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HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

 

HISTORIA DE LOS PROGRESOS DEL DERECHO DE GENTES EN EUROPA Y AMÉRICA

DESDE LA PAZ DE WESTFALIA HASTA EL AÑO 1860

 

POR

ENRIQUE WHEATON

 

 

INTRODUCCIÓN

PROGRESO DEL DERECHO DE GENTES EN EUROPA DESDE LOS GRIEGOS A LA PAZ DE WESTFALIA

 

Las leyes y costumbres que determinaban las relaciones de las naciones europeas antes que el cristianismo hubiese dado al mundo nuevas luces, estaban todas fundadas en las preocupaciones que quieren que las diferentes razas de hombres sean consideradas entre sí como enemigos naturales. Entre los Griegos y los Romanos se consideraban los términos de extranjero, de bárbaro y de enemigo, como sinónimos. Los extranjeros quedaban reducidos a la esclavitud desde el momento en que pasaban sus fronteras y tocaban las de otro pueblo. Cuando se hacían excepciones a esta costumbre antisocial, ellas solo tenían lugar en virtud de un pacto positivo entre dos o varias naciones; y aunque, según el derecho romano, en su último desarrollo, los habitantes de un país con el cual no existían relaciones de amistad o de hospitalidad, no fuesen precisamente considerados como enemigos, hostes, podían sin embargo, según las leyes, ser reducidos a esclavitud, y sus bienes confiscados, si se encontraban en el territorio romano.

Durante los tiempos heroicos de Grecia, la piratería era ejercida generalmente, y en el tiempo mismo de Solón, los Focios estaban obligados, a causa de la esterilidad de su suelo natal, a errar sobre el mar en calidad de piratas; «lo que, según un historiador antiguo, era entonces considerado como una profesión honorable». Solón toleró, aunque imponiéndoles ciertos reglamentos, las asociaciones de piratas que un uso antiguo había establecido. — Los Etruscos, a quienes los Romanos tomaron sus artes y sus instituciones, eran piratas reconocidos y cometían en el mar Mediterráneo toda clase de depredaciones. Polibio refiere, en fin, que los Romanos impusieron a los Cartagineses, como condición de paz, el no navegar más allá del cabo Pélore, fuese para comerciar, o fuese para la piratería.

La extrema barbarie de las costumbres de los Griegos de la edad heroica en tiempo de guerra está atestiguada por Homero en sus dos grandes poemas, que, cualquiera que sea la opinión que se adopte relativamente a su origen, deben sin embargo ser considerados como un cuadro fiel de las costumbres de aquellos tiempos lejanos.

En una batalla no se daba jamás cuartel, a menos que no fuese en vista del rescate que se pudiese obtener por los prisioneros. No se contentaban con privar a un enemigo de la vida, y de arrebatarle sus armas; su cuerpo, despojado de toda vestidura, se hacía el objeto de una lucha violenta entre los combatientes, y si caía en poder del partido enemigo, se le privaba de sepultura y se le exponía a las aves de rapiña; muchas veces aún se iba hasta el extremo de degradarlos por las más horribles mutilaciones. Es verdad que únicamente los jefes estaban expuestos a un tratamiento tan cruel; ordinariamente se acordaba un armisticio a los vencidos, para darles el tiempo de enterrar sus muertos. Sin embargo, es necesario no considerar como consecuencia de una venganza particular los insultos hechos por Aquiles al cuerpo de Héctor, pues el mismo Héctor quiso hacer otro tanto con el de Patroclo; y aun se cita como una demostración singular de respeto de parte de Aquiles por Aecio, cuya capital había destruido, que después de haberle muerto, se abstuvo de despojar sus restos, y aun le acordó los honores de la sepultura. Cuando una ciudad era tomada, los templos de los dioses servían a menudo de asilo contra el enemigo. Así Marón, sacerdote de Apolo, fue salvado con toda su familia en medio de la ruina general en que Ulises había sumergido a los Cyconios de Ismare; él vivía en el recinto consagrado a su dios, y obtuvo el permiso de recobrar su libertad pagando un fuerte rescate. Casi con esta excepción, todos los hombres en estado de llevar armas fueron exterminados, mientras que las mujeres y los niños eran llevados cautivos para ser repartidos entre los vencedores como la más rica parte del botín.

Entre los antiguos pueblos de Grecia y de Italia, el derecho, tanto público como privado, estaba fundado solamente, en lo relativo a la penalidad, en la religión. Se condenaba a los culpables ofreciendo sus cabezas a los dioses infernales. Esa sentencia podía ser pronunciada contra todo un pueblo, como contra un simple individuo. La guerra era un juicio del Cielo. Los heraldos encargados de declararla ofrecían el enemigo al infierno, y suplicaban a sus dioses que abandonasen la ciudad que ellos habitaban. Los vencidos eran considerados como desamparados por los dioses; he ahí por qué se consideraba como un derecho el exterminarlos. También la reducción a la esclavitud era considerada como una mitigación de los derechos de la guerra.

Durante la primera guerra médica mataron con una cruel ironía a los heraldos enviados por Darío para pedir a Atenas y a Esparta el agua y la tierra en señal de sumisión al gran rey. Esto fue, no obstante, mirado como una infracción del derecho de gentes, tal como la religión lo había establecido entre Griegos y Bárbaros.

Los Persas hacían esa guerra devastando el territorio griego. Los campos eran talados, las ciudades con sus templos saqueadas, incendiadas y destruidas totalmente, mientras que sus habitantes eran hechos cautivos.

Durante la guerra del Peloponeso, los Esparciatas y los Atenienses parecían rivalizar en crueldad. Esta larga lucha, por la supremacía entre los dos principales Estados de Grecia, tuvo ese carácter de ferocidad y de barbarie que ha sido en todo tiempo común a las guerras civiles. Aun durante las suspensiones de hostilidades, las relaciones entre los diferentes países de la Grecia estaban lejos de indicar un estado completo de paz garantizado por las leyes. El reposo mismo de cada Estado era turbado sin cesar por las disensiones de sus facciones políticas. «Tenemos dificultad en darnos cuenta, dice NIEBUHR, de ese espíritu por medio del cual las oligarquías han podido conservar un dominio del que, sin embargo, ellas han abusado siempre; la existencia de ese espíritu está entretanto suficientemente probada por el juramento que ciertos Estados exigían de sus miembros, a saber, que odiarían a los plebeyos y que les harían todo el mal posible». En tiempo de Aristóteles se prestaba todavía ese juramento en algunas de las asambleas oligárquicas de la Grecia. Es necesario decir, por lo demás, que los pueblos les retribuían ese odio, cometiendo sin cesar actos de venganza contra los que ellos miraban con razón como sus más mortales enemigos. El gobierno lacedemonio era el protector armado de la oligarquía en todos los Estados, y como el partido popular consideraba a Atenas su protector, y como no había un poder federativo bastante fuerte para oponerse a las rivalidades de aquellas dos potencias, ellas excitaban desórdenes continuos en los demás Estados, lo que los reducía a la miseria y debilitaba su población por las proscripciones y mortandad que de ellos resultaban.

La superioridad de la raza helénica sobre todas las otras razas vino a ser para los Griegos un axioma incontestable. El más hábil de sus filósofos, Aristóteles, asegura seriamente que «los Bárbaros estaban destinados por la naturaleza a ser esclavos de los Griegos, y que se podrían emplear con derecho todos los medios para reducirlos a ese estado». La guerra eterna contra los Bárbaros era el shiboleth de la nación más civilizada de la antigüedad. Los Griegos llamaban a los individuos con quienes estaban ligados por un pacto de ofrecimiento conjunto de libación a los dioses. Los que no tenían el derecho de reclamar el beneficio de esta especie de alianza, eran llamados proscriptos. — Parece haber sido reconocido generalmente entre los Griegos que los hombres no estaban sujetos a ninguna obligación entre sí, a menos que no existiese un pacto entre ellos. Tucídides cita esta máxima tan difundida entre sus compatriotas: «A un rey como a una república nada de lo que le es útil es injusto». La misma idea está expresada abiertamente por los Atenienses en su célebre respuesta a los habitantes de Melos. Arístides distinguía a ese respecto la moralidad pública de la moralidad privada, y pretendía que entre los individuos las leyes de la justicia debían ser estrictamente observadas, mientras que en los negocios públicos lo útil podía frecuentemente ocupar el lugar de lo justo. Por eso no vaciló en tomar sobre sí la responsabilidad de una violación de fe que aconsejó al pueblo de Atenas para hacer triunfar sus intereses. Es verdad que Plutarco refiere un hecho, algo dudoso, de un proyecto que tuvo Temístocles para incendiar la flota de los Griegos aliados de Atenas después de la retirada de Jerjes, y que los Atenienses rehusaron sancionar porque Arístides había dicho que ese proyecto, aunque muy ventajoso, era injusto. «¡Tal era el respeto del pueblo por la justicia, y tan grande era su confianza en Arístides!» Cicerón, sin embargo, refiere también ese hecho con una ligera variación; pues él pretende que el proyecto de Temístocles solo era dirigido contra los navíos espartanos. Con ese motivo hace un paralelo entre la conducta de los Atenienses y la de sus conciudadanos, y dice: «Los Atenienses pensaron que lo que era injusto no podía ser útil, y rechazaron el proyecto bajo la sola autoridad de Arístides, aun sin haber tomado conocimiento de él. Ellos han procedido más sabiamente que nosotros Romanos, que acordamos la impunidad a los piratas y abrumamos a nuestros aliados con exacciones». Pero este cumplido que Cicerón hace de los Atenienses en perjuicio de sus compatriotas, no podría conciliarse con la conducta constante de los primeros en casos semejantes y con el testimonió más respetable de Teofrasto, citado por Plutarco.

Dos rasgos sacados de la guerra del Peloponeso bastan para mostrar la verdadera naturaleza de los derechos de la guerra en las luchas de los Griegos entre sí. El primero es referente a la conducta de los Espartanos en la toma de Platea. Esta ciudad estaba sitiada por los Espartanos y los Tebanos, sus aliados. Después de una resistencia obstinada, la guarnición no obstante fue reducida a extremidad. Los sitiadores habrían podido tomarla por asalto, pero los Espartanos deseaban ver terminar de otro modo el sitio: ellos querían concluir una paz basada sobre la restitución recíproca de las conquistas hechas durante la guerra. En este caso, si Platea hubiese sido tomada por asalto, ellos se habrían visto obligados a restituir a Atenas su aliada, en tanto que si la forzaban a capitular, podrían pretender que no era una conquista. Con esta mira el general de los sitiadores continuó el bloqueo, hasta que se hubo convencido que la guarnición no se encontraba en estado de defender la ciudad: entonces envió un heraldo proponiéndoles rendirse, no a los Tebanos, sino a los Espartanos, y bajo la condición que solo jueces esparciatas tendrían derecho a decidir sobre su suerte. Esta proposición fue aceptada; la ciudad se rindió, y la guarnición recibió provisiones. Pocos días después, cinco comisarios llegaron de Esparta; pero en lugar de recurrir a las formas de los procedimientos usuales, se limitaron a hacer esta pregunta a los prisioneros: «¿Durante esta guerra habéis hecho algo en servicio de Esparta o de sus aliados?» El espíritu que inspiraba tal interrogación, era bastante evidente; los prisioneros obtuvieron, sin embargo, el permiso de abogar su propia causa; su defensa fue confiada a dos de entre ellos, de los que uno, Lacon, hijo de Aimnecto, era proxenus de Esparta.

Los Plateenses sostuvieron con energía su causa: podían mostrar, decían ellos, el absurdo que se cometía enviando cinco comisarios de Esparta para preguntar a la guarnición de una ciudad sitiada si eran amigos de los sitiadores; apelaron a sus servicios y a sus sufrimientos durante las guerras médicas, cuando solo ellos entre todos los Beodos habían permanecido fieles a la causa de la Grecia, mientras que los Tebanos se habían alistado en las filas de los Bárbaros y habían combatido por ellos en ese mismo país del cual ahora esperaban apoderarse con el consentimiento de Esparta.

Podían demostrar, agregaban, que la alianza que ellos habían hecho con Atenas tuvo lugar con la aprobación y aun por el consejo de los Espartanos; que la justicia y el honor les prohibían igualmente renunciar a una alianza de la cual habían resultado para ellos los mayores bienes, y que en tanto que dependió de ellos no rompieron la última paz; pero que lo Tebanos los habían sorprendido por traición, cuando ellos se creían en seguridad gracias a los tratados concluidos; que si sus servicios pasados no eran bastante considerables para disculpar lo que podía serles imputado como crimen en los últimos tiempos, ellos reclamaban los derechos de la guerra, que prohibían cometer un acto extremo con enemigos que voluntariamente se sometían, y que como ellos habían mostrado por la paciencia con que habían sabido soportar los horrores del hambre, que preferían más bien morir que caer en manos de los Tebanos; pedían, como un derecho, no ser colocados en una condición peor que aquella en que se habían encontrado, y que si su capitulación no debía producirles ninguna ventaja, preferían volver a la situación de la que voluntariamente habían salido.

Este lenguaje de los Plateenses era tan justo y tan concluyente que, a pesar del compromiso secreto de los comisarios espartanos de decidir en favor de los Tebanos, estos últimos pidieron el permiso de responder. Sostuvieron, pues, con razón que entre ellos y los Plateenses debía decidirse la cuestión. Atribuyeron la conducta de sus antepasados, durante las guerras médicas, a la necesidad en que se había estado de conformarse a los votos de una facción que, aunque poco numerosa, había tenido el poder entre las manos, e invocaron en su favor los servicios que después habían prestado a Esparta. Rebajaron los actos patrióticos de los Plateenses, afirmando que no eran sino la consecuencia de su adhesión a Atenas, a quien no habían cesado de sostener en sus numerosas empresas contra la libertad de Grecia. Justificaron su ataque contra Platea en tiempo de paz, bajo el pretexto que ellos habían sido convidados por muchos ciudadanos de los más ricos y los más ilustres de esa ciudad, y acusaron a los Plateenses de mala fe porque habían derramado la sangre de sus prisioneros tebanos. «¡Esa sangre pide venganza con tanta fuerza como vosotros pedís gracia!»

Estas razones explicaban suficientemente su odio contra Platea; pero la sola parte de sus discursos que tocó la cuestión, fue en la que recordaron a los Espartanos que ellos eran sus más poderosos aliados. Los Espartanos lo sabían bien, y habían decidido desde mucho tiempo que ningún escrúpulo de conciencia, que ninguna idea de justicia o de humanidad vendría a turbar una alianza tan importante para ellos. Sin embargo, para salvar las apariencias y disfrazar su deseo secreto de mantener la alianza con los Tebanos, propusieron de nuevo la cuestión indicada anteriormente: «¿Durante esta guerra habéis hecho algo en servició de Esparta o de sus aliados?» Y como, según la respuesta afirmativa o negativa de los prisioneros, debían ser condenados a muerte o absueltos, doscientos Plateenses y veinte y cinco Atenienses perdieron así la vida. Las mujeres fueron reducidas a esclavitud. «Si sólo hubiese habido crueldad en esta transacción, dice Thirlwall, de quien hemos tomado esta narración, ella habría sido tan poco importante en comparación de la que los Espartanos habían mostrado con prisioneros inofensivos, durante todo el curso de la guerra, que no merecería ser citada aquí. Lo que hay de particular en este caso es la cobarde habilidad y tal vez hasta la grosería de su estratagema»

El segundo rasgo que queremos citar para mostrar el verdadero carácter de los derechos de la guerra entre los Griegos, es el de la rendición de Melos. El hábil historiador moderno que acabamos de citar, al dar cuenta de las negociaciones que precedieron a la rendición de aquella isla, dice que «Tucídides ha compuesto un diálogo que supone, según su conocimiento de las ideas y sentimientos de las dos partes, que puede ser el verdadero; pero que no hay razón para atribuirle una verdad histórica». Es por tanto evidente, por la conclusión tan cruel de aquella escena, que el lenguaje que Tucídides atribuye a los interlocutores, es un cuadro fiel de las máximas de moral internacional reconocidas por ellos.

Los Atenienses comenzaron por manifestar los principios sobre los cuales se proponían discutir la cuestión. Sostuvieron que en política era necesario sustituir la utilidad a las reglas de la justicia. No pretendían que los habitantes de Melos hubiesen cometido faltas, ni negaban que, aunque colonia lacedemonia, ella no había tomado parte en las expediciones de la metrópoli. Pero mostraron que el poder de Atenas dependía de la conservación de un sistema incompatible con la independencia de Melos. El poder de Atenas, dijeron, está basado en la opinión pública, y ese poder sería conmovido si se viese que una sola isla podía resistirle impunemente, porque el mundo no le haría la justicia de creer que se había abstenido voluntariamente de esa conquista, y atribuiría a debilidad semejante acción. Agregaron que su único objeto era fortificar el poder ateniense, y que en esa empresa esperaban que los dioses les serian favorables. Fue en vano que los habitantes de Melos trataron de demostrar que el interés mismo de Atenas exigía que su neutralidad fuese respetada, pues que los demás Estados independientes se alarmarían y excitarían por una agresión semejante; argumento que habría podido ser apreciado si Atenas hubiese tenido una reputación de equidad y moderación que conservar. La cuestión se encontró, pues, reducida a saber si los habitantes de la isla podían ganar algo en la resistencia. Ellos reconocieron que, independientemente de los lances de la guerra y del favor de los dioses, siempre ligado a la buena causa, no tenían otra esperanza que los socorros que les vendrían infaliblemente de Esparta. Los enviados atenienses les hicieron notar, y ellos no lo negaron, que de todos los Estados de Grecia, Esparta era el que mejor había mostrado que en los negocios políticos el honor está subordinado a la inclinación, y la justicia a la utilidad; y que se podía, por consecuencia, presumir que en lugar de dejarse arrastrar por sentimientos de generosidad, ella podría más bien calcular los peligros a que se expondría viniendo en socorro de una isla tan débil y de tan poca importancia; y les recordaron al mismo tiempo que Atenas había mostrado suficientemente, que ni las amenazas, ni los ataques dirigidos contra ella podían desviarla del objeto que se proponía. — Así terminó esta entrevista. Los enviados de Atenas se retiraron para esperar la respuesta definitiva de los habitantes de la isla, y cuando volvieron, les fue contestado que los Meleenses no desesperaban hasta el punto de no depositar confianza en sus aliados naturales, y de renunciar así a una independencia que duraba hacía siete siglos. Los Atenienses al retirarse manifestaron su asombro de que los Meleenses se precipitasen en una ruina inevitable. Se dio principio inmediatamente al sitio de la ciudad. Como los Atenienses lo habían predicho, ningún socorro les vino de Esparta, y los Meleenses quedaron reducidos a defenderse solos. Lo hicieron valientemente, pero la llegada de nuevas tropas al campo de los sitiadores, y las numerosas disensiones que estallaban en el interior de la ciudad, precipitaron su ruina. Los desgraciados habitantes fueron obligados a rendirse. Todos los ciudadanos en edad de llevar las armas fueron exterminados, y las mujeres y los niños reducidos a esclavitud.

La conducta de los Atenienses en esta ocasión dice el historiador que hemos citado, debe parecer menos irritante que su buena fe al confesar los principios feroces según los cuales procedían. Pero, por injusta y cruel que fuese su conducta, no debe ser mirada como más reprehensible, porque no estaba sancionada por el pretexto de que los habitantes de Melos fuesen rebeldes; pretexto con que se ha querido cubrir actos de una iniquidad mucho más repugnante, aun en siglos en que se ha hecho vanagloria de profesar una ley moral puramente divina. El tratamiento de los vencidos en esa ocasión, cualquiera que fuese el motivo, era indigno de una nación civilizada. Pero para juzgar la conducta de los Atenienses con imparcialidad, es necesario tener en cuenta los usos bárbaros de aquella época. La satisfacción que nos causan los progresos de la civilización, no debe hacernos injustos. Las costumbres más suaves de algunas naciones modernas no han impedido castigar como culpables del crimen de rebelión a los que no habían cometido otro crimen que defender la independencia de su patria contra la usurpación extranjera, arrancándolos de sus familias, para encerrarlos en fortalezas o relegarlos á los desiertos de la Escitia.

