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SALA DE LECTURA

Historia General de España
     

 

 

TOMO SEGUNDO - LIBRO QUINTO

DOMINIO MUSULMAN

 

 

CAPÍTULO XVII

ESTADO MATERIAL Y MORAL DE LA ESPAÑA ÁRABE Y CRISTIANA 

Del 910 al 970

 

I.

 

En la obra laboriosa y lenta de la restauración española, cada periodo que recorremos, cada respiro que tomamos para descansar de la fatigosa narración de los lances, alternativas y vicisitudes de una lucha viva y perenne, nos proporciona la satisfacción de regocijarnos con la aparición de algún nuevo Estado cristiano, fruto del valor y constancia de los guerreros españoles, y testimonio de la marcha progresiva de España hacia su regeneración. En el primero vimos el origen y acrecimiento, la infancia y la juventud de la monarquía asturiana: en el segundo anunciamos el doble nacimiento del reino de Navarra y del condado de Barcelona: ahora hemos visto irse formando otro Estado cristiano independiente, la soberanía de Castilla, con el modesto título de condado también. La reconquista avanza de los extremos al centro.

Merced a la grandeza del tercer Alfonso de Asturias, Navarra se emancipa de derecho, y el primogénito de Alfonso el Magno puede fijar ya el trono y la corte de la monarquía madre en León: paso sólido, firme y avanzado de la reconquista. ¡Así hubiera heredado el hijo las grandes virtudes del padre, como heredó el primer rey de León las ricas adquisiciones del último monarca de Asturias! Pero el hijo que conspiró siendo príncipe contra el que era padre afectuoso y monarca magnánimo, ni heredó las prendas paternales, ni gozó sino por muy breve plazo de la herencia real. A castigo de su crimen lo atribuyen nuestras antiguas crónicas; propios juicios de quienes escribían con espíritu tan religioso.

Vínole bien al reino su muerte, porque sobre haberse reincorporado Galicia a León con la sucesión de Ordoño II, acreditó pronto este príncipe que el cetro leonés había pasado a manos más robustas que las de García su hermano. Los campos de Alange, de Mérida, de Talavera, de San Esteban de Gormaz, resonaron con los gritos de victoria de los cristianos. Sin embargo, la batalla de Valdejunquera demostró a Ordoño que no se desafiaba todavía impunemente el poder de los agarenos, y eso que pelearon unidos el monarca navarro y el leonés. Mas ni a Sancho de Navarra escarmentó aquel terrible descalabro, ni acobardó á Ordoño de León. Todavía el navarro tuvo aliento para esperar a los musulmanes en una angostura del Pirineo y vengar su anterior desastre, y todavía Ordoño tuvo el arrojo de penetrar hasta una jornada de Córdoba, como quien avanzaba a intimar al príncipe de los creyentes: «Apresúrate a sofocar las discordias de tu reino, porque te esperan las armas cristianas ansiosas de abatir el pendón del Islam.» Y cuenta que imperaba en Córdoba Abderramán III el Grande, y que mandaba los ejércitos mahometanos su tío el valeroso y entendido Almudhaffar.

La prisión y ejecución sangrienta de los cuatro condes castellanos ha dado ocasión a nuestros escritores para zaherir o aplaudir, según sus opuestos juicios, la severa conducta del monarca leonés. Los unos cargan todo el peso de la culpabilidad sobre los desobedientes condes para justificar el suplicio impuesto por el rey de León: los otros intentan eximir de culpa a aquellos magnates para hacer caer sobre el monarca toda la odiosidad del duro y cruel castigo. Nosotros, sin pretender librar a los castellanos condes de la debida responsabilidad por la desobediencia a un monarca de quien eran súbditos todavía, y por cuya falta de concurrencia pudo acaso perderse la batalla de Valdejunquera, tampoco hallamos medio hábil de poder justificar el capcioso llamamiento que Ordoño les hizo, ni menos la informalidad del proceso (si fue tal como Sampiro lo cuenta) para la imposición de la mayor de todas las penas, lo cual se nos representa como una imitación de las sumarias y arbitrarias ejecuciones de Alhakem I y de los despóticos emires de los primeros tiempos de la conquista, menos indisculpables en éstos que en un monarca cristiano. Lo que descubrimos en este hecho es la tendencia de los condes o gobernadores de Castilla a emanciparse de la obediencia a los reyes de León; tendencia que, mal reprimida por el excesivo rigor y crueldad de Ordoño, había de estallar no tardando en rompimiento abierto y en manifiesta escisión. Así, mientras por un lado vemos con gusto estrecharse entre las monarquías de León y Navarra las relaciones incoadas por Alfonso III,  y pelear ya juntos sus reyes, por otro empieza a vislumbrarse el cisma que habrá de romper la unidad de la monarquía leonesa.

