cristoraul.org

SALA DE LECTURA

Historia General de España

 

HISTORIA DEL PERU BAJO EL REINADO DE FELIPE IV

1621-1666

POR

SEBASTIAN LORENTE

 

CAPITULO I

LA AUDIENCIA. 1621.

 

Felipe IV (1605 – 1665)

Aunque al subir Felipe IV al trono, entraba apenas en la adolescencia, hizo concebir las más lisonjeras esperanzas a los que lamentaban la rápida decadencia de la España. Amante de las bellas artes y no destituido de genio poético, se mostraba decidido protector de poetas y pintores alentándolos a producir obras inmortales. Emulo de las glorias de Carlos V y Felipe II, quería reconquistar la perdida influencia, ya con brillantes hechos de armas, ya con las hábiles gestiones de la política. Para imprimir a la nación nueva vida, quiso cortar de raíz la corrupción administrativa, que absorbía todos los recursos del Estado y era el azote de los pueblos. Con tal objeto resolvió, que los empleados, hicieran inventario de su fortuna, tanto al ocupar como al dejar su puesto; y algunos escarmientos hechos desde luego en los enriquecidos inicuamente, prometían, que el juicio de residencia no sería ilusorio en adelante, ni la rigorosa ley una letra muerta. Su favorito el Conde Duque de Olivares, verdadero regente de la monarquía, parecía unir los talentos del hombre de Estado a intenciones sanas y voluntad resuelta. Mas el desengaño no pudo ser más pronto, ni más amargo. Felipe IV, a quien la adulación se había apresurado a dar el nombre de grande, solo podía llamarse así irónicamente por la magnitud de sus pérdidas. Los afamados tercios de Castilla perdieron su reputación secular con las repetidas derrotas. La antes respetada diplomacia recibió humillaciones y hubo de aceptar tratados vergonzosos. Separado el reino de Portugal, estándolo por algunos años Cataluña, sublevadas las posesiones de Italia, desmembradas algunas de los Países Bajos, descontentas ciertas provincias, y conservándose sumisas las más fieles por irreflexivos hábitos y no por motivos de conveniencia, corría riesgo de hundirse la desmesurada nave del Estado, cuya popa estaba en Flandes y la proa en América. La España cayó en el más profundo abatimiento : fue espantosa la corrupción, suma la miseria y excepcional la ignorancia. Las bellísimas, creaciones de Velázquez, Murillo, Calderón y otros genios eminentes sólo brillaban entre tantas ruinas, como brillan las flores sepulcrales para ocultar el melancólico espectáculo de la muerte.

El Vireinato del Perú debía sufrir en gran manera las tristes consecuencias de tan deplorable abatimiento. Al par que le escaseaban la protección y vivificadoras influencias de una metrópoli floreciente; se le imponían mayores sacrificios; corrió constantes riesgos de invasiones extranjeras, y tanto al principiar como al concluir el ominoso reinado, sufrió graves disturbios, muy alarmantes por la suma debilidad del gobierno.

Bajo la Audiencia estuvo a merced de desalmados sediciosos Potosí, que desde muy atrás ofrecía campo dilatado a sus excesos. La distancia a que se hallaba aquel asiento, y sus no fáciles comunicaciones con la capital del Virreinato; la falta de fuerza pública; la opulencia del mineral y su nombradía superior a la riqueza, junto con la vida desarreglada, que era común en las minas, hacían afluir al desapacible cerro a la soldadesca sin amor al trabajo, ni hábitos de disciplina, y a las gentes de mal vivir, que buscaban allí medios de medrar en el vicio. Las tentaciones eran fuertes; porque el lujo inmoral se sobreponía a las fortunas adquiridas honradamente; numerosas salas de baile acrecentaban las seducciones, y muchas escuelas de esgrima alentaban a la violencia. La fiebre de la plata, agravada por los felices azares del juego y de las minas, comunicaba a las pasiones la exaltación más peligrosa.

No faltaban en Potosí (Bolivia) predicadores elocuentes y ejemplares, que con la palabra y con las costumbres enseñaran la moderación y la justicia. Distinguíase por su apostólico celo el dominico Vernedo, cuyas virtudes inspiraban la veneración debida a los santos. Mas su influencia saludable se perdía en el torrente de los crímenes, que ya no causaban escándalo. La tradición y las crónicas recuerdan algunos casos, que horrorizan. Según cuentan, vióse por muchos años recorriendo las calles del asiento en hábito de penitente a un desconocido con una calavera en la mano que llevaba a sus labios con frecuencia; y al morir confesó, que aquella calavera era la de un enemigo suyo, al que había muerto sin piedad, y cuyo despojo quería contemplar de continuo, a fin de templar su inextinguible sed de venganza. Refiriese de un jugador : que, viéndole muy acalorado en una disputa, le preguntaron algunos, que haría, si le dieran un bofetón; y su contestación fue sacar la mano seca de un temerario, que muchos años antes había osado ponerla en su rostro, la que traía consigo como prenda del agravio vengado.

Entre esos hombres desenfrenados, que no temían a Dios, ni al mundo, los choques no podían menos de ser frecuentes. Todos los días había desafíos a muerte, y se había hecho una especie de juego el darla y el recibirla. Una de las diversiones era el atravesar el llamado con razón paso peligroso. Muchos matones armados se colocaban a los dos lados de una no muy ancha vereda, señalada en la plaza; el que pretendía ser tenido por valiente, debía atravesarla expuesto a los desapiadados golpes de todos ellos; y aunque pocos salían ilesos, nunca faltaban temerarios deseosos de seguir sus sangrientas huellas. En los días de huelga se formaban pandillas de todas las razas, no escaseando los indios, las que se herían y se mataban por puro pasatiempo. Hasta las autoridades llegaron a encabezar esos mortíferos encuentros, que a veces degeneraban en batallas regulares con toda especie de armas.

Cuando así sucedía, no eran los choques simple objeto de diversión, sino el deseo de satisfacer rencores profundos. Los vascos, que solo a principios del siglo habían principiado a figurar en Potosí, en pocos años se enseñorearon del asiento. Suyos eran casi todos los ingenios, suyas las ricas tiendas, suyas los principales fincas de la ciudad; y todo el giro estaba pendiente de su crédito. Hechos millonarios, sin haber adquirido más cultura, llenaban el cabildo y los principales puestos del gobierno por solo el ascendiente de la opulencia, sin cuidarse de hacérsela perdonar, antes provocando envidiosas cóleras por la ostentación o insolencia. Los demás españoles, haciendo causa común con los criollos, resolvieron negarles la mano de sus hijas y hermanas, y aun amenazaron con la muerte a todo el que les suministrara víveres. Mediando de una parte resolución tan hostil y de otra parte los medios de resistirla, se hicieron los encuentros más comunes y mortíferos. Al fin se pensó en arrojar de Potosí a viva fuerza a todos los vascos, principiando por matar a los que entre ellos tenían mejor sentada la reputación de valientes. Fueron asaltadas algunas casas, cuyos moradores, bien preparados contra el temido ataque, descargaron sus armas con gran estrago de los agresores. Un hercúleo vasco acometido por numerosa pandilla, se defendió largas horas contra todos ellos, y al caer herido de muerte había dejado fuera de combate a muchos de sus contrarios. Los corregidores llamados a sostener el orden en circunstancias tan difíciles, lo comprometían más y más, bien por haber participado de las disensiones, bien porque su venalidad y malas costumbres destruían el prestigio de la autoridad, principal elemento de gobierno.

El desenfreno de los matones llegó al extremo de poner manos sacrílegas en los ministros del altar, que trataban de convertirlos. El provincial de los jesuitas, celoso por reconciliar los enconados bandos, les había dirigido una ferviente exhortación a la paz, y como era natural, había procurado inspirar un santo horror a los desafíos y asesinatos. Irritado de tal plática uno de los principales forajidos, hizo llamar por la noche al venerable predicador para auxiliar a un enfermo, y una vez en la calle le dio de palos, hasta dejarle por muerto. Viéndose excomulgado por tan impío atentado y objeto de horror para el vecindario, se decidió a ausentarse, y al despedirse aconsejó a sus camaradas no dejar con vida a ninguno de sus enemigos, enriquecerse con el despojo de los ricos, y satisfacer sin escrúpulo sus desenfrenados apetitos.

La criminal exhortación no quedó sin efecto. Aleccionados y regimentados los forajidos, difundieron el terror al solo nombre de vicuñas que habían recibido, ya por la especie de sombreros, que les servía de distintivo, ya por su anterior vagancia entre cordilleras y punas. De nada tenían pudor, nada temían y nada respetaban. Habiendo derrotado a la fuerza, que se armó contra ellos, trataron a Potosí, como si fuera una plaza tomada por asalto; condenaban a muerte y ejecutaban a los sentenciados sin procesos, ni dilaciones; daban pasaportes y cartas de seguridad por precios arbitrarios; ninguna vida, ni honra, ni hacienda estaban a cubierto de sus ataques, aun tratándose de aquellas personas, que todavía pasaban por sus amigos. Bastaba ser rico o incurrir en su desagrado para ser su víctima. En esa situación, que parecía desesperada, llegó al Perú el sucesor de Esquilache, haciendo concebir a los afligidos fundadas esperanzas de salvación, porque a un carácter enérgico, heredado del Gran Capitán, unía la experiencia adquirida durante diez años en el gobierno de Méjico.

 

 

CAPITULO II

D. DIÉGO FERNANDEZ DE CORDOBA, MARQUES DE GUADALCAZAR.

1621 -1629

 

Diego Fernández de Córdoba y López de las Roelas, Marqués de Guadalcázar y Conde de Posadas (1578 –1630)

El restablecimiento del orden fue allanado en Potosí por la enormidad de los desórdenes. Los amantes de la paz, cuantos conservaban algo que perder, los que necesitaban vivir de su trabajo, los parientes de las víctimas sacrificadas por los vicuñas, principiaron a levantar la voz, que el terror tenía antes embargada; y como su conjunto formaba la mayoría del vecindario, su opinión no tardó en hacerse preponderante. Además anulado ya el poder de los vascos, faltaba la causa fundamental para perpetuar los rencores y venganzas. El sentimiento religioso, nunca sofocado enteramente, pedía también con viveza un pronto término a las ofensas de Dios y del prójimo. Aun el poder político, que tan débil había aparecido, recobró parte de su ascendiente en pueblos habitualmente leales y sumisos, por haber gobernado interinamente con sagacidad y honradez el inteligente limeño D. D. Antonio Maldonado como teniente corregidor. El criollo D. Andrés Castillo, caudillo principal de los vicuñas, a los que había sostenido con su caudal e influencia, dio oídos a las palabras de paz y se decidió a pelear contra sus antiguos cómplices. Muchos de ellos, que poseían un valor digno de mejor causa, acudieron al llamamiento de las autoridades para emplear honrosamente sus armas contra los salvajes o contra los invasores del Perú. Los más obstinados en las turbulencias fueron escarmentados con las ejecuciones expeditas, que ordenó el alcalde de Potosí. Para afianzar la tranquilidad decretó el Virrey la expulsión de los vascos y la prohibición de armas de fuego y otras aventajadas en sesenta leguas a la redonda.

Las principales contiendas con los bárbaros tuvieron lugar en el Tucumán (Noroeste de Argentina), cuyos salvajes hacían frecuentes invasiones contra los pueblos fronterizos, y en Chile por haberse renovado conforme al espíritu belicoso de la Corte, la guerra ofensiva contra los araucanos. D. Luis Fernández de Córdoba, hermano del Virrey, puesto al frente de aquel ejército, les tomó en su incursión mil doscientos cautivos.

Los hombres de guerra oyeron con el mayor gusto el llamamiento del Virrey, que los necesitaba para la defensa de Lima. No se trataba ya de un simple amago de corsarios. Resueltos a apoderarse de la opulenta cuidad de los Reyes, el Estatúder y los ciudadanos holandeses habían hecho los mayores esfuerzos para armar una escuadra de 11 buques, 300 cañones y 1,613 hombres de desembarco, a las órdenes de Jacobo Heremita. A primera vista parecían insuficientes tales preparativos para intentar el desembarque y asaltar una población de más de 30,000 almas, que los oportunos avisos de Europa habían permitido poner en un pie de defensa respetable. Mas el experimentado Virrey abrigaba serias inquietudes. Los Españoles, que habían venido al Perú como empleados o para enriquecerse en el comercio, no estaban muy dispuestos a perder la vida en un hecho de armas, fácil de evitar con algunos días de ausencia. Los descendientes de los conquistadores y pobladores tampoco tenían demasiada afición a los combates, ni grandes motivos para sacrificarse en el interés de la metrópoli. A levantarse contra ella podían inclinarse 32,000 esclavos esparcidos en la capital o en sus contornos, a quienes alagaría la esperanza de libertad, bajo la dominación holandesa, que no reconocía la esclavitud. La misma esperanza podía alentar a los oprimidos indios. La osada gente de color, menospreciada por los blancos y poco favorecida por el gobierno, no ofrecía sólidas garantías de una fidelidad a toda prueba.

