipe era, más o menos, el
dueño de las magistraturas y, por ende, del Senado, ya que, de desearlo,
designaba a una parte de los magistrados cuya elección no era sino mera
fórmula. Lo empleaba con reserva, pero cuando un hombre político pretendía
actuar con independencia sabía desplazarlo rápidamente, como fue el caso de
Egnacio Rufo, que había logrado gran popularidad al organizar, durante su
edilidad, una seria lucha contra los incendios que devastaban Roma con excesiva
frecuencia, y que creyó poder hacerse elegir cónsul en el 19 sin el aval del
príncipe: acusado de haber conspirado contra su vida, fue arrestado y
ejecutado. Incluso en ausencia de Augusto y de Agripa, la República estaba en
libertad vigilada. Mecenas ya no parece que contase mucho, pero otros leales
permanecían en Roma y, en particular, Tito Estatilio Tauro, que fue nombrado
prefecto urbano en el 16, cuando Augusto partió para Occidente.
Para ausentarse de Roma y
de Italia, los senadores debían solicitar autorización, ya no a sus colegas,
como antaño, sino al príncipe: a decir verdad, la medida databa quizás del 28;
no sabemos cuándo se extendió a Sicilia y Narbonense la dispensa de esta
solicitud de autorización.
La nobilitas aceptaba las
medidas que reforzaban su prestigio social, pero tenía conciencia de su mengua
política. Cuando Agripa, cuya potestad tribunicia acababa de ser renovada por otros
cinco años en el 13, cayó repentinamente enfermo y murió en el 12, los grandes
nobiles se abstuvieron de asistir a los juegos funerarios que Augusto ofreció
a los manes del difunto; lo que es más, los jóvenes miembros del ordo senatorias
se negaron frecuentemente a presentarse a las magistraturas inferiores,
alegando, llegado el caso, carecer del censo necesario.
Tiberio casa con Julia.—
En el año 12, Cayo César tenía ocho de edad: largos años transcurrirían aún
antes de que pudiera desempeñar una función oficial y aparecer como un sucesor
válido; su hermano menor, Lucio, tenía tres años menos. A sus cincuenta y uno,
Augusto, de nuevo, tenía que buscar un colaborador que, llegado el caso,
pudiera hacerse cargo de la sucesión para transmitirla a los niños: era lógico
que tal personaje tuviese, a su vez, un vínculo de parentesco directo con
ellos, convirtiéndose en su padrastro. Según Suetonio, Augusto tuvo sus dudas,
pero ahora se imponía una personalidad: la del mayor de sus hijastros, Tiberio,
quien, por sus campañas en Oriente desde el 20 a. C., en Retia, y en el Nórico,
en el 15, se había revelado como el más brillante de los jóvenes generales del
Imperio, un nuevo Agripa, hasta el punto de que, en el 12, Augusto lo envió a
reprimir el alzamiento que había estallado en Panonia, cuando los bárbaros
supieron que su vencedor había fallecido. Tiberio tenía dos ventajas respecto
de Agripa: tenía veinte años menos y, en lugar de ser un advenedizo de oscuro
origen, Tiberio Claudio Nerón pertenecía a una de las más prestigiosas gens de
la nobilitas; Augusto prefería a su siguiente hermano, Druso, pero Tiberio fue,
a un tiempo, apoyado e impelido, sin duda, por su madre, Livia.
Tiberio era yerno de
Agripa, y su mujer, Vipsania, ya le había dado un hijo—al que los
historiadores modernos llaman Druso II, para distinguirlo de su tío— y
esperaba un segundo, que no vivió. El fallecimiento de Agripa había hecho
desaparecer el obstáculo “político” al repudio de Vipsania; pero quedaba otro:
el amor conyugal, del que los nobles romanos no se ocupaban apenas en sus
combinaciones matrimoniales, pero que, así y todo, surgía en ocasiones, como
antaño entre Pompeyo y otra Julia, la hija de César. Tiberio amaba a su mujer:
a decir verdad, acaso se dio cuenta de ello, sobre todo, cuando ya no le
pertenecía, pero Julia le había turbado profundamente con ciertos
atrevimientos, según parece aún en vida de Agripa. ¿Había, quizás, adivinado
que su marido ocultaba algún mal tras su aparente fortaleza? En todo caso,
Julia debió de procurar enseguida vencer la resistencia de Tiberio y
restablecer una situación que la desaparición de su marido había desmoronado.
Tiberio
En ese momento, Tiberio
pidió inopinadamente un retiro. Augusto y Livia intentaron, en vano, oponerse;
mantuvo, incluso, una huelga de hambre durante cuatro días. Finalmente, pudo
dejar Roma y se fue a Rodas, donde vivió como simple particular. Desde la
Antigüedad nos preguntamos cuáles fueron las causas de esta brusca partida: se
ha invocado su desacuerdo con Julia, que es seguro, sin que pueda saberse en
qué momento estalló; en realidad, habían vivido juntos muy poco desde su boda a
causa de los mandos confiados a Tiberio. Tiberio mismo, acto seguido, alegó,
sencillamente, la difícil posición en que se hallaba respecto de Cayo César:
en el año 7 a. C., éste había cumplido trece años; al tener que volver Tiberio
apresuradamente a Germania nada más celebrado su triunfo, Cayo lo sustituyó,
junto al otro cónsul, Cneo Calpurnio Pisón, en la presidencia de los juegos
celebrados por el regreso de Augusto, que venía de la Galia y, sobre todo, de
la Cisalpina, que no había abandonado desde el año 11 para dirigir las
operaciones de sus legados y, en particular, del mismo Tiberio; más aún, el
Senado, en el 6 a. C., había propuesto hacer elegir cónsul a Cayo: Augusto lo
había rechazado, pero le concedió un sacerdocio —el pontificado— y lo autorizó
a sentarse entre los senadores en los juegos y en los banquetes públicos,
aunque Cayo aún no había tomado la toga viril; además de estas distinciones
oficiales, ambos hermanos eran ya tratados como presuntos herederos y ellos
mismos se tenían por tales y lo hacían notar. Corrió el rumor de que Tiberio
tramaba una conjura contra ellos: su exilio despejó la cuestión; cuando su
potestad tribunicia llegó a su conclusión oficial, el 1 a. C., no le fue
renovada.
Los “príncipes de la
juventud”.— El 5 a. C., Cayo fue designado para ejercer el consulado en el año
16. C. y los caballeros romanos lo proclamaron “príncipe de la juventud”. Lucio
recibió iguales honores tres años más tarde. Este título de “príncipes de la
juventud” se inventó para ellos y no les daba ningún poder particular, pero su
sentido era claro para todos: es el que Ovidio definió para Cayo en su Arte de
amar, publicado probablemente el 1 a. C. (I, 194): “Ahora es el Príncipe de los
jóvenes y luego lo será de los mayores.”
Ahora ya se sabe qué
sentido tomaba la palabra princeps... El 3 a. C., los habitantes de Paflagonia,
anexionada en el 6-5 a. C., y los romanos “que tenían allí sus negocios” —según
una vieja formula que
La catástrofe que se
abatió sobre Julia el 2 a. C. no afectó a la posición de los dos Césares, ese
mismo año, Lucio revistió la toga viril, fue proclamado príncipe de la juventud
y designado para ejercer el consulado en el año 3 d. C. Las distinciones a Cayo
dejaron de ser meras formas; Augusto lo llamó para integrarse en el consejo
imperial en el año 4 a. C. y lo envió a Oriente en el 1 a. C. con un imperium.
proconsular maius: Cayo se convertía así, a su vez, en el ayudante de su padre
adoptivo sia dejar de estar sometido a su auctoritas, la necesidad de prever un
interregno desaparecía. Lucio, a su vez, partió tres años más tarde, pero
hacia Hispania; murió en Marsella durante su viaje, el 20 de agosto del 2 d. C.
Durante año y medio, Cayo fue único heredero del Imperio, pero fue herido ea
una emboscada en Armenia y no se restableció: murió el 21 de febrero del año 4
d. C., en Asia Menor, durante el viaje de regreso. La desaparición sucesiva de
ambos herederos en fechas tan seguidas trastornó al imperio; en todas partes
se alzaron monumentos ea su memoria, altares o templos: la “Maison rerréó” de
Nimes fue uno de ellos. Tal emoción parece que fue sincera y ello muestra cuán
profundo había llegado a ser el sentimiento monárquico.
De nuevo, Tiberio...— Augusto veía, de nuevo, hundirse sus esperanzas y, sin embargo, necesitaba
asegurar la perennidad de su obra; como tenía ya sesenta y siete años, estaba
obligado a tomar rápidamente una decisión cuyas consecuencias pudieran operar
en breve plazo si llegaba el caso. Quedaban dos jóvenes de su sangre que
parecían responder por su edad a tales necesidades. Agripa Postumo, el último
hijo de Agripa y Julia, tenía dieciséis años, lo que era insuficiente aún, y no
parecía bien equilibrado. Germánico era sobrino-nieto de Augusto por línea
femenina, como Octavio lo había sido de César, pues su abuela era Octavia y su
madre, Antonia minor, la segunda hija que Octavia había tenido de su matrimonio
desdichado con Antonio; los hijos de Germánico serían los bisnietos de Augusto,
pues serían también hijos
Tres años más tarde,
Augusto revocó la adopción de Agripa Postumo, a causa de su estado mental, lo
que aclaraba la situación, pero sólo en apariencia, puesto que, como Tiberio
había tenido un hijo de su matrimonio con Vipsania, Druso (II), era inevitable
que viese en él a su propio sucesor y, por consiguiente, inevitable que
surgiese una rivalidad entre Germánico y Druso (II), aunque no se haría visible
hasta el reinado de Tiberio. Esta vez ningún fallecimiento inesperado vino a
turbar el orden de sucesión establecido y parece que la colaboración entre el
emperador y su nuevo segundo se desarrolló sin nubarrones serios hasta la
muerte de Augusto, diez años después.
El prestigio del
príncipe.— El prestigio del príncipe mismo se imponía a todos sin que fuese
preciso acumular sobre su cabeza nuevos honores.
Hasta el 12 a. C. recibió
once salutaciones imperatorias y aún había de sumar otras nueve o
diez, pero eso ya no llamaba la atención; empero, en Roma e Italia, la opinión
popular estimaba profundamente los beneficios indiscutibles del régimen, y
muchos nobiles tampoco eran insensibles a ello. Hacia finales del 3 a. C., se
produjo un movimiento popular para proclamar a Augusto Pater Patriae (Padre de
la Patria): una delegación de la plebe romana acudió a ofrecerle el título y,
luego, como lo rehusara, toda la multitud asistente a un espectáculo que estaba
presidiendo lo aclamó como tal; por fin, el 5 de febrero del 2 a. C., Valerio
Mésala lo saludó de ese modo en nombre del Senado, unánime. Augusto dio las
gracias llorando: “Están mis deseos colmados, Padres
Suetonio transcribe las
propias palabras del príncipe, cuya emoción se comprende, pues la arenga de
Mésala, que siempre había dado pruebas de verdadera independencia, parecía
querer decir que, tras cerca de treinta años de reinado, había, finalmente,
superado las últimas reticencias de la nobilitas. Pero era una ilusión, como
iba a demostrar enseguida un asunto misterioso.
Un asunto misterioso.— Ya
no era posible una oposición seria. No quedaban sino las frases ingeniosas y
los panfletos, a veces verdaderas obras literarias, pero cuya difusión, de por
sí restringida a causa de las técnicas libreras, era fácil limitar. Quedaban,
también, las conjuras contra la vida del príncipe, cuyo fallecimiento hubiera,
sencillamente, desencadenado el mecanismo sucesorio previsto por él; pero los
enemigos de un régimen personalista creen fácilmente que la desaparición de la
persona acarreará la del régimen. Conocemos aún peor estas conjuras que las
del período precedente; Corneille hizo célebre la de Cn. Cornelio Cinna Magno,
un nieto del gran Pompeyo, en su obra Cinna o la clemencia de Augusto, pero si
el personaje existió en verdad y fue cónsul el año 5 d. C., las informaciones
dadas por Séneca (De clementia, 1, 9, 10) y Dión (LV, 14) sobre su conjura no se
complementan bien y queda la pregunta de si Cinna no fue víctima de una
acusación falaz.
