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SALA DE LECTURA

Historia General de España

 

 

CRÓNICAS ANDALUZAS

JOAQUIN GUICHOT

 

ANDALUCÍA PRE-ROMANA

 

V

La Bética, desde la destrucción de Numancia, 133 antes de J. C., hasta la muerte de Sertorio

 

 

La situación pacifica en que se encontró la Bética después de la muerte de Viriato, se consolidó con la destrucción de Numancia. No fue ciertamente de larga duración este periodo, pues apenas si contó 35 años; mas fue aprovechado para la prosperidad de la provincia exenta del terror que en el resto de la Península, y señaladamente en toda la Celtiberia produjo el último triunfo de las armas romanas.

Difícil nos sería indicar por qué medios alcanzó aquella prosperidad, ni qué circunstancias la caracterizaron. Puntos son estos sobre los cuales los historiadores romanos guardan un completo silencio; pero a juzgar por las descripciones que nos dejaron de los festejos y honores que se decretó a sí mismo, en Córdoba, el anciano Metelo después de su ilusorio triunfo sobre Sertorio, en Calahorra, es indudable que las bellas artes, producto de la paz y de la cultura, alcanzaron en la Bética un grado notable de adelanto, como más adelante veremos.

El periodo de paz cuyos límites acabamos de indicar, fue interrumpido por un suceso cuya responsabilidad no debe recaer sobre los habitantes de la Bética, sino sobre el Senado Romano, cuya política imprevisora en aquella ocasión, fue causa de disturbios, que si bien no constituyeron al país en un estado de guerra violenta, originaron perturbaciones parciales que hicieron necesario el empleo de la fuerza para su represión.

Veamos cómo.

El mismo año de la destrucción de Numancia, el Senado deseoso de mantener en la obediencia un país al que no podía renunciar, por más que le fuera muy costoso, estimó oportuno, para los fines de sus proyectos ulteriores, hacer una nueva división política de España; al efecto subdividió las dos grandes divisiones citerior y ulterior en diez distritos, que pudiéramos llamar militares, cuyo gobierno y administración confió a otros tantos legados, dependientes de un cónsul. Como se ve, el sistema de ocupación militar prevaleció sobre el de la civilización; se quiso hacer por las armas lo que era infinitamente más factible por la palabra, el ejemplo y la enseñanza. Error lamentable que hemos heredado y conservamos en nuestros días, sin pensar, en corregirlo a pesar de los frecuentes desengaños que nos ha hecho sufrir.

Ignoramos qué parte correspondió a la Bética en el nuevo reparto político establecido por el Senado; pero es indudable que no debió quedar satisfecha, puesto que protestó de ella en una forma que le costó bastante cara, según vamos a demostrar.

En el primer año del Consulado de Tito Didio (98 antes de C.) los habitantes de Castulón, hoy cortijos de Cazlona en la provincia de Jaén, irritados de los excesos a que se entregaban en la ciudad y en su distrito los soldados romanos, se confabularon con los vecinos de un pueblo inmediato, llamado Jerision, y en una noche de invierno sorprendieron la guarnición durante su sueño, e hicieron una cruel matanza en ella. Entre los romanos que pudieron escapar a la venganza castulonense, encontróse el joven Sertorio, jefe que mandaba la corta guarnición en calidad de tribuno. Este reunió los fugitivos, y puesto a su cabeza volvió sobre la ciudad, cuyos habitantes cogió desprevenidos y trató con el más despiadado rigor. Igual suerte cupo a los Jerezanos. Tal fue el primer fruto que produjo en la Bética la nueva política adoptada por el Senado romano para pacificar y gobernar la España.

El suceso en sí no fue de grande importancia, o por mejor decir, no la tuvo fuera de la localidad donde aconteció; así que no lo hemos citado para datar de él el periodo de las perturbaciones a que hemos aludido anteriormente, sino para hacer notar dos hechos que no deben pasar desapercibidos.

El primero, que la supremacía concedida al elemento militar sobre el civil en la gobernación de los pueblos sometidos, es contraria a los intereses bien entendidos de los gobernantes y gobernados. La mejor política es aquella que se esfuerza en hacer desaparecer todo rastro de conquista, allí donde la dominación tiene ese carácter. El haber desconocido los romanos esta verdad, hizo correr ríos de sangre en España, y sublevó contra su dominación, muchos pueblos de la provincia más romana de toda la península Ibérica.

El segundo hecho notable que se destaca en el suceso de Castulón, es la primera aparición en los fastos de nuestra historia, de aquel hombre extraordinario que hizo de España la émula de Roma, desarrollando en ellas el gusto por las ciencias, las artes, la literatura, lengua y filosofía de la gran República, en términos que llegó a dar celos a la que daba leyes al universo, y hasta el extremo de poder concebir en su elevada y magnánima inteligencia un pensamiento que Corneille expresó en el siguiente célebre verso: Roma no está ya en Roma, sino donde está Sertorio.

No fue, pues, en Castulón, sino con Sertorio, donde realmente tuvieron fin los años de paz que disfrutó la Bética después de la muerte de Viriato, y comienzo los de una época que no debe ser llamada de perturbaciones, sino de gloria y grandeza para España. Época célebre, porque por primera vez, durante el curso de los siglos, la sangre y los tesoros de nuestro suelo se gastaron en provecho de sus naturales y no del extranjero, si bien el resultado no fue el que podía esperarse atendida la magnitud del sacrificio.

La Bética, como siempre, y como no podía menos de suceder, tomó una parte activa en aquellos sucesos, muchos de los cuales tuvieron por teatro las regiones y pueblos que bañaba el Guadalquivir.

Reanudemos la narración.

Después del castigo impuesto a los castulonenses y teresianos, Sertorio fue destinado como cuestor a la Galia cisalpina, donde se hizo notable por su valor.

Trascurrieron todavía algunos años de aparente calma en España, y de perfecta paz en Andalucía, hasta que en el 87, antes de J. C. estalló la guerra civil en Italia entre Mario y Sila; guerra que se hizo sentir durante muchos años en la Península, acosada alternativamente por los proscritos de una y otra fracción.

Sertorio, que siendo cuestor en las Galias, había acudido con un cuerpo de Galos en socorro de Roma, amenazada de volver a su primitivo humilde origen, por la confederación de los pueblos de Italia, tomó una parte activa en aquellas sangrientas disensiones, que la historia conoce con el nombre de Guerra social, y se declaró por Mario, a cuyas órdenes había combatido contra los cimbrios en la célebre batalla de Vercelli (30 julio 101) mereciendo el aplauso de su general.

Más adelante (el año 84) cuando Sila se apoderó de Roma y puso fin a las guerras Social y Civil, haciéndose nombrar dictador y publicando aquellas horribles listas de proscripción que le hicieron merecer, de los historiadores de nuestros días, el nombre de Marat aristocrático, Sertorio pasó a España enviado por los partidarios de Mario para proporcionarse aliados y buscar un asilo a sus amigos.

Desde los primeros pasos en la península Ibérica del verdadero fundador de la España romana, los Partidarios de Mario, pudieron conocer que tenían al fin un vengador. En efecto, muchos pueblos de la Celtiberia lo aclamaron por su caudillo, y muy luego merced a su política generosa y altamente humanitaria, no menos que a su genio organizador, se vio al frente de un ejército de 9000 hombres, y de una escuadra de galeras armadas en el puerto de Cartagena, con cuyas fuerzas se preparó a resistir al Sanguinario dictador de Roma.

Dábase allí demasiada importancia a cualquier Movimiento insurreccional de España para que este pasara desapercibido: así es que Sila envió para sofocarlo ejecutivamente un numeroso ejército al mando de uno de sus lugartenientes, Cayo Anio; quien cruzó a marchas forzadas las Galias, y llegó los Pirineos, donde se vio detenido por Livio Salinator, enviado por Sertorio con seis mil hombres para cortarle el paso. No atreviéndose Anio a forzar las posiciones del enemigo, recurrió a la traición. Salinator fue asesinado por uno de sus oficiales, y el ejército falto de caudillo se dispersó. Conceptuándose Sertorio en la imposibilidad de sostener la campaña con las escasas fuerzas que le habían quedado, se retiró al África dispuesto a aprovechar la primera coyuntura favorable para volver a la Península.

En tanto que los partidarios de Mario sufrían aquel primero y funesto descalabro en la España Citerior, los de Sila se entregaban a todo género de exceso en la Ulterior, y particularmente en la Bastulia, región la más oriental en la Bética.

Cuenta Plutarco, que Marco Craso, hijo de Licinio Craso el vencedor de los Lusitanos, como se titulaba a sí mismo, viéndose obligado a huir de Roma para salvar su cabeza de la proscripción decretada por Mario contra los partidarios de Sila, pasó a España, donde su padre dejara muchos amigos, en casa de uno de los cuales llamado Vibio Pacieco, español principal y acaudalado, recibió la más generosa hospitalidad. Recelando ser descubierto por sus implacables enemigos, el joven Craso se ocultó en una profunda cueva que, según opinión del erudito y diligente historiador Ambrosio de Morales, existe entre Ronda y Gibraltar junto a la villa de Jimena, y en ella permaneció cuidadosamente oculto, si bien asistido con esmero por el generoso Pacieco, por espacio de ocho meses, hasta que muerto Cinna y proclamado Sila dictador, le fue dado salir de su lóbrego retiro, ardiendo en deseos de celebrar el triunfo de su partido.

El primer uso que hizo de su libertad, fue reunir el mayor número posible de aquellos partidarios de Sila que como él habían sufrido los rigores de la proscripción, y con ellos y la gente allegadiza que pudo reunir bajo su bandera, formó un ejército de aventureros y merodeadores, con el cual trabajó en establecer en la Bética la autoridad del Dictador de Roma. Con este pretexto y con el fin de resarcirse de las grandes pérdidas que había tenido su familia durante el tiempo de la proscripción, recorrió la tierra talando los campos y saqueando los pueblos, después de imponerles crecidas contribuciones de guerra. Una de las ciudades, que más padeció en aquella vandálica y prolongada algarada, fue Málaga, que el ingrato y codicioso caudillo romano entregó a la merced de una desenfrenada soldadesca.

Todo el oro y plata que pudo recoger en su expedición de bandido, lo reservó para su tesoro particular.

Así dio comienzo a su vida pública en Andalucía el célebre Marco Licinio Craso, triunviro más adelante con César y Pompeyo, y prisionero el año 53 antes de J. C. en la guerra contra los Partos, cuyo rey, Sureña, le mandó cortar la cabeza y echar oro derretido en la boca.

La brutal rapacidad de M. Craso en el país que lo había abrigado generosamente, arrebató muchos partidarios a la causa de Sila, y los hizo amigos de los proscritos por el Dictador. Así que muy pocos años después, el 81, cuando Sertorio, después de haber corrido las más extraordinarias aventuras, guerreando en África y en el Mediterráneo contra los soldados de Sila, se dirigió a España llamado por los Lusitanos, ansiosos de sacudir el insufrible yugo romano, fuéle fácil hacer un desembarco en las cercanías de Tarifa, entrar en la Turdetania que lo aclamó como su vengador, y reunir un ejército con el cual derrotó cuatro generales de Sila, el último en las orillas del Guadalquivir, y hacerse dueño de casi toda la Bética y la Lusitania. La fama de sus victorias le granjeó la admiración y la alianza de los pueblos de la Celtiberia, y muy luego se encontró Sertorio en situación de luchar de potencia a potencia con el temible Dictador de Roma. Alarmado este con el giro que tomaban los asuntos de España, envió un ejército al mando del pretor Lucio Domicio para restablecer su autoridad; mas fue derrotado por Hirtuleyo. Poco tiempo después, Manilio, pretor de la Galia narbonense pasó a España por orden de Sila, para vengar la derrota de Domicio, y tuvo la misma o peor fortuna que su predecesor, pues fue batido tan completamente que se retiró casi solo a Lérida.

Tan continuas y ruidosas derrotas y la insurrección que se iba extendiendo triunfante por todos los ámbitos de la península, anunciando el término de la dominación romana, obligaron a Sila a confiar a un general experimentado la dirección de la guerra de España. En su virtud, envió al anciano Metelo, general famoso que se había labrado una de las primeras reputaciones militares de aquella época, en las guerras social y civil que inundara en sangre la Italia. A pesar de sus grandes dotes Metelo no fue más afortunado que sus predecesores. Su pericia y celebrada prudencia se estrellaron contra el denuedo e impetuosidad de los soldados españoles, instruidos por Sertorio en el arte de hacer la guerra así de montaña como en campo abierto. Venciéronle en batalla campal, y más tarde le obligaron a levantar el sitio de Lacobriga, de cuyos muros se retiró en desorden dejando todos sus bagajes en poder del enemigo. Vencido Metelo, toda España Citerior se declaró por Sertorio.

