CAPITULO
III
PEDRO
III (el grande) EN ARAGÓN
De
1276 a 1285
El reinado de
Pedro III de Aragón fue uno de los más célebres, y de los que más influyeron,
no sólo en la suerte y porvenir de la monarquía aragonesa, sino en el de toda
España; constituye uno de aquellos períodos que forman época en la historia de
un país, y su importancia se hizo extensiva a las principales naciones de
Europa. Fecundo en ruidosos y trascendentales sucesos, así en lo interior como
en lo exterior, representa a un tiempo la energía impetuosa de los monarcas
aragoneses, la indomable independencia de los naturales de aquel reino y la
lucha activa de los elementos que entraron en la organización social, política
y civil de los Estados en la edad media española.
Volvamos, pues,
la vista a este reino, y veamos lo que después de la muerte del Conquistador y
durante el postrer período del reinado de Alfonso X de Castilla había en él
acontecido.
Aunque nadie
disputaba al hijo mayor de don Jaime el derecho al trono aragonés después del
fallecimiento de su padre, no quiso don Pedro (y en esto obró con gran
política) tomar la corona real ni usar el título de rey, contentándose con el
de infante heredero, hasta que fuese coronado solemnemente en Zaragoza. Por
esta causa, habiendo convocado a cortes para esta ciudad a los ricos-hombres,
caballeros y procuradores de las ciudades y villas del reino, desde Valencia,
donde se hallaba haciendo la guerra a los moros sublevados, pasó a Zaragoza en
unión con su mujer doña Constanza para recibir las insignias de la autoridad
real. Ningún monarca hasta entonces había sido coronado en Zaragoza. Fueron,
pues, los primeros don Pedro III y doña Constanza los que recibieron en esta
ciudad el óleo y la corona de manos del arzobispo de Tarragona (16 de noviembre
de 1276), con arreglo a la concesión hecha a su abuelo don Pedro II por el papa
Inocencio III. Mas porque no se pensase que por eso aprobaba el homenaje hecho
por su abuelo a la Sede Apostólica cuando hizo su reino tributario de Roma, tuvo
cuidado de protestar antes en presencia de algunas personas principales, «que
se entendiese no recibía la corona de mano del arzobispo en nombre de la
Iglesia romana, ni por ella, ni contra
ella». Declaró igualmente en su nombre y en el de sus sucesores que aquel acto
no parara perjuicio a los monarcas que le sucediesen, sino que pudieran ser
coronados en cualquier ciudad o villa de sus reinos que eligiesen, y ungidos
por mano de cualquier obispo de Aragón. Seguidamente fué reconocido el infante don Alfonso su hijo como sucesor y heredero del reino,
prestándole las cortes juramento de homenaje y fidelidad, con lo cual se volvió
a Valencia.
Puso el rey don
Pedro todo su ahínco en domar a los rebeldes moros valencianos: así se lo había
recomendado su padre en los últimos momentos, y en ello mostraban el mayor
interés los pontífices, no cesando de exhortar a los reyes de Aragón a que
acabaran de expulsarlos de sus tierras. Habíanse aquéllos refugiado en Montosa en número de treinta mil. El rey hizo llamamiento
general a todos los hombres y concejos de Aragón y Cataluña que estaban
obligados al servicio de la guerra, y puso cerco a la plaza. Después de una
larga resistencia, y de haber faltado los moros a la palabra que dieron de
rendirse, por noticias que les llegaron de que el rey de Marruecos venía a
España y les daría socorro, fuéles preciso a los
cristianos estrechar más el cerco con mayor número de gentes de a caballo y de a
pie, y asegurada la costa del mar para que no les llegase refuerzo de África, fué combatida la villa con tal ímpetu que perdiendo de todo
punto el ánimo los sitiados tuvieron que rendirse sin condición alguna (1277).
Entregada Montosa, todos los sarracenos que tenían fortalezas y castillos se
pusieron a merced del rey, el cual los hizo abandonar el fértil país valenciano
que tanto ellos querían y que de tan mala gana desamparaban, pudiendo decirse
que entonces fué cuando en realidad se acabó de
conquistar el reino de Valencia, o por lo menos hasta entonces no se vio limpio
de musulmanes ni podía tenerse por seguro.
Los catalanes, que se tuvieron por ofendidos del rey don Pedro porque después de su coronación en Zaragoza no había ido a Barcelona a confirmar en cortes los fueros, usos y costumbres de Cataluña, valiéronse de verle ocupado en Valencia en sofocar la sublevación de los moros para rebelarse también contra él, confederándose primeramente los poderosos condes de Fox, de Pallas y de Urgel, y algunos otros barones, y levantándose luego casi todo el país en armas, talando y combatiendo los lugares y vasallos del rey. Atendió el monarca a lo de Cataluña lo mejor que entonces su situación le permitía, no pudiendo dejar la guerra de Valencia y entreteniéndole además los sucesos de Castilla, en los cuales hemos visto la parte que tomó con motivo de haberle sido llevados y puestos en su poder los infantes de la Cerda, así como las negociaciones, entrevistas y tratos con los reyes de Francia y de Castilla y con el infante don Sancho. Todo esto le obligó a procurar la paz con los catalanes, hasta el punto de concertar con el conde de Fox, para ver de traerle a su servicio, el matrimonio del infante don Jaime su hijo segundo con una hija del conde, matrimonio que no se realizó, quedando otra vez el conde y el monarca desavenidos (1278). En vano requirió también a aquellos magnates que estuviesen a derecho con él, ofreciéndoles que por su parte estaría con ellos en justicia, y los desagraviaría en cualquier justa pretensión que tuviesen; menospreciaron los condes la proposición, y costóle al rey continuar la guerra, que terminada la de Valencia pudo hacer ya en persona.
Después de varios incidentes, naturales en toda lucha, habíanse reunido las fuerzas de los rebeldes en la ciudad
de Balaguer. Allá se dirigió el rey don Pedro con todo el ejército que pudo
allegar de Cataluña y Aragón, y puesto cerco a la ciudad, que los sitiadores
atacaron con denuedo y los sitiados defendían con tesón, diéronse éstos por fin a merced del rey, suplicándole los tratara con piedad y
consideración (junio, 1280): él los entregó al infante don Alfonso, y los
condes fueron encerrados en el castillo de Lérida, donde estuvieron mucho
tiempo: el de Fox, que todavía en medio de aquella situación soltaba amenazas
contra el rey, fué recluido en el castillo de Ciurana y puesto en dura y estrecha prisión, hasta que al
fin por intercesión de su hermana la reina de Mallorca pudo conseguir la
libertad.
Vimos ya cómo
por el testamento de don Jaime el Conquistador habían sido distribuidos los
dominios de su corona entre sus dos hijos, quedando al segundo, don Jaime, el
reino de Mallorca, con los señoríos de Rosellón, Cerdaña y Montpelier. Siempre
los dos hermanos se habían mirado con envidia, y pretendía ahora don Pedro y negábase don Jaime a reconocerle feudo por los Estados que
éste heredara. Peligrosa era esta desavenencia, y no pudo don Jaime negarse a
tener una entrevista con su hermano en Perpiñán. Resultó de las pláticas que
allí tuvieron, que reconociendo el de Mallorca la imposibilidad de competir en
fuerzas y en poder con el que reunía la triple corona de Cataluña, Valencia y
Aragón, condescendió con tener su reino en feudo del aragonés, y que en el
condado de Rosellón especialmente se guardarían las leyes y usages de Cataluña, y no correría otra moneda que la de Barcelona, obligándose bajo
estas condiciones a valerse y ayudarse mutuamente con todo su poder contra
todos y cualesquiera príncipes y personas del mundo. Despidiéronse con esto los dos hermanos, pero guardando siempre don Jaime en el fondo de su
alma un resentimiento profundo y conservando contra su hermano una sorda y
secreta enemistad, como quien había obrado contra su voluntad y cedido sólo a
la fuerza y a la opresión.
La sujeción de
los moros de Valencia, la sumisión de los condes y barones catalanes, la infeudación del rey de Mallorca, las visitas, tratos y
alianzas con el monarca y el príncipe heredero de Castilla, y todos los hechos
del nuevo soberano de Aragón que dejamos indicados, no eran, sin embargo, sino
como unos preliminares para la gran empresa que meditaba, y que había de ser
uno de los sucesos más importantes y más ruidosos de la edad media, no sólo
para España, sino para Europa entera y para toda la cristiandad, a saber, la
conquista de Sicilia, y la dominación de la casa de Aragón por espacio de
siglos en las regiones de Italia. Veamos por qué antecedentes, por qué medios y
con qué títulos llegó la dinastía de Aragón a poseer el reino de Sicilia.
Mientras los
reinos de Aragón y Castilla se habían ido engrandeciendo por los esfuerzos de
don Jaime el Conquistador y de San Fernando, en Italia se hacían una guerra
viva los papas y los emperadores alemanes de la casa de Suabia, que más que
guerra entre príncipes era lucha entre el sacerdocio y el imperio, que venía
iniciada desde los papas Alejandro II y Gregorio VII y fué la que imprimió su fisonomía especial al siglo XIII. Al emperador Federico II
depuesto y excomulgado por el papa en el
primer concilio general de Lyón, sucedió después de
su muerte su hijo Conrado, rey de romanos, a pesar de la oposición del
pontífice, y a quien su padre dejó entre otros Estados el reino de Sicilia, con
el título, también de rey de Jerusalén que los monarcas sicilianos llevaron
siempre en lo sucesivo. A Conrado, igualmente excomulgado por el papa Inocencio
IV, sucedió su hijo Conradino, niño de dos años, a
más bien le sucedió Manfredo, hijo natural de
Federico, aunque legitimado después, toda vez que rigió el reino por su
sobrino, y después llegó a ser coronado solemnemente rey de Sicilia. Con la
hija de este Manfredo, llamada Constanza, casó (según
en su lugar dijimos) el príncipe don Pedro de Aragón en vida de don Jaime el
Conquistador su padre, que son los reyes don Pedro III y doña Constanza de
quienes al presente tratamos, y de donde arrancaban los derechos de estos
príncipes a la sucesión del reino de Sicilia.
Pero Manfredo no sufrió menos que sus predecesores la enemiga de
Roma, ni fueron con menos furor lanzados sobre él los
rayos del Vaticano. Entredicho su reino, excomulgado él y depuesto por la
autoridad omnímoda que se atribuían los papas de hacer y quitar reyes, Urbano
IV, francés, y acérrimo enemigo de la casa de Suabia, buscó en su propia nación
un príncipe tan ambicioso, tan arrojado y tan cruel como le necesitaba para
oponerle a Manfredo, y hallándole en el conde de Anjou y de Provenza, Carlos, hermano menor de Luis IX de
Francia (San Luis), a quien había acompañado en la cruzada de Egipto, le
ofreció el reino de Sicilia. Carlos de Anjou, ya
punzado por la propia ambición, ya hostigado por su mujer, que veía y no quería
perder una ocasión de ser reina, preparó una flota y un ejército, pasó a
Italia, y al cabo de algún tiempo fué coronado en
Roma con su esposa Beatriz, que al fin vio cumplido su ardiente deseo de ceñir
la diadema (enero, 1266). Manfredo trató de defender
sus Estados, y comenzó una guerra, que el de Anjou sostenía autorizado por una bula del papa Clemente IV que había sucedido a
Urbano, y en que al fin pereció Manfredo en la famosa
batalla de Benevento, siendo funestamente célebres los horribles estragos,
robos, incendios, violaciones y matanzas a que se entregó el ejército vencedor,
degollando sin piedad hombres, mujeres, viejos y niños, muchos de éstos en los
brazos de sus madres. Por tales medios, y siempre con la protección del papa, llegó
Carlos de Anjou a sentarse en los tronos de Nápoles y
de Sicilia, y desde entonces la casa de Francia y la de Aragón se hicieron
enemigas y rivales.
Las tiranías,
las violencias, las depredaciones, los crímenes y demasías de todo género que
señalaron el gobierno de Carlos de Anjou, y que todos
los historiadores pintan con colores igualmente horribles y sombríos, le
hicieron odioso a las poblaciones de Sicilia, que en su opresión volvieron
naturalmente los ojos hacia Conradino, aquel tierno
hijo de Conrado, que se hallaba con su madre en la corte de Baviera, y a la
sazón contaba ya quince años. Formóse en derredor de
él un partido fogoso y ardiente, cuya alma vino a ser un ilustre aventurero
español, que había estado en la corte musulmana del rey de Túnez, adquirido
allí grandes riquezas y pasado después a Italia, donde obtuvo la dignidad
senatorial de Roma. Este personaje era el infante don Enrique de Castilla,
hermano de don Alfonso el Sabio, el mismo que vimos antes enemistado con su
hermano pasarse al rey de Aragón después de haber conquistado a los moros
Lebrija, Arcos y otras poblaciones de Andalucía. Acompañábale su hermano don Fadrique, y seguíanlos muchos
españoles descontentos del gobierno de Alfonso. Amigo en un principio don
Enrique del rey de Sicilia Carlos de Anjou, pronto la
ambición los convirtió en enemigos mortales, a causa de aspirar ambos al trono
de Cerdeña, vacante en aquella ocasión. Resuelto el príncipe castellano a
abatir, si podía, el poder del de Anjou y la
dominación de los franceses en Italia, alióse con Conradino y con el partido de los Gibelinos, provocando una
sublevación en el reino de Sicilia. La alianza de Conradino y Enrique era tanto más natural cuanto que ambos pertenecían a la casa de
Suabia, el de Castilla, como hemos otras veces demostrado, por su madre doña
Beatriz la esposa de San Fernando. Encendióse, pues,
otra guerra en Italia: todas las historias ponderan los esfuerzos y prodigios
de valor que en ella hicieron Enrique y los españoles, y el alto renombre que
comenzaron ya a ganar allí las armas y los soldados de Castilla. Pero la
fortuna favoreció también esta vez al de Anjou y a
los franceses, y en la batalla de Tagliacozzo quedaron derrotados los confederados (1268).
No es posible
pintar los crueles suplicios que Carlos de Anjou hizo
sufrir a los rebeldes y a los prisioneros después de la victoria. A unos daba
tormento de hierro o de fuego, ahorcaba a otros, a otros ahogaba, y a otros
sacaba los ojos o los mutilaba, y las poblaciones eran saqueadas, incendiadas o
demolidas. El infante don Enrique buscó un asilo en el monasterio de
Monte-Casino, cuyo abad le entregó al rey Carlos a condición de que le
conservara la vida. Conradino fué descubierto por alguno de los que navegaban con él en una nave en que huía, y
llevado a poder de Carlos, hízole éste decapitar en
la plaza del mercado de Nápoles, con varios duques y condes que habían tomado
parte en la sublevación. Al subir Conradino al
cadalso arrojó un guante en medio del pueblo, como quien buscaba un vengador: aquel
guante fué recogido por un caballero aragonés y
llevado al rey don Jaime de Aragón, suegro de la hija de Manfredo.