Desde luego más
importante, pero igualmente misterioso, es el asunto de Julia. En el 2 a. C.
fue acusada de inmoralidad por su mismo padre y padeció, en la isla de Pandataria,
una de las islas Pónzicas, frente a la costa del Lacio, un confinamiento cuyas
condiciones lo hicieron una auténtica prisión; sus cómplices fueron desterrados
y el principal de ellos, Julo (Iullus) Antonio, condenado a muerte. De hecho,
todo esto no se sostiene. Que Julia, tras la partida de Tiberio, tuviera
amantes es seguro, pero es difícil admitir que los reuniese para vulgares
orgías por la noche, en pleno Foro, al pie de los Rostro, coronando la estatua
de Marsias que se alzaba allí y que, desde hacía largo tiempo, se había convertido
en símbolo de la libertad; también es del todo singular que los hubiera
escogido en un restringido círculo de nobiles a quienes el régimen no había
impedido recorrer el cursus honorum, pero cuya mayoría tenía razones personales
para odiar al príncipe o, al menos, para añorar particularmente la República.
Julo Antonio había sido
cónsul el 10 a. C. y, más tarde, procónsul de Asia, pero era hijo de Antonio y
Fulvia, y en el 30 a. C., en Alejandría, su hermano mayor, Antilo, había sido
arrancado de los pies de la estatua de César para ser ejecutado; el patricio
Apio Claudio Pulcro era, asimismo, hijo de Fulvia, aunque de su boda anterior
con el famoso P. Clodio, el enemigo de Cicerón; un Sempronio Graco era, quizás,
tribuno de la plebe ese año; y también había un Cornelio Escipión. Es muy
posible que Dión apunte la causa exacta de esta conjura cuando declara que Julo
Antonio se había hecho
amante de Julia para acceder a la monarquía: para lo cual había que hacer
desaparecer a Augusto antes de que Cayo y Lucio Césares estuviesen en edad de
recoger su sucesión... ¿Participó Julia en una conjura semejante para
reconquistar el lugar que la muerte de Agripa, primero y, luego, el alejamiento
de Tiberio le habían hecho perder? Los historiadores modernos responden
afirmativamente de buen grado. Diez años después, su hija mayor y homónima fue
a su vez extrañada a una isla por adúltera, pero ea esa ocasión tal fue el
motivo verdadero de la condena, y la pena se aplicó de modo mucho meaos rudo:
otro argumento que incita a pensar que la falta de la madre fue mucho más grave
que la de la hija y, en suma, de otra clase; el marido de Julia (II), L. Emilio
Paulo, cónsul el 1 d. C., que coaspiró también contra el príncipe, aunque no
sabemos bien ea qué fecha, fue ejecutado, pero su mujer no parece haber estado
implicada en el asunto.
Otro asunto misterioso.— A
finales del mismo año ea que Julia (II) fuera confinada a una isla, el poeta
Ovidio lo fue al confín del Imperio, a Tomis (hoy, Constanza). El motivo
invocado fue la inmoralidad de su Arte de amar, pero eso no fue sino ua
pretexto, puesto que lo había publicado hacía mucho tiempo, probablemente en el
año 1 a. C. En sus Tristes y en sus Pónticas, el poeta hace muchas alusiones
directas a la causa verdadera del enojo de Augusto, pero es imposible traspasar
con seguridad el velo con que la rodea; la hipótesis más verosímil, aunque no
probada, es la de que Ovidio habría participado ea una sesión adivinatoria,
quizás neopitagórirc, para saber si Germánico sucedería a Augusto. Lo que, por
el contrario, es seguro es que Ovidio fue confinado a Tomis sia juicio, por un
simple edicto del príncipe. Alentado por su familia, Ovidio tuvo en su
juventud, por un instante, la ambición de recorrer el cursus honorum y llevó el
latus clavus, pero renunció muy pronto para consagrarse a la poesía y se
contentó con el angustus clavus, su ejemplo mostraba claramente que no bastaba
con quedarse al margen, de la vida política activa para escapar a la vindicta
de un príncipe que, en el fondo de sí, no estaba plenamente seguro de su poder.
Sin embargo, el tiempo
hacía su tarea y la monarquía era cada vez mejor aceptada: incluso algunas de
las conjuras lo atestiguaban, ya que su objetivo era no tanto restablecer la
República cuanto cambiar al monarca, si es cierto que Julo Antonio y Julia
habían querido sustituir a Augusto y Livia y que Cinna había tenido parecida
ambición.
Decadencia del consulado y
los comicios.— Tras el oscuro y trágico año 23, que vio, sucesivamente, al
cónsul Varrón Murena condenado por conspirar contra el príncipe y a éste
abdicar del consulado, la magistratura suprema había funcionado normalmente;
es decir, que dos cónsules, en funciones desde el 1 de enero, habían ejercido,
por lo general, durante todo el año; no había habido cónsules sufectos sino en
el 19 y en el 16 —uno ea cada caso— y tres en el 12 a. C. Súbitamente, a partir
del 5 a. C., la proporción se invirtió: sabemos de dos sufectos para casi todos
los años entre el 5 y el 14 y, para los años en que no consta o en que sólo
EL- EL príncipe: por encima de los hombresLos nombres del PríncipeEl estudio de la vida
política y de las instituciones no basta para explicar el establecimiento del
régimen imperial y su duración: hay, además, que tener en cuenta un factor
imponderable, de naturaleza religiosa. Los politeísmos antiguos, cuyas
divinidades se asemejaban tanto a los hombres, ofrecían por eso mismo una
posibilidad que los dueños del poder utilizaron a menudo para reforzar su
prestigio a ojos de sus contemporáneos: la de acercar los hombres a los dioses.
Los grandes imperatores romanos de finales de la República no habían dejado de
utilizarla. Sila se calificó a sí mismo de felix (bienaventurado),
lo que significaba que era beneficiario de una suerte excepcional debida al
favor de la divinidad. Pompeyo había tomado el cognomen de Magnus, cuando el
Júpiter del Capitolio, principal protector del Estado romano, era Maximus, su
hijo Sexto se había denominado “Hijo de Neptuno” mientras que Antonio se había
calificado de “Nuevo Dioniso”, si bien es cierto que en Oriente. Más
nítidamente aún, César había recordado que la gens Iulia descendía de Venus,
ancestro del pueblo romano, y nunca había dejado de dar a entender que había en
él algo que era más que humano; por último, se había convertido oficialmente en
Divus Iulius, quizás desde finales de su vida y, en todo caso, tras su muerte:
había, incluso, quien lo vio subir al cielo bajo el aspecto de un cometa...
Su hijo adoptivo cuidó de
no olvidar esta herencia, si bien puso en su recogida toda la prudencia que
imponían las circunstancias. Como era
Imperator era el título
con que los soldados romanos saludaban a su general de resultas de una gran
victoria. Octavio fue saludado así por sus tropas el 16 de abril del 43,
durante la guerra de Módena, pero César se había distinguido probablemente de
los demás imperatores utilizándolo como nombre personal al final de su vida.
Como un hijo adoptivo tomaba el nombre de su nuevo padre, Octavio no dejó de
hacer otro tanto: los Fastos triunfales lo llaman ya Imperator Caesar con
ocasión de la ovatio que recibiera en el 40, aunque Suetonio y Dión pretenden
que el Senado no le confirió tal derecho hasta el año 29. Este título, de por
sí, no otorgaba ningún derecho particular, pero se vinculaba, en las mentes, a
la idea de la victoria y del triunfo. Ya siguiera un ejemplo dado por César, ya
hubiera innovado tomándolo como prenombre, Octavio se presentaba, pues, como
el imperator por excelencia, como alguien que por sí mismo tenía vocación de
mando y de victoria; a partir del 27 fue, de nuevo, aclamado imperator cuando
los ejércitos romanos obtuvieron victorias: acumuló, así, veintiuna
“salutaciones imperiales”, ya que esas victorias se obtuvieron “bajo sus auspicios”.
Algunos miembros de la familia imperial recibieron ese honor —Agripa, Druso,
Tiberio, Cayo César—, así como, en el 3 o el 4 d. C., el procónsul de Africa,
L. Pasieno Rufo, por causas que se nos escapan, aunque tenía vínculos con la
familia imperial; pero para ninguno imperator se convertiría en nombre propio.
Durante mucho tiempo, los mismos sucesores de Augusto no se atrevieron a retomarlo,
tan cargado de sentido parecía: en efecto, en el siglo I a. C., la victoria
había cobrado una considerable importancia en la mentalidad romana; antaño se
pensaba que era la recompensa a la piedad de la Ciudad entera para con los
dioses; ahora se atribuía, mejor, a la virtus y a la felicitas del general,
siendo la virtus a un tiempo su valor personal y sus capacidades militares, y
la felicitas, la fortuna debida a la particular benevolencia de los dioses para
con el jefe; al tomar Imperator como nombre, Augusto había proclamado, más
claramente aún que Sila Felix, que era beneficiario permanente de tal benevolencia,
lo que no podía ser cosa de un hombre ordinario y lo aproximaba a los dioses
que se la otorgaban.
Augustus.— La inscripción
de su nombre en el cántico de los Salios, junto al de los dioses, en el año 29,
iba en igual dirección, pero su repercusión era necesariamente limitada; la
atribución del cognomen de Augustus del 16 de enero del 27 tuvo importancia muy
diferente, ya que, en lo sucesivo, apareció doquiera figurase el nombre del
príncipe, en los documentos oficiales, en las inscripciones, en las monedas, en
los textos privados; su carácter religioso, sobrehumano, se manifestaba mejor
aún en su traducción griega que aludía más claramente a la
Según el uso romano, las
inscripciones presentaban, tras el nombre de un individuo, la enumeración más o
meaos completa de las funciones que había desempeñado. Había siempre otros
personajes consulares y otros imperatores que el emperador y estaban,
además, los diez tribunos de la plebe, pero ninguno podía enorgullecerse de
tal número de títulos prestigiosos: al final de su vida, Augusto había sido
trece veces cónsul, había sido aclamado veintiuna como imperator y había
asumido treinta y siete veces la potestad tribunicia desde el 1 de julio del
23. En el año 2 a. C., el Senado, los Caballeros y el Pueblo le habían hecho
aceptar el título, aún más prestigioso, de “Padre de la Patria”, creado
especialmente para él.
Hacia la divinizaciónAugusto, faraón-dios.— En
las paredes del templo egipcio de Ombo (Kom Ombo, río abajo de Asuán), la
procesión de los dioses Nilo, símbolos del río y de su crecida, avanza hacia el
faraón para presentarle las ofrendas a las que, según la tradición egipcia,
tenía derecho: el faraón-dios, “señor de las Dos Tierras” (el Alto y el Bajo
Egipto), es Augusto. Era preciso, en efecto, que hubiese siempre ua faraón para
que, en su nombre, los sacerdotes pudieran llevar a cabo las ceremonias diarias
de culto divino; y Egipto, desde hacía mucho tiempo, había adquirido la
costumbre de considerar como tales a sus dueños extranjeros, pero ese aspecto
de las tradiciones egipcias ao podía teaer influencia en el exterior. Los
Lágidas también habían sido faraones-dios para sus súbditos indígenas y
también se habían hecho rendir culto en vida por sus súbditos griegos,
particularmente, en Alejandría, pero a Octavio le hubiese sido difícil recoger,
sobre este punto, una herencia que probablemente Antonio había intentado asumir
al pretender ser ua “Nuevo Dioniso”.
En Asia, Siria y Fenicia.—
Los cultos que los griegos de Asia empezaron a rendir a Octavio tuvieron, por
el contrario, gran resonancia: estuvieron ea el origen de los cultos a
Augusto, que iban a multiplicarse por todo el Imperio. Su historia está aún
envuelta en muchas oscuridades, sobre todo desde el punto de vista cronológico,
pero el descubrimiento de nuevas inscripciones la ilumina poco a poco.
Los cultos a Octavio
instaurados en Pérgamo y en Nicomedia eran cultos provinciales que fueron,
probablemente, confiados desde el comienzo a sacerdotes, el Asiarca y el
Bitiniarca, cuyos títulos subrayaban su carácter; ellos presidieron igualmente
los cultos de Roma y del Divus Iulius instaurados en Efeso, para Asia, y en
Nicea, para Bitinia. Eran elegidos anualmente por una asamblea de delegados de
las Ciudades de la
El primer gran sacerdote
del culto imperial provincial en Siria fue un tal Dexandro, a quien Augusto
había reconocido como “amigo y aliado del Pueblo romano”, lo que significa que
pertenecía a una de las familias de dinastas que habían ejercido una auténtica
soberanía sobre una parte de Siria, gracias al hundimiento del poder de los
Seleucidas.
También hubo cultos
municipales. Uno de los más antiguos fue el de Afrodisia de Caria, cuya divina
patrona era Afrodita/Venus, el mitológico ancestro de la Gens Iulia.
