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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

 

 

HISTORIA DEL PERU BAJO EL REINADO DE FELIPE III

1598 — 1621

 

POR

SEBASTIAN LORENTE

CAPITULO I

DON LUIS DE VELASCO 1598 - 1604

 

Felipe II, que había sabido con rostro sereno la destrucción de la invencible armada, no podía consolarse al reflexionar, que Dios le había dado tantos reinos y le negaba un sucesor capaz de gobernarlos. Felipe III, que le sucedió en 1598, fue un príncipe devoto y de buenas intenciones, pero sin talento y sin actividad, gobernado por indignos favoritos, como había previsto con dolor su político e infatigable padre. La gastada monarquía, cuya preponderancia no habría sido conservada por el genio de Carlos V, decayó con espantosa rapidez; y, si todavía ostentó por algunos años ciertas apariencias engañosas de su grandeza secular, fue tan solo para arruinarse más con empresas desproporcionadas a sus recursos, para provocar con sus pretensiones la cólera de los fuertes y para sobreexcitar la envidia de los débiles con sus opulentos dominios. El Perú, cuya, riqueza ya proverbial ponían a la vista de la ávida Europa diez o más millones de pesos fuertes conducidos anualmente por los galeones, había de sufrir en todo el siglo diez y siete los riesgos y ataques consiguientes a su debilidad colonial y a la escasa protección de su metrópoli.

Los holandeses, roto apenas el yugo de la dinastía austríaca, ostentaban ya el vigor, que el amor a la libertad infunde a los pueblos; y, contando con los inagotables recursos, que sabe sacar el trabajo de los países menos favorecidos por la naturaleza, se propusieron a fines del siglo diez y seis arrebatarle a España su más envidiada colonia. Poseyéndola, pensaban conseguir, para sí propios, inapreciables recursos y privar, a sus enemigos, del principal medio de someterlos de nuevo al despotismo inquisitorial y político. En 1699 dirigieron con tal objeto sus correrías al Pacífico entre otros jefes Simón de Chordes y Olivier Van Noort, y reunidos algunos corsarios en el estrecho de Magallanes fundaron la orden del León desencadenado. Aquella orden de caballería fracasó en su origen; por que la flota, que debía invadir el Perú, fue dispersada por las tempestades, algunos de los buques buscaron seguridad en los mares del Asia Oriental, y el solo bajel, que quedo recorriendo las costas del virreinato, fue apresado en la de Chile.

D. Luis de Velasco, que desde 1596 gobernaba el Perú, había hecho los aprestos marítimos necesarios para rechazar a los invasores. Mas la armada del Pacífico, aunque no recibió de ellos ningún contraste, tuvo la desgracia de perder en un naufragio junto a las costas de California su principal nave, y en esta al hermano del Virrey jefe, de las fuerzas navales. Si bien se concibieron fundadas esperanzas de paz exterior; porque Holanda, Inglaterra y Francia, únicos enemigos marítimos, habían suspendido o estaban próximas a suspender su larga lucha con España; se creyó necesario tener aprestada en el puerto del Callao una armada compuesta de cuatro naves. La principal de estas era de seiscientas toneladas; había otras dos de a cuatrocientas y una de a quinientas veinte; todas cuatro según dice el Virrey en la relación de su gobierno, muy gentiles de la vela y de muy buenas mañas, con la artillería de bronce suficiente para su porte y tripuladas de muy buenos marineros. Esas fuerzas de mar se creían con razón necesarias para resistir nuevas invasiones; para asegurar la tranquilidad interior con el prestigio, que la autoridad recibía de la facilidad de trasportar soldados a todo el extenso litoral del virreinato; y para conducir periódicamente los tesoros del Rey de unos a otros puertos.

Aún estaban los corsarios en el Pacífico, cuando se sintieron no lejos de Lima fortísimas detonaciones, que hicieron suponer un combate naval. Aquel estruendo casi desconocido entonces en costas, donde la serenidad del cielo nunca es alterada por los rayos, procedía de la lejana erupción del volcán de Omate, conocido bajo el nombre de Huaina Putina, y se dejó percibir a prodigiosas distancias. Arequipa, que se halla a pocas leguas de Omate, vio interrumpidas el 14 de Febrero de 1600, sus bulliciosas alegrías de carnaval, con una pavorosa tormenta en que amenazaban a porfía el cielo y la tierra. Sucedíanse a breves intervalos violentísimos terremotos; densas nubes hacían caer torrentes de polvo abrasado; la espantosa oscuridad, que no permitía distinguir los objetos, ni dentro de las casas, ni en las calles, era disipada en ciertos instantes por ráfagas de una luz extraña; a menudo surcaban el espacio globos de fuego, que se quebrantaban con gran estrepito y estrago. Aterrados los habitantes, unos imploraban en las iglesias la misericordia de Dios con desgarradores clamores; otros vagaban por las calles como a tientas y con pasos inciertos; algunos hubo, que petrificados por el miedo, aguardaban su próximo fin, ya de los edificios que se derrumbaban, ya de las cenizas que quitaban la respiración, ya en fin de los tormentos del hambre. La falta de subsistencias parecía inevitable; porque la tempestad seguía día tras día, semana tras semana, y llevaba la desolación lo mismo a los campos, que a los pueblos. Derrumbándose los montes, paralizóse el curso de los ríos, o se precipitaron por extraños cauces inundando las campiñas con estrepitosa y desoladora avenida. El polvo candente cubría los sembrados. Perecían los ganados y los animales no domesticados. Los pueblos inmediatos al volcán, desaparecieron con la mayor parte de los indígenas, que allí moraban. Algunos de estos apresuraron su trágico destino; ya arrastrados por la superstición, que les indujo a aplacar al terrible Dios del Huaina Putina ofreciéndole sacrificios cerca del cráter, cuando arrojaba exterminadora lava; ya en un acceso de desesperación, que hizo perecer a no pocos, colgándose de los árboles o arrojándose a las llamas. Los devotos vecinos de Arequipa, después de haber sufrido dos meses de agonía, creyeron haber obtenido el perdón del cielo con sus duras penitencias y fervientes oraciones.

Mientras en el centro del virreinato las fuerzas físicas causaban extraordinarios estragos; las colonias establecidas hacia las extremidades eran amenazadas de exterminio por los jibaros y por los araucanos. Los jíbaros habitaban en el gobierno de Macas no lejos de Cuenca y Jaén; estaban exasperados por el mal tratamiento de los mineros, para los que en los abundantes veneros de su comarca buscaban oro; y poco habituados a las cadenas de la civilización, al mismo tiempo que poco o nada convertidos a la fe cristiana, aprovecharon la primera ocasión de recobrar su independencia, volviendo a la idolatría y a la vida salvaje. El Gobernador de Macas, bajo el pretexto de celebrar la coronación de Felipe III, pidió un cuantioso donativo a que se negaron los blancos, y que los antiguos súbditos de los Incas, siempre prontos a la obediencia, se disponían a entregar. Mas Quirruba, uno de los jefes jíbaros, los indujo al más terrible alzamiento. Los preparativos se hicieron con el impenetrable secreto, que es tan fácil a los indios. En el día convenido, mientras el Gobernador aguardaba cuantiosos donativos, y de todas partes se anunciaba la afluencia del oro; Quirruba tomó por asalto Logroño, que era la capital de Macas; exterminó a todos los varones, a los viejos y a las niñas; reservó solo para el deleite y el trabajo a las jóvenes, entre ellas a las vírgenes del monasterio de la Concepción; y, si se ha de creer la crónica, dio una muerte horrible al codicioso Gobernador, haciéndole tragar a viva fuerza el oro, que abrasó sus entrañas. Los habitantes de Huambaya, condenados igualmente al exterminio, fueron prevenidos por aterradoras noticias y tuvieron la dicha de refugiarse en las provincias vecinas. Los que moraban en Sevilla del oro, aguardaron el anunciado ataque, que rechazaron enérgicamente; mas, habiendo sufrido grandes pérdidas y no creyéndose ya seguros, se dispersaron en el reino de Quito. En vano el Gobierno y los particulares costearon algunas expediciones en los años siguientes para recobrar por la fuerza aquellas montañas, y los misioneros hicieron heroicos esfuerzos por convertir a sus fieros moradores. La espesura de las selvas, insalubridad del clima y falta de aprestos dieron una fuerza incontrastable a la oposición de los alzados; y el Perú no ha entrado hasta hoy en el goce efectivo de aquella fertilísima y aurífera región.

Al mismo tiempo que los jíbaros se alzaban los araucanos por segunda vez, y en esta para no volver a caer más bajo el yugo colonial. El Gobernador de Chile, Don Martin de Loyola, no obstante que desde Lima le habían anunciado los riesgos inminentes, recorrió, con imprudente confianza el territorio de Arauco; y atacado de súbito por los indios pereció junto con la reducida fuerza que le acompañaba. A la muerte del Gobernador siguió de cerca la destrucción de los fuertes y poblaciones, que en aquella frontera poseía la colonia. Las autoridades de Chile perdían junto con un tiempo irreparable costosos sacrificios por las mal concertadas operaciones, y todo aquel reino hubiera podido perderse, si el Virrey no enviara para salvarlo al viejo D. Pedro de Quiñones, cuñado de Santo Toribio y alcalde de Lima. Por sus enérgicos y bien dirigidos esfuerzos pudieron contenerse los progresos de la insurrección, mas en adelante hubo de sostenerse en la frontera el llamado ejército de Chile, que de ordinario era reclutado en el Perú y asistido con pertrechos de guerra y una remesa de fondos o efectos, conocida con el nombre de situado.

En los confines de Charcas se sufrían con frecuencia las invasiones de los Chiriguanas, salvajes que moraban en los cordilleras fronterizas y que rara vez guardaban las convenciones de paz. El único medio seguro de contenerlos era el progreso de la colonización, proveyéndoselos colonos de caballos y buenas armas para la seguridad de sus personas y posesiones. Los pobladores más ambiciosos o más emprendedores, pidieron al Virrey, que les concediese la entrada al país no domado, a sus propias expensas. Mas, como esperaban recoger fortunas opulentas en la superficie de la tierra, que sólo las concede al trabajo profundo o sostenido; como la dificultad de establecerse en regiones no transitadas y poco accesibles era mayor de lo que habían previsto; y como por lo común contaban con escasos recursos; sus empresas solían tener un fin tan pronto, como desgraciado; y más de una vez la discordia era seguida de cerca por la ruina de los expedicionarios. El Gobernador de Santa Cruz, que había emprendido la conquista de Mojos, no tardó en ver su tropa sublevada; fundó sin habitantes la villa de la Santísima Trinidad; ajustició un número considerable de sus soldados; y, como los más tenían parientes y amigos en los pueblos de Charcas, hubo de abandonar la mal preparada y peor dirigida empresa, a causa de la oposición que encontró en los particulares y en varias autoridades.

La pacificación de aquellas regiones habría adelantado, sin duda, promoviendo el tráfico entre Charcas y Buenos Aires; pero precisamente en impedirlo ponían el mayor empeño los Virreyes. Tenían gran temor de que, conocido aquel camino por los extranjeros, podrían hacer por allí formidables invasiones, y aun cuando no se apoderasen del envidiado Potosí, extraerían fácilmente sus tesoros con un tráfico clandestino; era también de recelar, que, penetrando por una vía difícil, sino imposible de guardar, poblasen el reino personas de fe sospechosa; lo que para la política devota y recelosa de la metrópoli era un mal superior a todas las ventajas imaginables. Aunque los portugueses estaban incorporados a la España desde 1580, se les tenía siempre por extranjeros y a muchos de ellos por judíos: por lo que se supo con inquietud, que se había concedido al portugués Reiner permiso para introducir por Buenos Aires un cargamento de negros, y que se había autorizado el tráfico de un navío entre aquel puerto y la colonia del Brasil. Es verdad, que se prohibía severamente la internación de los portugueses y que se ordenó la expulsión de cuantos hubiesen penetrado en el virreinato; pero las autoridades, cuya acción perdía toda la eficacia a la distancia en territorios tan extensos y tan despoblados, no pudieron impedir que se introdujeran en número considerable, ni que se estableciesen, ya en los centros de comercio, ya en los asientos minerales, con el apoyo de muchos colonos partícipes de sus ganancias.

