HISTORIA
DE LOS PROGRESOS DEL DERECHO DE GENTES EN EUROPA Y AMÉRICA DESDE
LA PAZ DE WESTFALIA HASTA EL AÑO 1860 POR ENRIQUE
WHEATON INTRODUCCIÓN PROGRESO
DEL DERECHO DE GENTES EN EUROPA DESDE LOS GRIEGOS A LA PAZ DE WESTFALIA Las
leyes y costumbres que determinaban las relaciones de las naciones
europeas antes que el cristianismo hubiese dado al mundo nuevas luces,
estaban todas fundadas en las preocupaciones que quieren que las diferentes
razas de hombres sean consideradas entre sí como enemigos naturales.
Entre los Griegos y los Romanos se consideraban los términos de extranjero,
de bárbaro y de enemigo, como sinónimos. Los extranjeros quedaban
reducidos a la esclavitud desde el momento en que pasaban sus fronteras
y tocaban las de otro pueblo. Cuando se hacían excepciones a esta
costumbre antisocial, ellas solo tenían lugar en virtud de un pacto
positivo entre dos o varias naciones; y aunque, según el derecho romano,
en su último desarrollo, los habitantes de un país con el cual no
existían relaciones de amistad o de hospitalidad, no fuesen precisamente
considerados como enemigos, hostes, podían sin
embargo, según las leyes, ser reducidos a esclavitud, y sus bienes
confiscados, si se encontraban en el territorio romano. Durante
los tiempos heroicos de Grecia, la piratería era ejercida generalmente,
y en el tiempo mismo de Solón, los Focios
estaban obligados, a causa de la esterilidad de su suelo natal, a
errar sobre el mar en calidad de piratas; «lo que, según un historiador
antiguo, era entonces considerado como una profesión honorable». Solón
toleró, aunque imponiéndoles ciertos reglamentos, las asociaciones
de piratas que un uso antiguo había establecido. — Los Etruscos, a
quienes los Romanos tomaron sus artes y sus instituciones, eran piratas
reconocidos y cometían en el mar Mediterráneo toda clase de depredaciones.
Polibio refiere, en fin, que los Romanos impusieron a los Cartagineses,
como condición de paz, el no navegar más allá del cabo Pélore, fuese para comerciar, o fuese para la piratería. La
extrema barbarie de las costumbres de los Griegos
de la edad heroica en tiempo de guerra está atestiguada por Homero
en sus dos grandes poemas, que, cualquiera que sea la opinión que
se adopte relativamente a su origen, deben sin embargo ser considerados
como un cuadro fiel de las costumbres de aquellos tiempos lejanos. En
una batalla no se daba jamás cuartel, a menos que no fuese en vista
del rescate que se pudiese obtener por los prisioneros. No se contentaban
con privar a un enemigo de la vida, y de arrebatarle sus armas; su
cuerpo, despojado de toda vestidura, se hacía el objeto de una lucha
violenta entre los combatientes, y si caía en poder del partido enemigo,
se le privaba de sepultura y se le exponía a las aves de rapiña; muchas veces aún se iba hasta
el extremo de degradarlos por las más horribles mutilaciones. Es verdad
que únicamente los jefes estaban expuestos a un tratamiento tan cruel;
ordinariamente se acordaba un armisticio a los vencidos, para darles
el tiempo de enterrar sus muertos. Sin embargo, es necesario no considerar
como consecuencia de una venganza particular los insultos hechos por
Aquiles al cuerpo de Héctor, pues el mismo Héctor quiso hacer otro
tanto con el de Patroclo; y aun se cita como una demostración singular
de respeto de parte de Aquiles por Aecio,
cuya capital había destruido, que después de haberle muerto, se abstuvo
de despojar sus restos, y aun le acordó los honores de la sepultura.
Cuando una ciudad era tomada, los templos de los dioses servían a
menudo de asilo contra el enemigo. Así Marón, sacerdote de Apolo,
fue salvado con toda su familia en medio de la ruina general en que
Ulises había sumergido a los Cyconios de
Ismare; él vivía en el recinto consagrado a su dios, y obtuvo
el permiso de recobrar su libertad pagando un fuerte rescate. Casi
con esta excepción, todos los hombres en estado de llevar armas fueron
exterminados, mientras que las mujeres y los niños eran llevados cautivos
para ser repartidos entre los vencedores como la más rica parte del
botín. Entre
los antiguos pueblos de Grecia y de Italia, el derecho, tanto público
como privado, estaba fundado solamente, en lo relativo a la penalidad,
en la religión. Se condenaba a los culpables ofreciendo sus cabezas
a los dioses infernales. Esa sentencia podía ser pronunciada contra
todo un pueblo, como contra un simple individuo. La guerra era un
juicio del Cielo. Los heraldos encargados de declararla ofrecían el
enemigo al infierno, y suplicaban a sus dioses que abandonasen la
ciudad que ellos habitaban. Los vencidos eran considerados como desamparados
por los dioses; he ahí por qué se consideraba como un derecho el exterminarlos.
También la reducción a la esclavitud era considerada como una mitigación
de los derechos de la guerra. Durante
la primera guerra médica mataron con una cruel ironía a los heraldos
enviados por Darío para pedir a Atenas y a Esparta el agua y la tierra
en señal de sumisión al gran rey. Esto fue, no obstante, mirado como
una infracción del derecho de gentes, tal como la religión lo había
establecido entre Griegos y Bárbaros. Los
Persas hacían esa guerra devastando el territorio
griego. Los campos eran talados, las ciudades con sus templos saqueadas,
incendiadas y destruidas totalmente, mientras que sus habitantes eran
hechos cautivos. Durante
la guerra del Peloponeso, los Esparciatas y los Atenienses parecían
rivalizar en crueldad. Esta larga lucha, por la supremacía entre los
dos principales Estados de Grecia, tuvo ese carácter de ferocidad
y de barbarie que ha sido en todo tiempo común a las guerras civiles.
Aun durante las suspensiones de hostilidades, las relaciones entre
los diferentes países de la Grecia estaban lejos de indicar un estado
completo de paz garantizado por las leyes. El reposo mismo de cada
Estado era turbado sin cesar por las disensiones de sus facciones
políticas. «Tenemos dificultad en darnos cuenta, dice NIEBUHR, de
ese espíritu por medio del cual las oligarquías han podido conservar
un dominio del que, sin embargo, ellas han abusado siempre; la existencia
de ese espíritu está entretanto suficientemente probada por el juramento
que ciertos Estados exigían de sus miembros, a saber, que odiarían
a los plebeyos y que les harían todo el mal posible». En tiempo de
Aristóteles se prestaba todavía ese juramento en algunas de las asambleas
oligárquicas de la Grecia. Es necesario decir, por lo demás, que los
pueblos les retribuían ese odio, cometiendo sin cesar actos de venganza
contra los que ellos miraban con razón como sus más mortales enemigos.
El gobierno lacedemonio era el protector armado de la oligarquía en
todos los Estados, y como el partido popular consideraba a Atenas
su protector, y como no había un poder federativo bastante fuerte
para oponerse a las rivalidades de aquellas dos potencias, ellas excitaban
desórdenes continuos en los demás Estados, lo que los reducía a la
miseria y debilitaba su población por las proscripciones y mortandad
que de ellos resultaban. La
superioridad de la raza helénica sobre todas las otras razas vino
a ser para los Griegos un axioma incontestable.
El más hábil de sus filósofos, Aristóteles, asegura seriamente que
«los Bárbaros estaban destinados por la naturaleza a ser esclavos
de los Griegos, y que se podrían emplear
con derecho todos los medios para reducirlos a ese estado». La guerra
eterna contra los Bárbaros era el shiboleth de la nación más civilizada
de la antigüedad. Los Griegos llamaban a
los individuos con quienes estaban ligados por un pacto de ofrecimiento
conjunto de libación a los dioses. Los que no tenían el derecho de
reclamar el beneficio de esta especie de alianza, eran llamados proscriptos.
— Parece haber sido reconocido generalmente entre los Griegos
que los hombres no estaban sujetos a ninguna obligación entre sí,
a menos que no existiese un pacto entre ellos. Tucídides cita esta
máxima tan difundida entre sus compatriotas: «A un rey como a una
república nada de lo que le es útil es injusto». La misma idea está
expresada abiertamente por los Atenienses en su célebre respuesta
a los habitantes de Melos. Arístides distinguía
a ese respecto la moralidad pública de la moralidad privada, y pretendía
que entre los individuos las leyes de la justicia debían ser estrictamente
observadas, mientras que en los negocios públicos lo útil podía frecuentemente
ocupar el lugar de lo justo. Por eso no vaciló en tomar sobre sí la
responsabilidad de una violación de fe que aconsejó al pueblo de Atenas
para hacer triunfar sus intereses. Es verdad que Plutarco refiere
un hecho, algo dudoso, de un proyecto que tuvo Temístocles para incendiar
la flota de los Griegos aliados de Atenas
después de la retirada de Jerjes, y que los Atenienses rehusaron sancionar
porque Arístides había dicho que ese proyecto, aunque muy ventajoso,
era injusto. «¡Tal era el respeto del pueblo por la justicia, y tan
grande era su confianza en Arístides!» Cicerón, sin embargo, refiere
también ese hecho con una ligera variación; pues él pretende que el
proyecto de Temístocles solo era dirigido contra los navíos espartanos.
Con ese motivo hace un paralelo entre la conducta de los Atenienses
y la de sus conciudadanos, y dice: «Los Atenienses pensaron que lo
que era injusto no podía ser útil, y rechazaron el proyecto bajo la
sola autoridad de Arístides, aun sin haber tomado conocimiento de
él. Ellos han procedido más sabiamente que nosotros Romanos, que acordamos
la impunidad a los piratas y abrumamos a nuestros aliados con exacciones».
Pero este cumplido que Cicerón hace de los Atenienses en perjuicio
de sus compatriotas, no podría conciliarse con la conducta constante
de los primeros en casos semejantes y con el testimonió más respetable
de Teofrasto, citado por Plutarco. Dos
rasgos sacados de la guerra del Peloponeso bastan para mostrar la
verdadera naturaleza de los derechos de la guerra en las luchas de
los Griegos entre sí. El primero es referente
a la conducta de los Espartanos en la toma de Platea. Esta ciudad
estaba sitiada por los Espartanos y los Tebanos, sus aliados. Después
de una resistencia obstinada, la guarnición no obstante fue reducida
a extremidad. Los sitiadores habrían podido tomarla por asalto, pero
los Espartanos deseaban ver terminar de otro modo el sitio: ellos
querían concluir una paz basada sobre la restitución recíproca de
las conquistas hechas durante la guerra. En este caso, si Platea hubiese
sido tomada por asalto, ellos se habrían visto obligados a restituir
a Atenas su aliada, en tanto que si la forzaban a capitular, podrían
pretender que no era una conquista. Con esta mira el general de los
sitiadores continuó el bloqueo, hasta que se hubo convencido que la
guarnición no se encontraba en estado de defender la ciudad: entonces
envió un heraldo proponiéndoles rendirse, no a los Tebanos, sino a
los Espartanos, y bajo la condición que solo jueces esparciatas tendrían
derecho a decidir sobre su suerte. Esta proposición fue aceptada;
la ciudad se rindió, y la guarnición recibió provisiones. Pocos días
después, cinco comisarios llegaron de Esparta; pero en lugar de recurrir
a las formas de los procedimientos usuales, se limitaron a hacer esta
pregunta a los prisioneros: «¿Durante esta guerra habéis hecho algo
en servicio de Esparta o de sus aliados?» El espíritu que inspiraba
tal interrogación, era bastante evidente;
los prisioneros obtuvieron, sin embargo, el permiso de abogar su propia
causa; su defensa fue confiada a dos de entre ellos, de los que uno,
Lacon, hijo de Aimnecto,
era proxenus de Esparta. Los
Plateenses sostuvieron con energía su causa:
podían mostrar, decían ellos, el absurdo que se cometía enviando cinco
comisarios de Esparta para preguntar a la guarnición de una ciudad
sitiada si eran amigos de los sitiadores; apelaron a sus servicios
y a sus sufrimientos durante las guerras médicas, cuando solo ellos
entre todos los Beodos habían permanecido fieles a la causa de la
Grecia, mientras que los Tebanos se habían alistado en las filas de
los Bárbaros y habían combatido por ellos en ese mismo país del cual
ahora esperaban apoderarse con el consentimiento de Esparta. Podían
demostrar, agregaban, que la alianza que ellos habían hecho con Atenas
tuvo lugar con la aprobación y aun por el consejo de los Espartanos;
que la justicia y el honor les prohibían igualmente renunciar a una
alianza de la cual habían resultado para ellos los mayores bienes,
y que en tanto que dependió de ellos no rompieron la última paz; pero
que lo Tebanos los habían sorprendido por traición, cuando ellos se
creían en seguridad gracias a los tratados concluidos; que si sus
servicios pasados no eran bastante considerables para disculpar lo
que podía serles imputado como crimen en los últimos tiempos, ellos
reclamaban los derechos de la guerra, que prohibían cometer un acto
extremo con enemigos que voluntariamente se sometían, y que como ellos
habían mostrado por la paciencia con que habían sabido soportar los
horrores del hambre, que preferían más bien morir que caer en manos
de los Tebanos; pedían, como un derecho, no ser colocados en una condición
peor que aquella en que se habían encontrado, y que si su capitulación
no debía producirles ninguna ventaja, preferían volver a la situación
de la que voluntariamente habían salido. Este
lenguaje de los Plateenses era tan justo
y tan concluyente que, a pesar del compromiso secreto de los comisarios
espartanos de decidir en favor de los Tebanos, estos últimos pidieron
el permiso de responder. Sostuvieron, pues, con razón que entre ellos
y los Plateenses debía decidirse la cuestión. Atribuyeron la conducta
de sus antepasados, durante las guerras médicas, a la necesidad en
que se había estado de conformarse a los votos de una facción que,
aunque poco numerosa, había tenido el poder entre las manos, e invocaron
en su favor los servicios que después habían prestado a Esparta. Rebajaron
los actos patrióticos de los Plateenses,
afirmando que no eran sino la consecuencia de su adhesión a Atenas,
a quien no habían cesado de sostener en sus numerosas empresas contra
la libertad de Grecia. Justificaron su ataque contra Platea en tiempo
de paz, bajo el pretexto que ellos habían sido convidados por muchos
ciudadanos de los más ricos y los más ilustres de esa ciudad, y acusaron
a los Plateenses de mala fe porque habían
derramado la sangre de sus prisioneros tebanos. «¡Esa sangre pide
venganza con tanta fuerza como vosotros pedís gracia!» Estas
razones explicaban suficientemente su odio contra Platea; pero la
sola parte de sus discursos que tocó la cuestión,
fue en la que recordaron a los Espartanos que ellos eran sus más poderosos
aliados. Los Espartanos lo sabían bien, y habían decidido desde mucho
tiempo que ningún escrúpulo de conciencia, que ninguna idea de justicia
o de humanidad vendría a turbar una alianza tan importante para ellos.
Sin embargo, para salvar las apariencias y disfrazar su deseo secreto
de mantener la alianza con los Tebanos, propusieron de nuevo la cuestión
indicada anteriormente: «¿Durante esta guerra habéis hecho algo en
servició de Esparta o de sus aliados?» Y como, según la respuesta
afirmativa o negativa de los prisioneros, debían ser condenados a
muerte o absueltos, doscientos Plateenses
y veinte y cinco Atenienses perdieron así la vida. Las mujeres fueron
reducidas a esclavitud. «Si sólo hubiese habido crueldad en esta transacción,
dice Thirlwall, de quien hemos tomado esta narración, ella habría
sido tan poco importante en comparación de la que los Espartanos habían
mostrado con prisioneros inofensivos, durante todo el curso de la
guerra, que no merecería ser citada aquí. Lo que hay de particular
en este caso es la cobarde habilidad y tal vez hasta la grosería de
su estratagema» El
segundo rasgo que queremos citar para mostrar el verdadero carácter
de los derechos de la guerra entre los Griegos,
es el de la rendición de Melos. El hábil
historiador moderno que acabamos de citar, al dar cuenta de las negociaciones
que precedieron a la rendición de aquella isla, dice que «Tucídides
ha compuesto un diálogo que supone, según su conocimiento de las ideas
y sentimientos de las dos partes, que puede ser el verdadero; pero
que no hay razón para atribuirle una verdad histórica». Es por tanto
evidente, por la conclusión tan cruel de aquella escena, que el lenguaje
que Tucídides atribuye a los interlocutores,
es un cuadro fiel de las máximas de moral internacional reconocidas
por ellos. Los
Atenienses comenzaron por manifestar los principios sobre los cuales
se proponían discutir la cuestión. Sostuvieron que en política era
necesario sustituir la utilidad a las reglas de la justicia. No pretendían
que los habitantes de Melos hubiesen cometido
faltas, ni negaban que, aunque colonia lacedemonia, ella no había
tomado parte en las expediciones de la metrópoli. Pero mostraron que
el poder de Atenas dependía de la conservación de un sistema incompatible
con la independencia de Melos. El poder de Atenas, dijeron, está basado en la opinión
pública, y ese poder sería conmovido si se viese que una sola isla
podía resistirle impunemente, porque el mundo no le haría la justicia
de creer que se había abstenido voluntariamente de esa conquista,
y atribuiría a debilidad semejante acción. Agregaron que su único
objeto era fortificar el poder ateniense, y que en esa empresa esperaban
que los dioses les serian favorables. Fue en vano que los habitantes
de Melos trataron de demostrar que el interés
mismo de Atenas exigía que su neutralidad fuese respetada, pues que
los demás Estados independientes se alarmarían y excitarían por una
agresión semejante; argumento que habría podido ser apreciado si Atenas
hubiese tenido una reputación de equidad y moderación que conservar.
La cuestión se encontró, pues, reducida a saber si los habitantes
de la isla podían ganar algo en la resistencia. Ellos reconocieron
que, independientemente de los lances de la guerra y del favor de
los dioses, siempre ligado a la buena causa, no tenían otra esperanza
que los socorros que les vendrían infaliblemente de Esparta. Los enviados
atenienses les hicieron notar, y ellos no lo negaron, que de todos
los Estados de Grecia, Esparta era el que mejor había mostrado que
en los negocios políticos el honor está subordinado a la inclinación,
y la justicia a la utilidad; y que se podía, por consecuencia, presumir
que en lugar de dejarse arrastrar por sentimientos de generosidad,
ella podría más bien calcular los peligros a que se expondría viniendo
en socorro de una isla tan débil y de tan poca importancia; y les
recordaron al mismo tiempo que Atenas había mostrado suficientemente,
que ni las amenazas, ni los ataques dirigidos contra ella podían desviarla
del objeto que se proponía. — Así terminó esta entrevista. Los enviados
de Atenas se retiraron para esperar la respuesta definitiva de los
habitantes de la isla, y cuando volvieron, les fue contestado que
los Meleenses no desesperaban hasta el punto
de no depositar confianza en sus aliados naturales, y de renunciar
así a una independencia que duraba hacía siete siglos. Los Atenienses
al retirarse manifestaron su asombro de que los Meleenses se precipitasen en una ruina inevitable. Se dio
principio inmediatamente al sitio de la ciudad. Como los Atenienses
lo habían predicho, ningún socorro les vino de Esparta, y los Meleenses
quedaron reducidos a defenderse solos. Lo hicieron valientemente,
pero la llegada de nuevas tropas al campo de los sitiadores, y las
numerosas disensiones que estallaban en el interior de la ciudad,
precipitaron su ruina. Los desgraciados habitantes fueron obligados
a rendirse. Todos los ciudadanos en edad de llevar las armas fueron
exterminados, y las mujeres y los niños reducidos a esclavitud. La
conducta de los Atenienses en esta ocasión dice el historiador que
hemos citado, debe parecer menos irritante que su buena fe al confesar
los principios feroces según los cuales procedían. Pero, por injusta
y cruel que fuese su conducta, no debe ser mirada como más reprehensible,
porque no estaba sancionada por el pretexto de que los habitantes
de Melos fuesen rebeldes; pretexto con que
se ha querido cubrir actos de una iniquidad mucho más repugnante,
aun en siglos en que se ha hecho vanagloria de profesar una ley moral
puramente divina. El tratamiento de los vencidos en esa ocasión, cualquiera
que fuese el motivo, era indigno de una nación civilizada. Pero para
juzgar la conducta de los Atenienses con imparcialidad, es necesario
tener en cuenta los usos bárbaros de aquella época. La satisfacción
que nos causan los progresos de la civilización,
no debe hacernos injustos. Las costumbres más suaves de algunas naciones
modernas no han impedido castigar como culpables del crimen de rebelión
a los que no habían cometido otro crimen que defender la independencia
de su patria contra la usurpación extranjera, arrancándolos de sus
familias, para encerrarlos en fortalezas o relegarlos á
los desiertos de la Escitia. Un
sabio autor ha enumerado las reglas siguientes que entre los Griegos
constituían los rudos elementos del derecho público, y servían para
regir las relaciones de los diferentes pueblos de Grecia entre sí:
1.