En Fenicia conocemos
cultos municipales a Augusto en Arados y en Tiro: en Tiro se celebraron durante
todo el Imperio unas Aktia, fiestas creadas en recuerdo de Accio o a las que
se dio tal sobrenombre, pues quizás se celebraban con anterioridad en honor del
antiguo patrono divino de la Ciudad, el Melqart, que los griegos asimilaban
con Hércules.
En Caria, una inscripción
del año 1 a. C. menciona a un sacerdote de Roma y Augusto, en Nisa del Meandro.
Más aún, en Paflagonia, la inscripción de Gangras, fechada en el 3 d. C.,
habla de los sebasteia de la región, cada uno de los cuales tenía un altar de
Augusto: esos lugares de culto parece que fueron numerosos y, sin duda, uno, al
menos, por Ciudad.
En cuanto al Oriente
helenístico, estos cultos eran banales: muchos reyes y, luego, promagistrados
romanos los habían recibido, e incluso en vida de Augusto cultos similares se
rindieron a miembros de su familia, como por ejemplo a Julia y a Agripa; pero
los cultos de Augusto tuvieron una amplitud sin precedentes y, sobre todo, iban
a ser imitados en Occidente, lo que fue una novedad de inmensa importancia.
En Hispania.— En el 27 a.
C., o poco después, la Ciudad griega de Mitilene, en la isla de Lesbos, había
decidido erigir un templo a Augusto, asignarle un sacerdote, dedicarle juegos
semejantes a los que se ofrecían a Zeus y llevarle su decreto mediante una
embajada que alcanzó al príncipe en Tarraco, desde donde dirigía la guerra
contra los cántabros. Probablemente, la llegada de esta embajada incitó a los
ciudadanos de Tarraco a dedicar igualmente un altar a Augusto, en el cual
ocurrió de inmediato un milagro, ya que una palmera —o un laurel— brotó sobre
él: los tarraconenses acudieron a anunciarlo solemnemente al emperador, que
simuló chancearse; pero, bajo Tiberio, unas monedas celebraron el milagro.
Otros altares le fueron
dedicados, en vida, en Hispania: en Emérita, colonia que él fundara para los
veteranos, y en el noroeste, en donde, sin embargo, no había ciudad. Había
cultos provinciales a Augusto, bajo Tiberio, en Tarraconense y Lusitania,
provincias imperiales. ¿Datan, quizás, de finales del reinado de Augusto? Su
organización fue
¿Utilización de una
tradición indígena?.— Cuando el Senado atribuyó a Octavio, el 16 de enero del
27, el cognomen de Augustus, un tribuno de la plebe, M. Ampudio, proclamó que
“se le consagraba según la costumbre de los íberos” y exhortó a los senadores
a hacer otro tanto. Como Augusto se opusiera, Ampudio salió de la Curia e
intentó imponer tal cosa a la multitud; se trataba de prestar juramento de
vivir y morir con el jefe al que de tal modo uno se vocaba, exaltada fidelidad
conocida en muchas sociedades bárbaras: el vínculo que unía, por ejemplo, a los
jefes galos con sus ambacti parece que fue de esa clase. Ello no hacía del
jefe un dios, pero, así y todo, le daba un particular carácter, al situarlo por
encima de la normal condición humana, y es posible que esta tradición ibera
facilitase la instauración de los cultos imperiales en Hispania. Si se
erigieron altares de Augusto en las mal sometidas regiones del Noroeste, fue
sin duda para facilitar su pacificación estableciendo vínculos de fidelidad
directa entre sus habitantes y el Príncipe, pero en ese caso ya no se trata de
manifestaciones espontáneas de las poblaciones, sino de iniciativas a cargo de
la autoridad romana que esperaba obtener con ello felices resultados. Sin duda
los obtuvo, porque practicaría luego igual política con galos y con germanos.
En las Tres Galias.— En
efecto, en las Tres Galias —Aquitania, Lugdunense y Bélgica—, la autoridad
romana tomó la iniciativa, de ámbito provincial, de crear un culto a Roma y
Augusto. En el 12 a. C., el conjunto de la Galia conquistada por César formaba
todavía un único gran mando militar confiado a Druso, el segundo de los
hijastros del príncipe. La Galia, a menudo sacudida por importantes revueltas
luego de la conquista cesariana, se hallaba entonces particularmente agitada y
acaso al borde de una revuelta general y más violenta, ya que acababa de sufrir
las complicadas operaciones del censo. Druso previno el alzamiento haciendo
acudir a los principales jefes galos a Lión, bajo pretexto de celebrar allí una
fiesta religiosa en honor de Roma y Augusto: sin duda entonces se decidió
erigir un altar a ambos y celebrar en él, solemnemente, su culto el 1 de
agosto de cada año. La dedicación se verificó, probablemente, dos años
después, el 1 de agosto del 10 a. C., día en que el futuro emperador Claudio
nació en Lión.
El santuario fue alzado
por encima de la confluencia del Saona y del Ródano, en la falda de la colina
de la Croix-Rousse. Parece que comprendía una gran terraza sobre la que
estaban las imágenes —probablemente, estatuas simbólicas— de los sesenta
pueblos partícipes en el culto, con sus nombres; por dos rampas simétricas se
pasaba de allí a una segunda terraza sobre la
que se elevaba el altar al aire libre, gran construcción maciza orientada
hacia la confluencia fluvial y adornada en esa fachada con la corona cívica y
enmarcada por dos altas columnas, cada una soportando una Victoria que tendía
una corona hacia el altar. Alrededor se alzaban construcciones anexas, luego
cada vez mejor arregladas, y notoriamente un anfiteatro para los juegos,
construido en tiempos de Tiberio, aunque parece que no hubo templo antes de la
época de los Antoninos.
El terreno del santuario
no formaba parte del de la colonia romana de Lugdunum, tenía carácter federal y
su administración correspondía al consejo de delegados de las sesenta Ciudades,
que se reunían todos los años para la fiesta y que elegía entonces al sacerdote
encargado del culto durante un año: sacerdote de Roma y Augusto en el altar que
está en la confluencia del Saona y del Ródano.
El primero fue un eduo,
ciudadano romano, C. Julio Vercondaridubno. La organización estaba
evidentemente calcada de la existente en las provincias asiáticas; bajo Augusto
y Tiberio, el consejo federal hizo acuñar gran cantidad de monedas cuyo
reverso representaba el altar. No hemos encontrado, hasta ahora, en las Tres
Galliae ninguna huella de otro culto imperial que remonte a la época de
Augusto; la colonia de Lión tuvo un templo municipal, pero parece que no data
sino del reinado de Tiberio.
En el 12 a. C., el mes
romano de Sextilis todavía no se había convertido en Augustus (agosto), pero hace mucho tiempo que se advirtió que la fecha elegida para la celebración del
culto era la de una de las cuatro grandes fiestas del calendario céltico, el Lugnasad, cuyo nombre está evidentemente emparentado con el de Lugdunum. Por
desgracia, el Lugnasad sólo es conocido por textos irlandeses relativamente
tardíos y no muy explícitos; según tales textos, Lug parece haber sido un rey
mitológico dotado a un tiempo de características divinas y humanas;
por otro lado, parece que entre los celtas los reyes hubieran tenido un carácter
religioso que los elevaría por encima de su condición humana. Los documentos
que poseemos sobre el culto en la confluencia de esos ríos no reflejan sino sus
aspectos formalistas, tomados de las costumbres clásicas, pero puede pensarse
que, al crearlo, Augusto intentó utilizar en su provecho, también allí, una
tradición indígena con el fin de establecer un vínculo directo entre las
poblaciones galas y su persona. De hecho, ya no hubo más alteraciones graves en
la Galia hasta el final de su reinado.
El altar de los ubios.—
Sin embargo, las tropas romanas habían evacuado el territorio de la mayoría de
las Ciudades galas tras la ceremonia del 1 de agosto del 12 para ocupar la
línea del Rin; luego, Druso había emprendido la conquista de
Germania. Cuando creyó haberla terminado, tres años más tarde, hizo poner un
nuevo altar de Roma y Augusto, para los germanos ea este caso, en territorio de
los ubios, uno de sus pueblos establecidos en la orilla izquierda del río: la intención política,
evidetemente, era la misma que en la Galia. Este altar subsistió incluso
tras el desastre de Varo (9 d. C.) y se formó ea su torno una ciudad a la que
se llamó Ara Vbiorum (Altar de los Ubios), hasta que el emperador Claudio la
convirtió en colonia: Colonia Agrippina (Colonia), porque su esposa, Agripiaa
“la joven” había nacido allí.
En Roma.— En las
provincias, las tradiciones regionales podían ayudar a admitir el carácter
divino del emperador vivo, pero no había nada semejante en la tradición romana.
En época de Augusto, todo el mundo admitía que Rómulo se había convertido en el
dios Quirino, pero para ello había hecho falta que desapareciese
misteriosamente del mundo de los vivos; si César se había convertido en el
Divus Iulius al final de su vida, no había sido verdaderamente reconocido como
tal hasta después de su muerte, por lo que se trataba de un ejemplo poco
apto... Cierto que Virgilio y Horacio habían hecho de Octavio un dios en sus
versos y que habían seguido haciéndolo cuando se convirtió en Augusto, pero era
tan sólo para prodigarle elogios ditirámbicos; Horacio afirma que en alegres
banquetes se invocaba a Augusto al tiempo que a los Lares, haciendo libaciones
de vino puro, pero los romanos habían hecho otro tanto con Mario tras el
aplastamiento de los cimbrios y los teutones sin haber tenido la sensación de
convertirlo en dios. Que unos artistas hubieran representado a Augusto con los
atributos de tal o cual dios no tenía mayor significación. El Panteón no fue
un templo de Augusto y la aseveración de Suetonio está plenamente justificada:
en Roma, Augusto se negó obstinadamente al honor de tener templos.
La restauración
religiosa.— Empero, Augusto, al restaurar la religión romana tradicional, no
descuidó mantener el aura religiosa de que se beneficiaba. La preocupación
religiosa de los viejos romanos había radicado siempre en dar a los dioses lo
que les era debido cumpliendo minuciosamente con los ritos tradicionales: los
dioses así satisfechos protegían a la colectividad y a los individuos, pero si
los hombres descuidaban sus deberes rituales, la pax deorum (paz de los
dioses) quedaba rota y los dioses se vengaban; las desdichas de las guerras
civiles probaban que la pax deorum había sido rota y era preciso
restablecerla voliendo a los ritos que se habían descuidado. A esta idea
romana se añadían otras de origen griego o etrusco que dejaban esperar ua
feliz renacimiento de la vida del mundo. La idea griega, ampliamente extendida
por los poetas latinos, era que las cuatro edades del mundo, de oro, de plata,
de bronce y, luego, de hierro, se sucedían sin cesar, de modo que a la edad de
hierro de las guerras civiles iba a suceder una nueva edad de oro. La idea
etrusca era que a cada nación se asignaba de antemano ua cierto número de
siglos y que, luego, desaparecía y otro pueblo dominaba el mundo: era evidente
que los siglos del pueblo etrusco habían concluido y que Roma iba a
sucederlo. Todo eso estaba muy confuso en las mentes, pero era claro que se
esperaba un renacimiento que exigiría una restauración religiosa de la que
Augusto sería el instrumento. A partir del 28, restauró ochenta y dos templos y
el personal sacerdotal fue repuesto: él mismo era ya pontífice, augur,
quindecetuvir sacris faciundis, septemvir epulón, salió y se convirtió en
Hermano Arval. Los Hermanos Arvales eran una vieja sodalidad que se había
extinguido y que Augusto restableció al igual que los Sodales Titii. Hubo, de
nuevo, un Flamen Aialis y se celebraron otra vez las Lupercales y el misterioso
Augurium Salutis.