Esta era ya la única que quedaba con derecho al trono de Sicilia, muerto Conradino, porque Manfredino y su
madre, la segunda esposa de Manfredo, fueron también
llevados al patíbulo, el cual no se veía un momento vacante de víctimas
ilustres.
Horroriza leer
en los escritores italianos y franceses las atroces y bárbaras tropelías que
Carlos siguió ejerciendo en Nápoles y Sicilia por sí y por sus agentes y
funcionarios durante su odiosa dominación. Todos los gobernadores, todos los
magistrados, todas las autoridades eran francesas. La nobleza del país era
desterrada o sacrificada en los cadalsos. Nadie tenía segura ni su hacienda, ni
su persona, y lo que era más sensible y más intolerable, ni sus hijas ni sus
mujeres. Carlos disponía como señor de las ricas herederas, y las casaba a su
voluntad con sus partidarios: si había quien se atreviera a proferir una queja,
era enviado al patíbulo sin forma de proceso. Las vejaciones de todo género
eran inauditas e insoportables, y los sicilianos todos, nobles y plebeyos,
unánimemente suspiraban por ver llegada la ocasión y momento de poder sacudir
opresión tan tiránica y dura. Entre los perseguidos y desterrados por el rey
Carlos lo fué un caballero principal de Salerno
llamado Juan de Prócida, que además de la
confiscación de sus muchos bienes se dice había recibido una afrenta personal
del mismo rey en su esposa y en su hija (1270). Este personaje, hombre de gran
entendimiento, travesura y resolución, que había servido con fidelidad a los
príncipes de la casa de Suabia, y ardía en deseos de venganza contra el de Anjou, vino a refugiarse en España, cerca del rey don Jaime
de Aragón, el cual le acogió con mucha benevolencia, y cuando su hijo don Pedro
subió al trono le dio en el reino de Valencia el señorío de algunas villas y
castillos. Habían venido también a Aragón otros ilustres desterrados de Italia,
del partido de los Gibelinos, entre ellos Roger de Lauria y Conrado Lancia. Juan de Prócida comunicó al rey de Aragón su pensamiento de abrirle el camino del trono de
Sicilia, que pertenecía de derecho a su esposa Constanza, proyecto que halagaba
al rey y entusiasmaba a la reina. La dificultad estaba en los medios de
ejecución, y esto fué lo que ocupó la imaginación
ardiente de Juan de Prócida.
Además de haber
venido en ayuda de su proyecto las excitaciones que algunos nobles y príncipes
italianos hacían al rey de Aragón en el propio sentido, una novedad inopinada
alentó las esperanzas de Juan de Prócida. Sucedió en
la silla pontificia al papa Gregorio X en 1277 Nicolás III, de la ilustre casa
romana de los Ursinos, enemigo capital de la
dominación francesa y de Carlos de Anjou, cuyo poder
comenzó a menguar quitándole la senatoría de Roma, y
revocándole el cargo y título de vicario del imperio que tenía. Esta
circunstancia, el descontento general de la Sicilia, los preparativos que hacía
Carlos de Anjou de acuerdo con el rey de Francia para
usurpar el imperio de Oriente a Miguel Paleólogo y colocar en el trono imperial
a su cuñado Felipe, todo inspiró a Juan de Prócida la
atrevida idea de formar una vasta confederación contra Carlos de Anjou, en que entraran el papa Nicolás, el emperador
Paleólogo, los sicilianos y don Pedro III de Aragón; cuyo término fuese arrojar
a los franceses de Italia y sentar en el trono siciliano al monarca aragonés, a
quien le pertenecía por su mujer Constanza como hija y sucesora de Manfredo. Ni la magnitud de la empresa, ni la dificultad de
los medios para realizarla desalentaron a Juan de Prócida,
el cual con admirable osadía, en traje unas veces de peregrino, otras vestido
con otros disfraces, se arrojó a pasar a Constantinopla para avisar al
emperador Paleólogo del peligro que corría y de la conveniencia de aliarse con
el rey de Aragón; a Sicilia para dejar preparada con sus amigos los nobles
sicilianos una revolución general en aquel reino; y a Roca Suriana, cerca de
Viterbo, donde se hallaba el pontífice, para persuadirle de la utilidad de
confederarse con el emperador griego y con el monarca aragonés. El éxito feliz
de estas secretas y arriesgadas negociaciones de Juan de Prócida le vio pronto el rey don Pedro de Aragón, según que le llegaban embajadas del
emperador Miguel y del papa Nicolás manifestándole haber entrado en aquella
liga y concordia. Todo esto se negoció desde 1277 a 1280, y por eso en este
espacio se dio tanta prisa el aragonés a sujetar los moros sublevados de
Valencia, a sofocar la rebelión de los barones catalanes, a tener sumiso a su
hermano Jaime de Mallorca, y a dejar sentada la amistad con el rey Alfonso y el
príncipe Sancho de Castilla, a fin de quedar desembarazado para atender y
consagrarse á sus proyectos sobre Sicilia.
La muerte del
papa Nicolás III ocurrida en 1280 y la elección en 1281 de Martín IV, francés y
amigo decidido de Carlos de Anjou, a quien devolvió
desde luego la dignidad de senador de Roma, y que manifestó su cólera contra el
emperador Miguel Paleólogo, excomulgándole como autor del antiguo cisma griego,
hubiera desalentado a otros que tuviesen menos corazón y menos ánimo que Juan
de Prócida y Pedro el Grande de Aragón. Éste, con
objeto de probar las disposiciones del pontífice para con él, envió a
suplicarle la canonización del venerable Fr. Raimundo de Peñafort. La respuesta
del papa fué bien explícita y significativa: que le
pagase el censo y tributo que su abuelo había reconocido a la Santa Sede; que
hasta conseguirlo no esperase de él gracia alguna; y que quien no amara al rey
Carlos de Sicilia no era fiel a la Silla Apostólica. Disimuló don Pedro, y dedicóse a aparejar una grande escuadra, con el objeto
ostensible de emplearla contra los moros y turcos, mas con el designio de
emprender la conquista de Sicilia. Tales y tan misteriosos aprestos llenaron de
recelo a los príncipes vecinos, así sarracenos como cristianos.
Lo más que
dejaba traslucir el cauto y reservado monarca era que trataba de sostener al
rey de Túnez contra su hermano, mas nadie creía que tan grande flota, que se componía
ya de ciento cincuenta velas, fuese necesaria ni se destinase a aquella
empresa; y todos se preguntaban, dice el cronista Muntaner,
a dónde pensaría volar el rey de Aragón con tan extensas alas. Envióle embajadores el rey de Francia preguntándole si en
realidad encaminaba su expedición contra los moros, a contra el rey de Sicilia
su tío; mas don Pedro los despachó con una respuesta evasiva; y para engañar a
su vez al papa solicitó le concediese las indulgencias que se acostumbraban
dispensar en las cruzadas contra los enemigos de la fe, si bien el pontífice,
acaso advertido ya por el monarca francés, despidió áspera y bruscamente a los
enviados del rey don Pedro. Cuando Carlos de Sicilia fué avisado para que estuviese en guardia sobre los proyectos del aragonés,
confiado y ciego con su fortuna respondió desdeñosamente: Conozco la falsedad y doblez de Pedro de Aragón, pero me dan poco
cuidado tan pequeño reino y tan pobre rey. No había de tardar en sufrir el
desengaño y castigo de su arrogancia. El de Aragón continuó sus preparativos, y
antes de darse a la vela hizo donación a su hijo primogénito don Alfonso de los
reinos de Valencia y Cataluña, con el dominio que tenía en el de Mallorca,
reservándose poder dar Estados en ellos a los otros hijos suyos a su voluntad.
Al uno de ellos, don Jaime Pérez, le llevaba consigo de almirante mayor de su
armada.
Así las cosas,
estalló en Sicilia la famosa y sangrienta revolución conocida con el nombre de
Vísperas Sicilianas. Diremos cómo pasó este memorable acontecimiento.
Las
extorsiones, las violencias, las violaciones de mujeres, las tiranías y
vejaciones de toda especie que los franceses ejercían sobre los sicilianos,
tenían de tal manera exasperado el pueblo, que a pesar del inmenso poderío del
rey Carlos de Anjou se temía ya de un momento a otro
una explosión: y las excitaciones de Juan de Prócida que había andado recorriendo el reino disfrazado de fraile franciscano no
habían sido tampoco infructuosas. Se preveía el estallido de tanto odio y por
tanto tiempo concentrado, mas no era fácil determinar la época en que habría de
reventar. Cuando de tal manera están preparados los combustibles, pequeñas
chispas bastan a producir incendios espantosos. El lunes de la pascua de
Resurrección del año 1282 (30 de marzo) los ciudadanos de Palermo concurrían,
según antigua costumbre, a las vísperas del día a la pequeña iglesia del
Espíritu Santo que está fuera de la ciudad a orillas del riachuelo llamado Oreto. Una ordenanza real prohibía el uso de armas a los
sicilianos, y el gobernador o Justicier de aquel
distrito Juan de San Remigio había mandado hacer visitas domiciliarias. Cuando
la gente de Palermo iba a las vísperas del segundo día de pascua, una hermosa
joven llamó la atención de un grupo de soldados provenzales, y el más osado sin
duda de ellos, llamado Drouet, se acercó a la bella palermitana, y con pretexto
de sospechar que llevaba armas debajo de su vestido propasóse a lo que la honestidad y el pudor no podían permitir. La joven se desmayó. Levantóse un grito de indignación general; un joven
siciliano se arrojó sobre el lascivo francés, le arrancó la espada y le
atravesó con ella de parte a parte cayendo muerto en el acto. Ya no se oyó otra
voz que la de “muerte a los franceses” mezcladas con el sonido de las campanas
de Sancti-Spiritus que seguían llamando a los fieles a
vísperas. La tumultuada muchedumbre se dirigió a la ciudad, e instantáneamente
toda la población de Palermo se alzó en masa buscando franceses que matar. El
pueblo con rabioso frenesí corría por calles y por plazas, penetraba en los
cuarteles, en las casas, en los templos y monasterios, doquiera que se hubieran
refugiado franceses, matando, degollando, haciendo correr la sangre a
torrentes, no ya sólo de los soldados, sino de todo lo que fuera francés, y no
perdonando ni a las mujeres sicilianas que hubieran tenido comercio con ellos,
llegando el furor popular al extremo horrible de abrir el vientre a las
desgraciadas de quienes se sospechaba que llevaban en su seno fruto de su amor
con alguno do aquella nación, para que no quedara generación de ella en aquel
suelo. Espantosa fué la mortandad, y sólo pudo
salvarse el Justicier con algunos pocos refugiándose
en el castillo de Vicari, donde también fué atacado por los palermitanos, teniendo que rendirse con
la sola condición de que le dejaran salir del reino. Enarbolóse la antigua bandera de la ciudad, a que se agregaron las llaves de San Pedro y
la tiara pontificia, y se estableció un gobierno presidido por Roger de Maestro Angelo.
El ejemplo de
Palermo fué imitado en toda la isla; el movimiento
insurreccional fué cundiendo por todas las
poblaciones, porque en todas partes ardía el mismo deseo y furor de venganza.
La matanza se hizo general, y se calcula en veintiocho mil el número de los
franceses degollados por el pueblo. Uno solo se libertó, respetado por el furor
popular, de aquella universal carnicería; Guillermo de Porcelets,
provenzal, a quien los sicilianos, en medio de su ciega y frenética rabia,
quisieron dar un testimonio de su estimación y agradecimiento por la benignidad
y prudencia con que los había gobernado. Y una sola ciudad, Sperlinga,
que sirvió de refugio a muchos franceses, se negó a seguir el alzamiento de
todo el reino, de donde quedó el proverbio: «sólo negó Sperlinga lo que quiso toda Sicilia.» La última ciudad que se levantó fué Mesina, residencia del vicario del reino, Esbert d'Orleáns, a la cual llamaba él el puerto y la puerta de
Sicilia, y cuya plaza guarneció con cuantas tropas pudo recoger. Pero nada
bastó a contener la explosión: los mesineses no cedieron en furor a los de
Palermo, y el 28 de abril no quedaba ni un francés vivo en Mesina. El vicario
pudo salvarse con algunos del otro lado del estrecho; las armas de Francia y de Anjou fueron arrastradas por el lodo, y la última
guarnición francesa evacuó el suelo siciliano.
Tal fué la famosa y sangrienta revolución de Sicilia, que
comenzó por las Vísperas Sicilianas, con cuyo nombre durará perpetuamente en la
memoria de los hombres.
Hallábase
Carlos de Anjou en Nápoles cuando le llegó la noticia
de este levantamiento. El primer desahogo de su cólera fué prorrumpir en furiosas y desesperadas imprecaciones y en amenazas horribles de
devastar la isla y acabar con todos sus habitantes. Luego pensó en reconquistar
el reino perdido, y el que antes se contemplaba el soberano más poderoso de
Europa y pensaba en apoderarse del imperio griego, pedia ahora auxilios de toda clase a Roma, a Francia, a Provenza, y con gente de
todas estas naciones y con las fuerzas de Nápoles, de Lombardía y Toscana, de Genova y Pisa, y armado de una bula del papa Martín IV en
que prohibía a todos los príncipes y señores, eclesiásticos y legos, favorecer
la revolución siciliana bajo las penas temporales y espirituales más severas,
procedió a la recuperación de Mesina presentándose con una formidable armada y
con un ejército de setenta mil infantes y quince mil caballos. Asombrados los
mesineses a la vista de tan poderoso enemigo, enviaron mensajes a Carlos
ofreciendo entregarle la ciudad siempre que les diera seguridad para sus
personas y les prometiera olvido y perdón de lo pasado. Rechazó el de Anjou con soberbia la proposición, no respirando sino
venganza y exterminio; y por último, exigió que pusieran a su disposición
ochocientas cabezas escogidas por él para que sirviesen de ejemplar castigo de
la rebelión. Perdióle su orgullo, pues recobrada
Mesina hubiera podido rescatar todo el reino; pero semejante propuesta indignó a
los mesineses en términos que juraron todos a una voz vender caras sus vidas y
perecer hasta el último habitante antes que sucumbir a tan ignominiosa demanda.
