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SALA DE LECTURA

Historia General de España

 

HISTORIA DE LA CELEBRE REINA DE ESPAÑA

DOÑA JUANA,

LLAMADA VULGARMENTE LA LOCA

 

Madrid 1848

 

CAPITULO PRIMERO

De cuáles fueron los padres de Doña Juana la Loca, y las cosas que pasaban en su palacio

 

Don Fernando y doña Isabel, célebres y nunca bien ponderados reyes católicos, ocupaban los tronos de Aragón y Castilla, dando un ejemplo de moralidad y sabiduría a toda su corte, y siendo estimados altamente, no solo por la aristocracia de su época, sino tambien por todos sus súbditos. Muy agradecidos los regios esposos a las muestras de cariño que éstos continuamente les prodigaban, no podían menos de expresarles su reconocimiento de una manera más loable, porque estos monarcas no se desdoraban de que cualquier vasallo hiciese parar su carruaje, aun en los sitios más públicos y concurridos, para prestar atención a lo que les quisiesen manifestar. No obstante esto, siempre se ha conocido, según los historiadores, el no faltar nunca entre los palaciegos aquellas comunes discordias y hablillas, hijas de la envidia. Ninguna prueba que caracterice más esta verdad, que la de que hallándose ya en estado la reina Isabel la Católica comenzasen a propalar varios personajes, entre los cuales se hallaba D. Enrique de Villena, que la sucesión que esperaban no podía menos de ser bastarda; y esto lo deducían de las varias escenas que habían presenciado en palacio. Mas sin embargo de ser D. Fernando tan previsor, y de inspeccionar tanto las cosas que le eran anejas, parece que estas voces las tomó por vagas, y no se cuidó de ellas; asi es que dichos personajes atribuían la indolencia de D. Fernando, en este punto, al miedo o al excesivo amor que profesaba a Doña Isabel, la cual unía a los vínculos de esposa el ser nieta de su hermano.

Miras particulares se llevaban el de Villena y otros en difundir por el vulgo tales voces, pero miras que más tarde fueron descubiertas por los que más le vendían amistad, declarando al soberano verbalmente los proyectos concebidos por ellos, y mostrándole por escrito la correspondencia que habían interceptado dirigida a D. Juan de Portugal, a la cual contestó inmediatamente D. Fernando por medio de su enviado de negocios, Lope de Alburquerque. No habiendo querido Don Juan de Portugal dar audiencia al enviado de Castilla, y, habiéndolo llegado a saber muy pronto, D. Fernando montó en cólera de tal suerte que nadie se atrevía a dirigirle una palabra. Procuraban aplacarle en algunos momentos de furia, pero todo era en vano; amenazaba que haría entender a sus contrarios lo que merece el que agravia al monarca de Castilla, y que mostraría cuán grandes eran sus fuerzas contra los que le enojaban. Tampoco fueron bastantes a aplacar su ira los ruegos de su hermano D. Pedro de Acuña, conde de Buendía, quien le protestaba no se irritase tan terriblemente, que tal vez una fraguada noticia, como podia ser, fuera el motivo del ludibrio y las imprecaciones que dirigía sin distinción de parientes y amigos. Sólo a las amonestaciones de un personaje que por respeto se calla, era a las que daba cabida el rey D. Fernando. Este personaje se supo grangear su cariño por su bella cualidad, que era la de todo adulador, logrando con sus palabras henchir el pecho del monarca cada día de mayor pasión. Aun la misma reina Isabel tuvo en muchas ocasiones que valerse de este favorito para hablar con su real esposo.

Estos sucesos ocurrían en el palacio de la imperial Toledo, cuando dió a luz la reina Isabel, el 6 de noviembre de 1479, a la princesa Doña Juana de Castilla, muy parecida a su abuela Doña Juana, esposa de D. Juan III de Aragón, según afirma el autor de las Reinas Católicas.

El nombre de Doña Juana es el de uno de los monarcas que por más largo tiempo han figurado en España al frente de los documentos y órdenes reales, y no obstante se puede afirmar que en pocas ocasiones, o mejor dicho en ninguna, tuvo parte la afición a los trabajos que le proporcionaba su elevada jerarquía. Esta especie de hastío al destino arduo que debía ejercer a la edad que requieren las leyes, se le iba aumentando con los años; por el contrario, cualquier faena a que la dedicasen de las propias de su sexo, la abrazaba con el más indecible júbilo; asi es que, todavía de corta edad, era la admiración de cuantos la oían y observaban sus entretenimientos. A esto se puede añadir que su nombre no era más que una mera forma para dar a conocer que la heredera del trono de Castilla existía.

Cuando pocos años después su hijo el célebre Carlos V tomó las riendas del gobierno de España, por la habitual imposibilidad de su madre, observó el mismo método, ora porque asi lo dispusieron en varios Estamentos del reino, ora porque ella era la soberana en realidad y ora por respeto y atención, como lo hizo conocer al renunciar los estados en su hijo Felipe, al cual pedía encarecidamente hiciese conservar ileso el nombre de su desventurada abuela al frente de los negocios públicos, para no causarla descontento.

Cincuenta años conservó esta soberana el título de reina de España, a pesar de no haber gobernado ni un solo día; tal era la enajenación mental de que se hallaba poseída, causada por los poderosos y bien fundados motivos que más adelante se irán conociendo.

El memorable D. Francisco Jiménez de Cisneros y el rey Don Fernando, ordenaron, como gobernadores durante la menor edad de Carlos V, no se hiciese pública la insuficiencia de Doña Juana, a pesar de estar íntimamente convencidos de su incapacidad; de manera que por muchos y reiterados esfuerzos que hicieron algunos para declarar su nulidad, no lo lograron; y eso que para nada les estorbaba, pues que jamás se resintió de que no contasen con su voluntad para ninguno de los actos de gobierno.

Su razón se encontraba sumamente turbada por los impulsos de una lícita y vehemente pasión: por esta causa fue su vida cruel la de un reo aprisionado; y si alguna vez pareció resentirse de su precaria suerte, era para en seguida fomentarla ella misma con los padecimientos de su imaginación ardiente, creyéndose que tal vez cometería un desacato contra el objeto de sus más tiernas adoraciones.