Un sabio autor ha enumerado las reglas siguientes que entre los Griegos constituían los rudos elementos del derecho público, y servían para regir las relaciones de los diferentes pueblos de Grecia entre sí:

1. No se debía privar de sepultura a los que perdían la vida en los combates.

2. No se podía levantar trofeo duradero después de una victoria.

3. No se podía legalmente matar a los que durante la toma de una ciudad se refugiaban en los templos.

4. Se podía privar de sepultura a aquellos que hubiesen cometido sacrilegios.

5. Era permitido a todos los Griegos frecuentar los juegos públicos y los templos, y ofrecer sacrificios, aun en tiempo de guerra.

Estas reglas fueron sancionadas por el consejo de los Anfictiones, llamado a fallar sobre las infracciones hechas a las leyes y a las costumbres consagradas por la religión común a todos los pueblos griegos. Es evidente, según esta simple enumeración, que la liga anfictiónica era una institución más bien religiosa que política. También la historia demuestra que ella no ha formado jamás una verdadera confederación de los Estados griegos. Esquines cita un juramento por el cual era prohibido a los miembros de la liga destruir una ciudad anfictiónica, u obstruir las fuentes de agua aun en tiempo de guerra, y les fue mandado defender el santuario y el tesoro de Delfos contra todo sacrilegio. Esta forma de juramento muestra bajo su verdadera luz el carácter de esta liga; sus principales funciones eran defender el templo e impedir actos de hostilidad contra los ciudadanos que hacían parte de la liga. No se trata en ese juramento de una liga contra el extranjero, excepto para la protección del templo, ni de ningún derecho de intervenir entre sus diferentes miembros, a menos que no fuese para defender uno de los confederados contra otro. Sin embargo, ese juramento no les ha impedido imponer las penas más crueles a sus hermanos en tiempo de guerra; y mucho menos podía contribuir a hacer la nación más humana.

Se ha debatido mucho la cuestión de saber si los antiguos tenían alguna noción de un arreglo sistemático tal como ha sido hecho en los tiempos modernos, para asegurar a los Estados cuya actividad se despliega en una misma esfera la tranquila posesión de su independencia así como la de su territorio. Hume ha intentado demostrar, que si los antiguos no tenían una teoría exacta del equilibrio de poderes, tenían sin embargo la práctica. Para apoyar esta aserción, refiere que Temístocles representa la liga formada contra los Atenienses antes de la guerra del Peloponeso como una aplicación de ese principio. Después de la caída de Atenas y cuando la supremacía de Grecia llegó a ser el objeto de la lucha entre los Lacedemonios y los Tebanos, vimos, dice, que los Atenienses trataron de mantener el equilibrio, poniéndose en favor de los más débiles. Tomaron el partido de Tebas contra Esparta, hasta que Epaminondas obtuvo la victoria en Leuctres; se pasaron entonces al campo de los vencidos, por generosidad, dijeron, pero en realidad por celos contra los vencedores. Demóstenes, en su discurso sobre los Megapolitanos, sienta el principio de que los intereses de Atenas exigen que Esparta y Tebas sean igualmente débiles. Pero siendo entonces la posición de Tebas muy dudosa, había razón para temer que sucumbiese en la lucha que había empeñado con su rival. Por otra parte, si Esparta triunfaba de Megápolis, encontraría la rendición de Mesina menos difícil; y ese aumento de poder, mientras Tebas estaba tan debilitada, habría podido destruir el equilibrio que Atenas se empeñaba en conservar. He ahí la razón por qué Demóstenes sostuvo la alianza con Megápolis.

Los Atenienses no siguieron el consejo de su gran orador; y los esfuerzos de Demóstenes quedaron sin efecto, cuando más tarde la ambición de Filipo amenazó todos los Estados de Grecia, para hacer comprender a sus compatriotas, así como a los demás Estados, el peligro de dejar crecer tan visiblemente el poder macedonio. Todo lo que resultó de sus esfuerzos fue la liga entre Atenas y Tebas.—Todos los Estados dorios asistieron con vergonzosa indiferencia la pérdida de las libertades de Grecia en las llanuras de Queronea.

Demóstenes habría querido que el mismo rey de Persia tomase parte en la liga contra Filipo de Macedonia. Porque el gran rey no era más que un débil príncipe en comparación de los Estados de Grecia, que, por la disciplina, el valor y la ciencia, tenían sobre los Bárbaros una superioridad incontestable. Los reyes de Persia habían tenido por hábito seguir el consejo dado a Tisafernes por Alcibíades, de sostener siempre en las guerras civiles de Grecia al partido más débil. Fue adhiriéndose a ese principió que el imperio de los Persas prolongó su duración cerca de un siglo, y solo fue por haberlo descuidado un instante, cuando el ambicioso Filipo apareció por la primera vez sobre la escena del mundo, que ese edificio tan elevado y tan frágil se desplomó con una rapidez de que la historia presenta pocos ejemplos.

Los sucesores de Alejandro siguieron la misma política que los Persas. Las dinastías griegas en Asia y en África consideraban la Macedonia como la única potencia que podía rivalizar con ellas en los campos de batalla. Los Ptolomeos sobre todo sostuvieron sucesivamente la liga aquea y Esparta, con el solo objeto de contrabalancear el poder de los reyes de Macedonia. Pero muy pronto una potencia más formidable vino a amenazar todos los Estados de los sucesores de Alejandro; esa potencia fue Roma. Si los tres reinos de Egipto, de Siria y de Macedonia hubiesen estado unidos con los pequeños Estados de la Grecia que conservaban aun su independencia, habrían podido formar una liga bastante poderosa para resistir a los proyectos ambiciosos de los Romanos. La invasión de Italia por Aníbal fue una crisis tan notable, que hubiera debido fijar la atención de toda nación civilizada. Era entonces manifiesto que Roma y Cartago luchaban por el imperio universal, y ese hecho fue realzado aun por Agelao de Naupacto en una de las asambleas generales de Grecia. Sin embargo, ninguno de los dos Estados que tenían tan vivo interés en el éxito de la lucha trató de intervenir.

Filipo II de Macedonia permaneció neutral hasta que vio a Aníbal triunfante, y entonces tuvo la imprudencia de hacer con el vencedor una alianza cuyas condiciones eran más imprudentes aún. Se estipuló que el rey de Macedonia ayudaría a los Cartagineses a realizar la conquista de Italia, con la condición de que los Cartagineses le proveerían de tropas para someter a las repúblicas griegas. Al final de la segunda guerra púnica, Cartago quedó bastante reducida para que Roma pudiese volver su atención hacia la Grecia, donde nuevas conquistas se ofrecían a su ambición. Lejos de formar una liga defensiva, los Estados secundarios ayudaron a Roma a someter los Estados más considerables, y poco a poco de aliados que eran, quedaron reducidos al rango de provincias sometidas. La misma isla de Rodas y los Estados que componían la liga aquea, y que gozaban en la opinión de los antiguos historiadores de una reputación tan grande de prudencia, adoptaron ese fatal sistema. El único príncipe griego que parece haber comprendido en sus relaciones con Roma la necesidad de conservar el equilibrio de los poderes, fue Hierón II, rey de Siracusa. Aunque reputado aliado de Roma, envió socorros a los Cartagineses durante la guerra de los esclavos; «mirando, dice Polibio, la independencia de Cartago como necesaria tanto para conservar su dominación en Sicilia, como para conservar la amistad de Roma; pues él temía que si Cartago sucumbía, Roma sin rival no encontraría resistencia para la ejecución de sus designios. Y en eso procedió con sabiduría y con prudencia, porque es una cosa que no debe ser nunca descuidada; el poder no debe dejarse jamás entre las manos de un solo Estado, de manera que los Estados vecinos queden en la imposibilidad de defender sus derechos contra él»

Es evidente que el historiador sienta aquí muy netamente el principio de intervención para conservar el equilibrio de los poderes. A este propósito Hume llega a la conclusión siguiente: «Ese principió está basado de tal modo en el sentido común y sobre un razonamiento tan sencillo, que no se ha escapado completamente a la penetración y al discernimiento de los antiguos políticos. Pero aunque ese principio no fue tan generalmente reconocido como ahora, ejercía, con todo, una gran influencia sobre la conducta de los príncipes y de los hombres de Estado dotados de algunas luces y de alguna experiencia. Y aun en nuestros días ese principió, aunque muy conocido de los hombres que se ocupan de la teoría de la política, no tiene autoridad muy grande entre los que gobiernan el mundo»

Es necesario, no obstante, restringir un poco lo que esta conclusión tiene de demasiado general. Los dos grandes hechos históricos citados anteriormente prueban que en la antigüedad el principio de intervención para mantener el equilibrio de los poderes, aunque admitido por los hombres de Estado y por los historiadores, no era sin embargo bastante generalmente practicado para impedir desde luego el engrandecimiento de la Macedonia, y en seguida el de Roma, a costa de las demás naciones civilizadas.—Al contrario, en los tiempos modernos, no solamente ha sido reconocido por hombres teóricos, sino que se ha incorporado en el código internacional de los pueblos, y si todavía se ha abusado frecuentemente de él para justificar guerras injustas e impolíticas, con todo eso ha sido también aplicado muchas veces para salvar a Europa de los peligros de una monarquía universal.

 

 

TEORÍA DE CICERÓN SOBRE EL DERECHO INTERNACIONAL

 

La teoría de Cicerón sobre el derecho internacional parece haber sido más liberal que la de los hombres políticos y de los filósofos de la Grecia. Según él, la maldad del hombre le obliga a usar de violencia con los demás hombres, y a oponer la fuerza a la fuerza. — He ahí por qué cuando tenemos que tratar con criminales, nos es necesario recurrir a las leyes penales; pero cuando es con enemigos públicos, estamos obligados a recurrir a la guerra. El primer remedio debe estar en relación con los crímenes cometidos; el segundo, para ser justo, debe ser necesario. En la vida privada podemos contentarnos con el arrepentimiento de un enemigo, con tal que él se explique de modo que impida nuevas hostilidades de su parte e intimide a aquellos que intentasen cometer semejantes ofensas. En lo tocante a la vida pública, es necesario observar rigorosamente las leyes de la guerra. Hay dos maneras de arreglar las diferencias: la persuasión y la fuerza. La primera es peculiar de los hombres, la segunda de las bestias. Es necesario, pues, no recurrir a la última sino cuando la persuasión viene a ser inútil. La guerra no tiene otro objeto que el de permitirnos vivir en paz después de la victoria. Los vencidos deben ser perdonados, a menos que por la propia violencia de los derechos de la guerra no merezcan clemencia. Así es que los antiguos Romanos acordaban el derecho de ciudad a los Túsculos, a los Sabinos y a otros, mientras que las ciudades de Cartago y Numancia fueron destruidas hasta sus cimientos. La destrucción de Corinto es ciertamente sensible, pero la severidad de los Romanos contra esa ciudad está fácilmente explicada cuando se piensa lo ventajoso de su posición para la renovación de la guerra. Sin embargo, Cicerón mismo sostiene que una oferta de paz debe ser aceptada, si no hubiese nada insidioso en los términos propuestos. No es solamente un deber el perdonar a los vencidos, lo es también el dar cuartel a una ciudad sitiada que ofrece rendirse, aun después de habérsele abierto brecha.—Él afirma todavía que esta ley había sido seguida por los Romanos tan rigorosamente, que los generales que recibían la sumisión de una ciudad o de una nación, venían a ser, según las antiguas leyes y costumbres, los protectores de esa ciudad o de esa nación. Dice en seguida, que los principios de justicia aplicables en tiempo de paz, estaban expresamente sancionados por la ley fecial de los Romanos. Para que una guerra fuese justa, era necesario que fuera hecha por un motivo justo, y que fuese declarada previamente con todas las formas comunes. Cita entonces, como prueba de la severidad con que se observaba la ley fecial, el ejemplo de Catón, que aconsejaba a su hijo, que acababa de servir en otra legión, no empeñar batalla al enemigo sin haber prestado un nuevo juramento militar.

Cicerón observa también que la palabra hostis había sido puesta en lugar de perduellis para designar un enemigo, con el fin de suavizar el sentido cruel de ella por una expresión más humana. «Nuestros antepasados, dice, llamaban hostis lo que nosotros llamamos peregrinus. Esto está probado por el texto de las XII Tablas: Aut status dies cum hoste, y: Advertí sus hostem aeterna auctoritas. ¿Qué expresión más suave que esta? ¡Llamar aquel a quien se le hace la guerra con un nombre tan pacífico!» Verdad es que el tiempo dio algo de duro a esa expresión: había llegado el caso de no servirse ya de esta palabra en el sentido de extranjero, y no se la aplicaba en su verdadera acepción sino a los enemigos.

Según ese gran filósofo, «dos naciones, aun cuando luchen entre sí por el poder soberano o por la gloria, deberán ser siempre gobernadas por los principios que constituyen las justas causas de la guerra. La animosidad de los dos partidos debería en ese mismo caso ser templada por la dignidad de su causa. Los Romanos hicieron la guerra a los Cimbrios para defender su propia existencia, mientras que con los Cartagineses, los Samnitas y Pirro luchaban por el imperio. Cartago era pérfida y Aníbal cruel; pero los Romanos con sus otros enemigos tuvieron relaciones más suaves»

Cita entonces versos del viejo poeta Ennius para mostrar con qué generosidad Pirro devolvía sus prisioneros sin rescate. Es necesario guardar la fe aun con un enemigo. Para mostrar hasta dónde ese principio es sagrado, cita los ejemplos de Régulo volviendo a Cartago, y del senado romano entregando a Pirro el traidor que había ofrecido envenenarlo. La observación de esta regla distingue cabalmente una guerra justa de las depredaciones de los ladrones y piratas. En el caso de estos últimos, las promesas consagradas aun por un juramento a nada obligaban; pues un juramento solo obliga cuando ha sido hecho con la convicción sincera que se tiene el derecho de exigirlo. Así, si se rehusase pagar a piratas un rescate estipulado, aun bajo juramento, no hay ni fraude ni perjurio; pues un pirata no debe ser considerado como un enemigo particular, y sí como enemigo de toda la humanidad. Entre él y otra persona no puede haber nada común, ni por contrato ni por juramento. No es ser perjuro el negarse a cumplir esa clase de obligaciones; mientras que Régulo habría sido culpable de ese crimen, si hubiese rehusado cumplir un compromiso hecho con un enemigo que, como los Romanos, estaba sometido a la ley fecial.

El olvido en que habían caído esos principios de justicia y de clemencia, fue, si hemos de creer a Cicerón, la principal causa de la decadencia y de la caída de la república. «Mientras que el pueblo romano, dice, conservó su imperio por los beneficios y no por las injusticias; mientras que hizo la guerra, fuese para extender su imperio o para defender sus aliados, sus guerras fueron siempre terminadas por actos de clemencia o de una severidad necesaria. El senado venía a ser el asilo de los reyes, de los pueblos y de la nación. Nuestros magistrados y nuestros generales, añade, cifraron su principal gloria en proteger con justicia y buena fe las provincias y los aliados. Así Roma merecía el nombre de patrona más bien que el de señora del mundo. Pero hace largo tiempo que esos usos y esa disciplina han caído insensiblemente en desuso, y han desaparecido completamente desde el triunfo de Sila. En efecto, nada podía parecer injusto para con aliados, cuando los ciudadanos mismos eran tratados con toda crueldad!

Cicerón traza de una manera enérgica y con patriótica indignación el contraste que había entre la conducta de los Romanos con las otras naciones, en los primeros tiempos de la república, y en la época degenerada en que vivía. Pero la historia muestra que los usos de sus compatriotas se habían alejado constantemente de su bella teoría, tanto como sus prácticas religiosas habían diferido de sus concepciones sublimes sobre la naturaleza de la Divinidad. Montesquieu ha hecho ver suficientemente con qué astucia política, y con qué flagrantes injusticias adquirió Roma su soberanía sobre una parte tan grande del mundo. Las relaciones de los Romanos con los pueblos extranjeros eran completamente análogas a sus instituciones interiores.

Su constitución política conservó siempre el carácter que le fue impuesto por el fundador de un Estado cuyo principio fundamental era la guerra perpetua, y el objeto principal la servidumbre y la colonización de los países conquistados. Durante más de siete siglos, los Romanos siguieron un sistema de invasión concebido por una política profunda, y llevado a ejecución con un orgullo inflexible y una infatigable perseverancia que miraba en nada las ocupaciones útiles y los goces de la vida privada. Todo empeño para aliviar la suerte de sus conciudadanos prisioneros era sofocado por su política severa e inexorable.

 

LA LEY FECIAL DE LOS ROMANOS Y EL JUS GENTIUM

 

La institución de la ley fecial con su colegio de heraldos para explicarla y mantenerla, institución que los Romanos tomaron de los Etruscos, no tenía más objeto que sancionar los usos de la guerra, y no contribuía poco a suavizar los males. Esa institución contrastaba fuertemente con la conducta opresiva que ellos usaban para con sus aliados, y con el tratamiento injusto y cruel que hacían sufrir a los vencidos. En su lenguaje metafórico y expresivo, «la victoria hacía profanas aun las cosas más sagradas del enemigo». Ella pronunció la confiscación de todos los bienes muebles e inmuebles, fuesen públicos o privados, y condenó a los prisioneros a esclavitud perpetua, arrastrando a la vez los reyes y los generales tras el carro triunfal del vencedor, y degradando así al enemigo en su libertad de pensamiento y en su orgullo nacional, únicas cosas que le quedaban cuando su fuerza y su poder eran destruidos. Si ha habido algunas excepciones en una práctica tan rigorosa, nada prueban contra el carácter general de las conquistas de los Romanos, que terminaban frecuentemente entregando al verdugo los soberanos cautivos, como si hubiesen cometido algún crimen defendiendo la independencia de su país.

Ningún tratado de derecho de gentes de la antigüedad ha llegado hasta nosotros, aunque Grocio pretende que Aristóteles ha escrito una obra sobre el derecho de la guerra y las instituciones de la ley fecial. Porque los Romanos llamasen su ley fecial con el nombre de derecho de gentes, jus gentium, no se debe creer que ese fuese un derecho positivo, establecido por el consentimiento mutuo o aun por el uso general de las naciones; para ellos no era, propiamente hablando, más que una ley civil. Se le llamó derecho de gentes, porque su objeto era dirigir la conducta de los Romanos con las otras naciones en las relaciones de la guerra, y no porque las demás naciones estuviesen obligadas a observarla. Por eso, las inducciones que se pueden sacar de las definiciones hechas por los jurisconsultos romanos, de lo que ellos llamaban jus gentium, están acordes en demostrar que no se entendía por esa expresión una regla positiva aplicable a las relaciones de los Estados entre sí, y sí únicamente lo que se ha entendido más tarde por derecho natural, es decir, la regla de conducta existente o que debería existir entre los hombres, independientemente de una institución o de un pacto positivo. Así es como el derecho de gentes, jus gentium, ha estado siempre en oposición con el derecho municipal, jus civile, y aun con el derecho constitucional, jus publicum, reglamentando la administración de Roma.

Cicerón, para hacer comprender mejor esta distinción entre el derecho natural y el derecho civil, estableciendo las reglas de justicia aplicables a los defectos ocultos que podía tener un objeto que estuviese en venta, dice que el vendedor está obligado a hacer conocer sus defectos. «Cuando ponéis una casa en venta, dice, de la cual queréis deshaceros por causa de sus defectos, tendéis con ello un lazo al comprador si no se los hacéis conocer. Aunque los usos de la sociedad no prohíban semejante conducta, y aun que ningún decreto ni el derecho municipal se opongan, no por eso es menos contraria al derecho natural. Hay una sociedad que abraza la humanidad entera (lo he dicho frecuentemente, pero es necesario repetirlo). En esta sociedad general hay otra compuesta de hombres de la misma raza, y en esa hay todavía otra compuesta de ciudadanos de un mismo Estado. Así nuestros antepasados distinguían el derecho de gentes del derecho municipal. El derecho municipal no es siempre el mismo que el derecho de gentes, pero el derecho de gentes debería ser siempre lo mismo que el derecho municipal».

Uno de los autores más célebres que han escrito sobre el derecho romano explica del modo siguiente el origen de esa distinción.

