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SALA DE LECTURA B.T.M.

 

LOS

ORÍGENES DE EGIPTO

DESDE EL PALEOLÍTICO SUPERIOR HASTA EL FINAL DE LA ÉPOCA PREDINÁSTICA,

8000-3000 a. de C., APROXIMADAMENTE

 

Cuando a fines del cuarto milenio a. de C., o a comienzos del tercero, aparecen sus primeros documentos escritos, parece que la civilización egipcia está ya constituida en la forma en que perdurará durante tres milenios. De esta manera se comprende la importancia que para el historiador de Egipto presenta el periodo de formación de esta cultura. En efecto, durante este periodo es cuando se formaron la lengua, la escritura, la religión, las instituciones y el arte y cuando, por último, se preparó la unidad política del país.

Desgraciadamente, el período de formación de la civilización egipcia, aunque es uno de los más importantes, es también uno de los más oscuros. Apenas si estamos informados sobre los aspectos más generales de su desarrollo. Dos clases de fuentes han permitido arrojar un poco de luz sobre el final de esta época. Se trata, por una parte y sobre todo, de las fuentes arqueológicas extraídas de las excavaciones, y, por otra, de los textos recogidos por los mismos egipcios en una época muy posterior a los acontecimientos, hacia el 2300 a. de C.

La historia de los orígenes de Egipto se puede dividir en tres grandes épocas: el final del Paleolítico y el Mesolítico (hacia el 8000-5000 a. de C.), el Neolítico (hacia el 5000-3800) y la época predinástica (hacia el 3800-3000).

I. EL EGIPTO DE FINALES DEL PALEOLÍTICO Y DEL MESOLÍTICO

MAPA FISICO DEL EGIPTO-HISTORICO

 

Pasaremos rápidamente sobre la lejana prehistoria, que se estudia en otro volumen de esta colección. Es posible que haya existido un hiato entre el poblamiento paleolítico del valle del Nilo y la aparición de los hombres del Neolítico, pero la adecuación del valle del Nilo a su aprovechamiento por parte del hombre mediante el cultivo y la irrigación es lo que marca muy especialmente el comienzo de la civilización egipcia. Ahora bien, es indudable que fueron las tribus neolíticas las que comenzaron esta adecuación; por tanto, son las sociedades de éstas las que inician realmente la historia del Egipto antiguo.

El valle del Nilo conoció las diversas fases del Paleolítico que la arqueología prehistórica ha podido determinar en Europa. De esta manera, sobre las altas terrazas dejadas por el Nilo, los niveles que se remontan al Paleolítico inferior y medio se han podido reconocer tanto en el Alto Egipto, particularmente en la región de Tebas, como en el Delta, en especial en su extremo sur, en los espesos y ricos yacimientos de el-Abbasiyeh, cerca de El Cairo, e incluso en los oasis occidentales, como en el-Khargah. En el valle del Nilo se han encontrado instrumentos prechelenses, chelenses y achelenses, así como levalloisienses (el antiguo Musteriense) del Paleolítico medio. Estas diversas industrias cubren un enorme período de tiempo, como sus homólogos europeos, aunque cronológicamente no sean quizá rigurosamente contemporáneas de estos últimos.

Los diferentes aspectos del Paleolítico superior, última fase del Paleolítico, se conocen en Egipto tanto en sus facies antiguas (Ateriense y Sebiliense) en el alto valle, en el Fayum y en el Delta meridional, como en sus facies más recientes (Auriñaciense, Solutrense y Magdaleniense de Europa, que corresponden, parece ser, al Sebiliense II y al Capsiense en Egipto). Se prolongan en la industria de Heluán (Heluan), que alcanza ya el Mesolítico. Entonces el clima del valle entra en una fase árida. Las técnicas de la talla de la piedra, hasta ahora idénticas a las de Europa, comienzan a individualizarse en África, y Kom Ombo, en el Alto Egipto, suministra unas bellas series del Sebiliense II que, como las de la industria de Heluán, cerca de El Cairo, presentan rasgos particulares y están emparentadas con las industrias contemporáneas europeas. Se ha sugerido, aunque con prudencia, la idea de que el Sebiliense debió terminar en Egipto hacia el 8000 a. de C. (J. Ball).

Si esto es cierto, casi tres milenios separarían todavía el final del Paleolítico superior de los comienzos del Neolítico egipcio. Estos milenios deberían estar ocupados por el Mesolítico, pero este periodo se conoce muy mal en Egipto (yacimientos de Kom Ombo, de Heluán y del Uadi Angabiyeh). Es posible que la ausencia de yacimientos del Mesolítico se deba a los azares de la excavación. En efecto, recientemente se ha descubierto que poblaciones con industria mesolítica frecuentaban la segunda catarata del Nilo hacia el 7500 a. de C. (O. H. Myers). Si esta región, de difícil acceso, estuvo entonces habitada, existen grandes posibilidades de que un día se encuentren los restos de poblaciones coetáneas suyas que no pudieron dejar de ocupar el Nilo inferior, de más fácil penetración.

Se conoce a los hombres del Paleolítico egipcio sobre todo por su industria lítica: hachas de mano, cuchillos, raspadores, taladros y punzones. Sus útiles son muy bellos gracias a la excepcional calidad del sílex egipcio que se puede obtener en abundancia en los acantilados cretáceos de la montaña líbica. Se han encontrado y estudiado algunos restos de campamentos. Datan del final del Paleolítico superior. Los concheros excavados demuestran que los habitantes de Egipto de esta época se alimentaban esencialmente de moluscos, de pescado y de piezas de caza. Sin embargo, si todavía no cultivaban debían al menos recolectar algunos granos de cereales, como demuestra la presencia de ruedas de molino en los campamentos. Conocían el arco, como indica el gran número de puntas de flechas encontradas.

II. EL EGIPTO NEOLÍTICO

Con la época neolítica, en el quinto milenio a. de C., se producen grandes cambios en el valle del Nilo. El clima, continuando su desecamiento, se va aproximando ya al clima actual. Las poblaciones se entregan al cultivo y a la cría de ganado sin abandonar por ello las actividades de sus predecesores mesolíticos: continúan apareciendo en sus hogares los instrumentos de pesca y de caza junto a las hoces y a las azadas. Por último, el hombre descubre la cerámica y el tejido. Esto es el comienzo de la evolución continua que, progresivamente, va a conducir a Egipto, a partir de los clanes humanos que vivían peligrosamente en las orillas del lago Fayum (el-Faiyüm), en las riberas del Nilo y en los oasis, a la monarquía centralizada creadora de las grandes pirámides. Ciertamente, la «revolución» neolítica egipcia no difiere de la que afecta a la humanidad entera, pero una vez adquiridos sus resultados, hacia el 4500 a. de C., ya no se produce en Egipto ninguna ruptura en la evolución de la sociedad, y el primer faraón tinita es también legítimamente, según parece, el descendiente de los jefes de tribu neolíticos, como los grandes faraones tebanos lo serán de los reyes menfitas.

Al Neolítico se remontan indudablemente los primeros esfuerzos de acondicionamiento del valle del Nilo por el hombre. Estos esfuerzos se continuarán durante todo el periodo pre y protodinástico y ellos son de hecho los que han contribuido a reunir en una sociedad civilizada a las tribus del final del Mesolítico y de los comienzos del Neolítico. En efecto, el cultivo de las tierras del valle sólo podía hacerse bajo una doble condición: había que proceder a desecar los terrenos cenagosos de los bordes del lecho del río y para esto allanar el suelo de forma que el agua no pudiera permanecer allí una vez terminada la crecida, y, a continuación, había que irrigar los campos. Egipto está situado en zona de clima desértico, las precipitaciones pluviales son allí prácticamente nulas y los cultivos sólo son posibles gracias a la crecida anual del Nilo, que, dejado en libertad, no riega de manera suficiente más que una pequeña parte de su valle. Si los primeros campesinos pudieron y debieron contentarse con las estrechas bandas de tierra próximas al río, con el crecimiento de la población los campos naturales se hacen insuficientes. Entonces se fue elaborando el sistema de diques de retención y de barreras, de albercas y de canales, que transformó a Egipto en un inmenso y fértil oasis. Parece que este esfuerzo comenzó en el Neolítico; por tanto, no se debería subestimar la importancia de esta época para la historia de Egipto.

No se conoce la cultura neolítica en Egipto más que por un número muy reducido de yacimientos que, además, están dispersos a lo largo de todo el país y que, finalmente, no son contemporáneos los unos de los otros. Los más antiguos de estos yacimientos parecen ser los que ocupan la ribera antigua de la depresión del Fayum, en el oeste del Egipto Medio. Aquí, a varios metros por debajo del nivel del lago actual, se ha descubierto una serie de asentamientos humanos que constituyen lo que se llama la cultura del Fayum A, para distinguirla de la del Fayum B, conocida por asentamiento situados en un nivel inferior, más próximo al lago moderno.

Hay que dirigirse a continuación hacia el Delta occidental, a varias centenas de kilómetros del Fayum para volver a encontrar otra cultura neolítica, la de Merimde- Beni-Salameh. En el extremo sur del Delta, no lejos de El Cairo actual, se encuentra el yacimiento neolítico de el-Omarí, próximo al mesolítico de Heluán. Apenas se conoce el Neolítico del Alto Egipto más que por el gran centro de Deir Tasa (situado en el Egipto Medio) y por las pequeñas estaciones del Uadi-es-Sheikh, Tukh y Armant-Jebelein (un poco al sur de Lúxor). Mucho más al sur, cerca de Jartún (Khartum), se ha localizado una serie de yacimientos neolíticos que pertenecen a la cultura llamada de Shaheinab, nombre del único yacimiento excavado de una manera exhaustiva (A. J. Arkell).

Gracias al descubrimiento bastante reciente del procedimiento del Carbono 14 (o radiocarbono), basado en la desintegración progresiva de una parte del carbono contenido en toda materia orgánica recogida en el curso de las excavaciones, se ha podido establecer un esquema cronológico aproximado, a veces discutible, del Neolítico egipcio. Los yacimientos del Fayum A son los más antiguos y datan del 4440 ± 180 años a. de C. Merimde-Beni-Salameh parece ligeramente posterior. A continuación viene Shaheinab (3490 ± 380) y después, el-Omarí (3300 ± 230). El centro de Tasa es un poco posterior al de el-Omarí. El Fayum B comienza al final de la ocupación neolítica de Tasa, pero se extiende sobre todo en el periodo predinástico.

Teniendo en cuenta la falta de precisión del método de datación, cuyas fechas oscilan entre cuatro siglos y más de un siglo y medio, se puede admitir que el Neolítico egipcio duró del 4500 al 3500 aproximadamente, es decir, casi un milenio, lo que se confirma por el espesor de los limos que se depositaron durante este periodo (10 m en el Alto Egipto, 30 m en el Delta). Así, tanto por su dispersión en el espacio como por su escalonamiento en el tiempo, los centros de culturas conocidos no permiten más que un estudio esquemático de la evolución de Egipto durante esta época.

Los grupos humanos del Fayum A, como los de Merimde-Beni-Salameh, consagran una parte importante de su actividad a la agricultura y a la ganadería. Se han encontrado hoces de sílex, con el corte lustrado por el uso, y silos, algunos de los cuales contenían todavía granos. Estaban formados por cestas de mimbre revestidas de arcilla y hundidas en el suelo. Este descubrimiento nos ha permitido establecer que los egipcios del Neolítico más antiguo conocían ya el trigo, la cebada, el alforfón y el lino, hecho que denota una experiencia agrícola anterior a los comienzos del Neolítico. Se practicaba habitualmente la cría de ganado; se han encontrado en los yacimientos osamentas de bueyes, cabras, ovejas, cerdos y perros. Se conocía el tejido, como atestiguan los husos de cerámica e incluso los trozos de tela encontrados en el Fayum y en Merimde-Beni-Salameh. Por último, el trabajo del cuero completaba el tejido. La alfarería, todavía tosca, se convierte en elemento de uso corriente.

Aunque granjeros, los habitantes de los poblados no renuncian a la actividad propia de las tribus mesolíticas; la pesca y la caza, como demuestran las puntas de arpones de hueso y las flechas de sílex encontradas en las chozas, completaban con éxito el trabajo agrícola. La caza del hipopótamo podría haber revestido una importancia particular: posiblemente fuera un acto ritual a la par que utilitario.

Los hombres vivían en chozas redondas u ovaladas, a veces parcialmente excavadas en el suelo, y agrupadas en poblados. En Merimde-Beni-Salameh, así como en los poblados del Fayum A, se enterraba a los muertos en los mismos asentamientos, como si el individuo fallecido siguiese participando en las actividades del grupo; los granos dispuestos en las proximidades de la cabeza confirman la existencia de una creencia en una vida de ultratumba.

Sería interesante poder seguir en detalle la evolución de estas tribus del Neolítico antiguo, pero el Nilo sufrió entonces una fase de relleno y su limo recubrió poco a poco las tierras bajas del valle, de forma que los yacimientos neolíticos que debían estar situados sobre las cimas próximas al Nilo, quedaron cubiertos por espesas capas de aluviones, y son escasos los que se han podido explorar. Estos últimos pertenecen sobre todo al final del período neolítico y demuestran claramente que desde entonces existen en Egipto dos focos de civilización, uno en el sur y otro en el norte.

Las culturas del final del Neolítico se conocen principalmente por los yacimientos del alto Egipto. Deir Tasa es el más característico de ellos y su nombre se ha generalizado para la cultura allí encontrada: el Tasiense. Poco más o menos por la misma época, el norte conocía una cultura diferente según parece, que sólo se conoce por el yacimiento aislado de el-Omarí (el-‘Omari). Frecuentemente se ha llamado a esta civilización cultura de Heluán, pues las últimas estaciones excavadas están situadas en este poblado. Preferimos darle el nombre de el-Omarí-Heluán para evitar posibles confusiones con la cultura mesolítica de Heluán.

Las sociedades del Neolítico de Tasa y de el-Omarí-Heluán experimentaron una evolución sensible en relación con las del comienzo del Neolítico. En Deir Tasa ya no se entierra a los muertos en los poblados, sino en necrópolis situadas al borde del desierto, gracias a lo cual conocemos mejor a estas sociedades antiguas. El cuerpo se depositaba entonces en el fondo de un hueco oval, en posición embrionaria; a veces se recubría con una piel de animal o con una estera y se rodeaba de los objetos que habían pertenecido al difunto o de los que podría tener necesidad en el más allá. Todo esto indica que en este momento no sólo existe una creencia en una vida de ultratumba, sino también unos ritos funerarios bien establecidos. En el foco del norte se observa la misma evolución, aunque más lenta. Al principio, como en Merimde-Beni-Salameh, los hombres de el-Omarí-Heluán continúan enterrando a sus muertos en el poblado mismo, incluso en las casas. Pero pronto se inhuman en verdaderos cementerios, retirados de los núcleos habitados. Están acostados sobre el lado izquierdo, en flexión embrionaria, la cabeza dirigida hacia el sur y el rostro mirando al oeste. Esta orientación también indica la creencia en una vida del más allá y nos prueba la existencia de ritos de inhumación, confirmados además por la presencia de un ajuar funerario.

Técnicamente el foco del norte, de el-Omarí-Heluán, parece más evolucionado, al menos en ciertos aspectos, que el grupo meridional. Los instrumentos de piedra están mejor tallados. Las puntas de lanza de sílex, en forma de hojas de laurel, son verdaderas obras maestras. Los artesanos intentan también la fabricación de vasos de piedra y así inauguran una de las industrias típicas del Egipto faraónico, mientras que en el sur se ignora aún la talla de tales vasos. Los pastores y ganaderos del norte conocían el cerdo, que no aparece en el alto valle. Por último, los poblados están posiblemente mejor agrupados en el-Omarí-Heluán, mientras que en el sur se construían las viviendas en un orden más disperso.

En cerámica, por el contrario, el sur está más avanzado: en el norte se conocen formas más variadas, pero en el sur se posee una técnica de fabricación superior: hay ya vasos negros con incrustaciones blancas y, sobre todo, los admirables vasos rojos con bordes negros que continuarán siendo lo más característico de las culturas predinásticas egipcias. En el norte sólo se conocen vasos uniformemente rojos o negros.

Es evidente que la cultura de el-Omarí-Heluán es la heredera directa del Neolítico antiguo del Fayum y de Merimde, pero todavía no se conoce el antecesor de los focos meridionales. Sin embargo, hay que destacar que estos últimos tienen mucho en común con la cultura neolítica de Shaheinab, en especial la bella cerámica roja alisada (rippled-ware), así como las paletas que servían para triturar y majar los afeites. Estos dos elementos característicos se encuentran tanto en Shaheinab como en el Tasiense. Casi podríamos preguntarnos si no existió hacia el 3500 a. C. una gran era de civilización que cubrió todo el alto valle del Nilo, desde el Egipto medio hasta la sexta catarata y posiblemente más allá.

III. EL EGIPTO PREDINÁSTICO

El período predinástico egipcio ha sido llamado frecuentemente Eneolítico o Calcolítico. El empleo de estos términos, tomados de la terminología de la prehistoria europea, tiene el peligro de crear una falsa impresión: tendería a hacernos creer que la introducción del metal fue una revolución importante en Egipto. De hecho no sucedió así, y no existe ninguna ruptura entre el Neolítico y el Eneolítico. Por el contrario, hay que subrayar la continuidad de la evolución de las sociedades humanas entre uno y otro estadio, y por este motivo preferimos abandonar todas estas expresiones para no utilizar más que el término «predinástico».

De la misma manera que el Tasiense era la continuación de la cultura neolítica del alto Nilo, y la cultura de el-Omarí-Heluán la de las culturas del Fayum A y de Merimde-Beni-Salameh, ahora vamos a encontrar en el Egipto predinástico dos grupos de culturas, una en el norte y otra en el sur. Al Tasiense meridional le van a suceder el Badariense y el Amratiense, mientras que en la tradición de la cultura de el-Omarí-Heluán el norte conocerá sucesivamente la cultura del Fayum B, el Gerzeense y el Meadiense. Ambos grupos culturales van a evolucionar paralelamente en un primer momento y van a tener contactos entre sí: después, a mediados del predinástico, van a fundirse en una sola civilización material de la que surgirá el Egipto unificado.

Todavía se conoce de manera insuficiente el período predinástico. Existe un cierto desequilibrio en nuestras fuentes de información: hay una información mejor sobre lo que pasa en esta época en el valle alto que en lo que se refiere a las culturas contemporáneas del bajo Egipto. En el sur del Fayum, la planicie desértica, resguardada de la inundación anual, está siempre próxima a los poblados del valle y, por este motivo, es un lugar especialmente indicado para el establecimiento de los cementerios. Esto explica que el alto Egipto haya conservado muchos más vestigios de las culturas predinásticas que el bajo Egipto en el que los yacimientos de esta época, excepción hecha de los situados en las márgenes y en el extremo del Delta, o bien están recubiertos por importantes capas de limo o bien se encuentran bajo los poblados actuales.

Distinguiremos sucesivamente cuatro períodos dentro del predinástico: el predinástico primitivo, el predinástico antiguo, el predinástico medio y, por último, el predinástico reciente.

El predinástico primitivo se conoce en el sur por el llamado Badariense, según el nombre del yacimiento más importante, el-Badari (otros yacimientos de esta época en Hemamiyeh y en Nubia), y en el norte por la cultura del Fayum B (yacimientos de Demeh, Kasr Karun y Khasmet-ed-Dib). El Badariense se encuentra aún tan próximo al Neolítico que ha surgido la pregunta de si realmente sería justo hacer de él una nueva cultura, en lugar de considerarlo como una forma local del Tasiense. Basta decir que no existe ruptura alguna entre las dos culturas y que la aparición del metal no aporta ningún cambio apreciable en la vida diaria.

Los egipcios vivían entonces en chozas ovales y comenzaban a disfrutar de un bienestar relativo: contaban con esterillas trenzadas, cojines de cuero e incluso camas de madera. Físicamente, el Badariense estaba muy próximo a los egipcios actuales que viven en la misma región. El culto a los muertos está en pleno desarrollo: el cadáver se sigue depositando en una fosa oval, pero ya no se usa sólo una piel de animal para protegerlo, sino que a menudo se aísla de las paredes de la tumba mediante una construcción de madera; a su lado se disponen los objetos usuales y las ofrendas alimenticias. Según parece, comienza en este período el culto a los animales que tanto debía llamar la atención a los viajeros griegos de la época tardía.

Aunque se conocía el metal, los útiles corrientes se seguían fabricando en sílex. El cobre, raro, se batía simplemente, jamás se vaciaba. Por último, el hombre de el- Badari sabía tejer, cultivaba y trataba el lino de la misma manera que su predecesor neolítico, aunque seguía empleando el cuero para numerosos usos. Éste último lo obtenía en abundancia tanto por la caza, todavía muy practicada, como por la ganadería. Continúa fabricando y empleando la cerámica roja con bordes negros, o la roja finamente alisada, que ya utilizaba el hombre del Tasiense.

No faltan los objetos de adorno. Las cuentas están recubiertas frecuentemente de pasta esmaltada, lo que demuestra que una de las técnicas características de Egipto, el esmalte vidriado, se remonta a su más lejano pasado. Algunas cuentas están incluso enteramente hechas de pasta vidriada, opaca, hecho que pone en el activo de la civilización egipcia la invención del vidrio. Por último, las paletas de afeites, ya conocidas en el Neolítico, comienzan ya a estar esculpidas en esquisto, lo que se conserva hasta las primeras dinastías.

El arte no se limita a los pequeños objetos de adorno. El artista badariense sabe también esculpir, en marfil o en arcilla, estatuillas de mujer de un estilo naturalista, y decora con animales los curiosos peines de marfil o los mangos de las cucharas de perfume que se encuentran en las tumbas.

Cuando se habla de «cultura badariense», no se trata de una «civilización» propiamente dicha, sino más bien de una fase del desarrollo de la civilización egipcia. Nada habría más falso que imaginar estas culturas que llamamos Tasiense, Badariense o Amratiense como civilizaciones cerradas en ellas mismas y desaparecidas sin dejar descendencia. Por el contrario, forman los eslabones de una cadena continua: cada una es heredera de una tradición establecida por las culturas que la preceden, y la transmite, enriquecida con sus propias adquisiciones, a la sociedad que le sucede.

La cultura badariense se extendió por un gran espacio geográfico. Limitada en el norte al medio Egipto, se la encuentra no sólo en el alto Egipto, sino también en Nubia.

Mientras que el Badariense se difundía y extendía en el valle alto, el bajo Egipto conocía otro aspecto del predinástico primitivo, simple continuación del Neolítico del foco septentrional. En las orillas del lago Fayum se han encontrado los restos de esta etapa de la cultura egipcia; se suele denominar cultura del Fayum B para distinguirla del Fayum neolítico antiguo A, situado en un nivel superior en relación con el lago actual.

Los hombres del Fayum B, como los badarienses, utilizan el sílex mucho más que el metal. Su cerámica conoce formas más variadas que las del Badariense, pero su técnica es inferior. En cambio, los talladores de piedra continúan la tradición aparecida en Merimde-Beni-Salameh y producen unos vasos de piedra muy bellos. Es posible que la cultura del Fayum B fuera también la del Delta, aunque aquí no se haya descubierto ningún yacimiento de esta época.

Al predinástico primitivo del Badariense y del Fayum B, todavía muy próximo al Neolítico, sucede el predinástico antiguo, conocido por un gran número de yacimientos cerca del yacimiento de el-‘Amrah, próximo a Abidos (Ebodu), de forma que esta etapa tan importante de la cultura prehistórica de Egipto no se conoce más que por el foco de cultura meridional. Hasta el momento presente no se ha encontrado ningún yacimiento de esta época en el bajo valle. En el estado actual de nuestros yacimientos, el predinástico antiguo está, pues, constituido esencialmente por la cultura llamada Amratiense, según el yacimiento de el-‘Amrah, próximo a Abidos (Ebodu), en el límite entre el alto y el medio Egipto. En este lugar es donde ha podido ser distinguida con precisión, tanto del Badariense que la precede como del Gerzeense que la va a suceder.

Antiguamente se le daba el nombre de Naqada I (también Negada, Negade, etc.), o también el de primera cultura predinástica, por haber sido Naqada el primer yacimiento en el que se descubrió esta cultura. En este lugar fue donde Flinder Petrie empleó el sistema de datación conocido con el nombre de sequence dates (en abreviatura, S.D.), que se basa en la evolución de la forma de los vasos y de algunos elementos de su decoración. Gracias a este sistema, Petrie pudo establecer el cuadro de una cronología relativa, es decir, determinar la anterioridad o la posterioridad de los grupos de tumbas relacionándolas entre sí. Dejó sin atribución las S.D. 1 al 30, para el caso de que se encontrasen culturas predinásticas anteriores a las de Naqada. Después del descubrimiento del Badariense, las grandes divisiones cronológicas relativas al predinástico son las siguientes:

S.D. 21-29, Badariense.

S.D. 30-39, Amratiense (Naqada I de Petrie).

S.D. 40-62, Predinástico medio o Gerzeense (Naqada II).

S.D. 63-76, Predinástico reciente o Gerzeense reciente.

S.D. 77-... Comienzo de la época histórica.

Esta cronología, aunque imperfecta, será extremadamente útil cuando se pueda relacionar en un número suficiente de puntos con la cronología absoluta dada por el C 14 y cuando las fechas suministradas por este procedimiento se vuelvan más precisas.

El Amratiense sigue sin interrupción la tradición badariense, de la misma manera que ésta había sucedido a la cultura Tasiense. En algunos lugares se ha encontrado el nivel inferior del Amratiense en contacto directo con el nivel superior del Badariense, hecho que indica que no existió ninguna separación entre estos dos aspectos de la cultura egipcia. Las dos culturas utilizan los mismos vasos, principalmente rojos con el borde negro; todo lo más que se puede observar en el Amratiense es la aparición de nuevas formas. Al lado de la cerámica monocroma o bicolor aparecen cerámicas decoradas. Unas estaban adornadas con dibujos geométricos o naturalistas, pintados en blanco tenue sobre el fondo rojo o castaño rojizo de la cerámica; otras, más escasas, son negras con una decoración incisa rellena de blanco. El espíritu creador de los artistas egipcios durante el Amratiense no se limita sólo a la decoración de los vasos; se manifiesta también en sus formas, que dan lugar a felices hallazgos, como los de ciertos vasos zoomórficos, o el de una copa a la cual dotó el artista, no sin humorismo, de pies humanos. Es notable, en el repertorio de decoración naturalista, la existencia de numerosos temas tomados de la caza, sobre todo de la del hipopótamo.

Durante el Amratiense, los egipcios dependían en buena medida de la pesca y de la caza para su alimentación. El acondicionamiento del valle, mediante el allanamiento de terrenos y la irrigación, no estaba todavía terminado. El Egipto clásico conservará estos temas de caza en su iconografía funeraria, en especial el de la caza del hipopótamo, y les atribuirá un significado religioso; ello no excluye que estos mismos temas hubieran tenido un significado similar ya en el período Amratiense.

El Amratiense, como el Badariense, empleó abundantemente las paletas para triturar la pasta, a base de galena y malaquita, que servía para maquillar los ojos. Sobre estas paletas aparecen los primeros signos de escritura jeroglífica, y ciertos indicios tienden a sugerir que fue precisamente durante el período Amratiense cuando se comenzó a elaborar el sistema jeroglífico. Por ejemplo, la maza de cabeza troncocónica es el arma típica del egipcio de esta época; esta arma, abandonada después del Amratiense, se perpetuará como signo fonético en el sistema jeroglífico.

Como en la época precedente, el sílex continúa siendo de uso más frecuente que el metal, y el Amratiense ha producido magníficos cuchillos de retoques múltiples. Al lado de las piezas de sílex, materia muy abundante en Egipto, se han recogido en los centros amratienses objetos de obsidiana. Este vidrio natural de origen volcánico no se encuentra espontáneamente en Egipto; su presencia indica la existencia de relaciones con países lejanos, sin duda del mundo mediterráneo, o quizá también con regiones meridionales próximas al alto Nilo.

El arte continúa desarrollándose; entre las obras más características de la época conviene señalar las estatuillas de hombres barbudos con estuche fálico, lo que las relaciona con los libios.

La cultura del Amratiense se manifiesta en numerosos yacimientos: Naqada, Ballas, Huh, Abidos, Mahasna, Hemamiyeh, etcétera; estaba centrada en la parte media del alto Egipto, y, desde este punto de vista, se extendió menos que el Badariense, que llegó hasta la alta Nubia.

La falta de información sobre los yacimientos del predinástico antiguo del bajo Egipto es tanto más lamentable cuanto que parece que a partir de esta época existieron contactos entre el norte y el sur, como se puede deducir por la aparición, en el mobiliario amratiense, de algunos objetos característicos del norte, como los vasos de piedra.

IV. EL PREDINÁSTICO MEDIO O GERZEENSE

Después de haber durado un siglo, o tal vez menos, el Amratiense fue absorbido progresivamente por una cultura nueva, nacida en parte de él mismo y en parte del foco de civilización septentrional de Egipto. De este modo comienza, en S.D. 40, lo que llamaremos el predinástico medio, que antiguamente era denominado Naqada II o segunda cultura predinástica y que en la actualidad se tiende a designar por la palabra Gerzeense, nombre de un yacimiento del bajo Egipto, Gerzeh, situado cerca del Fayum, donde se presenta en su estado más puro.

A partir del Gerzeense se pueden observar de nuevo dos núcleos de civilización egipcia, simultáneos, al sur y al norte. Este último, que ya representa un papel importante en la evolución de la cultura predinástica, no tiene su centro en el Delta, que continúa inaccesible a nuestros medios de investigación, sino alrededor del Fayum y de Menfis (El Cairo actual). Está, por tanto, bastante alejado de los yacimientos amratienses que se agrupan en torno a Abidos.

Uno de los rasgos más importantes del Gerzeense es el desarrollo de la religión funeraria. Las tumbas, siguiendo sin duda la evolución de las viviendas humanas, cesan paulatinamente de ser ovales para convertirse en rectangulares, y están compuestas por numerosas cámaras. Los cambios en la posición del cadáver parecen indicar una evolución de las creencias religiosas: desde este momento el cuerpo está dispuesto, muy a menudo, con la cabeza hacia el norte y la cara vuelta hacia oriente, ya no hacia occidente.

Las diferencias entre el Amratiense y el Gerzeense aparecen sobre todo en la cerámica. Mientras que el Amratiense juega esencialmente con dos colores básicos, el rojo y el negro, a los que se añade el blanco mate de la decoración, el Gerzeense emplea para su cerámica una pasta menos resistente, que no está sacada del barro del Nilo, sino de una arcilla margosa que da a sus piezas un característico color gris claro que se matiza hacia el gamuzado. La decoración es naturalista, pero muy diferente de la amratiense; está trazada de un rojo-ocre bastante oscuro. Es muy estilizada y representa montañas, íbices, flamencos, áloes y, sobre todo, barcos en cuya parte superior figuran ciertos tipos de varas, animales, objetos y plantas que parecen estar relacionados con los símbolos que servirán algo más tarde para designar los nomos o provincias egipcias. Al lado de las decoraciones naturalistas se observan a veces dibujos que imitan los vasos de piedras duras. Estos son interesantes tanto por su forma como por su materia. Los artesanos utilizan ya las materias más rebeldes: mármol, basalto, diorita, serpentina, etc. Finalmente, así como el arma característica del Amratiense era la maza troncocónica, la del Gerzeense es la maza en forma de pera, que también figurará en el sistema jeroglífico.

Junto a las divergencias que distinguen al Gerzeense del Amratiense es necesario señalar también las similitudes que los unen: las dos culturas utilizan objetos similares, principalmente las paletas de afeites y un utillaje de sílex y de hueso que es el mismo en ambos grupos.

El adorno personal se enriqueció tanto con la aparición de nuevas formas como con el empleo de materias más preciosas: calcedonia, cornalina, turquesa, ágata, lapislázuli, cobre y marfil. El oro es más frecuente, y la metalurgia en general progresa, como indica el número creciente de objetos de cobre puro encontrados en las tumbas: arpones, dagas y, sobre todo, los cinceles que hicieron posible la talla de los vasos. Este progreso técnico explica el desarrollo de la estatuaria en piedra que, a su vez, nos remite a los principios de la religión; en efecto, es difícil no ver en un halcón de piedra el antepasado del dios Horus, el más antiguo de los dioses egipcios, ni en una cabeza de vaca la primera figuración conocida de la diosa Hathor.

Por supuesto, la cultura gerzeense estuvo en contacto con las civilizaciones vecinas. En este sentido hay que señalar la aparición de algunas jarras que se encuentran tanto en Palestina como en Gerzeh; igualmente, el lapislázuli ha debido venir del Sinaí. Para la obsidiana, como ya hemos visto, no se excluye una procedencia meridional.

V. EL PREDINÁSTICO RECIENTE O GERZEENSE RECIENTE, A VECES LLAMADO SEMAINIENSE

A partir del momento en el que el Gerzeense se difunde por el norte, su influencia se extiende simultáneamente hacia el sur, y contemplamos cómo la cultura amratiense desaparece paulatinamente en el sur para dar lugar a una cultura mixta que combina rasgos amratienses con rasgos puramente gerzeenses. De esta forma los egipcios del valle alto abandonan su cerámica bicolor para adoptar la de sus vecinos septentrionales. Esta desaparición es progresiva, lo que indica que no hubo una sustitución brusca de la cultura. Mejor sería hablar de penetración y de mezcla, que no se manifiestan sólo en la cerámica, sino que se extienden a otros objetos característicos. Así la maza de cabeza piriforme, típica del centro septentrional, va reemplazando en el alto Egipto a la maza de cabeza troncocónica.

Llegamos por fin al momento en que las fuentes escritas permiten completar, hasta cierto punto, a las fuentes arqueológicas. Aunque compuestas en una época muy posterior a los sucesos de los que hacen mención, dan una idea de la organización política existente a principios del Gerzeense, pero no hay que olvidar que esta reconstrucción es hipotética.

Ateniéndonos a los textos parecería que, justo al iniciarse el predinástico reciente y quizá ya a fines del predinástico medio, la ciudad más poderosa del sur hubiese sido Ombos (en egipcio, Nubet), cerca de Naqada, es decir, en pleno corazón de la cultura amratiense, Su dios fue Seth. Los mismos textos dejan suponer que una lucha enfrentó entonces al dios Seth con Horus, dios-halcón adorado en el norte, en Behedet, ciudad que debía estar situada en el Delta y, por tanto, en el centro de la civilización gerzeense. Al final del Amratiense, Egipto estaba, pues, dividido en dos zonas, hecho confirmado por la arqueología, dominadas respectivamente por Ombos y su dios Seth en el sur, y por Behedet y su dios Horus, en el norte.

Fundándose en diversos indicios, se ha propuesto la hipótesis de que la lucha entre Seth y Horus, y por tanto entre Ombos y Behedet, habría concluido con la victoria del norte, y que entonces se habría creado un primer reino unificado que tendría su capital en Heliópolis, cerca del actual El Cairo. Esta unificación se traduciría arqueológicamente por la extensión del material gerzeense, sobre todo de cerámica, en el ámbito del Amratiense, pero políticamente sólo habría tenido una duración muy corta. El sur habría recuperado su libertad y, una vez asimilada la cultura de su enemigo septentrional, se volvería contra él. Esta lucha va a ocupar gran parte del período predinástico.

En este momento se producirá un cambio en la dirección política de los dos reinos o confederaciones rivales. La capital del norte no será ya Behedet, sino Buto, en el Delta occidental, y la del sur pasará de Ombos a el-Qab. Este nuevo reparto de fuerzas marca el comienzo de la realeza faraónica tradicional; incluso en la época clásica los faraones conservarán entre sus títulos el nombre de las dos divinidades que entonces dominaban Egipto, la diosa serpiente Uadjet de Buto y la diosa buitre Nekhbet de el-Qab, de las que se consideraban herederos legítimos.

Un monumento, fragmentario por desgracia, conocido con el nombre de Piedra de Palermo (ya que la mayor parte de este documento se conserva en esta ciudad), nos da algunos datos sobre este período. Se trata de los anales de los reyes de Egipto, grabados sobre una tableta de diorita negra. Fueron redactados en la V Dinastía, unos siete siglos después de iniciarse la monarquía centralizada. Presentan, antes de los nombres de los faraones del Egipto unificado, dos series de personajes: unos van tocados con una corona roja y otros con una corona blanca. En la época clásica estas coronas simbolizaban respectivamente el bajo y el alto Egipto. Así, pues, los compiladores de los anales de Palermo conocían, hacia el año 2500 a. C., los nombres de los soberanos que habían reinado sobre el Egipto dividido del predinástico reciente. El azar ha querido que la parte del monumento que llevaba estos nombres haya sido la más dañada: sólo se han conservado siete nombres de los soberanos del bajo Egipto en una lista que, intacta, debía consignar por lo menos 15, y de los nombres contemporáneos del alto Egipto sólo se han conservado cinco. ¿Sobre qué documentos se apoyaron los analistas de la V Dinastía para establecer esta lista de los reyes predinásticos? No lo sabemos. ¿Recogieron una tradición oral o utilizaron listas o anales todavía más antiguos? En este último caso, la escritura podría existir desde el comienzo del predinástico reciente, lo que no es imposible a priori.

En el predinástico reciente, aunque Egipto estuviera políticamente dividido, existe una unidad evidente en la cultura, tanto desde el punto de vista material como espiritual. El dios Horus se adoraba en una y otra parte de la frontera, y tanto los reyes del norte como los del sur se consideraban como sus «servidores» o sus «seguidores» (Shemsu Hor).

Aunque la vida material no cambió apenas entre el predinástico medio y el predinástico reciente, el arte y la técnica continuaron progresando. La figura humana que había aparecido tímidamente en el arte se convirtió en un tema frecuente. La pintura mural hace su aparición en Hieracómpolis, las paletas de afeites de esquisto empiezan entonces a decorarse. La técnica del grabado en relieve, que también aparece ahora, parece haber tenido su origen en el trabajo del marfil, cuyos primeros ensayos se encuentran en el período badariense. La cultura material del predinástico reciente se conoce bastante bien, pero, por el contrario, no se sabe ni la duración ni los acontecimientos de la lucha que enfrentó en aquel tiempo al norte y al sur. Sólo se conoce el resultado de dicha contienda: la victoria del sur, gracias a una serie de documentos que se remontan al fin del predinástico reciente.

VI. EL FINAL DEL PREDINÁSTICO RECIENTE Y LA UNIFICACIÓN DE EGIPTO (ÉPOCA PRETINITA)

Todavía no se ha establecido la cronología del predinástico reciente. Se ha estimado en un período de cincuenta a doscientos años el lapso de tiempo que se desarrolló entre el fin de esta época y el principio de la época histórica. El único foco de civilización contemporáneo a este período en el norte se ha encontrado en Meadí (Ma‘adi), hacia el sur de El Cairo. El Meadiense, de forma inesperada, difiere sensiblemente del predinástico reciente que impera al mismo tiempo en el sur. En particular, la cerámica ya no lleva la decoración característica del Gerzeense. Es, de hecho, una civilización en regresión sobre el resto del predinástico.

Si es difícil determinar la fecha en la que los elementos amratienses y gerzeenses terminaron de mezclarse para dar lugar al nacimiento del predinástico reciente (¿hacia el 3400?), no es más fácil saber con precisión cuándo se acabó la lucha entre el norte y el sur. La victoria del sur sólo se conoce por algunos monumentos, todos ellos encontrados en esta zona. Se trata de escenas representadas sobre grandes paletas de esquisto o sobre mazas piriformes imposibles de fechar con precisión. Se deben remontar a los últimos años del predinástico reciente que precedieron al establecimiento de la dinastía tinita. A ello se debe el que a la última parte del predinástico se dé a veces el nombre de época pretinita.

Se encontraron varias mazas y paletas en el templo primitivo de Hieracómpolis; esto indica que un poco antes de la unificación la capital del sur fue trasladada de el-Qab, donde se encontraba a principios del predinástico reciente, a Hieracómpolis, muy cerca de el-Qab, sobre la orilla opuesta del Nilo. Hieracómpolis, en egipcio Nekhen, se conoce por los textos clásicos como el lugar de origen de los «espíritus de Nekhen», que no son otros que los reyes del alto Egipto divinizados; los del norte se llamaban «espíritus de Pe» (Pe = Buto), lo que indica que la capital del norte seguía siendo Buto. Los griegos dieron a Nekhen el nombre de Hieracómpolis porque el dios local de Nekhen era un halcón; los primeros excavadores del yacimiento conservaron el nombre helénico.

Uno de los objetos más importantes hallados en el templo de Nekhen es una maza piriforme que representa a un rey tocado con la corona del alto Egipto, ocupado en un rito fundacional; por encima de esta escena están esculpidas unas especies de horcas o lazos dominados por símbolos que, como sabemos, indican los nomos o provincias. De estas horcas penden tanto aves como arcos. Como sabemos por los monumentos posteriores, las aves simbolizan una clase de la población egipcia y los arcos los países extranjeros que rodeaban a Egipto. Así se llegó a deducir que los nomos del sur, representados por los símbolos situados sobre las horcas, habían vencido a una coalición de egipcios y extranjeros (figurados por las aves y los arcos suspendidos de las horcas). Estaban dirigidos por un rey del sur cuyo nombre se escribía mediante el símbolo de un escorpión.

La victoria del rey Escorpión sobre los otros egipcios, que no podían ser otros que los egipcios del norte, está confirmada por un segundo objeto de los hallados en Hieracómpolis: una magnífica paleta de esquisto donde un rey llamado Narmer, tocado por un lado con la corona del alto Egipto y por otro con la del bajo Egipto, está representado en actitud de herir a los enemigos del norte y de inspeccionar sus cadáveres decapitados.

A partir de estos dos objetos, «la maza del rey Escorpión» y «la paleta del rey Narmer», parece fácil reconstruir el esquema de los sucesos: el penúltimo rey del sur de la época predinástica, el rey Escorpión, habría comenzado la conquista del reino de Buto, pero no llegó a terminarla. Su sucesor, el rey Narmer, concluyó esta obra y se ciñó la doble corona del norte y del sur, señalando el fin de la prehistoria egipcia.

Un descubrimiento bastante reciente pone en duda esta reconstrucción. A. J. Arkell, estudiando en Londres los objetos procedentes de Hieracómpolis, ha encontrado y publicado (Antiquity, 37, 1963, págs. 31-35) un fragmento de una maza votiva representando al rey Escorpión tocado con la corona del bajo Egipto. Por tanto, las pretensiones y la misma conquista del sur sobre el norte no se pueden atribuir solamente a Narmer. Es muy posible, casi seguro, que la victoria del sur sobre el norte no se consiguiera en una sola vez; hay que recordar con este motivo que la Piedra de Palermo intercala entre las representaciones de los reyes predinásticos del sur y del norte algunas figuras de soberanos que ya llevan la doble corona del alto y bajo Egipto. ¿Están Narmer y el rey Escorpión entre estos reyes que han reinado temporalmente sobre todo Egipto? Una conclusión se impone: no se puede fijar una fecha única para el fin del período predinástico; el suceso debió abarcar varias generaciones.

 

paleta del rey Narmer

 

VII. CONCLUSIONES ACERCA DE LOS ORÍGENES DE EGIPTO

A partir de fines del Paleolítico superior, vemos que las industrias líticas en Egipto se diferencian de las contemporáneas europeas. Con el Mesolítico y la industria de Heluán parece que ya hay dos focos culturales en el valle del Nilo, uno al sur y otro al norte. Esta circunstancia parece confirmarse en el Neolítico y es un hecho indiscutible en el período predinástico primitivo. En lo sucesivo, los dos focos van a evolucionar paralelamente hasta que, en el predinástico medio, se establece en Egipto una civilización única pero dividida en dos reinos. Al final del predinástico reciente, el sur abarca y unifica bajo su cetro a Egipto. Apenas en un milenio y medio, si se cuenta a partir del comienzo del Neolítico, Egipto pasa así de una sociedad primitiva de cazadores y recolectores de granos silvestres a constituir un estado monárquico centralizado.

La rapidez de esta evolución, sobre todo a partir del predinástico medio, ha incitado a varios historiadores a «explicar» la civilización egipcia por la llegada de pueblos extranjeros al valle del Nilo. Estos pueblos, en diferentes momentos, habrían llevado a Egipto unas técnicas y culturas superiores. Yo no creo en estas explicaciones, pero debo subrayar que es una actitud personal y que con la insuficiencia de fuentes de que disponemos para el estudio de estas lejanas épocas las teorías que han recurrido a las invasiones para explicar la expansión de la civilización egipcia no pueden despreciarse.

Según algunos autores, la cultura neolítica habría venido de Asia. Efectivamente, la industria mesolítica de Heluán revela la existencia de relaciones entre Egipto y Palestina (el natufiense palestino ha sido relacionado con la industria de Heluán). Ciertos granos encontrados en yacimientos mesolíticos egipcios procederían de Asia, lo mismo que los animales domésticos, sobre todo el carnero. A esta teoría de una invasión asiática se ha opuesto la de un origen africano del Neolítico egipcio (A. J. Arkell) y, en efecto, el Neolítico de Shaheinab puede ser comparado al de Fayum. Es preciso reconocer que el Neolítico egipcio plantea aún numerosos problemas imposibles de resolver en el estado actual de nuestros conocimientos. Por mi parte, me pregunto si Egipto no debe sencillamente a su posición geográfica, encrucijada de Asia y África, una cultura neolítica mixta en la que los elementos asiáticos vendrían a fundirse en un complejo africano. Esto explicaría la aparición de cereales y animales de origen oriental al lado de objetos influidos por técnicas procedentes de África.

La aparición del metal al principio del período predinástico plantea nuevos problemas; por supuesto, la metalurgia no ha nacido en Egipto, donde el metal desempeña un papel secundario, al menos hasta el predinástico medio y reciente en que la mayor difusión de vasos de piedra y la aparición de esculturas lo hacen indispensable. ¿De dónde venía? Durante mucho tiempo se ha considerado el Sinaí como el único lugar de origen del cobre predinástico. Recientes hallazgos en la Nubia sudanesa muestran que el sur no debe ser descartado a priori. Los análisis de madera encontrada en los yacimientos han demostrado que el Líbano proporcionó tableros ya desde el predinástico antiguo. La obsidiana, por último, aparece desde el Amratiense, siendo así que no hay yacimientos en Egipto. Se ha creído poder localizar el origen de la obsidiana egipcia en las islas griegas, especialmente la de Melos (Milo), o en Armenia (A. Lucas), lo que supondría una importación europea o asiática; pero se olvida que se la encuentra también en Abisinia y, aún más cerca de Egipto, en el Dar Fur sudanés y en «las colinas del mar Rojo» del desierto arábigo, de modo que se puede y debe tener en cuenta la posibilidad de un origen meridional.

