LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO LXI (61)
CISNEROS REGENTE.
1516 - 1517
El ilustrado y virtuoso arzobispo de Toledo y
cardenal de España, don Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, desde su regreso de
la gloriosa expedición de Orán se había ocupado principalmente en atender con
el más esmerado y apostólico celo a la dirección
espiritual de su diócesis, en socorrer con mano liberal las necesidades de los
fieles y de los pueblos sometidos a su jurisdicción,
empleando las cuantiosas rentas de la primera mitra de España en suplir las
escaseces con que la esterilidad de algunos años castigaba a los labradores pobres en comarcas enteras, y en fomentar con incansable afán
los estudios de su querida y naciente universidad de Alcalá, de la cual es ya
tiempo de dar cuenta, como de una de las fundaciones que honran más la memoria
de aquel esclarecido prelado.
Desde antes de terminar el siglo XV había ocupado al insigne primado de España el
pensamiento de establecer en su predilecta ciudad de Alcalá de Henares una
escuela general para la instrucción de la juventud, pensamiento que uno de sus
antecesores había tenido ya y no había podido llevar a cabo. Cisneros, cuyo carácter era la constancia en todo lo que una vez concebía
como bueno y útil, y no retroceder ante ninguna dificultad hasta lograr la
realización de sus grandiosos proyectos, tuvo la satisfacción de colocar por
su propia mano, vestido de pontifical y en medio de una solemne ceremonia (28
de febrero de 1498), la primera piedra del proyectado establecimiento, y con
ella una medalla de bronce con un busto y una inscripción en que se expresaba
el destino del futuro edificio, con arreglo al plano trazado por el arquitecto
Pedro Gumiel. Desde entonces, en medio de las vastas atenciones que parecían
embargarle todo el tiempo, jamás perdió de vista el cardenal su gran
proyecto universitario. Siempre que las circunstancias le permitían morar
algún tiempo en Alcalá, dedicábase a impulsar la
obra, a alentar con recompensas a los operarios, y a recorrer él mismo el terreno con
la regla en la mano tomando medidas para los vastos y sólidos edificios que
habían de circundar o agregarse al principal, y
formar un espacioso conjunto con todo lo necesario para el bienestar y
comodidad de los profesores y alumnos. Merced a su
incansable celo, la obra se siguió con ardor, adelantó rápidamente, y
concluido lo más preciso, el 26 de julio de 1508 tuvo la gloria de inaugurar su
universidad, con el título entonces de Colegio Mayor de San Ildefonso, en
honra del santo patrono de Toledo.
Inmediatamente estableció Cisneros en su
grande escuela variedad de cátedras y enseñanzas, principalmente de ciencias
eclesiásticas, de Gramática, de retórica, de lengua griega, de artes que se
llamaban en aquel tiempo, buscó y trajo a su
universidad los más doctos y acreditados profesores que pudo hallar en todas
partes, les señaló muy decorosas dotaciones, y hasta les edificó casas de
campo y de recreo donde pudiesen ir ciertos días a descansar de sus tareas ordinarias: asignó para el sostenimiento de la
universidad y colegios anexos una renta en fincas de catorce mil ducados, que
después se fue aumentando considerablemente: hizo un buen reglamento de
estudios; estableció premios y recompensas para que sirviesen de estímulo y
emulación a los jóvenes; él mismo presidía a veces los ejercicios y aplicaba los premios; creó plazas para
estudiantes pobres y erigió un hospital para los enfermos que carecían de
recursos. Merced a estas y otras sabias medidas
inspiradas por el genio de aquel grande hombre, los estudios de Alcalá
florecieron rápidamente hasta competir con los de Salamanca, y cuando a los veinte años de su apertura visitó Francisco I de
Francia aquella universidad salieron siete mil estudiantes a recibirle, y dijo admirado aquel monarca, que «Cisneros había ejecutado solo en
España lo que en Francia había tenido que hacerse por una serie de reyes»
Habiendo pasado en 1513 el rey Fernando por
Alcalá de Henares y detenídose unos días con objeto
de reponer su quebrantada salud, le dijo a Cisneros
un día: Iré después de comer a visitar vuestros
colegios y a censurar vuestras fábricas. Porque se
censuraba al cardenal por los grandes gastos que había hecho en la
construcción de tantos y tan magníficos edificios, y decíase de él con retruécano, que nunca la Iglesia de Toledo había tenido un prelado
más edificante en todos sentidos. El arzobispo recibió a su soberano con toda solemnidad, acompañado del rector y de todos los doctores
del claustro, y cuando el rey vió la grandeza y
hermosura de los colegios: Vine, le dijo, con ánimo de censurar vuestras fábricas, pero ahora no puedo menos de admirarlas.