Cuando Roma hubo establecido relaciones con las naciones vecinas, los tribunales romanos debieron extender su jurisdicción a los extranjeros, y por consiguiente reconocer las leyes de esas naciones. Mientras más extendía Roma su dominación, más aumentaban sus relaciones, y ese fue el origen de la idea abstracta de un derecho común a los Romanos y a todas las otras naciones. Esta idea no era enteramente justa, y los Romanos no se engañaban sobre el valor que podía tener la inducción que ellos sacaban. Desde luego ellos no conocían todas las naciones del mundo, y además no se cuidaban de averiguar si cada principio del jus gentium era verdaderamente reconocido por todas las naciones que conocían. Se admitía por de pronto ese carácter de generalidad, se buscaba el origen en la razón natural, es decir, en las nociones de justicia común a todos los hombres, de donde resultaba como una consecuencia necesaria la inmutabilidad de esta ley.

«Si ahora se compara el derecho nacional de los Romanos con ese derecho más general, se deducen las conclusiones siguientes: ciertas instituciones y ciertas reglas eran comunes al jus gentium y al jus civile; tales son las instituciones y reglas aplicables a los contratos más usuales, la venta, el inquilinato, la sociedad, etc. Un número mucho mayor de instituciones pertenecían exclusivamente al derecho civil. Desde luego el matrimonio entre los ciudadanos romanos estaba sujeto a condiciones rigorosamente determinadas; después la autoridad paternal, que servía de base a los colaterales; la mayor parte de los medios de adquirir la propiedad, y los más importantes, la emancipación, la usucapion (=adquisición de un derecho mediante su ejercicio en las condiciones y durante el tiempo previstos en la ley.), etc. Sin embargo, el mayor número de esas instituciones del derecho positivo estaban fundadas en la naturaleza misma del hombre, y existían también en el derecho extranjero, pero bajo otra forma. Así, cuando Roma hubo extendido sus relaciones con los otros pueblos, los tribunales romanos reconocieron en la práctica las instituciones del derecho general, correspondiente a las instituciones del derecho civil. Así ellos admitían un casamiento según el jus gentium, tan válido como el casamiento civil, aunque privado de algunos de sus efectos. Después de lo que precede, se ve que no había completa oposición entre el derecho nacional y el derecho general, jus civile et jus gentium, pues una gran parte del primero se encuentra en el segundo. Y por otra parte, a medida que el pueblo romano se asimilaba las naciones sometidas, perdía su individualidad, y por consiguiente el jus gentium tomaba incesantemente mayor importancia». El mismo sabio autor en otra obra expresa la misma idea. «Cuando los Romanos, dice, hubieron extendido su dominación sobre toda Italia y más allá de sus fronteras, su carácter nacional debió perder alguna cosa de su color primitivo; una tintura más general borró la originalidad. El derecho sufrió también esa tendencia necesaria. Al lado del antiguo derecho nacional, jus civile, se vio muy pronto elevarse un derecho universal, jus gentium». Nacido del comercio con los extranjeros, fue desde luego establecido para ellos solos, y colocaba a la misma Roma bajo la dirección de un pretor especial. Más adelante, los gobernadores romanos lo aplicaron en sus provincias. Pero, según la modificación que acabamos de advertir en el carácter de los Romanos, sus derechos particulares debían acercarse cada día más al derecho universal, o en otros términos, el jus civile debía invadir cada vez más el jus gentium»

Aunque los Romanos tuviesen un conocimiento muy imperfecto del derecho de gentes como ciencia, y aunque ellos no lo considerasen como el que debía regir positivamente las relaciones entre los Estados independientes, su jurisprudencia civil contribuyó mucho al desarrollo de los principios del derecho público en la Europa moderna. Los principios de la filosofía estoica entraron bien pronto en los del derecho romano, y contribuyeron a formar el carácter de la aristocracia más ilustrada que haya visto el mundo. Hay en los cuadros que los autores clásicos han trazado de la vida privada de los patricios romanos una dignidad y una calma que, unida a la enérgica precisión de su espíritu, los hacía maravillosamente aptos para desempeñar las funciones de jurisconsultos y magistrados.

Romae dulce diu fuit et solemne, reclusa

Manedomo vigilare, clienti promere jura.

La administración de justicia perteneció largo tiempo exclusivamente a los patricios. He ahí por qué ciertas familias ilustres se dedicaron especialmente al estudio de la jurisprudencia como el medio más seguro de alcanzar influencia en los negocios políticos. Esa circunstancia contribuyó esencialmente al perfeccionamiento de la ciencia de las leyes en un Estado donde cualquiera otra carrera, a excepción de la elocuencia y el arte de la guerra, era mirada como indigna de esa clase de ciudadanos. Es verdad que mientras subsistió la república, la elocuencia podía ser considerada como el arte más importante de la paz; pero con la pérdida de la libertad la elocuencia se corrompió, y perdiendo su vigor primitivo, perdió también toda influencia saludable. No quedaba, pues, más que el derecho civil, donde el genio de la antigua Roma se conservaba en pie aún. Allí a lo menos el patriota podía reconocer a su patria.

Desempeñando los patricios las funciones de intérpretes de las leyes cerca de sus clientes y de sus conciudadanos, inventaron una especie de legislación judiciaria, que fue perfeccionada de edad en edad por una sucesión no interrumpida de jurisconsultos, desde la fundación de la república hasta la caída del imperio. Resultando que el derecho civil, que parece no haber existido jamás como una ciencia en ninguna de las repúblicas griegas, vino a existir bien pronto en Roma, y de allí se extendió a todas las partes del mundo civilizado. No se puede contemplar sin admiración bajo ese respecto la fama colosal del pueblo romano, así como su asombrosa fortuna. Su gloria militar ha desaparecido hace largo tiempo, pero la ciudad eterna continúa dominando aun por la influencia de sus leyes en el mundo civilizado y cristiano.

M. de Savigny, a fuerza de investigaciones asiduas y de una rara sagacidad, ha recogido laboriosamente y combinado con un cuidado notable las numerosas pruebas que el derecho romano, lejos de haber sido enterrado en los escombros del imperio, sobrevivió durante la edad media, y continuó formando una parte íntegra de la legislación europea, largo tiempo antes de la época del descubrimiento de las Pandectas de Justiniano en Amalfi, en el siglo doce, época a la cual se atribuye ordinariamente el renacimiento de ese sistema de jurisprudencia. Los Romanos de las provincias subyugadas no eran ni desterrados ni privados de su libertad personal; y sus bienes no eran siempre confiscados por los Bárbaros, como estamos dispuestos ordinariamente a creerlo. Solamente los pueblos vencidos no conservaban una parte de sus tierras con el privilegio de ser gobernados por las leyes que les habían regido hasta entonces. Las constituciones municipales de las ciudades romanas se mantenían en su mayor parte; de suerte que el estudio y la práctica del derecho romano no pudieron ser jamás enteramente abandonados, aun en la época de la Edad Media en que el cultivo de las letras y de las artes cesó casi del todo. Es un principio del derecho de gentes moderno, que la ley local gobierna igualmente y sin distinción de origen y de raza todas las personas y las cosas que se encuentran en un mismo lugar. En la Edad Media era diverso; en el mismo país, en la misma ciudad, los Francos, los Borguiñones, los Godos, los Lombardos, los Romanos, vivían juntos, pero según sus propias leyes, y cada uno era gobernado por los magistrados de su propia nación. En las ciudades, sobre todo, el derecho romano fue conservado, lo mismo que las instituciones judiciales y los magistrados que allí existían, mientras que el clero de cualquier raza que fuese seguía siempre las leyes romanas.

Cuando Carlomagno restableció el imperio de Occidente, casi todas las naciones de la Europa se encontraban unidas de nuevo por leyes comunes, por la religión y las instituciones eclesiásticas, por el uso de la lengua latina en los actos públicos, y en fin por la majestad del nombre imperial. Contando desde esa época, el derecho romano no fue considerado ya como el derecho particular de los Romanos que estaban sometidos a los reyes bárbaros establecidos en las antiguas provincias del imperio. Vino a ser el derecho común de todos los Estados que fueron en otra época provincias romanas, y se extendió bien pronto más allá del Danubio y del Rhin, en esos países de la Alemania que Roma no pudo dominar jamás. Al renacimiento del derecho civil, que, como lo hemos dicho, se había confundido cada vez más con el jus gentium, aquel terminó por identificarse completamente con ese jus gentium en el sentido que los modernos han atribuido a esa expresión, es decir, en el sentido del derecho internacional. Los profesores de la famosa escuela de Bolonia no eran solamente jurisconsultos; eran también empleados como oficiales públicos y sobre todo como diplomáticos o árbitros para arreglar las diferencias que pudieran tener entre sí los diversos Estados de Italia. — Las repúblicas italianas nacieron de la constitución municipal de las ciudades romanas, constitución que había sido conservada bajo la dominación de los Lombardos, de los Francos, de los emperadores griegos y de los papas. En la lucha entre las ciudades lombardas que reclamaban su independencia, y Federico Barbarroja que insistía sobre sus derechos de regalía, se apeló frecuentemente a los jurisconsultos para arreglar la diferencia. Federico, como sucesor de Augusto y de Carlomagno, pedía el poder entero y despótico que los emperadores romanos habían tenido sobre sus súbditos. — Por el contrario, la liga lombarda alegaba como título a la independencia una larga posesión y el beneplácito de los antecesores de Federico. La dieta de Roncaglia, en 1158, decidió que los derechos de regalía pertenecían exclusivamente al emperador, excepto en los casos que las ciudades pudiesen presentar cartas imperiales de exención. Se cree que esta decisión fue debida a la influencia de los cuatro doctores de Bolonia, que a consecuencia de ello, después los han acusado de haber traicionado las libertades de Italia por su vergonzoso servilismo. No tenemos que examinar esta cuestión; el hecho que hemos citado prueba que, en las grandes cuestiones, se consultaba a los legistas, que adquirieron así una nueva importancia como intérpretes de la ciencia del derecho internacional.

Desde ese momento, esta ciencia ha sido considerada como del resorte particular de los jurisconsultos en la Europa entera, y aun en los países que solo habían adoptado en parte el derecho romano como base de su propio derecho municipal. En todas las cuestiones del derecho internacional se ha apelado sin cesar a la autoridad de los jurisconsultos romanos, y frecuentemente se hacía una falsa aplicación, considerando sus decisiones como leyes de una obligación universal. El espíritu del derecho romano había penetrado hasta en el código eclesiástico, y puede mirarse como una circunstancia favorable para el renacimiento de la civilización en Europa, el que los intereses del clero le empeñaron a mantener cierto respeto por los principios inmutables de la justicia. La monarquía espiritual de los pontífices romanos estaba fundada en la necesidad de un poder moral para templar los desórdenes groseros de la sociedad durante la Edad Media. Se puede mirar con razón la influencia inmensa de la autoridad papal en esa época como un beneficio para la humanidad. Ella salvó a la Europa de la barbarie, y vino a ser el único refugió contra la opresión feudal. La compilación del derecho canónico que fue hecha bajo Gregorio IX, ha contribuido a hacer adoptar los principios de la justicia al clero católico, mientras que la ciencia de los casuistas, concebida por ellos para que les sirviese a llenar los deberes de la confesión auricular, ha abierto un campo libre a las especulaciones de la verdadera ciencia de la moral.

Para reasumir lo que acabamos de decir acerca de los progresos del derecho de gentes durante la Edad Media, se puede notar y se ha visto ya cuáles eran las máximas y los usos antisociales observados por los antiguos Griegos y Romanos en las relaciones mutuas, así como con las demás razas que ellos llamaban Bárbaros. La fe cristiana debía abolir el antiguo precepto pagano: Tú aborrecerás a tu enemigo, y sustituirlo por el mandamiento divino: Amad a vuestros enemigos; mandato que no podría conciliarse con la guerra perpetua. Sin embargo, esta ley más pura debía luchar con dificultades contra la enemistad secular de las diversas razas del mundo antiguo, y contra el espíritu de intolerancia de los siglos de barbarie que han seguido a la caída del imperio romano. Fue durante la Edad Media que los Estados cristianos de la Europa principiaron a acercarse unos a otros, y a reconocer un derecho común entre sí. Ese derecho estaba fundado principalmente en las circunstancias siguientes:

1. El reconocimiento del estudio del derecho romano y la adopción de ese derecho por casi todos los pueblos de la Europa cristiana, sea como base de la ley positiva de cada país, sea como razón escrita y derecho subsidiario.

2. La unión de la Iglesia de Occidente bajo un jefe espiritual, cuya autoridad era invocada frecuentemente como árbitro supremo entre los soberanos y entre las naciones.

De esta manera, el derecho de gentes moderno de la Europa ha tomado su doble origen en el derecho romano y en el derecho canónico. Los rastros de este doble origen se encuentran distintamente en los escritos de los casuistas españoles y de los legistas italianos. Los concilios generales de la Iglesia católica eran frecuentemente congresos europeos, que se ocupaban no solamente de los negocios eclesiásticos, sino que arreglaban al mismo tiempo los negocios contenciosos entre los diversos Estados de la cristiandad. — Como lo hemos dicho ya, los jurisconsultos eran, en esa época, publicistas y diplomáticos a la vez. Todos los publicistas que han escrito antes que Grocio, han invocado principalmente la autoridad de los antiguos jurisconsultos romanos y de los canonistas. La revolución religiosa del siglo diez y seis conmovió una de las bases de esta jurisprudencia universal. Sin embargo, como veremos más adelante, renunciando los publicistas de la escuela protestante a la autoridad de la Iglesia de Roma, no cesaron de invocar la del derecho romano, como razón escrita y como código universal.

Las universidades de Italia y de España han producido en el siglo diez y seis una multitud de hombres notables, que se han ocupado en cultivar esa parte de la ciencia de la moral que enseña las reglas de la justicia. Entre ellos se puede citar a Francisco Victoria, dominicano que se ha hecho célebre como profesor de la universidad de Salamanca, y Domingo Soto, discípulo y sucesor de Victoria en la misma escuela, que publicó, en 1560, un Tratado de justicia y de derecho, sacado de sus lecciones públicas y dedicado al infortunado y célebre Don Carlos. Victoria, como Soto, condenan con una independencia que les hace honor las guerras crueles que la rapacidad de sus compatriotas les hacía emprender en el Nuevo Mundo, bajo pretexto de propagar el cristianismo. Soto fue nombrado árbitro por Carlos V en la contienda que se levantó entre Sepúlveda, el defensor de los colonos de la América española, y Las Casas, el protector de los naturales del país, con motivo de la esclavitud de estos últimos. El edicto de reforma de 1543 fue dado, conforme al fallo de Soto, en favor de los Indios. Él no se detuvo ahí; ha condenado en los términos más precisos el tráfico de negros en África, que comenzaba entonces a practicarse por los Portugueses, atrayendo a los naturales hacia las costas bajo falsos pretextos, transportándolos en seguida por fuerza a bordo de sus navíos negreros.

 

FRANCISCO SUÁREZ

 

También se puede agregar a esos dos casuistas Francisco Suárez, que se hacía notar en el mismo siglo, y del cual Grocio ha dicho que no había otro igual en sutileza entre los filósofos y los teólogos. Algunos pasajes de su teoría tocante a la moral privada son justamente condenados por el autor de las Cartas provinciales; pero ese jesuita español tiene el mérito de haber concebido y expresado claramente, en su tratado De legibus ac Deo legislatore, la distinción entre lo que se llama el derecho natural y los principios convencionales observados por las naciones entre sí. «Él fue el primero en apercibirse, dice Mackintosh, que el derecho internacional era compuesto, no solamente de simples principios de justicia aplicados a las relaciones de los Estados entre sí, sino también de usos largo tiempo observados por la raza europea en sus relaciones internacionales, que han sido después reconocidos como la ley consuetudinaria de las naciones cristianas de la Europa y de la América»

La obra de Francisco de Victoria intitulada Relectiones theologicae, aunque hayan aparecido seis ediciones, de las cuales la primera en Lyon en 1557 y la última en Venecia en 1626, se ha hecho extremamente rara. Esta obra se compone de trece disertaciones o relectiones, según el título que el mismo autor le ha dado, sobre diversos asuntos. Dos de esas disertaciones, la quinta y la sexta, la una intitulada De Indis, y la otra De jure belli, tienen relación con el derecho internacional

En la quinta disertación, el autor discute los diferentes títulos por los cuales la toma de posesión del Nuevo Mundo por los Españoles había sido justificada. Sostiene el derecho de los indígenas a la dominación exclusiva de su propio país. Refuta la aserción de Bartolo y de los otros jurisconsultos de la escuela de Bolonia, que querían que el emperador fuese el soberano del mundo entero, y que el papa tuviese el derecho de conferir a los reyes de España la dominación de los países habitados por bárbaros paganos. Hace consistir los derechos de los Españoles en lo que llama el derecho de la sociedad natural, que, según él, permite a los Españoles vivir y traficar en esa parte del mundo, sin perjudicar por eso a los habitantes. Considera que el negar la hospitalidad y el derecho de traficar es una causa suficiente para justificar una declaración de guerra, que entonces podría conducir a la adquisición de la soberanía por medio de una conquista confirmada por una concesión voluntaria. Niega el derecho de hacer la guerra a los paganos porque rehúsen recibir las luces del Evangelio, pero admite que de parte de ellos hay obligación de dejar predicar el Evangelio a los que quieren oírlo, y no hacer mal a los convertidos nuevamente. Sin embargo, parece temer que sus compatriotas abusen de ese permiso; se esfuerza, pues, en moderar su celo, y en precaverlos contra todas las violencias que, bajo el nombre de religión, solo tienen por objeto en realidad satisfacer la avaricia o alguna otra pasión mundana.

La sexta disertación trata exclusivamente de los derechos de la guerra; el autor examina en ella las cuestiones siguientes:

1. ¿Los cristianos pueden en toda justicia hacer la guerra?

2. ¿A quién pertenece el derecho de declarar y hacer la guerra?

3. ¿Cuáles son las causas que pueden justificar una guerra?

4. En una guerra justa ¿cuáles son los derechos que se tienen sobre el enemigo?

Sobre la primera cuestión, Victoria sostiene que los cristianos tienen el derecho de comprometerse en una guerra defensiva, de resistir la fuerza con la fuerza, y de recobrar los bienes de que el enemigo se ha apoderado. Pueden empeñarse aun en una guerra ofensiva, si tiene por objeto la reparación de una injusticia. Él sostiene estas proposiciones del derecho natural con citaciones de la Escritura santa y con la autoridad de los Padres de la Iglesia.

Responde a la segunda cuestión diciendo, que el derecho de hacer la guerra pertenece a cada particular para defender su persona y sus bienes. Pero que hay entre un particular y el Estado esta diferencia, que el derecho del primero se limita al de su propia defensa y no se extiende de ningún modo a la reparación de los agravios que le han sido inferidos, ni aun al derecho de las cosas que le han sido arrebatadas, si ha trascurrido cierto lapso de tiempo. El recurso a la fuerza, en un caso de propia defensa, solo puede tener lugar cuando el peligro está presente, o, como dicen los jurisconsultos, in continenti. El Estado, al contrario, tiene el derecho no solamente de defenderse a sí mismo, sino también el de pedir reparación de las ofensas que le han sido hechas a él o a sus súbditos; de donde resulta que, en este último caso, el Estado o el soberano tiene solo el derecho de hacer la guerra. Pero entonces se presenta la cuestión de saber fijamente lo que es un Estado. La respuesta del autor es, que es una comunidad perfecta, es decir, que no hace parte de ningún otro Estado, y que tiene sus leyes particulares así como su propia legislatura y sus propios magistrados; tales son, por ejemplo, los reinos de Castilla o Aragón, la república de Venecia, etc. Pueden también existir varias comunidades perfectas o Estados regidos por el mismo príncipe, quien entonces tiene, solo, el derecho de declarar y hacer la guerra. He ahí la razón por que ese derecho no puede ser ejercido por principados que sean vasallos de un imperio.