El prudente y activo Marqués de Guadálcazar sofocó las inclinaciones adversas, fijó a los vacilantes y alentó a los tímidos, preparando abundantes elementos de resistencia. Los encomenderos del interior fueron advertidos del deber, que su calidad les imponía de acudir a la defensa del reino con sus rentas, cuando no con sus personas. A los demás favorecidos del gobierno se hizo igual llamamiento a nombre de la lealtad y del honor. A todos las clases se les excitó a servir la causa de la religión, contribuyendo a rechazar una invasión de herejes. Fundiéronse buenos cañones y se hizo no escasa provisión de otras armas y demás pertrechos de guerra. En todos los desembarcaderos próximos a Lima se establecieron vigías, destacamentos o fortines, según su importancia. Se levantaron fortificaciones en el Callao. Las naves mercantes fueron encerradas para mayor seguridad en un círculo de madera y hierro. Las de guerra y algunos lanchas cañoneras estaban prestas para aceptar el combate. Tres milhombres regimentados, con el Virrey a su cabeza, se hallaban en el puerto a la llegada de los holandeses.

Los invasores intentaron en vano diferentes ataques; y tampoco pudieron desembarcar a alguna distancia de las fortificaciones. Mas felices al ser acometidos en sus naves por algunos imprudentes campeones del Virreinato, si bien les hicieron sufrir serios contrastes, no mejoraron mucho el estado de su causa. El bloqueo gastaba inútilmente sus fuerzas alternando durante cuatro meses, las ventajas y reveses parciales, cuando Jacobo Heremita resolvió dar golpes más decisivos enviando contra Pisco y Guayaquil (Ecuador), destacamentos que en ambos puntos sufrieron considerables pérdidas. Antes de saber la extensión de ellas, falleció el almirante, enfermo de disentería y bastante apesadumbrado no solo por la inesperada resistencia, sino porque algunos griegos de su tripulación habían concertado darle muerte. Asilados en el campamento del Virrey y reclamada su entrega en cambio de algunos españoles caídos en su poder, le fue denegada; y aunque sacrificó bárbaramente a los inocentes prisioneros, no pudo templar su dolencia, ni mortal despecho. Los demás invasores, después de darle sepultura en la isla de San Lorenzo, se alejaron de las costas del Virreinato, para caer sobre Filipinas, donde la suerte no les fue del todo propicia.

Lima se entregó a la más justa satisfacción por el buen éxito que habían alcanzado sus esforzados y generosos hechos, y celebróse por la prensa lo burlados que habían quedado los holandeses. Mas, como estos tenían fija la vista, en la América del Sur y aun llegaron a dominar una parte del Brasil, no dejaban de inspirar continuas alarmas al Perú. Ya las noticias recibidas de todas partes estaban conformes en que habían salido de los Países Bajos sesenta y siete buques para apoderarse de las colonias españolas. Ya aseguraba la Corte la salida de unos quince y estarse aprestando otros cuarenta. Aunque las nuevas salieran falsas, no carecían de fundamento, ni había motivos para tranquilizarse. El peligro siempre inminente imponía constantes sacrificios.

Al mismo tiempo la fatal política de guerras y disipaciones, que había adoptado el Conde Duque, hacía recaer sobre el Virreinato nuevas cargas. Pedíanse repetidos donativos, se realizaba la incorporación a la corona de la tercia parte del tributo en cada encomienda; las vacantes que habían servido para hacer gracias y cubrir otros gastos eventuales, se destinaban al pago de asignaciones cortesanas; se establecían la mesada eclesiástica y la media anata; y se ordenó acrecentar proporcionalmente los impuestos en el Perú y Nueva Granada para cubrir anualmente la cantidad de 350,000 ducados.

La alarma en que se encontraba el Virreinato por las noticias de nuevas invasiones, hizo que en diferentes acuerdos prevaleciese el dictamen de aplazar el aumento de impuestos. Mas para sacar el partido posible de los antes establecidos, no omitió el Virrey diligencia, ni precauciones. Las grandes defraudaciones, que se experimentaban en la avería, se evitaron en parte guardando la playa y buques de registro, no permitiendo el embarque sino de la salida del sol hasta la entrada de la noche, y limitándolo al espacio comprendido entre la casa de la compañía de Jesús y el fuerte de San Francisco. Con esta solicitud se obtuvo también algún aumento en el almojarifazgo y la alcabala. A fin de hacer mayores remesas, quedó sin un real la caja de Lima a la salida del Marqués para España en 1629.

La insensata lucha con todas las naciones marítimas dejaba tan poca seguridad a las flotas, que para celebrar la feliz llegada de los galeones de 1627 a la Península se ordenó una fiesta nacional. El comercio ya tan restringido y sobrecargado de gabelas, hubo de sufrir en adelante nuevas limitaciones y cargas.

La minería, único manantial reconocido para formar el fondo del comercio y el tesoro del Rey, tuvo que sufrir mucho de los disturbios ocurridos en Potosí y por haberse roto la laguna de Tapacari, que daba agua a sus ingenios. Un mineral descubierto en el cerro de Bombón y llamado Santiago de Guadalcazar en honor del Virrey, debía reemplazar más tarde al ya bastante decaído emporio de la plata, y no tardó en dar de quintos 78,967 pesos 5 reales. La Corte quería, que se despoblase Huancavelica (Perú) para impulsar la explotación del azogue recién descubierto en Yauca. El prudente Marqués se abstuvo de una medida, que habría sido ruinosa, porque el último mineral burló todas las esperanzas, exaltadas sin gran fundamento. Aun para sostener el actual beneficio de la plata fue necesario, que los galeones trajeran algún azogue de España. La deuda de los azogueros se acrecentaba por indispensables anticipaciones y condescendencias; los de Guadalcazar fueron favorecidos con la reducción de los quintos al décimo.

En el interés de la minería y del comercio se procesó a varios ensayadores por haberse observado baja de ley en la plata enviada en los últimos galeones. Para favorecer el tráfico interior se mejoró el servicio de los tambos; se establecieron o repararon los puentes de Apurimac, Pisco, Chancay y otros, y se regularizó el movimiento de los correos, fijándose los días para los de arriba, llanos y valles.

Se había cuidado, que el correo mayor siempre mal pagador, satisfaciese la deuda de los Chasquis. Las circunstancias no permitieron, que conforme a las instancias de la Corte se pagase todavía a los mitayos de Potosí el viaje de ida y vuelta; pero algún alivio recibieron, reduciéndose la mita de cada pueblo a lo que cupiera en su séptima. También fue reducida la de Huancavelica de 2,200 mitayos a 800, y no se les obligó a trabajar de noche, como pretendían los mineros alegando, que en las cavidades de la mina no había diferencia sensible de las tinieblas nocturnas a la luz del día.

Para hacer una distribución más equitativa de las gracias había dividido el Virrey los pretendientes en tres clases de beneméritos, a saber, de la conquista de Chile y de la invasión holandesa o cualquiera otra ocasión; al mismo tiempo clasificaba los servicios en de mucha, mediana y poca importancia. Esta imparcial apreciación no ayudaba mucho a multiplicar los beneficios; por que las mercedes por distribuir disminuían extraordinariamente con las reservas, que dejaba la Corte para sus favoritos; pero la reconocida buena voluntad del Marqués le ganaba el corazón de los colonos, quienes agradecidos hicieron presente al Monarca su buen gobierno.

El Virrey necesitó de la entereza de su carácter y del prestigio que alcanzaba por sus eminentes servicios para luchar sin temor con el Arzobispo, cuando el de Méjico lograba prender y deponer al indigno representante del Monarca. D. Gonzalo Ocampo, sucesor de Lobo Guerrero, no solo era de ilustre cuna, opulento, educado cerca del Santo Padre, y favorito de la Corte española, sino que traía la expectativa de gobernar el Virreinato. Para celebrar su llegada se dispusieron juegos públicos en la plaza mayor, y viendo que el Marqués los presidia bajó solio desde los balcones del palacio real, puso también solio el Arzobispo en los del suyo. En vano se le hizo conocer con la mayor atención, que el solio en aquella circunstancia era una prerrogativa exclusiva del Virrey que no podía compartir su representación con nadie. Viéndole sordo a todas las insinuaciones, que eran apoyadas en el dictamen de los magistrados y eclesiásticos más instruidos, se le intimó orden formal de quitar de su balcón aquel honroso asiento. No tuvo entonces otro desquite, que tomar su coche para alejarse del espectáculo y salirse al campo, pasando por el patio del palacio real, porque estaba embarazado el tránsito por otra parte.

No debe apreciarse el carácter del Arzobispo por tan extraño acaloramiento. A su generosidad se debió en gran parte el esplendor con que fue celebrada la dedicación de la catedral en 1625 a los 85 años de su fundación, y las medallas de plata acuñadas para perpetuar la memoria de aquella fiesta, cuyo ceremonial religioso duró desde la mañana hasta la noche. Por sus, órdenes se moderó el lenguaje indiscreto de algunos predicadores; y animado de celo pastoral murió, súbitamente, en la visita de su dilatada diócesis, con sospechas de haber sido envenenado por un cacique, cuyo libertinaje quiso corregir.

El celo por la salvación de las almas seguía animando a los misioneros con diverso éxito. Los jesuitas, poco afortunados en el Tucuman, prosperaban en sus reducciones del Paraguay. Los franciscanos, que debían distinguirse en la ceja de la montaña, no se señalaban al principio por sus aciertos en las misiones de los Carapachos y Panataguas próximos a Guanuco. Los agustinos perdían las de Larecaja sin emprender otras nuevas. En cambio con autorización del Rey y del Papa introducían en su provincia la alternativa inspirada por amor a la disciplina y a la paz, pero que por la naturaleza de las cosas iba a ser inagotable manantial de relajación y discordias. Habiendo de alternarse los cargos de provincial y definidores entre criollos y chapetones incorporados a la provincia religiosa del Perú, eran inevitables las injustas preferencias, las farsas eleccionarias, la admisión de frailes indignos, la licencia del partido preponderante, la opresión de sus rivales, los odios inextinguibles y los abusos de todo género. No por esto dejaba de haber, en todos los claustros, religiosos de una vida edificante. Un lego de San Francisco fue por su santidad objeto de veneración general; y también eran respetadas algunas humildes beatas, que procuraban seguir las huellas virtuosas de Santa Rosa. El firme deseo y los pronósticos de la venerable virgen del Rimac contribuyeron mucho a facilitar la fundación del monasterio de Santa Catalina.

La exaltación religiosa, exasperada por las hostilidades de los herejes, volvió a encender las hogueras inquisitoriales, habiéndose celebrado en 1625 un auto muy solemne en que hubo varios penitenciados por judíos y como hechicera Inés de Castro llamada la Voladora. Los autos más terribles debían tener lugar bajo el sucesor de Guadalcazar.

 

 

CAPITULO III

D. LUIS FERNANDEZ DE CABRERA, CONDE DE CHINCHON. 1629 — 1639

 

Luis Jerónimo de Cabrera y Pacheco ( 1589- 1647), cuarto conde de Chinchón

Las alarmas causadas en el Perú por los aprestos de los holandeses en Europa y por su establecimiento en el Brasil se acrecentó de modo, que a la llegada del nuevo Virrey se daba por cierto la entrada de ellos en el Pacífico. Así, para que no se dijese, que había querido evitar el encuentro del enemigo, se vino el Conde por mar hasta el Callao, dejando a su esposa seguir desde Paita el viaje por tierra, que aconsejaba su estado interesante. Para hacer frente a la temida agresión se reparó la armada, se mejoraron las fortificaciones del Callao, y se renovó el círculo destinado a protegerlas naves mercantes. Como, siendo de madera, no ofrecía suficiente seguridad, contra los embates del mar, ni contra los proyectiles, se pensó en hacerlo de piedra, con cuyo objeto se ordenó, que todas las embarcaciones la cargasen en la vecina isla de San Lorenzo antes dejar el puerto. Al mismo tiempo se adiestraban las milicias de Lima con ejercicios y frecuentes alardes, se preparaban armas y se hacía abundante provisión de pólvora.

Los servicios militares se dejaban ver en otros puntos del Virreinato. Fuera de los auxilios enviados a algunos puertos, el ejército que en Chile hacia la guerra a los araucanos, fue auxiliado con 1,044 soldados y once situados, cuyo valor subió a 3,212,000 pesos. Emprendiéronse varias expediciones, ya para contener a los Uros, que, guareciéndose en la laguna de Chucuito, asaltaban a los traficantes, ya para sujetar a los esforzados Chalcaquies del Tucumán. Tuvóse especialmente mucha solicitud por libertar de los ataques de los mamelucos a las ya florecientes reducciones del Paraguay. Los mamelucos eran una raza bastarda, formada por el cruzamiento entre los fugitivos de Buenos Aires y las castas del Brasil; y viviendo del pillaje, procuraban cautivar a los neófitos reducidos por los jesuitas, para venderlos a los plantadores de cañas de azúcar en las vecinas tierras de San Pablo.

