CAPITULO SEPTIMO
DESDE
ERVIGIO HASTA RODRIGO Del
680 al 709 No fue tan disimulada la superchería empleada por Ervigio para
escalar el trono, que algunos no la supieran y muchos no la sospecharan.
Le acometieron a él mismo remordimientos por un lado y temores por
otro. Wamba no había muerto todavía, y Wamba era muy amado del pueblo,
y Ervigio temía al pueblo y a Wamba. «Parecióle,
pues, dice uno de nuestros historiadores, para asegurar sus cosas,
tomar el camino que a otros reyes sus predecesores no les salió mal,
que fue cubrirse de la capa de la religión.» En su consecuencia, al
tercer mes de su consagración convocó un concilio en Toledo, que fue
el duodécimo de aquella ciudad. Abierta la asamblea (681), presentóse
en ella Ervigio en actitud humilde, y como quien va a solicitar el
reconocimiento de un título que no había obtenido por caminos legales,
exhibió tres documentos que parecía darle cierta apariencia de legitimidad.
Era el primero un testimonio firmado por los grandes palatinos, en
que certificaban como testigos de vista que Wamba en peligro de muerte
había recibido la tonsura y el hábito penitencial. El segundo contenía
el acta de abdicación del mismo Wamba, en que significaba su deseo
de que le sucediera Ervigio; y el tercero una carta del propio Wamba
al metropolitano Julián, recomendándole ungiese al nuevo rey con las
formalidades de costumbre. En su vista, los padres del concilio, que tantas leyes habían hecho
sobre la forma de elección, declararon legítima la de Ervigio, so
pena de excomunión a todos los que no le reconociesen y obedeciesen.
El canon segundo es simultáneamente la aprobación y la condenación
de un mismo delito. «Que los que han recibido la penitencia estando
enfermos, aunque estén privados de sentido y no la hubiesen pedido
antes, lleven siempre el hábito penitencial.» Esto era aprobar y reconocer
el mismo medio empleado con Wamba por Ervigio. «Pero los presbíteros
no la impongan sino a los que la pidan, y si alguno la da a los que
están privados de conocimiento, quede excomulgado un año entero.»
¿Qué era esto sino reprobar para lo futuro el mismo delito que legitimaban
después de consumado? Pero sin duda Wamba había disgustado a los próceres
y obispos con su rigurosa ley sobre los que no iban a la guerra: De his qui ad bellum
non vadunt, y el objeto era inutilizar
a Wamba, a quien parece temían todavía en el retiro de su claustro.
Así lo dieron a entender en el canon séptimo, anulando aquella ley,
y reintegrando en su buena fama y opinión a los que aquélla declaraba
infames por no haber tomado las armas. Con esto acabó de extinguirse
en el pueblo godo el espíritu y la energía militar que Wamba había
logrado hacer revivir en su reinado. Confirmaron las leyes contra
los judíos que había publicado Ervigio, y declararon contraria a los
cánones la creación que Wamba había hecho de dos obispados, el uno
en un pequeño lugar, el otro en un arrabal de Toledo. Establecióse
en este concilio un canon notable e importante. Facultóse
al metropolitano de Toledo, a fin de que las iglesias no estuvieran
mucho tiempo vacantes, para consagrar los obispos de las que vacaran
en ausencia del rey. Así se iba dando a la iglesia de Toledo cierta
preeminencia sobre las demás de España, y se echaban los cimientos
de su futura primacía. Todo el afán de Ervigio era atrincherarse en los concilios, que
de este modo vienen a concentrar en sí en esta época toda la historia
religiosa, política y civil del imperio godo. Al tercer año de su
reinado (683), aparece congregado el decimotercio de Toledo, cuyas
seis primeras disposiciones versan todas sobre materias políticas
y civiles. Estos cánones son de grande importancia para la historia.
Por el primero se concede un indulto general a todos los cómplices
en la sublevación de Paulo contra Wamba, restituyéndoles su nobleza,
bienes y honores, ampliándola a los penados desde el tiempo de Chintila. En esto no hacía el concilio sino complacer a Ervigio.