A la tercera cuestión responde haciendo observar por de pronto, que la diversidad de religión no puede ser considerada como un motivo justo de hacer la guerra, ni menos la negativa de una nación pagana a abrazar el cristianismo. — El deseo de extender su poder o de adquirir mayor gloria no puede tampoco autorizar a un príncipe a hacer la guerra. La diferencia entre un rey justo y un tirano consiste en que el primero reina para el bien de su pueblo, mientras que el segundo solo reina en su propio interés. Es hacer esclavos de sus súbditos el forzarlos a hacer la guerra, no en el interés público, sino solo en el del príncipe. La única causa justa de guerra es la injuria que hace un Estado a otro. El derecho natural prohíbe matar a los inocentes; es pues injusto hacerla guerra a los que no nos han hecho ningún mal. Las injurias mismas no siempre justifican una declaración de guerra. Del mismo modo que en la sociedad civil no todos los crímenes deben ser castigados con la muerte o el destierro, así también en la grande sociedad de las naciones no es permitido castigar injurias insignificantes por medio de carnicerías y devastaciones, que son las consecuencias inevitables de toda guerra.

A la cuarta cuestión Victoria responde que, en tiempo de guerra, es justo hacer todo cuanto sea necesario para la defensa y la conservación del Estado. Que es justo recobrar del enemigo lo que él nos ha tomado, o pedirle el valor equivalente; tomarle el suficiente dinero para pagar los gastos de la guerra y para compensar todos los males que nos ha hecho sufrir. En una guerra justa es permitido ir aún más lejos, ocupar el territorio del enemigo así como las fortalezas, con el fin de castigar los agravios que nos ha hecho, y obtener la paz.

Tales son los derechos de los poderes beligerantes entre sí, en caso de una guerra justa. Pero el autor examina entonces la cuestión de saber si basta, para que una guerra sea justa, que la parte beligerante la considere tal. A lo que responde que ese no es siempre el caso. Es necesario, dice, referirse al juicio de los hombres sabios. Es necesario poner mucho cuidado en esta información, y aun las razones dadas por la parte contraria deben ser consideradas atentamente. Una guerra puede ser considerada justa para los dos partidos, si de ambas partes se creen en su derecho. Se puede aún decir que los Turcos y Sarracenos hicieron una guerra justa contra los cristianos, desde que creían en ello servir a su dios. Los súbditos no tienen el deber de servir a sus soberanos en una guerra manifiestamente injusta, desde que ninguna autoridad temporal puede justificarnos si inmolamos inocentes. Pero al mismo tiempo, el derecho de examinar la cuestión de la justicia o de la injusticia de una guerra debe pertenecer a los hombres más notables de una nación, a quienes el soberano ha de consultar en semejante ocasión. Los miembros inferiores de un Estado, que no entran en el consejo público, pueden en conciencia conformarse con la decisión de sus superiores en relación a la justicia de la guerra. En caso dudoso, los súbditos están obligados a obedecer las órdenes de su soberano. Volviendo todavía a la cuestión de saber cuáles son los actos de hostilidad permitidos, Victoria pregunta si es justo matar a los inocentes. Responde negativamente, y dice que no se debe imponer la pena de muerte ni a las mujeres ni a los niños, que deben ser considerados como inocentes, aun en las guerras con los Turcos. Entre los cristianos, esta suposición se extiende también a los labradores, y en general a todas las personas empeñadas en la vida civil o religiosa, así como a los extranjeros que se encuentran en país enemigo. Sin embargo, esas personas pueden ser privadas de sus bienes, tales como buques armados o dinero, bienes que son necesarios para hacer la guerra; pero si la guerra puede hacerse sin ellos, no es necesario destruir ni arrebatar los bienes de los labradores y de otras personas inofensivas. Los bienes de los inocentes como de los culpables están sujetos a represalias, en el caso en que se rehúse devolver aquellos de que injustamente se hayan apoderado. Así es que si súbditos franceses hacen incursiones en España para despojar a sus habitantes, y entonces el rey de Francia rehúsa reparar los males causados, los Españoles pueden, con el permiso de su soberano, despojar también de sus bienes a los negociantes y labradores franceses que, no obstante, son completamente inocentes. Las cartas de marca y represalia que se acuerdan en casos semejantes no son injustas, desde que sin la negligencia del soberano sus súbditos no serían despojados así; pero son peligrosas y dan lugar a toda clase de depredaciones.

No es permitido llevar cautivos a los niños y a otras personas inofensivas, ni menos matarlos; tampoco se tiene derecho de reducir a la esclavitud a los prisioneros de guerra, pero se les puede retener hasta que hayan sido rescatados; el precio del rescate no debe, sin embargo, exceder lo que es absolutamente necesario para costear la guerra. El autor examina en seguida la cuestión de saber si los rehenes pueden con derecho ser ejecutados en caso de violación de la convención por la cual han sido retenidos; y haciendo una distinción entre los rehenes de las personas que han tomado las armas, y las que son inofensivas, como las mujeres y los niños, falla que pueden ejecutarse los primeros, pero no los segundos. En cuanto a la cuestión de saber si todas las personas que toman las armas contra nosotros pueden ser exterminadas, responde diciendo que, en el ardor del combate, o en el ataque y la defensa de una ciudad sitiada, mientras la lucha está todavía en periculo, todos aquellos que continúen resistiendo pueden ser exterminados. La única duda que puede presentarse es en el caso de estar la victoria asegurada, y cuando ya no hay nada que temer del enemigo. Victoria no se detiene en esa duda, y fundándose en el precepto de Dios a los Judíos (Deuteronomio, c. 20), declara que es permitido exterminar a los enemigos que no resisten. Sin embargo, modifica un poco lo que acaba de decir, declarando que eso solo tiene lugar para inspirar terror a los que sobreviven, y obtener así una paz honorable. Llega pues a la conclusión, que no es siempre legítimo el exterminar así a sus enemigos. Pero esa templanza del derecho de la guerra no puede tener lugar para los infieles, con los cuales no hay jamás esperanza de obtener una paz basada sobre justas condiciones. De modo que, finalmente, concluye que entre los enemigos cristianos, los que no resisten no pueden ser con justicia exterminados, tanto más cuanto que los súbditos que solamente toman las armas por obedecer a su soberano pueden ser considerados como las personas inocentes. Y aunque, según el derecho natural, los militares que se rinden o que son hechos prisioneros puedan ser ejecutados, sin embargo, los usos de la guerra, que llegaron a formar parte del derecho de gentes, lo habían decidido de otra manera. Pero Victoria afirma que no ha oído decir jamás que ese uso se hubiese extendido a la guarnición de una ciudad que se ha rendido a discreción. Cuando no hay una capitulación que asegure la vida de los prisioneros; estos pueden ser pasados por las armas legalmente.

En cuanto a la cuestión de saber si las cosas tomadas en una guerra justa son propiedad de los vencedores, Victoria lo ha resuelto diciendo, que desde que el objeto de una guerra es obtener satisfacción de las injurias hechas por el enemigo, las cosas que se le han arrebatado pueden confiscarse con ese fin. Pero es necesario hacer una distinción entre las diferentes cosas que pueden ser tomadas en tiempo de guerra. Esas cosas pueden ser, ya plata, oro o ropa, ya inmuebles, tales como tierras, fortalezas o ciudades. En cuanto a los muebles, son la propiedad del vencedor, aun cuando su valor exceda los daños que ha causado el enemigo. Para apoyar lo que dice, cita la ley Si quid in bello y hostes, ff. De capt, y C. Jus gentium, donde está expresamente dicho: «Quod jure gentium guie ab hostibus capiuntur, Statim nostra fiunt». Agrega a este testimonio el de las santas Escrituras y el de los casuistas. Admite que una ciudad tomada puede ser entregada al saqueo, pero solamente en el caso de ser absolutamente necesario. Respecto a los inmuebles, sostiene que las tierras, las ciudades y las fortalezas del enemigo pueden ser conservadas hasta que haya dado satisfacción por todos los daños que ha causado. Se puede también imponer contribuciones al enemigo, no solamente para indemnizarse de los daños hechos, sino también para castigarle. En los casos extremos, cuando los males causados son muy considerables, y cuando no se puede obtener ninguna otra reparación, se puede derrocar el gobierno del país conquistado y unirlo al territorio del conquistador. Todos estos derechos extremos de la guerra deben suavizarse en la práctica por la consideración de que la guerra puede ser injusta, aunque el soberano enemigo pueda obrar bona fide, haciéndola según el consejo de hombres sabios y virtuosos.

Victoria termina esta disertación sentando tres cánones o reglas de conciencia relativas al asunto que acaba de tratar:

1° Que el soberano, que tiene el derecho de hacer la guerra, no solamente no deberá buscar pretexto para hacerla, sino que deberá hacer esfuerzos para vivir en paz con todos los hombres, según el precepto de S. Pablo a los Romanos, desde que los hombres son hermanos que debemos amar como a nosotros mismos, y desde que todos debemos comparecer delante de un mismo Dios. Solo la necesidad puede pues justificar una declaración de guerra.

2º Guando una guerra es declarada por una causa justa, debe hacerse, no para destruir al enemigo completamente, sino para que el mal que se le haga pueda asegurar una paz duradera.

3º. Cuando se consigue una victoria, debe usarse de ella con moderación y humildad cristiana. El conquistador tiene el deber, cuando puede decidir sobre cuál sea la satisfacción debida a su país, de constituirse juez imparcial entre las dos naciones beligerantes. Está tanto más obligado a conformarse con esta regla, cuanto que ordinariamente es por culpa de los reyes que la guerra se enciende entre las naciones cristianas. Los súbditos se arman por sus soberanos, y porque tienen confianza en la justicia de su causa, y así sufren injustamente por la falta de sus jefes, como lo dice Horacio:

                            Quidquid delirant reges, plectuntur Achivi.

Independientemente de las obras publicadas por los teólogos casuistas gran número de tratados explicando las leyes de la guerra han sido escritos también en esa época por publicistas españoles e italianos, varios de los cuales son citados por Grocio. Habiéndose hecho España bajo Carlos V y Felipe II el primer poder militar y político de Europa, por el sostenimiento de grandes ejércitos y largas guerras, debió ser la primera en sentir la necesidad de esa parte esencial del derecho de gentes, que determina sistemáticamente los principios de la guerra.

 

Baltasar Ayala.

 

Baltasar Ayala, gran preboste del ejército español en los Países Bajos, ha escrito un tratado sobre esta materia, que ha dedicado al príncipe de Parma, a cuyas órdenes sirvió. Esa obra está dividida en tres libros, de los cuales solo el segundo tiene relación con los derechos de la guerra y el tercero con sus deberes. En el primero de ellos, el autor trata las leyes de la guerra como haciendo parte del derecho internacional, y cita a menudo en su apoyo ejemplos tomados de la historia romana y del derecho romano.

En el primer capítulo el autor explica las formas de la declaración de guerra que toma del derecho fecial de los Romanos, y sin las cuales ninguna guerra era mirada como justa por ese pueblo. En el segundo capítulo, Ayala trata de las justas causas de la guerra. Está de acuerdo con Victoria en reconocer que el derecho de declarar y hacer la guerra pertenece al Estado, y que una guerra es justa cuando es hecha ya sea en defensa del Estado, de sus súbditos, de sus bienes o de sus aliados, o ya sea para recobrar lo que ha sido arrebatado por el enemigo. Ni los rebeldes ni los piratas son mirados como enemigos públicos: no pueden reclamar los derechos de presa o de postliminii. Las cosas arrebatadas por ellos no son consideradas perdidas para los que han sido despojados; pero lo que se les toma es la propiedad de los que lo ocupan, como si fuesen enemigos públicos. La guerra contra los infieles, por el solo pretexto de su religión, no es justificable; pues su infidelidad no les despoja de los derechos de soberanía y dominación que les concede el derecho de gentes, y esta soberanía no ha sido dada en el principio a los fieles únicamente, sino también a toda criatura dotada de razón. Ni la autoridad del papa ni la del emperador podrían sancionar tal guerra. La autoridad del papa no puede sancionarla, porque él no tiene poder espiritual o temporal sobre los infieles, y no corresponde a la Iglesia castigar a los que no han reconocido el cristianismo. Menos podría sancionarla la autoridad del emperador, porque no es el señor del mundo. Pero, si los infieles hubiesen tenido conocimiento del cristianismo, y después rehusasen el permiso para que el Evangelio sea propagado, puede hacérseles la guerra como a los demás herejes. En todo caso, sin embargo, un súbdito está en el deber de someter su juicio al de su soberano, que es el único responsable por la justicia o injusticia de la guerra. Una guerra puede ser considerada como justa bajo el punto de vista del derecho, aun cuando la causa que la haga nacer sea injusta, desde que no haya soberano árbitro entre dos Estados. Se puede llamar justa una guerra que es hecha por quien tiene verdaderamente el derecho de hacerla. Así Ulpiano dice: “Hostes sunt quibus publice populus romanus decrevit vel ipsi populo romano : coeteri vero latrunculi vel proedones appellantur”. Una guerra declarada así acuerda a las dos partes beligerantes todos los derechos de la guerra.

El tercer capítulo contiene digresiones sobre los duelos y combates particulares, que el autor condena como igualmente contrarios a las leyes divinas y humanas. El cuarto capítulo trata de las represalias contra los bienes de la nación que hace una guerra ofensiva, represalias que solo pueden ser permitidas por la autoridad suprema del Estado en quien reside el derecho de hacer la guerra.

El quinto capítulo trata de los objetos arrebatados en tiempo de guerra y del jus postliminii. Las cosas tomadas al enemigo en una guerra justa son propiedad de los vencedores. Pero es necesario distinguir entre los muebles y los inmuebles, tales como las casas y las tierras que son confiscadas en provecho del Estado. Según las leyes de España, no solamente las tierras y las casas, sino también los buques de guerra tomados, son la propiedad de la corona. En cuanto a los muebles, el derecho que tienen los vencedores de apropiárselos como botín está, sin embargo, restringido por el Estado, que puede reservarse cierta porción para él mismo y distribuir lo restante según el rango de los vencedores. Ayala cita los textos del derecho romano para mostrar que no solamente las cosas sino también las personas son propiedad de los vencedores, y que así es como la esclavitud, que no existía en el derecho natural, fue introducida por el derecho de gentes. Pero entre las naciones cristianas un uso antiguo ha sustituido el rescate de los prisioneros a la esclavitud; sin embargo, en el tiempo mismo en que Ayala escribía, la esclavitud era todavía la suerte de los prisioneros en la guerra entre las naciones cristianas y los Turcos. Las personas reducidas así a la esclavitud recobraban la libertad volviendo a su país jure postliminii. El poseedor primitivo tiene también derecho a la restitución de sus tierras y de otros inmuebles, después de la expulsión del enemigo del país. La misma ficción legal es también aplicable a los buques y otros muebles tomados de nuevo al enemigo. En cuanto a los muebles, el autor adopta la distinción hecha por Labeo: “Si quid bello captura est, in praeda est, nec postliminio redit”. Así los muebles que son recobrados antes de haber sido llevados intra praesidia kostium, deben ser entregados al poseedor primitivo, porque no han sido distribuidos como botín. Las cosas robadas por piratas deben ser devueltas al poseedor primitivo, hayan o no sido llevadas intra praesidia, porque una presa hecha por ellos no es válida.

El sexto capítulo trata de la obligación de guardar la fe con los enemigos. Este precepto está apoyado, según la práctica de Ayala, por los ejemplos tomados de la historia romana, así como por las máximas de filósofos, tales como Cicerón, Séneca y otros, que han enseñado que es necesario no eludir la ejecución de los tratados hechos con el enemigo, bajo pretexto de violencia o por una interpretación sutil del texto de los mismos tratados. Un ejemplo notable de esta manera de violar un tratado es el de Q. Fabio Labeo, que habiendo prometido a Antíoco, después de la derrota de este, dejarle la mitad de su flota, hizo aserrar todos los buques en dos, entregándole la mitad de cada uno, y privando así al rey de toda su flota, cumpliendo sin embargo con el sentido literal del tratado. Del mismo modo los Romanos destruyeron Cartago, que habían prometido salvar, pretextando que se habían comprometido a salvar los ciudadanos, pero no la ciudad. El autor cita también el ejemplo de los diez Romanos enviados por Aníbal a Roma después de la victoria de Cannae para negociar la paz, y que habían jurado volver al campo de los Cartagineses si las negociaciones no tenían buen éxito. Uno de ellos trató de descargarse de ese juramento volviendo al campo antes de haber ido a Roma, bajo el pretexto de que había olvidado algo. Según Polibio, el senado romano ordenó que fuese entregado a los Cartagineses, pues, como dice muy bien Cicerón, «el fraude no absuelve al perjurio; por el contrario lo agrava.»

Lo que antecede sólo es aplicable a los enemigos públicos comprometidos en una guerra legítima, y no a los piratas y ladrones, con quienes no puede haber tratados. Esto lleva a Ayala a examinar el caso más difícil de contratos con rebeldes, que considera enteramente nulos. Eso no tiene nada de sorprendente, desde que escribía en el campo mismo del príncipe de Parma. Decide igual cosa también respecto a los tratados con los tiranos; denomina con esa palabra a los usurpadores, pues que en otro pasaje de su libro recomienda la obediencia pasiva a los príncipes legítimos, cualquiera que sea la opresión y la crueldad que ejerzan para con sus súbditos. Las promesas exigidas por los tiranos no ligan, desde que están privadas de un elemento esencial, el libre consentimiento. La misma cosa puede decirse de las promesas que un pueblo en rebelión exige de su soberano. No siempre hay obligación de guardar la fe con los enemigos públicos; hay casos citados por Cicerón en que no es necesario, porque las circunstancias pueden haber cambiado de tal modo que sería hacerle mal al enemigo guardarle la fe prometida, bien porque es contrario a las leyes divinas, bien porque la promesa ha sido hecha por una persona no autorizada en perjuicio del Estado, o bien, en fin, porque el enemigo mismo la ha roto. No hay derecho de vengarse del fraude por el fraude; pero una convención de paz, de alianza o de tregua que está viciada de perjurio, es nula ab initio.

El séptimo capítulo habla de los tratados y de las convenciones. El autor refiere en él lo que los embajadores romanos dijeron a Antíoco: que hay tres especies de tratados o convenciones:

1. Los tratados en que el partido vencedor pone la ley al vencido. Los ejemplos de esta clase de tratados abundan en la historia romana.

2. Los tratados de paz y de alianza fundados sobre bases de reciprocidad, tal como el tratado entre los Romanos y los Sabinos.

3. Los tratados de alianza entre las naciones que no se han hecho nunca la guerra. Se puede aún subdividir esta tercera especie de tratados en tratados de alianza defensiva y en tratados de alianza a la vez defensiva y ofensiva. A estos se pueden agregar todavía los tratados de comercio. El autor explica en seguida la diferencia que el derecho romano establece entre el foedus y el sponsio. El que manda un ejército tiene el derecho de hacer una tregua de corta duración, pero no de concluir una paz definitiva sin que su soberano le haya investido antes de una autoridad especial.

El capítulo octavo trata de las estratagemas y astucias en tiempo de guerra. Es permitido atacar a un enemigo con la fuerza o el fraude, y se puede usar de toda clase de estratagemas y astucias contra él, siempre que la buena fe sea observada en el cumplimiento de las promesas hechas. Los Griegos y los Cartagineses se vanagloriaban de su habilidad para engañar a sus enemigos; pero los Romanos, durante los primeros tiempos de la república, rehusaron generosamente el empleo de semejantes medios. Si ellos los adoptaron después, no fue sin una viva oposición de parte de los senadores, que apelaron a los mejores ejemplos de sus antepasados.

El capítulo nono se refiere a los derechos de legación. Nuestro autor afirma que en todos tiempos y entre todas las naciones los embajadores han sido considerados como investidos de un carácter sagrado e inviolable, y cita algunos ejemplos que muestran que el colegio fecial ha determinado en varias circunstancias que los Romanos entregasen al enemigo los que bajo ese respecto hubiesen violado el jus gentium. Hace mención de la conducta del dictador Postumo, que fue hasta dar la libertad a algunos Volscos investidos de la dignidad de legati para disfrazar su verdadero carácter de espías que venían a examinar el campo romano. Ayala duda, sin embargo, si la inmunidad de los embajadores puede extenderse hasta el caso en que se conduzcan de una manera contraria a la dignidad del carácter oficial de que están revestidos.