El estado de guerra no solo con los holandeses sino con Francia a que había sido arrastrada la metrópoli por la funesta política del Conde Duque y por las combinaciones diplomáticas de su eminente rival el cardenal de Richelieu, era doblemente perjudicial al comercio colonial, ya por las cargas que le imponía, ya por los peligros que le hacía correr. En 1634 solo pudieron salvar los galeones su precioso cargamento, arrostrando un azaroso combate con la escuadra holandesa, que era mandada por el célebre Pié de palo. Lo peor para el Perú era, que para sostener con sus tesoros la dispendiosa administración de Felipe IV, a un mismo tiempo se trababa más y más su giro, y se le imponían mayores exacciones. Con el objeto de que la plata no se extraviase, se prohibió definitivamente el comercio con Méjico, dificultóse el muy reducido con Centro América, y activóse la persecución de la ropa que por contrabando podría introducirse de China y Filipinas. Las exigencias de contribuir a los gastos de la Corte variaron de mil modos.

A fin de que fuese efectivo el nuevo impuesto llamado Unión de armas, hubo necesidad de doblar la averia y alcabalas. Pantificóse el cobro de la media anata y de la mesada eclesiástica, percibiéndose por esta una mensualidad de rentas eclesiásticas y por aquella medio año de sueldos civiles. La insignificante extracción de la lana de vicuña fue gravada con derechos fiscales. Pidiéronse dos donativos; y, como se sabía ya, que las cuotas eran tan difíciles de realizar, como prontos los ofrecimientos, cuidó el Conde de sacar mayor partido, que sus antecesores, pidiendo a los suscritores la entrega inmediata, aunque fuese de pequeñas cantidades. Invitando él mismo a las personas más notables y saliendo un oidor por la ciudad a recabar las erogaciones del pueblo, el donativo no podía menos de ser cuantioso. Promovíase también la negociación de oficios vendibles y la composición de pulperías, que estaban sujetas a número y al pago de patente. Juntamente seguía en suspenso la provisión de encomiendas para que los tributos vacos acrecentasen las entradas del fisco; y se ofrecía a los actuales encomenderos prorroga por una vida más, si entregaban tres anualidades o solamente dos, según que se tratara del primer o segundo poseedor. Tomábase la plata reunida en las cajas de difuntos, censos y comunidades y procuróse negociar un empréstito de 34,000 ducados, vendiendo juros en Lima, Potosí y Quito, y ofreciendo al pago de intereses cada cuadrimestre por Abril, Agosto y Diciembre, las mayores garantías. En fin se procuró asegurar, cuando no acrecentar el regio tesoro, reduciendo los sueldos y escatimándolos gastos más precisos. Con las mezquinas economías coincidía el envío de halcones, que costó más de doce mil ducados, solo para lisonjear el perjudicial gusto del Monarca por la caza.

El comercio sobre el que pesaban más directamente las cargas, y que no podía menos de resentirse de la persecución dirigida entonces contra los principales mercaderes como portugueses judíos o sospechosos de judaísmo, sufría graves contrastes; y el envidiable crédito que facilitaba sus transacciones, se afectó profundamente con inevitables quiebras. De las más señaladas fueron la del Depositario General, y la de Juan de la Cueva, en cuyo banco tenían suma confianza tanto los particulares, como el gobierno, y en cuya causa se envolvían tantos y tan complicados intereses, que aún hoy día quedan huellas, no obstante haberse encargado desde entonces las más activas gestiones al Consulado y a la Audiencia.

Las personas tímidas pudieron recelar en aquella época irreparables catástrofes; porque Potosí y Huancavelica, los dos grandes manantiales reconocidos de riqueza pública y privada, corrieron riesgos de cegarse. La decadencia de Potosí era ya tan grande, como difícil de reparar. En vano se concedían a sus mineros grandes privilegios, cómo el no ser presos en Lima por deudas fiscales, el ocupar cargos públicos, aunque no las hubiesen pagado, y el no estar expuestos a embargos ni sus ingenios, ni sus minas. Tales concesiones no podían dar a las vetas una riqueza, que permitiera explotarlas ventajosamente en aquellas circunstancias. En el mineral de Huancavelica ocurrió una súbita ruina por haber acelerado imprudentemente los trabajos del socavón, que principiado en 1606, tocaba ya a su término. Si se cegaba aquel manantial de azogue, era de temer, que por falta del principal elemento se paralizase el beneficio de la plata; pues el estado de guerra hacia muy inciertas las remesas de España.

En realidad la crisis minera tenia más de apariencias momentáneas, que de duración efectiva. La ruina de Huancavelica estaba lejos de tener las proporciones, que en un principio pudieron temerse. Además existían ya en depósito 27,000 quintales de azogue para continuar el beneficio de los metales, mientras de entre las mismas ruinas se extraían grandes cantidades del inapreciable ingrediente y se preparaba en el mineral una mayor extracción con la pronta terminación del socavón. Si Potosí dejaba de ser el emporio de la plata, mucho podía esperarse del cerro de Bombón, entre cuyos pajonales había visto el pastor Huaipacha derretida la plata al pegarles fuego para resistir al soplo glacial de la puna. El mineral de Cailloma, que acababa de descubrirse, había dado ya 200,000 pesos de quintos. Por do quiera ofrecía entonces, como ofrece hoy el Perú en las entrañas de la tierra inestimables tesoros, que para inundarle de riqueza solo aguardan la acción combinada de los capitales, del trabajo y de la ciencia. Un gran impulso hubiera podido recibir la minería de la rebaja de los quintos al décimo, como algunos aconsejaban; mas su dictamen fue desechado por el recelo, de que la mayor explotación, debida al alivio de cargas, no pudiese resarcir el quebranto inmediato del fisco con la reducción de los derechos reales a la mitad.

Un descubrimiento inapreciable de muy diferente género se hizo vulgar en el gobierno y bajo los auspicios del Conde de Chinchón. Su esposa, que adolecía de unas intermitentes rebeldes, fue curada con una corteza, que le envió el corregidor de Loja, como poderoso febrífugo recomendado y conocido de tiempo atrás por los indios. El eficaz cortante principió a divulgarse con el nombre de polvos de la Condesa, y después, con los de polvos del Cardenal de Lugo y de los Jesuitas, por el empeño que uno y otros pusieron en propagar su uso. La corteza, que es más comúnmente llamada quina, tiene también con razón el nombre de Corteza peruana; y los árboles de donde se toma, llevan el de Cinchona del título de la Virreina.

Otro gran descubrimiento, o por mejor decir, exploración, tuvo lugar gobernando el Conde de Chinchón, quien lejos de favorecerlo, habría querido ocultarlo para seguridad del Virreinato. El río Amazonas, que atraviesa fertilísimas regiones, y cuya navegación reserva inapreciables ventajas a los países limítrofes y a todo el mundo civilizado, había sido más bien atravesado, que reconocido por Orellana y por los compañeros del malogrado Orsua. La lentitud del movimiento colonial y la prohibición de avanzar los descubrimientos hacia la frontera del Brasil habían impedido las ulteriores exploraciones. Mas en 1636 Fray Domingo de Brieda y Fray Andrés de Toledo, legos de San Francisco, que se habían sobrepuesto a los desastres de una reducción intentada en las orillas septentrionales del gran rio, bajaron hasta el Para, arrostrando los mayores riesgos y privaciones con resignación religiosa. En 1638 partió de Para el capitán Tejeiro con algunas canoas y los mismos religiosos y remontó el Amazonas y sus afluentes, llegando por tierra hasta Quito. Al año siguiente descendió a su punto departida en compañía de los jesuitas Cristóbal de Acuña y Andrés de Artieda. No tardaron en ser públicas las relaciones de tan importante exploración; y, aunque la separación de Portugal, acaecida en 1640, ocasionó complicaciones y obstáculos difíciles de superar; el celo ilustrado de la compañía de Jesús, sobreponiéndose a todas las dificultades, multiplicó año tras año las reducciones en las orillas o islas del Amazonas.

Los jesuitas habian sido ya el escudo de la colonia establecida por D. Diego de Vaca en el territorio de Mainas. Los indígenas, aunque de índole apacible, se habían irritado sobremanera por el mal comportamiento de los vecinos de San Francisco de Borja. No pudiendo ya soportar la mísera servidumbre a que sus ingratos huéspedes los tenían reducidos, concertaron un ataque para exterminarlos por sorpresa. El éxito no parecía dudoso, vistos su gran superioridad numérica y las ventajas de la súbita agresión; por lo que en el día convenido atacaron con la mayor confianza; pero recibieron un cruel escarmiento de los vecinos avisados oportunamente por un cacique, que traicionó a sus camaradas, sea por amor a la civilización, sea cediendo a motivos menos nobles. Sin embargo de su triunfo reconocieron los colonos, que no eran bastante fuertes para resistir al odio de los indígenas, y solicitaron la cooperación moral de los jesuitas. Estos misioneros, haciendo oír las palabras de paz, reconciliaron cordialmente a los antiguos y nuevos moradores de San Borja, quienes principiaron a saborear las dulzuras de la abundancia con plena seguridad de personas y haciendas. También se establecían entre los Panataguas y otras tribus vecinas a Guanuco las benéficas, cuanto apacibles misiones de los franciscanos, habiéndose superado con las santas armas del evangelio resistencias, que suscitaron pocos años antes de una parte la violencia salvaje y de otra el celo poco discreto.

Lima presentaba a la vez una gran devoción y la más cruel intolerancia. Habiendo sentido en 27 de Noviembre de 1630 las formidables sacudidas de un gran terremoto, atribuyó su salvación a la imagen de la Virgen, que todavía se venera en la capilla del Milagro. Los religiosos de San Francisco contaron, que la venerable efigie había vuelto el rostro a una imagen de Jesucristo en ademán suplicante, y que, pasado el terremoto, había recobrado su anterior posición. Agradecido el pueblo a la Madre de misericordia, celebró su fiesta con gran esplendor. También fueron extraordinarias las pompas con que los jesuitas solemnizaron en 1638 la consagración de su magnífico templo de San Pablo. En los demás conventos y en la catedral se celebraban las fiestas con tal profusión de luces, incienso, flores, colgaduras y joyas, que los devotos peninsulares no podían menos de confesar su asombro, no obstante su parcialidad por el suelo natal. Entre las disipaciones mundanas se dejaban oír las más vivas exhortaciones a la penitencia. Sin contar muchas beatas, que en medio del siglo querían perpetuar las austeras virtudes de Santa Rosa, veíase por plazas y calles, ya a pie, ya en humilde cabalgadura al macilento y descarnado Fray Elías de la Eternidad, predicando sobre la vida perdurable y haciendo olvidar la presente con su porte aún más que con sus palabras.

Entre los varones ejemplares, que eran la honra del claustro, descollaba un humilde donado de Santo Domingo, llamado Fray Martin de Porres. Hijo de una negra y de un caballero, mostró desde sus primeros años el ánimo más benéfico. Dedicado al oficio de barbero, consumía sus pequeñas entradas en dar limosna, pidiéndola a veces en obsequio de los pobres, empeñando su sombrero por socorrerles, y haciéndose todo para todos. Admitido en el convento era, tan humilde, que pedía de buena fe perdón por las injurias recibidas sin la menor falta de su parte, como si él hubiera sido el ofensor gratuito. Al verse honrado de pequeños y de grandes, se sentía profundamente humillado; y, cuando la opinión de santo le hizo ser acatado por Prelados y Virreyes, creía que solo podían tributarle aquellas atenciones, como se rinde homenaje en el teatro y en las más caras a reyes y altos personajes de farsa. Inspirado por la caridad, quería que le vendieran como esclavo, a fin de que otros religiosos pudieran ser socorridos con el precio, que por él se diera; y extendiendo su beneficencia a todos los seres sensibles, cuidaba de los animales abandonados o enfermos. Su dulzura llegó a triunfar de las antipatías naturales hasta el punto de hacer comer juntos a un ratón, un gato y un perro. Para que Dios fuese más ensalzado por sus maravillas y la humanidad más socorrida con los dones del cielo, sembraba en la campiña flores y plantas medicinales al mismo tiempo que se proponía abrir grandes caminos con la poderosa cooperación y los cuantiosos auxilios, que todas las clases de la sociedad ponían a disposición de su bien conocida y segura caridad. Las nobles virtudes del mulato, al par que servían al consuelo de muchos infelices, contribuían eficazmente a la fusión de las razas conforme a los altísimos designios de la Providencia, haciendo olvidar las preocupaciones del color con las más bellas inspiraciones de la fraternidad humana.