No se debía privar de sepultura a los que perdían la vida en los combates. 2.
No se podía levantar trofeo duradero después de una victoria. 3.
No se podía legalmente matar a los que durante la toma de una ciudad
se refugiaban en los templos. 4.
Se podía privar de sepultura a aquellos que hubiesen cometido sacrilegios. 5.
Era permitido a todos los Griegos frecuentar
los juegos públicos y los templos, y ofrecer sacrificios, aun en tiempo
de guerra. Estas
reglas fueron sancionadas por el consejo de los Anfictiones, llamado
a fallar sobre las infracciones hechas a las leyes y a las costumbres
consagradas por la religión común a todos los pueblos griegos. Es
evidente, según esta simple enumeración, que la liga anfictiónica
era una institución más bien religiosa que política. También la historia
demuestra que ella no ha formado jamás una verdadera confederación
de los Estados griegos. Esquines cita un juramento por el cual era
prohibido a los miembros de la liga destruir una ciudad anfictiónica,
u obstruir las fuentes de agua aun en tiempo de guerra, y les fue
mandado defender el santuario y el tesoro de Delfos contra todo sacrilegio.
Esta forma de juramento muestra bajo su verdadera luz el carácter
de esta liga; sus principales funciones eran defender el templo e
impedir actos de hostilidad contra los ciudadanos que hacían parte
de la liga. No se trata en ese juramento de una liga contra el extranjero,
excepto para la protección del templo, ni de ningún derecho de intervenir
entre sus diferentes miembros, a menos que no fuese para defender
uno de los confederados contra otro. Sin embargo, ese juramento no
les ha impedido imponer las penas más crueles a sus hermanos en tiempo
de guerra; y mucho menos podía contribuir a hacer la nación más humana. Se
ha debatido mucho la cuestión de saber si los antiguos tenían alguna
noción de un arreglo sistemático tal como ha sido hecho en los tiempos
modernos, para asegurar a los Estados cuya actividad se despliega
en una misma esfera la tranquila posesión de su independencia así
como la de su territorio. Hume ha intentado demostrar, que si los
antiguos no tenían una teoría exacta del equilibrio de poderes, tenían
sin embargo la práctica. Para apoyar esta aserción, refiere que Temístocles
representa la liga formada contra los Atenienses antes de la guerra
del Peloponeso como una aplicación de ese principio. Después de la
caída de Atenas y cuando la supremacía de Grecia llegó a ser el objeto
de la lucha entre los Lacedemonios y los Tebanos, vimos, dice, que
los Atenienses trataron de mantener el equilibrio, poniéndose en favor
de los más débiles. Tomaron el partido de Tebas contra Esparta, hasta
que Epaminondas obtuvo la victoria en Leuctres;
se pasaron entonces al campo de los vencidos, por generosidad, dijeron,
pero en realidad por celos contra los vencedores. Demóstenes, en su
discurso sobre los Megapolitanos, sienta el principio de que los intereses de
Atenas exigen que Esparta y Tebas sean igualmente débiles. Pero siendo
entonces la posición de Tebas muy dudosa, había razón para temer que
sucumbiese en la lucha que había empeñado con su rival. Por otra parte,
si Esparta triunfaba de Megápolis, encontraría la rendición de Mesina menos difícil;
y ese aumento de poder, mientras Tebas estaba tan debilitada, habría
podido destruir el equilibrio que Atenas se empeñaba en conservar.
He ahí la razón por qué Demóstenes sostuvo la alianza con Megápolis. Los
Atenienses no siguieron el consejo de su gran orador; y los esfuerzos
de Demóstenes quedaron sin efecto, cuando más tarde la ambición de
Filipo amenazó todos los Estados de Grecia, para hacer comprender
a sus compatriotas, así como a los demás Estados, el peligro de dejar
crecer tan visiblemente el poder macedonio. Todo lo que resultó de
sus esfuerzos fue la liga entre Atenas y Tebas.—Todos los Estados dorios asistieron con vergonzosa indiferencia
la pérdida de las libertades de Grecia en las llanuras de Queronea. Demóstenes
habría querido que el mismo rey de Persia tomase parte en la liga
contra Filipo de Macedonia. Porque el gran rey no era más que un débil
príncipe en comparación de los Estados de Grecia, que, por la disciplina,
el valor y la ciencia, tenían sobre los Bárbaros una superioridad
incontestable. Los reyes de Persia habían tenido por hábito seguir
el consejo dado a Tisafernes por Alcibíades, de sostener siempre en
las guerras civiles de Grecia al partido más débil. Fue adhiriéndose
a ese principió que el imperio de los Persas prolongó su duración cerca de un siglo, y solo fue por
haberlo descuidado un instante, cuando el ambicioso Filipo apareció
por la primera vez sobre la escena del mundo, que ese edificio tan
elevado y tan frágil se desplomó con una rapidez de que la historia
presenta pocos ejemplos. Los
sucesores de Alejandro siguieron la misma política que los Persas.
Las dinastías griegas en Asia y en África consideraban la Macedonia
como la única potencia que podía rivalizar con ellas en los campos
de batalla. Los Ptolomeos sobre todo sostuvieron sucesivamente la liga aquea
y Esparta, con el solo objeto de contrabalancear el poder de los reyes
de Macedonia. Pero muy pronto una potencia más formidable vino a amenazar
todos los Estados de los sucesores de Alejandro; esa potencia fue
Roma. Si los tres reinos de Egipto, de Siria y de Macedonia hubiesen
estado unidos con los pequeños Estados de la Grecia que conservaban
aun su independencia, habrían podido formar una liga bastante poderosa
para resistir a los proyectos ambiciosos de los Romanos. La invasión
de Italia por Aníbal fue una crisis tan notable, que hubiera debido
fijar la atención de toda nación civilizada. Era entonces manifiesto
que Roma y Cartago luchaban por el imperio universal, y ese hecho
fue realzado aun por Agelao de Naupacto
en una de las asambleas generales de Grecia. Sin embargo, ninguno
de los dos Estados que tenían tan vivo interés en el éxito de la lucha
trató de intervenir. Filipo
II de Macedonia permaneció neutral hasta que vio a Aníbal triunfante,
y entonces tuvo la imprudencia de hacer con el vencedor una alianza
cuyas condiciones eran más imprudentes aún. Se estipuló que el rey
de Macedonia ayudaría a los Cartagineses a realizar la conquista de
Italia, con la condición de que los Cartagineses le proveerían de
tropas para someter a las repúblicas griegas. Al final de la segunda
guerra púnica, Cartago quedó bastante reducida para que Roma pudiese
volver su atención hacia la Grecia, donde nuevas conquistas se ofrecían
a su ambición. Lejos de formar una liga defensiva, los Estados secundarios
ayudaron a Roma a someter los Estados más considerables, y poco a
poco de aliados que eran, quedaron reducidos al rango de provincias
sometidas. La misma isla de Rodas y los Estados que componían la liga
aquea, y que gozaban en la opinión de los antiguos historiadores de
una reputación tan grande de prudencia, adoptaron ese fatal sistema.
El único príncipe griego que parece haber comprendido en sus relaciones
con Roma la necesidad de conservar el equilibrio de los poderes, fue
Hierón II, rey de Siracusa. Aunque reputado aliado de Roma,
envió socorros a los Cartagineses durante la guerra de los esclavos;
«mirando, dice Polibio, la independencia de Cartago como necesaria
tanto para conservar su dominación en Sicilia, como para conservar
la amistad de Roma; pues él temía que si Cartago sucumbía, Roma sin
rival no encontraría resistencia para la ejecución de sus designios.
Y en eso procedió con sabiduría y con prudencia, porque es una cosa
que no debe ser nunca descuidada; el poder no debe dejarse jamás entre
las manos de un solo Estado, de manera que los Estados vecinos queden
en la imposibilidad de defender sus derechos contra él» Es
evidente que el historiador sienta aquí muy netamente el principio
de intervención para conservar el equilibrio de los poderes. A este
propósito Hume llega a la conclusión siguiente: «Ese principió está
basado de tal modo en el sentido común y sobre un razonamiento tan
sencillo, que no se ha escapado completamente a la penetración y al
discernimiento de los antiguos políticos. Pero aunque ese principio
no fue tan generalmente reconocido como ahora, ejercía, con todo,
una gran influencia sobre la conducta de los príncipes y de los hombres
de Estado dotados de algunas luces y de alguna experiencia. Y aun
en nuestros días ese principió, aunque muy conocido de los hombres
que se ocupan de la teoría de la política, no tiene autoridad muy
grande entre los que gobiernan el mundo» Es
necesario, no obstante, restringir un poco lo que esta conclusión
tiene de demasiado general. Los dos grandes hechos históricos citados
anteriormente prueban que en la antigüedad el principio de intervención
para mantener el equilibrio de los poderes, aunque admitido por los
hombres de Estado y por los historiadores, no era sin embargo bastante
generalmente practicado para impedir desde luego el engrandecimiento
de la Macedonia, y en seguida el de Roma, a costa de las demás naciones
civilizadas.—Al contrario, en los tiempos modernos, no solamente ha
sido reconocido por hombres teóricos, sino que se ha incorporado en
el código internacional de los pueblos, y si todavía se ha abusado
frecuentemente de él para justificar guerras injustas e impolíticas,
con todo eso ha sido también aplicado muchas veces para salvar a Europa
de los peligros de una monarquía universal. TEORÍA
DE CICERÓN SOBRE EL DERECHO INTERNACIONAL La
teoría de Cicerón sobre el derecho internacional parece haber sido
más liberal que la de los hombres políticos y de los filósofos de
la Grecia. Según él, la maldad del hombre le obliga a usar de violencia
con los demás hombres, y a oponer la fuerza a la fuerza. — He ahí
por qué cuando tenemos que tratar con criminales, nos es necesario
recurrir a las leyes penales; pero cuando es con enemigos públicos,
estamos obligados a recurrir a la guerra. El primer remedio debe estar
en relación con los crímenes cometidos; el segundo, para ser justo,
debe ser necesario. En la vida privada podemos contentarnos con el
arrepentimiento de un enemigo, con tal que él se explique de modo
que impida nuevas hostilidades de su parte e intimide a aquellos que
intentasen cometer semejantes ofensas. En lo tocante a la vida pública,
es necesario observar rigorosamente las leyes de la guerra. Hay dos
maneras de arreglar las diferencias: la persuasión y la fuerza. La
primera es peculiar de los hombres, la segunda de las bestias. Es
necesario, pues, no recurrir a la última sino cuando la persuasión
viene a ser inútil. La guerra no tiene otro objeto que el de permitirnos
vivir en paz después de la victoria. Los vencidos deben ser perdonados,
a menos que por la propia violencia de los derechos de la guerra no
merezcan clemencia. Así es que los antiguos Romanos acordaban el derecho
de ciudad a los Túsculos, a los Sabinos
y a otros, mientras que las ciudades de Cartago y Numancia fueron
destruidas hasta sus cimientos. La destrucción de Corinto es ciertamente
sensible, pero la severidad de los Romanos contra esa ciudad está
fácilmente explicada cuando se piensa lo ventajoso de su posición
para la renovación de la guerra. Sin embargo, Cicerón mismo sostiene
que una oferta de paz debe ser aceptada, si no hubiese nada insidioso
en los términos propuestos. No es solamente un deber el perdonar a
los vencidos, lo es también el dar cuartel a una ciudad sitiada que
ofrece rendirse, aun después de habérsele abierto brecha.—Él
afirma todavía que esta ley había sido seguida por los Romanos tan
rigorosamente, que los generales que recibían la sumisión de una ciudad
o de una nación, venían a ser, según las antiguas leyes y costumbres,
los protectores de esa ciudad o de esa nación. Dice en seguida, que
los principios de justicia aplicables en tiempo de paz,
estaban expresamente sancionados por la ley fecial de los Romanos.
Para que una guerra fuese justa, era necesario que fuera hecha por
un motivo justo, y que fuese declarada previamente con todas las formas
comunes. Cita entonces, como prueba de la severidad con que se observaba
la ley fecial, el ejemplo de Catón, que aconsejaba a su hijo, que
acababa de servir en otra legión, no empeñar batalla al enemigo sin
haber prestado un nuevo juramento militar. Cicerón
observa también que la palabra hostis había sido puesta en lugar de perduellis para designar un enemigo,
con el fin de suavizar el sentido cruel de ella por una expresión
más humana. «Nuestros antepasados, dice, llamaban hostis lo que nosotros llamamos
peregrinus. Esto
está probado por el texto de las XII Tablas:
Aut status dies cum hoste, y: Advertí sus hostem
aeterna auctoritas.
¿Qué expresión más suave que esta? ¡Llamar aquel a quien se le hace
la guerra con un nombre tan pacífico!» Verdad es que el tiempo dio
algo de duro a esa expresión: había llegado el caso de no servirse
ya de esta palabra en el sentido de extranjero, y no se la aplicaba
en su verdadera acepción sino a los enemigos. Según
ese gran filósofo, «dos naciones, aun cuando luchen entre sí por el
poder soberano o por la gloria, deberán ser siempre gobernadas por
los principios que constituyen las justas causas de la guerra. La
animosidad de los dos partidos debería en ese mismo caso ser templada
por la dignidad de su causa. Los Romanos hicieron la guerra a los
Cimbrios para defender su propia existencia, mientras que con los
Cartagineses, los Samnitas y Pirro luchaban por el imperio. Cartago
era pérfida y Aníbal cruel; pero los Romanos con sus otros enemigos
tuvieron relaciones más suaves» Cita
entonces versos del viejo poeta Ennius para
mostrar con qué generosidad Pirro devolvía sus prisioneros sin rescate.
Es necesario guardar la fe aun con un enemigo. Para mostrar hasta
dónde ese principio es sagrado, cita los ejemplos de Régulo volviendo
a Cartago, y del senado romano entregando a Pirro el traidor que había
ofrecido envenenarlo. La observación de esta regla distingue cabalmente
una guerra justa de las depredaciones de los ladrones y piratas. En
el caso de estos últimos, las promesas consagradas aun por un juramento
a nada obligaban; pues un juramento solo obliga cuando ha sido hecho
con la convicción sincera que se tiene el derecho de exigirlo. Así,
si se rehusase pagar a piratas un rescate estipulado, aun bajo juramento,
no hay ni fraude ni perjurio; pues un pirata no debe ser considerado
como un enemigo particular, y sí como enemigo de toda la humanidad.
Entre él y otra persona no puede haber nada común, ni por contrato
ni por juramento. No es ser perjuro el negarse a cumplir esa clase
de obligaciones; mientras que Régulo habría sido culpable de ese crimen,
si hubiese rehusado cumplir un compromiso hecho con un enemigo que,
como los Romanos, estaba sometido a la ley fecial. El
olvido en que habían caído esos principios de justicia y de clemencia,
fue, si hemos de creer a Cicerón, la principal causa de la decadencia
y de la caída de la república. «Mientras que el pueblo romano, dice,
conservó su imperio por los beneficios y no por las injusticias; mientras
que hizo la guerra, fuese para extender su imperio o para defender
sus aliados, sus guerras fueron siempre terminadas por actos de clemencia
o de una severidad necesaria. El senado venía a ser el asilo de los
reyes, de los pueblos y de la nación. Nuestros magistrados y nuestros
generales, añade, cifraron su principal gloria en proteger con justicia
y buena fe las provincias y los aliados. Así Roma merecía el nombre
de patrona más bien que el de señora del mundo. Pero hace largo tiempo
que esos usos y esa disciplina han caído insensiblemente en desuso,
y han desaparecido completamente desde el triunfo de Sila. En efecto,
nada podía parecer injusto para con aliados, cuando los ciudadanos
mismos eran tratados con toda crueldad! Cicerón
traza de una manera enérgica y con patriótica indignación el contraste
que había entre la conducta de los Romanos con las otras naciones,
en los primeros tiempos de la república, y en la época degenerada
en que vivía. Pero la historia muestra que los usos de sus compatriotas
se habían alejado constantemente de su bella teoría, tanto como sus
prácticas religiosas habían diferido de sus concepciones sublimes
sobre la naturaleza de la Divinidad. Montesquieu ha hecho ver suficientemente
con qué astucia política, y con qué flagrantes injusticias adquirió
Roma su soberanía sobre una parte tan grande del mundo. Las relaciones
de los Romanos con los pueblos extranjeros eran completamente análogas
a sus instituciones interiores. Su
constitución política conservó siempre el carácter que le fue impuesto
por el fundador de un Estado cuyo principio fundamental era la guerra
perpetua, y el objeto principal la servidumbre y la colonización de
los países conquistados. Durante más de siete siglos, los Romanos
siguieron un sistema de invasión concebido por una política profunda,
y llevado a ejecución con un orgullo inflexible y una infatigable
perseverancia que miraba en nada las ocupaciones útiles y los goces
de la vida privada. Todo empeño para aliviar la suerte de sus conciudadanos
prisioneros era sofocado por su política severa e inexorable. LA
LEY FECIAL DE LOS ROMANOS Y EL JUS GENTIUM La
institución de la ley fecial con su colegio de heraldos para explicarla
y mantenerla, institución que los Romanos tomaron de los Etruscos,
no tenía más objeto que sancionar los usos de la guerra, y no contribuía
poco a suavizar los males. Esa institución contrastaba fuertemente
con la conducta opresiva que ellos usaban para con sus aliados, y
con el tratamiento injusto y cruel que hacían sufrir a los vencidos.
En su lenguaje metafórico y expresivo, «la victoria hacía profanas
aun las cosas más sagradas del enemigo». Ella pronunció la confiscación
de todos los bienes muebles e inmuebles, fuesen públicos o privados,
y condenó a los prisioneros a esclavitud perpetua, arrastrando a la
vez los reyes y los generales tras el carro triunfal del vencedor,
y degradando así al enemigo en su libertad de pensamiento y en su
orgullo nacional, únicas cosas que le quedaban cuando su fuerza y
su poder eran destruidos. Si ha habido algunas excepciones en una
práctica tan rigorosa, nada prueban contra el carácter general de
las conquistas de los Romanos, que terminaban frecuentemente entregando
al verdugo los soberanos cautivos, como si hubiesen cometido algún
crimen defendiendo la independencia de su país. Ningún
tratado de derecho de gentes de la antigüedad ha llegado hasta nosotros,
aunque Grocio pretende que Aristóteles ha escrito una obra sobre el
derecho de la guerra y las instituciones de la ley fecial. Porque
los Romanos llamasen su ley fecial con el nombre de derecho de gentes,
jus gentium, no se debe creer que ese fuese
un derecho positivo, establecido por el consentimiento mutuo o aun
por el uso general de las naciones; para ellos no era, propiamente
hablando, más que una ley civil. Se le llamó derecho de gentes, porque
su objeto era dirigir la conducta de los Romanos con las otras naciones
en las relaciones de la guerra, y no porque las demás naciones estuviesen
obligadas a observarla. Por eso, las inducciones que se pueden sacar
de las definiciones hechas por los jurisconsultos romanos, de lo que
ellos llamaban jus gentium, están acordes en demostrar que
no se entendía por esa expresión una regla positiva aplicable a las
relaciones de los Estados entre sí, y sí únicamente lo que se ha entendido
más tarde por derecho natural, es decir, la regla de conducta existente
o que debería existir entre los hombres, independientemente de una
institución o de un pacto positivo. Así es como el derecho de gentes,
jus gentium, ha estado siempre en oposición
con el derecho municipal, jus civile, y aun con el derecho constitucional, jus publicum, reglamentando
la administración de Roma. Cicerón,
para hacer comprender mejor esta distinción entre el derecho natural
y el derecho civil, estableciendo las reglas de justicia aplicables
a los defectos ocultos que podía tener un objeto que estuviese en
venta, dice que el vendedor está obligado a hacer conocer sus defectos.