Sobre todo a partir del predinástico medio y reciente (Gerzeense y Gerzeense reciente) se ha creído ver el resultado de una invasión extranjera en el paso de una cultura «apenas más avanzada que en el Neolítico» a una sociedad civilizada y organizada en dos monarquías rivales. Esta invasión vendría de Asia, más exactamente de Mesopotamia, a través de Palestina y el Delta, o por el mar Rojo, el Uadi Hammamat y Coptos. Los invasores mesopotámicos habrían llevado a Egipto la escritura, junto con adelantos artísticos y arquitectónicos. Esta teoría se basa en cuatro observaciones: a) en las necrópolis egipcias del comienzo del Gerzeense se comprueba, entre los esqueletos dolicocéfalos, la aparición de ejemplares braquicéfalos. Estos últimos serían los representantes de la nueva raza «dinástica» conquistadora; b) un marfil predinástico (mango de cuchillo del Jebel el-Arak) reproduce escenas y objetos (barcos) típicamente «mesopotámicos»; c) las construcciones de adobes del fin del predinástico reciente estaban inspiradas en los monumentos sumerios contemporáneos; d) en fin, la aparición de la escritura egipcia en la misma época sólo podría explicarse por una imitación de la escritura que existía entonces en Mesopotamia.

No se trata de hacer aquí una crítica a estas observaciones que, además, son de valor muy desigual. La objeción esencial es que la teoría no tiene bastante en cuenta la continuidad de la evolución de las culturas predinásticas egipcias. En el sur se pasa del Tasiense al Badariense, después al Amratiense, de aquí al Gerzeense-Amratiense y, en fin, al Gerzeense reciente, sin que en ningún punto de la curva haya una ruptura innegable. Lo que se ha llamado «revolución» gerzeense, es decir, la aparición de la cerámica agamuzada con decoración roja, no interrumpe la evolución interna del Amratiense, y, sobre todo, si nos parece una revolución es sin duda porque no conocemos el yacimiento del Delta contemporáneo del Amratiense meridional. ¿No se puede admitir que las decoraciones características del Gerzeense hayan comenzado en el norte al mismo tiempo que la cerámica decorada aparecía en el sur? ¿Es indispensable ver en esto el resultado de una invasión extranjera, que aún explica menos cómo el Meadiense, la cultura mejor situada geográficamente para guardar los restos de aquélla, no muestra ninguno? En realidad, todo ocurre como si la expansión de la civilización egipcia resultase de la confrontación entre el Gerzeense septentrional y el Amratiense meridional, cada uno de los cuales proporcionaría tantos rasgos como el otro a la cultura común.

Que no haya habido una invasión brutal en el país no significa que Egipto haya vivido en un recipiente cerrado. Existen numerosas pruebas de lo contrario, como la importación de madera, metal, obsidiana, los objetos fabricados en cerámica palestina y los «cilindros» mesopotámicos de la época llamada de Jemdet Nasr. Con ocasión de estos intercambios con los pueblos vecinos, se han podido y debido extender por el valle del Nilo ideas y técnicas con mayor facilidad, puesto que el clima durante gran parte de esta época no era el de hoy. Los desiertos orientales y occidentales estaban entonces habitados, lo que facilitaba allí los intercambios culturales. Encontramos, pues, aquí lo que dijimos del Neolítico egipcio: por su situación geográfica, lindando a la vez con Asia y África, Egipto estaba bien situado para aprovechar las innovaciones de unos y otros. Su fuerte organización política, resultado a la vez de las condiciones impuestas por la revalorización de las tierras del valle, le dispone para perfeccionar los hallazgos de los otros, y para realizar por sí mismo numerosos descubrimientos. Finalmente, también habría que tener en cuenta los fenómenos de convergencia. Del hecho de que los sumerios hayan conocido la escritura un poco antes que los egipcios (lo que no se puede afirmar, porque la cronología es muy incierta) no se debe deducir que los habitantes del valle del Nilo hayan tomado necesariamente el principio de la escritura de Mesopotamia. Todo parece indicar, por el contrario, que la escritura se descubrió separadamente, tanto por los egipcios como por los sumerios.

Al final del predinástico reciente, como atestiguan la maza del rey Escorpión y la paleta del rey Narmer, Egipto está ya en posesión de un sistema de escritura y de una organización política sólida. La unificación permanente del sur y del norte marca el final de los tiempos prehistóricos y el principio de la historia egipcia propiamente dicha que es la que seguidamente vamos a considerar.

la maza del rey Escorpión

 

EL EGIPTO ARCAICO (I y II DINASTIAS TINITAS )

 

Con el reinado de Narmer finaliza el largo período de formación del Egipto faraónico. En adelante éste posee su lengua, fijada en un sistema de escritura que ya no cambiará y una organización monárquica centralizada. Durante dos siglos aproximadamente Egipto va a ser gobernado por dos dinastías, ambas originarias del sur, de la ciudad de Tinis, próxima a Abidos, de donde procede el adjetivo tinita. Las dinastías tinitas tienen su capital administrativa en Menfis, situada en el extremo meridional del Delta, desde donde pueden gobernar los reinos del sur y del norte, puesto que Egipto sólo tiene aún unidad en la persona del rey, y esta unidad parece bastante precaria.

I. FUENTES Y CRONOLOGÍA

A partir de la época tinita, las fuentes de la historia egipcia son más abundantes que en la época predinástica. La arqueología continúa suministrando numerosos e importantes datos, pero ya la completan las fuentes literarias. En efecto, algunos templos guardan anales reales en los que los acontecimientos se anotaban año por año. Sólo uno de estos documentos ha llegado hasta nosotros, el que se conoce bajo el nombre de «Piedra de Palermo», pero es suficiente para probar la existencia de tales anales. Estos han permitido a los escribas de diversas épocas compilar las listas reales: enumeración de los soberanos muertos a los que se les continúa asegurando un culto funerario durante ciertas épocas del año en determinados santuarios en cuyas paredes estaban grabadas o pintadas las listas. Las actualmente conocidas son: la lista de Kárnak, que enumera 62 faraones de la I Dinastía hasta Thutmosis III, y fue compilada hacia el año 1500 a. C.; la lista de Abidos, que comprende 76 nombres reales de la Dinastía I a la XIX y data del año 1300 a. C., y, finalmente, la lista de Saqqarah, con 47 nombres de soberanos, desde el sexto rey de la I Dinastía hasta Ramsés II, que fue compuesta hacia el año 1250 a. C.

A los llamados anales de Palermo y a las diferentes listas que acabamos de enumerar conviene añadir el Papiro real de Turín, que nos ha conservado una lista real de tipo diferente al de las listas monumentales. Comienza, en primer lugar, por la enumeración de las dinastías divinas a las que se atribuye el haber gobernado Egipto antes que las dinastías humanas; además, da para cada rey la duración del reinado en años, meses y días. Compuesto entre 1300 y 1200, este papiro proporciona los nombres de todos los reyes egipcios desde la I a la XIX Dinastías; constituye, pues, una fuente histórica incomparable. Fue encontrado intacto en una sepultura a comienzos del siglo xix, pero fue tan mal tratado por sus primeros poseedores que, desgraciadamente, se rompió en numerosos fragmentos que aún no se ha logrado colocar en su sitio, por lo que subsisten importantes lagunas.

A los anales y listas reales compuestos por los egipcios en la época faraónica se añade la obra de Manetón, sacerdote egipcio de Heliópolis que vivió en el siglo III antes de nuestra era. A petición de Tolomeo II, escribió una historia de Egipto sirviéndose de antiguos documentos, sin duda del tipo de la Piedra de Palermo y del Papiro de Turín. Por desgracia su obra, las Aegyptiaca, destruida durante el incendio de la Biblioteca de Alejandría, sólo nos es conocida por los extractos que los cronógrafos cristianos habían consignado de ella. Estos, por lo menos, nos han conservado la lista manetoniana de los reyes egipcios, con la duración de sus reinados respectivos. Están distribuidos en XXXI Dinastías. Éste es el esquema de la historia de Egipto que todavía utilizamos.

Así, gracias a las fuentes escritas posteriores a la época arcaica, poseemos los nombres de los reyes de las I y II Dinastías en orden cronológico.

Las fuentes arqueológicas, por su parte, han suministrado documentos epigráficos para cada uno de los reinados. El único problema estriba en encontrar la equivalencia entre los nombres conservados por las listas posteriores y los inscritos en los monumentos originales. En efecto, desde la época tinita, cada faraón egipcio poseía varios nombres cuyo conjunto constituye la titulación real oficial. Además, por razones que desconocemos, las listas del Imperio Nuevo no han retenido para designar a un mismo faraón el nombre utilizado por éste en sus propios monumentos. Los historiadores modernos se han visto obligados por ello a proceder a un delicado trabajo de identificación cuyo resultado no es siempre seguro.

La cronología absoluta, por su parte, todavía plantea problemas. Manetón proporciona una cronología relativa por la suma de la duración de los reinados que enumera. Se encuentra de este modo, siguiendo las diferentes fuentes que nos han transmitido su obra, una duración total de doscientos cincuenta y tres-doscientos cincuenta y dos años para la I Dinastía y de trescientos dos-doscientos noventa y siete años para la II, es decir, unos quinientos cincuenta y cinco o quinientos cuarenta y nueve años para toda la época tinita. Además, a pesar de sus lagunas, la Piedra de Palermo permite calcular esta misma duración en cuatrocientos cincuenta años aproximadamente. Incluso si se prefiere esta última cifra a la de Manetón, una duración de cuatro siglos y medio para la época tinita ha parecido a los historiadores aún demasiado larga para incluirla en el cuadro de la cronología general de Egipto y, generalmente, se ha reducido a dos siglos. Además, los primeros estudios críticos de la cronología absoluta habían fijado los comienzos de la monarquía tinita en el año 3200 a. C. (Ed. Meyer). Por diversas razones, la tendencia actual es la de reducir esta fecha en dos siglos por lo menos. Así, el primer faraón habría comenzado a reinar hacia el año 3000 a. C., o incluso, según algunos autores, hacia el 2850 solamente (Scharff y Moortgat, 1950). Si se aceptan las fechas intermedias, la época tinita se situaría entre el año 3000 y el 2800. Se ha advertido, por otra parte, que este lapso de tiempo era demasiado breve para explicar los hechos observados y especialmente el estado de completa ruina de las tumbas reales de la I Dinastía, antes incluso del final de la época tinita (W. B. Emery). Como se ve, la cronología de este período aún no está fijada con garantías.

II. MENES Y EL PROBLEMA DEL PRIMER FARAÓN

Manetón, el Papiro de Turín y la lista real de Abidos coinciden al afirmar que el primer faraón egipcio se llamaba Menes (Manes). Sin embargo, ninguno de los documentos encontrados hasta ahora muestra este nombre de manera indiscutible. Basándose en la escena representada sobre la paleta votiva del rey Narmer se admitía generalmente que éste había sido el primer rey de Egipto que llevó la doble corona del alto y bajo Egipto y que, por tanto, inauguraba la monarquía. Dicho de otra forma, se tenían dos nombres diferentes para una misma persona: uno de ellos, Narmer, dado por un documento contemporáneo a los hechos; el otro, Menes, proporcionado por fuentes posteriores al año 1700, por lo menos. Esta contradicción ha sido explicada de diversas formas: según unos, Narmer era uno de los nombres de Menes, con lo que ambos nombres designarían al mismo personaje; según otros, Narmer sería el predecesor de Menes, al que habría que identificar con el rey Aha; una última teoría sugiere que Narmer sería Menes, pero habría tomado el nombre de Aha después de su victoria sobre el norte.

El hecho de que también el rey Escorpión haya llevado la doble corona del alto y bajo Egipto vuelve a plantear el problema. Si admitimos que el rey-Escorpión es Menes, la dificultad estriba en ampliar hasta nueve los nombres de los soberanos de la I Dinastía conocidos por los monumentos, allí donde Manetón sólo cita ocho. El problema se puede abordar también bajo otro ángulo. Según una tradición referida por Heródoto (II, 99) y Manetón, el primer faraón de la monarquía tinita sería también el fundador de Menfis. De acuerdo con esto, se ha tratado de ver la escena de la fundación de la ciudad en la maza del rey-Escorpión, lo que confirmaría la identificación de Menes con este rey ; pero, por otra parte, se ha hecho observar que el más antiguo de los grandes monumentos que se conocen en Saqqarah, la necrópolis de Menfis, se remonta al rey Aha, lo que daría un argumento a favor de su identificación con Menes.

Como se ve, esta cuestión, muy compleja, no puede resolverse con absoluta certidumbre. Aunque la identificación de Narmer con Menes parece la mejor solución, las otras identificaciones no pueden rechazarse a la ligera.

Manetón califica a las dos primeras dinastías de «tinitas». Esto se puede, interpretar de dos maneras: o bien todas las familias reinantes eran oriundas de la región de Abidos, o bien su capital administrativa estaba situada en Tinis. Ahora bien: por una parte, en una vasta necrópolis arcaica de Abidos se han encontrado tumbas indiscutiblemente reales, y, por otra, W. B. Emery ha descubierto en Saqqarah una serie de grandes tumbas de la misma época, comenzando con la del Horus Aha. La costumbre egipcia ha sido siempre que los reyes se hicieran enterrar cerca de su residencia. De ahí el dilema: si la necrópolis real estaba en Abidos, la capital se encontraba en sus proximidades, pero ¿qué significan entonces las grandes tumbas de Saqqarah? ¿Tumbas de altos funcionarios? En este caso sus dimensiones harían creer que en la época tinita los funcionarios eran más poderosos que el rey; si la necrópolis estaba en Saqqarah, la capital debía estar en Menfis, lo que parece confirmado por la importancia de las necrópolis privadas arcaicas encontradas recientemente en Saqqarah y en Heluán, pero entonces, ¿por qué hay tumbas reales en Abidos? Se ha supuesto que el rey, al reinar a la vez sobre el alto y el bajo Egipto, debía tener dos tumbas, una como faraón del sur y otra como soberano del norte; una de las dos sepulturas sería, pues, un cenotafio. Como las tumbas fueron saqueadas tanto en Saqqarah como en Abidos, es difícil resolver el dilema. En Abidos se ha encontrado un brazo de momia y se ha descubierto gran número de estelas reales, lo que quizá apoye la hipótesis que la considera necrópolis real. Pero, como sucedía con la identificación de Menes, no existe solución definitiva y la discusión permanece abierta.

III. LA I DINASTÍA

Para reconstruir la historia de la I Dinastía, disponemos tanto de las indicaciones de Manetón como de los objetos encontrados en las necrópolis de Abidos y de Saqqarah, sobre todo las pequeñas tablillas de marfil o de ébano, que son importantes porque representan pictográficamente el acontecimiento más sobresaliente acaecido en el año de su redacción. Gracias a estos dos tipos de fuentes puede establecerse el orden de sucesión de los reyes y hacerse una idea de lo acaecido durante sus reinados.

Para exponer esta historia utilizaremos los nombres dados a los reyes en sus monumentos, con preferencia a los utilizados por Manetón y las listas reales. Estos son:

Narmer (¿Menes?), 3050-3007

Aha, 3007-2980

Djer (o Khent), 2980-2941

Meryt-Neit (reina)

Uadjy (o Djet), 2941-2930

Udimu (o Den), 2930-2910

Ádjib-Miebis (Adyib), 2910-2904

Semerkhet (Semerjet), 2904-2895

Qa (Qaa), 2895-2890

Narmer, si fuera realmente Menes, habría fundado Menfis, pero, con excepción de algunos objetos encontrados en Abidos, los monumentos que nos lo han hecho conocer provienen todos de Hieracómpolis. Según Manetón, Menes reinó sesenta y dos años y fue raptado por un hipopótamo. Aha, por el contrario, se conoce por numerosos monumentos que hacen alusión a victorias sobre los nubios, sobre los libios y quizá sobre los egipcios del norte, lo que parece indicar que la unificación era todavía precaria. Las mismas fuentes mencionan numerosas fiestas religiosas, y la fundación de un templo en Sais para la diosa Neit. Según Manetón, el hijo de Menes reinó cuarenta y siete años y construyó el palacio real de Menfis; esto podría confirmarse por la importancia de los monumentos contemporáneos a su reinado encontrados en Saqqarah. Se dice que Aha fue médico y escribió obras de medicina.

Djer (o Khent): una tumba de Abidos ha proporcionado numerosos objetos, especialmente un brazalete compuesto por cuentas multicolores de turquesa, amatista y lapislázuli y amuletos con su nombre. Una tablilla de Abidos con su nombre quizá haga alusión a la aparición helíaca de Sirio. Si esta interpretación es correcta, el calendario solar se habría adoptado bajo Djer y su reinado debería incluir los años 2785-2782 a. C., en cronología absoluta. Según la tradición manetoniana, habría reinado treinta y un años. Se ha supuesto que a Djer le sucedió una reina, Meryt-Neit (W. B. Emery, 1963), pero Manetón no la menciona y pasa directamente de Djer a Uadjy (o Djet), conocido también por el nombre de rey Serpiente. Como Djer, éste hizo expediciones fuera de Egipto, y se han encontrado huellas de su paso por el desierto arábigo, en el camino que conduce al mar Rojo. Los compiladores de Manetón le atribuyen unos veintitrés y otros cuarenta y dos años de reinado; añaden que una gran carestía hizo estragos en Egipto bajo su reinado y que construyó «las pirámides próximas a Kokome», localidad que se ha identificado con Saqqarah.

A Uadjy sucedió Udimu o Den (la lectura Udimu no es segura), conocido por numerosos objetos encontrados en su tumba de Abidos. Uno de los más importantes de éstos es una tablilla que representa al rey cumpliendo los ritos de la fiesta Sed, destinada esencialmente a repetir la coronación y, por ello, a renovar el poder del rey, que era en parte de esencia mágica. Como sus predecesores, Udimu realizó actividades bélicas: otra tablilla lo muestra luchando contra los enemigos orientales. La Piedra de Palermo menciona bajo su reinado un empadronamiento general del país y numerosas fiestas religiosas. Reinó veinte años, después de los cuales le sucedió Ádjib-Miebis, a quien Manetón atribuye veintiséis años de reinado. Su nombre se encuentra a menudo borrado en los monumentos, lo que indica que existieron entonces agitaciones políticas. La Piedra de Palermo menciona una expedición militar contra los nómadas y la fundación de ciudades. La supresión del nombre de Ádjib-Miebis en algunos monumentos fue sin duda obra de su sucesor, Semerkhet, quien, según se supone, fue un usurpador, lo que confirmaría quizá la mención enigmática que de él hace Manetón: «Bajo su reinado se produjeron numerosos prodigios y una gran calamidad cayó sobre Egipto». Reinó solamente dieciocho años y fue sucedido por Qa, último rey de la dinastía, que hizo sufrir a los monumentos de Semerkhet la misma suerte que éste había hecho sufrir a los de Ádjib. No poseemos ningún dato sobre su reinado, excepto que también celebró una fiesta Sed.

Con el reinado de Qa finaliza la I Dinastía que, según Manetón, permaneció durante dos siglos y medio en el poder. No se conocen las razones de su desaparición.

IV. LA II DINASTÍA

Aunque no se pueda decir con exactitud dónde se encontraba la capital administrativa de Egipto bajo la I Dinastía, no hay duda alguna de que a partir de la II se estableció en Menfis. En efecto, desde el advenimiento de esta dinastía no hay más tumbas reales en Abidos; este hecho por sí solo justifica el cambio de dinastía atestiguado por Manetón. La II Dinastía, según Manetón, comprende nueve faraones, pero los monumentos no han revelado hasta el presente más que siete, quizá ocho, que son:

Hotepsekhemuy, c. 2890-2862

Nebra (o Raneb), c. 2862-2823

Ninet(ch)er (o Neterimu), c. 2823-2788

Uneg (Uteg), c.2788-2780

Senedj (Senedy), c. 2780-2769

Neferkaseker, c. 2769-2756

Hudyefa, c. 2756-2744

Sekhemib-Peribsen, 2744-2734 

Khasekhem, (Jasejem) c. 2734-2727

Khasekhemuy (Jasejemuy),c. 2727 - 2700

Hotepsekhemuy es el primer rey de la dinastía. Su nombre, que significa «el doble poder está pacificado», parece hacer alusión a luchas entre el sur y el norte que se habrían visto apaciguadas con el advenimiento del soberano. Desgraciadamente, a partir de su reinado dejan de usarse las tablillas epónimas de la I Dinastía y se reemplazan por impresiones de cilindros que nos proporcionan nombres de funcionarios y nos informan sobre el desarrollo de la administración, pero que no suministran indicaciones sobre los acontecimientos políticos o religiosos. Además, los datos consignados en la Piedra de Palermo son muy incompletos al referirse a esta época; así, pues, sólo disponemos de escasas fuentes para trazar la historia, fuera del orden de sucesión de los cinco primeros reyes. Manetón informa que bajo el reinado de Hotepsekhemuy «se abrió una grieta en el suelo de Bubastis y numerosas personas perecieron». A Hotepsekhemuy, que reinó treinta y ocho años, sucedió Nebre‘, que reinó treinta y nueve años, y Manetón añade que bajo su reinado «fueron adorados como dioses los toros Apis en Menfis, Mnevis en Heliópolis y el macho cabrío de Mendes». En realidad, estos cultos, al menos el de Apis, se remontan a los comienzos de la primera dinastía. Nineter (o Neterimu) sucedió a Nebra. La Piedra de Palermo menciona la celebración de fiestas religiosas y la realización del empadronamiento. Manetón le atribuye cuarenta y siete años de reinado, precisando que fue entonces cuando «se decidió que las mujeres podrían ejercer el poder real». Apenas se conocen los sucesores de Nineter: el primero, Uneg, cuyo nombre únicamente se encuentra en los vasos hallados en la Pirámide escalonada de Saqqarah, reinó diecisiete años, si es que corresponde al Tlas de Manetón; Senedj, el Sethenes de Manetón, le sucedió y reinó, según este último, durante cuarenta y un años.

Ya antes de la unificación del país, la corona estaba bajo el patrocinio del dios- halcón Horus, hasta el punto de que «Horus X» era una de las formas de designar al rey. Todo parecía indicar que el Alto Egipto no había guardado el recuerdo del dios Seth que, en la época amratiense, era el dios de la capital meridional Ombos. Luego, el sucesor de Senedj, después de haber sido entronizado bajo el nombre de «el Horus Sekhemib», cambió este nombre por el de Seth-Peribsen. No se conocen bien las razones de este cambio de nombre; se tiende a explicarlas por una revuelta general del norte contra el sur. En efecto, el «Seth» Peribsen abandonó Menfis o, al menos, se hizo enterrar en Abidos. Después de su reinado, parece que la unidad se restableció con bastante rapidez, y la dinastía finaliza con dos reyes de nombres tan semejantes que uno se pregunta si no se trataba de una misma y única persona. Al primero, Khasekhem, sólo se le conoce por los monumentos encontrados en Hieracómpolis; éste sería el que, partiendo del sur, habría restablecido la unidad en el país. Conseguida esta victoria, es posible que Khasekhem tomara el nombre de Khasekhemuy, pero otros autores prefieren ver en este último un soberano diferente.

De este modo acaba, de forma todavía confusa para nosotros, la segunda dinastía y, con ella, el período tinita.

Escultura de bronce del dios Horus, divinidad del B Egipto con la que se identificaban los faraones, representados por este motivo, en muchos casos, con cabeza de halcón (Museo del Louvre, París).

 

V. CONCLUSIONES ACERCA DEL EGIPTO ARCAICO

Aunque los rasgos esenciales de la civilización egipcia ya se han adquirido en los últimos años del predinástico reciente, la época tinita es la que va a precisar y desarrollar esos rasgos. La unidad del país esbozada bajo los últimos reyes predinásticos quedaba por consolidar. Parece que, a este efecto, los faraones tinitas emplearon dos medios: por una parte, la fuerza armada para reprimir las revueltas y, por otra, una política de alianza por matrimonios que se cree descubrir en los nombres de las reinas de la primera dinastía, tales como Her-Neit, Meryt-Neit, Neit-Hotep, formados todos con el nombre de la diosa Neit, patrona de Sais y del Egipto del Norte. Esta política se acompañaba con una actividad que se podría calificar de diplomática: el Horus Aha construye, o reconstruye, el templo de Neit, y Djer visita los santuarios de Buto y de Sais. La instalación de la administración central en Menfis, en el corazón del reino del bajo Egipto (pues éste se extendía en la época predinástica del Fayum a las marismas del Delta) obedece al mismo deseo de presencia y, quizá, de conciliación. En fin, el nombre de la última reina de la época tinita, Nimaat-Apis, que contiene el nombre de Apis, el dios más popular de Menfis, muestra que los faraones de la segunda dinastía siguen el ejemplo de los de la primera, y consolidan su poder aliándose con las familias del norte. Esta política de la monarquía tinita, a la vez guerrera y diplomática, produce sus frutos, puesto que el Estado unificado supera la crisis de la época de Peribsen y se reconstruye fácilmente al final de la segunda dinastía.

Aprovechando la paz interior, la monarquía tinita puede volverse hacia el exterior. Djer penetra en Nubia, al menos hasta la segunda catarata, donde se encontró un relieve con su nombre que conmemoraba una victoria sobre los pueblos meridionales. Aha y Djer luchan contra los nómadas de los desiertos limítrofes, que se sentían atraídos por la riqueza del valle, especialmente contra los libios. Udimu rechaza a los beduinos del este, y Ádjib-Miebis menciona una victoria sobre los iuntiu, es decir, los nómadas en general, de los desiertos del sur, del sureste y del este. No parece que, ocupados por los desórdenes interiores, los faraones de la II Dinastía intervinieran en el exterior; al menos no hemos conservado huellas de expediciones.

Salvo en lo que concierne al sur, donde los faraones de la I Dinastía penetraron profundamente, la política militar tinita es sobre todo defensiva. Se trata de desanimar la codicia de los beduinos, quizá de castigar a aquellos que, como los libios, parecían ser aliados de los rebeldes del norte.

Las relaciones con el extranjero no son siempre belicosas. Desde la época predinástica, el valle realizaba intercambios con los pueblos vecinos, especialmente con Palestina. En la época tinita estos intercambios aumentaron. Los artesanos especializados en joyas y vasos hicieron traer sus piedras de canteras situadas a veces muy lejos, en los desiertos este, oeste y sur. La madera se importaba de la costa sirio- palestina donde el nombre de Narmer ha sido encontrado en un cascote de cerámica. El hallazgo en Egipto de cerámicas sirio-palestinas y el de vasos egipcios en Biblos y Palestina confirman la existencia de relaciones comerciales entre Egipto y Fenicia desde las épocas más lejanas. Se ha encontrado el nombre de Uadjy en la ruta del desierto oriental que, a través del macizo costero, une al valle del Nilo con el mar Rojo, y el nombre de Nebre‘ en la ruta del desierto occidental. Finalmente, el marfil, el ébano, y quizá la obsidiana, llegaban a Egipto desde el lejano sur por el alto valle del Nilo.

La época tinita conoció el establecimiento de una monarquía centralizada ayudada por una administración que se va organizando paulatinamente. La unidad de Egipto reposa en la persona del rey y los funcionarios dependen directamente de él. Entre los más importantes de éstos figuran los que vigilan los trabajos públicos, especialmente el adj-mer (literalmente «cavador de canales»), que llegará a ser el jefe de la provincia, el nomarca. No es seguro, aunque sí posible, que existiese ya un visir. El canciller, uno de los más altos funcionarios, se ocupa del censo que se realiza cada dos años y en el que el ganado parece tener la preferencia, sin que se olviden por ello los bienes raíces y muebles. El tesoro está compuesto por graneros para almacenar los tributos en especie, ya que uno de los deberes esenciales de la monarquía es prever las malas crecidas del Nilo; por ello existe una administración del agua (per mu), encargada, sin duda, de notificar al rey las perspectivas de la cosecha. En resumen, la administración tinita reposa sobre la revalorización agrícola del país, que depende a su vez de la buena marcha del sistema de irrigación. Esta administración, ayudada por la difusión de la escritura, fue eficaz: se fundaron nuevas ciudades, se crearon viñedos, se conquistaron tierras al desierto y se sanearon los pantanos. El centro administrativo se fijó en Menfis, que quedará como capital de Egipto durante varios siglos.

La propia monarquía se organiza: se precisan las ceremonias de entronización; la fiesta Sed, estrechamente ligada al poder real, se celebra cada vez más regularmente; alrededor de la persona del rey se crea una corte con sus títulos. El faraón, representante y descendiente del dios Horus, tiende a ser considerado como un dios.

Las técnicas transmitidas al Egipto tinita por las culturas predinásticas se mejoran: es ésta la gran época de la talla de vasos de piedra con el abandono progresivo, en consecuencia, de la cerámica decorada. Los escultores dominan las piedras más duras y crean las primeras obras maestras del arte egipcio, como la estela del rey Serpiente (Uadjy) y la estatua de Khasekhem. Las estelas funerarias grabadas aparecen en las tumbas. Los artesanos de los metales saben hacer estatuas de cobre y los joyeros fabrican joyas admirables, como las del rey Djer. El perfeccionamiento de la técnica entraña el de la arquitectura: las tumbas son cada vez más grandes y más complejas. Completamente de adobe al comienzo de la I Dinastía, se cubren después con una bóveda en saledizo, y, finalmente, la piedra tallada y la madera se emplean cada vez más.

Tenemos pocos datos sobre las creencias de esta época: sólo se ha encontrado un santuario en Abidos. No obstante, sabemos por la Piedra de Palermo y las excavaciones que los faraones tinitas construyeron o reconstruyeron templos en los que se rendía culto a los grandes dioses: Horus, Re‘, Osiris, Isis, Min, Anubis, Neit, Socaris. El culto a los animales sagrados desempeña ya un papel importante. La tumba se considera la vivienda permanente del muerto; en ellas se amontonan alimentos, muebles y objetos de todas clases; se entierran servidores alrededor de la tumba, lo que ha inducido a pensar en la posibilidad de que hubiesen sido sacrificados después de la muerte del soberano para asegurar su servicio en la otra vida (W. B. Emery). Esta costumbre, si es que llegó a existir, desapareció hacia el final de la I Dinastía. La creencia de una supervivencia del muerto en el cielo, en compañía del Sol, parece indicada por la presencia de, barcos enterrados cerca de las sepulturas humanas, barcos que permitirían al difunto seguir la barca solar o desplazarse a su gusto.

Así, cuando se acaba el período tinita, la realeza faraónica está bien establecida. El soberano dirige una administración muy centralizada y ya jerarquizada. El país, bien regado, es próspero. Artistas y artesanos poseen ya las técnicas que van a difundirse luego.

EL IMPERIO ANTIGUO

Cuando la III Dinastía inaugura lo que se llama el Imperio Antiguo, un poder que durará aproximadamente desde el año 2700 hasta el 2300 a. C., Egipto está unificado. Desde la primera catarata hasta el Mediterráneo no existe sino una sola nación, aunque los faraones continúan titulándose «Rey del Alto y del Bajo Egipto». Las instituciones están establecidas sobre la base de una monarquía de derecho divino. El territorio agrícola ya está constituido y la religión tiene ya establecidos sus rasgos fundamentales. También se han adquirido ya las técnicas, incluidas las superiores, como la escritura, el arte o la arquitectura.

Antes de exponer la historia del Imperio Antiguo conviene dirigir una mirada de conjunto a los caracteres permanentes de esta civilización que acaba de nacer.

I. AMBIENTE NATURAL

La civilización egipcia debe mucho al ambiente natural en el que nace; sólo existe gracias al valle del Nilo y la historia de este último ha desempeñado un gran papel en su evolución. Al final de la era terciaria, como consecuencia de un hundimiento, el bajo valle del Nilo se convierte en un golfo marino desde la costa actual del Mediterráneo hasta cerca de el-Qab. Durante todo el Plioceno, enormes depósitos calcáreos marinos van rellenando poco a poco este golfo, después de lo cual un movimiento general de elevación lleva la caliza a 180-200 m sobre el nivel del mar. El Nilo vuelve a cavar entonces su lecho en estos depósitos; mucho más poderoso de lo que es hoy, configura allí un amplio valle que los aluviones van a rellenar progresivamente de limo a medida que el caudal del río disminuye y va más despacio. Este limo es el que produce la riqueza del valle, mientras que los acantilados calcáreos proporcionan el sílex que contienen y, al mismo tiempo, un excelente material de construcción.

Geográficamente, Egipto está formado por dos zonas muy diferentes: una de ellas es el Delta en el que el valle de aluviones es muy amplio, y la otra, a partir del Fayum, un estrecho corredor de tierras cultivables enclavado, podríamos decir, entre dos desiertos, que constituye el alto Egipto. Así, pues, al Delta, rico y marítimo, se opone el Said, más pobre y como asfixiado por el desierto. El único lazo de unión entre las dos regiones es el Nilo y su régimen.

Desde Heródoto es un lugar común decir que Egipto es un «don del Nilo», pero es el reflejo de la realidad. En efecto, el clima en Egipto es árido, las precipitaciones anuales son insignificantes y, si el Nilo no existiese, Egipto sería un desierto como el Sahara y el Negev, situados en la misma latitud. Por último, si el río no tuviese un régimen muy particular sólo se habrían podido cultivar algunas tierras de las orillas de su curso. Por tanto, lo que verdaderamente constituye la riqueza de Egipto no es tanto el Nilo como la crecida del Nilo, que le proporciona el agua y el limo sin los cuales aquélla no existiría.

El fenómeno de la inundación es muy complejo. El elemento esencial proviene de las lluvias monzónicas de primavera que, abatiéndose sobre el macizo etíope, determinan la crecida de los afluentes abisinios del Nilo, el Nilo Azul y el Atbara. Desde principios de agosto hasta finales de octubre, Egipto está recubierto por las aguas. Sus tierras se empapan de humedad y reciben el limo arrancado a las tierras volcánicas de Abisinia. Pero, aunque la crecida tiene un aspecto bienhechor, puede ser también catastrófica: la subida de las aguas es muy brusca, y si actuara libremente la violenta corriente arrancaría todo; por último, y muy en especial, recordemos que no existe fenómeno más caprichoso. De diez crecidas sucesivas, apenas tres son satisfactorias; las otras siete son o demasiado débiles o demasiado fuertes.

Por tanto, no es una paradoja decir que el origen real de la civilización egipcia reside en el hecho de dirigir la crecida. El hombre empleó muchos medios para ello. Primero levantó diques de protección a lo largo de las orillas del río. Después elaboró un sistema complejo de canales y de diques de retención que le permitió controlar, literalmente, la inundación. Una vez que el Nilo quedó forzado a pasar por los diques sucesivos situados desde Asuán hasta el Delta, se cortó la violencia de la corriente, y además se logró que las aguas permanecieran más tiempo en los campos y depositaran en ellos el limo en suspensión. Por último, mediante un allanamiento riguroso del valle y el establecimiento de una red de canales de conducción, los egipcios llegaron gradualmente a transportar el agua a tierras normalmente fuera del alcance de la crecida. Si el Nilo y su crecida son fenómenos de la naturaleza, Egipto, por el contrario, es una creación humana.

Para obtener este extraordinario resultado que es el oasis egipcio, era necesaria una organización rigurosa. Esta necesidad es la que explica en gran medida el rápido desarrollo de la civilización en Egipto. La importancia concedida por la administración tinita a la excavación de los canales y a la vigilancia del régimen de las aguas atestigua que en esta época ya se ha concluido la organización del país.

El segundo método utilizado por el hombre para paliar las deficiencias del Nilo fue la acumulación sistemática de reservas en los años de buena crecida, para subvenir a las necesidades cuando la inundación fuera insuficiente. El «tesoro real» es esencialmente un granero; cada provincia tiene el suyo y la buena administración tiene como doble objetivo el mantener los diques y canales en buen estado y el velar para que los graneros estén siempre llenos. Este imperativo ha debido contribuir fuertemente al establecimiento de un régimen autoritario centralizado y al desarrollo de una administración eficaz.

Pero aunque las condiciones físicas exigen la presencia de una autoridad fuerte, la geografía tiende a su vez a la descentralización del poder. En efecto, Egipto es casi 35 veces más largo que ancho. Dondequiera que se instale, el poder central está siempre alejado de los pequeños centros administrativos que se escalonan a lo largo del Nilo, en el interior de los minúsculos valles agrícolas. De aquí surgirá la tentación en cada una de estas pequeñas capitales provinciales de erigirse en principados independientes en el momento en que el poder real se debilita o comete la imprudencia de concederles demasiadas libertades. La historia de Egipto es así una sucesión de períodos de fuerte centralización (Imperio Antiguo, Imperio Medio, Imperio Nuevo), interrumpidos por períodos de descentralización (Primero y Segundo Períodos Intermedios). Estos últimos períodos son además épocas de carestía y de desórdenes, pues el mantenimiento del sistema de control del río es de tal manera imperativo que la menor debilidad del poder central se paga con desastres económicos, que, a su vez, facilitan la vuelta a un poder fuertemente centralizado.

II. CRONOLOGÍA

Los egipcios deben a la crecida del Nilo no sólo la prosperidad de su país, sino también el haber tenido el mejor calendario de todos los pueblos de la antigüedad. Según las necesidades de la agricultura, su año estaba primitivamente dividido en tres estaciones: la estación akhet, durante la cual los campos estaban cubiertos de agua por la inundación; la estación peret, que veía la siembra, la germinación y la maduración de las plantas, y, por último, la estación shemu, ocupada en la recolección y el entrojamiento.

El año comenzaba, pues, con la inundación, y durante bastante tiempo el primer año debió coincidir con el comienzo de la subida de las aguas. En un determinado momento, los egipcios observaron que este fenómeno coincidía con la aparición en el horizonte de la estrella Sothis (egipcio: Sepedet), nuestra Sirio, justo antes de la salida del Sol. En este orto helíaco de Sothis debieron ver la causa misma de la inundación y de él hicieron el primero del año. A partir de entonces el año egipcio quedó dividido en tres estaciones de cuatro meses de treinta días, es decir, trescientos sesenta días, a los que se añadían otros cinco suplementarios que totalizaban trescientos sesenta y cinco días. Este año solar, muy superior a todos los cómputos basados en las lunaciones, no era, sin embargo, perfecto. El año solar real es de trescientos sesenta y cinco días y cuarto, y no de trescientos sesenta y cinco, de forma que, cada cuatro años, el año oficial egipcio llevaba un día de adelanto sobre el año astronómico. Al cabo de ciento veinte años el adelanto era de un mes, y de más de cuatro meses al cabo de cinco siglos. Las estaciones reales se encontraban entonces enteramente desfasadas. Sólo después de mil cuatrocientos sesenta años el primer día del año astronómico coincidía de nuevo con el primer día del año del calendario oficial. Este período de mil cuatrocientos sesenta años es lo que se llama un período sotíaco. Por supuesto, los egipcios se dieron cuenta rápidamente de que la estación real peret, por ejemplo, durante la que sembraban, se encontraba, según el calendario oficial, en plena estación de las cosechas (shemu). De esta manera Censorino se daba cuenta de que existía una coincidencia entre el orto helíaco de Sothis y el primer día del año del calendario egipcio, en el año 139 de nuestra era. Esto ha permitido a los astrónomos modernos calcular que el mismo fenómeno se debió producir también en los años 2773 y 1317 a. C. Así, pues, diferentes inscripciones jeroglíficas indican que, bajo Thutmosis III, el orto helíaco de Sothis se había producido el día 28 del tercer mes de shemu, que este mismo orto había sido observado el noveno día del mismo mes bajo Amenofis I, y por último, que, bajo Sesostris III, Sothis había aparecido en el año 7, el día 16 del cuarto mes de peret. Estas observaciones permitieron fijar sólidamente tres hitos cronológicos: el año 7 de Sesostris III correspondió al 1877, dos años más o menos, el año 9 de Amenofis I al 1536, y el reinado de Thutmosis III debió incluir la fecha de 1469.

A partir de estas fechas se ha podido fijar, gracias a Manetón, al Papiro de Turín y a los propios monumentos, una cronología de los soberanos de Egipto que ciertamente no está exenta de errores, pero que, sin embargo, es satisfactoria. No obstante, queda una cuestión sin aclarar: no se posee ninguna fecha sotíaca para los reinados anteriores al de Sesostris III, y, en consecuencia, la cronología anterior a este reinado sigue siendo incierta. Se sabe que la adopción del calendario no se pudo hacer más que al comienzo de un período sotíaco; dicho de otro modo, en el 2773, o en el 4233. Durante mucho tiempo se ha creído que se había hecho en el 4233, pero las fechas obtenidas por el Carbono 14 han demostrado que en esta época Egipto estaba todavía en pleno Neolítico. Por esto se admite en la actualidad que fue hacia el 2773 cuando se adoptó el calendario solar. Es posible que esta fecha pertenezca al reinado del rey Djer, pero también es probable que este acontecimiento se produjese en el Imperio Antiguo, durante el reinado de Djeser, de la III Dinastía.

III. LA III DINASTÍA

No se conocen las razones que llevaron a Manetón a iniciar la III Dinastía con la muerte de Khasekhemuy. Sólo una cosa es cierta: Djeser, cuya figura domina la dinastía, estaba emparentado con Khasekhemuy por su madre Nimaat-Apis, mujer de este último. Se ha llegado a pensar que quizá ésta sólo era una esposa secundaria del último rey de la segunda dinastía; la esposa principal no habría tenido hijos, o sólo hijas, y serían los hijos de la segunda esposa los que habrían sucedido a su padre.

La historia de la III Dinastía plantea todavía numerosos problemas: no se ha establecido de una manera muy segura ni el número ni el orden de sucesión de los reyes que la componen. Se ha creído durante mucho tiempo que Djeser, puesto que era hijo de Khasekhemuy, habría sido el primer rey de la dinastía. Recientes descubrimientos han demostrado que su reinado estuvo precedido indudablemente por el del Horus Sanakht, su hermano muy probablemente. No se sabe nada de este Sanakht, salvo que su monumento funerario fue sin ninguna duda el punto de partida de la pirámide escalonada.

El nombre de Djeser, su sucesor, sólo se conoce por monumentos tardíos. En efecto, bajo la III Dinastía, como en la época tinita, los faraones utilizan en sus monumentos su nombre de Horus. Por ello el único nombre consignado en la pirámide escalonada es el de Neterierkhet, y sólo por las inscripciones del Imperio Nuevo y las de épocas aún más recientes sabemos que Neterierkhet y Djeser son una misma persona.

El hecho esencial del reinado de Djeser es la construcción del gran conjunto arquitectónico conocido como la Pirámide escalonada, que se eleva en el límite del desierto, en Saqqarah, algo más al sur que las grandes pirámides. Es obra de Imhotep, arquitecto, médico, sacerdote, hechicero y funcionario de Djeser. Es el primer edificio enteramente de piedra que nos ha legado la civilización egipcia y le valió a su creador, Imhotep, un renombre tal que más tarde fue divinizado. Los propios griegos lo identificaron con Asclepio, el dios de la medicina, y le adoraron bajo el nombre de Imuthes.

La pirámide escalonada propiamente dicha, con sus seis pisos que dominan la llanura y el valle desde una altura de 63 metros, no es más que una parte del gran complejo creado por Imhotep. Se ha supuesto que por lo menos una parte de este conjunto, el templo funerario, era la réplica en piedra del palacio real de ladrillos construido por Djeser en Menfis. La pirámide, en su estado actual, es el resultado de múltiples modificaciones. Comenzó por ser una simple mastaba, es decir, un paralelepípedo del mismo tipo que las sepulturas reales y civiles de las dos primeras dinastías. La red de corredores y de cámaras subterráneas excavados en la roca y que recubre la maciza mampostería de la pirámide comprende más de 11 cámaras funerarias que se suponen construidas paró la familia de Djeser. En la fachada norte de la pirámide se levantaba un templo en el que se rendía culto funerario al rey muerto; en este templo es donde se ha encontrado una estatua del rey de tamaño natural.

Pero el conjunto de construcciones más importante se levanta hacia el sur de la pirámide misma. En el centro se encuentra un inmenso patio rectangular, flanqueado al este y al sur por capillas y cámaras anejas, entre las que hay dos grandes pabellones que parecen simbolizar, respectivamente, los reinos del sur y del norte; trece edificios más pequeños serían posiblemente los santuarios de los dioses de los diferentes nomos. Se supone que el patio y los edificios estaban destinados a la celebración de la fiesta Sed.

El complejo de Saqqarah está rodeado por un inmenso recinto amurallado con resaltes y con baluartes que delimita una superficie de más de 600 metros de largo por 300 metros de ancho, e imita, en piedra tallada, las fachadas con resaltes de las tumbas y palacios de la época tinita. Una de las características de la pirámide escalonada es la de ser la escrupulosa imitación en piedra de una arquitectura en adobe y madera. Así, por ejemplo, las puertas de los santuarios están construidas con piedras aparejadas y figuran estar entreabiertas; los cerrojos, goznes, paneles, vigas, barreras, todo lo que evidentemente era de madera, se hacía en Saqqarah con una bella piedra caliza blanca. Imhotep emplea por primera vez la columna, pero no se atreve aún a levantarla libremente, permanece unida a las paredes. Aparece ya la columna papiriforme cuyo fuste es también la copia fiel y gigantesca de un tallo de papiro, y, por último, la columna estriada. En las cámaras subterráneas, algunas de las cuales están recubiertas con placas decoradas de loza azul y con paneles de piedra calcárea finamente esculpidos en relieve se han encontrado varios millares de vasos y platos de alabastro, esquisto, pórfido, mármol, cuarzo, cristal de roca, serpentina, etc. Algunos de ellos estaban grabados con el nombre de los faraones de las I y II Dinastías.

El reciente descubrimiento (1951) de una pirámide escalonada inacabada nos ha proporcionado el nombre del sucesor de Djeser: Sekhemkhet. Éste no debió reinar más que seis años, lo que explicaría que la construcción de su pirámide, próxima a la de su predecesor, no se llegara a terminar. Los subterráneos se componen de 132 almacenes; en la cámara sepulcral se encontró un sarcófago monolítico de alabastro que, por desgracia, está vacío.

El descubrimiento de la pirámide escalonada de Sekhemkhet ha permitido atribuir, por comparación, a la III Dinastía otra pirámide escalonada, también inacabada, cuya fecha no es segura: la de Zawiet-el-Aryán, al sur de Gizeh. Es probable que deba ser atribuida a Khaba, lo que permite establecer el orden de sucesión de los reyes de la III Dinastía de la siguiente manera:

1.     Horus Sanakht, posiblemente el Nebka del Papiro Westcar.

2.     Horus Neterierkhet, Djeser, constructor de la pirámide escalonada.

3.     Horus Sekhemkhet, Djeser-Teti (?), constructor de la pirámide inacabada de Saqqarah.

4.     Horus Khaba, constructor de la pirámide inacabada de Zawiet-el-Aryán.

5.     Horus X..posiblemente el Nebkare‘ de la lista real de Saqqarah (Cerny, 1958).

6.     Horus Huni, constructor de la pirámide escalonada de Meidum.

Khaba no se conoce más que por algunas copas de piedra dura grabadas con su nombre. Parece haber reinado solamente algunos meses y tenido como sucesor al rey Nebkare‘, del que únicamente se sabe que su reinado fue el penúltimo de la dinastía. El último rey, Huni, conocido por un fragmento de granito encontrado en Elefantina, habría comenzado la pirámide de Meidum, que luego terminaría Snefru, el primer rey de la IV Dinastía.

Como se ve el desarrollo de la historia de la III Dinastía es todavía muy incierto. Solamente es segura la existencia de seis reyes. Ahora bien, Manetón enumera nueve, que habrían reinado durante doscientos catorce años. El descubrimiento inesperado de la pirámide inacabada de Sekhemkhet demuestra que las excavaciones pueden todavía reservar sorpresas en la historia de esta dinastía.