«Por cuanto así lo desea la clemencia del rey,» decían los padres.
En el segundo se ordena que por cuanto los reyes, sin
justificación, habían privado a algunos del honor de palatinos, y
los condenó a muerte y a infamia perpetua, ningún palatino ni obispo
pueda ser privado de su honor y hacienda, ni puesto a cuestión de
tormento, ni encarcelado, ni castigado a azotes, sin que se conozca
de su culpa en junta de prelados, grandes y gardingos; y que si se
hallase culpado se le castigue conforme de las leyes, y el que lo
contrario hiciere sea excomulgado. «Por cuanto se deben al erario público
grandes tributos con que están oprimidos los pueblos, dice el canon
tercero del concilio, se da por firme y valedera la condonación propuesta
por el rey de todo lo que deben hasta el primer año de su reinado.»
Prohíbese
en el cuarto a los príncipes, obispos, grandes u otros cualesquiera,
hacer mal alguno en sus personas, bienes o dignidades, a la reina
Liubigotona, sus hijos, yernos o nueras,
pena de perpetua excomunión. Aquí se ve el cuidado del rey en poner
al abrigo de todo evento a su familia. El quinto es notable sobre todos. Dispónese
en él «que ninguno se case con la viuda del rey, ni trate torpemente
con ella; y el que lo contrario hiciere sea su nombre borrado del
libro de la vida, aunque sea el rey» Prohíbe el sexto conferir los cargos de la corte a siervos y libertos,
para que la sangre de la nobleza no se confunda con la de estas personas
viles. Descúbrese
en todo un monarca afanado por conservar un cetro que parecía escapársele
de las manos, siempre con el pensamiento en el penitente real de Pampliega,
siempre buscando en los concilios seguridades para sí y para su familia,
y trabajando por oscurecer o hacer olvidar la memoria de Wamba. Vese las asambleas eclesiásticas concediendo indultos por
delitos políticos, condonando contribuciones, estableciendo tribunales
y cercenando en todo las prerrogativas de
la corona. Hasta ahora los concilios de España deliberaban como asambleas
soberanas en materia de religión y de dogma. Mas al fin del año 683,
apenas disuelto el concilio de que nos acabamos de ocupar, llegó a
España un legado del pontífice León II con cartas para el rey y para
algunos obispos, y con la misión de que la Iglesia española aprobase
y recibiese las actas del sínodo general de Constantinopla, el sexto
de los generales, en que se condenaba, entre otros errores, la herejía
de los monotelitas. No era fácil volver a reunir un sínodo nacional
en tan rigurosa estación, y más cuando acababa otro de disolverse.
Tomóse, pues, un término medio convocándole
para el año siguiente (684); los que a él asistieron, casi todos de
la provincia cartaginense, firmaron su adhesión al constantinopolitano,
enviándose además el acta a cada provincia, para que individualmente
la suscribiera cada prelado. Así se iba reconociendo prácticamente
en la Iglesia de España la supremacía de la silla de Roma. Julián,
metropolitano de Toledo, había compuesto un Apologético de la fe,
que fue enviado a Roma en nombre del concilio. El papa Benito, que
había sucedido a León en la cátedra de San Pedro, encontró en aquel
documento palabras que no sonaron bien en sus oídos, lo cual produjo
demandas y respuestas entre Roma y España. Entretanto Ervigio, nunca tranquilo, siempre zozobroso, sospechando
que el pueblo le aborrecía, y vislumbrando un porvenir sombrío para
sus hijos, resolvióse a buscar un arrimo en la familia de su predecesor,
casando a su hija Cixilona con un sobrino
o pariente de Wamba, llamado Egica. Prometióle asegurarle la trasmisión de la corona, exigiendo
de él solamente el juramento de que protegería siempre la familia
de su esposa, y principalmente a su madre y sus hermanos. Sin otro
hecho notable que la reparación del puente y murallas de Mérida, que
se hizo en el reinado de Ervigio, cayó el receloso monarca gravemente
enfermo en Toledo. El día antes de morir reunió a los obispos y grandes