«Cuando ponéis una casa en venta, dice, de la cual queréis deshaceros
por causa de sus defectos, tendéis con ello un lazo al comprador si
no se los hacéis conocer. Aunque los usos de la sociedad no prohíban
semejante conducta, y aun que ningún decreto ni el derecho municipal
se opongan, no por eso es menos contraria al derecho natural. Hay
una sociedad que abraza la humanidad entera (lo he dicho frecuentemente,
pero es necesario repetirlo). En esta sociedad general hay otra compuesta
de hombres de la misma raza, y en esa hay todavía otra compuesta de
ciudadanos de un mismo Estado. Así nuestros antepasados distinguían
el derecho de gentes del derecho municipal. El derecho municipal no
es siempre el mismo que el derecho de gentes, pero el derecho de gentes
debería ser siempre lo mismo que el derecho municipal». Uno
de los autores más célebres que han escrito sobre el derecho romano
explica del modo siguiente el origen de esa distinción. Cuando
Roma hubo establecido relaciones con las naciones vecinas, los tribunales
romanos debieron extender su jurisdicción a los extranjeros, y por
consiguiente reconocer las leyes de esas naciones. Mientras más extendía
Roma su dominación, más aumentaban sus relaciones, y ese fue el origen
de la idea abstracta de un derecho común a los Romanos y a todas las
otras naciones. Esta idea no era enteramente justa, y los Romanos
no se engañaban sobre el valor que podía tener la inducción que ellos
sacaban. Desde luego ellos no conocían todas las naciones del mundo,
y además no se cuidaban de averiguar si cada principio del jus gentium era verdaderamente reconocido
por todas las naciones que conocían. Se admitía por de pronto ese
carácter de generalidad, se buscaba el origen en la razón natural,
es decir, en las nociones de justicia común a todos los hombres, de
donde resultaba como una consecuencia necesaria la inmutabilidad de
esta ley. «Si
ahora se compara el derecho nacional de los Romanos con ese derecho
más general, se deducen las conclusiones siguientes: ciertas instituciones
y ciertas reglas eran comunes al jus gentium y al jus civile; tales son las instituciones y reglas aplicables
a los contratos más usuales, la venta, el inquilinato, la sociedad,
etc. Un número mucho mayor de instituciones pertenecían exclusivamente
al derecho civil. Desde luego el matrimonio entre los ciudadanos romanos
estaba sujeto a condiciones rigorosamente determinadas; después la
autoridad paternal, que servía de base a los colaterales; la mayor
parte de los medios de adquirir la propiedad, y los más importantes,
la emancipación, la usucapion (=adquisición de un derecho
mediante su ejercicio en las condiciones y durante el tiempo previstos
en la ley.), etc. Sin embargo, el mayor número de esas instituciones
del derecho positivo estaban fundadas en la naturaleza misma del hombre,
y existían también en el derecho extranjero, pero bajo otra forma.
Así, cuando Roma hubo extendido sus relaciones con los otros pueblos,
los tribunales romanos reconocieron en la práctica las instituciones
del derecho general, correspondiente a las instituciones del derecho
civil. Así ellos admitían un casamiento según el jus gentium, tan
válido como el casamiento civil, aunque privado de algunos de sus
efectos. Después de lo que precede, se ve que no había completa oposición
entre el derecho nacional y el derecho general, jus civile et jus gentium,
pues una gran parte del primero se encuentra en el segundo. Y por
otra parte, a medida que el pueblo romano se asimilaba las naciones
sometidas, perdía su individualidad, y por consiguiente el jus gentium tomaba incesantemente mayor importancia». El mismo
sabio autor en otra obra expresa la misma idea. «Cuando los Romanos,
dice, hubieron extendido su dominación sobre toda Italia y más allá
de sus fronteras, su carácter nacional debió perder alguna cosa de
su color primitivo; una tintura más general borró la originalidad.
El derecho sufrió también esa tendencia necesaria. Al lado del antiguo
derecho nacional, jus civile, se vio muy pronto elevarse un derecho
universal, jus gentium». Nacido
del comercio con los extranjeros, fue desde luego establecido para
ellos solos, y colocaba a la misma Roma bajo la dirección de un pretor
especial. Más adelante, los gobernadores romanos lo aplicaron en sus
provincias. Pero, según la modificación que acabamos de advertir en
el carácter de los Romanos, sus derechos particulares debían acercarse
cada día más al derecho universal, o en otros términos, el jus civile debía
invadir cada vez más el jus gentium» Aunque
los Romanos tuviesen un conocimiento muy imperfecto del derecho de
gentes como ciencia, y aunque ellos no lo considerasen como el que
debía regir positivamente las relaciones entre los Estados independientes,
su jurisprudencia civil contribuyó mucho al desarrollo de los principios
del derecho público en la Europa moderna. Los principios de la filosofía
estoica entraron bien pronto en los del derecho romano, y contribuyeron
a formar el carácter de la aristocracia más ilustrada que haya visto
el mundo. Hay en los cuadros que los autores clásicos han trazado
de la vida privada de los patricios romanos una dignidad y una calma
que, unida a la enérgica precisión de su espíritu, los hacía maravillosamente
aptos para desempeñar las funciones de jurisconsultos y magistrados.
Romae dulce diu
fuit et solemne, reclusa Manedomo
vigilare, clienti promere
jura. La
administración de justicia perteneció largo tiempo exclusivamente
a los patricios. He ahí por qué ciertas familias ilustres se dedicaron
especialmente al estudio de la jurisprudencia como el medio más seguro
de alcanzar influencia en los negocios políticos. Esa circunstancia
contribuyó esencialmente al perfeccionamiento de la ciencia de las
leyes en un Estado donde cualquiera otra carrera, a excepción de la
elocuencia y el arte de la guerra, era mirada como indigna de esa
clase de ciudadanos. Es verdad que mientras subsistió la república,
la elocuencia podía ser considerada como el arte más importante de
la paz; pero con la pérdida de la libertad la elocuencia se corrompió,
y perdiendo su vigor primitivo, perdió también toda influencia saludable.
No quedaba, pues, más que el derecho civil, donde el genio de la antigua
Roma se conservaba en pie aún. Allí a lo menos el patriota podía reconocer
a su patria. Desempeñando
los patricios las funciones de intérpretes de las leyes cerca de sus
clientes y de sus conciudadanos, inventaron una especie de legislación
judiciaria, que fue perfeccionada de edad en edad por una sucesión
no interrumpida de jurisconsultos, desde la fundación de la república
hasta la caída del imperio. Resultando que el derecho civil, que parece
no haber existido jamás como una ciencia en ninguna de las repúblicas
griegas, vino a existir bien pronto en Roma, y de allí se extendió
a todas las partes del mundo civilizado. No se puede contemplar sin
admiración bajo ese respecto la fama colosal del pueblo romano, así
como su asombrosa fortuna. Su gloria militar ha desaparecido hace
largo tiempo, pero la ciudad eterna continúa dominando aun por la
influencia de sus leyes en el mundo civilizado y cristiano. M.
de Savigny, a fuerza de investigaciones asiduas y de una rara sagacidad,
ha recogido laboriosamente y combinado con un cuidado notable las
numerosas pruebas que el derecho romano, lejos de haber sido enterrado
en los escombros del imperio, sobrevivió durante la edad media, y
continuó formando una parte íntegra de la legislación europea, largo
tiempo antes de la época del descubrimiento de las Pandectas de Justiniano
en Amalfi, en el siglo doce, época a la cual se atribuye ordinariamente
el renacimiento de ese sistema de jurisprudencia. Los Romanos de las
provincias subyugadas no eran ni desterrados ni privados de su libertad
personal; y sus bienes no eran siempre confiscados por los Bárbaros,
como estamos dispuestos ordinariamente a creerlo. Solamente los pueblos
vencidos no conservaban una parte de sus tierras con el privilegio
de ser gobernados por las leyes que les habían regido hasta entonces.
Las constituciones municipales de las ciudades romanas se mantenían
en su mayor parte; de suerte que el estudio y la práctica del derecho
romano no pudieron ser jamás enteramente abandonados, aun en la época
de la Edad Media en que el cultivo de las letras y de las artes cesó
casi del todo. Es un principio del derecho de gentes moderno, que
la ley local gobierna igualmente y sin distinción de origen y de raza
todas las personas y las cosas que se encuentran en un mismo lugar.
En la Edad Media era diverso; en el mismo país, en la misma ciudad,
los Francos, los Borguiñones, los Godos,
los Lombardos, los Romanos, vivían juntos, pero según sus propias
leyes, y cada uno era gobernado por los magistrados de su propia nación.
En las ciudades, sobre todo, el derecho romano fue conservado, lo
mismo que las instituciones judiciales y los magistrados que allí
existían, mientras que el clero de cualquier raza que fuese seguía
siempre las leyes romanas. Cuando
Carlomagno restableció el imperio de Occidente, casi todas las naciones
de la Europa se encontraban unidas de nuevo por leyes comunes, por
la religión y las instituciones eclesiásticas, por el uso de la lengua
latina en los actos públicos, y en fin por la majestad del nombre
imperial. Contando desde esa época, el derecho romano no fue considerado
ya como el derecho particular de los Romanos que estaban sometidos
a los reyes bárbaros establecidos en las antiguas provincias del imperio.
Vino a ser el derecho común de todos los Estados que fueron en otra
época provincias romanas, y se extendió bien pronto más allá del Danubio
y del Rhin, en esos países de la Alemania
que Roma no pudo dominar jamás. Al renacimiento del derecho civil,
que, como lo hemos dicho, se había confundido cada vez más con el
jus gentium, aquel
terminó por identificarse completamente con ese jus gentium en el sentido que los modernos
han atribuido a esa expresión, es decir, en el sentido del derecho
internacional. Los profesores de la famosa escuela de Bolonia no eran
solamente jurisconsultos; eran también empleados como oficiales públicos
y sobre todo como diplomáticos o árbitros para arreglar las diferencias
que pudieran tener entre sí los diversos Estados de Italia. — Las
repúblicas italianas nacieron de la constitución municipal de las
ciudades romanas, constitución que había sido conservada bajo la dominación
de los Lombardos, de los Francos, de los emperadores griegos y de
los papas. En la lucha entre las ciudades lombardas que reclamaban
su independencia, y Federico Barbarroja que insistía sobre sus derechos
de regalía, se apeló frecuentemente a los jurisconsultos para arreglar
la diferencia. Federico, como sucesor de Augusto y de Carlomagno,
pedía el poder entero y despótico que los emperadores romanos habían
tenido sobre sus súbditos. — Por el contrario, la liga lombarda alegaba
como título a la independencia una larga posesión y el beneplácito
de los antecesores de Federico. La dieta de Roncaglia,
en 1158, decidió que los derechos de regalía pertenecían exclusivamente
al emperador, excepto en los casos que las ciudades pudiesen presentar
cartas imperiales de exención. Se cree que esta decisión fue debida
a la influencia de los cuatro doctores de Bolonia, que a consecuencia
de ello, después los han acusado de haber traicionado las libertades
de Italia por su vergonzoso servilismo. No tenemos que examinar esta
cuestión; el hecho que hemos citado prueba que, en las grandes cuestiones,
se consultaba a los legistas, que adquirieron así una nueva importancia
como intérpretes de la ciencia del derecho internacional. Desde
ese momento, esta ciencia ha sido considerada como del resorte particular
de los jurisconsultos en la Europa entera, y aun en los países que
solo habían adoptado en parte el derecho romano como base de su propio
derecho municipal. En todas las cuestiones del derecho internacional
se ha apelado sin cesar a la autoridad de los jurisconsultos romanos,
y frecuentemente se hacía una falsa aplicación, considerando sus decisiones
como leyes de una obligación universal. El espíritu del derecho romano
había penetrado hasta en el código eclesiástico, y puede mirarse como
una circunstancia favorable para el renacimiento de la civilización
en Europa, el que los intereses del clero le empeñaron a mantener
cierto respeto por los principios inmutables de la justicia. La monarquía
espiritual de los pontífices romanos estaba fundada en la necesidad
de un poder moral para templar los desórdenes groseros de la sociedad
durante la Edad Media. Se puede mirar con razón la influencia inmensa
de la autoridad papal en esa época como un beneficio para la humanidad.
Ella salvó a la Europa de la barbarie, y vino a ser el único refugió
contra la opresión feudal. La compilación del derecho canónico que
fue hecha bajo Gregorio IX, ha contribuido a hacer adoptar los principios
de la justicia al clero católico, mientras que la ciencia de los casuistas,
concebida por ellos para que les sirviese a llenar los deberes de
la confesión auricular, ha abierto un campo libre a las especulaciones
de la verdadera ciencia de la moral. Para
reasumir lo que acabamos de decir acerca de los progresos del derecho
de gentes durante la Edad Media, se puede notar y se ha visto ya cuáles
eran las máximas y los usos antisociales observados por los antiguos
Griegos y Romanos en las relaciones mutuas,
así como con las demás razas que ellos llamaban Bárbaros. La fe cristiana
debía abolir el antiguo precepto pagano: Tú aborrecerás a tu enemigo,
y sustituirlo por el mandamiento divino: Amad a vuestros enemigos;
mandato que no podría conciliarse con la guerra perpetua. Sin embargo,
esta ley más pura debía luchar con dificultades contra la enemistad
secular de las diversas razas del mundo antiguo, y contra el espíritu
de intolerancia de los siglos de barbarie que han seguido a la caída
del imperio romano. Fue durante la Edad Media que los Estados cristianos
de la Europa principiaron a acercarse unos a otros, y a reconocer
un derecho común entre sí. Ese derecho estaba fundado principalmente
en las circunstancias siguientes: 1.
El reconocimiento del estudio del derecho romano y la adopción de
ese derecho por casi todos los pueblos de la Europa cristiana, sea
como base de la ley positiva de cada país, sea como razón escrita
y derecho subsidiario. 2.
La unión de la Iglesia de Occidente bajo un jefe espiritual, cuya
autoridad era invocada frecuentemente como árbitro supremo entre los
soberanos y entre las naciones. De
esta manera, el derecho de gentes moderno de la Europa ha tomado su
doble origen en el derecho romano y en el derecho canónico. Los rastros
de este doble origen se encuentran distintamente en los escritos de
los casuistas españoles y de los legistas italianos. Los concilios
generales de la Iglesia católica eran frecuentemente congresos europeos,
que se ocupaban no solamente de los negocios eclesiásticos, sino que
arreglaban al mismo tiempo los negocios contenciosos entre los diversos
Estados de la cristiandad. — Como lo hemos dicho ya, los jurisconsultos
eran, en esa época, publicistas y diplomáticos a la vez. Todos los
publicistas que han escrito antes que Grocio, han invocado principalmente
la autoridad de los antiguos jurisconsultos romanos y de los canonistas.
La revolución religiosa del siglo diez y seis conmovió una de las
bases de esta jurisprudencia universal. Sin embargo, como veremos
más adelante, renunciando los publicistas de la escuela protestante
a la autoridad de la Iglesia de Roma, no cesaron de invocar la del
derecho romano, como razón escrita y como código universal. Las
universidades de Italia y de España han producido en el siglo diez
y seis una multitud de hombres notables, que se han ocupado en cultivar
esa parte de la ciencia de la moral que enseña las reglas de la justicia.
Entre ellos se puede citar a Francisco Victoria, dominicano que se
ha hecho célebre como profesor de la universidad de Salamanca, y Domingo
Soto, discípulo y sucesor de Victoria en la misma escuela, que publicó,
en 1560, un Tratado de justicia y de derecho, sacado de sus lecciones
públicas y dedicado al infortunado y célebre Don Carlos. Victoria,
como Soto, condenan con una independencia que les hace honor las guerras
crueles que la rapacidad de sus compatriotas les hacía emprender en
el Nuevo Mundo, bajo pretexto de propagar el cristianismo. Soto fue
nombrado árbitro por Carlos V en la contienda que se levantó entre
Sepúlveda, el defensor de los colonos de la América española, y Las
Casas, el protector de los naturales del país, con motivo de la esclavitud
de estos últimos. El edicto de reforma de 1543 fue dado, conforme
al fallo de Soto, en favor de los Indios. Él no se detuvo ahí; ha condenado en los términos más
precisos el tráfico de negros en África, que comenzaba entonces a
practicarse por los Portugueses, atrayendo
a los naturales hacia las costas bajo falsos pretextos, transportándolos
en seguida por fuerza a bordo de sus navíos negreros. FRANCISCO
SUÁREZ También
se puede agregar a esos dos casuistas Francisco Suárez, que se hacía
notar en el mismo siglo, y del cual Grocio ha dicho que no había otro
igual en sutileza entre los filósofos y los teólogos. Algunos pasajes
de su teoría tocante a la moral privada son justamente condenados
por el autor de las Cartas provinciales; pero ese jesuita español
tiene el mérito de haber concebido y expresado claramente, en su tratado
De legibus ac Deo legislatore,
la distinción entre lo que se llama el derecho natural y los principios
convencionales observados por las naciones entre sí. «Él fue el primero
en apercibirse, dice Mackintosh, que el derecho internacional era
compuesto, no solamente de simples principios de justicia aplicados
a las relaciones de los Estados entre sí, sino también de usos largo
tiempo observados por la raza europea en sus relaciones internacionales,
que han sido después reconocidos como la ley consuetudinaria de las
naciones cristianas de la Europa y de la América» La
obra de Francisco de Victoria intitulada Relectiones
theologicae, aunque hayan aparecido
seis ediciones, de las cuales la primera en Lyon en 1557 y la última
en Venecia en 1626, se ha hecho extremamente rara. Esta obra se compone
de trece disertaciones o relectiones,
según el título que el mismo autor le ha dado, sobre diversos asuntos.
Dos de esas disertaciones, la quinta y la sexta, la una intitulada
De Indis, y la
otra De jure belli, tienen
relación con el derecho internacional En
la quinta disertación, el autor discute los diferentes títulos por
los cuales la toma de posesión del Nuevo Mundo por los Españoles
había sido justificada. Sostiene el derecho de los indígenas a la
dominación exclusiva de su propio país. Refuta la aserción de Bartolo
y de los otros jurisconsultos de la escuela de Bolonia, que querían
que el emperador fuese el soberano del mundo entero, y que el papa
tuviese el derecho de conferir a los reyes de España la dominación
de los países habitados por bárbaros paganos. Hace consistir los derechos
de los Españoles en lo que llama el derecho
de la sociedad natural, que, según él, permite a los Españoles vivir
y traficar en esa parte del mundo, sin perjudicar por eso a los habitantes.
Considera que el negar la hospitalidad y el derecho de traficar es
una causa suficiente para justificar una declaración de guerra, que
entonces podría conducir a la adquisición de la soberanía por medio
de una conquista confirmada por una concesión voluntaria. Niega el
derecho de hacer la guerra a los paganos porque rehúsen recibir las
luces del Evangelio, pero admite que de parte de ellos hay obligación
de dejar predicar el Evangelio a los que quieren oírlo, y no hacer
mal a los convertidos nuevamente. Sin embargo, parece temer que sus
compatriotas abusen de ese permiso; se esfuerza, pues, en moderar
su celo, y en precaverlos contra todas las violencias que, bajo el
nombre de religión, solo tienen por objeto en realidad satisfacer
la avaricia o alguna otra pasión mundana. La
sexta disertación trata exclusivamente de los derechos de la guerra;
el autor examina en ella las cuestiones siguientes: 1.
¿Los cristianos pueden en toda justicia hacer la guerra? 2.
¿A quién pertenece el derecho de declarar y hacer la guerra? 3.
¿Cuáles son las causas que pueden justificar una guerra? 4.
En una guerra justa ¿cuáles son los derechos que se tienen sobre el
enemigo? Sobre
la primera cuestión, Victoria sostiene que los cristianos tienen el
derecho de comprometerse en una guerra defensiva, de resistir la fuerza
con la fuerza, y de recobrar los bienes de que el enemigo se ha apoderado.
Pueden empeñarse aun en una guerra ofensiva, si tiene por objeto la
reparación de una injusticia. Él sostiene estas proposiciones del
derecho natural con citaciones de la Escritura santa y con la autoridad
de los Padres de la Iglesia. Responde
a la segunda cuestión diciendo, que el derecho de hacer la guerra
pertenece a cada particular para defender su persona y sus bienes.
Pero que hay entre un particular y el Estado esta diferencia, que
el derecho del primero se limita al de su propia defensa y no se extiende
de ningún modo a la reparación de los agravios que le han sido inferidos,
ni aun al derecho de las cosas que le han sido arrebatadas, si ha
trascurrido cierto lapso de tiempo. El recurso
a la fuerza, en un caso de propia defensa, solo puede tener lugar
cuando el peligro está presente, o, como dicen los jurisconsultos,
in continenti.
El Estado, al contrario, tiene el derecho no solamente de defenderse
a sí mismo, sino también el de pedir reparación de las ofensas que
le han sido hechas a él o a sus súbditos; de donde resulta que, en
este último caso, el Estado o el soberano tiene solo el derecho de
hacer la guerra. Pero entonces se presenta la cuestión de saber fijamente
lo que es un Estado. La respuesta del autor es, que es una comunidad
perfecta, es decir, que no hace parte de ningún otro Estado, y que
tiene sus leyes particulares así como su propia legislatura y sus
propios magistrados; tales son, por ejemplo, los reinos de Castilla
o Aragón, la república de Venecia, etc. Pueden también existir varias
comunidades perfectas o Estados regidos por el mismo príncipe, quien
entonces tiene, solo, el derecho de declarar y hacer la guerra. He
ahí la razón por que ese derecho no puede ser ejercido por principados
que sean vasallos de un imperio. A
la tercera cuestión responde haciendo observar por de pronto, que
la diversidad de religión no puede ser considerada como un motivo
justo de hacer la guerra, ni menos la negativa de una nación pagana
a abrazar el cristianismo. — El deseo de extender su poder o de adquirir
mayor gloria no puede tampoco autorizar a un príncipe a hacer la guerra.
