LOS
CRONICONES
CRÓNICAS
JUDEO-HISPANICAS O
HISTORIA
DE LOS JUDIOS EN ESPAÑA
«En
los primeros años del reinado de los muy católicos esposos, tan empinada
era la herejía que los letrados estaban en punto de predicar la ley
de Moisés, y los simples no podían encubrir ser judíos.» Andrés
Bernaldez.
LOS ORÍGENES
Mi intento es tratar de la varia y casi siempre trágica
suerte de los judíos en España: historia llena no de ilustres vencimientos,
señaladas proezas y altos fines, sino de calamidades, conflictos,
persecuciones, motines de la plebe, robos, incendios, destierros,
muertes a fuego en públicos cadalsos, infamias de linajes, encarcelamientos,
oprobios y otros rigorosísimos castigos. En
ella mostraré cuan fuera de toda razón han caminado aquellos escritores
que, corrompiendo la verdad, tuvieron y aún tienen a los antiguos
judíos españoles por hombres tan solo dados a la usura y a esconder
en las entrañas de la tierra el fruto de sus trabajos, comercios y
granjerías; puesto que a ellos debe España grandes adelantamientos
en la medicina, en la filosofía, en las matemáticas y en la náutica.
Los reyes los consultaban en las más arduas materias de estado, y
acometían, con el favor de sus consejos y dinero, las más dificultosas,
las mayores y las más arriesgadas empresas. Mostraré
además el yerro y grande, sobre injusticia, que cometieron los Reyes
Católicos al ordenar su extrañamiento de los reinos de España, sustentando
mi opinión con las apretadísimas razones de estado que para un hecho
tan importante se oponían, y lo sin fruto y aprovechamiento que son
las persecuciones, castigos y otros rigores en materias religiosas;
pues los monarcas bien podrán regir con las leyes de la fuerza los
cuerpos de sus vasallos; pero no podrán sujetar los ánimos, porque
más fácil cosa seria poner antes frenos a los vientos, y hacer que
volviesen atrás las corrientes de los ríos. Escribo
esta historia sin pasión, ni artificio, como de cosas que nada me
tocan. Ni soy judío, ni vengo de judaizantes. Solo es mi propósito
sustentar la verdad: ley a que debe caminar ajustado todo historiador;
y ella no puede peligrar en mi pluma, porque no acostumbro ver con
ojos apasionados lo que está lejano de mis opiniones. Algunos
escritores han hecho mención de los sucesos prósperos y adversos de
los judíos españoles, y no han faltado excelentes ingenios para tratar
de los tiempos de su expulsión; pero casi todos no han cortado sus
relaciones a la medida de la verdad, así por el miedo a los Reyes
Católicos, mientras Vivian, como, después de muertos, por el odio
que bebieron en los pechos de sus madres contra todo lo perteneciente
a la nación judaica. De
esta suerte hombres en sangre ilustres, y tenidos en la prudencia
por cuerdos, en la virtud por únicos, y en las ciencias por maestros,
se dejaban arrebatar de la corriente de mil locuras y desvaríos, y
llegaban a un punto de estrenada ceguedad, causando un daño irremediable
a la historia y a las letras. Por donde se ve que no son bastantes
los estudios, no el claro ingenio, no las ciencias para formar la
sabiduría en el hombre, sino sacar el entendimiento de las cárceles
en que está aprisionado desde la niñez, limpio de la corrupción y
del veneno que bebió en las doctrinas del vulgo, y en la ignorancia
de sus padres y maestros. Las
noticias que tenemos del establecimiento de los judíos en España están
inficionadas de muchos y grandes errores; puesto que hombres doctísimos
y tenidos en la historia por veraces, dieron fe a consejas de la ruda
y baja plebe, y a documentos fingidos o por el interés, o por un vano
deseo de ver acreditados con ellos sus patrañas. Cuentan
algunos escritores que Nabucodonosor, rey de Babilonia, después de
haber allanado los muros de la soberbia Jerusalén y puesto en cautividad
al pueblo israelita, prosiguió sus victoriosas empresas, destruyendo
a Tiro y Egipto, y los lugares situados en las riberas africanas.
Después para tomar venganza y satisfacción de los fenicios por haber
dado socorro a los de Tiro, cuando él los apretaba con un porfiado
cerco, entró en las tierras de España, sujetó a sus habitadores y
dejó en ellas gran número de judíos que caminaban con su ejército:
los cuales echaron los fundamentos de Toledo, Sevilla y otras antiquísimas
ciudades. Tertuliano, Eusebio Cesariense, San Clemente Alejandrino
y algunos autores más, tratan a la larga de las conquistas y navegaciones
hechas por Nabuco, así en la Libia, como
en toda Asia hasta Armenia, y ninguno habla de la venida y toma a
sangre y fuego de la península hispánica. Y, aunque pudieran traerse
razones y argumentos tan verosímiles, que fueran parte para mostrar
claramente que ganó a fuerza de armas y brazos estas tierras, hay
mayores para creer que con su ejército no vinieron judíos. Sabido
es el odio y perpetua desconformidad que había entre estos y los asirios,
especialmente por la religión, según el testimonio del grave y auténtico
historiador Flavio Josefo. Entre ellos andaban enajenados los ánimos
con ciego rencor y enemiga: los unos por verse puestos en esclavitud
y miseria: los otros por recibir continuamente y a la sorda daños
de los mismos que tenían oprimidos en pesado cautiverio. Es caso,
por tanto, imposible de creer que Nabucodonosor para la jornada atrevidísima
de África y España trajese en compañía de su ejército, a tan temibles
y molestos enemigos; y aun más, que dejase
en manos de ellos las tierras que con la sangre, sudor y trabajos
de sus vasallos había adquirido. Otros
historiadores afirman que vinieron judíos a España con su capitán
Pirro en este tiempo, y que poblaron en dos partes: una llamada Toledo
y otra Lucina o Lucena. Pero todas estas noticias van separadas de
la verdad muchas leguas de camino. La cierta y más acreditada es que
los que escaparon de la muerte en la toma de Jerusalén fueron llevados
en cadenas a Babilonia. Así se lee en el libro de los Reyes y en el
Paralipómeno. Los
que han querido dar por cierto el establecimiento de los judíos en
España, después de su conquista por las armas de Nabucodonosor, afirman
que estos tenían en las más principales ciudades de la península hispánica
sinagogas, de quienes era cabeza y primada la de Toledo. Cuentan además,
que cuando empezaba Jesucristo su predicación en Jerusalén, como determinasen
los escribas y fariseos perderlo y tuviesen siempre la costumbre de
consultar con todas las sinagogas del universo en los asuntos más
dificultosos, para pedirles su parecer y consentimiento, enviaron
a la archisinagoga de Toledo cartas de
los príncipes y sacerdotes con un tal Samuel, su mensajero. Juntáronse
los judíos de Toledo en concilio, y en nombre de las demás sinagogas
de España, de las cuales tenían poderes, respondieron, después de
haber dado oídos también a la lectura de las cartas de un tal Eleázaro
sacerdote suyo y varón de santa vida, que llamado de sus negocios
había tomado el camino de Jerusalén, y era testigo y aficionado a
la vida y hechos milagrosos de Jesús. La respuesta era una contradicción
de los judíos españoles para que los de Jerusalén no quitasen la vida
a Jesucristo. Dicen que fue hallada después en Toledo, cuando don
Alonso VI sacó del poder de moros esta ciudad; que estaba escrita
en lengua hebrea, y traducida luego en la arábiga, de orden de un
sabio rey moro que tenía por nombre Galifre:
que mandó aquel monarca volverla en la castellana de aquel tiempo;
y que hasta el año de 1494 se conservaba en los archivos toledanos:
de los cuales fue arrebatada por los judíos expulsados de España.
Esta
patraña, que yo la tengo por tal, está acreditada por muchos y muy
buenos escritores, engañados por el forjador de semejante documento,
tales como don Fray Prudencio Sandoval, Arias Montano, el doctor Juan
de Vergara, el doctor Francisco Pisa, Fray Juan de Pineda, Quintana
Dueñas, Rodrigo Caro, Tamayo de Vargas, Francisco de Padilla, don
José de Pellicer, don Diego de Castejón, Rodrigo Méndez de Silva y
otros muchos que por no caer en prolijidad remite al silencio mi pluma.
Para honra de las letras españolas no callaré que la han reputado
por apócrifa varios autores insignes, tales como el marqués de Mondéjar,
el sapientísimo Nicolás Antonio y otros excelentes críticos. Las
razones en que sustento mi parecer de que es pura ficción esta carta
son no existir en tiempos de la muerte de Jesucristo judíos en España,
en lo inverosímil y extraño de la consulta de los de Jerusalén a todos
los que estaban esparcidos por el orbe; y por último afirmar cuantos
tienen por verdadero este papel, que fue traducido en el idioma español,
cuando la conquista de Toledo por don Alonso VI: edad en que todos
los documentos se escribían en el latino. A más que la traducción
de esta carta se encuentra fingida con la más extraña ignorancia y
la más insolente desvergüenza literaria; porque está escrita en un
lenguaje bárbaro, confusa mezcla de lengua castellana antigua con
moderna, y con un poco de portuguesa y gallega. No
hay linaje alguno de duda en que debió su formación al propósito de
querer que los judíos pareciesen menos aborrecibles a los ojos del
vulgo, y aun de los nobles; y de mitigar también las cruelísimas persecuciones
que en tiempos modernos sufrían por el tribunal del Santo Oficio.
Este pensamiento me han sugerido varios autores que afirman que los
descendientes de aquellos judíos de la sinagoga de Toledo que contradijeron
la muerte de Jesús, merecían ser premiados y tenidos por buenos. El
Padre fray Juan de Pineda en su Monarquía eclesiástica, escribe
lo siguiente:—«Los judíos que en Toledo vivieron, no se hallaron en
Jerusalén en tiempo de la pasión de nuestro Redentor, ni consintieron
en ella. Siendo esto así, se pueden preciar
del mejor linaje del mundo, porque la nobleza de la sangre depende
de las excelencias personales de la parentela, juntamente con privilegios
y honras, concedidas de los príncipes. Y los fundadores de la casa
de Israel, Abraham, Isaac y Jacob, fueron eminentísimos hombres, honrados
de Dios, sobre cuantos en el mundo nacieron. Luego los judíos que
probaren no haber consentido en la muerte del Redentor (por la cual
perdieron su hidalguía) y que habían creído en él como lo hizo Nicodemo
y Gamaliel, y otros algunos, sin duda estos serían del mejor linaje
del mundo y los que de ellos descendiesen.» El
Padre Quintana Dueñas en su Singularia,
obra póstuma, se alarga más en referir los merecimientos de todos
aquellos que mostraron venir de los judíos que se opusieron a la muerte
de Jesús; pues dice que deberían ser honrados con entrar en las órdenes
militares y con alcanzar dignidades eclesiásticas. Por ser sus palabras
curiosísimas, las pongo aquí, trasladadas de la lengua latina en que
fueron escritas.—«Por tanto no dejaré de notar que si alguno probare
descender de los hebreos que de ningún modo dieron su consentimiento
para la muerte de Cristo, y constare que la contradijo, y que después
de publicada la ley de Gracia no cayó otra vez en el judaísmo, podría
ser admitido en las órdenes y dignidades eclesiásticas; y no solo
en las religiones, sino en las militares: en las cuales por estatutos,
está prohibida la entrada a cuantos descienden de linajes de judíos.»
Nada
tendría de extraño que, después que estos fueron expulsados de España,
los que quedaron ocultos con el nombre de cristianos por haber recibido
forzadamente el agua del bautismo, viendo el envilecimiento en que
estaban tenidos los que venían de conversos, fingiesen ese documento
y esparciesen esas noticias para levantar su estirpe, lisonjeando
de este modo los afectos del vulgo, de los hombres doctos, y aun de
sus mismos perseguidores y enemigos. Por
las palabras de estos autores se viene en conocimiento de cuán flaca
y ciega es la razón humana, y cuán fácilmente tuerce y lleva la condición
de los mortales a odiar lo más amado, y a amar lo más aborrecido.
Porque, como los pareceres de los hombres están casi siempre regidos
por la fuerza de las pasiones, tienen más mudanzas que el mar o que
la luna, y del mismo modo que arrojan en el polvo todo lo que no camina
ajustado a sus opiniones; ponen sobre las estrellas cuanto viene a
conformarse con su natural y condición. Así los que aborrecían a todos
aquellos que observaban la ley de Moisés, y negaban a los que descendían
de ellos la entrada en las dignidades eclesiásticas y en las órdenes
militares, ya querían abrirles franca puerta, solamente por una ficción
que era agradable a sus ojos. ¡Tanto puede una noticia que traiga
consigo apariencias de verdad, y que alcance la ventura de ser acreditada
por personas ilustres en la sangre, insignes en los hechos y doctas
en los escritos! De
haber dado fe a la carta, por la cual se decía que los hebreos españoles,
y particularmente los del reino de Toledo, aunque fueron vivamente
solicitados por los de Jerusalén, no quisieron prestar su voto y consentimiento
en la muerte de Cristo, se levantaron otras patrañas que consiguieron
ser recibidas con igual fortuna. Una de ellas fue asegurar que en
el año 33 enviaron los judíos a Jerusalén dos mensajeros a quienes
llamaban Atanasio y José para que hiciesen una protestación de palabra,
no solo en nombre de los de Toledo, sino en nombre de los de toda
España, para embarazar los intentos de los escribas y fariseos. Otra
es afirmar que después de crucificado Cristo, envió la archisinagoga
de Toledo segunda legacía a Jerusalén con cartas para María Santísima
y S. Pedro, con el fin de que doctrinasen a sus mensajeros en la fe
de Cristo: las cuales fueron llevadas por S. Indalecio y Eufrasio.
Entonces dicen que Eleázaro, cuya dignidad
era tener la presidencia de la sinagoga y gente española en Sión,
escribió a los de Toledo, dándoles noticia de cómo había muerto Jesús
por las maquinaciones de Anás y Caifás,
y como venía a predicar la ley de Gracia en España un varón santo
llamado Jacobo, hijo del Zebedeo. En
el falso cronicón impreso como obra de Juliano, arcipreste de Santa
Justa, se pone la siguiente carta que, aunque apócrifa, va traducida
de la lengua latina en castellana, y puesta en este lugar para divertimiento
de los curiosos.
«Eleazar,
archisinagogo o presidente de la Sinagoga
y gente española en Jerusalén, y los ancianos de su consejo, a Leví
archisinagogo toledano, y a los ancianos
Samuel y Josef, salud en el Dios de Israel. Sabed,
hermanos míos, que predica en esta ciudad de Jerusalén un varón justo
llamado Jesús Nazareno: el cual obra muchas maravillas, resucita
muertos, sana leprosos, da vista a ciegos, pies a cojos, libre uso
de miembros a paralíticos. Es hombre bienhechor de todos, humilde,
benigno, misericordioso, grave y hermoso más que los hijos de los
hombres, agradable en las palabras, poderoso en las obras, y en todas
sus acciones aventaja a los demás hombres: venéranlo
muchos por Mesías. Juan, hijo de Zacarías, varón santo, nos lo manifestó
con el dedo diciendo: Este es el Cordero de Dios. Nosotros
no habemos querido consentir en su muerte,
que le maquinaron Anás y Caifás y los
príncipes de los sacerdotes: y así os intimamos que ni vosotros ni
los que de las doce tribus habitáis en España deis consentimiento
a tan sacrílega acción. Acordaos cuando Amán, no solo a nuestros antepasados
sino a otros muchos hebreos esparcidos por varias provincias, mandó
quitar la vida en el afrentoso suplicio de la horca, y que al fin
Dios dispuso de él que fuese colgado en la que tenía preparada para
nuestro padre Mardoqueo. Nuestros padres tuvieron cartas de Artaxerxes,
y por ellas luego al punto conocieron que en brevísimo tiempo se habían
de cumplir las hebdómadas de Daniel en que el justo o había sido muerto
o habría de morir. Haced también memoria de que nuestros padres fueron
avisados de Daniel, cuando estuvo en Babilonia, de donde por su orden
y disposición vinieron a España, y les profetizó la muerte del Justo,
por cuya causa había de ser desolado el templo de Jerusalén, y que
Jeremías y otros profetas sienten mal de los judíos que permanecían
en Jerusalén, no queriendo bajar a Egipto con el mismo Jeremías; pero
de los judíos buenos enviados por Dios a España, hablan bien. En fin,
os ruego si llegaren con cartas judíos de Jerusalén, que irán brevemente
para España, que no los recibáis; y si acaso los recibiereis, sea
tan solo a Jacobo hijo del Zebedeo, varón bueno, y discípulo de Cristo
crucificado, que (como dicen los discípulos) ya ha resucitado. Recibidlo
con agrado, y a los demás discípulos de los Apóstoles. Dios os guarde.
