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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

 

CAPITULO II

 

FIN DEL REINADO DE ALFONSO EL SABIO

 

de 1276 a 1284

 

 

Ajustada la tregua con los africanos, retirado Yacub Abu Yussuf a su imperio, y puestas en buen estado de defensa y seguridad las fronteras, vínose el infante don Sancho a Toledo, donde por medio de don Lope Díaz de Haro, su más íntimo amigo, solicitó de su padre le confirmara el título de sucesor y heredero del reino, que ya un gran número de ricos-hombres, caballeros y vasallos le habían reconocido en Villa Real. Era el caso que había dejado su hermano mayor el infante don Fernando de la Cerda dos hijos varones, don Alfonso y don Fernando, que por fallecimiento de don Juan Núñez de Lara, a quien su padre al morir los había encomendado, se criaban en la compañía y bajo la tutela de su abuela la reina doña Violante. Dudó don Alfonso si podría favorecer al hijo en detrimento de los nietos, que no había entonces ley establecida en Castilla que determinara y fijara el derecho y orden de sucesión en casos tales, aunque él ya la tenía escrita y consignada en su célebre código de las Partidas; y como quien teme errar y busca el acierto de la resolución, convocó el consejo para consultarle sobre la proposición de don Lope. Vacilaron también los del consejo, no sabiendo a qué parte se habían de inclinar; sólo el infante don Manuel, hermano del rey, se anticipó a manifestar su opinión con el argumento de que cuando la rama mayor de un árbol perece, la que está debajo es la que debe reemplazarla: é si el mayor que viene del árbol fallece, eleve fincar la rama de so él en somo, fueron sus palabras al decir de la crónica antigua. Sin más que esto, y contra el mismo orden de suceder que él en sus leyes establecía, se decidió Alfonso en favor de su hijo segundo; y convocando cortes en Segovia hizo reconocer y jurar en ellas a don Sancho sucesor y heredero del trono de Castilla (1276).

 

Mas no faltó quien protegiera la causa de los infantes de la Cerda. La reina doña Violante, que los criaba con esmero y les profesaba especial cariño, ya que otra cosa entonces no podía hacer por ellos, y recelosa de que pasara adelante la sinrazón con que se los había desheredado, procuró por lo menos ponerlos a salvo de cualquier tropelía que contra ellos se intentase, acogiéndose con sus nietos al amparo de su hermano don Pedro III de Aragón (que por muerte de su padre don Jaime acababa de heredar la corona aragonesa), haciendo el viaje con tal sigilo que cuando el rey don Alfonso lo supo ya no la alcanzaron las órdenes que expidió a todos los lugares para que la detuviesen en el camino (1277). Llevó también consigo a la madre de los niños, la princesa doña Blanca, hija de San Luis, y hermana de Felipe el Atrevido, que a la sazón ocupaba el trono de Francia. Compréndese bien el disgusto y enojo que causaría al rey el viaje furtivo de la reina con la princesa y los infantes. Y como tal vez sospechara que el infante don Fadrique su hermano era el que la había movido con su consejo a aquella resolución, de concierto con don Simón Ruiz, señor de los Cameros, yerno del infante, dejándose arrebatar de la cólera mandó a don Sancho que los hiciera prender y los matara. Fiel y pronto ejecutor don Sancho del mandato de su padre, prendió a los dos, y el señor de los Cameros fué quemado en Logroño, y el infante don Fadrique ahogado de orden del rey en Treviño, donde se hallaba, sin forma de proceso; mancha horrible que con pesar nuestro hallamos en la vida de don Alfonso, sin que nos sea posible justificar la falta de los trámites judiciales, por más convicción que queramos suponer tuviese de la culpabilidad de los dos ilustres justiciados.

 

La princesa doña Blanca por su parte no dejó de quejarse al rey de Francia, su hermano, de la injusticia y agravio hecho a sus hijos, pidiéndole los tomara bajo su protección y vengara el ultraje que en ello se hacía a su familia. Felipe III no fue indiferente a las razones de su hermana, y además de procurar reducir al de Castilla a que revocara la declaración hecha a favor de don Sancho, preparóse a entrar con ejército en Castilla a pedir con las armas el desagravio de sus sobrinos. Impidióselo el Papa Juan XXI conminándole con pena de excomunión si llevaba adelante sus proyectos de invasión, y el pontífice Nicolás III que ocupó en breve tiempo la silla apostólica se interpuso también entre ambos soberanos; merced s su intervención se evitó una ruptura que amenazaba envolver en una guerra terrible a los dos reinos.