Poco tiempo antes de la muerte de Sila, el caudillo romano-español recibió un poderoso refuerzo. Perpenna, otro de los ilustres proscriptos por el Dictador, pasó de la Cerdeña donde se había mantenido oculto, a la Península Ibérica con ánimo de crearse en ella un partido a imitación de Sertorio. Deseembarcó en las costas de Levante con 20.000 hombres, que apenas hubieron saltado en tierra, le abandonaron para incorporarse al ejército sertoriano. Perpenna, a fuer de prudente, se puso a las órdenes del afortunado general.

Muerto Sila, víctima de una asquerosa enfermedad (79,) el Senado de Roma, restablecido en su esencia por el célebre Dictador, tomó a empeño instruir lo que llamaba los restos de la plebeya facción de Mario en España. Al efecto, envió contra ella con crecidos refuerzos, al joven Pompeyo, a quien Plutarco llamó triunfador barbilampiño, y Sila dio el nombre de Grande, mucho antes de que la historia le confiriese este título.

Ardiendo en deseos de justificar la confianza que el senado había depositado en él, el joven Pompeyo reunió ejecutivamente sus tropas alas de Metelo, y formó un ejército de sesenta mil soldados, veteranos de las guerras de Italia y España; con él abrió la campaña acudiendo en socorro de la plaza de Laurona (ignórase cual fuera su situación geográfica) sitiada por Sertorio. Ante aquellos muros tuvo lugar el primer encuentro de los dos jóvenes caudillos; encuentro que fue fatal al discípulo de Sila, que sufrió una completa derrota perdiendo 10.000 soldados y todos sus bagajes.

Vencidos Pompeyo y Metelo se retiraron a las faldas de los Pirineos, donde pasaron el invierno de aquel año, bloqueados por enjambres de guerrillas españolas que los hostilizaban sin cesar en su campamento. Sertorio fue a invernar a sus cuarteles de la Lusitania.

Al despuntar la primavera del año 76, los beligerantes abrieron la campaña en la España Citerior y en la Ulterior simultáneamente. Sertorio y Perpenna la sostuvieron contra Pompeyo en la Celtiberia, y tomaron, venciendo la obstinada resistencia de la guarnición romana, la importante plaza fuerte de Coatrebia (hoy Trillo en la provincia de Guadalajara.) Hirtuleyo, lugarteniente de Serto­rio, y vencedor de Domicio y de Manilio al comenzar la guerra, la sostuvo en la Bética contra Mételo Pío, que desde los Pirineos habíase corrido con su cuerpo de ejército a esta región.

Menos afortunado que su general en el sitio de Contrebia, Hirtuleyo fué completamente derrotado delante de Sevilla, en las inmediaciones de Itálica, por Metelo, que le puso 18.000 hombres fuera de combate y le dejó cadáver con uno de sus hermanos entre los de sus soldados.

El resultado de esta campaña quedó indeciso entre los beligerantes, puesto que la fortuna caprichosa, repartió entre ellos por partes iguales los triunfos y los reveses. La del año siguiente (75) comenzó favorable para los romanos y terminó con una espléndida victoria para los españoles. Mételo la principió venciendo por segunda vez los generales de Sertorio en la Bética, y Pompeyo derrotando a Perpenna en la región de los Suesetanios, y arrojándolo de Valencia. Alentados con tan brillantes victorias, los generales romanos convinieron en reunir sus respectivos ejércitos para terminar ejecutivamente y de una vez la guerra. Habían comenzado a poner en ejecución su plan, cuando Sertorio, noticioso de él, trató de desbaratarlo interponiéndose entre ambos ejércitos para batirlos en detalle. Al efecto salió del país de los Berones, (actual provincia de la Rioja), atravesó la tarraconense, y dirigiéndose hacia las costas orientales encontró el ejército de Pompeyo en las márgenes del Sucrona (hoy rio Júcar.) Empeñóse la más sangrienta y porfiada batalla que registran los anales de aquella guerra, y en ella quedó completamente destrozado el ejército del Gran Pompeyo, quien se salvó casi solo, dejando 20.000 hombres tendidos sobre el campo. La pérdida de Sertorio fue casi igual, según dice Plutarco.

Disponíase el afortunado vencedor a seguir el alcance de los fugitivos, cuando recibió la noticia de la próxima llegada al teatro de la acción, del anciano Metelo, al frente de sus legiones vencedoras en la Bética. Comprendió, a fuer de general experimentado, lo aventurado que sería dar una segunda batalla a un ejército que llegaba de refresco, con tropas victoriosas eso sí, pero quebrantadas con lo costoso que les fue alcanzar aquella victoria, y en tal virtud dio órdenes para que sus soldados se fraccionasen en pequeñas divisiones, y marchasen por distintos caminos a reunirse en un punto señalado.

Entretanto los dispersos del ejército de Pompeyo se reunieron a Metelo, y ambos generales se dirigieron contra Sertorio, a quien alcanzaron en las inmediaciones de Segoncia, (hoy Siguenza no lejos del nacimiento del Henares.) Trabóse la refriega con tal ímpetu por parte de los romanos, que las tropas españolas comenzaron por perder terreno y acabaron por dispersarse a pesar de los esfuerzos que a fin de contenerlas hizo Sertorio, quien corrió gran riesgo de ser hecho prisionero.

Encerrarónse los fugitivos en Calaguris Násica (Calahorra) donde fue a sitiarlos Metelo: mas antes de que el veterano general formalizase el cerco de la plaza, Sertorio la abandonó. Metelo tradujo por miedo aquella retirada, y se dio así mismo por vencedor.

La proximidad de la mala estación obligó al engreído general a retirarse a sus cuarteles de invierno, en la Bética. Entró en Córdoba donde se hizo tributar honores casi divinos.

Pero en tanto que Metelo excitaba la murmuración de los pueblos con su petulante arrogancia, Sertorio reunía un numeroso y disciplinado ejército, con el que sostuvo victoriosamente la campaña del año 75, fatigando y extenuando el de los romanos con marchas, contramarchas, sorpresas, emboscadas e interceptándoles convoyes, hasta que sorprendió a Mételo y Pompeyo delante de Palancia, ciudad importante de la Celtiberia. Obligóles a levantar el cerco en el momento en que se disponían a dar el asalto a la plaza, púsolos en precipitada fuga y los persiguió hasta Calagurris al pie de cuyos muros los alcanzó al fin, y les mató 3,000 hombres.

Metelo regresó a la Bética y Pompeyo traspuso los Pirineos para invernar en la Galia Narbonense.

La fama de los altos hechos de Sertorio llegó al Asia. Mitridates, rey del Ponto, que buscaba en todas partes enemigos de Roma, le propuso (74) una alianza ofensiva y defensiva, que el Aníbal romano, aceptó bajo condiciones, que hicieron exclamar al rey: “Si así se conduce cuando proscripto; ¿qué seria si fuese dictador en Roma?”

Desgraciadamente para España, este fue el último resplandor de la gloria y de la fortuna de Sertorio. Roma después de haber gastado inmensos tesoros de sangre y de dinero para resolver en su favor el problema planteado por las victorias del caudillo de los españoles, a saber: si España sería de Roma, o Roma de España, temerosa de caer en el segundo extremo, recurrió al medio que siempre tenía dispuesto en la Península para cortar ejecutivamente todo nudo que no podía desatar. Apeló al asesinato.

Metelo puso aprecio la cabeza de Sertorio, ofreciendo por ella mil talentos de plata y veinte mil fanegas de tierra. Nadie, en España se dejó deslumbrar, por el pronto, por tan brillante ofrecimiento; mas dado el primer paso en la senda de la traición y de la alevosía, no podía faltar quien la recorriese toda.

En efecto, Perpenna, que haciendo de la necesidad virtud, resignárase, mal de su grado a ocupar el segundo lugar al lado de un hombre que ni caballero romano era, juzgó la ocasión propicia para derribar el obstáculo que se oponía a que realizara el bello ideal que le trajo a España algunos años antes, y urdió una infame conspiración contra la vida de su jefe.

Los conjurados, romanos todos, que ningún español manchó su honra con tan negra traición, convidaron a Sertorio para presidir un banquete que dieron en celebridad de una falsa victoria, pretexto del festín, y en él cosieron a puñaladas al ilustre memorable varón que hizo de España la rival de Roma.

El historiador latino, Veleyo Patérculo, dice que el suceso tuvo lugar en Etosca, hoy Aitona, a pocas leguas de Lérida, (año 78 antes de J. C.)

Perpenna y los principales jefes de la conspiración cayeron en poder de Pompeyo, quien los hizo justiciar en castigo de su perfidia. Roma aprovechaba la traición, mas quería eximirse de la nota de cómplice.

Muerto Sertorio, España resistió todavía algún tiempo a las armas victoriosas de Pompeyo; hasta que dos años después, con la destrucción de Calagurris, pudo el Senado dar por completamente terminada la guerra Sertoriana. Su conclusión se señaló con un hecho no menos memorable que las heroicas defensas de Sagunto, Astapa y Numancia. El hambre de Calahorra, que ha pasado a proverbio, pero que no ha tenido segundo ejemplo. Cuenta, Valerio Máximo, que los desgraciados habitantes de aquella memorable ciudad, se vieron tan estrechamente cercados por las armas de Pompeyo, que no repugnaron en salar los cadáveres para alimentarse con ellos y prolongar la resistencia.

¿Cuál fue la situación de Andalucía durante el breve pero glorioso periodo señalado por la existencia en España de aquel grande hombre, uno de los pocos con quienes la historia se ha visto obligada a mostrarse tan verídica como imparcial al referir sus proezas como consumado capitán, y sus hechos como admirable republicano?

Aparece por la relación de los escritores latinos contemporáneos o posteriores a los acontecimientos dejamos brevemente apuntados, que debió ser menos tormentosa y más favorable para la prosperidad de las artes de la paz, que la de las otras provincias de España; y que permaneció, durante el curso de aquellos sucesos, adicta a Roma; es decir, al elemento aristocrático que triunfó definitivamente en el gobierno de la gran República con la dictadura de Sila.

Esta adhesión se testifica con los repetidos triunfos que alcanzó sobre los generales de Sertorio el procónsul de la España ulterior, Cecilio Mételo, durante los ocho años que duró la guerra de la independencia; se explica por el título de pretoría la más romana de todas, con que desde mucho tiempo atrás venta envaneciéndose, y se comprueba, además, con dos hechos importantes que revelan la existencia de un profundo antagonismo entre los habitantes de esta región y el grande hombre que llenó con su nombre la Europa y el mundo entonces conocido.

Vamos a exponerlos.

1º.-Se recordará que Sertorio hizo su primera entrada por la España Citerior, donde sentó sus reales y donde se granjeó desde luego numerosos amigos y aliados, así entre los españoles como entre los romanos proscritos por Sila. También que su segunda expedición o desembarco, se efectuó por las costas de la Bética; pero que inmediatamente se trasladó a las regiones N.E. dela Península, donde se estableció y desde donde extendió su gobierno por toda la Celtiberia, la Carpetania y la Lusitania, países que dominó durante los ochos años de guerra, sin que en todo el curso de los acontecimientos sonara su nombre en Andalucía de otra manera que asociado a las derrotas que sufrieron en ella sus lugartenientes.

2°.- Victorioso de los ejércitos romanos y dueño Sertorio de toda la España Citerior y de la Lusitania, establece un gobierno de hecho y de derecho, puesto que tuvo el asentimiento de los pueblos, y viene a constituir, o estuvo a punto de constituir un grande Estado libre, poderoso e independiente, que llegó a contrabalancear el poder de Roma, árbitra desde mucho tiempo atrás, de los destinos del mundo. Crea un Senado a imitación del romano, en el que reside el supremo poder legislativo, y del cual dependen todos los magistrados, pre­tor-es, tribunos, cuestores y ediles, amoldando su carácter y funciones a la índole y necesidades de su nueva patria; y para dar fuerza y estabilidad a este Gobierno y facilitar su acción político-administrativa, conceptuándose dueño de toda España, la divide dos grandes provincias o distritos, o mejor dicho, conserva la última división territorial hecha por el Senado después de la muerte de Viriato, dándole a cada provincia una capital, centro respectivo de cada gobierno. Pero, ¿dónde establece esos centros? En Évora, ciudad de la Lusitania, en Huesca, en la región de los Ilerjetes, (alto Aragón), casi al pie de los montes Pirineos. En la primera fija su residencia habitual y establece el asiento del Senado, y en la segunda funda una escuela pública, a manera de Universidad, donde se enseñan ciencias y literatura greco-latina, bajo la dirección de profesores venidos de Italia, a los hijos de las principales familias españolas.