Los nombres de tres de los reyes de la dinastía (Sanakht, Djeser, Sekhemkhet), al haber sido descubiertos en el Uadi Maghara, nos hacen remontar a esta época las primeras expediciones militares egipcias en la península del Sinaí, destinadas sin duda a obtener turquesas. Se ha supuesto que Huni había fortificado Elefantina, y, confiados en un documento muy posterior ya que data de la época ptolemaica, que Djeser había anexionado a Egipto la región situada entre Asuán y Takompso (Kasr Ibrim), es decir, toda la baja Nubia. Como quiera que sea, el complejo de la pirámide escalonada de Saqqarah es lo que nos permite juzgar mejor la obra de la III Dinastía. Este conjunto valora la importancia de los ritos religiosos en la ceremonia de coronación del rey. El arte egipcio está ya en la posesión plena de sus medios y el país conoce un período de considerable riqueza. Esto se puede juzgar por los casi 30 000 vasos encontrados en la pirámide de Saqqarah, y por la belleza de las tumbas que los particulares pueden ahora mandarse construir, como la de Hesy-Re‘, contemporáneo de Djeser, cuyos paneles de madera esculpida cuentan entre las obras maestras del arte egipcio. Durante la III Dinastía es cuando se prepara el período que algunos consideran, con sobrados motivos, como la época más importante de la civilización egipcia: la IV Dinastía.

IV. LA IV DINASTÍA

No existe ningún monumento construido por el hombre que tenga un renombre tan universal como las grandes pirámides de Gizeh, y, sin embargo, sus constructores aún no se conocen, ni mucho menos, tan bien como la importancia de estos monumentos podría hacernos creer. El número, y hasta el orden de sucesión, de los reinados de la IV Dinastía no son en absoluto seguros. Manetón da para los cuatro primeros faraones el orden siguiente: Snefru, Kheops, Khefren y Micerino, pero las fuentes más antiguas, como el Papiro de Turín, intercalan Didufri (o Radjedef) entre Kheops y Khefren, y uno o dos faraones, según las fuentes, entre Khefren y Micerino. Después de Micerino, Manetón enumera cuatro faraones, mientras que el Papiro de Turín no da más que dos. Se puede observar el mismo desacuerdo en lo que se refiere a la duración de los reinados: Manetón hace reinar a Kheops y a Micerino durante sesenta y tres años cada uno, mientras que el Papiro de Turín no les concede más que veintitrés y dieciocho años de reinado respectivamente. Desgraciadamente, las fuentes arqueológicas apenas esclarecen la historia.

En lo que se refiere a la IV Dinastía, se poseen algunos monumentos privados que nos informan ya sobre la vida cotidiana en Egipto durante esta época, pero los monumentos reales, por el contrario, apenas nos proporcionan información y en especial las grandes pirámides no han suministrado prácticamente ningún documento escrito sobre sus constructores. Sólo se conoce bien el arte. Pero aunque la IV Dinastía no hubiese aportado más que la perfección de sus monumentos y de sus estatuas, merecería un lugar de primera categoría en la historia de la humanidad.

Para la exposición de los acontecimientos, seguiremos el orden de sucesión de los faraones tal y como se ha podido establecer por los monumentos, es decir:

1.     Snefru (veinticuatro años de reinado, según el Papiro de Turín).

2.     Kheops (Khufu — veintitrés años de reinado, según el Papiro de Turín).

3.     Didufri (Radjedef — ocho años de reinado).

4.     Khefren (Khaefre‘ — duración del reinado desconocida).

5.     Micerino (Menkaure‘ — dieciocho años de reinado).

6.     Shepseskaf (omitido en el Papiro de Turín).

Por la ausencia de documentos con garantía suficiente es imposible fijar las fechas de uno de los reinados; la dinastía permanece en el poder desde el año 2700 hasta el 2500 aproximadamente.

Snefru. Como sucede frecuentemente en los cambios de las dinastías manetonianas, no existe ruptura evidente entre la III y la IV Dinastía. Snefru es, posiblemente, un hijo de Huni. Pero, hijo de una esposa secundaria, Meresankh, parece que confirmó sus derechos a la corona casándose, en vida de su padre, con su hermanastra Heteferes, heredera directa de Huni. Este hecho se volverá a producir frecuentemente en la historia de Egipto.

Gracias a la Piedra de Palermo, el reinado de Snefru es el mejor conocido de la dinastía. Realizó una expedición militar a Nubia de la que volvió con 7000 prisioneros y 200 000 cabezas de ganado, lo que supone, si las cifras son exactas, una penetración profunda en África. A continuación se volvió contra los libios, a los que venció, capturando 11 000 hombres y 13 100 cabezas de ganado. Los relieves del Uadi Maghara nos dan a conocer, además, que mandó realizar varias expediciones al Sinaí. La Piedra de Palermo menciona, por último, múltiples construcciones de templos, fortalezas y palacios en todo Egipto, lo que explica sin ninguna duda el hecho de que enviara expediciones marítimas al Líbano (una compuesta de 40 navíos de alta mar) para conseguir madera para la construcción: cedros y pinos.

Snefru terminó la pirámide de su padre, en Meidum; después se hizo construir para él dos pirámides en Dahshur, a 7 km al sur de Saqqarah. Una de ellas se conoce bajo el nombre de Pirámide Romboidal (Bent Pyramid), pues presenta una doble pendiente; la otra, de planta cuadrada y de 93 m de altura, es la primera pirámide auténtica de Egipto y la que será imitada por los otros faraones de la dinastía.

A partir del reinado de Snefru, la fórmula de sepultura real del Imperio Antiguo está bien establecida. La pirámide no es más que una parte de un conjunto que está compuesto, en el valle, por un pequeño templo al que llega el río por un canal, donde arriba el barco funerario en el momento del enterramiento real; es lo que los egiptólogos llaman el «templo del valle». Una rampa, o calzada, cubierta conduce desde el santuario hasta el templo funerario propiamente dicho, construido ante la fachada este de la pirámide. En él se celebra el culto al rey muerto. Las caras de la pirámide están orientadas según los puntos cardinales. La cámara sepulcral está excavada en la roca, bajo la pirámide; únicamente Kheops situará esta cámara en el centro del monumento. Por último, un muro a modo de cerca rodea la pirámide; entre este muro y la pirámide se excavaban fosos oblongos en los que se depositaban los barcos para uso del rey. Desde entonces todas las pirámides contarán con estos cuatro elementos y sólo la decoración variará de una dinastía a otra.

Kheops (en egipcio, Khufu). Es el hijo de Snefru y de Heteferes. Sucedió normalmente a su padre. Como la Piedra de Palermo está mutilada a partir del reinado de Snefru, no proporciona ningún dato sobre los acontecimientos del reinado de Kheops, cuya duración misma es incierta (veintitrés años según el Papiro de Turín y sesenta y tres según Manetón). Y, sin embargo, a él se debe el mayor monumento que se haya jamás construido por la mano del hombre. Es imposible hacerse una idea de la importancia de la gran pirámide de Gizeh, construida por Kheops cerca de lo que es hoy El Cairo, sin recurrir a las comparaciones. Se ha podido recalcar que, cuando era nueva, alcanzaba una altura de 144 m (hoy es de 138 m), que su base, un cuadrado casi perfecto, mide más de 227 m de lado, lo que representa una superficie de 51 529 m2, es decir, más de 5 hectáreas; todo esto apenas habla del esfuerzo que supuso. Pero se ha calculado que se habrían necesitado alrededor de 2 300 000 bloques de piedra calcárea para construirla, de un peso de dos toneladas y media por término medio, y algunos hasta de 15 toneladas; estas proporciones podrían agrupar en su superficie de base el conjunto de las catedrales de Florencia, Milán, San Pedro de Roma, Westminster y San Pablo de Londres; los bloques que la constituyen, tallados en cubos de 30 cm de lado y puestos uno junto a otro, cubrirían una distancia igual a los 2/3 de la longitud del Ecuador. Sólo estas comparaciones logran darnos una idea de la masa prodigiosa que es la pirámide de Kheops, una de las siete maravillas del mundo para los antiguos.

Y, sin embargo, la mole misma no es nada comparada con la perfección de su construcción. Las caras están rigurosamente orientadas según los cuatro puntos cardinales, el máximo error de ángulo no sobrepasa apenas los cinco grados. Los ángulos son ángulos rectos casi perfectos. Por último, los bloques de los cimientos sucesivos están colocados unos sobre otros sin argamasa, y, sin embargo, es imposible, según las comparaciones habituales, deslizar entre ellos la lámina de un cuchillo, por lo perfectamente que están ajustados.

Si, como es probable, Kheops no reinó más que veintitrés años, fue necesario, para que la pirámide estuviera terminada en el momento de su muerte, que los obreros, canteros, artesanos y albañiles egipcios extrajeran de la montaña, tallaran, transportaran y pusieran cada día de su reinado más de 300 bloques de piedra calcárea, es decir, unas 800 toneladas de piedra, lo que exigió, pensamos, unos 100 000 hombres. Esto solamente para la pirámide, pues al mismo tiempo se construían el templo funerario enlosado con basalto y con columnas de granito, la calzada o rampa, el «templo del valle» y cinco fosos de 43 m de longitud, destinados a los barcos del rey, excavados alrededor de la pirámide.

Y además, a pesar de lo que haya dicho Heródoto, Kheops no se contentó con hacer construir únicamente su pirámide. Restauró y edificó templos en Egipto, de forma que esta actividad arquitectónica es una prueba no sólo de la buena administración del país bajo su reinado, sino también de la prosperidad económica de Egipto.

Didufri (Radjedef). El reinado glorioso de Kheops fue seguido por el mal conocido de Didufri, que eligió para construir su pirámide el lugar de Abu Roash, al noroeste de Gizeh. Se ha encontrado su nombre grabado en las losas que cubrían el foso en el que se encontró, en 1954, uno de los barcos de su padre Kheops. Su pirámide inacabada parece indicar que Didufri reinó poco tiempo, lo que coincide con los ocho años que le atribuye el Papiro de Turín.

Khefren (en egipcio, Khaefre‘). Todo lo que tiene de oscuro el reinado de Didufri tiene el de su hermano menor, Khefren, de notable. Manetón le atribuye una duración de sesenta y tres años; sin duda este período de tiempo es demasiado largo: Khefren debió reinar aproximadamente unos veinticinco años e hizo construir su pirámide en Gizeh, al lado de la de Kheops.

Aunque un poco más pequeña que la de este último, la pirámide de Khefren, levantada en una elevación de la planicie desértica, parece igual de grande, o más, que la gran pirámide. El conjunto funerario se conserva en mejor estado. Especialmente el «templo del valle», construido en macizos bloques de granito, es una de las obras maestras de la arquitectura egipcia. En este templo se encontró la célebre estatua de diorita de Khefren, una de las joyas del Museo de El Cairo. Al lado de este santuario se elevaba una colina natural de piedra calcárea que los arquitectos de Khefren utilizaron para hacer una esfinge, animal fabuloso con cuerpo de león y cabeza humana. La gran esfinge de Gizeh, esculpida a imagen de Khefren, llegó a ser algo tan célebre como las grandes pirámides. Las generaciones que sucedieron a las del Imperio Antiguo vieron en ella un dios «Horus del Horizonte» (del que los griegos hicieron Harmaquis), y depositaron a sus pies numerosas estelas votivas que las excavaciones han sacado recientemente a la luz. Con sus 72 m de longitud y su altura de 20 m, la gran esfinge, a pesar de las poco hábiles restauraciones de épocas posteriores, sigue siendo uno de los monumentos más impresionantes del arte egipcio.

La sucesión de Khefren plantea un problema: a continuación de su nombre, el Papiro de Turín tiene una laguna, pero deja suficiente espacio para un nombre (como mínimo) que se intercalaría entre Khefren y Micerino, constructor de la tercera gran pirámide. No hace mucho (Debono, 1949) se ha encontrado en un bloque del Uadi Hammamat una inscripción del Imperio Medio que da una lista real compuesta por Kheops, Didufri, Khefren, Hordjedef y Baefre‘; los dos últimos nombres son los de los príncipes reseñados en otro lugar como hijos de Kheops, lo mismo que Didufri y Khefren. La inscripción del Uadi Hammamat permite, pues, suponer que éstos reinaron, efectivamente, y que uno de ellos, o quizá ambos, debían figurar en el Papiro de Turín. Comoquiera que sea, los reinados de Hordjedef y Baefre‘, si efectivamente existieron, debieron ser muy efímeros, posiblemente de sólo algunos meses.

Micerino (en egipcio, Menkaure‘). Hijo de Khefren, se casó, según la costumbre egipcia, con su hermana mayor. El hijo primogénito de la pareja parece que murió antes de que terminara el reinado de su padre.

Micerino hizo construir su pirámide junto a las de Kheops y Khefren. Más pequeña que estas últimas, sin embargo las hubiera igualado en belleza si Micerino hubiera podido cumplir su proyecto de recubrirla con bloques de granito rojo, pero su muerte dejó el trabajo inacabado. El templo funerario de Micerino ha proporcionado numerosas estatuas y estatuillas de esquisto que representan al rey, unas veces solo y otras con la reina o con las diosas de los nomos.

Shepseskaf sucede a Micerino. Probablemente era hijo de éste, aunque no lo fue de la reina principal; para confirmar sus derechos a la corona, parece que se casó con su hermanastra, hija de la pareja real legítima.

Con su reinado, la decadencia de la dinastía se convierte en algo evidente. Shepseskaf no sólo es incapaz de terminar en piedra las construcciones funerarias de su padre y se contenta con terminarlas en ladrillo, sino que además renuncia a hacer construir una pirámide para él. Su tumba, al sur de Saqqarah, está construida en forma de un gigantesco sarcófago; los árabes la llamaban la Mastaba el-Faraun. Aunque su mampostería es excelente, esta tumba no se podría comparar con las importantes construcciones de los grandes reyes de la dinastía, desde Snefru hasta Micerino. El reinado de Shepseskaf fue corto y no excedió sin duda de los siete años.

La historia del final de la dinastía es confusa. Manetón enumera aún cuatro reyes después de Micerino, el tercero de los cuales, Seberkheres, debe ser Shepseskaf; le siguió un cierto Thanfthis que habría reinado nueve años. Los monumentos no han conservado nada de estos faraones manetonianos y cabe dudar si verdaderamente reinaron e, incluso, si existieron. El hijo de Shepseskaf y la reina Baunefer ni siquiera llevará los títulos de príncipe, y el poder va a pasar a una nueva dinastía.

Por esto apenas tenemos datos de los acontecimientos que se desarrollaron durante los dos siglos aproximados que la IV Dinastía permaneció en el poder. Los recientes descubrimientos en la Nubia sudanesa (1962) demuestran que los sucesores inmediatos de Snefru también se interesaron por el lejano sur. Ocupaban Buhen, cerca del actual Uadi Halfa. Es muy probable que se interesaran por Asia, de la que, posiblemente en mayor medida que Snefru, habrían tenido necesidad para el suministro de la madera de construcción indispensable para las edificaciones gigantescas que levantaban. Una parte, al menos, de la madera empleada para la gran barca de Kheops (descubierta en 1954) es de cedro del Líbano. La península del Sinaí, los desiertos este y oeste, fueron recorridos regularmente por las expediciones que buscaban materias primas, minerales metalíferos o piedras para los talleres reales. De esta manera la estatua sedente de Khefren, de El Cairo, ha sido tallada en un bloque de diorita —gneis procedente de una cantera situada en el desierto occidental, a unos 65 km al noroeste de Abu Símbel—. ¿Cuál fue la actitud de la dinastía frente a los libios? No se sabe, pero es probable que al menos supiera contenerlos, si no llegó a controlar su territorio.

Los dos hechos esenciales de la IV Dinastía son, por una parte, el desarrollo y el perfeccionamiento de la administración real, y, por otra, el progreso del arte. Al lado de los monumentos reales citados a lo largo de la exposición de cada uno de los reinados, aparecen monumentos privados: estatuas de príncipes, princesas o altos funcionarios, relieves y pinturas en las tumbas de los particulares. Estos se limitan aún frecuentemente a la representación de las ofrendas y de la comida funeraria, pero las escenas de la vida privada que constituyen la riqueza de las mastabas de la V Dinastía comienzan a aparecer. Por último, las artes menores, tal como nos han sido reveladas por el mobiliario de la reina Heteferes, mujer de Snefru y madre de Kheops, atestiguan un gusto exquisito y una perfección técnica que será igualada en tiempos posteriores, pero jamás superada.

V. LA V DINASTÍA

Mientras que la dinastía de los constructores de pirámides plantea aún numerosos problemas en lo que concierne al orden de sucesión, se conoce bien, por el contrario, la duración de los reinados e incluso el número de faraones que han pertenecido a la V Dinastía, los nueve soberanos que la componen, al menos en lo que se refiere a sus nombres y épocas. La dinastía se establece de la manera siguiente:

Duración del reinado según:

 

Papiro de Turín

Manetón

Userkaf

7

28

Sahure

2 a 14

13

Neferirkare‘-Kakai

+ de 10

20

Shepseskare‘-Izi

7

7

Neferefre‘-Raneferre

+ de 1

20

Neuserre‘-Ini

11

44

Menkauhor

8

9

Djedkare‘-Isesi

28 o 39

44

Unas

30

33

 

116 años

248 años

Las cifras dadas por Manetón parecen demasiado altas a juzgar por las del Papiro de Turín y por las más altas conocidas por los monumentos. Si se tiene en cuenta que dos de las cifras del Papiro de Turín se han perdido y que algunas de las etapas dadas por esta fuente son muy exiguas, se puede establecer que la dinastía permaneció en el poder durante ciento treinta años aproximadamente (2480 a 2350).

Según los monumentos y las fuentes que tenemos a nuestra disposición, no existió ruptura alguna entre la IV y V Dinastías. Parece, en efecto, que Userkaf, primer rey de la V Dinastía, había sido un descendiente de una rama menor de la familia de Kheops, un nieto de Didufri. Siguiendo la costumbre establecida, consolidó sus derechos a la corona casándose con una descendiente de la rama primogénita, hija de Micerino. De esta manera, la V Dinastía sucede a la IV de forma similar a como ésta había sucedido a la III, y, sin embargo, un relato popular del final del Imperio Medio (Papiro Westcar) representa su advenimiento de un modo completamente diferente: bajo el reinado de Kheops el dios Re‘ en persona habría engendrado a los tres primeros reyes de la V Dinastía. Su madre habría sido Redjedet, mujer de un gran sacerdote de Heliópolis. Aunque falso, el relato es interesante porque pone de manifiesto el carácter esencial de la historia de la V Dinastía: la importancia del dios Re‘ de Heliópolis y de su hija Hathor, así como posiblemente de su sacerdocio. A partir de la V Dinastía es cuando el título de «hijo de Re‘» aparece regularmente en la titulación real. El relato popular no hace más que interpretar a su manera el origen del título real. La Piedra de Palermo enumera las numerosas construcciones de templos y las donaciones piadosas de la dinastía, y Heródoto, por su parte, ha respetado la tradición del fervor religioso que distingue a los reyes de la V Dinastía.

Userkaf hizo construir su pirámide en Saqqarah, cerca de la pirámide escalonada; en ella se ha encontrado una admirable cabeza real que había pertenecido a un coloso. La pirámide funeraria de Userkaf, como todas las de la dinastía, es mucho menos importante que las de Gizeh, pero, sobre todo, en lugar de estar como estas últimas, enteramente construidas con bloques aparejados, se componen de un núcleo de mampostería suelta, y aun de un simple relleno, revestido de piedras talladas. Por esto han resistido muy poco al tiempo y en la actualidad no presentan más que cúmulos de piedras amorfas. Userkaf y sus sucesores, hasta Isesi, consagran una parte mínima de sus riquezas a la edificación de sus monumentos funerarios, pero todos ellos construyen templos al dios Re‘. Todavía no se ha explicado de manera satisfactoria el hecho de que cada uno de ellos juzgara conveniente edificar un templo personal a la divinidad tutelar. Además, esta práctica desaparecerá antes del final de la dinastía, al romper definitivamente con ella Djedkare‘-Isesi y Unas.

Aunque los textos atestiguan que existieron seis templos de Re‘, solamente se han encontrado y excavado dos de ellos, el de Userkaf y el de Neuserre‘. Están compuestos por un obelisco erigido en un amplio patio abierto y construido sobre una gran basa en forma de tronco de pirámide, símbolo sin duda de la colina primitiva surgida del caos originario; delante de él se encuentra un gran altar para los sacrificios. Se llega al templo por una rampa cubierta que subía desde el valle. Alrededor del patio central se encuentran las construcciones anejas para vivienda de los sacerdotes y la preparación de los sacrificios. Fuera del recinto amurallado, en el lado sur, se había construido una barca gigante, representación de la barca en la que se creía que el Sol recorría su periplo celeste diario. Estos templos estaban decoradoscon escenas en relieve, una especie de himnos en imágenes en honor de Re‘. En ellas están representadas las estaciones, así como la flora y la fauna creadas por el dios.

Del reinado de Userkaf en sí solamente se sabe que, quizá como reacción contra la autocracia de los grandes faraones de la IV Dinastía o por otras razones mal conocidas, comienza a aumentar el poder de las grandes familias provinciales. Userkaf no reina más que siete años, según el Papiro de Turín.

Sahure‘ sucedió normalmente a Userkaf. Aunque el Papiro de Turín no le concede más que doce años de reinado, permaneció en el poder catorce años si se da crédito a la Piedra de Palermo. Inauguró la necrópolis real de Abusir, al norte de Saqqarah, que debía ser la del resto de la dinastía. Los muros de los templos funerarios ya están decorados con relieves, y estos últimos son los que nos proporcionan algunos datos sobre el reinado de Sahure‘.

Sabemos que emprendió campañas contra los libios (capturó a la mujer y a los hijos de su rey) y contra los beduinos del noreste. La representación de osos sirios en una pared, y especialmente la de barcos egipcios de altura en los que aparecen extranjeros barbados, indican que Sahure‘, siguiendo la tradición de la IV Dinastía, estaba en contacto con la costa sirio-palestina. Además, la Piedra de Palermo nos da a conocer que envió una expedición al lejano país de Punt, próximo a la costa de los somalíes, y una estela con su nombre nos ha revelado que él también utilizó la cantera de diorita-gneis, al noroeste de Abu Símbel, de donde proviene la estatua de Kheops de El Cairo, lo que implica el control de la baja Nubia y, quizá, el de la alta Nubia.

Kakai (Neferirkare‘) era hermano de Sahure‘. Su reinado duró por lo menos diez años, según la Piedra de Palermo. Manetón le concede un período de veinte años de duración, y, sin embargo, Kakai no tuvo tiempo de terminar los templos de su pirámide, que fueron concluidos por sus sucesores. Al parecer, durante su reinado fue cuando se grabó la Piedra de Palermo, y se poseen archivos en papiro, compuestos hacia el final de la dinastía, que se refieren a la administración de su templo funerario.

Los sucesores inmediatos de Neferirkare‘-Kakai, Shepseskare‘-Izi y Neferefre‘ (Raneferre‘) apenas nos han dejado más recuerdo que su nombre y la duración de su reinado; el primero permanecería siete años en el poder, y el segundo, conocido por Manetón, habría reinado veinte años. A estos soberanos, prácticamente desconocidos, les sucede Neuserre‘-Ini, algo más conocido gracias a las ruinas de su conjunto funerario de Abusir. Reinó, sin duda, durante una treintena de años, y sus monumentos muestran que, como Sahure‘, envió expediciones militares, especialmente al Sinaí.

El séptimo soberano de la dinastía, Menkauhor, que reinó ocho años, no dejó más que su nombre grabado en una roca del Sinaí. Pero Djedkare‘-Isesi, que le sucedió, tuvo el más largo reinado de la dinastía. En efecto, los archivos del templo de Kakai, que se remontan a su reinado, mencionan el veinteavo censo de ganado. Como éste se efectuaba cada dos años, Isesi debió permanecer en el poder por lo menos treinta y nueve años. Se encuentran los rastros de expediciones de su época al Sinaí, al Uadi Hammamat, en las canteras cercanas a Abu Símbel. Uno de sus funcionarios nos hace saber que recogió en Egipto a un enano del país de Punt, y, por último, se han encontrado objetos con el nombre de Isesi en Biblos.

Unas, el último rey de la V Dinastía, tuvo, como su predecesor, un largo reinado, de por lo menos treinta años (Papiro de Turín). Es el primer faraón que inscribe en las cámaras subterráneas de su pirámide largos textos religiosos. Estos textos de las pirámides son los que mejor nos informan sobre la religión funeraria real de la época antigua. A veces se encuentran datos sobre el estado del Egipto predinástico en compilaciones de fuentes extremadamente antiguas. Las escenas grabadas en las paredes de la calzada que lleva el templo funerario representan, entre otras: una jirafa, asiáticos en barcos de altura, una batalla entre egipcios y extranjeros y, finalmente, unos egipcios enflaquecidos por una época de carestía. Estas escenas, de una notable calidad artística, nos informan sobre el reinado de Unas menos de lo que se podría esperar, pues las leyendas que las acompañan están destruidas; sin embargo, son suficientes para demostrar que Unas realizó una política activa con respecto a los pueblos próximos a Egipto.

Con Unas termina la V Dinastía. Ésta nos ha dejado menos monumentos reales que la de los constructores de las grandes pirámides; en cambio, bajo su reinado, los particulares se han ido acostumbrando poco a poco a decorar sus tumbas, o mastabas (de un nombre árabe que hace alusión a la forma exterior de estos monumentos), con escenas de la vida privada. Estas escenas, en las que los artistas del Imperio Antiguo dieron libre curso a su inspiración y a su fantasía creadora, constituyen una fuente incomparable de conocimientos no sólo del arte, sino también de la cultura egipcia de esta época. Por lo demás, su propia riqueza nos demuestra de manera suficiente que el poder real ha comenzado a debilitarse. Existe gran diferencia entre Kheops, soberbiamente enterrado en su gigantesca pirámide, fuera de toda comparación con las tumbas de sus funcionarios que se agrupan en torno a él, y Unas, cuyo monumento funerario sólo se distingue ya de los de sus funcionarios por la forma misma de la pirámide que, además, es ahora mucho más reducida.

La decoración de las tumbas contemporáneas de la V Dinastía, como las de los llamados Ti, Mereruka y Ptahhotep, entre otros, puede soportar la comparación con los relieves de las calzadas reales. Este debilitamiento del poder real se va a acelerar durante la dinastía siguiente y va a alterar ya las características de la civilización del Imperio Antiguo. Por esto es por lo que conviene volver a observar ahora lo que fue la civilización egipcia a lo largo de las III, IV y V Dinastías, que señalan el apogeo del Imperio Antiguo.

VI. LA CIVILIZACIÓN EGIPCIA DURANTE EL IMPERIO ANTIGUO

Durante el Imperio Antiguo Egipto se convierte en una de las grandes civilizaciones de la Antigüedad preclásica. El faraón reina sobre un país que se extiende desde la segunda catarata, por lo menos, hasta las costas del Mediterráneo. Por su extensión, Egipto es, pues, uno de los estados más poderosos, o el más poderoso de esta civilización; por su arte es uno de los más importantes. Por estas razones es necesario tener una visión de conjunto del Egipto del Imperio Antiguo.

a) La organización política y administrativa

Como hemos tenido ocasión de demostrar, Egipto no pudo prosperar hasta que los trabajos exigidos para la utilización y el control de la crecida del Nilo se realizaron al tiempo en todo el país. Estos trabajos necesitan una administración competente. Durante el Imperio Antiguo, como en la época arcaica, el «encargado de la excavación de los canales» (adj-mer) es el jefe de la provincia, del nomo, y depende directamente de la autoridad real. Al título antiguo de adj-mer añade los de «jefe del castillo» y «conductor del país»; es el que está encargado del censo, que se realiza cada dos años, y de la justicia. En realidad es probable que el nomarca reúna en su persona, y para la totalidad de su provincia, todos los poderes que posee el rey sobre el conjunto del país.

Es posible que la gran autoridad del jefe de provincia haya sido moderada por un control de la administración central, pero estamos mal informados sobre la organización administrativa real de Egipto durante el Imperio Antiguo. La única fuente de que disponemos para estudiarla está extraída de las enumeraciones de títulos grabados en las paredes de las tumbas de los funcionarios. Ahora bien, estos títulos tienen un valor evidentemente muy desigual. Algunos son incluso únicamente honoríficos: títulos antiguos de la época arcaica que ya no tienen un contenido real, como «compañero único», «conocido del rey», «encargado de Hieracómpolis», etc., o títulos creados con la única intención de satisfacer la vanidad del difunto, tales como los precedidos por la expresión «jefe de los secretos», «jefe de los secretos de las cosas que un solo hombre ve», «jefe de los secretos del rey en todo lugar», etc. Los títulos que se refieren al servicio personal del rey tienen, sin duda, una mayor realidad. Algunos funcionarios están encargados del guardarropa real (taparrabos, coronas, pelucas, sandalias), o de su conservación, como los lavanderos. Los médicos pertenecen a esta categoría de funcionarios y, también, según parece, los jefes de los artesanos encargados de la dirección de los talleres de tejidos, de metalurgia, de carpintería, etc., que proveían a las propiedades reales y a la corte de todos los objetos manufacturados indispensables para la vida cotidiana. Las listas de títulos mencionan, por último, a numerosos sacerdotes vinculados al culto en los templos divinos o bien en los templos funerarios de los faraones. Por otra parte, se observa que este clero no es especializado: de hecho los funcionarios civiles ostentan frecuentemente títulos sacerdotales.

De hecho, toda autoridad proviene del rey que es el jefe real de la organización administrativa del país en su conjunto. Si se le aplicaran al pie de la letra los epítetos que le califican, habría que ver en él a un verdadero dios sobre la tierra: «hijo de Re‘», descendiente de Horus, es por excelencia el «dios bueno» (neter nefer), de quien depende el orden universal. La cuerda o «cartucho» que rodea su nombre y que aparece durante el Imperio Antiguo es posiblemente un símbolo del curso del sol alrededor del mundo. Como el astro celeste, el faraón sería, pues, el dueño del universo. La realidad es más modesta y G. Posener ha demostrado que el faraón, lejos de ser omnipotente, no dudaba en recurrir a los médicos para que curasen a sus propios servidores. Pero si el rey no es un «dios», en el sentido que hoy damos a esta palabra, participa, sin embargo, de la «naturaleza» divina. Según la creencia popular, el dios Re‘ en persona se había unido a una mujer para engendrar los primeros reyes de la V Dinastía; así, pues, el poder real es de origen divino, hecho del que se deriva la importancia de la sangre en la transmisión de la autoridad, importancia que se revela en cada cambio de dinastía. Durante el Imperio Antiguo, el primer soberano de una nueva línea dinástica procede siempre de una rama menor de la dinastía precedente, y es frecuente que confirme su autoridad por medio de la unión con una hermanastra descendiente de la rama primogénita.

Monarca por derecho divino, el rey tiene todos los poderes: administrativo, judicial, militar y religioso. Como le es imposible ejercerlos personalmente sobre todo el país, se hace ayudar. Parece ser que, en la época arcaica, e incluso bajo la III Dinastía, el «canciller del bajo Egipto» era quien dirigía la administración central. Con la IV Dinastía y Snefru, el puesto más elevado lo ocupa el visir (taty). Es muy posible que esta función existiera ya bajo la III Dinastía: por ejemplo, Imhotep desempeñaba el papel de visir, pero este título no figura de forma indudable hasta la dinastía siguiente. A la vez, el título de «canciller del bajo Egipto» cae en desuso y queda reemplazado por el de «canciller del dios», la palabra dios designa en esta ocasión al faraón reinante. Los «cancilleres del dios» tienen a menudo a su cargo la dirección de las expediciones reales a las minas, a las canteras o al extranjero.

El visir es un auténtico alter ego del rey, y ésta es la razón por la que suele parecer que pertenece a la familia real. Así, el primer visir conocido, Nefermaat, parece ser hijo de Huni y, por tanto, hermanastro o hermano de Snefru. Lo mismo sucede bajo Kheops y Khefren. Entre las muchas atribuciones del visir es menester mencionar la justicia; es el gran maestro de los «seis tribunales» y, en virtud de este título, posee también, a partir de la V Dinastía, el de «sacerdote de Maat», diosa de la verdad, de la justicia y del orden universal. De hecho, el visir vigila toda la administración, tanto la del tesoro, el arsenal y los trabajos agrícolas o públicos como los servicios de la corte. Es asistido por los «jefes de misión» y se puede suponer que éstos son los encargados de asegurar el control y la conexión con la administración provincial.

El tesoro es uno de los más importantes de los «departamentos» administrativos. En su origen estaba compuesto por una «casa blanca» y por una «casa roja», pero en el Antiguo Imperio se unificaron bajo el nombre de «doble casa blanca». Allí se recogían los cereales, lino, pieles, cuerdas, etc., recibidos a modo de tributo. Estas mercancías se almacenaban en el «doble granero», dirigido por un «jefe del doble granero». Cada nomo disponía de su doble granero, imprescindible para remunerar al personal administrativo de la provincia y organizar los trabajos de interés general: diques, canales, etc. De hecho, Egipto sólo conoció la moneda muy al final de su historia y, en consecuencia, todos los servicios se pagaban en especie, los altos funcionarios percibían los beneficios de las propiedades particulares que les habían sido asignadas, entre los pequeños funcionarios y los obreros se distribuían géneros indispensables: pan, bebida y vestidos. El antiguo título de imakhu (literalmente, «alimentad») hace alusión a este sistema por el cual el servidor y el funcionario eran esencialmente unos «alimentados» por el rey.

Para funcionar bien, esta organización exige una descentralización extrema: el tesoro debe estar capacitado para distribuir rápidamente las reservas que almacena sobre todo el territorio. El «tesoro central», situado en la capital, Menfis, en el Imperio Antiguo, no debía guardar en especie nada más que lo que era necesario para el abastecimiento de la propia capital, de la corte y del ejército de funcionarios de la residencia; el resto de las reservas estaba distribuido en los graneros provinciales. Pero para que el país pudiera administrarse eficazmente era necesario que el tesoro central conociera con exactitud las reservas de los diferentes depósitos de provincias; de ahí la necesidad de una correspondencia administrativa importante. Por ello uno de los cargos esenciales del visir era la custodia de los archivos, donde se conservaban los decretos reales, títulos de propiedad, contratos y testamentos, y que permitía, entre otras cosas, el control de los tributos que debían al tesoro.

No es exagerado afirmar que, en definitiva, la organización administrativa de Egipto reposaba sobre el «escriba». En efecto, es él quien, a nivel provincial, contabiliza los bienes y controla las entradas y, a escala central, reúne y clasifica la documentación venida de las provincias, documentación que, a su vez, sirve de base a la administración propiamente dicha que dirigen el visir y sus asistentes. Desde la I Dinastía por lo menos, las oficinas egipcias disponían de un material incomparable para la escritura: el papiro. Obtenidos a partir de las fibras internas del tallo del cyperus papyrus, los «rollos» de papiro eran ligeros, flexibles y manejables. Permitían a los escribas realizar fácilmente todas las operaciones indispensables de la administración: relación del personal y del material, contabilidad, registro de los decretos y de las actas, puesta al día del catastro, etc. Su único defecto es el de ser sensibles a la humedad, y, sobre todo, al fuego, con la consecuencia, trágica para el historiador, de que los documentos escritos sobre papiro que habrían permitido el estudio de la administración durante el Imperio Antiguo han desaparecido hace largo tiempo, salvo raras excepciones.

Uno de los motivos frecuentes del arte egipcio del Imperio Antiguo es la representación del escriba: en cuclillas sobre una estera, con el rollo de papiro en la mano izquierda, el «pliego» bien sostenido sobre las rodillas y los ojos atentos, parece dispuesto eternamente a escribir al dictado o a releer la última frase que acaba de trazar con su pincel, un simple segmento de junco con la punta afilada. El escriba es el engranaje obrero de toda la organización egipcia y nos gustaría conocer mejor cómo se preparaba para desempeñar las múltiples tareas que le incumbían. En fecha posterior, parece ser que cada ciudad disponía de una «casa de vida» (per-ankh) donde se formaba a los escribas. No es imposible que el Imperio Antiguo haya dispuesto de centros similares.

Sin duda, los escribas se reclutaban fundamentalmente entre los hijos de los funcionarios. De todas formas no existía un sistema de castas y, por tanto, no parece imposible que un hijo de campesino llegara a escriba; todos los súbditos eran iguales ante el rey. Es razonable pensar que el azar o la protección hayan tenido tanta parte en el ascenso de un funcionario como sus capacidades personales.

El ejército, dirigido en principio por el rey, no parece haber tenido una organización especial en el Imperio Antiguo. Los nomos, en caso de necesidad, debían contribuir con contingentes de tropas formadas por los jóvenes de cierta edad. El faraón designaba después a los jefes de misión que asumían la dirección de estos contingentes y que, con ocasión de ello, tomaban un título militar que se puede traducir por «jefe de tropa» o «general». Este título se añadía simplemente a sus títulos permanentes de carácter civil. La unidad básica de la organización militar parece que fue a menudo «el barco» que servía para transportar al ejército a sus bases de partida.

b) La vida económica

La organización económica egipcia reposa enteramente sobre la agricultura, y la célula base de la vida egipcia es la propiedad agrícola. Sin embargo, está todavía en discusión el problema de la propiedad del suelo. Se ha admitido durante mucho tiempo, siguiendo el sistema en vigor de la época tolemaica, que el rey era jurídicamente el único propietario de la tierra en Egipto. Pero numerosos hechos contradicen este punto de vista (J. Pirenne): así Meten, alto funcionario del período comprendido entre el final de la III Dinastía y el comienzo de la IV, posee en propiedad los dominios que compra y conocemos actas de venta de propiedades. Éstas parecen alienables y, por otra parte, podían ser gravadas con servidumbres permanentes por la sola voluntad del propietario: esto es lo que ocurría comúnmente con motivo de la constitución de dotaciones destinadas a asegurar un culto funerario permanente. Por último, la propiedad podía repartirse igualmente entre los hijos a partir de la muerte de su padre. Es necesario reconocer que todo esto tiende a establecer el hecho de que la propiedad del suelo no estaba reservada al rey. Uno de los rasgos característicos de la propiedad egipcia es el de su parcelación y su débil extensión: Meten, al que se puede considerar como un gran propietario, no poseía más que 125 hectáreas (75 en propiedad y 50 agregadas a su cargo) que estaban dispersas por diferentes nomos.

Al lado de las tierras que se pueden calificar como de derecho común existían las indiscutiblemente reales, llamadas khentiu-she, que se arrendaban a funcionarios especiales. Parece que muchas de ellas estaban situadas en el límite del desierto. Eran las tierras ganadas a este último gracias al perfeccionamiento del sistema de irrigación y a la extensión de los canales, y de este modo podían dedicarse a la horticultura o a pastos. Estas tierras eran las que empleaba el faraón para las dotaciones a los templos o a particulares y, fundamentalmente, para asignar las rentas destinadas a sostener el culto funerario.

La vida agrícola egipcia, fuente de toda riqueza, está sólidamente regulada por el Nilo a medida que las aguas de la crecida se retiran. A partir de fines de septiembre, el campesino aprovecha para sembrar la tierra todavía húmeda, es decir, semilíquida; basta con hacer pasar a continuación un rebaño por el campo para que el grano quede enterrado. Si la tierra está poco impregnada de agua o ya seca, el cultivador desparrama los granos por el suelo y los entierra inmediatamente con una azada o un arado.

Los dos grandes cultivos fueron el trigo duro o espelta y el lino; sin embargo, también se conocían la avena y el mijo. El trigo era la base de la alimentación; transformado en pan, y, a partir del pan, en cerveza, totaliza de tal forma la alimentación que la expresión «un pan-cerveza» es sinónimo de una comida completa. Una vez sembrados los campos, el agricultor consagraba gran parte de su tiempo a los cultivos hortícolas: cebollas, pepinos, ajo, lechuga y puerros. De hecho, aunque los grandes cultivos necesitaban poco riego o podían pasarse sin él, los cereales y el lino sólo crecían gracias, al parecer, a la humedad acumulada en el suelo durante la inundación; los cultivos hortícolas exigían un riego regular. Nada indica que el Imperio Antiguo haya conocido el shaduf. Por tanto, el campesino debía sacar el agua del río para los cultivos que se extendían en sus riberas, o bien del estanque que existía en cada jardín.

Cuatro o cinco meses después de la siembra que había tenido lugar durante la estación peret, comenzaba la siega, que ocupaba la mayor parte de la estación shemu. El trigo se cortaba hacia la mitad del tallo por medio de una hoz; el lino se desgargolaba una vez arrancado. Los cereales, después del espigado sobre un área circular que pisoteaba un rebaño, se aventaban y almacenaban en silos cilíndricos bajo la mirada atenta de los escribas que contaban los sacos a medida que los campesinos los vaciaban en las trojes. Una vez realizado esto, sólo quedaba esperar la nueva inundación que, con la estación akhet, iría a cubrir de nuevo los campos desecados por el ardiente sol de junio y julio.

Pero el Egipto del Imperio Antiguo no dependía sólo de los grandes cultivos para su subsistencia. La ganadería, la caza y la pesca aún representaban un papel importante en la vida económica del país. Se sabe que en la época predinástica y arcaica los egipcios realizaron múltiples pruebas de domesticación: incluso intentaron aprisionar a las hienas para la caza y la alimentación. Aún se continúan estos experimentos durante el Imperio Antiguo: algunos antílopes, fundamentalmente los órix, fueron domesticados y sirvieron como carne de igual categoría que la del buey. Entre las aves, al lado de numerosas especies de patos y ocas domésticas, se domesticaron las grullas y los pelícanos en los corrales de las grandes mansiones.

La ganadería, a la que se debía dedicar una parte notable de la población, se hacía en dos tiempos. En el primero, el rebaño vivía en libertad absoluta en las grandes praderas naturales, situadas sin duda en los territorios del valle próximos al río o aún mal drenados. Los pastores vivían con su rebaño y le seguían en sus desplazamientos, guiaban las vacas, las asistían en el parto y cuidaban de las terneras cuando había que atravesar un brazo de agua o un pantano profundo. En un segundo tiempo, los ganaderos seleccionaban algunos animales que transportaban a granjas especializadas en la cría, donde se agregaban al resto en los fértiles pastos y después se cebaban a la fuerza. Estos animales eran los que abastecían de carne la mesa real y los altares de los dioses. Un funcionario especial, el heri-udjeb, era el encargado de inspeccionar las últimas operaciones. Para el laboreo de los campos, los agricultores del Imperio Antiguo utilizaban el asno, que les servía de bestia de carga fundamentalmente para la siembra, el transporte y la trilla. Raramente se utilizó a la vaca para tirar del arado. El caballo no aparecerá hasta el año 1700 y el dromedario todavía más tarde.

La cría de las aves también se practicaba en dos tiempos. Los animales eran dejados primero en libertad relativa en un corral inmenso, con un estanque y provisto abundantemente de granos. Después, las aves, ocas o grullas, se cebaban con bolas de alimento hasta que estaban a punto para el asador. Granjas especializadas se ocupaban de la cría de aves y numerosos escribas estaban encargados de controlar su buena marcha.

A los altos funcionarios del Imperio Antiguo les gustaba ser representados en el acto de cazar, en el desierto o en las marismas. La caza del desierto tenía, según parece, un doble propósito: complementaba el aprovisionamiento de carne y proporcionaba nuevos objetos de experimentación a los ganaderos; ésta es la razón por la cual la caza con arco aparece junto a la caza con lazo, que permitía atrapar vivos a los animales. Los cazadores se hacían ayudar por galgos africanos. Por otra parte, y al lado de este fin utilitario, la caza tenía, sin duda alguna, un carácter religioso: los animales del desierto tenían, por esta misma razón, un carácter maléfico, ya que dependían del dios Seth, hermano y enemigo de Osiris, y, por tanto, era necesario destruirlos. Este papel religioso ritual que se adivina en la caza de los animales del desierto también se encuentra en la del hipopótamo, cuyo carácter religioso se remonta a la época predinástica. No sólo practicaban la caza los privilegiados de la fortuna, sino que también se encargaba de ella un cuerpo de especialistas, los nuu, quienes, al parecer, compartían esta actividad con la de guardia fronterizo.

Finalmente, Egipto extraía grandes recursos de las marismas, que le proporcionaban el papiro, indispensable para la administración y con el cual se fabricaban cuerdas y redes, así como embarcaciones ligeras para la pesca y la caza en las espesuras de los pantanos. De hecho, el pescado era una de las bases de la alimentación. Para conseguirlo todos los medios eran buenos: utilizaban una gran traína que exigía un numeroso equipo de pescadores, nasas de diversos tamaños, cañas individuales con anzuelos y, por último, arpones para las especies más grandes. El pescado se preparaba en el mismo lugar, se abría en dos y se ponía a secar inmediatamente. Los pantanos eran también el lugar de refugio de numerosas aves de paso, y los egipcios las aprovechaban para repoblar sus corrales: se tendían grandes redes sobre la marisma que, a una señal del ojeador, se cerraban sobre sus presas.

La propiedad egipcia, con sus campesinos que practican el cultivo a gran escala y la jardinería, con sus pastores y ganaderos que multiplican la riqueza pecuaria y con sus cazadores y pescadores, formaba una unidad económica tanto más autosuficiente cuanto que se complementaba con los talleres donde los artesanos preparaban los útiles necesarios para la explotación y transformaban la materia prima en productos acabados. Realmente sólo conocemos estas fincas por las representaciones de las mastabas, pero es evidente que al lado de las propiedades privadas existían también las reales y las de los templos.

Todas las propiedades, privadas o eclesiásticas, estaban sometidas a la obligación de tributar al tesoro. Pero, a partir de la V Dinastía, el rey adquirió la costumbre de conceder inmunidades a los templos y a los particulares y la de donar algunas propiedades de la corona a los particulares, principalmente para que pudieran organizar el culto funerario, o a los templos para que pudieran mantener el servicio de las ofrendas divinas. Esta doble práctica contribuyó a reducir los ingresos del estado y será una de las causas del hundimiento del Imperio Antiguo.

La agricultura es la base de la economía egipcia, pero es insuficiente para suministrarle algunos de los productos indispensables para el desarrollo de la civilización. En efecto, Egipto carece de madera de construcción, de la que necesita tanto para sus construcciones navales, extremadamente importantes, ya que todos los transportes se realizan por vía fluvial, como para la edificación de los templos y palacios. Además, el valle del Nilo propiamente dicho no posee yacimientos mineros: los existentes están situados en la periferia, sobre todo en el macizo montañoso del desierto arábigo y, a veces, bastante alejados del río. Ahora bien, el desarrollo de la economía exige que Egipto posea una cantidad cada vez mayor de metal. Precisa, por tanto, procurarse madera y cobre, a los cuales hay que añadir las piedras raras o semipreciosas necesarias a los joyeros y fabricantes de vasos y el incienso indispensable para el culto diario.