 

De esta manera quedó Alfonso de Castilla desembarazado para renovar la guerra contra los moros, expirado que hubo la tregua de dos años establecida con Abu Yussuf. El plan del castellano parecía el más conveniente; era el de cercar a Algeciras por mar y tierra a fin de que no pudiese recibir de África socorro de ningún género, y cortada toda comunicación y reducida la plaza a la mayor extremidad, apoderarse de ella. Aparejóse al efecto una armada formidable: componíase de veinticuatro navios, ochenta galeras y muchos barcos ligeros. Un ejército de tierra se reunió al propio tiempo en Sevilla al mando del infante don Pedro, hijo tercero del rey, cuya vanguardia se confió a don Alfonso Fernández, llamado el Niño, uno de los hijos ilegítimos del monarca. La bahía y los campos de Algeciras se cubrieron de naves y de tropas de tierra: los moros de la plaza se hallaron rodeados por un cordón casi compacto, y faltándoles pronto los bastimentos y vituallas se vieron en grande apuro y desesperación. Pero no era más lisonjera la situación de los cristianos, así del campo como de las naves. Apuráronseles también las provisiones, y la penuria traía a los soldados de mar y tierra flacos y extenuados. Habíase prolongado el cerco hasta fines ya del estío (1278), y los calores rigurosos de aquel abrasado clima, unidos a la miseria y falta de alimentos, produjeron enfermedades y dolencias de que sucumbían lastimosamente a centenares los soldados. Los jefes de la armada, privados hacía meses de sueldo, saltaban a tierra para buscar algún remedio a su necesidad, y abandonaban las naves a enfermos y escuálidos incapaces de defenderlas. ¿De qué provenía tanta penuria en el ejército cristiano? Según después se supo, todos los caudales y rentas que se cobraban de orden del rey por los judíos recaudadores para atender a los gastos y necesidades del ejército de Algeciras, tomábalos don Sancho sin conocimiento de su padre, y los enviaba a Aragón para congraciar a la reina doña Violante, a quien trataba de hacer volver a Castilla

 

Noticioso el emperador de Marruecos, que se hallaba en Tánger, del miserable estado del ejército y armada cristiana, habilitó una cortísima flota de solo catorce galeras, la cual provista de todo y guiada por buenos marinos y capitanes cayó de improviso sobre las naves castellanas, que todas fueron desbaratadas y quemadas con muerte de los pocos que en ellas habían quedado y prisión del almirante y primeros capitanes. Tan poca era la gente, dice la Crónica, que estaba en aquellas galeras, y tan lacerados, que ningún hombre hizo por defenderse, ni pudieron mover ninguna de aquellas galeras, donde estaban trabadas con las áncoras; y los moros quemáronlas todas, y mataron los que estaban en ellas. Desembarcando luego los africanos, pusieron fuego a los reales del ejército sitiador, socorrieron a los de Algeciras, y el infante don Pedro tuvo que abandonar apresuradamente el campo y huir, dejando al enemigo todos los bagajes. Tan vergonzoso término tuvo el sitio de Algeciras, la empresa militar más importante que Alfonso X había acometido en su reinado. Vióse pues el monarca de Castilla, después de tan formidable y ruidoso aparato, en la necesidad humillante de pedir treguas al emperador de África, que este le otorgó por algún tiempo.

 