La diferencia entre un rey justo y un tirano consiste en que el primero
reina para el bien de su pueblo, mientras que el segundo solo reina
en su propio interés. Es hacer esclavos de sus súbditos el forzarlos
a hacer la guerra, no en el interés público, sino solo en el del príncipe.
La única causa justa de guerra es la injuria que hace un Estado a
otro. El derecho natural prohíbe matar a los inocentes; es pues injusto
hacerla guerra a los que no nos han hecho ningún mal. Las injurias
mismas no siempre justifican una declaración de guerra. Del mismo
modo que en la sociedad civil no todos los crímenes deben ser castigados
con la muerte o el destierro, así también en la grande sociedad de
las naciones no es permitido castigar injurias insignificantes por
medio de carnicerías y devastaciones, que son las consecuencias inevitables
de toda guerra. A
la cuarta cuestión Victoria responde que, en tiempo de guerra, es
justo hacer todo cuanto sea necesario para la defensa y la conservación
del Estado. Que es justo recobrar del enemigo lo que él nos ha tomado,
o pedirle el valor equivalente; tomarle el suficiente dinero para
pagar los gastos de la guerra y para compensar todos los males que
nos ha hecho sufrir. En una guerra justa es permitido ir aún más lejos,
ocupar el territorio del enemigo así como las fortalezas, con el fin
de castigar los agravios que nos ha hecho, y obtener la paz. Tales
son los derechos de los poderes beligerantes entre sí, en caso de
una guerra justa. Pero el autor examina entonces la cuestión de saber
si basta, para que una guerra sea justa, que la parte beligerante
la considere tal. A lo que responde que ese no es siempre el caso.
Es necesario, dice, referirse al juicio de los hombres sabios. Es
necesario poner mucho cuidado en esta información, y aun las razones
dadas por la parte contraria deben ser consideradas atentamente. Una
guerra puede ser considerada justa para los dos partidos, si de ambas
partes se creen en su derecho. Se puede aún decir que los Turcos y Sarracenos hicieron una guerra justa contra los cristianos,
desde que creían en ello servir a su dios. Los súbditos no tienen
el deber de servir a sus soberanos en una guerra manifiestamente injusta,
desde que ninguna autoridad temporal puede justificarnos si inmolamos
inocentes. Pero al mismo tiempo, el derecho de examinar la cuestión
de la justicia o de la injusticia de una guerra debe pertenecer a
los hombres más notables de una nación, a quienes el soberano ha de
consultar en semejante ocasión. Los miembros inferiores de un Estado,
que no entran en el consejo público, pueden en conciencia conformarse
con la decisión de sus superiores en relación a
la justicia de la guerra. En caso dudoso, los súbditos están obligados
a obedecer las órdenes de su soberano. Volviendo todavía a la cuestión
de saber cuáles son los actos de hostilidad permitidos, Victoria pregunta
si es justo matar a los inocentes. Responde negativamente, y dice
que no se debe imponer la pena de muerte ni a las mujeres ni a los
niños, que deben ser considerados como inocentes, aun en las guerras
con los Turcos. Entre los cristianos, esta
suposición se extiende también a los labradores, y en general a todas
las personas empeñadas en la vida civil o religiosa, así como a los
extranjeros que se encuentran en país enemigo. Sin embargo, esas personas
pueden ser privadas de sus bienes, tales como buques armados o dinero,
bienes que son necesarios para hacer la guerra; pero si la guerra
puede hacerse sin ellos, no es necesario destruir ni arrebatar los
bienes de los labradores y de otras personas inofensivas. Los bienes
de los inocentes como de los culpables están sujetos a represalias,
en el caso en que se rehúse devolver aquellos de que injustamente
se hayan apoderado. Así es que si súbditos franceses hacen incursiones
en España para despojar a sus habitantes, y entonces el rey de Francia
rehúsa reparar los males causados, los Españoles pueden, con el permiso de su soberano, despojar también
de sus bienes a los negociantes y labradores franceses que, no obstante,
son completamente inocentes. Las cartas de marca y represalia que
se acuerdan en casos semejantes no son injustas, desde que sin la
negligencia del soberano sus súbditos no serían despojados así; pero
son peligrosas y dan lugar a toda clase de depredaciones. No
es permitido llevar cautivos a los niños y a otras personas inofensivas,
ni menos matarlos; tampoco se tiene derecho de reducir a la esclavitud
a los prisioneros de guerra, pero se les puede retener hasta que hayan
sido rescatados; el precio del rescate no debe, sin embargo, exceder
lo que es absolutamente necesario para costear la guerra. El autor
examina en seguida la cuestión de saber si los rehenes pueden con
derecho ser ejecutados en caso de violación de la convención por la
cual han sido retenidos; y haciendo una distinción entre los rehenes
de las personas que han tomado las armas, y las que son inofensivas,
como las mujeres y los niños, falla que pueden ejecutarse los primeros,
pero no los segundos. En cuanto a la cuestión de saber si todas las
personas que toman las armas contra nosotros pueden ser exterminadas,
responde diciendo que, en el ardor del combate, o en el ataque y la
defensa de una ciudad sitiada, mientras la lucha está todavía en periculo, todos aquellos que continúen
resistiendo pueden ser exterminados. La única duda que puede presentarse
es en el caso de estar la victoria asegurada, y cuando ya no hay nada
que temer del enemigo. Victoria no se detiene en esa duda, y fundándose
en el precepto de Dios a los Judíos (Deuteronomio,
c. 20), declara que es permitido exterminar a los enemigos que no
resisten. Sin embargo, modifica un poco lo que acaba de decir, declarando
que eso solo tiene lugar para inspirar terror a los que sobreviven,
y obtener así una paz honorable. Llega pues a la conclusión, que no
es siempre legítimo el exterminar así a sus enemigos. Pero esa templanza
del derecho de la guerra no puede tener lugar para los infieles, con
los cuales no hay jamás esperanza de obtener una paz basada sobre
justas condiciones. De modo que, finalmente, concluye que entre los
enemigos cristianos, los que no resisten no pueden ser con justicia
exterminados, tanto más cuanto que los súbditos que solamente toman
las armas por obedecer a su soberano pueden ser considerados como
las personas inocentes. Y aunque, según el derecho natural, los militares
que se rinden o que son hechos prisioneros puedan ser ejecutados,
sin embargo, los usos de la guerra, que llegaron a formar parte del
derecho de gentes, lo habían decidido de otra manera. Pero Victoria
afirma que no ha oído decir jamás que ese uso se hubiese extendido
a la guarnición de una ciudad que se ha rendido a discreción. Cuando
no hay una capitulación que asegure la vida de los prisioneros; estos
pueden ser pasados por las armas legalmente. En
cuanto a la cuestión de saber si las cosas tomadas en una guerra justa
son propiedad de los vencedores, Victoria lo ha resuelto diciendo,
que desde que el objeto de una guerra es obtener satisfacción de las
injurias hechas por el enemigo, las cosas que se le han arrebatado
pueden confiscarse con ese fin. Pero es necesario hacer una distinción
entre las diferentes cosas que pueden ser tomadas en tiempo de guerra.
Esas cosas pueden ser, ya plata, oro o ropa, ya inmuebles, tales como
tierras, fortalezas o ciudades. En cuanto a los muebles, son la propiedad
del vencedor, aun cuando su valor exceda los daños que ha causado
el enemigo. Para apoyar lo que dice, cita la ley Si quid in bello y hostes,
ff. De capt, y
C. Jus gentium,
donde está expresamente dicho: «Quod jure
gentium guie ab hostibus
capiuntur, Statim nostra fiunt». Agrega a este testimonio
el de las santas Escrituras y el de los casuistas. Admite que una
ciudad tomada puede ser entregada al saqueo, pero solamente en el
caso de ser absolutamente necesario. Respecto a los inmuebles, sostiene
que las tierras, las ciudades y las fortalezas del enemigo pueden
ser conservadas hasta que haya dado satisfacción por todos los daños
que ha causado. Se puede también imponer contribuciones al enemigo,
no solamente para indemnizarse de los daños hechos, sino también para
castigarle. En los casos extremos, cuando los males causados son muy
considerables, y cuando no se puede obtener ninguna otra reparación,
se puede derrocar el gobierno del país conquistado y unirlo al territorio
del conquistador. Todos estos derechos extremos de la guerra deben
suavizarse en la práctica por la consideración de que la guerra puede
ser injusta, aunque el soberano enemigo pueda obrar bona fide, haciéndola
según el consejo de hombres sabios y virtuosos. Victoria
termina esta disertación sentando tres cánones o reglas de conciencia
relativas al asunto que acaba de tratar: 1°
Que el soberano, que tiene el derecho de hacer la guerra, no solamente
no deberá buscar pretexto para hacerla, sino que deberá hacer esfuerzos
para vivir en paz con todos los hombres, según el precepto de S. Pablo
a los Romanos, desde que los hombres son hermanos que debemos amar
como a nosotros mismos, y desde que todos debemos comparecer delante
de un mismo Dios. Solo la necesidad puede pues justificar una declaración
de guerra. 2º
Guando una guerra es declarada por una causa justa, debe hacerse,
no para destruir al enemigo completamente, sino para que el mal que
se le haga pueda asegurar una paz duradera. 3º.
Cuando se consigue una victoria, debe usarse de ella con moderación
y humildad cristiana. El conquistador tiene el deber, cuando puede
decidir sobre cuál sea la satisfacción debida a su país, de constituirse
juez imparcial entre las dos naciones beligerantes. Está tanto más
obligado a conformarse con esta regla, cuanto que ordinariamente es
por culpa de los reyes que la guerra se enciende entre las naciones
cristianas. Los súbditos se arman por sus soberanos, y porque tienen
confianza en la justicia de su causa, y así sufren injustamente por
la falta de sus jefes, como lo dice Horacio: Quidquid
delirant reges,
plectuntur Achivi. Independientemente
de las obras publicadas por los teólogos casuistas gran número de
tratados explicando las leyes de la guerra han sido escritos también
en esa época por publicistas españoles e italianos, varios de los
cuales son citados por Grocio. Habiéndose hecho España bajo Carlos
V y Felipe II el primer poder militar y político de Europa, por el
sostenimiento de grandes ejércitos y largas guerras, debió ser la
primera en sentir la necesidad de esa parte esencial del derecho de
gentes, que determina sistemáticamente los principios de la guerra.
Baltasar Ayala. Baltasar
Ayala, gran preboste del ejército español en los Países Bajos, ha
escrito un tratado sobre esta materia, que ha dedicado al príncipe
de Parma, a cuyas órdenes sirvió. Esa obra está dividida en tres libros,
de los cuales solo el segundo tiene relación con los derechos de la
guerra y el tercero con sus deberes. En el primero de ellos, el autor
trata las leyes de la guerra como haciendo parte del derecho internacional,
y cita a menudo en su apoyo ejemplos tomados de la historia romana
y del derecho romano. En
el primer capítulo el autor explica las formas de la declaración de
guerra que toma del derecho fecial de los Romanos, y sin las cuales
ninguna guerra era mirada como justa por ese pueblo. En el segundo
capítulo, Ayala trata de las justas causas de la guerra. Está de acuerdo
con Victoria en reconocer que el derecho de declarar y hacer la guerra
pertenece al Estado, y que una guerra es justa cuando es hecha ya
sea en defensa del Estado, de sus súbditos, de sus bienes o de sus
aliados, o ya sea para recobrar lo que ha sido arrebatado por el enemigo.
Ni los rebeldes ni los piratas son mirados como enemigos públicos:
no pueden reclamar los derechos de presa o de
postliminii. Las cosas arrebatadas por
ellos no son consideradas perdidas para los que han sido despojados;
pero lo que se les toma es la propiedad de los que lo ocupan, como
si fuesen enemigos públicos. La guerra contra los infieles, por el
solo pretexto de su religión, no es justificable; pues su infidelidad
no les despoja de los derechos de soberanía y dominación que les concede
el derecho de gentes, y esta soberanía no ha sido dada en el principio
a los fieles únicamente, sino también a toda criatura dotada de razón.
Ni la autoridad del papa ni la del emperador podrían sancionar tal
guerra. La autoridad del papa no puede sancionarla, porque él no tiene
poder espiritual o temporal sobre los infieles, y no corresponde a
la Iglesia castigar a los que no han reconocido el cristianismo. Menos
podría sancionarla la autoridad del emperador, porque no es el señor
del mundo. Pero, si los infieles hubiesen tenido conocimiento del
cristianismo, y después rehusasen el permiso para que el Evangelio
sea propagado, puede hacérseles la guerra como a los demás herejes.
En todo caso, sin embargo, un súbdito está en el deber de someter
su juicio al de su soberano, que es el único responsable por la justicia
o injusticia de la guerra. Una guerra puede ser considerada como justa
bajo el punto de vista del derecho, aun cuando
la causa que la haga nacer sea injusta, desde que no haya soberano
árbitro entre dos Estados. Se puede llamar justa una guerra que es
hecha por quien tiene verdaderamente el derecho de hacerla. Así Ulpiano
dice: “Hostes sunt quibus
publice populus romanus decrevit vel ipsi
populo romano : coeteri
vero latrunculi vel
proedones appellantur”. Una guerra
declarada así acuerda a las dos partes beligerantes todos los derechos
de la guerra. El
tercer capítulo contiene digresiones sobre los duelos y combates particulares,
que el autor condena como igualmente contrarios a las leyes divinas
y humanas. El cuarto capítulo trata de las represalias contra los
bienes de la nación que hace una guerra ofensiva, represalias que
solo pueden ser permitidas por la autoridad suprema del Estado en
quien reside el derecho de hacer la guerra. El
quinto capítulo trata de los objetos arrebatados en tiempo de guerra
y del jus postliminii.
Las cosas tomadas al enemigo en una guerra justa son propiedad de
los vencedores. Pero es necesario distinguir entre los muebles y los
inmuebles, tales como las casas y las tierras que son confiscadas
en provecho del Estado. Según las leyes de España, no solamente las
tierras y las casas, sino también los buques de guerra tomados,
son la propiedad de la corona. En cuanto a los muebles, el derecho
que tienen los vencedores de apropiárselos como botín está, sin embargo,
restringido por el Estado, que puede reservarse cierta porción para
él mismo y distribuir lo restante según el rango de los vencedores.
Ayala cita los textos del derecho romano para mostrar que no solamente
las cosas sino también las personas son propiedad de los vencedores,
y que así es como la esclavitud, que no existía en el derecho natural,
fue introducida por el derecho de gentes. Pero entre las naciones
cristianas un uso antiguo ha sustituido el rescate de los prisioneros
a la esclavitud; sin embargo, en el tiempo mismo en que Ayala escribía,
la esclavitud era todavía la suerte de los prisioneros en la guerra
entre las naciones cristianas y los Turcos.
Las personas reducidas así a la esclavitud recobraban la libertad
volviendo a su país jure postliminii.
El poseedor primitivo tiene también derecho a la restitución de sus
tierras y de otros inmuebles, después de la expulsión del enemigo
del país. La misma ficción legal es también aplicable a los buques
y otros muebles tomados de nuevo al enemigo. En cuanto a los muebles,
el autor adopta la distinción hecha por Labeo: “Si quid bello captura
est, in praeda est, nec
postliminio redit”. Así los muebles que
son recobrados antes de haber sido llevados intra
praesidia kostium,
deben ser entregados al poseedor primitivo, porque no han sido distribuidos
como botín. Las cosas robadas por piratas deben ser devueltas al poseedor
primitivo, hayan o no sido llevadas intra
praesidia, porque una presa hecha por
ellos no es válida. El
sexto capítulo trata de la obligación de guardar la fe con los enemigos.
Este precepto está apoyado, según la práctica de Ayala, por los ejemplos
tomados de la historia romana, así como por las máximas de filósofos,
tales como Cicerón, Séneca y otros, que han enseñado que es necesario
no eludir la ejecución de los tratados hechos con el enemigo, bajo
pretexto de violencia o por una interpretación sutil del texto de
los mismos tratados. Un ejemplo notable de esta manera de violar un
tratado es el de Q. Fabio Labeo, que habiendo prometido a Antíoco,
después de la derrota de este, dejarle la mitad de su flota, hizo
aserrar todos los buques en dos, entregándole la mitad de cada uno,
y privando así al rey de toda su flota, cumpliendo sin embargo con
el sentido literal del tratado. Del mismo modo los Romanos destruyeron
Cartago, que habían prometido salvar, pretextando que se habían comprometido
a salvar los ciudadanos, pero no la ciudad. El autor cita también
el ejemplo de los diez Romanos enviados por Aníbal a Roma después
de la victoria de Cannae para negociar la paz, y que habían jurado volver al
campo de los Cartagineses si las negociaciones no tenían buen éxito.
Uno de ellos trató de descargarse de ese juramento volviendo al campo
antes de haber ido a Roma, bajo el pretexto de que había olvidado
algo. Según Polibio, el senado romano ordenó que fuese entregado a
los Cartagineses, pues, como dice muy bien Cicerón, «el fraude no
absuelve al perjurio; por el contrario lo agrava.» Lo
que antecede sólo es aplicable a los enemigos públicos comprometidos
en una guerra legítima, y no a los piratas y ladrones, con quienes
no puede haber tratados. Esto lleva a Ayala a examinar el caso más
difícil de contratos con rebeldes, que considera enteramente nulos.
Eso no tiene nada de sorprendente, desde que escribía en el campo
mismo del príncipe de Parma. Decide igual cosa también respecto a
los tratados con los tiranos; denomina con esa palabra a los usurpadores,
pues que en otro pasaje de su libro recomienda la obediencia pasiva
a los príncipes legítimos, cualquiera que sea la opresión y la crueldad
que ejerzan para con sus súbditos. Las promesas exigidas por los tiranos
no ligan, desde que están privadas de un elemento esencial, el libre
consentimiento. La misma cosa puede decirse de las promesas que un
pueblo en rebelión exige de su soberano. No siempre hay obligación
de guardar la fe con los enemigos públicos; hay casos citados por
Cicerón en que no es necesario, porque las circunstancias pueden haber
cambiado de tal modo que sería hacerle mal al enemigo guardarle la
fe prometida, bien porque es contrario a las leyes divinas, bien porque
la promesa ha sido hecha por una persona no autorizada en perjuicio
del Estado, o bien, en fin, porque el enemigo mismo la ha roto. No
hay derecho de vengarse del fraude por el fraude; pero una convención
de paz, de alianza o de tregua que está viciada de perjurio, es nula ab initio. El
séptimo capítulo habla de los tratados y de las convenciones. El autor
refiere en él lo que los embajadores romanos dijeron a Antíoco: que
hay tres especies de tratados o convenciones: 1.
Los tratados en que el partido vencedor pone la ley al vencido. Los
ejemplos de esta clase de tratados abundan en la historia romana. 2.
Los tratados de paz y de alianza fundados sobre bases de reciprocidad,
tal como el tratado entre los Romanos y los Sabinos. 3.
Los tratados de alianza entre las naciones que no se han hecho nunca
la guerra. Se puede aún subdividir esta tercera especie de tratados
en tratados de alianza defensiva y en tratados de alianza a la vez
defensiva y ofensiva. A estos se pueden agregar todavía los tratados
de comercio. El autor explica en seguida la diferencia que el derecho
romano establece entre el foedus y el sponsio. El que manda un ejército
tiene el derecho de hacer una tregua de corta duración, pero no de
concluir una paz definitiva sin que su soberano le haya investido
antes de una autoridad especial. El
capítulo octavo trata de las estratagemas y astucias en tiempo de
guerra. Es permitido atacar a un enemigo con la fuerza o el fraude,
y se puede usar de toda clase de estratagemas y astucias contra él,
siempre que la buena fe sea observada en el cumplimiento de las promesas
hechas. Los Griegos y los Cartagineses se
vanagloriaban de su habilidad para engañar a sus enemigos; pero los
Romanos, durante los primeros tiempos de la república, rehusaron generosamente
el empleo de semejantes medios. Si ellos los adoptaron después, no
fue sin una viva oposición de parte de los senadores, que apelaron
a los mejores ejemplos de sus antepasados. El
capítulo nono se refiere a los derechos de legación. Nuestro autor
afirma que en todos tiempos y entre todas las naciones los embajadores
han sido considerados como investidos de un carácter sagrado e inviolable,
y cita algunos ejemplos que muestran que el colegio fecial ha determinado
en varias circunstancias que los Romanos entregasen al enemigo los
que bajo ese respecto hubiesen violado el jus gentium. Hace
mención de la conducta del dictador Postumo,
que fue hasta dar la libertad a algunos Volscos investidos de la dignidad
de legati para
disfrazar su verdadero carácter de espías que venían a examinar el
campo romano. Ayala duda, sin embargo, si la inmunidad de los embajadores
puede extenderse hasta el caso en que se conduzcan de una manera contraria
a la dignidad del carácter oficial de que están revestidos. Los
derechos de legación solo pertenecen a los enemigos públicos y no
a los piratas, ladrones y rebeldes. Los tránsfugas no podrían prevalecerse
del carácter de embajadores. Ayala aplica esto al caso célebre de
los embajadores de Francisco I, súbditos de Carlos V, que fueron asesinados
al pasar por el Milanesado, dirigiéndose a Venecia y de allí a Turquía,
y cuyos asesinos rehusó entregar el emperador. Conrado Brono. Grocio
no cita en ninguna parte a Conrado Bruno, jurisconsulto alemán, autor
de un tratado De legationibus,
publicado en Mayence en 1848. Los principios
que, sienta este autor están sepultados bajo una masa enorme de citaciones,
tanto de los autores que han escrito sobre el derecho romano como
de los canonistas, de la Escritura santa, de los Padres de la Iglesia,
de los poetas, filósofos y de los historiadores de la antigüedad.