de palacio, y relevándolos del juramento de fidelidad, abdicó la corona
en su yerno Egica, y recibió la tonsura
y el hábito de penitencia que hacía su resolución irrevocable. Murió
a los siete años de su reinado (687). “Su memoria y fama, dice un
historiador, fue grande, aunque ni agradable ni honrosa”. No le sobrevivió
mucho Wamba; lo necesario solamente para ver el fin de quien prematuramente
le había arrebatado el cetro, y la elevación de su sobrino. El primer paso del gobierno de Egica
fue convocar un concilio, que fue el decimoquinto de Toledo (688),
el cual puede decirse que no tuvo más objeto que resolver una grave
duda y escrúpulo que traía al rey desasosegado. Era el caso que al
desposarse con Cixilona, la hija de Ervigio, había hecho juramento de amparar
en todo a la familia de su suegro, y cuando recibió la corona había
jurado hacer justicia por igual a todos sus súbditos. No hubiera nada
de contradictorio en estos dos juramentos, a no mediar la circunstancia
de haber despojado Ervigio injustamente de sus bienes a muchos grandes
y señores, cuyos bienes estaba disfrutando su familia. Los despojados
los reclamaban y el rey tenía que hacerles justicia en virtud del
segundo juramento; mas en este caso fallaba contra la familia de Ervigio, a quien
había jurado amparar. ¿Cuál de los juramentos le obligaba más fuertemente?
El concilio lo resolvió declarando: «que el primer juramento, el de
proteger a la familia de su predecesor, no obligaba sino en cuanto
no fuese contrario a la justicia que debía a todos sus súbditos.»
Así consignó solemnemente el decimoquinto concilio Toledano el gran
principio de que la justicia es el primer deber de los reyes, y que
ante él deben callar los intereses privados de familia. Se sirvió sin duda Egica de esta resolución
para abatir y oprimir la familia de Ervigio, como en satisfacción
y venganza de lo que Ervigio había hecho con Wamba, su tío, castigando
también a algunos de los grandes sobre quienes recaían sospechas de
haber tenido parte en el artificio que le había servido para subir
al trono. Curioso es observar el espíritu y tendencia que dominaba en los
concilios de la época en que nos hallamos. Habíase prohibido en el
decimotercero de Toledo a las viudas de los reyes contraer nuevo matrimonio,
ni menos mantener torpes tratos. No pareció sin duda suficiente esta
precaución, y en otro concilio celebrado en Zaragoza a 1º de noviembre
del año 691, se ordenó que las viudas de los reyes en lo sucesivo
entraran en un convento de religiosas, donde se emplearan sólo en
servir a Dios. Una horrible conspiración se tramó contra Egica
en el año quinto de su reinado. Tratábase
nada menos que de quitar la vida al rey, y a todos sus hijos, y aun
a cinco de los principales palatinos. Dirigíala
el mismo metropolitano de Toledo, Sisberto,
sucesor del piadoso y sabio Julián. Se ignora la causa de tan criminal
conjuración. Se supone que llevaría por objeto colocar en el trono
a alguno de los parientes o parciales del prelado. Egica
lo supo, hizo asegurar a Sisberto, y remitió
su juicio al fallo de un concilio que convocó para el año siguiente
(693). El concilio decretó la deposición del conspirador metropolitano
por el crimen lesee Majestatis,
condenándole además a destierro perpetuo con privación de todos sus
bienes, honores y dignidades. En aquel concilio fue donde se estableció
por primera vez que en todas las iglesias de España se rogase diariamente
en la misa por la vida y prosperidad del rey y de la real familia:
costumbre o rito que dura en nuestros días con poca alteración en
las palabras. Parece que los judíos españoles, exasperados con tantas y tan duras
leyes como se habían hecho contra ellos, ansiosos de sacudir la opresión
en que gemían, trataron de ponerse de acuerdo con sus correligionarios
de África, manteniendo con ellos secretos tratos e inteligencias,
para intentar algún medio de salir de tanta opresión y esclavitud.