He aquí el motivo por qué un nombre de suyo tan esclarecido apenas ha figurado, bajo el concepto político, en el catálogo inmenso de los soberanos españoles; y por consecuencia es enteramente nulo. Mas no obstante todo esto fue reina de esta magnánima y poderosa nación, hija de los grandes reyes católicos D. Fernando y Doña Isabel, y madre del noble y valiente emperador Carlos V; de suerte que los pormenores de su vida privada, los motivos por qué le sobrevino su demencia, y el fundamento con que se la llama la Loca, no pueden menos de excitar la curiosidad, y con doble causa, porque puede uno mirarse en esta soberana como en el triste espejo de los funestos resultados que las violentas pasiones llevadas al extremo tienen siempre que no se modifican y reprimen con la razón.

Dotada Doña Juana de un talento nada común, de una viva y ardiente imaginación, fue educada de una manera no vulgar para aquella época; y especialmente en la lengua greco-latina hizo tan admirables adelantos que la hablaba con una soltura encantadora. El sabio Luis Vives afirma que de cualquier materia que se le tratase en este idioma contestaba repentinamente como si fuera en castellano. A estas cualidades unía la de una figura esbelta y de mucho interés; era el tipo de la hermosura, colmada de gracia y dignidad: sus grandes ojos, expresivos y rasgados, denotaban el raro talento y energía de su alma, a lo que acompañaban los dignos y elegantes modales de la corte de Isabel, dechado de virtudes y moralidad.

Todas estas grandes circunstancias, reunidas con el poderío de sus padres, hacían de Doña Juana uno de esos partidos más aventajados para cualquier joven príncipe de Europa. Estas mismas circunstancias la constituían en una infanta acreedora a ser idolatrada, aun por los que no tuvieran el placer y el honor de admirarla. Prueba evidente, que no tardaron mucho tiempo algunos príncipes en ver cuál era el que podía ser dueño de joya de tan inestimable valor. D. Fernando y Doña Isabel no quisieron tampoco prolongar su casamiento, asi es que contando apenas quince años, esto es, en 1494, ajustaron las deseadas bodas con D. Felipe, archiduque de Austria, duque de Flandes, de Artois y del Tirol, e hijo del emperador de Alemania, Maximiliano I. Ajustadas que fueron, al instante se dió principio a los preparativos de marcha con el boato y solemnidad dignos de la hija de tan poderosos señores. Una armada de ciento veinte navíos de alto bordo se aprestó en el puerto de Laredo, embarcándose en ella quince mil hombres de guerra, no incluyendo la tripulación. A Don Alonso Enríquez, gran almirante de Castilla, estaba encomendado el mando de esta flota: iba de capellán mayor D. Diego de Villaescusa, deán de Jaén; y la encargada por el rey de servir y hallarse a las inmediatas órdenes de la infanta era Doña Teresa de Velasco, esposa del admirante que dirigía aquella expedición. La cámara y todos los destinos pertenecientes a su persona se servían por damas y caballeros de la primera nobleza de España; así lo dice en las listas que de ellos forma D. Lorenzo de Padilla. Inútil es hacer mención de las ropas y alhajas que habían de adornar a tan augusta princesa: se puede decir para abreviar que se habían dispuesto con elegancia y profusión.

Terminados los preparativos se dirigió toda la real familia por Almazán al puerto de Laredo, para despedir a tan excelsa infanta, escepto el rey D. Fernando que por hallarse celebrando Cortes en Aragón no pudo verificarlo, muy a pesar suyo. El malogrado príncipe D. Juan, hermano de Doña Juana, y su augusta madre la acompañaron hasta la entrada del navío, donde anegados en un mar de lágrimas, se dieron mutuamente el más tierno y afectuoso adiós. Adiós que resonó por todos los ángulos de la embarcación, en señal de reconocimiento a las reales personas que quedaban en tierra. El día 19 de agosto de 1496 se hicieron a la vela con dirección a los Estados flamencos. Ningún contratiempo se había notado, ninguna cosa que hubiera venido a turbar la tranquilidad de la ilustre viajera había acurrido, hasta tocar en las costas de Flandes, en donde se levantó un temporal tan borrascoso que se vieron precisados a guarecerse en el primer punto de salvación que encontraron. Grande era la aflicción de Doña Juana al ver en tan inminente peligro su vida, pero Dios quiso pudiesen arribar al puerto de Toorlan, en Inglaterra, después de haber caminado por término de más de dos horas luchando con los embravecidos oleajes, que un momento más los hubiera sumergido en lo profundo de los mares. Permanecieron en esta población siete días, durante los cuales fue la infanta muy obsequiada por las damas y caballeros principales de aquel pais, que acudieron presurosos a besar su mano y juntamente a ofrecerla sus servicios.

 

 

 

CAPITULO II

De cómo se casó Doña Juana, los hijos que tuvo y otros asuntos del mayor interés.

 

Cuando el temporal se hubo apaciguado dispusieron el viaje hacia Flandes; y el 8 de septiembre desembarcaron en la bahia de Ramna, puerto situado en las inmediaciones de Holanda, sin otro contraste que haber desaparecido varias alhajas de gran valor de la princesa, porque el navío donde se encontraba su recámara encalló en un banco llamado el Monje, sitio bastante peligroso. El príncipe que el Cielo había destinado para esposo de Doña Juana, habitaba entonces un suntuoso palacio en Lande, pueblo del Tirol; mas cerciorado de la venida de su cara prometida, abandonó éste, dirigiéndose con la mayor velocidad a Lieja, donde tuvo el placer de admirar la belleza de la infanta, después de haberla esperado impaciente en esta ciudad trece días. Inmediatamente se puso en ejecución el casamiento, habiéndoles dado las bendiciones D. Diego de Villaescusa, deán de Jaén.

Practicadas con la mayor solemnidad y magnificencia las ceremonias de costumbre, pasaron a Amberes, y de aquí a Bruselas, donde fueron colmados de enhorabuenas, y donde tenían dispuestas para su llegada los habitantes de esta provincia muchas fiestas, de las cuales estuvieron los jóvenes esposos disfrutando largo tiempo. Tales fueron las diversiones dispuestas por el pueblo de Bruselas que, afirman algunos autores, se le oyó más de una vez decir a Felipe que de buena gana sería su punto de residencia esta capital.