En Jerusalén a cinco días del mes de Nisan.»
Y
viniendo a lo que anda más acreditado en las plumas de doctos varones,
digo que los israelitas en tiempos de la dominación romana en España,
tenían poquísimas noticias de las tierras y cosas occidentales; porque
como no habitaban en las riberas del mar, ni hacían navegaciones de
una parte a otra para vender sus mercaderías, ni se fatigaban en peregrinar
por el mundo para ver nuevas regiones, nuevas gentes y nuevas costumbres,
tan solo conocían los reinos que lindaban con los suyos, así por la
vecindad como por las guerras y cruelísimas discordias que los varios
intereses entre unos y otros levantaban. Cuando
tuvieron noticia de los hechos de los romanos y que estos habían hallado
en el corazón de España tantas y tan grandes minas de oro y plata,
les enviaron mensajeros con el parabién de sus victorias y próspera
fortuna, y juntamente para hacer amistades con pueblos tan valerosos.
No vinieron y España, sino fueron derechamente y Roma, llevando cartas
de favor para todos los reyes de Asia y Europa que tenían tierras
en el camino por donde iban y pasar para cumplir su embajada. Y aunque
en esta ocasión hicieron amistades los judíos con Roma, no hay memoria
de que alguno de ellos quedase a vivir en la ciudad dominadora del
orbe. Así lo afirman Flavio Josefo y Justino. Tampoco
viajaban en aquella edad a Grecia, nación que les era tan cercana;
pues no hay escritor de ella que haga memoria de los hechos de los
hebreos. Cuando
el gran Pompeyo, por las disensiones de Aristóbulo e Hircano, tomó
Jerusalén e hizo tributaria a Judea (63 años antes del nacimiento
de Cristo), pasaron algunos israelitas a Roma; y muchos más fueron
llevados luego por Gabinio y Craso: de
donde nació haber tantos en aquella ciudad, y de que sirviesen a Pompeyo
en las guerras que sustentó contra Julio César. El
Emperador Augusto los favoreció grandemente; pues les dió
permiso para vivir en barrio separado de Roma a la otra banda del
Tíber, que fue el primer asiento que ellos tuvieron en Europa. Pero,
como usasen mal de esta licencia, en tiempos de Tiberio César salieron
expulsados de la ciudad, y de ellos levantaron los cónsules cuatro
mil soldados para enviar a Cerdeña. Y los que por su religión o por
otras causas se negaron a entrar en la milicia, contradiciendo las
órdenes rigorosas del emperador, fueron castigados con la muerte.
No
hay memoria de que viviesen en aquella edad judíos en las tierras
de España. Estrabón, que al hablar de cuanto se habían extendido por
el orbe, desciende a referir en particular las provincias en que ya
habitaban, nada dice de la española. El rey Agripa tampoco en la carta
que escribió al emperador Cayo Calígula, intercediendo por los hebreos;
y eso que en ella hace puntualísima mención de todos los lugares,
de donde ellos se habían hecho vecinos. Cuando
se derramaron por todo el mundo, y consiguientemente vinieron a poblar
en España, fue en el año 70 de la era cristiana, después de la destrucción
de Jerusalén por el emperador Tito, hijo de Vespasiano: y en ella
no levantaron ciudades, ni les dieron nombres, como sin fundamento
aseguran algunos. Venían como vencidos para recibir socorro: no para
fabricar murallas. En las ciudades donde eran admitidos, vivieron
muchos años mezclados con los naturales y demás vecinos; y después
que con su trabajo adquirieron la posesión de riquezas, formaron barrios
separados para vivir con más comodidad y tener más libremente congregaciones
en sus sinagogas. Por lo común los judíos que pasaron a España perdieron
su lengua y se acomodaron facilísimamente a hablar en la de la tierra,
y esta es la razón, según el doctor Bernardo Alderete, porque se nos
pegaron tan pocos vocablos de la hebrea, que sin duda fueran más,
si ellos la hubieran conservado con el uso y con trasmitirla a sus
descendientes y a los moradores de las ciudades, en donde Vivian.
No
pasó mucho tiempo sin que la paz de los judíos fuese turbada. Congregados
los obispos el año 303 en el Concilio Eliberitano
prohibieron la comunicación y tratos y contratos con ellos en lo posible,
por cuanto intentaban con vivísimas y apretadas instancias llevar
gente a la ley de Moisés. Además fulminaron anatemas contra todos
aquellos que comieran en compañía de israelitas, y contra los que
permitieran que estos bendijesen los frutos que de sí arrojaban las
tierras de los cristianos. Algunos
creen ver en estos cánones la prueba y grande del excesivo número
de judíos que había entonces en España; pero yo encuentro otra mayor
para llevar la opinión contraria, en las leyes de los visigodos, cuya
recopilación vulgarmente es llamada Fuero Juzgo. En ellas se
lee la división que de la Península hicieron, tomando dos partes para
sí los godos, y dando una a los romanos: nombre con que conocían a
los españoles de aquel tiempo. Dice así una de las citadas leyes,
vuelta en lengua castellana: «El repartimiento que es hecho de las
tierras de los montes entre los godos y los romanos, en ninguna manera
debe ser quebrantado; pues que pudiere ser probado. Ni los romanos
no deben tomar ni demandar nada de las dos partes de los godos, ni
los godos de la tercia parte de los romanos.» Por donde se ve cuan
pocos eran los judíos que habitaban en España, cuando en este repartimiento
para nada se les nombra: silencio que no se advertiría si hubieran
sido muchos en número. Y
no traten los de la opinión contraria de desvanecer este argumento
con decir que los godos mirarían con sumo desprecio y desdén a los
hebreos, y que, teniéndolos en poco crédito, ¿cómo habían de repartirles
tierras para que con trabajo y constancia solicitasen sus frutos,
y con su comercio pudiesen pasar más cómodamente la vida? porque son
razones fáciles de echar por el suelo, como fundadas sobre flacos
cimientos. Las
bárbaras gentes del Norte salieron por pura ambición de sus casas,
y por pura valentía se hicieron señores de las ajenas. Todas las fuerzas
que intentaban vanamente atajarles el paso, duraban ante ellas lo
que un pequeño torbellino de polvo ante un viento recio e impetuoso.
Para retener la usurpación de las tierras y dominios conquistados
usaban del buen gobierno: con el cual levantaban a las nubes su poderío,
fundándolo en la verdadera obediencia y en el amor de los naturales,
no en odios crueles y vanos intereses, que aunque por algunos años
conserven en apariencia los imperios acaban en destruirlos, y son
como aquella piedra que está en los cimientos de un viejo edificio,
y que se va gastando poco a poco. No demuestra su estrago, hasta que
ha desmoronado y hecho venir a tierra la fábrica que sustentaba, y
eso, cuando ni las manos ni la industria, ni la diligencia bastan
a poner estorbos y su ruina. Por
tanto, como los godos no eran arrastrados en sus acciones por la intolerancia
católica, sino por el deseo de la buena conservación de sus conquistas,
no habrían dejado caer en olvido a los hebreos a la hora de hacer
el repartimiento de España, si estos hubieran vivido en gran número
por las ciudades. Es
cierto que los reinados de los godos fueron llenos de fraternos odios,
y todo género de insultos y calamidades. Ellos como gente bárbara
y rústica estaban dominados por la fuerza de las pasiones, y especialmente
por la ambición, de suerte que con furiosa presteza ejecutaban cuantas
maldades les sugerían sus entendimientos desbocados. Desposeían los
vasallos a los reyes quitándoles los tronos y las vidas con la violencia
del veneno o de la espada, y no solo vasallos, sino los hermanos a
los hermanos, y aun los padres a los hijos. ¡Tanto puede la ambición
de reinar, y mucho más estando esta junta al endurecimiento de los
corazones, a la ferocidad de los ánimos y a la ignorancia de las virtudes!
Pero en esta edad en que tanto se habían remontado los delitos, y
hasta aquellos que más ofendían a la naturaleza, eran pocos los daños
que recibían los españoles. Como subyugados y sin fuerzas para sacudir
de sus hombros el yugo que los oprimía, y al propio tiempo mantenidos
en buen gobierno, nunca tomaban partido en los bandos que se levantaban
para arrebatar el trono a la persona que en anteriores tumultos había
recibido del ejército y la plebe la dignidad real. Entre godos eran
solo estas discordias y semejantes a las de dos fieras que después
de darse favor para conseguir una presa, y después de conseguirla
riñen furiosamente con propósito cada cual de hacerla suya. Desde
que Ataulfo entró con poderosa hueste a sangre y fuego en la península
hispánica reduciéndola prestamente y casi sin contradicción a su obediencia
(lo cual, según conjeturas mas o menos
verosímiles, acaeció en el año de 415, hasta que Recaredo
Iº comenzó a reinar en el de 586, abrazando
la religión católica y detestando el arrianismo) vivieron los judíos
en paz y en incesante comercio con godos y españoles. Ni eran despreciados,
ni oprimidos. Recaredo,
después de abjurar las doctrinas de Arrio
y atraer gran número de los de su parcialidad al catolicismo, fue
quien abrió la puerta a las persecuciones contra el pueblo hebreo.
En el Concilio celebrado en Toledo el año de 589 se determinó que
los judíos no ejerciesen públicos oficios: que no tuviesen mancebas
cristianas, ni siervos cristianos: y que los hijos de estos, engendrados
en cautividad, fuesen dados por libres, y llevados a la religion
católica con el agua del bautismo. Mucho
alaba S. Gregorio al rey Recaredo por
no haberse dejado cegar de la codicia, cuando los judíos le ofrecieron
una gran suma de dineros, con tal que derogase estas leyes: las cuales,
según dicen, fueron ordenadas con propósito de impedir que ellos sedujesen
a la ley de Moisés a los hombres y mujeres que tenían en sus casas
por esclavos. Yo
no pongo duda en que entonces tratarían de ganar los ánimos de muchas
personas para hacerlas entrar en su religión, daño que quisieron estorbar
los padres del Concilio; pero tampoco la pongo en que tales providencias
fueron contrarias a atajar el vuelo que iba tomando en España el judaísmo.
Ya en este tiempo eran los hebreos muchos en número y poderosos por
sus riquezas, y así el verse oprimidos y ultrajados dio ocasión para
que empezasen a turbar con inquietudes y desobediencias el reino.
Cerrar quiso la puerta a tantos males el rey Sisebuto,
varón a quien nos pintan grande en el ánimo, esforzado en la guerra,
justiciero en la paz, compasivo siempre, y sobre todo gran celador
de la religión cristiana, por lo cual, como también su mucha piedad
no le permitiese tener vasallos no católicos, mandó desterrar de España
a todos los judíos que no quisieron recibir el agua del bautismo.
Huyeron muchos a Francia por no apartarse de su ley; pero los que,
por conservar sus haciendas y domicilios, se quedaron, que fueron
unos treinta mil, viéndose compelidos con tormentos y otros rigorosísimos
castigos, y a más, amenazados con la muerte, se bautizaron, quedando
judíos en el corazón, aunque cristianos en el nombre, como después
lo dijeron los sucesos. Muchas y muy graves y justísimas censuras
han caído sobre este rey, por tan atroces e inhumanos hechos. San
Isidoro, varón nada devoto a las costumbres de los israelitas, disculpa
el celo del rey, llamándolo bueno y encaminado a la razón y a la justicia;
pero reprueba los medios de que se sirvió; pues dice que debería haber
entrado en los entendimientos de los judíos la verdad de la fe cristiana,
no por la fuerza, el miedo y el poderío, sino por los halagos y por
la enseñanza. La
causa de haber perseguido tan obstinada y cruelmente a los hebreos
el rey Sisebuto, según aseguran buenos
autores, fue una carta de Heraclio: emperador que habiéndose dado
a la astrología judiciaria y a querer por medio de artes supersticiosas
entender todo lo por venir, llegó a hacerse gran agorero y amigo de
pronósticos; y sabiendo por uno de estos que había de ser destronado
y violentamente muerto por gentes circuncidadas, imaginó estorbar
su destronamiento y muerte con traer de fuerza o de grado a la religión
cristiana a todos los judíos que vivían en sus tierras; y no solo
a estos sino a los demás que Vivian derramados por el orbe; empresa
para la cual incitó a todos los reyes sus amigos o aliados. No
hay cosa que se oponga a creer que esta fue la ocasión de las persecuciones
de los judíos por Sisebuto en España,
y luego por Dagoberto, rey de Francia en sus tierras y señoríos; pero
antes de los tiempos del emperador Heraclio, y de sus agüeros y pronósticos,
ya había comenzado Recaredo a oprimir
y vejar estas gentes; por donde juzgo que más que por ajenas persuasiones,
se rigió aquel monarca godo por una razón de estado para embarazar
los males que ocasionaban al cristianismo la demasiada libertad con
que vivían en sus reinos los hebreos. No
pasó mucho tiempo sin que conociera Sisebuto
el poco provecho que habían conseguido sus disposiciones. Vió
que se aumentaban los daños que padecían sus dominios por constreñir
a los judíos a cristianarse; y como bárbaro e ignorante, en vez de
atribuirlos a error suyo en elegir los medios para atajarlos, determinó
otras providencias si no iguales en crueldad, aún más crueles que
las anteriores. Esto por una parte: por otra, que las quejas de los
judíos llegarían a sus oídos, como llegan las de todos los vasallos
a los reyes. Por muy grandes que sean, debilitadas. Y así resolvió
con acuerdo de los obispos y magnates en las Cortes y Concilio de
Toledo el año 633, que se obligase a los que habían recibido el agua
del bautismo a observar la religión cristiana: que no pudiesen educar
a sus hijos menores, sino que estos fuesen confiados a cristianos
viejos; y últimamente que les estaba desde aquel momento vedado el
tratar con todos los que aún no hubiesen venido a la fe, bajo la pena
de esclavitud perpetua. Además conminaron los padres del Concilio
con excomunión a cuantos fuesen en contrario; puesto que los judíos
ganaban los ánimos en su favor, no solo de los poderosos, sino de
algunos obispos y sacerdotes, así por medio de las relaciones de amistad
que su industria y comercio les facilitaban, como por sus riquezas:
llaves con que en los tiempos más calamitosos solían cerrar las puertas
de sus desdichas. Satisfecho no quedó Sisebuto
con tantas y tan estrechas órdenes; y así con el fin de oprimir más
a los hebreos conversos, dispuso por las leyes 12, 13 y 14
del Fuero Juzgo, título IV, que no comprasen siervos cristianos,
y que no obligasen a los que tenían a circuncidarse y judaizar; y
a más les imponía la obligación de manumitirlos conforme al Derecho
Romano. Extraño
parecerá sin duda a los ojos de algunos que después de tantas persecuciones
porfiasen aun los judíos no solamente en su ley, sino en comunicarla
a otros, con el propósito de hacerla vulgar en España. Pero por lo
dicho se vendrá en conocimiento de que estos hombres habían llegado
a un punto de extremada opresión, y a la más baja y miserable suerte,
y que se veían precisados a mitigarla o darle fin, so pena de quedar
en ella, y aun en peor todo lo restante de su vida. Malográronse
en flor sus esperanzas; porque las leyes rigorosas contra los hebreos
se renovaron y aumentaron en las Cortes y Concilios de Toledo el año
de 638 uno de los del reinado de Chintila.