Pese a todo lo expuesto, no parece que haya habido, en la época primitiva ni durante el Imperio Antiguo, comerciantes o negociantes particulares que hayan ido al extranjero a cambiar los productos egipcios por las materias primas que faltan en el valle del Nilo. Las expediciones comerciales dependen esencialmente del rey y pueden ser muy importantes: Snefru, como ya hemos visto, envió una verdadera flota de 40 navíos a la costa sirio-palestina, y Sahure‘ mandó que se realizara por lo menos una expedición a la costa de Somalia para traer incienso. La península del Sinaí era visitada regularmente por los egipcios para recoger turquesas y, posiblemente, cobre. Este metal procedía también de las minas del desierto oriental, quizá de Nubia. La cantidad de cobre extraído es considerable, pues Sahure‘ puede mandar hacer, para su pirámide, un tubo de desagüe de cobre a lo largo de la calzada de más de 300 m de longitud. El oro se explotaba en las minas orientales y llegó a ser lo suficientemente abundante para servir de patrón de referencia en las transacciones: la unidad es el shat, de unos 7 gr. En fin, son numerosas las expediciones reales hacia las canteras de piedra de los desiertos orientales, occidentales o meridionales que proporcionan las piedras duras requeridas por los arquitectos, escultores y fabricantes de vasos.

Al lado de este gran comercio de exclusiva competencia real, el pequeño comercio no parece exigir la existencia de una clase particular de la población. Los servicios se pagan en especie y el pueblo parece que se conforma con cambiar lo que le sobra por los productos que desea. Nos han llegado algunas representaciones en donde se ve a un hortelano cambiar verduras por un abanico o a un campesino un líquido, acaso cerveza, por sandalias. El patrón de valor permitía las transacciones más importantes: un funcionario, por ejemplo, vende una casa por muebles valorados en 10 shats de oro; del mismo modo, para simplificar su contabilidad, los escribas de la V Dinastía valoraron en shats las diferentes mercancías remitidas al tesoro en concepto de tributo. Sin embargo, este patrón de referencia no se traduce materialmente en una verdadera moneda, y, si quiere subsistir, el individuo no cuenta más que con su situación en la organización social del país, sea funcionario, labriego o artesano de una propiedad o que haya heredado de sus padres tierras suficientes para vivir de sus rentas.

c) La organización social

En la cúspide de la escala social se encuentran el rey y la familia real, que puede ser muy numerosa, pues al parecer el soberano, a diferencia de sus súbditos, puede tener varias esposas legítimas, llevando el título de reina la primera en contraer matrimonio con él. Fuera de la familia real no parece que haya habido verdadera nobleza hereditaria. La corte está formada por los altos funcionarios y los servidores personales del soberano. Sin embargo, las necesidades del culto funerario tienden a convertir en hereditarias las funciones, de manera que una clase dirigente hereditaria está en vía de formación bajo el Imperio Antiguo, pero el proceso todavía no está terminado.

Los funcionarios son principalmente los escribas. Saber leer, escribir y contar es condición suficiente, pero indispensable, para hacer una carrera administrativa. La literatura egipcia, a partir del Imperio Medio, tomará como tema favorito de sus composiciones la oposición entre la fácil vida del escriba y el duro trabajo de las otras clases. Hemos visto que no hay una casta de escribas propiamente dicha, pero éstos tienden a reclutarse entre las familias de funcionarios.

La función pública, cuando alcanza a los puestos superiores, es fuente de riqueza, y los altos funcionarios se aprovechan de esta ventaja para adquirir propiedades que legan a sus descendientes. Es posible, por tanto, que se esté formando una clase de propietarios territoriales que viven de las rentas de sus fincas. No obstante, la formación de semejante clase está fuertemente frenada por la costumbre egipcia de que a la muerte de los padres el caudal familiar se reparta por igual entre todos los hijos, excepción hecha de la parte legada a título inalienable para asegurar el culto funerario del padre. De esta manera la propiedad privada tiende a convertirse en bienes inalienables.

Por debajo de los escribas se hallan los labriegos y los artesanos. Se observa una acusada especialización de la mano de obra en las propiedades rústicas: el labriego propiamente dicho sólo se ocupa de los grandes cultivos, cereales y lino, los pastores son quienes cuidan el ganado y los pescadores y cazadores se agrupan en equipos que se dedican respectivamente a la pesca y a la caza. Ocurre igual entre los artesanos: molineros, carpinteros, alfareros, canteros, tallistas, fundidores y orfebres, etcétera. Los trabajos importantes se hacían por medio de levas, posiblemente reclutadas sobre todo entre los campesinos; pero una vez acabada la cosecha quedaba libre esta mano de obra, por lo menos en parte del verano (shemu), para cuidar los diques y canales a fin de prever la próxima inundación. El período de casi tres meses en que Egipto quedaba inundado liberaba a su vez a una gran parte de la mano de obra; sin duda es en este momento cuando se construían las pirámides y los monumentos erigidos en el desierto, al abrigo de la inundación. Una vez llegada, la inundación facilitaba los transportes, que se hacían por medio de barcas, lo que acortaba sensiblemente los trayectos, por ejemplo, de las canteras a los monumentos.

Por falta de documentos se conoce mal la situación jurídica de las diferentes clases de la población. Es muy posible que la población rural estuviera más o menos adscrita a la tierra, aunque algunos contratos de trabajo hicieran posible la existencia de una mano de obra independiente de las propiedades territoriales. No existía en absoluto el esclavo tal y como se ha conocido en la Antigüedad clásica: si algunos actos jurídicos dan fe de ciertas transacciones que afectaban a las tierras junto con los campesinos que las cultivaban, en cambio no se ha encontrado en los testamentos ( imyt-per) legados que transmitan servidores o sirvientas a los herederos. Naturalmente nuestros conceptos de libertad y servidumbre pierden bastante de su contenido cuando se aplican a una sociedad en la que para vivir era necesario estar integrado en una propiedad territorial o en una función que constituía, en ausencia de otro medio de intercambio, la única posibilidad de procurarse alimento y vestido.

d) La religión

Heródoto ya constató que «los egipcios son los más religiosos de los hombres», y, en efecto, la religión ocupa un importante lugar en la civilización faraónica. Se la puede considerar bajo dos aspectos: el culto divino propiamente dicho y la religión funeraria. Desde el comienzo del Imperio Antiguo, esta última va adquiriendo una importancia creciente hasta formar algo distinto, en algún aspecto, a la religión como tal, aunque los mismos dioses se encuentran en ambos cultos. Mientras que la religión propiamente dicha es local, cada provincia o nomo tiene su dios principal y sus dioses secundarios, la característica de la religión funeraria es la universalidad: los dioses que presiden el culto de los muertos son los mismos para todo Egipto y los ritos de inhumación son idénticos desde la primera catarata hasta el Mediterráneo, por lo menos en la época histórica.

Aparte de los templos solares de la V Dinastía, se conocen pocos en el Imperio Antiguo. La mayoría de los santuarios de esta época fueron destruidos, o estaban ya en ruinas, durante el primer período intermedio. Es difícil, por tanto, estudiar el culto provincial que se tributaba en estos edificios. Sin embargo, los grandes centros religiosos conocieron en el Imperio Antiguo una actividad considerable. Entonces fue cuando se elaboraron las grandes leyendas mitológicas que explicaban la creación del mundo. Existen casi tantos sistemas como ciudades importantes. Los más notables son los de Heliópolis, Hermópolis y Menfis, que explicaban la creación por medio de la aparición sucesiva de parejas divinas que simbolizaban las grandes fuerzas de la naturaleza. Los nombres y el número de estas parejas varían según los sistemas. Al lado de esta religión erudita elaborada por el clero de los grandes templos, la religión popular, difícil de estudiar, parece estar relacionada con el culto de los animales sagrados cuyo origen se remonta al predinástico: el buey Apis, uno de los más populares de estos dioses, se conocía ya desde la I Dinastía. Es ésta misma la que, al parecer, elabora las grandes leyendas que conocemos solamente por medio de referencias tardías: el ciclo solar y el ciclo de Osiris constituyen el núcleo de estas leyendas que están repletas de rasgos pintorescos.

Los grandes dioses del Imperio Antiguo son: Atón-Re‘, en Heliópolis; Ptah, en Menfis; Thot, en Hermópolis, y Min, en Coptos; este último es uno de los dioses conocidos desde más antiguo. Osiris, dios originario del Delta de cuya existencia se tiene constancia desde la época arcaica, adquiere cada vez más importancia, y se une poco a poco a dioses más antiguos, como Horus, el dios-halcón adorado en numerosas localidades, y Anubis, el dios-perro de Asyut. Entre las diosas se debe citar a Hathor, diosa de Denderah; a Isis, originaria del Delta, como Osiris, del que se la considera esposa ya en los primeros momentos; a Neith o Neit, de Sais; a Nekhabit o Nekhbet, diosa-buitre de el-Qab. Cada uno de estos dioses y diosas, en unión de otros muchos, se adoraba especialmente en una o varias provincias, en las cuales estaba asociado a otras divinidades para formar familias divinas. Finalmente, desde el Imperio Antiguo los teólogos utilizaron el sincretismo en amplia medida y así los de Heliópolis asimilaron a casi todos los dioses provinciales con Re‘. Análogamente, en Menfis se identificó a los grandes dioses con Ptah. Esta tendencia se desarrollará a través de los siglos para alcanzar su apogeo en la época tolemaica.

La religión funeraria constituye probablemente el aspecto más característico de las creencias egipcias, y la multiplicidad de sus orígenes la hacen muy compleja. Efectivamente, posee simultáneamente: un aspecto subterráneo que se remonta a la época más antigua, cuando los egipcios del Neolítico y del predinástico creían que los muertos continuaban viviendo en el suelo donde habían sido depositados rodeados de sus armas y provisiones; un aspecto sideral que se muestra por primera vez durante el predinástico, cuando ciertos sectores de la población creían que el alma al separarse del cuerpo iba a refugiarse en las estrellas del cielo septentrional, y, por último, un aspecto solar reservado únicamente al difunto real que alcanzaba la barca del dios Sol y pasaba toda la eternidad en compañía de este último.

Hacia el final del Imperio Antiguo los tres aspectos tienden a fundirse en un solo sistema que, por ello mismo, está lleno de contradicciones. El muerto vive en un mundo subterráneo en el que gobierna Osiris, pero al mismo tiempo, gracias sobre todo a artificios mágicos, puede acompañar al sol en su curso diurno y nocturno o vivir en las praderas celestes. De todas formas, una condición parece esencial en la vida de ultratumba: es la permanencia de un soporte después de la muerte en el cual el alma, o las almas, del difunto puedan llegar a integrarse. El mejor soporte es el propio cuerpo y por esta razón surgen, desde el Imperio Antiguo, los complicados ritos de la momificación, destinados a conseguir que el cuerpo se conserve incorrupto. Pero, a pesar de todas estas precauciones, el cuerpo puede desaparecer, y esta contingencia puede prevenirse mediante estatuas que lo reemplacen. Fundamentalmente, a esta creencia se debe el que nuestros museos posean tal riqueza en estatuas egipcias.

Paralelamente a la evolución de las creencias que se refieren a la vida de ultratumba se van complicando cada vez más las prácticas de inhumación. Las cámaras cada vez más numerosas de las tumbas del final del período predinástico sustituyen al foso oval de las tumbas primitivas y culminan con los palacios de las tumbas reales de las dos primeras dinastías y con los conjuntos piramidales. En el Imperio Antiguo, los particulares poseen ya sus «moradas de la eternidad», las mastabas, que guardan múltiples estatuas y, sobre todo, escenas con una decoración en constante perfeccionamiento que, al describir las diferentes etapas de la elaboración del alimento o de los objetos de primera necesidad, como la recogida de los cereales o la fermentación de la cerveza y del vino, dan al afortunado poseedor de semejante tumba la seguridad de estar provisto eternamente con los bienes de este mundo.

La necesidad de conservar el culto funerario es la causa que determinó la rápida evolución y más tarde la decadencia del Imperio Antiguo. En efecto, para subsistir en el reino de ultratumba los muertos necesitan ofrendas que en parte quedaban aseguradas por la piedad filial de la familia, que desde entonces comenzó a reclamar en herencia la función desempeñada por el difunto para permitir al hijo ocuparse del culto funerario de su padre, y, en parte, por las rentas destinadas al mismo culto. La realeza menfita se va a empobrecer a fuerza de distribuir a sus funcionarios o a sus templos tierras reales cuyos ingresos se dedican al aprovisionamiento de las tumbas.

La mayor parte de nuestros conocimientos sobre la religión, particularmente sobre las creencias funerarias egipcias durante el Imperio Antiguo, se ha sacado de los llamados textos de las pirámides. Estos textos constituyen una colección de fórmulas destinadas a procurar al muerto la forma de resolver todas las dificultades que pudiera encontrar en el más allá. Están destinadas al difunto real, pero reflejan las creencias que ya se iban difundiendo por toda la población. Aparecen por vez primera en las paredes de la pirámide de Unas, y se las encontrará desde entonces en todas las pirámides de la VI Dinastía; a ello deben su nombre. Estas fórmulas datan de diversas épocas: algunas se remontan sin duda al período predinástico y hacen alusión a los sucesos políticos de este período. En ellas se distinguen dos corrientes: en una, que debió tener su origen en el sacerdocio de Heliópolis, el dios-sol Re‘ representa un papel esencial, y en la otra es Osiris, dios de los muertos, el que ostenta la primacía. Muchas de las fórmulas de los textos de las pirámides pasaron después a los textos de los sarcófagos del Imperio Medio, y por su mediación, al Libro de los muertos del Imperio Nuevo.

e) El arte

En numerosos aspectos el arte del Imperio Antiguo se puede considerar como el más acabado de toda la civilización egipcia, y precisamente de sus obras maestras tomarán modelo los artistas del renacimiento saíta. Desde la III Dinastía la arquitectura ha dado un paso decisivo; abandona, por lo menos en lo que concierne a los grandes monumentos, el ladrillo cocido para emplear la piedra. Ésta, sobre todo la caliza de Tura, cantera situada al sur de El Cairo, se utiliza primero tallada en piezas pequeñas, como si el arquitecto hubiera querido imitar en piedra la disposición de los ladrillos, pero rápidamente los arquitectos comprenden las posibilidades que ofrece el nuevo material y comienzan a emplear bloques cada vez más grandes.

Hemos visto que en la construcción de las pirámides es donde los progresos de la arquitectura se manifiestan más rápidamente. El complejo formado por la pirámide propiamente dicha y por todos sus elementos anejos constituye una verdadera escuela para los arquitectos y sus ayudantes. Como en cada reinado se erigía un nuevo conjunto funerario, no se perdía la experiencia adquirida en la construcción precedente. De hecho, en muchos de estos casos fueron los mismos artesanos los que acabaron un monumento y comenzaron los del reinado siguiente. Esto basta para explicar los rápidos progresos existentes en el arte de la construcción a partir de Djeser.

Mientras la pirámide escalonada, por ejemplo, tiene columnas en parte adosadas a los muros, desde la dinastía siguiente los arquitectos utilizan pilares, y sin duda columnas poligonales o redondas, para sostener libremente los arquitrabes. El patio porticado se convierte en uno de los elementos característicos del repertorio arquitectónico egipcio. Los arquitectos aprenden también a aligerar la enorme masa de albañilería que gravita sobre las cámaras sepulcrales de la pirámide construyendo bóvedas de descarga encima de aquéllas.

A medida que se progresa en los detalles de la construcción, la decoración aparece en la arquitectura. Ya Imhotep había utilizado en Saqqarah los fustes de columnas estriados y fasciculados y los capiteles florales: flor de lis y papiro. Aunque la IV Dinastía parece preferir las líneas sobrias y rectilíneas del pilar cuadrado, no desaparece, sin embargo, la columna de capitel floral, que se convierte en una de las características de la arquitectura egipcia bajo la V Dinastía.

Un enriquecimiento de los materiales utilizados corresponde al refinamiento de formas. El granito, que pavimentaba las cámaras funerarias reales de la II Dinastía, se utiliza ya en la estructura viva de los monumentos. El templo del valle de Khefren debe gran parte de su belleza al empleo de bloques monolíticos, tanto en las paredes como en los pilares y arquitrabes. El alabastro ya no se utiliza sólo en los sarcófagos, sino que también se encuentra en el pavimento de los templos.

Los escultores y pintores llegan a ser tan hábiles como los arquitectos. Tienen numerosas ocasiones de ejercer su destreza tanto para la familia del rey como para particulares. Solamente el templo funerario de Khefren llevaba más de diecisiete estatuas del rey, de tamaño mayor que el natural, y el de Micerino debía tener tantos grupos de estatuas del rey y de diversas divinidades como nomos había en Egipto, es decir, una cuarentena. Frecuentemente se utilizaban para estas estatuas reales las piedras más duras; el Khefren de diorita de El Cairo demuestra bastante bien cómo la dureza de la materia no era obstáculo para la habilidad del escultor. Las estatuas de particulares, aun siendo más pequeñas y de una materia menos rebelde, atestiguan igualmente la innegable maestría de los artistas del Imperio Antiguo. Baste como ejemplo con el «escriba sentado» del Louvre o el «sheikh el-béled» (alcalde del pueblo) de El Cairo. Los escultores no producían sólo esculturas en bulto redondo, sino que eran también muy hábiles en el relieve. Desde la IV Dinastía, pero sobre todo en la V, se decoran con escenas esculpidas en bajorrelieve, con gran perfección de estilo, las tumbas de particulares, las calzadas de las pirámides y las paredes de los templos solares.

Las estatuas y bajorrelieves estaban pintados con colores vivos pero armoniosos. El pintor no se limitaba a ser el auxiliar del arquitecto y del escultor; los frescos que les debemos igualan en calidad a las mejores obras de los escultores. Desgraciadamente, como los frescos son más perecederos que las estatuas, incluso que las de madera, la pintura sólo se conoce por algunos monumentos muy escasos.

Las célebres ocas de Meidum, pintadas en tiempos de Snefru, hacen comprender lo que ha perdido el arte con la desaparición de las pinturas del Imperio Antiguo.

Las artes menores se conocen tan mal como la pintura. Los saqueos de las tumbas sólo nos han dejado algunos objetos, representados durante su fabricación en las escenas representadas en las tumbas. El hallazgo de la tumba de Heteferes, madre de Kheops, demuestra que los joyeros y los ebanistas no tenían nada que envidiar a los pintores y escultores.

Nada nos ha llegado de las esculturas en metal anteriores a la IV Dinastía, pero los textos manifiestan que los artesanos sabían vaciar y cincelar las estatuas. La cabeza de halcón de oro de Hieracómpolis demuestra que, allí también, estas obras igualaban a las de los otros artistas.

A pesar de la inevitable pérdida de innumerables objetos a lo largo de milenios, los productos del arte del Imperio Antiguo que han llegado hasta nuestros días demuestran que ya se había conseguido una perfección que no será jamás superada.

f) La literatura

Aparte de los textos de las pirámides, la literatura desde la III a la V Dinastías no se conoce más que por algunos textos autobiográficos demasiado cortos, y por un fragmento de las Instrucciones del rey Hordjedef. Hay que esperar hasta la IV Dinastía para conseguir textos del Imperio Antiguo más evolucionados. Es cierto que los propios textos de las pirámides, compilados sin duda de la II a la V Dinastía, son suficientes para dar una idea de la literatura de esta época. Los egipcios muestran ya su gusto por las frases de estilo paralelístico, en las que la segunda aserción repite la idea expresada en la primera con palabras diferentes.

Los «libros sapienciales», sobre todo los conocidos bajo el nombre de Instrucciones de Kagemni y de Máximas de Ptahhotep, contienen probablemente muchos proverbios y sentencias del Imperio Antiguo. Las primeras se remontarían al principio mismo de esta época, ya que Kagemni vivió bajo el rey Huni de la III Dinastía, y las segundas datarían de la V Dinastía, puesto que Ptahhotep era visir del templo de Isesi. Ambas están compuestas de una serie de consejos prácticos destinados a ayudar a «triunfar» a los jóvenes en la vida. Son consejos de buena educación más que preceptos morales. Recomiendan esencialmente la obediencia al padre y a los superiores, la virtud del silencio y de las buenas maneras en sociedad, y, finalmente, la fidelidad y la benevolencia con los inferiores.

g) La ciencia y la técnica

Cuando los egipcios de épocas posteriores al Imperio Antiguo querían dotar de autoridad a sus obras didácticas afirmaban de buena gana que habían sido copiadas de un manuscrito que procedía de uno de los grandes faraones de la época menfita, Snefru, fundamentalmente, o Isesi. ¿Qué había de cierto en estas aserciones? Es imposible saberlo; ninguna obra científica del Imperio Antiguo ha llegado hasta nosotros. Sin embargo, se ha subrayado con razón que la lengua del Papiro Smith, el mejor tratado de medicina egipcia que poseemos, se remonta, a juzgar por algunas de sus prescripciones, al Imperio Antiguo. Si se recuerda que Imhotep, por ejemplo, era considerado como un médico hábil, es posible que en esta época existieran efectivamente obras científicas.

Sea como fuera, los trabajos llevados a cabo, sobre todo bajo la IV Dinastía, demuestran que los conocimientos matemáticos de los egipcios de esta época eran por lo menos iguales a los de sus sucesores del Imperio Medio que compusieron el Papiro matemático Rhind.

Las técnicas de los artesanos aún mejoran a partir de la III Dinastía. La perfección de una estatua como la de Khefren del Museo de El Cairo es suficiente para mostrar que los escultores sabían manejar las piedras más duras. Esta técnica indujo a algunos autores a pensar que los egipcios del Imperio Antiguo no sólo conocían el hierro, sino también el acero. Por el contrario, otros han estimado que los artesanos sabían endurecer el cobre por medio de procedimientos perdidos en la actualidad. Todas estas afirmaciones son fantásticas: se ha probado recientemente que los escultores no utilizaban ningún utensilio metálico para tallar las piedras duras. Se servían únicamente de cinceles de piedra. Los cinceles de cobre sólo se utilizaban para la escultura de madera, de marfil y de piedras blandas como el esquisto y la caliza.

Los obreros metalúrgicos sabían vaciar y soldar el metal, así como cincelarlo, grabarlo, forjarlo y remacharlo. Los carpinteros podían construir lanchas y barcos de altura, con ayuda de espigones, morteros y colas de milano, sin servirse prácticamente de clavos. Finalmente, los alfareros supieron conservar y perfeccionar la técnica de fabricación de la pasta esmaltada conocida con el nombre, poco apropiado, de «mayólica egipcia». Una cámara subterránea de la pirámide escalonada de Djeser estaba totalmente recubierta de placas esmaltadas azules de un efecto prodigioso.

Así, pues, entre la III y V Dinastías, Egipto alcanza un alto grado de civilización. Es difícil pormenorizarlo por escrito. Una visita a los grandes museos europeos o americanos o al museo de El Cairo muestra mejor la grandeza y nobleza de esta civilización.

La gran masa del pueblo egipcio estaba constituida por los hombres libres, en su mayor parte campesinos, algunos de los cuales eran cultivadores propietarios de reducidas tierras y tenían otros obreros a su servicio. Eran especialistas en sus trabajos y así vemos definidos los trabajos del lagarero, labrador, sembrador, segador, espigadores, acemileros, actividades todas éstas recogidas en el arte egipcio, principalmente en los relieves de las mastabas. Estos mismos campesinos componían, mediante levas, el ejército, una vez acabadas las labores del campo.
En la ganadería ocurría algo muy parecido a lo que hemos visto en la agricultura. Los pastores y ordeñadores eran asimismo hombres libres, pero, en realidad, eran siervos totalmente condicionados en su libertad. Es lo que ocurre con los obreros propiamente dichos, mineros, canteros, obreros del alfar, carpinteros, y miembros de las diversas profesiones artesanas. Toda esta clase social, económicamente pobre, políticamente nula, constituía la base, sin embargo, de la riqueza egipcia, pues, en contra de lo que es frecuente en el Próximo Oriente, la esclavitud desempeña aquí un papel poco importante, quizá porque fuera innecesaria, dada la gran masa de población dispuesta a aceptar un régimen de libertad que bien poco se diferenciaba, en cuanto a las condiciones de trabajo, del que cabía esperar de los esclavos.

Papiro funerario egipcio de la V dinastía (Museo del Louvre, París). En él están representados varios dioses del panteón egipcio, que tomaron la forma de los animales protectores de los antiguos nomos. Cada uno de los nomos tenía un animal patronímico, acaso el primitivo tótem del clan, que después se identificó con uno de los dioses del panteón egipcio. La historia de estos primeros tiempos predinásticos, cuando los nomos eran todavía independientes, la conocemos vagamente por una serie de relieves grabados en pequeñas placas de pizarra, que llamamos “paletas”.

Paleta predinástica de 3500 a. de J.C. aproximadamente. En ella se representa una escena de la caza del león. A la derecha, el jefe asaetea al león. Tras él sigue su escudero con el símbolo del Halcón y a continuación los guerreros con cola de chacal, lanza, bumerang y maza en forma de pera. Debajo de los guerreros avanzan ciervos en hilera. Los fragmentos de la derecha están en el Museo del Louvre; el de la izquierda, en el Museo Británico de Londres.

La razón de este nombre deriva de suponer que, en un principio, sirvieron verdaderamente de paletas para desleír los colores con que se pintaban el cuerpo los habitantes del valle del Nilo. Algunas de estas tabletas o paletas muestran relieves en los que, evidentemente, se trata de conmemorar hechos históricos. En una de ellas se ven recuadros con torres que deben de indicar ciudades muradas, capitales representativas de los nomos. Dentro hay un tótem animal y encima otro que parece dominarlas o poseerlas. En otra paleta vemos al león con los halcones persiguiendo a unos hombres que van desnudos, de cabello rizado y barbudos. En otra, el león aparece vencido por unos guerreros que llevan grandes arcos. Claro está que la información que nos proporcionan las paletas predinásticas de Egipto resulta muy incoherente y confusa, pero nada parecido hemos hallado en la Europa prehistórica. Algunos animales representados son los mismos que con carácter de animal sagrado vemos en los tiempos históricos. En cambio, otros como jirafas y avestruces nunca existieron en el valle del Nilo.

 

LAS CLASES SOCIALES EN EL IMPERIO ANTIGUO
Durante las primeras dinastías egipcias aparecen sólo dos clases sociales bien diferenciadas: el gobierno y los gobernados. Por encima de ambas, en la cúspide del sistema, estaba el faraón, encar­nación del dios supremo y fuente única del poder, la ley, las riquezas y la felicidad. Diversas causas justifican este omnipoder del faraón y quizá sean razones de tipo militar y político las que den explicación lógica a esta concentración en un solo personaje y al respeto debido por sus funcionarios y gobernantes, con raras excepciones. Todo le pertenece y sobre todo tiene dominio. En este estadio superior, en relación directa con el faraón, está la familia real, en la que destacan por su importancia la reina y sus hijos, herederos en su día gracias a la pureza de su sangre, carisma éste que les garantiza el acceso a la corona.
En la escala social inmediata, y en una cierta igualdad de condiciones, existían diversos altos cargos en relación directa con el faraón y en los que se encuentra el origen de las posteriores clases aristocráticas egipcias: clero, funcionarios, oficiales del ejército y miembros de profesiones intelectuales, como pueden ser los médicos.
La clase sacerdotal dependía del faraón, en cuanto que éste era el dios gobernante, el sacerdote máximo. Si bien en las etapas iniciales no estaba totalmente desarrollada la profesión del sacerdocio, conocemos ya diversas jerarquías, como son el sumo sacerdote ex-oficio de la divinidad local y. por tanto, del culto al faraón, quien estaba asistido en sus funciones por sacerdotes de rango inferior y subordinados a su autoridad. Tales eran, entre otros, los nabu o puros, los padres divinos, el servidor divino o los doce sacerdotes que por turnos mantenían constantemente el culto a la divinidad. La función religiosa conformará a la clase sacerdotal, de tanto poder en el Egipto posterior, como clase social por el hecho de ser hereditaria.
Por lo que respecta a los funcionarios, nobleza no hereditaria, reclutada entre la clase media culta, van a constituirse en clase social bien definida como consecuencia de la política de recompensas con que el faraón premia sus servicios. Se trata, en efecto, de una lógica política de estímulo, pero no es menos cierto que gracias a ella se va a definir en Egipto un importante estamento social, basado esencialmente en la eficacia de los servicios al faraón.
Entre los funcionarios destacan por la importancia y trascendencia de sus atribuciones los magistrados, el visir, los mayordomos, portadores de las sombrillas reales, etc. Los escribas formarán una especie de subclase, muy importante por sus posibilidades de promoción a los cargos. Citemos los escribas de los libros de las bibliotecas reales, los del faraón, el escriba superior de los registros de la corte suprema y los de las contribuciones. Existían luego los funcionarios con misiones en el extranjero: los representantes del faraón, los mensajeros reales, los gobernadores, y los encargados de la custodia de los sellos, obras hidráulicas, etc., complejo y casi exhaustivo mundo que nos habla de una activa burocracia, rica en privilegios y bienes y temida por las clases inferiores artesanales y agrícolas por la subordinación que les debían y las exigencias a soportar.

Muchacha oliendo una flor de loto, relieve perteneciente a la V dinastía, expresión de la sensibilidad artística del Egipto Antiguo (Museo del Louvre, París).

 

EL FIN DEL IMPERIO ANTIGUO

Y

EL PRIMER PERIODO INTERMEDIO

 

Cuando los faraones de la VI Dinastía suceden a los de la V, el Imperio Antiguo está en su apogeo. Nada deja prever que podría hundirse. Cuatro reinados bastarán, no obstante, para que Egipto pase de un régimen estable y fuerte a un estado de anarquía total. Los mismos egipcios han sentido que el advenimiento de la VI Dinastía marcaba un «giro en la historia». El Papiro de Turín, en efecto, al llegar al reinado de Unas, último rey de la V Dinastía, se detiene para dar cuenta de todos los reinados, desde Menes hasta Unas, como si una época se acabara con la desaparición de este último.

I. LA VI DINASTÍA

No obstante, como sucede a menudo, no hay un límite claro entre el reinado de Unas y el de Teti, primer rey de la VI Dinastía. Los mismos funcionarios pasan del servicio de Unas al de Teti, principalmente el célebre Kagemni. Una de las esposas de Teti, Iput, madre del futuro Pepi I, era probablemente hija de Unas. Habría, pues, un nuevo cambio de dinastía debido al hecho de que, al no tener Unas heredero varón en línea directa, el derecho al trono era transmitido por la hija mayor a su marido, se halle o no éste emparentado con su antecesor.

La VI Dinastía comprende seis, acaso siete, reinados muy desiguales en duración e importancia. Permanece en el poder poco más de siglo y medio, aproximadamente desde el 2350 al 2200 a. C., pero sólo el reinado de Pepi II ocupa casi los dos tercios de este período:

1.     Teti (Seheteptauy).

2.     Userkare‘.

3.     Pepi I.

4.     Merenre‘ I.

5.     Pepi II.

6.     Merenre‘ II (Antyemsaf).

7.     Nitocris.

Teti reinó durante unos doce años. Según Manetón, habría sido asesinado por su escolta, pero en realidad se poseen muy pocos datos sobre él. Su nombre se ha encontrado sobre vasos en Biblos y es posible que enviara una expedición militar a Nubia. Es sintomático el que uno de los escasos documentos contemporáneos que han llegado hasta nosotros sea un decreto que concede la exención de impuestos a las propiedades del templo de Abidos. Esta costumbre de hacer concesiones en perjuicio del tesoro real es la que va minando poco a poco el poderío del Imperio Antiguo.

Userkare‘ tuvo un reinado muy efímero. Sólo se le conoce por las listas reales; los monumentos contemporáneos no parecen haber conservado su recuerdo. Se ha pensado que quizá se limitó a ayudar a la reina Iput a ejercer la regencia al iniciarse el reinado de Pepi I, que aún era muy joven a la muerte de Teti.

Pepi I reinó por lo menos cuarenta años, acaso cuarenta y nueve. Siguiendo la política de las precedentes dinastías, envió expediciones a Asia y a Nubia. Celebró una fiesta Sed. El hecho esencial de su reinado, por sus consecuencias, es su casamiento con las dos hijas de un noble provinciano, Khui, que serán las madres de los dos faraones siguientes. Esta unión es un indicio de la importancia que las familias provincianas están alcanzando en detrimento de una monarquía que comienza a debilitarse. Pepi I hizo construir su pirámide algo más al sur que la de Isesi. El nombre de este monumento, Men-nefer es el que se cree que dio origen al nombre helenizado, Menfis, de la capital egipcia.

Merenre‘, hijo mayor de Pepi, reinó poco tiempo; es posible que estuviera asociado al trono como corregente durante unos nueve años y reinara sólo unos cinco. Parece que, quizá por influjo de su madre, o por seguir la política paterna, o por simple necesidad, favoreció a la nobleza provincial; debido a ello instaló a Ibi, hijo de un tío materno, como gobernador del doceavo nomo del Alto Egipto. Es el comienzo de una línea de grandes señores feudales cuyas tumbas, excavadas en el acantilado de Deir-el-Gebrawi, suministran numerosos datos para la historia de fines del Imperio Antiguo.

Pepi II, hijo de Pepi I, sucedió a su hermano y primo, puesto que Merenre‘ era hijo de la hermana de su madre. Tuvo el reinado más largo de la historia egipcia y sin duda de la historia universal. En efecto, según Manetón, sólo tendría seis años a la muerte de Merenre‘ y habría muerto centenario después de reinar noventa y cuatro años. La fecha más antigua confirmada por un documento es la del año 65; no se puede, por tanto, comprobar directamente la aserción de Manetón. Sin embargo, es indudable que tuvo un reinado muy prolongado: celebró dos fiestas Sed, y según el Papiro de Turín habría reinado por lo menos noventa años, y quizá más; su última cita se desconoce. Durante su minoría, la regencia fue ejercida por Meryreankhenes, madre del rey, y por el hermano de esta última, Djau, nomarca de Tinis, que posteriormente quedó como visir. Durante su larga existencia Pepi II casó por lo menos con cuatro reinas, pero parece que sobrevivió a la mayor parte de sus hijos.

Por la lista de Abidos sabemos que el sucesor de Pepi II fue Merenre‘ II- Antyemsaf. Según el Papiro de Turín, sólo reinó un año. Es un hecho cierto que con la desaparición de Pepi II comienza un período muy oscuro. Estamos ya en el confuso período llamado por los historiadores el «Primer Período Intermedio», aunque las fuentes escritas, concretamente el Papiro de Turín, enumeran todavía dos reinados de la VI Dinastía; el último fue el de la reina Nitocris. Ningún documento ha confirmado la existencia de esta reina que Manetón califica de «la más noble y bella de las mujeres». Heródoto, por su parte, afirma que se suicidó después de vengarse del asesino de su hermano Merenre‘ II, pero no se sabe dónde obtuvo Heródoto esta información. Sin embargo, un hecho que parece seguro encaja de manera fascinante con el relato de Heródoto: los desórdenes, dinásticos o de otra clase, comenzaron inmediatamente después de la muerte de Pepi II.

a) Evolución política de Egipto bajo la VI Dinastía

La VI Dinastía produce grandes cambios en la organización del estado. Desde la III a la V Dinastía, la centralización del poder no había cesado de aumentar; con la VI Dinastía el proceso es inverso: el poder se descentraliza lentamente hasta caer en la anarquía.

Este fenómeno se explica fácilmente. Por una parte, la fortuna real disminuye progresivamente por todas las donaciones a los templos y a los particulares. A decir verdad, la práctica de las donaciones, comenzada en la IV Dinastía, estaba ya muy extendida bajo la V Dinastía, pero en la VI Dinastía se acentúa, de modo que el rey ya no es la única potencia de Egipto. A su lado adquieren importancia los grandes templos y, sobre todo, las familias provincianas.

Por otra parte, la nobleza provinciana ha sido sin duda la principal beneficiaria de esta generosidad del rey. Esto se explica a su vez tanto por la necesidad, para asegurar la buena administración del país, de tener en cada provincia un representante real provisto de amplios poderes, como, en segundo lugar y en razón de las profundas creencias religiosas de los egipcios, por la tendencia de cada funcionario a pedir y obtener la transmisión de su cargo a su hijo mayor, el cual debe proveer al culto funerario del padre. La herencia del cargo no presenta más que pequeños inconvenientes para los puestos subalternos, pero no es lo mismo para el jefe de provincia. En efecto, éste poseía, como representante del rey, casi todos los poderes: disponía de las tropas de la provincia, dirigía las obras públicas, tenía la responsabilidad de los graneros reales, ejercía el poder judicial y, en fin, estaba más o menos obligado a controlar los templos de su nomo y los bienes de éstos. El único medio para el rey de limitar tales poderes hubiera sido cambiar periódicamente a los nomarcas de puesto. En este sentido parece que hubo un intento por parte de Merenre‘, pero no fue continuado. Al dejar permanentemente a los gobernadores al frente de un nomo y, además, al transferir el cargo al hijo mayor, los reyes de la VI Dinastía han sido los artífices de la caída del Imperio Antiguo.

La evolución que acabamos de describir fue progresiva. Se aceleró bajo el largo reinado de Pepi II. Pese a su debilitamiento, el poder real es todavía lo bastante poderoso, hasta el año 2260 aproximadamente, para mantener la unidad del país. Teti, como Pepi I, están aún entre los grandes faraones de Egipto; han dejado numerosos templos y monumentos, de modo que la obra de la VI Dinastía no es en absoluto despreciable. Parece incluso que en sus comienzos el papel desempeñado por la nobleza provinciana fue beneficioso: el nomarca de Tinis, Djau, tío de Pepi II, contribuyó a la estabilidad del país durante la minoría del rey, y los gobernadores de Elefantina tuvieron un papel preponderante en la política exterior de Egipto.

La expansión egipcia en Nubia y en Asia es sin duda el acontecimiento característico de la dinastía. Por primera vez los egipcios penetraron por la fuerza en los territorios limítrofes. Finalmente, establecieron contactos comerciales directos o indirectos con Asia, Arabia (Punt), el África lejana y quizá con la misma Creta. Toda una serie de textos nos informan sobre esta expansión egipcia. Los más importantes son los relatos autobiógrafos que abarcan los reinados de Pepi I, Merenre‘ y Pepi II. Debemos los más antiguos a Uni, que vivió bajo Teti, Pepi I y Merenre‘ y cuyo relato, grabado sobre su mastaba en Abidos, se conserva hoy en el museo de El Cairo, a Hirkhuf, conocido por una inscripción de su tumba en Asuán, que vivió durante el reinado de Merenre‘ y Pepi II, a Pepinakht, por último, contemporáneo de Pepi II, cuyo relato se ha encontrado igualmente en su tumba de Asuán.

El relato de Uni tiene la suficiente extensión para proporcionar datos importantes sobre la administración real en tiempos de la VI Dinastía. Pequeño funcionario de Teti, se convirtió en un gran personaje del Estado por gracia de Pepi. Por razones que no explica, Uni tuvo que juzgar una conspiración en el harén real; fue éste el comienzo de su ascenso social. Pepi I le hizo su enviado especial en el ejército que participó en una campaña en Asia, sin duda en Palestina meridional. El ejército comprendía, junto a los contingentes egipcios reclutados por los nomos, elementos alistados en Nubia y Libia. El papel de Uni parece haber sido el de asegurar las buenas relaciones entre los diferentes jefes de los contingentes, y el de vigilar que el ejército no cometiese exacciones: «Nadie arrebató ni una sandalia al viajero, nadie robó ni un pan en ciudad alguna». Al regreso de la expedición a Asia, expedición que es más una incursión que una conquista, puesto que los egipcios volvieron a su país después de haber destruido algunas plazas fuertes, «cortadas las higueras y las viñas», Uni participó en otras cinco expediciones de este género. Se admite generalmente que estas incursiones llegaron hasta el Monte Carmelo en Palestina.

Después de haber servido a Pepi I, Uni continúa su carrera bajo Merenre‘, que le nombra «gobernador del sur», desde la primera catarata hasta el Fayum. Quizá es preciso ver en este nombramiento un intento del gobierno central de controlar a los jefes de los nomos que cada día adquirían más independencia. En efecto, Uni controla las «tasas destinadas a la corte», lo que supone que el rey no percibía más que una parte de los recursos pero permitía a su representante vigilar lo que pasaba en el nomo. Uni estaba además encargado de organizar las expediciones enviadas a las canteras para transportar las piedras necesarias para las construcciones reales, pirámides y templos divinos o funerarios. En calidad de tal va a Asuán y trae de allí los bloques de granito necesarios para el sarcófago de Merenre‘, e incluso va al desierto oriental, a Hatnub, para buscar alabastro. En el curso de estos trabajos debió preparar cinco expediciones a través de los rápidos de la primera catarata, preparación destinada a facilitar las relaciones con el sur, en donde Uni se procura la madera para los talleres reales.

Hirkhuf, príncipe de Elefantina, pertenece a la generación que sucedió a la de Uni. La mayor parte de su carrera transcurre bajo Pepi II. Fue uno de los agentes de la política exterior de la VI Dinastía en el sur. Ya en tiempo de su padre había participado en una expedición de siete meses al sur de la segunda catarata. Solo, vuelve a seguir las rutas del desierto para una exploración, de ocho meses esta vez, siempre al sur de la segunda catarata. En el curso de una tercera y una cuarta expedición penetra profundamente en el desierto suroeste, vuelve por el Nilo, cargado de incienso, ébano, pieles de pantera, marfil y, por último, trae consigo un enano, sin duda un pigmeo, lo que llenó de alegría al aún muy joven rey. Esta penetración egipcia en África, al final del reinado de Merenre‘ y al comienzo del reinado de Pepi II, es todavía pacífica. Hirkhuf, quizá medio nubio a su vez, habla la lengua de los jefes del país que explora.

Con las expediciones de Pepinakht, que vivió también bajo Pepi II pero más avanzado el reinado, la atmósfera política parece haber cambiado en África: desde su primera expedición, Pepinakht hizo la guerra y exterminó a las poblaciones de la baja Nubia, según parece; en la segunda, regresó con rehenes, jefes, hijos de jefes y rebaños. La situación no estaba menos agitada en el sur que en el este, donde Pepinakht, al regresar del sur, quedó encargado de dirigir una incursión punitiva contra los beduinos, de los que destruyó una o varias bandas.

Pero la situación no parece mejorar y, al final del reinado, Sebni, un cuarto funcionario de Asuán y gobernador del sur como Uni, marcha hacia el sur para buscar el cuerpo de su padre muerto en la alta Nubia en el curso de una expedición anterior. Logra traer el cuerpo y pacificar el país, y recibe en recompensa, junto a regalos en especie, 30 «arures» de tierras, alrededor de ocho hectáreas, distribuidas por el sur y el norte del país. Así es como las propiedades privadas se establecen y amplían. Lo que les ocurre a los nobles de Asuán se produce también en otros lugares de Egipto: Ibi, nombrado gobernador del Nomo de la Gacela, pudo establecerse, gracias a los bienes que recibió, su servicio funerario, al que estaban asignadas las rentas de once pueblos y lugares.

b) Conclusiones sobre los reinados de la VI Dinastía

El número mismo de las inscripciones autobiográficas encontradas que datan de la VI Dinastía muestra hasta qué punto ha evolucionado la situación política en Egipto durante su reinado.

Mientras que bajo la IV y V Dinastías todo está concentrado alrededor de la persona del rey (incluyendo la vida de ultratumba, pues los únicos cementerios importantes son los que rodean la pirámide real, la cual se ocupa de las ofrendas funerarias) bajo la VI Dinastía se asiste a un cambio de la situación y las provincias adquieren tanta importancia como la capital. Los títulos de la administración central se multiplican de una forma inquietante: así hubo, según parece, varios visires al mismo tiempo. Existe, pues, una debilitación indudable del poder central, pero lo más grave para este último es el hecho de que, cada vez más, los funcionarios en activo obtienen del rey la transferencia de su cargo a sus hijos. De este modo, los príncipes jefes de los nomos llegan a ser independientes: lo que en un principio era una gracia real se convierte en un derecho. Cuando surgió una crisis dinástica a la muerte de Pepi II, por razones que desconocemos, la administración centralizada de Menfis se hundió, según parece, bajo el golpe de una revolución social. Esto es lo que se ha convenido en llamar el «Primer Período Intermedio».

II. EL PRIMER PERÍODO INTERMEDIO

Este período, que separa al Imperio Antiguo del Medio, es sin duda el más sombrío y el más confuso de la historia de Egipto. Abarca a lo sumo del 2200 al 2040 a. C., y comprende desde la VII Dinastía a la X y parte de la XI. Para comodidad de la exposición, se pueden distinguir aquí tres épocas diferentes; la primera se puede definir como una época de rápida descomposición de lo que subsiste del Imperio Antiguo, y está acompañada de revoluciones sociales e invasiones extranjeras. Abarca las VII y VIII Dinastías, cuya capital permanece en Menfis, y su duración total no excede de unos cuarenta años.

Durante la segunda época los príncipes de Heracleópolis logran, al menos parcialmente, apoderarse del poder. Existe un corto período de calma durante la IX Dinastía, pero las luchas intestinas reaparecen a partir de la X. Como una parte del país está ocupada por extranjeros, los nomos que permanecen independientes luchan entre sí: unos reconocen la autoridad de Tebas y otros la de Heracleópolis.

La tercera y última época, que ciertos autores unen al Imperio Medio, ve el triunfo de los príncipes de Tebas y el establecimiento de una nueva dinastía, la XI, que después de haber reinado sobre la mitad sur de Egipto gobierna todo el país, conservando como capital el centro de la provincia de origen de la dinastía.

a) Las VII y VIII Dinastías y la revolución socia

Es ésta la época más oscura de todo el Primer Período Intermedio, y los especialistas aún no han llegado a ponerse de acuerdo sobre el desarrollo de los acontecimientos y su duración. Hasta hace poco se le atribuían cuarenta o cincuenta años; recientemente se ha propuesto reducirla a veintiún años (W. C. Hayes). Es esencialmente un período de anarquía dinástica.

La VII Dinastía, que sucedió a la VI, aún cuenta, según parece, con algunos reyes emparentados con la dinastía precedente, como Neferkare‘ II, cuyo nombre se encuentra en una estela descubierta cerca de las tumbas de las reinas de la VI Dinastía; parece que fue hijo de la cuarta y última esposa de Pepi II, Pepiankhenes. La historia de esta dinastía es tan confusa que Manetón le atribuye 70 reyes que habrían reinado... setenta días. Se ha considerado falsa durante mucho tiempo; según los últimos estudios (W. C. Hayes) constó cuando menos de nueve reyes, pero no permaneció en el poder más que ocho años, es decir, por término medio una decena de meses por soberano.

Sin duda durante esta época es cuando se produjeron unos desórdenes con carácter revolucionario que pusieron en tela de juicio, según parece, el principio mismo de la monarquía. Desgraciadamente estos acontecimientos sólo se conocen por un único texto y, en buena crítica histórica, estaría justificado no tenerlo en cuenta si los hechos que narra no fuesen de una importancia capital para la historia del Primer Período Intermedio.

Este texto, conocido por un papiro conservado en Leiden, conserva el título que le ha dado su primer editor (A. H. Gardiner): Admonitions of an Egyptian Sage (Amonestaciones de un sabio egipcio). Es una copia tardía (XIX Dinastía), en bastante mal estado, de un original más antiguo. Como muchos textos egipcios, no parece seguir un orden lógico en la exposición de los acontecimientos que describe. No obstante, las informaciones que proporciona pueden clasificarse en concernientes, por una parte, a los acontecimientos exteriores, y por otra a la situación interior; estas últimas son mucho más numerosas.