Y como Fernando, aunque no fuese hombre de estudios, gustase de ver honradas y
protegidas las letras, felicitó al cardenal por haber fundado una universidad
cuya reputación podría con el tiempo igualar a la de
París: a lo cual contestó Cisneros con dignidad:
Señor, mientras vos ganáis reinos y formáis capitanes, yo trabajo para
formaros hombres que honren a España y sirvanala Iglesia.
Otra de las obras que hicieron inmortal el
nombre de Cisneros en la república literaria fue la famosa edición de la Biblia Polyglota, llamada también Complutense, de la
antigua Complutum (Alcalá), en que se imprimió. Si
era difícil como trabajo tipográfico, hallándose el arte de la imprenta tan en
su infancia, imprimir una obra en variedad de caracteres y lenguas antiguas,
no era menos difícil como obra de literatura, así por los conocimientos
bíblicos y filosóficos que exigía, como por la inteligencia que se necesitaba
en la lectura de los más antiguos manuscritos, y hasta por la dificultad de la
adquisición de éstos. Era menester un hombre del genio, de la posición, de la
laboriosidad y perseverancia de Cisneros para atreverse a acometer, cuanto más para llevar a cabo, una empresa
tan colosal, en medio de tantas atenciones como le rodeaban. Y no sin razón nos
dice su puntual biógrafo, que si hubiera de referir por menor los trabajos, las
vigilias y fatigas que pasaron los eruditos encargados de la revisión, examen
y cotejo de ejemplares, y cuántos y cuán graves negocios distraían entretanto
la atención del cardenal, tendría que ser nimiamente prolijo y cansado.
Todo lo venció, sin embargo, aquel infatigable varón a fuerza de celo, de energía, de dispendios y de sacrificios de todo género. El
papa le franqueó la preciosa colección de códices del Vaticano; él logró
originales o alcanzó copias de los más antiguos y
apreciables manuscritos del Viejo y Nuevo Testamento que había en España, en
Italia, en toda Europa: pagó cuatro mil coronas de oro por siete códices
hebraicos que hizo venir de diversas regiones; alentabacontinuamente para que no desmayasen en su
trabajo a los nueve sabios a quienes había encomendado la ejecución de la obra; presidía muchas veces
sus juntas y tomaba parte en sus discusiones; y para los trabajos tipográficos
trajo artistas de Alemania que fundiesen los caracteres de las diversas lenguas en la fábrica que para ello se estableció en Alcalá.
Por último, a los
quince años de haberse comenzado la obra, y pocos meses antes de morir el
hombre ilustre que la había emprendido (1517), tuvo la satisfacción de ver
concluida su Biblia Polyglota en seis volúmenes en
folio, y no extrañamos que al fin de su vida dijera a sus familiares rebosando de alegría: «De cuantas cosas arduas y difíciles he
ejecutado en honra de la república, nada hay, amigos míos, de que me debáis
congratular tanto como de esta edición de las Divinas Escrituras». Y en
efecto, Europa entera se quedó asombrada de que en tales tiempos y a través de tan inmensas dificultades se hubiera llevado a complemento en España un trabajo tan gigantesco como obra
literaria y como obra tipográfica.
A vueltas de estas ocupaciones, el cardenal
Cisneros, que así empuñaba la bandera de guerra para conquistar ciudades
infieles, como fundaba academias y escuelas públicas; que así dirigía los
negocios espirituales de una diócesis como los temporales de un reino; que así
hacía ediciones grandiosas de las Santas Escrituras como levantaba ejércitos y
abastecía armadas; que así presidía cortes como guiaba las conciencias ele los
reyes en el confesonario, era consultado por el Rey Católico en los más graves
negocios del Estado, a pesar de los celos, disgustos
y sospechas que habían quedado entre ellos desde la conquista de Orán, porque
el ascendiente de su virtud y de su talento le sobreponía a todo.
Tal era el hombre á quien Fernando pocas horas antes de morir habíadejado encomendada la regencia del reino de
Castilla hasta la venida de su nieto el príncipe Carlos de Gante (1516).