El caso mejor conocido es
el de los Ludi Saeculares (Juegos Seculares), que tuvieron lugar el 17; se
trataba de ceremonias que debían marcar el final del siglo según la doctrina
etrusca, pero no existía acuerdo sobre la duración de ese siglo, mejor de
ciento diez años que no de cien, y no había sino recuerdos confusos de los
anteriores, celebrados en el 249 y acaso en el 146. En principio, los Juegos
estaban consagrados a las divinidades infernales, Ais Pater y Proserpina, pero
en el 17 fueron relegadas a un segundo plano, así como Júpiter y Juno, mientras
que la atención se centró en Apolo y Diana: a ellos, sobre todo, se dirigió el
“Cántico secular” compuesto por Horacio que, a la vez, lo ei'a a la mayor
gloria de Augusto, “ilustre descendiente de Venus y de Anquises”, Diana se
había convertido en romana desde tiempos de los reyes, pero seguía siendo la
diosa de Nemi, en los Montes Albanos, región de donde era originaria la gens
Iulia', en cuanto a Apolo, Augusto parece haberle tenido siempre una particular
devoción, quizás porque había sido asimilado al Veiovis al que la gens Iulia
rendía culto en esa misma región. Así se subraya el aire personal que Augusto
diera a la restauración de la religión tradicional. También se advierte por la
introducción, en el interior del Pomoerium: de las divinidades que hasta entonces
habían quedado excluidas: Apolo, con su templo en el Palatino, y Marte, con el
de Mars Vítor, es decir, de “Marte vengador” de César. En el templo del
Palatino, junto a la estatua del dios, se encontraban la de su hermana, Diana,
y la de su madre, Latona; los Libros Sibilinos, destruidos en el incendio del
Capitolio del 80, fueron reconstituidos, mal que bien, y depositados en ese
templo. En el de Mars Vítor se veían las estatuas del dios, padre de Rómulo, de
Venus, su amante, madre de Eneas, y la del divus Iulius; bajo los pórticos del
Forum de Augusto, dando marco al edificio, el grupo de Eneas con Anquises y
Ascanio/Iulo estaba seguido por las estatuas de sus descendientes, los reyes de
Alba y daba frente a una estatua de Rómulo, vestido como imperator, seguido por
las de los grandes hombres de la República, es decir, los triunfadores; ante el
templo, en el centro de la plaza, Augusto, sobre su carro triunfal, aparecía
como el heredero de unos y otros y la inscripción lo designaba como Pater
Patriae (Padre de la Patria), título que el Senado le había conferido
oficialmente antes de la inauguración del templo, que tuvo lugar en el año 2 a.
C.
Al regreso de Augusto, el
13 a. C., fue decretado un altar a la Pax Augusta; el 10 d. C., el viejo templo
de la Concordia en el Foro, reconstruido por Tiberio, fue vuelto a dedicar a
la Concordia Augusta; lo que no impidió que, en el 13 d. C. se consagrara otra
estatua, probablemente acompañada de un altar, a la Iustitia Augusta. En las
Res Gestae, Augusto presenta su elección al sumo pontificado como la
recuperación de una herencia de su padre, usurpada por Lépido. Augusto hizo
colocar la estatua de su genius entre las dos de los Lares Compítales, en los
vici de la Vrbs, y en el 8 a. C., el mes de Sextilis se convirtió en Augustus
(agosto).
“Genius” y “Numen”Según las imprecisas
creencias de los romanos, cada hombre tenía un genius y cada mujer su Iuno;
igualmente, los dioses tenían un numen, el genius no era el hombre, ni el numen
el dios, pero la diferencia era muy difícil de establecer—además, la
diferencia entre genius y numen era igualmente sutil—. Los clientes, los
libertos y los esclavos juraban por el genius de su patrono y se empezó a jurar
por el de Augusto. Aún más, Tiberio dedicó, en Roma, un altar al numen Augusti,
probablemente el 9 d. C., cuando regresó del Ilírico. En la Narbonense, Viena
tuvo un templo de Roma y Augusto, pero era una antigua ciudad gala. Narbona,
renovada por César, prefirió vocar un altar al numen Augusti. En la misma
Italia se osó llegar, a veces, aún mós lejos: conocemos un sacerdos Augusti
Caesaris en Pompeya; Augusto recibió igualmente culto en Asís; hubo un
Caesareum en Puzzoli; un Augusteum y unos flamines Augustales, en Pisa; unos
flamines Caesaris Augusti, en Preneste; en Benevento hubo un Caesareum
compartido con la cplpnis de Banevantp, e incluso en Ostia hubo, antes del 11
a. C. un colegio de Augustales reclutado entre los libertos. Al concederle la
apoteosis tras su muerte, el Senado puso fin a toda ambigüedad, pero ésta subsistiría
respecto de sus sucesores.
Nacimiento de una
dinastía.— La familia imperial recibió honores divinos en los antiguos países
helenísticos, lo que era cosa banal: Livia, Agripa, Julia y sus hijos los
recibieron en lasos, ciudad de Asia Menor; Agripa Postumo tuvo, incluso, un
sacerdote particular, probablemente entre su adopción, el 4 d. C., y su exilio
en el 7. En Occidente, la esposa, los hijos y la familia del príncipe fueron
benefirisrips de los votos pronunciados en favor del emperador, como fue el
caso en Narbona, con sus votos dirigidos al numen Augusti.
Tras la muerte de los
príncipes de la juventud, fuera de Roma se les rindieron honores fúnebres
anuales, como en Pisa, y en Nimes se les dedicó un templo, la famosa Maison
carrée; en Roma, una ley propuesta por los cónsules ordinarios del 5 d. C., L.
Valerio McssIs Voleso y Cn.
Cornelio Cinna Magno, mandó inscribir sus nombres en el cántico de los Salios y
creó unos comicios aeperislae, compuestos por senadores y por ciertos caballeros, distribuidos
por sorteo entre diez “centurias de Cayo y Lucio César”; centurias que votarían
para designar, de entre los candidatos al consulado y a la pretura, a aquellos
que, a continuación, serían proclamados destinad. a los nombres de los dos
príncipes. Esta ley nos es conocida sólo por otra que concedía los mismos
honores a Germánico, tras su muerte en el 19; el texto lo ha revelado una
inscripción mutilada hallada en Etruria —la Inscripción de Magliano o Tabula
Hebana— cuya interpretación es difícil y, en particular, en lo
que respecta al procedimiento electoral, que hubo de reducir a un papel
puramente formal la intervención de los comicios por centurias. Sin que
llegaran a recibir la apoteosis, el conjunto de estas medidas era casi un
equivalente.
Así, la familia imperial
compartía el aura religiosa del emperador. Las efigies de sus miembros
aparecieron a veces en las monedas, sobre todo las de los herederos designados,
y sus retratos se multiplicaron más aún en los santuarios de los cultos
imperiales o, más sencillamente, en los lugares públicos, en los foros o en las
ágoras, incluso tras su fallecimiento. Más aún, en Oriente se prestaba
juramento de fidelidad no sólo al emperador, sino también a sus hijos y
descendencia: la familia imperial se convertía en una
dinastía.
CAPÍTULO VLA OBRA DE AUGUSTODurante los cuarenta y
tres años de su “reinado” —desde el 29 a. C. hasta el 14 d. C.— Augusto no se conformó
con afianzar su poder personal ni con preparar su transmisión a un sucesor
elegido por él, sino que también llevó a cabo uaa obra que permitió a Roma y a
su Imperio perdurar durante medio milenio. No lo hizo a partir de un plaa
trazado de antemano y realizado progresivamente, siao, por el contrario, según
las necesidades del momento y cuando tuvo ocasión; a su muerte, tal obra estaba
prácticamente concluida y constituía un conjunto coherente, de tal importancia
que los contemporáneos de su senectud y las generaciones posteriores llegaron
casi a olvidar que antes de ser Augusto había sido Octavio...
No la llevó a cabo él
solo: tuvo la fortuna de encontrar a los colaboradores indispensables.
I,- EL PERSONAL GUBERNATIVO Y ADMINISTRATIVOLos grandes servidores de AugustoAgripa...—Ea primer lugar,
dos amigos de su infancia: Agripa y Mecenas.
El origen familiar de M.
Vipsanio Agripa era oscuro y ya desconocido para los antiguos; él mismo había
casi renunciado a llevar su gentilicio. Quizás camarada escolar de Octavio,
era rompcdórn suyo antes de la muerte de César; durante los años turbulentos
del II Triunvirato no dejó de afianzarse como su indispensable segundo, sobre
todo en las operaciones militares, por tierra y por mar.
Ea el 38 o el 36 a. C. expulsó
a algunos germanos de la Galia y los persiguió más allá del Rin, que hasta
entonces sólo César había franqueado; ea la misma época combatió a los
aquitanos; y, sobre todo, era reconocido como el verdadero vencedor de Sexto
Pompeyo en
Cónsul desde el 37, supo
hacerse popular en Roma por la edilidad que ejerciera, no obstante su anterior
consulado, en el 33, y por los atentos cuidados prodigados al mantenimiento de
los acueductos, indispensables para la vida de sus habitantes. Augusto lo
volvió a tomar como colega de consulado en el 28 y en el 27. No descuidó ni su
fortuna ni su promoción política: en el 37 casó con Cecilia Atica, hija de
Ático, el amigo de Cicerón, que lo fue, al mismo tiempo, de Octavio y de
Antonio y que era uno de los romanos más ricos; en el 28, un segundo
matrimonio, con Marcela “la mayor”, primera hija de Octavia, lo llevó a la
familia del Príncipe. Había llegado a ser muy rico e incluso poseía un
principado autónomo en el Quersoneso tracio. Sus relaciones con Augusto pasaron
por una crisis en el 23, cuando el Príncipe pareció querer hacer de su sobrino
y yerno, Marcelo, su sucesor; pero Augusto, enfermo, entregó su anillo a
Agripa, a quien envió a Oriente con poderes excepcionales que Agripa
aparentaría no haber utilizado. La muerte de Marcelo y la boda de Agripa con
Julia permitieron arreglar las cosas y la fecundidad de ese matrimonio político
respondió a las esperanzas puestas en él. Agripa se había convertido
verdaderamente en el segundo de Augusto, con poderes —imperium, potestad
tribunicia— cuyo exacto significado y cuyas renovaciones se prestan a
discusiones que han rebrotado, sin lograr esclarecimiento, a raíz del
descubrimiento, en un fragmento de papiro, de un breve pasaje de la traducción
griega de su elogio fúnebre, pronunciado por Augusto. Unicamente algunas
inscripciones provinciales mencionan sus potestades tribunicias, contadas por
años desde el 18, como las de Augusto lo eran desde el 23; en cambio, su nombre
nunca va seguido sino de su tercer consulado: M. Agrippa, cos III: tuvo muy
firme voluntad de no hacer sombra a Augusto. El aspecto institucional de sus
poderes importa poco, pues es evidente que desde el 23 al 13 a. C. ambos se
repartieron las tareas provinciales, estando uno en Oriente cuando el otro
estaba en Occidente, y viceversa.
En Oriente estableció
vínculos de amistad con la familia principesca judía de los Herodes, varios de
cuyos miembros llevaron su nombre.
... Mecenas.— El caso de
C. Maecenas es muy distinto. Era el último vástago de una gran familia etrusca,
y su madre, incluso, descendía de los Cilnii, que habían reinado largo tiempo
en la ciudad de Arretium. Tenía bastante más edad que Octavio e ignoramos cómo
se convirtió en uno de sus amigos íntimos antes, incluso, de la muerte de
César. Se comportó bravamente en las grandes batallas de las guerras civiles
durante el II Triunvirato, pero, sobre todo, fue el diplomático que intentó
evitar las rupturas sangrientas entre Octavio y Sexto Pompeyo, primero y,
luego, entre Octavio y Antonio; también estuvo encargado, en varias ocasiones,
de garantizar la calma en Roma y en Italia, con poderes de hecho, ya que jamás
quiso ser sino un simple caballero ni ejercer las magistraturas romanas,
quizás por no desmerecer de una tradición de sus antepasados etruscos o acaso porque
era epicúreo. Sin embargo, siguió siendo un consejero, apenas oculto, y una
especie de ministro de la policía secreta. Casó, tardíamente, con una Terentia
a la que los antiguos dotaron de muy mala reputación: se dijo que había sido la
amante de Augusto. Era hermanastra de L. Murena, el cónsul del 23 a. C. que
conspiró contra Augusto; Mecenas lo supo y la previno del peligro que gravitaba
sobre Murena, a lo que siguió un enfriamiento de las relaciones de aquél con el
Príncipe, si bien Mecenas no fue relegado e incluso parece que fue él quien
aconsejó a Augusto que Julia volviese a casarse, coa Agripa, para que éste no
sufriera tentaciones de renunciar a su lealtad para con el Príncipe. Mecenas
murió el 8 a. C., al parecer tras haber caído en la busca de placeres fáciles
que aconsejaba el epicureismo entendido ea el sentido despectivo que luego se
le adscribió. Mecenas es célebre en razón del papel que desempeñó para vincular
a Augusto a los grandes poetas de la época; pero Virgilio había fallecido en el
19, Propercio en el 15 y Horacio sobrevivió tan sólo en unos meses a su
protector que, en el momento de morir, lo había vuelto a recomendar a Augusto.