Es opinión común que D. Felipe era de una arrogante figura, apuesto caballero y muy amigo de vestir con esplendidez. Añádese a esto un carácter amable, por lo cual todos le apreciaban. Estas cualidades fueron las que le grangearon el renombre de Hermoso. La infanta Doña Juana era, por el contrario, extremada y enérgica; pero no obstante se apoderó de ella una pasión tan vehementísima que desde el instante que le vió le amó con ciega idolatría. El cariño de Doña Juana hacia Felipe el Hermoso se aumentaba más cada día, por el modo de vivir que observaron, y por el buen comportamiento del archiduque, que como joven, no pensaba en otra cosa que en los placeres; asi es que continuamente se hallaban en torneos, saraos y otras diversiones, con las cuales crecía más la pasión de su joven esposa, contemplando la gallardía y la destreza en las armas de su Felipe. Su marido era el objeto de sus adoraciones, en él tenía depositado su corazón, y para él únicamente vivía; el joven archiduque pagaba este cariño a Doña Juana con todo el calor de su corta edad, y las galantes maneras de un príncipe, de suerte que la infanta se contaba por uno de esos seres más felices, y mucho más cuando llegó a notar que pronto iba a ser madre.

Llegó la ocasion en que partieron para Flandes, después de algún tiempo, donde dió a luz Doña Juana el 15 de noviembre de 1498 a Doña Leonor, continuando hasta entonces ileso su amor en ambos y no cesando de ser el ejemplo de los esposos bien queridos. A pesar de que aunque no hubiera sido así, bastaba solamente la posesión del fruto de su casamiento para que hubiese tomado más incremento su acendrado cariño.

No tuvo para sus estados el mejor éxito haber nacido hembra; pero sin embargo, como eran queridos los padres, fue apreciada la hija. Dos años después, el año de 1500, marcharon a Gante, donde el día 21 de febrero tuvieron un hijo, al cual nominaron Carlos, después conocido en todo el universo por su fama y poderío. Grande era el alborozo que se veía pintado en los semblantes de los habitantes de aquellos estados, esforzándose cada cual a expresar la alegría que experimentaba por el heredero príncipe. Innumerables también fueron las fiestas que con tan solemne motivo se ejecutaron, y sería por lo tanto causa de elevar el extracto de esta historia a una inmensa altura.

Empezaba por esta época ya Doña Juana a sumirse en la desesperación; porque desde que la fortuna parecía inclinar todo el favor al recién nacido, empezaba a desvanecerse como por ensalmo la felicidad de la madre del emperador Carlos V.

La desgracia vino a arrebatar la vida en el mismo año de 1500 a fines de julio al infante D. Miguel, hijo del rey D. Juan de Portugal, último vástago en la línea masculina de los reyes Católicos D. Fernando y Doña Isabel, recayendo por consecuencia la corona de España en la madre de Doña Leonor y D. Carlos.

D. Fernando y Doña Isabel llamaron inmediatamente a Don Juan de Fonseca, obispo de Córdoba, y le intimaron la orden de pasar cuanto antes a Flandes para hacer sabedores a los archiduques de este suceso, para que les felicitasen en sus reales nombres, y los hiciese conocer la imperiosa necesidad que tenían de preparar su viaje a España, pues ya los aguardaban con impaciencia para ser jurados como príncipes de esta gran nacion, de que el Cielo se había dignado dejar por únicos herederos. Pocos días transcurrieron sin que D. Juan de Fonseca cumpliera su cometido; pero el hallarse en estado Doña Juana y las muchas y delicadas ocupaciones que en este tiempo llegó a tener Felipe el Hermoso en aquellos estados, fueron causa de que no se pudiera verificar el proyectado viaje hasta finalizado ya el año de 1501, en el cual nació su tercer hijo, (Doña Isabel). Eran tan continuas las instancias que dirigía D. Fernando desde su corte, que se vieron obligados los archiduques a ponerse en camino, aun sin hallarse completamente restablecida Doña Juana de la indisposicion de su parto, de modo que resolvieron hacerlo por tierra, atravesando los estados franceses.

Los soberanos de esta nación los recibieron con la mayor afabilidad, prodigándoles incesantes muestras de cariño, y tratándolos con el decoro y respeto debidos a tan poderosos señores.

Un pequeño disgusto ocurrido fue la causa de que los archiduques se pusieran más pronto en marcha de Francia para España. Un día de fiesta salió a misa solemne la real familia francesa, acompañada de sus augustos huéspedes. Al ofertorio se acercó una dama a Doña Juana, aproximando a su mano una cantidad de monedas, para que según costumbre la ofreciese al público en nombre de la reina. Esta la rechazó con violencia, diciendo: «Haced saber a vuestra soberana que yo no ofrezco por nadie, ¿lo entendeis?». Con el dinero y la respuesta volvió la mensajera a la reina, quien en alto grado sintió un desaire tan marcado; mas tratando de refrenar su enojo, se contentó con pagar aquel con otro mayor, que era el no ofrecerla la salida de la iglesia antes que a la real comitiva. La perspicacia de Doña Juana la hizo presentir algo sobre este particular, y efectivamente no se engañaba, porque concluida ya la misa, empezó a reunirse la familia, y sin embargo, ella quedaba en la iglesia. La reina aguardó un poco en la calle, pero Doña Juana haciendo como que ignoraba todo esto, permaneció en aquella posición largo rato, dirigiéndose luego sola a palacio.

Todo se volvían hablillas en la Corte sobre el desaire que queda explicado, y hubieran pasado más adelante si el archiduque no tratase de disculpar a su esposa de los tiros que se la dirigían; por lo cual tuvo que abreviar precipitadamente su viaje para el suelo español.

Ya habían comenzado los días de 1502, cuando hicieron su entrada en España por Fuenterrabía. En esta capital los aguardaba según recomendación de D. Fernando y Doña Isabel, Don Bernardo de Sandoval y Rojas, que los acompañó por Burgos, Valladolid y Madrid a Toledo, punto donde estaban convocadas las Cortes generales del reino, y donde después fueron jurados herederos de la corona de España, que, según calculo, fue el 22 de mayo del mismo año 1502. Despues pasaron a ser jurados igualmente a los reinos de Aragón y Valencia, en cuyo viaje les acompañaron sus padres.

De regreso ya de esta expedición hubo que detenerse en Alcalá de Henares a consecuencia de encontrarse próxima a parir Doña Juana. Todas las fiestas que se preparaban en la corte a los herederos archiduques, tuvieron que suspenderse para ejecutarlas luego con el doble objeto del nuevo alumbramiento de un príncipe, el cual tuvo efecto, el día 10 de marzo de 1503 con el nacimiento del infante Don Fernando quien sucedió después al emperador Carlos V en el imperio de Alemania.