El
rey Flavio Recesvinto también quiso poner
la mano en el remedio de los males que por los judíos ocultos con
las apariencias de cristianos continuamente y a la sorda, se recibían
en las tierras de sus dominios; pero en esta empresa no quiso caminar
por nueva senda, sino seguir las pisadas de sus predecesores. En el
Concilio celebrado en Toledo el año de 655 pidió a los prelados que
con gran diligencia proveyesen la forma de cerrar el paso a los israelitas
en los desmanes que a pesar de tantas leyes y castigos diariamente
cometían. Ellos en esto, conociendo lo mal vistos que eran por el
rey, y temerosos como gente experimentada, que nada favorable podían
esperar de sus contrarios, dirigieron cartas a Recesvinto
(las cuales se leen en el Fuero Juzgo), donde declararon haber
con obstinación perseverado en judaizar; pero que ahora se volvían
verdaderamente cristianos, y que no guardarían ningunas ceremonias
de su ley, para mostrar con claridad lo apartado que estaban ya de
sus errores. Esta
franca declaración solo sirvió de embarazar que se hiciesen en los
judíos más castigos y crueldades, y así toda la saña del Concilio
contra ellos se redujo a la renovación de las antiguas leyes, y encomendar
a los jueces que con el mayor cuidado les diesen cumplimiento. Pero
todo fue en vano. Ellos persistieron en su ley, y en trasmitirla a
otros, y los reyes y los obispos y los magnates en no separarse del
errado y trabajoso camino que habían tomado para alcanzar el desarraigamiento
del judaísmo en España. En
los Concilios y Cortes celebrados en Toledo por los años de 656 y
681 volvieron a renovar las leyes a aumentarlas con otras. El rey
Ejica en el celebrado también en Toledo
por el año de 693 pidió a los prelados que dispusiesen los medios
de tener bien ataviados los templos y bien reparadas, ornadas y servidas
las iglesias pequeñas; pues con grave dolor de su mucha piedad había
llegado a sus oidos cuánta y cuán grande
mofa hacían de ellas los judíos diciendo: quitáronnos
buenas sinagogas, y tienen tales templos! Tambien
pidió que se les vedase ir a negociar al catablo:
voz, según Ambrosio de Morales, de origen griego, y que por cierto
rodeo quiere significar el puerto en el idioma castellano.
Dicen que esta providencia fue dirigida a meter en codicia a los cristianos
de dedicarse al comercio y contratación en las ciudades marítimas
de Levante: donde surgían naves cargadas de toda suerte de mercaderías
venidas de los reinos extraños: las cuales eran compradas primeramente
por los hebreos, los únicos o los mas que traficaban entonces en España;
puesto que la mayor parte de los godos, y muchísimos españoles, ya
unidos a ellos por los vínculos de parentesco y amistad, solo se ocupaban
en envolver el reino en guerras civiles, y en elegir y en destronar
reyes. Las
medicinas que se aplicaban a los males más parecían estragos y destrucciones,
que remedios. Veíanse los judíos tenidos
en las leyes por libres; pero tratados por los hombres con la misma
dureza que si fueran esclavos; y no solo como esclavos, sino peor
que los más dañinos y feroces animales. Los hijos que nacían de sus
siervos les eran quitados desde el punto de nacer, cuando los cristianos
conservaban los de los suyos en la propia esclavitud que tenían sus
padres. Pretender los cargos públicos les era vedado: las alas para
comerciar libremente les fueron cortadas: los llevaron por fuerza
a una religión, no conforme a la que aprendieron en su niñez: prohibiéronles
la abstinencia de manjares, no permitidos por sus leyes hasta entonces,
y ya repugnados por la falta de costumbre. Sus hijos, cuando llegaban
a la edad de siete años, perdían, ya que no el amor, los regalos y
caricias maternas; pues les eran arrebatados para que recibiesen educación
en la ley de Cristo; pero no de personas ligadas a ellos por los vínculos
de la sangre o de la amistad. ¿Qué habían de enseñarles sino desprecio
y aborrecimiento a aquellos que les dieron la vida? Sus quejas no
eran escuchadas, ¿qué digo escuchadas? ni aun permitidas. Para desagraviarlos
en los ultrajes que de toda suerte de gentes recibían, se levantaban
montes de dificultades, y para castigarlos en las faltas más pequeñas,
se presentaban a los jueces precipicios y derrumbaderos en donde arrojarlos
con mayor facilidad. Vivían sin tener confianza en las leyes presentes,
y temerosos siempre de las futuras; porque todas se ordenaban con
el propósito de hacerles más bajo y miserable su estado. Hablar con
una persona, no reputada por verdadero cristiano, les traía la pérdida
de su libertad y una perpetua esclavitud. Sus mujeres, sus hijos y
sus haciendas todos estaban sujetos a la codicia y al odio de sus
perseguidores. Las leyes favorables a ellos se daban para juzgarlos
al olvido, y las adversas se interpretaban en el sentido que les eran
más perjudiciales. A cualquier punto donde volvían los ojos no encontraban
más que enemigos. Los facinerosos los robaban sin temor y vergüenza
y con entera libertad; porque ¿quién había de prestarles socorro en
sus peligros, cuando los magistrados les negaban en sus causas la
justicia? Y así vivían, sin tener facultades para gobernar en lo licito
sus haciendas, sus casas, sus hijos y sus mujeres. Ellas temiendo
constantemente por la libertad y por la vida de sus maridos, y ambos
pasando sin sus hijos en la mayor amargura los días de la juventud,
y esperando sin el calor y abrigo de ellos otras mayores amarguras
para los días de la vejez: menospreciadas las leyes, recibiendo diariamente
insultos y agravios, sin haber quien los castigase, y sin poder vengarlos
con sus propias manos: perseguidos así por los reyes, por los obispos
y por los magnates, como por los plebeyos: experimentando los mismos
rigores y aún más que los esclavos: padeciendo todo el peso de una
adversa fortuna y sin esperar los beneficios de una próspera: no hallando
oídos para sus quejas, favor para sus riesgos, alivio para sus males,
consuelo para sus aflicciones, piedad para sus infelicidades, y reparo
y enmienda para sus daños; y por último viéndose en todo tiempo y
lugar y por todo linaje de gentes, tratados con opresión, con desprecio,
con odio y hasta con vilipendio. Para
sacudir del cuello el intolerable yugo que los oprimía, urdieron los
judíos una conspiración con propósito de dar muerte al rey Ejica
y a todos los magnates y prelados que no les eran afectos, y de alzarse
con el señorío de las tierras españolas: empresa que iban a poner
en ejecución con ayuda de sus hermanos los que estaban avecindados
en las ciudades africanas. Sin embargo de las precauciones que ellos
tomarían para que su secreto no fuese público hasta la hora conveniente,
llegaron a oídos del rey las tramas que tan en su daño maquinaban;
y así en el 17.º Concilio y último de los celebrados en Toledo, dio
la nueva de caso tan grave y de tanta importancia a los prelados y
caballeros del reino que estaban juntos en Cortes, declarando todo
lo que por manifiestos indicios y por la confesión de algunos conjurados
había descubierto, que era reducido a haberse carteado los judíos
españoles con los de África con el fin de concertar el modo de levantarse
contra los cristianos y destruirlos. No se embarazaron mucho los ánimos
de estos al escuchar tales maquinaciones: antes bien resolvieron que
los judíos complicados en tamaña traición fuesen castigados con la
pena de esclavitud perpetua para ellos, para sus mujeres y para sus
hijos, con la pérdida de sus bienes y con ser esparcidos por todo
el reino, poniendo de esta suerte entre unos y otros tierra por medio,
y dejándolos en tan bajo y miserable estado que nada pudiesen ejecutar
en ofensa del rey, ni de los cristianos. Grandes
fueron las violencias y crueldades que se cometieron en daño de los
judíos por los que tenían obligación de desempeñar tan rigorosas órdenes.
Estos obraban a su entero albedrío en dar por cómplices en la traición
a cuantos querían: estos confiscaban los bienes sin tener los oídos
abiertos a los descargos que pudieran traer en su defensa los acusados;
y estos en fin encaminaban todos sus pasos, llevando por guía, cuando
no el odio a los hebreos, la codicia de apoderarse de sus bienes.
Creen
algunos que estas persecuciones contra los judíos se mitigaron en
el reinado de Witiza: monarca a quien
nos pintan los escritores de su tiempo como un dechado de virtudes,
y los de siglos más cercanos al nuestro como un monstruo de todo linaje
de maldades. No es mi propósito alabar ni deprimir la memoria de este
rey. Sobrados vituperios de ella se leen en nuestros historiadores,
y excelente defensa de sus hechos en una obrita del célebre escritor,
Gloria de España, don Gregorio Mayans
y Ciscar, que corre en manos de los hombres doctos, llevando por título
estas palabras El Rey Witiza defendido.
El
arzobispo don Rodrigo en su historia latina de las cosas de España
dice que este monarca:—«Habiendo violado los privilegios de las Iglesias,
restituyó a los judíos y los honró más que a las Iglesias con privilegios
de mayor inmunidad.» Lo mismo afirma Ambrosio de Morales y con él
Juan de Mariana y otros no menos graves autores de los que han tratado
de historias españolas. Ningún escritor godo habla cosa alguna de
esta protección a los judíos dada por el rey Witiza.
Isidoro, obispo de Badajoz, llamado por esta causa el Pacense, loando
las virtudes y los hechos notables de semejante monarca, dice que
después de la muerte de su padre Ejica,
no bien comenzó a regir a los habitadores de España, sin sujeción
a persona alguna, hizo público un olvido general de los delitos de
que habían sido acusados en el anterior reinado varios magnates, y
tras de restituirles sus bienes injustamente confiscados, les concedió
permiso, no solo para volver a la Península, sino también para residir
en su corte, y hasta en palacio cerca de su persona. Quien
primero difundió la noticia de que el rey Witiza
ordenó la vuelta a España de los judíos ausentes y perseguidos, y
que les dio varios y grandes privilegios y exenciones, fue don Lucas
obispo de Tuy, por medio del cronicón que compuso en el año de 1235,
y esto hizo, no siguiendo el parecer de ningún autor godo, sino llevando
sin duda por norte en su camino consejas de la plebe o falsas relaciones
de escritores arábigos, y dando ocasión al arzobispo don Rodrigo y
a don Alfonso el Sabio para que fundados en su autoridad estampasen
semejante patraña en las narraciones de los sucesos habidos en la
Península, hasta los tiempos en que vivieron. Cosa
fuera de duda es que los judíos españoles durante el largo reinado
de Witiza fueron mantenidos en el más
intolerable cautiverio, y que no adelantaron el menor paso en el propósito
de terminar la rigorosísima opresión y la vileza en que habían sido
puestos por otros monarcas. Pero no pasó mucho tiempo sin que se levantasen
sus esperanzas del centro de la tierra en donde estuvieron por espacio
de tantos años escondidas. El rey Rodrigo con haber ocupado el trono
en daño de los hijos de Witiza, sin ser
electo por el pueblo y recibiendo solamente de las manos del Senado
la investidura regia contra toda razón, ley y derecho, dio ocasión
de que el reino se dividiese en bandos y que los judíos viesen en
ellos cerca el momento de romper las puertas por donde habían de salir
de la amarga cautividad en que vivían. Tales
parcialidades fueron unas chispas que bastaron a encender el ánimo
de ellos, y a alentarlos de tal suerte a la libertad y a la venganza,
que comenzaron a trazar el modo de abrasar y destruir a sus opresores.
De la misma suerte que un rio, a quien ponen compuertas para que no
anegue los campos, y él volviendo con mayor ímpetu que primero, las
rompe y se arroja más violentamente sobre ellos, causando más estragos
y destrucciones, así los oprimidos hebreos habiendo malogrado por
tantas y tan repetidas veces la acción de quebrantar sus cadenas,
hallaron por fin el modo de vengarse de sus enemigos, demostrando
claramente a los reyes y a los que tienen a su cargo la gobernación
de grandes estados, que hay males que necesitan por lo común blandos
remedios, y que muchas veces la violencia de la cura y las inhumanas
operaciones, no hacen más que solaparlos repentinamente y por mayor
o menor espacio de tiempo, sin que sirvan de estorbos para que vuelvan
a fatigar el cuerpo con más furia, y ocasionen en él más agudos, más
graves y más peligrosos dolores, y aun la muerte. Cuando
los gobernantes imaginan que para conseguir sus designios todo es
lícito, aunque sea contra todo arden, toda ley y toda costumbre, y
llevan sus decretos puestos en la punta de la espada, los pueblos,
dejándose vencer de la necesidad, se rinden a la violencia de las
armas, guardando siempre en sus corazones el deseo de sacudir el yugo
y el de vengar su cautiverio. Este fuego aunque esté encubierto no
necesita para levantarse más que un soplo del aire, y así los pueblos
en sus motines o rebeliones, y más cuando han sido sin causa oprimidos,
siguen los peores ejemplos, y se valen también de los peores, de los
más atrevidos, de los más sangrientos y de los más feroces medios.
Yo
no digo que los judíos que conspiraron contra la vida de reyes, y
contra el estado de quien eran vasallos, fuesen dejados sin castigo;
pero hay ocasiones en que la sobra de rigor se convierte en falta
de cordura. Nunca se conocen los buenos y diestros pilotos en la bonanza,
sino cuando el bajel es arrebatado por las furiosas olas, viéndose
en un punto empujado hasta las nubes, y derribado a los abismos del
mar, y a riesgo de ser hecho pedazos contra las rocas. Sentencia es
de grandes políticos que aquel de quien todos temen está obligado
para la conservación de su vida y de su imperio a temer de todos.
Hasta
ahora la mayor parte de los historiadores, al tratar de la pérdida
de España la han atribuido a unos deshonestos amores del rey Rodrigo
con la hija del conde don Julián, vengados por este, incitando a los
árabes a la conquista de la Península, y dándoles todo el favor que
pudo, así con sus parientes y allegados como con sus amigos y los
de su parcialidad. Otros la atribuyen a la cólera divina, ofendida
por haber quebrantado Rodrigo las puertas de una cueva encantada que
estaba cerca de Toledo en una de las bandas del caudaloso Tajo. Pero
uno y otro suceso no son más que novelerías; pues no tienen otro fundamento
que las hablillas y consejas del vulgo, y los cantarcillos populares
y romances, inventados por moros y cristianos con el fin de entretener
la ociosidad. Lo
indudable es que los hijos de Witiza,
y otros nobles ofendidos de la usurpación del trono godo hecha por
Rodrigo, de la crueldad de su gobierno y de su mal vivir, pasaron
a Africa, con propósito de solicitar vivamente
de Muza la entrada de tropas árabes en España. Dió
oidos a sus razones este atrevidísimo
y famoso guerrero; mas antes de empeñar
su palabra y su gente en esta empresa, comenzó a hacer secretas averiguaciones
por medio de los judíos que estaban avecindados en África, y que continuamente
se carteaban con los españoles. Estos respondieron que España estaba
sin fuerzas y vigor, dividido el reino en parcialidades, desmantelados
los castillos, ofendidos muchos nobles por el tiránico yugo del monarca,
este dado a los vicios, los plebeyos oprimidos de la miseria, los
tesoros exhaustos por haber sustentado tantas y tan largas guerras
civiles, el mar sin bajeles, la tierra sin tropas, y falta en fin
de los dos nervios principales que mantienen todo el cuerpo de los
estados: la agricultura y el comercio. Ofrecieron también los judíos
ayudar en cuanto pudiesen a la toma de España, siempre que les fuese
permitido, después de la victoria, vivir ellos, sus mujeres y sus
hijos en la ley de Moisés, y que no los turbasen ni afligiesen con
castigos y otros rigores. Esta
respuesta encendió el ánimo de Muza, y lo alentó a conseguir presa
tan fácil; y así, habida licencia del Califa, ordenó que el caudillo
Taric con escogida caballería desembarcase
en las opuestas costas andaluces, para reconocer la tierra. Con quinientos
caballeros árabes y en cuatro barcos grandes pasó el estrecho de Hércules,
y aportó felizmente a las marinas españolas. Corriéronlas
los muslimes, tomando algunos ganados y gentes, sin que nadie les
saliese al encuentro. Con esta presa y buen suceso tornó Taric
con sus caballeros a Tánger, en donde fue bien recibido. Levantó entonces
Muza un poderoso ejército y lo puso a las órdenes del mismo caudillo.