Entretanto don Sancho, a fuerza de instancias y de oro, de aquel oro cuya falta en el campo de Algeciras costó la pérdida de un ejército y de una flota entera y una afrentosa humillación al reino, había logrado que la reina su madre volviese a Castilla, quedando los infantes de la Cerda en poder y bajo el gobierno del rey de Aragón, con quien don Sancho tuvo una entrevista entre Requena y Buñol en la cual concertaron tratos de gran concordia y amistad. Esta alianza del príncipe castellano con el monarca aragonés convenció a Felipe de Francia de lo poco que podía prometerse del de Aragón en cuyo poder estaban sus sobrinos. El enojo por el desheredamiento de éstos era grande, y volvió a pensar en la guerra contra Castilla, y a preparar su ejército para entrar por los Pirineos. Pero interponíase siempre el pontífice, no cesando de amonestar por sus legados a los dos monarcas a que se concertasen y conviniesen. Era interés de los Papas mantener en paz a los príncipes cristianos de Europa, porque necesitaban de su ayuda para acudir al socorro de los pocos fieles que habían quedado en Palestina, y que se hallaban en el más deplorable estado de opresión y de inminente y continuo peligro. Al fin, accediendo a las exhortaciones e instancias del jefe de la Iglesia, conviniéronse los dos reyes de Francia y de Castilla en verse y hablarse para tratar los términos de una avenencia. Pasó con este fin Alfonso X a Bayona con los infantes don Sancho y don Manuel. Felipe III de Francia envió solamente sus embajadores. Después de algunas pláticas accedía el rey de Castilla a dar a Alfonso su nieto, el mayor de los infantes de la Cerda, el reino de Jaén con la obligación de reconocerle feudo y homenaje como a soberano. Mas don Sancho, que no quería se diese lugar alguno a su competidor en el reino opúsose a todo acomodamiento y se rompieron y malograron las negociaciones, y volvióse cada cual a sus dominios, sin que de estas vistas resultase avenencia ni concordia entre los contendientes (128O).

 

Después de esto movieron otra vez don Alfonso y su hijo sus armas y su gente contra Mohammed II el de Granada. Las tropas de Castilla iban mandadas por el infante don Sancho. La expedición no fué tampoco feliz. Habiendo caído los castellanos en una emboscada, cerca de tres mil fueron acuchillados por los moros, entre ellos casi todos los caballeros de Santiago, habiendo recibido el maestre de la orden, don Gonzalo Ruiz Girón, una herida mortal, de la cual sucumbió muy poco después. Atrevióse, no obstante, don Sancho a avanzar hasta la vega de Granada, cuyos campos taló, regresando luego a Córdoba, donde se hallaba su padre. Pasaron desde allí a Burgos a celebrar los desposorios de los dos infantes don Juan y don Pedro, del primero con Juana, hija del marqués de Montferrato, y del segundo con Margarita, hija del vizconde de Narbona (1281), y seguidamente partieron para el lugar de Campillo, entre Agreda y Tarazona, punto en que habían convenido verse con don Pedro III de Aragón para tratar de la alianza que don Sancho había andado negociando entre los dos monarcas y acabar de desbaratar todo concierto con el de Francia. Acompañaron a cada soberano en las conferencias de Campillo los infantes sus hijos, muchos prelados y gran número de ricos-hombres, caballeros, nobles y grandes de cada reino. Confederáronse allí los dos reyes en muy estrecha amistad, haciéndose pleito-homenaje y juramentos de ser amigos de sus amigos, y enemigos de sus enemigos, y de valerse y favorecerse contra todos los hombres del mundo, moros o cristianos, que eran las fórmulas entonces usadas.

 

Esto de público; que de secreto pactaron también reyes y príncipes ayudarse a conquistar el reino de Navarra de que el francés se había apoderado, para repartirselo entre ambos reyes (27 de marzo, 1281); si bien el infante don Sancho, conociendo cuánto le interesaba tener contento al de Aragón bajo cuya guarda estaban en Játiva los infantes de la Cerda, renunció en él la parte que le perteneciera en el reino de Navarra, si se conquistase después de la muerte del rey su padre.

 

Terminadas estas conferencias, volviéronse los de Castilla a continuar la guerra de Granada, ansiosos de vengar el desastre del año anterior. Iba el rey en medio de todo el ejército: cada uno de los infantes sus hijos y hermanos acaudillaba una hueste. Don Sancho, siempre arrojado y resuelto, acercóse esta vez casi hasta las puertas de Granada; pero hallábase Mohammed muy prevenido, y haciendo salir hasta cincuenta mil musulmanes armados, ahuyentáronse los de Castilla dejando a don Sancho casi solo, que sin embargo no perdió su serenidad y salió con honra de todos los peligros hasta volver a incorporarse con su desordenado ejército, que a él solo debió no haber caído en manos de la morisma (junio, 1281). Pero fué menester ceder el campo, y no habiéndose convenido los soberanos cristiano y musulmán en los tratos que entablaron, volviéronse los castellanos a Córdoba sin sacar provecho alguno de esta jornada.