Las ocurrencias que había por entonces en los estados de Felipe el Hermoso, no le permitían continuar por más tiempo en España: así es que determinó ponerse en marcha al instante, aun en contra de su voluntad, no bastando ni los ruegos de su madre, ni los de Doña Juana para hacerle desistir de su empeño. Desde esta época fatal data la locura de la madre de tantos reyes. Desde este tiempo fue tan desgraciada una mujer digna de mejor suerte. Cualquier persona que sepa lo que son los celos podrá juzgar de los que tenía Doña Juana, pues se presumía que hasta su sombra iba a arrebatarle un esposo tan querido. Felipe por su parte la había pagado con justo valor el amor que depositara en él; mas se le iba extinguiendo, no le entusiasmaban ya los repetidos halagos de su esposa, y por esto no le causaba sentimiento su partida, verificándola aun antes de que esta se hallase repuesta de la indisposición de su parto.

En la comitiva que acompañó a Doña Juana, formando su servidumbre, cuando pasó a Flandes para efectuar sus bodas, iba una joven, que era la admiración de todos. Rubia, poseía una hermosura agradable y seductora, graciosa en demasía, y de un talento extraordinario. El hallarse en el palacio de los archiduques motivó que Felipe el Hermoso, de vuelta de España, una vez desembarazado de los halagos sin límites de Doña Juana, la mirase con tal adhesión que al fin concluyó por apasionarse ciegamente de los atractivos de la rubia española, cuya magnífica cabellera dorada llegó a seducir su corazón.

No tardó mucho en sucumbir a las reiteradas instancias de Felipe, la que pocos días hacía no era más que una sirviente y que ahora ocupaba el lugar de una reina. La murmuración y la envidia empezó a sentirse en palacio, y por consiguiente no duró mucho sin que se divulgase este acontecimiento, de tal manera, que con la mayor rapidez vino la noticia a España, y al momento se enteraron las personas reales.

¿Será posible explicar lo que padeció Doña Juana al ser sabedora de esta noticia? Esta y no otra fue lo que privó a la archiduquesa de su razón hasta que dejó de existir. Este y no otro fue el más agudo puñal que introdujera Felipe en su amante pecho. Deténgase cualquiera que haya amado en este punto, y considere la fiebre devoradora que se apoderaría de un carácter tan firme y enérgico como el de Doña Juana. Tormentos indecibles sufría; tormentos que turbaban su razón hasta el delirio: hasta no querer abrazar a lo que más quería en el mundo después de su esposo, que eran sus hijos. Su rostro siempre triste y demudado, revelaba los atroces tormentos que experimentaba: su errante mirada parecía como querer distinguir un objeto, el cual encontrado, apartaba su vista, colmándolo de improperios e imprecaciones; huía de todas las personas y no prefería más que la soledad: en esta hallaba distracción, dedicando su pensamiento a Felipe, a pesar de serle infiel. Con este motivo determinó abandonar la Corte, y retirarse a la Mota de Medina del Campo, por estar íntimamente persuadida de que en este lugar se vería libre de los observadores cortesanos, y poder desde allí escribir a la reina Isabel, su madre, noticiándola de su última resolución, que era la de partir a la mayor brevedad a Flandes, para de esta suerte volver a ser dueña del corazón de su esposo, y destruir cuanto antes el amor que hubiera depositado en la rubia española. La reina Isabel, antes que su hija, estaba enterada de todo; conocía perfectamente el ardiente amor que ésta profesaba a su marido, y presumiéndose que tal vez su partida sería el móvil principal de un gran escándalo, trató de evitar su marcha, aunque a costa de mucho trabajo. Conocía que las relaciones de amor de Felipe eran demasiado nuevas para que tan pronto pudiese haber un rompimiento. Asi es que trataba de disuadirla de la idea de marcharse, poniéndola por pretexto el hallarse sumamente delicada su salud, y también el encontrarse su padre celebrando Cortes en Aragón, el cual adorándola tan entrañablemente, sentiria muchísimo el que se hubiera tomado esta determinación sin su consentimiento. Tanto la reina Católica como su hija Doña Juana, llevaban su intención; la primera, por ver si podía sin dar escándalo, desvanecer el amor que había puesto Felipe en la camarista; y la segunda, porque quería dar una lección a su esposo, confundiendo a su querida.

 

No dejaba Doña Juana de escribir a su madre con el objeto indicado; pero inútiles habían sido hasta entonces sus súplicas para alcanzar el permiso de ésta: había llegado hasta el punto de mandar a los personajes más influyentes de su corte para si por este medio lograba lo que hubiera deseado aun a costa de su vida. Mas viendo que todo era en vano, tomó la determinación de marcharse sin el consentimiento de su madre, sin que llegase a oidos de su padre, y si era posible, sin que se enterasen más que los conductores de su carruaje. A aquellas personas en quien tenía depositada su confianza dió las órdenes oportunas para que a la mayor brevedad preparasen los útiles más necesarios de marcha. Todo se encontraba ya dispuesto; pero quiso la casualidad fuese avisada Doña Isabel de esta resolución inesperada, por lo cual mandó inmediatamente a Don Juan de Fonseca, obispo de Córdoba, para que la suplicase en su nombre no marchara. A punto de subir al carruaje estaba ya Doña Juana cuando llegó el enviado de la reina. Un momento después no la hubiera encontrado. Mandó al instante D. Juan de Fonseca se retirase el carruaje, y en seguida se fue a ver a la archiduquesa, a la cual encontró ya a la puerta del palacio de la Mota, preparada a marchar en traje de camino. Con el acatamiento que requería su posición, la hizo sabedora de la orden de la reina Católica, intimándola a que volviese a su aposento, mas la archiduquesa no se hallaba ya en el caso de guardar consideraciones de ningun género, asi es que no contestó una palabra; en el calor de su vehemente pasión no encontraba más que misterios, agentes secretos de su rival y de su infiel esposo, que no tenían otro entretenimiento que retardar su partida. El obispo de Córdoba apuraba en vano sus instancias aun presentándole a cada palabra el nombre de su madre, pero ya cansada de escuchar desobedeció la orden y los ruegos de éste, y preparándose a salir: «Dejadme, dijo, es un deber sagrado el que no me detenga ante nada en este viaje.» Entonces el obispo mandó cerrar la puerta, dejando dentro a la desgraciada Doña Juana.

Viéndose encerrada esta señora llegó al colmo de su desesperación, y empezó a proferir tanto denuesto y tan insolentes frases, que D. Juan de Fonseca se fue sumamente irritado, a pesar de haberlo mandado llamar la archiduquesa por medio de su gentilhombre de cámara, D. Miguel de Ferrera. No quiso volver, sino que tomó el camino de Segovia, donde a la sazón se hallaba la reina Doña Isabel.