Pasaron estas tropas el estrecho y saltaron en la tierra donde hoy
está Algeciras. Intentaron los españoles cerrarles y defenderles vanamente
el paso, pues tras de ligeras escaramuzas, pusiéronse
en huida. Taric mandó quemar sus naves
para quitar a su ejército la seguridad de salvarse de la muerte, si
con algún revés lo castigaba la fortuna: acción que fue imitada nueve
siglos después, en la conquista de los reinos de Nueva España, por
el famoso capitán Hernán Cortés, y que tan alabada ha sido por los
historiadores de aquella empresa. El
caudillo español que había hecho rostro a los árabes llamábase
Tadmir: el cual escribió al rey diciéndole
la llegada de aquellas gentes de la parte de África, lo que trabajó
cuando se vio acometido de improviso por ellas, para defenderles la
entrada: que tuvo que ceder a la muchedumbre: que acampaban en la
tierra y que comenzaban a hacer correrías: que enviase en socorro
suyo toda la gente que pudiese allegar: y por último que la necesidad
y el aprieto eran tales, que si el mismo rey no entraba en campaña
con todas las fuerzas de su reino sería inevitable su pérdida. Alborotóse
Rodrigo con la nueva, y juntando a los de su consejo y a los principales
caballeros que residían en su corte y cerca de su persona, les habló
en estos términos:—«Gentes feroces, venidas de África, han entrado
en nuestras tierras, talando los campos, tomando los ganados y cautivando
las personas. Los que les han hecho rostro han sido disipados con
la misma presteza que el águila suele desbaratar una bandada de palomas.
Aprestad las armas y los caballos, empuñad los aceros, volemos al
campo de los árabes, atropellemos sus escuadrones y hagamos en ellos
horrible y espantosa matanza. Y si la fortuna mira con agradable y
risueño semblante a los enemigos y nos arrebata los laureles de la
victoria, moriremos matando. Vosotros sois los descendientes de aquellos
godos terror de Roma: vosotros sois los descendientes de aquellos
godos espanto y admiración del orbe: vosotros en fin sois la flor
y la gloria de España. Corred, corred: no permitáis con la tardanza
que su Dios les dé ayuda: el nuestro nos puso las armas en los brazos
y la constancia en los corazones. Libres somos y libres seremos, aunque
nos amenacen los árabes con cadenas, porque nuestro esfuerzo va a
arrancarlas de sus manos para luego oprimir con ellas sus indómitas
cervices. Pero, si estorba nuestros intentos la fortuna, antes que
esclavos de los árabes, mírenos muertos el mundo, y antes que muertos
o vencidos, démosle otras muestras del valor que heredamos, del aliento
que tenemos y del poder con que nos resistimos.» Levantó
Rodrigo un ejército de noventa mil hombres y con ellos llegó a los
campos de Jerez. Toda la nobleza de su reino se había apercibido para
hallarse en esta jornada. Unos iban armados de lorigas y de perpuntes:
otros solamente de lanzas, escudos y espadas: otros con arcos, saetas
y hondas: otros con hachas, mazas y guadañas cortantes. Los caudillos
árabes juntaron la caballería que andaba desmandada y corriendo la
tierra. Ordenados los escuadrones, les dirigió Taric
una plática semejante a esta:—«¡Oh muslimes! ¿veis ese poderoso ejército
bajo cuyos pies tiembla la tierra, y que hace resonar los aires con
el crujido de las armas, con el estruendo de las trompas y tambores,
y con los alaridos con que se anima a la pelea? ¿Veis cuan mayor es
en número al de nosotros? Pues bien, volved los ojos a la otra parte,
¿qué miráis? un mar que nos negará campo abierto a la huida, si con
un infeliz revés nos maltratare la fortuna. En esta parte no esperemos
amparo ni abrigo sino la muerte; y si solo fuere la muerte, acostumbrados
estáis a esperarla con pie firme y con sereno rostro; pero con ella
nos espera la infamia. Volved los ojos a la otra parte. Si morís a
manos de ese ejército, será con honor y con gloria. Si lo desbaratáis,
esas tierras a cuantas riquezas halléis en ellas serán de vosotros.
Dios y nuestro arrojo pueden salvarnos solamente. En uno y otro tengo
mi confianza. Acordaos de las pasadas victorias con que honrasteis
a nuestra patria y a vuestro nombre. No con torpe e inconsiderado
miedo desvanezcáis lo que tanta fatiga ha costado, y no deis ocasión
a que duden los enemigos si fuimos nosotros aquellos muslimes, famosos
en la tierra por su singular esfuerzo y constancia en las batallas,
y a quienes tanta valerosa nación ha inclinado la cerviz para sufrir
las cadenas que les pongamos.» Acometiéronse
los dos ejércitos con enemigo furor, no bien apareció en el Oriente
la mañana, y durante todo aquel día, mantúvose
dudosa la victoria. La noche con sus sombras separó a los contrarios,
e hizo suspender el encarnizado enojo y matanza. Salido el sol, acompañado
de rayos, embistiéronse nuevamente; pero
con la misma fortuna: ni favorable ni adversa para ambos ejércitos.
Al tercero día de la espantosa refriega, viendo Taric
que en los muslimes iba cayendo el valor, alzándose en los estribos
y dando a su caballo aliento, soltó la voz a estas razones: «Esforzados
muslimes, siempre vencedores, nunca vencidos; ¿qué ciego furor os
guía a dejar el campo y la victoria, por el godo enemigo? ¿Dónde está
vuestro arrojo? ¿dónde vuestras pasadas glorias? ¿dónde la constancia?
Seguidme pues. En poder de ese ejército está nuestra honra. Saquémosla
de sus manos y mueran cuantos lo componen a las nuestras. No es razón
que haya quien diga al mundo, que pudo más en vuestros corazones el
torpe miedo que la memoria de las heroicas hazañas que consiguieron
vuestros abuelos, y de las que nos han hecho tan famosos y tan temidos,
tan respetados y tan potentes.» Y dando riendas a su feroz caballo,
se entró en el ejército godo, atropellando e hiriendo a cuantos intentaban
vanamente cerrarle el paso. Embistieron
con igual ánimo los muslimes a los que casi tenían por suya la victoria.
Peleaban unos con otros, pie con pie, y con no vista furia: herían
y mataban con sus picas y espadas. Los de a caballo, como era llano
el campo, alanceaban a su placer, entrando y saliendo a media rienda
por los escuadrones enemigos; y aunque ellos y sus caballos andaban
heridos, no por eso dejaban de batallar como valientes guerreros.
Mientras más recia estaba la refriega, doblado esfuerzo mostraban
los de a pie, que aunque heridos y con más heridas de refresco, no
curaban de apretárselas por no pararse a ello; pues el coraje de los
enemigos no daba lugar más que para matar o morir. En esto Taric
llegó al carro bélico, en que iba Rodrigo, lo acometió desaforadamente,
y pasó de una lanzada el pecho del rey. Cayó muerto el mal aventurado
Rodrigo, y Taric tomó su cabeza para enviarla
a Muza y darle con ella una muestra de la próspera fortuna de sus
armas. Con la muerte del rey, y de muchos y muy principales caballeros
godos, los que quedaron con vida, empezaron a aflojar la batalla y
a irse retrayendo. Siguiéronles el alcance
los muslimes de a caballo; pues con la ganada victoria, ni las heridas
les dolían, ni la hambre ni la sed los fatigaban, y parecía que no
habían tenido ni pasado males ni trabajos. Conocióse
el valor y resolución que hubo en el campo godo en que casi todos
cubrían con sus cuerpos el lugar que defendieron en vida, y en que
los moribundos mostraban el aspecto de ferocidad que solían tener.
No alcanzaron los árabes esta victoria, sin pérdida de sangre; porque
los más esforzados o perecieron en la batalla, o sacaron de ella cruelísimas
heridas. Mezclóse diversamente por todo
el campo, el llanto con la alegría, el contento con la tristeza. Sonaban
los aires con el estruendo de las trompas y de los tambores que celebraban
el buen suceso de las armas de Taric,
y resonaban las quejas de los heridos y moribundos. Los que fueron
a despojar los cadáveres y a apresar los bastimentos, municiones y
demás botín, hallaban junto al cuerpo del enemigo, el del deudo, el
del hermano, el del padre, y en fin el de la persona a quien más amaban
o a quien más aborrecían. Esta espantosa refriega acaeció en el año
de 711. Los
caballeros godos que habían podido escapar de la batalla con vida
se retrajeron a las principales ciudades, y comenzaron a ponerlas
en la defensa que permitía la furiosa presteza de los enemigos en
derramar sus aguerridas huestes por España. Pequeño era el ejército
de estos comparado con lo arduo de la empresa; pero después de tan
importante vencimiento, nada bastaba a embarazar el vuelo que iban
tomando sus conquistas. Delante de ellos caminaba la nueva de la rota
infeliz del campo godo en las márgenes del Guadalete, llevando tras
sí el espanto i temor de los naturales de la tierra, y pintando la
fiereza y el poderío de los árabes con los más vivos colores que podía
facilitar la admiración de caso tan grave y lastimoso; pues las desdichas
suelen ser siempre más terribles imaginadas que sucedidas. Los
judíos españoles vieron cercano el instante de quebrantar sus cadenas;
y así comenzaron a cobrar aliento, de la misma suerte que aquellos
que caminan llevando sobre sus hombros un grave peso. Luego que rinden
la carga que los fatigaba, ni piensan en los trabajos pasados, ni
en el descanso presente, y solo reciben contento con el placer de
que ya respiran con toda libertad sus corazones. En
las grandes ciudades que ganaba Taric
bien a sangre y fuego, bien por capitulaciones honrosas y de provecho
para los vencidos, dejaba en su custodia, y para su guarnición algunos
árabes; pero fiando toda la seguridad de ellas en los muchos judíos
en quienes había puesto las armas en las manos, ya para que los ayudasen
en la empresa de reducir a su obediencia la península hispánica, ya
para alentarlos a salir de su cautividad, y a destruir a aquellos
que por tantos años habían oprimido a los descendientes de la antigua
nación judaica. Con
estos y con pocos de su ejército fortaleció las ciudades de Sevilla,
Córdoba, Toledo y otras, Granada quedó encomendada tan solo a ellos:
de donde nació ser conocida en los primeros tiempos de la dominación
arábiga en España por villa de judíos. Esto
creo que demuestra claramente cuan corto era el número de los cristianos
que tomaron partido en favor de los muslimes, cuando la pérdida de
España; puesto que no bastaban a fortalecer las populosas ciudades.
A menos que no se diga que los árabes, viendo que la amistad de los
godos estaba fundada en odios crueles y ambiciones (flaquísimos cimientos
que suelen dar en tierra inesperadamente con los edificios que sobre
ellos descansan), no quisieron fiar toda la seguridad de sus conquistas
en manos de hombres tan viles, que, por satisfacer sus deseos de venganza,
no dudaron en acabar con su dominación en España, y con la libertad
de sus patricios. Sin embargo, lo más conforme a razón es que todos
los cristianos que incitaron a los árabes a esta conquista, y les
dieron calor en tamaña empresa, fueron pocos en número, y esos sirvieron
de guía al ejército árabe para domar las fuerzas de los que intentaban
atajarle el paso. Los
judíos por otra parte eran muchos: todos afectos a los conquistadores,
ya por haber acudido estos al llamamiento que les hicieron para la
toma y reducción de la península hispánica, ya por haber salido con
su ayuda de la opresión en que tan desdichada y miserablemente habían
vivido por espacio de tantos años. Y
estos fueron los frutos que cogieron los godos de las cruelísimos
persecuciones hechas a los judíos sin considerar que las ofensas deben
esperar la venganza de los ofendidos, y que más fácilmente se lleva
a los hombres por la razón y el convencimiento que por la fuerza,
pues nadie encuentra dificultades en caminar por sendas cubiertas
de flores, y todos se arredran en trepar por ásperos montes llenos
de zarzas y de abrojos, y cercados de precipicios y derrumbaderos.
Es cierto que hay cosas fáciles de suceder y dificultosas de ser creídas.
Una de ellas sería entonces la determinación atrevidísima que tomaron
los oprimidos hebreos para despedir de sus hombros el yugo que los
fatigaba y cobrar su libertad para siempre. Pero en las empresas graves
deben considerar los mortales, antes de acometerlas, cuántos daños
o cuántos peligros nacerán de ellas. Y aunque la prudencia humana
no puede señalar los fines a las cosas, es indudable que mucha parte
alcanza en tenerlos adversos o favorables el modo con que se dirigen.
En
oprimir tan inconsiderada y fieramente a los hebreos obraron los godos
como el caballo que es amedrentado en una tormenta por los rayos que
bajan desprendidos de las nubes, y que corre desbocado por salvarse,
sin ver por dónde camina, hasta que impelido por su misma furia se
precipita sobre un caudaloso rio que va en aquella sazón hinchado
con las continuas lluvias y mucho más soberbio que suele, a perder
en el mar sus aguas y su nombre. No pensar en los fines de las cosas
es dar por huir de un peligro incierto, no en otro mayor, sino en
uno, donde no puedan alcanzar los remedios ni la industria de los
mortales, y sea necesario remitir al tiempo la cura de los daños que
ocasione.
EDAD
MEDIA
Los
árabes conquistadores de España, obligados a lo mucho que fueron favorecidos
por los judíos en la empresa de reducir a estas tierras, luego que
las redujeron a su obediencia, y que comenzaron a coger los frutos
de la paz, teniendo por sola contradicción las pequeñas reliquias
de los godos encerradas en un rincón de la Península, dejaron a los
hebreos con entera libertad para vivir según la ley de Moisés: los
cuales echaron los cimientos de muchas sinagogas en las más y mejores
ciudades. Las
bárbaras persecuciones levantadas en el Oriente contra los judíos
por el califa Cader de la dinastía de
los Fatimitas, obligaron a muchos a buscar en España el fin de sus
desventuras. Y como los hebreos que vivían en Oriente eran sapientísimos,
de aquí nació que la mayor parte de los recién venidos a estas tierras
comenzaron a ilustrarlas con sus escritos y a fundar academias en
donde trasmitir a las gentes sus no vulgares conocimientos en todo
linaje de ciencias y artes. La primera de estas academias y sin duda
la más famosa tuvo principio en el año del mundo 4708 (948 del nacimiento
de Cristo) en la ciudad de Córdoba, siendo los fundadores y los maestros
que comenzaron a dirigirla Rabi Moseh
y su hijo Rabi Hanoc,
los más insignes sabios que salieron de Pombeditá
y Mehasia en Persia. A la fama de su sabiduría
comenzaron los judíos españoles a enviar a sus hijos a Córdoba para
que fuesen en su academia doctrinados: de donde se siguió haber luego
en la Península gran número de hebreos doctos en todo género de ciencias.
Rabi
Izchaq Bar Baruq,
cordobés y heredero de Moseh en la presidencia
de la academia de su patria, escribió una obra intitulada Gaveta
de mercaderes. El barcelonés Jehudah
Ben Levi Barzili, insigne jurisperito,
compuso un Ordenamiento de los contratos y otros libros. Selomoh
Ben Gabirol, nacido en Málaga y vecino
de Zaragoza, escribió varias obras poéticas y de filosofía moral.