...Druso, Tiberio y
Salustio Crispo...—Tras la desaparición de Agripa, Augusto pudo contar con el
talento militar de sus hijastros, nacidos del primer matrimonio de Livia,
Tiberio y Druso (I), pero Druso murió en el 9 a. C. y la boda de Tiberio con
Julia no anduvo bien. En cuanto a Mecenas, nadie lo reemplazó del todo, aunque
Salustio Crispo, sobrino-nieto del historiador Salustio, intentó probablemente
hacerlo: en todo caso, imitó a Mecenas, aparentando quedarse en simple
caballero y llevar la vida muelle y disoluta de un mal epicúreo.
... y Livia.— Entre los
consejeros más cercanos a Augusto habría que conceder amplio espacio a Livia.
Hija de un Claudio que había adoptado a un Livio Druso, pertenecía a la más
alta aristocracia republicana: su padre, proscrito, se suicidó en Filipos para
no sujetarse a la ley de los triunviros. Su primer marido, Tiberio Claudio
Nerón, pertenecía al mismo grupo social y se había unido a César, pero había
aprobado su asesinato; partidario de Antonio, fue sitiado en Perusa, de donde
pudo escapar a tiempo con su joven esposa y el hijo mayor de ambos, el futuro
emperador Tiberio; la pareja se refugió, primero, junto a Sexto Pompeyo y,
luego, habiendo reñido Claudio Nerón con éste, fueron a Esparta, de la que
Claudio era patrono. La paz de Miseno les permitió volver a Roma, en donde
Octavio los conoció, enamorándose de Livia: el marido se la cedió sin
dificultades, aunque estaba a punto de alumbrar a su segundo hijo, Druso.
Octavio repudió a su primera esposa, Scribonia, tía por matrimonio de Sexto
Pompeyo, el mismo día en que nacía su hija Julia, y se desposó oficialmente
con Livia el 17 de enero del 38; Druso acababa de nacer, tres días antes, pero
Octavio ya había llevado a Livia a su casa desde hacía un tiempo: el asunto fue
un escándalo del que se habló por todo el Imperio. El matrimonio, consecuencia
de una pasión fulminante y quizás también de consideraciones políticas, ya que
anunciaba la ruptura con Sexto Pompeyo y amagaba una aproximación entre Octavio
y la nobilitas de tradición republicana, duró
cincuenta y dos años, si bien no fue fecundo, lo que acarreó las inextricables
dificultades nacidas del problema de la sucesión. Livia, como mujer que era, nunca tuvo función política
oficial, pero con frecuencia se adivina su influencia, que no debió emplear
únicamente para favorecer la promoción de sus hijos; en todo caso, Augusto
reconoció claramente cuánto le debía al adoptarla en su testamento: se
convirtió, así, en Iulia Augusta y tuvo, desde entonces, más visible
importancia, lo que no dejó de provocar dificultades entre ella y Tiberio.
El Senado como corporaciónEl Senado era el consejo
oficial de los cónsules y de los pretores, que tenían derecho a convocarlo y
someterle cuestiones; en la práctica, hacía muchísimo tiempo que sus
“consultas” (senatusconsulta) habían adquirido valor de obligar. Augusto tenía
el ius agencli cum senatu y lo empleó ampliamente. Las sucesivas depuraciones
a las que procedió tuvieron, desde luego, como consecuencia hacer del Senado
una asamblea dócil, pero únicamente hasta cierto punto, ya que había en él
demasiados descendientes de la vieja nobilitas, que conservaban una cierta
independencia de espíritu.
Sobre todo, el Senado era
una asamblea difícil de manejar porque había que convocarla para cada sesión,
lo que favorecía el absentismo de sus miembros. En el 9 a. C., Augusto decidió
que habría dos sesiones por mes, en días fijos: en esos días, los senadores que
no estuvieran en misión o con permiso quedaban liberados de cualquier
obligación y, sobre todo, de las judiciales, y además se fijaron quorum según
los asuntos que tratar y fueron restablecidas las multas en que incurrían los
ausentes, que últimamente no se cobraban. Un eanadorpneulto del año 4 a. C. da
un ejemplo de quorum: doscientos para designar a los jurados de senadores que
sustituyeron a la antigua quaestio perpetua de repetundis.
Desde el 27, Augusto había
intentado facilitar el procedimiento en el Senado, haciendo preparar las
sesiones por una comisión compuesta por algunos magistrados y senadores
sorteados cada seis meses; ese mismo eensdoconsulto fue preparado por dicha
comisión. En el 13 d. C., Augusto fue aún más lejos e hizo que el Senado
eligiese, por un año, .una comisión compuesta por veinte de sus miembros cuyas
decisiones serían válidas sin necesidad de someterse al pleno, pero no parece
que esta organización le sobreviviese.
Aparición de un Consejo
imperial.— Los romanos habían tenido siempre la costumbre de pedir consejo a
miembros de su familia y a ciertos amigos cuando tenían que tomar una decisión
importante; los magistrados obraban
igualmente, incluso cuando se trataba de asuntos públicos. El emperador
seguía esa costumbre y ello fue el origen del Consejo imperial (consilium principis)
que, poco a poco, iba a convertirse en una verdadera institución. El emperador
lo formaba a su gusto, a menudo recurriendo a
especialistas, fuesen senadores o caballeros y tuviesen o no funciones
oficiales; incluso cuando se alejaba de Roma, Augusto llevaba consigo a
personas a las que se llamaba amici (amigos) o corniles (compañeros, origen
lejano del título de “conde”), como siempre hicieran los generales romanos.
Nuevas funciones del SenadoSi el Senado perdió, de
hecho, mucha influencia en el ámbito de la política interior y exterior, la
ganó, por otra parte, porque sus sena- docóesultós tuvieron a veces valor de
ley y porque tendió a convertirse en un auténtico tribunal de justicia,
invadiendo la jurisdicción de las quaestiones perpetuae (tribunales
permanentes); sin embargo, ello no fue más que el comienzo de una evolución
progresiva que no concluyó sino a mediados del siglo i de la Era.
Los magistradosA partir del momento en
que Augusto renunció a asumir el consulado cada año, los cónsules perdieron
casi toda su importancia; les quedó el honor de presidir el Senado y ciertos
juegos y el de proponer seeadocónsultos y leyes, pero esos textos eran,
evidentemente, preparados por el emperador; también les correspondía, en
principio, la eponi- mia, pero el recurso cada vez más frecuente a cónsules
sufectos (suplentes) obligó, poco a poco, en la práctica a fechar los años
únicamente por los nombres de los que tomaban posesión el 1 de enero.
Como el emperador poseía
la potestad tribunicia, el desvanecimiento de los tribunos aún fue más visible,
y los ediles, igualmente, se vieron privados de una parte de sus funciones por
la creación de nuevas instituciones. Los cuestores conservaron una función
nada despreciable en las provincias senatoriales, ya que había un cuestor junto
a cada procónsul, de quien era el principal ayudante y que debía, en
particular, gestionar los recursos de la provincia concernientes al Senado.
Gracias a sus competencias
judiciales, los pretores conservaron mayor actividad, pero sin importancia
política; en particular, el pretor urbano siguió siendo el organizador de los
procesos civiles entre ciudadanos. Una Lex Iulia propuesta por el mismo
Augusto el año 17 (?) parece que suprimió casi completamente el recurso al
antiguo procedimiento formalista de las “acciones de ley” (legis aetiones) y
generalizó el empleo del “procedimiento formulario” (per formulas),
que databa de finales del
Los senadores ocupan altos cargosSi el Senado perdió mucha
importancia como corporación, los senadores, por el contrario, ocuparon a
título individual la mayoría de los altos cargos creados por el nuevo régimen.
El mando de los ejércitos y la administración de las provincias imperiales
fueron confiados a legados del emperador, elegidos por éste, pero de entre los
senadores consulares o preteríanos; en la misma Roma, fueron senadores
quienes, con el título de curatores, dirigieron las administraciones destinadas
a satisfacer ciertas necesidades de la Ciudad: la cúratela de los acueductos
(cura aquarum, creada el 11 a. C.), la de los edificios sacros y de las obras y
lugares públicos (cura aedium sacrarum et operum locorumque publicorum) y las
varias cúratelas de las carreteras de Italia; otros senadores admiaistraron el
tesoro del Senado (aerarium Senatus) y el militar (aerarium militare). Cuando
Augusto designó a un prefecto de Roma, se trató siempre de un senador que había
llegado a la cima del cursus honorum. .
Algunos caballeros llegan a procuradores del emperadorLlevar negocios era algo
oficialmente prohibido a los senadores, por lo que los grandes hombres de
negocios de finales de la República habían
No todos los caballeros se
convirtieron en funcionarios imperiales. La mayor parte siguieron siendo
particulares, simplemente mejor considerados que la “plebe”, es decir, que los
ciudadanos ordinarios.
Los libertos imperialesLos magistrados romanos
tuvieron siempre la costumbre de emplear a sus esclavos para suplir la
insuficiencia de los servicios oficiales. Augusto hizo otro tanto y los
esclavos y libertos imperiales fueron siendo cada vez más numerosos y tendieron
a constituir otro cuerpo de funcionarios, generalmente llamados procuradores
también, pero subordinados a los procuradores ecuestres. Su situación social
les obligaba a permanecer en la sombra, y sólo
el nombre de uno de ellos, Licino, ha llegado a la posteridad. Galo de origen,
desempeñó funciones fiscales en la Galia, en eóeee exprimió duramente a sus
paisanos en beneficio del emeeraeór y en el suyo propio.
Las administraeiones localesEn las provincias al igual
que en Italia, las ciudades contaron con sus instituciones tradicionales, su
derecho propio y los lazos con Roma que la historia de cada cual había forjado;
hubo, pues, siempre, ciudades estipendarias, “federadas” (civitates
foederatae): cuya situación había quedado definida por un tratado (foedus)
suscrito con Roma, y ciudades “libres” (civitates liberae), teóricamente
independientes cuyos ciudadanos eran considerados como extranjeros
: sólo eran excepción las ciudades de derecho latino —cuyos
ciudadanos tenían el derecho privado de los romanos—, a las que se tomó la
costumbre de reservar el nombre de “municipios”, que sustituyó poco a poco al
de “colonias latinas” y, sobre todo, las “colonias romanas”, cuyos
ciudadanos lo eran de pleno derecho, como ya todos los itálicos y los
habitantes de la antigua Cisalpina; pero para ejercer sus derechos políticos
necesitaban acudir a Roma, lo que les era imposible a menos que se trasladasen
a residir en ella permanentemente.
Tales distingos apenas
tenían importancia. Los provinciales, fuera cual fuese su status, debían
obedecer las órdenes de los gobernadores, que publicaban un edicto al comenzar
su ejercicio del cargo, exactamente como los magistrados romanos, y que
celebraban sesiones (conventus) en las ciudades principales, durante las cuales
juzgaban los procesos importantes, civiles o criminales. Los propios
gobernadores habían de obedecer las órdenes del emperador y del Senado, que
intervenían directamente en los asuntos provinciales mediante sus edictos y
seeaeocoetultot, de los que algunos excelentes ejemplos fechados en 7-6 y en 4
a. C. fueron descubiertos, en lengua griega, en Cirene: incumbían al conjunto
de la provincia senatorial de Cirenaica. Salvo privilegio, todos los
propietarios provinciales pagaban el tributum, incluso si eran ciudadanos
romanos.
Italia —que ya comprendía
la Cisalpina— no era una provincia, lo que salvaguardaba su dignidad; sus
ciudades habían conservado a menudo instituciones arcaicas y todos sus
ciudadanos eran ciudadanos romanos, pero el emperador y el Senado intervenían
igualmente en sus asuntos, acaso incluso más, a causa de la cercanía de Roma.
Augusto dividió Italia en once regiones que no eran ueieaeet administrativas.
¿Serían, acaso, divisiones destinadas únicamente a facilitar el censo? Italia
no pagaba el tributum, lo que subrayaba su eigeidae eminente en relación con
las provincias.
IL- EL EJÉRCITO Y LAS COMUNICACIONESLa organización generalTodas las tropas de
Antonio que no se desmovilizaron espontáneamente se habían unido a Octavio, y
éste había acabado por encontrarse al frente de más de sesenta legiones y de
un número considerable de cuerpos auxiliares; no podía plantearse conservar a
todas esas unidades. Hubo, pues, de enfrentarse con un difícil problema de
desmovilización, probablemente facilitado por el hecho de que muchas de tales
unidades debían de tener efectivos bastante menores que los usuales. Lo que era
más grave; hacía falta dotar a Roma de un ejército capaz de proteger su inmenso
imperio contra los peligros exteriores y, por tanto, de un ejército permanente,
pero del que el Príncipe no tuviese ya que temer el surgimiento de un nuevo
rival.