Llegado que hubo D. Juan de Fonseca adonde estaba la reina le dió parte de todo lo ocurrido con la princesa; Doña Isabel, a pesar de lo débil que se hallaba y de la multitud de negocios que le proporcionaba su alta posición, se puso en camino para la Mota de Medina del Campo, presumiéndose que tal vez su presencia haría desistir a su hija de un proyecto para ella tan sensible. Después de los cumplimientos de costumbre y a los cuales ésta no prestaba atención, la prometió que muy pronto iría a reunirse con su marido. «Nunca quiera Dios, decía la reina, que mi voluntad ni la del rey vuestro padre sea la de apartaros del lado de vuestro esposo, y si otra cosa sobre este particular se han atrevido a deciros, despreciadla.»

Estas y otras razones le exponía Isabel, y ella en su frenesí no respondió más que: «Son inútiles los ruegos del mundo entero: no cejaré ni un ápice... El padre de mis hijos!... yo quiero verlo»...

Pronunciaba estas palabras, y anegada en lágrimas, se arrojaba al suelo, rechazando los cuidados que todos trataban de prodigarle.

Terminadas ya las Cortes de Aragón no creyó prudente el rey Fernando detener por más tiempo su viaje, porque ya era sabedor de lo que sucedía con su hija, cuya enajenación mental se fomentaba cada día, y era muy posible que el detenerla más, hubiera sido causa de declarar su locura.

Premeditando esto mismo, mandó aprestar una armada en el puerto de Laredo concediendo al mismo tiempo a su hija el permiso para que practicase su expedición a Flandes.

Los trasportes de alegría que experimentó Doña Juana con la última voluntad de su padre, son indescriptibles, y pocos días después se preparaba a hacer su deseada expedición.

 

  CAPITULO III

 

Del mal temporal que fue causa para que el viaje de Doña Juana se hiciese más largo, y de la entrevista que tuvo con la querida de Felipe el Hermoso.

 

El día 15 de marzo de 1504 se dirigió Doña Juana acompañada de sus padres para el punto donde se iba a embarcar (Laredo), pero todo parecía venirle en contra, todo parecía rebelarse contra su voluntad. Un recio y continuo temporal impidió poder darse a la vela. Esto hacía crecer los tormentos de la princesa, y revestirla mucho más de indignación, porque todo parecía combinarse para evitar la reunión con su esposo. Dos meses tuvo que residir en Laredo, que fueron los que duró la tempestad; dos meses que fueron dos siglos, si se atiende la disposición en que se hallaba esta señora, y que agravaron muchísimo sus constantes padecimientos. A mediados de abril logró hacerse a la vela, llegando en nueve días felizmente a Vergas, distante tres leguas y media de Brujas.

En este punto la estaba esperando su esposo, el cual manifestó un indecible júbilo al volverla a abrazar; y ella, según el cariño que éste la pintaba, pareció completamente olvidada de un resentimiento tan justo. A pesar de darse los dos mutuas pruebas de amor y contento, abrigaban ambos fatales y mortificadoras pasiones; el archiduque, por el vehemente amor con la camarista; y por los más rabiosos celos, Doña Juana. Pero vivían con la esperanza, el primero de que jamás ésta se enteraría de sus amores: y la segunda, de vengarse de una mujer que tan grandes sinsabores la había hecho sufrir.

Desde Brujas se trasladaron a Bruselas y en este punto fijaron su residencia por entonces.

¿Quién puede ocultarse lo suficiente de las investigadoras pesquisas de una mujer perspicaz? Esta reflexión debió hacer Felipe el Hermoso. ¿Quién puede ocultarse tampoco de las escudriñadoras miradas de los dependientes de un palacio, donde es una especie de comercio los chismes y enredos, dando publicidad en su provecho a todos los defectos de sus soberanos?

Grande paz pareció reinar al principio desde la llegada de Doña Juana; el archiduque hacía por no dar a conocer a nadie lo que ocupaba su imaginación, disimulando en cuanto podía el amor de su rubia, pero se engañaba; ni aun sus pasos más recónditos se escapaban a la penetración de su esposa. Los mismos palaciegos daban parte diario a su señor de si lo celaba su esposa; y éstos mismos palaciegos cercioraban a la archiduquesa detalladamente de cuanto podiía contribuir a irritarla más. Por uno de estos llegó a saber que una de las cosas que más habían encantado a su esposo de la camarista era su hermosísima poblada y rubia cabellera. Mas no contento aun con esta declaracion, le indicó los sitios y horas donde comúnmente se daban las citas.

Con la relación anterior llegó a agotarse completamente la paciencia de la archiduquesa, porque acabó de conocer que había empleado en vano todos los recursos que le proporcionara su acendrado amor, para ver si de esta suerte hacía desaparecer de su marido una pasión que ella jamás creyó arraigada, porque la creia un capricho. Sus celos, refrenados por algún tiempo, eran desde este día un violento frenesí que aumentaba sus padecimientos. Alguna que otra vez ya habían mediado varias palabras entre los esposos, pero el archiduque, muy enamorado de su rubia, hacía por disculparse, practicándolo con la mayor sangre fría. Estas cosas era imposible durasen asi largo tiempo, porque ni el uno podia satisfacer su amor, ni el otro soportar tantas humillaciones y desvío, y tampoco porque las pasiones de ánimo no se pueden contener.

Una escena terrible, por un descuido de Felipe, tuvo lugar. Le sorprendió su esposa con la querida... Grande fue el escándalo que circuló por toda la Corte, y grande fue el trabajo que le costó contener la furia de su mancillada esposa, porque ésta ya no pensaba más que en la venganza. ¡Y cosa admirable en esta mujer!... De esta venganza no quería fuese partícipe su esposo, pues aunque había llegado a notar el despego y descaro con que solía tratarla, no obstante lo idolatraba de todo corazón. Su furia estaba expresamente dedicada a su adversaria, para aquella indigna mujer que le había arrebatado lo que más adoraba en la tierra. Y gracias que la timidez de abandonar del todo el amor de su marido, la reprimía en parte.

 

Ya era testigo el palacio de Bruselas de los descompasados gritos, repetidas contiendas, y descompuestas palabras de los jóvenes príncipes, sin embargo de poner cuanto estaba de su parte por disimular el archiduque para evitar los escándalos.