 

Desde este tiempo subieron de punto los errores y desaciertos de Alfonso X de Castilla, errores que acabaron de enajenarle las voluntades de sus vasallos, ya no muy satisfechos de su gobierno, que le atrajeron la enemiga de su hijo y heredero don Sancho y el desvío de los demás infantes, que envolvieron a Castilla en un cúmulo de calamidades e infortunios, que le costaron a él la corona y la vida, y que apenas se creerían de un monarca que mereció bien el renombre de Sabio, si no supiésemos que había empleado su sabiduría más en el conocimiento de las cosas de los astros que en el de los hombres, que acá en la tierra tenía que regir y gobernar.

 

Las cortes de Sevilla que convocó en este mismo año (1281), fueron el campo en que germinaron y se desarrollaron estos odios y estas escisiones entre el rey y su hijo, entre el monarca y su pueblo. Necesitaba Alfonso de nuevos recursos para continuar la guerra de Granada; pero empobrecida la nación con las anteriores disipaciones, menguadas las rentas y viendo que el Estado no podía soportar nuevos pechos o tributos, recurrió otra vez, no escarmentando en los fatales y perniciosos efectos que una medida semejante había surtido en el principio de su reinado, al funesto arbitrio de la alteración de la moneda, pidiendo se acuñara otra de plata y cobre de menos peso y de más baja ley y de igual valor que la que había. Las cortes consintieron en ello, por temor, dice la crónica, y por debilidad, añadiríamos nosotros. Pero la medida desagradó altamente a los representantes del reino. Faltábale enajenarse a su hijo don Sancho, a quien el pueblo y los nobles por su resolución y su bravura y por sus servicios en la guerra se habían mostrado ya adictos; y esto le aconteció a Alfonso por el empeño con que propuso, primeramente al mismo infante y después a las cortes, que se diera el reino de Jaén a su nieto el primogénito de los infantes de la Cerda, tal como lo había prometido al rey de Francia, y para lo cual gestionaba también de secreto con el romano pontífice. La respuesta de Sancho a la proposición de su padre fué harto desabrida, y cuando éste le amenazó con desheredarle del reino, la contestación de Sancho fué también a su vez amenazadora: Tiempo vendrá, le dijo, que esta palabra no la  quisiérais haber dicho. Conocida por los procuradores de las cortes la oposición y resistencia del infante, adhiriéronse a él y le suplicaron los libertara de la opresión en que el rey los tenía, y del compromiso de acceder a sus peticiones, amparándolos y defendiéndolos contra unas exigencias cuya aprobación los malquistaría con las ciudades qne les dieran sus poderes. Prometióselo así don Sancho, y pasando a Córdoba, con licencia que todavía el débil monarca le otorgó a pretexto de terminar con el rey de Granada el ajuste que había quedado pendiente, lo que hizo fué confederarse con el príncipe de los sarracenos contra su mismo padre. Uniéronsele en la misma ciudad los infantes don Pedro y don Juan sus hermanos, y el rey vio ya conjurados contra sí y en manifiesta rebeldía a sus tres hijos.

 

Don Sancho, con aquella actividad que le era natural y que tanto contrastaba con la irresolución de su padre, procedió a aliarse con el rey don Pedro III de Aragón su tío, que siempre le había mostrado particular afecto. Cuando el rey de Castilla recordó al de Aragón sus compromisos y el juramento de amistad hecho en el tratado de Campillo respondió el aragonés que no creía que aquella concordia le obligase a nada respecto al infante su hijo. Igual alianza asentó don Sancho con el rey don Dionisio de Portugal, que a pesar de ser nieto del monarca de Castilla disgustado con su abuelo porque había tratado de avenirle con su madre doña Beatriz, con quien andaba desacordado, le abandonó también por adherirse a su tío, de quien esperaba más, porque había de vivir más años. De esta suerte, y estando el rey de Francia Felipe III en posesión del reino navarro, no quedaba a Alfonso de Castilla príncipe alguno en España a quien pudiera volver los ojos. Del mismo modo que los príncipes, desertábansele los grandes de su propio reino. Los maestres de Santiago y Calatrava se agregaron igualmente al partido de don Sancho, el cual se reforzó con los nobles que su padre tenía desterrados por suponerlos cómplices del infante don Fadrique y del señor de los Cameros a quienes había hecho matar. Una vez declarado don Sancho en abierta rebeldía contra su padre, y fuerte con tan poderosos apoyos, de propia autoridad y obrando ya como soberano convocó cortes de castellanos y leoneses para Valladolid (1282), donde concurrieron, además de los ricos- hombres y procuradores de las ciudades, la misma reina doña Violante, que con injustificable inconstancia se adhería ahora a la causa del hijo rebelde contra su propio marido, cuando poco antes había abandonado hijo, esposo y reino, por proteger a sus nietos los infantes de la Cerda. De modo que no quedaba al desventurado monarca de Castilla una sola persona de su familia que no le fuese contraria; esposa, hijos, hermanos, todos se pusieron de parte del rebelde príncipe. Sólo le permanecieron fieles algunos ricos-hombres de la casa de Lara, y don Fernán Pérez Ponce, uno de los más ilustres caballeros del reino y progenitor de este esclarecido linaje.