Los derechos de legación solo pertenecen a los enemigos públicos y no a los piratas, ladrones y rebeldes. Los tránsfugas no podrían prevalecerse del carácter de embajadores. Ayala aplica esto al caso célebre de los embajadores de Francisco I, súbditos de Carlos V, que fueron asesinados al pasar por el Milanesado, dirigiéndose a Venecia y de allí a Turquía, y cuyos asesinos rehusó entregar el emperador.

 

Conrado Brono.

 

Grocio no cita en ninguna parte a Conrado Bruno, jurisconsulto alemán, autor de un tratado De legationibus, publicado en Mayence en 1848. Los principios que, sienta este autor están sepultados bajo una masa enorme de citaciones, tanto de los autores que han escrito sobre el derecho romano como de los canonistas, de la Escritura santa, de los Padres de la Iglesia, de los poetas, filósofos y de los historiadores de la antigüedad. Sin embargo, distingue bien entre los plenos poderes, las cartas credenciales y las instrucciones de un ministro público. Considera el derecho fecial de los Romanos, que exigía una declaración solemne de guerra, así como ciertas formalidades prescritas para autorizar los actos de hostilidad, como el origen de la institución de los embajadores entre los modernos. Esas formalidades, dice, no son ya necesarias en las relaciones de los Estados modernos entre sí, desde que todo lo relativo a la paz y a la guerra es arreglado por los ministros públicos que representan a sus soberanos. Una guerra justa es aquella que se hace por la necesidad de propia defensa y por la seguridad pública. La guerra no puede hacerse con el fin de adquirir celebridad y de extender la dominación, aunque, como dice Cicerón, la ambición militar es el defecto de las grandes almas que se inclinan a esta carrera. No se puede, ni aun con justa causa, comenzar una guerra sin pedir antes satisfacción de las injurias que nos han sido hechas, a menos de no ser en un caso en que cualquier demora fuese perjudicial. En casos semejantes se puede rechazar inmediatamente la fuerza con la fuerza, y perseguir al agresor en su propio territorio, hasta obtener la restitución de lo que ha sido arrebatado; porque es dado recurrir al derecho de propia defensa, no solamente para rechazar las injurias, sino también para recobrar con las armas en la mano lo que ha sido arrebatado injustamente. Toda guerra hecha por cristianos contra los enemigos de la religión cristiana es justa, por ser emprendida en defensa de la religión y por la gloria de Dios, a fin de recobrar la posesión de los bienes que los infieles poseen injustamente, y con la mira de una utilidad general para toda la cristiandad.

Llama la atención sobre otro tratado, De Seditiosis, por lo que hace a su opinión tocante a la justicia de la guerra contra los herejes. — El poder de hacer la guerra reside en la autoridad suprema del Estado, al cual pertenece exclusivamente el derecho de autorizar una guerra contra otra nación por medio de una declaración solemne. Bruno dice que en su tiempo el respeto debido al carácter sagrado de los embajadores ha sido violado frecuentemente. Según él, no puede haber duda acerca de la exención de toda persecución ante los tribunales, como de todo derecho e impuesto recaudado en el país.

 

Alberico Gentili.

 

Alberico Gentili, llamado Albericus Gentilis según el uso de latinizar los nombres propios, nació en la frontera de Ancona a mediados del siglo diez y seis, de una familia antigua e ilustre. Su padre había abrazado el protestantismo, y fue por consiguiente obligado a abandonar Italia y a refugiarse en Alemania con su familia. Envió su hijo Alberico a Inglaterra, en donde este encontró no solamente una entera libertad de conciencia, sino que fue recibido favorablemente y nombrado profesor de jurisprudencia en la universidad de Oxford. Allí no se ocupó solamente del derecho romano, mirado entonces como el solo sistema de jurisprudencia digno de ser enseñado de una manera científica, sino que también se dedicó al estudió del derecho natural y del derecho internacional. Su atención se fijó especialmente en el último, porque fue nombrado abogado de los Españoles ante el tribunal de presas de Inglaterra. El resultado de sus trabajos en esa parte del derecho público fue publicado por él, y esa colección puede ser considerada como la primera compilación de las disposiciones sobre el derecho de gentes marítimo que haya aparecido en Europa. Pero sus trabajos más científicos dieron origen a uno de los primeros tratados completos sobre los derechos de la guerra, De jure belli, publicado en 1589, y dedicado al conde de Essex, que le había ayudado a obtener el empleo de profesor en Oxford. Grocio mismo reconoce que debe mucho a Gentili, y es evidente por los títulos mismos de sus capítulos, que son casi idénticos con el primero y tercer libro de Grocio, que ha sido de una grande utilidad a este publicista. Lampredi, juez competente en esa materia, reclama para su compatriota el honor de ser considerado como el padre de la ciencia moderna del derecho público. «Fue el primero, dice, que explicó las leyes de la paz y de la guerra, y con ello sugirió probablemente a Grocio la idea de su obra sobre ese asunto: mereció el reconocimiento público, por haber contribuido a aumentar la gloria de Italia, su patria, que le suministró los conocimientos del derecho romano, y por haber mostrado que ella fue la primera en enseñar el derecho natural, como ha sido la primera en restaurar y proteger las artes y las letras»

Gentili publicó también en 1583 un tratado sobre las embajadas, De Legationibus, que dedicó a su amigo y protector el ilustre sir Felipe Sydney. El primer libro de esa obra contiene una deducción histórica sobre el origen de las diferentes clases de embajadas y las ceremonias anexas a ellas, según el antiguo derecho fecial de los Romanos. El segundo trata más especialmente de los derechos e inmunidades de los ministros públicos. Examina la cuestión de saber si tienen un carácter privilegiado fuera de los Estados cerca de los cuales están acreditados. Decide que estrictamente no lo tienen; pero que se debe considerar que los embajadores son ministros de paz, representando las personas de sus soberanos, encargados de los negocios del Estado, y considerados en todas partes como revestidos de un carácter sagrado e inviolable. No se les debe, pues, negar el libre pasaje, y menos aún hacerles resistencia cuando pasan por el territorio de otro Estado que aquel cerca del cual están acreditados. Los derechos de legación no se extienden a los piratas y a los rebeldes. Tales asociaciones no podrían constituir un Estado. Esos no son enemigos públicos. El caso de una guerra civil es más difícil, porque entonces cada partido quiere ser considerado el Estado, y cada uno trata a su adversario como si fuese culpable de una resistencia ilícita. Así es que, solo en el caso en que dos partidos fuesen iguales en fuerza para que pudiesen considerarse mutuamente como enemigos públicos, la cuestión podría decidirse. Pero cualquiera que sea la causa de las disensiones políticas, las diferencias de religión no pueden privar de los derechos de legación. Bien pueden tratarse por una y otra parte de herejes y cismáticos, sin estar menos sometidos por eso a las leyes públicas. Las inmunidades del embajador se extienden también a su comitiva, a sus bienes y a su domicilio. Pero Gentili pretende, en desquite, que el embajador está sometido a la jurisdicción ordinaria de los tribunales civiles del lugar en que reside, en lo relativo a los contratos hechos durante el tiempo de su misión. Esta singular opinión, que no está confirmada por ningún otro escritor de derecho público, está fundada probablemente en una falsa interpretación de las leyes romanas con motivo del legatus que representaba una provincia o una ciudad en Roma misma, o bien del legatus enviado de Roma a las provincias, y que estaba naturalmente, como súbdito romano, sometido a los tribunales del lugar que habitaba pasajeramente, y en donde se hacía el contrato. — Sin embargo, sostiene que un embajador no puede ser castigado de un crimen cometido por él en la localidad donde reside, pero que debe ser despedido del país, aun en el caso que hubiese conspirado contra el gobierno.

El libro tercero se ocupa casi exclusivamente de las calidades de un embajador. Según Gentili, esas calidades son tan numerosas como las que Cicerón exige para formar un orador perfecto. Además de los dones de la naturaleza y una grande aptitud para esa carrera, Gentili exige que un embajador sea elocuente, y que tenga un conocimiento extenso de la historia y de la filosofía política; que tenga dignidad en sus maneras, que reúna la prudencia a la firmeza, y que se adhiera escrupulosamente a la verdad y a la justicia; en una palabra, que tenga todas las calidades y virtudes que poseía, según él, su protector sir Felipe Sydney.

Gentili, en esa parte de su obra, condena la tendencia moral del Príncipe de Maquiavelo, que se considera generalmente como una especie de manual de tiranía. — Según él, esa obra no es más que una sátira de los vicios de los príncipes, y una exposición amplia y entera de los artificios de los tiranos; y Maquiavelo, admirador casi fanático de los republicanos y regicidas de la antigüedad, no puede haberla escrito sino como una advertencia al pueblo, cuya defensa había tomado siempre. Sin embargo, el objeto que tuvo Maquiavelo al escribir su libro, puede ser explicado más naturalmente y de una manera más satisfactoria, si se considera que el sistema moderno del equilibrio de los poderes ha sido desarrollado y puesto en práctica por los Estados de Italia al fin de la Edad Media, por de pronto para conservarse los unos frente a los otros, y además para unirlos contra las invasiones de los bárbaros transalpinos. Tal fue la política de la república de Florencia bajo Cosme y Lorenzo de Médicis, y tal fue el objeto de Maquiavelo cuando dedicó su obra a la instrucción del joven príncipe Lorenzo, hijo de Pedro de Médicis. Desgraciadamente ese publicista, al separar la política de la moral, ha querido servirse, para libertar su bella patria del yugo extranjero, de todos los medios que eran ya demasiado familiares á los tiranos domésticos de Italia.

Los remedios violentos que ha querido aplicar a esos males eran venenos, y su libro se ha convertido después en el manual del despotismo, del que Felipe II y Catalina de Médicis han extraído sus detestables máximas políticas.

Pero no se podría separar impunemente la política de la moral. No hay más que una verdad, a la que no puede oponérsele otra. Una política sana no puede pretender hacer lo que está prohibido por el derecho de gentes fundado en los principios de la justicia eterna; y por otra parte el derecho de gentes no debe prohibir lo que una sana política juzga necesario para la seguridad de una nación. Se pueden citar en apoyo de esta máxima las palabras de Burke: «La justicia es la perpetua gran política de la sociedad humana, y cada derogación notable de sus principios, en cualquier circunstancia que sea, está fundada en la preocupación que no existiría ninguna política en el mundo»

 

Hugo Grocio

 

Pero cualquiera que haya sido el objeto de Maquiavelo al escribir esa célebre obra, es indudable que ha trazado un cuadro sombrío de la sociedad y del derecho público de la Europa en el siglo diez y seis; aquello no era más que un cúmulo de corrupción, de disimulación y de crímenes, que reclamaba altamente un reformador capaz de hablar a los reyes y a los pueblos el lenguaje de la verdad y de la justicia, poniendo así un término a esa plaga moral. Ese reformador apareció: este fue Hugo Grocio, que nació hacia el fin de ese siglo, y se hizo sobre todo notable durante el principio del siglo siguiente. Esa época, tan fértil en grandes hombres, no ha producido sin embargo nada más ilustre que él por el genio, por la variedad de sus conocimientos, y por la influencia de sus trabajos sobre las opiniones y la conducta de sus contemporáneos y de la posteridad. Igualmente distinguido como sabio y como hombre práctico, fue al mismo tiempo abogado elocuente, sabio jurisconsulto, historiador célebre, hombre de Estado dedicado a su patria y teólogo versado en todas las partes de esa ciencia. Sus talentos fueron consagrados al servicio de su país y de la humanidad. Defendió la libertad de los mares como la propiedad común de todas las naciones contra las pretensiones exageradas de Portugal, con motivo de la navegación y comercio de las Indias Orientales, que el genio marítimo de Holanda revindicó entonces por primera vez. Su ingrata patria recompensó sus virtudes y sus servicios con el destierro, y habría llevado su injusticia hasta condenarlo a una prisión perpetua y aun a la muerte, si su mujer no se hubiese sacrificado valientemente por él. Grocio, perseguido con Bernavelt y los otros Armenios, fue encerrado en la fortaleza de Louvestein en 1619, de donde se fugó y se refugió en Francia. Se vengó de su patria tributándole, como lo había hecho antes, los servicios más importantes. En ese siglo particularmente agitado por violentas discusiones sobre materias religiosas, se hizo superior a toda exageración, y aunque activamente comprometido en las discusiones entre los Armenios y los Gomaristas, su tolerancia le hizo respetar todas las opiniones católicas y protestantes; tolerancia rara en esos tiempos de fanatismo y persecución. Cuando no pudo utilizarse en la vida activa, exhortó a los hombres al amor de la paz y de la justicia, publicando su célebre obra sobre los derechos de la guerra y de la paz, que hizo tan grande impresión en todos los príncipes y hombres de Estado de esa época, contribuyendo singularmente a regular su conducta política. Alejandro el Grande llevaba siempre consigo la Ilíada de Homero para inflamar su amor a la gloria militar; mientras que Gustavo Adolfo dormía con el tratado de Grocio bajo su almohada durante la guerra que hizo en Alemania defendiendo las libertades de Europa. Sería difícil decidir si hay más diferencia entre el poeta de la Grecia y el filósofo de la Holanda que entre los dos héroes que extraían ideas tan opuestas de sus obras.

El motivo dado por Grocio para explicar su intención al publicar tal obra, fue el más noble que un legista cristiano pueda tener: «Yo veía por toda la cristiandad, dice, una facilidad para hacerse la guerra que avergonzaría a los mismos Bárbaros; guerras que comenzaban bajo el pretexto más fútil, y se hacían sin miramientos por ninguna ley, fuese divina o humana, como si una simple declaración de guerra desencadenase todos los crímenes». La vista de un estado tan triste de cosas hizo decir a algunos autores, y a Erasmo en particular, que los cristianos, cuyo deber es amar a todos los hombres, no tienen el derecho de hacer la guerra. Pero afirmar una doctrina tan poco practicable conducía necesariamente a lamentar el medio propuesto por Grocio para disminuir los males de la guerra. «Que las leyes pues, agrega, se callen en medio de las armas, pero solamente las leyes que pertenecen a la paz, las leyes de la vida civil y de los tribunales de justicia, y no esas leyes eternas que convienen a todos los tiempos, que la naturaleza impone, y que el consentimiento de las naciones establece como aplicables, según la antigua fórmula romana, a una guerra santa y pura : puro pioque duello»

Lo que prueba, según él, la necesidad de tal obra, es que no se pensó nunca en hacer un tratado completo sobre los derechos de la paz y de la guerra, y que los que habían escrito en parte acerca de ese asunto habían dejado todavía mucho por decir en un campo tan vasto. Los casuistas, tratando de casos de conciencia, han hablado frecuente pero incidentalmente de la guerra, de las promesas, de los juramentos, y de las presas y represas. Grocio hace sobre todo elogios de las obras de los casuistas españoles Covarruvias y Vázquez, igualmente versados en el derecho civil y en el derecho canónico, y que habían tratado algunas veces cuestiones internacionales, el primero con una entera libertad, el segundo con más reserva, pero con un sentido recto. Mas los autores que han tratado particularmente de los derechos de la guerra han sido, o bien teólogos como Francisco Victoria, Enrique de Gorcum, Guillermo Mattheus, o bien doctores de derecho civil, tales como Lupus, Arius, Juan de Lignano y Martinus Laudensis. Sin embargo, ninguno de esos autores ha agotado este asunto, y en su mayor parte lo han tratado de una manera bien poco metódica, confundiendo unas con otras las conclusiones del derecho natural, del derecho canónico, del derecho civil y del derecho internacional. Grocio reconoce que debía mucho a Ayala y a Alberico Gentili, como laboriosos compiladores; pero deja a otros el cuidado de juzgar de sus imperfecciones en lo referente al método, al estilo y a su falta de penetración para distinguir esas diferentes especies de cuestiones y las leyes que les son aplicables. «Alberico Gentili, dice él, tiene por hábito, al discutir una cuestión, seguir los precedentes que no están bien establecidos, o bien la autoridad de algunos legistas que dan más bien sus opiniones para satisfacer a los que les consultan, que por conformarse a la justicia y a la equidad. En cuanto a Ayala, no ha tratado la cuestión de la justicia y de la injusticia en tiempo de guerra, mientras que Gentili la discute, al menos en algunas de sus divisiones; no obstante, la mayor parte de ese asunto se ha descuidado completamente por uno y por otro»

Grocio ha sido defendido hábilmente contra sus detractores modernos por sir James Mackintosh en el pasaje siguiente, que extractamos de su admirable discurso sobre el estudio del derecho natural y del derecho de gentes:

«Pocas obras han sido más célebres que la de Grocio, no solamente en su tiempo, sino aun durante el siguiente siglo. Sin embargo, en la segunda parte del siglo último, estaba, por decirlo así, de moda deprimir esa obra y presentarla como una compilación informe, en la cual la razón se encontraba sepultada bajo una masa de autoridades y de citas. Esa moda debe su origen a algunos bellos talentos y a algunos declamadores franceses; y fue adoptada, no sé por qué, aunque con más reserva y conveniencia, por varios escritores respetables de Inglaterra. En cuanto a los primeros, que han tenido semejante lenguaje, lo mejor que podemos pensar de ellos, es que no han leído jamás el libro de Grocio; pues si no se hubiesen espantado por ese formidable conjunto de caracteres griegos, habrían reconocido muy pronto que el autor no hace citas sin haber sentado principios, y frecuentemente esos principios, aunque no sea sin excepción, son en mi opinión los más sanos y más razonables.

«Pero los que han criticado a Grocio merecen otra clase de respuesta, y esa respuesta ha sido dada de antemano por el mismo Grocio. No puede haber espíritu tan servil y estúpido que llegue al punto de citar las opiniones de los poetas, de los oradores, de los historiadores y de los filósofos como sentencias de jueces inapelables. Los cita, según él mismo lo dice, como testigos cuya concordancia unánime, fortificada además por su disentimiento sobre casi todos los otros puntos, es una prueba concluyente del acuerdo universal del género humano acerca de las grandes reglas de los deberes y de los principios fundamentales de la moral. En semejante materia los poetas y los oradores son los menos reprochables de todos los testigos, pues se dirigen a los sentimientos y a las simpatías de todos los hombres; no son ni impelidos por los sistemas, ni pervertidos por los sofismas; no pueden alcanzar ninguno de sus fines, no pueden ni agradar ni persuadir, si los sentimientos morales que expresan no están en armonía con los de sus lectores. No se puede concebir un sistema de filosofía moral que no esté en armonía con la conciencia general de los hombres y el juicio uniforme de todos los tiempos y de todos los lugares. Pero ¿dónde encontraremos la expresión de esa conciencia y de ese juicio? Precisamente en los escritos que se vitupera a Grocio el haber citado. Los usos y las leyes de las naciones, los acontecimientos de la historia, las opiniones de los filósofos, los sentimientos de los oradores y de los poetas, lo mismo que la observación de la vida común, son realmente los materiales de que se compone la ciencia de la moral, y los que los descuidan incurren en el justo reproche de sancionar locamente un sistema filosófico sin miramiento alguno a los hechos y a la experiencia, únicos fundamentos de la verdadera filosofía.

«Si se tratase de examinar la obra de Grocio bajo el aspecto del gusto solamente, yo confesaría fácilmente que muestra su erudición con una profusión tal que embaraza más de lo que adorna, y que no es siempre necesaria para el desarrollo de su asunto. No obstante, aun haciendo esta concesión, cederé más bien a la opinión de los demás que a la inspiración de mis propios sentimientos. Yo no puedo dejar de encontrar un encanto muy grande en ese espléndido tesoro de literatura. De allí fluye una variedad infinita de recuerdos y de reminiscencias deliciosas. Al marchar penosamente en la carrera de esa vasta ciencia, la mente goza en reposarse en medio de los grandes hombres y de los grandes acontecimientos. De este modo las verdades de la moral están adornadas, no de la inútil elocuencia de un solo hombre, sino de las que puede producir el genio reunido del mundo entero. La virtud y la sabiduría misma adquieren nueva majestad a mis ojos, cuando veo todos los grandes maestros en el arte de pensar y de escribir reunidos, por decirlo así, de todas las edades y de todos los países, para rendirles homenaje y marchar tras ellas.