Lo que la administración no podía emprender con esperanzas de buen éxito, lo consiguió en años posteriores el Santo Oficio mediante el prestigio que le daba la defensa de la fe, y con al terror que infundieron sus autos contra los judíos portugueses. En el gobierno de Velasco celebró dos, relajando a algunos reos; uno de los procesados, que habría sido condenado a la hoguera a no haber dado señales inequívocas de su conversión, había sido un aventurero de una vida borrascosa; fue sentenciado solamente a azotes, reclusión en un convento y destierro perpetuo; se hizo un penitente fervoroso, y murió en Sevilla en olor de santidad. El sentimiento religioso, que tan perseguidor se mostraba contra las personas sospechosas en la fe, se hacía reconocer de ordinario en el Perú por inspiraciones más propias de la caridad evangélica. Las fundaciones piadosas y los actos de beneficencia se multiplicaban de un modo, que hace honor a la religión que los aconsejaba, y al pueblo que las realizaba. Luis Ojeda, después de haber tomado por humildad el nombre de pecador y ejercitado su piedad por varios lugares, fundó en Lima el Hospicio de huérfanos, que, muerto él, tomó bajo su protección la cofradía de Escribanos. Doña María Esquivel y su esposo fundaron el hospital de San Diego para convalecencia de los enfermos asistidos en San Andrés. Este mejoró su deplorable situación después de haber sido puesto al cuidado de veinte y cuatro personas caritativas y acaudaladas. La hermandad de la Caridad, cuyas rentas propias solo ascendían a 8,000 pesos anuales, gastaba más de 30,000, merced a las limosnas del vecindario; y no solo atendía a la curación de los enfermos, sino que solía dotar, cada año, en cuatrocientos pesos, de cuarenta a cincuenta doncellas. Para retirar a otras mujeres del camino de la perdición proyectó Velasco una casa de acogidas, cuyo solar fue cedido por la fundadora de San Diego. También pensaba el Virrey en nombrar un padre de mozos, que cuidara de buscarles una ocupación honrosa, y favoreció la educación de los niños pobres, sosteniendo algunas escuelas de primeras letras y confiando su inspección al celoso cura de la matriz D. Antonio Roca.

Los negros, si bien continuaron, sufriendo las amarguras de la esclavitud, dejaron de estar expuestos a las bárbaras penas, que contra ellos se habían ordenado desde el tiempo de Gasca. Sin embargo porque sus reuniones solían ser focos de corrupción, donde, reinando la embriaguez, los bailes turbulentos y la desenfrenada lascivia, no eran raros los homicidios, los conciertos de robos y la ocultación de cimarrones; se prohibió que viviesen reunidos en corrales, o rancherías, se juntasen allí para divertirse o tuviesen cofradías, verdaderas sociedades de desmoralización bajo piadosas advocaciones. Las infracciones eran castigadas con trabajos forzados, azotes o multas; penas que alcanzaban en parte a los propietarios de los fundos y a los vendedores de chicha en días festivos.

Los míseros indios, como la más numerosa y afligida de las razas, merecieron en más alto grado la compasión de las buenas autoridades y personas caritativas. El bien intencionado Monarca, informado de que los servicios forzosos eran una esclavitud mal disfrazada, perenne manantial de injusticias y causa constante de ruina general, quiso libertarlos del ominoso yugo por la célebre cédula, llamada del servicio personal, la que fue expedida el 24 de noviembre de 1601. Las principales disposiciones eran dirigidas a que cesasen los repartimientos sin perjuicio de las industrias establecidas y sin tolerar el ocio de los indios. En vez de ser repartidos para las chacras, servicio doméstico y otros menesteres, debían acudir a las plazas para buscar trabajo convenientemente retribuido. La misma obligación se imponía a las demás razas, inclusos los españoles ociosos, que fuesen de condición servil. Los tareas habían de ser moderadas y los jornales bien pagados. No podía exigirse por los encomenderos, que el tributo les fuese pagado con servicios personales; ni ninguna autoridad podría imponer el trabajo forzoso a los indios como pena de algún delito. No era permitido ocuparlos ni en pesquerías, ni como bestias de carga, ni en el cultivo de la coca contra las ordenanzas del Virrey Toledo, ni en obrages que fuesen propiedad de los españoles, ni en ingenios de azúcar, u otras fábricas análogas. No debía repartírseles para el cultivo de viñas u olivares; y los que fuesen destinados al trabajo de otras haciendas, debían venir de las cercanías, o establecerse en pueblos vecinos. En todo caso se les dejaría el tiempo suficiente para el cultivo de sus chacras. Los yanaconas dejarían de considerarse como adscritos al terreno, pudiendo retirarse libremente, cuando gustasen, y no debiendo ser tenidos en cuenta al negociar, arrendar, ceder o trasmitir las fincas de cualquier otro modo. Por lo tanto debían cesar los jueces de repartimiento, y el oidor encargado de visitar las provincias había de asegurar la libertad de cuantos estuviesen sujetos a tales servidumbres. Se pondría un gran empeño en atraerlos al trabajo voluntario por medios justos y suaves, al mismo tiempo que se cuidaría de facilitarles los medios de subsistencia a las condiciones más favorables. En cuanto al trabajo de las minas, que era el punto más escabroso, se aspiraba a la extinción gradual de las inicuas mitas. Potosí, como el más importante centro mineral, debía ser visitado lo mismo que sus contornos. Los indios, que le estaban repartidos, debían ser tomados del asiento y de las cercanías, promoviendo el aumento de la población y obligando también al trabajo a los ociosos de todas las razas. Solo por falta de otros operarios se pedirían a los pueblos afectos a la mita y únicamente en el número que correspondiera a su actual vecindario. No se castigaría a los caciques, descuidados en la remisión, con penas pecuniarias, que siempre recaían sobre los mitayos. La conducción de estos se encargaría a personas de confianza, recomendables por la piedad y prudencia. Había de pagárseles el viaje de ida y vuelta con un diario moderado, calculando cinco leguas por día. No debían repartirse indios al que no beneficiase minas propias o arrendadas, ni para otra ocupación que para explotar los metales. Prohibíase el traspaso de los mitayos bajo cualquiera forma, el desagüe de las minas por indios y toda tarea excesiva. Desde el Virrey hasta el último juez habían de procurar concienzudamente el cumplimiento de esta cédula, quedando autorizado el primero a modificarla tan solo en el caso de que algunas disposiciones pudiesen traer descontento general o novedad de importancia.

Ciertamente, vistos los antiguos disturbios, y la suma dificultad de acertar y de proveer a tiempo y con eficacia, a tan larga, distancia; parecía imprudente no conceder semejante autorización, que necesariamente había de perpetuar las iniquidades apoyadas en los intereses o ideas dominantes. En Charcas, donde un corregidor trató de publicar la cédula, dijeron algunos oidores, que, si se declaraba libres a los yanaconas, quedarían abandonadas las haciendas y faltarían las subsistencias. Tales inconvenientes ponderaban, que hubieran podido aterrar a un gobernante inexperto; pero hallando al Virrey inaccesible a la intimidación, procuraron ganar tiempo, con la esperanza de que ya a los fines de su administración no podría adoptar providencias enérgicas. Los servicios personales se conservaron en Chile por causa de la guerra, y en otras provincias apartadas bajo diferentes pretextos. Los repartimientos, que se hacían a los obrages, y otras labores forzosas, en las ciudades y en los campos, continuaron casi en todas partes por la debilidad o connivencia de las autoridades. La mita señalada a las minas hubo de subsistir con sus iniquidades esenciales; porque una junta formada por los teólogos y jurisconsultos más distinguidos y por otras personas, cuya competencia parecía irrecusable, declaró, que habría grave inconveniente en alterarla.

Velasco era demasiado político para chocar con tales dictámenes; pero sin dejar de contemporizar con influencias irresistibles, hizo mucho por su parte para aliviar la suerte de los indios. En los primeros años de su gobierno había refomado la organización del hospital de Santa Ana, donde eran asistidos los que caían enfermos en Lima al venir de las provincias para sus negocios o provecho de los extraños. Después cuidó que el correo mayor pagase a los chasquis las sumas adeudadas, enviando comisionados para que la paga fuese efectiva; si bien tuvo el disgusto de que el enviado al norte no cumplió su comisión porque en Trujillo gastó el tiempo y los caudales en proyectos de matrimonio. A fin de favorecer a los cargueros, que hacían el trasporte en los peligrosos pasos de la Barranca y del Apurimac por inseguras maromas, hizo construir puentes de madera. Para atenuar la intolerable opresión de los obrages dió la ordenanza llamada de molde, cuyas disposiciones prevalecieron en otra más meditada a fines del siguiente reinado. Ordenó también, que pudiesen ser descargados ya en todo, ya en parte, en el pago de los tributos, los que tuviesen plata en las cajas de censos; y acordó igualmente que se reintegrase la sacada de las cajas de comunidad para hacer al Rey una remesa cuantiosa. Facilitó el pago de los mitayos de Huancavelica, enviando plata de la caja real de Lima, y solicitó mucho su buen tratamiento, así como el de los que trabajaban en Potosí, quienes a tan larga distancia pocas ventajas sacaban de la buena voluntad de Monarcas y Virreyes.

Teniendo ya de reserva de 17,000 a 18,000 quintales de azogue, cantidad, que parecía suficiente para el consumo manifiesto de tres años, hizo Velasco un nuevo asiento con los mineros de Huancavelica, previa consulta de letrados y de otras personas peritas, y de acuerdo con su consejo de hacienda. En este arreglo quiso consultar al mismo tiempo el alivio de los indios y el provecho del fisco, ocupando tan solo los operarios indispensables y moderando la extracción del azogue, efecto muy difícil de guardar, harto costoso, y cuyas existencias sobreabundantes daban lugar a un tráfico ruinoso para la hacienda. Según dice en su relación : «halló, cuando entró al gobierno, gran desorden cerca de la distribución del almacenado en Potosí; porque no solo daban a los mineros y beneficiadores, sino a todos, cuantos les pedían; de forma, que el que quería pagar sus acreedores, o comprar oficio, casa o heredad, casar la hija o mudarse de allí a otra parte, y aun para jugar, si no tenía dinero, sacaba la cantidad que le parecía con cualquier fianza que daba, y hacía barata y suplía su necesidad o antojo a costa de la real hacienda; con que la deuda de S. M. siempre iba creciendo y haciéndose de peor condición». Para remediar tan gran desorden dispuso el Virrey, que solo se tratase el azogue por cuenta del erario prohibiendo las reventas y baratas; y aunque no las extinguió del todo con su prohibición absoluta, ya no se hicieron sino en corto número y con el mayor secreto, minoró mucho la deuda y fue más seguro el cobro. Como era de esperar, este resultado obtuvo el beneplácito regio al mismo tiempo, que causó profundo disgusto a los tratantes, por habérseles sacado de entre las manos más de medio millón de hacienda real, que traían en giro.

Mientras se limitaba la extracción del azogue, se promovía eficazmente el beneficio de la plata. Potosí merecía la atención preferente por considerarse aquel mineral como la principal de las grandes cosas que contenía el Virreinato. De aquel cerro salían la sustancia de que todo el Perú se mantenía, la grosedad del comercio con España los muchos y forzosos gastos que se hacían en la colonia, y el tesoro, que cada año se enviaba al Rey para socorro de sus necesidades. Aunque el beneficio de sus minas se resintió de la mucha hondura, escasez y poca ley de los metales, así como de la falta de capitales y mitayos; se esforzó el Virrey por sostener aquella colosal máquina apuntalándola, según su expresión, por muchas partes para ponerla en mejor estado. Dio ordenanzas que favorecieron la explotación de las vetas descuidadas por sus dueños, impidieron en parte la distracción de los mitayos en ocupaciones extrañas a las minas, y descargaron a los mineros en más de medio millón de pesos, al año, en las costas que antes tenían, pudiendo beneficiarse con aprovechamiento los metales, que antes se dejaban abandonados por no cubrir los gastos de explotación. De esa suerte se acrecentó la producción de Potosí notablemente, no obstante ser muy poderosas las causas de su decadencia. Otros asientos merecieron menos protección por ser de escasas esperanzas. El de Castro Vireina, pocos años antes había sido favorecido por el Marqués de Cañete con dos mil indios de mita : y porque eran los metales, aunque de ley razonable, pocos y muy duros de labrar, necesitaban de quema con grave daño de los indios, y daban las minas a pocos estados en agua; ofrecía suficientes causas para ser abandonado; pero el negocio pareció arduo y se dejó al tiempo la resolución más conveniente.

Las nuevas entradas, que el Rey se prometía de la venta de la sal, y bulas de la Cruzada, recién encargadas estas a un tribunal especial, no podían ser favorecidas eficazmente por un Virrey próximo a dejar el mando. Sin embargo la hacienda le debió notable incremento por el aumento de los quintos, producto de oficios vendibles, tributos del repartimiento de Chucuito, y otras entradas más o menos eventuales. Agradecido el Monarca a sus buenos servicios, le recompensó después sucesivamente con el título de Marqués de las Salinas, pueblo que él había fundado en el alto Perú, con el nombramiento de Virrey de Méjico por segunda vez, y con la presidencia del Consejo de Indias.