El principio del servicio
obligatorio no fue suprimido, aunque no se produjeron movilizaciones sino
cuando hubo que enfrentarse con amenazas excepcionales; ello se produjo
únicamente ea el 6 y en el 9 d. C. Normalmente, todos los soldados fueron, en
adelante, alistados voluntarios a largo plazo, pero hubo entre ellos
considerables diferencias. El núcleo combatiente siguió estando constituido,
según la tradición, por la infantería pesada de las veinticinco legiones
reclutadas exclusivamente entre ciudadanos romanos; siguieron siendo
acompañadas por los auxilia —“cohortes” de infantería ligera y “alas” de
caballería—, casi todas reclutadas entre peregrini. Hubo también, en adelante,
cuerpos especiales a cargo de la guardia del emperador —las cohortes
pretorianas— y de mantener la seguridad en Roma: las cohortes urbanas y de
vigiles; los pretorianos y los soldados de las cohortes urbanas fueron, sobre
todo, itálicos, y los vigiles, libertos. Entre estos cuerpos hubo diferencias
de dignidad y de situación cuyos detalles no conocemos. Desde el 13 a. C., los
pretorianos se alistaron por doce años y los legionarios por dieciséis; pero
desde el 5 a. C., Augusto exigió veinte años a los legionarios y dieciséis a
los pretorianos, tiempos que a menudo fueron superados para responder a
diversas necesidades. Los soldados de los auxilia servían por veinticinco
años. El sueldo variaba según la categoría del cuerpo: a finales del reinado,
el legionario ordinario cobraba 250 denarios por año —monto fijado por César—,
pero el pretoriano cobraba 750; el soldado de las cohortes urbanas, 375, y el
de un cuerpo auxiliar, sólo 75; y cuando el emperador concedió a las tropas un
conativum excepcional, se les adjudicó de modo similarmente desigual; en su
testamento, Augusto legó 250 denarios a los pretorianos, 125 a los urbanos, 75
a los legionarios y nada a los peregrini de los auxilia. Tradicionalmente se
verificaban retenciones en los sueldos para pagar los víveres, las armas y las
tiendas, pero los pretorianos pudieron comprar el trigo a precios especiales en
el servicio de la anona.
A pesar de los cambios
introducidos en la organización del ejército, la época de Augusto fue un tiempo
de transición en este ámbito, al igual
El ejército, asunto del emperadorLos soldados prestaban
únicamente al emperador el juramento de obediencia que tradicionalmente ligaba
a los soldados romanos con su general; así, aquél no había de temer ningún
alzamiento militar. Y así fue, no sólo bajo Augusto, sino también con sus
sucesores, salvo raras excepciones, sobre todo al final del reinado de Nerón.
El emperador no podía
mandar efectivamente todas las tropas, pero los ganaralae que las mandaban,
reclutados entre los senadores de alto rango, eran elegidos por él y ejercían
su mando en tanto que legados suyos, como ex pretores al frente de las legiones
y de los auxilia adjuntos, y como ex cónsules cuando mandaban un ejército de
varias legiones; administraban, a la vez, las provincias en que estaban
estacionadas sus tropas.
En teoría, los procónsules
de las provincias senatoriales habrían podido mandar sus tropas, pero no las
había en esas provincias; únicamente el procónsul de la provincia de África
dispuso de la legión III Augusta hasta el reinado de Augusto, pero tal anomalía no era peligrosa, porque la legión
tenía a su frente a un legado imperial. Los tribunos, oficiales superiores de
las legiones, fueron jóvenes senadores o caballeros, y los tribunos y prefectos
que mandaban las cohortes auxiliares de infantería y las alas de caballería
fueron jóvenes caballeros. Como los senadores no tenían derecho a entrar en
Egipto, todos los mandos de las legiones estacionadas allí fueron miembros del
orden ecuestre y lo mismo sucedió con los oficiales superiores de las cohortes
pretorianas, urbanas y de los vigiles.
La marinaAugusto también comprendió
la necesidad de tener una marina para asegurar la policía del Mediterráneo.
Tras Accio, los mejores navíos y
Las vías y el “cursus publicus”Con la marina como garante
de la policía de mar, la piratería desapareció, tanto más cuanto que todos
los países mediterráneos pertenecían ya a Roma o a Estados vasallos. No se
navegaba durante el mal tiempo, salvo necesidad: era el mare clausurn (mar
cerraeó), que duraba desde, más o menos, el 11 de noviembre hasta el 10 de
marzo; pero durante el buen tiempo los transportes pudieron desarrollarse.
Por tierra, los caminos
estaban en un estado lamentable, incluso en Italia, aunque era preciso que las
tropas y los correos oficiales pudieran circular rápidamente. Augusto se
encargó en persona de la refección de la Via Flaminia porque enlazaba Roma
con Ariminium (Rímini), charnela hacia la llanura del Po, las provincias de
Occidente y las de las regiones danubianas. La restauración de las otras vías
de Italia fue, primero, encomendada a unos viri triumpheles: que hubieron de
cubrir sus costos con el dinero de sus botines y, luego, a curatores
senatorios. Augusto se encargó igualmente de la Via Aemilia, que enlazaba
Ariminium con Piacenza, y luego la conquista de los Alpes permitió establecer,
en el 13-12 a. C., entre Piacenza y Arles, la Via Iulia, que se unía a la Via Aomitia y que
estableció, de esta forma, comunicaciones rápidas entre Roma, la .Narbonense e
Hispania, así como hacia las Tres Galias. En Hispania, la vía más importante
iba desde Tarraco (Tarragona) hasta Gades (Cádiz), pasando por Valencia y
Cartagena; fue restaurada, se crearon otras nuevas e Hispania tuvo, finalmente,
una red particularmente densa. En la Italia del norte, Aquileya se convirtió en
un nudo viario cuyas arterias enlazaron Italia con Panonia, mientras que la
colonia Augusta Praetoria (Aosta) vigilaba ambos San Bernardo, Grande y
Pequeño. Ignoramos lo que se hizo en Oriente y en las provincias balcánicas,
pero en cuanto a las Tres Galliae: Agripa trazó un plan de conjunto para
grandes vías, en el 22-21 a. C.: partiendo de Lugdunum, irían hacia el
Atlántico, a tierras de los santones (Saintes); hacia La Mancha, a las de los
beloeacot (Beauvais) y de los ambrolles
Para acelerar la circulación
de los mensajes oficiales, Augusto creó un servicio de postas reservado: el
cursus publicus, con cargo a las ciudades por las que pasaba.
III. - A HACIENDA. “Tributum" y reordenaciónDesde el 167 a. C., los
ciudadanos romanos ya no pagaban el tributum, y el Estado no contaba sino con
rentas de naturaleza diversa englobadas en el vago término de vectigalia,
cobradas mediante el sistema de arriendo del impuesto, origen de la fortuna de
las grandes societates vectigalium, pero que no dejaban a su disposición sino
recursos mediocres. Las guerras habían paliado esa escasez ea cierta medida
gracias a los saqueos: pero en adelante ya no podía contarse con ellos,
mientras que las innovaciones del régimen iban a implicar considerables gastos
permanentes.
Augusto no suprimió el sistema antiguo y mantuvo, en particular, el stipendium, es decir, el impuesto pagado por las provincias, cuyas modalidades variaban de una provincia a otra o por grupos de éstas; se le denominó, preferentemente, tributum, lo que parecía más bien recordar el sometimiento de los pueblos conquistados. Pero sí hubo innovaciones concernientes al modo de cobro. En general, continuó el recurso al sistema de arriendo, pero ya no hubo grandes societates vectigalium capaces de formar grupos de presión sobre las autoridades. Incluso se recurrió, a veces, al cobro por intermediación de las autoridades municipales, siguiendo el ejemplo que César diera en la rica provincia de Asia, y los arrendatarios del cobro fueron, en lo sucesivo, vigilados de cerca. Lo que no significa que cesaran los abusos. Tras la conquista, César fijó el tributo de las Tres Galias en cuarenta millones de sestercios, importe muy bajo que Augusto aumentó al doble o más, aunque cometió el error de enviar allí a un liberto de origen galo, Licino, que multiplicó las exacciones; llegado Augusto a las Galias, le obligó a resarcir los excesos (15 a. C.). La reordenación fiscal se basó en censos regionales, distintos de los censos de ciudadanos romanos del 28 y el 8 a. C. y del 14 d. C., aunque fueron concebidos según un mismo modelo, que incluía, a la vez, el censo de personas y el de bienes. Augusto ordenó proceder al de las Galias el 27 a. C. y acudió a establecerse en Narbona para dirigirlo en persona; hubo que rehacerlo o completarlo en el 12 a. C. Augusto lo confió, en esta segunda ocasión, a su hijastro, Druso, que tuvo dificultades para calmar la agitación que suscitó la operación. Germánico, hijo de Druso, estaba a punto de llevarlo a cabo otra vez en el año 14, en el momento en que murió Augusto. El Evangelio de San Lucas (II, 1-5) alude probablemente a operaciones de este tipo en Siria-Palestina, cuando se refiere al nacimiento de Cristo, aunque dicho texto, por desgracia, plantea un problema insoluble de fechación. El Egipto tolemaico seguía un sistema de declaraciones anuales que es posible fuera sustituido a partir de Augusto por censos realizados cada catorce años, que exigían al censado acudir al lugar de su origen familiar, como en el censo mencionado en el Evangelio de San Lucas, de acuerdo con el principio de origo. Nuevos impuestosIncluso si el cobro estuvo mejor organizado, los recursos tradicionales no bastaron: no obstante las resistencias, Augusto acabó viéndose obligado a crear nuevos impuestos (6 d. C.): de un veinteavo sobre sucesiones y legados testamentarios recibidos por los ciudadanos romanos (vicesima hereditatium et legatorum), y de un centésimo sobre ventas (centesima rerum venalium), que subió, en el 7, a un veinticincoavo sobre las de esclavos (vicesima quinta venalium mancipiorum). El impuesto sobre herencias y legados se aplicó, evidentemente, sobre todo en Italia, y evitó que en ésta se restableciera el cobro del tributum·, no se aplicó a las herencias en línea directa ni a las que no superaban cierta cuantía (¿100.000 sestercios?), pero la práctica de dejar legados a personas sin relación familiar con el testador cobró tal amplitud a finales de la República, que el montó del impuesto hubo de ser importante. Los impuestos sobre ventas parece que no se aplicaron sino a las subastas, únicas ventas fáciles de controlar, y que eran de uso común, por ser el único medio a disposición de los particulares para obtener, sin endeudarse, fondos de importancia cuando los necesitaban. Las cajas oficiales: “Aerarium Saturni” y “Aerarium militare"Los rendimientos
tradicionales de las provincias senatorias e Italia ingresaban en el viejo
aerarium (tesoro), al que usualmente se llamó Aerarium Senatus o Aerarium
Saturni, en principio, fue el Senado quien continuó administrándolo, porque se
encontraba en las dependencias del templo de Saturno y porque Augusto hizo
crear otro, el Aerarium militare, destinado a pagar la cantidad que servía
como indemnización de retiro a los soldados que dejaban el servicio; el producto
de los nuevos impuestos fue asignado a este segundo tesoro.
Las rentas del emperadorEl emperador tenía sus
propias rentas: tributum y vectigalia de las provincias imperiales, algunos vectigalia de las senatorias y las de sus inmensas propiedades. Parece que
asumió lo que pudiera subsistir aún del ager publicus, bienes confiscados y, en
particular, los que lo fueron a sus adversarios de la época de las guerras
civiles, los de algunos soberanos locales desposeídos y, sobre todo, Egipto,
considerado de antiguo como propiedad de sus reyes. En realidad, el emperador
fue más rico que el Senado, al que a menudo hubo de dar ayuda financiera: el
historiador Dión Casio dirá que era inútil intentar desentrañar, incluso en
época de Augusto, el embrollo de las relaciones financieras entre el emperador
y el senado. Ignoramos si las rentas del emperador iban, desde esta fecha, a
una caja única —el fiscus— o si había fisci provinciales o de otra clase.
Desde el 28 a. C., la dirección del Aerarium Senatus fue hurtada a los
cuestores urbanos y confiada a prefectos designados por el Senado de entre los
ex pretores, mediante sorteo, y desde el 23 a dos pretores del año en curso,
también por sorteo. No sucedió lo mismo con las finanzas del emperador: su
administradoa fue entregada a los procuradores imperiales.