Sin embargo, distingue bien entre los plenos poderes, las cartas credenciales
y las instrucciones de un ministro público. Considera el derecho fecial
de los Romanos, que exigía una declaración solemne de guerra, así
como ciertas formalidades prescritas para autorizar los actos de hostilidad,
como el origen de la institución de los embajadores entre los modernos.
Esas formalidades, dice, no son ya necesarias en las relaciones de
los Estados modernos entre sí, desde que todo lo relativo a la paz
y a la guerra es arreglado por los ministros públicos que representan
a sus soberanos. Una guerra justa es aquella que se hace por la necesidad
de propia defensa y por la seguridad pública. La guerra no puede hacerse
con el fin de adquirir celebridad y de extender la dominación, aunque,
como dice Cicerón, la ambición militar es el defecto de las grandes
almas que se inclinan a esta carrera. No se puede, ni aun con justa
causa, comenzar una guerra sin pedir antes satisfacción de las injurias
que nos han sido hechas, a menos de no ser en un caso en que cualquier
demora fuese perjudicial. En casos semejantes se puede rechazar inmediatamente
la fuerza con la fuerza, y perseguir al agresor en su propio territorio,
hasta obtener la restitución de lo que ha sido arrebatado; porque
es dado recurrir al derecho de propia defensa, no solamente para rechazar
las injurias, sino también para recobrar con las armas en la mano
lo que ha sido arrebatado injustamente. Toda guerra hecha por cristianos
contra los enemigos de la religión cristiana es justa, por ser emprendida
en defensa de la religión y por la gloria de Dios, a fin de recobrar
la posesión de los bienes que los infieles poseen injustamente, y
con la mira de una utilidad general para toda la cristiandad. Llama
la atención sobre otro tratado,
De Seditiosis, por lo que hace a su opinión tocante a la
justicia de la guerra contra los herejes. — El poder de hacer la guerra
reside en la autoridad suprema del Estado, al cual pertenece exclusivamente
el derecho de autorizar una guerra contra otra nación por medio de
una declaración solemne. Bruno dice que en su tiempo el respeto debido
al carácter sagrado de los embajadores ha sido violado frecuentemente.
Según él, no puede haber duda acerca de la exención de toda persecución
ante los tribunales, como de todo derecho e impuesto recaudado en
el país. Alberico Gentili. Alberico
Gentili, llamado Albericus Gentilis
según el uso de latinizar los nombres propios, nació en la frontera
de Ancona a mediados del siglo diez y seis, de una familia antigua
e ilustre. Su padre había abrazado el protestantismo, y fue por consiguiente
obligado a abandonar Italia y a refugiarse en Alemania con su familia.
Envió su hijo Alberico a Inglaterra, en donde este encontró no solamente
una entera libertad de conciencia, sino que fue recibido favorablemente
y nombrado profesor de jurisprudencia en la universidad de Oxford.
Allí no se ocupó solamente del derecho romano, mirado entonces como
el solo sistema de jurisprudencia digno de ser enseñado de una manera
científica, sino que también se dedicó al estudió del derecho natural
y del derecho internacional. Su atención se fijó especialmente en
el último, porque fue nombrado abogado de los Españoles ante el tribunal de presas de Inglaterra. El resultado
de sus trabajos en esa parte del derecho público fue publicado por
él, y esa colección puede ser considerada como la primera compilación
de las disposiciones sobre el derecho de gentes marítimo que haya
aparecido en Europa. Pero sus trabajos más científicos dieron origen
a uno de los primeros tratados completos sobre los derechos de la
guerra, De jure belli, publicado en 1589, y dedicado al conde de Essex,
que le había ayudado a obtener el empleo de profesor en Oxford. Grocio
mismo reconoce que debe mucho a Gentili, y es evidente por los títulos
mismos de sus capítulos, que son casi idénticos con el primero y tercer
libro de Grocio, que ha sido de una grande utilidad a este publicista.
Lampredi, juez competente en esa materia,
reclama para su compatriota el honor de ser considerado como el padre
de la ciencia moderna del derecho público. «Fue el primero, dice,
que explicó las leyes de la paz y de la guerra, y con ello sugirió
probablemente a Grocio la idea de su obra sobre ese asunto: mereció
el reconocimiento público, por haber contribuido a aumentar la gloria
de Italia, su patria, que le suministró los conocimientos del derecho
romano, y por haber mostrado que ella fue la primera en enseñar el
derecho natural, como ha sido la primera en restaurar y proteger las
artes y las letras» Gentili
publicó también en 1583 un tratado sobre las embajadas, De Legationibus, que dedicó a su amigo y
protector el ilustre sir Felipe Sydney.
El primer libro de esa obra contiene una deducción histórica sobre
el origen de las diferentes clases de embajadas y las ceremonias anexas
a ellas, según el antiguo derecho fecial de los Romanos. El segundo
trata más especialmente de los derechos e inmunidades de los
ministros públicos. Examina la cuestión de saber si tienen un carácter
privilegiado fuera de los Estados cerca de los cuales están acreditados.
Decide que estrictamente no lo tienen; pero que se debe considerar
que los embajadores son ministros de paz, representando las personas
de sus soberanos, encargados de los negocios del Estado, y considerados
en todas partes como revestidos de un carácter sagrado e inviolable.
No se les debe, pues, negar el libre pasaje, y menos aún hacerles
resistencia cuando pasan por el territorio de otro Estado que aquel
cerca del cual están acreditados. Los derechos de legación no se extienden
a los piratas y a los rebeldes. Tales asociaciones no podrían constituir
un Estado. Esos no son enemigos públicos. El caso de una guerra civil
es más difícil, porque entonces cada partido quiere ser considerado
el Estado, y cada uno trata a su adversario como si fuese culpable
de una resistencia ilícita. Así es que, solo en el caso en que dos
partidos fuesen iguales en fuerza para que pudiesen considerarse mutuamente
como enemigos públicos, la cuestión podría decidirse. Pero cualquiera
que sea la causa de las disensiones políticas, las diferencias de
religión no pueden privar de los derechos de legación. Bien pueden
tratarse por una y otra parte de herejes y cismáticos, sin estar menos
sometidos por eso a las leyes públicas. Las inmunidades del embajador
se extienden también a su comitiva, a sus bienes y a su domicilio.
Pero Gentili pretende, en desquite, que el embajador está sometido
a la jurisdicción ordinaria de los tribunales civiles del lugar en
que reside, en lo relativo a los contratos hechos durante el tiempo
de su misión. Esta singular opinión, que no está confirmada por ningún
otro escritor de derecho público, está fundada probablemente en una
falsa interpretación de las leyes romanas con motivo del legatus que representaba una provincia
o una ciudad en Roma misma, o bien del legatus enviado de Roma a las provincias, y que estaba naturalmente,
como súbdito romano, sometido a los tribunales del lugar que habitaba
pasajeramente, y en donde se hacía el contrato. — Sin embargo, sostiene
que un embajador no puede ser castigado de un crimen cometido por
él en la localidad donde reside, pero que debe ser despedido del país,
aun en el caso que hubiese conspirado contra el gobierno. El
libro tercero se ocupa casi exclusivamente de las calidades de un
embajador. Según Gentili, esas calidades son tan numerosas como las
que Cicerón exige para formar un orador perfecto. Además de los dones
de la naturaleza y una grande aptitud para esa carrera, Gentili exige
que un embajador sea elocuente, y que tenga un conocimiento extenso
de la historia y de la filosofía política; que tenga dignidad en sus
maneras, que reúna la prudencia a la firmeza, y que se adhiera escrupulosamente
a la verdad y a la justicia; en una palabra, que tenga todas las calidades
y virtudes que poseía, según él, su protector sir Felipe Sydney. Gentili,
en esa parte de su obra, condena la tendencia moral del Príncipe de
Maquiavelo, que se considera generalmente como una especie de manual
de tiranía. — Según él, esa obra no es más que una sátira de los vicios
de los príncipes, y una exposición amplia y entera de los artificios
de los tiranos; y Maquiavelo, admirador casi fanático de los republicanos
y regicidas de la antigüedad, no puede haberla escrito sino como una
advertencia al pueblo, cuya defensa había tomado siempre. Sin embargo,
el objeto que tuvo Maquiavelo al escribir su libro, puede ser explicado más naturalmente y de una manera
más satisfactoria, si se considera que el sistema moderno del equilibrio
de los poderes ha sido desarrollado y puesto en práctica por los Estados
de Italia al fin de la Edad Media, por de pronto para conservarse
los unos frente a los otros, y además para unirlos contra las invasiones
de los bárbaros transalpinos. Tal fue la política de la república
de Florencia bajo Cosme y Lorenzo de Médicis, y tal fue el objeto
de Maquiavelo cuando dedicó su obra a la instrucción del joven príncipe
Lorenzo, hijo de Pedro de Médicis. Desgraciadamente ese publicista,
al separar la política de la moral, ha querido servirse, para libertar
su bella patria del yugo extranjero, de todos los medios que eran
ya demasiado familiares á los tiranos domésticos
de Italia. Los
remedios violentos que ha querido aplicar a esos males eran venenos,
y su libro se ha convertido después en el manual del despotismo, del
que Felipe II y Catalina de Médicis han extraído sus detestables máximas
políticas. Pero
no se podría separar impunemente la política de la moral. No hay más
que una verdad, a la que no puede oponérsele otra. Una política sana
no puede pretender hacer lo que está prohibido por el derecho de gentes
fundado en los principios de la justicia eterna; y por otra parte
el derecho de gentes no debe prohibir lo que una sana política juzga
necesario para la seguridad de una nación. Se pueden citar en apoyo
de esta máxima las palabras de Burke: «La
justicia es la perpetua gran política de la sociedad humana, y cada
derogación notable de sus principios, en cualquier circunstancia que
sea, está fundada en la preocupación que no existiría ninguna política
en el mundo» Hugo Grocio Pero
cualquiera que haya sido el objeto de Maquiavelo al escribir esa célebre
obra, es indudable que ha trazado un cuadro sombrío de la sociedad
y del derecho público de la Europa en el siglo diez y seis; aquello
no era más que un cúmulo de corrupción, de disimulación y de crímenes,
que reclamaba altamente un reformador capaz de hablar a los reyes
y a los pueblos el lenguaje de la verdad y de la justicia, poniendo
así un término a esa plaga moral. Ese reformador apareció: este fue
Hugo Grocio, que nació hacia el fin de ese siglo, y se hizo sobre
todo notable durante el principio del siglo siguiente. Esa época,
tan fértil en grandes hombres, no ha producido sin embargo nada más
ilustre que él por el genio, por la variedad de sus conocimientos,
y por la influencia de sus trabajos sobre las opiniones y la conducta
de sus contemporáneos y de la posteridad. Igualmente distinguido como
sabio y como hombre práctico, fue al mismo tiempo abogado elocuente,
sabio jurisconsulto, historiador célebre, hombre de Estado dedicado
a su patria y teólogo versado en todas las partes de esa ciencia.
Sus talentos fueron consagrados al servicio de su país y de la humanidad.
Defendió la libertad de los mares como la propiedad común de todas
las naciones contra las pretensiones exageradas de Portugal, con motivo
de la navegación y comercio de las Indias Orientales, que el genio
marítimo de Holanda revindicó entonces por primera vez. Su ingrata
patria recompensó sus virtudes y sus servicios con el destierro, y
habría llevado su injusticia hasta condenarlo a una prisión perpetua
y aun a la muerte, si su mujer no se hubiese sacrificado valientemente
por él. Grocio, perseguido con Bernavelt
y los otros Armenios, fue encerrado en la
fortaleza de Louvestein en 1619, de donde
se fugó y se refugió en Francia. Se vengó de su patria tributándole,
como lo había hecho antes, los servicios más importantes. En ese siglo
particularmente agitado por violentas discusiones sobre materias religiosas,
se hizo superior a toda exageración, y aunque activamente comprometido
en las discusiones entre los Armenios y los
Gomaristas, su tolerancia le hizo respetar
todas las opiniones católicas y protestantes; tolerancia rara en esos
tiempos de fanatismo y persecución. Cuando no pudo utilizarse en la
vida activa, exhortó a los hombres al amor de la paz y de la justicia,
publicando su célebre obra sobre los derechos de la guerra y de la
paz, que hizo tan grande impresión en todos los príncipes y hombres
de Estado de esa época, contribuyendo singularmente a regular su conducta
política. Alejandro el Grande llevaba siempre consigo la Ilíada de
Homero para inflamar su amor a la gloria militar; mientras que Gustavo
Adolfo dormía con el tratado de Grocio bajo su almohada durante la
guerra que hizo en Alemania defendiendo las libertades de Europa.
Sería difícil decidir si hay más diferencia entre el poeta de la Grecia
y el filósofo de la Holanda que entre los dos héroes que extraían
ideas tan opuestas de sus obras. El
motivo dado por Grocio para explicar su intención al publicar tal
obra, fue el más noble que un legista cristiano pueda tener:
«Yo veía por toda la cristiandad, dice, una facilidad para hacerse
la guerra que avergonzaría a los mismos Bárbaros; guerras que comenzaban
bajo el pretexto más fútil, y se hacían sin miramientos por ninguna
ley, fuese divina o humana, como si una simple declaración de guerra
desencadenase todos los crímenes». La vista de un estado tan triste
de cosas hizo decir a algunos autores, y a Erasmo en particular, que
los cristianos, cuyo deber es amar a todos los hombres, no tienen
el derecho de hacer la guerra. Pero afirmar una doctrina tan poco
practicable conducía necesariamente a lamentar el medio propuesto
por Grocio para disminuir los males de la guerra. «Que las leyes pues,
agrega, se callen en medio de las armas, pero solamente las leyes
que pertenecen a la paz, las leyes de la vida civil y de los tribunales
de justicia, y no esas leyes eternas que convienen a todos los tiempos,
que la naturaleza impone, y que el consentimiento de las naciones
establece como aplicables, según la antigua fórmula romana, a una
guerra santa y pura : puro pioque duello» Lo
que prueba, según él, la necesidad de tal obra,
es que no se pensó nunca en hacer un tratado completo sobre los derechos
de la paz y de la guerra, y que los que habían escrito en parte acerca
de ese asunto habían dejado todavía mucho por decir en un campo tan
vasto. Los casuistas, tratando de casos de conciencia, han hablado
frecuente pero incidentalmente de la guerra, de las promesas, de los
juramentos, y de las presas y represas. Grocio hace sobre todo elogios
de las obras de los casuistas españoles Covarruvias y Vázquez, igualmente versados en el derecho civil
y en el derecho canónico, y que habían tratado algunas veces cuestiones
internacionales, el primero con una entera libertad, el segundo con
más reserva, pero con un sentido recto. Mas los autores que han tratado
particularmente de los derechos de la guerra han sido, o bien teólogos
como Francisco Victoria, Enrique de Gorcum,
Guillermo Mattheus, o bien doctores de derecho civil, tales como Lupus,
Arius, Juan de Lignano
y Martinus Laudensis.
Sin embargo, ninguno de esos autores ha agotado este asunto, y en
su mayor parte lo han tratado de una manera bien poco metódica, confundiendo
unas con otras las conclusiones del derecho natural, del derecho canónico,
del derecho civil y del derecho internacional. Grocio reconoce que
debía mucho a Ayala y a Alberico Gentili, como laboriosos compiladores;
pero deja a otros el cuidado de juzgar de sus imperfecciones en lo
referente al método, al estilo y a su falta de penetración para distinguir
esas diferentes especies de cuestiones y las leyes que les son aplicables.
«Alberico Gentili, dice él, tiene por hábito, al discutir una cuestión,
seguir los precedentes que no están bien establecidos, o bien la autoridad
de algunos legistas que dan más bien sus opiniones para satisfacer
a los que les consultan, que por conformarse a la justicia y a la
equidad. En cuanto a Ayala, no ha tratado la cuestión de la justicia
y de la injusticia en tiempo de guerra, mientras que Gentili la discute,
al menos en algunas de sus divisiones; no obstante, la mayor parte
de ese asunto se ha descuidado completamente por uno y por otro» Grocio
ha sido defendido hábilmente contra sus detractores modernos por sir
James Mackintosh en el pasaje siguiente, que extractamos de su admirable
discurso sobre el estudio del derecho natural y del derecho de gentes: «Pocas
obras han sido más célebres que la de Grocio, no solamente en su tiempo,
sino aun durante el siguiente siglo. Sin embargo, en la segunda parte
del siglo último, estaba, por decirlo así, de moda deprimir esa obra
y presentarla como una compilación informe, en la cual la razón se
encontraba sepultada bajo una masa de autoridades y de citas. Esa
moda debe su origen a algunos bellos talentos y a algunos declamadores
franceses; y fue adoptada, no sé por qué, aunque con más reserva y
conveniencia, por varios escritores respetables de Inglaterra. En
cuanto a los primeros, que han tenido semejante lenguaje, lo mejor
que podemos pensar de ellos, es que no han leído jamás el libro de
Grocio; pues si no se hubiesen espantado por ese formidable conjunto
de caracteres griegos, habrían reconocido muy pronto que el autor
no hace citas sin haber sentado principios, y frecuentemente esos
principios, aunque no sea sin excepción, son en mi opinión los más
sanos y más razonables. «Pero
los que han criticado a Grocio merecen otra clase de respuesta, y
esa respuesta ha sido dada de antemano por el mismo Grocio. No puede
haber espíritu tan servil y estúpido que llegue al punto de citar
las opiniones de los poetas, de los oradores, de los historiadores
y de los filósofos como sentencias de jueces inapelables. Los
cita, según él mismo lo dice, como testigos cuya concordancia
unánime, fortificada además por su disentimiento sobre casi todos
los otros puntos, es una prueba concluyente del acuerdo universal
del género humano acerca de las grandes reglas de los deberes y de
los principios fundamentales de la moral. En semejante materia los
poetas y los oradores son los menos reprochables de todos los testigos,
pues se dirigen a los sentimientos y a las simpatías de todos los
hombres; no son ni impelidos por los sistemas, ni pervertidos por
los sofismas; no pueden alcanzar ninguno de sus fines, no pueden ni
agradar ni persuadir, si los sentimientos morales que expresan no
están en armonía con los de sus lectores. No se puede concebir un
sistema de filosofía moral que no esté en armonía con la conciencia
general de los hombres y el juicio uniforme de todos los tiempos y
de todos los lugares. Pero ¿dónde encontraremos la expresión de esa
conciencia y de ese juicio? Precisamente en los escritos que se vitupera
a Grocio el haber citado. Los usos y las leyes de las naciones, los
acontecimientos de la historia, las opiniones de los filósofos, los
sentimientos de los oradores y de los poetas, lo mismo que la observación
de la vida común, son realmente los materiales de que se compone la
ciencia de la moral, y los que los descuidan incurren en el justo
reproche de sancionar locamente un sistema filosófico sin miramiento
alguno a los hechos y a la experiencia, únicos fundamentos de la verdadera
filosofía. «Si
se tratase de examinar la obra de Grocio bajo el aspecto del gusto
solamente, yo confesaría fácilmente que muestra su erudición con una
profusión tal que embaraza más de lo que adorna, y que no es siempre
necesaria para el desarrollo de su asunto. No obstante, aun haciendo
esta concesión, cederé más bien a la opinión de los demás que a la
inspiración de mis propios sentimientos. Yo no puedo dejar de encontrar
un encanto muy grande en ese espléndido tesoro de literatura. De allí
fluye una variedad infinita de recuerdos y de reminiscencias deliciosas.
