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BIBLIOTECA DE HISTORIA DEL CRISTIANISMO Y DE LA IGLESIA

 

HISTORIA DE LA FILOSOFIA - FREDERICK COPLESTON

LA NAVAJA DE OCKHAM

Traductor JUAN CARLOS GARCÍA BORRÓN

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INTRODUCCIÓN

 

La gran conquista del siglo XIII en el campo intelectual fue la realización de una síntesis de razón y fe, filosofía y teología. Estrictamente hablando, desde luego, sería mejor hablar de síntesis en plural, y no de una síntesis, puesto que el pensamiento del siglo XIII no puede quedar legítimamente caracterizado con referencia a un solo sistema; pero los grandes sistemas, a pesar de sus diferencias, estuvieron unidos por la aceptación de unos principios comunes. El siglo XIII fue un período de pensadores positivos y constructivos, de filósofos y teólogos especulativos, que podían criticar mutuamente sus opiniones respecto de tal o cual punto, pero que al mismo tiempo coincidían en aceptar los principios metafísicos fundamentales y la capacidad de la mente humana para ir más allá de los fenómenos y conquistar la verdad metafísica. Escoto, por ejemplo, pudo criticar en ciertos puntos las doctrinas tomistas del conocimiento y de la analogía; pero sus críticas iban dirigidas por lo que él, acertada o erróneamente, consideraba como los intereses de la objetividad del conocimiento y de la especulación metafísica. Escoto creyó que santo Tomás debía ser corregido o complementado en ciertos puntos; pero no tenía la menor intención de criticar los fundamentos metafísicos del tomismo, o de socavar el carácter objetivo de la especulación filosófica. Del mismo modo, santo Tomás pudo pensar que debía concederse al poder natural de la sola razón humana más de lo que san Buenaventura le había concedido; pero ninguno de aquellos filósofos-teólogos dudó de la posibilidad de alcanzar algún conocimiento relativo a lo transfenoménico. Hombres como san Buenaventura, santo Tomás, Gil de Roma, Enrique de Gante y Duns Escoto fueron pensadores originales; pero trabajaron dentro de una común estructura de síntesis ideal y de armonía entre lo filosófico y lo teológico. Eran filósofos y teólogos especulativos, y estaban convencidos de la posibilidad de constituir una teología natural, corona de la metafísica y vínculo de ésta con la teología dogmática; no habían sido infectados por ningún escepticismo radical relativo al conocimiento humano. Eran también realistas, y creían que la mente puede alcanzar un conocimiento objetivo de esencias.

Ese ideal de sistema y de síntesis, de armonía entre filosofía y teología, característico del siglo XIII, puede ser visto quizás en relación con la estructura general de la vida en dicho siglo. El nacionalismo estaba ya desarrollándose, en el sentido de que los Estados nacionales estaban en proceso de formación y consolidación; pero aún estaba vivo el ideal de una armonía entre el Pontificado y el Imperio, los dos focos, sobrenatural y natural, de la unidad. Puede decirse, en efecto, que el ideal de armonía entre Pontificado e Imperio tuvo como su paralelo, en el plano intelectual, el ideal de la armonía entre la teología y la filosofía, de modo que la doctrina, mantenida por santo Tomás, del poder indirecto del Pontificado en los asuntos temporales y la autonomía del Estado en el interior de lo que era estrictamente su esfera propia, tenía un exacto paralelo en su doctrina de la función normativa de la teología respecto de la filosofía, y de la autonomía de la filosofía dentro de su propia esfera. La filosofía no toma sus principios de la teología, pero si el filósofo llega a una conclusión que no está de acuerdo con la revelación, sabe que su razonamiento ha sido erróneo. El Pontificado y el Imperio, especialmente el primero, fueron factores unificadores en las esferas eclesiástica y política, y la preeminencia de la Universidad de París fue un factor unificador en la esfera intelectual. Además, la idea aristotélica del cosmos era generalmente aceptada y ayudaba a mantener fija la perspectiva medieval.

Pero aunque el siglo XIII puede ser caracterizado con referencia a sus sistemas constructivos y a su ideal de síntesis y armonía, la armonía y el equilibrio logrados fueron, al menos desde el punto de vista práctico, precarios. Algunos tomistas entusiastas estarán seguramente convencidos de que la síntesis conseguida por santo Tomás tenía que haber sido universalmente aceptada como válida y que debía haber sido conservada. No estarían dispuestos a admitir que el equilibrio y armonía de aquella síntesis eran intrínsecamente precarios. Pero supongo que deben estar dispuestos a admitir que en la práctica era difícil esperar que la síntesis tomista consiguiese una aceptación universal y perdurable. Yo creo, además, que hay en la síntesis tomista elementos que la hacían, en cierto sentido, precaria, y que ayudan a explicar el desarrollo de la filosofía en el siglo XIV. Trataré de poner en claro lo que quiero decir con eso.

La afirmación de que el acontecimiento filosófico más importante en la historia de la filosofía medieval fue el descubrimiento por el Occidente cristiano de las obras más o menos completas de Aristóteles, es una afirmación que me parece defendible. Cuando la obra de los traductores del siglo XII y de la primera mitad del XIII puso el pensamiento de Aristóteles a disposición de los pensadores cristianos de la Europa occidental, éstos se enfrentaron por primera vez con lo que les aparecía como un sistema racional completo y acabado de filosofía que no debía nada a la revelación judía ni a la cristiana, puesto que era la obra de un filósofo griego. En consecuencia, se vieron obligados a adoptar una posición ante el mismo: no pudieron ignorarlo sencillamente. En el volumen anterior hemos visto alguna de las actitudes adoptadas, que variaban desde una hostilidad, mayor o menor, hasta la aclamación entusiasta y apenas crítica. La actitud de santo Tomás de Aquino fue de aceptación crítica: trató de conciliar aristotelismo y cristianismo, no simplemente, desde luego, para conjurar la influencia peligrosa de un pensador pagano y volverle inocuo al utilizarle con fines “apologéticos”, sino también porque creyó sinceramente que la filosofía aristotélica era, en lo principal, verdadera. De no haberlo creído así no habría adoptado posiciones filosóficas que, a ojos de muchos contemporáneos, parecían nuevas y sospechosas. Pero lo que me interesa poner de manifiesto en este momento es que, al adoptar una actitud definida ante el aristotelismo, un pensador del siglo XIII adoptaba en realidad una actitud ante la filosofía. La significación de ese hecho no siempre ha sido reconocida por los historiadores. Al ver a los filósofos medievales, especialmente a los del siglo XIII, como servilmente adictos a Aristóteles, no han visto que el aristotelismo significaba realmente, en aquel tiempo, la filosofía misma. Es verdad que ya se habían hecho distinciones entre teología y filosofía; pero fue la aparición en escena del aristotelismo completo lo que mostró a los medievales el poder y el alcance de la filosofía. La filosofía, bajo el vestido aristotélico, se presentaba a su mirada como algo que era, no meramente en el plano teorético, sino también en la realidad histórica, independiente de la teología. Siendo así, adoptar una actitud ante el aristotelismo era en realidad adoptar una actitud, no solamente ante Aristóteles en cuanto distinto, por ejemplo, de Platón (del cual los medievales, verdaderamente, no sabían mucho), sino ante la filosofía considerada como una disciplina autónoma. Si vemos a esa luz las diferentes actitudes adoptadas hacia Aristóteles en el siglo XIII, podremos comprender más profundamente el significado de dichas diferencias.