Lo que acerca de los prelados y sacerdotes de esta época dijimos en nuestro discurso preliminar, a saber, que solían ceñir sobre el ropaje santo del apóstol la espada y el escudo del soldado, vióse cumplido en el combate de Valdejunquera. Los musulmanes no debían maravillarse de esto, puesto que sus alimes y alcatibes peleaban también, y porque estaban acostumbrados a ver batallar los obispos cristianos desde el metropolitano Oppas. Pero no dejaría de causarles extrañeza ver que uno de los obispos prisioneros era el prelado de Salamanca Dulcidio, aquel mismo Dulcidio que siendo simple presbítero de Toledo se había presentado en Córdoba indefenso y desarmado como apóstol de paz, encargado de una negociación pacífica entre el califa Mohammed y el rey Alfonso III. La Providencia parecía haber permitido la prisión de aquellos dos venerables pastores, como para enseñarles que mejor estuvieran en sus iglesias dando el pasto espiritual a los fieles de su grey, que acompañando belicosas huestes en los campos de batalla. Pocos años después, olvidado de este saludable aviso otro prelado, Sisnando de Compostela, aquel turbulento obispo que fue a reclamar del virtuoso Rosendo la cesión de la silla episcopal con la punta de la espada, se ajusta los arreos del guerrero y sale a campaña, y la saeta de un normando le avisa a costa de la vida que no es el oficio de guerreador el que compete al ministro de un Dios de paz. Tales eran sin embargo las costumbres de aquel tiempo: mas si los medios de defender la fe no eran los más apostólicos, el celo religioso que los impulsaba no puede dejar de reconocerse altamente plausible, y veremos por largos siglos a los ministros del altar creerse obligados a blandir la lanza en defensa de la religión, y al pueblo mirar a los sacerdotes de Cristo como legítimos capitanes de los ejércitos de la fe. ¿Y cómo no habían de considerarlos así cuando se persuadían de que los apóstoles y los santos descendían del cielo a capitanearlos en persona y a esgrimir con propia mano el acero contra los enemigos de la cristiandad?

Piadosísimo llaman todas nuestras historias a Ordoño II; y así era natural que calificaran al que erigió y dotó la catedral de Santa María de León, al que cedía para templo episcopal sus propios palacios, y al que se desprendía de sus propias alhajas de oro y plata para colocarlas con su misma mano en los nuevos altares. El palacio en que habitaban los reyes de León era un magnífico edificio abovedado que los romanos tuvieron destinado para baños termales. He aquí la historia religiosa de España. Al principio era un monje el que desbrozaba un terreno inculto para erigir sobre él una pobre ermita, que después un monarca piadoso convertía en catedral. Avanza la conquista, y ya los monarcas cristianos pasan a habitar los edificios que antiguos dominadores gentiles habían hecho para su recreo; estos monarcas ceden después su propia morada para hacerla morada del Señor: las joyas de la corona van a adornar los altares de los santos: lugares y villas del dominio real se trasfieren al de la Iglesia por donación espontánea del rey, que quita y pone obispos y demarca los límites da cada diócesis. De modo, que siendo los reyes los que nombraban y deponían obispos, los que fundaban y dotaban iglesias y monasterios, los que mandaban los ejércitos en persona, y los que administraban por sí mismos la justicia, venían a reasumir por la fuerza de las circunstancias las funciones pontificales, militares, políticas y civiles, del modo que por la organización de su código las ejercían los califas en su imperio. Pero la organización política de los Estados cristianos no es invariable; ella se perfeccionará y se irán deslindando los poderes: la de los musulmanes es inmutable, y durarán los vicios radicales de su constitución tanto como dure la obcecación de los hombres en la creencia de su falso símbolo.

Aquel Ordeño tan belicoso, aquel monarca tan inexorable y tan severo en sus castigos, terminó su gloriosa carrera militar pagando un tributo a la debilidad humana, enamorándose en su postrera expedición de la hija del rey de Navarra su aliado, que hizo su tercera mujer, viviendo todavía la segunda aunque repudiada. La facilidad con que iremos viendo a los reyes cristianos repudiar una mujer legítima, divorciarse, casarse con otra en vida de la primera, sin que ni el pueblo mostrara escandalizarse ni los obispos dieran señales de oponerse, prueba el ensanche de las costumbres de aquel tiempo en esta parte de la moral.