Los celos habituales de la infanta daban origen a que no cesase de acechar el momento de realizar su venganza, mas llegó por desgracia. Un día, ¡día fatal!, que pasando su errante mirada por todos los objetos que la circundaban se encontró con la camarista, echó mano de unas bien afiladas tijeras, de que siempre iba armada, se lanzó sobre ella cual el águila sobre su presa, y antes de que su contraria lo hubiera podido evitar, ya la había despojado de su dorada cabellera. No satisfecha aun, la llenó de contusiones y arañazos, y podemos asegurar que si los gritos de la camarista no hubiesen hecho acudir al lugar de la sangrienta escena a todos los dependientes del palacio, y hasta a su mismo marido, era probable hubiese acabado con la que habia sido causa de sus sufrimientos.

Felipe, viendo despojada a su querida del objeto que más lo entusiasmara, se llenó de indignación: y fueron tantos los improperios, tantas las palabras ofensivas e insultantes que dirigió a su esposa, que no se le hubieran dicho iguales a la mujer más despreciable de la sociedad.

El haber visto que Felipe la trataba de aquella manera, contribuyó en gran modo a trastornar completamente su juicio. Jamás podia creer Doña Juana semejante trato en su esposo.

La escandalosa escena que acabamos de pintar, no tardó en llegar a oidos de la reina Isabel, y tuvo tan gran sentimiento, que fue la causa de que se agravase más su enfermedad. Sin embargo, procuró por todos los medios que estuvieron a su alcance, introducir la paz entre sus hijos, ni siéndola posible lograrlo por algún tiempo: la archiduquesa tenía una herida que no era fácil cicatrizar. Por fin, alcanzaron sus súplicas hacer la reconciliación. Se unieron los esposos, pero no por esto recobró Doña Juana su tranquilidad.

Entretanto la salud de Doña Isabel decaía por instantes. Sus padecimientos eran tan continuos, que ya no se dudaba de su pronta muerte. Nombró única heredera del reino de Castilla a su hija Doña Juana, y en defecto de esta a D. Carlos, su nieto; pero advirtiendo que si la primera se hallaba imposibilitada, y Carlos no tenía veinte años, gobernase D. Fernando hasta que aquél llegara a esta edad.

Efectivamente, el día 26 de noviembre de 1504 falleció en Medina del Campo la reina Isabel la Católica, y al siguiente día ordenó D. Fernando proclamar por reina de España a su hija la archiduquesa de Austria. Las Cortes verificadas en Toro el 11 de enero de 1508, fueron las primeras que juraron a Doña Juana por reina propietaria de los vastos dominios de España. No pudieron por entonces los archiduques abandonar Flandes, tanto por los innumerables asuntos pendientes en él, como por el avanzado estado de preñez de la reina; habiendo nacido a poco tiempo la princesa Doña María.

Restablecida Doña Juana de su parto, pusiéronse en camino; mas un fuerte temporal, los hizo arribar a Inglaterra, en cuyo reino fueron perfectamente recibidos. Pocos días después partieron con dirección a España, llegando el 26 de abril de 1506 a la Coruña; donde esperaba la mayor parte de la grandeza a recibirlos y rendir un justo homenaje a sus nuevos monarcas. A su paso por Valladolid fueron jurados, y alli disfrutaron de las fiestas que habían prevenido en su obsequio.

Parecía estar en esta época sumamente aliviada Doña Juana, no tratando más que de complacer a su esposo en todo, y dejándole gobernar el reino a su gusto. Pero ¡cuán poco le duró esta felicidad! Así que concluyeron las Cortes de Valladolid, determinaron recorrer las principales capitales de España para darse a conocer, porque así lo exigían de todas partes. Empezaron su carrera por Burgos; pero ¡oh desgracia! En una de las tardes que salían a pasear, se acaloró tanto D. Felipe en una partida de pelota que le sobrevino una pulmonía, de cuyas resultas fue víctima a los seis días, dejando embarazada a Doña Juana de seis meses. Falleció Felipe el Hermoso el día 29 de setiembre de 1506, cuando contaba apenas veinte y ocho años.

Tal fue el poderoso influjo que obró en la imaginación de la nueva reina la inesperada muerte de su esposo, que muchos días estaba fuera de sí, y encerrada en el aposento que a ella le parecía más lóbrego y triste. Durante este enajenamiento se habían hecho los funerales, y por consiguiente el cadáver del monarca sepultado en la cartuja de Miraflores. En cuanto esto llegó a su noticia, mandó se lo trajesen en una caja bien dispuesta y embetunada, porque no quería vivir lejos de él. Asi se practicó, y no permitía que nadie entrase, llevándose los días y las noches contemplando los restos del ídolo de su amor. Ninguna clase de ruegos la hacían desistir de alejarse del cadáver. En vano eran las amonestaciones del cardenal Cisneros; inútiles también las de las damas y principales personajes, advirtiéndole la necesidad de ocuparse de los negocios del reino. Cerróse por dentro de la habitación y mandó hacer una ventanita para que por alli pudiesen mandarla algunos alimentos.

Muchas veces iban los grandes a hacerla saber la alteración en que se hallaba España, y contestaba que si su hijo estaba en disposición, viniese a gobernarla, y que si no, su padre; que ella tenía otros deberes más sagrados que cumplir como viuda.

Varios de los personajes creían, al oirla hablar con cordura algunas veces, si la querida de su esposo habría usado de algunos maleficios para hacerla padecer tan terriblemente. ¡Qué credulidad la de aquella época! No trascurrió mucho tiempo sin que a la misma reina Doña Juana le pareciera insoportable aquella existencia; y poco después llamó al cardenal Cisneros, haciéndole saber que no podía vivir por más tiempo en la capital donde había muerto su marido; pero el cardenal quería suspender por entonces su determinación, a causa de hallarse en un estado avanzado de preñez; mas como la voluntad de Doña Juana fue siempre decidida, no se atrevió a oponerse a su mandato. Se trasladó la corte a Valladolid, por orden expresa de la reina.

Haciendo jornadas muy cortas salió de Burgos el 20 de diciembre de 1506, acompañada de un crecido número de vasallos con hachas encendidas, muchos frailes franciscanos tambien con luces, el prior de la cartuja y algunos monjes que decían misas diarias por el alma del soberano, cuya caja iba en medio de esta fúnebre comitiva, seguida del coche de la desdichada Doña Juana y de las damas y caballeros de su palacio. De esta manera marcharon hasta llegar a Torquemada, donde la reina no quiso pasar adelante, alojándose en casa de un clérigo, y exponiendo que el estado de su salud no la permitía seguir. El 14 de enero de 1507 parió en este pueblo a la infanta Doña Catalina.