Ahora bien, ¿no hubiera sido más lógico y racional, política, geográfica, estadística y hasta comercialmente considerado, que la capital de la España Ulterior, es decir, el asiento del gobierno supremo del Estado, se hubiese establecido en Sevilla o Córdoba, ciudades infinitamente más importantes por su población y situación a orillas de un rio navegable que desemboca cerca del Estrecho de Gibraltar, y en el centro de la región más fértil, más opulenta y más civilizada de toda la península, que en Évora, pequeña ciudad de Lusitania?

¿Cuál pudo ser la causa del marcado desdén con el que Sertorio miró a la Bética? Contesten por nosotros los campos de Itálica, donde el valiente Hirtuleyo general Sertoriano, fue completamente destrozado por los soldados de Sila, sin duda por no haber podido contar con la alianza de Sevilla. Responda Córdoba, solar de los patricios, donde el veterano Metelo, después de su ilusorio triunfo sobe Sertorio en Calahorra, entró triunfalmente recibiendo honores casi divinos, entre fiestas y regocijo públicos, cuya descripción revela que existía un grado de cultura moral y material que en poco le cedía al de Atenas en tiempo de Pericles y a la Roma de los emperadores. En efecto, delante de desvanecido anciano, se representaron dramas alegóricos en que se ensalzaban sus victorias; coros de niños y de Vestales cantaron himnos de alabada escritos por poetas cordobeses, y por último hallándose Metelo en un magnifico salón colgado de tapices, sentado en un trono de marfil incrustado de oro y plata, bajó de la bóveda un autómata representando la Fortuna, y le puso una corona en las sienes en tanto que sus cortesanos le envolvían en nubes de incienso.

Después de fijar la consideración en estos dos hechos que dejamos brevemente indicados, ¿qué más pruebas se necesitan para confesar la existencia de un marcado antagonismo entre los pueblos de la Bética, cultos y civilizados, y en tal virtud adictos a la causa de la aristocracia romana, representada en España por los parciales de Sila, y el gran Sertorio, hechura y sucesor de Mario, y en este concepto representante de los intereses de esa clase desheredada y oprimida siempre, que se viene llamando pueblo,o plebe desde la plaza de Atenas hasta la de la Bastilla pasando por el monte Aventino?

Andalucía, pues, durante la primera y más memorable Guerra de la Independencia española, en tiempo de los romanos, si no formó alianza expresa, que sepamos, con los dominadores de la Península, se mantuvo neutral en la contienda empeñada por la redención de la patria común. ¿Merece por ello el vituperio de la historia? Sí; si se nos prueba que un obstáculo, siquiera una rémora para la formación de la nacionalidad española. Pero ¿teníase acaso en aquellas edades la idea de unidad nacional? ¿Existía en las imaginaciones el germen siquiera de este gran principio que comenzó a florecer al terminar la Edad Media en Europa, y que hoy día es la base constitutiva de la política nacional e internacional de los grandes pueblos modernos?

¡Cómo había de existir, si las sociedades de la época histórica que venimos bosquejando tenían por maestros a los pueblos de la Grecia y por modelo a Roma!

Además, suponiendo la existencia, sea embrionaria, de este principio en aquella remota edad, no en Andalucía, sino en Sertorio debería buscarse la causa de que no adquiriese todo su desarrollo.

En efecto; Sertorio mantuvo la división territorial de la Península hecha por el Senado romane y aun la exageró creando dos centros de gobierno dos capitales, Évora en la Ulterior, Huesca en la Citerior.

Sertorio estableció en España la constitución política de Roma, esto es, una ciudad y un solo pueblo libre y una nación y muchos pueblos esclavos.

Sertorio, creó en beneficio de Évora y Huesca la hegemonía que en épocas desiguales ejercieron las grandes ciudades de la Grecia, y esto debió enajenarles las simpatías de Sevilla, Córdoba y de todas las grandes ciudades de Andalucía.

No le hacemos un cargo por ello; era romano antes que español, e hijo de aquel siglo en el que el derecho era privilegio de unos pocos, y la opresión el gobierno de los demás; pero señalamos estos hechos para explicar la neutralidad, cuando menos en que permaneció Andalucía durante los años de la gloriosa y memorable Guerra de la Independencia española en el siglo primero antes de J. C.

Finalmente, si la Lusitania, la Celtiberia y en general toda España, impulsadas por Sertorio, dieron los primeros pasos bajo su dirección en la senda del progreso moral y material, Andalucía estaba hacía muchos siglos en pleno goce de aquel progreso.

Era la provincia más romana de todas, y no quiso ser provincia Lusitánica ni Celtibérica.

 

VI.

Desde la muerte de Sertorio, año 73, hasta la paz de Augusto, año 19 antes de J. C.

 

Tomada Calahorra, España quedó sometida a Roma, y tan quebrantada como resultado de sus heroicos e infructuosos esfuerzos por conquistar su independencia, que el vencedor la creyó completamente sojuzgada. En su virtud, Pompeyo y Metelo licenciaron sus tropas y regresaron a Roma, cuyo Senado concedió por segunda vez los honores del triunfo a Pompeyo, antes de que su edad le permitiese yomar asiento entre los padres conscriptos.

A la guerra sertoriana sucedieron algunos años de paz para la Península. Sin embargo, el Senado romano, que no apartaba los ojos de esta, la más pingüe y a la par más temible de las provincias del imperio, acordó gobernarla, como en otro tiempo, por pretores revestidos de las potestades civil y militar.

El año 69 antes de J. C. pisó por primera vez el suelo español en Andalucía, Cayo Julio César, en calidad de cuestor del pretor de la Ulterior, Antistio Tuberon. España debía ser la cuna de la grandeza de César, y en ella había de dar la primera prueba de su audaz ambición. Cuenta Suetonio (Vida de los doce Césares) que recorriendo los pueblos de la Bética en ejercicio de su cargo, llegó a Cádiz, y en una visita que hizo al templo de Hércules lloró ante el busto de Alejandro el Grande, considerando que a la edad en que el hijo de Filipo había conquistado un mundo, él no se había dado todavía a conocer. Poco tiempo después regresó a Italia, donde pasó por todos los grados de la magistratura, necesarios, según la ley, para obtener el mando de un ejército.

Nombrado pretor, el año 60, de la Bética y la Lusitania, apenas se hizo cargo de su gobierno declaró con razón o sin ella la guerra a los lusitanos, los venció y llevó sus armas victoriosas por las costas del Océano, hasta el puerto de Brigantino (hoy la Coruña). No fue, ciertamente, el afán de gloria, ni la necesidad de afianzar su dominio el móvil que le impulsó a llevar a cabo tan arriesgada expedicion. César al salir de Roma para España, debía unos 1300 talentos (próximamente 27 millones de reales) que pagó religiosamente a su regreso. El Senado castigó este acto de vandalismo poniendo a César en el caso de optar entre los honores del triunfo y la dignidad consular. El descendiente de Venus y de Anco Marcio, como él se titulaba, optó por la magistratura suprema, a fin de asociarse a Craso y Pompeyo, y formar con ellos el primer triunvirato que dirigió los negocios públicos durante aquella época de turbulencia y desenfreno, que debía cambiar la faz del orbe Romano.

Rara coincidencia; aquellos tres hombres que con su talento y desmedida ambición supieron explotar en su particular beneficio, la anarquía a que los partidos habían conducido a Roma, y arrojado la República como un cadáver corrompido, sacaron de España vandálicamente el oro con que compraron al Senado y al pueblo romano. Craso, a la cabeza de una compañía de forajidos, so pretexto de restablecer la autoridad de Sila, saqueó Málaga y otras muchas ciudades de la Bética; César, al frente de su ejército, salió a saquear a lo grande los pueblos de Lusitania y de Galicia, a fin de reunir los millones que le reclamaban sus acreedores y comprar los votos que le habían de elevar hasta la suprema magistratura, y si de Pompeyo no cuenta la historia iguales escandalosos abusos de fuerza y autoridad, tampoco negó que se enriqueciera, después de vencida definitivamente la causa de Sertorio, cual se enriquecieron todos los pretores y pro-cónsules en España. ¿Qué extraño es que Roma tuviese fija constantemente la vista en la Península, y que se impusiera todo género de sacrificios por conservar esta inagotable mina que proveía a todos los excesos de su refinada molicie, de su desenfrenada codicia y de su proverbial venalidad?

¡Ah! cuando algunos historiadores extranjeros cegados por la pasión y sin verdadero conocimiento de cansa, amontonan tremendas acusaciones contra los capitanes españoles, descubridores y conquistadores de las Américas, a quienes pintan no como desalmados forajidos, que a tanto no se atreven embargados por un resto de pudor, sino como despiadados aventureros, de cuyo pecho la codicia había expulsado todo sentimiento de humanidad, sin duda echan un velo sobre los 200 años que duró la conquista de España por los romanos; que a no olvidarlos, disculparían hechos que son meras faltas, puestos en parangón con los grandes crímenes de aquella que llegó a dar leyes al orbe.

Corría el año 55, y España ajena a las luchas intestinas que precipitaban el término de la República romana, gozaba de una calma parecida a la que precede a los huracanes en la línea Equinoccial.

Trascurrido el año consular de César, los triunviros se repartieron las provincias más pingües de República. Cúpole a Craso la Siria y regiones circunvecinas; a César las Galias y la Germania, y a Pompeyo la España y el África romana. Con el oro robado a los españoles, compraron del Senado y Pueblo de Roma, la ratificación del tratado que celebraron secretamente entre ellos, merced al cual se hacían dueños de todo el imperio y daban el golpe mortal a la República.

Pompeyo envió a España en calidad de propretores a Afriano, Petreyo y Varrón. Encargóse el primero del gobierno de la Citerior, el segundo de la región llamada hoy Extremadura, y él tercero de la Bética, la Lusitania y el país de los Vetones.

Prolongóse todavía la paz en España, hasta que con la muerte de Craso (57), que pereció con todo su ejército en los arenales de la Mesopotamia, vencido por los Partos, se disolvió el triunvirato, quedando frente a frente César y Pompeyo; el primero aspirando a crearse un trono, el segundo esperando a que se lo dieran.

Muerto el único hombre que mantenía el equilibrio entre aquellos dos grandes ambiciosos, que aborreciéndose de corazón se respetaban, en la apariencia, por temor de que Craso inclinase la balanza en favor de uno de ellos, cesó todo miramiento, y estalló su rivalidad de un modo fatal para Roma y no menos fatal para España, que eligieron como teatro de su sangrienta y prolongada discordia.

Ocho años hacia que Pompeyo tenía el gobierno de España y África, que regía desde Roma por medio de sus lugartenientes, cuando César (50-48) sabedor de que su pretensión al Consulado y la de la prolongación de su gobierno en las Galias y en la Germania, habían sido desechadas por el Senado a influjo de Pompeyo y de sus parciales, pronunció aquellas célebres palabras, puesta la mano sobre la empuñadura de su espada: “Esta conseguirá lo que se me niega con tanta injusticia”; y, en efecto, poco tiempo después pasó el Rubicán, exclamando: “¡La suerte está echada!”

En 70 días conquistó la Italia y sojuzgó la Sicilia y la Cerdeña por medio de sus generales. Dirigióse luego sobre Roma, que Pompeyo abandonó precipitadamente, entró en la ciudad, y se apoderó del tesoro público a pesar de las protestas del tribuno Metello. Retirado Pompeyo a su campamento de Dirrachio, César se hizo nombrar dictador.

Dueño de Roma, resolvió atacar a su rival en el centro de su poder, es decir, en España, dominada a la sazón por los tenientes de Pompeyo, que tenían bajo sus órdenes siete legiones de soldados veteranos: Afranio, con tres, ocupaba la Citerior; Petreyo con dos, la Lusitania, y Varrón con las restantes, la Bética toda hasta el Estrecho de Gibraltar.

Con objeto de activar la guerra, César encargó gobierno de Roma al pretor Lépido y del de Italia a Marco Antonio, y se dirigió a España por mar, en tanto que su teniente Fabio, con cinco legiones entraba por los Pirineos.

Noticiosos los propretores Afranio y Petreyo del peligro que les amenazaba, reunieron sus legiones cerca de Ilerda (Lérida) a orillas del Sicoris donde se habían dado cita con Varrón. Mas el propretor la Bética, no estimó conveniente a sus particulares intereses abandonar el país cuya defensa le había sido confiada. Esta fue la causa y principio de los descalabros que Pompeyo sufrió en la Península.