El infante don Fernando su hermano, que por el
testamento primero de Burgos era el más favorecido de su abuelo, y que
ignorando la variación hecha en el de Madrigalejo,
se creía designado para regente de Castilla, escribió a los del consejo con aire de mandamiento para que fuesen cerca de su persona a
Guadalupe donde se hallaba, a fin de tomar las
resoluciones convenientes al bien del Estado. Sorprendidos los consejeros con
esta carta, contestáronle por medio de uno de sus
individuos: que no dejarían de ir a Guadalupe, donde
le tributarían el debido homenaje de respeto; pero en cuanto a rey, añadían, no tenemos otro que el César : frase que
se hizo desde entonces proverbial, y fué mirada
después como profética cuando se vió a Carlos heredar
el imperio de Alemania. Con motivo de esta ocurrencia uno de los primeros
cuidados del cardenal regente fué observar los pasos
del infante don Fernando; y a este fin, con pretexto
de velar mejor por su seguridad, le trajo consigo y le tuvo a su lado en Madrid, donde Cisneros vino, y cuya villa se fué haciendo desde esta época el asiento y residencia de la corte.
Tan pronto como murió el Rey Católico,
Adriano, deán de Lovaina, que había venido, como hemos dicho, a Castilla, enviado por el príncipe Carlos de Flandes a arreglar lo relativo a sucesión
y regencia del reino, exhibió poderes que había traído del príncipe
autorizándole a tomar la gobernación de Castilla así
que muriese el rey. Daba a Cisneros gran ventaja
sobre este competidor, además de su talento y su práctica, su cualidad de
español, y difícilmente se hubieran los castellanos sometido al mando de un
extranjero. Suscitáronse, sin embargo, algunas
diferencias, que duraron poco, pues no tardó el cardenal en recibir una
afectuosa carta de Carlos, fechada el 14 de febrero en Bruselas, en que le
confirmaba el título de regente, y después de
nombrarle «Reverendísimo en Cristo Padre, Cardenal de Espanya,
arzobispo de Toledo, Primado de las Espanyas,
Canceller mayor de Castilla, nuestro muy caro y muy amado amigo señor,» le
decía, que aunque el rey su abuelo no le hubiera nombrado, «él mismo no
pidiera, ni rogara, ni escogiera otra persona para la regencia, sabiendo que
así cumplía al servicio de Dios y al suyo y al bien y pro de los reinos».
El deán de Lovaina quedaba sólo como un embajador, pero Cisneros no tuvo reparo
en asociarle a la regencia, persuadido del ningún
influjo que había de ejercer, como así sucedió, pues aunque ambos desempeñaban
juntamente el gobierno, el cardenal era el que lo hacía todo, y ni aun la firma
del deán aparecía en los documentos.
Otra mayor dificultad le vino de Flandes al
prelado regente; y fue que el príncipe Carlos comenzó luego a usar el título de rey, y después de haber conseguido que le escribieran como a tal el emperador
y el papa, quiso también que le fuese reconocido el mismo título en España, y
así lo requirió a Cisneros. Pretensión era esta,
sobre ilegal y prematura en vida de la legítima reina doña Juana su madre y sin
intervención de las cortes, contraria a las
costumbres, ofensiva al natural orgullo de los castellanos, y capaz de acabar,
si la admitía, con la popularidad del regente. Así, tanto el Consejo como
Cisneros expusieron al príncipe lo improcedente e impolítico dar semejante
paso, pero Carlos, instigado por los consejeros flamencos que no conocían ni
las costumbres ni el carácter de los españoles, dió por toda contestación que se le proclamara rey sin más dilaciones. Cisneros
entonces creyó que debía ejecutar lo que el príncipe con tanto apremio le
ordenaba, tal vez temeroso de las discordias y revueltas que podrían nacer en
otro caso; y aunque conocía que necesitaba todo el vigor y todo el temple de su
espíritu para la adopción de tan impopular medida, convocó a los prelados y nobles a una junta en Madrid (mayo,
1516), y les comunicó su resolución de proclamar rey a Carlos de Flandes.
Los grandes de Castilla, muchos de los cuales
habían recibido ya con harto disgusto el nombramiento de regente en un hombre
nacido del pueblo, pero que esperaban recobrar el influjo que bajo el gobierno
vigoroso de los Reyes Católicos habían perdido, a la
sombra de la debilidad de un fraile octogenario y casi decrépito, alegrábanse de tener aquella ocasión para ostentarse
fuertes contra el viejo prelado. Así fué que en lugar
de dóciles consentidores halló Cisneros impugnadores soberbios, y más cuando
les favorecían las leyes del reino y se fortalecían en el legítimo derecho de
doña Juana. Viendo Cisneros el carácter desfavorable que tomaba la discusión,
quiso mostrarles que los años no habían enervado su vigorosa fibra, y con tono grave
y voz firme les dijo que no los había reunido para consultar, sino para
obedecer, y añadió: «Mañana mismo será proclamado Carlos en Madrid, y las demás
ciudades seguirán el ejemplo de la corte». Y así se verificó: Carlos fué proclamado en Madrid al día siguiente (30 de mayo), y
en las ciudades de Castilla se fué haciendo lo mismo
con poca oposición. No así en las de Aragón, donde se protestó que Carlos no
sería reconocido mientras no se presentara en persona a prestar, según costumbre, el juramento de guardar los fueros y libertades del
reino.