Fruela II que sucede a sus dos hermanos, no hace sino desterrar a un obispo y condenar a muerte a un hermano del prelado sin causa conocida. La lepra de que murió el rey dio ocasión a que el pueblo atribuyera su pronta y asquerosa muerte a castigo del cielo por aquella doble injusticia: juicio tal vez más religioso que exacto, pero que prueba cómo condenaba el pueblo de aquel tiempo las injusticias, y que imposibilitado de pedir cuentas al soberano que las cometiera, volvía naturalmente los ojos al cielo, y le consolaba la fe de que había allí un rey de reyes que no dejaba impunes las injusticias de las potestades de la tierra. ¿Extrañaremos que este mismo instinto de moralidad social los condujera a buscar también en sí mismos el remedio posible a sus males? En vista del duro comportamiento de Ordeño y de Fruela con los condes, obispos y magnates, no nos maravilla que los castellanos, más apartados del centro de acción de los monarcas leoneses, é inclinados ya a la independencia, trataran de proveerse de jueces propios que les administraran justicia con más imparcialidad, o por lo menos con más formalidad en los procesos que la que aquellos reyes habían usado; principio del ejercicio, aunque imperfecto, de la soberanía , mientras no contaran con la fuerza para llevarla a complemento. Mientras la historia no haga evidente la no existencia de los jueces de Castilla, la verosimilitud está en apoyo de la tradición y de los recuerdos históricos en que también se funda

Aunque Fruela II dejaba al morir tres hijos, ninguno de ellos ciñe la corona; los grandes y prelados llaman a sucederle al hijo de Ordoño II con el nombre de Alfonso IV. ¿Cómo los hijos de Ordoño no habían sucedido antes a su padre? ¿Y cómo no suceden ahora a Fruela los suyos? ¿Qué sistema de sucesión a la corona se guardaba entre los reyes de León? Los hechos nos lo dicen; el mismo de los reyes de Asturias, el mismo del tiempo de los godos, y lo que es más, casi el mismo que el de los árabes: sucesión generalmente consentida en la familia, libertad electiva en las personas: las exclusiones de Alfonso el Casto en el siglo IX en Asturias, se ven reproducidas con Ordeño y Fruela en León en el siglo X.

Y sólo un alarde de libertad electiva pudo mover a las magnates leoneses a poner la corona en las sienes de Alfonso IV, príncipe a quien sentaba mejor la cogulla de monje que la diadema de rey, y más aficionado al claustro y al coro que a los campos de batalla y a los ejercicios militares. Sin embargo, la salida de Alfonso IV del claustro de Sahagún para vestir otra vez las insignias reales de que se había despojado, nos presenta un ejemplo práctico de lo que suelen ser las abdicaciones de los reyes, aun aquellas que parecen más espontáneas.

Nos horroriza el recuerdo del terrible castigo impuesto por Ramiro II a su hermano Alfonso y a los tres príncipes sus primo-hermanos, y duélenos considerar que no ha bastado el trascurso de siglos para hacer desaparecer la horrible pena de ceguera heredada de la legislación visigoda, antes la vemos aplicada con frecuencia y con dureza espantosa por nuestros monarcas a los príncipes de su propia sangre y a sus deudos más inmediatos. Siglos bien rudos eran estos todavía.

Mas si como cruel nos estremece Ramiro II, como guerrero nos admira y asombra; y asombraríanos más, si a su lado no viéramos al mismo tiempo al brioso Fernán González, a ese adalid castellano, que con su solo esfuerzo supo ganar para sí una monarquía sin cetro y un trono sin corona. El ruido de los triunfos del monarca leonés y del conde castellano penetra en los salones del soberbio palacio de Zahara, y avisa a su ilustre huésped, el gran Miramamolín que decían los cristianos, el más esclarecido y poderoso de los Beni-Omeyas, Abderramán III, la necesidad de abandonar aquella mansión de deleites y de empuñar la cimitarra si quiere volver por el honor humillado del Corán. Publica entonces el alghied, y acampa a las márgenes del Tormes el más numeroso ejército musulmán que jamás se congregó contra los cristianos. Mahoma y Abu Bekr no hubieran vacilado en encomendarle la conquista del mundo, porque menos numeroso era el que había subyugado la Persia, el Egipto y el África, y una sexta parte había bastado para posesionarse de España dos siglos hacía. Conducíanle Abderramán el Magnánimo y el veterano Almudhaffar su tío, vencedores de Jaén, de Sierra Elvira, de Alhama, de Valdejunquera, de Zaragoza y de Toledo. ¿Cómo no habían de creerse invencibles?