La situación de Potosí, que se reflejaba en las principales poblaciones, ofrecía deslumbradoras apariencias. Aquellos vecinos gastaron dos millones para celebrar el advenimiento de Felipe III; y algunos mineros eran bastante ricos para dotar a sus hijas en centenares de miles. Lima, como centro de la administración, emporio del comercio, y foco de la cultura colonial, saboreaba los principales frutos de aquella opulencia. Eran esplendidas sus fiestas religiosas y civiles; embellecíase su plaza mayor con magníficos portales; la religión levantaba grandes edificios al culto y a la beneficencia; erigíase un teatro, en el que, no olvidando, las obras de caridad, se dejaba el arrendamiento de los cuartos en favor de los huérfanos las exigencias del lujo daban bastante ocupación a los artesanos para que estos formasen respetables gremios, deseosos de conservar su prestigio con reglamentos autorizados por los primeros magistrados. El gremio de pasamaneros recibió sus ordenanzas a instancias del procurador de la ciudad, y en ellas se atendía escrupulosamente a asegurar la pericia de los oficiales con largos años de práctica y examen ante los veedores del oficio. Estos debían ofrecer suficientes garantías para inspeccionar con fruto los talleres y obras, cuyas labores eran objeto de prescripciones severas y minuciosas, hasta en las calidades de la seda, hilos, púas y puntas.

El Virrey, extendiendo su celo a todos los ramos del servicio, dio también decretos, que fijaban el arancel del secretario de la gobernación; el corte de la leña en las arboledas de la comarca sin perjuicio de los hacendados, ni del público; la rueda y travesía que debían hacer las carretas sin dañar las acequias, ya traficaran entre Lima y el Callao, ya vinieran del campo con materiales de construcción, o productos agrícolas, ya estuviesen destinadas al acarreo de los molinos. Los reglamentos precisos, que eran en parte una necesidad de aquella sociedad, se adaptaban bien al espíritu de la época. El pueblo limeño, siempre reconocido a los gobiernos bienhechores, mostró sus simpatías a D. Luis de Velasco, cuando a fines de 1604 fue reemplazado por el Conde de Monterey, que acababa de servir el Virreinato de Méjico con envidiable crédito.

 

 

 

 

CAPITULO II

DON GASPAR DE ACEVEDO Y ZUÑIGA, CONDE DE MONTEREY.

1604 — 1606

 

Al retirarse de Méjico el Conde de Monterey, le siguieron por muchas leguas numerosas bandadas de indios dando lamentos y alaridos por la ausencia de un Virrey, que había gobernado como padre de los pueblos. En Lima fue recibido con fiestas tan alegres, como espléndidas, y su conducta en el Perú correspondió a sus honrosos antecedentes. La renta señalada a los Vireyes no le alcanzaba para cubrir sus limosnas. Secundando las miras libertadoras del Monarca, comisionó a D. Francisco Alfaro, digno oidor de Charcas, para que eximiese de loa servicios personales a los indios del Tucumán, Buenos Aires y Paraguay. Sabiendo, que algunos náufragos habían salvado la vida en una de las islas Galapagos enteramente separadas del trato humano, envió un buque para traerlos al Perú; y, cuando hubieron desembarcado en el Callao, tomó parte en la devota procesión con que dieron gracias al cielo por haber tenido la inesperada dicha de volver a tierras habitadas. Ya para aliviar las desgracias causadas en el sur por un terremoto desolador, ya al fundarse nuevos monasterios y casas de observancia más rígida, contribuyó con la mejor voluntad a la realización de las miras benéficas y religiosas, que dominaban en Lima. Pero la obra a que cooperó con mayor interés, fue la expedición de Quirós en busca de un mundo novísimo en que pudieran ganarse, junto con grandes dominios para el Rey, innumerables almas para el cielo.

El entendido piloto aspiraba a ser el Colon del continente austral, de cuya existencia no dudaba, deduciéndola de los principios cosmográficos y de los datos suministrados por los viajeros. El Santo Padre, cuyos pies besó en Roma, le concedió gracias abundantes para la conquista espiritual; Felipe III le dio amplia autorización; y también recibió los convenientes recursos del Virrey, que se encontraba favorecido por la opulencia del Perú y por la buena voluntad de los habitantes. A fines de 1805 partió la expedición descubridora, del Callao, con cuatro buques bien provistos y algunos misioneros franciscanos, después de invocado el auxilio divino. En breves días de próspera navegación llegaron los expedicionarios a las islas de la Sociedad, y la deliciosa Otaiti les apareció muellamente recostada entre las acariciadoras olas del Pacífico. Aunque experimentaron algunas dificultades antes de fijarse en el lugar más cómodo para el desembarque; aquella isla se presentaba tentadora como el paraíso de Mahoma. Los naturales eran hospitalarios, las hermosas fáciles para el amor y con atractivos no velados, los frutos deliciosos y abundantes, el clima dulce, y encantador el paisaje. En vez de ceder a tantas seducciones, dejaron pronto los descubridores el grato albergue y siguieron el rumbo al Oeste, reconociendo en su exploración, que el gran Océano no era un simple desierto de aguas, sino que estaba cortado par innumerables islas. Entre ellas se distinguía la que llamaron de Gente hermosa, cuya feroz osadía contrastaba con la gentileza de los rostros; y otras, cuyos habitantes ofrecían muchas variedades de color, desde el blanco al negro, indicio manifiesto de que las principales razas humanas se habían dirigido a estas regiones en siglos remotos, cuando sus congéneres se esparcían por el antiguo continente. Al fin de su exploración llegó Quiros a la tierra austral del Espíritu Santo, que creyó llamada a coronar sus altas miras. Fundó luego en la vecina playa la Nueva Jerusalén inaugurando la futura colonia con las mayores pompas del culto. El primer aspecto del país exaltaba sus esperanzas. La extensión parecía grande, el clima saludable, exquisitas y abundantes las producciones vegetales y animales, no escasa la riqueza mineral, y los habitantes poco temibles. Mas no tardaron estos en romper las hostilidades; fue necesario reconocer mejor aquellas costas, y se buscaron los medios de fortificarse. Durante estas pesquisas cundió el desaliento, y vientos encontrados alejaron las naves. Forres, que comandaba la expedición, tomó el rumbo para Filipinas, y pasó cerca del continente austral por el estrecho, que lleva su nombre, sin lograr avistarlo. Quiros, cediendo a las corrientes y tempestades, hubo de arribar a las opuestas playas de Acapulco; de Méjico se dirigió al Perú; y faltándole aquí el principal apoyo por haber muerto ya el Conde de Monterey, hubo de renunciar a sus grandiosos proyectos. Como decía Cristóbal Suarez de Figueroa, todos los siglos no son igualmente favorables al valor. Había pasado el tiempo de los Balboas y Pizarros; la Metrópoli estaba gastada, y el Virreinato ofrecía dentro de sí ilimitado campo a los espíritus emprendedores. El continente austral, aunque mas bien sospechado, que descubierto, lleva ya el nombre de Australia en la relación de Figueroa, que habla del viaje de Quiros al referir los hechos del Virrey Marqués de Cañete.

El Conde de Monterey no había podido realizar sus benéficas miras en solos diez y seis meses de gobierno, pasados la mayor parte entre dolencias graves. Mártir de la pureza mereció, que se le pusiera la inscripción : «Maluit mori, quam foedari»; y pobre a fuerza de ser caritativo, hubo de ser enterrado a costa de la Audiencia. El Monarca recompensó sus desinteresados servicios favoreciendo a su hijo y a su hija, que casó con el futuro Conde Duque de Olivares, bien olvidado después, en la cumbre del poder, del noble ejemplo de su suegro.

Entre las providencias firmadas por el buen Virrey, podemos recordar, como expresión del espíritu reglamentario de la época, las ordenanzas de espaderos, junto con las de zurradores y zapateros, que por la discordia entre estos gremios hubieron de ser confirmadas por él, aunque fueron formadas en tiempo de Velasco. Queriendo asegurar el buen servicio del público con minuciosas precauciones, se prescribía, que en la labor de las espadas no hubiese pelos, engañosas soldaduras, quiebras, ni aun vainas poco adecuadas; el trabajo de los curtidores debía variar según que los cordobanes procedieran de Chile, Castilla, Quito o valles del Norte, conforme al color que hubiesen de recibir, y atendiendo a otras varias condiciones; el examen de oficiales, elección de veedores, visita de talleres, y demás pormenores de los oficios se sujetaban a las más serias formalidades.

La principal solicitud de la Corte se dirigía por entonces a encontrar en la península y en las posesiones de ultramar recursos para sostener un lujo oriental y las disipaciones de indignos favoritos, tales como D. Rodrigo Calderón, Marqués de Siete Iglesias que debía trocar su brillante posición con la ignominia del cadalso, y el Duque de Lerma, impotente Atlante de la vasta Monarquía, el que cuidó de evitar el trágico destino obteniendo el irresponsable capelo cardenalicio. Mientras estos cortesanos nadaban en la opulencia tenía la administración pública que subsistir de limosnas, quiebras, alteración de monedas, anticipaciones usurarias y otros expedientes miserables y ruinosos. Para acrecentar el cuantioso tesoro, que se remitía del Perú, se había imaginado, entre otros arbitrios, estancar la sal y, lo que más sorprende entre consejeros tan devotos, el sostener en las principales ciudades casas de juego por cuenta del gobierno. Por dictamen de hombres más honrados se desechó este recurso inmoral. El de la sal, aunque se trató de plantificarlo desde el Virrey Velasco, no tuvo efecto por ser tan numerosas y tan difíciles de guardar las salinas así a las orillas del mar, como en el interior del Perú.

Medida más digna del gobierno colonial y que debía mejorar de una manera estable la administración de la hacienda, fue el establecimiento de la Contaduría mayor de cuentas, que fue acordado para Lima, Méjico y Santa Fé por real cédula de 24 de agosto 1605. El tribunal de cuentas erigido para el Perú debía tomar las de las cajas reales establecidas en Lima, Cuzco Potosí, Quito, Guayaquil, Paita, Castro Virreina, Arequipa, Arica, La Paz, Tucumán, Trujillo, Chachapoyas, el Callao, Guanuco, Guancavelica, Buenos Aires, Chile, Panamá y Portobelo. Todas las personas que tuviesen relaciones con la real hacienda en estas provincias, le quedaban sujetas; y los oficiales reales debían suministrarle los datos necesarios, y, cada seis meses, recetas o razones bien especificadas. Sus providencias debían ser cumplidas como las de las Audiencias y Contaduría mayor de Castilla con inhibición de cualquier otro tribunal. Si hubiese lugar a pleitos, se decidirían estos en primera y segunda instancia por una Junta compuesta de cuatro oidores, estando presentes dos contadores con voto consultivo. En caso de agravios se dejaba la súplica al Monarca. Entretanto la rendición de cuentas, entrega de alcances, procedimientos por vía ejecutiva y cumplimiento de penas se harían en términos perentorios. Unas cuentas no debían interrumpirse, para principiar otras, se seguirían por el estilo de Castilla y se comprobarían por relaciones juradas de las partes, libros de contabilidad y otros documentos, estándose, en caso de dudas acerca de su rendición, al voto de la mayoría, que firmarían todos los miembros del tribunal. Se darían a las partes correspondientes finiquitos o certificaciones; y si ellos no presentaban sus cuentas ordenadas, esta diligencia tocaría a los oficiales del tribunal sin aumento de gastos. En cada armada se daría razón a S. M. de lo que se hubiera actuado y de lo que conviniera hacer.

El tribunal se compondría de tres contadores, con dos oficiales ordenadores y un portero. Los contadores debían prestar juramento de cumplir fielmente su cargo y de guardar secreto; no tomarían parte en los arrendamientos, ni asientos de la real hacienda; ni tratarían, ni contratarían en manera alguna; tampoco recibirían dádivas, ni presentes, aunque fuesen cosas de comer, de ningún interesado o que pudiese tener interés en alguna cuenta; asistirían puntualmente al tribunal, todos los días feriados por la mañana, y tres días a la semana por las tardes, no haciendo falta sino por enfermedad o con licencia del Virrey por justa causa y tiempo limitado; uno de ellos iría por turno a tomar cada tres años las cuentas finales de Potosí, sin perjuicio de la visita, que de tan importantes cajas había de hacerse anualmente, por un oidor de Charcas; el contador más antiguo tendría voto en las Juntas de hacienda.