«Pero no es aquí el lugar de discutir materias de gusto, y estoy muy cerca de convenir en que el mío puede no ser el más sano. Se le puede hacer a Grocio una objeción mucho más seria, aunque no recuerdo habérsela visto hacer jamás. Su método no es ni conveniente ni científico. El orden natural indica evidentemente que debemos investigar desde luego los primeros principios de la ciencia en la naturaleza humana, aplicándolos después al arreglo de conducta de los individuos, y por último recurrir allí para la decisión de las cuestiones difíciles y complicadas que se suscitasen en las relaciones entre las naciones. Grocio ha adoptado el método opuesto. Se detiene por de pronto en el estado de guerra y en el estado de paz, y solo accidentalmente es como examina los principios primeros, a medida que surgen de las cuestiones que está llamado a resolver. Por una consecuencia inevitable de ese método desordenado, que no presenta los elementos de la ciencia sino bajo la forma de digresiones dispersas, se encuentra conducido a dar muy rara vez suficiente desarrollo a esas verdades fundamentales, y no las coloca nunca en el lugar donde su discusión sería más instructiva para el lector»

Puede agregarse a estas observaciones que todos los razonamientos de Grocio reposan sobre la base de la distinción que hace entre el derecho de gentes natural, y el derecho de gentes positivo o voluntario. Él hace derivar el primer elemento del jus gentium de la suposición de una sociedad donde los hombres viven reunidos en lo que se llama estado de la naturaleza; esa sociedad natural no tiene otro superior que Dios, ni otro derecho que la ley divina grabada en el corazón del hombre y revelada por la voz de la conciencia. Viviendo juntas las naciones en un estado semejante de independencia mutua, deben estar regidas necesariamente por esa misma ley, que Grocio ha definido: “Jus naturale est dictatum rectae rationis indicans alicui, ex ejus convenientia aut disconvenientia cum ipsa natura rationali et sociali, inesse morali turpitudinem, aut necessitatem moralem”. Ha desplegado una vasta erudición para demostrar la exactitud de esta definición algo oscura con los testimonios de las santas Escrituras, de los jurisconsultos romanos, de los filósofos, de los poetas y aun de los oradores; cita actos o hechos que han sido generalmente aprobados o desaprobados en la práctica variable de las naciones antiguas o modernas, presentando esos actos o hechos como conformes con la naturaleza racional y social del hombre. En seguida ha basado el derecho de gentes positivo o voluntario sobre el consentimiento de todas las naciones, o de la mayor parte de ellas, en la observancia de ciertas reglas de conducta en sus relaciones recíprocas. Se detiene en demostrar la existencia de esas reglas apoyadas en las mismas autoridades, y, entre otras, en el derecho romano. Ese gran publicista ha tratado, pues, de establecer el derecho internacional sobre esas dos ficciones o suposiciones. Pero es evidente que su pretendido estado de naturaleza no ha existido jamás; su consentimiento general de las naciones es, cuando más, un consentimiento tácito, tal como el jus non scriptum quod consensus fecit de los jurisconsultos romanos. Ese consentimiento solo puede demostrarse por la disposición más o menos constante y general de las naciones en observar entre sí esas reglas de justicia internacional reconocidas por los publicistas. Grocio habría hecho mejor, sin duda, en buscar la base del derecho natural de gentes en el principio de la felicidad general, vagamente indicado por Leibnitz, algo más claramente expresado por Cumberland, y reconocido por la mayor parte de los escritores modernos como la piedra de toque de la moral internacional. El principio fundamental que todas las reglas de la moral pública y privada tienen por objeto la felicidad general de los hombres, ya sean justas o erróneas, según que favorezcan o perjudiquen esa felicidad, no era reconocido en tiempo de Grocio. Ese principio ha contribuido a disipar en gran parte los errores introducidos en la ciencia del derecho internacional por Grocio y sus sucesores inmediatos. Para conocer los principios y las reglas de la moral internacional, que es necesario distinguir del derecho internacional, no basta aplicar a las naciones las máximas que determinan la conducta moral de los individuos; se debe averiguar por qué medios las naciones pueden, en sus relaciones mutuas, contribuir de la manera más eficaz al bienestar general de los hombres. Nos guiamos en esta investigación por la observación y la meditación: la una nos suministra hechos; la otra nos indica la conexión entre esos hechos considerados como causas y como efectos, y revela el resultado que debe seguir a la acción de causas análogas en idénticas circunstancias. Es así como meditando sobre la experiencia de tantos siglos pasados, la parte más ilustrada de las naciones civilizadas ha tenido que convencerse que las más grandes calamidades son siempre la consecuencia de la guerra. Es por esto también que se ha conseguido modificar los usos de ella entre las naciones, absteniéndose del secuestro de las personas y de los bienes de los no beligerantes en tierra, y con el tiempo se llegará a comprender, lo esperamos así, la utilidad de abstenerse igualmente del secuestro de buques mercantes en el mar. Ya se ha visto que los publicistas italianos han sido los primeros que se han ocupado de la teoría de esa parte del derecho de gentes que trata de las inmunidades de los ministros públicos. Se puede afirmar igualmente que en Italia fue desde luego enseñada y practicada la ciencia de la diplomacia y el arte de negociar. El genio fino y hábil de la nación italiana se desarrolló en las luchas e intrigas políticas de los diversos Estados de la Península. Florencia, Venecia y Roma, han producido en los siglos catorce, quince y diez y seis una multitud de diplomáticos consumados. La república de Florencia empleaba en esas funciones los más ilustrados e instruidos de sus ciudadanos. Se pueden nombrar cinco literatos de los de más renombre que pertenecen a la Toscana, el Dante, Petrarca, Bocado, Guicciardini y Maquiavelo (el más grande de todos como hombre de Estado), que fueron encargados por esa república de las misiones más importantes y difíciles. Maquiavelo desplegó un gran talento y un celo infatigable en sus diversas misiones cerca de Luis XII de Francia, del emperador Maximiliano, del papa Julio II, de César Borgia y de muchos otros príncipes de Italia. Florencia procuraba siempre suplir por la habilidad de sus hombres de Estado la debilidad de sus recursos militares. En tanto que sus consejos fueron dirigidos por Lorenzo de Médicis, el equilibrio entre los Estados de la Italia fue mantenido por una mano firme, y su independencia fue garantizada contra las naciones más poderosas hasta más allá de los Alpes. Esta independencia fue destruida bajo su débil sucesor Pedro de Médicis, que provocó por su imprudencia y su inepcia la invasión de Carlos VIII. Si las naciones de Italia se horrorizaron de la ferocidad de los ejércitos franceses, los Franceses por su parte no quedaron menos asombrados de la astucia y falta de buena fe que caracterizaba s los negociadores italianos. Las instrucciones dadas por el señorío de Florencia durante la época desgraciada que siguió a la irrupción de Carlos VIII en Italia, y las diversas misiones encargadas a Maquiavelo, dan una gran luz sobre las costumbres y los usos diplomáticos de aquel tiempo. Esos documentos se distinguen por una grande sencillez de estilo, y por una rara sagacidad al juzgar a los hombres y a los acontecimientos, combinada con una política astuta y verdaderamente italiana. Cuando Maquiavelo fue enviado en 1500, junto con L. della Casa, cerca de Luis XII para solicitar de este monarca nuevos socorros contra Pisa, y para explicarle por qué las tropas francesas habían levantado el sitio de aquella ciudad, los Florentinos sabían muy bien que el mal suceso debía ser atribuido a la insubordinación de sus tropas y de ningún modo a su comandante. Sin embargo, el Consejo de los Diez, en sus instrucciones a los embajadores, se expresaba así: «Aunque en nuestras quejas no hayamos hecho ninguna mención del comandante, por no atraernos su enemistad, con todo, si al hablar delante de Su Majestad, encontraseis la ocasión de acusarlo, y la acusación pudiese tener éxito, hacedlo vivamente y no temáis acusarlo de cobardía y corrupción; decid que tenía continuamente en su tienda de campaña uno de los embajadores luqueses, y que por su intermedio los Pisanos estaban instruidos de todo lo que pasaba en el consejo de guerra; pero, hasta entonces, no ceséis de hablar de él de una manera honorable; echad toda la culpa a los otros. Evitad sobre todo decir el menor mal en presencia del cardenal de Amboise; pues no quisiéramos perder el favor de Su Eminencia sin ser antes indemnizados por otro lado». Esta misma política se muestra en las instrucciones dadas a Maquiavelo en su misión cerca de César Borgia en 1502, cuando ese príncipe luchaba contra los tiranuelos de la Romanía, que habían formado una liga para impedirle establecer la soberanía en ese país. Los despachos del joven secretario en que da cuenta, día por día, de su misión y de la manera como Borgia hizo perecer a sus enemigos por la más infame de las traiciones, hollando las promesas y los tratados más solemnes, serán leídos con el mayor interés, como complemento del cuadro trazado por la historia de ese siglo de perfidias y crímenes.

La diplomacia desempeñaba también un gran rol en los negocios de la república de Venecia, que, según el genio de sus instituciones, seguía una política tradicional e invariable con los Estados extranjeros.

Las otras repúblicas de Italia fueron despedazadas por facciones implacables, y frecuentemente trastornadas por las revoluciones interiores que les impedían seguir una política exterior tan constante y tan firme como la del senado veneciano. La aristocracia de Venecia oprimió la libertad del pueblo separándolo de toda acción directa en los negocios públicos, pero ella fundó el poder de la república sobre bases inmutables, dirigiendo todas sus fuerzas al engrandecimiento exterior. La serie de decretos desde el principio del siglo trece, para arreglar el servició diplomático de la república, muestra la importancia que se daba a ese ramo de la administración.

Por un decreto del senado, de 1268, los embajadores, al volver a su país, debían traer al tesoro todos los presentes que habían recibido en los países extranjeros, y al mismo tiempo tenían que hacer una relación detallada de su misión. Para ser embajador, era preciso ser noble y tener treinta y ocho años. La duración de cada misión estaba limitada a tres años por una ordenanza que data solamente del siglo diez y seis, cuando las misiones permanentes estaban ya casi generalmente establecidas en Europa. Ese reglamento estaba fundado, sin duda, en el espíritu de desconfianza y de celos que caracterizaba toda la política veneciana; pero a menudo se obviaban esos inconvenientes volviendo a enviar el mismo embajador a la misma corte, después que había hecho su informe general acerca de su primera misión. Esos informes (relazioni) de los embajadores venecianos contenían noticias muy detalladas con respecto al país en que el embajador había residido, sobre su geografía y su estadística, sus instituciones políticas y religiosas, sus alianzas y sus fuerzas militares, su pueblo, sus usos y sus costumbres, la persona del soberano, su familia, sus favoritos y sus ministros, en fin sobre todos los objetos y todas las circunstancias que podían influir en la política y la moral de su gobierno. Los que los han escrito eran observadores fríos y penetrantes, colocados bajo un punto de vista más favorable a la imparcialidad que el de los autores del país, cuyas memorias son dictadas frecuentemente por el espíritu de partido y de las preocupaciones de secta. Esos informes forman una rica colección de memorias sobre el estado político de los diversos Estados de la Europa, desde el principio del siglo diez y seis hasta la caída de la república, de donde los mejores historiadores de nuestros días han extraído los materiales de sus obras.

Los títulos oficiales de los agentes diplomáticos en Italia eran primero oratores, oratori; a mediados del siglo catorce encontramos las denominaciones de ambiaxiatores, ambiasciatori. Carlos V no acordaba este último título más que a los enviados de testas coronadas o a los de la república de Venecia, que por su importancia gozaba ya de los honores reales, a excepción de los príncipes que estaban sometidos a la soberanía del emperador. El título de excelencia se daba a los ministros de primer rango al principio del siglo diez y seis. En los Estados monárquicos, el derecho de enviar ministros públicos pertenecía al príncipe; en las repúblicas a las autoridades designadas por las leyes fundamentales del Estado. En la república de Florencia la comisión y las instrucciones de los embajadores emanaban del “Consejo de los Diez, de la libertad y de la paz”, y frecuentemente aun la elección de los enviados era hecha y las instrucciones dadas por autoridades subordinadas para los negocios especiales concernientes a su administración. De esta manera Maquiavelo fue enviado a Venecia en 1525 por los cónsules del arte de la lana (arte della lana), para tratar de los negocios comerciales. En Venecia los embajadores eran nombrados por el Consejo de los Pregadi, y algunas veces aun por otros Consejos para los negocios especiales, desde que la ordenanza de 1296 les mandó hacer su informe al Consejo que los había nombrado. El idioma nacional reemplazó al latino en las negociaciones diplomáticas durante la última mitad del siglo quince. Entonces fue cuando se principiaron á escribir las cartas credenciales, las instrucciones y los despachos en idioma toscano. Las comisiones o cartas credenciales eran cortas y contenían frecuentemente los plenos poderes para negociar; se puede citar como la fórmula observada en esas ocasiones la comisión dada a Maquiavelo para su misión a Forli en 1499:

«A Su Excelencia la señora Catalina Sforza Visconti y monseñor Octavio Riario, señores de Forli y de Imola. — Muy queridos y grandes amigos, os enviamos a Nicolas Maquiavelo, ciudadano de nuestra república y secretario de nuestro consejo, que os dirá muchas cosas de nuestra parte, a las cuales os pedimos deis plena y entera fe, como si nosotros mismos os hablásemos. Vale. Dado en nuestro palacio, el 12 de julio de 1499. Firmado: Los priores de la libertad y el gonfaloniero del pueblo florentino»

Las instrucciones eran muy minuciosas y redactadas con una grande simplicidad. Los despachos multiplicados y llenos de detalles sobre los asuntos de la misión. Los enviados cerca de las cortes de Italia escribían cada dos o tres días; los que estaban acreditados cerca de los soberanos del otro lado de los Alpes, cada quince días lo menos.

Esos despachos eran enviados por correos, o por conductos particulares, o en fin por la posta ordinaria después del establecimiento de las postas regulares en el siglo diez y seis. Los embajadores florentinos se servían del intermedio de las casas de banco de sus compatriotas establecidas en Francia, para hacer pasar sus despachos con más seguridad y menos gastos. Los despachos eran escritos frecuentemente en números; parece, sin embargo, que el arte de esas cifras no estaba muy perfeccionado desde que el embajador de Florencia en Nápoles escribía en 1507 al canciller de Estado en los términos siguientes: «Don Marcelo, debemos advertiros que vuestro secretario Don Luca es muy poco circunspecto al escribir vuestros despachos. Él haría mejor en escribirlo todo sin números, que numerar solamente algunos pasajes. Cuando se reúne lo que precede con lo que sigue, es fácil adivinar el resto del párrafo, y así todo el secreto de la numeración es rebelado. Os suplicamos pues pongáis cuidado en ello»

Los embajadores viajaban con poco lujo, ordinariamente a caballo, y debían seguir la corte a todas partes, tanto en tiempo de paz como de guerra. Según la ordenanza del senado de Venecia de 1293, los embajadores no debían tener más que un caballo de comitiva. En 1485 el número de caballos fue aumentado a doce con dos palafreneros. Dante viajaba enteramente solo por los bosques de los Apeninos cuando fue enviado en misión cerca de las ciudades de la Toscana y de la Umbría; y Maquiavelo dos siglos más tarde no viajaba con más comodidad.

Los embajadores estaban muy mal pagados, y las misiones, en vez de ser solicitadas como hoy, eran rechazadas aun por las personas más ricas y de más alto rango. En 1271 el senado de Venecia ordenó una multa pecuniaria en el caso de rehusarse una embajada por parte de los nobles. En 1280 se declaró que solo una enfermedad grave podría servir de excusa en casos semejantes. En fin, en 1360 fue decretado que el que después de haber aceptado su nombramiento de embajador, rehusase ponerse en camino para dirigirse a su puesto, sería incapaz de recibir ningún cargo o beneficio durante el año. Parece, pues, que el honor de ser embajador no ha sido disputado por los nobles venecianos, y en los archivos de Florencia encontramos lamentos perpetuos sobre los grandes gastos y el poco provecho de semejante empleo, aun de parte de la gente opulenta, tal como Cosme de Médicis. Los despachos de Maquiavelo están llenos de reclamaciones, las más ingenuas y las más amargas, contra la modicidad de sus asignaciones, que no le bastaban a costear los gastos más necesarios. Él tenía poca o ninguna fortuna, y vivía solamente de su módica asignación como secretario de la república; sus misiones diplomáticas eran todas misiones especiales, que producían grandes gastos por los viajes frecuentes que ellas exigían. En un despacho fechado en Saint Pierre-lez-Moustier el 5 de agosto de 1500 y dirigido al Consejo de los Diez, dice así: «Magníficos Señores, vosotros sabéis qué sueldo me fue asignado a mi partida de Florencia, y el que fue acordado a Francisco della Casa, creyendo sin duda que las cosas debían ir de manera que mis gastos serian menos considerables que los suyos. No es así; pues no habiendo encontrado a nuestra llegada al rey en Lyon, nos hemos visto igualmente obligados, tanto uno como otro, a proveernos de caballos, de criados y de vestidos; lo que ha sido causa que mis gastos en la corte sean iguales a los de él. Sin embargo, me parece fuera de toda justicia divina y humana el no tener los mismos emolumentos; y si los gastos que yo ocasiono os parecen muy fuertes, os haré observar, o que ellos son tan útiles como los de Francisco, o que los veinte ducados que se me dan son arrojados al agua. Si creéis que yo esté en el último caso, suplico a Vuestras Señorías que me hagáis volver; si por el contrario presentís que soy útil, os suplico que toméis las medidas para que no sea arruinado, y que ellas me constituyan a lo menos ahí acreedor de las deudas que pueda haber contraído aquí; pues puedo daros mi palabra que he gastado hasta ahora lo menos cuarenta ducados de mi bolsa, y que he dado la orden á mi hermano en Florencia de adelantarme setenta. Me recomiendo de nuevo a vosotros, y os ruego no consintáis en que, sin haberlo merecido, un servidor fiel no recoja más que vergüenza y perjuicios de un empleo que para otros es una fuente de honores y de beneficios».

Los informes de los embajadores venecianos confirman el mismo hecho; ellos pedían siempre que se les concediesen los presentes que recibían de los príncipes extranjeros, y que, según el reglamento, debían ser llevados al tesoro de la república. Francisco Justiniani, a su regreso de una embajada cerca de Francisco I de Francia en 1583, terminaba el informe de su misión protestando de su pobreza y solicitando del senado que se le dejase una cadena de oro que el rey le había regalado, o de otro modo, que se le acordase su valor en plata.

 

EL CONSULADO DE LA MAR

 

La guerra marítima durante la edad media fue confundida con la piratería en la práctica bárbara que no hacía distinción entre los amigos y enemigos. El primer ensayo tentado para reglamentar por un derecho fijo las operaciones de la guerra marítima, se encuentra en ese monumento antiguo y curioso de jurisprudencia titulado el Consulado de la Mar. Las sabias investigaciones de M. Pardessus han demostrado que esa compilación de las decisiones o costumbres marítimas ha sido redactada hacia el fin del siglo catorce en Barcelona, en idioma romano, dialecto que es aún, con algunas modificaciones, el mismo idioma vivo de la provincia de Cataluña. Según ese autor, el Consulado no debe ser considerado como un código de leyes marítimas redactado y promulgado por la autoridad legislativa de uno o de muchos Estados, sino solamente como un resumen de los usos y costumbres, con fuerza de ley en las diferentes ciudades ribereñas del Mediterráneo durante la edad media. Esa compilación debe ser atribuida a las mismas causas que han contribuido a formar la colección de los usos marítimos de las naciones que habitan las costas de los mares occidentales, conocida bajo el nombre de Roles des jugements. Se puede aún afirmar que las circunstancias eran más favorables a los compiladores del Consulado, porque las ciudades marítimas del Languedoc, tales como Barcelona, Marsella y Valencia, poseían ya en el siglo catorce un gran cuerpo de jurisprudencia marítima bajo el nombre de Estatutos o Costumbres. Esos códigos o colecciones escritas contenían un gran número de ordenanzas locales con reglamentos de instrucción positiva y muchas reglas y principios generales que el tiempo había consagrado gradualmente en la práctica del comercio del Mediterráneo. Esos estatutos estaban escritos en su mayor parte en latín, idioma todavía familiar a los jurisconsultos y otros sabios, pero que era ya lengua muerta para la clase de los negociantes y navegantes. Esa clase estaba por consiguiente vivamente interesada en poseer un manual conciso de jurisprudencia marítima tal como el Consulado, escrito en idioma vulgar y en el estilo más simple. Con todo, su autor o sus autores eran seguramente muy instruidos en los principios del derecho romano, de las Basílicas y de la legislación de las ciudades de Francia y de España que hacían el comercio del Levante. Estas calidades muy pronto aseguraron a esa colección una gran reputación, mientras que la sabiduría y la equidad general de sus principios la han hecho adoptar por todos los Estados marítimos en las costas del Mediterráneo, como suplemento a sus propias leyes y costumbres. Bajo este respecto, el mérito ha sido después reconocido generalmente por todas las naciones marítimas y comerciantes de la cristiandad. Esa compilación ha sido considerada por todas esas naciones de una gran autoridad, conteniendo la sabiduría y la experiencia reunidas de los más famosos Estados comerciales de la Edad Media. Por algunos ha sido adoptada como un sistema de jurisprudencia o código de leyes; por otros, esos principios han sido incorporados en sus ordenanzas o códigos escritos. Los compiladores de la ordenanza de Luis XIV, de 1681, han recurrido a esa fuente, entre otras, para encontrar materiales propios a fin de formar ese célebre código marítimo.