Al revés que en Guadalete, donde los soldados de Cristo eran los más, los del Profeta los menos, en el Duero los guerreros del cristianismo eran infinitamente menos en número que los combatientes del Islam. Y sin embargo, el Corán y el Evangelio van a disputarse otra vez el triunfo en los campos de Simancas como en los campos de Jerez. No importa la desigualdad del número a los cristianos: con las contrariedades de dos siglos se ha enardecido su ardor bélico, y son los vencedores de Osma y de Madrid. Antes de cruzarse las armas se eclipsa el sol, como si esquivase alumbrar el sangriento espectáculo que se preparaba: este fenómeno natural difunde el asombro en los dos campos, y todos sacan consecuencias fatídicas temiendo tener contra sí la ira y el enojo del cielo, porque todos son supersticiosos, cristianos y musulmanes. Dase al fin la pelea, y la clara luz del sol de otro día más resplandeciente ya de lo que entonces los mahometanos hubieran querido, enseñó a los cristianos con admiración suya el prodigioso número de infieles que en el campo había dejado tendidos el filo de sus espadas. La larga tregua que después hubo de ajustarse entre Ramiro II y Abderramán III prueba más que las relaciones de batallas la pujanza que había alcanzado ya la monarquía leonesa.

Aprovechó el califa esta paz para atender a la guerra de África y para dotar al imperio de escuelas, de palacios y mezquitas : aprovechóla el rey de León para fundar monasterios y dotar iglesias o reedificarlas. Esta era  la marcha de las dos religiones y de los dos pueblos.

Ramiro II se despidió de los moros con otra batalla, de su hijo Ordoño trasfiriéndole el cetro, y del mundo vistiendo el hábito de la penitencia.

Con Ordoño III, aunque sin culpa suya, comienzan a romperse los lazos que unían a los diferentes jefes de los cristianos, y se conjuran contra el nuevo monarca su hermano, su suegro y su tío. Comprendemos que a Sancho le punzara la ambición de reinar; que la política de Fernán González fuera debilitar la monarquía leonesa para labrar la independencia castellana; pero no alcanzamos lo que pudo impulsar a García de Navarra a romper la buena armonía en que su padre había vivido con tres reyes de León consecutivos. Ordoño, en un arranque de indignación por la deslealtad de Fernán González, su suegro, se divorcia de la reina: único ejemplar que sepamos de una princesa que ha subido al trono en premio de un juramento de fidelidad de su padre, y que desciende de él en castigo de haber quebrantado su padre aquel mismo juramento; como si más que reina fuese una prenda pretoria depositada en garantía de un contrato.

Ocupa al fin Sancho por muerte de su hermano Ordoño III el trono que anticipadamente había intentado asaltar, y el conde Fernán González de Castilla tuerce repentinamente el giro de su política, y de auxiliar que ha sido de Sancho pretendiente se muda en enemigo armado de Sancho rey; y es que quiere sentar en el trono a Urraca su hija, la repudiada de Ordoño III, que ha pasado a ser esposa del que va a ser Ordoño IV, todo por negociaciones de su padre Fernán González, que parecía especular en tronos con su hija. Es difícil bosquejar bien el complicado cuadro de sucesos que produjo la conducta incierta del voluble, o si se quiere, del político conde. Merced a ella, Sancho el Gordo, siendo ya rey legítimo, vióse destronado por el mismo que había querido hacerle rey intruso, y forzado a buscar un asilo al amparo de su tío García de Navarra.

Para que todo sea irregular y anómalo en esta época confusa y revuelta, Sancho el Gordo, destronado por los suyos, pasa de Pamplona a Córdoba a curarse de su inmoderada obesidad, y encuentra en la corte del califa médicos musulmanes que le restituyan su agilidad primitiva y un emperador mahometano que le ayude a recuperar su trono. Y el rey cristiano, depuesto por un príncipe, un conde y un ejército cristiano, es restablecido por un sucesor de Mahoma y por soldados del Profeta. Cristianos y musulmanes sacrifican otra vez el principio religioso o a la ambición o a la política. No podía prosperar mucho la causa de la fe cuando los cetros  se conquistaban al abrigo de los estandartes infieles.