Eran libros indispensables en el tribunal de cuentas un libro de memorias con su abecedario y números de las personas deudoras a la hacienda; otro libro en que se copiaran las razones dadas por los oficiales reales; un inventario de cuentas fenecidas; un libro de alcances y otro de resultas; un libro de rentas, y otro de fianzas.

En el palacio del Virrey se señalaría aposento para la Contaduría con la autoridad y decencia que para la Audiencia; y los gastos anuales para su ornato y demás cosas precisas podrían alcanzar a quinientos ducados. El Virrey asistiría al tribunal, cuando le pareciese conveniente; tomaría en caso necesario providencias interinas dando cuenta a S. M. y determinaría las competencias de jurisdicción con la Audiencia, junto con un oidor y un contador, cumpliéndose el dictamen de la mayoría.

 

 

 

CAPITULO III

LA AUDIENCIA . 1606-1008

 

La administración colonial, siempre débil y cuyo desarrollo había sido paralizado por la enfermedad del Virrey, hubo de debilitarse más a la muerte del Conde de Monterey, por la autoridad dividida y precaria de los oidores. Tanto decayó el poder político, que el clero quiso sojuzgarlo arrogándose la facultad de tomar la residencia a los corregidores, a pretexto de que estos juraban cumplir bien y fielmente su cargo, y de que la Iglesia debía intervenir en unas causas donde mediaban juramentos. Por extraordinarias que aparezcan tales pretensiones, no hay dificultad en concebirlas en una época, en que el poder eclesiástico era el único estable por la fuerza de su sagrada constitución, y el solo acatado de todos por el vigor de las creencias.

Es verdad, que el nombre del Rey era también respetado como el de un vice Dios; pero sus órdenes, cuyo cumplimiento pendía de funcionarios efímeros y poco escrupulosos, tarde o nunca se ejecutaban fielmente, y desacreditábase por lo tanto sobremanera el gobierno temporal desde el Virrey hasta los corregidores y alcaldes.

Santo Toribio, que murió cuarenta días después que el Conde de Monterey, había contribuido mucho con sus trabajos pastorales, y su santa vida a afianzar el predominio de la Iglesia. Por tres veces visitó su dilatadísima diócesis, sin que le detuvieran ni las subidas más escabrosas, ni hondísimas quebradas, ni la desolación del desierto, ni la soledad de los bosques. Más de una vez se tuvo por milagrosa su salvación de entre precipicios casi inaccesibles. Donde quiera fabricó iglesias, facilitó ornamentos y fundó cofradías para el sostenimiento del culto. Cuando se detenía en Lima, no dejaba pasar un domingo sin doctrinar en el cementerio de la catedral a los indios a los que prefería llamar peruanos, por evitar cualquiera expresión que sonara a menosprecio. Para la educación del clero erigió el seminario, que hoy lleva su santo nombre y que entonces le ofreció la ocasión de mostrar su cristiana humildad, sufriendo ante la Audiencia la dura corrección impuesta por el severo Felipe II. También fundó el monasterio de Santa Clara. Con la celebración de tres concilios provinciales echó sólidas bases para la disciplina eclesiástica en toda la extensión del Virreinato. Era de pureza angelical, sumamente austero, benéfico hasta despojarse de los vestidos para aliviar la indigencia, y tan desinteresado, que no obstante estar dotado de una gran memoria se confundía al contar las pequeñas cantidades de plata e ignoraba el valor de las sumas considerables. Habiendo muerto en Saña de una fiebre contraída en su misión apostólica, fue traído a Lima y sepultado con la veneración debida a un Santo, cuyo renombre obtuvo antes de que la Iglesia le erigiese altares.

El cabildo eclesiástico presentaba hombres eminentes, que secundaban las miras benéficas de Santo Toribio, distinguiéndose entre ellos Roca siempre celoso por la educación de los niños, Vega, que antes de ser Arzobispo de Méjico dejó en Lima su patria grandes legados, en favor de la Universidad y del culto, y Corni que debía servir con celo pastoral la ciudad de Trujillo, donde había nacido. De los conventos, núcleo principal de varones apostólicos, salieron muchos insignes por la santitad y las ciencias. Entre los franciscanos descollaba el seráfico Francisco Solano, émulo de los espíritus celestes en el amor de Dios, y tan penitente, que su existencia parecía un milagro continuado. Gozaba de tal prestigio, que habiendo aludido en uno de sus sermones a los terribles estragos del terremoto, la ciudad consternada creyó inminente su total ruina : los pecadores hicieron penitencias públicas; saldaron sus cuentas los deudores de peor paga; los amancebados cambiaron sus relaciones ilícitas por el santo yugo del matrimonio; y la población renovó el espectáculo de Nínive convertida por Jonás. Más admirable había sido su ascendiente sobre los salvajes que había tratado de convertir haciendo el viaje a pie y descalzo desde el remoto Paraguay, y logrando pacificar con sus acentos evangélicos a millares de bárbaros, prontos a exterminar a los colonos. Entre los dominicos señaláremos a Fray Diego de Ojeda, uno de los fundadores de la recoleta y cantor de la Cristiada. Los jesuitas, que iban a eclipsar a las demás órdenes religiosas, nos presentan el aventajado ingenio de Menacho, tan admirable por su precoz y extraordinario desarrollo físico, como por su juicio y vastísima doctrina; el apostólico Montoya, que debía distinguirse entre los civilizadores del Paraguay; y el humano Valdivia que en Chile hacia esfuerzos sostenidos y por algún tiempo no estériles para sustituir la cruzada evangélica a la exterminadora lucha con los araucanos. Con menos éxito en sus misiones educábanse entre los agustinos para las tareas pastorales y las letras los distinguidos escritores Calancha, Valverde y Villaroel.

El fervor de las monjas decayó desde los principios, porque los monasterios fueron pronto grandes repúblicas, algo relajadas en la observancia de las reglas. Sin embargo bastante se acrecentó entonces con las nuevas fundaciones de las Bernardas y Clarisas. Fuera de los asilos sagrados Vivian muchas vírgenes y matronas edificando a la disipada ciudad con sus ejemplares virtudes. Sobre todas las monjas virtuosas se elevaba a inaccesible altura una simple beata llamada Isabel Flores de Oliva, que es hoy la patrona de su patria bajo el nombre de Santa Rosa de Lima. El nuevo mundo no había ofrecido todavía al Esposo inmaculado una flor más fragante, ni más pura. Aquella mujer angelical, cuya espíritu rebosaba poesía, formaba mágicos conciertos, con la creación entera, asociándose por la noche, al principio del día y a la caída de la tarde, al himno que elevan al Criador los cielos y la tierra. Veéasela a menudo embriagada de devoción y olvidada de su existencia material, contemplando las estrellas que en el cielo sereno de Lima despiden misteriosos resplandores, las aves que exhalan dulcísimas armonías, las plantas siempre verdes y de flores tan fragantes, cuanto hermosas, y hasta el monótono zumbido de los mosquitos, que en vez de picarle parecían tomar parte en la música religiosa de su alma. Su pensamiento era casi de continuo un éxtasis de amor divino, sus oraciones una íntima unión con el Altísimo, sus visiones de escenas celestiales, sus mortificaciones prodigiosas, su voluntad para sufrir y hacer bien, superior a todo heroísmo humano. Tales prendas, hermanadas con el carácter más amable, daban a la humilde hija del pueblo un prestigio a que no habrían alcanzado ni la opulencia, ni la ilustre cuna, ni los talentos, ni las posiciones más encumbradas.

Dechados tan perfectos eran necesarios para preservar la nacionalidad que se estaba formando, de la profunda corrupción a que era arrastrada por las más poderosas influencias. Ejercían una tentación violenta las pérfidas dulzuras del clima, la ociosidad y la abundancia. El excesivo número de personas condenadas al celibato por vocación, por cálculo o por necesidad; los fáciles amores con las razas oprimidas; las pasiones vivas y sensuales de los negros; las supersticiones corruptoras y el envilecimiento en que yacían los indígenas; la descuidada o pervertida educación de las castas, fruto ordinario de uniones ilícitas y aun sacrílegas; la licencia de costumbres en las clases más favorecidas, tanto mayor, cuanto su dominación social era completa y menor su libertad política; el excesivo lujo, que tan fatal es a la inocencia; el nunca eficazmente reprimido disfraz de las tapadas, que se permitían de continuo y en todas partes las demasías del carnaval y ejercían una peligrosa seducción por los misteriosos atractivos medio encubiertos o supuestos entre las engañosas apariencias del manto y de la saya; todo venia a dar espantosas facilidades para la disipación y el libertinaje. De aquí cierta relajación moral en los estados más santos; de aquí el concubinato muy frecuente y no bastante reprobado por la censura pública; de aquí los matrimonios mal avenidos y los divorcios no raros; de aquí los cuadros poco edificantes en muchas reuniones y aun entre las augustas pompas del culto; de aquí en fin ciertos atentados monstruosos, por fortuna sumamente raros, que horrorizaban a aquella sociedad buena en el fondo y apacible en el carácter, y que por lo tanto no debe especificar la historia hiriendo al pudor y despedazando a las almas compasivas.

 

 

 

 

CAPITULO IV

D. JUAN DE MENDOZA Y LUNA, MARQUES DE MONTESCLAROS.

1608 — 1615

 

La organización del Virreinato mejoró mucho en el gobierno del Marqués de Montesclaros, que unía al buen juicio las mejores intenciones. Conocía bien los negocios de Indias por haber sido Presidente de la casa de contratación de Sevilla, y tenía la práctica especial de su delicado cargo, porque acababa d. gobernar el Virreinato de Méjico durante cuatro años. Conciliador y prudente no solía tomar grandes providencias sin muchas precauciones y sin maduro examen. Venerando las ordenanzas de Toledo, no se desviaba de sus prescripciones sin guardar mucho respeto a tan alta autoridad. En cuanto a las cédulas reales, procuraba siempre permanecer fiel a su espíritu; sin que por eso se creyese obligado a cumplir puntualmente las que habían caído en desuso por sus manifiestos inconvenientes, o eran presentadas por partes interesadas, quienes por sus miras particulares solían ocultar la revocación u otros obstáculos gravísimos para ejecutarlas. De ordinario sus deliberaciones eran favorecidas por buenos consejeros. Servíale de asesor el bogotano Arias Ugarte, que después de haber desempeñado los principales destinos civiles y eclesiásticos sea en el Virreinato del Perú, sea en el Reino de Nueva Granada, debía morir de Arzobispo de Lima. Ayudábanle también mucho en los arreglos administrativos el sabio oidor Solorzano, que debía inmortalizarse publicando la política indiana, el contador Caravantes muy entendido en materias de hacienda, el hábil oficial real Meneses, doctos catedráticos de la Universidad y eminentes maestros de las religiones.

Los asuntos económicos, según reclamaba la triste situación del erario regio, obtuvieron los primeros y más sostenidos cuidados del Virrey. No temía atropellar la murmuración haciendo de oficial real, procurador, pagador y aun ejerciendo otros ministerios inferiores a fin de mejorar la hacienda, «Me llamaban, dice en su relación, despensero del Rey, y decían bien, si con mi diligencia compré a veces lo que ha de comer S. M.; que aun esto, creo, está ya dependiente del socorro de Indias». Desde Méjico había hecho a la Corte algunas indicaciones para la mejor organización del nuevo tribunal de cuentas, y conforme a ellas se hicieron en las ordenanzas de este las convenientes aclaraciones, relativas principalmente a su rango, prerrogativas, ornato y más útil ejercicio de sus funciones. Por su parte dio el Marqués nuevas ordenanzas a los oficiales reales, prescribiendo : que no se abriese la caja sin la presencia de dos de ellos y del escribano de registros; que todos cuatro tuviesen libros manuales del cargo y data; que hubiese un gran libro, con las hojas rubricadas por el Virrey y con partidas ordenadas según la clase de objetos; que hubiese otros libros especiales para diferentes efectos o para estar al cargo de algunos empleados; y fijando otras reglas para la guarda más segura de las rentas.