También fueron muy celebrados en aquellos tiempos Abraham Ben Mija
Hanasi, gran astrónomo: Rabi
Izchaq, insigne médico y autor de un curioso
libro sobre las fiebres y Moseh Aben Hezra
Ben Izchaq, poeta y músico excelentísimo.
Y en tanto que los árabes dejaban en entera libertad de observar la
ley de Moisés a todos los muchos judíos que vivían en sus estados,
los reyes de Castilla en aquellos tiempos, se veían obligados de la
necesidad a dejar a estas gentes que morasen con quietud en sus tierras
y señoríos; cosa que llevaban muy pesadamente, no escarmentados aun
de los frutos que cogieron de sus cruelísimos persecuciones los monarcas
godos. Y así en las Cortes y Concilio de Coyanza
(hoy Valencia de don Juan), juntas por arden del rey Fernando Iº
de Castilla y León, se ordenó el año de 1050 por los obispos y magnates
que ningún cristiano viviese en una misma casa juntamente con judíos,
ni comiese con ellos, conminando a los que fueren contra tal disposición
con la pena de hacer penitencia pública durante siete días, y si reincidiesen
en faltar a lo mandado, la pena seria estar excomulgados en el espacio
de un año, si eran nobles; y si plebeyos, sufrir el castigo de cien
azotes. Por donde se ve que el odio en los reyes, obispos y magnates
aún no se había apagado, y que el tolerar a los hebreos viviendo en
su caduca ley, nacía del justo recelo de que pasasen con sus haberes
y riquezas a las vecinas tierras de infieles, disminuyendo en las
de cristianos la población y las rentas con grave daño de todos. Pero
no faltaron en este tiempo algunos insignes judíos que por convencimiento
recibiesen el agua del bautismo. Uno de ellos fué
Rabi Moseh,
nacido en la ciudad de Huesca en 1062, el cual a los 44 años de su
edad fue bautizado en la iglesia de su patria, recibiendo los nombres
de Pedro y de Alfonso. De Pedro por haberse hecho la ceremonia en
el día que celebra la iglesia el martirio del Apóstol San Pedro, y
de Alfonso a causa de haber tenido por padrino al rey don Alfonso
VI en León y Iº en Castilla. Siguieron
varios judíos de la academia cordobesa ilustrando a España con sus
obras en toda suerte de ciencias, tales como Abraham Aben Hezra,
filósofo, astrónomo, médico, poeta, gramático, cabalista, entre los
de su ley el más sabio en la interpretación de los libros sagrados
e inventor en fin del modo de dividir la esfera celeste por medio
del ecuador en dos partes iguales: Jehudah
Levi Ben Saul, insigne poeta cordobés
y otros muchos cuyos nombres y cuyas obras están escritos en el tomo
Iº de la Biblioteca española que
ordenó don José Rodriguez de Castro, y
al cual remitimos a los lectores curiosos de saber más noticias literarias
de los rabinos españoles en aquellos tiempos. Por
respeto al saber de los hebreos españoles, don Alfonso VIII, llamado
el Bueno, les concedió en el fuero de Cuenca derechos de ciudadanía,
conformes al uso, en aquella edad, e igualándolos en todo a los cristianos.
Y de la protección dada a los judíos por este monarca nació la fábula
indecente de los amores que le atribuyen con una hermosa hebrea, llamada
Raquel, los cuales fueron el escándalo de España. Pero estas son novelerías
inventadas por el vulgo, no obstante que el sabio rey don Alfonso
X las estampase en la crónica general de España entre otras consejas
de la plebe que afean obra de estilo tan levantado y de tanto mérito.
San
Fernando siguió el ejemplo de su antecesor en el trono de Castilla,
y de modo alguno oprimió a los hebreos; y así cuando se apoderó de
las ciudades principales de Andalucía, concedió permiso a los rabinos
que tenían la academia en Córdoba para transferirla a Toledo, por
ser esta ciudad el corazón de España, y porque desde ella se podía
derramar con más facilidad por todos estos reinos el saber de los
hombres más doctos que ilustraban aquellas escuelas. Cuando
el Santo Rey rindió la ciudad de Sevilla, los judíos que en ella tenían
sinagogas, salieron a recibirlo, y como muestra de sumisión y respeto
pusieron en sus manos una llave de plata a trechos blanca y a trechos
dorada, en la cual escritas en lengua hebrea, se leen estas palabras:
EL
REI DE LOS REYES ABRIRÁ: EL
REI DE TODA LA TIERRA ENTRARÁ San Fernando dejó a los rabinos en posesión de la grande
judería que tenían en la ciudad de Sevilla con tal que le pagasen
los mismos tributos que ellos solían dar a los reyes moros. Cobradores
del tributo fueron nombrados el arzobispo, deán y cabildo para sustentar
con lo que rindiese, el ornato y culto en la santa iglesia; pero es
cosa indudable que los judíos llevaban muy pesadamente esta carga,
puesto que por alargar los plazos de su pago, dieron ocasión a que
alborotada la clerecía acudiese en queja al rey Alfonso XI en el año
de 1327. Disculpáronse los judíos con
decir que el cabildo con sobra de codicia pretendía más dinero del
que ellos debían entregar por el tributo. Al fin este rey cometió
la averiguación de semejante asunto a su notario mayor en los reinos
de Castilla Fernando Martínez de Valladolid, y como este en el mismo
año pronunciase sentencia favorable a las pretensiones del arzobispo,
deán y cabildo de la santa iglesia de Sevilla, no tuvieron los judíos
más arbitrio para salvarse de las penas con que eran conminados, que
satisfacer, desde el instante de llegar con la vida a la edad de 16
años, tres maravedís anuales por su persona (y adviértase que cada
uno de estos maravedís equivalía a 10 dineros), que en junto sumaban
30 dineros a que eran obligados desde el punto en que San Fernando
sacó del poder de moros la ciudad de Sevilla. Su
hijo don Alfonso X, a quien justamente da la fama el nombre de Sabio,
se sirvió para componer sus Tablas, de la ciencia de los más
doctos judíos y árabes. En el prólogo de un antiquísimo códice de
las Tablas Alfonsinas se leen estas
curiosísimas palabras:—«Mandó el Rey se juntasen Aben Rajel
y Alquibicio, sus maestros de Toledo:
Aben Musio y Mahomat
de Sevilla, y Josef Aben Ali y Jacobo Abvena
de Córdoba y otros más de cincuenta que trajo de Gascuña
y de París, con grandes salarios, y mandóles
traducir el Quadripartito de Ptolomeo,
y juntar libros de Mentesam y Algazel.
Dióse este cuidado a Samuel y Jehudá,
alfaquí de Toledo, que se juntasen en el alcázar de Galiana, y disputasen
sobre el movimiento del firmamento y estrellas. Presidían, cuando
allí no estaba el Rey, Aben Rajel y Alquibicio.
Tuvieron muchas disputas desde el año de 1258 hasta el de 1262, y
al cabo hicieron unas tablas tan famosas como todos saben; y después
de haber hecho esta grande obra y de haberles hecho muchas mercedes,
los envió contentos a sus tierras, dándoles franquías, y que fuesen
libres ellos y sus descendientes de pechos, derechos y pedidos, de
que hay cartas fechas en Toledo a doce días andados del mes de Mayo,
era 1300.» El
rey don Alfonso X, agradecido sin duda a lo mucho que en servicio
de las letras de su reino habían trabajado con él los más sabios rabinos,
confirmó a los judíos en sus antiguos derechos y prerrogativas, imponiendo
gravísimas penas a todos cuantos fueren contra ellos y ellas. Pero
como también los hebreos andasen en su
tiempo con sobra de libertad y cometiesen varios delitos, les vedó
en una de sus leyes de Partidas, so pena de muerte y pérdida de sus
haciendas, que no predicasen ni convirtiesen a ningún cristiano. También
ordenó que todos llevasen una señal de paño encarnado en el hombro
izquierdo para ser conocidos por judíos, según había mandado Gregorio
XI al obispo de Córdoba y según disposición del Concilio Lateranense,
conminando a los que no acatasen esta ley con la pena de 10 maravedís
de oro, y a falta de ellos con 10 azotes recibidos públicamente: y
además habló este rey de sus muchos yerros e cosas desaguisadas...
entre los cristianos y las judías y los judíos y las cristianas porque
viven y moran de consuno en las villas: dispuso que los cristianos
no recibiesen medicina de manos de los hebreos, ni que comiesen con
ellos, ni que bebiesen del vino que estos hacían, ni que entrasen
juntos en un baño. Al propio tiempo por la ley 2.ª del título 24,
en la partida 7.ª ordenó lo siguiente:—«Y porque oímos decir que en algunos lugares los judíos hicieron
y hacen el día del Viernes Santo remembranza de la pasión de nuestro
Señor Jesucristo en manera de escarnio, hurtando
los niños y poniéndolos en cruz y haciendo imágenes de cera, y crucificándolas,
mandamos que, si fama fuere de aquí adelante que en algún lugar de
nuestro señorío tal cosa sea hecha, si se pudiere averiguar,
que todos aquellos que se acertaron en aquel hecho, que sean presos
et recabados, et aduchos ante el rey,
y después que se supiere la verdad, débelos mandar matar cuantos
quiera que sean. Otrosí defendemos que el día del Viernes Santo ningún
judío sea osado de salir de su barrio; mas
que estén y encerrados, hasta el sábado en la mañana; y si contra
esto hicieren, decimos que del daño o de la deshonra que de los cristianos
recibieren entonces non deben haber enmienda alguna.» La
disposición hecha por don Alfonso X para dar el justo castigo a los
judíos que crucificaban a los niños en memoria de la pasión y muerte
de Jesucristo, está fundada en las patrañas que entonces corrían en
las lenguas de la supersticiosa y novelera plebe. Ni el mismo monarca
que mandó escribir esta ley estaba cierto en que los que observaban
el rito mosaico cometían tales desmanes; y esto se puede probar fácilmente
con solo ver aquellas palabras y porque oimos
decir, y con la exclusión de los magistrados para entender en
las causas formadas a los autores de este delito, puesto que los reos
debían ser derechamente llevados a la presencia del rey, para que
este después que supiere la verdad, los condenase a morir vilmente.
Si don Alfonso el Sabio estuviera cierto en que tales acciones eran
ejecutadas, hubiera hablado de ellas como de los demás delitos, sin
declarar en su ley que por haberlo oído decir mandaba lo que mandaba,
y sin cometer a ninguno la averiguación del caso, reservándola nada
menos que a él y a los sucesores en la corona de los reinos de León
y de Castilla. Estas
crucificaciones hechas por los judíos
en las personas de niños inocentes, fueron tan solo fábulas inventadas
por las viejezuelas ignorantes con propósito
de amedrentar a los chiquillos de condición desapacible y amigos de
echarlo todo a ruido y vocería, y que anduviesen en ciertas ocasiones
metidos en pretina. Como el vulgo se paga de todo lo peregrino y extravagante,
dio en la tema de esparcir como acciones que comúnmente ejecutaban
los judíos un tan bárbaro divertimiento; y de aquí nació sin duda
que a los oídos del rey don Alfonso el Sabio llegó la fama de estas
novelerías, y por no dejar sin la merecida pena a los culpables, si
acaso existían, habló de los autores de tales delitos en la manera
y forma que van sucintamente referidas. Porque
digan, si no, los que aun pugnen por defender, como verdades, las
voces que sobre tales acciones de los judíos andaban de boca en boca
por el ciego e ignorante vulgo ¿cuál era el objeto de estos al ejecutar
tan bárbaras acciones? ¿Estaba escrito en los libros de su ley, que
todos los que observasen el rito mosaico eran obligados a conmemorar
en los Viernes Santos y de un modo tan bestial, la muerte que sus
ascendientes dieron a Jesucristo? Esto
es una patraña que hizo correr por las gentes la ociosidad, y el odio
y el desprecio de los cristianos españoles contra todos los hebreos:
y es igual en todo a aquella que aun corre por el vulgo, pregonando
que los judíos tienen rabo, porque como los sabios en su ley eran
llamados rabís, y de esta causa naciese darles el nombre de
rabinos, sin duda la plebe por ridiculizarlos, o porque verdaderamente
creyese un tan grande absurdo, comenzó a derramar estas voces, que
en sí no tienen más verdad que lo que va aquí declarado con respecto
a los que se daban a crucificar niños por conmemorar la pasión de
Jesucristo. Y
no imaginen los de la opinión contraria que echan por el suelo mis
argumentos con decir que está escrito en las leyes; porque sabido
es que los legisladores son hombres, y por tanto sujetos en todo a
las miserias humanas,y a dejarse llevar
en sus determinaciones por los engaños de falsos consejos, o por error
de sus entendimientos. Yo admiro en don Alfonso el Sabio el varón
más eminente de su siglo y el monarca que más ha trabajado en favor
de la cultura de sus vasallos en todo linaje de artes y ciencias;
pero no pudo con tan gran sabiduría ver muchas cosas sin ojos apasionados
y sin ser arrastrado en muchas de sus acciones por la ignorancia vulgar
en aquellos tiempos y aun en algunos de los siglos que después de
ellos han corrido. En las mismas leyes en que señala el castigo de
los judíos de quienes se averiguase que crucificaban niños, habla
de las penas con que deberían ser oprimidos todos los que tuvieren
pacto con el diablo y fueren brujos y brujas. Además
de las citadas leyes hechas por don Alfonso contra los judíos y puestas
entre las encerradas en las Siete Partidas, ordenó en las del Fuero
Real que los hijos de cristianos no fuesen lactados por mujeres judías,
ni los hijos de judíos por mujeres cristianas. Los
reyes sus sucesores don Sancho el Bravo, don Fernando IV y don Alfonso
XI renovaron las citadas disposiciones contra los judíos: el primero
en las Cortes celebradas en Valladolid el año de 1293: el segundo
en las de Valladolid año de 1295 y en las de Medina del Campo año
de 1303: y el tercero en 1310 en la colección de leyes del estilo
y luego en el Ordenamiento de Alcalá. En
1313 en el Concilio de Zamora, en 1322 en el de Valladolid, y en el
otro de Salamanca año de 1335 se dieron varias disposiciones contra
los judíos, y aunque don Pedro el Iº de
Castilla mandó guardar, observar y cumplir el citado Ordenamiento
hecho por su padre don Alfonso en Alcalá, les conservó contra las
peticiones del reino juntó en Cortes en Valladolid un juez ordinario
para que los oiga y libre sus pleitos en lo que taniere
en lo cevil, fundando tal disposición
en que eran astragados y pobres,
y gente flaca y han menester defendimiento.
Este
favor y amparo que dio don Pedro a los judíos fue muy agradecido por
ellos, puesto que en todas las empresas que movió este malaventurado
monarca contra sus hermanos que andaban en rebelión turbando el reino
con guerras civiles, le ayudaron con dineros y aun en algunas ocasiones
con las armas. En 1355 varios caballeros de la parcialidad de don
Fadrique, maestre de Santiago, y de don
Enrique, conde de Trastamara, llevando
a su cabeza a estos señores, se acercaron a los muros de Toledo, ciudad
que estaba declarada por el rey; y como un amigo que tenían dentro
les abriese con todo recato, y sin ser advertido por los de dentro,
una puerta, metióse aquella canalla en
las calles de Toledo, hicieron presa del Alcázar y de la Judería,
que llamaban el Alcana, donde dieron muerte a todos los judíos que
en ella moraban (que eran unos mil doscientos entre hombres y mujeres)
con propósito sin duda de robarles las haciendas. De allí pasaron
a la Judería mayor; pero no con igual suceso, porque apercibidos los
de dentro se pusieron en defensa con grande bizarría; y luego con
el favor de muchos caballeros que tenían la voz del rey, hicieron
retirar a los que llevaban la del maestre. En
premio de esta acción concedió don Pedro a los judíos de Toledo permiso
para reedificar su sinagoga, en la cual pusieron una prolija inscripción
en lengua hebrea, que por ser curiosa i convenir con lo que llevo
dicho, va trasladada aquí según se lee traducida en una de las obras
de Frey Francisco de Rades y Andrada.