Con tan consolador espectáculo forma el más doloroso contraste el furor desplegado por la Inquisición contra los judíos portugueses, que si alarmaban la piedad de los fieles cristianos con sus sospechosas creencias, excitaban también la envidia y codicia de los malvados por el bienestar adquirido en el ejercicio del comercio y otras profesiones útiles. En esta época hubo tres autos, llegando en el de 1639 a ochenta el número de los procesados y habiendo expiado diez y siete de ellos en la hoguera su adhesión a ley de Moisés. Uno de los quemados, que era un cirujano muy hábil, viendo, que la lona del tablado se agitaba fuertemente a impulsos del huracán, fenómeno rarísimo en Lima, exclamó : «Esto lo ha dispuesto así el Dios de Israel para verme cara a cara». Otro de los relajados, que llevada entre sus correligionarios el título de Capitán grande, era uno de los más ricos comerciantes; había sido mayordomo del Santísimo; la Universidad le había honrado con la dedicatoria de conclusiones públicas; y lo mejor del vecindario le tenía en la mayor estimación. Su magnífica casa, que todavía está en pie, fue llamada entonces casa de Pilatos, porque al decir del vulgo se recordaban allí sobre un crucifijo los azotes recibidos en el pretorio por el Redentor del mundo. De otro penitenciado se contaba, que tenía bajo las losas de su tienda la efigie del Crucificado, y que vendía sus mercancías más baratas al comprador, que sin pensar la hollaba. Para consolar al pueblo de sacrilegios, que causaban horror con solo ser imaginados, se celebraron solemnes desagravios.

El Virrey, que participaba de la piedad común, era solícito porque todos honrasen a Dios y favoreciesen al prójimo. Con tal objeto ordenaba que los soldados confesaran y comulgaran a su tiempo; prohibió que en la cuaresma asistiesen a la recoleta los hombres y mujeres en los mismos días; vedaba a las mulatas las sederías y otros adornos escandalosos; renovaba en vano los bandos contra las tapadas; cuidaba de que los esclavos no fuesen mal tratados por amos desapiadados y quería nombrarles un protector general; favoreció la nueva casa de huérfanas fundada por el presbítero D. Jorge Andrade y por D. Miguel Nuñez; y acrecentaba las entradas del hospicio de huérfanos. Todas las construcciones religiosas eran apoyadas por él. Las tres misas que cada mes se cantaban en la catedral por los Reyes de España, debían celebrarse con asistencia de todos los canónigos. Los que navegaban para Chile, debían confesar y comulgar antes de embarcarse.

Los cuidados religiosos no hacían olvidar al Virrey ningún ramo del servicio público. No solo se esforzaba por arreglar el asiento con los mineros de Guancavelica y repartir indios a los de Potosí estableciendo el pago de viaje de los mitayos; sino que atendía al mejor movimiento de los correos; ponía tajamares al rio para impedir las inundaciones en el arrabal de San Lázaro; construía habitaciones en el mismo barrio a fin de que los negros recién llegados no contagiasen al vecindario con sus numerosas dolencias; fundaba en la Universidad dos cátedras de medicina, cuya dotación fue situada en el estanco del solimán; exigía pruebas de suficiencia en los pilotos que navegaban para Chile; multiplicaba los bandos de policía; allanaba las competencias; arregló los libros; y siempre celoso, entendido y moderado contribuyó a que el Perú con habitantes pacíficos, rica tierra y cielo benigno gozase tranquilamente de los dones naturales, en tanto que la metrópoli sufría pérdidas y males irreparables por la corrupción y desaciertos de su gobierno.

 

 

CAPITULO IV

DON PEDRO DE TOLEDO Y LEIVA, MARQUES DE MANCERA.

1639 — 1641

 

 

Pedro (Álvarez) de Toledo y Leiva 1585 -  1654) primer marqués de Mancera y IV señor de las Cinco Villas

Hacia 1640, mientras Felipe IV perdía su tiempo y los recursos del Estado en cacerías, o en otras diversiones más culpables; las tropas españolas mal dirigidas y peor asistidas llevaban la parte más mala en la guerra con la Francia; Cataluña cansada de impuestos y vejaciones militares se alzaba enfurecida contra los castellanos; Portugal, que desde su incorporación a la monarquía de los Felipes, sólo había experimentado pérdidas en sus dominios y gloria, proclamaba su independencia; y Holanda, que desde principios del siglo la tenía asegurada, continuaba sus hostilidades por mar y tierra contra los dominios de sus antiguos opresores.

El Perú hubo de sufrir, o por lo menos temer las dobles invasiones de holandeses y portugueses. El príncipe de Nasau, que gobernaba las posesiones de los primeros en la América del Sur, supo restablecer la confianza en guarniciones desalentadas por los reveses, dio a sus fuerzas una organización vigorosa y envió al Pacífico una armada para que apoderándose del puerto de Valdivia lo fortificase y estableciese allí la base de operaciones contra el Virreinato del Perú. Aquella expedición estuvo lejos de corresponder a sus no mal fundadas esperanzas. Los araucanos, con cuya poderosa cooperación contaba a causa de su larga guerra con la España, se le declararon hostiles; por que acababan de hacer la paz con el digno gobernador de Chile, Marqués de Baides. Habiendo sufrido pérdidas de consideración, faltos de recursos y mal avenidos entre sí, hubieron de abandonar los holandeses la empresa comenzada con tan malos auspicios; y, aunque se prometían volver al Pacífico con fuerzas más imponentes, sus nuevos descalabros en América y en Europa no les permitieron amenazar en adelante al Virreinato del Perú.

El Marqués de Mancera, que en sus apellidos recordaba grandes glorias militares, noticioso de la invasión holandesa, se había apresurado a equipar una escuadra, que fue la más fuerte, de cuantas había tenido el mar del Sur, y la envió a Valdivia a las órdenes de su hijo, acompañado de algunos jesuitas, que avivaban el entusiasmo religioso guerrero de los expedicionarios. Al llegar al puerto de su destino, lo encontraron libre de enemigos y hubieron de regresar al Perú contando incidentes de escaso interés bélico : tales eran, que la escuadra había salido del Callao en viernes; había tocado otro viernes en Arica, arribado y dejado a Valdivia en igual día, y entrado en el Callao también en viernes. En los primeros días de marcha se habían enredado las enarboladuras de dos buques, y la tripulación creyó haberse libertado del naufragio, no tanto por las acertadas maniobras, cuanto por las oraciones del jesuita Castillo, todavía joven, pero ya acatado por su vida penitente. Su ascendiente sobre la tropa le permitió contener los excesos del juego, harto común en el ocio de a bordo.

El Virrey, no satisfecho con el paseo de la armada procuró poner a Valdivia y al Callao en el mejor pie de defensa. Aquel puerto, cuya fortificación había creído ya necesaria el Príncipe de Esquilache, y que sin embargo había aplazado el Conde de Chinchón no obstante la invasión inminente, fue dotado de fuertes castillos y a su presidio se destinaron una buena guarnición y el situado correspondiente. El Callao fue circunvalado con un muro revestido de piedra, en el circuito de una legua, con los convenientes terraplenes, banquetas y parapetos, buenos cañones de bronce, trece fortines, dos portadas y dos portillos. Lo más admirable en estas obras y equipo de armada fue la economía, con que se hicieron, sin necesidad de exacciones extraordinarias y sin menoscabar las remesas al Monarca. Sin embargo el cabildo de Lima tuvo que elevar fundadas quejas por haberse aplicado a la conservación de las murallas del Callao, obra de interés común al Virreinato, la sisa, que era un ramo de sus propios.

Al mismo tiempo se tomaban otras muchas disposiciones militares en la vasta extensión del Virreinato, que en la parte oriental podía ser atacado de cerca, por los brasileros declarados en favor de Portugal, su madre patria, luego que supieron su alzamiento. Los grandes gastos, ocasionados por esta causa, fueron cubiertos con un donativo, que de autoridad propia pidió el Virrey y por el que Felipe IV le dio las gracias. El importante puerto de Buenos Aires, poco atendido antes, aunque siempre se había mirado como la puerta abierta a los enemigos de España para invadir el envidiado Potosí, recibió una respetable guarnición, aprestada en Chile por la buena voluntad de sus habitantes, distinguiéndose el sabio Villarroel, obispo de Santiago, por sus ricos regalos. Las reducciones del Paraguay recibieron armas, que podían ponerse con confianza en manos de los neófitos, deseosos de escarmentar a los mamelucos. La dilatada frontera que desde el Paraguay seguía hasta el Amazonas, estaba bien guardada por la espesura de los Tasques y por la ferocidad de los salvajes. Las misiones de los jesuitas eran una regular salvaguardia en la región del gran rio. Aprestos bélicos en los principales puertos y la organización de las milicias completaban la defensa exterior del Virreinato. Mas algunos tenían todavía por muy peligrosa la presencia de los portugueses esparcidos en el interior y que en Lima allegaban a seis mil. Como medida de seguridad se les mandó entregar las armas, y aun se trató de su expulsión, que no se consumó; bien porque se reconocieron a tiempo los daños irreparables causados a las familias por tales providencias; bien porque el Virey, según murmuraban sus émulos, recibiera cuantiosos regalos.

En realidad los riesgos del Virreinato, sino desaparecieron enteramente, disminuyeron sobremanera a los pocos años de gobernar Mancera. Los holandeses, que habían dejado de ser temibles, celebraban la paz con España. Francia, que había sido, e iba a ser pronto su más dañosa agresora, gastaba sus fuerzas en guerras de mujeres y en intrigas palaciegas. Inglaterra, dispuesta también a hostilidades de éxito duradero, si bien de ejecución rápida, estaba atravesando la gran revolución, que debía conducir a Carlos Primero al cadalso. La caída del Conde Duque parecía libertar al Monarca de una ominosa tutela, y con un ministro mejor intencionado prometía contribuir a la regeneración del todavía inmenso imperio, legado por sus abuelos. Cataluña más dispuesta a la obediencia daba menos cuidados, y Portugal no podía inspirarlos muy graves, estando solo en la contienda.

No es extraño, que en una situación más lisonjera se entregaran los peninsulares a la esperanza de recobrar su pasada grandeza; y que los habitantes del Perú, creyéndola mayor a la distancia, y desconociendo las llagas secretas de la metrópoli, acometieran empresas extraordinarias y soñaran incomparables glorias. D. Pedro Bohorques, aventurero andaluz, con más atrevimiento, que genio, se propuso conquistar el fabuloso imperio de Enim y autorizado para entrar en las montañas de Chanchamayo, de que contaba maravillas, sin haberse avanzado en su región más fértil, aprestó una fuerza, que no supo reglamentar, ni hacer observar el orden. Por sus extorsionesa los vecinos de Jauja y por otros graves excesos hubo de ser procesado y enviado al nuevo presidio de Valdivia. De carácter más apacible, inteligente y honrado, el limeño Maldonado, corregidor del cercado después de haberse distinguido como teniente corregidor de Potosí, se imaginaba, que Felipe IV, al que siempre tenía por Felipe el Grande, estaba destinado por la Providencia a libertar la Tierra Santa sacando el sepulcro del Redentor de manos infieles. Su sueño, como él lo tituló, si bien revela suma ignorancia acerca del estado de la monarquía, se recomienda por bellezas de estilo que contrastan con el gongorismo de la época : es una composición alegórica, algo semejante a la república literaria de Saavedra, que ostenta tanta erudición, como ingenio.

El Marqués de Mancera aprovechó la tranquilidad de que gozaba el Virreinato, para hacer los arreglos económicos aconsejados por los circunstancias. Las entradas del fisco tuvieron algún aumento por el establecimiento del papel sellado y por la composición de tierras. El papel sellado, cuyo uso se ha propagado hasta nuestros días, era de cuatro clases; el de 1ª valía 34 reales; el de 2ª 6; el de 3ª 1, y el de 4ª 1/4 de real. La composición de tierras produjo cantidades considerables; mas fue con mucho agravio de los indios, quienes elevaron sus quejas al trono, y en virtud de real cédula pudieron recobrar las propiedades, cuya posesión justificaron. Además en algunas provincias fueron desagraviados con la disminución de la cuota en que su tributo estaba sobrecargado.

Huancavelica, atendida de preferencia como la primera rueda de la explotación mineral, vio llevado a feliz término su socavón, en cuya portada se recuerda todavía aquella época. Aunque se perdió la veta principal, quedaron otras ricas en azogue; y un nuevo asiento con los mineros, que a diferencia de los anteriores, debía durar más de cuarenta años, aseguró el abundante beneficio, sin estar ya a las contingencias del que había de venir de Europa.

Mientras otros minerales sostenían la producción ordinaria de plata; Potosí no podía salir de su abatimiento, aunque se trató de repartir mejor los indios; distribución que no llegó a ser efectiva por las reclamaciones de ciertos interesados en la continuación de los abusos. La medida magna, preconizada por los azogueros a que se adherían algunos hombres imparciales, era la reintegración de la mita señalada por Toledo. Cediendo a esta opinión, se esforzaron sucesivamente siete Virreyes por completar el número de mitayos, sea tomándolos de otras provincias, sea reduciendo a los indios a sus antiguos domicilios. Por bien de la humanidad se frustraron esfuerzos tan sostenidos, cuyo único resultado habría sido acrecentar la opresión de los naturales, sin activar la explotación del mineral. Los que con tanto empeño solicitaban mitayos, no era por lo común para trabajar minas, sino para hacerse de una renta vendiendo a otros el sudor ajeno, u obligando a los infelices a rescatarse por un precio subido.

Los vecinos de Potosí, aunque habían perdido la opulencia, conservaban sus hábitos de lujo y con ellos el humor pendenciero y altivo. Nunca faltaban los desafíos; y lo que es más extraño, varias mujeres ofrecieron en algunos encuentros pruebas inequívocas de un carácter belicoso. Una señorita libertó a su padre de las manos de la justicia a fuerza de sus armas. Otras dos, que habían sido desairadas por sus amantes, los retaron y dieron muerte en combate singular.