A fin de acrecentar las entradas no vaciló el Marqués en hacer una visita al mineral de Huancavelica, de que se habían retraído sus antecesores por los atractivos que les fijaban en la ciudad de los Reyes. Por sus activas providencias se cobraron 200,000 pesos, que la decadencia del asiento hacia considerar como perdidos. La producción de azogues, que fue de 900 quintales en el año de su entrada, subió a 8,200 en el de 1615, año de su salida. Para conducirlos desde Arica a Potosi, lo que hasta entonces se había hecho en llamas por contrato particular, hizo alquilar a diferentes personas las mujas que se iban necesitando; de donde se consiguió una economía notable, el fomento de la arriería y la posterior población de Tacna. La deuda de azogues, que se había elevado a más de 1,300,000 pesos, se redujo a menos de 500,000. Quiso favorecer a los principales asientos minerales, que por entonces eran nueve: de azogue Huancavelica; Carabaya y Zaruma de oro; Potosí, Porco, Oruro, Vilcabamba, Nuevo Potosí y Castrovirreina de plata; pero ya las malas condiciones de las minas, ya las cédulas reales, que limitaban el servicio de los indios, no le permitieron acceder a todos los deseos de los mineros, que pedían mitayos, sea para hacer descubrimientos, sea para explotar las vetas conocidas. Una negativa de estas le produjo serios disgustos en la residencia; porque el influyente sujeto desairado en su pretensión tomó por instrumento de su venganza a un obscuro soldado despojado justamente de sus indios por el Marqués de Montesclaros.

Potosí, que estaba próximo a decaer, ostentó por aquellos años, una prosperidad deslumbradora, y en el de 1608 celebró el octavario del Corpus con espléndidas fiestas, que por mucho tiempo ensalzaron sus cronistas en minuciosas descripciones. Los jóvenes criollos estaban picados de que los vascongados, cada día más ricos, los tuvieran por incapaces de competir con ellos; emparentados con la primera nobleza , no quisieron ser eclipsados en magnificencia por hombres de fortuna; y conservando vivas así las tradiciones de la caballería, como las pompas de la Corte, convirtieron por algunos días aquel árido e inclemente cerro en una lujosa capital del oriente. Hubo muy lucidas carreras, opulentos bailes, comedias y sobre todo torneos en que se gastaron millones, lucieron los ingenios y se ostentaron libreas, cabalgatas, vestidos, armaduras y toda suerte de galas tan costosas como fantásticas.

Lima, a donde refluía toda la opulencia del Virreinato, brillaba como la sultana del Pacífico, radiante de belleza, ostentando cada día mayor cultura y nadando en delicias. Aunque el terremoto de 1609 hizo sufrir mucho a sus edificios, pronto los restauró embellecidos, y se adornó con la alameda de los descalzos y con la obra monumental del puente. Sus fiestas, tan repetidas como pomposas, fueron obscurecidas por las magníficas honras, que en 1613 hizo a la amable Reina Margarita. Esplendor más duradero prometían a la ciudad de los Reyes los estudios de la Universidad, cuya solidez y extensión se procuró afianzar con bien meditadas constituciones, profesores eminentes y catorce mil pesos de renta en el seguro ramo de diezmos.

El comercio más honrado y considerable, que el de la península, consiguió la organización deseada con el establecimiento del consulado, que estando autorizado desde 1593 vino a instalarse en 1615. Para facilitar el tráfico se pensó en frecuentar la vía del estrecho de Magallanes, dejando el costoso, embarazado y mortífero tráfico por el istmo de Panamá; mas no se dio curso a aquel benéfico proyecto por temor de que, acreditándose aquella navegación quedasen más expuestas las aguas y costas del Pacífico a las invasiones de las potencias marítimas, o al menos a las depredaciones de los corsarios. Mientras así se abandonaban proyectos benéficos para todos, se promovían con solicitud los intereses del fisco haciendo arreglos en la administración de la aduana y aumentando la renta de las alcabalas mediante los encabezamientos celebrados con las principales poblaciones.

Si el Virrey estaba seguro de contentar a los mineros y comerciantes por las consideraciones que prestaba a vasallos tan adictos y provechosos, no acertaba a satisfacer las pretensiones de la nobleza, recomendable, cuando no por los servicios propios, por el mérito de sus mayores y por su lealtad entusiasta. En Méjico había sido fuertemente acusado por los pretendientes, que poco satisfechos de la residencia le persiguieron por muchas leguas al dejar aquel Virreinato. En Lima soportaba sus quejas con paciencia, sabiendo que eran inevitables, si era preferido el de mayor mérito, si se acordaban o diferían las gracias, o, si como no podía menos de suceder, en la mayoría de casos la recompensa quedaba inferior a las aspiraciones. Para acallarlas solía decir que la prosperidad del Perú y de todos sus habitantes dependía de que la raza española tuviese mayor amor al trabajo. Mas a falta de premios procuraba atraerse a los caballeros con el agasajo y la blandura, no ignorando, que se satisfacían con poco, si hallaban buena acogida en su semblante: a veces les dispensaba una familiaridad, que le ganaba los corazones, sin dejar de permitirse pesados chascos con algunos. Cierto caballero, que jugaba con él por la noche, se quedó dormido, y habiendo apagado de intento las luces, mientras dormía, se le dio un terrible susto al despertar, haciéndole creer, que las luces ardían todavía y que él no las veía por haber quedado ciego.

Los artesanos se pagaban de la consideración que iban ganando sus gremios con las ordenanzas respectivas. En el gobierno del Marqués las recibieron minuciosas los de sederos, cereros, gorreros y prensadores. También se dieron providencias especiales para el ejercicio de algunas industrias, entre otras las relativas a la fabricación y venta de la aloja.

Los soldados, nombre que se arrogaban algunos vagabundos, sin otra ocupación que la eventual de la guerra, ya mandados expeler del Virreinato por el Monarca a causa de sus desmanes, eran tratados con cierta contemporización, tanto por ser la única fuerza de que podría disponerse en caso imprevisto, cuanto porque arrojados de las ciudades se esparcían por tambos y villorrios sin que nadie pudiese refrenar sus excesos.

El recogimiento de mujeres distraídas, aplazado durante los gobiernos del Conde de Monterey y de la Audiencia, se plantificó y sostuvo por el Marqués de Montesclaros. Mas este se declaró impotente para impedir la vagancia de las tapadas, prohibida ya en vano por el tercer concilio de Lima. No obstante, que muchos celadores por la dirección de las costumbres, oficio decia el Virrey, compatible en Indias con todos los demás, murmuraban, porque no se quitaban los rebozos; encargaba él a estos predicadores persuadiesen a los maridos, que no los consintieran a sus mujeres; y como vio que ninguno podía conseguirlo de la suya, dejaba seguir aquel uso, desconfiando de poder con tantas. Aunque también había que luchar en las familias con no débiles obstáculos, se minoró la vagancia de los niños, sosteniendo las escuelas gratuitas para los pobres, obra de ilustrada beneficencia que había cesado a poco de ser establecida por Velasco y que en adelante había de sufrir frecuentes interrupciones.

Los negros y mulatos fueron mirados con cierto recelo por su carácter osado, por su número creciente y por los débiles lazos de fidelidad que los unían al gobierno colonial. No dejaban de inspirar por iguales motivos alguna desconfianza los mestizos, quienes, siendo mirados como un rayo contra los indios, mandaba el Rey, que no se les consintiese vivir entre estos. El Virrey no creía que debiera generalizarse tan rigorosa providencia, ya por las distinguidas dotes de algunos mestizos, ya por el amparo que prestaban a sus desventuradas madres.

El Marqués tenía la idea más desventajosa de la capacidad de los indios, como si esta no se midiese por preceptos de razón; les atribuía índole tan mudable, que no podían ser dirigidos por reglas fijas; y los declaraba incapaces de gobernarse, si no se les señalaba dueño. Sin embargo de tan injustas prevenciones, creía que su protección no estaba reñida con la de la raza dominante y procuraba que fuese efectiva. Con estas buenas intenciones se opuso al intentado aumento de tributos, se negó a la concesión de mitayos y prohibió el empadronamiento de nuevos yanaconas.

El Monarca, deseoso siempre de abolir el servicio personal, pero cediendo a las representaciones, que se le habían dirigido desde América, modificó su cédula de 1601 con otra expedida en 26 de mayo de 1609. Por esta solo se prohibía introducir nuevos repartimientos de indios para beneficio de las minas, estancias y obrages; mas los dueños debían hacerse de esclavos para sus respectivas labores, y también debían reducirse al trabajo los vecinos de condición servil, sin distinción de personas, a fin de que pudiera extinguirse la mita. Los mitayos obtendrían los víveres a precios moderados, con cuyo objeto se establecerían albóndigas. Habían de hacerse poblaciones cerca de los asientos minerales, concediendo tierras y algunos privilegios. La mita sólo debía integrarse hasta donde cupiese en la séptima de cada pueblo, confiándose a comisionados honrados y no multando a los caciques por su desfalco. Se evitarían en lo posible los repartimientos a lugares distantes y a temples contrarios. Se pagaría a los mitayos el jornal incluyendo el del viaje, en mano propia, y para facilitar el pago se daría a los mineros el azogue al costo que tuviera en los asientos. Los ganaderos no responderían por la pérdida de cabezas, si por esto no recibían un salario equivalente. Se había de fijar a los operarios las horas de un trabajo moderado. Los de una mita no debían ir a otra hasta que llegara su turno, ni permanecer en ella cumplido su plazo. Habían de dormir debajo de techado; no ser objetos de préstamos, ni enajenaciones; ni ser concedidos por favor; ni labrar por socavón las minas de Guancavelica; ni ir a obrages que distasen de sus pueblos más de dos leguas, ni los muchachos para tareas difíciles; ni repartirse a los empleados, ni a minerales pobres, ni para las chacras de coca, viña u olivares, ni para los trapiches, otros ingenios o pesca de perlas, ni para el desagüe de las minas, ni para el carguío pudiendo excusarse. No responderían en las pascanas de las bestias perdidas y recibirían la justa recompensa de sus servicios. Habían de ser asistidos los mitayos en el caso de enfermedad; ninguno sería condenado por delito al trabajo personal; ni este sería impuesto en compensación del tributo. Se atendería en fin a que santificasen las fiestas y no contrajesen vicios.

El Virrey procedió en la ejecución de esta cédula con la debilidad, que era inevitable en las condiciones políticas y sociales del Virreinato. Había otras disposiciones generales dirigidas a hacer al Perú enteramente dependiente de España, como la prohibición de obrages, de plantar viñas u olivares y el que se trajera ropa de la China para que los paños, vino aceite y sedas fuesen de Castilla. El Marqués hizo presente en sus cartas y recordó en su relación lo peligroso que era proceder conforme a esa extraña razón de estado : peligroso en la justicia, decía que «rigor parece vedar a los moradores, lo que naturalmente les concede la tierra que habitan; peligroso aun para lo mismo, que se desea, que ya podría apresurarse a buscar salida quebrantando los grillos y rompiendo las andaces del precepto; de manera que la violencia perdiese en una hora lo que el artificio ha ganado en tantos años; peligroso también en la conservación de este cuerpo que le vamos descoyuntando por este medio, y la ayuda de sus propios miembros le pretendemos impedir. »

Con miras más justas procuraba el Monarca asegurar los bienes de los ausentes ordenando en 1609 : que el juez de difuntos tomase posesión de las herencias, si los albaceas no las entregaban pasados dos años o si habían muerto las personas que les dieran poder para recogerlas; que el mismo juez interviniere en los inventarios y en los remates de los bienes testados; que los bienes no litigiosos se rematasen antes de un año, y habiendo pleito, en el más breve término posible. Siempre fue de temer, que prevalidos de la distancia se hiciesen dueños exclusivos de los bienes los albaceas y depositarios.

Los arreglos promovidos con mayor celo fueron los del gobierno eclesiástico, cuya acción trascendía a todo el orden administrativo y social, De acuerdo con el Santo Padre resolvió el Rey erigir los obispados de Trujillo, Guamanga, Arequipa y la Paz. Las doctrinas, antes provistas de una manera precaria, principiaron a darse en propiedad, previo concurso y siendo presentadas al Virrey las ternas por el Diocesano o por el Cabildo en sede vacante. El nombramiento podía recaer en cualquiera de los propuestos; mas algunos hacían caso de conciencia la elección del que venía en primer lugar por considerarle el más digno. No obstante poseer su cargo en propiedad podían ser removidos los curas por concordia del Virrey y del Diocesano.