Al marchar penosamente en la carrera de esa vasta ciencia, la mente
goza en reposarse en medio de los grandes hombres y de los grandes
acontecimientos. De este modo las verdades de la moral están adornadas,
no de la inútil elocuencia de un solo hombre, sino de las que puede
producir el genio reunido del mundo entero. La virtud y la sabiduría
misma adquieren nueva majestad a mis ojos, cuando veo todos los grandes
maestros en el arte de pensar y de escribir reunidos, por decirlo
así, de todas las edades y de todos los países, para rendirles homenaje
y marchar tras ellas. «Pero
no es aquí el lugar de discutir materias de gusto, y estoy muy cerca
de convenir en que el mío puede no ser el más sano. Se le puede hacer
a Grocio una objeción mucho más seria, aunque no recuerdo habérsela
visto hacer jamás. Su método no es ni conveniente ni científico. El
orden natural indica evidentemente que debemos investigar desde luego
los primeros principios de la ciencia en la naturaleza humana, aplicándolos
después al arreglo de conducta de los individuos, y por último recurrir
allí para la decisión de las cuestiones difíciles y complicadas que
se suscitasen en las relaciones entre las naciones. Grocio ha adoptado
el método opuesto. Se detiene por de pronto en el estado de guerra
y en el estado de paz, y solo accidentalmente es como examina los
principios primeros, a medida que surgen de las cuestiones que está
llamado a resolver. Por una consecuencia inevitable de ese método
desordenado, que no presenta los elementos de la ciencia sino bajo
la forma de digresiones dispersas, se encuentra conducido a dar muy
rara vez suficiente desarrollo a esas verdades fundamentales, y no
las coloca nunca en el lugar donde su discusión sería más instructiva
para el lector» Puede
agregarse a estas observaciones que todos los razonamientos de Grocio
reposan sobre la base de la distinción que hace entre el derecho de
gentes natural, y el derecho de gentes positivo o voluntario. Él hace
derivar el primer elemento del jus gentium de la
suposición de una sociedad donde los hombres viven reunidos en lo
que se llama estado de la naturaleza; esa sociedad natural no tiene
otro superior que Dios, ni otro derecho que la ley divina grabada
en el corazón del hombre y revelada por la voz de la conciencia. Viviendo
juntas las naciones en un estado semejante de independencia mutua,
deben estar regidas necesariamente por esa misma ley, que Grocio ha
definido: “Jus naturale est dictatum rectae
rationis indicans
alicui, ex ejus convenientia aut disconvenientia cum ipsa natura
rationali et sociali, inesse morali turpitudinem,
aut necessitatem
moralem”. Ha desplegado una vasta erudición para demostrar
la exactitud de esta definición algo oscura con los testimonios de
las santas Escrituras, de los jurisconsultos romanos, de los filósofos,
de los poetas y aun de los oradores; cita actos o hechos que han sido
generalmente aprobados o desaprobados en la práctica variable de las
naciones antiguas o modernas, presentando esos actos o hechos como
conformes con la naturaleza racional y social del hombre. En seguida
ha basado el derecho de gentes positivo o voluntario sobre el consentimiento
de todas las naciones, o de la mayor parte de ellas, en la observancia
de ciertas reglas de conducta en sus relaciones recíprocas. Se detiene
en demostrar la existencia de esas reglas apoyadas en las mismas autoridades,
y, entre otras, en el derecho romano. Ese gran publicista ha tratado,
pues, de establecer el derecho internacional sobre esas dos ficciones
o suposiciones. Pero es evidente que su pretendido estado de naturaleza
no ha existido jamás; su consentimiento general de las naciones es,
cuando más, un consentimiento tácito, tal como el jus non scriptum quod consensus fecit de los jurisconsultos romanos. Ese consentimiento
solo puede demostrarse por la disposición más o menos constante y
general de las naciones en observar entre sí esas reglas de justicia
internacional reconocidas por los publicistas. Grocio habría hecho
mejor, sin duda, en buscar la base del derecho natural de gentes en
el principio de la felicidad general, vagamente indicado por Leibnitz,
algo más claramente expresado por Cumberland, y reconocido por la
mayor parte de los escritores modernos como la piedra de toque de
la moral internacional. El principio fundamental que todas las reglas
de la moral pública y privada tienen por objeto la felicidad general
de los hombres, ya sean justas o erróneas, según que favorezcan o
perjudiquen esa felicidad, no era reconocido en tiempo de Grocio.
Ese principio ha contribuido a disipar en gran parte los errores introducidos
en la ciencia del derecho internacional por Grocio y sus sucesores
inmediatos. Para conocer los principios y las reglas de la moral internacional,
que es necesario distinguir del derecho internacional, no basta aplicar
a las naciones las máximas que determinan la conducta moral de los
individuos; se debe averiguar por qué medios las naciones pueden,
en sus relaciones mutuas, contribuir de la manera más eficaz al bienestar
general de los hombres. Nos guiamos en esta investigación por la observación
y la meditación: la una nos suministra hechos; la otra nos indica
la conexión entre esos hechos considerados como causas y como efectos,
y revela el resultado que debe seguir a la acción de causas análogas
en idénticas circunstancias. Es así como meditando sobre la experiencia
de tantos siglos pasados, la parte más ilustrada de las naciones civilizadas
ha tenido que convencerse que las más grandes calamidades son siempre
la consecuencia de la guerra. Es por esto también que se ha conseguido
modificar los usos de ella entre las naciones, absteniéndose del secuestro
de las personas y de los bienes de los no beligerantes en tierra,
y con el tiempo se llegará a comprender, lo esperamos así, la utilidad
de abstenerse igualmente del secuestro de buques mercantes en el mar.
Ya se ha visto que los publicistas italianos han sido los primeros
que se han ocupado de la teoría de esa parte del derecho de gentes
que trata de las inmunidades de los ministros públicos. Se puede afirmar
igualmente que en Italia fue desde luego enseñada y practicada la
ciencia de la diplomacia y el arte de negociar. El genio fino y hábil
de la nación italiana se desarrolló en las luchas e intrigas políticas
de los diversos Estados de la Península. Florencia, Venecia y Roma,
han producido en los siglos catorce, quince y diez y seis una multitud
de diplomáticos consumados. La república de Florencia empleaba en
esas funciones los más ilustrados e instruidos de sus ciudadanos.
Se pueden nombrar cinco literatos de los de más renombre que pertenecen
a la Toscana, el Dante, Petrarca, Bocado, Guicciardini y Maquiavelo (el más grande de todos como hombre
de Estado), que fueron encargados por esa república de las misiones
más importantes y difíciles. Maquiavelo desplegó un gran talento y
un celo infatigable en sus diversas misiones cerca de Luis XII de
Francia, del emperador Maximiliano, del papa Julio II, de César Borgia
y de muchos otros príncipes de Italia. Florencia procuraba siempre
suplir por la habilidad de sus hombres de Estado la debilidad de sus
recursos militares. En tanto que sus consejos fueron dirigidos por
Lorenzo de Médicis, el equilibrio entre los Estados de la Italia fue
mantenido por una mano firme, y su independencia fue garantizada contra
las naciones más poderosas hasta más allá de los Alpes. Esta independencia
fue destruida bajo su débil sucesor Pedro de Médicis, que provocó
por su imprudencia y su inepcia la invasión de Carlos VIII. Si las
naciones de Italia se horrorizaron de la ferocidad de los ejércitos
franceses, los Franceses por su parte no quedaron menos asombrados de la astucia
y falta de buena fe que caracterizaba s los negociadores italianos.
Las instrucciones dadas por el señorío de Florencia durante la época
desgraciada que siguió a la irrupción de Carlos VIII en Italia, y
las diversas misiones encargadas a Maquiavelo, dan una gran luz sobre
las costumbres y los usos diplomáticos de aquel tiempo. Esos documentos
se distinguen por una grande sencillez de estilo, y por una rara sagacidad
al juzgar a los hombres y a los acontecimientos, combinada con una
política astuta y verdaderamente italiana. Cuando Maquiavelo fue enviado
en 1500, junto con L. della Casa, cerca
de Luis XII para solicitar de este monarca nuevos socorros contra
Pisa, y para explicarle por qué las tropas francesas habían levantado
el sitio de aquella ciudad, los Florentinos sabían muy bien que el
mal suceso debía ser atribuido a la insubordinación de sus tropas
y de ningún modo a su comandante. Sin embargo, el Consejo de los Diez,
en sus instrucciones a los embajadores, se expresaba así: «Aunque
en nuestras quejas no hayamos hecho ninguna mención del comandante,
por no atraernos su enemistad, con todo, si al hablar delante de Su
Majestad, encontraseis la ocasión de acusarlo, y la acusación pudiese
tener éxito, hacedlo vivamente y no temáis acusarlo de cobardía y
corrupción; decid que tenía continuamente en su tienda de campaña
uno de los embajadores luqueses, y que por su intermedio los Pisanos
estaban instruidos de todo lo que pasaba en el consejo de guerra;
pero, hasta entonces, no ceséis de hablar de él de una manera honorable;
echad toda la culpa a los otros. Evitad sobre todo decir el menor
mal en presencia del cardenal de Amboise; pues no quisiéramos perder
el favor de Su Eminencia sin ser antes indemnizados por otro lado».
Esta misma política se muestra en las instrucciones dadas a Maquiavelo
en su misión cerca de César Borgia en 1502, cuando ese príncipe luchaba
contra los tiranuelos de la Romanía, que
habían formado una liga para impedirle establecer la soberanía en
ese país. Los despachos del joven secretario en que da cuenta, día
por día, de su misión y de la manera como Borgia hizo perecer a sus
enemigos por la más infame de las traiciones, hollando las promesas
y los tratados más solemnes, serán leídos con el mayor interés, como
complemento del cuadro trazado por la historia de ese siglo de perfidias
y crímenes. La
diplomacia desempeñaba también un gran rol en los negocios de la república
de Venecia, que, según el genio de sus instituciones, seguía una política
tradicional e invariable con los Estados extranjeros. Las
otras repúblicas de Italia fueron despedazadas por facciones implacables,
y frecuentemente trastornadas por las revoluciones interiores que
les impedían seguir una política exterior tan constante y tan firme
como la del senado veneciano. La aristocracia de Venecia oprimió la
libertad del pueblo separándolo de toda acción directa en los negocios
públicos, pero ella fundó el poder de la república sobre bases inmutables,
dirigiendo todas sus fuerzas al engrandecimiento exterior. La serie
de decretos desde el principio del siglo trece, para arreglar el servició
diplomático de la república, muestra la importancia que se daba a
ese ramo de la administración. Por
un decreto del senado, de 1268, los embajadores, al volver a su país,
debían traer al tesoro todos los presentes que habían recibido en
los países extranjeros, y al mismo tiempo tenían que hacer una relación
detallada de su misión. Para ser embajador, era preciso ser noble
y tener treinta y ocho años. La duración de cada misión estaba limitada
a tres años por una ordenanza que data solamente del siglo diez y
seis, cuando las misiones permanentes estaban ya casi generalmente
establecidas en Europa. Ese reglamento estaba fundado, sin duda, en
el espíritu de desconfianza y de celos que caracterizaba toda la política
veneciana; pero a menudo se obviaban esos inconvenientes volviendo
a enviar el mismo embajador a la misma corte, después que había hecho
su informe general acerca de su primera misión. Esos informes (relazioni)
de los embajadores venecianos contenían noticias muy detalladas con
respecto al país en que el embajador había residido, sobre su geografía
y su estadística, sus instituciones políticas y religiosas, sus alianzas
y sus fuerzas militares, su pueblo, sus usos y sus costumbres, la
persona del soberano, su familia, sus favoritos y sus ministros, en
fin sobre todos los objetos y todas las circunstancias que podían
influir en la política y la moral de su gobierno. Los que los han
escrito eran observadores fríos y penetrantes, colocados bajo un punto
de vista más favorable a la imparcialidad que el de los autores del
país, cuyas memorias son dictadas frecuentemente por el espíritu de
partido y de las preocupaciones de secta. Esos informes forman una
rica colección de memorias sobre el estado político de los diversos
Estados de la Europa, desde el principio del siglo diez y seis hasta
la caída de la república, de donde los mejores historiadores de nuestros
días han extraído los materiales de sus obras. Los
títulos oficiales de los agentes diplomáticos en Italia eran primero
oratores, oratori; a
mediados del siglo catorce encontramos las denominaciones de ambiaxiatores, ambiasciatori.
Carlos V no acordaba este último título más que a los enviados de
testas coronadas o a los de la república de Venecia, que por su importancia
gozaba ya de los honores reales, a excepción de los príncipes que
estaban sometidos a la soberanía del emperador. El título de excelencia
se daba a los ministros de primer rango al principio del siglo diez
y seis. En los Estados monárquicos, el derecho de enviar ministros
públicos pertenecía al príncipe; en las repúblicas a las autoridades
designadas por las leyes fundamentales del Estado. En la república
de Florencia la comisión y las instrucciones de los embajadores emanaban
del “Consejo de los Diez, de la libertad y de la paz”, y frecuentemente
aun la elección de los enviados era hecha y las instrucciones dadas
por autoridades subordinadas para los negocios especiales concernientes
a su administración. De esta manera Maquiavelo fue enviado a Venecia
en 1525 por los cónsules del arte de la lana (arte della
lana), para tratar de los negocios comerciales. En Venecia los embajadores
eran nombrados por el Consejo de los Pregadi,
y algunas veces aun por otros Consejos para los negocios especiales,
desde que la ordenanza de 1296 les mandó hacer su informe al Consejo
que los había nombrado. El idioma nacional reemplazó al latino en
las negociaciones diplomáticas durante la última mitad del siglo quince.
Entonces fue cuando se principiaron á escribir las cartas credenciales, las instrucciones y los
despachos en idioma toscano. Las comisiones o cartas credenciales
eran cortas y contenían frecuentemente los plenos poderes para negociar;
se puede citar como la fórmula observada en esas ocasiones la comisión
dada a Maquiavelo para su misión a Forli
en 1499: «A
Su Excelencia la señora Catalina Sforza Visconti y monseñor Octavio
Riario, señores de Forli y de Imola. — Muy queridos y grandes amigos, os enviamos a Nicolas
Maquiavelo, ciudadano de nuestra república y secretario de nuestro
consejo, que os dirá muchas cosas de nuestra parte, a las cuales os
pedimos deis plena y entera fe, como si nosotros mismos os hablásemos.
Vale. Dado en nuestro palacio, el 12 de julio de 1499. Firmado: Los
priores de la libertad y el gonfaloniero del pueblo florentino» Las
instrucciones eran muy minuciosas y redactadas con una grande simplicidad.
Los despachos multiplicados y llenos de detalles sobre los asuntos
de la misión. Los enviados cerca de las cortes de Italia escribían
cada dos o tres días; los que estaban acreditados cerca de los soberanos
del otro lado de los Alpes, cada quince días lo menos. Esos
despachos eran enviados por correos, o por conductos particulares,
o en fin por la posta ordinaria después del establecimiento de las
postas regulares en el siglo diez y seis. Los embajadores florentinos
se servían del intermedio de las casas de banco de sus compatriotas
establecidas en Francia, para hacer pasar sus despachos con más seguridad
y menos gastos. Los despachos eran escritos frecuentemente en números;
parece, sin embargo, que el arte de esas cifras no estaba muy perfeccionado
desde que el embajador de Florencia en Nápoles escribía en 1507 al
canciller de Estado en los términos siguientes: «Don Marcelo, debemos
advertiros que vuestro secretario Don Luca es muy poco circunspecto
al escribir vuestros despachos. Él haría mejor en escribirlo todo
sin números, que numerar solamente algunos pasajes. Cuando se reúne
lo que precede con lo que sigue, es fácil adivinar el resto del párrafo,
y así todo el secreto de la numeración es rebelado. Os suplicamos
pues pongáis cuidado en ello» Los
embajadores viajaban con poco lujo, ordinariamente a caballo, y debían
seguir la corte a todas partes, tanto en tiempo de paz como de guerra.
Según la ordenanza del senado de Venecia de 1293, los embajadores
no debían tener más que un caballo de comitiva. En 1485 el número
de caballos fue aumentado a doce con dos palafreneros. Dante viajaba
enteramente solo por los bosques de los Apeninos cuando fue enviado
en misión cerca de las ciudades de la Toscana y de la Umbría; y Maquiavelo
dos siglos más tarde no viajaba con más comodidad. Los
embajadores estaban muy mal pagados, y las misiones, en vez de ser
solicitadas como hoy, eran rechazadas aun por las personas más ricas
y de más alto rango. En 1271 el senado de Venecia ordenó una multa
pecuniaria en el caso de rehusarse una embajada por parte de los nobles.
En 1280 se declaró que solo una enfermedad grave podría servir de
excusa en casos semejantes. En fin, en 1360 fue decretado que el que
después de haber aceptado su nombramiento de embajador, rehusase ponerse
en camino para dirigirse a su puesto, sería incapaz de recibir ningún
cargo o beneficio durante el año. Parece, pues, que el honor de ser
embajador no ha sido disputado por los nobles venecianos, y en los
archivos de Florencia encontramos lamentos perpetuos sobre los grandes
gastos y el poco provecho de semejante empleo, aun de parte de la
gente opulenta, tal como Cosme de Médicis. Los despachos de Maquiavelo
están llenos de reclamaciones, las más ingenuas y las más amargas,
contra la modicidad de sus asignaciones, que no le bastaban a costear
los gastos más necesarios. Él tenía poca o ninguna fortuna, y vivía
solamente de su módica asignación como secretario de la república;
sus misiones diplomáticas eran todas misiones especiales, que producían
grandes gastos por los viajes frecuentes que ellas exigían. En un
despacho fechado en Saint Pierre-lez-Moustier el 5 de agosto de 1500 y dirigido al Consejo de los
Diez, dice así: «Magníficos Señores, vosotros sabéis qué sueldo me
fue asignado a mi partida de Florencia, y el que fue acordado a Francisco
della Casa, creyendo sin duda que las cosas debían ir de manera
que mis gastos serian menos considerables que los suyos. No es así;
pues no habiendo encontrado a nuestra llegada al rey en Lyon, nos
hemos visto igualmente obligados, tanto uno como otro, a proveernos
de caballos, de criados y de vestidos; lo que ha sido causa que mis
gastos en la corte sean iguales a los de él. Sin embargo, me parece
fuera de toda justicia divina y humana el no tener los mismos emolumentos;
y si los gastos que yo ocasiono os parecen muy fuertes, os haré observar,
o que ellos son tan útiles como los de Francisco, o que los veinte
ducados que se me dan son arrojados al agua. Si creéis que yo esté
en el último caso, suplico a Vuestras Señorías que me hagáis volver;
si por el contrario presentís que soy útil, os suplico que toméis
las medidas para que no sea arruinado, y que ellas me constituyan
a lo menos ahí acreedor de las deudas que pueda haber contraído aquí;
pues puedo daros mi palabra que he gastado hasta ahora lo menos cuarenta
ducados de mi bolsa, y que he dado la orden á
mi hermano en Florencia de adelantarme setenta. Me recomiendo de nuevo
a vosotros, y os ruego no consintáis en que, sin haberlo merecido,
un servidor fiel no recoja más que vergüenza y perjuicios de un empleo
que para otros es una fuente de honores y de beneficios». Los
informes de los embajadores venecianos confirman el mismo hecho; ellos
pedían siempre que se les concediesen los presentes que recibían de
los príncipes extranjeros, y que, según el reglamento, debían ser
llevados al tesoro de la república. Francisco Justiniani, a su regreso
de una embajada cerca de Francisco I de Francia en 1583, terminaba
el informe de su misión protestando de su pobreza y solicitando del
senado que se le dejase una cadena de oro que el rey le había regalado,
o de otro modo, que se le acordase su valor en plata. EL
CONSULADO DE LA MAR La
guerra marítima durante la edad media fue confundida con la piratería
en la práctica bárbara que no hacía distinción entre los amigos y
enemigos. El primer ensayo tentado para reglamentar por un derecho
fijo las operaciones de la guerra marítima, se encuentra en ese monumento
antiguo y curioso de jurisprudencia titulado el Consulado de la Mar.
Las sabias investigaciones de M. Pardessus
han demostrado que esa compilación de las decisiones o costumbres
marítimas ha sido redactada hacia el fin del siglo catorce en Barcelona,
en idioma romano, dialecto que es aún, con algunas modificaciones,
el mismo idioma vivo de la provincia de Cataluña. Según ese autor,
el Consulado no debe ser considerado como un código de leyes marítimas
redactado y promulgado por la autoridad legislativa de uno o de muchos
Estados, sino solamente como un resumen de los usos y costumbres,
con fuerza de ley en las diferentes ciudades ribereñas del Mediterráneo
durante la edad media. Esa compilación debe ser atribuida a las mismas
causas que han contribuido a formar la colección de los usos marítimos
de las naciones que habitan las costas de los mares occidentales,
conocida bajo el nombre de Roles des jugements. Se puede aún afirmar
que las circunstancias eran más favorables a los compiladores del
Consulado, porque las ciudades marítimas del Languedoc, tales como
Barcelona, Marsella y Valencia, poseían ya en el siglo catorce un
gran cuerpo de jurisprudencia marítima bajo el nombre de Estatutos
o Costumbres. Esos códigos o colecciones escritas contenían un gran
número de ordenanzas locales con reglamentos de instrucción positiva
y muchas reglas y principios generales que el tiempo había consagrado
gradualmente en la práctica del comercio del Mediterráneo. Esos estatutos
estaban escritos en su mayor parte en latín, idioma todavía familiar
a los jurisconsultos y otros sabios, pero que era ya lengua muerta
para la clase de los negociantes y navegantes. Esa clase estaba por
consiguiente vivamente interesada en poseer un manual conciso de jurisprudencia
marítima tal como el Consulado, escrito en idioma vulgar y en el estilo
más simple. Con todo, su autor o sus autores eran seguramente muy
instruidos en los principios del derecho romano, de las Basílicas
y de la legislación de las ciudades de Francia y de España que hacían
el comercio del Levante. Estas calidades muy pronto aseguraron a esa
colección una gran reputación, mientras que la sabiduría y la equidad
general de sus principios la han hecho adoptar por todos los Estados
marítimos en las costas del Mediterráneo, como suplemento a sus propias
leyes y costumbres. Bajo este respecto, el mérito ha sido después
reconocido generalmente por todas las naciones marítimas y comerciantes
de la cristiandad. Esa compilación ha sido considerada por todas esas
naciones de una gran autoridad, conteniendo la sabiduría y la experiencia
reunidas de los más famosos Estados comerciales de la Edad Media.