Refiérese que disgustados los nobles de la severa
conducta del regente, le enviaron un día una diputación compuesta del
almirante de Castilla, del duque del Infantado y del conde de Benavente para
preguntarle en virtud de qué poderes gobernaba el reino. El cardenal respondió
que en virtud del testamento de Fernando y del nombramiento de Carlos; y como
no se mostrasen muy satisfechos de la respuesta, los llevó como por acaso a un balcón de palacio, y señalándoles la guardia armada
que debajo tenía, con algunos cañones, les dijo: Esos son mis poderes: dicho
que adquirió una gran celebridad, y que a ser auténtico, como la tradición supone, revela no tanto
la razón como la energía de carácter del franciscano regente.
De que el plan de Cisneros era ensanchar y
centralizar el poder real y rebajar y disminuir el de la nobleza, no dejó duda
su famosa pragmática o decreto, creando una especie
de milicia ciudadana, que tal venía a ser el
alistamiento de la gente llamada de ordenanza, pagada de los fondos públicos,
la cual se había de ensayar ciertos días de cada mes en ejercicios militares.
Esta fuerza, que llegó a formar un cuerpo de más de
treinta mil hombres, a la cual se dió su correspondiente organización, y fue como la
precursora de los ejércitos permanentes, tenía por objeto poner a la disposición de la corona un cuerpo de tropas regladas
con que contrarrestar el poder de los nobles. Bien penetraron éstos la
intención, y harto conocieron la tendencia y los efectos de esta medida, y por
lo mismo trabajaron cuanto pudieron por entorpecerla y que no se llevara a cabo. Representaron al pueblo lo innecesario y lo
intolerable del tributo, y pintaban la institución como opuesta a sus fueros y privilegios. Valladolid, donde ejercían
grande influjo el almirante de Castilla y el conde de Benavente, fué la primera que oyendo las sugestiones de estos
magnates, opuso una resistencia tumultuosa y porfiada al alistamiento, hasta
alzarse en abierta rebelión. Burgos siguió su ejemplo, y a su tenor León, Salamanca, Medina y otras ciudades, que seducidas por una
protección engañosa e interesada de los grandes y
nobles, creían defender así mejor sus libertades, y lo que hacían era trabajar
por su propio daño y en pro de aquella misma nobleza que aspiraba a tener en perpetuo vasallaje al pueblo. No comprendía éste
el pensamiento popular de Cisneros, y se rebelaba contra el que quería
emanciparle.
Las ciudades por una parte y los regentes por
otra dirigían representaciones en opuesto sentido al príncipe-rey: pero la
conducta firme del cardenal, las fuertes razones con que exhortaba a Carlos a que no consintiese que la autoridad fuese
desobedecida y cayese en menosprecio, las cartas que en virtud de estos
consejos dirigía Carlos a las ciudades disidentes
para que entrasen de nuevo en la obediencia prometiéndoles su pronta venida,
junto con otros medios que Cisneros supo emplear, fueron al fin venciendo la
resistencia y aquietando las poblaciones, inclusa Valladolid, que fué la más tenaz de todas, si bien para sosegarla fué menester otorgarle algunos privilegios.
Con esto pudo Cisneros emprender otras
reformas que había meditado, y los pueblos debieron ya comprender que no se
enderezaban contra ellos sus planes, sino contra la clase aristocrática y
noble. Severo fue con ella el cardenal, y fuertes y arriesgadas fueron las
medidas que tomó. Suprimió ciertas pensiones que el Rey Católico había
concedido, hizo devolver a la corona tierras y
señoríos que Fernando en sus últimos años había enajenado como derechos que no
debían subsistir después de su muerte: rebajó sueldos, extinguió empleos, hizo
una rigorosa pesquisa sobre los fondos de las órdenes militares, en que había
habido mucha dilapidación, y estableció otras economías en la hacienda,
manejándose en esto contal desinterés y dando a los ahorros tal inversión que justificaba al propio
tiempo su pureza y la conveniencia de tan rígidas medidas. Sólo se advertía
con disgusto que una parte de aquellas economías servía para alimentar la
codicia de la corte flamenca.