Cuando los aristotélicos integrales (o “averroístas latinos”) adoptaron la filosofía de Aristóteles con entusiasmo acrítico, y cuando aclamaron a Aristóteles como la culminación del genio humano, se vieron envueltos en dificultades con los teólogos. Aristóteles sostenía, por ejemplo, que el mundo era increado, mientras que la teología afirmaba que el mundo tuvo un comienzo por creación divina. Igualmente, Aristóteles, según le había interpretado Averroes, mantenía que el entendimiento es uno solo para todos los hombres, y negaba la inmortalidad personal, mientras que la teología cristiana mantenía la inmortalidad personal. Enfrentados con esas obvias dificultades, los averroístas latinos, o aristotélicos integrales, de la Facultad de Artes de París, pretendieron que la función de la filosofía consistía en informar fielmente de las doctrinas de los filósofos. Así, no había contradicción en decir al mismo tiempo que la filosofía, representada por Aristóteles, enseñaba la eternidad del mundo y la unicidad del alma humana, y que la verdad, representada por la teología, afirmaba la creación del mundo en el tiempo y la posesión por cada hombre de su propia alma racional individual.

Ese alegato de los “averroístas” o aristotélicos integrales de que se limitaban a repetir las doctrinas de Aristóteles, es decir, que obraban simplemente como historiadores, fue considerado por los teólogos un mero subterfugio. Pero, como observé en el volumen anterior, es difícil averiguar en qué consistía realmente el pensamiento de los averroístas. No obstante, si realmente creían no hacer otra cosa que informar de las opiniones de pensadores pretéritos, y eran sinceros al afirmar la verdad de la revelación y la teología cristiana, parece que su actitud debió ser más o menos ésta. La filosofía representa la obra de la razón humana que reflexiona sobre el orden natural. La razón, personificada por Aristóteles, nos dice que en el curso natural de los acontecimientos el tiempo no puede haber tenido principio, y que el entendimiento debía ser naturalmente uno en todos los hombres. Que el tiempo no ha tenido comienzo sería, así, una verdad filosófica; y lo mismo debe decirse del monopsiquismo. Pero la teología, que trata del orden sobrenatural, nos asegura que Dios, por su poder divino, creó el mundo en el tiempo, y concedió milagrosamente a cada hombre su propia alma intelectiva inmortal. No se trataría, pues, de que algo pudiera ser un hecho y no serlo al mismo tiempo, sino más bien de que algo sería un hecho de no ser por la intervención milagrosa de Dios, que ha hecho que no lo fuera.

En lo que respecta a la actividad creadora de Dios la posición es, desde luego, la misma, tanto si los aristotélicos integrales de la Facultad de Artes de París se limitaron realmente a informar de las enseñanzas de Aristóteles según ellos las interpretaban, sin referirse a su verdad o falsedad, como si afirmaron que eran verdaderas. Porque ni en un caso ni en otro añadían nada, al menos intencionalmente. Fueron los filósofos de la facultad de teología los que se constituyeron en pensadores productivos y creadores al verse obligados a examinar el aristotelismo críticamente y, si lo aceptaban en lo principal, a repensarlo críticamente. Pero lo que aquí me interesa es esto. La posición adoptada por los aristotélicos integrales implicaba una separación radical entre filosofía y teología. Si el modo en que ellos daban razón de su propia actividad ha de tomarse al pie de la letra, ellos identificaban la filosofía con la historia, con la información sobre las opiniones de los filósofos antiguos. Es indudable que la filosofía en ese sentido es independiente de la teología, porque la teología no puede afectar al hecho de que ciertas opiniones hayan sido mantenidas por ciertos pensadores. Si, por el contrario, los teólogos tenían razón al pensar que los aristotélicos integrales pretendían realmente afirmar la verdad de las proposiciones ofensivas, o si dichas proposiciones eran afirmadas como proposiciones que habrían sido verdaderas de no ser por la intervención de Dios, habría que sacar la misma conclusión referente a la completa independencia de la filosofía respecto de la teología. Como el filósofo se ocupa meramente del curso natural de los acontecimientos, estaría justificado al sacar conclusiones en conflicto con las doctrinas teológicas, puesto que se limitaría a afirmar lo que habría ocurrido de haber prevalecido el curso natural de los acontecimientos. La teología podría decirnos que una conclusión alcanzada por la filosofía no representaba los hechos; pero el teólogo no tendría justificación para decir que el razonamiento del filósofo fuera erróneo simplemente porque su conclusión fuese teológicamente inaceptable. Podríamos aprender por la teología que el curso natural de los acontecimientos no había sido seguido en algún caso particular; pero eso no afectaría a la cuestión de cuál es o debe ser el curso natural de los acontecimientos.

Los rasgos más manifiestamente destacados del averroísmo o aristotelismo integral del siglo XIII fueron su adhesión servil a Aristóteles y los artificios bastante desesperados que adoptaron sus partidarios para poner de acuerdo su posición con las exigencias de la ortodoxia teológica. Pero en el aristotelismo integral estaba implícita una tajante distinción entre teología y filosofía, y una afirmación de la completa independencia de ésta. Es verdad que no debe hacerse demasiado hincapié en esa línea de pensamiento. La separación entre teología y filosofía implícita en el ockhamismo del siglo XIV no se derivó del averroísmo del siglo XIII. Pero la aparición en escena del sistema aristotélico en el siglo XIII fue el factor que hizo posible que se atendiese seriamente a la cuestión de la síntesis o la separación, precisamente porque condujo a la emergencia de algo que podía ser sintetizado o separado.

Santo Tomás de Aquino reconoció la distinción entre filosofía y teología, tanto en el método como en los temas a considerar. Como ya he indicado en el volumen anterior, él se tomó en serio dicha distinción. Aunque la teología nos dice que el mundo no existe desde la eternidad sino que tuvo un comienzo, ningún filósofo, según santo Tomás, ha demostrado nunca adecuadamente ese hecho. Las presuntas demostraciones de la no eternidad del mundo no son válidas, aunque tampoco lo sean las alegadas en favor de su eternidad. En otras palabras, la filosofía no ha conseguido resolver la cuestión de si el mundo fue o no creado desde la eternidad, pero la revelación nos proporciona la respuesta a esa cuestión. Ése es un ejemplo de la verdadera distinción que existe entre la filosofía y la teología. Por otra parte, santo Tomás pensaba que el filósofo no puede llegar, por argumentos racionales válidos, a una conclusión que sea incompatible con la teología cristiana. Si un filósofo llega a una conclusión que contradice, explícita o implícitamente, una doctrina cristiana, eso es un signo de que sus premisas son falsas o de que hay algún paralogismo en su razonamiento. En otras palabras, la teología opera como una norma extrínseca o como una especie de indicador que advierte al filósofo dónde hay un camino sin salida. Pero el filósofo no debe tratar de poner los datos de la revelación en lugar ele las premisas conocidas por la razón filosófica, ni puede hacer en sus argumentaciones un uso explícito del dogma. Porque la filosofía es intrínsecamente autónoma.