Triste y desconsolador fue este año para España. A consecuencia de una miseria y escasez grandes, se desarrolló una peste que causó innumerables estragos. ¿Y se creerá que a pesar de ser el pueblo de Torquemada uno de los más invadidos por la epidemia, no bastasen los ruegos del cardenal a que continuara la reina su camino? Muchas y muy reiteradas fueron las instancias que a éste le costó, hasta lograr que a fines de abril se volviese a emprender la marcha con el mismo aparato que al principio; pero pronto se cansó de viajar. Al llegar a Hornillos distante dos leguas de Torquemada, quiso fijar su residencia en él, exponiendo viviría con más comodidad que en una población grande. De manera que volvió a encerrarse en este pequeño pueblo con el inanimado cuerpo de su esposo, no cesando de hablarle, ya con cariño, ya con quejas, ya con reconvenciones, que aumentaban más su incurable locura.

Todo seguía de este modo, hasta que la dieron noticias de la venida de su padre a España. Esta noticia la recibió con gran placer, porque al momento manifestó deseos de salir a encontrarse con D. Fernando, en Castilla, advirtiendo que había de ser en cortas jornadas y con el mismo cortejo fúnebre. Inútilmente se cansaba el regente del reino, arzobispo de Toledo, para hacerla viajar de día, sin el cuerpo de su esposo; todo era en vano: de suerte que no había otro recurso que repetir todas las noches el entierro. Así caminaron hasta entrar en Tórtoles, poblacion donde tuvo su padre el gusto de abrazarla. Pero cuál fue la sorpresa de D. Fernando al encontrar a su hija más querida en aquella situación; aquéllos ojos desencajados, aquél rostro cadavérico, y aquélla mirada errante! Cuando se le venía a la memoria lo que había sido causa de que su hija estuviera en aquel estado, la pena lo ahogaba, y gruesas lágrimas surcaban sus mejillas. Doña Juana estaba inmóvil: ¿Llorais, padre de mi corazon? le dijo: vuestra hija no puede ya imitaros. Cuando sorprendí a la querida de mi esposo, se me agotaron las lágrimas. ¡Considerad cuál sería mi tristeza!

Doña Juana había llegado al último grado de locura, estaba enteramente loca; mas sin embargo era la reina propietaria de España y su nombre y consentimiento eran necesarios para dar algun carácter a los actos del gobierno. Esta consideracion movió al rey Católico a entrar en algunas consultas con su hija para el mejor arreglo de los negocios y volver otra vez a gobernar los dominios de España. Doña Juana, por su parte, admitió sin réplica alguna cuanto le propuso su padre, poniendo solamente una condición, que la habían de dejar permanecer en la villa de Arcos, «en completa libertad, sin tener que intervenir en otro negocio, que pasar los días que la restaban de esta vida, al lado del cuerpo de su esposo.» Mucho trabajaron por hacerla variar de este pensamiento, pero siendo todo inútil se le concedió el permiso, mandando prepararle una casa en Arcos, digna de la persona que la iba a habitar.

Más de año y medio residió Doña Juana en la villa de Arcos sin que se hubiese mejorado en nada su locura. Era de ver, según afirman algunos, las animadas conversaciones que esta infeliz señora tenía con el cadáver de su esposo; conversaciones que aumentaban más su delirio, y que en lugar de aliviarla, la agravaban. «¿Por qué no me respondeis, Felipe? le decía: callais!... todavia me sereis infiel!...» Estas palabras profería a su marido, y otras que causaría lástima escucharlas.

Desde Santa María del Campo le escribió D. Fernando a su hija advirtiéndole de la necesidad que tenía de marcharse a Tordesillas, y haciéndola saber era población más salubre que la villa de Arcos, y que en consecuencia había determinado se pusiese en camino para este punto. Doña Juana se encontraba perfectamente, según le contestaba, en Arcos. De manera que viendo el rey Católico que su hija no accedía a sus súplicas tomó la determinación de ir en busca de ella para ver si con su presencia lograba lo acompañase hasta Tordesillas. Asi lo hizo D. Fernando, habiendo podido con el influjo que ejercía sobre su hija hacer se marchase a dicho punto, pero viajando con el mismo aparato que en las otras expediciones. Sea el haber mudado de temperamento, sea que el viaje no fue de su agrado, lo cierto es que la reina Doña Juana estaba más furiosa cada vez, y tomó más incremento su ya incurable enfermedad.

El anciano Luis Ferrer era el que estaba encargado del cuidado de Doña Juana, y al cual ésta no podía ver; por eso encontraba en ella una oposición enorme a todo lo que la encargaba hiciera, complaciéndose en ejecutarlo al contrario. Si la rogaba, por ejemplo, se acostase en su cama, lo hacía en el suelo; si disponía que se trasladase a otra habitación más decente y ventilada, cerraba con más fuerza los cerrojos de aquella en que estaba. Cuando hacía frío desechaba las pieles y objetos de abrigo que le proporcionaban, y cuanto más la suplicaba Luis Ferrer se vistiese y asease, con más empeño andaba sucia y mal vestida. Poco tiempo después se le puso en la cabeza la manía de no comer ni beber; y hubo ocasión de que pasasen tres días sin tomar nada; hasta que acosada por el hambre, tomaba algo, empeñándose que los platos donde le mandaban las viandas no saliesen de su habitación; de suerte que estos objetos sucios con otros, daban un olor insoportable a aquella morada, e imposible por tanto de aguantarlo. Momentos había en que después de un gran delirio gozaba de alguna razón, y se lamentaba de que habían arrancado la corona de sus sienes, y no contentos sus enemigos con un rapto de este género, la habían sepultado en un calabozo tan hediondo y custodiada por un carcelero tan despreciable.

Estas palabras llegaron con la velocidad del relámpago a oidos del Católico D. Fernando, asi es que al siguiente año de 1510, cuando pasaba para las Cortes de Monzón, hizo por visitarla, y cerciorado de todo lo que ocurría reunió un consejo de los grandes para deliberar sobre el método que se debía observar en adelante con su hija, porque sabía que la presencia de D. Luis Ferrer la martirizaba; del consejo salió, que después de haberla provisto de todo lo necesario de aseo, ropas y alimentos, se eligiesen doce señoras para que cuidasen continuamente de ella, y cada una se quedara una noche en vela para obligarla a vestirse, desnudarse y mudarse de camisa, aun en contra de su voluntad. Veinte días estuvo el rey Católico acompañando a Doña Juana, en los cuales estuvo menos mal; pero después que se la obligaba a ejecutar lo pactado por su padre, se apoderaba de ella una furia tan grande, que nadie podía permanecer a su lado. Más previsor el cardenal Cisneros que los grandes de que se había compuesto el consejo, creyó oportuno jubilar a D. Luis Ferrer, porque opinaba que tal vez nombrando a otro lo pasaría mejor Doña Juana; asi lo hizo, sustituyéndolo con Don Fernando Ducos de Estrada. Este caballero fue tal la habilidad que mostró en el desempeño de su encargo, que a poco tiempo logró que comiese y bebiese, que durmiera en su lecho, que se aseara y vistiera, y hasta que mudara de habitacion, porque ya la suya no era más que un fétido muladar. Se llegó a fortalecer su físico, porque con su habitual finura y modales, logró este caballero el que fuese a misa y que asistiese a varios actos religiosos.