Con esta resolución, hombres y mujeres, niños y ancianos, todo el mundo se puso
a trabajar de día y de noche para la defensa de la ciudad, y en tres días y
como por milagro se vio levantada una muralla. Faltándoles armas y material de
que hacerlas, pusieron fuego a setenta galeras que se hallaban en el puerto y
que el mismo Carlos tenía preparardas para su
proyectada expedición contra el imperio griego, y del hierro que sacaron de
entre sus cenizas fabricaron armas para su defensa. Con esto se pusieron ya en
aptitud de resistir los reiterados ataques de los franceses
Mientras esto
pasaba en Sicilia, el rey don Pedro de Aragón, después de despedirse de la
reina y de dar la bendición a los infantes sus hijos, hízose a la vela con próspero viento (5 de junio), y haciendo escala en Mahón, arribó
con su escuadra al puerto de Alcoll en la costa de
Berbería entre Bugía y Bona. Mandó desde luego que las compañías de
almogávares, de que llevaba gran número, se apostaran en los montes de
Constantina, y repartiendo aquellos soldados entre los ricos-hombres y
caballeros del ejército, señaló los días en que alternativamente habían de
hacer con ellos sus incursiones en las tierras africanas. Muchas poblaciones
las hallaban yermas: conocíase que habían sido
reciente y apresuradamente abandonadas, porque aun encontraban en ellas
mantenimientos de que se aprovechaban los cristianos. ¡Supónese que un sarraceno de Constantina había concertado
con el rey de Aragón entregarle la ciudad, y que esta era una de las causas que
habían movido a don Pedro a pasar a África; pero noticiosos de ello los moros
se amotinaron, quitaron la vida al conspirador y a doce más de los principales
que entraban en el proyecto, y acordaron defender á todo trance la ciudad contra el aragonés. Siendo difícil, una vez frustrado
este proyecto, apoderarse de Constantina, a donde había acudido gran morisma
del reino de Túnez, reducíase la guerra a entradas y
combates parciales con los berberiscos, en que tuvieron muchas ocasiones de
acreditar su arrojo y esfuerzo los almogávares, los condes de Urgell y de Pallas, y más que todos el mismo rey, venciendo
siempre a los enemigos, pero sin resultados importantes. Desde Alcoll envió el aragonés nueva embajada al papa rogándole
otra vez le diese ayuda y le dispensase los tesoros de la Iglesia para
proseguir con fruto en aquella empresa; demanda a que el papa ni respondió
tampoco por escrito, ni menos accedió, alegando que el tesoro de la Iglesia no
era para ser empleado en Berbería, sino en la conquista de la Tierra Santa.
La conducta del
monarca aragonés en Alcoll era verdaderamente
misteriosa, como lo habían sido sus preparativos; y ni entonces por sus
palabras se podía interpretar con seguridad, ni
después por los historiadores y cronistas se puede claramente inducir cuál era
el principal propósito, así de su expedición como de su estancia en aquel
puerto africano. Infiérese, no obstante, de las
negociaciones precedentes y de los sucesos posteriores. Pronto salió de aquel
estado, que parecía de perplejidad.
Un día vio
desde su palacio morisco acercarse dos naves armadas que de la parte de Sicilia
se dirigían a aquel puerto. Eran nobles mensajeros de Palermo, que en nombre de
aquella ciudad y de todas las de la isla, de cuyos síndicos y principales
barones llevaban cartas signadas y selladas, iban a ofrecerle la corona de
Sicilia, y a suplicarle fuese a tomar posesión del reino, así por el derecho
que a él tenía su esposa Constanza, como por ser el único que podía devolver la
libertad a los sicilianos y librarlos de caer de nuevo bajo la servidumbre del
tirano Carlos de Anjou. El reservado y político
monarca, agradeciéndoles el amor que en ello le mostraban y la confianza que en
él ponían, les pidió tiempo para consultar y deliberar con sus ricos-hombres y
caballeros sobre el objeto de su misión, como quien vacilaba en aceptar aquello
mismo que estaba deseando con ansia y por lo que había estado trabajando. Antes
que los enviados palermitanos hubiesen obtenido respuesta del aragonés, otras
dos embarcaciones con velas y pabellones negros, vestida también de luto la
tripulación, arribaron al puerto de Alcoll. La una
procedía de Palermo, la otra de Mesina. Embajadores de ambas ciudades, esta última
a la sazón estrechada, combatida y apurada por el ejército de Anjou, fueron a suplicar de nuevo a don Pedro de Aragón
acudiese en su socorro como rey y legítimo señor de Sicilia, a quien como tal
aclamaban y pedían todos los sicilianos. El astuto aragonés, que en su interior
se alegraba ya de la negativa del papa, que le proporcionaba aparecer como
forzado a dejar la guerra de África, y a aceptar la posesión de aquel reino,
quiso todavía someter la proposición de los sicilianos al dictamen y consejo de
sus ricos-hombres. Contrarios fueron entre éstos los pareceres, teniendo
algunos por censurable codicia y por temeraria y arriesgada empresa engolfarse
en la adquisición de extraños reinos alejándose de los propios, teniendo que
luchar además contra el poder todavía grande del de Anjou,
contra el del monarca francés, su deudo y aliado, y contra las armas temporales
y espirituales del papa. Oyó el soberano de Aragón a todos, sin contradecir
directamente á nadie; mas con su especial habilidad fué secretamente inclinando los ánimos a lo que se proponía
y deseaba, y fingiendo poner sus destinos en manos de Dios, la expedición aá Sicilia quedó acordada y resuelta, con aplauso de todo
el ejército y con imponderable contentamiento de los embajadores sicilianos.
Hízose, pues, a la vela la
escuadra con buen tiempo, y a los cinco días de navegación llegó a Trápani (30 de agosto), donde fué saludada y recibida con extraordinario júbilo. El 4 de setiembre emprendió el
rey su marcha, él con el ejército por tierra, la armada por las aguas de la
costa en dirección a Palermo; toda la ciudad salió a recibir al rey libertador,
y entre las ruidosas y alegres aclamaciones del pueblo fué conducido bajo palio hasta el palacio imperial. Allí, ante el parlamento de
todas las ciudades, fué proclamado y jurado Pedro III
de Aragón por el voto unánime del pueblo, rey de Sicilia, prometiendo él por su
parte que respetaría los buenos usos y costumbres del tiempo del rey Guillermo,
a lo cual respondió una voz general de ¡Viva el rey!. Urgía acudir en socorro
de Mesina, que atacada por las numerosas tropas de Carlos, y excomulgados sus
defensores por el legado del papa, se hallaba en inminente peligro de sucumbir a
pesar de la denodada resistencia de sus habitantes. El rey de Aragón y de Sicilia
les socorrió desde luego con dos mil almogávares, mientras él intimaba por
medio de mensajeros al de Anjou que se alejara de un
reino que ya no le pertenecía, y se preparaba a ir en persona con fuerzas de
mar y tierra aragonesas, catalanas y sicilianas. Asustaron al pronto a los
mesineses aquellos almogávares con sus tostados, denegridos y enjutos rostros,
su desordenado cabello, sus cascos y sus calzas de cuero, sus rústicas abarcas,
sus lanzas cortas y sus cuchillos de monte, y no creían que gente tan agreste y
desnuda les pudiera servir de gran remedio, hasta que los vieron trabajar en la
defensa, y entonces ya pusieron en ellos su mayor confianza, y atrevíanse a su amparo a hacer salidas vigorosas contra los
sitiadores, cuyas filas iban diezmando. En estas salidas más de diez mil
franceses fueron acuchillados por los terribles almogávares. Pocas defensas
cuenta la historia tan heroicas y célebres como la de
Mesina. Al fin descubriendo Carlos la flota aragonesa que asomaba, dirigida por
el ilustre marino Roger de Lauria, y sabedor de que
el rey don Pedro avanzaba por tierra con su ejército, acompañado de Alaymo de Lantini y del famoso
Juan de Procida que iba respirando venganza, el ex
rey Carlos de Sicilia, el vencedor dr Manfredo y de Conradino, el que
había pensado arrancar el imperio de Oriente a Miguel Paleólogo, el que se
había jactado de despreciar al rey de Aragón y su pequeño reino, el inexorable
sitiador de Mesina, que a no haber sido soberbio hubiera podido reconquistar
otra vez toda Italia, no tuvo valor para esperar al pobre rey de Aragón, y con
todas sus numerosas legiones y su formidable armada pasó por la vergüenza de
retirarse precipitadamente y a media noche del campo y de las aguas de Mesina,
dejando sus tiendas y equipajes para que fuesen presa de los almogávares y
mesineses, trasladándose á Calabria.
Prosiguió el
aragonés su marcha a Mesina, donde fué recibido con
el entusiasmo con que se recibe a un libertador. Duraron las fiestas y
regocijos más de quince días. Carlos desde Reggio oía las nuevas que le
llegaban de estos festejos que a algunas leguas de él se dedicaban a su
vencedor y no acertaba a moverse de Calabria: lo que hizo fué enviar el grueso de la armada a Nápoles y a Sorrento. Pero la vista de estas
velas inspiró al valeroso catalán Pedro de Queralt el
atrevido pensamiento de dar un golpe de mano a aquella escuadra, y aunque el
almirante en jefe de la flota aragonesa era don Jaime Pérez el hijo del rey,
como éste hubiera dado más pruebas de personal valor que de maestría y capacidad
para la dirección de las operaciones navales, encomendó el monarca la ejecución
de la arrojada empresa al mismo Queralt reteniendo a
su hijo so pretexto de serle necesario para otros servicios. Nadie creía en
Mesina que con una flota de veintidós galeras hubiera quien se atreviese a
atacar las ochenta de que se componía la armada de Carlos. La audacia de Queralt y de sus catalanes engañó todos los cálculos.
Hallábase la escuadra napolitana a la altura de Nicotera,
cuando divisó con sorpresa una veintena de embarcaciones que hacia ella
surcando se dirigían. Pusiéronse unas y otras naves en orden de batalla, mas no bien había dado principio la
pelea, pronunciáronse en huida los primeros los
písanos, hiciéronlo en seguida a su ejemplo los
provenzales y genoveses, y abandonados los napolitanos bogaron a todo remo
hacia Nicotera. Aprovechando este desconcierto los
catalanes arrojáronse sobre los fugitivos, apresaron
hasta cuarenta y cinco galeras, y ciento treinta barcos de trasporte cargados
de vituallas, y cercando en seguida a Nicotera apoderáronse de la ciudad matando más de doscientos
caballeros franceses. Un buque empavesado con las armas de Aragón y mandado por
el intrépido Cortada partió a Mesina a llevar la feliz nueva al rey don Pedro,
que hincando la rodilla dio gracias a Dios entonando el Laudate Dominun, y a su ejemplo todos los que
con él estaban. El júbilo llegó en Mesina a su colmo cuando se vio arribar las
veintidós galeras, ondeando sus pabellones, remolcando los buques apresados, y
arrastrando por las olas las banderas enemigas.
Ganó el monarca
aragonés gran reputación y fama de hombre generoso con el comportamiento que en
esta ocasión tuvo para con los prisioneros. De los cuatro mil que se hallaban
en su poder solamente retuvo a los provenzales y franceses; a los tres mil
restantes, que eran italianos, los reunió y les habló de esta manera: «Hombres
de allende el faro, que seguíais la causa de Carlos y ahora sois mis
prisioneros, bien veis que podría hacer de vosotros lo que más me pluguiera; y
en verdad si Carlos tuviera en su poder mis hombres, lo que Dios no permita,
como yo os tengo en el mío, de seguro os haría morir sin piedad. Tal es el
hombre a quien servíais; no seguiré yo semejantes ejemplos, que no son honrosos
y útiles, y si útiles fuesen, que no lo quiera Dios, téngolos por indignos de un cristiano. Los mismos a quienes mis gentes han hecho
prisioneros con vosotros, y que no son como vosotros de sangre latina, tampoco
los condenaré a muerte; los pondré, sí, a recaudo, para que no hagan mal ni al
pueblo cuya causa defiendo ni a los míos. Por lo que a vosotros hace, os doy
libertad. Naves catalanas cargadas de víveres os trasportarán a vuestro país.
Id, pues, y llevad a vuestros compatriotas esta carta sellada con el sello de
Aragón, porque ni a ellos ni a vosotros os considero yo como los enemigos
naturales del rey que os habla, ni de sus amigos los sicilianos. Llevad,
repito, esta carta a los hombres de la Calabria, de la Pulla y de la
Basilicata, para que sepan quién es el rey de Aragón : ella os asegura la libre entrada en los puertos de esta isla y de mis reinos de
España, si quieren llevar a ellos sus mercancías, no para que vayan a hacer
mal. Id, pues; pero guardaos de pagarme esta merced volviéndoos de nuevo contra nosotros : porque si otra vez cayeseis en nuestras
manos, entonces no podría menos de condenaros a muerte.» Encantados quedaron
todos con este discurso, y prorrumpieron en vivas al rey de Aragón: Muchos
prefirieron quedarse a su servicio: los que optaron por marcharse fueron
provistos de víveres y de una libra tornesa por cada uno; facilitándoseles
barcos de trasporte, y aquellos hombres derramándose por su país iban
pregonando alabanzas del nuevo rey de Sicilia.
Cuando Carlos
supo la generosa acción del aragonés, dice un escritor italiano de aquel
tiempo, hubiera querido morirse. En su desesperación, dice otro historiador
florentino, púsose a morder el bastón
rabiosamente. El rey de Aragón y de
Sicilia hizo una excursión a Catana, recibiendo allí demostraciones de aprecio
en todas las poblaciones del tránsito. Allí suprimió unos impuestos, rebajó
otros, abolió el odioso derecho relativo al armamento de los buques, y aseguró
que jamás impondría tributos de su propia y sola autoridad. Diéronle ellos espontáneamente un subsidio para el sostenimiento de la guerra, y
regresando a Mesina expidió un edicto dando fuerza de ley a todo lo hecho en el
parlamento de Catana. Con toda esta política obraba el aragonés, y de esta
manera iba afianzando su autoridad y su prestigio en el nuevo reino.