En la práctica, esa actitud significaba que el filósofo que la adoptase debía filosofar a la luz de la fe, aunque no hiciese un uso formal y explícito de la fe en su filosofía. El mantenimiento de esa actitud era además facilitado por el hecho de que los grandes pensadores del siglo XIII eran primordialmente teólogos; eran teólogos-filósofos. Al mismo tiempo, una vez reconocida la filosofía como una disciplina intrínsecamente autónoma, era de esperar que, en el transcurso del tiempo, tendiera a hacer su propio camino y se resintiera, por decirlo así, de su posición de doncella de la teología. Y, en verdad, una vez que había llegado a ser normal entre filósofos el proceder primariamente, e incluso exclusivamente, como filósofos, era natural que la alianza entre filosofía y teología tendiese a desaparecer. Además, cuando los filósofos no tuviesen una firme creencia en la revelación, no podía esperarse sino que se invirtiesen las posiciones de filosofía y teología, y que la filosofía tendiese a subordinar a ella la teología, a incorporar a la filosofía el objeto de la teología, o incluso a excluir por completo la teología. Es verdad que esos desarrollos tardarían aún mucho en producirse; pero puede decirse, sin absurdo, que tuvieron su origen remoto en la aparición en escena del sistema aristotélico en el temprano siglo XIII.

Estas observaciones no pretenden constituir una evaluación de la filosofía aristotélica; pretenden ser una interpretación histórica del verdadero curso tomado por el desarrollo del pensamiento filosófico. Indudablemente son un poco demasiado sumarias y no tienen en cuenta toda la complejidad de dicho desarrollo. Una vez que la filosofía hubo sido reconocida como una disciplina autónoma, aquel proceso de autocrítica que parece ser esencial a la filosofía, se puso en marcha y, de modo bastante natural, el criticismo, al desarrollarse, socavó los fundamentos de la síntesis conseguida en el siglo XIII. Ésa es una de las razones por las que hablo de aquella síntesis como precaria. Sea lo que sea lo que uno piense de la verdad o falsedad de la metafísica de Aristóteles, por ejemplo, no hay que esperar que el pensamiento filosófico se detenga en un punto determinado; desde el punto de vista práctico, el criticismo era inevitable. Pero hay un segundo factor a tener en cuenta. Una vez conseguida una síntesis teológico-filosófica bien soldada, en la que términos y categorías filosóficos se utilizaban para la expresión de las verdades teológicas, era natural que algunas mentes sintiesen que la fe estaba en peligro de ser racionalizada y que la teología cristiana se había contaminado indebidamente de metafísica griega e islámica. Tales mentes podían sentir que lo que se necesitaba eran perspectivas místicas más bien que perspectivas filosóficas, especialmente en vista de las pendencias de las escuelas sobre puntos de significación e interés teorético más bien que primordialmente religioso. Esta segunda línea de pensamiento tendería también a disolver la síntesis del siglo XIII, aunque la perspectiva fuera diferente de la de los pensadores que se concentraban en los problemas filosóficos y socavaban la síntesis por efecto de sus críticas extensas y de largo alcance dirigidas contra las posiciones filosóficas características de aquella síntesis. Vamos a ver cómo ambas líneas se manifestaron a lo largo del siglo XIV.

Para volver la atención a un campo diferente, a saber, el de la vida y el pensamiento político, sería evidentemente absurdo sugerir que en algún momento de la Edad Media hubiese otra cosa que una armonía y equilibrio precarios entre los poderes eclesiástico y civil; no se necesita un profundo conocimiento de la historia medieval para advertir las disputas constantemente recurrentes entre papas y emperadores, o las riñas entre papas y reyes. El siglo XIII estuvo animado por esas disputas, especialmente por las que tuvieron lugar entre el emperador Federico II y la Santa Sede. No obstante, aunque uno y otro partido hacían a veces reclamaciones extravagantes en su propio favor, las disputas eran, por así decir, disputas de familia; tenían lugar dentro de la estructura medieval de Papado e Imperio, que encontró una expresión teorética en los escritos del Dante. Además, por lo que respecta a la teoría política comúnmente admitida, se reconocía la distinción entre los dos poderes. Santo Tomás de Aquino, quien, por vivir en París, se interesaba más por los reinos que por el Imperio, reconoció el carácter intrínsecamente autónomo de la soberanía temporal, aunque reconoció también el poder indirecto de la Iglesia en los asuntos temporales, lo que era una consecuencia obligada del reconocimiento de la superioridad de la función sobrenatural de la Iglesia. Si nos mantenemos en el plano de la teoría podemos hablar, pues, de un equilibrio o armonía entre los dos poderes en el siglo XIII, con tal de que no ocultemos el hecho de que en la vida práctica la armonía no era tan patente. El hecho es que aquellos papas que albergaron grandiosas ambiciones con respecto al poder temporal fueron incapaces de ponerlas en práctica, mientras que los emperadores que quisieron hacer todo cuanto les viniera en gana, sin preocuparse poco ni mucho de la Santa Sede, fueron igualmente incapaces de cumplir sus deseos. Los triunfos de un lado o de otro fueron temporales y poco duraderos. Así pues, se logró, al menos, un cierto equilibrio, de naturaleza algo precaria.

Al mismo tiempo, sin embargo, los reinos nacionales se fueron consolidando y el poder centralizado de los monarcas nacionales creció gradualmente. Inglaterra nunca había estado sometida, prácticamente, al emperador medieval. Además, el Imperio fue primordialmente asunto germánico; Francia, por ejemplo, era independiente; y el curso tomado por la disputa entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso de Francia a finales del siglo XIII puso claramente de manifiesto la posición de dicha nación, tanto respecto de la Santa Sede como respecto del Imperio. Ese desarrollo de los reinos nacionales significó la aparición de un factor que eventualmente destruiría el equilibrio tradicional entre el Pontificado y el Imperio. En el siglo XIV podemos ver el reflejo, en el plano de la teoría, de la tendencia al fortalecimiento de la autoridad civil como un poder independiente de la Iglesia. La aparición de fuertes Estados nacionales, que llegaron a constituir una característica tan destacada de la Europa post-medieval, comenzó en la Edad Media. Habría sido muy difícil que los Estados llegaran a desarrollarse del modo en que lo hicieron de no ser por la centralización y consolidación del poder en manos de los monarcas nacionales; y el proceso de esa centralización y consolidación del poder no fue ciertamente retardado por la humillación a que fue expuesto el Papado en el siglo XIV durante la “cautividad de Babilonia”, cuando los papas estuvieron en Aviñón (1305-77), y la subsiguiente calamidad del “Gran Cisma”, que comenzó en 1378.

La teoría aristotélica del Estado podía ser utilizada, y lo fue, dentro de la estructura del esquema de los dos poderes, por un pensador del siglo XIII como santo Tomás de Aquino. Eso facilitó el reconocimiento teorético del Estado como una sociedad intrínsecamente autónoma, aunque tenía que ser complementada con una idea cristiana del fin del hombre y de la categoría y función de la Iglesia. Pero semejante “adición” no fue simplemente una adición o yuxtaposición, porque modificó profundamente, al menos por implicación, la perspectiva política de los griegos. Contrariamente, al acentuarse el aristotelismo en la teoría política medieval, la posición del Estado podía ser subrayada de tal modo que prácticamente se invirtiera la típica concepción medieval de la debida relación entre los dos poderes. Podemos ver un ejemplo de ello en el siglo XIV en la teoría política de Marsilio de Padua. Pero eso no es decir que la teoría de Marsilio fuera debida a la filosofía aristotélica : fue debida en mucho mayor medida, según veremos más adelante, a reflexión sobre concretos acontecimientos y situaciones históricos. Ahora bien, la teoría aristotélica del Estado fue efectivamente un arma de dos filos, y no solamente podía ser utilizada, sino que lo fue, de una manera ajena a la intención de un teólogo-filósofo como santo Tomás de Aquino. La utilización que de ella se hizo representó ciertamente el crecimiento de la conciencia política; y las fases de dicha utilización representaron las fases del crecimiento de aquella conciencia en el desarrollo histórico concreto.