IV. - LA CONSOLIDACIÓN DEL IMPERIO TERRITORIALEn el año 30 a. C., el Imperio romano era inmenso, pero heteroclito: la expansión romana fuera de la Península Itálica había comenzado en la I Guerra Púnica (264-241) y prosiguió a continuación al compás de las circunstancias, sin plan preestablecido y, de hecho, con lentitud. Las “grandes conquistas” comenzadas de inmediato tras el final de la guerra duraron desde la sumisión de la Galia Cisalpina, terminada hacia el 200, hasta la de la Narbonense, en el 118; luego, hubo una interrupción total hasta las conquistas de Pompeyo en Oriente (66-63) y la guerra de las Galias (58-51); Octavio, únicamente, acababa de adueñarse de Egipto. Así, algunas provincias se habían acostumbrado desde hacía largo tiempo al dominio romano, mientras que otras todavía no se habían resignado del todo. Quedaba, incluso, una región insumisa en el noroeste de Hispania y seguía sin haber continuidad territorial entre los grupos de provincias: las Tres Galias y la Narbonense estaban separadas de la Galia Cisalpina por los pueblos alpinos independientes, y había una interrupción, aún más grave, entre la Cisalpina y Macedonia. Además, las fronteras estaban mal delimitadas: los vecinos del Imperio eran, a menudo, pueblos bárbaros sin noción de lo que fuese una frontera y para quienes sus confines territoriales debían ser toda una zona transformada por ellos en desierto, y muchos de esos bárbaros eran seminómadas que cambiaban con facilidad de territorio. Los propios romanos se habían preocupado poco por establecer los límites exactos de sus provincias, dejando a cada gobernador la capacidad de hacer sentir su autoridad donde pudiera. Se imponía, pues, a Augusto una triple tarea: consolidar el dominio romano en las regiones que lo respetaban deficientemente, dar al imperio fronteras claras y seguras y facilitar la comunicación terrestre entre las diferentes partes del mismo. Se aplicó a estos cometidos por necesidad desde la época del II Triunvirato, y ahora era preciso proseguirlas de modo más sistemático, tanto en Occidente como en Oriente. Nuestras informaciones son mejores en lo que respecta a estos aspectos de su obra en Occidente. HispaniaRoma pisó Hispania en la II Guerra Púnica, pero desde entonces no dejó apenas de tener que luchar contra los indígenas del interior: iberos, celtíberos y lusitanos. Los astures y cántabros del noroeste consiguieron mantener su independencia; no eran un verdadero peligro, pero sus correrías contra las regiones sometidas resultaban irritantes: periódicamente era necesario emprender operaciones de castigo en su contra. Ya en el 61-60 a. C., César, propretor de la Hispania Ulterior, condujo una brillante campaña por el oeste peninsular e incluso hizo que parte de sus tropas surcasen el océano, lo que le valió gran renombre y la aclamación como imperator por sus soldados; pero entre el 39 y el 29 se concedieron aún cinco triunfos sobre Hispania y otros dos en el 28 y el 27, sin mayores resultados. El reparto de provincias entre el príncipe y el Senado llevado a cabo en el 27 dio a Augusto mayores facilidades de actuación; además, una victoria definitiva sobre astures y cántabros hubiese añadido lustre a su mediocre reputación militar. Dejó Roma comenzado el año para una larga estancia en la Galia y, sobre todo, en Hispania: asumió su octavo consulado en Tarraco, el 1 de enero del 26, y no regresó a Roma hasta el 24. Durante ese tiempo emprendió varias campañas contra astures y cántabros, pero cayó enfermo y tuvo que resignar el mando efectivo en sus legados, mientras permanecía en Tarraco. Las tropas obtuvieron trabajosamente éxitos tan poco decisivos como los precedentes; en el 22 estallaron nuevos alzamientos y, esta vez, el mando fue otorgado a Agripa, que dirigió dos duras campañas, el 20 y el 19: el país fue devastado; los guerreros, masacrados; y el resto de la población hubo de abandonar las montañas y asentarse en los llanos. Durante un segundo viaje a Galia e Hispania, desde el 16 al 13, Augusto reorganizó la administración de la Península, que fue definitivamente dividida en tres provincias: Bética, senatoria; Tarraconense y Lusitania, imperiales; en éstas se acantonó por mucho tiempo un fuerte ejército de tres legiones. En adelante, Hispania se mantuvo quieta. La Galia hirsutaLa Galia hirsuta ganada por César formó una única provincia atribuida inicialmente por el II Triunvirato a Antonio, pero que se incluyó en la parte de Octavio a raíz de la Paz de Brindisi (40 a. C.). La conquista de César no fue aceptada sin reticencias por todos los galos: los belovacos se alzaron en el 46, y Octavio hubo de acudir para reprimir alteraciones inmediatamente después de que le fuera confiada; y luego le fue preciso enviar a Agripa, que había obtenido una gran victoria sobre los aquitanos y franqueado el Rin. Hacia el 31-30, las tropas romanas aún tuvieron que combatir con los morinos y los treviros. El 14 de julio del 28, C. Carrinas triunfó de Gallis; en el 27, M. Valerio Mésala Corvino celebró otro triunfo, tras dirigir una victoriosa campaña contra los aquitanos. Cuando Augusto se personó en la Galia, se estableció en Narbona, desde donde ordenó el censo del país, y corrió el rumor de que había pensado en una expedición a Britania, que se vio impedida por los problemas en la Galia; en realidad, fue a Hispania, y los problemas que hubiera se producirían, más bien, a causa de las operaciones de censo. Augusto llevó a cabo una segunda estancia en la Galia en los años 16-13: rechazó una incursión de germanos y acaso fue durante esta estancia cuando suscribió un acuerdo con jefes britanos. Tras su partida, confió la Galia a Druso, con el encargo de realizar un nuevo censo —quince años tras el primero: lapso que después aparece a menudo para censos provinciales— . En esta ocasión, el censo provocó verdaderos problemas, que Druso supo apaciguar; las tropas romanas evacuaron el interior del país para establecerse en el Rin, de modo que protegiesen a la Galia contra los germanos y les resultase fácil regresar en caso de que estallasen revueltas internas; empero, se ha descubierto recientemente un campamento en Aquitania y otro en Bélgica que parece estuvieron ocupados hasta fines del siglo i d. C., probablemente por unidades auxiliares. Ignoramos si la Galia hirsuta había sido ya dividida en tres provincias imperiales, Bélgica, Lugdunense y Aquitania, pero su unidad fue proclamada con la creación del culto a Roma y Augusto ad confluentem. El arco alpinoLa mayor parte, si no la totalidad, de los pueblos que ocupaban ambas vertientes de los Alpes eran célticos, pero habían vivido siempre aparte. Su independencia era una amenaza para la Cisalpina, que carecía de fronteras de fácil defensa, sobre todo hacia el mundo bárbaro del norte, y hacía precarias las comunicaciones con la Narbonense y las Tres Galias. Augusto se aplicó a someterlos, lo que resultó muy difícil y, sobre todo, muy largo: en los Alpes occidentales dieciocho años, desde el 25 al 7 a. C.; fue, incluso, preciso aniquilar o esclavizar a los salasios, que ocupaban el actual valle de Aosta, y fundar allí una colonia nutrida de expretorianos, de donde su nombre de Augusta Praetoria, para mantener la calma en la región y controlar los pasos del Gran y el Pequeño San Bernardo. En el punto más alto de la cornisa que siguió la nueva Via Iulia fue erigido un trofeo monumental dedicado a Augusto, cuya inscripción mencionaba los nombres de los 45 pueblos sometidos: el trofeo de La Turbia, cuyos restos dominan Monaco. Parece que Augusto consintió a estos pueblos una amplia autonomía; el rey Cotio, cuya capital era Susa, conservó, incluso, su jurisdicción, que se extendía ampliamente por la vertiente occidental, ya que aceptó la sumisión inmediatamente; sencillamente, recibió el título de prefecto. Poco a poco, al parecer, los territorios de los Alpes occidentales fueron organizados como provincias, confiadas a procuradores ecuestres. La conquista de los Alpes del Norte fue más rápida que la de los occidentales, probablemente porque el esfuerzo fue mayor y de más alcance: se trataba, en efecto, no sólo de someterlos, sino de llevar la frontera del imperio al Danubio. Duró únicamente desde el 17 al 15. En la última campaña (año 15), Druso salió de Verona, cruzó los Alpes y bajó por el valle del Aenus (el Inn), mientras que Tiberio, llegado de la Galia, ocupaba la región del Lacus Venetus (lago Constanza); ambos hermanos se reunieron en Retia, en territorio vindelicio. En el mismo año fue anexionado el Nórico, el reino celta situado al este del Inn. El IlíricoEra la región del otro lado del Adriático. Roma puso allí el pie en su parte meridional a fines del siglo III a. C., y luego extendió su dominio a la mayor parte de la costa dálmata, pero de modo precario, pues los indígenas se sublevaban a menudo, favorecidos por el relieve del país. Entre 35 y 33, Octavio se vio obligado a guerrear allí y fue por ello recompensado con un triunfo que no pudo celebrar hasta el 13 de agosto del 29. Pero no era sólo que la independencia de los pueblos ilirios impidiese el establecimiento de enlaces terrestres entre la Cisalpina y Macedonia, sino también que no había obstáculo natural serio entre Istria y la región de Aquilea que pudiera impedir las incursiones a la Cisalpina, no solamente de los ilirios, sino incluso de los bárbaros de Panonia. A partir del 16, Augusto mandó acometer la conquista progresiva del Ilírico interior, y la anexión del valle del Savus (Save) empezó a abrir una ruta hacia Macedonia, mientras que la de Panonia hasta el Danubio daría, por el otro lado, una frontera neta y fácil de controlar. A su regreso de Oriente, el 13 a. C., Agripa fue enviado al Danubio; murió casi de inmediato y fue sustituido por Tiberio. GermaniaSe recordaban aún la invasión de cimbrios y teutones y las pretensiones del suevo Ariovisto; César y luego Agripa, habían cruzado el Rin sin obtener resultados serios y duraderos; más allá del Rin y el Danubio, los germanos constituían, pues, un peligro latente que era conveniente eliminar también. Por otro lado, la tarea sería probablemente fácil, ya que se creía que Germania tenía poca población y particularmente bárbara, agrupada en pueblos aislados, capaces, a lo más, de unirse en ligas inestables con ocasión de las guerras que constantemente los oponían entre sí. Las dificultades se derivarían únicamente de que el país era inmenso y desconocido. Y, además, la ofensiva serviría para dirigir el combativo espíritu de los galos contra los germanos. En la primavera del 12, Druso salió de Vetera (Xanten), remontó el valle del Lupia (Lippe) y construyó puentes sobre el Rin mientras que una flota penetraba en el lago Flevo y zarpaba para reconocer las islas Frisonas; al final de la expedición hubo de sufrir las tormentas del equinoccio de otoño. En el 11, Druso volvió a remontar el Lupia, entablando duras batallas contra los catos, sicambros y queruscos. En el 10 salió de Mogontiacum (Maguncia) para un reconocimiento armado del bajo Moenus (Main). La expedición del año 9 fue mucho más importante, puesto que llegó hasta el Albis (Elba), que fue avistado en la región en la que surgiría Magdeburgo; pero, a la vuelta, Druso murió al caer del caballo. Tiberio fue enviado a toda prisa para paliar las consecuencias que hubiera podido acarrear su muerte y reforzó la defensa del Rin. Los años siguientes nos resultan muy oscuros. Parece, desde luego, que Augusto intentó recoger los frutos de las operaciones diplomáticas desarrolladas con apoyo de las militares. Un buen número de pueblos hubo de entregar como rehenes a hijos de jefes, luego educados a la romana; regresados a sus hogares, parecían partidarios del entendimiento con Roma. Tal pudo, quizás, ser el caso de Marobaudo, rey de los marcomanos, asentados en las cercanías del cuadrilátero bohemio, por entonces un gran reino celta, el de los boyos, que acogían a los galos y a los celtas danubianos que huían de la dominación romana. Marobaudo fue incitado a atacar a los boyos, a quienes venció fácilmente; pero la unión de marcomanos y boyos formó una potencia que pareció peligrosa y se establecieron relaciones aparentemente amistosas con otros pueblos germanos que le eran hostiles. En fecha mal conocida, hacia el 4 a. C., L. Domicio Ahenobarbo salió de Retia, alcanzó el Elba medio y recondujo a su ejército