«Ved
el santuario que fué santificado en Israel
y la casa que fabricó Samuel, y la torre de palo para leer la ley
escrita y las leyes ordenadas por Dios y compuestas para alumbrar
los entendimientos de los que buscan la perfección. Esta
es la fortaleza de las letras perfectas: y los dichos y obras que
hicieron cerca de Dios para congregar los pueblos que vienen ante
las puertas a oír la ley de Dios en esta casa. Las
misericordias que Dios quiso hacer con nosotros, levantando entre
nos jueces y príncipes para librarnos de nuestros enemigos y angustiadores,
no habiendo rey en Israel que nos pudiese librar, después del último
cautiverio de Dios, que tercera vez fue levantado por Dios en Israel,
derramámonos unos a esta tierra y otros
a diversas partes, donde están ellos deseando su tierra y nosotros
la nuestra. Y nosotros los de esta tierra fabricamos esta casa con
brazo fuerte y poder alto. Aquel día que fue fabricada, fue grande
y agradable para los judíos: los cuales por la fama de esto vinieron
de los fines de la tierra para ver si había algún remedio para levantarse
algún señor sobre nosotros, que fuese para nosotros como torre de
fortaleza con perfección de entendimiento, para gobernar nuestra república.
No se halló tal cosa entre los que estábamos en esta parte; mas levantóse
entre nosotros en nuestra ayuda Samuel, y fue Dios con él y con nosotros,
y halló gracia y misericordia para nosotros. Era hombre de pelea y
de paz, poderoso en todos los pueblos y gran fabricador. Aconteció
esto en los tiempos del rey don Pedro. Sea Dios en su ayuda, engrandezca
su estado, prospérele y ensálzele y ponga
su silla sobre todos los príncipes. Dios sea con él y con toda su
casa, y todo hombre se humille a él, y los grandes y fuertes que hubiere
en la tierra le conozcan, y todos aquellos que oyeren su nombre se
gocen de oírle en todos los reinos y sea manifiesto que él es hecho
el amparo y defensor de Israel. Con
su amparo y licencia determinamos fabricar este templo. Paz sea con
él y con toda su generación, y alivio en todo su trabajo. Ahora nos
libró Dios del poder de nuestro cautiverio: no llegó a nosotros otro
tal refugio. Hicimos esta fábrica con el consejo de nuestros sabios.
Fue la gran misericordia de Dios con nosotros. Alumbrónos
y encaminónos don Rabí Myir:
su memoria sea en bendición. Fue nacido este para que fuese a nuestro
pueblo como tesoro, porque antes de esto los nuestros tenían cada
día la pelea a la puerta. Dió este hombre
santo tal soltura y alivio a los pobres que no fue hecha igual en
los días primeros ni en los años antiguos. No fue este profeta sino
de la mano de Dios: hombre justo y que anduvo en perfección. Era uno
de los temerosos de Dios y de los que cuidaban en su santo nombre.
Sobre todo esto añadió que quiso fabricar esta casa de oración para
nombre y fama del Dios de Israel. Esta es la casa de fiesta para los
que desean saber nuestra ley y buscar a Dios. Comenzó a fabricar esta
casa y su morada, y acabóla en muy buen
año para Israel. Dios acrecentó mil y ciento de los suyos, después
que para él fue fabricada esta casa: los cuales fueron hombres grandes
y poderosos para que con mano fuerte y poder alto se sustentase esta
casa. No se hallaba gente en los cantones del mundo que fuese antes
de esto menos prevalecida. Mas ¡ah Señor Dios nuestro! siendo tu nombre
fuerte y poderoso quisiste que acabásemos esta casa para bien en días
buenos y años hermosos, para que prevaleciese tu nombre en ella, y
la fama de los fabricadores fuese sonada en todo el mundo, y se dijese:—ESTA
ES LA CASA DE ORACION QUE FABRICARON TUS SIERVOS PARA INVOCAR EN ELLA
EL NOMBRE DE DIOS SU REDENTOR.»
Por esta inscripción se viene en conocimiento de que
el rey don Pedro por consejos de su grande amigo Samuel Levi consintió
en que los judíos levantasen nueva sinagoga en Toledo: cosa que no
hubieran podido hacer sin consentimiento del rey de Castilla, puesto
que les estaba vedado fabricar tales edificios, y solo permitido reparar
los antiguos, para que se fuesen sustentando, sin llegar el caso de
caer por tierra. La prueba y grande de lo mucho que el rey don Pedro
favoreció a los judíos se encuentra en aquellas palabras de la citada
inscripción que dicen así:—Sea Dios en su ayuda, engrandezca tu
estado: prospérele y ensálzele, y ponga
su silla sobre todos los príncipes. Dios sea con él; y los grandes
y fuertes que hubiere en la tierra le conozcan, y todos aquellos que
oyeren su nombre se gocen de oirle en
todos los reinos, y sea manifiesto que él es hecho el amparo y defensor
de Israel. En
tiempos del rey don Pedro floreció en España el sabio judío Rabí don
Santo, llamado de Carrión por ser nacido en Carrión de los Condes,
villa de Castilla la Vieja. Fue gran trovador y filósofo moral. Hay
quien dice que abjuró el judaísmo y que fue luego buen cristiano;
pero otros ponen duda en esto, citando la primera estrofa de su libro,
intitulado Consejos y documentos del judio
Rabbí don Santo al rey don Pedro:
los cuales compuso en su vejez: «Señor
noble, rey alto, oíd este sermón que vos dice don santo judío de Carrión.»
Parece
que este ingenio no fue muy favorecido del rey don Pedro, como se
prueba de los siguientes versos, puestos en su citada obra: «Por
nascer en espino la rosa, ya non siento que pierde, ni el buen vino
por salir del sarmiento. Ni
vale el azor menos, porque en vil nido siga, ni los ejemplos buenos,
porque judío los diga. Cá
non só para menos que otros de mi ley
que ovieron muchos buenos donadíos del
rey.»
Pero
es cosa averiguada que Rabí don Santo fue convertido a la fe de Cristo;
puesto que escribió en verso una Doctrina cristiana, en cuyo
principio se leen estos versos: «A
la virgen excelente servirás devotamente con glorioso presente. Esta
es madre de Dios que ruega siempre por nos.» También
compuso Rabí don Santo un poema intitulado La danza general de
la muerte, en que entran todos los estados de gentes: el cual
con las demás obras citadas existe MS. en la biblioteca escurialense.
El
rey don Enrique II en las Cortes de Toro año de 1371 dispuso que además
de llevar los judíos una señal para ser conocidos, se abstuviesen
todos los observantes de la ley de Moisés de usar los nombres que
solían tener los cristianos. También declaró que sus testimonios en
las causas que se formaren contra estos, no fueren de ningún valor
y efecto. Don
Juan Iº también puso la mano en dar providencias
para cortar el vuelo a la demasiada libertad que en sus tierras tenían
los judíos; y a más de confirmar las determinaciones de sus antecesores
contra ellos en las Cortes de Soria y de Briviesca,
ordenó en las de Valladolid, celebradas en 1388, que en los libros
del Talmud se borrasen ciertas imprecaciones, conjuros, blasfemias
y maldiciones contra los cristianos y contra la fe de Cristo y que
fuesen castigados con todo rigor cuantos las profirieran. Andaba
en este tiempo por la corte del rey un judío a quien unos llaman don
Juzaf Pichon,
y otros don Jucaf Picho: el cual
era tenido por hombre honrado a toda ley, y cuyos muchos y buenos
servicios lo llevaron al cargo de almojarife y contador mayor de don
Enrique II. Es fama que algunos envidiosos tenían con él enemiga,
sin duda por verlo en tal estado y tan valido
de aquel monarca; y así los que le querían mal, que eran muchos de
los judíos mayores de las aljamas, determinaron para que feneciese
la privanza de don Juzaf acusarlo de no
sé qué delitos ante el rey de Castilla: los cuales, aunque fingidos,
fueron bien probados; y así se vió don
Enrique en el caso de administrar justicia, posponiendo el amor que
la lealtad de este honrado judío probada en el largo curso de muchos
años, había encendido en su corazón. Por eso luchando entre el agradecimiento
y la justicia que de él se esperaba y se temía, ordenó que fuese preso
don Juzaf; y visto que los delitos, de
que era este judío acusado, llamaban un rigoroso castigo, impúsole
la pena de satisfacer a su corona la cantidad de cuarenta mil doblas,
las cuales fueron pagadas en el término de veinte días. Luego
que cobró don Juzaf la libertad empezó
a quejarse de todos aquellos que con torcida intención y fuera de
justicia lo habían llevado ante el rey, acumulándole varios delitos
y destruyendo el valimiento que por sus muchos y excelentes servicios
había logrado cerca de la persona de don Enrique. «¿Hasta cuándo,
decía, andará la verdad desterrada de las cortes y palacios de los
reyes? ¿Hasta cuándo no irá en compañía de la virtud encaminando los
pasos de los mortales, y rigiéndolos constantemente en las grandes
y aun en las más pequeñas de sus acciones? ¿Hasta cuándo la honra
ha de estar sujeta a las emponzoñadas lenguas de los malos: áspides
ocultos con las apariencias de hombres: hambrientos y astutos zorro:
tigres siempre dispuestos a devorar las reputaciones de los buenos?
¿Y hasta cuándo, en fin, las gentes darán oidos
a sus palabras más falsas que el lloro del cocodrilo, o que el canto
de las sirenas? Pero, ¡ay desdichado de mí, en mala hora nacido! ¿Cómo
han de dar honra los que están deshonrados, y cómo las gentes sabrán
distinguir la verdad de la mentira, si ellos no pueden dar lo que
no tienen, y ellas ponen francas las puertas de sus entendimientos
para creer todo lo malo y engañoso, y las cierran cuando ven asomarse
las luces de la verdad. ¡Oh, cuán ciega y flaca es la razón humana,
tan fácil para el engaño y la vileza, tan difícil para la justicia!
En donde vuelvo los ojos, no encuentro más que enemigos, y hasta la
sombra que hace mi cuerpo me amedrenta. Si tanto padezco inocente,
¿qué sería de mí si hubiera entrado en mi corazón la culpa? Quizá
las gentes me estimarían en más, y la envidia o no me persiguiera
o me persiguiera menos. Pero no quiero desear a los malos su ventura;
pues aunque siendo perverso, las gentes no me envidiaran y persiguieran,
entonces yo dentro de mí hablaría mal de mis acciones, y yo mismo
sería mi mayor contrario, teniendo el pesar de que este nuevo censurador
de mis torcidos pasos caminaba ajustado a la verdad, cuando en los
que me son adversos no encuentro hoy más que el engaño, y los rencores
de la envidia. Y así entre dos desdichas, más me conviene tener por
contrarios a otros que tenerme por enemigo.» Pero
el odio de los judíos contra don Juzaf
Pichon no se mitigó con el castigo que
le dio el rey Enrique II; y así luego que pasó a mejor vida este monarca,
fueron a su hijo y sucesor en la corona don Juan Iº
de Castilla que estaba en Burgos con el reino junto en Cortes, y le
pidieron un albalá para el alguacil Fernan
Martin con orden de que diese muerte a aquel que le fuese señalado
como malsin. Y esto decían al rey,
trayendo argumentos con que mostrarle ser costumbre muy recibida de
los judíos matar a algunos hombres de poco valor y de muy mala condición
que solía haber entre ellos: los cuales eran malsines, y turbaban
con sus lenguas la paz de las juderías, levantando rencores y enemigas
entre unos y otros, y dando ocasión a muchos desastres e inquietudes.
Don Juan Iº oyó la demanda de boca de
los judíos; y como estaba ocupado en enterarse de los negocios del
estado, y en lo que se trabajaba en las Cortes, y era al fin rey nuevo,
no paró su consideración en lo que de él se solicitaba, y así sin
saber lo que hacía, dio el albalá para que su alguacil dispusiese
la muerte de los acusados de malsines. Luego
que los que ganaron tal privilegio se vieron con la cartas del rey,
solicitaron otra de los judíos que regían y gobernaban las aljamas
del reino, en que se ordenase al alguacil Fernán Martin la muerte
de don Juzaf Pichon.
Ejecutada ésta el día 21 de Agosto de 1379, llegó a oídos del rey
juntamente con las quejas de los caballeros del reino que estaban
sumamente maravillados y ofendidos con un hecho tan injusto; pues
que a todos eran notorias las virtudes y honra de don Juzaf
Pichon, judío estimadísimo de los mismos
cristianos por los muchos y buenos servicios que había ejecutado en
vida de don Enrique II. El
rey don Juan Iº alborotóse
con la vileza de los judíos cómplices en tal infamia; y así dispuso
que don Zulema y don Zag, que dieron orden
de matar a don Juzaf Pichon,
fuesen muertos públicamente, y al alguacil quiso castigar con igual
pena; pero los caballeros del reino intercedieron por él, representando
que fue dirigido en su acción por el albalá que dio el mismo
rey, y por los engaños de los judíos; y que en obedecer lo mandado
no había culpa de ningún linaje. Alguna fuerza hicieron en el ánimo
de don Juan estas razones, y por ellas mandó suspender la ejecución
del castigo de Fernán Martin, reduciéndolo nada más que y la pérdida
de una mano, cortada públicamente por la del verdugo. También recibieron
la muerte los judíos que solicitaron del rey el albalá, encubriendo
el nombre de la persona contra quien se iba y dirigir y un merino
de la judería de Burgos sufrió igual castigo por cómplice en el trágico
suceso de don Juzaf. No
se mitigó la cólera en el rey contra aquellos que tan villanamente
lo habían engañado; y así dispuso que jamás pudiesen hacer justicia
de sangre en ninguno de los de su ley; privilegio de que hasta entonces
habían gozado las aljamas de los reinos de León y de Castilla. Y
dejando en este punto las tragedias y malas venturas de los judíos,
nacidas de la alevosa muerte que ellos dieron a don Juzaf
Pichon, hombre muy estimado del rey, de
la flor de la nobleza española y aun de la plebe, no me parece fuera
de razón dar algunas muestras del ingenio y arte en componer versos
de varios hebreos que vivían por los reinos de Castilla en tiempos
de don Enrique II, don Juan Iº, don Enrique
III, y don Juan II. Tales cantares y decires (que van trasladados
en pos de estos borrones), se leen en el Cancionero que fizo y
ordenó y compuso el judino Juan Alfon
de Baena, escribano del muy alto y muy noble rey de Castilla don Juan
nuestro señor. Este libro fue formado para divertimiento del rey,
de la reina doña María, del príncipe don Enrique y de las damas y
señores y caballeros de la corte, y pára
MS. en la biblioteca del Escorial. Aunque de todos los ingenios de
que hay composiciones en este cancionero, el más moderno es Juan de
Baena, merece por ordenador de la obra el lugar primero en las muestras
que voy y dar del arte que tenían los poetas judíos moradores de estas
tierras en aquella edad: de los cuales unos aun guardaban la ley de
Moisés, y otros ya la habían abjurado. De los demás ingenios cuyas
obras se leen en el libro de Juan Alfonso de Baena, judío converso,
nada diré porque eran cristianos todos, y venían también de padres
cristianos. Todos
los poetas abjuraron el judaísmo, y no sólo ellos, sino muchísimos
de su ley; y esto no fue obra de la verdad y de la razón, sino del
miedo a la plebe que dio en amotinarse contra las juderías para con
capa de devoción y piedad, matar a sus habitadores y hacer muy buenas
presas en sus haberes y haciendas. El andar tan sobre sí el pueblo
en daño de los malaventurados judíos nació de las predicaciones que
hacia el arcediano de Ecija en Sevilla
don Fernando Martínez, en las cuales hablaba de las usuras que para
mal de los cristianos llevaban en sus préstamos y ventas al fiado;
y por último se servía de tan vivos colores al pintar las maldades
de los observantes del rito mosaico, que muchos de la plebe, siempre
novelera, viendo en la destrucción de estos un acto de piedad y un
servicio hecho al Dios crucificado, los mataban en las calles sin
temor y vergüenza, y con entera libertad. Llegaron las nuevas de estos
desmanes al rey don Juan Iº, el cual no
halló otro arbitrio para poner freno a aquella canalla bulliciosa
que enviar cartas al deán y cabildo de la Santa Iglesia, encareciéndoles
la necesidad de meter en pretina al arcediano don Fernando Martínez,
autor con sus palabras tan fuera de razón y cordura, de aquellos males
y alteraciones. Ca aunque su celo es santo y bueno, débese
mirar que con sus sermones y pláticas non conmueva al pueblo contra
los judíos, que aunque son malos y perversos están debajo de mi amparo
y real poderío, y non deben ser agraviados; si no castigar por términos
de justicia en lo que delinquieren, y yo así lo mandaré hacer.