 

A vista de tan universal conmoción y tan general desamparo, envió el rey mensajeros con cartas a su hijo, invitándole a que se viesen en Toledo o Villa Real, o en otro punto que él designase, y que le manifestara los agravios y ofensas que de él tuviese, así como los vasallos que le seguían, pues estaba pronto a remediarlos y satisfacerlos tan cumplidamente como menester fuese. Don Sancho, en vez de dar contestación, detuvo a los embajadores de su padre, y las cortes de Valladolid ya reunidas, por sentencia que dio el infante don Manuel, hermano del rey, a nombre de los caballeros e hijos-dalgo, declararon a don Alfonso privado de la autoridad real y depuesto del trono de Castilla, y dieron el título de rey a don Sancho, el cual por un resto de modestia se negó a aceptarle en vida de su padre, contentándose con el de infante-heredero y regente del reino. Pero invistiéronle de todos los derechos y prerrogativas de la corona, diéronle el ejercicio de la soberanía, mandaron le fuesen entregadas todas las fortalezas y castillos, y que se cesase de acudir a don Alfonso con las rentas y no se le acogiese en ningún lugar del reino. Obligado don Sancho a mostrarse agradecido y generoso con los que así le ensalzaban y aquienes necesitaba todavía, repartió entre los infantes y ricos- hombres todas las rentas de la corona, así de las llamadas juderías y morerías, como de los diezmos y almojarifadgos: paso imprudente, que daba a entender que ni el príncipe ni sus proclamadores encaminaban, como decían, aquella revolución al alivio y descargo de los pueblos, sino a la satisfacción de su propia codicia los unos, a la de su ambición el otro.

 

Don Alfonso por su parte, reunido su consejo en Sevilla, ante él y ante todo el pueblo, subiéndose a un estrado al efecto erigido, publicó el acta de la sentencia en que declaraba a su hijo don Sancho desheredado de la sucesión de los reinos, exponiendo las causas y excesos que la motivaban, y poniéndole bajo la maldición de Dios por impío, parricida, rebelde y contumaz. Y dirigiéndose al papa Martín IV, que entonces regía la Iglesia, obtuvo de Su Santidad un breve en que mandaba a todos los prelados, barones, ciudades y lugares del reino volviesen a la obediencia del rey don Alfonso, requería a los reyes de Francia y de Inglaterra que le diesen favor, y encargaba al arzobispo de Sevilla y a otros dos eclesiásticos de dignidad procediesen contra los rebeldes y los compeliesen con las censuras de la Iglesia a abandonar el mal camino. Pronuncióse, pues, excomunión contra algunas personas principales, y se puso entredicho en todos los pueblos de Castilla que seguían la voz de don Sancho (1283). El matrimonio incestuoso a que después de las cortes de Valladolid procedió este príncipe con su prima doña María, hija del infante don Alfonso de León, señor de Molina, fué otro motivo más que tuvo su padre para solicitar del pontífice fulminase excomunión contra su hijo. Mas lejos de intimidar a don Sancho estos anatemas, hizo decretar a su consejo pena de muerte contra los portadores de las cartas pontificias si fuesen habidos, y que ningún entredicho que viniese del papa fuese guardado en el reino, apelando por sí y a nombre de sus vasallos del agravio que se les hacía, ante Dios y ante el pontífice futuro, o ante el primer concilio que se celebrase.