Los datos que se refieren a los acontecimientos exteriores son vagos, aunque permiten darse cuenta de que tribus nómadas extranjeras, asiáticas, se infiltraron en Egipto y ocuparon por la fuerza el Delta. Además se debió abandonar la política de expansión egipcia en Asia, y sin duda en África, inaugurada por la VI Dinastía: «Actualmente no se navega hacia Biblos, ¿qué haremos para reemplazar los cedros para nuestros muertos? El oro falta». El poder central no parece, pues, estar en condiciones de enviar al extranjero más que las expediciones indispensables para la prosperidad del país.

Esta ruptura de relaciones económicas con el extranjero se explica por las revueltas interiores que las Amonestaciones describen prolijamente. Estas revueltas se manifiestan, sobre todo, por un desorden social. «El portero dice: salgamos y saqueemos. los pobres se han convertido en propietarios de grandes cosas. Aquel que no podía ni hacerse un par de sandalias posee ahora grandes riquezas. Toda ciudad dice: suprimamos a los poderosos de entre nosotros. Puertas, columnas y muros están en llamas. El oro y el lapislázuli, la plata y la turquesa, la cornalina y el bronce adornan el cuello de los servidores, mientras que los dueños de la casa (dicen): Ay, si tuviésemos algo que comer».

Las Amonestaciones insisten mucho en este cambio social, pero el texto es menos explícito en cuanto a las causas de la revolución. Es un hecho que describe la desorganización del sistema administrativo («la sala del juicio, sus archivos han sido robados, las oficinas públicas violadas y las listas de empadronamiento destrozadas... los funcionarios asesinados y sus documentos robados»), pero las noticias dadas sobre el aspecto político de los acontecimientos son ambiguas. Por un lado podría parecer que el mismo faraón había tomado parte («El rey fue arrebatado por el populacho. un puñado de hombres sin ley logró despojar al país de la realeza. La residencia real fue derribada en un instante»), pero en otros pasajes el rey parece seguir todavía en su lugar, pues el autor le critica: «La justicia está contigo, pero lo que tú propagas a través del país, con el clamor de la revuelta, es la confusión», y finalmente le requiere: «ordena, pues, que se te rindan cuentas».

Para explicar esta contradicción, la descripción de la destrucción de la monarquía por una parte, y por otra la representación del faraón todavía en el poder, se ha supuesto que el rey legítimo habría sido depuesto y después reemplazado por un rey reformador, idealista, que habría intentado en vano restaurar el orden por su mansedumbre (J. Spiegel, 1960). El texto, después de haber descrito la caída de la realeza, mostraría la anarquía resultante del gobierno de un faraón de buena voluntad pero débil. Esta sugestiva explicación sólo se basa, desgraciadamente, en una fuente única y de interpretación difícil. Spiegel supone que el rey destronado es Merenre‘ II y el rey débil que le sucede un faraón de la VIII Dinastía; la VII Dinastía sería entonces falsa o correspondería a la época en la que el poder estaba en manos de una oligarquía; época que se limitaría a cubrir el período, sin duda muy corto, de confusión y anarquía que habría seguido a la caída del rey y que describen las Amonestaciones. Hemos visto que es probable que, aunque agitado, el reinado de la VII  Dinastía haya existido realmente.

El texto de las Amonestaciones ha sido encontrado en Saqqarah y parece que es de origen menfita; por ello se cree generalmente que los acontecimientos que relata quedaron limitados a la capital y sus alrededores. La realeza, mal que bien, logró mantenerse y la VIII Dinastía, que sucedió a la VII, permaneció en Menfis, aunque a veces se ha creído que estaba instalada en Coptos (K. Sethe). Una pirámide de un rey de esta dinastía se encontró cerca de la de Pepi II. La debilidad creciente de la monarquía menfita se acusa en una serie de decretos reales que se han encontrado grabados sobre las paredes del templo de Coptos. Estos decretos, dados por los últimos reyes de la dinastía, tienden claramente a asegurar la alianza de un tal Shemay y de su hijo Idi, que fueron sucesivamente nomarcas de Coptos, gobernadores del Alto Egipto y visires. Esto es una prueba de que, desde la VII a la

VIII Dinastía, se ha concluido la evolución que ha transformado el cargo de nomarca, de una función real revocable, en un señorío casi feudal transmitido de padres a hijos. Buscando la alianza de tales príncipes, el rey reconoce el estado de hecho. La monarquía del Imperio Antiguo ha perecido y Egipto ha vuelto a lo que había sido antes de la unificación del país por los faraones tinitas.

b) La IX Dinastía heracleopolitana(2160 a 2130 aproximadamente)

Como las escasas fuentes permiten entrever, el poder de los últimos reyes de la VIII dinastía era cada vez más limitado: el Delta, ocupado por extranjeros, escapa a su control; en el sur, el nomo tinita con la ciudad de Abidos, importante por su papel religioso, lo mismo que el nomo de Elefantina, llave de Nubia, son independientes, aunque reconocen la autoridad real. Al faraón no le queda más que una autoridad precaria sobre la región menfita, y la fidelidad, pagada a alto precio, del nomo de Coptos.

Esta apariencia de poder va a ser arrancada a Demedjib Tauy, último rey de la dinastía, por la rebelión del príncipe de Heracleópolis. En efecto, éste ocupaba una posición clave: su capital Nennesut (actualmente Ahnas-el-Medineh) estaba situada en el centro de una de las provincias más ricas del Medio Egipto, a la altura del Fayum, donde estaba en situación de cortar las relaciones entre el rey en Menfis y su aliado meridional, el príncipe de Coptos. Hacia el 2160, Meribre‘-Kheti se sublevó abiertamente y asumió los títulos reales completos de rey del Alto y Bajo Egipto. Es éste el Kheti I de los historiadores modernos, el Actoes de los escritores griegos.

La capital del faraón que inauguró la nueva dinastía, la Heracleópolis de la época griega, es ya un centro importante en el período predinástico. La Piedra de Palermo la asocia a la realeza, en razón de su propio nombre, Nennesut, que quiere decir en efecto «el niño real». Los egipcios adoraban allí a un dios-cordero, Heri-shefit (gr. Harsafes; literalmente «el que está sobre su lago»), cuyo culto está comprobado desde la época tinita. El monarca disfrutaba, pues, de un prestigio religioso y político unido a la capital. También desde el punto de vista estratégico, la posición de Nennesut es excelente: a la salida del Fayum poseía un territorio agrícola de los más ricos, aunque próxima a Menfis está protegida de los asiáticos del Delta por la distancia, y, finalmente, está bastante alejada del sur para no temer, al menos hacia el 2160, a los nomarcas belicosos de Tebas y de Elefantina.

La historia de la IX Dinastía es mal conocida. Ha dejado pocos monumentos y las fuentes principales siguen siendo Manetón y el Papiro de Turín; pero sólo nos han llegado completos cinco nombres de los 13 reyes que reinaron entonces:

1.     Merybre‘-Kheti I.

2.     ... (nombre perdido).

3.     Neferkare‘.

4.     Nebkaure‘-Kheti II.

5.     Setut.

6.     a 13. (Nombres perdidos o incompletos).

Los nombres como Neferkare‘ y Nebkaure‘ indican que la dinastía se considera ligada a la tradición monárquica menfita. A fin de cuentas, si Heracleópolis es la residencia real, el centro administrativo del reino parece haber permanecido en Menfis.

El fundador de la dinastía, Kheti I, es el mejor conocido de ella, aunque sabemos muy poco de él. Manetón afirma que «obró más cruelmente que sus predecesores»; Eusebio de Cesarea precisa que «se volvió loco y fue muerto por un cocodrilo». Existe una cosa cierta: su poder aparece reconocido por todo el Egipto libre, desde Asuán hasta el norte de Menfis. Las fuentes no nos permiten saber lo que pasó en el Delta, donde los asiáticos estaban instalados.

La unidad monárquica restablecida por Kheti I parece que fue muy pronto o disputada o, al menos, turbada por las querellas entre los nomos. Los textos contemporáneos de la IX Dinastía hablan de guerras y de carestía desde el reinado de Neferkare‘. La dinastía termina en la oscuridad más completa; se piensa que perdió el poder a consecuencia de la revolución tebana.

c) La X Dinastía (2130-2040) y la lucha contra Tebas (comienzos de la XI Dinastía)

Con el advenimiento de la X Dinastía estamos en un terreno un poco más firme. Aunque nuestros conocimientos estén lejos de ser satisfactorios, al menos se han conservado los nombres de los faraones. Desde el final de la IX Dinastía, Tebas está organizada bajo la autoridad de príncipes que llevan el nombre de Antef o Intef y se ha convertido en una de las provincias más poderosas del sur. Al principio los príncipes tebanos reconocieron la autoridad del faraón heracleopolitano, pero poco antes del 2130 se sublevaron contra el poder central y se titularon Reyes del Alto y Bajo Egipto, de forma que durante bastante tiempo la X Dinastía heracleopolitana y la XI Dinastía tebana van a reinar simultáneamente, una en el sur y otra en el norte:

X Dinastía (2130-2040) Meryt Hathor,

2130-20

Neferkare‘ II,

Uahkare‘-Kheti III, 2120-2070

Merikare‘ 2070-2040

X ... algunos meses

(cronología según W.

XI Dinastía (2133-2040)

Sehertauy-Antef I, 2133-18

Uahankh-Antef II, 2117-68

Nekhtnebtepnefer-Antef III 2068-60

S eankhibtauy-Mentuhotep, 2060-2040

(la dinastía continúa luego reinando sola)

C. Hayes y J. Vandier)

La toma del poder por Sehertauy-Antef o por su predecesor inmediato Mentuhotep, que ciertos autores consideran como el primer rey de la dinastía bajo el nombre de Tepy(a) Mentuhotep I (W. C. Hayes), consagra la aparición en Egipto de una fuerza completamente nueva, la de Tebas.

En efecto, bajo el Imperio Antiguo Tebas no es apenas más que la reunión de dos pequeños pueblos en la orilla derecha del Nilo: uno será más tarde Lúxor, y el otro es ahora Kárnak. La capital de la región es entonces Armant o Ermant, la Hermontis de los griegos, en egipcio Iun-Resyt, donde se levanta el templo principal del dios del nomo, Montu, que también es, por otra parte, el dios de la Tebas primitiva. Sólo después del 2130 es cuando Amón, destinado a ser uno de los más grandes dioses egipcios, es reconocido en Tebas, de la que no llegará a ser el dios principal hasta la XII Dinastía.

Durante la IX Dinastía los príncipes de Tebas pudieron ir afirmando progresivamente su poder. Desde la VIII Dinastía, o quizá ya bajo la VII, los príncipes, gobernadores de las provincias, se hicieron independientes. Poseían su ejército, su tesoro y muchos de ellos, incluso los que reconocían la autoridad del rey menfita, tomaron la costumbre de fechar los acontecimientos según los años de su administración personal. Entre los más poderosos de estos nomarcas citaremos a los de Coptos que, como ya hemos visto, fueron durante largo tiempo los aliados de los reyes menfitas; a los de Asyut, que llevaban también el nombre de Kheti y apoyaban a los monarcas heracleopolitanos, con los cuales estaban posiblemente emparentados; a los de Khmunu (la Hermópolis de los griegos, hoy el-Ashmúnein), que se hicieron enterrar en Sheikh-Saíd y en el-Bersheh, y, finalmente, los del nomo del Órix, cuyas tumbas se encuentran en Beni-Hasan. Estos nomos del Egipto Medio participan frecuentemente, tanto de un lado como del otro, según sus propios intereses, en las luchas que enfrentaban a Heracleópolis y Tebas.

Por otra parte, la situación es similar en el sur. En el curso de la IX Dinastía, Tebas logró convertirse en capital del cuarto nomo del Alto Egipto, por lo que se comprende Armant, la antigua capital, le fuese hostil. El nomo de Hieracómpolis (Idfu), por su importancia religiosa, debía desempeñar un papel preponderante en el sur. Pasaba lo mismo en el nomo tinita, donde Abidos, centro osiriano, adquiere cada vez más importancia. Estos dos nomos sin duda veían con inquietud a los príncipes tebanos afirmar su poder, por lo que Tebas, antes de tomar el poder, se vio obligada a someter primero a los nomos del sur que le eran hostiles y que se habían agrupado bajo la autoridad de Hieracómpolis.

La tumba del monarca de esta ciudad, Ánkhtifi, ha sido encontrada en Moalla; los textos que están grabados allí relatan la penúltima etapa de la toma del poder por Tebas (J. Vandier). En efecto, justo antes del reinado de Sehertauy-Antef, Hieracómpolis permanece fiel a Heracleópolis, y, por su posición al sur de Tebas, amenaza tanto más a esta última cuanto que Ánkhtifi se une al nomarca de Elefantina para ir en socorro de un tercer aliado, Armant, entonces asediado por Tebas, e invade el territorio tebano. A pesar de esta fuerte oposición, cuyo éxito es pasajero, Tebas logra reducir a los nomos del sur y se convierte en la dueña indiscutible de la «cabeza del sur» desde Elefantina a Tinis.

Hacia el año 2120 la situación era la siguiente: los nomos del sur, hasta Tinis, obedecían a Tebas, y los del Medio Egipto a Heracleópolis. Al norte de Menfis la situación era confusa, y no se conocen las relaciones entre los nomarcas egipcios y los asiáticos que ocupan el Delta.

Tanto los reinados de los primeros reyes de la X Dinastía como los de la XI están consagrados a la lucha por la hegemonía. Abidos forma poco después la frontera entre las dos confederaciones. Uahkare‘-Kheti III logra apoderarse de ella durante cierto tiempo, pero enseguida debe abandonar su conquista. Heracleópolis parece entonces renunciar a reconquistar el sur por las armas y acepta la división del país en dos reinos independientes. Esta renuncia se conoce por un texto muy significativo, las Instrucciones a Merikare‘, que constituyen de alguna forma el testamento político de Kheti III a su hijo, el penúltimo rey de la dinastía heracleopolitana.

El texto nos ha sido transmitido por un papiro de la XVIII Dinastía. Junto a consejos de tipo muy general sobre política y administración, contiene claras alusiones a los acontecimientos contemporáneos: «Sé bueno con el sur... No destruyas los monumentos de otro. Si sigues estos consejos y continúas lo que yo he hecho, no tendrás enemigos en el interior de tus fronteras». Estos claros consejos de no enfrentarse a los turbulentos vecinos del sur se acompañan, quizá a título de consolación, con sugerencias referentes al norte. En efecto, Kheti hace alusión a su política con relación al Delta donde restableció la autoridad central hasta la frontera de la rama pelusiaca, arrojó a los asiáticos y construyó ciudades fortificadas en las que instaló colonos egipcios para impedir el retorno de los invasores. Para terminar, ruega encarecidamente a su hijo que siga la misma política y, para ello, que permanezca en paz con Tebas.

Las fuentes de las que disponemos no nos permiten saber si Merikare‘ siguió los consejos de su padre. De todas formas, incluso si hubo un acuerdo de facto entre el sur y el norte fue de corta duración y, a la muerte de Merikare‘ o poco tiempo antes, los reyes de Tebas reemprendieron la ofensiva. El último rey de la dinastía heracleopolitana, del cual no conocemos ni el nombre, fue destituido por la derrota y no debió reinar más que algunos meses.

La victoria de Seankhibtauy-Mentuhotep señala, según nosotros, el final del Primer Período Intermedio. Lo mismo que los primeros reyes tinitas habían logrado unificar el país, la nueva dinastía tebana restablece bajo su centro una autoridad única para todo Egipto. La fecha de 2040 fija así el comienzo de un nuevo período de la historia egipcia.

Gracias a los textos biográficos, bastante numerosos, encontrados en las necrópolis del Medio y Alto Egipto, nos podemos hacer una idea de la forma en que se realizó la reunificación de Egipto. En primer lugar, las luchas intestinas entre las provincias quedan configuradas como luchas entre confederaciones de nomos. Según las simpatías e intereses de cada uno de los nomarcas, los agrupamientos debieron variar frecuentemente. Hemos visto que ciertos nomos del sur no vacilaron en apoyar a Heracleópolis para oponerse mejor a la hegemonía tebana. Otros, más prudentes, se abstuvieron de tomar partido y fueron recompensados con el reconocimiento de sus derechos cuando Tebas tomó el poder. Los textos reflejan bien esta inestabilidad política. Así, uno de los príncipes del nomo hermopolitano declara: «He reclutado mis tropas y he ido al combate acompañado de mi ciudad, fui yo el que constituyó la retaguardia en Shedyetsha (cierta localidad). No hay nadie conmigo fuera de mis propias tropas, cuando los medjau y los hombres de Uauat, nubios y asiáticos, Alto Egipto y Bajo Egipto, se unieron contra mí. Regresé triunfalmente, toda mi ciudad conmigo, sin pérdidas». Como se ve, el príncipe tuvo que combatir a los egipcios del norte, es decir, a los de Heracleópolis, y a los del sur, los tebanos. Se observará que los adversarios utilizaban mercenarios. Los medjau, como las gentes de Uauat, son tribus de la baja Nubia y los «modelos» de Asyut, frecuentemente reproducidos, nos muestran a una de estas tropas nubias armadas con arco y flechas. Estas mismas tropas están representadas en una escena de guerra en Beni-Hasan, donde acribillan a flechazos una fortaleza defendida por los egipcios. Poco a poco se estabilizan las confederaciones, una en el sur bajo la autoridad de Tebas y otra en el norte dirigida por Heracleópolis, y la situación permanece así hasta la victoria tebana.

Nadie duda que el largo período de guerras intestinas que se extiende del año 2130 al 2040 haya agotado a los propios jefes feudales, tanto más cuanto que la anarquía política tenía por corolario el mal estado general del país. Los textos no cesan, en esta época, de hacer alusión a la penuria y carestía que resultaron de la guerra civil. Por ejemplo, Ánkhtifi, de Hieracómpolis, menciona el hambre espantosa que asoló el Alto Egipto de su tiempo, hambre tal, si le creemos, que se dieron casos de canibalismo. Muchos otros textos informan sobre hambres similares. Este agotamiento debió facilitar, a la larga, la toma del poder por los reyes tebanos.

En la reunificación de Egipto el papel desempeñado por Tebas es desde luego dominante, pero, por su lado, Heracleópolis participó en ella de forma en absoluto desdeñable, según parece, al tomar bajo su control los nomos del Delta. En efecto, a pesar de las dificultades del texto, las Instrucciones a Merikare‘ lo dejan entender. Dirigiéndose a su hijo, Kheti III declara: «He pacificado todo el oeste (Libia), hasta la proximidad del lago. En el este también iba todo mal: estaba dividido en distritos y en ciudades, y la autoridad que debía ser de uno solo estaba en manos de decenas. Pero ahora estos mismos países aportan sus impuestos, se paga el tributo y tú recibes los productos del Delta. En la frontera... se han establecido ciudades y poblados con habitantes procedentes de lo mejor de todo el país, para así poder rechazar a los asiáticos. He hecho que el Delta luche contra éstos, he capturado a su pueblo, robado su ganado. (Ahora) tú no tienes que preocuparte más por el asiático. puede todavía atacar una instalación aislada pero no puede nada contra ciudades populosas».

De este modo, gracias al trabajo realizado por los faraones de la X Dinastía en el norte, Seankhibtauy-Mentuhotep pudo sin duda, al invadir el reino heracleopolitano, extender su poder de un solo golpe hasta las orillas del Mediterráneo. Hacia el sur, la situación se conoce mal. Antes de la reunificación del país la baja Nubia debía estar más o menos controlada por la confederación de los nomos del sur. Ánkhtifi, por ejemplo, afirma haber enviado grano hasta Nubia. Poco antes de la caída de Heracleópolis, Tebas controlaba la baja Nubia: uno de los jefes de su ejército afirma, en efecto, que él ha sometido el país de Uauat, y ya hemos visto que el ejército tebano utilizaba tropas nubias. En resumen, en el año 2040 a. C., Egipto se extendía desde la baja Nubia al Mediterráneo. Se tiene a raya a los libios, nubios y asiáticos; el país puede en adelante rehacerse del largo período de desórdenes y disensiones. Los faraones de la XI Dinastía van a consolidar lo adquirido, pero su obra no pertenece ya al Primer Período Intermedio, sino que forma parte del Imperio Medio.

III. LA CULTURA BAJO LA VI DINASTÍA Y DURANTE EL PRIMER PERÍODO INTERMEDIO

Bajo la VI Dinastía aún está resplandeciente la cultura egipcia. Conserva todas las cualidades que hicieron la grandeza del Imperio Antiguo, al cual pertenece desde el punto de vista artístico. Los artistas conservan las tradiciones de la V Dinastía, aunque se notan ciertas diferencias que traicionan la evolución política.

Menfis continúa siendo la capital artística del país durante la primera mitad de la dinastía, pero, mientras que en el Imperio Antiguo los monumentos reales eran incomparablemente superiores a los monumentos privados, a partir de Teti estos últimos pueden compararse con los de los soberanos. Con el reinado de Merenre‘, Menfis deja de ser el centro artístico de Egipto. Las ciudades de provincia poseen en adelante sus propias necrópolis, en las que las tumbas se decoran profusamente. El estilo de estas obras está lejos de igualar la perfección de las de la V Dinastía, pero frecuentemente ganan en pintoresquismo lo que pierden en otros aspectos. Citemos entre las obras de la VI Dinastía que han llegado hasta nosotros una encantadora estatuilla de alabastro de Pepi II niño, y, sobre todo, la gran estatua de cobre de Pepi I. Esta última, encontrada en Hieracómpolis, estaba batida sobre un núcleo de madera y adornada con elementos adicionales, como el taparrabos de oro y la peluca de lapislázuli.

La «provincialización» del arte comenzada con el reinado de Merenre‘ se acusa todavía durante el Primer Período Intermedio. Se podría decir que, en adelante, cada nomo importante tiene su «escuela artística». Los artesanos formados en estas pequeñas cortes provinciales están lejos de poseer el virtuosismo de los grandes artistas menfitas, pero sus obras, sobre todo la pinturas, que se pueden ver en ciertas tumbas (necrópolis de Sheikh-Said, Deir-el-Gebrawi, Deshasheh, Beni-Hasan, el- Bersheh, Moalla, Tebas, Asuán y Asyut), tienen, a pesar de su torpeza, una espontaneidad de la que carecen frecuentemente las obras del Imperio Antiguo. Es un arte popular, cierto, pero que tiene su encanto.

El Primer Período Intermedio ha proporcionado muy pocos monumentos reales, pero gracias a una costumbre funeraria nueva nos ha legado cantidad de figuras humanas o animales llenos de vida. La costumbre de reemplazar por pequeñas estatuas las escenas de la vida cotidiana representadas sobre las paredes de las mastabas se remonta al final del Imperio Antiguo y se generaliza durante el Primer Período Intermedio. Estas estatuas o «modelos» son de piedra (alabastro y caliza) o, más frecuentemente, de madera estucada y pintada. Están destinadas, como los personajes representados en las tumbas del Imperio Antiguo, a asegurar al muerto la posesión de todos los bienes necesarios, o simplemente agradables, para la vida de ultratumba. Por esto se encuentran esencialmente sirvientes ocupados en moler el grano, en preparar la cerveza, carniceros matando a los animales, pescadores, tejedores, carpinteros y portadoras de ofrendas. La situación política que existía entonces en Egipto se traduce incluso por la presencia de soldados: soldados de infantería armados con dardos y escudos y arqueros con arcos y flechas. Generalmente estas estatuillas no cuentan más que con la precisión de la actitud, pero algunas veces son también verdaderas obras de arte, como la Portadora de ofrendas del Museo del Louvre, encontrada en una tumba de Asyut. Cuando los egipcios no disponían de recursos suficientes para procurarse modelos, por lo menos hacían pintar en el interior del sarcófago rectangular de madera que se utilizaba entonces los diferentes objetos de los que podrían tener necesidad en el más allá. Estos «frisos de objetos» a menudo están pintados con mucho arte.

Por último, en el sur aparece durante el Primer Período Intermedio un nuevo tipo de objetos: las estelas pintadas o grabadas. Como las escenas representadas en las mastabas y los «modelos», la estela está encargada de asegurar el «mínimo vital» al difunto: se le representa, normalmente con una torpeza sorprendente, sentado ante una mesa cargada de ofrendas de todas clases. Aquellas estatuas de esta época que han llegado hasta nosotros son de madera, y en general de pequeñas dimensiones. El artista ha puesto su empeño en la expresión del rostro, pero el cuerpo permanece rígido.

Si el final del Imperio Antiguo, y sobre todo el Primer Período Intermedio, son épocas en las que la vida artística no progresa, conocen en cambio una gran actividad literaria, preludio de la gran época de la literatura egipcia que será el Imperio Medio. Las Máximas de Hordjedef y las de Ptahhotep se remontan sin duda a la V Dinastía, pero las Amonestaciones y, sobre todo, el Cuento del campesino (o del habitante del Oasis), lo mismo que las Instrucciones a Merikare‘, pertenecen indudablemente al Primer Período Intermedio y es probable que otro texto célebre, El misántropo o el Diálogo del desesperado con su alma se remonte también a la misma época.

El manuscrito que nos ha conservado las Amonestaciones se encuentra en un estado demasiado malo para que se pueda juzgar el valor literario de la obra. No ocurre lo mismo con el Cuento del campesino, ya que diversos manuscritos han conservado un texto mucho más satisfactorio, que da una idea sobre los gustos literarios de los egipcios bajo las dinastías heracleopolitanas. El tema es simple: un campesino del Uadi Natrun «desciende» a Egipto para vender los productos del oasis; al llegar a la altura de Heracleópolis, su pequeña caravana de asnos y su cargamento excita la codicia del jefe de una gran heredad que, mediante una estratagema poco honesta, se apodera de ella. El desgraciado y expoliado habitante del oasis va a abogar por su causa ante diferentes funcionarios y después ante el rey. El tema permite al autor conseguir elocuencia; ello no excluye que haya puesto en boca de su campesino algunas torpezas divertidas o una pseudoelegancia en las palabras, pero nuestro conocimiento de la lengua no es suficiente para que podamos apreciar semejante «humorismo» y normalmente no vemos en los largos monólogos del desgraciado más que ejercicios de estilo. Por lo demás, el autor aprovecha este discurso para criticar la corrupción y la injusticia que reinan en Egipto en esta época.

Las Instrucciones a Merikare‘, como hemos visto, son muy valiosas para la historia política de la X Dinastía, y no lo son menos desde el punto de vista literario, especialmente por la importancia que dan a la formación literaria del hombre y del rey: «Sé hábil en palabras, de forma que puedas dominar. Pues el poder del hombre está en el lenguaje. Un discurso es más poderoso que cualquier combate». Es lamentable que, como ocurre con las Amonestaciones, los manuscritos que nos ha transmitido el texto estén tan estropeados. El Diálogo del desesperado (Misántropo) tiene un lugar completamente aparte en la literatura egipcia dadas sus tendencias filosóficas. El tema es el de un hombre desengañado que está tentado de poner fin a una vida que él juzga detestable. Su alma, en un diálogo conmovedor, se rebela en un principio contra esta decisión, pero después consiente. A pesar de sus dificultades, el texto ha conservado aún su encanto melancólico:

«¿A quién hablaré hoy? Nadie se acuerda del pasado. Hoy nadie devuelve el bien a quien ha sido bueno con él. ¿A quién hablaré hoy? Ya no existen justos, han dado la tierra a gentes inicuas... ¿A quién hablaré hoy? Me hunde el peso de la desgracia.

No tengo ni un amigo en quien confiar.

Hoy la muerte está ante mí, como cuando un enfermo se siente mejor, Como cuando uno se va por el camino después de una enfermedad. Hoy la muerte está ante mí, como el olor del incienso.

Como cuando uno se encuentra en el timón de un barco cara al viento.

Hoy la muerte está ante mí, como un claro en el cielo.

Como cuando un hombre anhela una casa propia tras muchos años de cautividad».

La caída del Imperio Antiguo tuvo importantes repercusiones en la religión; la más notable es, sin duda, la que se ha llamado «democratización» de la religión funeraria. Los «textos de las pirámides» sólo se referían en realidad al rey, nada indica que otra persona pudiese acceder a una vida de ultratumba en compañía del dios Re‘. Durante el Primer Período Intermedio vemos a los particulares apropiarse poco a poco de las prerrogativas reales y convertirse a su vez, en el más allá, en reyes en potencia. En efecto, los propios textos de las pirámides son los que se encuentran inscritos sobre las paredes interiores de los sarcófagos de madera. En estos textos la religión osiriana se afirma cada vez más.

La segunda consecuencia de la desaparición del Imperio menfita, en el ámbito religioso, fue la vuelta a los cultos provinciales. De esta forma es como los dioses oscuros o mal conocidos del Imperio Antiguo adquieren bruscamente una importancia inesperada, como los dioses Upuaut de Asyut, Khnum de Elefantina y, sobre todo, Montu de Tebas, que con la victoria del sur sobre Heracleópolis se convierte en uno de los grandes dioses de Egipto. Montu, dios-halcón, está más o menos asimilado al dios Re‘. Es esencialmente un dios guerrero.

Pero la democratización de la religión y de los ritos funerarios, lo mismo que el retorno a los cultos provinciales, son menos característicos de la evolución de ideas religiosas del Primer Período Intermedio que la expansión que conoce entonces la religión osiriana.

El culto a Osiris en Egipto está comprobado desde la época arcaica, y en los grandes sistemas cosmogónicos del Imperio Antiguo Osiris figura con Isis entre las parejas divinas que están en el origen del mundo. Héroe divinizado, su muerte trágica y después su resurrección en el mundo subterráneo del más allá han hecho de él el dios de los muertos por excelencia y, en calidad de tal, ocupa un lugar no desdeñable en los «textos de las pirámides». Sin embargo, a los ojos de los teólogos menfitas y heliopolitanos, su importancia no se puede comparar con la del dios-sol Re‘. Con el final de la época heracleopolitana, Osiris se va convirtiendo progresivamente en «el gran dios» y en adelante las peregrinaciones ya no se hacen a Heliópolis, sino a Abidos, donde se consideraba que Osiris tenía su tumba principal. Todo Egipto desea entonces ser enterrado en la proximidad del templo del dios o, si este deseo es inaccesible, al menos dejar una huella de su paso en Abidos. Éste es el origen de las numerosas estelas encontradas en el recinto sagrado. Abidos se convierte así en el gran centro religioso de Egipto, lo que explica la obstinación desplegada por heracleopolitanos y tebanos para asegurarse su posesión.

El lugar que ocupa Osiris en la religión egipcia a partir del final del Imperio Antiguo, aunque importante, no habría sido más que un fenómeno secundario si no le hubiese acompañado una evolución paralela en la moral egipcia. Con la religión osiriana las ideas de justicia y caridad se difunden por Egipto, y, por primera vez, aun siendo precaria e impregnada de magia, la idea de que nuestras acciones en la tierra serán juzgadas después de la muerte. En realidad, el juicio del rey muerto existe ya en los «textos de las pirámides». El rey, para ser admitido en la barca solar del dios Re‘, debe ser puro, es decir, haber sufrido todos los ritos de purificación; debe ser justo, pero esta palabra está tomada más en su sentido jurídico que en el moral, y, finalmente, debe estar completo, es decir, que su cuerpo debe estar intacto. Un «barquero» encargado de hacer atravesar el lago situado a la entrada del más allá hace al rey preguntas relativas a su pureza, su justicia y su integridad. El rey no puede pasar, teóricamente, más que si sus respuestas son satisfactorias.

Con el Primer Período Intermedio no es ya sólo el rey el que será juzgado, sino todo hombre. Al cristalizarse, estas creencias llevarán a crear dentro de la teología egipcia un verdadero «tribunal de los muertos», presidido por Osiris, al que asisten todos los dioses de los nomos y ante el cual comparece el difunto: el corazón de éste se coloca sobre el platillo de una balanza y en el otro se pone una pluma, símbolo de la diosa Maat, diosa de la justicia y de la verdad. Thot, dios de la escritura, Horus y Anubis, partidarios de Osiris en la leyenda osiriana, se aseguran de que el peso sea justo y que los platillos se equilibren. Si tal es el caso, se declara al muerto «justificado»; si no, se le envía a la «gran devoradora», monstruo con cabeza de cocodrilo y cuerpo de hipopótamo que las miniaturas de los papiros funerarios del Imperio Nuevo representan junto a la balanza preparada para intervenir.

El epíteto osiriano de «justificado» que sigue en las estelas a los nombres de los donantes sólo aparece a mediados de la XI Dinastía, después de la caída de Heracleópolis, pero no cabe duda de que las ideas que han llevado a esta afirmación notable se cristalizaron durante el período que va desde fines de la VI Dinastía a fines de la X. Para ser «justo» el egipcio debe ante todo practicar la caridad. De ahí las afirmaciones que van a multiplicarse en las estelas funerarias, hasta el punto de hacerse pesadas para el lector moderno: «He dado pan al que tenía hambre, agua al que tenía sed, vestido al que estaba desnudo, he protegido a la viuda y al huérfano». Esta actitud frente al prójimo se encuentra en las Instrucciones a Merikare‘: «No seas malvado, es bueno ser benévolo. Obra de tal suerte que tu recuerdo dure gracias al amor que inspires... Haz justicia mientras que estés en la tierra. Consuela al afligido, no oprimas a la viuda, no prives a un hombre de los bienes de su padre». Aquí están desarrolladas las fórmulas que repiten hasta la saciedad las estelas egipcias. Es cierto que estas fórmulas se difundirán principalmente al final de la XI Dinastía y durante la XII, pero las ideas de justicia y de humanidad que encierran están presentes por doquier en los textos del Primer Período Intermedio. El citado Ánkhtifi se vanagloria, en tiempos de carestía, de haber alimentado no solamente a las gentes de su nomo, sino también a las de los nomos vecinos, y Kheti, como acabamos de ver, aconseja a su hijo que practique la justicia.

Este refinamiento de la moral, y en ello hay que percibir lo avanzado que estaba Egipto respecto a otras civilizaciones de la Antigüedad, es el resultado directo de la religiosidad de los egipcios en esta época. Las Instrucciones a Merikare‘ siguen siendo las que nos prueban la existencia de estos sentimientos religiosos y su intensidad: «Construye monumentos para los dioses. Aseguran la supervivencia del nombre de aquel que construye para ellos. Un hombre debe hacer aquello que aprovecha a su alma. Frecuenta los templos, observa los misterios, entra en los santuarios... Sé piadoso. Asegúrate de que se hagan las ofrendas... Dios conoce al que obra para él».

Aunque la reunificación de Egipto por los tebanos puede compararse legítimamente a la unificación del valle por los reyes tinitas, existen, sin embargo, diferencias apreciables. Por una parte, el Imperio Antiguo ha dejado en los espíritus el recuerdo de un período de orden y grandeza al que gustará hacer alusión y que servirá de modelo a las generaciones venideras. Por otra parte, la supremacía del sur se ha obtenido por la violencia. Los reyes tebanos se han visto obligados con frecuencia a transigir con los jefes de provincias y, en muchos casos, los nomarcas conservan durante la XI Dinastía el poder que habían adquirido desde el final de la VI. Sólo a mediados de la XII Dinastía el poder real volverá a adquirir toda su autoridad sobre los nomos.

Finalmente, el ejército, que hasta ahora sólo había desempeñado un papel muy secundario en la civilización egipcia, se convierte en una de las preocupaciones del poder egipcio. Para hacerse una idea de esta importancia no hay más que releer los consejos que Kheti da a Merikare‘: «Ocúpate de tus jóvenes tropas. y que tengas una descendencia abundante. la joven generación goza siguiendo su inclinación (la continuación del texto se ha perdido, pero la juventud se inclina evidentemente por la acción y la violencia). aumenta, pues, el número de tus fieles jóvenes, dales tierras, recompénsales dándoles ganado».

Cada nomo poseía tales «clases de edad» bien entrenadas para el combate por las luchas del final del Primer Período Intermedio. Si se añaden a la masa del ejército indígena los mercenarios nubios y libios, se ve la fuerza en potencia que estaba a disposición de un monarca del Egipto reunificado. El ejército permitió a Nebhepetre‘ conquistar el poder y será la base de la expansión egipcia bajo sus sucesores.

De este modo, con el advenimiento de Nebhepetre‘-Mentuhotep, Egipto sale transformado de las pruebas que ha sufrido bajo el Primer Período Intermedio. Los faraones tebanos tienen en la mano el poder militar y político que les va a permitir, primero, afirmar su control sobre Egipto, y, después, establecer la hegemonía egipcia sobre una parte del país que le rodea.

 

EL IMPERIO MEDIO

 

Una inscripción de la XIX Dinastía asocia los nombres de Menes, Nebhepetre‘ y Ahmosis. Los egipcios consideraban, pues, que los reinados de estos tres faraones marcaban hitos esenciales en la historia egipcia y, en efecto, Menes, primer rey de la I Dinastía, puede ser considerado como el fundador del Imperio Antiguo, lo mismo que Ahmosis, primer faraón de la XVIII Dinastía, lo es del Imperio Nuevo. De esto se deduce, por tanto, que los egipcios colocaban a Nebhepetre‘-Mentuhotep en el origen de lo que se ha convenido en llamar el Imperio Medio.

Los comienzos de la historia del Imperio Medio son aún oscuros. Sólo desde hace unos años se ha podido establecer la sucesión y la cronología de los reyes de la XI Dinastía, y todavía hay algunos investigadores que no están de acuerdo con ella. Los historiadores han visto su labor complicada por el hecho de que el fundador de la dinastía llevó sucesivamente varios «nombres de Horus» (cf. más adelante), lo que naturalmente les condujo a admitir la existencia de tres reyes diferentes que llevaban el nombre de Mentuhotep. En las obras antiguas se encuentran así cinco de estos faraones. Actualmente se admite que después del reinado de Antef III sólo reinaron tres faraones en el Egipto unificado, de forma que la sucesión de los reyes de la XI Dinastía ha quedado establecida de la manera siguiente:

Mentuhotep I, 2060-2010

reina con los nombres de Horus sucesivos de:

Seankhibtauy, 2060-2040

Neteryhedjet, 2040-? (hacia 2025)

Sematauy, ?-2010

Mentuhotep II-Seankhtauyef, 2009-1998

Mentuhotep III-Nebtauy, 1997-1991

En algunas obras (W. C. Hayes), el nombre de Mentuhotep I fue dado al primer tebano en el origen de la dinastía, cuando ésta sólo gobernaba aún en el sur del país. Llevaba el nombre de Horus Tepya. En consecuencia, en estas obras, Mentuhotep- Nebhepetre‘ se convierte en Mentuhotep II, y lo mismo pasa con sus sucesores.

I.MENTUHOTEP I (2060-2010)

Los nombres de Horus que sucesivamente fueron llevados por Mentuhotep I expresan de una manera sorprendente las etapas de su reinado. A la muerte de su padre, Antef III, tomó, en efecto, el nombre de Horus Seankhibtauy, «el que hace vivir el corazón del doble-país», es decir, Egipto. Bajo este nombre condujo a sus tropas a la conquista de la parte norte del país. Todavía conservaba este nombre en el catorceavo año de su reinado, hacia 2046, cuando los partidarios de los reyes heracleopolitanos lograron sacudirse el reciente yugo de Tebas y reconquistar Tinis. Éste fue el comienzo de una nueva y breve guerra entre el sur y el norte, que llevó aparejada la caída definitiva de Heracleópolis. Para conmemorar este acontecimiento que le convertía en soberano de todo Egipto, Mentuhotep I tomó el nombre de Horus Neteryhedjet.

Después de esta victoria sin duda se produjeron una serie de combates esporádicos en el norte del país que exigieron del nuevo soberano un esfuerzo de pacificación. Cuando este esfuerzo hubo producido sus frutos, Mentuhotep I cambió una vez más de nombre de Horus para tomar el título característico de Sematauy, «el que unió el doble-país».

No se conoce la forma en que Mentuhotep I logró pacificar Egipto. Se puede pensar que usó tanto la fuerza, ya que disponía de un ejército victorioso, como la diplomacia, pues los nomarcas, especialmente los del Medio Egipto, eran poderosos todavía, y era prudente ganarlos por medio de concesiones. En los documentos que tenemos a nuestra disposición se pueden adivinar algunas indicaciones del empleo de los dos métodos: el nomarca de Asyut fue simplemente depuesto, pero los de Hermópolis y de Beni Hasan guardaron sus privilegios. Para restaurar la autoridad central parece que Mentuhotep I utilizó un método simple: ya que la capital estaba en Tebas, tomó como principales funcionarios a tebanos fieles a la dinastía. De esta manera los tres visires que se sucedieron durante su reinado fueron todos ellos tebanos, lo mismo que los cuatro «cancilleres», puesto importante y de creación reciente. Es sintomático que el «gobernador del bajo Egipto» sea también un tebano, lo mismo que el inspector del nomo XIII del bajo Egipto y el nomarca de Heracleópolis. Mediante la creación de nuevos puestos, Mentuhotep volvió a imponer el orden en un país desorganizado por la guerra civil, demasiado larga, y al nombrar para estos puestos a hombres fieles se aseguraba un control de los feudos sin recurrir a destituciones que posiblemente habrían provocado nuevos disturbios.

No tardaron en hacerse sentir los efectos de esta reorganización de la administración, tanto en el exterior como en el interior del país. Un rasgo característico del Primer Período Intermedio había sido la interrupción de las relaciones de Egipto con los países vecinos. Tan pronto como fue conseguida la pacificación, Mentuhotep volvió a establecer relaciones con el extranjero. En el año 39 de su reinado, hacia el 2020, poco más o menos en el momento de la caída de Heracleópolis, una expedición penetra en el Uauat (baja Nubia); a ésta seguirán muchas otras. Puede ser que estas incursiones fueran una venganza contra los nubios que habían servido como mercenarios en el ejército heracleopolitano, pero, sobre todo, inauguran el comienzo de una política de expansión hacia el sur que sería continuada por la XII Dinastía. Egipto necesitaba esta expansión. En efecto, aprovechando los conflictos del Primer Período Intermedio, la baja Nubia se organizó como reino independiente cuyos soberanos dejaron algunas inscripciones entre Umbarakab y Abu Símbel (W. C. Hayes). Este reino, sin presentar indudablemente un gran peligro para Egipto, le impide, sin embargo, ejercer libremente su comercio hacia el sur. Por este motivo Mentuhotep I y sus sucesores van a emprender la conquista del sur. Bajo Mentuhotep I, la baja Nubia (Uauat) no está todavía enteramente ocupada, pero ya paga un tributo, no vuelve a oponerse al paso de las expediciones egipcias y proporciona ahora mercenarios al ejército tebano.

Hacia el este, Egipto reanuda su actividad en los desiertos limítrofes del valle. Al Hammamat, Mentuhotep envía una expedición desde el año 2 de su reinado. En el Sinaí no se posee ninguna inscripción contemporánea del rey, pero el hecho de que Sesostris I haya dedicado una estatua a Mentuhotep I en el templo de Serabit-el- Khadim (Sinaí) sugiere que este soberano fue el que volvió a abrir la ruta de las minas de turquesas, hecho que está confirmado además por la inscripción de un funcionario de Mentuhotep, Akhtoy, quien afirma «haber sellado los tesoros en esta montaña llamada Templo de Horus de las Terrazas de la Turquesa», título que no se puede aplicar más que al Sinaí. El hecho de volver a poner en actividad las minas del Sinaí implicaba el control de las tribus nómadas de la región; incluso ciertas indicaciones dejan suponer que las tropas egipcias penetraron anteriormente en el territorio asiático sin llegar, sin embargo, tan lejos como bajo la VI Dinastía.

A Libia, Mentuhotep envió expediciones destinadas, según parece, a contener a aquellos vecinos occidentales que, desde el Imperio Antiguo, constituían una amenaza constante para Egipto. Uno de los jefes de los tehenu libios fue muerto en el curso de una de estas campañas. En resumen, los oasis del desierto occidental son visitados por destacamentos armados y Mentuhotep I se dedica a controlar los desiertos suroeste y sureste, por ambas partes de la baja Nubia, donde merodeaban los medjau, guerreros nómadas a los que se enorgullece de haber vencido.

Egipto, próspero en el interior y fuerte en el exterior, vuelve a ser un foco artístico activo, aunque el interés de Mentuhotep I se haya manifestado principalmente en el alto Egipto, donde engrandece los templos de Elefantina, de el Qab, de Tod, de Denderah y de Abidos. En la propia Tebas edifica, para su propio servicio funerario, un monumento majestuoso, la primera sepultura real importante desde el reinado de Pepi II. Para esta tumba eligió la situación magnífica de Deir el-Bahari y adoptó el plano de una pirámide construida sobre un pedestal y rodeada de un pórtico bajo columnata. La avenida que conducía al monumento estaba flanqueada por estatuas de piedra arcillosa pintada que representaban al faraón sentado, revestido con los ornamentos de la fiesta Sed. Alrededor de su tumba se enterraron las reinas, y en el acantilado que domina la llanura, al norte de la tumba real, los altos funcionarios de su corte.

II. MENTUHOTEPII-HORUS SEÁNKHTAUYEF (2009-1998)

Como el hijo primogénito de Mentuhotep I, Antef, murió antes que su padre, fue un hijo menor el que sucedió al gran Mentuhotep. Según parece, ya tenía una edad avanzada cuando asumió el poder, por lo menos cincuenta años, y su reinado fue corto.

El reinado se empleó principalmente en las construcciones y son numerosos los templos del alto Egipto que nos han proporcionado relieves de este reinado, de un estilo admirable en su sobriedad. Por razones desconocidas, este rey constructor dejó inacabada su propia tumba y su templo funerario.

La historia de este reinado está dominada por la figura de un alto funcionario que ya había servido durante el reinado de Mentuhotep I. Henenu, intendente general, organizó en el octavo año del reinado una expedición de 3000 hombres que partió de Coptos, atravesó el desierto hacia el mar Rojo y llegó hasta el país de Punt, en la costa de Arabia. Una inscripción grabada sobre las rocas del Uadi Hammamat ha conservado un relato de esta expedición. La tropa mandada por Henenu comenzó a limpiar el camino de enemigos del rey; según parece, exploradores nómadas la asesoraban, protegían e informaban. Cada hombre iba provisto de una cantimplora de cuero y de «dos jarras de agua y veinte panes» por día, y había asnos para llevar la impedimenta. Durante su marcha hacia el mar Rojo, Henenu hizo perforar y acondicionar doce pozos. Al llegar a la costa, «construyó» barcos. Dado el carácter desértico de la costa a la salida de la ruta del Hammamat, hay que sobrentender que indudablemente el ejército había llevado consigo, en piezas sueltas, los barcos que debían servir para transportar un destacamento hasta el país de Punt. La construcción naval egipcia, que emplea esencialmente los montajes por medio de espigas, muescas y ligaduras, facilita el desarme de los navíos y, en consecuencia, su transporte por tierra si es necesario.

Mientras que los navíos iban a buscar incienso al país de Punt, los hombres que habían permanecido en el Hammamat se ocupaban de tallar los bloques de mármol verde destinados a las estatuas del templo. A la vuelta de Punt, Henenu recogió a sus hombres y a los bloques y volvió a Coptos sin problemas.