D. Bartolomé Lobo Guerrero, sucesor de Santo Toribio, hizo en 1613, a instancias del Marqués, una congregación sinodal y en ella constituciones importantes a la buena doctrina y reformación de los curas; comunicáronse con el Virrey, quien alteró lo que podía ser en perjuicio del patronato; y aunque estaba mandado, que los sínodos no se publicaran sin haberse visto en el Consejo de Indias, parecióle esta vez, que la necesidad no sufría espera, y permitió la publicación dando cuenta al Rey. »

El celo pastoral de los obispos encontraba poderosos obstáculos en los frailes, que ocupaban la mejor y mayor parte de las doctrinas, eran provistos o removidos según el capricho de los provinciales y abusaban de las exenciones inherentes al hábito. Mientras se acordaban remedios radicales, ordenó el Monarca, que los curatos confiados a los regulares fuesen provistos en regla, previa aprobación del Diocesano en suficencia y conocimiento de la lengua indígena, y que los doctrineros quedasen sujetos a la visita pastoral en sus costumbres y ministerio. Montesclaros poco amigo de luchar con grandes influencias, dejó correr la exención establecida, insistiendo sin embargo en no pagar a los provinciales, como se había dispuesto, sino a los mismos curas el sínodo o subvención del gobierno a fin de evitar la mayor vejación de los indios. Por consideraciones laudables dejó de mezclarse en los capítulos de los regulares para imponerles el sujeto a quien habían de elegir; mas interpuso su veto, cuantas veces vio, que los sufragios iban a fijarse en religiosos, en cuya mano peligrarían el orden y quietud de los conventos. Prohibió a los frailes tener en sus haciendas por mayordomos a sus donados, quienes se prevalían de su estado para tomar indebidamente el agua y entregarse a excesos más vituperables. Mas la Corte calificó aquella prohibición de demasiado rigorosa.

No obstante la gran devoción del Monarca y del inmenso prestigio de que gozaba la inquisición, se creyó necesario moderar sus avances. El formidable tribunal de la no se limitaba a perseguir a sus enemigos, sino que abusaba de sus fueros para sobreponerse a todas las leyes y burlar la acción de todos los tribunales. Sus miembros o favorecidos hallaban en las prerrogativas inquisitoriales la impunidad de los delitos comunes; dejaban de pagar a sus acreedores, cobraban deudas de dudosa justicia y salían airosos en las más extrañas pretensiones. Para remediar tan enormes abusos, expidió Felipe III la cédula llamada de concordia, que limitaba la acción del Santo Oficio a la defensa de la Fé y arreglaba sus competencias con los demás tribunales. Mas estas y otras providencias habían de ser poco eficaces en un siglo en que los inquisidores eran acatados como el escudo de Dios, del Rey y de la patria y en que difundían un terror universal fomentando las delaciones secretas, atormentando por simples sospechas, condenando irrevocablemente sin careos y haciendo expiar en la hoguera la diferencia de opiniones religiosas. En Lima fue quemado vivo el bachiller Castillo por haber sostenido que no estaba bien determinado el día de la Pascua; que era buena la ley de Moisés, y otras doctrinas, mas o menos extrañas, pero susceptibles de una interpretación católica. El infeliz había sido prevenido en vano por el caritativo Santo Toribio acerca del riesgo que corría de caer en las manos implacables del Santo Oficio.

La ley y su propia sencillez libertaban a los indios de las pesquisas inquisitoriales. Además se les tenia, por lo común, sino por ilustrados en la Fé, al menos por sinceros creyentes. Mas predicándoles D. Francisco Davila, cura de San Damián, acerca del valor con que debía sostenerse la causa de la Fé hasta morir por ella, le dijo uno de los oyentes, que otro indio había sido martirizado por los indígenas porque había querido retraerlos de sus idolatrías. Hechas las convenientes averiguaciones, no solo salió cierta la noticia, sino que se descubrió la infidelidad de muchos bautizados. No teniendo sino el nombre de cristianos seguían adorando al sol, la luna, los malquis, las conopas, las huacas, los cerros, las lagunas y otros antiguos ídolos, y practicaban toda clase de supersticiones y ritos inmorales. Los ídolos descubiertos, que podían trasportarse, fueron traídos a Lima, y consumidos en una hoguera, cuyas cenizas se arrojaron al Rimac. La extirpación de la idolatría, en que se pensó desde luego, solo debía emprenderse con empeño en el gobierno siguiente. Bajo el Marqués de Montesclaros se dio principio a las grandes misiones del Paraguay por los jesuitas Maceta y Cataldino, quienes, aprovechando los anteriores trabajos de San Francisco Solano y de otros franciscanos, echaron las bases de aquellas célebres reducciones.

Los jesuitas se ocupaban por ese tiempo de convertir a los indomables araucanos. La semilla evangélica iba fructificando, cuando fueron muertos los conversores en el valle de Elicure por el cacique Anganamon, a quien se negó la devolución de una de sus mujeres y de un hijo ya bautizados y asilados entre los cristianos. Los que en el reino de Chile tenían interés en la continuidad de las hostilidades, instaron por que se emprendiera la guerra. Mas el Virrey conservó solo la aptitud defensiva, que conforme a sus representaciones había resuelto la Corte. El Marqués opinaba con razón, que igual proceder debía observarse con los salvajes de otras fronteras avanzando únicamente en sus tierras mediante las conversiones, y el progreso de la colonización. En tal sentido autorizó varias entradas, que debían hacerse por cuenta de los expedicionarios con la esperanza de establecerse y gobernaren los países reducidos. Solo se decidió hacer un ejemplar castigo en los chiriguanos, que solían asaltar a los colonos dispersos, y fueron muertos unos cuarenta bárbaros en una invasión, que les tomó desprevenidos.

Por la conservación del orden interior había pocos temores. En Potosi, asilo de todos los perdidos, un tal Ybañez habia intentado levantarse al grito de libertad; pero el motín fue sofocado en su origen con la muerte de aquel cabecilla a quien delataron los religiosos de la Merced, y con la persecución de sus cómplices por los vecinos, que dominaban en el opulento mineral. Las reyertas eran allí frecuentes, sin que se recelase un trastorno, por las rivalidades entre los mineros nacidos en diferentes provincias, por el desenfreno y choque de las pasiones, que la riqueza mineral excitaba, y por el carácter turbulento de muchos moradores. Algunos lances novelescos de mujeres robadas y defendidas con singular arrojo, más que turbaban, venían a animar la monótona tranquilidad del Virreinato. La existencia de los colonos solía deslizarse en el reposo y en la abundancia, como un sueño de bienestar, entre las comodidades domésticas, las funciones de iglesia, los toros, los festines campestres, o los baños de mar, sin inquietudes políticas y sin agitaciones febriles por la fortuna. Tan delicioso sosiego fue turbado en 1615 con la entrada en el Pacífico de una escuadra holandesa a las órdenes de Jorge Spitberg, la que se componía de seis navíos, entre ellos uno de 1,400 tonelada y otro de 1,260.

Prolongándose la costa del Virreinato por más de mil leguas, compuesta de desiertos interrumpidos por estrechos valles, perdidas en su inmensa soledad un corte número de humildes poblaciones, y no habiéndose concebido recelos duraderos de serias invasiones, ni se había intentado, ni de intentarlo habría sido posible fortificar sus muchos y por lo común bien accesibles desembarcaderos. El puerto del Callao, centro del comercio y antemural de la capital, no tenía ninguna obra de defensa, ni fuerza regimentada, ni otra artillería, que cuatro cañones en mal estado. La desacreditada soldadesca, que vagaba por miserables tambos y pueblos de indios, no podía servir para improvisar un ejército. Los colonos, enervados por la larga y deleitosa paz, no pensaban sino en gozar de la pingüe herencia de sus padres, o en medrar en los empleos, comercio y minas. Temióse organizar a la osada gente de color, recelando, que unida bajo una misma bandera, reconociese su fuerza propia y se arrojase a mayores empresas. La guardia del Virrey, reducida a un corto número de gentiles hombres, cuyas pagas no estaban corrientes de muchos años atrás, no podía formar sino una simple columna de parada. Por otra parte se pensaba, que para los ataques marítimos la principal defensa debía ponerse en la armada, y con tal objeto después de aprestar cuatro buques pidió el Virrey a Chile suficiente provisión de cobre.

Spitberg, hechos algunos estragos en Chile, seguía recorriendo las costas del Perú, precedido de un buquecito peruano, que daba cuenta de sus movimientos a Lima. Noticioso el Virrey de su proximidad, envió en su alcance la armada, habiendo tenido que publicar bandos, infamantes para la nación española, a fin de proveerla de combatientes. El encuentro tuvo lugar en las aguas de Cañete; los improvisados marinos pelearon con un arrojo y tesón que habría honrado a fuerzas veteranas; algunos religiosos, que los exhortaban a combatir por la defensa de su Fé, de su rey y de sus hogares, continuaron sus exhortaciones heroicas, aun después de hallarse vacilando sobre tablas desmanteladas, hasta que el acero enemigo puso término a su vida; pero Spitberg obtuvo una completa victoria por la superioridad de sus armas y disciplina. La Capitana del Perú se incendió; otros buques fueron desmantelados; y la mayor parte de las fuerzas pereció en el naufragio, e incendio, a los golpes del enemigo, o por sus propios tiros, que se extraviaban en la oscuridad con la poca pericia de las maniobras.

Lima quedó consternada, cuando a los tres días de la derrota vio entrar en las aguas del Callao al vencedor, la víspera de Santa María Magdalena. El Virrey dudaba, si hallaría cien hombres dispuestos a morir a su lado. El Arzobispo ordenó, que se expusiera el santísimo sacramento en las principales iglesias. Rosa de Santa María, postrada en Santo Domingo al pie del altar, oraba por su patria; y oyendo decir, que los herejes habían entrado en la ciudad, rasgó su largo vestido de beata y se preparó a padecer el martirio haciendo un escudo de su cuerpo a la hostia consagrada. Entretanto Spitberg, que ya había metido un buquecito entre las naves mercantes y recibido algunos cañonazos de tierra, dejó la bahía al tercer día de su arribada, y abandonó las costas del Perú después de haber saqueado los puertos de Huarmey y Paita.

Los corsarios estuvieron cerca de encontrarse con los buques, que traían de Panamá al sucesor del Marqués de Montesclaros, cuya continuación en el gobierno habían solicitado en vano los vecinos de Lima reconocidos a los beneficios de su administración activa y moderada.

 

 

 

 

CAPITULO V

D. FRANCISCO DE BORJA Y ARAGON, PRINCIPE DE ESQUILACHE.

1615 — 1621

 

El 23 de diciembre de 1615 a los tres días de su entrada en Lima visitó el nuevo Virrey el puerto del Callao y conoció, que la primera necesidad del virreinato era crearle medios serios de defensa. Solo podían temerse mayores contrastes, conservando una armada de fuerzas nominales y siguiendo el Callao desprovisto de guarnición y sin fortificaciones. Ajustando por lo tanto sus providencias a los recursos del fisco y a las condiciones de la situación, formó con tanta actividad como economía una escuadra, compuesta de cuatro galeones, dos pataches y dos lanchas. El galeón, que servía de capitana, llevaba 41 cañones, el galeón almiranta 32, el galeón Jesús María 30, el galeón san Felipe y Santiago 16, cada uno de los pataches 8, una de las lanchas 3, y la otra 2, haciendo entre todas las embarcaciones un total de 143 cañones.

En el Callao se levantaron dos plataformas y en ellas se colocaron trece piezas de gruesa artillería. Organizáronse cinco compañías de infantería, de a cien hombres cada una, para formar la guarnición permanente del puerto, embarcarse en la escuadra y dar la guardia al Virrey. El Monarca había mandado, que se extinguiese la compañía de gentiles hombres, los cuales ofrecieron continuar sus servicios sin ningún sueldo.

Los gastos se asentaron con el almirante Juan de la Plaza y Lorenzo de Medina en la cantidad anual de 390,409 pesos, obteniendo en este arreglo notables ventajas : un ahorro de 10,000 pesos sobre el gasto anterior, cuando no había que pagar infantería, ni fabricar bajeles, ni fundir artillería, ni consumir pólvora; y poner límite a los dispendios de la administración naval, cuyos consumos se verificaban y pasaban antes por las declaraciones y juramentos de gente a la que ni la honra, ni la conciencia podían hacer fiel.

Al mismo tiempo procuraba el Príncipe de Esquilache rehabilitar a los soldados, dándoles ocupación provechosa con murmuración de varias personas. «Algunos han pensado, decía a su sucesor, que he favorecido demasiado a los soldados; y lo que puedo decir, es que hallé este oficio tan despreciado y abatido en este reino, que ha sido menester, todo cuanto he procurado alentarle para restituirle el crédito que el ocio y el disfavor le habían quitado; y puedo asegurar a V. E. que no tiene S. M. mejor gente de mar y guerra en ninguna parte. »

Si antes habían podido descuidarse los aprestos bélicos por lo segura que parecía la conservación de la paz; perdióse tan grata confianza por todo el siglo diez y siete, no solo por los recelos que había dejado la invasión de Spitberg, sino principalmente por la fácil vía, que en 1616 se abrió a la navegación del Pacifico con el descubrimiento del Cabo de Hornos. Acercóse á él por primera vez Jacobo Le Maire, siguiendo el estrecho, que lleva su nombre. Felipe III no tardó en hacerlo reconocer por los hermanos Nodales. No quedando duda alguna de que para invadir el Perú no había necesidad de aventurarse en el peligroso estrecho de Magallanes, creciendo de día en día el poder naval de Holanda, y estando la metrópoli en imposibilidad de contrarrestarlo en las aguas del Pacífico, era indispensable que el virreinato tuviese fuerzas propias para su defensa.