Si el siglo XIII fue el período de los pensadores creadores y originales, al siglo XIV puede llamársele, en contraste, el período de las escuelas. Los dominicos tendieron naturalmente a adherirse a las doctrinas de santo Tomás de Aquino; y una serie de mandatos de diversos capítulos de la orden les animaron a hacerlo así. Aparecieron numerosas obras sobre los textos de santo Tomás. Así, por encargo del papa Juan XXII, Joannes Dominici compuso una Abbreviatio o Compendio de la Summa Theologica a la que puso término en 1331, y otro dominico, Benedicto de Assignano (muerto en 1339), escribió una Concordantia, en la que trató de mostrar que la doctrina de la Summa Theologica armonizaba con la del comentario del mismo santo Tomás a las Sentencias. Luego hubo los comentadores o intérpretes de santo Tomás, dominicos como Hervaeus Natalis (muerto en 1323), que escribió una Defensa doctrinae D. Thomae, y atacó a Enrique de Gante, Duns Escoto y otros, o Juan de Nápoles (muerto en 1330). Pero fue el siglo XV, con Juan Capreolo (1380-1444, aproximadamente), más que el XIV, el que se distinguió por sus logros en ese campo. Capreolo fue el más eminente de los comentaristas de santo Tomás, antes de Cayetano (1468-1534).

Aparte de los tomistas estaban los escotistas, que constituyeron una escuela rival de la primera, aunque Duns Escoto no fue durante el siglo XIV el Doctor oficial de la orden franciscana del modo en que santo Tomás lo era de la dominica. Estaban además los ermitaños de san Agustín, que seguían las enseñanzas de Gil de Roma. Enrique de Gante tuvo también sus seguidores, aunque éstos no formaron una escuela compacta.

Durante el siglo XIV, todos estos grupos, junto con los seguidores de otros pensadores del siglo XIII, representaban, más o menos estrictamente la via antiqua. Mantenían el pensamiento de la centuria anterior. Pero, al mismo tiempo, durante el siglo XIV apareció y se difundió un nuevo movimiento, asociado para siempre al nombre de Guillermo de Ockham. Los pensadores de ese nuevo movimiento, la via moderna, que poseían de modo natural todo el encanto de la “modernidad”, se opusieron al realismo de las escuelas más antiguas, y llegaron a ser conocidos como los “nominalistas”. Esta denominación no es muy apropiada en algunos aspectos, puesto que Guillermo de Ockham, por ejemplo, no negaba que haya conceptos universales en cierto sentido; pero se trata de un nombre universalmente empleado, y que, sin duda, seguirá empleándose. No hay, pues, por qué esforzarse en cambiarlo, aunque “terministas” sería más exacto. Los lógicos del nuevo movimiento concedieron una gran atención al status lógico y la función de los términos. Es verdad que se opusieron firmemente y dirigieron sus críticas al realismo de filósofos anteriores, particularmente al de Juan Duns Escoto; pero sería simplificar excesivamente su anti-realismo decir que éste consistía en atribuir universalidad solamente a los “nombres” o palabras.

Sería, sin embargo, una descripción groseramente incorrecta la que se limitara a decir que los nominalistas del siglo XIV atacaron al realismo de los filósofos del siglo XIII. El movimiento nominalista poseyó una significación y una importancia que no puede ser adecuadamente expresada con referencia a una sola controversia particular. Dicho movimiento constituyó la cuña colocada entre la teología y la filosofía, la que hizo saltar la síntesis conseguida en el siglo XIII. El espíritu nominalista, si así puede decirse, se inclinaba al análisis más que a la síntesis, y a la crítica más que a la especulación. Con su análisis crítico de las ideas y las argumentaciones metafísicas de sus predecesores, los nominalistas dejaron la fe flotando en el aire, sin base racional alguna (en cuanto concierne a la filosofía). Una amplia generalización como ésta tiene, desde luego, los defectos inseparables de esa clase de generalizaciones : no es aplicable a todos los pensadores influidos por el nominalismo; pero indica cuál fue la consecuencia de las tendencias más extremas del movimiento.

La filosofía apenas puede vivir sin el espíritu analítico y crítico; al menos, el análisis crítico es uno de los “momentos” del pensamiento filosófico, y es natural que siga a un período de síntesis constructiva. Como vimos, ese espíritu estuvo presente, en cierta medida, en el pensamiento de Duns Escoto, el cual mantenía, por ejemplo, que las pruebas en favor de la inmortalidad del alma no son absolutamente concluyentes, y que cierto número de atributos divinos que con frecuencia habían sido considerados demostrables no podían realmente ser demostrados. Pero debe notarse que Duns Escoto era un metafísico que argumentaba como tal metafísico. Es cierto que también era un lógico, como otros metafísicos medievales; pero, en su caso, el lógico no había empezado aún a ocupar el puesto del metafísico: su sistema pertenece al grupo de las síntesis metafísicas del siglo XIII. Pero en el siglo XIV puede observarse un cambio. La metafísica, sin llegar a ser abandonada, tiende a dejar su puesto a la lógica; y cuestiones que anteriormente habían sido tratadas como cuestiones metafísicas fueron tratándose primordialmente como cuestiones lógicas. Cuando Guillermo de Ockham aborda el problema de los universales, hace hincapié en los aspectos lógicos de la cuestión, en la suppositio y la significatio terminorum, más que en los aspectos ontológicos. Al parecer, Ockham estaba convencido de su fidelidad a las exigencias de la lógica aristotélica; e incluso puede decirse que fue en nombre de la lógica aristotélica (o de la idea que él tenía de ésta) como criticó la metafísica de predecesores suyos como Tomás de Aquino y Duns Escoto. Indudablemente uno puede consagrarse a los estudios lógicos sin preocuparse por la metafísica, y algunos de los lógicos de Oxford en el siglo XIV fue eso lo que, al parecer, hicieron. Pero también puede uno pasar a la crítica de las argumentaciones y pruebas metafísicas en nombre de la lógica, y eso fue lo que hizo Guillermo de Ockham. Éste, como vamos a ver, socavó la teología natural y la psicología metafísica de sus predecesores. En su opinión, las pretendidas pruebas o demostraciones de los atributos de Dios o las alegadas en defensa de la espiritualidad o de la inmortalidad del alma, o bien descansan en principios cuya verdad no es evidente, o bien terminan en conclusiones que no se siguen estrictamente de las correspondientes premisas. Ockham admitía, ciertamente, que determinados argumentos metafísicos eran “probables”; pero eso no es sino un ejemplo de la tendencia del siglo XIV a sustituir las demostraciones por argumentos probables.

Esa sustitución estaba relacionada, indudablemente, con la tendencia nominalista a dudar o a negar la validez de las inferencias que van de la existencia de una cosa a Ja existencia de otra. Ockham subrayó la primacía de la intuición de la cosa individual existente. Con respecto a la existencia de una cosa lo primero a preguntar es, pues, si la intuimos como existente. En el caso del alma espiritual, por ejemplo, Ockham negaría que tengamos intuición de la misma. La cuestión será, entonces, si podemos argumentar con certeza la existencia del alma espiritual a partir de intuiciones que tenemos. Ockham no creía posible tal cosa. Él no realizaba, de hecho, un análisis puramente fenomenalista de la causalidad, y él mismo se valió del principio de causalidad en metafísica; pero “extremistas” posteriores, como Nicolás de Autrecourt, realizaron dicho análisis. El resultado fue que pusieron en cuestión nuestro conocimiento de la existencia de la sustancia material, y probablemente también del alma espiritual. En realidad, ninguna inferencia lógica que lleve de la existencia de una cosa a la existencia de otra cosa distinta puede tener el valor de una “demostración” o prueba apodíctica. De ese modo, todo el sistema de la metafísica del siglo XIII quedó desacreditado.