Ordoño el intruso huye cobardemente a Asturias, de donde le arrojan las armas victoriosas de Sancho: busca un refugio en Burgos, y los burgaleses le arrebatan su esposa y sus hijos, y le envían donde su buena o mala ventura le valiera; y Ordoño el Malo, rey sin trono, marido sin esposa, padre sin hijos, lanzado de León, arrojado de Oviedo, expulsado de Burgos, acaba su vida desastrosamente entre los moros, sin dejar otra cosa que la memoria de algunas tiranías que ejerció siendo rey, y el sobrenombre de Malo que le ha conservado la posteridad. A pesar de haber reinado más de tres años, ni siquiera ha obtenido un lugar en la cronología.

Parecía que Sancho debería haber perdido prestigio en el pueblo cristiano y devoto por haber debido la recuperación del trono a los auxilios de un mahometano. Pero Sancho obtiene del califa el permiso de trasladar el cuerpo del santo mártir Pelayo a León, y el pueblo leonés, entretenido con la solemne procesión de las santas reliquias, olvida que tiene un rey por la gracia de Dios y del vicario de Mahoma.

La traición y el veneno pusieron fin a los días de Sancho, y el rey cristiano que había debido su salud a médicos musulmanes en la corte mahometana, perece emponzoñado en su propio reino por un conde cristiano súbdito suyo. La nobleza y la generosidad de los árabes correspondían entonces a la grandeza y a las virtudes de sus califas: el imperio árabe estaba en su época de engrandecimiento. Las costumbres de los cristianos se resentían de las pasiones de sus príncipes y de sus magnates: el reino cristiano iba a entrar en un período de decadencia. Todo guardaba armonía.

Descúbrese en la conducta de Fernán González que no se olvidaba nunca del fin a que lo encaminaba todo. De genio altivo y ánimo arrogante, conocedor de su propio valer, sabiendo lo que podía esperar de su corazón y de su brazo, amante de la independencia y al frente de un país que pugnaba por adquirirla, fijóse en el pensamiento de emancipar Castilla de los reyes de León, y de fundar en ella una soberanía. Achaque suele ser de los escritores apasionarse de los personajes eminentes que nacieron en el mismo suelo que ellos y le ilustraron con hazañosos hechos y heroicas acciones, viendo solamente en ellos lo grande del héroe, nada de lo flaco del hombre.

No nos cegará a nosotros aquella circunstancia para dejar de reconocer que si grande fue el fin, justificado el propósito, admirable la perseverancia, mucha la destreza, asombrosa la actividad e indisputable el denuedo y el brío con que el conde castellano llevó a complemento su obra, no aparecen a nuestros ojos tan plausibles todos los medios que empleó para realizarla. En su manejo con los monarcas de León Ramiro II, Ordoño III, Sancho I y Ordoño el Malo, así como con el rey García de Navarra, auxiliando y contrariando alternativamente a unos y a otros, o trabajando sucesivamente para entronizar o destronar a unos mismos, o jurando fidelidad y quebrantándola, creemos que es menester vengan muy en su auxilio las necesidades o conveniencias de la política para neutralizar los juicios que pudiera inspirar la moral severa. Notamos no obstante con orgullo, entre otras nobles cualidades del conde Fernán González, la de no haberse aliado nunca con los sarracenos ni transigido jamás con los enemigos de su patria y de su fe: cualidad que desearíamos poder sacar á salvo en más de un monarca cristiano y en más de un celebrado campeón español de los que en la galería histórica irán apareciendo.

Traigan también apasionados escritores la independencia de Castilla de tan antiguo como quieran. Nosotros, ciñéndonos a las datos históricos, no podemos anticiparla a la mitad del siglo X, y a la época en que vemos al ilustre conde obrar ya de su cuenta y sin sujeción a los reyes de León, antes bien lanzando de aquel trono al monarca reconocido, y colocando en su lugar, siquiera fuese sin derecho, a un deudo suyo. No señalaremos el día preciso en que Castilla pudo decirse independiente, porque no hubo día de solemne proclamación, ni leemos en parte alguna que se alzaran en determinado día pendones en las plazas públicas gritando: «¡Castilla por el conde Fernán González!» Castilla y su conde fueron ganando la independencia lentamente y de hecho, al compás y en la escala a que los esfuerzos de Fernán González iban alcanzando, y entre oscilaciones, alternativas y contrariedades, a la manera de aquel que después de luchar con las vicisitudes de una enfermedad penosa llega a encontrarse en buen estado de su salud, sin que pueda señalar el momento preciso en que la recobró.