Lima, siempre más sosegada, fluctuaba entre los placeres y la devoción. Nadie se extrañaba de ver a un obispo sentado al lado del Marqués de Mancera para divertirse con la corrida de toros, y de que la guardia de palacio estuviese obligada a oír los sermones del padre Allosa, renombrado tanto por sus éxtasis, como por su ciencia. Los ejercicios militares y hechos de armas se subordinaban siempre a las prácticas religiosas y no tanto se esperaba la victoria del poder de las armas, cuanto de la protección de nuestra Señora del Rosario, aclamada patrona por un impulso simultáneo y sin previo concierto, en Madrid y en la ciudad de los Reyes.

Aquí contribuía todo a excitar el entusiasmo religioso. A las pompas del culto, cada día más esplendidas, se unían ya el ejemplo, ya las exhortaciones de venerables religiosos. Fray Juan Masías, dominico como el difunto Fray Martin de Porres, era su digno émulo en caridad, penitencia y pureza de costumbres. El mercedario Urraca se hacía admirar por sus austeridades. El virtuoso agustino Vadillo se señalaba por su compasión a los negros. Estos infelices, después de apurar el amargo cáliz de la esclavitud, eran algunas veces abandonados por sus amos, luego que por la vejez o por prematuras dolencias se inhabilitaban para el trabajo; los que no encontraban asilo en vecinos caritativos, morían en la calle, y arrojados a los muladares eran devorados por los gallinazos y perros. Tan inhumano espectáculo, que lastimaba al pueblo, decidió al padre Vadillo a consagrarse a la fundación de un hospital para negros, un día en que paseando por la barranca vio el cadáver de uno de ellos entre inmundicias, que se disputaban las aves de presa. Mientras el benéfico agustino, secundado eficazmente por otros dignos eclesiásticos ejercía su misericordia en favor de los cuerpos; el jesuita Castillo elevaba las almas haciéndose el apóstol de los negros. En vano el orgullo de las clases privilegiadas le acusaba, al principio de su misión evangélica, de arrojar el pan santo a los puercos; por más de veinte y cinco años continuó doctrinando a la despreciada gente de color, haciéndola partícipe asidua de los sacramentos y prácticas devotas, e inspirándole los elevados sentimientos de la religión. Sus predicaciones no tardaron mucho en excitar la devoción no sólo de la multitud blanca, sino también de la primera nobleza. El fervor público, despertado por este y otros santos predicadores, vino a fortificarse al saber las terribles erupciones del Pinchincha en el reino de Quito, y el más desastroso terremoto de Chile, que en 1647 asoló Santiago e hizo perecer entre los escombros de más de 1,000 personas.

D. Pedro Villagomez, digno sobrino de Santo Toribio, después de haberse distinguido en su diócesis de Arequipa, favorecía en el arzobispado de Lima así al padre Vadillo para la fundación de su hospital de negros, como a los demás religiosos en sus devotas exhortaciones. Al mismo tiempo daba una señalada prueba de tolerancia haciendo enterrar en sagrado el cadáver de un suicida a quien tenía por un loco y no por un criminal sin conciencia. Solicito por la doctrina de los indios dio una pastoral notable, destinada a la extirpación de la idolatría, que todavía contribuía mucho a su corrupción y envilecimiento. Las visitas ordenadas desde el tiempo de Esquilache no podían producir frutos extensos, ni duraderos; porque, elegidos para visitadores eclesiásticos jóvenes, poco escrupulosos, cuidaban más de medrar recorriendo las doctrinas, que de llenar celosamente su dificilísimo encargo. Mal podían ser desengañados de supersticiosas tradiciones, en una rápida visita, los que no tenían tiempo para aprender la doctrina cristiana, estando ocupados de continuo por corregidores, curas, caciques, encomenderos, hacendados, obrajeros, mineros y traficantes. La pureza evangélica parecía incomprensible y aun contradictoria a gente ruda, que no veía sino grandes escándalos en los cristianos de su conocimiento. Reprendido un indio porque vivía en el concubinato, preguntó con cierta extrañeza, si el amancebamiento era pecado, y como le respondiesen que sí, replicó resueltamente : “Pues yo creía que no lo era; porque está amancebado el cura, amancebado el corregidor, amancebado el encomendero”.  Por otra parte la idolatría, que se heredaba con la sangre y con las costumbres, recibía un fortísimo apoyo de la amada embriaguez, su inseparable compañera, y de estar siempre a la vista los principales objetos del culto. Como un misionero quisiese quitar los ídolos a un obstinado idólatra, le dijo este : “Pues llévate ese cerro; ese es el dios que yo adoro”.

Las misiones de los salvajes, aunque continuadas en general con apostólico celo, fueron objeto de escandalosos altercados entre jesuitas y franciscanos. Como se disputasen acaloradamente el descubrimiento de Amazonas, cortó Felipe IV la contienda resolviendo, que ambas órdenes pudieran enviar allá misioneros. En el Paraguay sus rivalidades dieron origen a disturbios poco edificantes. El franciscano Fray Bernardino de Cárdenas, varón instruido y extático, había conseguido grandes frutos de su predicación en el alto Perú y en el Tucumán; por lo que mereció ser nombrado obispo del Paraguay. Los jesuitas, a quienes daban gran influencia sus florecientes reducciones, le acogieron bien y no opusieron la menor dificultad a su consagración; mas, como anunciase una visita pastoral en toda su diócesis en la que estaban comprendidas las misiones de la compañía, dijeron que no había sido consagrado válidamente, alegando que para aquel acto no se había tenido el original de la bula pontificia, sino un simple traslado; apoyándose en canónigos indignos promovieron un cisma; y sin retroceder ante las últimas violencias le arrojaron de su sede. Favorecido el obispo por el prestigio de sus virtudes y por los enemigos de los jesuitas, que abundaban en la Asunción, recobró su autoridad; y llegando a gobernar a su vez la provincia del Paraguay, desterró a sus persegui­dores, que debían triunfar bajo el sucesor de Mancera.

 

 

CAPITULO V

DON GARCIA SARMIENTO, CONDE DE SALVATIERRA.

1648 - 1355

 

 

García Sarmiento de Sotomayor y Luna, conde de Salvatierra y marqués del Sobroso (????-1659)

Los jesuitas habían hallado un dócil instrumento, para perseguir al venerable Palafox, obispo de la Puebla de los Angeles, en el Conde de Salvatierra, que era Virrey de Méjico. Contando con la decisión del Conde, cuando fue trasladado al Virreinato del Perú, expulsaron definitivamente de su diócesis y trataron con suma dureza a Fray Bernardino de Cárdenas. Libres de toda inspección episcopal pudieron recibir de lleno las reducciones del Paraguay la organización jesuítica, que algunos han considerado como el ideal de los repúblicas, y otros han condenado como una degradante servidumbre , explotada a nombre y en beneficio de la teocracia. Los hombres imparciales han reconocido con placer el bienestar de que gozaban los neófitos, la pureza religiosa de sus costumbres y el orden inalterable, que sin necesidad de castigos severos reinaba entre ellos. Esos salvajes arrancados a la ociosidad, miserias y ferocidad de su vida errante para llevar una vida activa, cómoda y suave, por sola la fuerza de la palabra evangélica, no son por ciertos menos de admirar, que los bárbaros de la Tracia ganados a la civilización con los cánticos de Orfeo, ni que las florecientes colonias formadas por los sacerdotes de Etiopía en las fértiles orillas del Nilo. Mas nunca podrá mirarse como el ideal de la vida política una tutela, que imponía un perpetuo yugo en toda la existencia así sobre el cuerpo, como sobre el alma, y aislaba las poblaciones. En realidad debían considerarse estas como simples haciendas, regularmente administradas por los jesuitas, quienes disponían a su arbitrio, de los bienes, trabajo y almas, de los guaranís.

Las reducciones llegaron al número de 30, estando situadas 26 de ellas entre el Paraná y el Uruguay y solas 4 a las orillas del Tivicuari. Ocupaban anchos espacios, divididos por calles bien alineadas. Las casas construidas sobré un plan uniforme, estaban cubiertas con tejados, eran cómodas y encerraban los muebles indispensables. En el centro de la población había una gran plaza, y en ella una espaciosa iglesia tan bella como las mejores de España o del Perú; una casa de huéspedes; otra de refugio, donde moraban algunos desvalidos y las casadas sin hijos en ausencia de sus maridos; algún almacén de efectos o de armas; y el colegio de los misioneros, que era el edificio más vasto. Tenía este un primer patio cercado de corredores; cómodas viviendas en el principal para el cura y coadjutor; huerta provista y amenísima en el interior; y otros patios donde existían grandes almacenes y variedad de talleres. Tras de la iglesia y fuera del pueblo se veía un dilatado cementerio, bien tapiado y con bellas alamedas de palmas, cipreses, naranjos y limoneros. Las principales avenidas conducían a vistosas capíillas. La campiña inmediata estaba dividida en fierras, que cada familia cultivaba para su propia subsistencia, y en campo de Dios, o común, que, trabajado por todos, se destinaba al sostenimiento de los indigentes y personas ocupadas en otros servicios públicos, a las necesidades generales ordinarias y a los socorros en tiempo de escasez. Allí se cultivaban las plantas nutritivas, el tabaco y el algodón. En dehesas muy dilatadas pastaban millares de vacas, ganado lanar, caballos y mulas. En ciertos terrenos apropiados había grandes plantaciones de yerba mate, objeto de un comercio muy lucrativo.

El gobierno superior de las reducciones pertenecía al provincial del Paraguay, con absoluta subordinación al General de la Compañía. En cada pueblo había un cura ayudado y fiscalizado por un coadjutor. Los vecinos nombraban para su gobierno civil un corregidor, un teniente corregidor, alcaldes y regidores, subordinándose siempre la elección a la voluntad de los misioneros, quienes se reservaban también las órdenes de importancia. Un cacique entendía en las cosas de la guerra con igual subordinación a los padres. El orden se conservaba fácilmente por sola la influencia de aquella constitución social. Obedecíase ciegamente a los jesuitas, que eran venerados como bienhechores enviados por el Cielo. El trabajo continuó, la hábil disciplina y la ausencia de tentaciones impedían los vicios y ahuyentaban los crímenes. Si ocurría algún hecho escandaloso, el pecador vestido en traje de penitente confesaba públicamente su culpa en la iglesia, recibía una reprensión severa y besaba humilde el hábito del sacerdote. Los casos más graves eran castigados con el encierro, el ayuno y los azotes. La pena de expulsión, más temida por los guaranís, que la excomunión por los fieles de la edad media, y reservada para el delincuente incorregible, casi nunca llegaba a aplicarse. Pocos fueron también los neófitos, que arrastrados por el indomable instinto de independencia salvaje o por otra pasión violenta se huyeran de las reducciones, llevándose los más de ellos consigo a las mujeres ajenas.

La educación amoldaba perfectamente a los guaranís a una servidumbre, que el bienestar hacía de suyo poco ingrata. De tierna edad aprendían en la escuela a leer, escribir y contar; los que mostraban disposición para ello, recibían lecciones de canto y baile; cumplidos los siete años, trabajaban en los talleres según sus aptitudes, y no dejaron de descubrirlas muy felices jara la platería, carpintería, cerrajería, armería, pintura, estatuaria y otros oficios en que tuvieron por primeros maestros a hábiles jesuitas, por lo común extranjeros. Los poco aptos para la industria eran dedicados al cuidado de los ganados, labores agrícolas y servicio de las embarcaciones. No había holgazanes, ni mendigos. Las mujeres, una vez desempeñadas las tareas domésticas, tenían que hilar o tejer el algodón recibido como tarea común, y a falta de otras ocupaciones tomaban parte en las labores más ligeras del campo. Se contraían los matrimonios en la primera juventud para precaver el libertinaje, que el temperamento de los guaranís hacía muy de temer en la vida de solteros. Por las noches salía por las calles una ronda, a fin de que los demás vecinos estuviesen recogidos en su casas. En el templo y en las diversiones públicas se hallaban los hombres separados de las mujeres. Ningún forastero podía entrar en los pueblos sino de paso y con las mayores reservas en su trato. Los repetidos ejercicios militares, la provisión de armas y la vigilancia sostenida precavían o burlaban los asaltos, intentados ya por los mamelucos, ya por los charrúas, payaguas u otros salvajes vecinos.