Fabio atravesó sin obstáculo los Pirineos y llegó a la confluencia del Sicoris (Segre) y del Cinca, donde estableció sus reales. César desembarcó en Ampurias y se encaminó por el Ebro, para unirse su lugarteniente. En las inmediaciones de Ilerda se trabó una refriega en la que los soldados de César tuvieron que ceder el campo a las tropas españolas, cuyo denuedo y briosa manera de combatir era desconocida de los veteranos del Dictador.

Aquel, pasajero triunfo fue el primero y el único que obtuvieron las legiones de Pompeyo en toda aquella campaña, que ganó César con su genio militar y sus hábiles maniobras, sin derramar apenas sangre. Tan sabiamente estuvo dirigida, que a pesar de poder ser comparada con una partida de ajedrez, por lo incruenta que fue, César obligó a los generales de Pompeyo a pedir una capitulación que les fue otorgada bajo las más honrosas condiciones, puesto que se redujeron a que Afranio y Petreyo saldrían inmediatamente de España, que no volverían las armas contra él, y que licenciarían sus tropas españolas, que se restituyeron a sus hogares con los honores de la guerra.

Así terminó la primera campaña de César contra Pompeyo en la Península; campaña que le granjeó al dictador de Roma la admiración y el cariño de los españoles, poco acostumbrados a ser tratados con tanto desinterés y magnanimidad por los romanos.

Con la capitulación de los generales pompeyanos, César quedó dueño de toda la España a excepción de la Ulterior, donde se encontraba Varrón con dos legiones, resuelto a conservar aquellas provincias para Pompeyo. Al efecto puso en armas las ciudades y plazas fuertes de la Bética, mandó construir una armada de galeras en los astilleros de Cádiz y Sevilla, e impuso al país una contribución extraordinaria para atender a los gastos de una guerra que se veía inevitable.

Noticioso César de los grandes aprestos que hacía Varrón para contrarrestarle envió a Q. Casio Longino con dos legiones a la Bética, recomendándole que atrajese con medidas conciliadoras las poblaciones a su partido, y que las invitase a concurrir por medio de diputados a Córdoba, donde habrían de recibirle el día que señaló para verificar su entrada en la ciudad solar de los patricios. Sus órdenes fueron cumplidas fielmente. César entró en Córdoba con un grandioso aparato militar y con demostraciones de júbilo por parte de sus habitantes.

Ni la significación del recibimiento que la ciudad patricia hizo al dictador de Roma, ni el prestigio guerrero inseparable de aquel gran capitán, intimidaron el ánimo de Varrón, quien leal a la causa de Pompeyo, reunió el mayor número posible de tropas, y marchó diligente sobre Córdoba, dispuesto a apoderarse de la ciudad y del ilustre huésped que abrigaba dentro de sus muros.

Sin la nobleza de los moradores de Córdoba, que se prepararon para hacer una desesperada resistencia, la estrella de César se hubiera eclipsado mucho antes de que el puñal de Bruto la hubiese apagado para siempre.

Frustrado su primer intento, Varrón retrocedió hacia Carmona, plaza reputada a la sazón como la más fuerte de la Bética, con ánimo de establecer en ella la base de sus operaciones futuras. En el camino recibió la inesperada nueva de haberse sublevado el vecindario de la plaza, y expulsado de ella la guarnición compuesta de soldados pompeyanos. Este segundo descalabro que lo colocaba en una situación por demás comprometida, le hizo pensar en retirarse hacia los pueblos de la costa donde creía contar con poderosos elementos, si no de ataque, al menos de resistencia. Emprendió pues, la retirada hacia Cádiz, donde se proponía hacerse fuerte; mas vióse de nuevo atajado en su propósito con la noticia que recibió de haber le gaditanos lanzado la guarnición, y estar dispuesto a entregarse a César si intentaba sitiar la plaza.

Detúvose Varrón en el punto donde se encontraba, esto es, en las inmediaciones de Sevilla, y plantó su campo para darse lugar a discurrir sobre le medios más convenientes de salvar lo difícil de su situación. Sacóle de tan penosa incertidumbre la deserción de una corta Legión de españoles, llamada la Vernácula, que plegó su bandera y se retiró de Sevilla, cuyos moradores recibieron entre vítores y aplausos a los desertores.

Varrón levantó el campo apresuradamente, y se dirigió sobre Itálica, que también se negó a recibirle dentro de sus muros. Este último golpe le hizo comprender que la causa que defendía estaba completamente perdida en la Bética. En tal virtud viéndose en la imposibilidad de permanecer en el país y aun de retirarsea Italia, resolvió sometese con su ejército a César.

Algún historiador ha atribuido a venalidad la resolución del general Pompeyano. Nosotros creemos que la codicia terminó la obra que las exacciones y la rapiña habían comenzado en la Bética. César admitió lo que el propretor le ofrecía, a condición de que diera estrecha cuenta del tiempo de su gobierno. Varrón se conformó, haciendo de la necesidad virtud. Aquel acto sin ejemplo hasta entonces en España, se verificó en presencia de los invitados de las ciudades convocadas en Córdoba poco tiempo antes, con motivo de la entrada de César.

Dos dias después el dictador de Roma se puso en camino para Cádiz. A su llegada mandó devolvió al templo de Hércules los tesoros que Varrón le había arrebatado; hizo publicar muchos edictos de utilidad pública, y concedió a todos sus habitantes el derecho de ciudadanos romanos. Hecho lo cual, se embarcó en la misma armada que Varrón mandara equipar contra él, y puso vela para Italia.

Andalucía, pues, como el resto de la Península, quedó sometida a César en una breve campaña, en la que el desinterés y la justicia ocuparon el lugar de las armas: campaña pacífica, puesto que el Vencedor derramó beneficios que no costaron una sola gota de sangre, y que hubiera sido duradera como todo lo que se cimenta en los eternos principios de la moral y del bien público, si desgraciadamente, César, no hubiera nombrado propretor de la Bética a Quinto Casio Longino, hombre en cuyas venas estaba inoculado el virus de la codicia que corrompía la sangre de los romanos de aquella época. Así que no bien se vio al frente del gobierno investido de un poder ilimitado y casi irresponsable, comenzó a cometer tantos y tan repetidos actos de repugnante avaricia, lo mismo sobre los romanos que sobre los españoles, que se unieron todos para concluir con la insoportable tiranía dando muerte a quien tan sin pudor saqueaba el país. Formaron esta conjuración varios hombres principales naturales de Córdoba e Itálica, y algunos patricios romanos, que en un día señalado sorprendieron al pretor en una calle de Córdoba, donde le acometieron y derribaron en tierra herido de muchas puñaladas. Acudió su guardia, que logró a duras penas sacarle vivo todavía de manos de los conjurados, y conducirle a su palacio, desde donde dictó, no bien hubo desaparecido la gravedad de su situación, los más sanguinarios decretos para vengarse de sus enemigos. Aquella tremenda manifestación de descontento público, en lugar de inducirle a cambiar de sistema, parece que sólo sirvió para avivar su insaciable sed de oro; a tal punto, que a partir de aquel día su rapacidad no tuvo limites, ni se contuvo ante ninguna consideración.

Tan desapoderada conducta acabó por producto una sublevación general en el país, que a una y como un solo hombre se alzó contra Casio Longino a quien abandonaron en tan apurado trance hasta sus mismas tropas, que unidas al pueblo de Córdoba declararon depuesto al pretor. Este que se encontraba a la sazón en Sevilla organizando, por mandado de César, un ejército que debía embarcarse para África, dio orden de dirigirle contra la ciudad sublevada para castigar a los rebeldes; pero con gran sorpresa suya no solo fue desobedecida, sino que las tropas que debían embarcarse eligieron nuevo caudillo, quien las encaminó a marchas forzadas hacia Córdoba dispuesto a hacer causa común con los sublevados.

Longino pidió socorro a Lépido, pretor de la España Citerior, quien se negó a facilitárselo reconociendo la justicia de una sublevación provocada por los más irritantes abusos de fuerza y de poder, y legitimada por el derecho que asiste a todo hombre para defender su familia y propiedad contra quien quiera que intente despojarle de ambas cosas.

Casio abandonado de todo el mundo, y cuidadoso ya solo de conservar las inmensas riquezas que había atesorado por los más reprobados medios, aprovechó la ocasión de haber expirado el tiempo de su pretura para regresar a Italia a gozar del fruto de sus rapiñas. Entregó el mando a Marcelo, pretor elegido por el ejército sublevado, y se dirigió a Málaga donde se embarcó. Sorprendido por una borrasca, cerca de los Alfaques, el buque que conducía a Casio y su fortuna naufragó sobre la costa, desapareciendo así sepultado entre las olas el pretor con sus riquezas.

El desastroso fin de aquel ávaro sin pudor, no dejó desagraviados ni satisfechos a los habitantes de la Bética, no acostumbrados, como las otras provincias de España, a ser tratados por los romanos como país conquistado, privados del derecho de gentes y entregados sin recurso a la rapacidad del conquistador. Así que pronto quedó olvidada la equitativa y generosa conducta que observó César en Córdoba cuando el proceso de Varrón, y el país le hizo responsable de las demasías de su lugarteniente.

Pronto veremos cuán funestos resultados tuvieron para Andalucía los sucesos que quedan rápidamente bosquejados, y cuánta sangre española-romana costó la animosidad que provocaron los robos y exacciones del pretor Longino.

Mientras Andalucía se agitaba para sacudir la lepra de la codicia romana, la rivalidad entre César y Pompeyo se acercaba a pasos agigantados al término de su primer desenlace: y decimos primero porque, en realidad, el definitivo debía tener lugar en la Bética, de una manera infinitamente más trágica que aquella que el destino le dio en los campos de la Tesalia.

Después del paso del Rubicón, y de la toma de Rímini por César, Pompeyo y el Senado se retiraron a Grécia, acompañados de la flor de la nobles romana, y de un ejército y escuadra formidables. Separados con esto los obstáculos que se oponían a la ambición de César, hizo se nombrar sin dificulta dictador y cónsul para el año siguiente. Doce días después renunció al poder supremo, y se puso en marcha para hacer la guerra a Pompeyo en Grecia. Llegado que fue, ofreció la paz a su rival, que le contestó con la guerra, obligándole a levantar el sitio de Durazzo. César se retiró a la Tesalia, donde se atrincheró en las orillas del Enipo, entre Farsalia y Tebas. Siguióle de cerca Pompeyo, y muy luego se empeñó (20 de Junio 48) aquella célebre batalla que lleva en la historia el nombre de Farsalia, en la que el gran Pompeyo quedó completamente derrotado, perdiendo 15,000 hombres en tanto que su afortunado rival solo perdió doscientos.

Napoleón explica esta enorme e increíble diferencia, diciendo que los soldados de César estaban ejercitados en las guerras del Norte, y los de su enemigo en las del Asia.

Vencido Pompeyo, atravesó fugitivo la Tesalia, y se embarcó para Lesbos donde se le unieron su Esposa Cornelia y su hijo mayor Sesto. De Lesbos se dirigió a Egipto en busca de un refugio, y encontró la muerte, decretada o consentida por un Tolomeo XII deseoso de congraciarse con el vencedor, y ejecutada por Aquilas, general egipcio, y Sempronio, antiguo centurión romano. De regreso en Roma después de su espléndido triunfo sobre Pompeyo, y de sus fáciles Victorias contrae Farnacio, rey del Bósforo Cimerio, y sobre Deyotaro, rey de los Gálatas y partidario de Pompeyo, César recibió los más señalados honores, se hizo nombró dictador por diez años, y se declaró sagrada su persona. Parecía llegada la hora de reposo para el imperio romano, y, sobre todo, para la ciudad y para España, desgarradas ambas, más que otro punto alguno de la tierra, por las ambiciones de los grandes, por las discordias intestinas, por la anarquía, la facciones y la guerra civil. Sin embargo, no fue así para Andalucía que vio amanecer, cuando menos lo esperaba, el día de la expiación de una falta que no cometió, y la hora del castigo de un crimen del cual nos es forzoso absolverla, toda vez que no le cupo ninguna responsabilidad en él. Verdad es que en dos ocasiones tuvo en sus manos la suerte de Roma, y que si en cualquiera de ellas hubiera echado su espada en la balanza, la que en tiempo de Augusto se envaneció con el título de Señora del mundo, en los de Viriato o de Sertorio, hubiera vuelto a los de Rómulo. En efecto, suponed a Bética aliada de la Celtiberia y de la Lusitania en la guerra de los Salteadores, y el primer terror de Roma no hubiese dado lugar al segundo; de la misma manera, suponedla unida a la causa de la independencia española representada por Sertorio, y Roma habría sido trasladada a Évora, Huesca, Córdoba o Sevilla.