Vamos ahora al imperio árabe.

 

II

 

 Nos es tanto más necesario bosquejar la fisonomía del imperio musulmán en esta época, cuanto que nuestros cronistas e historiadores apenas usan otro dictado que el de bárbaros para nombrar a nuestros dominadores árabes. Las creencias religiosas como las opiniones políticas suelen de tal manera cegar la razón de los hombres, que no les permiten ver en sus adversarios ni cualidad buena, ni acción digna de alabanza. Puede disculparse este apasionamiento en los que fueron actores o testigos presenciales de aquella lucha sangrienta, e injustamente por los extraños provocada. Nosotros, hombres de otro siglo, tan sinceramente religiosos como nuestros mayores, pero no perturbada nuestra razón ni enardecida con escenas que por fortuna no presenciamos, debemos juzgar con más imparcialidad a los hombres de aquel tiempo, fuesen adversarios o amigos. Por lo mismo que estamos más tranquilos, tenemos obligación de ser más desapasionados.

Príncipes muy esclarecidos había dado ya la ilustre estirpe de los Beni-Omeyas al imperio árabe-hispano en el siglo y medio trascurrido desde su fundación en 756 hasta la muerte de Abdallah en 911. Siete emires, o sea, califas, habían ocupado en este espacio el trono muslímico de Córdoba, y a pesar de los excesos y lunares de algunos de ellos, pocas dinastías reinantes pudieran presentar una serie de soberanos de tan altas dotes como lo fueron la mayor parte de los Ommiadas. Desde el primer Abderramán, figura histórica, bella y esbelta como la célebre palma que plantó en Córdoba por su mano, grande y colosal como la soberbia mezquita que comenzó, pocos dejaron de señalarse o por su ingenio o por sus hechos de armas hasta Abderramán III, en que comienza el período en este nuestro capítulo comprendido.

Acontecíale á Abderramán III de Córdoba lo que a Alfonso III de Asturias. A ambos les habían precedido dos ilustres príncipes de su mismo nombre, cuya gloria y fama era muy difícil igualar, cuanto más exceder. Pero los grandes hombres y los grandes ingenios nunca hallan agostado el campo de la gloria, porque le fecundizan ellos mismos. Y así como el tercer Alfonso supo elevarse sobre los dos predecesores de su nombre, así el tercer Abderramán halló todavía cosecha abundante de laureles que sus antecesores no habían recogido.

Todo fue grande en la exaltación de Abderramán III al califato, y todo hacía a los musulmanes augurar bien de su elevación. El viejo Abdallah dio una gran prueba de previsión y de tacto en proclamar sucesor del imperio a un nieto sin padre, vástago tierno cuyos frutos sólo en lontananza era dado prever, con preferencia a un hijo reputado ya de guerrero insigne, y con quien había compartido los cuidados del gobierno. Grandeza de ánimo y abnegación admirable fue necesaria en Almudhaffar para verse pospuesto por su padre a un joven sobrino, hijo de un hermano rebelde, y no sólo no darse por sentido, sino constituirse de entonces para siempre en el más decidido sostenedor y el más firme y constante auxiliar del proclamado. Y sobremanera relevante debía ser el mérito precoz del nieto del califa para ser recibido por el pueblo musulmán con tan unánime y universal aplauso. Cuando un imperio cuenta en la familia de sus príncipes hombres de la previsión y tacto exquisito de un Abdallah, de las aventajadas prendas de un Abderramán, y de la generosidad y prudencia de un Almudhaffar, aquel pueblo está en el camino seguro del engrandecimiento. Tal aconteció al imperio árabe-hispano.

Sin unidad y sin tranquilidad interior es imposible que prospere un pueblo, y Abderramán y Almudhaffar se dedican a acabar con las añejas y envejecidas rebeliones que le traían desgarrado. Ambos rivalizan en energía: en el Mediodía el uno, en el Oriente el otro, ante la presencia del prudente y simpático Abderramán, al brillo de la espada del intrépido y fogoso Almudhaffar, tiemblan y huyen los insurrectos, las fortalezas enarbolan el pabellón del legítimo califa, y ni en los riscos de la Alpujarra ni en las crestas del Pirineo logran hallar abrigo seguro los rebeldes. Zaragoza, de tanto tiempo en poder de los sediciosos; Toledo, segregada del imperio más de medio siglo hacía; Toledo con sus altos muros tenidos por inexpugnables, todas abren sus puertas al emir Almumenín, y el imperio árabe-español recobra la unidad rota hacía cerca de doscientos años.