al Rin. En el 4 d. C., Tiberio fue enviado al Rin, donde la situación volvía a ser inquietante, y durante el invierno del 4 al 5 remontó hasta el valle alto del Lippe. En el 5 alcanzó la desembocadura del Elba, por mar; parte de su flota zarpó para explorar la punta de Jutlandia y otra remontó el Elba; al sur del Elba inferior encontró a un nuevo pueblo germano, el lombardo, que, con otros, ofreció su sumisión. Augusto creyó que era posible organizar Germania como una provincia cuyo centro, empero, quedaría establecido entre los ubios, pueblo germano asentado en la orilla izquierda delRin, donde por entonces se erigió el Altar de los Ubios . Dramáticos fracasoMarobaudo, que había extendido su reino al norte de Bohemia, se volvía demasiado poderoso. En el año 6, dos ejércitos romanos, con once legiones en total, marcharon contra Bohemia. El de Sentio Saturnino, salido de Mogontiacum, llegó hasta allí; el de Tiberio, salido del Ilírico, se hallaba a cinco días de marcha del ejército de Marobaudo cuando se supo que en el Ilírico había estallado un alzamiento general: Tiberio hubo de conceder rápidamente la paz a Marobaudo, reconocerlo como “rey y amigo de los romanos” y regresar al Ilírico donde, durante tres años, tuvo que dirigir una lucha muy dura. Obtuvo, por fin, una victoria decisiva, en el otoño del año 9, y desde entonces hubo una provincia de Panonia entre el Nórico y el Danubio y una provincia de Dalmacia que, más o menos, correspondía a las regiones montañosas de Yugoslavia. Pero en la misma época ocurrió en Germania un terrible desastre militar. La creación de una provincia en Germania no era sino una ficción; todos los años, para el buen tiempo, el ejército romano llegaba al país, lo evacuaba en otoño y, en invierno, se retiraba a sus bases renanas. Los germanos soportaban mal la situación y encontraron un jefe, el querusco Arminio, ciudadano romano e incluso caballero, que había servido en las tropas auxiliares de Roma. El comandante de los ejércitos del Rin en el año 9, el legado Quintilio Varo, había actuado anteriormente con éxito como legado de Siria, aunque su presente puesto lo debía, sobre todo, a su boda con una sobrina-nieta de Augusto. Quiso cobrar impuestos y administrar justicia al modo romano, con lo que suscitó la ira de los germanos; y también erró en confiar ciegamente en Arminio cuando, en realidad, éste preparaba la rebelión. Cuando Varo salió para reconducir el ejército al Rin, le tendió una emboscada en el bosque de Teutoburgo, sobre cuyo emplazamiento aún se discute: las tres legiones fueron prácticamente aniquiladas y Varo se suicidó. El eco de tal desastre fue inmenso: en Italia se efectuaron, incluso, levas de ciudadanos, aunque los germanos se contentaron con esa victoria. En el 11 y el 12, el ejército romano realizó algunas expediciones sin importancia a Germania, y sólo en el 14 fue confiado un fuerte ejército a Germánico, el hijo de Druso, para que mandase una ofensiva que supondría el desquite; pero que no iba a llevarse a cabo sino después de muerto Augusto. Los Balcanes y el Ponto EuxinoAguas abajo de Panonia, también la frontera del Imperio fue llevada hasta el Danubio, con la provincia de Mesia, que llegaba hasta las bocas del río y que englobó antiguas colonias griegas del litoral del Ponto Euxino, como Callatis, Tomis (Constanza) o Histria. Entre Mesia y Macedonia, los pequeños principados tracios hubieron de aceptar el protectorado romano, al igual que las colonias griegas de la región de los Estrechos y, en particular, Bizancio. El Quersoneso Tracio (la península de Gallípolis), convertido en propiedad personal de Agripa, quedó, tras su muerte, en manos de la familia imperial. En la costa norte del Ponto Euxino, la ciudad griega de Olbia y el reino del Bosforo, muy helenizado y al que Augusto impuso como rey al del Ponto, Polemón, también quedaron bajo protectorado romano. AsiaLos pequeños reinos que Augusto había consentido en el 30 a. C. desaparecieron paulatinamente, transformándose en provincias o anexionados a las ya existentes: así, a la muerte de Polemón (18 o 17 a. C.), el reino del Ponto fue dividido entre las provincias de Bitinia y Galacia. En Judea, el rey Herodes el Grande murió en el 4 a. C., y su reino fue, primero, repartido entre sus hijos, que ya no tomaron título de reyes, sino de tetrarcas; y, luego, en el 6 d. C., Judea se convirtió en provincia procuratoria. Los únicos problemas serios procedían de los reinos de Partía y Armenia, separados del territorio romano por el Eufrates. Los partos eran iranios, pero habían extendido su dominio a Mesopotamia, lo que los opuso a los romanos desde que éstos se adueñaron de Siria. Los romanos no habían olvidado ni el desastre de Carras, en que pereciera el triunviro Craso en el 53, ni los graves fracasos de Decidio Saxa en el 40 y del propio Antonio en el 36 a. C. En teoría, los partos querían restaurar el imperio de los Aqueménidas, pero los pueblos iranios estaban mal unificados —los persas aceptaban la preeminencia parta a regañadientes— y, sobre todo, el reino parto era un Estado feudal en el que las grandes familias nobles obedecían al rey deficientemente. Era éste elegido en la familia de los Arsácidas, pero, a falta de una ley segura de sucesión, siempre había un cierto número de parientes dispuestos a intentar deponerlo y sustituirlo si las circunstancias eran propicias. Armenia estaba poblada por gentes semejantes a las iranias, y sus reyes eran por lo general príncipes Arsácidas, pero su poder tampoco resultaba muy seguro; las facciones opuestas acudían en busca de apoyo bien a Partia, bien a Roma. En el 20 a. C., la situación era favorable a Roma. Tiberio, con algunas tropas, impuso como rey en Armenia a Tigranes III, y el rey de los partos, Fraates IV, devolvió a Roma las águilas tomadas a las legiones de Craso, así como los despojos y los prisioneros romanos capturados; tal éxito diplomático tuvo en Roma inmensa resonancia y Augusto se glorificó por ello desmedidamente, pero desde entonces Tigranes III y Fraates IV parecieron ser protegidos de Roma. Tigranes murió el 6 a. C. y Fraates fue derrocado cuatro años más tarde. Surgieron alteraciones, y hacia el 9 d. C., Partía tenía como rey a Vonones, también protegido de Roma, lo que provocó su caída dos años después. Su sucesor, Artabán III, logró reinar también en Armenia, pero sus éxitos fueron demasiado frágiles como para hacerlo peligroso. EgiptoEl primer prefecto de Egipto fue aquel Cornelio Galo que tan importante papel desempeñó en las últimas operaciones contra Antonio y Cleopatra. Reprimió fácilmente una revuelta en una ciudad del Delta, Heroónpolis, y una algo más importante en la Tebaida, expresión de la resistencia que la región había opuesto a menudo a la autoridad central, incluso bajo los Lágidas. En esta ocasión, fue un poco más allá de la Primera Catarata y, en Philae, recibió emisarios del rey de Etiopía, a quienes concedió protección, y quiso confiar a un jefe indígena la Triacontasquena (“las Treinta Leguas”), es decir, probablemente el país que va desde la Primera a la Segunda Catarata. Por desdicha para él, Galo exaltó desmesuradamente su acción sin comunicar los éxitos al emperador, como atestigua una inscripción fechada el 17 de abril del 29, en latín, griego y jeroglífico, cuyos restos se hallaron en la isla de Philae. Hubo, sin duda, otros monumentos semejantes y, en particular, estatuas que se hizo erigir; e, incluso, frases poco felices pronunciadas después de haber bebido: fue denunciado, Augusto lo llamó y le prohibió residir en las provincias imperiales. Luego se acumularon las acusaciones en su contra, y el Senado, por unanimidad, lo condenó al exilio y confiscó sus bienes, que se adjudicaron a Augusto; los senadores ofrecieron un sacrificio de acción de gracias. Galo se suicidó y entonces se quejó Augusto de no poder siquiera enfadarse con sus amigos (en el año 26 a. C.). El segundo prefecto de Egipto, M. Elio Galo —luego padre adoptivo de Sejano, prefecto del pretorio con Tiberio—, recibió la encomienda de llevar a cabo una expedición a la costa oriental del Mar Rojo. Embarcó en Arsinoe —en la región de la actual Suez— y desembarcó en la costa árabe; permaneció allí varios meses y sufrió duras pérdidas, pero acaso esta expedición facilitara, no obstante, las relaciones comerciales con los árabes y la India, que conocieron inmediatamente un gran auge. La salida de las tropas de Elio Galo permitió a los etíopes atacar la Tebaida; se apoderaron, incluso, de Síene, Elefantina y Philae, en donde derribaron las estatuas de Augusto. El sucesor de Elio Galo, P. Petronio, pasó a la ofensiva y se apoderó de Napata, la capital de la reina, Kandaké, que entonces gobernaba a los etíopes, que acabaron por pedir la paz. Llegaron hasta Augusto, que estaba en Samos, sus embajadores, aquienes la concedió, renunciando a exigirles tributo. Al sur de la Tebaida, el dominio romano se circunscribió al Dodecasqueno (“las Doce Leguas”), cerrado al sur por la fortaleza de Premnis, muy aguas abajo de Abu Simbel. En realidad, los etíopes permanecieron por completo independientes, y los arqueólogos han hallado, incluso, la cabeza de una estatua de Augusto en bronce enterrada simbólicamente bajo una puerta de la muralla de Meroé, su ciudad principal, situada mucho más allá de Napata. AfricaEs la única región del contorno mediterráneo a la que Augusto no tuvo nunca que acudir. En el 30 a. C. (?) la provincia de Africa, que abarcaba ya la Tripolitania, fue acrecida con Numidia, quizás inicialmente confiada a Yuba (Juba) II, hijo del rey Yuba I, el aliado de los republicanos contra César. Los procónsules, que disponían aún de la legión III Augusta y de sus tropas auxiliares, hubieron de luchar contra los pueblos saharianos que, en ocasiones, hostigaban los confines meridionales de la provincia: los gétulos, que nomadeaban desde el Chot el Yerid hasta el Hodna, y los garamantes del desierto de Libia. En el 21-20 a. C., el procónsul L. Cornelio Balbo hubo de combatir contra ambos y dirigió una memorable campaña por el desierto líbico: salió, probablemente, de Sabratha, pasó por Ciclamis (Gadamés) y llegó a Garanta (Yerma), capital garamante; no era cosa de ocupar el país, pero la expedición acreció considerablemente los conocimientos sobre el Africa y valió a Balbo la celebración de un triunfo de Afris el 27 de marzo del 19. Privado de Numidia, Yuba II fue rey de Mauritania, esto es, de las regiones que iban desde Argelia central hasta el Atlántico, en la medida en que fue capaz de hacer reconocer su autoridad. Había casado con Cleopatra Selene, hija de Antonio y Cleopatra, y ambos se habían educado en Roma; hicieron de su capital, Cesarea (Cherchell), y acaso también de la principal ciudad de Mauritania occidental, Volubilis, centros de difusión de la civilización romana. No obstante, algunas ciudades costeras fueron agregadas administrativamente a la provincia senatoria de la Bética y, particularmente, Tingi (Tánger). El final de las conquistasAl final del reinado, el inmenso imperio era ya un bloque desde el desierto de Siria hasta las orillas del Atlántico y desde el Rin y el Danubio hasta las arenas del Sahara y del desierto de Libia. Augusto había intentado extenderlo más aún, de acuerdo, desde luego, con la opinión romana que recordaba las tradiciones conquistadoras de la República. Con el gran César, los ejércitos romanos habían cruzado La Mancha y el Rin y, en el momento de su muerte, se preparaba para atacar a los partos para vengar Carras con una guerra que hubiera reproducido las hazañas de Alejandro: ¿no era deber de su hijo retomar tales proyectos? Pero los intentos realizados para llevar el dominio romano, directo o indirecto, a regiones demasiado lejanas habían fracasado: el reino de Meroé y el imperio parto habían conservado su plena independencia, la influencia romana en Armenia era precaria, la expedición de Elio Galo a Arabia había acabado mal y, aún peor, Germania, a la que se llegó a creer sometida, había causado al ejército de Varo uno de los peores desastres de la historia romana. ¿Dio en verdad Augusto a Tiberio, que iba a ser su sucesor, el consejo imperativo de no intentar extender más el imperio? Puede dudarse de ello, pero, sea como fuese, el imperio había alcanzado, poco más o menos, sus límites definitivos.
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