La reapertura de las canteras del Hammamat por Henenu va acompañada de una gran actividad en las minas del Sinaí. Conocemos las condiciones de vida en Egipto durante el reinado de Mentuhotep II gracias a unos curiosos documentos encontrados en una tumba tebana en la que habían sido depositados y que se han conservado milagrosamente. Se trata de la correspondencia que un tal Hekanakht, durante un viaje que realizó hacia el sur, dirigió a su hijo primogénito. Hekanakht era sacerdote funerario de la tumba de un visir de Mentuhotep I y poseía una granja. Durante su ausencia, su hijo se encargaba a la vez de cumplir los deberes de su padre en la tumba del visir y de atender la hacienda. Hekanakht, antes de partir, deja a su hijo un inventario de los productos de la granja para el año en curso y después le escribe dos largas cartas en las que le da órdenes para el trabajo y lo que conviene dar a los diferentes miembros de la familia. La granja de Hekanakht estaba formada por tierras que le pertenecían y por otras que tenía en alquiler; el arrendamiento de estas últimas se pagaba en telas y en granos. Las cartas contienen numerosos y severos consejos sobre la conducta que debe observar frente a la familia y a los servidores. Por último, en una de ellas hace alusión a una época de escasez ocurrida en el sur de Tebas durante la cual, según Hekanakht, «comienzan a comer carne humana».

III.MENTUHOTEP III Y EL FINAL DE LA XI DINASTÍA (1997-1991)

El Papiro de Turín termina la XI Dinastía con el reinado de Mentuhotep II, pero en una nota parece que el compilador de la lista real de Turín haya indicado que existía una laguna en el documento del que se servía para establecer su propia lista y que existió un periodo de siete años entre la terminación del reinado de este rey y la subida al trono de Amenemmes I. Este período fue ocupado por el reinado de Mentuhotep III, el Horus Nebtauy. Si, como todo parece indicar, su ausencia en el Papiro de Turín se debe simplemente a una laguna en las fuentes del autor de este documento, es inútil considerar a Mentuhotep III como un usurpador.

El reinado de Mentuhotep III fue corto; la primera fecha conocida de su reinado es la del año 2 (en el Uadi el-Haudi). Conocemos su persona sobre todo por las inscripciones del Uadi Hammamat, lugar al que envió para una misión a un visir, Amenemmes, con una tropa de 10 000 hombres «de los nomos del sur, del medio Egipto y del Oxirinco» (nomo XVI del bajo Egipto que tiene por capital Mendes), es decir, de todo Egipto. La expedición, encargada de transportar un bloque de piedra para hacer el sarcófago real, volvió nada más cumplir su misión o, como precisa Amenemmes: «Mis hombres volvieron sin ninguna pérdida, no pereció ningún hombre, no desapareció ninguna patrulla, ningún asno murió, ni siquiera se puso enfermo algún artesano». Pero el principal interés de esta expedición reside en la personalidad de su jefe, quien modestamente se autodenomina «príncipe heredero, conde, gobernador de Tebas y visir, jefe de todos los nobles, inspector de todo lo que el cielo concede, la tierra crea y el Nilo aporta, inspector de todo en todo este país, Amenemmes».

La expedición del Punt y del Uadi Hammamat parece haber desempeñado un papel de extrema importancia en la vida del visir Amenemmes. A ella consagró cuatro inscripciones diferentes en las que relata que «las bestias del desierto se acercaron a él, y entre ellas una gacela a punto de parir. Al marchar hacia la tropa no huyó, y, cuando llegó al lugar donde estaba el bloque de piedra destinado a ser la cubierta del sarcófago, parió su cervatillo mientras que el ejército la contemplaba». Este primer prodigio fue seguido muy pronto de otro: «Mientras que se estaba trabajando en esta montaña sobre el bloque de piedra destinado al sarcófago, se volvió a producir un milagro: llovió, se apareció el dios, su gloria se manifestó a los hombres, el desierto se convirtió en un lago y el agua subió hasta el nivel de la piedra.

Por último, se encontró un pozo en medio del valle, de 12 codos por 12 (6,30 m por 6,30 m), lleno hasta el borde de agua fresca, pura, protegida de los animales y oculta a los nómadas».

Allí donde nosotros no vemos más que una curiosa coincidencia de circunstancias, es posible que los egipcios hayan visto una manifestación de la voluntad divina. La inscripción precisa: «Los que estaban en Egipto oyeron hablar de esto. Desde el sur hasta el norte se prosternaron y celebraron la virtud de Su Majestad para siempre, para siempre». Si en la inscripción también el rey era favorecido por la intervención divina, es verosímil admitir que el jefe de la expedición se aprovechó de todo ello muy ampliamente. ¿Sería temerario ver en ello una de las razones, posiblemente la principal, de que Amenemmes conquistase el poder unos cinco años después de estos acontecimientos? No lo creemos; instrumento de la voluntad del dios, Amenemmes pudo ser elegido por esta razón por el mismo Mentuhotep para ser su sucesor. Esto es lo que explicaría que se encuentren asociadas, en un tazón de esquisto, las insignias reales de Mentuhotep III, de la XI Dinastía, y las de Amenemmes I de la XII.

Haya verdad o no en esta hipótesis, permanece el hecho de que el final del reinado de Mentuhotep III y de la XI Dinastía permanece sumergido en la más completa oscuridad. En el estado actual de nuestros conocimientos nada permite afirmar que el golpe de estado, si es que lo hubo, que colocó en el poder a Amenemmes I fuera violento. Sin embargo, veremos que distó mucho de contar con la aprobación general.

IV. AMENEMMES I Y EL ADVENIMIENTO DE LA XII DINASTÍA

Hacia 1990 a. C. (1991, según Hayes), el visir Amenemmes subió al trono bajo el nombre de Horus Sehetepibre‘: se trata del Amenemmes I (Amenemhat) de la XII Dinastía. Acabamos de ver que las circunstancias de su ascenso son oscuras. Lo que parece cierto es que encontró una fuerte oposición que es posible tomara el cariz de una guerra civil. Esto se explica por el hecho de que el visir no era de sangre real, aunque no se excluye que estuviera emparentado con Mentuhotep III, cuya madre tampoco pertenecía, según parece, a la familia real. En efecto, hay que recordar que en el Imperio Antiguo el visir era muy frecuentemente un pariente del faraón y es posible que tal haya sido el caso de Amenemmes, lo que explicaría a la vez el favor manifiesto del que disfrutó bajo el último Mentuhotep y su toma del poder.

Sea lo que fuere, lo cierto es que Amenemmes no descendía en línea directa de los faraones de la XI Dinastía. Esto se deduce claramente de un texto inspirado por él que nos informa sobre la familia y el origen del rey. Se trata de la profecía post eventum llamada «de Neferty», texto que fue muy popular en Egipto, ya que se conocen dos copias de la XVIII Dinastía y dieciocho de la época ramésida. Para dar más peso a su composición, el autor, un egipcio del bajo Egipto, presenta a su profeta Neferty como un sacerdote de Bubastis que había vivido bajo el reinado de Snefru, primer rey de la IV Dinastía. A este último es a quien, en efecto, se dirige.

En una primera profecía Neferty describe las desgracias que van a abatirse sobre Egipto. Esta parte del texto, muy larga puesto que ocupa más de la mitad de la composición, se parece mucho a la literatura «pesimista» del Primer Período Intermedio, como el texto de las Amonestaciones. En una segunda profecía Neferty anuncia que un rey del sur volverá a traer el orden y la prosperidad. Revela incluso el nombre de este faraón, Ameny, nombre que no es sino un diminutivo familiar de Amenemmes y que se refiere ciertamente a Amenemmes I.

En la descripción de la situación anterior al advenimiento de Ameny, Neferty hace alusión a una invasión del Delta por los asiáticos; evoca a continuación las disensiones civiles: «El país vivirá en el desorden. Te muestro a un hijo como enemigo, a un hermano como adversario, a un hombre que asesina a su padre... El país está empobrecido, pero sus dirigentes son numerosos». Todo esto se parece de tal manera a las Amonestaciones, que a veces se ha creído que los dos textos hacían alusión a los mismos acontecimientos. Pero la segunda profecía no deja ninguna duda respecto a ello; en efecto, Neferty continúa: «Pero he aquí que llegará un rey del sur llamado Ameny. Es el hijo de una mujer de Ta-Seti (nombre de Elefantina). Es un hijo del Alto Egipto, tomará la Corona Blanca, ceñirá la Corona Roja. el deseo volverá a su lugar y la iniquidad se habrá expulsado hacia el exterior».

De esta manera el autor no trata en absoluto de esconder los orígenes no reales de su héroe (parece más bien que insiste sobre este punto) y, además, este rey salvador pone fin a un período de desórdenes. Es evidente que, en su descripción, el autor se inspiró en textos anteriores. Pero esto no quiere decir que no hubiese habido disturbios; se ha observado (G. Posener) que, de hecho, otros textos de la XI Dinastía hacen alusión a estos mismos disturbios. Todo sucede como si el autor de la profecía hubiese confundido voluntariamente los acontecimientos de fines de la XI Dinastía con los del Primer Período Intermedio, para hacer resaltar de una manera más elocuente el papel desempeñado por Ameny-Amenemmes. Si este texto no nos proporciona aclaración alguna sobre la manera como Amenemmes I consiguió el poder, confirma, por una parte, la existencia de un período agitado que pudo comenzar poco después del año 2 de Mentuhotep III y durante el que desapareció la XI Dinastía, y, por otra, el origen no real del fundador de la XII Dinastía, cuyo padre parece haber sido un tal Sesostris al que los egipcios del Imperio Nuevo consideraron como el antecesor de la nueva dinastía.

Amenemmes I reorganizó Egipto después de los desórdenes del final del reinado de Mentuhotep III. En primer lugar, como lo indica expresamente un texto de Beni Hasan, restableció los límites de los nomos entre sí: «Hizo que una ciudad conociese su frontera con otra, que se establecieran sus justas fronteras de una manera tan sólida como el cielo». A continuación volvió a hacer de Menfis la capital administrativa. Las razones que le condujeron a esta importante decisión son, sin ninguna duda, complejas. Es probable que la familia de los Mentuhotep, despojada del poder, fuese todavía poderosa en Tebas, y, aunque Amenemmes se presentase como el sucesor legítimo de Mentuhotep III, la región tebana era sin duda poco segura para el nuevo soberano. Por otra parte, al estar situada Tebas en el corazón del alto Egipto, está geográficamente mal emplazada para ser una capital; Menfis, en el extremo sur del Delta, es mucho más central. Por último, Tebas no había sido jamás una capital, mientras que Menfis disfrutaba todavía de una tradición secular de administración gracias a los escribas que en ella se habían establecido. Por todas estas razones e incluso por otras que sin ninguna duda se nos escapan, Amenemmes trasladó la capital de Tebas a Ittaui, en las proximidades de Menfis. Incluso el nombre de esta nueva capital es característico: «La que conquista el doble-país»; Amenemmes pretendía vigilar a sus súbditos desde su residencia, y, en casos de necesidad, mantenerlos en la obediencia por medio de la fuerza.

Los textos del Primer Período Intermedio nos dan a conocer que todo el aparato administrativo del Imperio Antiguo fue destruido (Amonestaciones). Los almacenes centrales, las cortes de justicia, el catastro, las leyes escritas y consuetudinarias, todo desapareció y los funcionarios fueron dispersados. No parece que los faraones de la XI Dinastía remediasen este estado de cosas. Amenemmes I, por el contrario, parece que quiere reconstruir los cuadros y servicios administrativos. La elección de Ittaui como capital va a ayudarle en esta tarea. En efecto, fue en esta región de Egipto, en las proximidades de Menfis, capital del Imperio Antiguo, y de Heracleópolis, capital de la IX y X Dinastías, donde se asentaron los pocos funcionarios que sobrevivieron a la tormenta. El propio Kheti III se dio cuenta de esto, como lo afirmó en las Instrucciones a Merikare‘ al hablar de Saqqarah-Menfis: «Existen allí algunos funcionarios desde tiempos de la residencia real».

Pero transcurrió más de medio siglo entre la desaparición de la monarquía heracleopolitana y la llegada al poder de Amenemmes I, y los funcionarios experimentados que este último pudo reunir en la nueva capital no podían ser suficientes en número para todas las necesidades de la nueva administración central. De esta manera, Amenemmes I recurrió a una auténtica propaganda para suscitar las vocaciones de funcionarios (G. Posener). Debido a ello se escribieron durante su reinado dos obras con la finalidad de alentar a los egipcios a convertirse en funcionarios y de guiarlos en esta carrera. La primera de ellas, Kemyt, «la Suma», fue redactada en los comienzos del reinado por el autor de la Profecía de Neferty. Comprende una parte práctica, elección de fórmulas epistolares y frases hechas de correspondencia administrativa, y una parte general con consejos de prudencia, ventajas de los estudios, etc. Termina con una frase que revela su objetivo: «En cuanto al escriba, sea cual fuere su empleo en la residencia, no es en ella desdichado». Las intenciones de la segunda obra, que se suele llamar la Sátira de los oficios, son todavía más claras. El autor se dirige, por encima de su hijo al que pretende dar consejos, a los futuros funcionarios que, según nos dice, se instruyen en una escuela especial instalada en el centro administrativo de Egipto. Ensalza, de manera general, los estudios y la profesión de funcionario, y a continuación, comparando los diferentes oficios, muestra que el de escriba es muy superior a cualquier otro, incluso al de sacerdote, que, a pesar de su estado, puede ser requerido para las prestaciones personales, mientras que únicamente el funcionario puede escapar de ellas. Es lamentable que el texto sea a menudo defectuoso, pues al ensalzar la profesión de escriba el autor nos hace conocer gran cantidad de cosas sobre la civilización y el estado social de Egipto.

Amenemmes no tenía solamente que reorganizar un país que acababa de salir de la anarquía, sino que aún necesitaba rehabilitar el prestigio de la monarquía, que había sufrido mucho con las luchas intestinas del Período Intermedio, en el que los reyes de la VII, VIII, IX y X Dinastías apenas eran más poderosos que los nomarcas, en principio sus vasallos pero de hecho sus competidores. Esta pérdida del prestigio real no sólo se manifiesta en el ámbito político, sino que afecta también al moral. Al rey del Imperio Antiguo se le considera partícipe de la naturaleza divina; aun matizando esta concepción, el soberano es muy diferente de los hombres. En el Primer Período Intermedio los narradores no dudaban en presentar al rey en situaciones humillantes. Así en el Cuento de Neferkare‘ y del general Sisene (G. Posener), que transcurre muy al final de la VI Dinastía o durante la VIII, el autor presenta al propio rey con un general y altos funcionarios conspirando contra un cierto «litigante de Menfis». Éste hace espiar al soberano y descubre que las relaciones entre este último y el general son de una naturaleza muy especial: «El rey llegó a la casa del general Sisene. Lanzó una piedra y golpeó con el pie. Sobre él hicieron descender una escala. Subió... Después que Su Majestad hubo hecho lo que deseaba junto a él (el general), se dirigió hacia su palacio. Ahora bien., había pasado cuatro horas en la casa del general Sisene.». La continuación del cuento se ha perdido, pero la parte conservada es bastante clara para mostrarnos al rey en una posición escabrosa. La expresión «hacer lo que se desea junto a alguien» tiene en egipcio un sentido sexual preciso, y en esto se ve hasta qué punto se había venido abajo el prestigio de la realeza.

Con ser menos escabrosos, otros cuentos de los comienzos del Imperio Medio presentan a algunos reyes del Imperio Antiguo bajo un aspecto desagradable, incluso odioso, y todo indica que entonces existía una corriente de opinión desfavorable a la realeza (G. Posener). Para luchar contra esta tendencia, Amenemmes I, por intermedio de literatos a su servicio, trata de relacionarse con la realeza de los comienzos del Imperio menfita, especialmente con la de Snefru, que parece haber conservado el prestigio que sus sucesores, más autoritarios, habían perdido. De esta manera es como, posiblemente bajo la influencia de la religión y de la moral osiriana, parece haber tratado de convertir a la realeza en más humana. Su hijo puso estas palabras en su boca: «He dado limosna a los pobres y alimentado al huérfano. He actuado de forma que el hombre que no tiene nada pueda llegar lo mismo que el que tiene».

Los documentos con los que contamos no nos permiten saber si los esfuerzos de Amenemmes I fueron coronados por el éxito. Sin embargo, se puede observar que las obras literarias a partir de su reinado no dirigen más críticas, ni siquiera veladas, a la persona real, como sucedía en los escritos del período precedente. Para restaurar completamente el prestigio real sólo le quedaba a Amenemmes volver a someter a los jefes de provincia a su autoridad directa y absoluta; pero la situación política es todavía demasiado inestable para permitir semejante restauración del poder sobre unos feudos que siguen siendo poderosos, y habrá que llegar al reinado de Sesostris III para ver la monarquía absoluta restaurada a imagen de la del Imperio Antiguo.

Aunque Amenemmes I no cambia nada en la organización de los nomos y respeta la herencia del cargo de nomarca, trata, no obstante, de controlar la administración provincial, y para evitar oposiciones en el momento de la sucesión se esfuerza por asegurar la continuidad de la monarquía dentro de su línea. Consigue este doble objetivo mediante la instalación de revisores reales junto a los nomarcas, y, además, por la institución de la corregencia del príncipe primogénito en vida de su padre.

El control real en las provincias se ejerce principalmente sobre los impuestos que los nomos deben al gobierno central. La buena administración del país exige un conocimiento exacto de la situación económica de Egipto. No es indispensable que las rentas reales se concentren en la capital, pero es necesario que se conozcan todos los recursos para que la administración central pueda disponer de ellos en interés general. De esta situación resulta, al menos durante la primera mitad de la dinastía, una colaboración de hecho entre la administración real y la del nomarca, sin que se pueda afirmar que Amenemmes la deseara así. Poseemos algunas indicaciones, muy escasas, sobre la manera en que los funcionarios reales y los nomarcas administraban juntos los bienes del patrimonio nacional. El texto más explícito se remonta al reinado de Sesostris I, pero todo indica que debieron producirse los mismos hechos bajo Amenemmes I. «Todos los impuestos debidos al rey pasaron por mis manos (habla un nomarca). Los vigilantes generales de las propiedades reales de ganado me confiaron 3000 toros de tiro... y yo pagaba regularmente la renta de los troncos y jamás existió ningún atraso a mi cargo en ningún despacho real».

En resumen, Amenemmes I restablece poco a poco un control real sobre las provincias por medio del fisco, dejando a los gobernadores herederos de ellas una gran libertad y autoridad. La fijación de las fronteras y el restablecimiento del catastro, realizada desde el año 2 de su reinado, siguiendo el «Diario» en papiro de un empleado del catastro central, constituían ya una injerencia real en la administración central. Este control se continúa de año en año por la vigilancia del personal de las tierras y los rebaños que pertenecían al rey en los diversos nomos.

El tesoro real es, pues, uno de los organismos esenciales de la XII Dinastía. Posee su propia flota, y está enteramente entre las manos de altos funcionarios que residen en la corte y que son, por tanto, independientes de los nomarcas.

Para evitar nuevas confederaciones de nomos similares a las que se habían formado al final del Primer Período Intermedio, que podrían reconstituirse en el momento de las sucesiones reales, como parece que sucedió a la muerte de Mentuhotep III, Amenemmes va a tratar de garantizar la continuidad del poder real quitando el menor motivo de oposición. Con esta finalidad, como podemos ver en una estela de Abidos, en el año 20 de su reinado asocia al trono a su hijo Sesostris I. De esta manera, al participar su hijo ya en el poder, podía resistir mejor a los pretendientes eventuales. Esta precaución era prudente, pues, como vamos a ver, la sucesión de Amenemmes iba a ser difícil.

La corregencia de Sesostris I coincide con una gran actividad en Egipto cara al exterior, como si el rey, demasiado anciano ya para participar en las expediciones militares, confiara el ejército a manos más jóvenes.

Si se cree la Profecía de Neferty, Amenemmes se limitó, durante la primera mitad de su reinado, a liquidar a los extranjeros que se habían infiltrado en el Delta con ocasión de los desórdenes del final de la XI Dinastía, y para evitar el retorno de tales intrusiones construyó fortalezas: «los muros del príncipe» en la frontera oriental, la más amenazada, contra los asiáticos, y otra del lado oeste contra los libios. A pesar de la expresión «muros del príncipe», no se trataba ciertamente de murallas continuas, sino más bien de fuertes que dominaban los pasos obligados, como lo demuestra el célebre texto de Sinuhé (cf. págs. posteriores); el fugitivo, queriendo evitar ser arrestado en el paso cercano a los «muros del príncipe», declara... «Yo me acurruqué en un matorral, por temor de que el centinela que estaba de servicio ese día en la muralla mirara hacia mi lado». La fortaleza ocupa, pues, una posición clave por la que Sinuhé debe pasar, pero le basta esperar a la noche para evitar ser visto. No se ha encontrado esta fortaleza que, según toda verosimilitud, debía elevarse a la entrada del Uadi Tumilat.

Nada indica, pues, que Amenemmes I dirigiera expediciones fuera de Egipto durante la primera mitad de su reinado. La situación cambia cuando Sesostris I se asocia al trono. En el año 24 de Amenemmes I, cuarto año de la corregencia, parece que el ejército egipcio penetró en Palestina (estela de Nesumontu). En el sur se da la misma actividad agresiva: Sesostris I funda Buhen en el año 25 de Amenemmes I, y este último se vanagloria de haber «sometido a los habitantes del país de Uauat y. capturado a los medjau (beduinos del sureste)» (Instrucciones de Amenemmes I). En el año 29 se conduce una nueva expedición a Nubia, y en la misma época el ejército egipcio tiene gran actividad en los desiertos este, suroeste y sureste.

La profundidad de la penetración egipcia en el sur es todavía materia de controversia. Se han encontrado en Kerma, al sur de la tercera catarata, dos grandes construcciones de adobes y, en las proximidades, un cementerio de tumbas bajo túmulos en las que se descubrieron las estatuas de un tal Hapidjefa y de su mujer. Hapidjefa, nomarca de Asyut, es un contemporáneo de Sesostris I. De esta excavación se sacó la conclusión de que Hapidjefa fue gobernador del Sudán y que allí fue enterrado (Reisner). Se ha combatido vivamente esta conclusión (Junker, Save-Sóderbergh), pues, por una parte, los egipcios consideraban como una abominación el ser enterrados fuera de Egipto, y es aún menos probable que un personaje tan importante como Hapidjefa se hubiese resignado a ello, ya que poseía una tumba en Asyut. Por otra parte, la necrópolis de Kerma ha suministrado numerosos objetos posteriores a la XII Dinastía, y ahora existe la duda de si no sería más bien contemporánea de la XIII (Save-Sóderbergh, Hintze); los objetos más antiguos encontrados en ella, especialmente los del Imperio Antiguo, procederían entonces de los saqueos cometidos durante las guerras del «Segundo Período Intermedio», en las que los habitantes del Sudán estuvieron muy implicados.

Si esto es cierto, en vida de Amenemmes I únicamente se habría conquistado la región que se extendía desde Asuán hasta el límite septentrional de la segunda catarata. Sesostris I, una vez solo en el poder, llevará mucho más lejos la penetración egipcia en el Sudán.

Durante el Imperio Antiguo, el enemigo principal de Egipto era Libia, donde habitaban los tehenu. A partir de la VI Dinastía aparecen en la misma región los temehu; posteriormente se confundirán ambos pueblos con cierta frecuencia en los textos egipcios. En el Imperio Medio, los habitantes de Libia representan siempre un peligro, y Amenemmes, para proteger a Egipto de sus correrías, hace construir una fortaleza en el Uadi Natrun. En el año 30 de su reinado, una vez conquistada la baja Nubia, Sesostris I dirigió una expedición al territorio de los temehu. A la vuelta de esta campaña, que resultó victoriosa, es cuando se produjo una sublevación palaciega en Ittaui, en el curso de la que Amenemmes I fue asesinado. Por el texto de Sinuhé sabemos que este acontecimiento tuvo lugar en el «año 30, el tercer mes de la inundación, el séptimo día», es decir, posiblemente el 15 de febrero de 1962 a. C. (W. C. Hayes). Hacía poco más de nueve años que Sesostris I ejercía la corregencia.

Conocemos los trágicos acontecimientos que pusieron fin al reinado de Amenemmes I por un texto notable, Las instrucciones de Amenemmes. En este documento el rey, ya muerto, se dirige desde el más allá a su hijo Sesostris I, y le cuenta el atentado que puso fin a su vida: «Fue después de la cena, la noche ya había llegado, yo me había retirado y yacía tendido en mi cama. Estaba fatigado y me sumergía en el sueño. (De repente) se produjo como un (lejano) ruido de armas entrechocadas y como si se gritara mi nombre. Yo me desperté entonces con el ruido del combate. Estaba solo y vi que los guardias peleaban. Si me hubiese dado prisa (tan pronto como hubiera tenido) las armas en la mano, habría hecho huir a los cobardes, pero nadie es valiente de noche, nadie puede pelear solo, nadie vence sin aliado. ¡Ay!, la agresión tuvo lugar cuando yo me encontraba sin ti...».

En el momento en que Amenemmes I sucumbía cerca de Menfis, en efecto, Sesostris I, de regreso de Libia, se encontraba todavía cerca de la frontera en el Delta occidental. La historia de Sinuhé nos ha conservado el relato de lo que se produjo entonces: «Los amigos del palacio enviaron mensajeros... para dar a conocer al hijo del rey los acontecimientos sucedidos en la corte. Los mensajeros le encontraron por el camino; le alcanzaron al anochecer. No tardó ni un instante. El Halcón (metáfora para designar al nuevo faraón) se fue rápidamente con su escolta sin informar de ello a su ejército».

El mismo Sinuhé nos explica el sigilo y la pronta partida de Sesostris I hacia Menfis «(pero) se había enviado (también) a buscar a los infantes reales que iban detrás de él en este ejército y se llamó a uno de ellos.». De esta manera se había urdido el complot, según nos permite conocer, además, el texto de las Instrucciones, en los medios allegados al anciano rey que confiaba en su hijo: «No había previsto nada, no estaba desconfiado. Pero ¿han tomado alguna vez las mujeres las armas? ¿Se ha visto jamás a los traidores surgir del interior del propio palacio?», y en otro pasaje: «Aquel que comió mi pan fue el que enroló a los facciosos, aquél al que había tendido mis brazos fue el que suscitó la sublevación». Así, a pesar de la precaución de Amenemmes I de nombrar a Sesostris I como corregente, poco faltó para que estallasen los desórdenes y la situación era tan incierta que Sinuhé prefirió huir a Asia por temor de verse implicado en el conflicto, como él mismo dice ingenuamente: «No me proponía volver a aquella corte en la que pensaba que habría luchas».

 

Egipcios transportando grano, según una pintura de la XI dinastía, procedente de El-Cebelen (Museo Egipcio, Turín). Aunque en el Antiguo Egipto no existía la esclavitud como clase social, de hecho los campesinos estaban al servicio del rey, de los poderosos o del templo. El fellah de la actualidad es una versión moderna de estos campesinos.

 

V. SESOSTRIS I (1971-1928)

No se sabe de qué manera Sesostris I terminó con la conspiración; sin embargo, lo logró, y convertido de nuevo rápidamente en el único amo de Egipto reinó todavía durante treinta y ocho años. Sólo dos años antes de su muerte asoció al trono a su hijo Amenemmes II. A pesar de la crisis dinástica de 1962, no parece que el orden interior fuera afectado ni seriamente ni durante mucho tiempo, y el reinado de Sesostris I fue un reinado de esplendor tanto en el exterior como en el interior.

Ya al final del reinado de Amenemmes I había comenzado la penetración en Nubia gracias a las expediciones dirigidas por Sesostris I. Durante su reinado personal, este último se contentó con hacer que los nomarcas continuaran su obra. Estos se encargaron de mantener la presencia egipcia en Nubia y de continuar la progresión. En el año 18, hacia 1954 a. C., se llegó más allá del reino de Kush. Si, como todo hace suponer, este reino está bien localizado un poco hacia el sur de Semnah, los ejércitos egipcios habrían rebasado los obstáculos de la segunda catarata. Es posible que para consolidar estas conquistas Sesostris I hiciera entonces construir fortalezas a lo largo del Nilo, de la misma manera que su padre había fortificado las fronteras este y oeste. La actual campaña de rescate de monumentos de Nubia (1964) permitirá posiblemente saber si las grandes fortificaciones erigidas por Sesostris III estuvieron precedidas por las construcciones de Sesostris I; en Buhen sucedió así, y sin duda no se trata de un caso aislado.

Durante el Imperio Antiguo, la política egipcia en Nubia estaba determinada principalmente por un sentimiento autodefensivo y, accesoriamente, por el deseo de procurarse ciertos productos exóticos. Con el Imperio Medio aparece un nuevo motivo: la búsqueda del oro. A partir de Sesostris I comienzan a ser explotadas las minas de oro del Sudán en beneficio de Egipto, y, poco a poco, la extracción del mineral aurífero se convertirá en la más importante fuente de riqueza de Nubia.

Aunque las relaciones entre Egipto y los habitantes del sur son a veces borrascosas, no pasa lo mismo con Asia, donde parece que Sesostris I realiza una política que casi podría calificarse de entente cordiale. Esta actitud queda demostrada a la vez por las inscripciones del Sinaí y por la Historia de Sinuhé.

La penetración egipcia en el Sinaí para la explotación de los yacimientos de turquesas y, sin duda, de cobre se remonta al comienzo del Imperio Antiguo. Pero después de Pepi II cesan las expediciones y no vuelven a emprenderse hasta principios de la XII Dinastía. Mientras que en el Imperio Antiguo las relaciones entre egipcios y asiáticos eran malas, como lo demuestran las numerosas escenas de guerra grabadas en las rocas de la península, con la XII Dinastía estas relaciones cambian y se ha podido observar que «las inscripciones no contienen ni una alusión a los enemigos, por el contrario, los asiáticos del Sinaí o de las regiones adyacentes acompañan muy frecuentemente, cuando no regularmente, a las expediciones egipcias» (J. Cerny, 1955), y, en efecto, son muy numerosas las inscripciones grabadas por los asiáticos junto a las de los egipcios.

La célebre Historia de Sinuhé confirma que las relaciones entre asiáticos y egipcios fueron pacíficas durante el reinado de Sesostris I. Sinuhé, para no verse implicado en la conspiración del año 1962, huyó a Asia; allí permaneció más de veinte años. Ahora bien, a lo largo de todo el relato de su permanencia en Asia, que cubre la mayor parte del reinado personal de Sesostris I, no se habla en absoluto de guerra entre Egipto y el reino asiático y además los principados asiáticos aparecen como independientes de Egipto, con el que, sin embargo, mantienen excelentes relaciones: algunos egipcios se establecen allí, como Sinuhé, y los mensajeros del faraón recorren todo el país sin ser molestados. Después de la campaña que tuvo lugar unos seis años antes de la muerte de Amenemmes I y durante todo el reinado de Sesostris I, no se produjo ninguna acción militar egipcia en Asia. Incluso conviene subrayar que esta campaña del año 4 de la corregencia Amenemmes I-Sesostris I no rebasó las primeras ciudades de Palestina meridional, en el límite del desierto de Suez.

Durante las excavaciones en Palestina y en Siria se han descubierto numerosos objetos egipcios del Imperio Medio. Como los textos descartan posibles guerras victoriosas de los asiáticos en Egipto durante esta época, dichos objetos no pudieron llegar allí más que, por decirlo así, pacíficamente. En otros términos, constituyen la prueba o de un tráfico comercial entre Egipto y Asia o de una política sistemática por parte del faraón. En efecto, sabemos por la correspondencia de Tell el-Amarna que la corte de Egipto, durante el Imperio Nuevo, tenía la costumbre de hacer regalos a los príncipes y reyes de Asia a cambio de su alianza; todo nos permite suponer que Sesostris I practicó ya esta costumbre. En Ugarit (Ras Shamra) se encontró un collar de amuletos y de perlas con el emblema de Sesostris I, y se han descubierto numerosos escarabajos con el mismo nombre en Palestina (Gaza, Laquis, Gazer, Betshán, Megiddo). Un pasaje del cuento de Sinuhé evoca además la costumbre, durante el reinado de Sesostris I, de hacer regalos a los príncipes extranjeros; habiendo solicitado volver a entrar en Egipto, Sinuhé describe de esta manera la respuesta favorable del faraón: «Entonces Su Majestad me hizo unos envíos con una largueza típicamente real; ésta dilató el corazón de este humilde servidor como (si se hubiese tratado) de un príncipe de cualquier país extranjero».

Esta política, que podría calificarse de «política de los regalos», inaugurada por Sesostris I, fue continuada por sus sucesores y a ella se deben las estatuas del Imperio Medio encontradas no sólo en Asia, sino incluso en Creta y en Nubia. La presencia de objetos egipcios en Creta y de algunos objetos minoicos en Egipto ha llevado a los historiadores a admitir la existencia de relaciones directas entre la gran isla de Minos y Egipto desde el reinado de Mentuhotep II. Esta hipótesis, con independencia de su base arqueológica, está fundamentada en una mala traducción de una palabra egipcia, Hau-nebut, que, según parece, designaba a los egeos prehelenos. He demostrado (1953) que se trataba de un error, al ser Keftiu el nombre de Creta y al no haber comenzado las auténticas relaciones directas entre ambas civilizaciones más que con la XVIII Dinastía. Sin embargo, no existe la menor duda de que se establecieran relaciones indirectas entre Creta y Egipto desde el Imperio Medio. Estas relaciones, más débiles de lo que se ha creído, tenían como intermediarios a Siria y Chipre. Ras Shamra, a donde Sesostris envió regalos, era un centro comercial al que llegaban los objetos egeos (Cl. F. A. Schaeffer); desde aquí podían ser reexportados a Egipto. De la misma manera podían pasar a Creta los objetos egipcios, numerosos en Palestina y en la costa Siria.

La influencia exterior de Egipto no se limita a Nubia y a Asia. Las campañas militares en el sur, durante la corregencia, estuvieron precedidas por una nueva ocupación de los desiertos orientales y occidentales. No se aminoró tal empuje durante el reinado personal de Sesostris I y los documentos nos dan a conocer que los egipcios llegaron entonces hasta los grandes oasis occidentales. La región tebana es el punto de partida de las expediciones hacia el desierto oeste. El comandante de una de estas expediciones escribe: «Llegué a los oasis occidentales. Reconocí todos sus caminos de acceso y recogí a los fugitivos que por allí encontré. Mi ejército permaneció sano y no sufrió pérdidas» (estela de Kai, en Kamula). Por la parte de Libia propiamente dicha, al noroeste de Egipto, la campaña que precedió en poco tiempo al asesinato de Amenemmes I parece haber asegurado la tranquilidad en Egipto, pues ya no se habla más de los templos en los textos que se remontan al reinado personal de Sesostris I.

Al acabar el reinado de Sesostris I, la baja Nubia, desde la primera catarata hasta el sur de la segunda catarata, está bajo el control egipcio. Asia se abre a una influencia pacífica de Egipto, los desiertos este y oeste se ven recorridos por las expediciones mineras egipcias, los libios, ya vencidos, no representan ahora un peligro para el valle del Nilo. Esta influencia y esta expansión de Egipto fuera de sus fronteras son el resultado directo del desarrollo interno del mismo Egipto.

La política interior de Sesostris I asegura la prosperidad material de la totalidad del país, prosperidad que se manifiesta en la actividad arquitectónica, tanto en el alto como en el bajo Egipto. Existen muy pocos yacimientos egipcios que no nos hayan proporcionado monumentos que se remonten a este reinado.

No parece que Sesostris I hubiera variado en nada la política de su padre con relación a los nomarcas. Por lo general, la mayoría de éstos eran los hijos de los que habían sido nombrados por Amenemmes I. Éstos aseguraron una buena administración provincial para Egipto, sin abusar, según parece, de la independencia que les dio la herencia de su cargo y su fortuna personal. Todos ellos permanecieron fieles a Sesostris I en el momento del asesinato de Amenemmes I y le suministraron los contingentes de tropas necesarias para el ejército real.

La política que podríamos llamar de «revalorización» de la realeza, inaugurada por Amenemmes, produce sus frutos durante el reinado de Sesostris I. No hay más que leer el elogio de Sesostris I en el cuento de Sinuhé para convencerse de ello. «Es un dios aunque no tiene su apariencia, antes del cual ningún otro (como él) ha existido. Es un maestro de sabiduría tanto en sus resoluciones perfectas como en sus órdenes excelentes...». Si el texto de Sinuhé emplea siempre la palabra «dios» para designar al rey, las cualidades que le atribuye: fidelidad, sabiduría, valor, amabilidad, son cualidades humanas y revelan la evolución que se produce en la concepción de la realeza entre la IV y la VI Dinastía. Si el rey conserva todavía el epíteto de neter nefer, «el dios bueno», es más un superhombre que un dios, y el carácter humano de su autoridad, posiblemente bajo la influencia de la religión osiriana, contrasta fuertemente con la autoridad inhumana de la monarquía del Imperio Antiguo.

Para asegurar la continuidad del poder legítimo, Sesostris I asocia al trono a su hijo Amenemmes, pero, quizá al darse cuenta de los peligros que implica una corregencia demasiado larga, es al final de su vida cuando le nombra corregente, de manera que no reinaron juntos más que dos años, desde el año 42 hasta el año 44 de su reinado. Para ayudarle en la administración central, Sesostris I dispone también de visires. Bien porque Amenemmes I hubiera desconfiado de la gran autoridad adjudicada al visir, o bien por casualidad, no nos ha llegado ningún texto que se refiera al papel desempeñado por el visir durante su reinado; los visires parecían desempeñar una función secundaria al comienzo de la XII Dinastía. Bajo Sesostris I se sucedieron por lo menos cinco visires, y cabría preguntarse si el rey, continuando la política de su padre, no se habría esforzado por limitar el peligro de usurpación dividiendo en dos la función del visir: habría tenido entonces dos visires, uno para el norte y otro para el sur.

Cualquiera que sea la extensión de su jurisdicción, el visir, durante el reinado de Sesostris I, permanece como jefe de la justicia y de la administración en su conjunto. Él es quien promulga las leyes y conserva los archivos. Sus títulos de «jefe de los trabajos reales» y de «tesorero en jefe» hacen de él el jefe de la economía del reino. Por tanto, tiene todos los poderes, excepto el del ejército y el de la policía.

Con la ayuda de los nomarcas hereditarios y de los visires, Sesostris I continuó la reorganización de la administración que había emprendido su padre. Esta reorganización produce muy pronto sus frutos y el reinado de Sesostris I es un período de un gran desarrollo económico para Egipto. Las necrópolis provinciales, en la totalidad del país, demuestran, de manera patente, la riqueza de los nomos en esta época. Pero la obra de estos primeros faraones de la XII Dinastía no se limita a restaurar la abundancia tal como debía de haber existido en el esplendor de la realeza menfita, sino que también trata de crear nuevas fuentes de riqueza, especialmente por la revalorización del Fayum. Si es principalmente el nombre de Amenemmes III el que permanece unido al desarrollo agrícola de esta provincia, Sesostris I al menos inició esta política de expansión.

Desde que se abandona el Delta, el valle del Nilo no es más que una sucesión de pequeños valles agrícolas insertados entre los acantilados libios y arábicos. Estos valles jamás son importantes, salvo en el Fayum, donde desde el Neolítico existe un gran lago. Una de las inquietudes de la XII Dinastía será la de realimentar con agua esta depresión que los aluviones del lago prehistórico vuelven más rica. La proximidad de Menfis aumenta más aún la importancia de este centro agrícola, que se convierte, gracias a los Amenemmes y Sesostris, en una de las más ricas provincias egipcias.

La mejor prueba que poseemos del desarrollo económico de Egipto durante el reinado de Sesostris I es todavía el número de monumentos que fueron construidos o restaurados en su época. Treinta y cinco yacimientos por lo menos nos proporcionan restos arqueológicos que se remontan a Sesostris I; desde Alejandría hasta Asuán no existe ninguna localidad importante que no nos ofrezca restos de su actividad. Esto supone una economía lo suficientemente floreciente para que los trabajos destinados a asegurar la vida cotidiana del país dejasen el número suficiente de trabajadores libres para los trabajos reales.

Sin duda alguna, la empresa más importante de Sesostris I fue la restauración del Templo de Heliópolis. Se ve claramente que esta restauración estuvo determinada por razones a la vez religiosas y políticas. Desde el punto de vista religioso, Heliópolis, en egipcio Iunu, capital del nomo XIII del Bajo Egipto, era la residencia del dios solar Re‘, uno de los más antiguos dioses de Egipto; así, pues, la dinastía tenía interés en restablecer para su provecho la influencia de un culto y de un sacerdocio que pudieran ser aceptados por el conjunto del país. Desde el punto de vista político, el dios de Heliópolis había sido el protector por excelencia de los faraones del Imperio Antiguo, que tomaron el título de «Hijos de Re‘»; al restaurar el templo de este dios,

Sesostris intentó reanudar la tradición del Imperio Antiguo y afirmarse como el descendiente legítimo de sus faraones. Finalmente, el templo estaba situado a la entrada del Delta y era uno de los grandes centros de peregrinación de los habitantes del Bajo Egipto; al embellecerlo, Sesostris se atrajo la estimación de estos peregrinos, lo cual era de gran importancia dado que él era oriundo del sur. Por tanto, la restauración de Heliópolis se puede considerar en cierto sentido como un testimonio de la reconciliación entre el norte y el sur, que pone punto final a las luchas fratricidas entre las dos partes de Egipto.

Así, pues, a pesar de los difíciles comienzos como consecuencia del atentado contra Amenemmes I, el reinado de Sesostris I es uno de los más grandes de Egipto. Gracias a él la realeza vuelve a tener todo su prestigio y poderío; así no es extraño que fuera divinizado después de su muerte, y que la «gesta de Sesostris» que nos ha transmitido la antigüedad clásica, principalmente Diodoro, haya conservado el eco de sus realizaciones.

VI. LOS SUCESORES DE SESOSTRIS I: AMENEMMES II Y SESOSTRIS II (1929-1878)

La obra llevaba a cabo por Sesostris I explica en gran parte el reinado de sus sucesores inmediatos: éstos sólo tuvieron que mantener lo que habían hecho su padre y su abuelo.

Amenemmes II (1929-1895) fue, como hemos visto, corregente de su padre durante algo más de dos años. Prosiguió la política de aquél respecto a los nomarcas, a los que confirmó en la herencia de sus funciones (texto de Khnumhotep II, en Beni Hasan). En el exterior, gracias a la política de Amenemmes I y de Sesostris I, la posición de Egipto era lo suficientemente fuerte como para que fuera inútil afirmar su poderío por medio de las armas; no existe ningún texto que haga referencia a ninguna campaña militar bajo el reinado de Amenemmes II. Los tesoreros reales recorrían periódicamente Nubia; en Asia siguen penetrando influencias egipcias, como lo prueban la gran cantidad de objetos con el nombre del rey o de miembros de su familia (Esfinge de Qatne, estatua de Ras Shamra); se visitan las minas del Sinaí y se ponen en explotación nuevos yacimientos. Un tesoro encontrado en los cimientos del templo de Tod, en el Alto Egipto, demuestra que Amenemmes II sabía procurarse los productos asiáticos ad majorem dei gloriam. En efecto, se han encontrado, encerrados en cuatro cofres de bronce marcados con su sello, objetos de orfebrería, lingotes de oro y plata, «cilindros» babilónicos, copas y lapislázuli. Nada permite pensar que este tesoro sea el producto de un botín de guerra; pudo ser reunido por intercambios con los soberanos asiáticos.

Las relaciones comerciales se extendieron también hacia el sureste. Se estableció un puerto, Sau, en el Mar Rojo, en la desembocadura del Uadi Gasus, y al menos en el año 28 del reinado de Amenemmes II, hizo escala allí una flota de retorno de una expedición al País de Punt. Estas expediciones hacia Punt son siempre signo de prosperidad para Egipto; y tal es el caso, en efecto, bajo el reinado de Amenemmes II, si se juzga por la riqueza de las tumbas provinciales, así como por la importancia de la pirámide real construida en piedra en Dahshur, y por la riqueza del mobiliario funerario encontrado en las tumbas próximas pertenecientes a la familia del rey. Las joyas allí descubiertas están entre los ejemplares más bellos del arte egipcio.

Sesostris II (1897-1878), hijo de Amenemmes II, fue nombrado corregente hacia el año 1897; durante tres años compartió el poder real con su padre, muerto en 1885, antes de reinar él solo. Continuó estrictamente la política de sus antecesores y respetó el carácter hereditario de la función de nomarca. Aprovechándose de la «paz egipcia» establecida por los dos primeros faraones de la dinastía, no parece que llevara a cabo ninguna guerra ni en Asia, ni en África. Se contentó con hacer inspeccionar las fortalezas nubias que protegían la frontera meridional. La explotación de las minas y canteras siguió siendo muy activa tanto en el Sinaí como en el Uadi Hammamat, lo que atestigua prosperidad económica de Egipto, que se confirma además por el número de construcciones emprendidas por Sesostris II. Éste se interesó especialmente, como su abuelo, por el desarrollo del Fayum.

Con la muerte de Sesostris II, que tuvo lugar hacia 1878, se acaba un período excelente en la historia de Egipto. Los cuatro primeros faraones de la XII Dinastía, después de haber reunificado y pacificado Egipto y restaurado la autoridad real, intentaron volver a dar prosperidad económica al país. Evitando por todos los medios las guerras exteriores, hicieron difundirse al extranjero la influencia de Egipto; en el interior hicieron respetar la autoridad de la corona, pero sin que por ello quedaran afectados los derechos de la nobleza provincial.

Con el reinado de Sesostris III la política egipcia va a cambiar, tanto en el plano exterior como en el interior.

VII. SESOSTRIS III (1878-1843)

Sin duda el reinado de Sesostris III es el más glorioso de la XII Dinastía. Parece que la fuerte personalidad del rey, que se cree entrever en el enérgico rostro que se muestra en sus estatuas, haya eclipsado en la memoria de los hombres la de otros faraones de la dinastía; esto es injusto, sin duda, ya que nada indica en realidad que hayan sido inferiores un Amenemmes I o un Sesostris I. De hecho, además, en la «gesta de Sesostris», muchos de los rasgos prestados por los escritores helenísticos al legendario faraón han sido extraídos no solamente de Ramsés II, sino también de Sesostris I, de Amenemmes I y del mismo Sesostris III. Sea lo que fuere, es precisamente bajo su reinado cuando el Egipto del Imperio Medio consigue su apogeo.

Mientras que los primeros faraones de la dinastía, que había llegado al poder con la ayuda de los señores feudales, se guardaron mucho de tocar las prerrogativas de los jefes provinciales, uno de los primeros actos de Khakaure‘-Sesostris III fue suprimir el cargo mismo de nomarca. Se ignora cómo se operó esta reforma, si se hizo indispensable debido a los intentos de revuelta de los príncipes locales, o si, simplemente, el carácter autoritario del nuevo soberano no pudo soportar más la independencia de hecho de los grandes señores feudales. Las fuentes no permiten decidir esta disyuntiva; solamente se constata que, a partir de 1860, aproximadamente hacia la mitad del reinado, los textos no vuelven a mencionar a los nomarcas. Las dinastías de los grandes señores feudales que habían tomado por costumbre fechar los sucesos según su propio reinado y no según el del Rey, y que habían llegado hasta a consagrar colosos con sus propias efigies, tan grandes como los reales, en los templos, desaparecieron bruscamente de la escena política egipcia. Desde entonces las provincias se administran directamente desde la residencia real por tres departamentos especializados (en egipcio, uaret): uno para el Norte (uaret del Norte), otro para el Medio Egipto (uaret del Sur), y el tercero para el Alto Egipto (uaret de la Cabeza del Sur). Un alto funcionario dirigía cada uno de estos departamentos con la ayuda de un subdirector, de un Consejo (djadjat) y de funcionarios subalternos. El conjunto de esta administración provincial estaba bajo las órdenes de un visir.