Esa completa crítica de los sistemas metafísicos precedentes llevaba necesariamente consigo la apertura de una brecha en la síntesis de teología y filosofía que había sido característica de aquellos sistemas. Así, por ejemplo, santo Tomás, aunque tratase de los argumentos filosóficos en favor de la existencia de Dios en obras que eran sólo en parte filosóficas, estaba indudablemente convencido de que pueden presentarse argumentos metafísicos válidos en favor de la existencia de Dios. Tales argumentos pertenecerían a los preambula fidei, en el sentido de que la aceptación de la revelación divina presupone lógicamente el conocimiento de que existe un Dios capaz de revelarse, conocimiento que puede alcanzarse independientemente de la teología. Pero si, como creyeron numerosos filósofos del siglo XIV, no puede darse demostración o prueba apodíctica alguna de la existencia de Dios, ésta ha de quedar relegada a la esfera de la fe. De ahí se siguen dos consecuencias. En primer lugar, teología y filosofía tienden a separarse. Desde luego, esa consecuencia podría ser evitada si se revisase por completo la idea de “prueba” filosófica; pero si se trata de elegir entre demostrabilidad y fe, y si se niega la demostrabilidad de los “preámbulos” de la fe, es difícil evitar la consecuencia. En segundo lugar, si los problemas importantes de la metafísica tradicional, problemas que vinculan la filosofía a la teología y a la religión, son relegados a la esfera de la fe, la filosofía tiende a tomar un carácter cada vez más “profano”. Esa consecuencia no se hizo muy visible en el caso del propio Ockham, puesto que fue teólogo tanto como filósofo, pero se hizo más manifiesta en otros pensadores del siglo XIV, como Nicolás de Autrecourt, que formaba parte de la Facultad de Artes.

Decir que un filósofo del siglo XIII como santo Tomás de Aquino estaba preocupado por la “apologética” sería tan inexacto como anacrónico. Pero aunque no estuviera preocupado por la apologética del modo en que lo han estado ciertos pensadores cristianos de épocas posteriores, no deja de ser verdad que le preocupó la relación entre la filosofía y la revelación. Atento a las corrientes contemporáneas de pensamiento y a las controversias de su propia época, no estaba dispuesto ni a rechazar la nueva metafísica aristotélica en nombre de la tradición cristiana ni a llevar adelante la reflexión filosófica sin preocuparse de su trascendencia para la teología cristiana. Santo Tomás se esmeró en sintetizar la teología dogmática con su filosofía, y en mostrar la conexión entre ellas. Pero cuando llegamos a Guillermo de Ockham, en el siglo XIV, nos encontramos con una notable ausencia de toda preocupación por la “apologética”. Lo que encontramos es un teólogo que consideraba que sus predecesores habían oscurecido o recubierto las verdades cristianas con una falsa metafísica; pero encontramos, al mismo tiempo, un filósofo que se contentaba plenamente con la aplicación de sus principios de una manera lógica y consecuente, sin manifestar preocupación por las implicaciones de la síntesis entre filosofía y teología, o tal vez sin advertirlas plenamente. Las verdades en las que creía, pero de las que pensaba que no podían ser filosóficamente probadas, las relegaba a la esfera de la fe. Al asignar a la esfera de la fe la verdad de que existe un Ser absolutamente supremo, infinito, libre, omnisciente y omnipotente, rompió el vínculo entre metafísica y teología proporcionado por la doctrina tomista de la demostrabilidad de los preambula fidei. Al hacer depender la ley moral de la libre decisión divina, imponía la consecuencia, tanto si él mismo lo advirtió como si no, de que sin la revelación el hombre no podría tener conocimiento cierto del orden moral establecido por Dios. Lo más que podría hacer el hombre, sin la ayuda de la revelación, sería probablemente reflexionar sobre las necesidades de la naturaleza y de la sociedad humana y seguir los dictados de la razón práctica, aunque tales dictados pudieran no representar la voluntad divina. Eso implicaría la posibilidad de dos éticas, el orden moral establecido por Dios, pero cognoscible solamente por la revelación, y una ética natural, provisional, de segunda clase y no-teológica, elaborada por la razón humana sin la revelación. No pretendo que el propio Ockham sacase realmente esa conclusión de su concepción autoritarista de la ley moral, pero creo que la misma estaba implícita en dicha concepción. Desde luego, hacer esas observaciones no es, de suyo, pronunciarse a favor ni en contra de la validez de los argumentos filosóficos de Ockham; pero sí es una llamada de atención acerca de la falta de preocupaciones apologéticas en Ockham. Éste fue un teólogo y un filósofo, y un escritor panfletario sobre problemas eclesiásticos y políticos; pero no fue un “apologeta”, ni aun siquiera en el sentido en que puede llamarse apologeta a santo Tomás de Aquino, y todavía menos en el sentido moderno de la palabra apologeta.

Algunos filósofos del siglo XIV se esforzaron en llenar la grieta que se abría entre teología y filosofía mediante una extensión de la teoría de la “iluminación” de Enrique de Gante. Así, Hugolino de Orvieto (muerto en 1373), ermitaño de san Agustín, distinguió ciertos grados de iluminación, y mantuvo que Aristóteles, por ejemplo, recibió una especial iluminación divina que le permitió conocer algo de Dios y de algunos de sus atributos. Otros, en cambio, se refugiaron en el misticismo y concentraron su atención en especulaciones sobre la relación del mundo con Dios y, en particular, del alma humana con Dios. Ese movimiento del misticismo especulativo, cuyo principal representante fue el dominico alemán Maestro Eckhart, estuvo, como veremos más adelante, lejos de ser simplemente una reacción contra las áridas pendencias de las escuelas o una escapada del escepticismo y el correspondiente refugio en el seguro puerto de la piedad; pero fue un rasgo característico del siglo XIV, enteramente distinto de la filosofía más académica de las universidades.

Una importante característica de la vida universitaria del siglo XIV, particularmente en París, fue el desarrollo de la ciencia. Algo diremos de eso más adelante, aunque en una historia de la filosofía no puede esperarse más que un breve tratamiento de ese tema. El desarrollo de estudios matemáticos y científicos por figuras del siglo XIV tales como Nicolás Oresme, Alberto de Sajonia y Marsilio de Inghen, suele asociarse con el movimiento ockhamista, y, en consecuencia, se ve como un rasgo característico del siglo XIV en contraste con el XIII. Ese modo de ver contiene indudablemente verdad, no tanto porque Guillermo de Ockham mostrase algún interés particular por la ciencia empírica o porque los científicos del siglo XIV aceptasen todas las posiciones ockhamistas, cuanto porque la filosofía ockhamista, por su misma naturaleza, debía favorecer el desarrollo de la ciencia empírica. Guillermo de Ockham tenía una vigorosa creencia en la primacía de la intuición de la cosa singular: todo verdadero conocimiento se funda últimamente en conocimiento intuitivo de existentes individuales. Además, el único fundamento adecuado para afirmar una relación causal entre dos fenómenos es la observación de una secuencia regular. Esas dos tesis tienden por sí mismas a favorecer la observación empírica y la aproximación de primera mano a las cuestiones científicas. Y, de hecho, encontramos que las figuras dirigentes de la ciencia del siglo XIV estuvieron de algún modo asociadas, aunque a veces no muy estrechamente, con la vía moderna.