 

Entretanto don Alfonso, reducido a la sola ciudad de Sevilla, abandonado de todos los príncipes cristianos, cuya ayuda había implorado infructuosamente, no hallando ninguno que tuviera el alma bastante grande para tender la mano a un monarca abatido, viéndose además sin rentas, sin caudales, sin recursos con que poder atender al decoro de su persona, acosado por la pobreza y desesperado por la ingratitud, recurrió al extremo de dirigirse al emperador de Fez y de Marruecos, enviándole su corona para que le prestase sobre ella alguna cantidad con que subvenir a sus necesidades, «porque no le quedaba otro rey ni señor á la redonda de España que no fuese su enemigo.» Más generoso el príncipe de los musulmanes africanos que los monarcas cristianos y españoles, no solamente le socorrió con sesenta mil doblas de oro, sino que le envió a decir que vendría a ayudarle á recobrar el reino, si él lo tuviese a bien; ofrecimiento que el destronado monarca castellano agradeció y aceptó con la mejor voluntad.

 

Vino, pues, el rey de los Beni-Merines a España como auxiliar de Alfonso. Vieronse los dos príncipes, cristiano y musulmán, en Zahara, donde se trataron con mucha urbanidad y cortesanía. Juntándose luego las escasas tropas del castellano con las fuerzas del de Fez, pasaron a atacar á Córdoba, que defendía Ferrand Martínez por don Sancho. — Ferrand Martínez, le dijeron al verle sobre el adarve, ¿conoscedes este pendón? — Sí conozco, respondió, que es de nuestro señor el rey don Alfonso. — Pues él nos envía á decir que le des Córdoba, que bien sabéis vos que él os armó caballero, y os la dio. — Decid, contestó Martínez, al rey don Alfonso que otro señor tenemos en Córdoba. —¿Quién es ese? le preguntaron. — A don Sancho, replicó. — Con esta noticia se retiraron los confederados a Écija, donde se separaron los dos reyes por sospechas que a don Alfonso le hicieron concebir de que el de Marruecos intentaba apoderarse de su persona. Al cabo de un mes que andaba el africano corriendo las tierras del de Granada, pidió ayuda a don Alfonso, el cual le envió novecientos caballos al mando del valiente y leal Fernán Pérez Ponce; mas recelosos los de Castilla de que Yacub trataba de embarcarlos y llevarlos consigo a África, abandonáronle y se fueron solos hacia Córdoba, con resolución de hacer algún señalado servicio al rey con que pudieran desenojarle del enfado que suponían le causaría el haber tomado aquel partido sin su consentimiento. Al aproximarse a Córdoba salieron de la ciudad contra ellos en tropel más de diez mil de a caballo y muchísimos más de a pie, distinguiéndose entre ellos muchas mujeres que salían con sogas para atar a los que suponían llevar cautivos. Lejos de dejarse intimidar aquel puñado de valientes, a la voz del intrépido caballero don Arias Díaz arremetieron a la desordenada muchedumbre con tal ímpetu, que no sólo mataban ellos sino que los mismos cordobeses en la confusión y en el aturdimiento se atrepellaban y ahogaban entre sí, muriendo muchos y huyendo a la ciudad los que podían. Entre los muertos se halló a Ferrand Martínez, cuya cabeza llevaron los vencedores a Sevilla, y la presentaron con orgullo al rey don Alfonso, el cual «la mandó poner sobre la tabla de San Fernando (1283).»

 

Cuando don Sancho, que se hallaba entonces ausente de Córdoba, supo la terrible derrota de sus gentes, exclamó: ¿Y quién los mandó a ellos salir contra el pendón de mi padre? que bien sabían ellos que ni voy con él, ni contra él, que yo no quiero lidiar con mi padre, mas quiero tomar el reino, que es mío; i porque él se lo quiere dar a los franceses, por eso lo quiero yo tomar. Y dirigiéndose a Córdoba, añadió: que si fallase vivo a Ferrand Martinez, que lo hicíera quemar i cocer en una caldera, porque salió a pelear contra la bandera de su padre. Don Sancho, en efecto, por un resto de reverencia al autor de sus días andaba huyendo de encontrarse con su padre, y aun juró ante sus hombres buenos que nunca llegaría a distancia de cinco leguas de donde él estuviese, sabido lo cual por el atribulado don Alfonso echóse a llorar y pronunció estas sentidas palabras: ¡Sancho, Sancho! mejor te lo hagan tus hijos que tú contra mi lo has hecho, que muy caro me cuesta el amor que te tuve.