Es posible que la destitución de los nomarcas haya sido progresiva; incluso podría no haber sido total, y alcanzar, sobre todo, a los todopoderosos príncipes del Medio Egipto, por ejemplo los de los nomos del Órix y de la Liebre, ya que se constata que el nomo de Anteópolis (Qaw-el-Kebir, 10° nomo del Alto Egipto), conservó su nomarca hasta el reinado de Amenemmes III. Esto no impide que, debido a esta medida, Sesostris III consiguiera una administración muy centralizada, próxima a la que había existido en tiempos del Imperio Antiguo. Así, pues, no es extraño asistir, bajo su reinado, al nacimiento de una nueva clase social, que se puede calificar de «clase media» (W. C. Hayes): funcionarios medios, artesanos y pequeños propietarios, que se aprovechan de la importancia recién adquirida para consagrar estelas con su nombre o estatuillas con su imagen en los santuarios de Osiris en Abidos.

La segunda realización de Sesostris III es la recuperación, por la fuerza, de Nubia. El origen y las razones de esta medida están, a decir verdad, tan oscuras como aquellas que condujeron a la supresión del cargo de nomarca. Nubia no parecía estar particularmente agitada bajo el reinado de Sesostris II, ni se convirtió, de repente, en una amenaza, pero hace falta reconocer que conocemos muy mal lo que allí aconteció entre 1930 y 1880 a. C. Cualquiera que contemple la red de fortalezas construidas en el Imperio Medio sobre la segunda catarata, desde Semnah, al sur, hasta Buhen, al norte, no puede dejar de quedar impresionado tanto por su cantidad y complejidad como por su fuerza. Sólo tienen explicación si los egipcios tenían frente a ellos, en esta región, a un enemigo agresivo, poderoso y bien organizado; no se justificarían si los egipcios sólo hubieran tenido necesidad de protegerse en Nubia de las incursiones de algunos pueblos nómadas, dispersados a través del desierto oriental. De hecho la edificación de este prodigioso sistema defensivo está relacionada con el problema de Kerma. Todo indica que desde principios del segundo milenio la alta Nubia entra en un período de desarrollo acelerado, bien porque fuera invadida por pastores procedentes del sur o del suroeste, o porque los descendientes de las tribus de los Grupos A y B, quizá bajo la influencia de Egipto, conocieran una evolución cultural a la vez que un fuerte crecimiento demográfico durante el transcurso del Primer Período Intermedio. Aparecen entonces allí poblaciones que tal vez sean nuevas.

Recientes excavaciones realizadas en la Nubia sudanesa (1961-1967) han demostrado que dichas poblaciones, llamadas del grupo C, ocupaban toda la región situada entre Asuán, al norte, y los primeros rápidos de la segunda catarata, al sur. Después aparecen hacia el sur poblaciones pertenecientes a la llamada cultura de Kerma.

Las poblaciones del grupo C pertenecen, según parece, a una raza africana blanca, camítica, emparentada con los egipcios del sur y afín a los actuales bereberes del norte de África. No se trata, pues, de negros, aunque indudablemente eran de color muy oscuro y a veces manifestaron algunas características negroides debidas al contacto con pueblos más alejados del sur.

Por supuesto se trata de poblaciones sedentarias establecidas en el valle del Nilo, pero aún dedicadas en gran medida a la cría de ganado, especialmente de bovinos. Fabricaban una bellísima cerámica roja con bordes negros, heredera de las técnicas del predinástico, o negra con decoración incisa blanca, a veces polícroma. Tales poblaciones suministraron al menos parte de los mercenarios nubios que combatieron en ambos campos durante las luchas intestinas del Primer Período Intermedio. Se suele suponer que dichas poblaciones procedían de territorios extranjeros, de las estepas del sur y del suroeste, pero es igualmente posible que descendieran simplemente de las tribus de los grupos A y B, que, quizá bajo la influencia de Egipto, conocieron una evolución cultural, paralela a un fuerte desarrollo demográfico, durante el Primer Período Intermedio. El centro de «ebullición» parece que estaba en la región situada entre la segunda y la cuarta catarata, pero la baja Nubia tampoco salió indemne, como demuestran las campañas de Mentuhotep y de Amenemmes I en Uauat. El centro político más evidente de esta nueva potencia nubia fue Kerma. Parece necesario descartar la posibilidad de un dominio egipcio en este centro al principio de la XII Dinastía, y es verosímil que los contactos entre ambas potencias, Egipto por una parte y los nubios de Kerma por otra, no fueran forzosamente hostiles en esta época. Egipto se contentó con penetrar en la periferia del nuevo estado, que muy probablemente no estaba unificado. De todas formas, el hecho de que ya Sesostris I considerara necesario fortificar la segunda catarata indica, a nuestro juicio, que Egipto estaba plenamente consciente del peligro que representaba la nueva potencia nubia en su frontera sur. ¿Qué ocurrió después? ¿Las relaciones de buena vecindad entre los nubios de Kerma y los egipcios se deterioraron por culpa de los primeros o de los segundos? No se sabe. El hecho es que Sesostris III intervino con energía. No dirigió menos de cuatro campañas militares en el sur.

Sesostris III comenzó por reafirmar la base de partida de las expediciones acondicionando y limpiando los canales que permitían a los navíos egipcios franquear los rápidos de la primera catarata. Uno de estos canales no tenía menos de 80 metros de largo, por 10 de ancho y 8 de profundidad. En el año 8, una vez terminados estos trabajos, el Rey lanzó la primera campaña «para destruir a Kush la despreciable». Esta expedición fue insuficiente, ya que fue seguida de otras tres en los años 10, 16 y 19. En el curso de la campaña del año 16, Sesostris parece haber penetrado profundamente en territorio enemigo, donde arrasó las aldeas, cautivando a las mujeres, destruyendo los pozos e incendiando los campos. La expedición del año 19, que se puso en marcha en el momento en que las aguas estaban más altas, ya que así los rápidos se podían atravesar más fácilmente, en septiembre o como muy tarde a principio de octubre, no volvió a Egipto hasta el período de las aguas bajas en abril o mayo, es decir, después de una campaña de ocho meses por lo menos.

A pesar de estas guerras en el interior de su territorio, Sesostris no llegó a acabar con el peligro latente que representaban los nubios. Por ello se ocupó de fortificar sólidamente la frontera allí donde ésta era más fácil de defender, es decir, entre Semnah y Buhen, y, por otra parte, dio estrictas consignas para impedir toda infiltración de los nubios en dirección a Egipto. La estela del año 8 de su reinado encontrada en Semnah es, desde este punto de vista, de las más características: «Frontera del sur establecida en el año 8 bajo la majestad del rey del Alto y Bajo Egipto Khakaure‘ (Sesostris III)... para impedir que cualquier nehesy (nubio) la franquee al descender la corriente por vía terrestre o en barca, y cualquier rebaño de los nehesiu, salvo un nehesy que venga a comerciar a Iken o en misión oficial» (Estela de Berlín, 14753, traducción Posener).

Algunos de los despachos expedidos por los comandantes de las fortalezas que han llegado hasta nosotros muestran que estas instrucciones aún se seguían al pie de la letra bajo los sucesores de Sesostris III. Las fortalezas impedían a cualquier tropa nubia pasar a la región de las cataratas. De esta forma, aunque Sesostris III no consiguió destruir por completo la potencia nubia, por lo menos puso a Egipto al abrigo del peligro que este país representaba, y ello explica que fuera divinizado en la zona de las cataratas. Todavía en el Imperio Nuevo su culto se celebraba en las fortalezas de Semnah.

Respecto a Asia, Sesostris III rompe con la política de sus predecesores. Cesa la coexistencia pacífica de los egipcios y de los asiáticos en el Sinaí, y las expediciones mineras deben ser apoyadas militarmente. Ya en los comienzos del reinado un ejército guiado por el rey en persona entró en territorio asiático y penetró hasta Sekmen en Palestina (probablemente Siquem, a 50 kilómetros al norte de Jerusalén). No se posee otra indicación sobre las campañas asiáticas de Sesostris III, pero los «textos de conjuros» (Áchtungstexte, Execration Texts) sobre cascotes de cerámica encontrados en el Alto Egipto y en Mirgissa nos dan una lista de los príncipes y pueblos asiáticos que, de una parte, atestigua un conocimiento real de la situación política en el pasillo sirio-palestino, y, de otra, indica que estos pueblos debían estar considerados como enemigos en potencia de Egipto, ya que los egipcios estimaron necesario reducirlos a un estado en el cual no les fueran perjudiciales.

En el momento en que Sesostris III desapareció el poder real estaba en su apogeo. Egipto estaba bien protegido de las incursiones extranjeras, tanto al sur como al este; la supresión del cargo de nomarca hizo revertir todos los poderes en las manos del rey; económicamente, Egipto estaba en un período de florecimiento, como atestiguan tanto la gran cantidad de estatuas pertenecientes a la clase media como los monumentos reales.

VIII. AMENEMMES III (1842-1797)

Aprovechando la acción enérgica de su padre, tanto en el plano exterior como en el interior, Amenemmes III parece ser que tuvo un reinado pacífico. Permaneció en el poder durante cuarenta y cinco años; como su padre había reinado treinta y cinco, debió ser de edad avanzada a su muerte. Este largo reinado se consagró al desarrollo económico del país.

Tal desarrollo se hizo notable debido a la intensidad de la explotación de las reservas mineras del Sinaí, donde se han encontrado más de 50 inscripciones que se remontan al reinado de Amenemmes III. Se mejoraron allí las instalaciones y se engrandeció considerablemente el templo de Hathor. Las otras regiones mineras, en el Hammamat y en el Sur, parecen haber conocido la misma actividad que el Sinaí, pero el acabar de revalorizar el Fayum es lo que aseguró principalmente el renombre de Amenemmes III. En época griega sólo se le atribuía la paternidad de una obra que, de hecho, no había sido empezada ni en el reinado de Sesostris II, sino mucho antes. Sin embargo, indudablemente Amenemmes III finalizó el establecimiento del sistema de diques y canales que, al regularizar y controlar la llegada de las aguas del Nilo por el Bahr Yúsef, permitió revalorizar una gran extensión de terreno en la depresión del Fayum, conocida por los griegos como el Lago Moeris. Se ha estimado en unas 7000 hectáreas el terreno que de este modo se dedicó al cultivo.

La riqueza de Egipto permitió a Amenemmes III multiplicar las construcciones. Los griegos consideraban el Laberinto, según expresión de Heródoto, como «por encima de cuanto se pudiera decir». Este monumento no es otro que el templo funerario de Amenemmes III en Hawara, y puede que fuera, al mismo tiempo, su palacio y centro administrativo; desdichadamente, está totalmente destruido y es imposible hacerse una idea de este monumento que, según Heródoto, sobrepasaba en belleza a las grandes pirámides.

IX. EL REY HOR Y AMENEMMES IV

A la muerte de Amenemmes III Egipto había estado gobernado durante un siglo únicamente por dos soberanos, Sesostris III y Amenemmes III; era, pues, inevitable que su sucesor fuera también de edad avanzada. Es posible que uno de los hijos de Amenemmes III, después de haber reinado varios años conjuntamente con su padre haya desaparecido antes que él. De esta forma se pueden explicar los monumentos de un tal rey Hor encontrados cerca de la pirámide de Amenemmes III. No obstante, un hallazgo reciente en Tanis tiende a atribuir el reinado de este rey a la XIII Dinastía (P. Montet y H. Kees).

Sea como fuere, Amenemmes IV, que según los monumentos y las listas reales sucedió directamente a su padre Amenemmes III, no reinó más de nueve años, tres meses y veintisiete días (Papiro de Turín), y eso contando la corregencia con su predecesor. Aunque efímero, el reinado de Amenemmes IV parece haber sido próspero si se le juzga por la cantidad y calidad de los monumentos que le pertenecen. Durante él la influencia egipcia se siguió extendiendo a Asia, ya que se han encontrado objetos con su nombre en una tumba principesca de Biblos.

X. SEBEKNEFRURE‘ (1789-1786)

El último soberano de la XII Dinastía fue una mujer: Sebeknefrure‘ o Sebekneferu. Sin duda era hija de Amenemmes III y hermana o hermanastra de Amenemmes IV. Sólo reinó algo más de tres años (tres años, diez meses y veinticuatro días, según el Papiro Real de Turín). Sin embargo, se ha encontrado un gran número de monumentos con su nombre. El hecho de que fuera una mujer quien tomase el poder parece indicar que la larga línea de Sesostris y de Amenemmes había llegado a su fin y no existía ya ningún heredero varón. Esto explica que la dinastía se acabe con el reinado de esta soberana.

XI. LA CIVILIZACIÓN EGIPCIA BAJO EL IMPERIO MEDIO

Si el Imperio Medio egipcio no ha dejado ningún monumento comparable a las grandes pirámides del Imperio Menfita se debe en gran parte al hecho de que empleaba para sus construcciones materiales menos resistentes que los enormes bloques de piedra caliza de las canteras de Tura. Pero tenemos el testimonio de los viajeros griegos del siglo V a. C., según los cuáles sus monumentos al menos igualaban, si no los superaban, a los del Imperio Antiguo.

En efecto, la civilización egipcia conoció durante el Imperio Medio una de sus épocas más brillantes. El poder real, totalmente restaurado bajo Sesostris III, hizo difundirse la cultura egipcia no solamente dentro de sus fronteras sino también en el exterior del país. Desde entonces el pasillo sirio-palestino y la alta Nubia, sin estar directamente bajo la autoridad del faraón, se impregnan cada vez más del arte y de la literatura egipcia. Esta difusión sobrepasa incluso los países limítrofes, y la Europa prehelénica, indudablemente a través de Siria, comenzó a recibir objetos egipcios. Tal vez se ha exagerado la estrechez de las relaciones que unían al mundo egeo con Egipto, pero los objetos egipcios encontrados en Creta y los vasos minoicos hallados en Egipto atestiguan la realidad de estos contactos. De aquí en adelante la sombra de Europa se perfilará en el horizonte egipcio. Aunque es falso hablar de un Imperio egipcio bajo la XII Dinastía, ya que en el mejor de los casos no habría sobrepasado por el noreste la frontera meridional de Palestina y por el sur los rápidos de la segunda catarata, no deja de ser cierto que el Egipto de Sesostris difundió su cultura a los países que le rodeaban. Esta influencia la debe fundamentalmente a la perfección de su arte.

Los templos del Imperio Medio, la mayoría construidos con pequeños bloques de piedra caliza, han desaparecido desde hace tiempo en los hornos de cal del Egipto moderno e incluso contemporáneo. En aquellos que por fortuna se han conservado, como en Medínet el-Maadi y en Kárnak, en los cimientos de templos del Imperio Nuevo, se aprecia mejor la pérdida irreparable que ha sufrido el arte universal con su desaparición. Los relieves de sus paredes que han llegado hasta nosotros igualan en perfección a los del Imperio Antiguo. La joyería y bisutería, tal como nos la han revelado los hallazgos de Lahún y de Dahshur, muestran que los artesanos del Imperio Medio tenían tanta destreza como los del Imperio Nuevo, y que, muy a menudo, tenían más gusto que los de Tutankhamon. Pero es en la escultura donde la XII Dinastía consigue la máxima perfección. Los artistas del Imperio Medio sustituyen la imagen serena e impasible del faraón, que el Imperio Antiguo nos ha legado, por la de un hombre, pero la de un hombre a quien las vicisitudes de la vida y del poder han modelado el rostro, muy a menudo trágico y atormentado. El vigor realista de los retratos de Sesostris III y de Amenemmes III que nos han dejado estos artistas es el mejor testimonio de la perfección y del universalismo del arte egipcio.

La literatura egipcia conoce entonces su edad de oro. Los egipcios de las épocas posteriores sacarán sus modelos de los textos del Imperio Medio. Este período es, por excelencia, la edad literaria clásica del antiguo Egipto. Se ha demostrado recientemente (G. Posener) que esta literatura estaba ampliamente inspirada por los mismos soberanos con una segunda intención política, pero no por ello pierde nada, ni de su potencia ni de su encanto. La Historia de Sinuhé, por ejemplo, sigue siendo, después de cuatro milenios, «una de las obras maestras de la literatura universal»; se ha podido demostrar fácilmente que el Cuento del Náufrago y las historias maravillosas del Papiro de Westcar son el origen de algunas leyendas de las Mil y Una Noches, lo que demuestra que han fascinado a generación tras generación.

Pero la obra escrita del Imperio Medio no se limita a la literatura propiamente dicha; es también en esta época cuando se componen obras científicas como los numerosos Papiros Médicos (Papiros Hearst, Ebers y de Berlín). Aunque conservados en papiros del Imperio Nuevo, han sido escritos en realidad en el Medio, como la crítica de los textos ha podido comprobar. Sucede igual con los Papiros Matemáticos (Papiros Rhind y de Moscú). Finalmente, un papiro hallado en el Ramesseum, que establece listas de nombres geográficos, técnicos, anatómicos, de oficios, de la fauna y de la flora, ha demostrado que los egipcios del Imperio Medio habían conseguido ya un nivel cultural lo bastante elevado como para suscitar la necesidad... de una enciclopedia.

Así, después del eclipse del Primer Período Intermedio, los faraones del fin de la XI Dinastía y de la XII han sabido volver a dar a Egipto una prosperidad incomparable, prosperidad que, por la fuerza de los hechos, se tradujo por una plenitud de la cultura en todas sus manifestaciones.

EL SEGUNDO PERIODO INTERMEDIO

Y

LA INVASIÓN DE LOS EGIPCIOS

 

No existe período más oscuro en toda la historia de Egipto que el que abarca desde fines de la XII Dinastía (hacia 1785 a. C.) hasta el advenimiento de la XVIII (hacia 1570). Afortunadamente la fecha de la muerte de Sebeknefrure‘ y la de la toma del poder por Ahmosis I, el fundador del Imperio Nuevo, se han podido determinar con exactitud, la primera gracias a la cronología sotíaca, y la segunda a otros criterios sólidos, ya que sin esto no tendríamos ningún elemento para estimar el lapso de tiempo transcurrido entre el final del Imperio Medio y los comienzos del Nuevo, época que se ha convenido en llamar Segundo Período Intermedio por analogía con el Primer Período Intermedio que se extiende entre el Imperio Antiguo y el Medio.

Si se hubiera seguido la cronología tal y como ha sido transmitida por Manetón se habría tenido la tentación de atribuir al Segundo Período Intermedio una duración de mil quinientos noventa años, duración que parece justificada por la gran cantidad de reyes (más de doscientos) que reinaron durante esta época. El que unos 217 faraones reinaron realmente durante el Segundo Período Intermedio está confirmado por las listas egipcias antiguas, sobre todo por las listas reales y, especialmente, por el Papiro de Turín, nuestra guía más segura, que ha conservado el recuerdo y los nombres de 123 reyes como mínimo, a los que se deben añadir los de los faraones que no menciona pero que conocemos por las otras listas reales, principalmente por la Kárnak, o por los monumentos.

Al estar bien fijada la muerte de Sebeknefrure‘ en 1786, y la de la ascensión al trono de Ahmosis I en 1567 a. C., cabe afirmar que el Segundo Período Intermedio no ha podido abarcar más que unos doscientos veinte años. Para encuadrar en este tiempo limitado a cerca de 220 reyes haría falta suponer que cada uno de ellos no ha reinado más que un año escaso. Pero si algunos de ellos, según sabemos por las fuentes antiguas, apenas conservaron el poder algunos meses, como Renseneb, de la XIII Dinastía, o Antef VI, de la XVII, otros reinaron numerosos años, como Merneferre‘, que conservó el trono más de veintitrés años, o Apofis I, que lo hizo más de cuarenta. Si a esta aclaración se añade el hecho de que la duración media del reinado de los faraones, en los períodos en los que el orden de sucesión y la cronología de los reinados se han fijado con seguridad, se establece en diecisiete años para el Antiguo Imperio y en veinticinco para el Imperio Medio (media muy elevada debido a la extensión excepcional de los reinados de Sesostris III y de Amenemmes III), y en dieciséis para el Imperio Nuevo (XVIII y XIX Dinastías), la duración extremadamente breve de los reinados del Segundo Período Intermedio no puede explicarse más que por una situación política de lo más tumultuosa, en la que los golpes de estado sucedieran a los golpes de estado, o bien por la existencia de múltiples dinastías paralelas en un país dividido en numerosos pequeños reinos, o, en fin, por una alteración profunda del régimen monárquico (W. C. Hayes). Numerosas hipótesis, que utilizan una o varias de estas posibilidades, se han formulado con el fin de intentar poner orden en la sucesión de los reyes o de las dinastías y de restituir la historia de este confuso período. A decir verdad, ninguna de ellas es concluyente, y hay que esperar el descubrimiento de nuevas fuentes, que permitirán quizá algún día escribir una historia de Egipto durante el Segundo Período Intermedio.

En efecto, las fuentes de que disponemos para esta época son aún muy escasas: la cronología de Manetón, por valiosa que sea, no se puede aceptar tal y como los copistas nos la han transmitido, y hace falta corregir sus cifras; finalmente, no nos ha dejado más que el número total de los reyes (217) y la duración de sus reinados (1590 años), sin transmitirnos sus nombres. El Papiro de Turín, aunque nos da algunos nombres, omite otros, y existe la misma incertidumbre en la lista real de Kárnak, mientras que las listas de Abidos y de Saqqarah ignoran por completo el conjunto del período. Por último, los monumentos contemporáneos, que normalmente permiten controlar y completar la insuficiencia de las fuentes históricas escritas, son o escasos o de poca ayuda. Esto explica la razón por la cual se ha intentado extraer el máximo de informes de un tipo de objeto generalmente desdeñado por los historiadores, pero que abunda en el Segundo Período Intermedio: los escarabajos. Estos monumentos mínimos dan a menudo nombres de reyes que vanamente se buscarían en otra parte. Por desgracia, estos objetos no se pueden fechar siempre con precisión, de manera que las informaciones que aportan no pueden ni deben aceptarse sino con gran prudencia.

Reuniendo las diferentes fuentes que acabamos de enumerar es posible distinguir tres fases en la historia del Segundo Período Intermedio (J. Vandier):

      Egipto antes de los hicsos, XIII y XIV Dinastías, 1786-1603 a. C.

      Los hicsos, XV y XVI Dinastías, 1674-1567 a. C.

      El Reino de Tebas y la expulsión de los hicsos, XVII Dinastía, 1650-1567 a. C.

Por supuesto, los sucesos no se insertan siempre de una forma absoluta en este rígido cuadro, y, según ha indicado ya la cronología, hay numerosas superposiciones de una fase sobre otra. En particular los hicsos se infiltran en Egipto ya en la XIII Dinastía, por lo que su expulsión exigió un largo período de tiempo, y de hecho no comenzó hasta la XVI Dinastía. Pese a ello, este cuadro permite, tal y como está, una exposición más fácil de los sucesos que se desarrollaron en esta época.

I. EGIPTO ANTES DE LOS HICSOS (XIII Y XIV DINASTÍAS)

Como muy a menudo ocurre cuando se produce un cambio de dinastía en la cronología manetoniana, no es del todo cierto que hubiera una ruptura violenta entre la XII y la XIII Dinastías. Es igualmente posible, y ésta es una de las numerosas hipótesis sin verificar que han sido formuladas, que el primer faraón de la XIII Dinastía, Sekhemre‘-Khutaui-Amenemmes-Sebekhotep (Sebekhotep I), estuviera emparentado por sangre o por matrimonio con los últimos faraones de la XII Dinastía.

La XIII Dinastía, que inaugura el reinado de Sebekhotep I, permaneció en el poder un poco más de ciento cincuenta años (1786 a 1633 a. C.). Esta cifra se obtiene corrigiendo la cifra de 453, que da Manetón, por la de 153, error que se explica por una falta de los copistas griegos que leyeron P allí donde el manuscrito decía Y. Durante este período ocuparon el trono 50 o 60 reyes, si se acepta la lista dada por el Papiro de Turín, pero ésta, como demuestra la Lista Real de Kárnak, ha omitido cierto número de nombres, de forma que 60 soberanos para esta dinastía parece ser un mínimo. Cada uno de ellos, en consecuencia, no habría reinado más que dos años y medio, por término medio, y, muy a menudo, bastante menos: algunos unos meses y otros solamente semanas, ya que tanto los monumentos como el Papiro de Turín convienen en mostrar que algunos reyes de la dinastía han reinado tres, cuatro, siete, ocho, diez y aun veintitrés años, lo que reduce, por tanto, la duración media de los otros reinados. Este carácter efímero del poder real indujo a suponer que la XIII Dinastía fue una época de caos y de anarquía.

Los descubrimientos recientes tienden a presentar una imagen algo diferente. En efecto, se ha pensado (W. C. Hayes) si la brevedad de los reinados y la evidente ausencia de una continuidad dinástica no se deberían al hecho de que los soberanos no eran en realidad sino «hombres de paja» designados, quizá por elección, por un período de tiempo limitado, y que los visires ejercían el poder real. Desgraciadamente es imposible comprobar esta sugestiva hipótesis. Una cosa es cierta: la inestabilidad del poder destruyó poco a poco la prosperidad económica del país restaurada por los faraones de la XII Dinastía, sin poner en peligro, por lo menos durante un siglo aproximadamente, el principio de unidad de Egipto, que siguió gobernado por un solo faraón, por muy débil que éste fuera.

Parece que los reyes de la XIII Dinastía eran de origen tebano, y sus esfuerzos por legitimar el derecho a la corona se manifiestan en la elección de sus nombres: Amenemmes, Antef, Sesostris, Mentuhotep, figuran en los «protocolos» de muchos de ellos, aunque el nombre que aparece más frecuentemente es el Sebekhotep.

Bajo el reinado de Sebekhotep I Egipto continúa dominando Nubia hasta Semnah, donde el nombre del faraón está grabado sobre las rocas al lado del de Amenemmes III. El sucesor de Sebekhotep I, Sekhemkare‘-Amenemmes-Senbuf, reina sobre todo Egipto, ya que se han encontrado monumentos con su nombre tanto en el bajo como en el alto Egipto. De todas formas, es posible que el poder egipcio haya empezado a declinar en el lejano sur; el nombre del faraón no se encuentra en el mismo Semnah, sino en Askut, a unos 30 kilómetros al norte de la frontera que había establecido Sesostris III. La influencia egipcia en el exterior se deja sentir todavía bajo el segundo sucesor de Amenemmes-Senbuf: Sehetep-ibre‘ II, ya que el príncipe de Biblos aún reconoce en esta época la soberanía de Egipto. Los sucesores de Sehetep-ibre‘: Hetep-ibre‘, Sebekhotep II, Renseneb, Auibre‘-Hor, Kai-Amenemmes, Ugaf, Senefer-ibre‘-Sesostris IV, no son nada más que nombres, aunque los monumentos confirman su existencia. La pirámide de Userkare‘-Khendjer, sucesor de Sesostris IV, se ha encontrado en Saqqarah, lo que demuestra que todavía bajo este soberano el faraón continuaba gobernando sobre todo Egipto. A Khendjer le sucede un general, Semenkhare‘, que aún gobierna en el Delta, ya que se han descubierto dos colosos con su nombre en la localidad de Tanis.

A pesar de la oscuridad que nos encubre los acontecimientos, la XIII Dinastía continúa reinando con eficacia bajo los reinados de Sebekemsaf I, Sebekhotep III, Neferhotep y Sebekhotep IV. Todos estos reyes se conocen tanto por las fuentes escritas como por los monumentos. Gracias a estos últimos sabemos que muchos de estos soberanos no eran de origen real. Así, por ejemplo, Sebekhotep III era, según sabemos por los monumentos, hijo de dos egipcios oscuros, Mentuhotep y Yauheyebu.

En cambio, numerosos papiros nos dejan sospechar que aunque los reyes eran efímeros, los visires podían conservar su cargo durante varios reinos, como un tal Ankhu, que permaneció en su puesto, según parece, desde el reinado de Userkare‘- Khendjer hasta el de Sebekhotep III. De esto a admitir que el poder realmente pertenecía al visir, y no al rey, no hay más que un paso, sobre todo considerando que la continuidad del poder del visir explicaría que la XIII Dinastía pudiera sobrevivir tanto tiempo a pesar de los incesantes cambios de soberanos.

A la inestabilidad de la persona real se contrapone la continuidad de la administración, como atestigua la existencia de archivos que nos muestran la actividad de servicios tales como el tesoro o la «oficina de trabajo». Son precisamente estos mismos archivos los que nos informan indirectamente de lo que estaba ocurriendo entonces en Egipto. Así sabemos por un papiro del Brooklyn Museum, que enumera una larga lista de servidores, que bajo Sebekhotep III una gran cantidad de asiáticos estaban destinados al servicio de los funcionarios del Alto Egipto (W. C. Hayes). Es imposible constatar la presencia de estos asiáticos en el alto valle del Nilo y no relacionarla con la penetración de los hicsos en Egipto, ya sea porque los servidores orientales fueran en realidad prisioneros de guerra hechos durante las escaramuzas entre el ejército egipcio y los nómadas que intentaban ya penetrar en el Delta, ya sea porque representaban una mano de obra llegada espontáneamente para colocarse al servicio de Egipto. Tanto en un caso como en otro, la presencia de estos asiáticos a lo largo del valle del Nilo no pudo dejar de facilitar el que los hicsos posteriormente conquistaran el poder.

Contrastando cuidadosamente los diferentes elementos aportados por las fuentes escritas y por los monumentos se ha podido fijar el reinado de Khasekhemre‘- Neferhotep I en 1740-1730 a. C. En esta época, Egipto todavía controlaba Siria, lo que parece implicar que el poder del faraón se extendía aún sobre el Delta. En el sur, Elefantina y Asuán, donde se han encontrado una estatua e inscripciones con el nombre de Neferhotep I, permanecían bajo la autoridad central, y su capital parece que estuvo siempre situada en los alrededores de Ittaui, continuando así la tradición establecida por los faraones de la XII Dinastía.

Con los sucesores de Neferhotep I, Sihathor y Sebekhotep IV, empieza a desmoronarse el poder de la XIII Dinastía, incluso en Egipto. En efecto, muy poco después de la ascensión al trono de Sebekhotep IV, la ciudad de Avaris fue ocupada por los hicsos y el Delta invadido por los asiáticos. Poco a poco los soberanos de la XIII Dinastía, Sebekhotep V, Mersekhemre‘-Neferhotep II y Sekhemre‘-Seankhtauy- Neferhotep III, ven cómo se va reduciendo su autoridad en el valle bajo del país. Neferhotep III incluso se vio obligado, según una estela de Kárnak, a defender Tebas de ataques procedentes sin duda del norte. Con Uahibre‘-Iaib y Merneferre‘-Ay se acelera la decadencia de la dinastía. Se han conservado pocos monumentos de esta época, aunque Iaib reinó cerca de once años y Merneferre‘-Ay más de veintitrés. Este último se hizo cargo del poder hacia 1700. Podría muy bien haber sido ya un vasallo de los hicsos, puesto que se ha encontrado un monumento con su nombre cerca de Avaris, en un tiempo en el que esta ciudad llevaba en poder de los hicsos cerca de veinte años (cf. más abajo).

Los sucesores de Merneferre‘-Ay no representan para nosotros más que simples nombres, aquellos que el Papiro de Turín ha conservado. Se ha propuesto, con bastante acierto, identificar al faraón Djedneferre‘-Didumes con el rey «Tutimeo», que, según Manetón, había contemplado la invasión de Egipto por los hicsos. Estos ya ocupaban el Delta hacia 1720 y es razonable pensar que la «invasión» a que hace alusión Manetón es la de Menfis (W. C. Hayes); en efecto, Didumes no pudo reinar antes de 1674 a. C., es decir, medio siglo después de la toma de Avaris por los invasores extranjeros.

La caída de Menfis marca de hecho el final de la XIII Dinastía. A pesar de que el Papiro de Turín enumera además los nombres de seis faraones, éstos, evidentemente, no son sino reyezuelos, vasallos de los hicsos en el bajo Egipto, y que sólo gobiernan en el alto Egipto pequeños territorios, algunas veces una sola ciudad (W. C. Hayes).

Hacia el año 1650 a. C. la decadencia de la XIII Dinastía, incluso en la región tebana, es tal que una nueva dinastía va a intentar salvar la independencia de lo que queda del territorio nacional; ésta será la XVII Dinastía, que después de haber reconocido durante largo tiempo la soberanía de los hicsos logró sacudirse el yugo extranjero. Pero tanto Manetón como el Papiro de Turín continúan considerando a la XIII Dinastía como el único poder legítimo hasta 1633, aunque muy probablemente de 1650 a 1633 los reyes a los que hacen mención dichas fuentes no son sino príncipes locales, aliados o vasallos de los jefes que gobernaban entonces en Tebas.

Durante toda la XIII Dinastía y algunos años después de su caída, los territorios pantanosos del Delta occidental, separados de la ruta de penetración de los invasores hicsos, permanecieron más o menos independientes. Esta región estuvo entonces gobernada por los príncipes o reyes de Xois (en egipcio, Khasusut), hoy día Sakha, que componen la XIV Dinastía manetoniana. Manetón le atribuye 76 reyes y una duración de ciento ochenta y cuatro años. En otros términos, reinaría en lugares apartados del alto Egipto y del Delta, desde 1786 a 1603, pero no se conoce nada de su historia. Solamente se han conservado hasta nuestros días los nombres de sus soberanos en el Papiro de Turín, que corrobora así la historicidad de Manetón.

II. LOS HICSOS (XV Y XVI DINASTÍAS)

Flavio Josefo, historiador judío del siglo I de nuestra era, nos ha transmitido en su historia de Judea el pasaje en el que Manetón hace alusión a la invasión de Egipto por los hicsos (hyksos): «De repente, hombres de una raza desconocida procedente de oriente tuvieron la audacia de invadir nuestro país (Egipto), y sin dificultades ni combate se apoderaron de él a viva fuerza. Todo este pueblo se llamaba ‘hyksos', que significa ‘reyes pastores'. Pues hyk, en la lengua sagrada, quiere decir ‘reyes' y sos, en la lengua vulgar, ‘pastores'. La reunión de estos dos nombres da ‘hicsos'». Se ha demostrado desde hace tiempo que la etimología de Manetón sólo era parcialmente correcta. Si hyk proviene en realidad de heka, «jefe, príncipe», sos, en cambio, no equivale a shasu, «nómada», sino que es una abreviatura de la palabra khasut, «extranjeros», y la expresión heka-khasut que ha dado lugar a hicsos ya aparecía en Egipto desde la XII Dinastía, donde designaba a los jefes de las tribus nómadas que recorrían los desiertos sirio-palestinos, e incluso, en el Imperio Antiguo, los desiertos nubios.

La invasión de Egipto por los hicsos no debió tener realmente el carácter brutal que le atribuye Manetón, y en la actualidad se admite que conviene mejor hablar de una infiltración progresiva que de una invasión propiamente dicha. Además los invasores no pertenecían a una raza única: era una reunión heterogénea de los habitantes del Asia occidental (semitas en su mayoría, pero no todos) que las invasiones indoeuropeas de Anatolia y del alto Éufrates habían arrojado progresivamente de sus respectivos territorios. Los mismos egipcios les llamaban indistintamente amu, setetiu, mentiu de Setet, incluso «hombres de retenu», es decir, todos los viejos nombres utilizados desde el Imperio Antiguo y Medio para designar a los pueblos asiáticos vecinos de Egipto, lo que indica claramente, en contra de lo escrito por Manetón, que no los consideraban como una raza diferente.

Muchas veces ha surgido el interrogante de si la infiltración de los hicsos en Egipto no había comenzado ya con la XII Dinastía. Hoy día se admite (T. Save- Soderbergh) que, si es exacto que entre el final de la XII Dinastía y la mitad de la XIII habitaban en Egipto numerosos asiáticos (cf. más arriba), la infiltración de los hicsos propiamente dicha comenzó, sobre todo, después de los reinados de Neferhotep I-Sebekhotep IV, es decir, a partir de 1720 aproximadamente hasta 1700. En otros términos, la penetración de los hicsos habría tenido lugar bajo los reinados de Sebekhotep V, Neferhotep II, Sebekhotep VI, Neferhotep III y Uahibre‘-Iaib. La etapa principal de esta infiltración, antes de la completa toma del poder por los faraones hicsos, fue la conquista de Avaris.

La fecha de este importante suceso se ha podido fijar gracias a un monumento conocido como «estela del año 400», llamada así porque conmemora la celebración del 400 aniversario de la reconstrucción del templo del dios Seth en Avaris. Ahora bien, el culto del dios Seth en Avaris fue desarrollado por los hicsos, que sin duda veían en este viejo dios egipcio (atestiguado como tal desde la primera dinastía) una hipóstasis del Baal o del Reshep semítico. La reconstrucción y el engrandecimiento de este templo son, sin ninguna duda, el resultado de este interés que los invasores extranjeros sentían hacia Seth, hermano y enemigo de Osiris. El 400 aniversario de esta reconstrucción se produjo hacia el 1320, bajo el reinado del faraón Horemheb, de la XVIII Dinastía, como indica la estela erigida por Ramsés II en Avaris. Un rápido cálculo demuestra que si el 400 aniversario fue celebrado en 1320, el suceso mismo debió producirse en el año 1720 a. C., lo que fija de modo satisfactorio la fecha de aparición de los hicsos en el Delta oriental, donde se encuentra Avaris, muy cerca de la frontera oriental de Egipto.

Sólidamente instalados en el Delta en el año 1720 a. C., hará falta todavía que transcurran cuarenta y seis años para que los hicsos lleguen hasta Menfis. Durante este lapso de tiempo conquistan los nomos del Delta, con la excepción, ya lo hemos dicho, de los del oeste, que permanecieron bajo la autoridad de los faraones de la XIV Dinastía. Una vez que han conseguido apoderarse de Menfis, los hicsos se van a considerar como los legítimos soberanos de todo Egipto, es el origen de la XV Dinastía. Manetón, según nos lo ha transmitido Josefo en su obra Contra Apionem, nos conserva la narración de esta conquista del poder: «Finalmente ellos (los hicsos) nombraron rey a uno de los suyos cuyo nombre era Salitis. Tenía su sede en Menfis y percibía tributo del alto y del bajo Egipto. Dejaba siempre guarniciones detrás de él en las posiciones más ventajosas. Por encima de todo fortificó la región oriental, previendo que los asirios (sic), siendo cada vez más fuertes, lo desearían un día y atacarían este reino. En el nomo saíta (Setroite) fundó una ciudad muy bien situada al este de la rama bubastita del Nilo y la llamó Avaris, según una antigua tradición. Reconstruyó y fortificó esta ciudad con muros macizos, colocando allí una fuerte guarnición de 240 000 hombres armados poderosamente para guardar su frontera. Acudía allí en verano, en parte para distribuir las raciones y pagar a sus tropas y en parte para entrenarlas cuidadosamente por medio de maniobras y así extender el terror entre las tribus extranjeras. Después de haber reinado durante diecinueve años, Salitis murió y le sucedió un segundo rey llamado Bnon, que reinó cuarenta y cuatro años» (Texto citado por W. C. Hayes).

Del texto de Manetón se deduce que Avaris era la plaza fuerte de donde los reyes hicsos sacaban su poderío. Bajo la XVI Dinastía, cuando ya estaba trabada la guerra con el sur, es la capital de éstos. Antaño se creía encontrar en esos curiosos monumentos que representan al soberano con una verdadera crin de león la representación de los reyes hicsos. Ahora sabemos que estas esfinges datan en realidad de la XII Dinastía. A pesar de las numerosas construcciones que realizaron en Egipto, los faraones hicsos no nos han dejado sus retratos.

El Salitis de Manetón debe ser seguramente el rey Sharek o Shalek que menciona una lista genealógica de Menfis. Éste habría vivido una generación antes que el célebre Apofis I y dos generaciones antes que Ahmosis, el fundador de la XVIII Dinastía (W. C. Hayes). Es igualmente posible que no fuera otro que el faraón Maibre‘-Sheshi, bien conocido por sus muy numerosos escarabajos e impresiones en los sellos.

Los sucesores de Salitis hasta Apofis I debieron, si no gobernar completamente, al menos controlar todo Egipto, desde Jebelein, algo al sur de Tebas, hasta los confines del Delta. Su poder ha podido incluso extenderse hasta la primera catarata.

Al sur de la misma comenzaba el reino de Kush, que en el momento de la guerra de liberación era completamente independiente (cf. más abajo). Es difícil precisar en qué momento se consiguió esta independencia. Parece establecido que durante la mayor parte de la XIII Dinastía Nubia, por lo menos hasta la segunda catarata, permaneció dentro de la órbita egipcia. Se han encontrado, tanto en Semnah como en Uronarti, impresiones de sellos con los nombres de los soberanos de esta dinastía, lo que parece probar que el sistema defensivo establecido por Sesostris I y, sobre todo, por Sesostris III, de Buhen a Semnah, permanecía todavía en manos de los egipcios. De todas formas, las excavaciones que se están llevando a cabo en la Nubia sudanesa podrán ofrecer más precisiones en este sentido.

La indudable existencia de estrechas relaciones entre las fortalezas de la segunda catarata y los soberanos de la XIII Dinastía no prueban necesariamente que éstas estuvieran directamente controladas por el faraón; muy bien podían estar ocupadas por pueblos amigos de Egipto sin ser sus vasallos. La exploración de Mirgissa (según toda evidencia el Iken de la estela de Sesostris III, en Semnah) parece demostrar que los habitantes de la ciudad durante la XIII Dinastía, aunque estuvieran fuertemente influidos por Egipto, no eran en su mayoría egipcios. Cuanto más se avanza en el tiempo, más se deja sentir la influencia puramente sudanesa de Kerma, sin que por ello disminuya la aportación egipcia. El centro de Kerma propiamente dicho, sobre la tercera catarata, parece haber tenido frecuentes contactos con los reyes hicsos; se han encontrado allí, en efecto, escarabajos e impresiones de sellos con el nombre de Sheshi y de otros soberanos hicsos.

El reinado de Salitis, sea o no Sheshi, inaugura la XV Dinastía. En cuanto a los sucesores del primer rey hicso, que permaneció diecinueve años en el poder según Manetón, el Papiro de Turín está muy deteriorado en el lugar donde se mencionan sus reinados; sólo se conserva claro su número, 6, y la duración total de sus reinados, ciento ocho años. A Salitis le sucedió Meruserre‘-Yak-Baal, cuyo nombre convierten los egipcios en Yakub-Her. Es difícil explicar cómo el nombre de Yacob-El (Yakub- Her) ha podido dar Bnon o Beon en Manetón. Sin embargo, parece probable que fuera el segundo faraón hicso. La administración egipcia, si se juzga por las inscripciones, se abrió a los funcionarios extranjeros: uno de los más importantes era el «tesorero», que llevaba el nombre típicamente semita de Hur, que los egipcios transcribieron por Har. Su actividad se extendía desde Gaza, en Palestina, hasta Kerma, en el corazón del Sudán. A pesar de todo, al lado de los funcionarios extranjeros, los egipcios permanecieron al servicio de los invasores, como lo testimonia el nombre bien egipcio de un tal Peremuah que desempeñó las mismas funciones que Hur.

El rey Khian, el Iannas (var. Staan) de Manetón, sucedió a Yakub-Her. Debió reinar durante largo tiempo, pero desgraciadamente la duración de su reinado es ilegible en el Papiro de Turín y no permite siquiera controlar la cifra de Manetón, que le asigna cincuenta años de poder. Se han encontrado numerosos monumentos con el nombre de Khian, tanto en Egipto, desde Jebelein en el alto valle, hasta Bubastis en el Delta, como fuera de Egipto; una tapadera de vaso, descubierta en Cnosos, lleva su cartucho completo: «El dios bueno, Seuserenre‘, el hijo de Re‘, Khian», y un pequeño león de granito con su nombre se ha encontrado en Bagdad. Al estar tan esparcidos los monumentos con el nombre de Khian se concluyó que éste gobernaba un vasto imperio que cubría todo el Oriente Medio. En la actualidad se ha renunciado a esta hipótesis. En efecto, parece dudoso que el poder de los soberanos hicsos se hubiera extendido, fuera de Egipto, a más allá de los confines del sur de Palestina. Si las relaciones comerciales entre el Egipto hicso de Khian y los países del Mediterráneo son muy estrechas, con el sur, por el contrario, se debilitan y no se encuentran en Kerma ni escarabajos ni impresiones de sellos con el nombre del gran soberano hicso. Por ello se ha deducido que a partir de esta época se estableció en la baja Nubia un reinado nubio independiente, que gobernaba el país desde Elefantina a Semnah. Con soberanos como Nedjeh y empleando funcionarios egipcios estos reinos (amigos del Egipto meridional que ya entonces trata de recobrar su independencia) habrían cortado las relaciones entre el Egipto bajo control hicso y el reino de Kerma (T. Save- Soderbergh y W. C. Hayes).

A Khian le sucedió Auserre‘-Apofis I que, según el Papiro de Turín, habría reinado más de cuarenta años. El nombre transcrito Apofis es un nombre egipcio, Ipepi o Apopi, atestiguado en el valle del Nilo desde la XII Dinastía. Esto indica sin duda que los soberanos hicsos estaban en vías de asimilarse a Egipto cada vez más. Un vaso con el nombre de la hija de Apofis, la princesa Herit, se ha encontrado en la tumba de Amenofis I, y se ha pensado que quizá esta princesa se habría casado con un príncipe tebano, transmitiendo así un poco de sangre de los hicsos a los grandes faraones del Imperio Nuevo (W. C. Hayes).

 

 

Se opine lo que se quiera sobre esta hipótesis, el hecho es que los egipcios de Tebas y los hicsos parecen mantener buenas relaciones durante el reinado de Apofis I; sólo al final de este reinado Egipto del Sur comienza a rebelarse contra sus soberanos asiáticos. Un texto literario, desgraciadamente fragmentario, nos ha conservado el recuerdo del comienzo de las hostilidades, que se produjo bajo el reinado de Sekenenre‘, de la XVII Dinastía. Tal como dice el texto, «Sekenenre‘ era entonces regente de la ciudad del sur» (Tebas), mientras que «el príncipe Apofis estaba en Avaris» y recibía los tributos de todo Egipto. Tras deliberación con los consejeros del reino, Apofis pidió que Sekenenre‘ interviniese (el confuso texto no permite decir de qué forma) porque en cierto lugar del territorio tebano los hipopótamos le impedían dormir. Como la distancia de Tebas a Avaris es de unos 800 km, este pasaje se ha interpretado como una petición deliberadamente imposible de satisfacer, hecha con la finalidad de justificar la apertura de las hostilidades; pero T. Save-Soderbergh ha demostrado que, en realidad, Apofis, fiel al dios Seth, quería proteger a los hipopótamos, que representaban una de las hipóstasis de este dios y que los egipcios, tradicional y ritualmente, cazaban y sacrificaban en ciertas épocas. Sekenenre‘, al recibir el mensaje, reunió a su vez a sus consejeros. El texto se detiene allí, pero se adivina la continuación: Sekenenre‘ va a rechazar el ultimátum de Apofis, lo que marcará el comienzo de la guerra de liberación.