Al mismo tiempo, no tenemos derecho a afirmar sin cualificaciones que una apreciación rudimentaria de la ciencia física fuese peculiar al siglo XIV, a diferencia del XIII, o que los estudios científicos asociados al movimiento ockhamista fuesen los directos progenitores de la ciencia del Renacimiento. Ya en el siglo XIII había habido interés por las traducciones latinas de obras científicas griegas y árabes, y se habían hecho observaciones y experimentos originales. Baste pensar en hombres como san Alberto Magno, Pierre de Maricourt y Roger Bacon. En el siglo siguiente, la crítica de las teorías físicas de Aristóteles, junto con una nueva reflexión original, e incluso experimentos, llevaron a la propuesta de nuevas explicaciones e hipótesis en física; y las investigaciones de los físicos asociados con el movimiento ockhamista pasaron en el siglo XV a la Italia septentrional. La ciencia de las universidades del norte de Italia influyó indudablemente en los grandes científicos del Renacimiento, como Galileo; pero sería un error pensar que la obra de Galileo no es sino una continuación de la ciencia “ockhamista”, aunque también sería un error pensar que no estuviera influida por ésta. Para hablar de una sola cosa, Galileo pudo conseguir los resultados que consiguió solamente mediante una utilización de las matemáticas que fue desconocida en el siglo XIV. Esa utilización fue facilitada por la traducción, en la época del Renacimiento, de obras de matemáticos y físicos griegos; y Galileo fue así estimulado a aplicar las matemáticas a la solución de problemas de movimiento y mecánica de un modo para el que los científicos medievales no poseían el equipo intelectual necesario. La utilización de las matemáticas como medio especial para descubrir la naturaleza de la realidad física condujo a una transformación en la ciencia física. El viejo camino de la observación ordinaria fue abandonado en favor de un método muy diferente. Aunque pueda parecer extraño, la ciencia física se hizo menos empírica: se liberó no solamente de las teorías físicas de Aristóteles, sino también de las ideas del sentido común y del método de observación pasiva que había tendido a prevalecer entre los físicos anteriores. Es verdad que es posible observar alguna continuidad entre la ciencia del siglo XIII y la del siglo XIV, y entre la ciencia del siglo XIV y la del Renacimiento; pero eso no altera el hecho de que en este último período hubo una revolución en la ciencia física.

La mención del Renacimiento de los siglos XV y XVI suscita todavía probablemente en algunas mentes la idea de una transición y un despertar súbitos y abruptos, cuando se llegó a disponer de la erudición y la literatura del mundo antiguo, cuando comenzó la educación, cuando los hombres empezaron a pensar por sí mismos después de la esclavitud intelectual de la Edad Media, cuando la invención de la imprenta hizo por fin posible la extensa difusión de los libros, cuando el descubrimiento de nuevas tierras ensanchó los horizontes del hombre y abrió nuevas fuentes de riqueza, y cuando el descubrimiento de la pólvora trajo a la humanidad una bendición inestimable.

Semejante modo de ver es, desde luego, una considerable exageración. Por lo que respecta a la recuperación de la literatura antigua, por ejemplo, ésta comenzó siglos antes del Renacimiento; mientras que por lo que respecta al pensar por sí mismo, no se necesita un conocimiento muy profundo de la filosofía medieval para advertir que hubo mucho pensamiento original en la Edad Media. Por otra parte, no se debe subrayar el elemento de transición continua tanto que se dé a entender que el Renacimiento no constituye un período reconocible, o que sus logros fueron insignificantes. De lo que se trata es de ver la cuestión a la luz del conocimiento que hoy tenemos de la Edad Media y de corregir falsas impresiones del Renacimiento, no de sugerir que la palabra Renacimiento sea una mera palabra, que no denota realidad especial alguna. Más adelante diremos algo más de esa cuestión; por el momento deseo limitarme a unas cuantas observaciones de introducción a las filosofías del Renacimiento.

Cuando se mira a la filosofía medieval, se ve ciertamente variedad; pero es una variedad dentro de una estructura común, o, al menos, una variedad que destaca sobre un fondo común y bien definido. Hubo indudablemente pensamiento original; pero no es menos cierto que la impresión obtenida es la de un esfuerzo común, de lo que podría llamarse un trabajo de equipo. Los filósofos del siglo XIII se criticaban mutuamente sus opiniones; pero aceptaban no solamente la misma fe religiosa sino también, en su mayoría, los mismos principios metafísicos. Obtenemos así la impresión de un desarrollo filosófico que fue realizado por hombres de mentes independientes, pero que no por ello dejó de ser un desarrollo común, al que los filósofos individuales hicieron sus diversas contribuciones. Incluso en el siglo XIV la via moderna se extendió como movimiento, de tal modo que en el transcurso del tiempo dio lugar a una “escuela” más o menos cerrada que ocupó su puesto junto al tomismo, el escotismo y el agustinismo.

Cuando se mira a la filosofía del Renacimiento, por el contrario, lo que salta a la vista es un surtido bastante aturdidor de filosofías. Se encuentran, por ejemplo, platónicos, aristotélicos de diversa especie, anti-aristotélicos, estoicos, escépticos, eclécticos y filósofos de la naturaleza. Es posible separar esas filosofías en varias corrientes generales de pensamiento, es verdad, aunque es bastante difícil saber a qué corriente debe asignarse un pensador particular; pero la impresión dominante es la de un individualismo pululante. Y esa impresión es, en muchos aspectos, correcta. La ruina gradual de la estructura de la sociedad medieval y el aflojamiento de los lazos entre los hombres que ayudaron a producir una perspectiva más o menos común; la transición a nuevas formas de sociedad, separadas a veces unas de otras por diferencias religiosas; los nuevos inventos y descubrimientos; todo eso fue acompañado por un marcado individualismo en la reflexión filosófica. El sentimiento de descubrimiento, de aventura, estaba en el aire; y tuvo su reflejo en la filosofía. Que digamos eso no significa que nos retractemos de lo que antes hemos dicho en cuanto a la inadecuación de ver el Renacimiento como sin raíces en el pasado. Tenía sus raíces en el pasado, y pasó por diferentes fases, según hemos de ver; pero eso no quiere decir que no entrase en el mundo un nuevo espíritu en la época del Renacimiento, aunque sería más exacto decir que un espíritu que ya se había manifestado en cierta medida en una fecha anterior, se manifestó en un estallido de vitalidad en la época del Renacimiento. Por ejemplo, la recuperación de la literatura clásica había comenzado en una fecha muy anterior, dentro de la Edad Media, como ya se ha observado; pero los historiadores, aunque subrayen con razón ese hecho, tienen también razón al indicar que, a propósito del Renacimiento, lo importante no es tanto que numerosos textos nuevos llegaran a estar a disposición del lector moderno cuanto que esos textos eran leídos a una luz nueva. De lo que se trataba era de apreciar los textos y el pensamiento contenido en ellos por sí mismos, y no sólo como posibles fuentes de edificación o desedificación cristiana. El núcleo principal de pensadores del Renacimiento, eruditos y hombres de ciencia, eran, desde luego, cristianos; y es conveniente recordar ese hecho; pero, no obstante, el revivir de lo clásico, o quizá mejor la fase renacentista del revivir de lo clásico, ayudó a poner en primer término una concepción del hombre autónomo, o una idea del desarrollo de la personalidad humana que, aunque cristiana en general, era más “naturalista” y menos ascética que la concepción medieval. Y esa idea favoreció el incremento del individualismo. Incluso entre escritores que eran devotos cristianos es discernible la convicción de que entonces estaba empezando una nueva era para el hombre. Esa convicción no se debió simplemente a los estudios clásicos, desde luego; se debió al complejo de cambios históricos que tuvieron lugar en el Renacimiento.