Por algunos ha sido adoptada como un sistema de jurisprudencia o código
de leyes; por otros, esos principios han sido incorporados en sus
ordenanzas o códigos escritos. Los compiladores de la ordenanza de
Luis XIV, de 1681, han recurrido a esa fuente, entre otras, para encontrar
materiales propios a fin de formar ese célebre código marítimo. El
Consulado de la Mar no solamente encierra las reglas elementales aplicables
a la decisión de los litigios relativos al comercio y a la navegación
en tiempo de paz y en tiempo de guerra, sino que, lo que tiene más
relación con nuestro asunto, expone las máximas y los principios más
importantes que fueron reconocidos en esa época, tocante a los derechos
respectivos de las naciones beligerantes y de las neutrales en los
términos siguientes: «Cuando
un buque armado, que va o viene, o se halla en curso, encuentra un
buque mercante, si este último pertenece a los enemigos, lo mismo
que su cargamento, es inútil hablar desde que cada uno está bastante
instruido para saber lo que debe hacer, y en ese caso no es necesario
dar reglas. Pero si el buque apresado fuese de amigos, y las mercancías
que conduce perteneciesen a enemigos, el almirante del buque armado
puede forzar y compeler al capitán del buque que haya apresado a que
le entregue lo que pertenece a los enemigos, y aun puede obligarlo
a conservarlo a su bordo hasta que esté en lugar de seguridad; pero
es necesario para eso que el almirante u otro por él haya amarrado
el buque apresado a la popa del suyo, en sitio donde él no tenga temor
que los enemigos se lo arrebaten, siendo con todo por cuenta del almirante
pagar al patrón el flete de todo el cargamento que habría debido recibir,
si lo hubiese llevado al punto donde debía descargar, o del modo que
estuviese estipulado en el registro. Si por algún acontecimiento no
se encontrase el registro, el patrón debe ser creado bajo juramento,
sobre el importe del flete. Todavía
más, si por accidente, cuando el almirante o cualquiera otro por él
esté en sitio desde donde pueda poner la presa en seguridad, quiere
que el buque lleve las mercaderías confiscadas, el patrón no puede
negarse a ello. Pero deben hacer un contrato a este respecto; y cualquier
contrato o acuerdo que intervenga entre ellos, es necesario que el
almirante o el que le represente lo conserve. Si
por algún acontecimiento no se hace entre ellos ninguna promesa o
convención relativamente al flete, es necesario que el almirante o
el que le represente pague al patrón del buque, que haya llevado al
sitio prescrito las mercancías capturadas, un flete igual o aun mayor
a aquel que otro buque pudiese cobrar por mercaderías semejantes,
sin ninguna discusión; a bien entendido que ese pago no debe hacerse
sino después que el buque esté en el paraje donde el almirante o el
que esté en su lugar haya puesto en seguridad su presa, y que ese
lugar hasta el cual haya hecho llevar la presa, sea un país amigo. Cuando
el patrón del buque capturado, o algunos de los marineros que están
con él, digan que tienen efectos que les pertenecen, si son mercancías,
no deben ser creídos por su simple palabra; pero deben atenerse al
registro del buque, si lo hay. Si por casualidad no se encontrase,
el patrón o los marineros deben afirmar la verdad de su aserción.
Si hacen juramento que esas mercancías les pertenecen, el almirante
o el que le represente debe devolvérselas sin ninguna discusión, teniendo
en consideración, sin embargo, la buena reputación y estimación de
que gocen los que prestan el juramento y reclaman las mercancías. Si
el patrón capturado rehusara llevar las mercancías enemigas que estén
en su buque, hasta que los que las hayan tomado se encuentren en sitio
seguro, a pesar de la orden que el almirante le dé, este puede echarlo
a pique, o hacerlo echar, si lo quiere, cuidando solamente de salvar
las personas que tripulen el buque; y ninguna autoridad puede pedirle
cuenta, cualquiera que sean las demandas
y quejas que se le hagan. Pero es necesario saber que todo el cargamento
de ese buque o la mayor parte pertenezca a enemigos. Si
el buque pertenece a enemigos, y su cargamento a amigos, los mercaderes
que se encuentren en él y a quienes el cargamento pertenezca en su
totalidad o en parte, deben ponerse de acuerdo con el almirante para
rescatar, por un precio conveniente y como les sea posible, ese buque
que es buena presa; y el almirante debe ofrecerles una compensación
o un arreglo razonable, sin hacerles soportar ninguna injusticia.
Pero si los negociantes no quieren hacer un arreglo con el almirante,
este tiene el derecho de tripular el buque, y enviarlo al lugar donde
el mismo habrá armado, y los negociantes estarán obligados a pagar
el flete de ese buque, lo mismo que si hubiese llevado su cargamento
al lugar al cual estaba destinado, y nada más. Si
por algún accidente las mercaderías experimentan cualquier lesión
en razón de la violencia que el almirante les haya hecho, este
no debe ser responsable, desde que ellos no han querido arreglarse
con él para el rescate del buque que era buena presa; y aún hay otra
razón, y es que frecuentemente el buque vale más que las mercancías
que conduce. Pero
sin embargo, si los negociantes han manifestado el deseo de hacer
un arreglo, como se ha dicho anteriormente, y el almirante se ha rehusado
por orgullo o por espíritu de jactancia, y, como se ha dicho, conduce
con los negociantes el cargamento al cual no tiene ningún derecho,
estos no están obligados a pagarle flete alguno ni en su totalidad
ni en parte; y por el contrario, es el almirante el obligado a resarcirles
todos los perjuicios que experimenten, o que tengan posibilidad de
experimentar por consecuencia de esa violencia. Pero
cuando el buque armado se encuentre con el buque capturado en un lugar
donde los negociantes no puedan realizar el arreglo que hayan hecho,
si esos negociantes son hombres conocidos y tales que no haya nada
que temer de la falta de cumplimiento del arreglo hecho con ellos,
el almirante no debe violentarlos; y si los violentase, está obligado
a pagarles los perjuicios que sufran; pero si acontece que los negociantes
no son personas conocidas, o no pueden pagar el rescate, el almirante
puede proceder como se ha dicho» Resulta
pues de los artículos que acabamos de citar, que, según el uso de
los pueblos marítimos del mediodía de Europa, en la época en que esta
compilación fue redactada, las máximas siguientes fueron establecidas
como leyes para reglamentar la guerra marítima: 1º
Las mercancías pertenecientes a un enemigo, y cargadas en un buque
amigo, estarán sujetas a ser capturadas y confiscadas como presa de
guerra. 2o
En ese caso el capitán de un buque neutro deberá ser pagado por el
flete de las mercaderías confiscadas, como si las hubiese trasportado
al puerto de su destino primitivo. 3º
Que las mercancías pertenecientes a un amigo, cargadas en un buque
enemigo, no estar sujetas a confiscación. 4º
Que los captores que hubiesen apresado el buque enemigo, y que lo
hubiesen llevado a un puerto de su país, deben ser pagados por el
flete de las mercaderías neutras, como si las hubiesen trasportado
al puerto de su destino primitivo. Los
capítulos del Consulado de la Mar relativos al derecho de presas estaban
destinados a reglamentar las asociaciones de buques mercantes armados,
que navegaban reunidos para defenderse mutuamente contra los enemigos
públicos y los piratas, y estaban al mismo tiempo autorizados a capturar
los buques y mercaderías enemigas. Pero en ninguna parte se hace mención
de una comisión especial del soberano de los apresadores, o de un
procedimiento cualquiera para determinar la validez de las presas
hechas por ellos, con el fin de autorizarlos o apropiarse el botín
adquirido de esa manera. El reglamento más antiguo que exige una comisión
tal, y que ordena un procedimiento formal para la adjudicación de
las capturas hechas según su autoridad, por los tribunales marítimos
del país de los armadores, es el que se encuentra en las ordenanzas
de Carlos VI, rey de Francia, en el año de 1400, y repetido después
en muchas ordenanzas del siglo diez y seis. Las ordenanzas y los tratados
marítimos de la Inglaterra, de la misma época, suponen evidentemente
la necesidad de una comisión o de cartas de marca del soberano acordadas
por su almirante, como esenciales para validar las presas hechas en
el mar, y establecer las reglas para la adjudicación de ellas ante
sus tenientes o diputados, como en Francia. Un acto del parlamento
de Inglaterra de 1414 ordena a todos los armadores que hubiesen tomado
cualquier buque o mercaderías del enemigo, conducir sus presas a un
puerto del reino, para ser allí juzgadas por los tribunales competentes,
bajo pena de confiscación. La ordenanza del almirantazgo de los Países
Bajos de 1487, bajo el reinado del emperador Maximiliano, exigía una
comisión del almirante, como indispensablemente necesaria para autorizar
las capturas en mar, y obligaba a los capitanes de los corsarios a
prestar juramento de no cometer robos contra los aliados o amigos.
Durante la guerra de la independencia de Holanda contra España, el
conde de Leicester, gobernador de las provincias sublevadas, hizo
introducir en 1586 el reglamento ya establecido en Francia y en Inglaterra,
por el cual los buques capturados en el mar debían ser conducidos
al puerto más inmediato para ser allí juzgados. Los estados generales
han confirmado esta ordenanza en 1597, exigiendo de los armadores
una garantía por las violencias que pudieran cometerse contra los
nacionales o aliados. Según
los reglamentos del Consulado, al contrario, el juicio de presas es
pronunciado en alta mar, por la sola autoridad del almirante comandante
de la flota o del buque armado, según los papeles de bordo, y si no
los hubiese, según el juramento decisivo de los reclamantes. Puede
aún echarse a pique el buque neutro cuyo capitán rehúse trasportar
a un lugar de seguridad las mercaderías enemigas cargadas en él. En
cuanto a los otros incidentes de la presa, los redactores del Consulado
se contenían con sentar las reglas según las cuales esos incidentes
deben decidirse, sin indicar el tribunal ante el cual los reclamantes
deben elevar sus quejas, en caso de abuso de fuerza o actos de violencia
de parte de los captores. Con todo, es probable que esos casos fuesen
del resorte de los tribunales consulares establecidos en todos los
puertos del Mediterráneo para juzgar las causas marítimas, o bien
que ellos debían ser decididos por el juicio de los prohombres de
los lugares donde el buque debiese ser conducido, como está prescrito
en el capítulo 290 del Consulado, concerniente a las represas. Para
explicar mejor el origen de esta legislación destinada a regularizar
las operaciones de la guerra marítima, es necesario recordar que la
independencia personal de la antigua Germania subsistía todavía entre
sus descendientes en medio de la anarquía feudal de la Edad Media.
Cada individuo vengaba sus propias injurias contra aquel que le había
ofendido sin recurrir a la autoridad de las leyes, pues se ignoraba
entonces el principio de que la guerra es un derecho peculiar al soberano.
Las represalias eran ejercidas por la sola voluntad del individuo
perjudicado, aun en tiempo de paz, no solamente contra la persona
y los bienes del ofensor, sino también contra todas las personas y
los bienes de la nación. La anarquía que durante algunos siglos redujo
a cada uno a hacerse justicia, que sirvió de pretexto a las guerras
privadas, y cohonestó los salteamientos de toda especie, casi había
cesado para negocios terrestres en el siglo doce. La naturaleza de
las cosas debía dejarla subsistir más largo tiempo en mar. Era necesario
grandes progresos en la civilización y una especie de convención entre
todos los Estados, para garantir la seguridad de los navegantes. En
los siglos doce y trece, y aun largo tiempo después, un buque ricamente
cargado no estaba jamás al abrigo de los ataques de los piratas. Rara
vez se podía obtener justicia de los gobiernos, que tan pronto temían
a esos culpables, como eran sus cómplices. La ausencia de una policía
regular daba a esos ladrones la facilidad de encontrar asilos; países
enteros estaban algunas veces ocupados por ellos, como lo estaban
todavía muy recientemente las costas berberiscas, y la necesidad de
poner fin a esos desórdenes había decidido a varias ciudades del Mediterráneo
a formar coaliciones, como se formaron en el Báltico para lograr el
mismo objeto. En tanto que los mares estaban cubiertos de piratas,
un buque mercante no podía aventurarse solo a un largo viaje, por
muy armado que fuese. Se asociaban para navegar en conserva, y se
escogía un jefe que después se llamaba almirante. Se convino en repartir
el botín que se hiciera defendiéndose contra los piratas y enemigos.
Esas asociaciones no se limitaban siempre a la defensiva; también
se asociaron con el designio principal de dañar al enemigo y a los
piratas, sin cuidarse de dar una forma legal a esas expediciones.
En un tiempo en que los gobiernos no mantenían fuerzas marítimas permanentes,
en que los buques empleados en sus expediciones navales eran pedidos,
fletados o comprados para la necesidad del momento, era muy natural
que, desde que la guerra se manifestaba, cada Estado llamase a sus
súbditos en su socorro, constituyéndolos auxiliares de sus escuadras.
De esto se han visto varios ejemplos en la historia de las guerras
de las repúblicas de Italia entre sí, o contra el imperio de Oriente;
las luchas largas y sangrientas que subsistieron casi sin interrupción
entre Francia e Inglaterra, suministran otros numerosos. Cuando
los agravios de un Estado contra otro no eran de naturaleza capaz
de hacer estallar la guerra, se recurría a otro derecho que no era
todavía más que un género de guerra privada. El que se pretendía perjudicado
por un habitante de otro país, obtenía de los magistrados del suyo
la autorización de embargar en todas partes donde él pudiera las propiedades
pertenecientes a cualquier súbdito del Estado a que el agresor pertenecía.
La mayor parte de los estatutos municipales de los siglos trece y
catorce atestiguan este uso. Esa ley de represalias no estaba solamente
establecida en las ciudades marítimas; existía en las ciudades interiores
de la Italia y de la Alemania. Si, por ejemplo, un ciudadano de Módena
era robado por un Bolones, se quejaba a los magistrados de su ciudad,
que pedían justicia a los magistrados de Bolonia. Si esta demanda
no era acogida, se daba al querellante carta de represalia para saquear
el territorio de Bolonia, hasta que hubiese obtenido por la venta
del botín una completa indemnización. Los tratados fijaban algunas
veces un plazo para hacer justicia a los reclamantes con el fin de
evitar las precipitadas represalias. Ya en una multitud de tratados
de paz y de treguas del siglo trece, se había estipulado que los súbditos
no podrían ejercer represalias sino después de haberse dirigido a
los conservadores de paz establecidos a ese efecto, y después de haber
esperado vanamente de ellos la reparación de sus agravios en un término
fijo. En el siglo catorce se comenzó por obligarlos a obtener previamente
de los conservadores un permiso mediante las cartas de represalias
y patentes de corso. Las
cartas de represalia daban el derecho de apoderarse de los bienes
extranjeros en el circuito de la jurisdicción del soberano que las
acordaba. Las cartas de marca, — marque (de la vieja palabra marche,
que significaba límite), — autorizaban a secuestrarlos fuera de los
límites del territorio. Sin embargo, se han confundido más tarde esas
dos expresiones y se sirven hoy indistintamente de ellas para designar
lo uno y lo otro. Desde
luego en Francia se principió por conferir a los gobernadores de provincia
y a los parlamentos el derecho de acordar las cartas de marca y de
represalia. En seguida los Estados del reino en asamblea en Tours,
habiendo hecho representaciones al rey sobre la necesidad de usar
de grandes precauciones a este respecto, Carlos VIII por un edicto
de 1485 reservó solo al rey el derecho de acordar las cartas de represalia,
a que no podían, decían los estados generales, ser acordadas “sin
gran consejo y conocimiento de causa y sin las solemnidades de derecho
requeridas en tales casos”. En Inglaterra, ya la carta magna del año
1215 aseguraba a los negociantes extranjeros la libertad de la entrada,
de la permanencia y de la salida del reino, no exceptuando más que
el único caso de una guerra declarada. Un acto del parlamento del
año 1353 dice, que los bienes de un mercader extranjero no serán secuestrados
por los crímenes o deudas de otro, a no ser en el caso en que algunos
señores extranjeros, con motivo de haber causado perjuicios a súbditos
ingleses, se negasen a dar satisfacción después de haber sido debidamente
requeridos para ello; “teniendo el rey el derecho de marca y represalia
como ha sido uso en el pasado”. El mismo recurso al soberano antes
de ejercer las represalias estaba estipulado en un gran número de
tratados de la misma época. Se encuentran diplomas del siglo doce,
en que se trata del derecho de marche; pero ahí, ese derecho no significaba
más que la facultad de secuestrar de autoridad privada los bienes
de aquellos contra los cuales Labia reclamos, y aun sus personas.
Se encuentran otros ejemplos al fin del siglo trece de súbditos solicitando
del soberano cartas de marca. Pero parece que solo fue en el siglo
catorce cuando se estableció el uso de considerar necesaria la obligación
de proveerse de tales cartas de marca; también solo fue en esa época
cuando se hizo mención de ellas en los tratados. Así es que en una
ordenanza de Felipe el Hermoso de 1313, que se refiere al tratado
con el rey de Aragón, se dice que antes de servirse del derecho de
marca, deberá precederle la requisición amigable. En un acto publicado
por Rymer, Eduardo III de Inglaterra hace observaciones contra
las cartas de marca acordadas por el rey de Aragón a un tal Berenger
de la Tone, que había sido robado por un
corsario inglés, diciendo que desde que el rey de Inglaterra había
estado siempre pronto a hacer justicia al querellante, le parecía,
lo mismo que a los hombres prudentes y sabios que había consultado,
que no había lugar a acordar las cartas de marca o represalia contra
sus bienes o contra los de sus súbditos. El
derecho de represalias era un resto del antiguo Fehderecht,
y podía ser ejercido no solamente en el caso de injuria hecha a la
persona o a la propiedad de un súbdito extranjero, sino también para
obligar al pago de una deuda. En algunos países se habían llevado
las consecuencias de este principió hasta hacer a todos los comerciantes
de un Estado solidarios de las deudas de sus compatriotas. GUIÓN
DE LA MAR Muchos
siglos separan la publicación del Consulado de la mar de la redacción
del Guion de la mar. Eu esa última época, los principios del derecho
marítimo privado estaban fijados tal cual se observan ahora. El redactor
del Guion de la mar concibió y ejecutó hábilmente el proyecto de reunir
en un cuerpo de doctrinas lo que había aprendido por su experiencia
y sus estudios. Se ocupó principalmente del contrato de seguros, cuyo
uso, mucho más moderno que el de los otros contratos marítimos, merecía
efectivamente una atención especial. Sin embargo, ese contrato no
es el único objeto de que se haya ocupado el redactor; habla de casi
todos los contratos marítimos. Los capítulos VI y XI tratan de las
presas y de los rescates, y el capítulo X de las represalias y de
las cartas de marca. M.