El Consulado de la Mar no solamente encierra las reglas elementales aplicables a la decisión de los litigios relativos al comercio y a la navegación en tiempo de paz y en tiempo de guerra, sino que, lo que tiene más relación con nuestro asunto, expone las máximas y los principios más importantes que fueron reconocidos en esa época, tocante a los derechos respectivos de las naciones beligerantes y de las neutrales en los términos siguientes:

«Cuando un buque armado, que va o viene, o se halla en curso, encuentra un buque mercante, si este último pertenece a los enemigos, lo mismo que su cargamento, es inútil hablar desde que cada uno está bastante instruido para saber lo que debe hacer, y en ese caso no es necesario dar reglas. Pero si el buque apresado fuese de amigos, y las mercancías que conduce perteneciesen a enemigos, el almirante del buque armado puede forzar y compeler al capitán del buque que haya apresado a que le entregue lo que pertenece a los enemigos, y aun puede obligarlo a conservarlo a su bordo hasta que esté en lugar de seguridad; pero es necesario para eso que el almirante u otro por él haya amarrado el buque apresado a la popa del suyo, en sitio donde él no tenga temor que los enemigos se lo arrebaten, siendo con todo por cuenta del almirante pagar al patrón el flete de todo el cargamento que habría debido recibir, si lo hubiese llevado al punto donde debía descargar, o del modo que estuviese estipulado en el registro. Si por algún acontecimiento no se encontrase el registro, el patrón debe ser creado bajo juramento, sobre el importe del flete.

Todavía más, si por accidente, cuando el almirante o cualquiera otro por él esté en sitio desde donde pueda poner la presa en seguridad, quiere que el buque lleve las mercaderías confiscadas, el patrón no puede negarse a ello. Pero deben hacer un contrato a este respecto; y cualquier contrato o acuerdo que intervenga entre ellos, es necesario que el almirante o el que le represente lo conserve.

Si por algún acontecimiento no se hace entre ellos ninguna promesa o convención relativamente al flete, es necesario que el almirante o el que le represente pague al patrón del buque, que haya llevado al sitio prescrito las mercancías capturadas, un flete igual o aun mayor a aquel que otro buque pudiese cobrar por mercaderías semejantes, sin ninguna discusión; a bien entendido que ese pago no debe hacerse sino después que el buque esté en el paraje donde el almirante o el que esté en su lugar haya puesto en seguridad su presa, y que ese lugar hasta el cual haya hecho llevar la presa, sea un país amigo.

Cuando el patrón del buque capturado, o algunos de los marineros que están con él, digan que tienen efectos que les pertenecen, si son mercancías, no deben ser creídos por su simple palabra; pero deben atenerse al registro del buque, si lo hay. Si por casualidad no se encontrase, el patrón o los marineros deben afirmar la verdad de su aserción. Si hacen juramento que esas mercancías les pertenecen, el almirante o el que le represente debe devolvérselas sin ninguna discusión, teniendo en consideración, sin embargo, la buena reputación y estimación de que gocen los que prestan el juramento y reclaman las mercancías.

Si el patrón capturado rehusara llevar las mercancías enemigas que estén en su buque, hasta que los que las hayan tomado se encuentren en sitio seguro, a pesar de la orden que el almirante le dé, este puede echarlo a pique, o hacerlo echar, si lo quiere, cuidando solamente de salvar las personas que tripulen el buque; y ninguna autoridad puede pedirle cuenta, cualquiera que sean las demandas y quejas que se le hagan. Pero es necesario saber que todo el cargamento de ese buque o la mayor parte pertenezca a enemigos.

Si el buque pertenece a enemigos, y su cargamento a amigos, los mercaderes que se encuentren en él y a quienes el cargamento pertenezca en su totalidad o en parte, deben ponerse de acuerdo con el almirante para rescatar, por un precio conveniente y como les sea posible, ese buque que es buena presa; y el almirante debe ofrecerles una compensación o un arreglo razonable, sin hacerles soportar ninguna injusticia. Pero si los negociantes no quieren hacer un arreglo con el almirante, este tiene el derecho de tripular el buque, y enviarlo al lugar donde el mismo habrá armado, y los negociantes estarán obligados a pagar el flete de ese buque, lo mismo que si hubiese llevado su cargamento al lugar al cual estaba destinado, y nada más.

Si por algún accidente las mercaderías experimentan cualquier lesión en razón de la violencia que el almirante les haya hecho, este no debe ser responsable, desde que ellos no han querido arreglarse con él para el rescate del buque que era buena presa; y aún hay otra razón, y es que frecuentemente el buque vale más que las mercancías que conduce.

Pero sin embargo, si los negociantes han manifestado el deseo de hacer un arreglo, como se ha dicho anteriormente, y el almirante se ha rehusado por orgullo o por espíritu de jactancia, y, como se ha dicho, conduce con los negociantes el cargamento al cual no tiene ningún derecho, estos no están obligados a pagarle flete alguno ni en su totalidad ni en parte; y por el contrario, es el almirante el obligado a resarcirles todos los perjuicios que experimenten, o que tengan posibilidad de experimentar por consecuencia de esa violencia.

Pero cuando el buque armado se encuentre con el buque capturado en un lugar donde los negociantes no puedan realizar el arreglo que hayan hecho, si esos negociantes son hombres conocidos y tales que no haya nada que temer de la falta de cumplimiento del arreglo hecho con ellos, el almirante no debe violentarlos; y si los violentase, está obligado a pagarles los perjuicios que sufran; pero si acontece que los negociantes no son personas conocidas, o no pueden pagar el rescate, el almirante puede proceder como se ha dicho»

Resulta pues de los artículos que acabamos de citar, que, según el uso de los pueblos marítimos del mediodía de Europa, en la época en que esta compilación fue redactada, las máximas siguientes fueron establecidas como leyes para reglamentar la guerra marítima:

1º Las mercancías pertenecientes a un enemigo, y cargadas en un buque amigo, estarán sujetas a ser capturadas y confiscadas como presa de guerra.

2o En ese caso el capitán de un buque neutro deberá ser pagado por el flete de las mercaderías confiscadas, como si las hubiese trasportado al puerto de su destino primitivo.

3º Que las mercancías pertenecientes a un amigo, cargadas en un buque enemigo, no estar sujetas a confiscación.

4º Que los captores que hubiesen apresado el buque enemigo, y que lo hubiesen llevado a un puerto de su país, deben ser pagados por el flete de las mercaderías neutras, como si las hubiesen trasportado al puerto de su destino primitivo.

Los capítulos del Consulado de la Mar relativos al derecho de presas estaban destinados a reglamentar las asociaciones de buques mercantes armados, que navegaban reunidos para defenderse mutuamente contra los enemigos públicos y los piratas, y estaban al mismo tiempo autorizados a capturar los buques y mercaderías enemigas. Pero en ninguna parte se hace mención de una comisión especial del soberano de los apresadores, o de un procedimiento cualquiera para determinar la validez de las presas hechas por ellos, con el fin de autorizarlos o apropiarse el botín adquirido de esa manera. El reglamento más antiguo que exige una comisión tal, y que ordena un procedimiento formal para la adjudicación de las capturas hechas según su autoridad, por los tribunales marítimos del país de los armadores, es el que se encuentra en las ordenanzas de Carlos VI, rey de Francia, en el año de 1400, y repetido después en muchas ordenanzas del siglo diez y seis. Las ordenanzas y los tratados marítimos de la Inglaterra, de la misma época, suponen evidentemente la necesidad de una comisión o de cartas de marca del soberano acordadas por su almirante, como esenciales para validar las presas hechas en el mar, y establecer las reglas para la adjudicación de ellas ante sus tenientes o diputados, como en Francia. Un acto del parlamento de Inglaterra de 1414 ordena a todos los armadores que hubiesen tomado cualquier buque o mercaderías del enemigo, conducir sus presas a un puerto del reino, para ser allí juzgadas por los tribunales competentes, bajo pena de confiscación. La ordenanza del almirantazgo de los Países Bajos de 1487, bajo el reinado del emperador Maximiliano, exigía una comisión del almirante, como indispensablemente necesaria para autorizar las capturas en mar, y obligaba a los capitanes de los corsarios a prestar juramento de no cometer robos contra los aliados o amigos. Durante la guerra de la independencia de Holanda contra España, el conde de Leicester, gobernador de las provincias sublevadas, hizo introducir en 1586 el reglamento ya establecido en Francia y en Inglaterra, por el cual los buques capturados en el mar debían ser conducidos al puerto más inmediato para ser allí juzgados. Los estados generales han confirmado esta ordenanza en 1597, exigiendo de los armadores una garantía por las violencias que pudieran cometerse contra los nacionales o aliados.

Según los reglamentos del Consulado, al contrario, el juicio de presas es pronunciado en alta mar, por la sola autoridad del almirante comandante de la flota o del buque armado, según los papeles de bordo, y si no los hubiese, según el juramento decisivo de los reclamantes. Puede aún echarse a pique el buque neutro cuyo capitán rehúse trasportar a un lugar de seguridad las mercaderías enemigas cargadas en él. En cuanto a los otros incidentes de la presa, los redactores del Consulado se contenían con sentar las reglas según las cuales esos incidentes deben decidirse, sin indicar el tribunal ante el cual los reclamantes deben elevar sus quejas, en caso de abuso de fuerza o actos de violencia de parte de los captores. Con todo, es probable que esos casos fuesen del resorte de los tribunales consulares establecidos en todos los puertos del Mediterráneo para juzgar las causas marítimas, o bien que ellos debían ser decididos por el juicio de los prohombres de los lugares donde el buque debiese ser conducido, como está prescrito en el capítulo 290 del Consulado, concerniente a las represas.

Para explicar mejor el origen de esta legislación destinada a regularizar las operaciones de la guerra marítima, es necesario recordar que la independencia personal de la antigua Germania subsistía todavía entre sus descendientes en medio de la anarquía feudal de la Edad Media. Cada individuo vengaba sus propias injurias contra aquel que le había ofendido sin recurrir a la autoridad de las leyes, pues se ignoraba entonces el principio de que la guerra es un derecho peculiar al soberano. Las represalias eran ejercidas por la sola voluntad del individuo perjudicado, aun en tiempo de paz, no solamente contra la persona y los bienes del ofensor, sino también contra todas las personas y los bienes de la nación. La anarquía que durante algunos siglos redujo a cada uno a hacerse justicia, que sirvió de pretexto a las guerras privadas, y cohonestó los salteamientos de toda especie, casi había cesado para negocios terrestres en el siglo doce. La naturaleza de las cosas debía dejarla subsistir más largo tiempo en mar. Era necesario grandes progresos en la civilización y una especie de convención entre todos los Estados, para garantir la seguridad de los navegantes. En los siglos doce y trece, y aun largo tiempo después, un buque ricamente cargado no estaba jamás al abrigo de los ataques de los piratas.

Rara vez se podía obtener justicia de los gobiernos, que tan pronto temían a esos culpables, como eran sus cómplices. La ausencia de una policía regular daba a esos ladrones la facilidad de encontrar asilos; países enteros estaban algunas veces ocupados por ellos, como lo estaban todavía muy recientemente las costas berberiscas, y la necesidad de poner fin a esos desórdenes había decidido a varias ciudades del Mediterráneo a formar coaliciones, como se formaron en el Báltico para lograr el mismo objeto. En tanto que los mares estaban cubiertos de piratas, un buque mercante no podía aventurarse solo a un largo viaje, por muy armado que fuese. Se asociaban para navegar en conserva, y se escogía un jefe que después se llamaba almirante. Se convino en repartir el botín que se hiciera defendiéndose contra los piratas y enemigos. Esas asociaciones no se limitaban siempre a la defensiva; también se asociaron con el designio principal de dañar al enemigo y a los piratas, sin cuidarse de dar una forma legal a esas expediciones. En un tiempo en que los gobiernos no mantenían fuerzas marítimas permanentes, en que los buques empleados en sus expediciones navales eran pedidos, fletados o comprados para la necesidad del momento, era muy natural que, desde que la guerra se manifestaba, cada Estado llamase a sus súbditos en su socorro, constituyéndolos auxiliares de sus escuadras. De esto se han visto varios ejemplos en la historia de las guerras de las repúblicas de Italia entre sí, o contra el imperio de Oriente; las luchas largas y sangrientas que subsistieron casi sin interrupción entre Francia e Inglaterra, suministran otros numerosos.

Cuando los agravios de un Estado contra otro no eran de naturaleza capaz de hacer estallar la guerra, se recurría a otro derecho que no era todavía más que un género de guerra privada. El que se pretendía perjudicado por un habitante de otro país, obtenía de los magistrados del suyo la autorización de embargar en todas partes donde él pudiera las propiedades pertenecientes a cualquier súbdito del Estado a que el agresor pertenecía. La mayor parte de los estatutos municipales de los siglos trece y catorce atestiguan este uso. Esa ley de represalias no estaba solamente establecida en las ciudades marítimas; existía en las ciudades interiores de la Italia y de la Alemania. Si, por ejemplo, un ciudadano de Módena era robado por un Bolones, se quejaba a los magistrados de su ciudad, que pedían justicia a los magistrados de Bolonia. Si esta demanda no era acogida, se daba al querellante carta de represalia para saquear el territorio de Bolonia, hasta que hubiese obtenido por la venta del botín una completa indemnización. Los tratados fijaban algunas veces un plazo para hacer justicia a los reclamantes con el fin de evitar las precipitadas represalias. Ya en una multitud de tratados de paz y de treguas del siglo trece, se había estipulado que los súbditos no podrían ejercer represalias sino después de haberse dirigido a los conservadores de paz establecidos a ese efecto, y después de haber esperado vanamente de ellos la reparación de sus agravios en un término fijo. En el siglo catorce se comenzó por obligarlos a obtener previamente de los conservadores un permiso mediante las cartas de represalias y patentes de corso.

Las cartas de represalia daban el derecho de apoderarse de los bienes extranjeros en el circuito de la jurisdicción del soberano que las acordaba. Las cartas de marca, — marque (de la vieja palabra marche, que significaba límite), — autorizaban a secuestrarlos fuera de los límites del territorio. Sin embargo, se han confundido más tarde esas dos expresiones y se sirven hoy indistintamente de ellas para designar lo uno y lo otro.

Desde luego en Francia se principió por conferir a los gobernadores de provincia y a los parlamentos el derecho de acordar las cartas de marca y de represalia. En seguida los Estados del reino en asamblea en Tours, habiendo hecho representaciones al rey sobre la necesidad de usar de grandes precauciones a este respecto, Carlos VIII por un edicto de 1485 reservó solo al rey el derecho de acordar las cartas de represalia, a que no podían, decían los estados generales, ser acordadas “sin gran consejo y conocimiento de causa y sin las solemnidades de derecho requeridas en tales casos”. En Inglaterra, ya la carta magna del año 1215 aseguraba a los negociantes extranjeros la libertad de la entrada, de la permanencia y de la salida del reino, no exceptuando más que el único caso de una guerra declarada. Un acto del parlamento del año 1353 dice, que los bienes de un mercader extranjero no serán secuestrados por los crímenes o deudas de otro, a no ser en el caso en que algunos señores extranjeros, con motivo de haber causado perjuicios a súbditos ingleses, se negasen a dar satisfacción después de haber sido debidamente requeridos para ello; “teniendo el rey el derecho de marca y represalia como ha sido uso en el pasado”. El mismo recurso al soberano antes de ejercer las represalias estaba estipulado en un gran número de tratados de la misma época. Se encuentran diplomas del siglo doce, en que se trata del derecho de marche; pero ahí, ese derecho no significaba más que la facultad de secuestrar de autoridad privada los bienes de aquellos contra los cuales Labia reclamos, y aun sus personas. Se encuentran otros ejemplos al fin del siglo trece de súbditos solicitando del soberano cartas de marca. Pero parece que solo fue en el siglo catorce cuando se estableció el uso de considerar necesaria la obligación de proveerse de tales cartas de marca; también solo fue en esa época cuando se hizo mención de ellas en los tratados. Así es que en una ordenanza de Felipe el Hermoso de 1313, que se refiere al tratado con el rey de Aragón, se dice que antes de servirse del derecho de marca, deberá precederle la requisición amigable. En un acto publicado por Rymer, Eduardo III de Inglaterra hace observaciones contra las cartas de marca acordadas por el rey de Aragón a un tal Berenger de la Tone, que había sido robado por un corsario inglés, diciendo que desde que el rey de Inglaterra había estado siempre pronto a hacer justicia al querellante, le parecía, lo mismo que a los hombres prudentes y sabios que había consultado, que no había lugar a acordar las cartas de marca o represalia contra sus bienes o contra los de sus súbditos.

El derecho de represalias era un resto del antiguo Fehderecht, y podía ser ejercido no solamente en el caso de injuria hecha a la persona o a la propiedad de un súbdito extranjero, sino también para obligar al pago de una deuda. En algunos países se habían llevado las consecuencias de este principió hasta hacer a todos los comerciantes de un Estado solidarios de las deudas de sus compatriotas.

 

GUIÓN DE LA MAR

 

Muchos siglos separan la publicación del Consulado de la mar de la redacción del Guion de la mar. Eu esa última época, los principios del derecho marítimo privado estaban fijados tal cual se observan ahora. El redactor del Guion de la mar concibió y ejecutó hábilmente el proyecto de reunir en un cuerpo de doctrinas lo que había aprendido por su experiencia y sus estudios. Se ocupó principalmente del contrato de seguros, cuyo uso, mucho más moderno que el de los otros contratos marítimos, merecía efectivamente una atención especial. Sin embargo, ese contrato no es el único objeto de que se haya ocupado el redactor; habla de casi todos los contratos marítimos. Los capítulos VI y XI tratan de las presas y de los rescates, y el capítulo X de las represalias y de las cartas de marca.

M. Pardessus supone que el Guión de la mar ha sido redactado en Francia hacia fines del siglo diez y seis. El nombre del redactor es desconocido, pero es incontestable que es la producción de un particular. No debe ser considerado como una ley positiva, ni aun como una costumbre redactada con la intervención o la aprobación de la autoridad pública; no obstante, casi todas las decisiones del Guion de la mar, concernientes a los contratos marítimos, han sido adoptadas y convertidas en ley por la ordenanza de la marina de Luis XIV de 1681, y en seguida por el código de comercio actual de la Francia.

Las disposiciones de la ordenanza de 1681 relativas a las cartas de marca o de represalias en tiempo de paz, no son más que la reproducción casi literal de las del Guion de la mar sobre el mismo asunto. Esa antigua colección de los usos y costumbres de la mar se expresa así sobre esta materia:

«Cartas de marca o de represalias se conceden por el rey, príncipe, potentados o señores soberanos en sus tierras, cuando, excepto el hecho de guerra, los súbditos de diversas obediencias han robado, destruidos los unos a los otros, y que por vía de justicia ordinaria derecho no es hecho a los interesados, o que por contemporización o dilación la justicia les es denegada.