Fuese esto cierto, lo cual no extrañaríamos en un pueblo de aquella
manera vejado y proscrito, o fuese espíritu de animadversión e intolerancia
del siglo, o lo que creemos más, todo junto, es lo cierto que el rey
Egica convocó otro concilio con el objeto
de castigar de nuevo aquella raza desafortunada (694). Recargáronse, pues, si posible era recargarlas, en este concilio
las penas, contra los judíos, siendo una de ellas la de declararlos
a todos esclavos, y otra, la más dura de todas, la de arrancar a los
padres sus hijos de uno y otro sexo en llegando a la edad de siete
años sin permitirles trato ni comunicación con ellos, y entregarlos
a los fieles para educarlos en la religión cristiana. Por más leyes que se habían hecho sobre la libre elección de los
monarcas, no renunciaban éstos al afán de trasmitir la corona a sus
hijos, y de él participó Egica, encomendando
a su hijo Witiza desde muy joven los cargos más importantes del Estado,
y obteniendo por fin compartir con él la autoridad real, de tal manera
que en las monedas de su tiempo se ven grabados y asociados los dos
nombres, ambos con el título de rey: Egica rex, Witiza rex, y con el lema Concordia
regni. Dióle,
no obstante, con el fin sin duda de mantener esta concordia y de evitar
disidencias y desabrimientos, el gobierno de todo el país de Galicia
que había constituido el antiguo reino de los suevos, haciendo Witiza
a la ciudad de Tuy una especie de corte o residencia real, desde donde
gobernaba por sí aquella porción de la monarquía. Cinco años reinaron
juntos el padre y el hijo de los trece que duró el reinado del primero,
y al cabo de los cuales murió Egica (701), dejando ya en pronunciada decadencia la monarquía
goda, y sin otra gloria que la que pudo caberle en haberse terminado
en sus días el código de los visigodos; que en lo demás pudiera dudarse
si Egica había obrado como obispo o como rey, o si era la Iglesia
o era la corona la que había gobernado el reino. Al llegar al importante reinado de Witiza sentimos la falta de
documentos auténticos contemporáneos: hasta los concilios, que supliendo
la escasez de historias de aquella época apartada y oscura, nos han
servido de guía y suministrado una luz preciosa para seguir la marcha
de la sociedad godo-hispana al través de los dos últimos siglos, nos
abandonan también, no habiendo llegado a nosotros las actas del que
celebró el monarca que acababa de ocupar el solio gótico. El código
de sus leyes se da igualmente por terminado, y sólo nos quedan algunas
sucintas crónicas escritas después de la invasión sarracena y bajo
la impresión de aquel triste suceso, que otros historiadores más modernos
han amplificado según sus ideas y las de la época en que han escrito.
Serán ciertos todos los
desórdenes, todos los excesos, todos los crímenes que se atribuyen
a Witiza? ¿Merecería este rey los negros colores con que le pinta
la historia? ¿Debería la España su perdición y el reino de los godos
su ruina a la licencia, a la crueldad, al desenfreno y relajación
de todo género de este monarca? Esto es lo que por siglos enteros
se ha creído constantemente y sin contradicción en España; esto es
lo que algunos eruditos modernos o niegan o hacen cuestionable ahora.