A pesar de este inconveniente y de los
entorpecimientos que le ponían las intrigas y la avaricia de la corte de
Flandes de que luego hablaremos, aun tuvo el anciano y activo regente con que
atender a los gastos de dos guerras que hubo de
sostener en este tiempo, una en Navarra contra el destronado rey Juan de Albret, otra en África contra el famoso corsario Barbarroja
que por su valor se había elevado a rey de Argel y de
Túnez. La de Navarra tuvo un éxito tan breve como favorable, merced a la previsión y vigilancia con que el cardenal supo
frustrar los proyectos de aquel desgraciado príncipe, enviando con tiempo un
respetable cuerpo de tropas, que a las órdenes del
valeroso Villalva acometió y derrotó a la gente de Albret,
teniendo éste que huir con la mayor precipitación, con lo cual tuvo pronto y
feliz término la guerra. Cisneros mandó entonces demoler todos los castillos y
fortalezas de Navarra, a excepción de Pamplona, que
hizo fortificar con esmero, y a esta extraordinaria
medida de precaución se atribuye que España pudiera conservar de un modo
permanente aquella conquista, como que en las ulteriores invasiones de los
franceses, no hallando plazas fuertes en que guarecerse, se veían precisados a abandonar el país con la misma celeridad con que le
habían entrado. Menos feliz la expedición contra
Barbarroja, o por temeridad o por mal proceder de los caudillos españoles, sufrieron los nuestros una derrota
de los turcos, y el pabellón español volvió a la
Península con más pérdida que ganancia de gloria en
esta empresa. Admiró á todos la impasible entereza
con que recibió Cisneros la noticia del triunfo de Navarra y la del desastre
del Mediterráneo.
Extendiendo la vista a las más apartadas posesiones de la corona de Castilla, envió una comisión á la isla Española para estudiar y mejorar la condición de
aquellos naturales, y se opuso con vigor a la
introducción de esclavos negros para los trabajos de la colonia, diciendo al
rey que si tal sucedía no tardarían en provocar contra los españoles una guerra
de esclavos. Pero los consejeros flamencos pudieron en este punto más que
el cardenal en el ánimo del joven Carlos; despreció éste los prudentes avisos
del regente español, y los sucesos justificaron bien pronto su predicción,
pues a los seis años de este vaticinio ocurrió ya la
primera conspiración de negros en la isla de Santo Domingo.
Con dolor se veía entretanto en España que sus
tesoros iban a consumirse en los Países Bajos, por
la sórdida avaricia de los cortesanos que rodeaban a Carlos de Gante, y de que daba el más funesto ejemplo su gran privado Guillermo
de Croy, señor de Chievres,
que lo manejaba todo, per quem omnia gerebantur, como nos
dice el ilustre escritor Álvaro Gómez. Sabíase que
todos los empleos de Castilla se vendían allá y se daban al mejor postor, y
este inmoral y vergonzoso tráfico ofendía a los
españoles y desconsolaba e indignaba al puro, al austero y desinteresado
Cisneros. El regente y el consejo representaban enérgicamente al príncipe-rey
contra tan abominable inmoralidad, exponíanle la
indignación que producía en los castellanos, pedíanle remedio y le excitaban a que sin dilación se viniese a España si quería conjurar la tormenta que se iba levantando. Pero no convenía a los cortesanos de Flandes la venida del rey. Teníales más cuenta seguir dispensando desde allá con sus
manos las mercedes, gastar lo de España y gobernar desde Flandes, y temían
también, sobre todo Chievres, verse oscurecido y
eclipsado por el ascendiente del talento, de las virtudes, de la veneración
del anciano y político Cisneros.
Lo que hicieron fue enviar a Castilla personas que neutralizaran el inmenso poder del cardenal y reforzaran
el menguado y casi nulo influjo del deán Adriano. Así vinieron uno tras otro el
hábil flamenco La Chau, y el holandés Amerstoff que
pasaba por hombre de carácter firme, para que formasen un triunvirato que
predominase en la regencia. Pero todo este contrapeso fué poco para el genio altivo y superior del cardenal, que atento y cortés con los
corregentes extranjeros, no cedió un solo ápice en
punto a poder, y
continuó gobernando como si fuese y estuviese solo. Un día los tres corregentes
flamencos, avergonzados del desairado papel que estaban haciendo, trataron de
volver por su dignidad, y firmando unos despachos antes que Cisneros, se los
enviaron para que inscribiese su nombre. El altivo prelado, sin dar muestras
de alteración ni de enojo, mandó a su secretario que
rasgara aquellos papeles en su presencia y los extendiera de nuevo. Hecho
esto, los firmó el cardenal, y les dió curso sin la
intervención de sus compañeros. Este rasgo de energía a los ochenta y un años de edad manifiesta a dónde
rayaba el espíritu y el vigor del regente franciscano.