 

Yacub, el rey de los Beni-Merines, después de haber auxiliado con tibieza a Alfonso de Castilla, y guerreado no con mucha energía contra Mohammed do Granada como aliado de Sancho, retiróse otra vez a Algeciras y de allí a África, o bien disgustado por la repentina y desdeñosa separación de la hueste castellana, o bien porque viese traslucidos y frustrados otros intentos contra el mismo Alfonso, que algunas crónicas le atribuyen. A pesar de esto la causa del príncipe don Sancho de Castilla comenzó a decaer desde la derrota y matanza de sus gentes en las afueras de Córdoba. Ya fuese que el propósito de no pelear contra su padre pareciera a los suyos una muestra de flojedad con que no contaban, ya lo ocasionasen las violencias que antes había ejecutado, ya el tiempo y la reflexión obraran en el ánimo de sus parciales, lo cierto es que sus propios hermanos don Pedro, don Jaime y don Juan fueron los primeros a desamparar su partido, volviéndose al servicio de su padre, y alguno de ellos se presentó ante él de hinojos en señal de arrepentimiento, besándole los pies y las manos. El infante don Juan que esto hizo, sirvió luego tan lealmente a su padre, que ganó para él la ciudad de Mérida, sin que a don Sancho le fuese posible recobrarla. Hasta la reina doña Beatriz de Portugal, hija también de don Alfonso, y excluida como él del reino por su propio hijo don Dionisio, fuese al lado de su padre, que en agradecimiento a aquella demostración de amor le dio algunas villas de las pocas que poseía : que si la venida de doña Beatriz no añadía fuerza ni robustez al partido de don Alfonso, por lo menos servíale de gran consuelo, después de tantas tribulaciones y tanto desamparo, ver a todos sus hijos, a excepción de don Sancho, volver al seno paternal y templar con su compañía sus amarguras y pesares.

 

A ejemplo de los infantes pasáronse también a don Alfonso varios ricos-hombres, y no pocas ciudades y villas alzaron igualmente voz por su antiguo monarca. El mismo don Sancho, viendo cuánto enflaquecía su partido, tuvo intentos de componerse con su padre, y sabiendo que éste se hallaba en Constantina pasó a Guadacanal con objeto de tentar si le permitiría que se viesen entrambos. Pero de tan laudable propósito le hicieron desistir sus secuaces, a quienes no convenía ya de manera alguna que se aviniesen. No obstante, tan dispuestos parecían estar los dos a una reconciliación, que acordaron que la reina doña Beatriz de Portugal y doña María de Molina, mujer de don Sancho, confiriesen entre sí y propusiesen los términos en que aquélla podría hacerse, con lo cual don Alfonso se volvió a Sevilla, y don Sancho se retiró a Salamanca.

 

Sucesos inesperados y repentinos vinieron a dar a las cosas bien diferente rumbo del que se pensaba. Tan luego como don Sancho llegó a Salamanca, acometióle una enfermedad tan grave que llegaron a desahuciarle los médicos. Túvose por inevitable y cierta su muerte, tanto que uno de sus validos, don Gómez García, abad de Valladolid, se anticipó a anunciársela a don Alfonso, creyendo congraciarse por este medio con él, que así suelen obrar los privados de los príncipes. Asegúrase que don Alfonso recibió gran pesar cuando le llegó la nueva de la supuesta muerte de su hijo a pesar de las grandes pesadumbres que le había dado. Decimos de la supuesta muerte, porque don Sancho, contra los cálculos de la ciencia y contra las esperanzas de todos, recobró la salud. Quien la perdió á muy poco tiempo para no recuperarla ya más fué su padre el rey don Alfonso. Los pesares y amarguras le tenían más quebrantado que los años (que no llegaban a él todavía), y a poco que padeció el cuerpo le abandonó enflaquecido el espíritu. Preparóse, pues, el desventurado monarca de Castilla a morir como cristiano, y declarando que perdonaba a su hijo don Sancho y a todos los naturales del reino que le habían seguido en su rebelión, dio su último suspiro, que recogieron el infante don Juan y la infanta doña Beatriz reina de Portugal, con las demás infantas sus hijas (abril, 1284). Diéronle sepultura en la iglesia de Santa María cerca del rey don Fernando, su padre, según él lo había ordenado. En su primer testamento hecho en Sevilla a 8 de noviembre de 1283, declaraba Alfonso X herederos de sus reinos a los infantes de la Cerda don Alfonso y don Fernando sus nietos, con exclusión de todos sus hijos, que todos entonces seguían al rebelde don Sancho, y en el caso de fenecer la línea de los dos infantes hijos del primogénito don Fernando, llamaba a la sucesión al rey de Francia, «porque viene (decía) derechamente de la línea derecha de donde venimos, del emperador de España; y es biznieto del rey don Alfonso de Castilla (el Noble), nieto de su hija (doña Blanca, madre de San Luis). Este señorío damos y otorgamos de tal manera, que esté ayuntado con el reino de Francia, en tal guisa que ambos sean uno para siempre.»