La memoria de Witiza, sobre la que pesaba una especie de anatema histórico,
encuentra al cabo de más de once siglos, si no panegiristas, al menos
quien la defienda de muchas acusaciones. Y no porque se hayan descubierto
documentos auténticos contemporáneos que alumbren convenientemente
un período que empiezan a rodear nuevas y espesas nieblas, sino porque
de distinta manera se juzga en épocas distintas unos mismos hombres
y unos mismos hechos. Convienen todos, aun los que con más negras tintas pintan el cuadro
de los vicios de Witiza, en que este monarca no solamente gobernó
bien la Galicia en los años que estuvo asociado a su padre en el reino,
sino que en los primeros tiempos que rigió ya solo la monarquía goda,
señaló su advenimiento al poder con leyes y medidas justas, humanitarias
y benéficas. Tal fue el indulto general que concedió a todos los que
por su padre habían sido encarcelados o desterrados, volviéndoles
sus bienes y honores; llevando en esto su generosidad a tal punto,
que para que no pudiese haber reclamación en ningún tiempo, hizo quemar
los registros de los tributos atrasados: con que empezó a reinar con
aplauso y aceptación general del pueblo. Así lo afirma en su crónica
Isidoro Pacense, historiador el más inmediato a Witiza, y el más antiguo
que se conoce, pues concluyó su crónica a mediados del VIII siglo,
y en ella hace grandes elogios de aquel rey. Mariana atribuye estos
primeros actos, no á virtud, sino a refinada hipocresía: Ferreras,
más prudente o más cauto, huye de juzgar de las intenciones, porque
los fondos del corazón humano, dice, sólo Dios los puede penetrar,
y siendo los hombres capaces de mudarse de la virtud al vicio, los
vicios posteriores no prueban que sean hijas de ellos las acciones
primeras. Desde aquí comenzó Witiza, al decir de los historiadores, o a desenmascararse
según unos, o a cambiar de inclinaciones según otros, dejándose precipitar
en una sima de vicios y de crímenes, hasta el punto
que Mariana empieza así la biografía de aquel rey: «El reinado
de Witiza fue desbaratado y torpe de todas maneras, señalado principalmente
en crueldad, impiedad y menosprecio de las leyes eclesiásticas.» Los
primeros excesos que le atribuyen son de haberse entregado a rienda
suelta al vicio de la sensualidad, empezando a correr desbocado por
el camino de la lujuria, a términos que, no contento de mantener en
su palacio gran número de concubinas, perdido todo empacho y respeto
humano, todo miramiento y pudor, ni los padres contaban sus hijas
ni los maridos sus esposas al abrigo de la lascivia del rey, que en
su liviandad y desenfreno atropellábalo
todo, sin reparar en que las esposas y doncellas fuesen de humildes
o de nobles familias. Para dar algún color y excusa a este desorden, añade Mariana, hizo
otra mayor maldad: ordenó una ley en que concedió a todos hiciesen
lo mismo, y en particular dio licencia a las personas eclesiásticas
y consagradas a Dios para que se casasen. Ley abominable y fea, pero
que a muchos y a los más dio gusto. Hacían de buena gana lo que les permitían,
así por cumplir con sus apetitos como para agradar al rey. Esta dicen
que fue la causa de que los grandes comenzaran a conspirar en secreto
contra el licencioso monarca, tratando de sentar en el trono a alguno
del linaje del rey Chindasvinto, del cual dice Mariana que vivían dos hijos hermanos
de Recesvinto, a saber, Teodofredo y Favila,
padre el primero de Rodrigo, y el segundo de Pelayo. Añade Mariana,
que noticioso Witiza de esta conspiración, mató de un bastonazo a
Favila; y aun algunos sospechan, dice, para gozar más libremente de
su mujer a quien torpemente amaba; que a Teodofredo,
aunque retirado en su casa, le hizo sacar los ojos, y que Rodrigo
y Pelayo no pudieron ser cogidos por Witiza, por haberse fugado: que
perdiendo el rey la esperanza de enfrenar a los descontentos por buenos
medios, para que éstos no tuvieran dónde hacerse fuertes, mandó demoler
casi todas las fortalezas y murallas de España, a excepción de las
de Toledo, León y Astorga. Otros capítulos de acusación y de crimen hacen los historiadores
a Witiza. Uno de ellos haber dado licencia a los judíos para volver
a España y morar en ella libremente. Otro haber hecho aprobar y confirmar