La momia de Sekenenre‘ se ha encontrado en el célebre «escondrijo» de Deir el- Bahari, donde los sacerdotes de la XXI Dinastía pusieron a salvo las momias reales amenazadas de pillaje. La momia tiene numerosas huellas de heridas hechas por armas, por lo que se ha supuesto que el rey murió en el curso de un combate contra los hicsos. Esto no es, por supuesto, más que una hipótesis y las heridas se pueden explicar de manera muy diferente: cabe en particular preguntarse si no resultarían de un atentado cometido en el palacio mismo (H. E. Winlock). Cualquiera que sea la hipótesis adoptada, el reinado de Sekenenre‘ marca el comienzo de la expulsión de los hicsos del territorio egipcio. Esta lucha, que describiremos más adelante, dura cierto tiempo y otros soberanos hicsos sucedieron a Apofis, aunque éste había perdido ya una gran parte del territorio egipcio: la frontera se estableció entonces en Atfieh, cerca de la entrada sur del Fayum, al conseguir los tebanos llevar a cabo incursiones en profundidad en territorio hicso y hasta la propia Avaris. Pero los hicsos sólo serán expulsados definitivamente bajo Ahmosis, segundo sucesor de Sekenenre‘. Dos reyes hicsos, Aakenenre‘-Apofis II y Aasehre‘-Khamudy, sucedieron a Apofis, aunque sus reinados debieron ser muy cortos.

Junto a los seis reyes hicsos que forman la XV Dinastía y a los que se llama a veces «los grandes hicsos», otros soberanos extranjeros reinaron en la misma época de Egipto: son los «pequeños hicsos», que forman la XVI Dinastía. Parece que sus poderes se limitaron a territorios de pequeña extensión; sus nombres nos son desconocidos en su mayor parte; sólo los reyes Men, Anather (nombre derivado de la diosa asiática Anat) y Semqen merecen ser señalados. Al último rey de esta dinastía, Nebkhepeshre‘-Apofis III, pertenecía una bellísima daga de bronce damasquinado, encontrada en Saqqarah. Los reyes de la XVI Dinastía parecen haber sido contemporáneos de la XV Dinastía, pero se trata más bien de príncipes locales que de verdaderos soberanos, y no se comprende por qué razón Manetón les ha concedido el honor de una dinastía. Por otra parte, se ha propuesto recientemente suprimir a ésta de la lista de las dinastías históricamente atestiguadas (A. H. Gardiner).

Los autores egipcios, desde los escribas de la XVIII Dinastía hasta Manetón, coinciden en hacer de la época de los hicsos un período de abominación. Los hechos no parecen justificar este severo juicio. Es evidente que los hicsos respetaron la civilización egipcia. Por lo demás, su invasión no tuvo realmente el carácter que le atribuye Manetón: no fue ni étnicamente homogénea ni tan violenta como la describe Josefo. Desde hace tiempo se ha renunciado a verla bajo la forma de una invasión militar conducida por tropas bien organizadas y armadas superiormente ante las cuales los egipcios, desprovistos de carros y de caballos y no disponiendo más que de dagas de cobre frente al armamento de bronce de sus enemigos, fueron vencidos. Así, hoy en día no se cree ya en las pretendidas «fortalezas» hicsos del Delta y del Próximo Oriente. Los dos monumentos frecuentemente mencionados, en Tell el- Yahudiyeh y Heliópolis, sin duda no son fortalezas, sino cimientos de templos (Ricke, citado por T. Save-Sóderbergh). En efecto, sólo al final de su ocupación de Egipto los hicsos introdujeron en el valle del Nilo el carro de guerra, nuevos tipos de dagas y espadas, el bronce y el temible arco «compuesto» de origen asiático. Los hicsos se sirvieron de estas innovaciones para intentar mantener su poder político contra la agitación creciente de sus súbditos egipcios, y no las utilizaron para afianzar su dominio. Éste parece haberse impuesto progresivamente: cabe imaginar fácilmente a pequeños grupos armados de beduinos, habituados a la dura vida del desierto, penetrando en un territorio egipcio entonces mal defendido e imponiendo localmente su autoridad a los campesinos aterrados y sin defensa. Tal es la eterna lucha del nómada contra el sedentario, en que una minoría combativa y dispuesta a todo impone su voluntad a una masa pacífica.

Esto no es más que una hipótesis, pero parece confirmada por los restos arqueológicos. Las numerosas tumbas de la época de los hicsos que han sido excavadas en Egipto no dan la impresión de una intrusión masiva de extranjeros: no existe cambio brutal en las costumbres funerarias y los cadáveres que podrían ser de tipos extranjeros, semitas especialmente, son muy poco numerosos (T. Save-Sóderbergh). La cerámica llamada de Tell el-Yahudiyeh, que se ha asociado desde hace tiempo a la invasión de los hicsos en Egipto, apareció allí desde el Imperio Medio; se trata de una alfarería de importación que no debe nada, al parecer, a los invasores (T. Save-Sóderbergh). Lo mismo sucede con otros tipos de alfarería.

Josefo, reproduciendo a Manetón, presenta a los hicsos como pertenecientes a una raza única. Parece que también aquí el sabio sacerdote de Sebenito fue engañado por las fuentes hostiles a los hicsos que utilizaba. Se ha pensado algunas veces que entre los hicsos se encontraban los hurritas y ciertos elementos arios, pero de hecho la mayor parte de los nombres hicsos que han llegado hasta nosotros son puramente semíticos, y si hubo entre los invasores elementos no semíticos no debieron ser ni numerosos ni dominantes.

En resumen, se ve que la dominación de los hicsos consistió principalmente en un cambio de la dirección política (los recién llegados se aprovecharon de la decadencia política que siguió a la XII Dinastía para imponerse a una mayoría mal gobernada) más que en una invasión por un grupo étnico único, numéricamente importante y mejor armado que los egipcios. Desde este punto de vista, el texto de Manetón resume bien los hechos: «Al fin ellos eligieron por rey a uno de los suyos», lo que deja suponer que, antes de la toma del poder político por un solo soberano hicso, hubo un período en el que Egipto fue ocupado por un cierto número de jefes locales.

Establecidos en Egipto, los hicsos adoptaron mucho de aquellos a los que dominaban políticamente. Sus soberanos utilizaron la escritura jeroglífica; desde este punto de vista es sintomático comprobar que hasta el presente no se ha encontrado ninguna inscripción cuneiforme en Egipto que pueda ser fechada en la época de los hicsos. Adoptaron los dioses egipcios. Aunque tuvieron una preferencia por Seth, al que asimilaron a Baal o Reshep, no les impidió adorar a Re‘, contrariamente a lo que insinúa el cuento, por otra parte tardío, sobre la disputa entre Sekenenre‘ y Apopi. De hecho no solamente Khian se declara en su cartucho «hijo de Ra», sino que Auserre‘-Apofis va más lejos todavía y se declara «hijo carnal de Ra» y «la imagen viviente de Re‘ sobre la tierra». Además, numerosos reyes hicsos compusieron sus nombres con Ra, nombres tales como «grande es la fuerza de Ra» o «Ra es el señor de la cimitarra».

Los hicsos no eran indudablemente muy numerosos, o no disponían de un número suficiente de administradores cualificados para gobernar personalmente el país, y es seguro, como veremos además por los escritos egipcios de la guerra de liberación, que egipcios de raza les sirvieron fielmente. Es fácil adivinar que la dominación de los hicsos sobre Egipto no fue tan abyecta como lo dejaría suponer la literatura posterior. Hemos visto que un príncipe tebano no vaciló en casarse con una princesa de los hicsos y hay que subrayar que los hicsos, lejos de ser los bárbaros descritos por las fuentes egipcias, emprendieron la construcción de templos y edificios. Las estatuas, estelas y otras obras de arte de su época, sin tener la belleza de las obras maestras del Imperio Medio, están, sin embargo, lejos de ser desdeñables desde el punto de vista artístico. El arte del Segundo Período Intermedio no conoció la profunda decadencia que marca el del Primer Período Intermedio. Finalmente, y quizá sea lo más importante, es al período de los hicsos al que debemos algunas de las mejores copias de obras literarias o científicas egipcias, tales como el «papiro matemático Rhind», que está fechado en el año 33 de Apofis, o el célebre «papiro Westcar», o también el «himno a la corona (Papiro Golenischeff)». Parece más bien que los reyes hicsos fomentaron la vida intelectual.

Si los hicsos tomaron mucho de los egipcios, en cambio les aportaron dos cosas esenciales, como subraya con energía W. C. Hayes: les quitaron definitivamente el complejo de superioridad que les hacía juzgarse a salvo en sus valles y superiores a sus vecinos, y, por otra parte, los pusieron en contacto estrecho con los asiáticos, de los cuales ellos mismos formaban parte. Gracias a los hicsos se establecieron innumerables relaciones de sangre, de cultura e incluso de filosofía entre el valle del Nilo y el Próximo Oriente asiático, que no rompieron, sino todo lo contrario, los faraones del Imperio Nuevo. Otras innovaciones más prácticas acompañaron a la dominación de los hicsos en Egipto: el caballo se conocía en Mesopotamia, y quizá en Egipto, antes de la época de los hicsos; sin embargo, son ellos los que extendieron su utilización con un armamento más poderoso. Así, pues, lejos de ser un desastre sin precedentes, la invasión de los hicsos fue, en cierto sentido, una fuente de enriquecimiento para Egipto, al que procuró los medios materiales para conquistar lo que sería el Imperio egipcio del Imperio Nuevo (W. C. Hayes).

III. EL REINO DE TEBAS Y LA EXPULSIÓN DE LOS HICSOS (XVII DINASTÍA, 1650-1567 APROXIMADAMENTE)

La XVII Dinastía, que va a lograr sacudirse definitivamente el yugo de los hicsos, no tuvo de hecho independencia real y autoridad sobre la mayor parte de Egipto hasta sus tres últimos soberanos. Así se comprende que, aunque la componen más de 16 faraones, un egiptólogo tan célebre como A. H. Gardiner haya podido proponer recientemente el suprimirla pura y simplemente de los cuadros de la historia egipcia. Sería una injusticia, sin embargo, si se hiciese. Incluso si la mayoría de ellos han sido vasallos, e incluso vasallos fieles, de los reyes hicsos, son, sin embargo, príncipes de Tebas que han sabido, reorganizando alrededor de ellos los nomos del alto Egipto, catalizar la energía egipcia y preparar así la reconquista nacional.

Los primeros príncipes tebanos aparecen hacia el 1650 a. C., es decir, durante el reinado de uno de los primeros faraones hicsos y cuando, según Manetón y el Papiro de Turín, la XIII Dinastía estaba todavía teóricamente en el poder. Esto es suficiente para decir lo confusa que estaba entonces la situación en el alto Egipto, donde tres poderes se superponían.

El Papiro de Turín, cuando estaba intacto, conservaba los nombres de 15 reyes tebanos de la XVII Dinastía. Nueve de ellos se encuentran en la lista de Kárnak y en otras listas del Imperio Nuevo. Por su parte, los monumentos nos han transmitido los nombres de diez de ellos; por último, en la necrópolis tebana las tumbas de siete de estos príncipes, así como la de un octavo que el Papiro de Turín no menciona (W. C. Hayes), o se han encontrado realmente o bien su existencia se ha establecido con seguridad por el hallazgo de objetos o su mención en los informes de inspección de los sacerdotes de la XX Dinastía. Este conjunto de documentos ha permitido establecer el orden de sucesión de los reyes de la dinastía. Según uno de los compiladores de Manetón, los cinco primeros faraones de la dinastía habrían formado la XVI Dinastía; esta tradición ha sido a veces conservada por historiadores modernos (H. E. Winlock), pero nosotros no la mantenemos.

El Papiro de Turín ha dividido a los soberanos de la dinastía en dos grupos. El primero consta de once reyes. Los cinco primeros son, probablemente: Sekhemre‘- Uahkau-Re‘hotep, Sekhemre‘-Upmaat-Antef V, Sekhemre‘-Heruhermaat-Antef VI, Sekhemre‘-Shedtauy-Sebekemsaf II y Sekhemre‘-Sementauy-Djehuti (orden establecido por W. C. Hayes). A continuación de Djehuti, el Papiro de Turín enumera otros seis reyes que completan el primer grupo; de estos seis últimos solamente se conocen tres por otras fuentes. El grupo en su totalidad parece haber reinado unos cuarenta y cinco años; el último reinado finalizó hacia el 1605 a. C., al comienzo del reinado de Auserre-Apofis I (W. C. Hayes).

Es probable que el territorio gobernado por los reyes tebanos no sobrepasase los ocho primeros nomos del alto Egipto, desde Elefantina hasta Abidos. Los otros nomos estaban dirigidos por los sucesores de la XIII Dinastía. La baja Nubia, aunque sin duda seguía en buenas relaciones con Egipto del Sur, es ya independiente y forma el reino de Kush, gobernado por una familia sudanesa a la cual pertenecía un tal Nedjeh. La capital de este nuevo reino es Buhen. Sufrió la influencia de la civilización de Kerma, la cual, al sur de la segunda catarata, se había extendido; pero no se sabe si constituía un reino políticamente unificado o un simple conjunto de principados. El norte de Egipto estaba directamente administrado por los faraones hicsos que, además, fijaban impuestos sobre todo el país, que así se reconocía por completo vasallo del poder hicso.

En el ámbito de los nomos que controlan, los príncipes tebanos se organizan para paliar las dificultades que les crean el poder asiático en el norte y el de los nuevos soberanos de Kush en el sur. Aunque la presencia de éstos no corta los aprovisionamientos indispensables para la vida económica de la región tebana (madera del Líbano, calizas de la región de El Cairo, ébano, marfil y oro del sur), al menos el movimiento de estos productos se vigila estrechamente. Por ello los tebanos utilizaron lo más posible los materiales a su disposición, y lograron crear así un estilo provincial dentro de la tradición de la XII Dinastía, pero más rudo, donde se cree adivinar la energía que va a permitirles reconquistar el territorio nacional.

Las tumbas de estos reyes presentaban todavía forma de pirámide, como atestigua el informe de inspección de la XX Dinastía, época en la que estas pirámides existían aún. Parece que fueron construidas de adobes sobre una cámara funeraria cavada en la roca. Los sarcófagos reales son de madera, con frecuencia de sicomoro, y de un tipo muy particular (sarcófago rishi; literalmente, «de plumas», por un elemento característico de su decoración). La vida intelectual parece haber sido muy activa, al menos igual a la que patrocinaban los hicsos en el norte de Egipto. Así, a lo que parece, fue en el sarcófago de Antef V donde se encontró el célebre Papiro Prisse, actualmente en la Biblioteca Nacional de París. Las máximas de Ptahhotep que forman el tema de este papiro parecen haber sido muy populares bajo la XVIII Dinastía, como demuestran las otras copias encontradas en tumbas contemporáneas.

Como todos los egipcios, los faraones de la XVII Dinastía eran muy religiosos: Re‘hotep emprendió reparaciones en el templo de Min en Coptos, uno de los antiguos santuarios egipcios, y en el de Osiris en Abidos.

A Sekhemre‘-Upmaat-Antef V se le llama a veces Antef el Primogénito. Los Antef, desde el I al III, reinaron bajo la XI Dinastía y Antef IV (Sekhemre‘- Heruhermaat-Antef) se considera ahora sucesor de Antef el Primogénito; de ahí su número de Antef VI en la lista de Hayes. Antef V no reinó más que tres años; su hermano Antef VI que le sucedió sólo ocupó el trono algunos meses, lo que explica que el Papiro real de Turín no lo mencione.

Sebekemsaf II permaneció en el poder dieciséis años. Éste es el reinado más largo de la dinastía, y el informe de inspección de su tumba, que fue saqueada bajo Ramsés IX, le califica de «gran soberano». Se ha sugerido que fue él quien había rechazado a los hicsos al norte de Cusae (J. Yoyotte), lo que contradice el título mismo del Papiro Rhind, que precisa que la soberanía de los reyes hicsos se reconocía en Tebas aún en el año 33 de Auserre-Apofis (W. C. Hayes), es decir, bajo el reinado del onceavo sucesor de Sebekemsaf.

Djehuti sucedió, según parece, a Sebekemsaf. Su nombre se encontró en Deir, al norte de el-Ballas. Se menciona en la lista de Kárnak, aunque no reinó más que un año. Le sucedió Mentuhotep VI (los Mentuhotep, del I al V, fueron soberanos de la XI Dinastía; de hecho no hubo más que tres, y para evitar confusiones las cifras IV y V no han sido adoptadas por los historiadores actuales).

Mentuhotep VI no reinó más que un año y fue reemplazado por Senadjenre‘- Nebirieraut I, que reinó seis años. Se le conoce sobre todo por un importante monumento encontrado en la sala hipóstila del templo de Kárnak. Se trata de un documento jurídico establecido en el año 1 del soberano por un cierto Kebsy en favor de uno de sus parientes. Por donación escrita Kebsy transmite su cargo de nomarca de el-Qab para amortizar una deuda de 60 debens de oro (alrededor de 5 1/2 kg). El texto nos informa sobre la organización administrativa del reino tebano en la que el visir continúa desempeñando un papel importante, y, principalmente, notifica que el reinado de Nebirieraut se sitúa unas tres generaciones después del de Merhetepre‘-Ini de la XIII Dinastía, que debió reinar hacia 1680; esto situaría el reinado de Nebirieraut I en las inmediaciones del 1620 a. C., es decir, cincuenta años antes del fin de la dinastía.

El primer grupo de soberanos de la XVII Dinastía se acaba con los reinados de cuatro faraones, de los que sólo conocemos los nombres gracias al Papiro de Turín.

El segundo grupo consta de cinco soberanos cuyos nombres están en blanco en el Papiro de Turín, pero no hay duda alguna de que los tres últimos fueron los «libertadores» de Egipto: Sekenenre‘-Taa I el Primogénito o el Grande, Sekenenre‘- Taa II el Bravo y Uadjkheperre‘-Kames. No queda más que colocar en orden cronológico los dos primeros soberanos del grupo. Parece que hay que situar primero a Nub (o Neb)kheperre‘-Antef VII, al cual sucedió un tal Senakhtenre‘ mencionado en la lista de Kárnak. El orden de sucesión de los tres últimos reyes que acabamos de enumerar está asegurado por los monumentos.

Se ha creído durante mucho tiempo que los «enemigos» mencionados en un decreto de Coptos, fechado en el año 3 de Antef VII, designaban a los hicsos y que, en consecuencia, la guerra de liberación se comenzó bajo este faraón. Se sabe ahora que estos enemigos fueron simplemente estatuillas mágicas que habían sido robadas en el templo de Coptos por un tal Teti. El texto, sin embargo, sigue siendo importante por la imagen que nos ofrece de las condiciones políticas que reinaban en el alto Egipto bajo el reinado de Antef VII. «En cuanto a todo rey del alto Egipto, en cuanto a todo jefe que se muestre compasivo con él (el culpable, Teti): no podrá recibir la corona blanca (del alto Egipto), ni ceñir la corona roja (del bajo Egipto); no podrá sentarse en el trono de Horus de los vivos, y las dos diosas (Uadjet y Nekhbet) no serán benignas con él, como con los que aman. En cuanto a todo comandante, y en cuanto a todo funcionario que interceda ante el rey en su favor: sus gentes, sus bienes y sus campos se darán en propiedad a mi padre Min, señor de Coptos» (citado por J. Vandier). Este texto, dirigido al jefe-nomarca de Coptos que es también el jefe del ejército, al escriba del templo, a toda la guarnición de la ciudad y a todos los sacerdotes del templo, parece mostrar que bajo Antef VII existían todavía «reyes» locales y «potentados». Estos soberanos, hayan sido elegidos o se hayan hecho a sí mismos, no tenían realmente la independencia que frecuentemente se les ha concedido. El rey de Tebas intervenía en sus asuntos, el decreto da fe de ello. Esto demuestra cómo el poder tebano se afirma poco a poco. Superficialmente, la situación en el alto Egipto recuerda un poco a la del Primer Período Intermedio, cuando los nomarcas eran prácticamente independientes y podían aliarse entre sí, de igual a igual, para favorecer o rechazar a tal o cual pretendiente. Bajo Antef VII, el poder está también dividido, pero los nomarcas no tienen ya la posibilidad de unirse entre sí, están dominados por los príncipes de Tebas y se aliarán con ellos cuando estalle la guerra contra los hicsos del bajo valle (J. Vandier).

A Nebkheperre‘-Antef VII se le conoce por los monumentos que levantó en Coptos, en Abidos y en el-Qab. Su tumba fue encontrada en Dra-Abul Nagga, en la parte norte de la necrópolis tebana. Un informe de inspección de la XX Dinastía nos informa que estaba todavía intacta bajo Ramsés IX. Más tarde fue saqueada; sin embargo, limpiando la cueva funeraria, se hallaron cerca del lugar donde se encontraba la momia real dos arcos y seis flechas, testigos mudos de la actividad guerrera del rey que en Kárnak se recuerda por la representación de prisioneros nubios y asiáticos bajo su nombre. Recientes hallazgos en Mirgissa muestran que estaba en relación con poblaciones de la alta Nubia (Kerma), a las que había combatido o empleado como mercenarios. Fue probablemente bajo su reinado cuando se fijó definitivamente el texto conocido por el nombre de Canto del arpista, cuyo remoto origen se remonta sin duda al Primer Período Intermedio y que se hizo célebre a continuación. Una fuente antigua lo describe como «el canto que está en la tumba del rey Antef, ante el cantante con arpa» (texto citado por W. C. Hayes), atribuyendo así a Antef VII, si no se trata de un Antef de la XI Dinastía, la paternidad de la obra, de acentos todavía emocionantes a pesar de su hedonismo:

«Las generaciones se suceden y otras se manifiestan desde el tiempo de los antepasados.

Los dioses que vivieron en otro tiempo reposan (ahora) en sus pirámides...

Y de aquellos que construyeron viviendas, el lugar ya no existe. Ved en lo que se han convertido.

Yo he oído las palabras de Imhotep y de Hordjedef, de quienes tanto bien dicen los hombres.

¿Dónde están (ahora)?

Sus casas están en ruinas y sus tumbas no existen ya, como si no hubieran existido nunca.

Nadie vuelve de allá abajo para decirnos en qué se han convertido, para decirnos lo que necesitan, para apaciguar nuestros corazones, hasta el día en que marchemos allí donde ellos se fueron. Haz lo que desees durante el tiempo en que vivas. Estribillo: ‘Haz fiesta sin cansarte, en verdad, nadie lleva sus bienes consigo; en verdad, nadie que marcha vuelve».

A Senakhtenre‘ no se le conoce más que por las listas reales; ningún monumento ha conservado su recuerdo, aunque se ha demostrado su existencia y el lugar que ocupa en la sucesión de los reyes.

La existencia de dos reyes que llevaron el mismo nombre de Sekenenre‘-Taa está demostrada por el Papiro Abbot, que conservó el informe de inspección de sus tumbas y precisa a continuación el nombre del segundo: «que hace un segundo rey Taa». A Sekenenre‘-Taa II se le designa a la vez por su nombre completo y por el apodo de el Bravo en un cierto número de documentos. En otros textos se le nombra simplemente Sekenenre‘; ésta es la forma empleada por el Papiro Sallier I en el cuento de la Disputa de Apopi y de Sekenenre‘. El preámbulo de este célebre texto nos informa sobre la situación de Egipto en esta época: «Pues sucedió que el país de Egipto cayó en la miseria y ya no existía señor como rey de (este) tiempo. Y sucedió que el rey Sekenenre‘ fue entonces regente de la ciudad del sur (Tebas). Pero la miseria reinaba en la ciudad de los asiáticos, estando el príncipe Apopi en Avaris. Todo el país le hacía ofrendas con sus tributos» (Trad. G. Lefebvre). Si la mención de la miseria en el Delta es quizá simplemente testimonio de la malevolencia del autor del texto hacia los reyes hicsos, por el contrario la situación descrita no deja lugar a dudas: Sekenenre‘ en el sur no es más que un vasallo del rey hicso quien, en Avaris, gobierna al menos nominalmente a todo el país, que le rinde tributo. Este vasallaje se confirma al final del cuento por la actitud de Sekenenre‘ respecto al mensajero de Apopi al que hace «dar toda clase de cosas buenas, carnes, dulces» y al que dice: «Regresa al rey Apopi». «Lo que tú le digas (sic, por: me) lo haré». «Así dirás».

Por tanto, las hostilidades entre príncipes tebanos y reyes hicsos no debieron comenzar hasta el reinado de Sekenenre‘-Taa II. Éste se había casado con su hermana Aahotep; ambos eran hijos de Sekenenre‘-Taa y de su mujer Teti-Sheri, que parece haber sobrevivido hasta la mitad de la XVIII Dinastía, puesto que su biznieto Ahmosis le hizo construir después de su muerte una capilla funeraria a la que dotó con tierras tomadas a los hicsos en el bajo Egipto. Aahotep, como Teti-Sheri, vivió más que su marido; murió también en el reinado de su hijo Ahmosis y en su tumba se encontraron armas ostentosas de un trabajo excelente. Taa II el Bravo murió hacia los treinta años, como demostró la autopsia de su momia, encontrada en Deir el-Bahari, atravesada por estocadas. Su hijo Kames le sucedió y prosiguió la lucha contra los hicsos.

Las peripecias de esta lucha se conocen bien gracias a dos textos egipcios, o más bien a un único texto dividido en dos partes, la primera conocida desde hace tiempo y la segunda descubierta hace algunos años solamente y todavía no publicada en su integridad.

La primera parte del texto se conoce en dos versiones: una en escritura jeroglífica, grabada en una estela encontrada en 1935 en el tercer pilono de Kárnak, que es contemporánea de Kames y data del año 3 del reinado, y otra, en escritura hierática, escrita sobre una tabla de madera (tablilla Carnarvon, número 1) y descubierta en 1908 cerca de Deir el-Bahari, que proviene de una tumba de la XVII Dinastía. Paleográficamente, la tablilla Carnarvon se remonta a una fecha muy próxima a los acontecimientos que describe; realmente no pudo ser escrita más de unos cincuenta años después (A. H. Gardiner). De este modo poseemos, caso muy raro en egiptología, dos documentos literarios contemporáneos de los acontecimientos que relatan. El texto es de una gran importancia histórica y merece ser citado.

Después de la fecha, «el año 3 de Kames», y la enumeración de todos los títulos (protocolo) de este rey, continúa:

«El rey, poderoso en Tebas, Kames, que viva por siempre, era un rey excelente (y por ello) Re‘ le (hizo) rey verdadero y le dio en verdad el poder. Y Su Majestad habla en su palacio al Consejo de los Grandes que le siguen: ‘Me gustaría saber de qué sirve mi fuerza cuando hay un príncipe en Avaris y otro en Kush, y cuando me encuentro asociado a un asiático y a un nubio, cada uno de los cuales tiene una parte de este Egipto. Y no puedo ni atravesarlo (para ir) hasta Menfis, que pertenece a Egipto, puesto que poseen Hermópolis. Nadie está tranquilo, (cada uno) se agota en el servicio a los asiáticos. Voy a medirme con él y le abriré el vientre (pues) mi voluntad es liberar a Egipto y vencer a los asiáticos.

(Sin embargo) los grandes de su Consejo replicaron: ‘Mira, todos son leales a los asiáticos hasta Cusae, (luego) reforzaron sus voces y replicaron a coro: ‘Estamos tranquilos en nuestra parte de Egipto. Elefantina es poderosa y la parte media (de Egipto) nos pertenece hasta Cusae. Los hombres cultivan para nosotros lo mejor de sus tierras, nuestro ganado (puede) trashumar en los pantanos del Delta. Se nos envía cebada para nuestros cerdos. No roban nuestro ganado y no hay ataques contra... Él tiene el país de los asiáticos y nosotros tenemos Egipto. No obstante, nos alzaremos contra (todo aquél) que venga a nuestro territorio (a atacarnos). Pero ellos desagradan al corazón de Su Majestad» (citado por T. Save-Sóderbergh y A. H. Gardiner).

La continuación del texto es fragmentaria. El rey relata, sin embargo, el comienzo de la campaña destinada a expulsar de Egipto al que comparte el país con él. En el curso de este avance hacia el norte, Kames atacó a Neferusi y la arrasó.

Se ha demostrado (A. de Buck) que la reunión del consejo que se opone generalmente a los deseos del soberano es un artificio literario muy apreciado por los escribas egipcios que les sirve para calibrar mejor el valor y la clarividencia del soberano oponiéndolo a la debilidad y ceguera de sus consejeros.

Pero, incluso teniendo en cuenta este hecho, se ve que al principio del reinado, Kames, como su padre Sekenenre‘, no gobierna aún más que una parte de Egipto y que el país sigue estando en gran parte bajo la autoridad de los reyes de Avaris, puesto que no solamente poseen el Delta, sino casi todo el medio Egipto, entre Menfis y Cusae (algo al norte de la moderna Manfalut). Hacia el sur, la baja Nubia, que pertenecía a Egipto durante la XII Dinastía, y sin duda la XIII, es ya independiente bajo el cetro del rey de Kush. Finalmente, el discurso de los miembros del consejo no tendría explicación si no expresase el sentir profundo de numerosos egipcios. Hemos visto que la dominación de los hicsos no fue probablemente tan odiosa para los egipcios como lo dejan entender los textos de la XVIII Dinastía, y se ha observado que Kames no dice que los egipcios del bajo Egipto fuesen maltratados por los hicsos (T. Save-Sóderbergh).

En los comienzos de las guerras de liberación, al menos una parte de los egipcios permaneció fiel, sin duda, a los hicsos en contra de los tebanos. Esto queda demostrado por el hecho de que el primer enemigo que atacó Kames es un tal Teti, hijo de Pepi; por tanto, un egipcio que dominaba la mitad de Neferusi, de la cual hizo un «nido de asiáticos». Los soberanos locales desaparecen conforme avanzan los tebanos y es probable que opusieran una cierta resistencia a las tropas del sur, pero, por supuesto, un texto oficial, como la estela de Kames, debía silenciar tales hechos en la medida de lo posible y, por el contrario, mencionar sólo el entusiasmo de las poblaciones liberadas (T. Save-Sóderbergh), aunque, como veremos, existan algunas alusiones discretas a esta resistencia egipcia.

El texto de la estela de Kárnak y de la tablilla de Carnarvon terminaba después de haber descrito el comienzo de la guerra contra los hicsos, en la cual tomaron parte junto a los tebanos las tropas de medjau, es decir, las nubias. Para las operaciones que siguieron a la toma de Neferusi, hacia el norte de Hermópolis, se estaba limitado a conjeturas cuando en 1954 se encontró la continuación del texto de la tablilla de Carnarvon entre los bloques de piedra que servían de cimiento a una estatua de Ramsés II que se levantaba cerca del segundo pilono del templo de Kárnak. Este documento está grabado en una gran estela cimbrada; con él se pudo comprobar que el texto de la liberación de Egipto, demasiado largo para ser grabado sobre una sola estela, se había distribuido entre dos monumentos. El primero era la estela cuyos fragmentos se habían encontrado en 1932 y 1935; el segundo, en mejor estado, era la estela descubierta en 1954, que consta de 38 líneas de texto jeroglífico. Este documento, tan importante para la historia de Egipto, todavía no está publicado íntegramente. En la primera parte, después de las invectivas de Kames contra Apopi (Apofis), invectivas que recuerdan las que los héroes homéricos se dirigían antes del combate, el texto describe la flota tebana que marcha hacia el norte y alcanza la región de Avaris; Kames asegura: «Beberé el vino de vuestras viñas que los asiáticos mis prisioneros exprimirán para mí». Esto es el resultado de una incursión contra Avaris que, no obstante, presenta resistencia, ya que Kames ha de contentarse con dirigirse a las mujeres que «desde lo alto del palacio de Apopi miran la batalla y les afirma que destruirá la residencia de Apopi, cortará sus árboles, llevará a sus mujeres al cautiverio y tomará sus carros de combate». Después, Kames enumera el botín hecho durante la incursión y termina diciendo: «He destruido sus ciudades e incendiado sus casas de tal suerte que quedarán para siempre como colinas de tierra, a causa del daño que ellos hicieron a Egipto cuando se pusieron al servicio de los asiáticos repudiando a Egipto, su amo» (citado por Save-Sóderbergh y A. H. Gardiner).

Esto confirma plenamente la presencia de los egipcios junto a los hicsos, pero el pasaje que sigue es todavía más importante para la historia política de Egipto en el período final de la dominación de los hicsos (se supone que es Kames quien habla): «He capturado uno de sus mensajeros en la ruta superior del oasis yendo hacia el sur, hacia Kush, para (entregar) un comunicado escrito. Encontré allí lo que sigue en un escrito del soberano de Avaris: ‘Auserre‘, el hijo de Re‘, Apopi, saluda a mi hijo el soberano de Kush. ¿No ves lo que Egipto ha hecho contra mí? Su soberano, Kames el poderoso, me ataca en mi territorio (cuando) yo no le había atacado, de la misma manera que todo lo que hace contra ti. Él ha escogido estos dos países para devastarlos, mi país y el tuyo, (y) los ha destruido. Ven, marcha en seguida hacia el norte. ¡No te asustes! Mira, él está (ocupado) aquí conmigo y no hay nadie que te pueda oponer resistencia en Egipto, y (además) yo no le dejaría ir hasta que tú llegues. Entonces nosotros (nos) repartiremos las ciudades de Egipto y nuestros (dos) países se alegrarán». Kames vuelve a relatar, después de haber revelado el contenido del mensaje de Apofis al soberano de Kush: «Me ha tenido miedo cuando he avanzado hacia el norte, antes incluso de que combatiésemos, incluso antes de que yo le hubiese atacado. Cuando vio mi fuego, envió hasta Kush a buscar a alguien que le pudiese salvar. Pero yo le he cogido (el mensaje) en el camino y lo he interceptado. Le he vuelto a enviar poniéndolo en la montaña oriental hacia Atfieh».

En la parte final del texto Kames describe el terror que embargó a Apofis al oír la noticia de la campaña militar egipcia. Antes de volver a su punto de partida el ejército de Kames realizó todavía una incursión en el oasis de Bahria. Parece que bajo Kames, como en el Imperio Antiguo y Medio, los oasis fueron el refugio tradicional de los rebeldes egipcios y esto podría ser suficiente para explicar la intervención de Kames; pero otra razón podría ser el deseo del príncipe tebano de prevenir los numerosos intercambios de correspondencia entre Kush y Avaris, o incluso de bloquear una de las rutas de acceso entre el alto valle del Nilo sudanés y el Egipto propiamente dicho. De hecho, la ruta de los oasis será en la Edad Media una de las vías que seguirán las incursiones de los nubios cuando éstos quieren intervenir en Egipto.

Se ve que la segunda estela de Kárnak es aún más importante que la primera; nos muestra el peligro que representaba para los egipcios la existencia de un poder bien organizado en el sur de Egipto. Desde este punto de vista, los tebanos no desaprovecharán la lección, y el Imperio Nuevo no cesará hasta que toda la alta Nubia sea conquistada y enteramente «colonizada». El texto hace alusión a un conflicto que había estallado, antes de la campaña hacia el norte, entre Kames y el soberano de Kush. No se comprende realmente a qué hace alusión el documento egipcio. Parece que la primera estela de Kárnak, si se la juzga por el discurso de los consejeros, considera que la paz reina al sur de Elefantina. Además, las campañas contra los hicsos sólo fueron posibles, por parte egipcia, con la ayuda de mercenarios nubios, que eran numerosos en el ejército de Kames. No se comprende cómo el rey de Kush dejaría a sus súbditos ir a ponerse al servicio de un soberano que le habría sido hostil. ¿Es preciso suponer que Apofis, hablando de «todo lo que él ha hecho contra ti», se limita a aludir a las campañas nubias de los predecesores de Kames, bajo la XII Dinastía?, Tal vez las excavaciones que se están realizando en la Nubia sudanesa respondan a esta cuestión. En el estado actual de nuestros conocimientos, las pruebas de un conflicto entre Kames y el soberano de Kush son cada vez más débiles.

El texto recientemente descubierto en Kárnak nos revela un segundo punto importante: es la continuación de la campaña militar que en el primer texto se detuvo en Neferusi. La incursión egipcia penetró profundamente en territorio hicso, ya que llegó hasta las murallas de Avaris. Sin embargo, el poder tebano no es aún suficientemente potente para mantenerse en esta región y el ejército vuelve a su punto de partida. No obstante, la frontera norte retrocedió, y parece que en lo sucesivo quedó establecida en Atfieh, a la entrada del Fayum y en las proximidades de Menfis, como lo indica el pasaje del texto en que el mensajero de Apofis al rey de Kush es abandonado, por escarnio, en la frontera entre ambos estados. De allí partirán, sin duda alguna, las campañas del sucesor de Kames, Ahmosis, tal y como la biografía de Ahmes, hijo de Abana, nos lo deja adivinar. Estas campañas fueron largas y todavía durante varios años los combates entre hicsos y tebanos se desarrollaron en terreno egipcio, pero con ello entramos en la historia del Imperio Nuevo.

Por último, la segunda estela de Kárnak tuvo la inmensa ventaja de esclarecer nuestros conocimientos históricos sobre el final del Segundo Período Intermedio. Hasta los comienzos del reinado de Apofis I Egipto estuvo enteramente en manos de los hicsos. Sekenenre‘-Taa II el Bravo fue vasallo de Apofis durante todo su reinado, puesto que su hijo, al principio de su propio reinado, está en la misma situación que él. Sólo después del año 3 y de la reconquista de Egipto hasta Atfieh Kames llegó a ser realmente rey de Egipto y el propio Apofis reconoció su independencia.

Cuando finalizó el Segundo Período Intermedio con la desaparición de Kames y la subida al trono de Ahmosis, el territorio egipcio no estaba aún enteramente liberado, pero la autoridad del faraón estaba suficientemente restablecida para justificar los títulos de Kames, que tomó orgullosamente la titulación completa de los grandes faraones de la XII Dinastía. Tenía, según parece, algún derecho a concederse su propio elogio, como se puede leer en una de sus armas: «El buen dios, el señor de los ritos, Uadjkheperre‘. Yo soy un príncipe valiente, el amado de Ra, el hijo de Iah (dios-luna), el hijo de Thot y el hijo de Ra, Kames, vencedor por siempre». Su nombre de Horus, inscrito en el mango de un abanico de ébano, hace alusión a la reconquista de Egipto; en él se titula: «El Horus, el bienhechor del doble país». No se sabe de qué manera murió, ni siquiera la duración de su reinado. Su tumba estaba todavía intacta bajo Ramsés IX, cuando el informe de inspección se consignó en el Papiro Abbot, pero estuvo amenazada poco tiempo después, ya que los sacerdotes funerarios, temiendo una violación de la sepultura real, se llevaron el sarcófago, enterrándolo en la llanura tebana cerca de las sepulturas de Aahotep, su madre, y de los dos Antef. Allí se encontró en 1858. Desgraciadamente, la momia, en mal estado, se hizo polvo antes de que hubiera podido examinarla un antropólogo, de suerte que no se sabe cómo murió Kames ni la fecha aproximada de su muerte. Sin embargo, es probable que su reinado, como el de su padre, Sekenenre‘-Taa II, fuese bastante breve; es lo que parece indicar el hecho de que fuese enterrado por su sucesor, Ahmosis, su hijo o su hermano, en un sarcófago muy sencillo, pues faltó tiempo para la preparación de funerales solemnes y para disponer de un suntuoso mobiliario funerario. No hay que olvidar que los soberanos egipcios estaban aún en plena guerra contra los hicsos.

Cuando Egipto surgió reunificado de la larga crisis, todavía tan mal conocida, que nosotros denominamos el Segundo Período Intermedio, la situación no era ya ni volvería a ser como la de los Imperios Antiguo y Medio.

En el sur se establecieron nuevos pueblos, o bien los antiguos habitantes se organizaron, convirtiéndose en amenaza para Egipto. En el este, el antiguo equilibrio de fuerzas se modificó profundamente: se crearon nuevos imperios, todo el Oriente Medio entró en ebullición. Egipto está demasiado cerca por su Delta de esta turbulenta Asia para poder desinteresarse en adelante de lo que allí pase. Después de todo, la ocupación de los hicsos le acababa de enseñar duramente que no estaba a salvo de los movimientos étnicos y que no bastaba con construir fortalezas a lo largo de la frontera, como habían hecho los faraones de la X Dinastía, para ponerse a cubierto de las codicias ajenas. Por necesidad, al estado autárquico replegado en sí mismo del Imperio Antiguo y Medio va a suceder el estado agresivo, imperialista diríamos casi, del Imperio Nuevo. Pero para desempeñar un papel en el norte, los recursos del valle egipcio del Nilo son insuficientes, tanto en hombres como en materias primas. En efecto, los hicsos, al final de su ocupación, utilizaron contra Egipto todos los recursos nuevos de que disponían (los carros de combate y nuevas armas más mortíferas) y los soberanos tebanos no pudieron llegar al final más que empleando con abundancia tropas mercenarias africanas.

En esta época aparecieron en Egipto, entre Asyut y Asuán, es decir, en el corazón de la región controlada por los príncipes tebanos, nuevas poblaciones, que parecían constituidas por camitas mezclados con negroides. Se han encontrado en más de quince yacimientos del alto Egipto los cementerios característicos de estas poblaciones. Las tumbas son circulares u ovales y de suelo levemente excavado; han valido a estas poblaciones el nombre de «pueblo de las pan-graves», ya que sus sepulturas tienen, en efecto, la forma de un fondo de sartén (en inglés, pan).

La cultura de estas poblaciones estaba, a juzgar por el ajuar funerario encontrado en las tumbas, estrechamente emparentada con la de Kerma y la del Grupo C (véase más arriba). El cuerpo, cubierto a veces con vestidos de cuero, está dispuesto en posición encogida, acostado sobre el lado derecho, con la cabeza al norte y mirando hacia el oeste. La cerámica consiste casi por entero en escudillas profundas rojas o negras, y principalmente rojas con bordes negros, con decoración algunas veces incisa. Alrededor de la tumba estaban enterrados cráneos de animales, cabras y corderos, decorados con manchas de color, negras, rojas o azules. Entre los objetos colocados cerca del cadáver figuran numerosas armas: hachas, dagas, flechas, etc., y de cuando en cuando joyas egipcias de oro y plata. Se admite que se trata en general de soldados profesionales, quizá los medjau de que habla la estela de Kames: «Tropas de medjau vigilaban sobre el techo de los camarotes (navíos) para espiar a los asiáticos y destruir sus instalaciones». Estos mercenarios aparecen en Egipto ya al final de la XIII Dinastía. Se ha creído durante mucho tiempo que las poblaciones de los pan graves representaban esencialmente a los nómadas del desierto oriental; emparentados con las poblaciones sedentarias del alto valle del Nilo, pero diferentes de éstas. Se admitió también que su cerámica en particular, y también los ritos de inhumación, aun siendo comparables a aquéllos y a los del Grupo C, eran, sin embargo, diferentes. Los trabajos más recientes realizados en la Nubia sudanesa, si no invalidan estas observaciones, parecen exigir al menos que el problema se reconsidere. En efecto, la cerámica incisa de las pan-graves parece mucho más próxima de lo que se pensaba a la de las tumbas que se remontan al final del Grupo C, y se han encontrado igualmente, alrededor de las tumbas nubias de esta época, cráneos de animales pintados semejantes a los de las pan-graves de Egipto. No se excluye, pues, que las poblaciones de las pan-graves que aparecieron en Egipto al final de la XIII Dinastía fuesen los descendientes de las poblaciones del Grupo C nubio de la XII Dinastía. Si esto se verificase, los mercenarios empleados por los soberanos tebanos no comprenderían sólo a los medjau, nómadas del desierto, sino también a nehesiu del valle. El problema se une así al de las relaciones entre el reino independiente de Kush y el principado de Tebas. Si el rey de Kush tuvo sin duda poca autoridad sobre los nómadas medjau de los desiertos circundantes, no sucedía lo mismo con los sedentarios del valle. La presencia de mercenarios cushitas en Egipto podría implicar la existencia de buenas relaciones entre Kush y el Egipto tebano.

Al margen de este importante problema, que atañe a la historia antigua de África, es evidente que para llegar a expulsar a los hicsos, que extraían de Asia su fuerza técnica, los egipcios recurrieron en gran medida a África, y es así como «la guerra de liberación da la impresión de una lucha entre Asia y África» (T. Save-Sóderbergh). Este acontecimiento está lleno de consecuencias: va a modificar por completo el curso de la historia egipcia.

Cuando tomaron el poder en el año 2000 a. C., los soberanos tebanos de la XII Dinastía instalaron su capital muy cerca del Delta para poder gobernar todo Egipto. Los soberanos de la XVIII Dinastía, después de haber reconquistado todo el valle del Nilo, conservaron la capital en Tebas. Para esto había una razón evidente: sólo los recursos del alto valle africano podían permitir a Egipto desempeñar el papel de una gran potencia; allí pudo encontrar madera, cobre, oro y, sobre todo, una reserva inagotable de hombres. Pero para conquistar, colonizar y controlar estas regiones tuvo necesidad de estar lo más cerca posible de la frontera de la primera catarata y el Delta estaba demasiado lejos. No es casual que al establecimiento de la capital en Tebas corresponda la conquista del Sudán hasta la cuarta catarata: de esta región el imperio egipcio sacó lo esencial de su poder económico y militar. En adelante, Egipto se encontrará ante un dilema. Para defender sus posesiones del Delta y del Próximo Oriente, sin cesar amenazadas por los imperios asiáticos, habrá de medir sus fuerzas y colocar la capital en el bajo Egipto, pero haciendo esto se alejará de sus provincias del sur y se arriesgará a perderlas, cuando son ellas las que le proporcionan los elementos de su fuerza.

Durante casi tres siglos los faraones lograrán mantener la ficticia unidad de un imperio que se extendía del Líbano al Sudán; luego el edificio se hundirá y el poder se volverá a escindir. El bajo Egipto conocerá dinastías paralelas a las del alto Egipto y el Sudán. La historia del Segundo Período Intermedio es, pues, un compendio de la historia de la decadencia egipcia; sin embargo, la diferencia estriba en que después de la XVII Dinastía Egipto conoció un nuevo apogeo, mientras que después de las XXV y XXVI Dinastías se producirá el hundimiento definitivo de una gran civilización.

 

The Scepter of Egypt: A Background for the Study of the Egyptian Antiquities in The Metropolitan Museum of Art. Vol. 2, The Hyksos Period and the New Kingdom (1675-1080 B.C.)

Egypt of the pharaohs: Introduction

The Secret of Great Pyramid - History of the Secrets of Egyptian Pyramids

Préhistoire et protohistoire d'Égypte

A History of Egypt from the Earliest Times to the XVIth Dynasty

A History of Egypt during the XVI Ith and XVIIIth Dynasties

A History of Egypt from the XIXth to the XXXth Dynasties

El buey Apis, divinidad egipcia, símbolo de Osiris, venerado en el templo de Ptah, en Menfis (Museo del Louvre, París).