Como aquella sociedad reposaba enteramente sobre el sentimiento religioso, se cuidaba, ante todo, de las prácticas del culto. Al toque del alba acudían los niños al templo para cantar los himnos sagrados, formando el más armonioso concierto con las aves que alaban al Criador por la mañana con no aprendidas melodías. A la caída del día se reunía el vecindario al toque de la campana, que llamaba a la oración común. También asistía el pueblo a la misa diaria. Eran frecuentes las devotas procesiones desde la iglesia alguna de las capillas erigidas en la campiña. La fiesta del Corpus, aguardada siempre con gran deseo, era celebrada con las más alegres pompas. La iglesia se adornaba en ese feliz día con sorprendente magnificencia. Los ornamentos, que siempre eran ricos, prestaban entonces una singular aureola de grandeza a los ministros del culto. La carrera estaba cubierta de flores y plantas olorosas. De trecho en trecho se levantaban improvisados bosquecillos, en cuyos frondosos árboles se dejaban admirar los pájaros de lindo plumaje y de dulcísimo canto. No solían faltar tigres u otras fieras, que, bien guardadas en sus jaulas, llamaran la atención de todos, sin asustar a los más tímidos. Las colgaduras de las paredes y pomposos altares completaban la decoración. Las alegrías religiosas se acrecentaban con la solemne marcha de la procesión entre numerosas antorchas, cánticos piadosos, ceremonias augustas y danzas inocentes.

Las necesidades de la vida material se hallaban moderadamente satisfechas con los productos de la agricultura, artes y comercio, cuya dirección estaba en todo dependiente de los jesuitas. Los neótitos, simples instrumentos en la producción, no gozaban sino de los medios estrictamente indispensables para su sencilla existencia. No conocían la moneda, ni disponían libremente de tierras, animales, casas, ni de ninguna otra propiedad que pudieran llamar suya. Quedaba por lo tanto todos los años un sobrante, que al decir de los misioneros se consumía enteramente en el pago de tributos, sostenimiento del culto y otros gastos comunes; pero que en la opinión de los colonos próximos a las reducciones bastaba para hacer periódicamente cuantiosas remesas al Perú y a España, empleadas en beneficio exclusivo de la orden. Estos envíos eran incuestionables: mas nadie podía justipreciarlos por el aislamiento en que se hallaban los neófitos; quienes no podían hablar el castellano, ni mucho menos dar cuenta exacta de lo que pasaba en sus pueblos, a las raras personas con quienes les era dado tratar, de ligero, dentro o fuera de ellos.

Más abiertas al trato colonial otras misiones de jesuitas, ofrecían siempre una organización regular, sin estar sujetas a tan exacto régimen. De las más recomendables eran las recién establecidas en Chiloe, después que Mancera guarneció a Valdivia. Las emprendidas en Patagonia Tucuman y Mojos no daban frutos proporcionados al celo apostólico de los jesuitas. Más prósperas las del Amazonas se distinguían por cierta libertad poco edificante, dejada a los neófitos, que Vivian por familias en habitaciones espaciosas, sin la decente separación para los sexos y se habrían dispersado en los bosques al imponerles prematuramente otro género de vida. Los misioneros franciscanos, sin obtener nunca los brillantes resultados de la compañía, seguían fundando con caritativos esfuerzos muchos pueblos en la extensa ceja de la montaña, siempre bajo el régimen especial de los recién convertidos, pero con más aproximación a la existencia habitual de los colonos.

En Lima producían conversiones maravillosas, las más veces efímeras, los sermones del Padre Castillo, ya en la plazuela del Baratillo, ya en la capilla de los Desamparados. El austero apóstol de los negros, abrasado de celo por la salvación de las almas, dominaba pronto al auditorio con su prestigio de santidad, su voz penetrante y su lenguaje claro, que iba derecho al corazón. Una vez sobreexcitados los oyentes, los enternecía y aterraba, ya golpeándose fuertemente pecho y rostro, ya sacando el crucifijo, la calavera o pinturas del infierno. Las pecadoras más desenvueltas , aun cuando hubieran acudido a sus fervorosas exhortaciones por pura curiosidad o preocupadas contra sus exhibiciones, salían hechas penitentes Magdalenas. Algún asesino, resuelto a dar el golpe mortal, sintió sus brazos desfallecidos y dejo caer el puñal ya levantado. Se reconciliaron algunos hombres vengativos con enemigos a quienes aborrecían de muerte. Pagaron sus deudas estafadores de la peor ralea, y perdonaron sus créditos usureros, que nunca habían tenido compasión de la penuria ajena. Era sobre todo prodigiosa la trasformación de los negros, que olvidando su cínico sensualismo, dejaban los cantares impúdicos, los bailes lascivos y las repugnantes orgías, por las funciones de iglesia, obras de piedad y práctica edificante de sus deberes. Soportando la esclavitud con mayor resignación, estaban también menos expuestos a violencias brutales; porque sus amos, viéndolos buenos cristianos, no los consideraban ya como puras bestias de servicio, sino como descendientes de un Padre común y rescatados por Jesucristo a precio de su divina sangre.

Un sacrilegio, un milagro y un terremoto movieron a las principales poblaciones del Virreinato a singulares demostraciones de piedad. En Quito fueron robadas en 1649 las formas consagradas y la noticia de este hurto sacrílego hizo, que no tardaran en celebrarse solemnes funciones de desagravios en lugares muy distantes. Los ánimos estaban vivamente impresionados por las imponentes fiestas, cuando la fama divulgó la consoladora nueva del prodigio acaecido durante la festividad del Corpus. Los religiosos de San Francisco atestiguaron, que en la hostia consagrada había aparecido con túnica purpúrea un niño Jesús, cuyos rubios cabellos divididos en la frente caían por entrambas sienes. Vivo aun el sentimiento de la maravillosa aparición, creyeron verla renovada muchos vecinos, con circunstancias más especiales, en la fiesta de la octava. Por tan señalado favor del cielo compuso el Arzobispo cánticos que se hicieron populares, y todo el Perú fue mas devoto del santísimo sacramento. El 31 de Marzo del siguiente año sintióse en el Sur un prolongado y muy fuerte terremoto, que derribó todos los edificios del Cuzco o los dejó amenazando ruina, siendo sin embargo insignificante el número de las víctimas. Extendida su violencia por el lado de la cordillera oriental, derrumbó altos cerros y convirtió en precipicios horribles sus nunca seguros senderos. Un cura de la montaña, que regresaba a su parroquia, se halló por causa del derrumbe, suspendido sobre un abismo y sin acceso posible al terreno firme. Habiéndose hecho esfuerzos vanos para alzarle, murió de hambre a los cinco días de tan horrible agonía.

Los vecinos del Cuzco, sintiendo, que las sacudidas de la tierra se repetían a menudo por muchos meses, se entregaron a un acceso de penitencia, no encontrando demostración, que les pareciese excesiva. Hubo una procesión en que eclesiásticos y legos dieron las pruebas más extraordinarias de penitentes fervores. Todos desechaban no solo las pompas, sino el tocado, cuellos, capas y otras prendas del vestido ordinario. Ninguno dejó de mortificarse a su modo. Quienes marchaban con soga a la garganta, mordaza en la boca y grillos en las piernas. Quienes no podían dar un paso abrumados con pesadas cruces o cadenas. Iban unos azotándose con disciplinas de hierro, mientras otros se daban crueles bofetadas. Algunos llevaban los brazos aspados. Los frailes de San Francisco se distinguían por sus cilicios en el cuerpo, palos en la boca, esterillas en los ojos y espinas en la cabeza. Su provincial, cargado de pesadas cadenas, llevaba un crucifijo en la mano y gritaba con voz pavorosa : Misericordia, misericordia!

Los vecinos de Potosí, que contribuyeron a la reedificación del Cuzco con generosas dadivas, tardaron poco en verse afligidos profundamente por otra calamidad de diferente género. La Corte, que había notado desde muchos años atrás la falta de la ley en la plata llevada por los galeones, repetía las órdenes, cada día más apremiantes, para que se hiciesen con todo escrúpulo los ensayes tanto en la casa de moneda, como en las demás fundiciones. Para cortar de raíz abusos de suma trascendencia, se había expedido en 1649 la ordenanza de los ensayadores en la que con minuciosas disposiciones y graves penas se había procurado asegurar la buena ley de la plata en barras o amonedada. Los ensayadores mayores habían de ofrecer con sus obligaciones, caudal y fianzas garantías suficientes de que sus subordinados tendrían la instrucción, práctica y fidelidad necesarias. En todo caso la responsabilidad sería solidaria en cuantos interviniesen en los ensayes, que se harían con la debida separación de barras y tejos, inscribiéndose con caracteres legibles el lugar y el año en que se verificaban, junto con el nombre del ensayador y la ley, expresada en dineros, granos y maravedíes. En Lima procuraría comprobarse esta ley ensayando las piezas sospechosas, y otras dos entre un centenar de las que no ofrecieran motivos de desconfianza. Los falsificadores consuetudinarios despreciaron las amenazas de la reciente cédula y no temieron adulterar con un quinto de cobre la plata amonedada en Potosí, fiados en que los cajones llenos del precioso metal se remitían cerrados a Portobelo y en aquella feria se recibían sin registro por la cantidad, que indicaban contener. Descubierto el fraude en Europa, fue saldado el quebranto por los honrados comerciantes de Sevilla, y en el Perú se procedió severamente contra los autores del fraude. Nestares, Presidente de Charcas, que tomó a su cargo la causa, condenó a muerte a los más culpables, sin que pudiesen libertar del último suplicio al acaudalado Roche, que era el principal de los reos, ni su prestigio de alcalde, ni los millones que ofreció en cambio de su vida. Al castigar a los falsificadores hubo de declararse, que moneda era de buena o baja ley; y la parte más rica del vecindario se encontró con un enorme desfalco en sus capitales. Como de costumbre se acusó al gobierno de pérdidas en que tenían la principal influencia la imprevisión y descuido de los particulares. Murmuraciones más fundadas se habían acreditado poco antes a la muerte del millonario Cinteros, que según la voz pública había fallecido intestado, y cuyos catorce millones en virtud de una supuesta última voluntad, escrita, cuando ya era cadáver, se repartieron casi enteramente entre las autoridades y vecinos más poderosos.

Aquel escándalo no tardó en olvidarse, y también olvidaron en parte su quebranto los muchos perjudicados al haberse declarado la baja ley de la moneda; porque, accediendo a sus instancias, no tomó para sí el gobierno el derecho de Cobos. Lima, a donde las alarmas y quejas de Potosí, llegaban muy atenuadas, y donde las reñidas elecciones de Santo Domingo habían producido una excitación efímera, gozaba sosegada de aquel intervalo de seguridad, que en breve iban a interrumpir riesgos exteriores, crecientes hasta el fin del siglo. El Virrey, que había aprovechado su pacífico período para dotar a la capital de la magnífica fuente de bronce, que todavía adorna su plaza de armas, hubo de permanecer aquí por el peligro de la navegación, después de haber llegado su sucesor; y habiendo muerto á los tres años, se le hicieron magníficos funerales. La Condesa viuda recibió el duele en su lecho con la pompa y ceremonial, que prescribía la etiqueta cortesana.

 

 

 

CAPITULO VI

DON LUIS ENRIQUEZ DE GUZMAN, CONDE DE ALBA DE ALISTE

1655 — 1661

 

Luis Enríquez de Guzmán (c. 1600? – 1667?)

Cromwell, que, ajusticiado Carlos Primero, se había declarado protector de la república inglesa y aspiraba a dar a su patria la preponderancia marítima; después de haber hecho dudar por algún tiempo, si iba a dirigir sus escuadras contra Francia o contra la España; emprendió sus ataques contra la potencia más vulnerable, ya a causa de su mayor debilidad, ya por la inmensa extensión de sus ricas posesiones. Los galeones, cargados de plata, fueron acometidos cerca de Cádiz por el almirante Blake con irresistible impulso; pero el Marqués de Baídes, que, habiendo acabado con gloria su gobierno de Chile, los comandaba de regreso a la Península, quiso más bien irse a pique, que poner los tesoros y su persona en manos enemigas. Las fuerzas navales de Inglaterra se habían apoderado ya de la Jamaica, colonia española, que fue tomada por un imprevisto golpe de mano, y que tampoco habría podido resistir, aun cuando hubiera sido prevenida del riesgo con mucha anticipación. La posesión de aquella Antilla por los ingleses fue sobremanera perjudicial al comercio y establecimientos españoles.; por que ofreció un asilo y un mercado a los terribles filibusteros.

Llamáronse filibusteros, probablemente por la palabra flibotes, pequeñas embarcaciones, que al principio montaron, piratas tan audaces, como desapiadados, organizados en república flotante para el saqueo de las naves y costas de América, pertenecientes a España. La devastadora horda era reclutada entre desalmados aventureros de todos los países, sedientos de peligros, botín y criminales goces. Cualquier jefe, acreditado por sus empresas temerarias y dueño de alguna embarcación pequeña y armada, atraía a un cierto número de forajidos, que a todo se atrevían y de todo necesitaban. Hechos de escasas provisiones, salteadas por lo común en la costa más vecina, iban sin vacilar al encuentro de naves más o menos grandes, que les pudieran ofrecer ricas presas, preocupándose poco de la resistencia, que pudiera oponérseles. Su arrojo solía espantar a tripulaciones más numerosas y mejor armadas. Diestros y esforzados triunfaban a menudo en su violento abordaje; y su implacable crueldad con los vencidos les allanaba ulteriores triunfos por la terrible fascinación, que producían sus asaltos y su nombre. La espantosa decadencia, en que se hallaba la España; el desamparo en que tenía a sus envidiables colonias; y el celo de los potencias marítimas, permitieron por cerca de medio siglo la continuación de atentados, que el mundo civilizado no podía ver sin universal escándalo.