en un concilio, que sería el XVIII de Toledo, sus leyes a favor de
la poligamia y el concubinato y del matrimonio de los clérigos. «Los
decretos de este concilio, dice Mariana, ni se ponen ni andan entre
los demás concilios, ni era razón por ser del todo contrarios a las
leyes y cánones eclesiásticos.» Y sobre todo, el gran crimen que acaba
de poner el sello al proceso ruidoso de Witiza, fue haber negado la obediencia al papa Constantino
que le envió un legado conminándole con que le privaría del reino
si no se corregía en sus desórdenes y retractaba los decretos publicados
contra los sagrados cánones, a lo que dicen respondió Witiza amenazando
al papa que iría con un ejército sobre Roma. «Que fue, dice el citado
Mariana a este propósito, quitar el freno del todo y la máscara, y
el camino derecho para que todo se acabase y se destruyese el reino,
hasta entonces de bienes colmado por obedecer a Roma, y de toda prosperidad
y buena andanza» Dicen que de los metropolitanos que hubo en Toledo en el reinado
de Witiza, llamado el primero Gunderico,
y el segundo Sinderedo, el uno no tuvo bastante
valor para refrenar la desarreglada conducta del rey, y el otro fue
de tan buena conformidad, que hasta consintió en que Oppas,
metropolitano de Sevilla y hermano del rey, fuese trasladado a la
silla de Toledo, viéndose así dos obispos simultáneamente en una misma
ciudad contra las leyes y cánones eclesiásticos. Y que, por último,
dicen unos, no pudiendo los grandes tolerar tantas injurias y desafueros,
hicieron parcialidad con Rodrigo, le alzaron rey en las partes de
Andalucía, el cual, ayudado de los imperiales romanos (que no sabemos
cómo resucitaron aquí), se apoderó del trono, e hizo sacar los ojos
a Witiza, como él lo había hecho con Teodofredo,
padre de Rodrigo, no conviniendo los autores en si Witiza murió preso
o desterrado, si de muerte natural o violenta, si en Córdoba o en
Toledo: añadiendo otros, que antes de esto había determinado Dios
ver si con un amago de castigo se detenía el impetuoso torrente de
las culpas de Witiza y el desenfreno y relajación del clero, y que
al efecto permitió que los sarracenos, con una armada numerosa, infestasen
las costas de España y aun hiciesen en ellas algunos daños; pero que
habiendo salido contra ella Teudemiro o
Teodomiro, general de Witiza, y uno de los más principales entre los
godos, la desbarató y deshizo haciendo retirar sus restos a África,
cuya victoria dicen se debió a la piedad y cristiandad de Teodomiro.
Tal es, en resumen, el famoso proceso de culpas que la mayor parte
de los historiadores españoles han formado al rey Witiza, y con que
por espacio de muchos siglos ha aparecido ennegrecida su memoria,
atribuyendo a su relajación y desenfreno, tanto como al de su sucesor
Rodrigo, la pérdida de la monarquía goda, y haciéndole causa de que
ésta cayese bajo el dominio y poder de los moros. Pero he aquí que
después de tan larga y constante tradición en que tan horriblemente
abominable se nos presenta el retrato de Witiza, y muy especialmente
en la historia del P. Mariana, la más difundida por España, aparecen
otros no menos respetables y sabios, que o nos pintan a Witiza como
uno de los reyes mejores y más justos, o por lo menos descargan su
retrato de la mayor y más oscura parte de las sombras que le ennegrecían
y anublaban. En el último tercio del siglo XVIII vinieron a disipar
muchas de las nieblas que envolvían algunos puntos importantes de
la historia de España los luminosos escritos del sabio español D.
Gregorio de Mayáns y Ciscar. Pues bien,
el celebérrimo y elegantísimo Mayáns, como
le llama Heicneccio, el Néstor de la literatura
española, como le nombra el autor del Nuevo
viaje a España en 1777 y 1778, ha hecho la vindicación y defensa
del rey Witiza, pintándole como un monarca justo y benéfico. El erudito
Masdeu, en su Historia
critica de España, califica de fábulas, locuras y falsedades la
mayor parte de los excesos que se atribuyen a Witiza. «Añaden a esto
los modernos, dice en una parte, un largo tejido de fábulas injuriosas,
no sólo a la memoria de este príncipe, sino también al buen nombre
de la Iglesia española, y a los derechos y regalías de nuestros soberanos.»