Pero no es dado al hombre anticipar las edades ni a las sociedades resolver los problemas cuya solución se ha reservado el tiempo. La humanidad no avanza a saltos desordenados; se adelanta pausada y sistemáticamente, obedeciendo a la ley santa del progreso, a través de los siglos cada uno de los cuales es una jornada de etapa que tiene que recorrer fatalmente para llegar al punto de su destino.

Lo hemos dicho anteriormente y lo repetimos no para que sirva de disculpa a la actitud en que se mantuvo la Bética, durante aquellas dos memorables guerras que tuvieron todo el carácter de independencia nacional, sino porque es un hecho perfectamente histórico, y que no debe perderse ni un momento de vista al estudiar los secesos de aquella dilatada época. Lo hemos dicho e insistimos en ello, la idea de unidad nacional, la de intereses generales, la de provincias unidas políticamente, y, en suma, la de fusión de razas eran completamente desconocidas de los hombres de aquellos primeros tiempos históricos, para quienes no existía otro mundo más allá de los límites de su localidad, ni otro interés sagrado en materia de defensa nacional que el de proteger sus hogares y el pedazo de tierra con que alimentaban a su familia. Entonces no había España propiamente dicha, ni asomos de gobierno central, ni de confederación de Estados, ni de de federalismo, ni en fin, lazo alguno que uniera los intereses, no precisamente encontrados y antagonistas, sino desligados los unos de los otros, de los varios pueblos de distinto origen que vivían en las diferentes regiones de la península Ibérica.

No fuera justo, pues, exigir de los hijos de Andalucía lo que no se podría pedir a ningún otro pueblo de la tierra; y por lo tanto, sería una irritante injusticia fallar en esta causa: que la guerra civil que estalló en la Bética, en los tiempos que venimos historiando, fue un merecido castigo, una expiación inevitable de la falta que cometiera permaneciendo neutral entre los españoles y los romanas, durante las dos guerras de la independencia de España. Además, que si pecado fue en los andaluces, en él incurrieron los cántabros y los astúres, que sólo se levantaron en armas para la defensa de la libertad común, cuando vieron penetrar en sus montañas las águilas romanas guiadas al combate por Augusto en persona.

Bosquejemos brevemente, tales como nos lo permiten los límites que nos hemos trazado en esta reseña general, los sucesos de la primera.

 

Guerra civil en Andalucía.

 

Vencido el ejército de Pompeyo en los campos de la Tesalia, Catón de Utica, que había abrazado su causa, reunió en Corcira (hoy Corfú) algunas cohortes fugitivas de la derrota de Farsalia. Uniéronsele luego los hijos del finado rival de César, y muchos hombres ilustres que no desesperaban todavía del triunfo de su causa. Con ellos formó un respetable cuerpo de ejército, pasó al África y se apoderó de Cirene, ciudad importante de la Cirenaica, región al O. de la Libia. Dueño del país, atrajo a su causa á Juba, rey de la Mauritania, y tomó a sueldo y servicio la temible caballeria númida. A tener más unión y disciplina los partidarios de Pompeyo, es posible que el vencedor de Farsalia hubiera acabado por ser el vencido de África o de España.

El genio y la poderosa actividad de César cayeron como un rayo sobre aquellos mal subordinados proscriptos, que quedaron vencidos en la batalla de Tapso. en la que perdieron 15,000 hombres.

Neyo y Sexto Pompeyo reunieron las reliquias de su ejército; y en tanto que el vencedor volvia a Roma, después de dejar asegurada el África romana, y sojuzgadas la Numidia y la Mauritania, ellos combinaban el plan para buscar en España un desquite de las derrotas de Farsalia y Tapso.

Neyo, pues, ardiendo en sed de venganza, hizo llamamiento a todos los amigos y parciales de su padre, que dispersos por Europa, Asia y Africa, soñando con planes de restauración pompeyana, solo esperaban ser llamados a un punto para reunirse con él. Acudieron a la voz del joven caudillo, y formaron un numeroso ejército pronto para entrar en campaña.

Terminados los preparativos, embarcáronse en la escuadra que los condujo a las islas Baleares, donde cayó enfermo Neyo, contrariando así la impaciencia de sus amigos.

Con la ocupación de la Baleares coincidió un levantamiento general en Andalucía, trabajada desde algún tiempo por los parciales de Pompeyo en favor de la causa que tan rudos golpes había recibido en la Tesalia y en la Cirenaica. Fue tan súbito, tan vigoroso y tan unánime aquel alzamiento, que a los pocos días de su explosión, el pretor Cayo Trebonio, que mantenía en la Bética la autoridad e César, perdió todas las ciudades y plazas fuertes a excepción de Ulia, pueblo importante junte Córdoba.

Al poco llegaron Sexto con una escuadra procedente de Africa, y Neyo al frente de un ejército, que unido al que el país había levantado constituyó una fuerza militar imponente capaz de sostener la campaña con probabilidades de éxito contra César. Neyo fue aclamado jefe de los ejércitos aliados, e investido de facultades extraordinarias para la defensa del país.

Llegó a Roma la noticia abultada del ya formidable alzamiento de la provincia más importante de España por sus poblaciones, riqueza e inmensos recursos; y con ella la de la completa derrota de las legiones mandadas por el pretor Trebonio. La nueva sorprendió a César, y llenó su ánimo inquietud, tanto por lo inesperado del suceso, cuanto porque presentaba un aspecto verdaderamente amenazador para el poder, que a fuerza de genio, audacia y fortuna se había creado el dictador en Roma. En efecto, una sublevación general de Bética, que ya se había extendido por la mayor parte de la Citerior y Ulterior, es decir, que se había generalizado en un país que en las guerras anteriores se midiera de poder a poder con la república que daba leyes al mundo, poniéndola en todas ellas al borde del precipicio; una sublevación que recordaba a Viriato, Sertorio y Numancia, cuya sangre caliente todavía clamaba al cielo pidiendo venganza; una sublevación, en fin, en un país no inferior a Roma en recursos de todo género para la guerra, y que la superaba en el número y valor de sus soldados, no era una de aquellas rebeliones tan frecuentes como fácilmente reprimidas en la vasta extensión de los dominios del imperio, sino una guerra preñada de siniestros presagios, que anunciaban el tercer terror de Roma; de una Roma que a la sazón no se encontraba en condiciones de vencer como venció, trabajosamente, en las que le precedieron.

Además, concurría en ella una circunstancia que la hacía verdaderamente terrible para el dictador: esta circunstancia era que a diferencia de las anteriores, en las cuales España, puede decirse, luchó con sus solas fuerzas y recursos contra Roma unida, en esta lucha contaba con el auxilio de la parcialidad más poderosa e influyente, enemiga de César. Más claro, Viriato, Numancia y Sertorio combatieron solos por la independencia de España contra el poder de la República unida y compacta para defender la integridad de sus dominios; mas en esta ocasión, España tenía por aliados a Sexto y Neyo, representantes de los intereses, de las aspiraciones y de los rencores del partido aristocrático que tuvo por jefes a Sila y a Pompeyo, para disputar a César, continuador de la política de Mario, el derecho de gobernar el mundo.

Estas graves consideraciones debieron mover al dictador a no fiar el éxito de la empresa, es decir, su propia fortuna a otro genio político-militar que no fuera el suyo. Así que vino por cuarta vez España (año 47 antes de J. C.) con una diligencia tal, que se revela en ella la inmensa importancia que para su gloria e intereses concedía a esta guerra; la primera, nótese bien, que en el trascurso de los siglos estallaba en Andalucía, región que pocos años antes se había mostrado muy adicta a César contra los intereses de Pompeyo, cuya defensa tomaba entusiasmada en esta ocasión. Luego veremos por qué causa.

El dictador, pues, salió apresuradamente de Roma, desembarcó en Sagunto, y haciendo prodigios de celeridad, llegó en 27 días a Obulco, (Porcuna) ciudad antigua de la Bética, fundada por los Fenicios. En su rápida marcha, antes de penetrar en Andalucía, atrajo a su partido a todas las plaza de la España Citerior, en las costas del Mediterráneo, que habían secundado el alzamiento de Andalucia en favor de la causa de los hijos de Pompeyo; y esto sin derramar sangre. César pudo repetir antes de romper las hostilidades en la Bética, aquella Hcélebre y lacónica frase con que poco tiempo antes describiera su rápida y victoriosa campan contra Farnaces rey del Bósforo Cimerio: “vine, ví, vencí”.

Desgraciadamente para los partidarios de Pompeyo, y para el país, César no pudo repetir esta palabras en la Bética. Decimos desgraciadamente porque al fin tuvieron que sucumbir después de dos años de una guerra acaso la más cruel y sanguinaria de todas cuantas sostuvieron los romanos en España, en la que comprometidos los hijos de Andalucía sufrieron todos los horrores y pasaron por todas las implacables venganzas que son el fatal acompañamiento de las guerras civiles.

Desde el comienzo de la campaña pudo conocer el dictador de Roma que la fortuna no le había abandonado todavía, puesto que se encontraba en una situación ventajosísima para proseguirla con la misma celeridad con que la había empezado, y para estrechar a su enemigo en términos de que le fuera imposible hacer una larga resistencia.

En efecto, con la adhesión a su causa de toda la España Citerior y con la neutralidad en que permanecía una gran parte de la Ulterior, la guerra quedaba encerrada en los límites de Andalucía. Además, habiendo sido vencida junto a Carteya, en el Estrecho, la armada de los hijos de Pompeyo por la de César, mandada por Accio Varo, quedaba dueño del mar como ya lo estaba de todos los puertos de la costa, cortando así toda comunicación a los sublevados con sus amigos de fuera de España; y por último, encontrábase en una posición estratégica ventajosísima en el centro mismo de la insurrección, entre Córdoba donde tenía muchos parciales, y Ulia (hoy Montemayor) plaza fuerte donde permanecían defendiéndose los restos del ejército del pretor Trebonio, derrotado en los primeros dias de la sublevación.

Así que, no bien hubo César sentado sus reales en Obulcos, recibió mensajeros que le enviaban sus parciales de Córdoba y sus soldados de Ulia, pidiéndole que acudiese diligente en auxilio de ambas Plazas. Así lo hizo y con esa maravillosa celeridad que distinguía todas sus operaciones militares, esa viva perspicacia que le caracterizaba, dividió ejército, y cayó casi simultáneamente sobre las ciudades que le pidieron socorro. Introdujo en Ulia, sitiada por Neyo Pompeyo, un cuerpo de tropa que logró su intento favorecido por el desorden de una noche tempestuosa, y él, con la porción no considerable, cuyo mando personal se había reservado, se lanzó sobre Córdoba.

Reforzada la guarnición de Ulia, y alentada con la proximidad de César, hizo una vigorosa salida que obligó a Neyo a levantar el cerco y refugiarse en la capital.

Siendo verdad que las mismas causas producen los mismos efectos, el suceso de Ulia debía tener eco en Córdoba. Y así fue; reforzado Sexto con el ejército de Neyo puso la ciudad en tal estado de defensa, que preveyendo el dictador lo prolongado que había de ser el sitio, y vista la necesidad en que encontraba de obtener triunfos rápidos y brillantes para atajar la guerra civil que ya devoraba los recursos de esta su provincia predilecta, levantó sitio y se trasladó sobre Ategua (hoy en ruinas) fortaleza la más importante de aquella comarca, donde los hermanos Pompeyo tenían almacenes de armas y repuestos de provisiones. Asentó su campo y lo atrincheró fuertemente a la vista de la plaza, en los campos de Postuncio, posición ventajosa, y formalizó el cerco de manera á hacer difícil larga la resistencia por parte de los sitiados.

Entre tanto no se descuidaba Neyo cuya previsión en aquel trance de la guerra no le iba en zaga a la de César. En su consecuencia, dejó encomendada a su hermano la defensa de Córdoba, y juntando un ejército de 60,000 hombres compuesto de soldados romanos, africanos y en su mayor parte de españoles, llegó en horas sobre el campamento del dictador, que atacó denodadamente favorecido por la oscuridad de una noche tempestuosa, y lo puso en el mayor apuro destrozando ejecutivamente sus grandes guardias avanzadas. En la noche siguiente renovó el ataque con no menos fortuna, puesto que logró introducir un considerable refuerzo en la Plaza sitiada.