No
bien murió don Juan Iº en 1390, y ocupó
el trono de Castilla su hijo y sucesor don Enrique III, volvió el
arcediano de Ecija a predicar contra los
judíos, roto ya el freno y respeto con que en vida de aquel rey, bien
a su pesar, había sido oprimido; y así predicando en los más públicos
y frecuentados parajes en Sevilla, irritaba a la plebe poniéndole
delante de los ojos la miseria del pueblo y la riqueza de los que
guardaban la ley de Moisés, y atribuyendo a la codicia de estos los
males que padecían los cristianos, y así es fama que les dirigía discursos
semejantes a este: «Oh gentes infelices y para siempre desdichadas,
¿quién podrá remediar vuestras desdichas e infelicidades? ¿Veis la
hambre que oprime con tanta fiereza a vosotros y a vuestras mujeres
y a vuestros hijos? pues jamás será mitigada, jamás romperéis las
cadenas que con todo vigor y fuerza os amarran a la miseria: jamás
gustareis los dulcísimos regalos que la inconstante fortuna suele
ofrecer a los mortales. ¡Ay pueblo, solamente para el mal nacido!
La hambre te acosa, y no encontrarás dineros para remediarla, porque
los pocos con que vas pasando menos trabajosamente las amarguras de
la vida, se sepultan para siempre en las ferradas y escondidas arcas
de los judíos. Estos son los enemigos constantes del nombre de Cristo:
estos los que imaginan borrarlo de la haz de la tierra: estos los
que procuran, por todos los caminos que se presentan a sus ojos, la
destrucción del pueblo cristiano. ¡Generación infeliz! tú vas a desaparecer
de la tierra, dejando a tus hijos sujetos a la cautividad de aquellos
que no dudaron en crucificar a su Dios! ¿Qué amor, qué piedad, qué
regalo podrán esperar de estos tan crueles verdugos? ¡Maldita sea
la hora en que tales víboras comenzaron a habitar entre nosotros!
¡Maldito el instante en que consentimos los nidos de estas aves de
rapiña cerca de nuestras casas; porque así todo cuanto nos roban,
con más facilidad esconden de nuestras miradas! Despierten ya los
mal aconsejados pastores que permiten a los lobos vivir en compañía
de las ovejas. Despierten a los ladridos de los leales canes, porque
el rebaño va a ser devorado sin remedio. Pero ¿cómo han de despertar
los que están dormidos en el profundo sueño de una ciega confianza?
Ya no pueden amedrentar a los lobos carniceros las piedras diestramente
despedidas de las hondas, porque las manos de los pastores están derribadas
por el suelo. Los arcos tienen rotas las cuerdas, las puntas aceradas
de las flechas están vestidas de orín: los perros que guardan el rebaño
son pocos para el número de las fieras. ¡Ay desdichados corderos!
¿qué será de vosotros si no sacáis fuerzas de flaqueza y no procuráis
defenderos de vuestros iracundos y feroces enemigos?» Irritado
el pueblo con las predicaciones del arcediano don Fernando Martínez,
volvió todo su encono contra los judíos, y comenzó a llenar de oprobios
públicamente a aquellos que tenían nombre de muy avaros y de muy poderosos
por sus grandes riquezas. Castigar estos excesos de la plebe quisieron
el alguacil mayor de Sevilla don Alvar Pérez de Guzmán y los dos alcaldes
Ruy Perez de Esquivel y Fernan
Arias de Quadros, y para ello prendieron
a varios del pueblo, cabezas en aquellos desmanes, y mandaron azotar
a dos públicamente el miércoles de ceniza día 15 de Marzo del año
de 1391. Pero enfurecida la canalla con este justo castigo, se puso
en sedición con propósito firme de estorbar a todo trance que fuese
ejecutado. El alguacil mayor y el conde de Niebla intentaron vanamente
sosegar el tumulto con las mejores razones que les venían al pensamiento,
en tanto que la plebe, más soberbia con los ruegos apedreó a los que
llevaban a los castigados, los sacó de sus manos, y los metió en la
Catedral. Volvió luego su furor contra las juderías, entró en ellas,
comenzó a herir y matar cuantos hombres, niños y mujeres se ponían
delante de sus ojos, y aun también de los que se recataban: hacia
presa de las joyas y dineros que hallaba en las casas, y despedazaba
en fin lodo aquello que era de judíos. La justicia de Sevilla con
el auxilio de la nobleza acudió a defender a los mezquinos hebreos,
logrando salvar las vidas de casi todos, y rescatar algo de lo mucho
que la desbocada y feroz canalla había cogido entre sus garras. Sosegado
el tumulto, imaginaron los alcaldes mayores que de penar a los muchos
culpados en aquel acto inhumano, nacería irritarse otra vez los mal
contentos y codiciosos aun de las haciendas de los malaventurados
judíos y poner a la ciudad en un aprieto todavía más cruel que el
pasado. Por
eso determinaron publicar un perdón para los autores de estos delitos,
en tanto que los míseros judíos amedrentados con el popular tumulto,
y temerosos de las iras de la plebe, no se determinaban a salir a
las calles, y ya pensaban en cristianarse para salvar las vidas y
haciendas del odio y de la ambición del pueblo. Orgulloso
el arcediano con el fruto de sus razonamientos, y viendo lo sobre
sí que andaban las gentes plebeyas con la impunidad del suceso pasado,
es fama que el domingo 9 de Julio del mismo año de 1391 predicó nuevamente
contra los judíos pintando su avaricia con los más vivos colores,
y levantando a las nubes los daños que amenazaban a los cristianos
con tolerar que estos enemigos del nombre de Cristo viviesen con toda
libertad en su ley dentro de las ciudades de Castilla. El
pueblo, alentado por una parte con la codicia de apoderarse de las
haciendas de los judíos, y por otra viendo en ellos las zarzas, ortigas
y abrojos que suelen crecer entre los sembrados para llevarse toda
la sustancia de su madre la tierra, dejándolos sin el más pequeño
mantenimiento expuestos a ser consumidos y abrasados por los rayos
del sol, y sin vigor y fuerzas para resistir el empuje del viento
airado, alborotóse otra vez y corrió a
las juderías, resuelto a exterminar a todos los israelitas que en
ellas nacieron, y que en ellas moraban. Cuatro
mil judíos rindieron las vidas a los filos de las espadas de esta
bárbara gente, indigna de llevar el nombre de cristiana. Los que escaparon
con pequeñas heridas o sin ninguna del insolente tumulto de aquella
canalla desenfrenada, cristianáronse al
punto temerosos de sus iras, y escarmentados con los dos pasados motines.
Y este fue el modo de que se sirvieron algunos malos cristianos para
hacer que entrase en los entendimientos de los judíos la verdad de
la fe; y como todo fue obra de la fuerza y del miedo, no corrió mucho
tiempo sin que ellos prevaricasen, cosa muy conforme a la razón, porque
no creo yo que ninguno puede amar la verdad, si para que sea conocida
de él, apelan sus contrarios a las armas, al terror, a la sangre y
al fuego. Estos medios que suelen emplear los tiranos de la tierra
para conservar su poderío o para conseguir con la celeridad del rayo
los propósitos que nacen en sus entendimientos, son para mal de los
pueblos por algunos años; pero luego se truecan en armas que sirven
para la destrucción y el exterminio de los mismos tiranos que las
usaron, y esta es una verdad de que están llenas las historias. A
las nuevas de lo hecho por la plebe sevillana alborotóse
la de Córdoba, la de Toledo, la de Zaragoza, la de Valencia, la de
Barcelona, la de Lérida y de otras muchas ciudades. El rey Enrique
III envió varias cartas a los alcaldes de todas ellas ordenándoles
que de ningún modo consintiesen en aquellas maldades, hechas tan en
daño de los infelices hebreos; pero ni las ciudades, ni las villas,
ni los caballeros hacían caso de las cédulas reales. El pueblo estaba
muy sobre aviso, y con sobra de altivez, visto el buen suceso que
había logrado de sus alborotos, sediciones y matanzas. Disimuló
don Enrique el enojo que tenia de ver tan sin fruto sus disposiciones
desde el año de 1391 hasta el de 1395, en el cual determinó bajar
desde Segovia a Andalucía para castigar a los autores de los pasados
alborotos. Entró en Sevilla el día 13 de Diciembre, y en el mismo
día hizo prender al arcediano de Ecija
don Fernando Martínez, porque con sus predicaciones había puesto en
sedición al pueblo contra los judíos. El
maestro Gil González de Avila hablando
del arcediano dice que el rei castigólo,
porque ninguno con apariencia de piedad entendiese levantar el pueblo.
Cuál fue el castigo que recibió este varón, es de todos los historiadores
ignorado. Zúñiga afirma que acabó su vida años adelante con gran
opinión de sólida virtud. En
cuanto al objeto de los tumultos de la plebe contra los judíos, está
declarado en la crónica que de Enrique III dejó compuesta el insigne
caballero Pero López de Ayala, según se verá por las siguientes palabras:
E todo esto fué codicia de robar, más
que devoción. Ya
en aquellos tiempos andaba por España un famoso judío llamado Jehosuah
Halorqi, nacido en Lorca el año de 1350
según se cree, insigne talmudista, uno de los principales maestros
en la ley de Moisés, y hombre muy docto en el estudio de la medicina.
Abjuró el judaísmo, y al cristianarse tomó el nombre de Gerónimo de
Santa Fe: cosa que no llevaron con paciencia los hebreos españoles,
antes tuvieron gran pesadumbre y enojo al ver que declaraba vanos
sus ritos un tan sabio varón en las sagradas letras; y así por escarnio
solían desde entonces llamar a Halorqi
el Blasfemador. No
falta quien diga que la conversión de este judío a la fe de Cristo,
fue conseguida por las predicaciones de San Vicente Ferrer, que ya
corría en tal sazón por las ciudades de España, destruyendo la ley
de Moisés no con discursos que incitasen a los pueblos a motines y
sediciones contra los malaventurados judíos, como solía hacer el famoso
arcediano de Ecija en Sevilla, sino llevándolos
al camino de la verdad por buenas palabras, por vivas y apretadas
razones, y por pláticas cortadas a la medida del Evangelio. Por
la fama que en todos estos reinos y aun en los extraños consiguió
Gerónimo de Santa Fe, y por el crédito y concepto que tenia de varón
sabio aun en las más escondidas ciencias, mereció que el anti-papa
español Pedro de Luna (que quería gobernar la Iglesia desde Aviñón
con el nombre de Benito XIII) lo llamase a su corte en 1412 para que
asistiese cerca de su persona, y pudiese curarla en todas cuantas
enfermedades afligen porfiadamente los cuerpos de los mortales. Un
suceso vino a aumentar las bien dadas alabanzas que por su ciencia
recibía de todos el converso Gerónimo de Santa Fe. Cuenta Gerónimo
de Zurita en sus Anales de Aragón
que en el año de 1413 vista la obstinación de los judíos en no convertirse
a la ley de Gracia, se buscaron nuevos remedios para vencer la repugnancia
que estas gentes tenían a admitir en sus entendimientos la luz de
la verdad. «Por mandado del Papa, se congregaron en la ciudad de Tortosa
y estuvieron juntos todos los mayores rabinos que se hallaban en las
aljamas del reino, para que públicamente en su presencia y de toda
su corte fuesen amonestados que reconociesen el error y ceguedad en
que andaba aquella gente. Eran los rabinos mayores rabí Ferrer, y
el maestro Salomón Isaac, rabí Astruch
el Levi de Alcañiz, rabí Joseph Albo,
y rabí Matatías de Zaragoza, el maestro Todroz,
Benastruc Desmaestre
de Girona, y rabí Moisés Abenabez, y como
quiera que en la corte del Papa se hallaban muchos y muy señalados
maestros y doctores en la sagrada Teología y de mucha ciencia y sabiduría
en las letras divinas y de gran prudencia; pero quiso el Papa que
en las cuestiones y disputas que se propusieron, se cometiese la instrucción
e información de aquella nación más especial y particularmente a Gerónimo
de Santa Fe su médico, como muy enseñado y fundado en la lección del
Viejo Testamento, y de sus glosas, y en todos los tratados de los
rabinos y de su Talmud, por cuyas autoridades y sentencias era la
intención del Papa que fuesen inducidos y convencidos para más descubrir
su ciega y condenada doctrina, y la obstinacion
de errores y vida, y la temeridad y perverso entendimiento de su ley.
Fué la primera congregación a siete del
mes de Febrero del año 1413, y en presencia del Papa y de su colegio
y de toda su corte comenzaron a proponerse las cuestiones y artículos
que se habían de discutir y disputar; y asistió el Papa a otras congregaciones,
y por su ausencia cometió sus veces y lugar para que presidiesen a
ellas, al ministro general de la orden de los predicadores y al maestro
del Sacro palacio. Hallóse en esta congregación
de letrados un Garci Alvarez
de Alarcón, muy enseñado en las lenguas hebrea, caldea y latina, y
fue gran parte en convencer y reducir muchas de las más principales
familias del reino Andrés Beltrán, maestro en Teología, limosnero
del Papa que era muy docto en las letras hebreas y caldeas, y fue
de aquella ley: que era natural de Valencia, y después por su gran
religión y mucha doctrina le proveyó el Papa de la iglesia de Barcelona,
por cuya determinación se declaraban las dudas de lo que tocaba a
las traslaciones de la Biblia que los rabinos torcían a su propósito.»
Esto
dice Gerónimo de Zurita. Los judíos que caminaron a Tortosa para hallarse
presentes en esta famosa disputa fueron seis de Zaragoza llamados
Zarachias Levita, Vidael
Benvenista, M. Mathatías
Izahari, Macaltiob,
nasi o príncipe de los judíos españoles,
Samuel Levita, y M. Moisés: uno de Huesca llamado Todros,
y dos de Alcoy cuyos nombres eran Josef hijo de Aderet
y Meir Galigon:
de Daroca Astruch
Levita: de Monreal M. Josef Albo: de Monzón Josef Levita y M. Jomtob
Carcosa: de Montalban
Abuganda: de Blesa
Joseph Abbalegh, Bongosa
y M. Todros, hijo de Jecht
el de Gerona. Llegados
a Tortosa eligieron a Vidael Benvenista,
uno de los más sabios en su caduca ley, para que fuese su orador en
el congreso, y luego se presentaron en el palacio y ante la persona
de Benito XIII: quien los recibió muy afablemente, y dispuso que fuesen
con toda comodidad hospedados, servidos y agasajados, ofreciéndoles
que en nada recibirían molestia; pues allí eran venidos para convencerse
o no de lo errado de sus doctrinas, no para ser vejados ni oprimidos
en manera alguna. Al
día siguiente de su llegada a Tortosa, volvieron los judíos al palacio
de Benito, y en él se encontraron con la sala, diputada para la asamblea,
llena de personas de grande autoridad y linaje. Sesenta sillas eran
ocupadas por cardenales, obispos y otros prelados. Puesto
en silencio y junto el congreso, dirigió a los judíos un breve razonamiento
Benito XIII, a luego comenzó Gerónimo de Santa Fe una arenga, en la
cual con vivas y elegantes razones demostró ser cumplidas las profecias,
y haber venido al mundo el Mesías, esperado aun por los judíos. Replicó
en otra arenga Vidael Benvenista,
probando con argumentos sacados del Talmud que el Mesías no era venido.