Así las cosas,
un nuevo suceso vino a darles bien diferente giro. El mismo día que entró el
rey don Pedro en Mesina de regreso de Catana (24 de octubre), encontróse con un religioso de la orden de predicadores,
Fr. Simón de Leontini, encargado de decirle de parte de Carlos, rey de Napóles, que habiendo invadido la Sicilia y robádole sin derecho ni provocación sus tierras, estaba
dispuesto a convencerle de ello en combate singular, poniendo por juez de su
pleito la espada. Este inopinado desafío del de Anjou,
que tan celebre se hizo en la historia por sus circunstancias y consecuencias,
no era acaso solamente ni un rasgo de valor ni un arranque de odio; era tal vez
al propio tiempo un cálculo y un pensamiento político. Carlos no se contemplaba
seguro en la Calabria, donde el descontento y el espíritu de rebelión fermentaba y se agitaba sordamente, y conveníale arrojar de allí al aragonés con un pretexto honroso. Discurría también que no
pudiendo el rey de Aragón dejar de admitir un reto, que pensaba se realizase
lejos de allí, por una parte aquello mismo envolvía en sí la necesidad de una
tregua, por otra los mismos sicilianos dirían: «y ¿qué rey es este que así nos
deja y así compromete nuestra suerte por aventurarlo todo al trance y éxito
incierto de un combate personal?» Y esto produciría naturalmente general
disgusto contra el de Aragón, y tal vez un levantamiento de reacción en la
Sicilia. La idea, pues, de Carlos era un artificio diabólico de una cabeza no
vulgar. Hízole decir don Pedro que no era negocio
aquel para tratado por medio de un fraile, y en su vista le envió Carlos los
principales señores de su reino con orden de que no le hablasen sino en plena
corte y en presencia de todos. Llegados estos mensajeros a Mesina, y congregada
la corte de don Pedro, le dijeron en pública asamblea: —Rey de Aragón, el rey
Carlos nos envía a deciros que sois un desleal, porque habéis entrado en su
reino sin declararle la guerra. — Decid a vuestro señor, contestó el de Aragón
ardiendo en cólera, que hoy mismo irán mis mensajeros a responder en sus barbas
a la acusación que os habéis atrevido a pronunciar en las nuestras: retiraos.
Retiráronse éstos, y no habían pasado
seis horas cuando los enviados del aragonés surcaban ya las olas en dirección
de Reggio. Puestos allí en presencia de Carlos, sin otro saludo le dijeron:
«Rey Carlos, nuestro señor el rey de Aragón nos envía a preguntaros si es
cierto que habéis dado orden a vuestros mensajeros para proferir las palabras
que hoy han pronunciado delante de él. — No sólo es verdad, respondió Carlos,
sino que quiero que de mi propia boca sepa el rey de Aragón, sepáis vosotros y
el mundo entero, que yo les he ordenado las palabras que habían de decir, y que
ahora las repito en vuestra presencia. — Pues nosotros os decimos de parte de
nuestro señor el rey de Aragón, que mentís como un bellaco, que él en nada ha
faltado a la lealtad; os decimos en su nombre que quien ha faltado habéis sido
vos, cuando vinisteis a atacar al rey Manfredo y
asesinasteis al rey Conradino; y si lo negáis, os lo
hará confesar cuerpo a cuerpo. Y aunque reconoce vuestro valor y sabe que sois
un brioso y esforzado caballero, os da a elegir las armas, puesto que sois más
anciano que él. Y si esto no os conviene, os combatirá diez contra diez,
cincuenta contra cincuenta, o ciento contra ciento. — Barones, contestó Carlos,
mis enviados os acompañarán hoy mismo, y sabrán de boca del rey de Aragón si es
cierto lo que nos acabáis de decir de su parte; y si es así, que jure ante mis
enviados, por la fe de rey y sobre los cuatro evangelios, que no se retractará
nunca de lo que ha dicho: después regresad con ellos, y yo haré el propio
juramento ante vosotros. Un día me basta para escoger entre los tres partidos
que me ofrece, y cualquiera que elija, le sostendré como bueno. Luego
acordaremos él y yo ante qué soberano habremos de combatirnos, designaremos el
lugar de la batalla, y tomaremos el más breve plazo posible para la pelea. —
Convenimos en todo,» contestaron los de don Pedro. Después de muchas y
recíprocas embajadas, concertáronse los dos príncipes
en que el combate sería de ciento contra ciento: designaron por arbitro al rey Eduardo de Inglaterra, y por lugar para la
batalla en Burdeos, capital de Guiena y Gascuña y terreno neutral como perteneciente entonces a
aquel monarca. Los dos juraron y firmaron solemnemente la carta de duelo (30 de
diciembre 1282), y con ellos cuarenta principales barones de cada parte.
En el principio
de estas negociaciones había significado el francés al de Aragón que le parecía
conveniente hubiese una tregua hasta salir de aquel reto, a lo cual contestó el
aragonés, «que no quería paz ni tregua con él, que le buscaría y le haría todo
el daño que pudiese, de presente y de futuro, y que tampoco esperaba de él otra
cosa; que tuviese entendido que le atacaría en Calabria cuando le pareciese, y
que si quería no había necesidad de molestarse en ir a Burdeos para batirse.»
En efecto, a los pocos días, y en el silencio de la noche, despachó quince
galeras con cinco mil almogávares hacia Catana. Todo el mundo dormía cuando
ellos llegaron: la mayor parte de las tropas que guarnecían el lugar fueron
pasadas a cuchillo, las demás huyeron, y los almogávares recogieron no poco
dinero y despojos. Desde allí se derramaron estos terribles soldados por los
bosques de la comarca de Reggio, anidando, según la expresión feliz del
historiador, como aves de rapiña, para caer en bandadas y grupos sobre los
ganados y sobre las pequeñas aldeas, llegando a veces en sus audaces correrías
hasta los muros mismos de Reggio donde se hallaba el rey Carlos. Al fin,
terminado el año 1282 tan fecundo en sucesos, abandonó Carlos aquella ciudad
para ir a buscar cerca del papa Clemente y el rey de Francia Felipe el
Atrevido, su sobrino, ayuda y consejos. Tan luego como Carlos salió de Reggio,
fue llamado e ella el rey de Aragón, donde se repitieron con él los obsequios
de Palermo y de Mesina (14 de febrero, 1253). Desde allí internándose con sus
almogávares en el país, no dejaba reposar en parte alguna al príncipe de Salerno,
hijo de Carlos, que había quedado gobernando la Calabria, y no había guarnición
francesa que se contemplara segura. Llegaron los aragoneses, dice Muntaner, a infundir tal terror, que el solo grito de
¡Aragón! equivalía a la mitad del triunfo. Así multitud de villas y lugares de
Calabria se entregaron al rey don Pedro y recibieron guarnición aragonesa,
hasta el punto de poder dar el condado de Módica, que se componía de catorce
villas, al francés Enrique de Clermont que por una ofensa recibida del de Anjou se pasó al servicio del aragonés.
Había el rey
don Pedro encomendado a Juan de Prócida y a Conrado Lancia que fuesen a Cataluña a buscar la reina y los
infantes sus hijos, para que tomaran en su ausencia el gobierno de Sicilia, y
el 12 de abril (1283) la ciudad de Palermo prorrumpió en demostraciones de
júbilo al ver en su seno a la hija de Manfredo, la
reina Constanza, con sus tres hijos, Jaime, Fadrique y Violante. Pocos días
después el rey don Pedro tuvo el placer de abrazar en Mesina a su esposa y a
los infantes (22 de abril). Congregado allí el parlamento del reino, expuso el
monarca en los siguientes términos las disposiciones que tenía adoptadas al
dejar la isla: «Sicilianos, les dijo; me veo precisado a ausentarme de una
tierra que amo tanto como a mi propia patria. Voy a confundir a la faz de la
cristiandad entera a nuestro soberbio enemigo, y á vengar mi nombre ante el juicio de Dios. Por amor vuestro ¡oh sicilianos! he
arriesgado mi nombre, mi persona, mi reino y hasta mi alma a los azares de la
fortuna. No me arrepiento de ello al ver esta empresa venturosamente acabada
por la mano del Señor Todopoderoso, lejos de Sicilia el enemigo, perseguido y
humillado, restauradas vuestras leyes y vuestras libertades, y vosotros todos
gozando de prosperidad y de gloria. Os dejo una armada victoriosa, capitanes
experimentados, ministros fieles, y os entrego, en ñn,
vuestra reina y los nietos de Manfredo. Os confío
estos hijos, pedazos queridos de mis entrañas: encomendados a vosotros, nada temo
por ellos, ¡oh sicilianos! Y puesto que son tan inciertos los trances de la
guerra, quiero dejaros una nueva prenda de vuestros derechos. A mi muerte
tendrá mi hijo Alfonso los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia: mi segundo
hijo Jaime me sucederá en el reino de Sicilia. La reina y Jaime serán en mi
ausencia vuestros virreyes. Mantened vosotros vuestra fidelidad al imperio
paternal, fuertes contra los enemigos, y sordos a las asechanzas de los que
buscaban sólo las mudanzas para venderos.»
Los sicilianos,
que temían que el monarca libertador quisiera acaso hacer su antiguo reino una
dependencia y como una provincia del de Aragón, oyeron con beneplácito y
regocijo este discurso, al ver que se le destinaba a tener un rey propio y una
corona hereditaria. Nombró al anciano, virtuoso y fiel Alaymo de Lantini gran Justicier del reino; dio el cargo de primer almirante a Roger de Lauria ; a Juan de Prócida el de Gran Canciller de Sicilia;
el mando del ejército de tierra al catalán Guillen Galcerán de Castella, con el condado de Catanzaro, una de sus
conquistas de Italia, distribuyendo los empleos inferiores entre catalanes y
sicilianos, y dejando prevenido que no se hiciese cosa alguna en su ausencia
sin conocimiento de la reina, despidióse afectuosa y
tiernamente de ésta y de sus hijos (26 de abril), y partió de Mesina en
dirección de Trápani.
Habíase antes
de esto fraguado una conspiración contra el monarca aragonés, en la cual
entraban el príncipe de Salerno, hijo del rey Carlos, el conde destituido de Módica
Federico Mosca, y Gualtero de Calatagirona,
siendo lo notable y lo extraño que este último había sido de los cuarenta
firmantes de la carta de desafío de 30 de diciembre por la parte del rey de
Aragón, y uno de los que solicitaron ser de los cien campeones escogidos para
el combate de Burdeos. Tanta suele ser la mudanza de los hombres. El objeto de
la conjuración era volver a entregar la soberanía de Sicilia al rey Carlos, y
la insurrección estalló en nombre de Gualtero en el
Val di Noto. Quiso el rey don Pedro dejar apagado el fuego de aquella rebelión
antes de su venida a España, y encomendó esta empresa a su hijo don Jaime y al
prudente y leal Alaymo de Lantini,
el hombre de más prestigio e influjo, y también el hombre de más confianza que
tenía el soberano aragonés en la isla. Condujese Alaymo con tal actividad y destreza, y tan mágico fué el
efecto que en el país produjo su nombre, que antes de salir el rey don Pedro de Trápani la sublevación quedó sofocada, reducidos a la
obediencia los pueblos que se habían alzado, y presos los principales
conspiradores. Mandó don Pedro condenar a muerte a estos últimos, y que se
vigilara cuidadosamente a Gualtero, a quien el
infante don Jaime, en premio de su sumisión, había puesto en libertad. Con
esto, y como fuese ya el 11 de mayo, y faltaran sólo veinte días para la liza
de Burdeos, señalada para el 1° de junio, dióse el
rey de Aragón a la vela en el puerto de Trápani con
una nave y cuatro galeras guiadas por el acreditado marino Piamón Marquet. Grandes peligros corrió la pequeña flota en esta navegación,
arrojándola los vientos unas veces a la costa de África, otras a las aguas de
Menorca, manteniéndose siempre imperturbable el rey. Al fin los vientos
cambiaron, y pudo la expedición arribar después de mil trabajos al grao de Culleras. El 18 de mayo don Pedro III de Aragón,
conquistador de Sicilia, se hallaba en su ciudad de Valencia.
En este
intermedio el papa Martín IV, el amigo de Carlos y de los franceses, no
pudiendo sufrir en paciencia que el monarca aragonés se hubiera alzado con el
reino de Sicilia, fulminaba excomuniones una tras otra contra el rey don Pedro,
y haciéndole un largo capítulo de cargos, y no hallando en él acción que no
fuese criminal desde el armamento y expedición a Berbería, califícando de pérfidas sus embajadas a Roma, atribuyéndole haber excitado a la rebelión a
los de Palermo, llameando fraudulenta la ocupación de Sicilia, cuyo reino había
dado la Iglesia al príncipe Carlos, y por último, perdonándole menos que nada
el negar a la Santa Sede el feudo y homenaje que su abuelo el rey Pedro II le
había reconocido, le declaraba, como a vasallo traidor y desleal, depuesto y
despojado del reino de Aragón (21 de marzo, 1283), excomulgadas las personas y
entredichos y privados de los sacramentos de la Iglesia los pueblos que le
obedeciesen, relevados sus súbditos del juramento de fidelidad, facultado todo
príncipe cristiano para apoderarse de sus reinos, pero reservándose el derecho
de disponer de ellos y darlos a quien bien le pareciese. En cuanto al desafío,
no sólo le reprobaba como contrario a los preceptos del Evangelio y prohibido a
cualquier persona particular, cuanto más a los príncipes coronados que rigen y
gobiernan los pueblos, sino que expidió letras apostólicas al mismo Carlos,
inhibiéndole de concurrir al combate, y excomulgando a todos los que a él
asistieran, mandando al propio tiempo al rey Eduardo de Inglaterra, bajo la
misma pena de excomunión, que en manera alguna fuese el juez de la liza, ni
guardase el campo ni permitiese siquiera a ninguno de los combatientes entrar
en territorio de Gascuña. En su virtud, y siendo por
otra parte el rey de Inglaterra amigo de los dos príncipes, y llevando por lo
tanto a mal aquel duelo, negóse abiertamente a
presidir la lucha y a ser guardián del palenque, y así se lo comunicó por
cartas y embajadas a Carlos de Anjou, a Pedro de
Aragón, y hasta al príncipe de Salerno.
Mas ya en
Aragón se habían alistado hasta ciento y cincuenta campeones que aspiraban a
pelear con su rey en la liza, catalanes y aragoneses la mayor parte, pero en
que había también alemanes y sicilianos, y hasta un hijo del emperador de
Marruecos que había prometido hacerse cristiano si el rey de Aragón quedaba
triunfante. En Francia se habían inscrito hasta trescientos caballeros,
contándose entre los ciento primeros cuarenta provenzales y sesenta franceses,
y el mismo rey de Francia Felipe el Atrevido quiso que constara su nombre entre
los campeones de su tío Carlos de Anjou. Llegó éste a
Burdeos el 25 de mayo, e hizo construir a toda prisa un gran palenque, largo y
estrecho, rodeado de gradas como un anfiteatro, con dos departamentos para los
dos bandos enemigos, guarnecidos de empalizadas y de fosos, pero destinando
para los de Aragón uno que conducía a un callejón sin salida, a los de Carlos
el otro en que se hallaba la única puerta por donde todos habían de entrar.
Esta circunstancia indujo la general sospecha y rumor de que los franceses
tenían el proyecto de ocupar esta puerta por fuera y hacer una matanza en los
aragoneses si salían victoriosos. Daba consistencia a esta voz alarmante el ver
todos los caminos y cercanías de Burdeos militarmente ocupados por franceses,
el aparato con que se presentó el rey de Francia, y las expresiones imprudentes
y amenazadoras que no reparaban en proferir sus soldados.