 

En el segundo, hecho también en Sevilla a 22 de enero de 1284, cuando ya habían vuelto a su obediencia los infantes sus hijos (a excepción de don Sancho), ratificó el orden de sucesión establecido en el primero, sin otra alteración que dejar los reinos de Sevilla y Badajoz al infante don Juan, y el de Murcia a don Jaime, debiendo éstos reconocer feudo y homenaje al que lo fuese de Castilla.

 

Aunque este monarca no cedió en devoción y piedad a sus ilustres progenitores, de que dan testimonio, entre otras muchas fundaciones, las de las sillas catedrales de Murcia, Cartagena, Badajoz, Silves y Cádiz, las donaciones generosas a las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava, el Hospital y el Templo de Jerusalén, la protección que dispensó a los ermitaños de San Agustín, y su especialísima devoción a la Virgen, a quien dedicó sus poéticos Loores y en cuya honra fundó una orden militar con el título de Santa María, lo que le distingue de todos los reyes de España es el sobrenombre de Sabio que tan merecidamente alcanzó, y el cual, aunque aplicado ya a algún otro monarca español antes que a Alfonso el décimo de Castilla, ni a ninguno se dio con tan justo título como a él, ni nadie como él goza el privilegio de ser más conocido por el nombre antonomástico de El Rey Sabio que por el nombre propio y por el número que le correspondió en el orden de la cronología. Apenas se comprende en verdad, aun teniendo la certidumbre que de ello tenemos, cómo en medio de la vida agitada de las campañas, a través de tantas turbulencias, de tantas rebeliones, de tanto trabajo y movilidad y de tantas negociaciones políticas tuviera tiempo para ser legislador, filósofo, historiador, matemático, astrónomo y poeta. Como legislador, establece la unidad del derecho, tan necesaria ya a un Estado que había dado tan grandes pasos hacia la unidad material, con el Fuero Real de España, colección legislativa interesante y útil como obra de actualidad y de inmediata aplicación; y termina y acaba, y deja a la nación como un precioso regalo para el porvenir, el célebre código de las Siete Partidas, la obra más grande y colosal de la edad media, y el monumento que nos asombra todavía al cabo del trascurso de seis siglos. Como filósofo, supónenle autor del libro de El Tesoro, que contiene las tres partes de la filosofía. Como historiador enriquece la lengua y la literatura castellana con una historia general, que con el nombre de Crónica general de España constituye una de las glorias literarias de nuestra nación. Como matemático y astrónomo, manda componer las famosas Tablas Astronómicas, que por la parte que en su formación tuvo el mismo monarca tomaron el nombre de Alfonsinas. Como poeta, luce su erudición y ostenta las galas que admitía ya el habla castellana en sus Cantigas y en sus Querellas.

 

Como nos proponemos tratar con más detención de estas y otras obras literarias del rey don Alfonso el Sabio, cuando consideremos y examinemos la marcha de la cultura y de la civilización española en lo relativo a la legislación, a las ciencias y a la literatura en este tercer período de la edad media, bástennos ahora estas indicaciones para mostrar cuánto se hizo admirar como hombre de ciencia el décimo Alfonso de Castilla que tan desventurado fue como hombre de gobierno.

 

 

CAPITULO III

 

PEDRO III (el grande) EN ARAGÓN