Fue en la época del Renacimiento cuando fueron traducidas las obras de Platón y Plotino, por Marsilio Ficino; y en la primera fase de aquel período se hizo un intento de constituir una síntesis filosófica de inspiración platónica. Los filósofos platónicos fueron, en su mayor parte, cristianos; pero, de un modo muy natural, el platonismo se vio como una especie de antítesis del aristotelismo. Al mismo tiempo, otro grupo de humanistas, influidos por la literatura clásica latina, atacó la lógica aristotélica y las abstracciones escolásticas en nombre del buen gusto, del realismo y el sentimiento de lo concreto, de la retórica y la exposición literaria. Fue tomando forma una nueva idea de educación mediante la literatura clásica y no mediante la filosofía abstracta. Un escepticismo culto y humanista fue representado por Montaigne, mientras Justo Lipsio revivía el estoicismo y Pierre Gassendi el epicureísmo. Los aristotélicos del Renacimiento, aparte de los escolásticos, se dividieron entre sí en averroístas y los que preferían la interpretación de Aristóteles dada por Alejandro de Afrodisia. Este último era favorable a una interpretación de la psicología aristotélica que conducía a la negación de la inmortalidad humana, incluso de la inmortalidad impersonal que admitían los averroístas. Pomponazzi, la principal figura de ese grupo, sacó la conclusión de que el hombre no tiene más que un fin terrenal. Al mismo tiempo profesaba ser un creyente cristiano, de modo que hubo de hacer una rígida distinción entre la verdad teológica y la filosófica.

Las filosofías que tomaron la forma de un renacer del pensamiento clásico tendieron a acostumbrar a las gentes a una idea del hombre que no tenía conexiones muy aparentes con el cristianismo, y que a veces era francamente naturalista, aunque los autores de esas imágenes naturalistas del hombre fueran por lo general cristianos. Un proceso análogo tuvo lugar en el campo de la filosofía de la naturaleza. Mientras ciertas formas de pensamiento oriental favorecían poco el estudio de la naturaleza, a causa de la idea de que el mundo de los fenómenos es una ilusión o mera “apariencia”, la filosofía cristiana favoreció en cierto sentido la investigación de la naturaleza, o, al menos, no le opuso ninguna barrera teorética, porque veía el mundo material no solamente como real sino también como creación de Dios, y, consecuentemente, digno de estudio. Al mismo tiempo, el énfasis puesto por un cristiano teólogo, filósofo y santo como Buenaventura, en la orientación religiosa del hombre, llevó a una natural concentración en aquellos aspectos del mundo material que podían verse más fácilmente no sólo como manifestaciones de Dios, sino también como medios para elevar la mente de lo material a lo espiritual. El santo no estaba particularmente interesado por el estudio del mundo en razón del mismo; le interesaba mucho más detectar en aquél el espejo de lo divino. No obstante, la filosofía cristiana, aparte de esa natural concentración del interés, no era radicalmente hostil al estudio del mundo; y en el caso de filósofos del siglo XIII como san Alberto Magno y Roger Bacon encontramos una combinación de la perspectiva espiritual con un interés por el estudio empírico de la naturaleza. En el siglo XIV vemos crecer ese interés por los estudios científicos, en conexión con el movimiento ockhamista, y favorecido por la grieta abierta en la síntesis de teología y filosofía propia del siglo XIII. Así se preparaba el camino para una filosofía de la naturaleza que, aunque no necesariamente anticristiana, hacía hincapié en la naturaleza como una totalidad inteligible gobernada por sus propias leyes inmanentes. Quizás estaría mejor decir que se fue preparando gradualmente el camino para el estudio científico de la naturaleza, el cual, con el tiempo, aunque no hasta un período posterior, se desprendería del nombre de “filosofía natural” o “filosofía experimental”, y adquiriría conciencia de sí mismo como una disciplina separada, o un conjunto de disciplinas, con su método o métodos propios.

Pero en la época del Renacimiento encontramos numerosas filosofías de la naturaleza aparte del desarrollo de la ciencia física como tal, en cuanto que se caracterizaban por marcados rasgos especulativos que a veces se manifestaban en ideas fantásticas y extravagantes. Esas filosofías variaban desde la filosofía cristiana y fuertemente platónica o neoplatónica de Nicolás de Cusa hasta la filosofía panteísta de un Giordano Bruno. Pero llevaban la marca de unas características comunes, por ejemplo, de una creencia en la naturaleza como un sistema en desarrollo que era infinito, o potencialmente infinito, y que era visto como el infinito creado, reflejo del infinito increado y divino, o como el mismo divino en cierto sentido. Ciertamente, Dios no era negado; pero se hacía hincapié, en diversos grados según los diferentes filósofos, en la naturaleza misma. Hubo una tendencia a ver la naturaleza como el macrocosmos y al hombre como el microcosmos. Esa era, en verdad, una antigua idea, que se remontaba a la época griega; pero representaba un cambio de énfasis respecto del que fue característico de la perspectiva medieval. En otras palabras, hubo una tendencia a considerar la naturaleza como un sistema autónomo, aun cuando no se negase su dependencia de Dios.

Los aspectos extravagantes y fantásticos de algunas de esas filosofías pueden tender a veces a hacer perder la paciencia al lector; pero son de importancia en cuanto que señalan el desarrollo de una nueva dirección del interés, y por el hecho de que formaron una especie de fondo teorético sobre el que se destacaron los estudios puramente científicos de la naturaleza. Fue, en efecto, sobre el fondo de esas filosofías, que fueron los antepasados de filosofías como las de Spinoza y Leibniz, más bien que sobre el fondo del ockhamismo del siglo XIV, que se realizaron los grandes avances de la fase científica del Renacimiento. Con cierta frecuencia los filósofos anticiparon hipótesis especulativas que los físicos verificarían o confirmarían. Incluso Newton, podemos recordar, se consideraba a sí mismo un filósofo.

Si volvemos nuestra atención a los científicos del Renacimiento, les encontramos interesados primordialmente por el conocimiento teorético, considerado en sí mismo. Pero, al mismo tiempo, fue característica de algunos pensadores renacentistas la acentuación de los frutos prácticos del conocimiento. Los nuevos descubrimientos científicos y geográficos sugirieron de modo natural un contraste entre un conocimiento de la naturaleza, conseguido por el estudio de sus leyes, y que hacia posible una utilización de la naturaleza en beneficio del hombre, por una parte, y la antigua disciplina abstracta, que parecía desprovista de utilidad práctica, por la otra. El estudio de las causas finales no conducía a ninguna parte; el estudio de las causas eficientes capacitaba al hombre para dirigir la naturaleza y extender su dominio sobre la misma. La expresión más conocida de ese modo de ver se encuentra en los escritos de Francis Bacon (muerto en 1626), el cual, aunque muchas veces incluido en la “filosofía moderna”, puede razonablemente ser asignado al período del Renacimiento. (Distinciones de ese tipo son desde luego, en cierta medida, materia de elección personal.) Sería un error atribuir esa actitud a las grandes figuras científicas, pero es una actitud que ha llegado a dominar gran parte de la mentalidad moderna. Es posible detectarla incluso en alguno de los pensadores políticos del Renacimiento. Por ejemplo, Maquiavelo (muerto en 1527), despreciando los problemas teoréticos de la soberanía y de la naturaleza del Estado en favor del “realismo”, escribió El Príncipe como un texto para príncipes que quisieran saber cómo conservar y aumentar su poder.