Don Pedro de
Aragón, que por cierto no era hombre que pecara ni de cobarde ni de incauto,
noticioso de la sospechosa actitud de los franceses, y no queriendo por una
parte faltar a la liza y dar con ello ocasión a que se le murmurara de hombre
sin corazón y sin palabra, mas tomando por otra las debidas precauciones para
no ser víctima de asechanzas desleales, ordenó a sus campeones que concurriesen
diseminados a Burdeos para el día señalado, y él con tres caballeros de su confianza
se encaminó de Valencia a Tarazona, donde tuvo una rápida entrevista con el
infante don Sancho de Castilla, que andaba entonces levantado y en guerra
contra su padre. Desde allí envió secretamente a Gilabert de Cruyllas a preguntar al senescal de Eduardo de
Inglaterra en Burdeos si le aseguraba el campo, y él prosiguió su camino de la
manera siguiente. Concertóse bajo juramento de
fidelidad y de reserva con un aragonés llamado Domingo de la Higuera, traficante
en caballos y conocedor de todos los caminos y veredas de uno y otro lado del
Pirineo, en que el rey y sus tres caballeros irían disfrazados y pobremente
vestidos como si fuesen los criados y sirvientes del rico mercader. Llevaba el
rey una vieja capa azul, una maleta común a la grupa de su caballo, en la mano
un venablo de caza, cota de malla debajo del vestido y un yelmo bajo el
capuchón que le cubría la cabeza. En los alojamientos o posadas, Domingo de la
Higuera, que se distinguía por la decencia de su traje, comía aparte, servido
por sus criados, y principalmente por el rey. De esta manera, salvando todos
los peligros, llegaron el 31 de mayo a las puertas de Burdeos. Inmediatamente
envió a Berenguer de Peratallada a la ciudad para que
viese a Gilabert de Cruyllas,
y le encargase decir al senescal del rey de Inglaterra que un amigo suyo
deseaba hablarle y le esperaba fuera de la ciudad. Acudió el senescal Juan de Greilly: acercándose a él don Pedro le dijo: «El rey de Aragón me envía secretamente a
preguntaros si el rey de Inglaterra y vos en su nombre le aseguraréis el campo
y podrá venir sin peligro. — Decid a
vuestro rey, le contestó el senescal, que
de ninguna manera; que habiendo el rey Eduardo rehusado ser juez del campo y
protestado contra el duelo, ni él ni yo somos parte en este negocio, y mucho
menos apoderadas como se hallan de Burdeos y su comarca las tropas francesas.
— Pues al menos, replicó el supuesto
enviado, ruégoos me hagáis la merced de enseñarme el
palenque.» Hízolo así el senescal, y tan luego
como llegaron al sitio, echando don Pedro su capuchón a la espalda: «Yo soy el mismo rey de Aragón, le dijo; conocedme.» Asombrado Greilly le aconsejó que huyera, mas el aragonés no quiso hacerlo sin reconocer antes el palenque; dio una vuelta al
área de la liza, e hizo que allí mismo se levantara acta firmada por el
senescal y un notario para que constase que él había cumplido su palabra y
empeño de comparecer, y que si no se realizaba el combate la culpa no era suya
sino de su competidor, que con sus alarmantes medidas había faltado a las leyes
del duelo. Con esto dejó al senescal sus armas en testimonio de haber
concurrido personalmente, y partiendo otra vez camino de Bayona, regresó a
España por Fuenterrabía.
Presentóse Carlos al día siguiente (1°
de junio, 1283) en la liza, y como viese que no comparecía el rey de Aragón, llamábale ya en alta voz traidor y cobarde
: mas habiéndole presentado el senescal el
acta de comparecimiento, descargó en él su furia
mandándole prender, si bien tuvo que ponerle pronto en libertad por la conmoción
que excitó en Burdeos el atentado. Centelleaba Carlos de cólera al ver así
burlados todos sus designios: proclamaba que el rey de Aragón era « peor que
los demonios del infierno,» y se vengó en despachar correos por todas partes
pregonando injurias contra el monarca aragonés. Tal fue el dramático remate de
aquel famoso duelo que tenía en expectativa a todas las naciones y príncipes de
Europa, y que de ningún modo hubiera podido ya ser legal, puesto que además del
ostentoso aparato de tropas y de las sospechosas disposiciones con que se había
presentado uno de los contendientes, habiéndose negado el rey de Inglaterra a
ser el mantenedor y juez del combate, faltaban todas las condiciones del
convenio de 30 de diciembre; y el rey de Aragón, sobre no estar obligado a una
lid sin las debidas y pactadas formalidades, obró muy cautamente en no fiarse
en la lealtad de quien había llevado al cadalso a Conradino.
Muy de otra
manera y con mayor ventura corrían para el rey don Pedro de Aragón las cosas de
Sicilia que las de su propio reino después de su salida de Mesina y de su
regreso de Burdeos. Allá el gobierno siciliano, compuesto de la reina doña
Constanza, del infante don Jaime, de Alaymo de Lantini, Juan de Prócida, Roger
de Lauria y Galcerán de Castella, manejaba los negocios con admirable tacto y
prudencia y con gran vigor y energía. El destronado rey Carlos y su hijo el
príncipe de Salerno aprestaban dos escuadras, en Marsella el uno, en Nicotera el otro, con intento de recobrar la Sicilia,
contando con una sublevación que al propio tiempo había de levantar en el país
aquel Gualtero de Calatagirona,
el mismo que movió la rebelión primera, y que hecho prisionero y puesto generosamente
en libertad fue mandado vigilar por el rey don Pedro, conocedor de su carácter,
al partir de Trápani para España. Con efecto, el
intrépido, constante y arrebatado Gualtero se
anticipó a revolver las poblaciones de Val di Noto antes que llegasen las
escuadras, y acudiendo con prontitud los gobernadores del rey de Aragón, a los
pocos días Gualtero y sus principales cómplices,
cogidos con las armas en la mano, eran ejecutados en la plaza de San Julián por
sentencia del Gran Justicier Alaymo de Lantini. Frustrado aquel golpe, las escuadras de
Marsella y Nicotera se dirigieron a atacar a una
pequeña flota del rey de Aragón que combatía el castillo de Malta, el cual se
conservaba por Carlos de Anjou. La reina Constanza no
se descuidó en enviar allá al almirante Roger de Lauria con veintiuna galeras catalanas y sicilianas. Dióse,
pues, en las aguas de Malta uno de los combates navales más sangrientos y
terribles de aquel tiempo, pero merced a la serenidad y destreza del almirante Lauria y al arrojo de los catalanes que al grito formidable
de “Aragón y a ellos” saltaron impetuosamente espada en mano sobre las naves
enemigas, el triunfo de los de Aragón y Sicilia fue completo, aunque costoso:
quinientos habían sido muertos o heridos; de estos últimos lo fue el mismo
almirante Lauria por el jefe de la escuadra provenzal
Guillermo Cornuto, pero arrancándose el venablo con su propia mano le arrojó
sobre su rival y le atravesó el pecho de parte a parte. Cerca de ochocientos
provenzales y calabreses fueron echados al mar para pasto de los pescados,
otros tantos quedaron prisioneros. Malta se rindió a las armas de Aragón, y
pronto se vio arribar a las playas de Mesina la triunfante escuadra de Roger de Lauria, remolcando los buques enemigos apresados, y
llevando abatidas a la proa en señal de derrota las banderas de Anjou y de San Víctor de Marsella. Y no contento con esto
el bravo almirante siciliano, surca de nuevo los mares con su flota, se interna
arrojada y temerariamente en la bahía misma de Nápoles, incendia los buques y
almacenes del puerto, y vuelve otra vez triunfante a invernar en Mesina.
Al año
siguiente (1284), el hijo del destronado Carlos, príncipe de Salerno, llamado
Carlos el Cojo, que no perdonaba medio para realentar en Italia la abatida causa de su padre y restablecer su influencia en Sicilia,
armó otra nueva escuadra en que quiso ir él mismo, y en que se embarcaron con
él los principales barones y condes del reino. Grande era la confianza que
llevaban esta vez, aun sabiendo que tendrían que pelear con el infatigable y
temible Roger de Lauria: iban, dice un escritor
italiano, como a un festín de boda, y aun dejaron ordenados los festejos con
que habían de celebrar el triunfo. No les duró mucho la ilusión del prematuro
gozo. El almirante de la flota aragonesa, fingiendo huir, los fue alejando de
la costa; cuando ambas armadas se vieron en alta mar, vuelve proas de improviso
la de Aragón, y al grito de ¡Aragón y Sicilia! cae el ejército
siciliano-catalán sobre las naves angevinas, y aterra, destroza, inutiliza
velas y soldados. Al irse al fondo la galera principal de los de Napóles, perforada por un marino siciliano, se oyó una voz
que dijo: «Vuestros somos: ¿hay entre
vosotros algún caballero? — Yo lo soy,
contestó Roger de Lauria. — Almirante, repuso entonces aquel hombre, pues que la fortuna os ha sido propicia, recibidme a mí y a mis nobles
compañeros: soy el príncipe.» Era el príncipe de Salerno, el hijo de Carlos
de Anjou. Roger de Lauria le hizo pasar a su galera, junto con otros nobles personajes franceses e
italianos. Afírmase que murieron en esta batalla
hasta seis mil de entre una y otra armada, y que quedaron prisioneros ocho mil
angevinos con cuarenta y cinco de sus galeras. Sabida en Nápoles esta derrota, alborotóse el pueblo gritando: ¡Muera Carlos! ¡Viva Roger
de Lauria! y por espacio de dos días se entregó a
saquear las casas de los franceses; mas la nobleza se
mostró contraria al movimiento popular, y quedó éste por entonces sofocado.
Cuando el viejo Carlos de Anjou supo el desastre de
su hijo y la actitud del pueblo napolitano, partió furioso a Nápoles, arribó a
su golfo y en su ciega cólera quería poner fuego a la ciudad. Un tanto templado
por la intercesión de los nobles y del delegado del papa, expidió un edicto de
perdón; pero edicto de perdón, que no creyó infringir ahorcando a más de ciento
y cincuenta napolitanos.
De todas partes
llegaban a Carlos noticias funestas. Roger de Lauria enseñoreaba aquellos mares, y las poblaciones de ambas Calabrias se levantaban sacudiendo la dominación del rey de Nápoles y enarbolando la
bandera de Sicilia. Tan repetidos desastres y disgustos traían a Carlos
devorado de pesadumbre y consumido de enojo y de melancolía, y pasó el resto
del año sufriendo padecimientos de cuerpo y de espíritu, que al fin le
ocasionaron la muerte, sucumbiendo en Foggia a los principios de 1285 (7 de
enero), con tanto sentimiento de los Güelfos como satisfacción de los
Gibelinos, a la edad de 65 años. Carlos de Anjou,
gobernando con más equidad, hubiera podido ser el soberano más poderoso de
Europa, señor de toda Italia, y acaso del imperio de Oriente: su tiránica
dominación le hizo perder la Sicilia, apenas le obedecía ya Nápoles, y con toda
la protección de Roma y de Francia murió sin gloria y sin poder, desairado y
consumido de amargos pesares. A poco tiempo le siguió al sepulcro (29 de marzo)
su decidido patrono el papa Martín IV, el gran enemigo y perseguidor de Pedro
de Aragón. Este pontífice, perseverante en disponer de la corona siciliana,
había nombrado regente del reino por muerte de Carlos a Roberto, conde de Artois, hasta que el príncipe de Salerno, hijo y heredero
de Carlos, prisionero en Mesina, recobrara su libertad. No pensaban así
respecto a este ilustre prisionero las poblaciones sicilianas, que todas pedían
fuese condenado a muerte en expiación de la sangre de Conradino,
injustamente derramada en un cadalso por su padre. En efecto, Carlos el Cojo
fue sentenciado a pena capital, y habíale sido ya
intimada la sentencia, que había de ejecutarse un viernes. Pero la reina doña
Constanza de Aragón y de Sicilia, impulsada de un sentimiento generoso, no
permita Dios, dijo, que el día que fue de clemencia y de misericordia para el
género humano (aludiendo a la muerte del Redentor), le convierta yo en día de
cólera y de venganza. Hagamos ver que si Conradino cayó en manos de bárbaros, el hijo de su verdugo ha caído en manos más
cristianas: que viva este desgraciado, puesto que él no ha sido tampoco el
culpable. Suspendióse, pues, la ejecución del
príncipe de Salerno, a quien reclamaba el rey don Pedro desde Cataluña; pero
fue retenido allí, por temor de aventurar su persona que tanto importaba para
la conservación de la isla.
Dejamos
indicado que las cosas del reino de Aragón después del desafío de Burdeos
habían llevado para el rey don Pedro harto más desfavorable rumbo que las de
Sicilia, y así fue. Después de aquel suceso, el sobrino de Carlos de Anjou, Felipe el Atrevido, rey de Francia, que dominaba
también entonces en Navarra, ya no tuvo consideración alguna con el aragonés y
dio orden a las tropas francesas para que en unión con los navarros entraran
por las fronteras de Aragón, y en su virtud se apoderaron de algunos lugares y
fortalezas de este reino. Era la Francia ya una nación poderosa, y el rey don
Pedro, para conjurar esta tormenta, buscó la alianza de Eduardo de Inglaterra
por medio del matrimonio de su hijo y heredero don Alfonso con la princesa
Leonor, hija del monarca británico. Aceptado estaba ya el consorcio y la
alianza por parte del inglés, cuando el papa Martín IV, enemigo irreconciliable
del de Aragón, expidió una bula oponiéndose enérgicamente a este enlace y
declarándole ilícito y nulo por el parentesco en cuarto grado que entre los dos
príncipes mediaba (julio, 1283) y el matrimonio quedó suspendido. Esto no fue
sino el anuncio de las primeras adversidades que se preparaban contra el
monarca de Aragón.
Para proveer a
las cosas de la guerra de Francia había convocado cortes generales de
aragoneses en Tarazona. Aquí comenzaron para el rey don Pedro las grandes
borrascas que dieron nueva celebridad a este reinado sobre la que ya le había
dado la ruidosa conquista de Sicilia. Dolíales a los
aragoneses verse privados de los divinos oficios y de los sacramentos y bienes
de la Iglesia por las terribles censuras que por sentencia pontificia pesaban
sobre todo un reino que á ninguno cedía en religiosidad
y en fe. Veíanse amenazados de una guerra temible por
parte de un monarca vecino que tenía fama de muy poderoso, y contaba con la protección
decidida de Roma y dominaba en Navarra.