Sin embargo, no alcanzaban toda la energía y
toda la inflexibilidad de un hombre para soportar una situación tan difícil y
comprometida. Contrariado fuera por los avaros ministros flamencos, combatido
dentro por los ambiciosos y descontentos magnates, poco conforme con los
compañeros de regencia, y sin medios para acallar la justa exasperación de los
pueblos, no atreviéndose a convocar las cortes, como éstos querían, por la exaltación en que se
encontraban los ánimos y las pasiones, agobiado además por los años y los
achaques, nadie ansiaba tanto como Cisneros, ni nadie instaba con más ahinco ni suspiraba más por la venida de Carlos.
Al fin el joven monarca, indebidamente
retenido allá más de año y medio por sugestiones de consejeros interesados, se
determinó a embarcarse, aun contra el parecer de sus cortesanos, para sus
dominios de España. Acompañábale Chievres,
su privado y primer ministro, y venía además una numerosa comitiva de
caballeros flamencos, ávidos de riquezas y de mercedes. A 19 de setiembre de
1517 desembarcó el joven nieto de Maximiliano de Austria y de los Reyes
Católicos de España, en el pequeño puerto de Villaviciosa en el principado de
Asturias. Acudieron presurosos á saludarle con cierto
ostentoso aparato muchos grandes de Castilla, ponderándole su adhesión y
ofreciéndole sus servicios, anticipándose a sembrar
lisonjas para recoger favores. Sobresaltado el cardenal con la irrupción de
aquella falange de extranjeros advenedizos, conocidos ya por su afición a medrar a costa de la sustancia
de España, escribió al príncipe exhortándole a que
los despidiese y apartase de su lado, dándole además prudentes y saludables
consejos sobre la conducta que debía seguir en el gobierno para reinar con
gloria y para captarse las voluntades de sus súbditos, concluyendo con pedirle
una entrevista para informarle de lo que a la nación
convenía.
Pero unos y otros, así los cortesanos flamencos como los magnates castellanos, cada cual por su interés, habían tenido especial cuidado de indisponer al rey con el hombre venerable que miraban como el obstáculo a la privanza que ejercían o a los medros que esperaban del inexperto príncipe, y además de desvirtuar con malignas sugestiones el efecto pudieran producir los consejos del eminente
prelado, ponían dilaciones a la entrevista que éste
solicitaba, reteniendo a Carlos en el Norte de la
Península, con la esperanza de recibir de un día a otro noticia de la muerte del cardenal, cuya salud sabían que se hallaba a la sazón sumamente quebrantada.
En efecto, Cisneros, que había salido con el
ansia y afán de presentarse a su nuevo soberano, se
había indispuesto gravemente en Boceguillas y se
encontraba enfermo en el convento de San Francisco de Aguilera, cerca de Aranda
de Duero. Entretanto don Carlos había llegado al del Abrojo, distante tres
leguas de Valladolid, y allí permanecía mientras se preparaba su entrada
solemne en aquella ciudad. La entrevista que al fin no pudo negar al regente,
había de verificarse en la villa de Mojados, cuatro leguas más acá de
Valladolid. El anciano y achacoso prelado había podido con mucho trabajo llegar a Roa, encaminándose al lugar de las vistas. Mas en
aquella villa recibió una carta del rey, carta que se ha hecho famosa en la
historia, como uno de los más insignes ejemplos de fría, desdeñosa y pérfida
ingratitud que suministran los anales de las cortes y de los reyes. En ella le
daba gracias por sus anteriores servicios, y después de otros cumplimientos de
estilo le indicaba que, realizada la entrevista, le daría su real licencia para
que se retirase a su diócesis a descansar de las fatigas de su laboriosa vida, y a aguardar del cielo la digna
remuneración de sus servicios que el cielo solo podía darle cual él la
merecía. Esta terrible carta hizo tan honda sensación e hirió tan vivamente el alma del pundonoroso y noble prelado, y auguró tan mal
para su patria de este primer acto de un príncipe por quien tanto había hecho,
que en el estado de debilidad en que su físico se encontraba no pudo resistir a tan inmerecido golpe de ingratitud. Agravósele la fiebre, y a muy poco tiempo, con la devoción del justo y con la tranquilidad
de quien está preparado a dejar el mundo,
conservando íntegras sus facultades intelectuales, exhaló el último aliento (8
de noviembre, 1517), pronunciando las palabras del salmo, In te, Domine, speravi.