Mayor gloria para los cristianos, mayor lauro para Ramiro y Fernán González que han sabido humillar en más de una lid los estandartes musulmanes conducidos por guerreros como Abderramán y Almudhaffar en el apogeo de su poder. Y de estar en el punto culminante de su poder daban testimonio los almimbares de las aljamas de Almagreb que resonaban con el nombre de Abderramán Alnasir Ledin Allah, jefe de los creyentes del imperio africano: dábanle las embajadas de los emperadores de Bizancio y Alemania, de multitud de soberanos de Europa; dábanle las escuadras del califa que cruzaban los mares de Levante, y dábale el soldán de Egipto que experimentó bien á su costa el poderío y pujanza del soberano cordobés.

Si el sobrenombre de Magnánimo con que los cristianos mismos apellidaban al tercer Abderramán no indicara bastante cuál había sido su conducta con ellos después de hecha la paz, publicáralo la hospitalidad generosa otorgada s Sancho el Craso, y su reposición, si acaso no del todo desinteresada, por lo menos con todas las apariencias de tal, en el trono leonés. ¿Hubiera sido imposible que Abderramán se enseñoreara en todo o en parte del reino de León, si tal entonces hubiera intentado, a vueltas de las discordias que en aquella sazón ardían entre castellanos y leoneses? Pero fuese política, o compasión al infortunio, o simpatía personal, o cumplimiento fiel de algún pacto hecho con su favorecido, u otra causa que la historia no ha querido revelarnos todavía, concedámosle el mérito y a los cristianos la suerte de haberse contentado con el título honroso de protector, sin pretensiones ni reclamaciones de indemnización material.

Unía Abderramán a la magnanimidad la pasión por la magnificencia. Consignada la dejó en aquella maravilla de los monumentos árabes, en el palacio esplendoroso de Zahara, prodigioso conjunto de grandiosidad y de belleza, morada de delicias y de encantos, que más que otra alguna parece representar los que una imaginación fantástica acertó a reunir en las Mil y una noches: con la diferencia que si éstos fueron inventados para dar recreo y deleite con su lectura, los de Medina Zahara fueron una realidad según los testimonios históricos certifican. Los mármoles y jaspes, los artesonados y jardines de Zahara podrían ser obra de una loca prodigalidad; imposible asociar a ella la idea de la barbarie con que nuestros cronistas solían regalar en cada página a sus autores.

Cuando la Providencia quiere permitir el engrandecimiento de un imperio, alarga prodigiosamente los reinados de los monarcas más ilustres. Más de cincuenta años duró el de Abderramán III.  El de Alhakem II, su hijo, fue el reinado de las letras y de la civilización, como el de su padre había sido el de la grandeza y la esplendidez. Nombre de bellos recuerdos debió ser para los árabes este de Alhakem II. ¿Y dejaremos nosotros mismos de recordar con admiración las eminentes dotes de este esclarecido Ommiada porque fuese musulmán y no cristiano? Esto equivaldría a pretender negar el mérito de los Augustos, de los Trajanos, de los Adrianos y de los Marco-Aurelios, porque estos ilustres emperadores no hubiesen sido cristianos y sí gentiles. A la paz de Octavio en la España romana sustituyó la paz de Alhakem en la España árabe, pero no sin que Alhakem, como Octavio César, diera antes pruebas de que si deseaba la paz no era porque no supiese guerrear y vencer, sino porque amaba más las musas que las lides, los libros que los alfanjes, los verdes laureles de las academias que los laureles ensangrentados de las batallas, y nadie con más gusto que Alhakem II hubiera mandado cerrar el templo de Jano, si los hijos de Mahoma hubieran conocido las divinidades y las costumbres romanas,

Vióse, pues, al cabo de mil años reproducido en España bajo nueva forma el siglo de Augusto: con la diferencia que si en el de Augusto los talentos habían tenido además un Mecenas, en el de Alhakem cada walí y cada jeque aspiraba a ser un Mecenas protector de los sabios y amparador de los buenos ingenios. A los Sénecas, los Lucanos y los Marciales reemplazaron los Abu Wahd, los Ahmmed ben Ferag y los Yahia ben Hudheil, y las églogas y las odas reaparecían con el nombre de casidas, como las célebres tituladas de las Flores y de los Huertos. La corte habíase convertido en una vasta academia, era Córdoba como la Atenas del siglo X, y la liberalidad, largueza y munificencia con que se premiaba las obras del ingenio era tal, que para creerla necesitamos verla por tantos y tan contestes testimonios confirmada. Pero compréndese bien a costa de cuántos sacrificios, de cuánta solicitud y de cuántos dispendios hubo de adquirirse aquella asombrosa colección de 400 a 600 mil volúmenes manuscritos que constituían la biblioteca del palacio de Meruán.