Sentían ver
distraídas las fuerzas de mar y tierra del reino en la guerra de Calabria y de
Sicilia, y a muchos ni halagaba ni seducía la posesión de un reino lejano, que
costaría trabajos y sacrificios conservar, y que por de pronto había dado
ocasión a llevarles la guerra a su propia causa. Disgustábales la política reservada y misteriosa del rey, que por sí y secretamente acometía
empresas grandes, acostumbrados como estaban a que los reyes sus mayores no
emprendieran cosa ni negocio alguno sin el consejo de sus ricos-hombres y
barones. Tenían por cierto que se pensaba en imponerles para las atenciones de
la guerra el tributo del bovage,
el de la quinta del ganado, y otras cargas e imposiciones a que ya anteriormente
se habían opuesto. Quejábanse por último de agravios
hechos por el rey a sus fueros, franquicias y libertades. Mostrábase en esto unánime la opinión; y ricos-hombres, infanzones, caballeros,
procuradores y pueblo todos pensaban de la misma manera. Todas estas quejas las
expusieron en las cortes de Tarazona (1283), pidiendo que ni en la guerra con
Francia ni en otra alguna se procediese sin consulta y acuerdo de los ricos- hombres
según costumbre, y que se les confirmasen sus privilegios, añadiendo que cada
día crecían los desafueros y opresiones que recibían de los oficiales reales,
de los recaudadores de las rentas, que eran judíos, y de jueces extranjeros de
otras lenguas y naciones, y que pues súbditos agraviados y oprimidos no podían
ser buenos vasallos del rey ni servirle con gusto, esperaban pusiese remedio a
todo.
Quiso el rey
aplazar la contestación a estas demandas para cuando se desembarazase de la
guerra. En su vista uniéronse todos y se juramentaron
para la defensa común de sus fueros, franquezas y libertades; bajo el pacto de
que si el rey contra fuero procediese contra alguno de ellos, sin previa
sentencia del Justicia de Aragón y consejo de los ricos-hombres, todos juntos,
y cada uno de por sí se defendieran, y no estuvieran obligados a tenerle por
rey y señor, y recibirían al infante su hijo: y que si éste no les hiciese
justicia, tampoco le obedecerían a él ni a ninguno que de él viniese en ningún
tiempo. Tal resolución y arrogancia movió al rey de Aragón a prorrogar las
cortes para Zaragoza, con promesa de que allí, oídas sus quejas y agravios, los
enmendaría y remediaría. En estas cortes (octubre, 1283), se pidió al rey la
confirmación de todos los antiguos privilegios, fueros, cartas de donaciones de
los reinos de Aragón, Valencia, Ribagorza y Teruel: que los ricos-hombres mesnaderos,
caballeros, infanzones, ciudadanos y procuradores de las villas fuesen
repuestos en la posesión de las cosas de que habían sido despojados desde el
tiempo de su abuelo don Pedro II: que no se hiciesen pesquisas de oficio y sin
impedimento de parte: que los jueces fuesen todos naturales del reino: que el rey
no pusiese justicias en villa o lugar que no fuese suyo: que se aboliese el
tributo de la quinta; y, por último, que se volviese a cada clase del Estado
todos los privilegios y preeminencias de que habían gozado antes á fuero de
Aragón: en lo cual todos estaban conformes, «teniendo concebido en su ánimo tal
opinión, que Aragón no consistía ni tenía su principal ser en las fuerzas del
reino, sino en la libertad; siendo una la voluntad de todos, que cuando ella feneciese
se acabase el reino.» El rey, atendida la conformidad y unanimidad que en esto
había, les otorgó y confirmó cuanto le demandaban. Este fue el famoso
Privilegio General de la Unión, base de las libertades civiles de Aragón,
tantas veces comparado por los políticos a la Carta Magna de Inglaterra, y que
en realidad más que un nuevo privilegio era la confirmación escrita de los que
de muy antiguo gozaban ya los aragoneses.
Los valencianos
a su vez reclamaron ser juzgados a fuero de Aragón, con arreglo a un privilegio
de don Jaime el Conquistador; y don Pedro, puesto ya en el camino de las
concesiones, accedió igualmente a su demanda. Mas como luego fuese a Valencia a
activar los preparativos de la guerra, y mientras los aragoneses reunidos en la
iglesia mayor de San Salvador ratificaban el juramento de Tarazona, y se
obligaban a la unión con mutuos rehenes, y nombraban conservadores del reino, y
establecían ordenanzas y procedimientos contra los transgresores, el rey don
Pedro buscaba en Valencia un apoyo contra Aragón, y con amenazas obligó a los
valencianos a que desecharan el fuero aragonés, y se rigieran por el fuero
particular de Valencia, pregonándose públicamente por la ciudad que quien no
quisiese vivir bajo aquellas leyes saliese del reino en el término de diez días
y bajo la pena de la vida y de la hacienda.
Prometíase el rey don Pedro y esperaba
hallar más propicios o menos exigentes a los catalanes, sus más activos auxiliares
y sus más fieles servidores en la empresa de Sicilia y en la guerra de la Pulla
y la Calabria. Mas como en las cortes que seguidamente tuvo en Barcelona le
presentasen también algunas quejas de agravios (enero, 1284), apresuróse o confirmarles todos los usages,
privilegios y fueros que tenían de los condes y reyes sus antecesores, los
alivió del bovage y los relevó del odioso impuesto de
la sal. En recompensa y agradecimiento le ofrecieron un apoyo eficaz para la
guerra de Francia, y hasta el clero, no obstante estar el papa en contra de su
soberano, puso o su disposición las rentas de la Iglesia. Mas como los aragoneses
vieran que el rey difería repararles los agravios, y sospecharan que intentaba
emplear el ejército catalán contra los de la Unión, enviáronle a decir en cuanto a lo primero, que hasta que lo cumpliese no esperara que
fuesen en su servicio, y en cuanto a lo segundo, que no permitirían de modo
alguno que gente extranjera pisara el suelo aragonés, para lo cual se
favorecerían de quien pudiesen; y para más asegurarse los de la Unión, procedieron
a ajustar por sí y como de poder a poder treguas con los navarros. No se vio en
parte alguna ni nobleza más altiva, ni pueblo más celoso de su libertad, ni
autoridad real más cercenada por los derechos y franquicias populares.
Como si fuesen
pocas estas contrariedades que al gran rey don Pedro se le suscitaban dentro de
sus dominios y por sus propios súbditos para mortificarle y detener el vuelo a
los ímpetus de su animoso corazón, vínole de fuera
otra, que por su carácter y procedencia fue la mayor de todas. Su incansable
enemigo el papa Martín IV, que no le perdonaba nunca la ocupación de la
Sicilia, no contento con haberle excomulgado y privado del reino, y en virtud
de la facultad de disponer de sus dominios que en la sentencia de deposición se
había reservado, ofreció la investidura de los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia
al rey Felipe de Francia para cualquiera de sus hijos que no fuese el
primogénito, haciéndole donación de ellos en nombre de la Iglesia, para que los
poseyese perpetuamente por sí y por sus sucesores como legítimo rey y señor de
ellos, estableciendo el orden y las condiciones de sucesión, facultando al
monarca francés para que con el favor de la Iglesia y por la fuerza de las
armas hiciera a don Pedro de Aragón evacuar el territorio de los que por
sentencia pontificia habían dejado de ser sus Estados, y dándole para ello por
tres años las décimas de todas las rentas eclesiásticas del reino. Aceptado,
después de algunos reparos por el rey de Francia el ofrecimiento, fue elegido
para rey de Aragón su hijo Carlos de Valois de
acuerdo con el legado pontificio encargado de la negociación, el cual en señal
de investidura puso sobre la cabeza de Carlos su sombrero de cardenal, de cuyo
acto y de no haber llegado a reinar fue comúnmente llamado Rey del chapeau.
Y comenzó el
joven Carlos, de edad de quince años entonces, a usar del sello de Aragón con
la leyenda: Carlos, rey de Aragón y de Valencia, conde de Barcelona, hijo del
rey de Francia. La guerra contra Aragón quedó resuelta, y el papa ¡cosa
inaudita! concedió indulgencia plenaria a todos los que personalmente asistiesen
o de cualquier modo ayudasen a aquella guerra contra un rey y un reino
cristiano, de la misma manera que se concedía a los que iban a la conquista de
la Tierra Santa y a pelear contra infieles. En vano se esforzaba el rey don Pedro
en demostrar al pontífice lo injusto de sus sentencias suplicándole las revocase,
y los primeros embajadores que para esto envió fueron detenidos y presos por el
rey de Francia.
Para que fuese
más apurada su situación, mientras el monarca aragonés sitiaba y combatía la
ciudad de Albarracín para hacerla entrar en su obediencia, los de la Unión
reunidos en Zaragoza le enviaban nuevas instancias diciéndole que se apresurase
a repararles los agravios generales y particulares, con arreglo al Privilegio
General, que cumpliese lo que había prometido, que revocase lo del fuero
particular de Valencia, que repusiese al Justicia de Aragón a quien sin causa suficiente
había suspendido de oficio, que les restituyese los bienes de que su padre los
había despojado, con otras varias peticiones, acordando otra vez y haciendo
jurar a las villas y lugares que nadie iría en hueste al servicio del rey hasta
que todos los capítulos les fuesen cumplidos. El rey tuvo que acceder a todo
jurándolo y confirmándolo con el infante don Alfonso, y suplicando a los de la Unión
que pues todo lo otorgaba y cumplía tuviesen a bien no embarazarle en el
servicio que tanto necesitaba para defender su reino contra los extranjeros que
le amenazaban.
Agolpábanse de una manera prodigiosa
los sucesos. El almirante Roger de Lauria ganaba para
el rey de Aragón en los mares de Nápoles y de Sicilia los triunfos que antes
hemos referido; pero la Francia hacía formidables aprestos de guerra, Carlos de Valois recibía la investidura del reino de Aragón, y
su hermano Felipe, el primogénito de Felipe III el Atrevido, tomaba posesión
del de Navarra, enlazado ya con la princesa doña Juana, la hija del segundo
Enrique. El rey de Castilla don Alfonso el Sabio había muerto, y empuñaba el
cetro castellano su hijo don Sancho el IV. El rey de Aragón, destronado por el
papa, amenazado de los extraños por Navarra y Cataluña, deservido por los suyos
en su propio reino, volvía los ojos a todas partes en busca de aliados. El de
Castilla, con quien se vio cerca de Soria (en Siria), prometió ayudarle con su
persona contra Francia: el emperador Rodolfo de Alemania, a quien representó
para traerle a su amistad el derecho que sus hijos tenían al ducado de Saboya, ofreció
que pasaría como aliado suyo a Italia para reclamar también la corona del
imperio que le negaban los papas. Eduardo de Inglaterra, a quien igualmente se
dirigió el aragonés, no se atrevió a romper con Francia y permaneció neutral.
Esto no impidió al animoso don Pedro para que, rendida y tomada Albarracín, hiciera
con huestes de Valencia una atrevida incursión en Navarra, talando y quemando
lugares y campiñas, de donde volvió, hecho grande estrago, a Zaragoza. Mas los
ricos-hombres y caballeros de su reino ni desistían de sus pretensiones ni le
dejaban reposar. Congregados los de la Unión, primero en Zaragoza, después en
Huesca y luego en Zuera, no pararon hasta lograr que
el Justicia de Aragón fallara y sentenciara como juez entre el rey y los
querellantes. Estos demandaban, el monarca respondía y el Justicia sentenciaba,
absolviendo o condenando al rey, concediendo o negando a los querellantes,
según le parecía que era de justicia y de fuero. Concedióse otra vez a los de Valencia ser juzgados á fuero de Aragón, y un caballero
aragonés se puso por Justicia general de aquel reino.
Cuando con
tales embarazos y dificultades luchaba el gran rey don Pedro, la Francia toda
se había puesto en movimiento para la guerra contra Aragón con un aparato
imponente y desusado. Habíase hecho acudir todas las naves de Nápoles y la
Pulla a los puertos de Francia y de Provenza y hallábanse aparejadas ciento y cuarenta galeras, con sesenta táridas y varias otras embarcaciones, con gente de Francia, de Provenza, de Génova, de
Pisa, de Lombardía y de los Estados de la Iglesia. Constaba el ejército de
tierra de ciento y cincuenta mil hombres de a pie, diez y siete mil ballesteros
y diez y ocho mil seiscientos caballeros de paraje. A la voz del legado del
papa, que con un fervor muy plausible si la causa hubiera sido más justa había
predicado una cruzada como si fuese para una guerra contra infieles, acudían
peregrinos de ambos sexos de todas las naciones, franceses, lombardos, flamencos,
borgoñones, alemanes, ingleses y gascones, a ganar las indulgencias,
incorporándose al ejército hasta cincuenta mil de estos devotos armados de
bordones y de rosarios. El rey de Francia Felipe el Atrevido sacó de la iglesia
de Saint-Denis con gran ceremonia el oriflama (que así llamaban ellos al
estandarte real), y púsose en marcha para Tolosa,
punto de la reunión general, para entrar por el Rosellón (abril, 128ñ).
Acababa de
hacer crítica la situación del rey don Pedro la connivencia en que supo estaba
con el monarca francés el rey de Mallorca don Jaime su hermano, a quien
pertenecía el Rosellón, punto por donde las tropas francesas habían de pasar
para entrar en Cataluña. Nunca amigo don Jaime, y siempre envidioso de su
hermano, aun en vida de su padre, guardábale el
resentimiento del feudo que le había obligado a reconocer antes de su
expedición a África y Sicilia, y halagaba por otra parte su ambición la
escritura que el rey de Francia le había hecho de darle el reino de Valencia si
le ayudaba con todo su poder a la conquista de Cataluña. Convencióse don Pedro do la mala voluntad de su hermano por diferentes pruebas que de ella
hizo. Otro que no hubiera sido el conquistador de Sicilia se hubiera abatido al
ver conjurados contra sí tantos elementos. El imperturbable aragonés, con
heroica resolución, se determinó a dar un atrevido y enérgico golpe de mano. Don
Pedro, tomando consigo unos pocos caballeros de su confianza con algunas
compañías escogidas de a caballo, parte de Lérida, atraviesa el Ampurdán,
penetra en el Rosellón, y andando de día y de noche cauta y sigilosamente, por
mentes y desusadas veredas, llega sin ser sentido a las puertas de Perpiñán,
donde se hallaba el rey don Jaime su hermano, entra en la ciudad donde es
recibido con alegría y aplauso, apodérase del castillo
en que moraba don Jaime, deja guardias en él no queriendo ver a su hermano que
se encontraba algo enfermo, pasa a tomar las casas del Templo, donde aquél
tenía sus alhajas y sus tesoros, y enviándole dos de sus caballeros obliga a
don Jaime a que en virtud del homenaje que le debía le haga entrega de todas las
fuerzas y castillos del Rosellón para defenderse en ellos y ampararse contra
sus enemigos. Hecho esto, temeroso don Jaime de que su hermano quisiera
prenderle, escápase de noche de la fortaleza por una
mina que salía lejos de Perpiñán, dejando a merced de don Pedro su esposa y sus
cuatro hijos. La reina y la infanta fueron generosamente devueltas a don Jaime,
escoltadas por algunos barones catalanes sus deudos: los tres hijos los llevó consigo
don Pedro en rehenes. Dado este golpe, y no conviniéndole a don Pedro
permanecer en Perpiñán volvióse a Cataluña por la Junquera.