Así acabó la larga carrera de su vida aquel
esclarecido personaje, que desde la humilde vivienda de una solitaria casa
religiosa había sido elevado en alas de su méritoala más alta categoría de un Estado, hasta regir la más vasta y poderosa
monarquía que entonces se conocía en el mundo. Todos los castellanos que amaban
su patria y no pensaban medrar a favor del desorden
sintieron y lloraron su muerte. Su cadáver, adornado con las vestiduras
pontificales, estuvo expuesto en su aposento bajo un dosel, y las gentes de
todas clases acudían en tropel a besarle a porfía los pies y las manos. Objeto de profunda
veneración por su piedad y sus virtudes, es el único gobernante, dice un
escritor extranjero, a quien los mismos
contemporáneos hayan honrado como a un santo, y a quien durante su administración haya el pueblo atribuido
el don de hacer milagros.
La regencia de Cisneros fue como un apéndice
al feliz y vigoroso reinado de los Reyes Católicos, y el gran vacío que dejaba
le habían de sentir muy pronto los mismos que, no comprendiendo sus propios
intereses, habían censurado o se habían sublevado
contra las medidas de su gobierno que debieron ser más aplaudidas y más
populares. Muchas veces hemos tenido ocasión de notar las extraordinarias dotes
de este hombre singular, rígido anacoreta, austero franciscano, prelado
ejemplar, confesor prudente, reformador severo, apóstol infatigable,
administrador económico, celoso inquisidor, guerrero intrépido, político
profundo, excelente gobernador; grande en la cabaña, en el claustro, en el
confesonario, en el campo de batalla, en el gabinete, en el palacio y en el
templo; piadoso, casto, benéfico,
modesto, activo, vigoroso, enérgico, docto,
magnánimo y digno en todas las situaciones de la vida: figura gigantesca y
colosal, que ni ha menguado con el tiempo ni disminuirá con el trascurso de
las edades.
Cisneros no estuvo exento de defectos ni de
errores, en especial de los que eran propios de su época y de su profesión, de
los cuales es sobremanera difícil que los hombres más eminentes se eximan de
participar. Como consejero y como inquisidor, no se libró del espíritu de
fanatismo inherente a su siglo, y bien lo demostró
en su conducta con los moros de Granada y con los judíos de Castilla. Como
regente, se guió demasiado por una de sus máximas
políticas, que envolvía un principio no poco despótico, a saber, que un príncipe no puede hacerse temer de los extraños y respetar de los
propios sino con grande ejército y con el aparato imponente de la guerra.
De aquí la célebre frase: estos son mis poderes con que se propuso intimidar a los grandes enseñándoles los cañones, y que encierra un
sistema político. Por eso puso tanto empeño en robustecer el poder real,
abriendo sin querer la senda del despotismo a los
príncipes de la casa de Austria. La proclamación misma de Carlos sin la
concurrencia de las cortes fué una infracción de las
leyes y un desacato a las costumbres de Castilla; y
la creación de la milicia popular, bajo muchos aspectos tan conveniente, tuvo
por principal objeto, a juzgar por lo que dicen sus
mismos contemporáneos, armar al pueblo en defensa de las prerrogativas
reales para ayudar al trono al abatimiento de la nobleza.
Mas sus errores y defectos se le pueden y
deben perdonar en gracia de su buena fe y de sus rectas intenciones, de sus
sentimientos de acendrada e incorruptible justicia, de su intachable moralidad,
de su abnegación y desinterés, de la pureza de su administración, de su
religiosidad a toda prueba, de la elevación de sus
miras y pensamientos, y de los inmensos beneficios que hizo al país, ya con sus
consejos, ya con sus mandatos.