Conceptuando suficientemente abastecida la fortaleza, y en estado de resistir durante mucho tiempo al enemigo, retrocedió con propósito de asentar su campo allende el Salsa (Guadajoz) en la falda de un cerro sitiado entre Ategua y Ucubi (hoy Espejo) desde donde podría tener sitiado el campo de los sitiadores. Una vez fortificado el suyo para asegurarse la retirada, atacó los reales de César, con mala fortuna, puesto que fue rechazado con pérdida considerable. En su vista levantó el campo y fuese a situarlo próximo al del enemigo en una posición ventajosa, desde donde daba frecuentes rebatos sobre el de César que continuaba estrechando más y más la fortaleza de Ategua.

Prolongábase el asedio más de lo que había previsto el Dictador, y de lo que convenía a sus intereses, puesto que en tanto que se veía obligado a encerrar sus operaciones militares en los estreche límites de la jurisdicción de Ategua, el resto de Andalucia continuaba adicto a la causa de Pompeyo y le facilitaba todos los recursos necesarios para sostener una guerra que amenazaba ser tanto o más funesta para la Roma imperial que proyectaba fundar César, como lo fueron las de Viriato y Sertorio para Roma republicana.

Esta consideración y la inminencia del peligro movieron el ánimo del Dictador a recurrir a un medio que le facilitase la terminación del conflicto. Como tuviera en la plaza amigos y parciales de su causa, púsose en inteligencia con ellos y derramó el oro a manos llenas para penetrar en la ciudas por la puerta de la traición. Súpolo a tiempo el general que mandaba en nombre de Pompeyo, y apo­erándose de todos los conjurados en número crecido, mandó degollar a los unos, despeñar a los otros y alancear a los más. Los extremos de crueldad a que se entregaron los parciales de Pompeyo fueron tan inhumanos e impolíticos, que produjeron entre los bandos una lucha sin cuartel que se renovaba todos los días, inundando en sangre las calles de la ciudad. El resultado fue que quebrantado el tesón de todos y acobardados los ánimos, resolvieron entregarse a César, de cuyas manos no era posible recibieran un castigo más cruel que el que sufrían de la feroz anarquía que los devoraban.

Rendida la plaza bajo honrosas condiciones, César la dejó bien guarnecida, y marchó sobre villa de Espejo, plaza fuerte situada dos leguas de Ategua, en la que contaba con numerosos partidarios. Mas habíale precedido Neyo, quien los hizo prender antes de la llegada del Dictador, y les mandó dar muerte a todos; extremando su coraje como lo había hecho su lugarteniente en Ategua. Tal exceso de ferocidad y tan bárbaras venganzas fueron funestas a la causa de Pompeyo. Cundió la indignación y comenzaron a desertar de sus banderas los parientes, los deudos y los amigos de las víctimas, recelosos de ser sacrificados uno después de otro a cada nueva victoria de César.

Para atajar la desmoralización que se iba introduciendo en sus filas, a resultas de la política sanguinaria que se había propuesto para mantener la disciplina entre sus parciales, Neyo puso en movimiento su ejército, marchando y contra marchando en diferentes direcciones a fin de tener entretenidos a sus soldados con operaciones estratégicas que no les dejaran lugar a pensar en otra cosa que no fuera lo concerniente al ejercicio de las armas. De Ucubi (Espejo) pasó a Aspavia, fortaleza situada a unas dos leguas de la plaza anterior, de donde se alejó después de un ligero combate empeñado con la vanguardia del ejército de César, que le seguía de cerca, picándole incesantemente la retaguardia y no dejándole un momento de reposo; hasta que pasados algunos días empleados en marchas y contra marchas estratégicas, ambos ejércitos se encontraron en una llanura que se extendía a los alrededores de Munda, y en situación que les era ya humanamente imposible evitar la acción, que Pompeyo había eludido hábilmente hasta entonces y que César deseaba con febril ardor.

Reservándonos para otro lugar más oportuno dar amplísimos detalles de aquella batalla, una las más memorables, si no fue la más señalada cuantas registran los anales del mundo, habremos de limitarnos por el momento a condensar sus incidentes para presentar a nuestros lectores sus resultados en general.

Ambos ejércitos pusieron en línea un total de 120,000 hombres, contando cada uno, aproximadamente, la mitad de aquella cifra. Componíanse de españoles, romanos y africanos; de suerte que alguna guerra mereció, sin disputa, el nombre de civil, fue la que sostuvieron en España César y Pompeyo, en los años 47 y 45 antes de J. C, puesto que en ella pelearon españoles contra españoles, romanos contra romanos, y africanos contra africanos.

Llegado el momento supremo de empeñar batalla que había de decidir quién entre César y Pompeyo quedaría dueño de Roma, es decir, del mundo todo conocido a la sazón, manifestóse una ansiedad y congoja inexplicable entre los que se aprestaban al combate. Conocían que iban a confiar a la vuelta de un dado toda su fortuna: los españoles su libertad; los romanos su obra de setecientos años; César el imperio del mundo que creía tener y Neyo Pompeyo la herencia que le dejó su padre.

Mas ya no era posible retroceder; había llegado el instante fatal, y el decreto de la Providencia tenía que cumplirse. Pompeyo formó su línea de batalla, y César dio la señal de ataque.

Tras un pavoroso alarido lanzado a una voz por ciento veinte mil hombres que iban a morir o matar a su enemigo en una misma hora, oscurecióse con una nube de armas arrojadizas el sol de aquel día que, según el hiperbólico dicho de Hircio— historiador de esta guerra—parecía hecho expresamente por los dioses inmortales para alumbrar esta batalla. Muy luego el crujir de las armas, el golpear los escudos y el redoblado galope de los caballos, cubrió con su marcial estruendo la voz de los ejércitos y la sangre comenzó a correr a raudales, los cadáveres a amontonarse bajo los pies de los combatientes. Mantúvose indecisa la victoria durante largas horas de mortal angustia para aquellos soldados, ninguno de los cuales quería dar un paso en tanto que todos querían andar muchas leguas hacia adelante. Parecía que todos iban a morir en su puesto, cuando de improviso, Bogud, caudillo de los africanos a sueldo de César, creyendo que el campamento de Pompeyo estaba mal guardado, arrojóse con sus bárbaros hacia él, llevado en alas de su codicia de la presa. Labieno, uno de los generales de Pompeyo, conociendo el intento de los salvajes mercenarios, acudió presuroso con el cuerpo de ejército que mandaba en defensa de los reales. Esta inesperada evolución, cuyo móvil era un secreto para todos menos para quien la estaba practicando, produjo general sorpresa que muy luego degeneró en terror. Creyendo que Labieno huía, corrió cual chispa eléctrica por las filas del ejército de Pompeyo la palabra traición. Entró el pánico, desordenáronse las filas y los soldados, que pocos momentos antes se manifestaban resueltos a morir primero que retroceder un paso, solo pensaron ya en salvar su vida huyendo despavoridos y a la desbandada, perseguidos sin descanso por los de César, que a los gritos de victoria hicieron una espantosa carnicería en los fugitivos.

El suceso que precipitó el desenlace de la batalla de Munda, prueba una vez más cuán frágil es el edificio de la previsión humana, y como los planes más vastos y más hábilmente combinados pueden estrellarse contra lo imprevisto de un accidente de poquísima importancia. ¡Quién había de decir a los que jugaban su vida por ganar el imperio del mundo, que perderían una y otro por salvar el mísero equipaje de un soldado en campaña! Y, sin embargo, el suceso no era nuevo, y debía repetirse algunos siglos después, en circunstancias análogas a las que concurrieron en la batalla de Munda. Nos referimos a las de Arbela y de Poitiers.

En la primera, (dice Quinto Curcio) viendo Parmenion que capitaneaba el ala izquierda del ejército macedonio, que un cuerpo de caballería del de Darío saqueaba el campamento, mandó pedir instrucciones a Alejandro acerca de lo que convenía hacer. El hijo de Filipo le contestó: “Decidle que si ganamos la victoria, no solo recuperaremos lo que es nuestro, sino que nos apoderaremos de cuanto posee el enemigo; que no debilite el cuerpo de batalla, ni se cuide del bagaje, sino de pelear por la gloria de Alejandro yde Filipo”.

Entre Parmenión y Labieno, está el oro de España de por medio.

Muchos siglos después, (732 de J. C.) encontráronse frente a frente en los campos de Poitiers el Evangelio y el Corán, y las nacientes civilizaciones de Europa y del Asia. Arrebatados en alas de su entusiasmo religioso, los guerreros de la cruz y los de la media luna se acometen con el mismo brío y la misma esperanza de recibir la palma del martirio. Siete días duró la sangrienta contienda. A las cuatro de la tarde del último, el torrente de la caballería Árabe rompe al fin el dique que le ponían las profundas masas de infantería franca. El imperio de Occidente vacila; una densa y siniestra nube envuelve la cúpula de Santa Sofía y la Cruz del Vaticano. Ay de la cristiandad....! Óyese de improviso un espantoso alarido de la retaguardia de  las filas musulmanas; los creyentes vuelven despavoridos los ojos. Es Eudo, duque de Aquitania, que ha entrado furiosamente a saco en las tiendas del innumerable ejército de Abd-el-Rahman. Los árabes se desordenan, acuden atropelladamente a salvar sus riquezas, y mueren alanceados y heridos á golpe de maza en la espalda por los hombres de armas de Carlos Martel.

Los que siguiendo la senda que les trazara el Profeta, marchaban llenos de féa la conquista del Orbe, perdieron sus esperanzas y la vida con ellas por la codicia de salvar el oro, las esmeraldas, los jacintos y los topacios que habían amontonado en su victoriosa correría por la Aquitania.

Volvamos a las llanuras de Munda.

Fue tal el terror que se apoderó de los soldados pompeyanos, tanto el desorden y tanta la confusión de la derrota, que los restos de aquel poderoso ejército que momentos antes se creyera ya a las puertas de Roma, se fraccionaron en pequeños grupos, que huyendo a la desbandada se ampararon en Munda y Córdoba, otros en su campamento donde muy luego fueron atacados y pasados al filo de la espada, y los más se desparramaron por la tierra corriendo sin rumbo fijo y sin voluntad de rehacerse. Neyo se salvó milagrosamente de caer en ir nos de su rival, y huyó seguido de ciento cincuenta caballos hacia Carteya, ciudad que le era adicta como la mayor parte de las de Andalucía.

El Dictador mandó cesar la persecución de los fugitivos, y revolvió con su ejército victoriosos sobre Munda, tras de cuyos fuertes muros se habían amparado algunos miles de los soldados de Pompeyo. Batida en brecha con los arietes y tomada por asalto aquella desgraciada ciudad quedó convertida en un montón de escombros y despoblada por la espada del vencedor. Parecida suerte cupo a Córdoba, donde se había refugiado con algunas mermadisímas cohortes Sexto el hermano de Neyo. Sitióla cumplidamente César, y la entró sin combate, favorecido por el desorden que dentro de sus muros redujeron los parciales de los dos bandos en que estaba dividido el vecindario de la ciudad. Córdoda sufrió la dura ley de la guerra. Fué entregada al saqueo, y perdió veintidós mil ciudadanos (según afirma Hircio) degollados por una soldadesca sedienta de sangre y de rapiña.

Dueño de Córdoba el vencedor dirigió su ejército sobre Sevilla, entregada a la sazón a todos los horrores de la guerra civil, que sostenían los partidarios del dictador y de Pompeyo dentro del recinto de sus murallas. A favor de una hábil estragia César logró sorprender a sus contrarios y exterminarlos a todos sin que lograse salvarse ninguno. La ciudad se entregó por falta de defensores, y César pudo dar por terminada la guerra con esta conquista. Así debió creerlo también el Senado de Roma, puesto que mandó celebrar el suceso con fiestas públicas y que se consignara en el Calendario romano la toma de Hispalis.

Cúpole a Osuna la gloria de ser la última ciudad de Andalucia que resistió al ilustre conquistador de las Galias, del Egipto, del África y de España, y de sucumbir heroicamente vencida por César.

Neyo Pompeyo tuvo el mísero fin de su padre; murió asesinado por un soldado, y su cabeza fue presentada a César que no permitió se expusiera al público. Sexto, después de la rendición de Córdoba se retiró al centro de la Celtiberia, ardiendo en deseos de encontrar una ocasión propicia para vengarse del enemigo de su familia.