El ejército
francés avanzó hacia el Rosellón entrando por la montaña y camino de Salces.
Marchaba delante una muchedumbre de cerca de sesenta mil hombres, armados de
palos y de piedras, gente menuda, forrajeros, regateros y chalanes a quienes se
pagaba un tornes diario, escoltados por solos mil hombres de a caballo, y a quienes
se enviaba los delanteros para que recibiesen los primeros golpes del enemigo.
En el grueso del ejército, dividido en cinco cuerpos, venían el rey de Francia
y sus dos hijos Felipe y Carlos, que ambos se titulaban reyes de España, de
Navarra el uno, de Aragón el otro; muchos principales barones y condes, el
cardenal legado con la bandera de San Pedro y seis mil soldados a sueldo de la Iglesia. Dirigiéronse los cruzados a Perpiñán, en cuyo campo
fue a reunírseles el fugado rey de Mallorca don Jaime con los caballeros de su casa
y corte, el cual puso a disposición del rey de Francia sus castillos del Rosellón. Negáronse, no obstante, a admitir las tropas
francesas las ciudades de Perpiñán, Elna, Coliubre y otras poblaciones del condado. Perpiñán fue
entrada por sorpresa; Elna resistió con vigor muchos
y fuertes ataques, pero tomada al fin por asalto, todos sus defensores fueron
sin distinción de edad ni sexo pasados a cuchillo, sin que les valieran los
lugares más sagrados (25 de mayo); ejecución horrible, a que por desgracia contribuyeron
las exhortaciones fogosas del cardenal legado, que no cesaba de predicar que
aquellas gentes habían menospreciado las órdenes de la santa madre Iglesia, y
eran auxiliares de un hombre excomulgado é impío. Fuese después de esto
derramando el ejército por todo el condado, y dudando el rey de Francia por dónde
haría su entrada en Cataluña, resolvió al fin (4 de junio) tentar el paso por
el collado de las Panizas, montaña situada sobre el
puerto de Rosas y Castellón de Ampurias.
Don Pedro de
Aragón, después de haber tomado cuantas medidas pudo para la defensa de las
fronteras de Navarra, por donde en un principio creyó iba a acometer su reino
el hijo mayor del monarca francés, sabiendo luego que todo el ejército enemigo
se encaminaba a Cataluña, hizo un llamamiento general a todos los barones y
caballeros catalanes y aragoneses para que acudiesen a la común defensa y
fuesen al condado de Ampurias donde le encontrarían. Apeló también en demanda
de socorro al rey don Sancho de Castilla, recordándole el deudo que los ligaba y
el compromiso y pacto de la amistad y alianza de Siria. Pero el castellano, que
ya había sido requerido antes por el de Francia y en nombre de la Iglesia para
que no favoreciese en aquella guerra al de Aragón, excusóse dando por motivo que necesitaba su gente para acudir a Andalucía que el rey de
Marruecos tenía amenazada. Los barones y ciudades de Cataluña y Aragón tampoco
respondieron al llamamiento, y desamparado de todo el mundo el rey don Pedro, con
solos algunos barones catalanes y algunas compañías del Ampurdán, sin abatirse
su ánimo, confiado en Dios, en su propio valor, en la justicia de su causa, en
que sus vasallos volverían en sí y le ayudarían, marchó resueltamente al
Pirineo, decidido a disputar en las crestas de aquellas montañas y con aquel
puñado de hombres el paso de su reino al ejército más formidable que en aquellas
regiones desde los tiempos de Carlomagno se había visto. Don Pedro reparte sus
escasísimas fuerzas por las cumbres más enriscadas de las sierras de Panizas y del Pertús y otros vecinos
cerros; manda encender hogueras doquiera hubiese un solo montañés de los suyos
para que apareciese que estaban todos los collados coronados de tropas; hace
obstruir con peñascos y troncos de árboles la única angosta vereda por donde podían
subir los hombres, y por espacio de tres semanas el rey de Aragón casi solo
defendió la entrada de su reino contra las innumerables huestes del rey de
Francia recogidas de casi todas las naciones de Europa en nombre del jefe de la
Iglesia.
Un día el
legado del papa, después de haber manifestado al monarca francés su admiración
y su impaciencia por aquella especie de tímida inacción en que le veía, envió
un mensaje al aragonés requiriéndole que dejase el paso desembarazado y
entregase el señorío que la Iglesia había dado a Carlos de Francia, rey de
Aragón. Fácil cosa es, respondió muy dignamente
el rey don Pedro, dar y aceptar reinos
que nada han costado; mas como mis abuelos los ganaron a costa de su sangre,
tened entendido que el que los quiera los habrá de comprar al mismo precio.
Entretanto el infante don Alfonso trabajaba activamente en Cataluña excitando a
la gente del país a que acudiese a la defensa de la tierra, y al toque de
rebato concurrían los catalanes armados, según usaje,
y cada día iba el rey recibiendo socorros y refuerzos de esta gente así allegada,
con la cual y con los terribles almogávares, tan ágiles y tan prácticos en la
guerra de montaña, hizo no poco daño al ejército enemigo hasta en sus propios
reales. Cuando ocurría alguna de estas rápidas e impetuosas acometidas, el
primogénito del monarca francés, que siempre había mirado con disgusto la
investidura del reino de Aragón dada a su hermano, a quien llamaba Rey del chapeau, solía decirle a Carlos: Y bien, hermano querido; ya ves cómo te tratan los habitantes de tu
nuevo reino: a fe que te hacen una bella acogida! Y desde aquellos mismos riscos y encumbrados recuestos no dejaba el rey de
Aragón de atender a los negocios y necesidades de otros puntos del reino, ya
dando órdenes para la conveniente guarda de la frontera navarra, ya excitando
el celo patriótico de los ricos-hombres, caballeros y universidades, ya
mandando armar galeras y que viniesen otras de Sicilia para proveer por mar a
lo que ocurriese, dando el gobierno de ellas a los diestros almirantes Ramón
Marquet y Berenguer Mayol, ya haciendo él mismo
excursiones arrojadas en que alguna vez se vio en inmediato peligro de caer en
una asechanza y perder la vida, y lo que es más singular y extraño, bajo el
pabellón de aquel rústico campamento recibía a los embajadores del rey musulmán
de Túnez Abu-Hoffs, y firmaba con ellos un tratado de
comercio mutuo por quince años, en que además se obligaba el sarraceno a
pagarle el tributo que antes satisfacía a los reyes de Sicilia, con todos los
atrasos que desde antes de las Vísperas Sicilianas debía a Carlos de Anjou, cuyo pacto prometió el rey de Aragón que sería ratificado
por la reina su esposa y por su hijo don Jaime, heredero del trono de Sicilia.
Desesperados
andaban ya el monarca francés y el legado pontificio, y descontentas y
desalentadas sus tropas, sin saber unos y otros qué partido tomar, cuando se
presentó el abad del monasterio de Argelez, que otros
dicen de San Pedro de Rosas, enviado por el rey de Mallorca al de Francia,
dándole noticia de un sitio poco defendido y guardado por los aragoneses, y en
que fácilmente se podía abrir un camino para el paso del ejército. Era el
llamado Coll, o Collado de la Manzana. Hízole reconocer el francés, y enviando luego mil hombres
de a caballo, dos mil de a pie, y toda la gente del campamento que llevaba
hachas, palas, picos y azadones, trabajaron con tal ahínco bajo la dirección
del abad y de otros monjes sus compañeros, que en cuatro días quedó abierto un
camino por el que podían pasar hasta carros cargados. Penetró, pues, el gran
ejército de los cruzados por este sitio en el Ampurdán (del 20 al 23 de junio).
Conocía el rey don Pedro el mal efecto y desánimo que este suceso podía producir
en el país, y procuró remediarlo en cuanto podía con una actividad que rayaba
en prodigio, recorriéndolo todo, queriendo hallarse a un tiempo en Perelada, en Figueras, en Castellón, en Gerona, en todas
partes. El sistema que adoptó fue abandonar las posiciones que no podían defenderse,
mandar a los habitantes que evacuaran las poblaciones abiertas y se retiraran a
las asperezas de las montañas, y concentrar la defensa a los lugares más
fuertes, a cuyo efecto despidió la gente y banderas de los concejos, quedándose
solo con los ricos-hombres y caballeros y con los almogávares. El ejército
francés se derramó por el interior del Ampurdán mientras su armada se
posesionaba de los pueblos de la costa desde Coliubre hasta Blanes. Como se lamentase el rey de no poder defender la villa de Perelada y del daño que desde ella podían hacer los
franceses en todo el Ampurdán, el vizconde de Rocaberti,
que era señor de la villa, le respondió: «Dejad, señor, que yo proveeré de
remedio, de modo que ni los enemigos la tomen, ni de ella pueda venir daño a la
comarca» Y marchando a ella con su gente, púsole fuego y la redujo a cenizas. Por tan heroica acción fue destruida la villa de Perelada, patria del cronista Muntaner,
a quien debemos muchas de las noticias de estos sucesos que en su tiempo
pasaron. Castellón de Ampurias se entregó a los franceses luego que salió de
allí el rey don Pedro, y el legado del papa daba con pueril solemnidad la
posesión de la soberanía de Cataluña a Carlos de Valois en el castillo de Lera. Don Pedro de Aragón se fijó en la fortificación y defensa
de Gerona, que encomendó al vizconde de Cardona, mandando salir de la plaza a
todos los vecinos, y presidiándola con dos mil quinientos almogávares y sobre
ciento y treinta caballos. El monarca francés Felipe el Atrevido procedió a
poner sitio a Gerona, no sin haber hecho antes tentativas inútiles para ganar
al vizconde y hacer que faltase a la fidelidad prometiéndole que le haría el
hombre más rico que en España hubiese.
Por fortuna a
la presencia de tan graves peligros convenciéronse al
fin los aragoneses de la necesidad de acudir a la defensa de la tierra y de dar
eficaz apoyo al soberano. Congregados los de la Unión, ricos-hombres, mesnaderos,
infanzones y procuradores de las villas y lugares del reino en la iglesia de
San Salvador de Zaragoza, concordáronse y
convinieron, aun aquellos que se tenían por más desaforados y agraviados del
rey, y a pesar de no haberse cumplido las sentencias dadas por el Justicia de Aragón
en las cortes de Zuera, en suspender toda querella y
reclamación, y ayudar y servir al rey en aquella guerra (julio, 1285). Con los
nuevos auxilios que los de la Unión le facilitaron fatigaba el rey don Pedro
los enemigos con continuas acometidas y escaramuzas, siendo el primero en los
peligros, sufriendo todas las privaciones como el último de sus soldados,
aventajándose a todos en intrepidez, no descansando nunca y nunca desmintiendo
que era digno hijo de don Jaime el Conquistador. Por su parte los atrevidos
corsarios catalanes difundían el terror por la costa, asaltando y apresando las
naves que de Marsella y otros puertos conducían bastimentos y vituallas a los
franceses, mientras los almirantes de la pequeña escuadra catalana, Marquet y Mayol, embestían y destrozaban por medio de una audaz y
bien combinada maniobra veinticuatro galeras de la armada francesa que estaba
entre Rosas y San Feliú, haciendo prisionero a su almirante. Los victoriosos
marinos entraron en Barcelona haciendo justa ostentación de su triunfo, que fue
celebrado en la ciudad con públicos y brillantes festejos. En la parte de
tierra, cerca de Gerona, un encuentro formal se había empeñado entro dos
cuerpos de españoles y franceses, en que el rey de Aragón, metiéndose en lo más
recio y bravo de la pelea, hizo prodigios de valor, manejando la maza mejor que
otro guerrero alguno de su tiempo, y matando por su mano, entre otros, al conde
de Clairmont, al portaestandarte de los franceses, y
al conde de Nevers que le había arrojado una azcona
montera con tanta furia que atravesó el arzón de la silla de su caballo (15 de
agosto). A pesar de esto, receloso el aragonés de verse envuelto por el grueso
del ejército enemigo, retiróse con los suyos a la
sierra, dejando el campo a los franceses que se aprovecharon de esta
circunstancia para proclamar que había sido suya la victoria. No obstante esto,
como viese el cardenal legado la tenaz resistencia del país, con que sin duda
no había contado: ¿Quiénes son, le
preguntaba al rey de Francia, estos
demonios que nos hacen tan cruda guerra? — Son, le respondió el rey Felipe, gentes las más adictas a su señor; antes les cortaríais la cabeza que
consentir ellos en que el rey de Aragón pierda una pulgada de su reino; y aseguróos que vos y yo, por vuestro consejo, nos hemos
metido en una empresa temeraria y loca.
El sitio de
Gerona continuaba apretado y fuerte. A los impetuosos y recios ataques de los
franceses respondía la bravura del de Cardona y sus almogávares. Cuando los
sitiadores, por efecto de una mina que habían practicado, vieron desplomarse un
lienzo de la muralla, encontráronse con un murallón
que más adentro habían levantado ya con admirable previsión y actividad los
sitiados. Comenzaron éstos a padecer grandes necesidades y miserias por la
falta de bastimentos; pero en cambio se declaró en el campo enemigo, a
consecuencia de los excesivos calores del estío, una epidemia que iba diezmando
grandemente no sólo a los soldados, sino también y aún más especialmente a los
barones y a la gente de más cuenta. Tentaciones tuvo el monarca francés de
alzar su real de Gerona, mas detúvole la esperanza de
que el vizconde, a quien hizo intimar la rendición, se daría á partido por la
falta absoluta que padecía de provisiones. Pidióle el
catalán el plazo de seis días para deliberar con los suyos, y dando entretanto
aviso al rey de Aragón consultándole sobre lo que debería hacer en la estrechez
en que se veía, y habiéndole respondido el monarca que hiciese tan honroso concierto
como su situación le permitiera, pero reservándose el término de veinte días,
dentro de los cuales procuraría proveerles de víveres, asentóse entre el rey Felipe de Francia y el vizconde Ramón Folch de Cardona una tregua de veinte días, pasados los cuales, si los sitiados no eran
socorridos, se entregaría la ciudad, con más otros seis días de término para
que la guarnición y habitantes tuviesen tiempo de evacuar la plaza con sus
armas y sus haberes.