Tampoco podía continuar desarmado el gobierno colonial ante la creciente turbulencia de los vecinos de Potosí. Había principiado al último extremo el encono entre vascongados y castellanos; las luchas a muerte eran diarias; y las elecciones de alcaldes habían principiado a ser tan irregulares y borrascosas, que el Príncipe hubo de anular las de 1618 por su ilegalidad y confirmar las anómalas de 1621 a fin de no renovar la peligrosa exaltación con que se habian verificado.

Entre los matones de Potosí se había hecho muy notable un alférez imberbe, de facciones agraciadas, y pendenciero en demasía. A la viva impresionabilidad de los niños reunía el valor de los héroes; y después de las aventuras más extraordinarias, muchas de ellas poco creíbles, aunque se encuentren referidas a su nombre, vino a descubrirse, que era una mujer criada en un monasterio. Llamabáse Doña Catalina Erauso, había nacido en San Sebastian de Viscaya, y estando para profesar se fugó disfrazada de hombre de entre las monjas, en cuya compañía había pasado los últimos años de su infancia. Habiendo venido al Perú, estuvo en Trujillo al servicio de un comerciante cuya señora, engañada por el disfraz, concibió por ella una ciega pasión. Para guardar su secreto y preservarse de importunas declaraciones hubo de venirse a Lima, donde corrió iguales azares. También tuvo algunos lances de honor provocados por su petulancia y fisonomía mujeril, de los que le sacó airosa su bien manejada espada. Partiendo de aquí a Chile conservó su reputación de diestro espadachín y temerario duelista entre aquellos soldados aguerridos. Obligado a separarse de allí, pasó la cordillera en la mala estación, con inminente riesgo da perecer entre las nieves. No le faltaron aventuras en el Tucumán, a donde buscó refugio, ni en el borrascoso asiento de Potosí en el que se hallaba y estuvo por el gobierno al intentar Yañez su alzamiento. Si se ha de dar fe a su inverosímil relación, fue condenada a muerte en aquel asiento, y cuando marchaba al patíbulo, logró el perdón, sacándose de la boca la hostia con que en la capilla había comulgado, y llamándose a sagrado al alzarla en su mano. De Potosí marchó al Cuzco, donde mató en desafío a un valentón, que se llamaba el nuevo Cid, quedando ella, en el campo, cubierta de heridas. Para libertarse de la justicia huyó a Guamanga, y apresada en las inmediaciones reveló su sexo y su educación monástica. La monja alférez, como fue llamada en adelante, pasó del monasterio de Santa Clara de aquella ciudad al de la Trinidad en Lima, y de aquí a España, regresando a morir oscuramente en la Nueva España, en el varonil oficio de traficante y arriero entre Méjico y Veracruz.

Cualesquiera que sean las exageraciones de una existencia tan novelesca, no dejan de reflejar con verdad la vida real de ciertos colonos; y nos muestran, que, viciados los caracteres y no purificado el medio social, se gastaban en delitos vulgares genios de un temple heroico, que hubieran podido desplegarse en mejores circunstancias. En el Perú no faltaba campo a los espíritus emprendedores; mas pocas veces podía corresponder el éxito a la grandeza de las aspiraciones. D. Pedro de Escalante y Rui Diaz de Guzmán hicieron al mismo tiempo su entrada a los chiriguanas, según habían capitulado con el Marqués de Montesclaros; y ambas expediciones, infructuosas desde luego, fueron suspendidas por el Príncipe de Esquilache; por que los recursos de los jefes no alcanzaban a cubrir sus compromisos con el gobierno. Igual suerte tuvo la entrada de Delgadillo en la provincia de Esmeraldas. Alvaro Henriquez del Castillo penetró en la de Motilones con menos gente de la que había capitulado, y salió con ella alzada. D. Gerónimo ele Cabrera aspiró en vano a descubrir en Patagonia la fabulosa población de los Cesares, «que, según decían, había sido fundada por náufragos españoles. Mas Juan Porcel de Padilla obtuvo el corregimiento de Tarija y Victor de Alvarado el de Paspayas por haber cumplido ambos la capitulación de sus entradas. Por Santa Cruz de la Sierra se proyectaban otras de grandes esperanzas. Pedro de Legui conservaba en buen estado su establecimiento de Larecaja, con la cooperación, que le prestaban los religiosos de San Agustín; porque en semejantes conquistas con venia contar con las armas del evangelio y no con las de la codicia. Por el ascendiente de los misioneros iban avanzando las reducciones del Paraguay, y pudo asegurarse años después la conquista emprendida entonces en el territorio de Mainas. Unos soldados, que arrebatados por la corriente habían atravesado sin contraste el peligroso paso de Manseriche, descubrieron en Mainas indios dóciles y hospitalarios. D. Diego de Vaca, vecino de Loja, pidió y obtuvo sin gran dificultad su pacífica sumisión. Pero su obra, comprometida por las demasías de la raza dominante, solo llegó a afianzarse en el reinado siguiente con los esfuerzos apostólicos de los jesuitas.

En el gobierno de Esquilache se emprendió con tesón la extirpación de la idolatría que había deseado Montesclaros y a la que el celoso cura de San Damián consagró muchos años de apostolado. El Virrey, dos oidores y algunos canónigos contribuyeron generosamente a costear una visita hecha por los jesuitas con el fin de desarraigar las supersticiones inmemoriales, que se hallaban tenazmente sostenidas en poderosos apoyos. Se había procedido con lamentable ligereza a bautizar indios ignorantes de la religión cristiana. Las doctrinas eran dejadas en el mayor abandono por ministros más solícitos de medrar, que de ganar almas para el cielo. Era íntima la alianza entre las prácticas de la infidelidad y las borracheras populares, favorecidas por especuladores sin conciencia. Los indígenas conservaban a la vista, en lugares venerados o en sus propios hogares los antiguos objetos de culto. En fin ciertos sacerdotes, brujos o ministriles de la idolatría, desplegaban para sostenerla un celo interesado. Para extirparla procedían los misioneros, ya con las cautelas de la prudencia, ya con operato imponente. Dirigíanse desde luego a las personas más sencillas, principiando por las estancias o pequeños caseríos; hacían con suma discreción las primeras pesquisas logrando sobreponerse por grados a la reservas y artificios de los más cautelosos idólatras; entraban después en los pueblos de alguna consideración con un aparato religioso que impresionaba vivamente a los indígenas; sobreexcitaban su piedad con sermones, ejercicios devotos y procesiones solemnes; y una vez descubiertos los supersticiosos secretos, procedían a quemar los ídolos, cuya existencia se les había revelado en la confesión o con otra especie de denuncias. En solos 31 pueblos de las provincias de Cajatambo y Chancay se destruyeron 62 huacas o adoratorios principales, 3,418 conopas y cerca de otros 1,000 simulacros de segundo orden. Al mismo tiempo eran penitenciados 679 ministros de la infidelidad, entre ellos muchos tenidos por terribles micuirunas o comegente.

El micuiruna, según lo creían firmemente no solo los sencillos indios, sino también los misioneros y jueces de idolatría, y lo que es más notable, algunos de los acusados de tan inhumana costumbre, poseía el terrible poder de matar a los personas con solo chuparles la sangre. Iniciado secretamente en los misterios de la homicida congregación, debía ocultarlos bajo pena de la vida. En tenebrosas asambleas, a donde solía concurrir el diablo y practicarse los excesos más repugnantes, se designaban las futuras víctimas; llegada la oportunidad, eran adormecidas junto con las personas, que vivían en la misma casa, mediante cierta maravillosa confección; y una vez aletargadas, el micuiruna les chupaba algunas gotas de sangre; lo que era bastante para que muriesen dentro de breve plazo. Aquel poco de líquido sanguíneo, multiplicándose de la manera más extraordinaria, bastaba para nutrir a los vampiros.

El Virrey fundó en Lima el colegio del Príncipe para la educación de los hijos de los caciques, a fin de que, instruidos en las primeras letras, latinidad y religión, fuesen los principales ministros para la cultura evangélica de su raza. También estableció en el cercado de Lima, puesto a cargo de los jesuitas, la reclusión de Santa Cruz, destinada al castigo de los hechiceros y otros falsos dogmatizadores, de los que algunos se dejaban morir voluntariamente de hambre, igualmente dio orden para la fundación de otros seminarios análogos, el uno en la ciudad del Cuzco y el otro en la de Chuquisaca, habiéndoles hecho reglamento y señalado rentas en las cajas de censos. Por falta de fondos no se crearon otras reclusiones; pero se recomendó a todos los prelados costeasen visitas para la extirpación de las idolatrías, y que tuviesen por mas o menos tiempo encerrados en los conventosa los culpables de semejantes errores.

La devoción se había exaltado extraordinariamente a la muerte de Santa Rosa, acaecida el 24 de agosto de 1617. En el último período de su vida había tomado el espíritu de la Virgen del Rimac tan alto vuelo, que era imposible permaneciese largo tiempo sobre la tierra. El fuego del amor divino abrasaba sus entrañas : sus penitencias no eran compatibles con la debilidad de su constitución; y sus purísimas aspiraciones la desprendían de todos los lazos de la carne. Pocos meses antes de morir, cuando ya había solemnizado su castísima unión con Jesucristo, tuvo una visión precursora de su tránsito a la gloria. Celestial éxtasis le hizo contemplar sobrenaturales escenas. Súbito é inconmensurable relámpago llenó la inmensidad de un resplandor, que podía eclipsar todos los soles, y presentaba colores tan varios, como delicados. En su centro ofreció un arco muy vistoso, y sobre este arco otro de incomparable hermosura, cuya parte media estaba ocupada por el Dios crucificado. El divino Redentor, rodeado de ángeles y almas puras, pesaba en una balanza las penas que había de distribuir entre sus servidores, y en otra las gracias incomparables, reservadas a sus heroicos padecimientos. La santa vio, que en los dolores le cabía gran parte, como una de las almas privilegiadas en la penitencia, y que de los divinos labios salía una emanación inefable, anunciándole sus premios eternos.

Exaltada Rosa de Santa Mari a con tan grandioso espectáculo, desfalleciendo de amor y ansiosa de sufrir, quería volar por la ancha tierra para predicar a los hombres las excelencias de la gracia, y hacerles amar la cruz. Casi se desprendía de la materia, y tenía un vivo presentimiento de su próximo fin. A los pocos meses adoleció de una enfermedad mortal, en la que todos los miembros de su cuerpo sufrieron extraños y agudísimos dolores; una penosísima agonía, aceptada con resignación sobrehumana, preludió su glorioso triunfo; y apenas la voz pública anunció su fallecimiento, cuando recibió de la ciudad entera honores, que no se habrían tribulado al mayor príncipe. Su veneración no tardó en difundirse hasta en el remoto y disipado Potosí, que poco antes no conocía, ni de nombre, a la humilde beata.

También fue causa de grandes solemnidades religiosas la noticia del culto que España principiaba a tributar a la inmaculada concepción de la Madre de Dios. Al saberlo, fueron recorridas desde luego las calles principales por niños y por mercaderes oscuros, que vitoreaban a la Virgen concebida sin mancha, no sin permitirse algunas invectivas a ciertos religiosos, que no daban por cierto este dogma. La exaltada devoción pasó rápidamente a los principales vecinos y al estado eclesiástico. Las órdenes regulares compitieron en la pompa de las fiestas, habiendo merecido especial descripción la que celebraron los jesuitas. La universidad autorizó la piadosa creencia con el juramento prescrito a sus miembros, y con una mascarada, semiprofana y semidevota. Lejos de que la fe sencilla de nuestros mayores se escandalizara de tales mezclas, vio sin asombro a un diminuto bachiller, presentarse, a caballo, con lanza en ristre, en calles y plazas, siendo el caballero andante de la Virgen inmaculada.