Desde Sevilla, César pasó a Cartagena, donde recibió numerosos diputados de todas las ciudades principales de España, que fueron a felicitarle per sus brillantes victorias. Allí dictó algunas importantes disposiciones relativas al gobierno político civil de la Península, y después de nombrar a Lépido para la pretoría de la España Citerior, y a Asnio Polion para la de la Ulterior, regresó a Roma, donde le esperaba el quinto triunfo, la dictadura perpetua, el nombre de Imperator, el título de Padre de la patria y la Apoteosis. Llamáronle semi-Dios, y colocaron en el Capitolio la estatua de Júpiter Julio frente a la de Júpiter Capitolino.

Así terminó la primera guerra civil que anegó en sangre el suelo de Andalucía, devastó sus campos, y convirtió en montones de escombros muchas de sus florecientes ciudades.

Cosa singular. En esta guerra la más civil de todas, puesto que, como dejamos apuntado anteriormente, lucharon en ella tres pueblos, españoles contra españoles, romanos contra romano, africanos contra africanos, el interés del país no entró para nada en la contienda. César y Pompeyo lucharon por imperio del mundo, imperio cuyo yugo había de pesar sobre Andalucía lo mismo que sobre las demás provincias sometidas al déspota a quien coronara la victoria; Bogud, caudillo de los mercenarios africanos a sueldo de César, y Boco de los mismos que tomaron servicio bajo idénticas condiciones en el ejército de Pompeyo, pelearon por la paga que recibían de sus respectivos amos, y los andaluces que constituían la principal fuerza numérica en ambos ejércitos, que derramaban su sangre generosa por el dictador de Roma y por los hijos de su rival, y que ponían todo el oro que consumían los bárbaros de la Mauritania, combatieron por todos por todo, menos por sí mismos y por la libertad de su país.

¿Podremos deducir de este hecho singular, que Andalucía, en la época de que nos ocupamos, se encontraba en pleno periodo de decadencia? No, porque no se advierte en los rasgos que de su carácter nos han conservado los historiadores contemporáneos y testigos de vista de los sucesos, señal que revele en ella ese estado. Todavía estaban lejos los tiempos en que los ricos españoles fueron citados en Roma como los hombres sibaritas y disolutos, y en los que las bailarinas de Cádiz se hacían aplaudir frenéticamente en los teatros de la capital, por una juventud afeminada que deliraba viendo las actitudes y gestos voluptuosos de aquellas víctimas llevadas de Andalucía para satisfacer la sensualidad romana.

Si, pues, no es posible atribuirlo a decadencia física ni moral, dada la virilidad de aquellos espíritus; ni a degradación de la raza, más pujante y briosa que nunca en la época de la guerra civil; ni a los hábitos de esclavitud contraídos durante dos siglos de dominación extranjera, puesto que Andalucía jamás se vio tratada como país conquistado por los romanos, fuerza nos será buscar la causas de aquel fenómeno en las leyes fatales, ineludibles de la sabia Providencia que guían a los hombres; en esa necesidad que arrastra a los pueblos hacia la perfección individual y social, que procuran alcanzar por medio de una serie más o menos ordenada de evoluciones necesarias y que han de cumplirse, y entre sacudimientos periódicos, cada uno de los cuales los acerca a través de los siglos y de las trasformaciones de las edades al término de la perfección final que Dios les tiene señalado.

Empero renunciemos a explicárnoslo por medio de la filosofía de la historia, susceptible de inducirnos en error, y estudiemos el suceso bajo una de sus lados principales, ayudándonos de la crítica retórica, que nos dará un conocimiento algo más exacto de los hechos generales y particulares de los tiempos en que tuvieron lugar, y de los hombres más importantes que tomaron parte en ellos, o fueron los instrumentos de que se valió la Providencia para cumplirlos.

Desde luego observaremos que en la época a que nos referimos, la fisonomía moral del país había cambiado completamente; el tipo primitivo, por decirlo así, no existía ya: tartesios, turdetanos, célticos y bastulios, habíanse fundido en un solo pueblo, formaban un solo grupo conocido con el nombre genérico de Béticos; en una palabra, que la Andalucía, provincia la más romana de todas hasta los tiempos de la muerte de Sertorio, en los de César y los hijos de Pompeyo, era ya, y precediendo de algunos años al resto de España, completamente romana por educación, por costumbres, por gratitud y casi por idioma. ¿No la hemos visto permanecer neutral en cuantas guerras el espíritu de independencia y libertad suscitó en la Celtiberia y en Lusitania a los romanos? ¿No tuvo colonias militares y colonias patricias todas con derecho romano; poetas, humanistas, y hombres de letras, antes de que Huesca y Évora vieran abrir puertas de sus Universidades?

Andalucía, pues, era romana en la significación de esta palabra, en los tiempos de la rivalidad de César y Pompeyo; en tal virtud, no debe extrañarnos que tomase parte activa en la contienda civil entre romanos, ni debe sorprendernos que aquella guerra no se trasformase en guerra de independencia en un país que no se consideraba sometido a Roma, sino como formando parte integrante imperio de quien recibía leyes.

Y tanto es así, y tan romana era ya a la sazón, que participaba con una intensidad asombrosa de las las exageraciones políticas, de todas las necesidades sociales y de todas las preocupaciones que atormentaban la existencia de Roma. Dígalo, si no, la actitud en que se colocó la Bética durante los años de la guerra que los partidarios de Sila y de Mario se hicieron en España. Dícelo también con una claridad que deslumbra, y con un elocuencia que convence, el suceso de la guerra civil que terminó definitivamente con la toma de Sevilla.

En efecto, durante los ocho años de la guerra sertoriana en que lucharon tenazmente en España Pompeyo, hechura del aristocrático Sila, el restaurador de la antigua república, que devolvió al Senado la autoridad judicial y la elección de los pontífices, y arrebató a la plebe todos los derechos políticos que había conquistado durante muchos siglos de perseverante labor para adquirirlos, y Sertorio, hechura de Mario el gran plebeyo, grosero educado entre campesinos, que intentaban resucitar la ley Agraria de los Gracos, toda la Bética se mantuvo adicta a la causa del primero, completamente ajena a la guerra de emancipación que la Celtiberia y la Lusitania hicieron sin descanso contra los dos elementos antagonistas, la plebe y el Senado, que se disputaban la soberanía y gobierno de la República y el dominio de la península ibérica.

Más tarde, cuando a resultas de las derrotas de Farsalia y Tapso, se reunieron en España, y partícularmente en la Bética, provincia predilecta de Pompeyo, todos los partidarios del rival de César que se titulaban los amigos de la libertad, vimos a estos con los andaluces alzarse a una voz y como un solo hombre para expulsar, como lo consiguieron, las legiones y los pretores Cesarianos; produciéndose una guerra en la que el elemento español entró sólo como auxiliar, y sacrificó su sangre y sus tesoros, no en beneficio de la independencia del suelo de la Bética, sino en provecho de una de las dos facciones que tenían convertida la capital del orbe, en un circo de gladiadores.

Pero, ¿a qué móvil obedecieron los naturales de Andalucía al provocar una guerra civil en su propio territorio en favor del extranjero? ¿Qué causa los impulsó a militar con lamentable ceguedad en uno y otro bando? Comprendemos que las depredaciones y la codiciosa rapacidad del general pompeyano, Varrón, arrojase al partido de César todas las víctimas de sus extorsiones; de la misma manera comprendemos que las violencias, las rapiñas y el imprudente vandalismo del gobernador cesariano, Casio Longino, engrosasen las filas de los partidarios de Pompeyo; pero el hecho en sí, ¿basta para aplicar y menos justificar la guerra civil que devastó la Andalucía durante los años del 47 al 45 antes de J.C? ¿Es posible creer que los andaluces sacrificaron vida y hacienda y vertieron a torrentes su sangre generosa por poner en claro quién entre Varrón y Longino había sido menos ladrón?

No, ciertamente; y por lo tanto, fuerza nos será buscar en otra parte la causa eficiente, el origen, los móviles de aquel suceso, que hace época en los anales del mundo, puesto que cambió su faz dando por amo a Roma al continuador de la política de los Gracos y Mário, al que sobrepuso la plebe a la aristocracia, al que abrió, en fin, las puertas de Roma a todas las naciones, y quitó a la Ciudad el privilegio de ser la única libre en el orbe.

Lo hemos dicho hasta la saciedad, y sin embargo lo repetimos, porque esta es para nosotros clave del enigma. Andalucía, a la sazón era completamente romana; sus intereses, sus aspiraciones, sus necesidades, todo, hasta sus preocupaciones eran las mismas que las del pueblo romano. Educada por este, civilizada por él, y pobladas sus principales ciudades con los proscritos más ilustres, que las facciones y la anarquía arrojaban como enjambres de abejas del recinto de la Ciudad, perdió aquella fisonomía particular que la distinguiera en las épocas de los Fenicios y de los Cartagineses, y tomó las leyes, los usos, las costumbres, y vistió la toga y la clámide de los romanos.

¿Qué extraño es que participase de las pasiones, de los odios y de las rivalidades del pueblo romano? Los proscritos de Mario y los proscritos de Sila aclimataron en ella sus ideas sociales, sus principios políticos, y sus preocupaciones de raza. Hubo aristocracia y hubo plebe: opresores y oprimidos, defensores de la humanidad entera que querían despojar a Roma del privilegio de su unidad,  conservadores del patriciado como poder tutelar de las tradiciones romanas; en suma, quien quería como Mário y César, sobreponer el pueblo a la aristocracia, y quien quería, como Sila y Pompeyo, mantener la soberanía de los nobles sobre los plebeyos.

Roma arrojó sus sangrientas rivalidades en la Bética, como en tierra de mucho tiempo atrás preparada para recibir aquella mala semilla que produjo una guerra civil que no fue guerra de independencia porque como dice Estrabón, Andalucía tenía ya todas las costumbres de Roma y el trato era tan romano que casi ya se había perdido todo lo español antiguo, hasta la lengua natural pues todos hablaban latín.

Convencidos, pues, de que los romanos no eran extranjeros en Andalucía, ni en Roma extranjeros los hijos de la Bética, queda plenamente justificada la parte que los andaluces tomaron en la contienda de César y los hijos de Pompeyo, y explicada su neutralidad en la guerra de independencia de Viriato, Numancia y Sertorio; así como la indiferencia con la Lusitania, la Celtiberia y el resto de España, asistieron a la cruenta tragedia que tuvo su desenlace en Munda.

Mientras que Roma expresaba la inmensidad de su júbilo divinizando al que había coronado sus triunfos en quinientas batallas y mil plazas y ciudades fuertes tomadas por asalto, con la victoria de Munda, la más importante de todas; Andalucía, arrastrada por la corriente del entusiasmo que embargaba el mundo romano, trocaba el nombre antiguo de muchas de sus poblaciones por el de César; Córdoba y Sevilla arrebatadas por el torrente de la lisonja, grabaron en preciosos mármoles la fecha de aquel ruidoso suceso, y la de los hechos más memorables de la guerra de César y los hijos de Pompeyo, y exageraron la adulación hasta erigir altares al vencedor.

Sin embargo, no estaba completamente apagada la tea de la discordia civil. No bien César se hubo embarcado para Italia, cuando Sexto Pompeyo, que después de la rendición y saqueo de Córdoba por las tropas cesarianas, se había refugiado en la Celtiberia, reunió sus partidarios, y auxiliado por las tropas mercenarias africanas que tomó a sueldo, abrió una nueva campaña por la Lacetania. Recorriendo triunfante las provincias orientales de la Península, llegó hasta la Bética, donde le salíó al encuentro con algunas legiones el pretor de la Ulterior, Asinio Polion. Dióse la batalla, en la que fue completamente derrotado el general de César, perdiendo la mitad de su ejército. Con esta victoria quedó Sexto Pompeyo dueño de toda la Andalucía, que estuvo a punto de verse entregada de nuevo a los horrores de la guerra civil, cuando la trágica muerte de César, asesinado en el Senado, junto a la estatua de Pompeyo el Grande por los descontentos y los republicanos (15 de marzo del 44 de J. C), atajó por inesperado camino las nuevas desgracias próximas a caer sobre el suelo andaluz.

Alarmado el Senado con la perspectiva de los males que iba a ocasionar a Roma una nueva guerra en España, y precisamente en los momentos que acababa de perder el único hombre que podía conjurarla o vencerla, dispuso fiar a los amaños de la política lo que era dudoso consiguiera por la fuerza de las armas. Al efecto, negoció con Pompeyo la paz, ofreciéndole en pago de su traición a la causa de su padre y de su salida de España, la devolución de los bienes confiscados a su familia, y el mando de todas las escuadras de la moribunda República. Sexto depuso las armas y partió inmediatamente para Italia.

Así terminó definitivamente, la primera guerra civil que devastó los campos de la Bética.