Una ingratitud
tan inesperada como injustificable, y que produjo general sorpresa y escándalo,
causó también en situación tan crítica al rey don Pedro más disgusto y
pesadumbre que trastorno y daño. Aquel Alaymo de Lantini, en quien el rey había tenido tanta confianza, que
tanto había contribuido a expulsar los franceses de Sicilia, y a quien el monarca
aragonés había hecho gran Justicier de aquel reino,
aquel hombre de tan grandes prendas y que tantos servicios había prestado a don
Pedro de Aragón, mudó de partido, o por resentimiento, o por envidia, o por otra
causa que no señalan bien las historias, y había escrito al rey de Francia,
ofreciendo pasarse a su servicio, y que si le diese un número de galeras
armadas volvería a poner bajo su obediencia la isla. Sospechados primeramente
estos tratos por el infante don Jaime, e interceptadas después las cartas, su
mujer y sus hijos fueron presos en el castillo de Mesina, y él que había sido
enviado con disimulado pretexto a España, fue primeramente apercibido con
notable clemencia y blandura por el rey don Pedro, y como más adelante diera muestras
de poco arrepentimiento y resultara cómplice de un horrible asesinato, hízolo aquél encerrar bajo buena custodia en el castillo de Ciurana.
En
contraposición a esta incalificable ingratitud, otro personaje siciliano, con
la más acendrada y caballerosa lealtad al rey de Aragón, vino a salvar a
Cataluña como antes había salvado a Sicilia. El famoso almirante Roger de Lauria, terror de napolitanos y franceses en las aguas del Mediterráneo,
después de reducir la ciudad y principado de Tarento, único que restaba
conquistar en Calabria, viene a España llamado por el rey don Pedro al frente
de cuarenta galeras acostumbradas a combates y triunfos navales. El rey de
Aragón, dejando todo otro cuidado, pasa a Barcelona a conferenciar con el
ilustre marino, y queda resuelto combatir la grande armada francesa hasta
destruirla, sin reparar en que fuese mucho mayor el número de sus naves. Cerca
del cabo de San Feliú de Guixols se encontraron ambas
flotas en una noche tenebrosa en que no se distinguían las armas y banderas de
ninguna de las dos naciones. En aquella confusión y oscuridad se comenzó una
batalla terrible. Los catalanes para entenderse entre sí apellidaban ¡Aragón! y
los provenzales con objeto de no ser conocidos gritaban ¡Aragón! también. El
almirante Lauria hizo encender un fanal a la proa de
cada galera, y los franceses a su imitación encendieron otro en cada una de las
suyas. No les valió, sin embargo, ni esta traza ni la confusión que con ella se
proponían aumentar. Después de un encarnizado combate, en que los ballesteros
catalanes, aquellos ballesteros que no tenían en el mundo quien los igualara en
el manejo de su arma, hicieron maravillas de valor, y en que el almirante Roger
embistió con su capitana una galera provenzal llevando todos los remeros de un
costado y no quedando ballestero ni galeote que no fuese al mar, la victoria
comenzó a declararse con la fuga de doce galeras francesas que a favor de la
oscuridad se salieron tomando el derrotero de Rosas; otras trece fueron
apresadas con sus dos almirantes y toda su gente de armas. Al otro día marchó
en seguimiento de las doce fugitivas, y no paró hasta apoderarse de ellas
también. En vano alegaron la tregua de Gerona; el almirante respondió que
aquella tregua nada tenía que ver con la gente y fuerzas de mar. Estos triunfos
decidieron la superioridad de la marina catalana sobre la francesa, y tuvieron
el influjo que veremos luego sobre el resultado y término de la guerra. Pero el
bravo Roger de Lauria cometió en esta ocasión, con
más detrimento que gloria para su fama y nombre, crueldades horribles: como si
quisiese exceder a las que los franceses ejecutaron a la entrada de Rosellón y
Cataluña, mandó arrojar al mar hasta trescientos heridos, y a otros doscientos
cincuenta prisioneros que no lo estaban los hizo sacar los ojos, y atados unos a
otros con una larga cuerda hízoles conducir y
presentar al rey Felipe de Francia en el campamento de Gerona. Los caballeros y
personas de más cuenta los envió a Barcelona al rey
don Pedro. Calcúlase en cuatro o cinco mil franceses
los que murieron en esta terrible batalla naval. Hallábase el rey de Francia
Felipe el Atrevido, cuando recibió la nueva de la derrota de su escuadra,
enfermo en Castellón de Ampurias, que también le había alcanzado la epidemia y
pestilencia que infestaba su ejército. Entretanto, cumplido el plazo de los
veinte días para la entrega de Gerona, el vizconde de Cardona, fiel a lo
pactado, comenzó por sacar de la ciudad los enfermos y gente desarmada, y luego
salió él con la guarnición en orden de batalla, a banderas desplegadas y con
todos los honores de la guerra. El senescal de Tolosa entró a tomar posesión de
la plaza en nombre del monarca francés y del rey de Navarra su hijo, a quien se
había entregado (13 de setiembre), y el pendón real de Francia tremoló en el
castillo de Gerona. Efímero y caro placer, y yerro imperdonable el haberse
empeñado en la conquista de una plaza, que le costó perderla mitad de su
ejército, su gloria y aun su vida. Agravada la enfermedad del rey, víctimas de
la epidemia sus tropas, famélicos, macilentos y escuálidos los que sobrevivían,
desbaratada su escuadra, y dueña la marina catalana de toda la costa, dejando a
Gerona encomendada al senescal de Tolosa con cinco mil infantes y doscientos caballos, alzáronse los reales y se emprendió la retirada
llevando a los enfermos en andas, y al doliente monarca en una litera, a cuyos
lados iban sus dos hijos, los llamados reyes de Navarra y de Aragón, el legado
del papa y el famoso oriflama de San Dionisio, que pocas veces había vuelto tan
humillado. Desordenada era la marcha, y no pensando sino en pasar los montes y
salvar sus personas, por todas partes iban dejando fardos, bagajes, y todo lo
que podía servirles de embarazo y estorbo. Nada en verdad más fundado que el recelo
y temor con que marchaban los franceses; porque habiendo el rey de Aragón con
el vizconde de Cardona, el senescal de Cataluña don Ramón de Moncada, y otros
barones y caudillos, adelantándose a ocupar los pasos del Pirineo, el Coll de la Manzana, el de Panizas,
y todas aquellas cumbres y angosturas, nada le hubiera sido más fácil que
convertir aquel sitio en un nuevo Roncesvalles en que el doliente Felipe y sus
extenuadas tropas hubieran salido peor librados aún que Carlomagno y sus
huestes.
En tal
conflicto dirigióse el príncipe primogénito de
Francia al rey don Pedro de Aragón, a este mismo rey a quien había venido a
destronar, exponiéndole que, pues abandonaban ya aquella tierra y el rey su
padre iba moribundo, le rogaba por quien él era les dejase el paso libre por el
collado de Panizas, asegurándoles que no serían
hostilizados por sus tropas. Contestóle el aragonés
muy cortésmente que por lo que hacía a él y a sus barones y caballeros podían
marchar seguros, y que procuraría contener también a los almogávares y gente
desbandada, aunque no respondía de ser en este punto obedecido. Tal como era la
respuesta, fue preciso aceptarla. En su virtud comenzó el menguado ejército
francés a pasar el puerto, tan despacio como lo exigía el estado de los
enfermos, y del rey principalmente. Colocado don Pedro de Aragón en una de las
cumbres que dominaban la estrecha vereda por donde desfilaba aquella especie de
procesión luctuosa ( 29 y 30 de setiembre), vio sin
duda con orgullosa satisfacción el espectáculo de un enemigo que se retiraba
humilde por donde pocos meses hacía entró tan soberbio, y que debía a su
generosidad el no haber sido del todo aniquilado. Don Pedro cumplió su promesa,
y el rey de Francia y su corte pasaron sin que nadie les molestara. Mas al llegar
la retaguardia con los carros y los bagajes, y los pocos caballeros que habían
quedado, sucedió lo que el rey había previsto, que no pudo sujetar a los
almogávares y paisanos armados, que ávidos de botín y ansiosos de venganza, lanzáronse gritando y corriendo a la desbandada sobre los enemigos,
de los cuales muchos murieron, quedando en poder de los furiosos agresores
tiendas, cofres, cajas, vajilla, moneda y todas las riquezas y alhajas que
habían traído, con más las que habían recogido en Cataluña. Todos los
historiadores ponderan los sobresaltos y congojas que sufrió en este tránsito
el cardenal legado, que no se contempló seguro hasta que se vio en el Rosellón,
protegido por el rey don Jaime el de Mallorca.
A muy poco de
llegar a Perpiñán, el rey de Francia, tan enfermo de espíritu como de cuerpo,
agravada su doble dolencia, sucumbió el 5 de octubre. «Pero sabed, añade Desclot, que perdieron los franceses más gente desde el
paso del Coll de las Panizas hasta Narbona que la que antes habían perdido, de modo que parecía que Dios
Nuestro Señor descargaba sobre ellos toda la justicia del cielo; porque unos de
las heridas que llevaban, otros de epidemia, y otros de hambre, murieron tantos
en los mencionados lugares, que desde Narbona hasta Boulou todo el camino estaba cubierto de cadáveres. Así pagaron los franceses los
males y perjuicios que causaron al noble rey de Aragón.» «De esta manera, dice
un moderno historiador francés, rindió el último suspiro el hijo de San Luis, al
volver de su loca cruzada de Cataluña. Ningún hecho famoso había señalado su
vida, y murió sin gloria, huyendo de un país que había ido a atacar con una
vana jactancia, y cuya conquista se había lisonjeado de hacer en menos de dos
meses»
Regresado que
hubo el rey don Pedro de las cumbres del Pirineo a lo llano del Ampurdán, fuéronsele rindiendo los lugares y castillos en que había
quedado alguna guarnición francesa: y el mismo senescal de Tolosa, perdida toda
esperanza de ser socorrido, y pasados veinte días de plazo que pidió para
entregar la plaza de Gerona que tan escaso tiempo había estado en su poder,
evacuó con sus tropas la ciudad y fuese a Francia. Echados también los
franceses de Cataluña, todo el afán del monarca aragonés fue tomar venganza y
castigo de su hermano don Jaime de Mallorca, a quien no sin razón culpaba de
haber sido el principal instrumento y causa de la entrada de los enemigos, que
hubiera podido impedirse si los dos monarcas hermanos juntos y de concierto les
hubieran disputado el paso del Rosellón. Con aquel propósito dio orden a
doscientos caballeros catalanes y aragoneses para que estuviesen prontos y
armados, y al almirante Roger de Lauria para que
tuviese aparejada su flota, con la cual había de apoderarse de las Islas
Baleares que constituían el reino de su hermano. Pero Dios no permitió al rey
de Aragón acabar esta empresa y quiso que sobreviviera poco a su vencido rival
el de Francia. A las cuatro leguas de Barcelona, de donde había partido el 26
de octubre, y camino de Tarragona, le acometió una violenta fiebre que le
obligó a detenerse en el hospital de Cervellón, desde
cuyo punto fue trasportado en hombros con gran trabajo y fatiga á Villafranca
del Penedés. Aquí acabó de postrarle el mal, y él mismo conoció que era
peligrosa y mortal la dolencia. Como en tal estado hubiese acudido a verle su
hijo don Alfonso: «Vete, le dijo, a
conquistar a Mallorca, que es lo más urgente; tú no eres médico, que puedas
serme útil a la cabecera de mi lecho, y Dios hará de mí lo que sea su
voluntad.» Y llamando seguidamente a los prelados de Tarragona, Valencia y
Huesca con otros varones religiosos, así como a los ricos-hombres y caballeros
que allí había, á presencia de todos declaró que no había hecho la ocupación de
Sicilia en desacato y ofensa de la Iglesia, sino en virtud del derecho que a
ella tenían sus hijos, por cuya razón el papa en sus sentencias de excomunión y
privación de reinos había procedido contra él injustamente. Pero que
reconociendo como fiel y católico que las sentencias de la Iglesia, justas o
injustas, se debían temer, pedía la absolución de las censuras al arzobispo de
Tarragona, prometiendo estar á lo que sobre aquel
hecho determinara la Sede Apostólica. Recibida la absolución, declaró que
perdonaba a todos sus enemigos, dio orden para que se pusiera en libertad a todos
los prisioneros, excepto al príncipe de Salerno y algunos barones franceses
cuya retención podría ser útil para conseguir la paz general, se confesó dos
veces, recibió con edificante devoción la Eucaristía, cruzó los brazos, levantó
los ojos al cielo, y expiró la víspera de San Martín, lude noviembre de 1285.
Así acabó el
rey don Pedro III de Aragón, muy justamente apellidado el Grande, a la edad de
46 años en todo el vigor de su espíritu, en el colmo de su fortuna y de su
grandeza, pacífico poseedor de los reinos de Aragón, Cataluña, Valencia y
Sicilia, vencedor de Carlos de Anjou y de Felipe III
de Francia, teniendo prisionero al nuevo rey de Pápeles, dominando su escuadra
en el Mediterráneo, apagadas las turbulencias y disensiones interiores de sus
reinos y vigentes las libertades aragonesas. Gran capitán y profundo y
reservado político, audaz en sus empresas, infatigable en la ejecución de los
planes, fecundo en recursos, atento a las grandes y a las pequeñas cosas,
valeroso en las armas y sagaz en el consejo, robusto de cuerpo y de garboso y
noble continente, fue el más cumplido caballero, el guerrero más temible y el
monarca más respetable de su tiempo y sus mismos enemigos le hicieron justicia.
Dejó en su
testamento a don Alfonso su hijo los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia, con
la soberanía en los de Mallorca, Rosellón y Cerdaña: a don Jaime, el de Sicilia
con todas las conquistas de Italia; sustituyéndolo el segundo al primero en
caso de morir aquél sin sucesión, y debiendo pasar el trono de Sicilia
sucesivamente a los infantes don Fadrique y don Pedro, cayendo en el propio error
de su padre en lo de dejar favorecidos a unos hijos y
sin herencia a otros.
Fue notable este
año de 1280 por haber muerto en él los cuatro príncipes que más ocuparon la
atención del mundo en aquellos tiempos, y que más figuraron en los ruidosos
asuntos de Sicilia, Carlos de Anjou, el papa Martín
IV, Felipe III do Francia el Atrevido, y Pedro III de Aragón.
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