El hombre que hallándose en la cumbre del
poder y de la grandeza, gozando de la dignidad más elevada y de las más
pingües rentas de la Iglesia española, no abandonó jamás el hábito de la
penitencia; el hombre austero y rígido que necesitó que dos pontífices le
exhortaran y prescribieran por medio de breves que mortificara menos su cuerpo,
y fuera menos parco, modesto y humilde en el comer, en el vestir y en el trato
todo de la vida; el hombre que era tan inexorable consigo mismo en los
preceptos de la moralidad, no es extraño que fuera con los otros un tanto
intolerante, rígido y severo, y que en su conducta con los demás se
trasluciera algo de la aspereza del claustro a que no quiso nunca renunciar
para sí. Tal vez no hubiera llevado su austeridad a tal extremo, si no hubiera creído necesario aparecer como un modelo intachable a los ojos de una sociedad cuya licencia y
corrupción, por lo mismo que venía de muy atrás,
necesitaba el elocuente correctivo de estos ejemplos. Aun así no faltó quien
le calumniara tachándole de hipócrita, y aun en los tiempos modernos ha
habido pluma que se ha atrevido a acusarle de orgulloso, de duro, y de opresor del pueblo,
bien que las voces aisladas de sus pocos detractores se pierden entre los coros
de alabanzas de sus panegiristas antiguos y modernos.
Varios autores de nota, extranjeros
especialmente, han trazado el paralelo entre el cardenal Jiménez de Cisneros,
regente de España, y el cardenal Richelieu, regente de Francia; paralelo a que ciertamente provocan la fama de estos dos personajes,
y la circunstancia de haber estado investidos de una misma dignidad
eclesiástica, de haber gobernado como regentes dos grandes naciones, de haber
sido ambos grandes políticos, y de haberse visto en algunas situaciones muy
parecidas. Casi todos los que han hecho este paralelo han concluido por dar la
ventaja y la supremacía al prelado español, aun siendo ellos franceses.
Nosotros, en prueba de desapasionamiento, dejaremos que hable un juicioso
historiador, que ni es español ni francés, y que en sus obras ha dado muchas
muestras de su buen criterio y de su imparcialidad.
«Ya he indicado (dice William Prescott) la
semejanza que Cisneros tenía con el gran ministro francés, cardenal de
Richelieu. En último análisis, ésta más bien consistió en las circunstancias
de la posición que ambos tuvieron que en sus caracteres, si bien sus rasgos
principales no fueron
absolutamente diferentes. Ambos, educados para
la vida clerical, llegaron a los más altos puestos
del Estado, y aun puede decirse que tuvieron en sus manos la suerte de sus
respectivos países Ambos fueron ambiciosos
de gloria militar, y se mostraron capaces de
adquirirla. Ambos alcanzaron sus grandes fines por la rara combinación de
eminentes dotes intelectules y de grande actividad
en la ejecución, cualidades que reunidas son siempre irresistibles. Pero el
fondo moral de sus caracteres era completamente diverso. Constituía el del
cardenal francés el egoísmo puro y sin mezcla: su religión, su política, sus
principios, todo en suma estaba subordinado a aquella cualidad fundamental; podía olvidar las ofensas hechas al Estado, pero
no las que se hacían a su persona, las cuales
perseguía con rencor implacable; su autoridad estaba materialmente fundada en
sangre; sus inmensos medios y su favor se empleaban en el engrandecimiento de
su familia; aunque arrojado y hasta temerario en sus planes, más de una vez dió muestras de faltarle valor para ejecutarlos; aunque
impetuoso y violento, sabía disimular y fingir; y aunque arrogante hasta el
extremo, buscaba el suave incienso de la lisonja. En sus maneras llevaba
ventaja al prelado español; era cortesano, y tenía gusto más fino y más culto.
También aventajó a Cisneros en no ser supersticioso como él: pero consistía en
que la base constitutiva de su carácter no era la religiosidad, sobre la cual
se puede levantar la superstición. Nada significó tanto su carácter como las
circunstancias de la muerte de cada uno. Richelieu murió como había vivido, tan
execrado por todos, que el pueblo enfurecido casi no dejó que sus restos se
enterraran pacíficamente. Cisneros, por el contrario, fué sepultado en medio de las lágrimas y lamentos del pueblo, honrando su memoria
aun sus enemigos, y siendo reverenciado su nombre por sus compatriotas hasta el
día de hoy como el de un santo.»
Coincidió, pues, la muerte de este grande
hombre con la entrada en España del príncipe Carlos de Gante. Con él se
entroniza en el solio español una nueva y extraña dinastía, la dinastía de la
casa de Austria. Y pues va á comenzar para España una
nueva era social, hagamos aquí alto en la historia para contemplar lo que Carlos
vaarecibir, a fin de
poder valorar después mejor lo que a su vez la España
habrá de recibir de la dinastía austríaca.