«Estas locuras que deshonran la mente humana, dice en otra parte,
se hallan esparcidas, ya de un modo, ya de otro, etc.» «Toda esta
narración, concluye, debe tenerse por fabulosa o al menos por incierta,
pues su mayor antigüedad es del siglo XIII, y los testimonios con
que se ha pretendido fortificarla más modernamente son los de Luitprando
y otros semejantes.» Excusado es decir que los historiadores y críticos
extranjeros de nuestro siglo convierten en actos plausibles, si hubieran
existido, algunos de los que Mariana y otros autores aplican a Witiza
como iniquidades, tales como la ley de libertad en favor de los judíos,
y la entereza en rechazar la omnipotencia de Roma. En vista de tan encontrados juicios y opuestos retratos ¿cuál será
el que nosotros podremos formar del rey Witiza? ¡Fatalidad es que
cuanto más se aproxima alguna de las grandes revoluciones que cambiaron
la faz del país, más se echa de ver la falta de documentos y de datos
y escritos fehacientes! Desaparecieron las actas del concilio de Toledo,
que pudieran esclarecer muchas dudas, acaso porque convino en tiempos
posteriores hacerlas desaparecer. En la crónica misma de Isidoro ele
Beja está lejos de figurar Witiza como un príncipe tan desacertado,
tan disoluto, tan licencioso, tan desbordado e impío como nos le retratan
las crónicas posteriores. Al ver que el primero que nos le pintó con
estos colores fue el autor de la crónica Moissiacense, extranjero, y que escribió un siglo después
de la muerte, de aquel monarca; al ver que al paso que los escritores
se iban alejando de la época de los sucesos, cada cual fue añadiendo
un nuevo capítulo de acusación al catálogo de los crímenes de aquel
príncipe, hasta llegar al P. Mariana, que acabó de sombrear el cuadro
en los términos que hemos visto, no podemos dejar de inclinarnos a
sospechar que en este acrecentamiento progresivo de desórdenes atribuidos
al penúltimo monarca godo influyeran mucho las ideas de los tiempos
y de los escritores, que al paso que crecía en España la preponderancia
de Roma, tenían más interés en exagerar los vicios de un príncipe
que había rechazado, acaso con violencia, aquel influjo, y en achacar
todos los males que sobre España vinieron a la desobediencia de Witiza
al papa, a los decretos de aquel concilio que acaso una mano interesada
hizo quemar, y al permiso que supone casarse los eclesiásticos : todo
lo cual afirma Mariana con la formalidad de quien lo sabe de seguro,
y con el espíritu propio del hábito que vestía. No nos atreveríamos nosotros, sin embargo, a ir tan adelante como
el erudito Mayáns en la defensa de Witiza:
respetamos las razones de este sabio español, y sospechamos que aquel
rey ha sido en mucho calumniado : pero respecto a su vida licenciosa,
y al ejemplo que hizo cundir en sus súbditos eclesiásticos y seglares,
hallámosla tan confirmada en todas las crónicas
desde la Moissiacense, que por nuestra parte
no intentaremos libertar su memoria de este cargo, mientras algún
testimonio contemporáneo no aparezca que de esta nota pueda eximirle.
En cuanto al término del reinado de Witiza, lo que de la crónica
de Isidoro Pacence se deduce es que fue
arrojado del trono por una revolución que colocó en él a Rodrigo;
revolución en que debieron tomar parte en favor de éste los españoles
que por no ser de origen godo llamaban todavía romanos, pues sólo
en este sentido podemos tomarlas palabras del historiador: «Por consejo
o a persuasión del senado romano; hortante senatu romano.»
Acaso Rodrigo, como descendiente de Recesvinto, cuyas leyes habían
establecido la igualdad de derechos para españoles y godos, tenía
más partido entre los indígenas que Witiza, de familia que se había
señalado por un exclusivismo en favor de los godos que no podía menos
de agriar a los españoles. Poquísimos pormenores dan las historias
sobre el destronamiento de Witiza y la elevación de Rodrigo
: ni aun se sabe con certeza, como hemos apuntado, cómo y dónde
fue la muerte del primero. Tal es la escasez o falta de datos de aquel
tiempo. El cronicón Moissiacense dice que
reinó siete años y tres meses; por cuya cuenta debió morir en febrero
de 709.
RODRIGO,
ÚLTIMO REY DE LOS GODOS |