Porque, como el señor soberano, irritado contra otro príncipe, su vecino, por su heraldo o embajador pide satisfacción de todo lo que él pretende habérsele hecho, si la ofensa no es multada, procede por vía de las armas; también a sus súbditos quejosos, si no es administrada justicia, hacen sus agravios, manda sus embajadores que residen en corte con sus majestades, dándoles tiempo para avisar a sus amos. Si por después, restitución o satisfacción no es hecha por derecho común a todas las naciones, de sus plenos poderes y propio movimiento conceden cartas de marca, conteniendo licencia de aprehender, secuestrar, por fuerza o de otro modo, los bienes y mercaderías de los súbditos de aquel que ha tolerado o pasado en silencio el primer agravio; y como ese derecho es de poder absoluto, también no se comunica ni delega a los gobernadores de las provincias, ciudades, almirantes, vicealmirantes u otros magistrados.

Ellas se conceden a los naturales, súbditos y regnícolas por cosa robada, depredada, detenida o arrestada por fuerza, perteneciendo a ellos, aun por beneficio del príncipe, a los extranjeros naturalizados, o a los que tienen derecho de vecindad, por causas semejantes a las de arriba.

El uso más frecuente se practica en favor de los negociantes robados en el mar, traficando en país extranjero, los cuales, en virtud de ella, encuentran por mar algunos buques de súbditos de aquel que ha tolerado la primera presa, lo abordan si ellos son los más fuertes, y hacen efectivas sus represalias.

Y por los grandes abusos que se cometen en dichas cartas, dos restricciones serán requeridas: la primera, que verdadera estimación fuese hecha en principal e intereses de lo que ha sido robado, del mismo modo que si en juicio contradictorio el impetrante hubiese obtenido efecto en causa, y que la suma fuese designada en dichas cartas o agregada a ellas, a fin de que habiendo hecho represa, la estimación fuese hecha en el primer puerto de su desembarco (llamado el substituto del procurador del rey) del valor de la presa, y los derechos reales o de almirantazgo levantados, lo que resta fuese endosado a las dichas cartas, y que cierto tiempo fuese limitado fuera del cual ellas serán prescritas.

Del mismo modo, como puede haberse hecho injusticia en tierra firme por detención o secuestro por fuerza, en casos semejantes, Su Majestad concede cartas de marca, para ser arrestados y secuestrados los bienes y mercaderías de los otros en la parte donde ellas se encontrasen.

Así, si por hacer conocer falsamente la cosa conocida, las cartas fuesen impetradas, ellas serán revocadas; y si el impetrante las ha llevado a efecto, debe ser condenado al cuádruplo por el temerario procedimiento : lo que ha sido necesario deducir por ser el uso de dichas cartas de gran consecuencia entre los negociantes, de que resultan grandes diferencias, tanto para sus presas, embargos y gastos de buques, como para los aseguradores»

Sería casi inútil hacer notar que el electo de una declaración de guerra, durante la edad media, era sujetar a confiscación todo cuanto poseían los súbditos de las potencias enemigas, si no fuese para añadir que la ciudad de Marsella dio el primer ejemplo de la abolición de esa injusticia. La gran carta de Inglaterra también prescribía que, en caso de guerra, los negociantes extranjeros debían ser retenidos y tratados de la misma manera que los negociantes ingleses lo fuesen en país enemigo. La confederación de las ciudades hanseáticas había estipulado igualmente con muchos príncipes del Norte que, en caso de guerra, debía acordarse cierto tiempo a sus ciudadanos residentes y traficantes en los territorios de aquellos príncipes, para retirarse con sus efectos.

De esta manera se introdujo una especie de derecho de gentes marítimo que tendía a suprimir los desórdenes y las irregularidades que habían existido anteriormente. Había enemigos; tratabas de dañarlos apoderándose de sus propiedades: las potencias eran neutrales; un acto de hostilidad podía hacerlos enemigos; sus buques debían ser respetados. Pero el interés de los lucros llevaba algunas veces a los neutrales y aun a los amigos a encargarse de mercancías que los súbditos de una de las potencias beligerantes temían exponer a la captura. Frecuentemente también los súbditos de una potencia amiga o neutral cargaban sus mercancías a bordo de los buques de una potencia beligerante. Para conciliar el derecho de la guerra contra el enemigo con el respeto debido a los amigos y a los neutrales, se adoptó muy generalmente la regla que la calidad de buque enemigo no autorizaría a la captura de las mercancías amigas o neutrales que se encontrasen a bordo, y recíprocamente; que la mercancía enemiga era buena presa, aunque ella fuese encontrada en un buque amigo. Hemos visto ya que tal fue la regla del Consulado de la mar, y esos mismos principios se encuentran reconocidos en un tratado entre la ciudad de Pisa y la de Arles en 1221; en dos tratados de Eduardo III, rey de Inglaterra, con las ciudades marítimas de Vizcaya y de Castilla de 1351, y con las ciudades de Portugal de 1353, y en el tratado entre Eduardo IV, rey de Inglaterra, y Maximiliano y María, duques de Borgoña, de 1478.

Se ve que este sistema, del cual el derecho de visita, objeto de tantas discusiones modernas, era una consecuencia evidente, no ha experimentado contradicciones desde el siglo doce al quince inclusive, excepto en los casos siguientes:

1º Por el tratado de 1468 entre Eduardo IV, rey de Inglaterra, y Francisco, duque de Bretaña, se estipuló recíprocamente que las mercancías pertenecientes a los súbditos de los dos Estados y cargadas a bordo de buques enemigos serian buena presa.

2º La liga hanseática, que aprovechaba todas las circunstancias para obtener, ya fuese por fuerza, ya por prudentes negociaciones de parte de los otros Estados marítimos, un derecho de neutralidad favorable a sus intereses de comercio y navegación, cuya reciprocidad no acordaba ni reconocía siempre a su respecto, se aseguraba por tratados la libre navegación a los puertos de las potencias beligerantes con los cuales permanecía en paz; pero mientras estaba comprometida en una guerra, prohibía todo comerció entre los neutrales y el país enemigo, no solamente de las mercaderías consideradas como contrabando, tales como las armas y municiones de boca, sino que a menudo extendía esta prohibición a toda clase de mercancías.

Salvo estas dos excepciones, se puede afirmar que la libertad de los buques neutrales así como de las mercancías neutras cargadas en buques enemigos, era reconocida generalmente durante la edad media, mientras que las mercancías enemigas eran hechas buena presa, cualquiera que fuese la embarcación en que estuviesen cargadas. Se puede igualmente afirmar que antes del siglo diez y siete no hay ejemplo de tratado o de ordenanza que haga libres las mercaderías enemigas cargadas a bordo de un buque neutral, o en otros términos, que consagre la máxima que el pabellón cubre la mercancía. Ni tampoco hay ejemplo antes del siglo diez y seis de ordenanza de ninguna potencia beligerante que haya adoptado la máxima que la robe d'ennemi confisque celle d'ami, y que haya decretado la confiscación de mercancías neutrales cargadas en buque enemigo, o aun las de buques neutrales cargados de mercancías enemigas.

El mismo principió antisocial observado entre los pueblos de la antigüedad, que miraban a los extranjeros como enemigos, y que les rehusaban, a falta de un pacto especial, todo derecho de protección en el territorio de otro soberano, subsistía todavía en la edad media entre las naciones cristianas de Europa. Según ese principio, los extranjeros estaban excluidos de todo derecho de sucesión a los bienes situados en el territorio de otro Estado; no podían legar sus propios bienes situados en otro país, y aun eran confiscados en provecho del soberano del país cuando morían en su territorio. El derecho del fisco que existía entonces en todo su rigor, ha sido después abolido gradualmente entre las naciones más civilizadas.

El derecho que se había introducido en la época de que hablamos, de confiscar los restos de los buques naufragados, las mercancías que los temporales arrojaban sobre la costa, y algunas veces aun de esclavizar los náufragos, ha tomado su origen del mismo principio bárbaro. Siendo los propietarios extranjeros considerados como destituidos del derecho de protección de parte del soberano del país, se deducía que sus bienes podían ser confiscados por él, o por el señor feudal a quien el soberano había concedido sus derechos. La legislación de los emperadores romanos sobre esta materia, igualmente conforme a la justicia y a la humanidad, había caído en todas partes en desuso. Se ve por la multiplicidad de leyes hechas en el siglo doce para abrogar ese uso bárbaro, cuán general era; y el gran número de privilegios particulares que los soberanos acordaban, prueba todavía que esas leyes eran mal observadas.

Desde el siglo sexto, el código de los Visigodos disponía castigar severamente a cualquiera que robase a los náufragos; sin embargo, el uso de confiscar sus efectos y los restos de sus buques existía todavía en 1068 en Cataluña, en donde el código visigodo era la ley común; puesto que la costumbre nombrada Usatici, dada a la ciudad de Barcelona por Raimundo Berenguer, tendía a abolir esa confiscación. Esta costumbre no parece haber sido practicada, puesto que Jaime I en 1343 y Alfonso III en 1286 se vieron obligados a renovar sus disposiciones.

En la época en que el gran Teodorico reinaba en una parte de la Alemania y de la Italia, proclamó principios conformes a los de la legislación romana. El concilio de Letrán había excomulgado en 1079 a los que expoliaban los náufragos, y desde 1172 una constitución imperial de Federico II contenía la misma regla. Sin duda esas leyes no fueron ejecutadas, pues que una nueva constitución imperial se hizo necesaria en 1221. Esta ley cayó también en desuso, y en todos los países donde habría debido extender su influencia, el fisco o los habitantes de las costas continuaban apropiándose los objetos naufragados.

Las constituciones del reino de Sicilia de 1213 habían dictado penas contra los que se apoderasen de los efectos arrojados a la costa por los temporales, y ordenaban que esos objetos fuesen devueltos a sus propietarios. Se ve, sin embargo, que en 1270, fundándose Carlos de Anjou en leyes más antiguas, ejerció el derecho de confiscación aun contra los buques cruzados. Su infortunado competidor, Conradin, el último de los Hohenstauffen, había hecho con la república de Siena en 1268 un tratado por el cual renunciaba al derecho de naufragio.

Las mismas contradicciones se observan en las legislaciones de las repúblicas de Italia. Un estatuto de Venecia de 1232 prohibía el apoderarse de los bienes de los náufragos, a cualquier nación que perteneciesen, y castigaba a los que habiéndolos tomado, no los entregasen en el término de tres días a sus propietarios. Sin embargo, esa misma república hacía con S. Luis, rey de Francia, un tratado para la abolición respectiva del derecho de naufragio en ambos Estados; y aun en 1434 los magistrados de Barcelona estaban obligados todavía a negociar con los de Venecia la concesión del mismo favor.

En Francia la voz de la religión y la prudencia de S. Luis intentaron poner un término a esa horrible injusticia.

Sin embargo, una ordenanza de 1277 prueba que el rey ejercía ese derecho en sus dominios, pues que exoneraba especialmente a algunos extranjeros. Existía todavía al principio del siglo doce en el Ponthieu, en las costas septentrionales de la Francia, y no fue abolido hasta 1191. Este abuso subsistía aun en esa provincia en 1315. Una ordenanza de esa fecha, monumento muy curioso de legislación porque prescribía la promulgación y la ejecución en ese reino de la constitución imperial de 1221, aseguró de nuevo a los náufragos la protección real. Hay alguna probabilidad de que la ciudad de Marsella no toleraba esa injusticia en el territorio sometido a sus magistrados, pues que en 1219 hizo con el conde de Empuñas un tratado por el cual este príncipe renunció en favor de los Marselleses el derecho de naufragio, mediante algunas ventajas que recibió en retribución. Si el uso de confiscar los efectos de los náufragos hubiese estado en vigor en Marsella, la devolución habría sido recíproca, y del hecho no se encuentran rastros en los estatutos de esta ciudad. En Inglaterra, Eduardo el Confesor había declarado la abolición del derecho de naufragio desde el siglo once. Los reyes anglo-normandos Enrique I, Enrique II y Ricardo I renovaron esas disposiciones; pero se puede citar, como prueba que esas leyes no fueron ejecutadas, los tratados por los cuales los soberanos de Inglaterra acordaban a los comerciantes extranjeros que querían favorecer, el estar exentos de la confiscación por naufragio, conocido bajo el nombre de wreck. Sin embargo, el rigor del uso antiguo se modificó bajo Enrique I; se ordenó entonces que si se salvaba alguna persona, y aun algún animal vivo del buque naufragado, no tendría lugar el derecho de confiscación. En fin, por el acta del parlamento de Eduardo III, capítulo 13, se dispuso que si el buque pereciese mientras que las mercaderías de su cargamento eran conducidas a tierra, estas debían ser entregadas a los propietarios, mediante una indemnización razonable por el salvamento.

Las constituciones imperiales que hemos citado ya y una ley especial para la Alemania de 1195 no impidieron que la confiscación de los efectos naufragados dejase de estar vigente en ese país, pues un gran número de actas del siglo trece conceden gracia a muchas ciudades.

La liga hanseática fue la primera entre los Estados del Norte de la Europa que redujo el antiguo derecho de confiscación, en caso de naufragio, a una simple percepción por el salvamento de los efectos naufragados. Ella estipuló al mismo tiempo, por tratados en favor de sus ciudadanos, el derecho de reclamar la restitución, en el año y un día, de esos efectos, aunque alguna persona a animal no se hubiese salvado del buque naufragado. Este ejemplo fue seguido por varios Estados en las costas de la Baja Germania, de la Frisia y de los Países Bajos. Sin embargo, o esas medidas equitativas no estaban generalmente establecidas, o no eran aplicadas a todos los pueblos indiferentemente, pues que documentos del siglo catorce atestiguan que los privilegios o tratados eran todavía necesarios para obtener la abolición de la confiscación de los efectos naufragados. El uso establecido de apoderarse, sea en provecho de los habitantes de la costa, o en el del fisco, sobrevivió a todas esas disposiciones prudentes y humanas. Aun es bastante notable que en las costas de Prusia se imaginaban que este derecho bárbaro, extendido hasta el punto de esclavizar las personas, estaba fundado en la legislación rodiana. En algunos países se había llevado el abuso hasta fingir naufragios en tierra, y a confiscar por analogía los objetos que un accidente alcanzaba en viaje, como esos que produce la tempestad. Los juzgados (baillis) del arzobispado de Bremen fueron excomulgados por el papa Gregorio XI en 1375, siempre que no renunciasen el ejercicio del derecho de naufragio en esa parte de las costas del mar del Norte. En el mismo siglo diez y siete los duques de Lauenberg se vanagloriaban de su moderación al reducir el derecho de confiscación a un tercio de las mercancías salvadas.

El derecho no era más fijo y la equidad mejor respetada en Oriente. Las Basílicas, que formaban la legislación general, protegían los náufragos: sin embargo, los habitantes de la costa conservaban el uso de apoderarse de sus efectos, y era necesario guardias armadas para ponerlos al abrigo de ese pillaje. El capítulo 46X de l’Assise des bourgeois de Jérusalem no llevó a ese país más que la mitad del remedio al abuso, restringiendo la confiscación a una parte del buque naufragado.

Causa menos sorpresa el ver a los musulmanes usar de este derecho para con los cristianos, y recíprocamente estos ejercerlo contra los musulmanes. Era la consecuencia del estado de hostilidad entre esos pueblos; varios tratados del siglo trece contienen estipulaciones cuyo objeto es hacerse gracia respectivamente.

Hemos visto ya que la costumbre de muchos países marítimos de la edad media era que todo extranjero arrojado a la costa por un temporal, en lugar de ser socorrido humanamente, fuese preso y puesto a rescate. Se puede citar un memorable ejemplo de este uso en el caso de Harold, hijo de Godwin, que yendo a Normandía en 1065, fue llevado por el viento hacia la embocadura del Somme en las tierras de Guy, conde de Ponthieu. Harold y sus compañeros de viaje sufrieron esa ley rigorosa; después de haber sido saqueados, fueron encerrados por el señor del lugar en una de sus fortalezas. Guillermo, duque de Normandía, reclamó de su vecino el conde de Ponthieu la libertad del cautivo, desde luego con simples amenazas, sin hablar absolutamente de rescate. El conde de Ponthieu fue sordo a las amenazas, y solo cedió a la oferta de una grande suma de dinero y de una excelente propiedad. De esta manera el duque tuvo en su poder al hijo de Godwin, y le hizo jurar sobre las reliquias de los santos que le ayudaría a obtener el reino de Inglaterra después de la muerte de Eduardo. También se recordará el ejemplo de Ricardo Corazón de León, que volviendo de las cruzadas para su reino, naufragó sobre las costas del Adriático, y queriendo enseguida pasar por el territorio del duque de Austria, fue encarcelado por este último, vendido al emperador Enrique VI, y rescatado por sus vasallos mediante una inmensa suma de dinero. En 1406 Roberto, rey de Escocia, envió su hijo y heredero presuntivo a Francia para educarse. El joven príncipe, viajando a lo largo de las costas de Inglaterra, tuvo la imprudencia de desembarcar para descansar de las fatigas de la mar. Fue hecho prisionero en plena paz y detenido durante diez y ocho años por Enrique IV de Inglaterra, y no fue por último puesto en libertad sino pagando un rescate de cuarenta mil marcos, y jurando que conservaría la paz entre los dos reinos. Se podrían citar otros ejemplos de semejantes actos de violencia, pero estos son suficientes para probar que el privilegio de exterritorialidad, atribuido por el derecho de gentes moderno a la persona de un soberano al pasar por el territorio de otro, era desconocido en esa época. Era necesario nada menos que un salvoconducto o un pacto especial para garantir, aun a los simples individuos que viajaban en países extranjeros, del saqueo y de la prisión. El comercio encontraba las trabas más desalentadoras en esos usos. Era menester, como en Oriente, reunirse en caravanas para viajar en Europa. Las vejaciones no eran menos frecuentes entre los cristianos que entre los infieles. Los señores, no contentos con establecer arbitrariamente celadas en sus tierras, corrían el país para exigir rescate y robar a los viajeros. Era menester a cada instante rescatarse de la avaricia de aquel cuya torre dominaba un desfiladero o el pasaje de un rio. La poderosa liga de las ciudades hanseáticas, que se extendió sobre las costas y todas las riberas del mar del Norte y del Báltico, desde el Escalda hasta la Livonia, contribuyó desde luego a hacer abolir esos usos bárbaros, obteniendo privilegios en favor de sus propios ciudadanos, privilegios que fueron convertidos muy pronto en inmunidades generales. “Esa liga no era solamente un sistema de Estados confederados; era una verdadera soberanía internacional, que trataba de igual a igual con las testas coronadas, y obtenía en Rusia, en los tres reinos de la Escandinavia, en los Países Bajos y en Inglaterra, para sus factorías y sus negociantes, privilegios por medio de los cuales estaban casi independientes de la jurisdicción del país”. Si la institución de esa famosa confederación fue dirigida con el objeto del monopolio y del interés comercial, es necesario confesar que contribuyó, aun buscando ese fin, a los progresos de la civilización por la abolición de la piratería, del derecho de naufragio y del fisco (aubaine), de las vejaciones y de otros actos de violencia tolerados o ejercidos por los príncipes feudales de esa época. Fueron acordadas a esa asociación reformas en las relaciones entonces subsistentes entre los Estados del Norte, que ni el poder religioso de los papas ni el poder temporal de los emperadores había podido obtener, disponiendo de los recursos navales de esa parte de la Europa. Si ella no adoptó el sistema del derecho de gentes marítimo, favorable a la libertad del comercio y de la navegación de los neutrales, consagrado por los usos de los Estados del Mediterráneo, es porque se encontraba en la necesidad de mantener su preponderancia marítima prohibiendo todo comercio con sus enemigos, mientras que la posición de los Estados comerciantes del Mediodía los obligaba a cuidar los intereses de sus vecinos, que podían bien hacerse enemigos formidables. El sistema del Consulado de la mar ha sido modificado frecuentemente por tratados, y más aún por el uso y la fuerza, según las fluctuaciones de la política y del interés de los diversos Estados que los obligaban a extender o limitar los derechos de la guerra.

 

LA PAZ DE WESTFALIA