Entretanto el carácter conciliador del Arzobispo; la eficaz cooperación de los jesuitas, que contaban entre sus generales a San Francisco de Borja abuelo del Príncipe; la sagacidad de este, y la buena voluntad que le tenían los prelados de las órdenes regulares, permitieron obtener de los frailes el reconocimiento completo del patronato y su sumisión a los diocesanos en el desempeño de las doctrinas; lo que a nombre de sus exenciones habían resistido hasta entonces, tenazmente, no obstante lo resuelto por el Rey y por el Santo Padre. El Virrey consideraba este como el negocio más grave ocurrido desde el descubrimiento y atribuía a especial protección del cielo el no haber sufrido daño alguno. La buena inteligencia con el clero le allanaba los demás arreglos eclesiásticos, no habiendo experimentado grave contradicción, sino al elegirse el provincial de Santo Domingo, por culpa del Visitador general y de otro fraile contra los que tomó serias providencias. Reconocía en los jesuitas suma utilidad para todos los ministerios de la religión; y esperó también gran provecho para los estudios de la Universidad por haberles encargado dos cátedras, una de artes y otra de teología.

La providencia más provechosa en el orden económico fueron las ordenanzas, que, con autorización de Felipe III, dio el Príncipe al consulado en 20 de diciembre de 1619. Erigido el tribunal con los santos fines de la caridad y de la justicia, y reconociendo por patrona a la Virgen inmaculada, tendría por armas y sello un escudo coronado de campo azul, en el una jarra de oro con un ramo de azucenas, y alrededor esta letra, María concebida sin pecado original. El consulado se compondría de un prior y dos cónsules con seis diputados por auxiliares. Para el nombramiento de sus miembros se elegirían primero por el comercio treinta electores; reunidos estos al menos en número de veinte, serían designados por la suerte de entre ellos quince, que procederían a elegir los miembros del tribunal, para el año con excepción de los cónsules, cuyo cargo duraría dos años. La reelección de los salientes no podría tener lugar sino trascurrido un bienio. No podían servir el consulado, al mismo tiempo el padre y el hijo, dos hermanos, dos individuos de la misma compañía, ni en ningún caso los que no fuesen casados, viudos, o mayores de treinta años, naturalizados en los reinos de Castilla, con casa de por sí en Lima, honrados, sin tienda pública a donde asistieran o hubieran asistido dos años antes de la elección, sin haber ejercido oficio humilde ni ser escribanos ni letrados, ni ricos en cantidad de menos de treinta mil ducados. El prior y cónsules pasados quedaban por consejeros y suplentes de los actuales. Sus cargos eran irrenunciables. Despacharían los martes, jueves y sábados, o los días siguientes, siendo alguno de aquellos festivo, de ocho a once de mañana, con el sueldo de quinientos ducados, sin ningún otro emolumento. Atenderían también al despacho de buques recibiendo doce pesos los dos, u ocho el uno de ellos por día en el caso de ir con tal objeto uno o dos al Callao. Nombrarían los dependientes necesarios y un juez de apelaciones o alzada, que por entonces debía ser un oficial real y más tarde so acordó fuese uno de los oidores. Tendrían también asesores, un procurador, un agente en Sevilla, y un solicitador y letrado en la corte. Su manera de proceder seria sumaria, tratando siempre de componer las partes, o de ver y sentenciar brevemente los pleitos, la verdad sabida, y buena fe guardada. Sin negar el recurso de las bien motivadas recusaciones, se trató de precaver todo abuso. En caso de apelación, el juez de alzada debía tomar por adjuntos dos comerciantes con las calidades necesarias para ser prior, o cónsul. Tocaba al Virrey declarar todos los casos de declinatorias y competencias de jurisdicción. Las providencias del consulado serían acatadas, respetados sus miembros, archivados sus documentos, y reconocida su intervención en todos los negocios mercantiles, especialmente para el cobro de efectos en casos de naufragio, para que nadie tuviese al mismo tiempo banco y tienda de mercaderías, para que los agentes o comisionados no negociasen contra los intereses de sus principales, y para que al hacerse seguros se observasen las respectivas ordenanzas de Sevilla. En todo lo omitido se debía estar a las que regían en los consulados de la última ciudad y de la de Burgos.

El consulado no solo correspondió desde luego a los fines de su erección, sino que auxilió a la administración en varios ramos rentísticos. Tomó a su cargo el cobro de la alcabala en Lima con ventaja del fisco y de la población; se hizo igualmente cargo de cobrar el almojarifazgo aumentando ocho mil pesos a los cincuenta y tres mil que aproximadamente había producido por término medio en los últimos nueve años; pero pidió y obtuvo rebaja de este aumento, alegando el desfalco consiguiente a las trabas, que una cédula real acababa de poner al tráfico entre el Perú y Méjico. Dominando siempre la política restrictiva y mezquina, no se accedió a la solicitud de los comerciantes limeños, para que el de la Península se hiciese por el estrecho de Magallanes. Opusóse a tan provechoso giro la necesidad, que tenía Panamá de las ferias de Portobelo para la subsistencia de sus autoridades y vecindario. En realidad los comerciantes peninsulares, que hubieran podido gestionar en la corte con más éxito, no ponían mucho empeño, porque solo tenían una pequeña participación en las ventajas del odioso monopolio colonial. Dado el golpe de gracia a la agonizante industria española con la bárbara expulsión de los moriscos, eran extranjeros las más veces los capitales, los buques y los efectos embarcados a nombre del comercio sevillano. La riqueza llevada por las flotas pasaba por la España como un torrente desolador, sin fertilizar ningún terreno, alimentando únicamente la vanidad y la pereza.

Alimentándose siempre de ruinosas ilusiones, y creyendo que los dos estribos del gobierno eran Guancavelica y Potosí, ponían los Virreyes su principal cuidado en que con la mayor extracción de la plata hubiese mayor caudal para el comercio exclusivo y mayor remesa para el Soberano. Esquilache trabajó con solicitud especial en mejorar la situación de Guancavelica, enviando para ello al entendido oidor Solorzano. Continuóse la obra del socavón, suspendida en el anterior gobierno; conocida la debilidad de las construcciones en madera, se fortificaron los estribos y demás labores de la mina con buena piedra; un nuevo asiento con los mineros, en que los trabajos fueron mejor sistemados y más efectivos, dió notable incremento a la extracción de los azogues, que desde 1616a 20 de febrero de 1621 ascendió según la relación del Principe, a 29,434 quintales 24 libras 14 onzas en este orden.

 

Años. Quintales. Libras.

 

1616........7,613.........13.....

 

1617........6,657.........97.

 

1618........4,444.........95.

 

1619........4,846.........89.

 

1620 á / .....5,871..........»

 

1621 (

 

La extracción media de 6,000 quintales al año se consumía en beneficiar una cantidad poco diferente de plata; de la que Potosí daba 5,000 .quintales, 700 Oruro, 200 Castrovireinay 100 los demás asientos; bien entendido, que todos estos cálculos reposaban sobre datos y apreciaciones oficiales, que la extensión del contrabando dejaba a gran distancia de la verdad. Siempre hubo mucha extracción fraudulenta de azogues y mucha más plata que no pagó quintos.

En favor de Potosí hizo el Príncipe un nuevo repartimiento de mitayos con tres innovaciones; a saber, prescindir de la visita general que sobre ser inútil, dispendiosa y perjudicial, daba ocasión a falsedades y quejas; dar solo 200 indios a los soldados que se ocupaban en descubrir nuevas minas; y reservar otros 200 para reparar los agravios, que hubieran acaecido en la primera distribución. Aunque la Corte renovó las órdenes para que se dieran tierras a los mitayos en las cercanías del asiento y se les pagara el viaje de ida y vuelta no emprendió el Virrey la formación de tales reducciones; porque las comarcanas habían sido las primeras en despoblarse, el estéril territorio y las haciendas creadas no dejaban de libre disposición campos útiles, y la exención de tributos con que se pretendía fijar a los indios, no podía halagarles, siendo solo de seis pesos, cuando ellos pagaban ciento ochenta por eximirse de la mita. En cuanto al pago del viaje, que montaba a doscientos mil pesos, no parecía prudente apurar la obediencia con los mineros de Potosí, gente apurada y resuelta. No obstante esta contemporización, y aunque había mucha indulgencia en el cobro de azogues y de que en obsequio de los mineros se había dado la odiosa providencia de expeler a los indios forasteros de todos los corregimientos para integrar más fácilmente las mitas en sus pueblos; decaía visiblemente Potosí por la baja ley de los metales, mayor profundidad de las vetas, falta de capitales, disminución de la mita, y, en algunos años, por escasez de agua para mover los ingenios.

A fin de cobrar las deudas fiscales se había ordenado arrendar los que estaban embargados; pero pronto se conoció la inutilidad de esta medida, por que entraban a cobrar acreedores más antiguos o más favorecidos. También se tomaron algunas precauciones respecto a la amonedación para asegurar los intereses del Rey y del público, que más tarde iban a recibir enormes perjuicios de osados falsificadores. En todos los ramos se intentaron y a veces se obtuvieron mejoras efímeras. «Todas las dificultades, decía Esquilache a su sucesor, que se ofrecen en el gobierno de estas provincias, pueden facilitarse en parte con la industria y el cuidado, excepto la administración de la real hacienda, porque no se quieren persuadir los ministros de España, a que por la quiebra y menoscabo de la riqueza antigua ha llegado a miserable estado, y al fin es inmenso trabajo administrar hacienda de que se espera gruesos socorros para las necesidades de S. M. y en tiempo en que los gastos aquí son fijos y permanentes, y el real haber menos y más dudoso. »

En efecto, aun habiéndose acrecentado las rentas de averia, almojarifazgo y alcabalas, teniendo en cuenta las entradas por venta de oficios, composición de tierras, tributos vacos y otros ramos menores más o menos eventuales, y no habiendo gran disminución en los quintos, solo podían montar los ingresos anuales del fisco a 2,240,0000 ducados. Se había hecho una necesidad enviar al Rey un millón de ducados, como valor de sus quintos. La producción de azgues costaba 400,000. El presupuesto militar, incluso el situado de Chile, pasaba de 600,000. De esa suerte solo quedaban unos 250,000 para los demás sueldos y gastos eventuales, cantidad insuficiente, que por lo mismo obligaba a dejar ciertas necesidades en descubierto, a ganar tiempo con los acreedores, y a procurar la conservación del crédito con pueriles expedientes. Una administración más pura y entendida habría dejado cuantiosos sobrantes.

No venia el mal estado de la hacienda de la reglamentación insuficiente, que en este como en los demás ramos del servicio se acrecentaba cada día más sin adquirir más eficacia. El orden, si no perfecto, al menos bastante regular, habría reinado en el gobierno temporal  a haberse cumplido fielmente las muchas providencias  que fueron acordadas por el Rey o por su Vicegerente. Una real cédula recordó, que no podían proveerse empleos, encomiendas, ni otras gracias en los parientes, o allegados de Virreyes, oidores, corregidores, oficiales reales u otros ministros. Otra cédula ordenaba, que para la provisión de encomiendas precediesen los edictos y el concurso de méritos. Reglamentóse igualmente el servicio de la casa de censos, la conservación de llamas y vicuñas, la distribución más igual de tributos, y varios puntos del servicio de indios. Prohibióse dar mita de mujeres a los curas y corregidores solteros. Recibieron las respectivas ordenanzas los tintóreas, silleros, guarnicioneros y pasamaneros. Hasta los panaderos a instancias suyas tuvieron una apreciación oficial del pan, que se podía amasar con una fanega de trigo, y de la tarifa que podría establecerse en su venta según el precio de la harina.

Cansado de gobernar el Virreinato, amando la cultura y delicias de la corte, sabiendo la muerte de Felipe III, y que el Marqués de Guadalcazar debía pasar del gobierno de Méjico al del Perú, se embarcó el Príncipe para España sin aguardar la llegada del sucesor. Al principiar la relación, que le dejaba en cumplimiento de su deber, decía: «Lo primero, que debo advertir, es que no queda el reino tan acrecentado, que no haya que trabajar en él; y solo puedo decir que he procurado mejorarle de como le hallé y que a muchas personas cuerdas les parece que lo he conseguido». En verdad ciertas mejoras, sobre todo en el orden militar y eclesiástico, eran incuestionables. Mas la pureza de su administración y costumbres no era reconocida por todos, y el cabildo secular elevaba fundadas quejas por el destino que se había dado a algunas entradas municipales. Por eso se dijo, que el ex Virrey se había alejado precipitadamente huyendo del juicio de residencia. Al llegar a la Península, se murmuró también, que había henchido de sus riquezas los registros de Sevilla, tomándose según la expresión del satírico Quevedo por millones los miles de pesos.