Antes de sufrir sus mayores quebrantos de las hostilidades marítimas, había tenido grandes pérdidas el comercio colonial por los siniestros, que en el Pacífico y Atlántico padecieron las armadas. La del Sur, que conducía plata a Panamá, naufragó, cerca de las costas del Ecuador, en los bajos de Chanduy. La flota, salida de España, con cargamento para las colonias, fue destruida en gran parte por las tempestades.

Lima era harto rica y se hallaba poco amenazada todavía de hostilidades inmediatas, para sentir vivamente los quebrantos y las alarmas. Lo que le afectaba con más fuerza, era el temor a desoladores terremotos. El 13 de noviembre de 1655 a las 2’30 de la tarde, conmovida la tierra violentamente, principiaron a doblegarse las paredes como juncos agitados por el viento; las cruces no tenían fijeza; las campanas doblaban con desordenado clamoreo; vacilaban los templos y casas con quebranto ya manifiesto; el suelo ofrecía grietas capaces de asustar a los más intrépidos. No hubo víctimas, mas el terremoto continuaba siempre pavoroso. Subiendo el padre Castillo sobre una pobre mesa de los portales, principió a predicar penitencia, y al terminar su fervorosa exhortación dijo; que, si aquel amago no les servía para la enmienda, no dejaría Dios de castigarlos con otro terremoto mayor. Tales palabras, de boca tan venerada y en semejante situación, fueron como la trompeta del juicio final. Se restituyeron caudales mal habidos y se hicieron confesiones generales. Todo eran sermones, ejercicios devotos, austeridades y práctica de sacramentos, fomentados en gran parte por el misionero jesuita y por el Arzobispo Villagomez. El sábado siguiente, que fue el 21 del mes, hubo ayuno general. En la mañana del 21 comulgaron más de 10,000 personas, y en la tarde de aquel mismo domingo salió una procesión de penitencia, más imponente y no menos extraordinaria, que la de Cuzco en 1650. Abundaron las coronas de espinas, cilicios, grillos y cadenas, sin que faltaran las pesadas cruces, ni los aspados, con los brazos ligados entre los filos de las espadas. Las principales y más hermosas señoras salieron vestidas de ásperos sacos, cargadas de cilicios y con la cabeza cubierta de ceniza. Muchos hombres llevaban crucifijos en las manos, y las espaldas desnudas, para recibir azotes de mano ajena; dabáselos muy duros el que hacía de verdugo, gritando en las principales esquinas: “La Justicia divina manda castigar a este pecador por la enormidad de sus culpas; quien tal hizo, que tal pague”. Inocentes criaturas se abofeteaban y daban golpes de pecho, clamando:  “Señor, tened misericordia, perdonadnos Señor, ya basta de castigo”. La procesión marchaba pavorosa y pausada entre tan conmovedores gritos, sollozos y suspiros, el clamor de las campanas, el ruido de las cadenas y el estrépito de los azotes. Habiendo cesado los temblores, Lima se creyó saldada por la penitencia como la antigua Nínive. Pero muchos de los azotados enfermaron peligrosamente, y aun algunos murieron de llagas incurables en la espalda; según lo refiere todo el padre Buendia en la vida del venerable Castillo. La fama renovó la memoria de esos miedos y religiosos fervores, anunciando en 1660 la formidable erupción del Pichincha, que tras ingentes ruinas dio lugar en Quito a penitencias extraordinarias. La ciudad de los Reyes olvidaba fácilmente las suyas, ya con fiestas, siempre devotas, pero más alegres, ya con la atención, que despertaban con viveza los intereses terrestres.

La Corte, siempre disipada y con mayores apuros, sea para hacer la guerra, sea para negociar una paz desventajosa, repetía sus apremiantes pedidos, insistiendo sobre todo en que eran necesarias mayores erogaciones para cubrir los gastos de los galeones. Los últimos viajes solo habían podido llegar a feliz término, consumiéndose la mayor parte del real haber en costear la custodia del precioso cargamento. Por su parte el comercio, cuyas operaciones eran cada día más lentas y dispendiosas por la inseguridad y retardo de las armadas, se declaraba incapaz de soportar mayores gravámenes. Como el partido menos oneroso, se convino en que el consulado haría frente a los derechos de avería y unión de armas, imponiéndose por cuota total al comercio un 7/oo. Para aliviar la penuria del erario, se buscaron toda clase de arbitrios : la bula de indulto, que en el anterior gobierno había sido objeto de una ordenanza especial; la confiscación impuesta a los falsificadores de moneda; la composición de tierras y personas; la venta de oficios y prórroga de encomiendas; las ruinas de la mina de Huancavelica vendidas en 145,372 pesos, 4 reales, y una multa de 115,000 pesos impuesta a sus mineros; los donativos, 402,810 pesos de préstamos y otros recursos incluidos en la cédula llamada de Medios, produjeron a la hacienda la entrada extraordinaria de 1,538,950 pesos, y pudieron remitirse al Rey 812,912 pesos, 1 real.

En las minas se experimentaba la habitual alternativa de decadencia y boya. Potosí había caído para no levantarse. La mita, que era una de sus últimas entradas, debía cesar, conforme dictamen del Obispo electo de Santa Marta, encargado de visitar el mineral. Por entonces no se hizo novedad en ella por la súbita muerte del visitador, quien, habiéndose acostado sano, falleció en breves horas con atroces dolores. Al mismo tiempo dos hermanos, Gaspar y José Salcedo acababan de descubrir en el Collao, junto a la actual ciudad de Puno, la mina de Laicacota, cuya opulencia parecía fabulosa.

Aun más, que de las minas descubiertas o por descubrir, esperaban muchos inapreciables tesoros del gran Paititi; maravilloso dorado, superior a la espléndida corte de los Incas, que con suma vaguedad situaba la imaginación en la hoya del Amazonas, y que Pedro Bohorquez, escapado del presidio de Valdivia, pretendía hallar en el gran Chacó. El atrevido impostor halló, después de su fuga, un dócil instrumento para las soñadas grandezas, en los salvajes del Tucumán. Haciéndose pasar entre los chalcaquis por heredero de los Incas, ciñó sus sienes con la borla imperial y era llevado en andas. Los jesuitas le protegían en el interés de sus reducciones. No le era contrario el gobernador del Tucumán, a quien había engañado con seductoras promesas. Los colonos fronterizos esperaban encontrar su fortuna en los lugares, de donde antes recibían terribles asaltos. Mas aquella farsa imperial duró poco; porque el Inca Bohorques, más intrigante que capaz, no tardó en indisponerse con todos sus favorecedores. Habiendo entrado en lucha abierta con el gobierno, estuvo lejos de mostrar en el combate la serenidad, que era indispensable para conservar el prestigio de su posición; desconceptuado por su cobardía, lo temió todo de los salvajes; y habiéndose puesto en manos de las autoridades coloniales con fundadas esperanzas de indulto, vino a sepultarse por algunos años en las cárceles de Lima, de donde debía salir para el cadalso.

Cuando se desvanecieron las ilusiones del ponderado Paititi, se procuraba asegurar el engrandecimiento del Virreinato, erigiendo el vasto gobierno de Mainas, destinado al mismo tiempo a impedir los avances de los portugueses y a proteger los neófitos del Amazonas. En el interés de la ciencia, que debía confundirse pronto con el de la defensa marítima, se creaba la plaza de cosmógrafo conferida desde luego al limeño Lozano, que había aprendido las matemáticas en Méjico y vino de allí en compañía del Virrey. El primer cosmógrafo no tardó en hacer honor a su destino, observando el gran cometa de 1660.

Ni los cuidados temporales, ni los accesos de penitencia hacían olvidar las fundaciones piadosas. Concluyóse con universal satisfacción el hospital de San Bartolomé, en que el padre Vadillo había puesto tan largo y generoso empeño. El colegio de niñas huérfanas recibió una protección eficaz del Santo Oficio, que asumió el caritativo patronato y que desde 1639 no había vuelto a encender sus hogueras. Sin embargo el terrible tribunal, lejos de haberse acostumbrado a la tolerancia, quiso obligar al Virrey a que le entregara un papel, inserto en Méjico en el índice de los libros prohibidos. El representante del Monarca supo sostener sus regalías; mas, si bien conservó ilesa su autoridad superior, se guardaron grandes deferencias a los defensores de la Fé.

No obstante su imponente calidad de grande de España, el primero que hubiera venido a gobernar el Perú; y el haber gobernado con crédito en Méjico; sufrió también el Conde las reprensiones de los predicadores, en las funciones más solemnes. Reprendióle desde el púlpito el padre Allosa, en la iglesia de San Pablo; por que mientras la numerosa y escogida concurrencia celebraba la fiesta del Santísimo Sacramento, habló él o se sonrió con la persona inmediata. El provincial de la compañía quiso castigar al inoportuno censor. Mas el bondadoso Virrey obtuvo fácilmente el perdón, elogiando el santo celo de aquel varón extático. No fue tan sufrido con otro indiscreto predicador, cuyo rostro y vientre no daban señales de penitencia. Como un repleto fraile franciscano se hubiese permitido igual licencia, le hizo conocer el Conde, que no a todos convenía, y mucho menos a los que se daban vida regalona, reprender en público a la primera autoridad. El fiscal publicó un bien meditado escrito, a fin de impedir ulteriores demasías.

Objeto de más alta trascendencia era la reforma, que se meditaba en favor de los indios. Padilla, digno alcalde del crimen, quien gozaba de muy buena reputación por su integridad y por sus luces, había dirigido a Felipe IV una carta en la que exponía francamente las intolerables vejaciones de los oprimidos. El Monarca, que desde los primeros años de su reinado había recomendado encarecidamente el buen tratamiento, ordenó la formación de una junta compuesta del Virrey, Arzobispo, oidores y otras personas eminentes, para remediar las injusticias. Desde luego se tomaron algunas medidas paliativas, y entre ellas la publicación de la citada carta, con comentarios, que revelaban la extensión del mal. La discusión de remedios más eficaces quedó reservada al benévolo sucesor del Conde de Alva de Aliste.

 

 

CAPITULO VII

DON DIEGO DE BÉNAVIDES, CONDE DE SANTISTEBAN

1661 — 1666

 

Diego de Benavides y de la Cueva (1607 - 1666) octavo conde de Santisteban del Puerto y primer marqués de Solera 

Leyendo la carta del justificado Padilla y los comentarios con que había sido publicada por el protector general, se veía reducida la universal y multiforme opresión de los indios a un corto número de abusos generales: los oprimidos no eran doctrinados; así las autoridades que debían protegerlos, como los particulares, que de cualquier modo estaban en relación con ellos, los explotaban inicuamente por todos los medios imaginables; todas las vejaciones estaban previstas y condenadas por órdenes superiores con tanta energía, como insistencia; pero cuantos remedios se habían proyectado para curar el mal, directa o indirectamente habían venido a agravarlo. En vista de tan doloroso resultado muchas personas bien intencionadas y reflexivas, desesperando de arrancar a los indios, de las miserias de la servidumbre, por medios legales, proponían uno de dos expedientes radicales, contradictorios y opuestos igualmente a la libertad qué debía asegurarles el gobierno; a saber, entregarlos a los jesuitas, quienes los guardarían como a sus rebaños del Paraguay; o abandonarlos a sus propios esfuerzos en medio de sus opresores, que era, como dejar las ovejas indefensas entre los lobos. Felipe IV, que no podía hacerse cómplice de semejante abandono, reprodujo las órdenes encaminadas a su buen tratamiento; y a fin de que fuesen más eficaces, acordó la formación de una junta en la que había de entrar Padilla y que debía reunirse dos veces por semana, para dar oído y hacer justicia a las quejas de los agraviados. Reunidos el celoso alcalde del crimen, el benévolo Virrey, el Arzobispo y seis oidores, adoptaron entre otras medidas secundarias la importante ordenanza de obrages, promulgada el 14 de Julio de 1664.

Los obrages eran el instrumento general de la opresión y su forma más intolerable. Verdaderas prisiones infernales, se henchían de infelices, arrastrados allá por la mita, por el engaño, por la violencia más escandalosa, por castigo o por otro pretexto más o menos especioso. A falta de arbitrios plausibles tenían los obrageros un forajido llamado Guataco, que salía a caza de operarios, no respetando el sagrado de las casas y agravando con toda suerte de crímenes aquel robo de hombres. Los míseros cautivos del obrage adolecían y espiraban muchas veces víctimas de la fatiga, de los malos tratamientos y del hambre; por lo menos nunca recibían la justa retribución de sus afanes; y siempre se les presentaba aquella espantosa cárcel, como una amenaza suspendida sobre sus cabezas, para que no osaran quejarse de las mayores vejaciones.

La ordenanza de los obrages se proponía precaver tan enormes injusticias con severas y bien especificadas disposiciones :

Nadie podría fundar obrage, batan, ni chorrillo, sin expresa licencia del gobierno, ni se repartirían indios al que no tuviese provisión de merced o la ordinaria de sucesiones.