Hay que advertir, no obstante, que ni este riquísimo depósito de las producciones de la inteligencia, ni la civilización que en aquel tiempo llegaron a alcanzar los árabes, fue obra de solo Alhakem II ni de solo su reinado. La preparación venía de atrás, y era una semilla que había ido desarrollándose y creciendo. Desde que Abderramán I fundó el califato español, propúsose la dinastía de los Beni-Omeyas aventajar así en civilización como en material grandeza al imperio de sus implacables enemigos los Abassidas de Damasco y de Bagdad. El primer Abderramán había buscado ya las mayores celebridades literarias para encomendarles la educación de sus hijos, los cuales asistían a los certámenes académicos, a las audiencias de los cadíes y a las sesiones del diván. El fundador del imperio musulmán de Occidente erigió ya multitud de madrasas o escuelas, premiaba los doctos, y hasta nosotros han llegado los elegantes versos que él mismo escribió con su pluma. Su hijo Hixem siguió las huellas de su padre y fomentó y propagó la enseñanza. Alhakem I, aunque sanguinario y cruel, era docto y le dieron el sobrenombre de el Sabio. Abderramán II oía y examinaba las producciones literarias de sus hijos Ibam y Othmán. Del III hemos visto cómo llevaba a su corte los sabios de todas las partes del mundo y los colocaba en los cargos y puestos más eminentes del Estado, cómo iba siempre rodeado de un séquito numeroso de astrónomos, médicos, filósofos y poetas distinguidos, y debíale Alhakem II su esmerada educación literaria. Este califa, ilustradísimo ya y aficionado a las letras, alcanzó un período dichoso de paz; y como el germen de la civilización existía, desarrollóse al amparo de su protección, al modo que las plantas crecen con lozanía cuando después de mucho cultivo y de copiosas lluvias aparece un sol claro, radiante y vivificador.

Una observación nos suministra la lectura de las historias arábigas. Ni un solo literato, ni un solo erudito deja de ser mencionado por sus historiadores. No se verá que omitan jamás los nombres de los doctos que florecieron en cada reinado, con sus respectivas biografías y la correspondiente reseña de sus obras. Cítase con frecuencia el fallecimiento de un profesor distinguido como el acontecimiento más notable de un año lunar. La narración de un combate empeñado entre dos ejércitos se interrumpe en lo más interesante para dar cuenta de que allí se encontraba, o de que llegó a la sazón, o de que murió a tal tiempo en cualquier punto que fuese tal poeta ilustre o tal astrónomo afamado. Conócese que estaba como encarnada en aquellas gentes la apreciación del mérito literario, y así correspondía a un pueblo en que los califas eran eruditos, en que los príncipes eran bibliotecarios, y en que los guerreros soltaban el alfanje con que habían combatido para empuñar la pluma y trascribir con ella las escenas mismas en que acababan de ser actores en los campos de batalla.

Anticiparemos, sin embargo, aunque más adelante tendremos ocasión de hacerlo observar, que era esta una ilustración más brillante que positiva, más superficial que sólida y más poética que filosófica, con cuya prevención ya no nos maravillaremos tanto cuando la veamos desaparecer.

Tal era el estado de los dos pueblos, musulmán y cristiano, cuando murió el ilustre Albakem Almostansir Billali. Uno y otro van a sufrir grandes mudanzas y alteraciones en su situación física y moral.

PUENTE ÁRABE DE RONDA (COPIA DIRECTA DE UNA FOTOGRAFÍA)  

SIMANCAS

(San Esteban de Gormaz):

 

BURGO DE OSMA

Coruña del Conde

BURGO DE OSMA

 

CAPÍTULO XVIII

ALMANZOR EN CÓRDOBA. — DE RAMIRO III A ALFONSO V EN LEÓN 

Del 976 al 1002