Esta es una de las tantas lecciones que la historia da a los pueblos, que no parecen cuidarse mucho de conservarlas en la memoria.

Muerto Julio César por el puñal parricida de su ahijado Junio Bruto, constituyóse, al año siguiente el segundo triunvirato, formado por Octavio, sobrino de César, Marco Antonio y Lépido, quienes se apoderaron de la autoridad soberana y se repartieron las provincias del imperio, las legiones y el tesoro de la República. Tocóle a Octavio César el Africa, la Sicilia, Cerdeña y demás islas; a Márco Antonio las Galias excepto la provincia Narbonense, y a Lépido esta última y la España. Los nuevos amos de Roma, se dieron mutuas prendas de seguridad, sacrificando bárbaramente, en satisfacción de la cautelosa desconfianza con que se correspondían, sus más próximos y queridos parientes. Lépido dio en arras la cabeza de su Propio hermano; Marco Antonio la de su tío, y Octavio la de Cicerón su protector. Así comenzó por pacto de sangre la alianza de aquellos tres verdugos, que inundaron con ella las calles de Roma, se enriquecieron con los bienes confiscados a sus víctimas y abrieron un periodo de crueles persecuciones que terminó en las cercanías de Filipos, en Macedonia, con la derrota del ejército repúblicano y la muerte de Cayo Casio y Junio Bruto, llamados los últimos romanos.

El año 41, antes de J. C, hízose por los triunviros una nueva partición del Imperio; Octavio César tomó para sí España y le dio África a Lépido.

Diez años más tarde (31) Octavio, vencedor de los republicanos, trató de deshacerse de sus colegas los triunviros. Poco trabajo le costó inutilizar a Lépido, mal ciudadano y agitador sin habilidad, a quien humilló y condenó al desprecio y olvido público. No así con respecto a Marco Antonio, general muy querido de sus soldados y dueño de todo Egipto y de una gran parte del Asia. Pero su buena estrella, los amores de Cleopatra y la derrota de todas las fuerzas marítimas del Oriente, mandadas por Antonio, en el combate naval de Accio, a la entrada del golfo de Ambracia en el Epiro, le hicieron dueño sin rival del poder que ambicionaba.

Roma, agradecida, le saludó con los nombres de Augusto, Emperador, Soberano Pontífice, Cónsul, Tribuno, Censor y Padre de la Patria.

Fue destino de Roma abrir todas las grandes épocas de su historia, e inaugurar todas sus grandes trasformaciones políticas con un crimen detestable. Rómulo, fundador de Roma-Monarquía, asesinó a su hermano gemelo Remo, para reinar solo. Roma-República, nació del parricidio de Tarquino el Soberbio, y del brutal atentado de su hijo contra el honor de Lucrecia; y Roma-Imperial, comienza por un pacto de sangre que produce un fratricidio, un parricidio y una cruenta ingratitud.

Desde la defección del venal Sexto Pompeyo hasta los primeros años del advenimiento de Octavio César al trono imperial, no aconteció suceso alguno de marcada importancia histórica en Andalucía, salvo que, en la nueva división política, civil y administrativa que hizo Augusto de España, concedió la Bética al Senado, entre las trece provincias más pacíficas que le asignara para que las gobernase, segregadas de las treinta y una que componían todo el imperio romano.

En virtud de aquella reforma, Andalucía tomó el nombre de provincia Senatorial, a diferencia del resto de España que se comprendía bajo el de provincia Imperial. Esta diferente denominación se fundaba en la diversa organización política de los dos Estados. En el primero imperaba sin contrapeso militar, el elemento civil representado por el magistrado supremo delegado del Senado; en el segundo dominaban las legiones imperiales, es decir, el sistema puramente militar. En aquel se suponía adhesión, conformidad voluntaria al gobierno de Roma, en este resistencia y un espíritu de rebelión que hacía necesario el empleo de la fuerza para mantenerle en la obediencia.

Muy pronto veremos a todos los españoles, a semejanza de los andaluces que les precedieron en muchos años convertidos en romanos, echando así los cimientos de la unidad del carácter nacional que había de traer en pos de sí el comienzo de la unidad política.

Mas antes de eclipsarse por muchos siglos tenía que brillar todavía en extraordinario resplandor la llama del patriotismo y el denuedo sin par de los españoles. Todavía quedábale al mundo algo que le admirase hasta causarle espanto en materia de heroísmo y de desprecio de la vida, después de creer que lo había visto todo en Sagunto, Astapa, Numancia y Calahorra.

Corría el año 26, antes de J. C. y el imperio romano que tenía por límites al norte el Rhin y el Danubio; al este el Eufrates; al sur la península Arábiga, las cataratas del Nilo y el monte Atlas, y al oeste el Océano Atlántico, gozaba al fin, en la inmensidad de su extensión un momento de reposo, tras largos siglos de guerras implacables y de anarquía sin tregua; de crímenes que afrentaron a la humanidad, y también de virtudes admirables y de arranque de sublime patriotismo que salvaron la sociedad cuantas veces estuvo a punto de caer para nunca más volverse a levantar.

Reposaba el mundo, y parecía solo ocupado en cicatrizar sus llagas y en purificarse para recibir la buena nueva, que se anunciaba próxima a aparecer por el Oriente, saliendo del seno del Eterno como el sol entre la púrpura del lejano horizonte cuando allá, en la región más apartada y agreste de España, encerrada entre los Pirineos y el Océano Atlántico, donde cartagineses ni romanos osaron nunca penetrar temerosos de despertar aquellas fieras, oyóse de improviso un rugido de independencia, un grito a manera de desafío y amenaza que azotó el rostro de Roma lanzado por los astures y los cántabros. En pos de la amenaza vino el ataque y un ataque a la española, que interrumpió el reposo del imperio e hizo necesaria la presencia de Augusto al frente de un numeroso ejército para obtener satisfacción del insulto hecho a Roma por un puñado de montañeses, cuya bravura y ferocidad competía con la de los leones que Sila, Pompeyo y César presentaron al pueblo rey en la arena del Orco.

Condensaremos, por ser asunto ajeno a nuestro objeto, por más que no nos sea extraño del todo, los detalles de aquella sangrienta y dilatada guerra de exterminio y de bárbaras represalias, sostenida en una región de España cuyos habitantes dieron muestras de un heroísmo y grandeza de alma, comparable solo al supremo aspecto y a la majestad imponente de sus montañas.

Corría repetimos, el año 26 antes de J. C, cuando los Cántabros y Astures, nunca domados, atacaron las comarcas vecinas sujetas a los romanos. El aspecto que presentaba aquella inesperada guerra alarmó a César Augusto, que se encontraba a la sazón en Narbona, preparando una expedición militar contra las islas Británicas a cuya empresa renunció para acudir diligente allí donde estimaba más necesaria su presencia. Pasó pues, los Pirineos, vino a sentar sus reales en Segisamo (Sasamon, entre Burgos y el Ebro) desde donde intentó todas las maneras de desenriscar a los montañeses y atraerlos a los llanos para darle la batalla. Burlaron estos sus intentos manteniéndose en la defensiva, has que cansado Augusto de una guerra que amenazaba prolongarse indefinidamente, se retiró a Tarragona dejando el mando del ejército y el cuidado de la empresa a Cayo Antistio.

Más afortunado el general de Augusto, logró por medio de una hábil maniobra atraer a los cántabros a las inmediaciones de Vellica, no lejos de las fuentes del Ebro, y allí los derrotó completamente. Los fugitivos de la batalla se guarecieron en el monte Medulio, (hoy montañas Medulas) posición inexpugnable donde se hicieron fuertes. Antistio circunvaló el monte con un profundo foso de quince millas de extensión, dispuesto a exterminar por el hambre al enemigo que no podía reducir por la espada. Viéndose los cántabros obligados a escoger entre la muerte y la esclavitud, optaron denodados por el primer extremo, dándosela los unos a los otros con sus propias armas, y con los venenos que para tales casos llevaban siempre con ellos. Los romanos debieron apercibirse de aquel bárbaro sacrificio hecho sobre el altar de la patria; y aprovechando la confusión propia del momento, penetraron en el monte, y arrancaron algunas víctimas de aquella muerte heroica, para dársela en el martirio de la cruz. En efecto, crucificaron a los pocos que se libraron de la matanza general. Las víctimas de aquella feroz y cobarde venganza, murieron todas con estoica serenidad, cantando himnos guerreros, cuyos ecos a manera de incienso, envolvían su alma y la acompañaban en su ascensión al templo de la inmortalidad.

De igual denuedo dieron elocuentes pruebas los Astúres, contra Publio Coricio, que los combatió con un formidable ejército, y contra el mismo Augusto que los sitió en su último atrincheramiento dentro de Lancia, (a tres leguas de León.) Defendiéronse los sitiados con admirable valor, mas hubieron de rendirse después de apurar todos los medios humanos de resistencia.

Tomado Lancia, Augusto regresó por Tarragona a Roma, donde cerró, por cuarta vez, el templo de Jano, suponiendo que pon la terminación de la guerra de España el mundo quedaba en completo reposo.

Sin embargo, no tardó en renovarse allí mismo donde acababa de ser vencida. La conducta de los gobernadores romanos, siempre codiciosos, siempre déspotas e insolentes donde quiera que administraban, provocó una segunda sublevación de los Cántabros y Astures, no menos terrible ni menos airada que la primera. El gobernador supremo de la provincia acudió ejecutivamente contra los llamados rebeldes; taló sus tierras, incendió sus viviendas y ordenó cortarles las manos a cuantos prisioneros cayeron en su poder. Tanta barbarie, que ninguna razón podía disculpar, exasperó hasta el delirio a las víctimas que en el paroxismo de su furor arrollaron en varios puntos a las legiones romanas, tomando contra ellas sangrientas represalias. Tan inaudito tesón y tan portentoso desprecio de la vida, llenaron de pavor a los soldados romanos, hasta el caso de tener los  generales que recurrir a la fuerza para llevarlos al combate. Por fin, tras largos años de una guerra sin cuartel, en que la ferocidad del hombre en quien ha desaparecido todo sentimiento de humanidad y justicia se extrema en superar los instintos de las fieras, Agripa, yerno de Augusto, fue nombrado para dirigir las operaciones de la guerra contra Astúres y Cántabros. El vencedor de los germanos, comenzó la primera campaña perdiendo varios combates, y la terminó retirándose derrotado por aquellos heroicos montañeses.

Tomóse tiempo para restablecer la moral de sus soldados, y para allegar grandes recursos a fin de acelerar el desenlace de aquella guerra que amenazaba convertirse en el tercer terror de Roma. Cuando lo tuvo todo dispuesto abrió una nueva campaña, y la prosiguió con tanta habilidad y fortuna, que logró atraer a los cántabros a una llanura en la que los derrotó y dispersó en tales términos, que pudo, al fin, recorrer victorioso toda la Cantabria, asolando el país, incendiando las poblaciones y degollando a cuantos naturales caían en sus manos. Para prevenir nuevas sublevaciones, Agripa obligó a los ancianos, mujeres y niños a trasladar sus viviendas a las llanu­ras. Obedecieron algunos; pero los más eludieron el despótico mandato del vencedor, dándose la muerte. Viéronse escenas que la pluma se resiste a trazar; madres que sacrificaron sus hijos; hijos dieron muerte a sus ancianos padres, en cumplimiento de su expresa voluntad.

La guerra de Cantabria concluyó, pues, con el exterminio de todos los naturales de aquella tierra, cuyo heroísmo tendríamos por fabuloso, si sus mismos verdugos no fueran sus historiadores. Fue la última guerra que los romanos sostuvieron contra los españoles, y la que puso más de relieve la briosa arrogancia de las víctimas y la bárbara crueldad de sus opresores.

España toda quedaba ¡al fin! reducida a provincia del imperio, después de doscientos años de incesante lucha contra la dominación extranjera. Lucha, que admiró y admira al mundo, no solo por los portentosos hechos de valor que la señalaron, sino porque sirvió de escuela militar a Aníbal, a los Escipiones, a los Pompeyos y a los Césares, los más grandes capitanes de la antigüedad.

Roma recibió con extraordinario regocijo la noticia de la terminación de la guerra de Cantabria, (19 antes de J. C.) que anunciaba la completa pacificación de España; de esta heroica nación que, según Tito-Livio “fue la primera parte del continente Europeo que ocuparon los ejércitos romanos, y la última que sometieron”.

El regreso de Agripa, el Vencedor de los cántabros a Roma, fue la señal para cerrar definitivamente el templo de Jano.

El mundo gozó por primera vez, después de muchos siglos de guerra, aquella deseada paz que tomó el nombre de Octaviana.