El repartimiento se haría en Quito de la quinta parte, en el resto de la sierra de la séptima, y en la costa de la sexta, debiendo sujetarse a lista nominal conforme a la última revisita, y renovándose los mitayos cada seis meses, sin que pudiesen incluirse en la mita muchachos menores de doce años, ni viejos, ni reservados, ni distantes del obrage mas de dos leguas.

No se tolerarían guatacos, quienes en caso de reincidencia serian castigados con el último suplicio; ni entre los operarios indios se admitirían negros, mestizos, ni zambos.

No habría en el obrage cárcel, calabozo, corma cepo, ni otra prisión o castigo corporal; ni se impondría este trabajo forzado por vía de pena legal por ninguna de las autoridades.

El trabajo duraría desde las siete de la mañana en todo tiempo hasta las seis de la tarde en verano, y solo hasta las cinco en invierno, dejándose a los operarios media hora libre para el almuerzo, y dos horas de descanso desde medio día hasta las dos de la tarde.

La tarea se daría por peso, para lo que se tendrían balanzas con fiel y pesos ajustados, con la marca de libra y media, de una libra, y de una onza.

El jornal anual sería, en la mayor parte de los distritos, 47 pesos 2 reales a los tejedores y percheros, 40 pesos 4 reales a los demás operarios, excepto los muchachos que ganarían 24 pesos 2 reales. En el Cuzco los jornales respectivos serian 56 pesos, 4 reales; 48 pesos, 4 reales; 28 pesos, 3 reales. Además cada operario recibiría por semana seis libras de carne, sal y agi, o un real diario a falta de víveres. Para viaje de ida y vuelta se abonaría medio real por legua. No se haría descuento en la paga anual por cuarenta días que debían dejarse a los mitayos para el cultivo de sus chacras; ni por los días que estuvieran enfermos, dejarían de ser pagados, no pasando su enfermedad de un mes. Durante este tiempo deberían ser asistidos en el obrage.

Para que la paga fuese efectiva, se disponía, que se hiciese en mano propia, en dinero, con asistencia del corregidor, cura y protector para la anual; sin ninguna especie de descuento por derechos, ofrendas, o pago de víveres; con testimonio duplicado que se remitiría al gobierno; y con constancia en los libros, que estarían autorizados por el corregidor y rubricados por escribano en todas sus páginas. Los curas no podrían hacerse pagar de estos jornales por ningún título, ni tampoco se tomaría de ellos la cantidad debida por diezmos.

Muchas disposiciones de la ordenanza se encaminaban a impedir los abusos, prescribiéndose principalmente con tal objeto : que los obrages no pudiesen ser arrendados, ni sus utilidades cedidas en parte a ninguna autoridad; que estas no recibiesen obsequios, como las mil varas de ropa acostumbradas regalar bajo el título de bollo; que visitasen los obrages, no pudiendo negárseles la entrada; que fuese caso de residencia para los corregidores la infracción de la ordenanza; y que esta se leyera así en las visitas, como en la elección de alcaldes, debiendo existir una copia de ella, tanto en los obrages, como en las cajas municipales.

Si es fácil reconocer las buenas intenciones, que presidieron a la formación de una ordenanza tan notable; no se necesitan profundas reflexiones para convencerse, de que sería una letra muerta, como las demás disposiciones encaminadas a moderar los excesos de la mita. Desde que se autorizaba el trabajo forzado en beneficio de los fuertes, los mitayos habrían de ser fatalmente explotados sin merced y sin misericordia.

La codicia no hace ningún caso de las leyes más tremendas, cuando sus víctimas son demasiado tímidas para quejarse, y poco poderosas para alcanzar justicia. Por otra parte, aunque los amigos de los indios deseaban remedios eficaces; no estaban firmemente apoyados por la opinión pública, única fuerza capaz de desarraigar injusticias seculares, que han creado intereses predominantes. La atención del gobierno y de los particulares no tardó en dirigirse a cuidados más apremiantes. El mismo Padilla, que era el alma de la benéfica reforma, fue a poco enviado a Yca para reparar los estragos de un gran terremoto, y nombrado en seguida oidor de Méjico.

El terremoto, que desoló a Yca, había acaecido el 12 de Mayo de 1364 a las 4 de la mañana. Ninguna casa quedó firme, las calles fueron obstruidas por los escombros; el rio desbordó en unos seis riegos ; rebosaron los pozos; el suelo se rajó profundamente. El vino y aguardiente derramados se apreciaron en más de 300,000 pesos. Entre las ruinas perecieron cerca de 500 personas. Se les encontró arrodilladas, con los dedos de la mano formando una cruz, o con el puño cerrado en aptitud de golpearse el pecho. Esas señales de pedir misericordia eran muy naturales; porque se creía, que el cielo las castigaba a causa de sus pecados. Algunos atribuyeron la ruina a la muerte, que la víspera recibió un clérigo a manos de un asesino ajusticiado en el gobierno siguiente. El terremoto causó también estragos en Pisco. En Lima solo se sintió un fuerte y prolongado estrépito. Pero las exhortaciones del padre Castillo hicieron renovar las penitencias de 1655.

Junto con las calamidades naturales difundían gran temor los atentados y fuerza crecientes de los filibusteros. Un valor digno de las mejores causas hacia mirar sus crímenes con excesiva indulgencia; y los que lograban enriquecerse en la piratería, no eran tan mal vistos, que su fortuna tan mal habida no tentase a otros hombres intrépidos. Además una vez entrados en su carrera de azares, pocos podían abandonarla, retenidos los más por el atractivo de los peligros, por goces turbulentos necesarios a su corazón corrompido, y más que todo, por la necesidad de proveer a su subsistencia. Aunque la distribución del botín solía hacerse con cierta proporción a sus servicios; y aunque las presas fuesen opulentas; tardaban poco en verse reducidos a la más dura pobreza. La fortuna, adquirida de súbito por tan inicua vía, se disipaba como el humo, en el juego, la crápula y otros excesos. Ninguno de ellos estaba dispuesto a atesorar para las necesidades del porvenir, “Hoy vivos y mañana muertos, ¿para qué hemos de guardar?”. Tal era la divisa del mayor número. Como no esperaban perdón, nunca se apiadaban de los rendidos. Aun hubo alguno, que excusaba sus atroces hechos con sentimientos de humanidad, diciendo que él quería vengar los crímenes de la conquista. Cada día más osados y feroces ya habían pasado los piratas del asalto de las pequeñas embarcaciones a las grandes naves, y de los establecimientos solitarios a las poblaciones, proponiéndose para en adelante mayores cosas. En previsión de sus ataques se vio obligado el Virrey a atender a la defensa de Chile y Panamá con armas y situados; y para mejorar la educación militar se creó y unió la cátedra de matemáticas al empleo de cosmógrafo.

Sin necesidad de ataques marítimos se experimentaron graves quebrantos en el gobierno de Mainas. Las misiones del Amazonas habían tenido un gran desarrollo, aumentándose de día en día el número de reducciones y en cada una de ellas el número de neófitos. Los jesuitas no habían podido implantar allí el vigoroso régimen del Paraguay, y los indios estaban tan débilmente adheridos a la cultura evangélica, que la más leve causa bastaba para dispersarlos en las selvas. A veces una cólera tan violenta, como súbita, provocada por una ligera reprensión o por un mandato poco agradable, les hacían dar muerte al misionero que horas antes reverenciaban como a un ser divino; y poseídos, luego, de furor o de miedo, se esparcían en soledades impenetrables. En otros casos, aunque profesaran filial cariño a su padre espiritual, se dispersaban con igual rapidez : por causa de los odios implacables despertados repentinamente entre familias o tribus reunidas en la reducción, pero que antes habían sido enemigas; o porque les infundiera un terror pánico la muerte de alguna persona allegada, indiferente o rival; ya por la sospecha de que pudieran enfermarse al contacto o simple vista de algún otro neófito; en fin por cualquier otro agüero, o aprensión pueril, que exaltaba aquellos espíritus infantiles.

Las misiones de Mainas sufrían al mismo tiempo grandes contrastes por causas más poderosas. Los salvajes vecinos aborreciendo a los neófitos por su oposición de vida, o bien los atacaban con irresistible pujanza forzándoles a buscar su salvación en la fuga; o bien los atraían a su montaraz independencia, como la caballada cerril atrae al potro mal domado, en las pampas de Buenos Aires. Los portugueses del Amazonas principiaban en la parte superior depredaciones análogas a las de los mamelucos de San Pablo. En fin un azote más destructor que los enemigos más implacables, las viruelas cuyo contagio era casi siempre mortal, acababan con las reducciones por los estragos del mal, o por la fuga de los neófitos a lugares muy lejanos y separados de todo trato. Una sola epidemia mató 28,000; por lo que alejándose otros a toda prisa, dijeron al misionero que quería detenerlos : “No huimos de , padre, sino de la viruela que nos mata”.  De esa suerte, por causas gravísimas o por leves motivos era deshecha en breves días y aun en solo horas la obra, levantada por milagros de paciencia en largos años.

El Virrey temió también, que el edificio colonial fuese derribado por una tempestad incontrastable, suscitada en el mineral de Laicacota. La opulencia de la mina del manto había competido con la generosidad de sus dueños. Había allí plata pura y metales, cuyo beneficio dejaba tantos marcos, como pesaba el cajón; algunas personas se enriquecieron con el metal extraído en una sola noche; en ciertos días se sacaron centenares de miles de pesos. Los Salcedos, con la prodigalidad de andaluces enriquecidos por un azar, ya regalaban a un desconocido montones de plata, ya le permitían extraerla del opulento manto por mas o menos tiempo. No se necesitaba tanto para que del arruinado Potosí y de todas partes acudiera toda clase de gente peligrosa, barateros, matones, los holgazanes lujosos, frailes sin pudor y sin freno, mujeres de mal vivir, hombres impacientes de improvisar una fortuna por buenos o malos medios. Al desasosiego, que la fermentación de tales pasiones había de producir en lugares, donde por falta de autoridad respetada la única ley era la fuerza, se agregó pronto la rivalidad de bandos; y no tardaron en presentarse en Laicacota al terminar el reinado de Felipe IV los desórdenes, que había lamentado Potosí, en su advenimiento al trono.

Habiendo sido expulsados del mineral los hombres perdidos, que no temían a la justicia, hallaron una acogida imprudente en el corregidor de la Paz. Reunidos en aquella ciudad con los mestizos más turbulentos, dieron muerte a su favorecedor y a otras varias personas al mismo tiempo, que saqueaban algunas casas. Luego en forma de tropa regimentada se dirigieron al rico asiento con banderas desplegadas. La alarma era grande y los riesgos no pequeños. Toda aquella vasta región estaba desguarnecida; abundaba allí la gente inquieta; y era de recelar, que los mal considerados mestizos se alzasen contra el gobierno, arrastrando a la mísera grey de los indios. Pero el corregidor de Chucuito que había logrado organizar alguna fuerza, favorecido por el gobernador de Laicacota, salió al encuentro de los alzados, los derrotó completamente, y conjuró aquella deshecha tormenta con el escarmiento, que la muerte de algunos produjo en la indisciplinada banda.

No por eso reinó la paz en Laicacota. El bando de los Salcedos, que estaba formado por andaluces y criollos, tuvo sangrientas reyertas con montañeses y vascos : a los ataques parciales sucedieron en breve los asaltos a casas que estaban defendidas por contrarios bien armados; en el tiroteo se prendió fuego a algunos edificios, y el campo quedó por los vascos, quienes ahuyentaron del asiento a sus rivales. Rehechos estos con la plata de los Salcedos y con la protección que les dispensaba el corregidor de Cabana, se aprestaban para volver a la carga. Alarmado el Virrey libró contra Gaspar Salcedo órdenes que no fueron obedecidas, multiplicó las providencias sin resultado, y convencido de su impotencia encargó la obra de la pacificación al respetable Obispo de Arequipa Fray Juan de Almoguera. El prelado marchó al Collao en compañía de un nuevo corregidor y dirigió a los bandos enconados paternales exhortaciones; mas antes que hubiese lugar a sus buenos oficios, los amigos de los Salcedos entraron en el mineral en número de 900, y lo ocuparon á viva fuerza, dejando mal herido al actual corregidor D. Angel Peredo, a quien dio por muerto la fama. A los nueve días de haber recibido nueva tan alarmante, murió el Conde de Santísteban, cuya alma poética y apacible solo parecía llamada a componer cánticos piadosos, no a gobernar sereno en días de borrasca.

Meses antes habia fallecido Felipe IV diciendo en sus últimos momentos a su heredero, niño de cuatro años : “Quiera, Dios, hijo mío, que seas más feliz que yo”. El Perú, favorecido por sus ventajas naturales, aunque no estuviera enteramente tranquilo, gozaba de bienestar. Las entradas anuales de la hacienda se calculaban en 2,208,469 pesos 5 reales. Las situaciones subían a 1,652,374 pesos 6 reales. El sobrante para el Rey era de 556,694 pesos 7 reales. La deuda liquidada montaba a 2,418,428 pesos 7 reales.