Pardessus supone que el Guión de la mar ha sido redactado en Francia hacia fines del siglo diez
y seis. El nombre del redactor es desconocido, pero es incontestable
que es la producción de un particular. No debe ser considerado como
una ley positiva, ni aun como una costumbre redactada con la intervención
o la aprobación de la autoridad pública; no obstante, casi todas las decisiones del
Guion de la mar, concernientes a los contratos marítimos, han sido
adoptadas y convertidas en ley por la ordenanza de la marina de Luis
XIV de 1681, y en seguida por el código de comercio actual de la Francia. Las
disposiciones de la ordenanza de 1681 relativas a las cartas de marca
o de represalias en tiempo de paz, no son más que la reproducción
casi literal de las del Guion de la mar sobre el mismo asunto. Esa
antigua colección de los usos y costumbres de la mar se expresa así
sobre esta materia: «Cartas
de marca o de represalias se conceden por el rey, príncipe, potentados
o señores soberanos en sus tierras, cuando, excepto el hecho de guerra,
los súbditos de diversas obediencias han robado, destruidos los unos
a los otros, y que por vía de justicia ordinaria derecho no es hecho
a los interesados, o que por contemporización o dilación la justicia
les es denegada. Porque,
como el señor soberano, irritado contra otro príncipe, su vecino,
por su heraldo o embajador pide satisfacción de todo lo que él pretende
habérsele hecho, si la ofensa no es multada, procede por vía de las
armas; también a sus súbditos quejosos, si no es administrada justicia,
hacen sus agravios, manda sus embajadores que residen en corte con
sus majestades, dándoles tiempo para avisar a sus amos. Si por después,
restitución o satisfacción no es hecha por derecho común a todas las
naciones, de sus plenos poderes y propio movimiento conceden cartas
de marca, conteniendo licencia de aprehender, secuestrar, por fuerza
o de otro modo, los bienes y mercaderías de los súbditos de aquel
que ha tolerado o pasado en silencio el primer agravio; y como ese
derecho es de poder absoluto, también no se comunica ni delega a los
gobernadores de las provincias, ciudades, almirantes, vicealmirantes
u otros magistrados. Ellas
se conceden a los naturales, súbditos y regnícolas por cosa robada,
depredada, detenida o arrestada por fuerza, perteneciendo a ellos,
aun por beneficio del príncipe, a los extranjeros naturalizados, o
a los que tienen derecho de vecindad, por causas semejantes a las
de arriba. El
uso más frecuente se practica en favor de los negociantes robados
en el mar, traficando en país extranjero, los cuales, en virtud de
ella, encuentran por mar algunos buques de súbditos de aquel que ha
tolerado la primera presa, lo abordan si ellos son los más fuertes,
y hacen efectivas sus represalias. Y
por los grandes abusos que se cometen en dichas cartas, dos restricciones
serán requeridas: la primera, que verdadera estimación fuese hecha
en principal e intereses de lo que ha sido robado, del mismo modo
que si en juicio contradictorio el impetrante hubiese obtenido efecto
en causa, y que la suma fuese designada en dichas cartas o agregada
a ellas, a fin de que habiendo hecho represa, la estimación fuese
hecha en el primer puerto de su desembarco (llamado el substituto
del procurador del rey) del valor de la presa, y los derechos reales
o de almirantazgo levantados, lo que resta fuese endosado a las dichas
cartas, y que cierto tiempo fuese limitado fuera del cual ellas serán
prescritas. Del
mismo modo, como puede haberse hecho injusticia en tierra firme por
detención o secuestro por fuerza, en casos semejantes, Su Majestad
concede cartas de marca, para ser arrestados y secuestrados los bienes
y mercaderías de los otros en la parte donde ellas se encontrasen. Así,
si por hacer conocer falsamente la cosa conocida, las cartas fuesen
impetradas, ellas serán revocadas; y si el impetrante las ha llevado
a efecto, debe ser condenado al cuádruplo por el temerario procedimiento
: lo que ha sido necesario deducir por ser el uso de dichas
cartas de gran consecuencia entre los negociantes, de que resultan
grandes diferencias, tanto para sus presas, embargos y gastos de buques,
como para los aseguradores» Sería
casi inútil hacer notar que el electo de una declaración de guerra,
durante la edad media, era sujetar a confiscación todo cuanto poseían
los súbditos de las potencias enemigas, si no fuese para añadir que
la ciudad de Marsella dio el primer ejemplo de la abolición de esa
injusticia. La gran carta de Inglaterra también prescribía que, en
caso de guerra, los negociantes extranjeros debían ser retenidos y
tratados de la misma manera que los negociantes ingleses lo fuesen
en país enemigo. La confederación de las ciudades hanseáticas había
estipulado igualmente con muchos príncipes del Norte que, en caso
de guerra, debía acordarse cierto tiempo a sus ciudadanos residentes
y traficantes en los territorios de aquellos príncipes, para retirarse
con sus efectos. De
esta manera se introdujo una especie de derecho de gentes marítimo
que tendía a suprimir los desórdenes y las irregularidades que habían
existido anteriormente. Había enemigos; tratabas de dañarlos apoderándose
de sus propiedades: las potencias eran neutrales; un acto de hostilidad
podía hacerlos enemigos; sus buques debían ser respetados. Pero el
interés de los lucros llevaba algunas veces a los neutrales y aun
a los amigos a encargarse de mercancías que los súbditos de una de
las potencias beligerantes temían exponer a la captura. Frecuentemente
también los súbditos de una potencia amiga o neutral cargaban sus
mercancías a bordo de los buques de una potencia beligerante. Para
conciliar el derecho de la guerra contra el enemigo con el respeto
debido a los amigos y a los neutrales, se adoptó muy generalmente
la regla que la calidad de buque enemigo no autorizaría a la captura
de las mercancías amigas o neutrales que se encontrasen a bordo, y
recíprocamente; que la mercancía enemiga era buena presa, aunque ella
fuese encontrada en un buque amigo. Hemos visto ya que tal fue la
regla del Consulado de la mar, y esos mismos principios se encuentran
reconocidos en un tratado entre la ciudad de Pisa y la de Arles en
1221; en dos tratados de Eduardo III, rey de Inglaterra, con las ciudades
marítimas de Vizcaya y de Castilla de 1351, y con las ciudades de
Portugal de 1353, y en el tratado entre Eduardo IV, rey de Inglaterra,
y Maximiliano y María, duques de Borgoña, de 1478. Se
ve que este sistema, del cual el derecho de visita, objeto de tantas
discusiones modernas, era una consecuencia evidente, no ha experimentado
contradicciones desde el siglo doce al quince inclusive, excepto en
los casos siguientes: 1º
Por el tratado de 1468 entre Eduardo IV, rey de Inglaterra, y Francisco,
duque de Bretaña, se estipuló recíprocamente que las mercancías pertenecientes
a los súbditos de los dos Estados y cargadas a bordo de buques enemigos
serian buena presa. 2º
La liga hanseática, que aprovechaba todas las circunstancias para
obtener, ya fuese por fuerza, ya por prudentes negociaciones de parte
de los otros Estados marítimos, un derecho de neutralidad favorable
a sus intereses de comercio y navegación, cuya reciprocidad no acordaba
ni reconocía siempre a su respecto, se aseguraba por tratados la libre
navegación a los puertos de las potencias beligerantes con los cuales
permanecía en paz; pero mientras estaba comprometida en una guerra,
prohibía todo comerció entre los neutrales y el país enemigo, no solamente
de las mercaderías consideradas como contrabando, tales como las armas
y municiones de boca, sino que a menudo extendía esta prohibición
a toda clase de mercancías. Salvo
estas dos excepciones, se puede afirmar que la libertad de los buques
neutrales así como de las mercancías neutras cargadas en buques enemigos,
era reconocida generalmente durante la edad media, mientras que las
mercancías enemigas eran hechas buena presa, cualquiera que fuese
la embarcación en que estuviesen cargadas. Se puede igualmente afirmar
que antes del siglo diez y siete no hay ejemplo de tratado o de ordenanza
que haga libres las mercaderías enemigas cargadas a bordo de un buque
neutral, o en otros términos, que consagre la máxima que el pabellón
cubre la mercancía. Ni tampoco hay ejemplo antes del siglo diez y
seis de ordenanza de ninguna potencia beligerante que haya adoptado
la máxima que la robe d'ennemi confisque celle d'ami, y que haya decretado la confiscación de mercancías
neutrales cargadas en buque enemigo, o aun las de buques neutrales
cargados de mercancías enemigas. El
mismo principió antisocial observado entre los pueblos de la antigüedad,
que miraban a los extranjeros como enemigos, y que les rehusaban,
a falta de un pacto especial, todo derecho de protección en el territorio
de otro soberano, subsistía todavía en la edad media entre las naciones
cristianas de Europa. Según ese principio, los extranjeros estaban
excluidos de todo derecho de sucesión a los bienes situados en el
territorio de otro Estado; no podían legar sus propios bienes situados
en otro país, y aun eran confiscados en provecho del soberano del
país cuando morían en su territorio. El derecho del fisco que existía
entonces en todo su rigor, ha sido después abolido gradualmente entre las naciones
más civilizadas. El
derecho que se había introducido en la época de que hablamos, de confiscar
los restos de los buques naufragados, las mercancías que los temporales
arrojaban sobre la costa, y algunas veces aun de esclavizar los náufragos,
ha tomado su origen del mismo principio bárbaro. Siendo los propietarios
extranjeros considerados como destituidos del derecho de protección
de parte del soberano del país, se deducía que sus bienes podían ser
confiscados por él, o por el señor feudal a quien el soberano había
concedido sus derechos. La legislación de los emperadores romanos
sobre esta materia, igualmente conforme a la justicia y a la humanidad,
había caído en todas partes en desuso. Se ve por la multiplicidad
de leyes hechas en el siglo doce para abrogar ese uso bárbaro, cuán
general era; y el gran número de privilegios particulares que los
soberanos acordaban, prueba todavía que esas leyes eran mal observadas. Desde
el siglo sexto, el código de los Visigodos disponía castigar severamente
a cualquiera que robase a los náufragos; sin embargo, el uso de confiscar
sus efectos y los restos de sus buques existía todavía en 1068 en
Cataluña, en donde el código visigodo era la ley común; puesto que
la costumbre nombrada Usatici, dada a la ciudad de Barcelona por Raimundo Berenguer,
tendía a abolir esa confiscación. Esta costumbre no parece haber sido
practicada, puesto que Jaime I en 1343 y Alfonso III en 1286 se vieron
obligados a renovar sus disposiciones. En
la época en que el gran Teodorico reinaba en una parte de la Alemania
y de la Italia, proclamó principios conformes a los de la legislación
romana. El concilio de Letrán había excomulgado en 1079 a los que
expoliaban los náufragos, y desde 1172 una constitución imperial de
Federico II contenía la misma regla. Sin duda esas leyes no fueron
ejecutadas, pues que una nueva constitución imperial se hizo necesaria
en 1221. Esta ley cayó también en desuso, y en todos los países donde
habría debido extender su influencia, el fisco o los habitantes de
las costas continuaban apropiándose los objetos naufragados. Las
constituciones del reino de Sicilia de 1213 habían dictado penas contra
los que se apoderasen de los efectos arrojados a la costa por los
temporales, y ordenaban que esos objetos fuesen devueltos a sus propietarios.
Se ve, sin embargo, que en 1270, fundándose Carlos de Anjou en leyes
más antiguas, ejerció el derecho de confiscación aun contra los buques
cruzados. Su infortunado competidor, Conradin,
el último de los Hohenstauffen,
había hecho con la república de Siena en 1268 un tratado por el cual
renunciaba al derecho de naufragio. Las
mismas contradicciones se observan en las legislaciones de las repúblicas
de Italia. Un estatuto de Venecia de 1232 prohibía el apoderarse de
los bienes de los náufragos, a cualquier nación que perteneciesen,
y castigaba a los que habiéndolos tomado, no los entregasen en el
término de tres días a sus propietarios. Sin embargo, esa misma república
hacía con S. Luis, rey de Francia, un tratado para la abolición respectiva
del derecho de naufragio en ambos Estados; y aun en 1434 los magistrados
de Barcelona estaban obligados todavía a negociar con los de Venecia
la concesión del mismo favor. En
Francia la voz de la religión y la prudencia de S. Luis intentaron
poner un término a esa horrible injusticia. Sin
embargo, una ordenanza de 1277 prueba que el rey ejercía ese derecho
en sus dominios, pues que exoneraba especialmente a algunos extranjeros.
Existía todavía al principio del siglo doce en el Ponthieu, en las
costas septentrionales de la Francia, y no fue abolido hasta 1191.
Este abuso subsistía aun en esa provincia en 1315. Una ordenanza de
esa fecha, monumento muy curioso de legislación porque prescribía
la promulgación y la ejecución en ese reino de la constitución imperial
de 1221, aseguró de nuevo a los náufragos la protección real. Hay
alguna probabilidad de que la ciudad de Marsella no toleraba esa injusticia
en el territorio sometido a sus magistrados, pues que en 1219 hizo
con el conde de Empuñas un tratado por el cual este príncipe renunció
en favor de los Marselleses el derecho de naufragio, mediante algunas
ventajas que recibió en retribución. Si el uso de confiscar los efectos
de los náufragos hubiese estado en vigor en Marsella, la devolución
habría sido recíproca, y del hecho no se encuentran rastros en los
estatutos de esta ciudad. En Inglaterra, Eduardo el Confesor había
declarado la abolición del derecho de naufragio desde el siglo once.
Los reyes anglo-normandos Enrique I, Enrique
II y Ricardo I renovaron esas disposiciones; pero se puede citar,
como prueba que esas leyes no fueron ejecutadas, los tratados por
los cuales los soberanos de Inglaterra acordaban a los comerciantes
extranjeros que querían favorecer, el estar exentos de la confiscación
por naufragio, conocido bajo el nombre de wreck.
Sin embargo, el rigor del uso antiguo se modificó bajo Enrique I;
se ordenó entonces que si se salvaba alguna persona, y aun algún animal
vivo del buque naufragado, no tendría lugar el derecho de confiscación.
En fin, por el acta del parlamento de Eduardo III, capítulo 13, se
dispuso que si el buque pereciese mientras que las mercaderías de
su cargamento eran conducidas a tierra, estas debían ser entregadas
a los propietarios, mediante una indemnización razonable por el salvamento. Las
constituciones imperiales que hemos citado ya y una ley especial para
la Alemania de 1195 no impidieron que la confiscación de los efectos
naufragados dejase de estar vigente en ese país, pues un gran número
de actas del siglo trece conceden gracia a muchas ciudades. La
liga hanseática fue la primera entre los Estados del Norte de la Europa
que redujo el antiguo derecho de confiscación, en caso de naufragio,
a una simple percepción por el salvamento de los efectos naufragados.
Ella estipuló al mismo tiempo, por tratados en favor de sus ciudadanos,
el derecho de reclamar la restitución, en el año y un día, de esos
efectos, aunque alguna persona a animal no se hubiese salvado del
buque naufragado. Este ejemplo fue seguido por varios Estados en las
costas de la Baja Germania, de la Frisia y de los Países Bajos. Sin
embargo, o esas medidas equitativas no estaban generalmente establecidas,
o no eran aplicadas a todos los pueblos indiferentemente, pues que
documentos del siglo catorce atestiguan que los privilegios o tratados
eran todavía necesarios para obtener la abolición de la confiscación
de los efectos naufragados. El uso establecido de apoderarse,
sea en provecho de los habitantes de la costa, o en el del fisco,
sobrevivió a todas esas disposiciones prudentes y humanas. Aun es
bastante notable que en las costas de Prusia se imaginaban que este
derecho bárbaro, extendido hasta el punto de esclavizar las personas,
estaba fundado en la legislación rodiana. En algunos países se había llevado el abuso hasta
fingir naufragios en tierra, y a confiscar por analogía los objetos
que un accidente alcanzaba en viaje, como esos que produce la tempestad.
Los juzgados (baillis) del arzobispado de
Bremen fueron excomulgados por el papa Gregorio XI en 1375, siempre
que no renunciasen el ejercicio del derecho de naufragio en esa parte
de las costas del mar del Norte. En el mismo siglo diez y siete los
duques de Lauenberg se vanagloriaban de
su moderación al reducir el derecho de confiscación a un tercio de
las mercancías salvadas. El
derecho no era más fijo y la equidad mejor respetada en Oriente. Las
Basílicas, que formaban la legislación general, protegían los náufragos:
sin embargo, los habitantes de la costa conservaban el uso de apoderarse
de sus efectos, y era necesario guardias armadas para ponerlos al
abrigo de ese pillaje. El capítulo 46X de l’Assise des bourgeois de
Jérusalem no llevó a ese país más que la mitad del remedio
al abuso, restringiendo la confiscación a una parte del buque naufragado. Causa
menos sorpresa el ver a los musulmanes usar de este derecho para con
los cristianos, y recíprocamente estos ejercerlo contra los musulmanes.
Era la consecuencia del estado de hostilidad entre esos pueblos; varios
tratados del siglo trece contienen estipulaciones cuyo objeto es hacerse
gracia respectivamente. Hemos
visto ya que la costumbre de muchos países marítimos de la edad media
era que todo extranjero arrojado a la costa por un temporal, en lugar
de ser socorrido humanamente, fuese preso y puesto a rescate. Se puede
citar un memorable ejemplo de este uso en el caso de Harold, hijo
de Godwin, que yendo a Normandía en 1065, fue llevado por el viento
hacia la embocadura del Somme en las tierras de Guy, conde de Ponthieu.
Harold y sus compañeros de viaje sufrieron esa ley rigorosa; después
de haber sido saqueados, fueron encerrados por el señor del lugar
en una de sus fortalezas. Guillermo, duque de Normandía, reclamó de
su vecino el conde de Ponthieu la libertad del cautivo, desde luego
con simples amenazas, sin hablar absolutamente de rescate. El conde
de Ponthieu fue sordo a las amenazas, y solo cedió a la oferta de
una grande suma de dinero y de una excelente propiedad. De esta manera
el duque tuvo en su poder al hijo de Godwin, y le hizo jurar sobre
las reliquias de los santos que le ayudaría a obtener el reino de
Inglaterra después de la muerte de Eduardo. También se recordará el
ejemplo de Ricardo Corazón de León, que volviendo de las cruzadas
para su reino, naufragó sobre las costas del Adriático, y queriendo
enseguida pasar por el territorio del duque de Austria, fue encarcelado
por este último, vendido al emperador Enrique VI, y rescatado por
sus vasallos mediante una inmensa suma de dinero. En 1406 Roberto,
rey de Escocia, envió su hijo y heredero presuntivo a Francia para
educarse. El joven príncipe, viajando a lo largo de las costas de
Inglaterra, tuvo la imprudencia de desembarcar para descansar de las
fatigas de la mar. Fue hecho prisionero en plena paz y detenido durante
diez y ocho años por Enrique IV de Inglaterra, y no fue por último
puesto en libertad sino pagando un rescate de cuarenta mil marcos,
y jurando que conservaría la paz entre los dos reinos. Se podrían
citar otros ejemplos de semejantes actos de violencia, pero estos
son suficientes para probar que el privilegio de exterritorialidad,
atribuido por el derecho de gentes moderno a la persona de un soberano
al pasar por el territorio de otro, era desconocido en esa época.
Era necesario nada menos que un salvoconducto o un pacto especial
para garantir, aun a los simples individuos que viajaban en países
extranjeros, del saqueo y de la prisión. El comercio encontraba las
trabas más desalentadoras en esos usos. Era menester, como en Oriente,
reunirse en caravanas para viajar en Europa. Las vejaciones no eran
menos frecuentes entre los cristianos que entre los infieles. Los
señores, no contentos con establecer arbitrariamente celadas en sus
tierras, corrían el país para exigir rescate y robar a los viajeros.
Era menester a cada instante rescatarse de la avaricia de aquel cuya
torre dominaba un desfiladero o el pasaje de un rio. La poderosa liga
de las ciudades hanseáticas, que se extendió sobre las costas y todas
las riberas del mar del Norte y del Báltico, desde el Escalda hasta
la Livonia, contribuyó desde luego a hacer abolir esos usos bárbaros,
obteniendo privilegios en favor de sus propios ciudadanos, privilegios
que fueron convertidos muy pronto en inmunidades generales. “Esa liga
no era solamente un sistema de Estados confederados; era una verdadera
soberanía internacional, que trataba de igual a igual con las testas
coronadas, y obtenía en Rusia, en los tres reinos de la Escandinavia,
en los Países Bajos y en Inglaterra, para sus factorías y sus negociantes,
privilegios por medio de los cuales estaban casi independientes de
la jurisdicción del país”. Si la institución de esa famosa confederación
fue dirigida con el objeto del monopolio y del interés comercial,
es necesario confesar que contribuyó, aun buscando ese fin, a los
progresos de la civilización por la abolición de la piratería, del
derecho de naufragio y del fisco (aubaine),
de las vejaciones y de otros actos de violencia tolerados o ejercidos
por los príncipes feudales de esa época. Fueron acordadas a esa asociación
reformas en las relaciones entonces subsistentes entre los Estados
del Norte, que ni el poder religioso de los papas ni el poder temporal
de los emperadores había podido obtener, disponiendo de los recursos
navales de esa parte de la Europa. Si ella no adoptó el sistema del
derecho de gentes marítimo, favorable a la libertad del comercio y
de la navegación de los neutrales, consagrado por los usos de los
Estados del Mediterráneo, es porque se encontraba en la necesidad
de mantener su preponderancia marítima prohibiendo todo comercio con
sus enemigos, mientras que la posición de los Estados comerciantes
del Mediodía los obligaba a cuidar los intereses de sus vecinos, que
podían bien hacerse enemigos formidables. El sistema del Consulado
de la mar ha sido modificado frecuentemente por tratados, y más aún
por el uso y la fuerza, según las fluctuaciones de la política y del
interés de los diversos Estados que los obligaban a extender o limitar
los derechos de la guerra. LA PAZ DE WESTFALIA |