Y se ha de advertir que una y otra oración eran proferidas en muy
elegante latín: porque uno y otro disputante eran sabios en todo linaje
de cosas. Al siguiente día profirió otra arenga el judío Zarachías
Levita en favorable sustentación de lo dicho antes por Vidael
Benvenista; y al tercer día de la asamblea
tuvo principio aquella famosa disputa que duró desde 7 de Febrero
de 1413, hasta 12 de Noviembre de 1414, que dio por fruto convertirse
a la fe de Cristo todos los judíos presentes y que tuvieron parte
muy viva en ella, bien con sus discursos, bien con su sabiduría en
ilustrar aquellas materias sobre las cuales porfiadamente se pugnaba.
Solamente los rabíes Ferrer y Joseph Alvo
se mantuvieron contumaces en sus doctrinas. Rabí
Astruch presentó entonces a Benito XIII
una confesión por sí y en nombre de los demás judíos, en la cual se
declaraban vencidos, y por tanto abjuraban los errores de su antigua
ley, y abrazaban con toda fe la verdad de la religión de Cristo. Leída
esta confesión delante de Benito, de los cardenales, prelados y demás
personas presentes, entre quienes se hallaban los convertidos, mandó
el antipapa que se hiciese lectura de los nuevos decretos que desde
aquel punto establecía contra los judíos persistentes en la caduca
ley. Estas disposiciones fueron inclusas luego en una bula que expidió
Benito en la ciudad de Valencia el día 11 de Mayo de 1415. La suma
de todas ellas se contiene en los capítulos siguientes, según se leen
en la biblioteca de los rabinos españoles, dispuesta y ordenada por
don José Rodríguez de Castro. «1.º
Se prohíbe generalmente a todos, sin excepción de persona, oír, leer
y enseñar en público o en secreto la doctrina del Talmud, mandando
recoger en el término de un mes en la iglesia catedral de cualquiera
diócesis todos los ejemplares que se encontraren del Talmud, de sus
glosas, apostillas, sumarios, compendios u otros cualesquiera escritos
que directa o indirectamente tuvieren relación con la tal doctrina,
y que los diocesanos o inquisidores velen sobre la observancia de
este decreto, visitando por sí o por otros, a lo menos cada dos años
sus jurisdicciones en que hubiere judíos, y castigando con toda severidad
a quien hallaren culpado. 2.º
Que a ningún judío se permita tener, leer u oír leer el libro intitulado
MAR MAR JESU, por estar lleno de blasfemias
contra nuestro Redentor Jesucristo, ni otro cualquier libro o escrito
que sea injurioso a los cristianos, o hable contra alguno de sus dogmas
o contra los ritos de la Iglesia, en cualquier idioma en que esté
escrito, y que al contraventor de este decreto se castigue como a
blasfemo. 3.º
Que ningún judío pueda hacer de nuevo, ni componer, ni aun tener en
sus casas con algún pretexto cruces, cálices o vasos sagrados, ni
encuadernar los libros de los cristianos en que está escrito el nombre
de Jesucristo, o de la Santísima Virgen, y que quede excomulgado todo
aquel cristiano que por cualquier motivo dé a los judíos alguna de
estas cosas. 4.º
Que ningún judío pueda ejercer el oficio de juez, ni aun en los pleitos
que ocurrieren entre ellos. 5.º
Que se cierren todas las sinagogas erigidas o reparadas modernamente:
que en donde no hubiere más que una, esa permanezca con tal que no
sea suntuosa, y si hubiere dos o más de dos, déjese abierta tan solo
la más pequeña; pero si se averiguare que alguna de las dichas sinagogas
fue iglesia en tiempos antiguos, ciérrese al punto. 6.º
Que ningún judío pueda ser médico, cirujano, tendero, droguero, proveedor
ni casamentero, ni tener algún otro oficio público por donde haya
de entender en negocios de cristianos, ni las judías puedan ser parteras,
ni tener amas de criar que sean cristianas, ni los judíos servirse
de cristianos, ni vender a estos ni comprar de ellos las viandas para
el diario mantenimiento, ni concurrir con ellos a ningun
banquete, ni bañarse en las aguas de los baños de los cristianos,
ni ser mayordomos, ni agentes en los negocios de estos, ni aprender
en sus escuelas alguna ciencia, arte u oficio. 7.º
Que en cada ciudad, villa o lugar en que hubiere judíos, les sean
destinados para su morada barrios separados de los cristianos. 8.º
Que todos los judíos y judías lleven en sus vestidos cierta divisa
de color encarnado y amarillo del tamaño y figura que en la bula van
señalados: los hombres en el vestido exterior sobre el pecho; las
mujeres en las frentes. 9.º
Que ningún judío pueda comerciar ni hacer contrato alguno con los
cristianos para evitar los engaños que suelen hacer, y las usuras
que suelen llevar. 10.º
Que todos los judíos y judías convertidos a la Fe, y todos los cristianos
que tuvieren parentesco de sangre con judíos no conversos, los puedan
heredar, aunque por testamentos o codicilos, o por últimas voluntades
o donaciones intervivos estuvieren exclusos
de heredar sus bienes. 11.º
Que en todas las ciudades, villas y lugares en donde hubiere el número
de judíos que el diocesano tuviere por conveniente, se predique en
público tres sermones en tres distintos días del año, uno en la segunda
domínica de adviento, otro en el día de Pascua de Resurrección, y
el último en la domínica en que se canta el Evangelio Cum apropinquasset
Jesus Jerosolymam
videns civitatem, flevit
super eam.
Que se obligue a todos los judíos que tuvieren la edad de doce años
en adelante a asistir a estos tres sermones, cuyos asuntos deberán
ser demostrarles en el primero la venida al mundo del verdadero Mesías,
sirviéndose para ello de los lugares de la Sagrada Escritura y del
Talmud que han sido controvertidos en la asamblea de Tortosa: en el
segundo hacerles entender los errores, locuras y vanidades que se
encierran en el Talmud; y en el tercero la destrucción de la ciudad
y del templo de Jerusalén y lo perpetuo de su cautiverio, según las
palabras de Jesucristo y de los santos Profetas. Al fin de cada sermón
se les leerá esta bula para que al ir contra ella no pequen de ignorantes.»
Después
de la famosa disputa entre Gerónimo de Santa Fe y los más doctos rabís
de las aljamas de España, convirtiéronse
muchos judíos a la fe de Cristo: en Zaragoza, Calatayud y Alcañiz
más de doscientos: en Daroca, Fraga y
Barbastro, unas ciento y veinte familias: en Caspe y Maella
quinientas personas: a más todos los naturales de las villas de Tamarit
y Alcolea. Uno
de los que andaba por España converso desde el año de 1390 fue rabí
Selomoh Halevi,
judío nacido en la ciudad de Burgos. En ella recibió el agua del bautismo
y el nombre de Pablo de Santa María. Luego pasó a la universidad de
París y estudiar Teología, y tomar el grado de maestro, y así por
la fama que todos tenían de sus muchas letras como de sus no vulgares
virtudes, logró la dignidad de arcediano de Treviño, de obispo de
Cartagena, y después de Burgos, y a más la de canciller mayor en los
reinos de León y de Castilla. Escribió varias obras con propósito
de convertir a la fe de Cristo a los judíos y moros, entre las cuales
se encuentra una que lleva por título estas palabras: Escrutinio
de las Sagradas Escrituras. De
esta suerte refiere Esteban de Garibay la vida y hechos de Pablo de
Santa María: “Fue
muy notable prelado el excelente doctor don Pablo, obispo de Cartagena,
que siendo judío no solo de nación de sus progenitores, mas también
de profesión, recibió la agua del santo bautismo, dejando el judaísmo.
Había tenido este notable prelado antes de su conversión grandes disputas
sobre la ley judaica con muchos doctores católicos cuyas razones como
para la dureza heredada de sus progenitores no bastasen a la sazón
para le sacar del judaísmo, sucedió que un día un doctor no queriendo
contender por disputa sino por escrituras, le dio el tratado que el
glorioso Santo Tomás de Aquino escribió doctísimamente llamado De
legibus, donde admirablemente disputa
el santo doctor contra la ley de los judíos. Esta obra leyó con diligencia
y atención grande don Pablo, el cual, hallando en ella muchos secretos
del judaísmo, que aun él mismo con ser el rabí de más letras que en
estos reinos había, los ignoraba, fue alumbrado del Espíritu Santo,
diciendo en su corazón que sin duda la ley de los cristianos era la
de la salvación del mundo. Después ido al Pontífice romano, y siendo
de él persuadido, vino a decir y confesar públicamente, que (pues
este santísimo doctor con saber de la ley judaica mayores secretos
que el mismo don Pablo, profesaba la ley evangélica de Jesucristo)
era la verdadera ley y carrera de la salvación la de los cristianos;
y así recibió el santo bautismo renunciando espontáneamente la dureza
pasada. De esta manera don Pablo vino a ser cristiano por la doctrina
de Santo Tomás.» “Después
este célebre varón con el discurso del tiempo vino certísimamente
a ser obispo de Cartagena, y de allí pasó al obispado de Burgos: de
la cual ciudad tenia él mismo su naturaleza. Fue excelente prelado,
gran filósofo y teólogo, y singular predicador y de gran consejo y
maravilloso silencio y prudencia. Escribió muchas obras en especial
el libro que se llama Escrutinio de las Escrituras, que es
de grande volumen, y las adiciones a la Póstula de Nicolao
de Lyra sobre la Biblia, y otro tratado
de la Cena del Señor, y otro de la generación de Jesucristo, con otras
obras. No solo él mismo fue grande letrado; pero en tiempo que en
el judaísmo fue casado, tuvo tres hijos grandes letrados, de los cuales
el más señalado fue don Alfonso de Cartagena, deán de Segovia, que
sucediendo en el obispado inmediatamente al padre fue obispo de Burgos
y fue el que escribió la Genealogía de los reyes de Castilla y
León, que algunas veces se ha citado. El otro hijo fue don Gonzalo,
obispo de Palencia, prelado de muchas letras y erudición. El tercero
fue Alvar García de Santa María que refieren haber escrito la crónica
del rey don Enrique, la cual basta ahora yo no la he visto, y parte
de la crónica de su hijo el rey don Juan el segundo. Este notable
prelado don Pablo por haber sido obispo de Burgos es llamado entre
los teólogos el Burgense: el cual
con ser converso, aconsejó al rey don Enrique por causas notables
que a ello le debieron mover, que a ningún judío ni converso, no recibiese
en el servicio de su casa real, ni en el consejo, ni en otros oficios
públicos reales de sus reinos, ni en la administración del patrimonio
real: Cosa notable que con ser de ellos el mismo sapientísimo prelado,
fuese de este parecer contra su nación.»
Aunque
estaba vedado a los judíos ejercer el oficio de jueces, todavía en
el reinado de Enrique IV eran mantenidos en él algunos de los hombres
más principales, entre los que a pesar de tantas persecuciones y de
tantos tumultos populares contra sus personas y haberes, observaban
el rito mosaico. En 1474 fue hecho el repartimiento a todas las aljamas
del reino por lo que tocaba pagar a cada una en el servicio
y medio servicio que rendían anualmente a la corona de Castilla.
El repartidor fue un judío llamado Jacob Aben Nuñes,
físico de Enrique IV y su juez mayor; y el repartimiento de lo que
cada aljama había de dar es como sigue:
Las
aljamas del obispado de Burgos
30.800 Las
del de Calahorra
31.100 Las
del de Palencia
54.500
Las
del de Osma
19.500 Las
del de Sigüenza
15.600
Las
del de Segovia
19.500 Las
del de Ávila
39.590 Las
del de Salamanca y Ciudad Rodrigo
12.700
Las
del de Zamora
9.600
Las
del de León y Astorga
31.700
Las
del arzobispado de Toledo
64.400
Las
del obispado de Plasencia
56.900
Las
del de Andalucía
59.800.
Total
451.000.
De estos cobraba mil por sus derechos el repartidor Jacob
Aben Nuñez, y los cuatrocientos y cincuenta mil maravedís restantes
pasaban al tesoro de la corona de estos reinos. El cual con las continuas
guerras y con las revueltas de los pueblos andaba mui exhausto. España
estaba entonces debilitadísima: echado
por tierra su comercio, la labranza de los campos bastante frecuentada;
pero por la general pobreza sin producir a los labradores buenas rentas,
sino mezquinas cantidades. Lástima grande causa ver a un tan poderoso
reino, afligido por la mayor pobreza en tiempos del infeliz monarca
Enrique I y reducido al estreno de trocar los hombres sus mercaderías
por vilísimos precios. Los
judíos en tanto por temor de la plebe ocultaban sus riquezas, y se
presentaban los más poderosos como de mediana suerte, y los de mediana
suerte como misérrimos: por lo cual miraban con sumo desdén el comercio,
y sus tráficos eran tan solo en cosas de poco valor, y de ningún provecho.
Y esto hacían recelosos y con razón, de que la fama de sus dineros
no trajese sobre ellos nuevas persecuciones y nuevos tumultos de aquella
bárbara y codiciosa plebe. A tal punto de miseria redujeron a estos
reinos el temor de los judíos y el afán de esconder en las entrañas
de la tierra sus haciendas; que por maravilla corrían monedas de oro
y plata. Todas estaban encerradas en las arcas de los hebreos; y las
que andaban de mano en mano habían sido compradas en las casas de
algunos mercaderes cambistas o banqueros: los cuales o eran de los
judíos convertidos a la fe, o de cristianos que estaban comerciando
con el dinero que para el caso y para partir el lucro, les habían
facilitado los judíos aun no venidos a la religión de Cristo. De haberse
retraído de traficar los judíos, nació la ruina de todo el comercio
que había antes en los reinos de Castilla. Todas las mercaderías quedaron
reducidas al más mezquino aprecio. La vara del paño de Echillon
valía sesenta maravedís, la del de Lombai
y Bruselas cincuenta maravedís viejos: la escarlata de Gante, sesenta;
y la de Ipre, ciento y diez: y por último,
los paños de Montpellier, Bruselas, Londres y Valencia, sesenta maravedís
viejos. Todo
lo demás andaba en esta forma. El reino sin fuerzas: el comercio sin
brazos: la agricultura sin vigor: los judíos riquísimos y sin comunicar
con ninguno sus riquezas: el pueblo miserable: la corona sin haberes:
ardiendo España en tumultos contra la persona del rey Enrique: alborotados
los ánimos con la presente miseria y buscando en la ruina de este
monarca la causa y el modo de remediar todos los males que a todos
afligían tan pesadamente; los cuales nacieron de los inconsiderados
medios de que se sirvieron tan contra razón y justicia los monarcas
y pueblos para convertir al cristianismo a los muchos judíos que en
estas tierras moraban. Les fue vedado ejercer la medicina y cirugía,
tener abiertas sus casas para comerciar con los cristianos, y en fin
disponer de sus bienes y personas del modo más conveniente a sus intereses
y al acrecentamiento de sus riquezas. Y de estas tan bárbaras disposiciones
cogieron los cristianos el amargo fruto durante el infelicísimo reinado
de don Enrique IV en Castilla: pues con ellas dejaron los judíos el
comercio, que eran los únicos o los más que lo frecuentaban y mantenían,
y como de esto naciese su destrucción, vino en pos de ella la ruina
de la agricultura, quedando el reino sin los dos principales nervios
que sustentan el cuerpo de los estados, reducida a la mayor debilidad
y a la mayor pobreza. |