Ya sus accesos de locura eran menos constantes, asi es que determinaron apartar de su vista el féretro de su esposo, siendo conducido algunos días después a Granada, y aunque fue grande su exasperación cuando lo echó de ver, pudo al fin D. Fernando Ducos de Estrada tranquilizarla. Pero no se crea que por este llegó a ponerse buena del todo; jamás esta infeliz reina llegó a recobrar su perdida calma. Sin embargo, el Católico rey le escribió a Estrada, dándole las más afectuosas y repetidas gracias por el servicio que había hecho a su hija.

 

En esta época no había ya una sola persona que no estuviese enterada de la enfermedad de la reina Doña Juana; pero no obstante, conservaban alguna esperanza de alivio, hija más bien del deseo de sus súbditos, que de la posibilidad.

En las Cortes que se celebraron en Valladolid por enero de 1518, se decretó que si en algun tiempo la reina Doña Juana se hallaba en disposición de mandar los vastos dominios de España, cesase de su gobernación el Católico rey D. Fernando; y que Doña Juana fuese la soberana absoluta.

 

 

 

CAPITULO IV

De las disensiones que había en España, y muerte de Doña Juana.

 

Eran muchas las disensiones que había en España con varios partidos que empezaron a formarse unos a favor de Doña Juana, otros al de su hijo D. Carlos, otros al de su padre, y algunos otros que deseaban viniese a gobernar el emperador Maximiliano I, su suegro, asi es que ya en 1520 peleaba España por su libertad agonizante. Los partidarios de Carlos V levantaron en Castilla el pendón de la independencia, y los jefes de unos y otros partidos para dar valor a sus determinaciones acudían a Doña Juana. El cardenal Cisneros, entonces regente y gobernador del reino, fue el primero que determinó apelar a la reina para ver si se podía salir de las apuradas circunstancias en que los partidos habían colocado a las provincias y particularmente a Valladolid.

Cuantos iban a tratar sobre asuntos tan delicados con la reina, salían sumamente descontentos por no obtener nunca una contestación digna de aplacar los ánimos de los revolucionarios. Pero el gran talento del cardenal gobernador y de todos los que componían su real consejo, logró, aunque a costa de un incansable trabajo, aplacar las turbulencias; y poco después, cuando falleció el rey D. Fernando el Católico, empezó a gobernar España el emperador Carlos V, por no hallarse con la capacidad suficiente para ello, su madre Doña Juana. Ya la ocupaba a esta señora otro pensamiento que había venido a acibarar más su miserable vida. El marqués de Denia le trajo la noticia de haber fallecido su padre; noticia que la puso rematada del todo; invocando sin cesar los nombres de su esposo y de su padre, con tan fuertes y descompasados gritos, que había ocasiones en que todos temían por su vida. Ninguna dama ni caballero, se atrevían ya a permanecer solos a su lado. Sus ensangrentados ojos, su descarnada cara, su descompuesto cabello, todo inspiraba horror.

En este triste estado pasó el resto de su vida la infeliz reina en el palacio de Tordesillas, donde estuvo cuarenta y seis años luchando con lo que todos conocen, y no existiendo otra cosa en su imaginación que la memoria de su adorado padre y los celos de su idolatrado esposo.

Después de conocidos los hechos que se han acabado de referir, lo restante de su vida, que a pesar de los largos y terribles sufrimientos, fue larguísima, no ofreció novedad, digna de mencionarse.

La reina de España, Doña Juana, alargó sus días hasta los setenta y tres años, sin que su incurable mal hubiera podido hallar un correctivo, pero en los últimos meses se agravó extraordinariamente. Nunca tuvo dolencia de otro género, de manera que de haber vivido Felipe el Hermoso mucho tiempo, hubiera tenido que expiar su mal proceder para con esta reina, acreedora de mejores miramientos.

A principios del año 1555 empezó a enfermar de bastante consideración; llegando hasta el punto de no querer tomar ninguna medicina. Cuando la obligaban la arrojaba al suelo o a la cara de quien se la hacía tomar. Tres meses pasó esta señora en la agonía, no habiendo ya una persona que quisiera permanecer en su compañía. Todos estaban fatigados, aburridos, de sufrirla. Gritos desaforados y lastimeras voces eran los que se oían en palacio; y todo cuanto se hacía para tranquilizarla era nulo, en lugar de aliviarla excitaban más y más su furor.

El marqués de Denia, que era uno de los que continuamente estaban a su lado le escribió al rey, su hijo, advirtiéndole de esto mismo, a lo que contestaba Carlos V: «Sufrid con resignación las impertinencias de mi pobre madre, que el Cielo os recompensará.» Lo mismo les contestaban las demás personas reales.

Dios quiso por fin recogerla bajo su amparo, pero se asegura muy de positivo que poco antes de morir recobró perfectamente su entendimiento; y cual el que despierta azorado por los mágicos efectos de una terrible pesadilla, y queda después inmóvil y sumergido en un grande abatimiento, asi quedó esta soberana... tranquila. Por lo que dedicó su pensamiento a orar fervorosamente, y a la disposición de su alma, a lo cual le ayudó con su inimitable celo San Francisco de Borja, duque de Gandía, que dió la casualidad de hallarse presente en tan terrible acto. El día 11 de abril de 1555 y en su misma noche, que era la del jueves Santo, finalizó su larga y penosa existencia, siendo sus últimas palabras: «Jesucristo, acogedme en vuestro seno.» Asi terminó esta soberana española, poseida de una pasión aunque lícita, exagerada. Se vuelve a repetir, que si el archiduque hubiera existido, habria expíado terriblemente su crimen sólo con ver el incomparable daño que había causado a una reina que no tuvo otro delito que adorarlo con ciega idolatría. ¡Ejemplo terrible, para después de conocido procurar refrenar las exageradas pasiones, que no traen otro resultado que males sin cuento, como se podrá conocer por el retrato que se ha trazado de la reina de España, Dona Juana la Loca.