Finalmente, hay que considerar las grandes figuras científicas, como Kepler y Galileo, que pusieron los cimientos de la ciencia clásica de la era moderna, la ciencia newtoniana, según suele llamársela. Si la primera fase del Renacimiento fue la del humanismo italiano, la última fue la del crecimiento de la ciencia moderna. Ese desarrollo iba a ejercer una profunda influencia no solamente en la filosofía, sino también en la mentalidad moderna en general. Pero de esa influencia será más adecuado hablar en otros volúmenes.

Martín Lutero fue fuertemente antiaristotélico y antiescolástico; pero Melanchton, su discípulo y asociado más eminente, fue un humanista que introdujo en el protestantismo luterano un aristotelismo humanista puesto al servicio de la religión. Los reformadores estuvieron naturalmente mucho más interesados por la religión y la teología que por la filosofía; y de hombres como Lutero y Calvino difícilmente podría esperarse que tuviesen una gran simpatía por la actitud predominantemente estética de los humanistas, por más que el protestantismo subrayase la necesidad de la educación y hubiese de llegar a un acuerdo con el humanismo en el campo educacional

Sin embargo, aunque el humanismo, un movimiento que simpatizaba poco con la escolástica, comenzase en la católica Italia, y aunque las mayores figuras del humanismo en la Europa del Norte, sobre todo Erasmo, pero también hombres como Tomás Moro, fuesen católicos, el Renacimiento posterior contempló un renacer del escolasticismo, un breve tratamiento del cual he incluido en este volumen. El centro de dicho renacer fue, significativamente, España, un país que no fue muy afectado ni por los trastornos y divisiones religiosas que tanto afligieron a Europa, ni por la filosofía renacentista. Se produjo a finales del siglo XV, con Tomás de Vío (muerto en 1534), conocido por Cayetano, De Sylvestris (muerto en 1520) y otros; y en el siglo XVI encontramos dos grupos principales, el grupo dominicano, representado por autores como Francisco de Vitoria (muerto en 1546), Domingo de Soto (muerto en 1560), Melchor Cano (muerto en 1566) y Domingo Báñez (muerto en 1640), y el grupo jesuita, representado por ejemplo, por Toledo (muerto en 1596), Molina (muerto en 1600), Belarmino (muerto en 1621) y Suárez (muerto en 1617). El más importante de esos escolásticos tardíos es probablemente Suárez, cuya filosofía presentaré más por extenso que la de los demás.

Los temas tratados por los escolásticos del Renacimiento fueron en su mayor parte aquellos temas y problemas que ya habían sido propuestos por el precedente escolasticismo medieval; y si se consideran las extensas obras de Suárez se encuentran abundantes pruebas del amplísimo conocimiento que el autor tenía de las filosofías precedentes. El crecimiento del protestantismo condujo de modo natural a los teólogos escolásticos a discutir los problemas teológicos más afectados y que tenían repercusiones en el campo de la filosofía; pero las filosofías característicamente renacentistas afectaron poco a los escolásticos. Un pensador como Suárez se parece más a los teólogos-filósofos del siglo XIII que a los francotiradores intelectuales del Renacimiento. No obstante, como veremos más adelante, los movimientos contemporáneos influyeron en Suárez al menos por dos vías. En primer lugar, el viejo método filosófico de comentar un texto fue abandonado por Suárez en sus Disputationes metaphysicae en provecho de una discusión continua de estilo más moderno, aunque, debemos confesarlo, algo prolijo. La filosofía iba a tratarse no predominantemente en obras teológicas, sino en tratados separados. En segundo lugar, el fortalecimiento de los estados nacionales tuvo su reflejo en un nuevo desarrollo de la teoría política y de la filosofía del derecho, de un carácter mucho más completo que todo lo producido por el escolasticismo medieval. En ese contexto resulta natural pensar en el estudio del derecho internacional por el dominico Francisco de Vitoria y en el tratado de Suárez sobre las leyes.

 

LOS PRECURSORES DEL OCKHAMISMO

 

JACOBO DE METZ

 

Uno se siente naturalmente inclinado a pensar que todos los teólogos y filósofos de la orden de predicadores de finales de la Edad Media siguieron las enseñanzas de santo Tomás de Aquino. En 1279 el Capítulo de París prohibió a los que no abrazaban el tomismo que lo condenasen y en 1286 el mismo Capítulo ordenó que los no tomistas fuesen separados de sus cátedras. En el siglo siguiente los Capítulos de Zaragoza (1309) y de Metz (1313) hicieron obligatoria la aceptación de las enseñanzas de santo Tomás (que no fue canonizado hasta 1323). Pero esas disposiciones no lograron conformar a todos los dominicos. Dejando aparte al Maestro Eckhart, cuya filosofía será discutida en el capítulo sobre el misticismo especulativo, debemos mencionar entre los disidentes a Jacobo de Metz, aunque sus dos comentarios sobre las Sentencias de Pedro Lombardo, que parecen haber sido compuestos el uno antes de 1295 y el otro en 1302, son anteriores a la imposición oficial del tomismo a los miembros de la orden.

Jacobo de Metz no fue un antitomista en el sentido de que se opusiera a las enseñanzas de santo Tomás en general; ni fue tampoco un revolucionario en filosofía; pero no vaciló en apartarse de la enseñanza de santo Tomás o ponerla en duda cuando lo juzgaba conveniente. Por ejemplo, no aceptó la opinión tomista de que la materia es el principio de individuación. Es la forma la que da unidad a la substancia y la constituye; y, en consecuencia, debemos reconocer la forma como principio de individuación, puesto que la individualidad presupone la substancialidad. Jacobo de Metz parece haber estado influido por pensadores como Enrique de Gante y Pedro de Auvergne. Así, desarrolló la idea de Enrique de los “modos de ser” (modi essendi). Hay tres modos de ser, el de substancia; el de accidente real (cantidad y cualidad) y el de relación. Los modos son distintos entre sí; pero no son cosas que junto con sus fundamentos constituyan seres compuestos. Así, la relación es un modo de ser que refiere una substancia o un accidente absoluto al término de la relación: no es en sí misma una cosa. La mayoría de las relaciones, como la similitud, por ejemplo, o la igualdad, son mentales; la relación causal es la única relación “real”, independiente de nuestro pensamiento. Jacobo tuvo algo de ecléctico; y sus desviaciones de la enseñanza de santo Tomás le atrajeron la crítica y la reprobación por la pluma de Hervé Nédellec, un dominico que publicó un Correctorium fratris Jacobi Metensis.

 

DURANDO

 

Durando (Durand de Saint-Pourcain) fue mucho más enfant terrible que Jacobo de Metz. Nacido entre 1270 y 1275, ingresó en la orden de predicadores e hizo sus estudios en París, donde se supone que siguió las lecciones de Jacobo de Metz. Al comienzo de la primera edición de su Comentario sobre las Sentencias estableció el principio de que al hablar y escribir de cosas que no tocan a la fe, se debe confiar en la razón más bien que en la autoridad de cualquier Doctor, por famoso o grave que sea. Armado con ese principio, Durando siguió adelante su camino, ante el disgusto de sus colegas dominicos. Publicó luego una segunda edición de su Comentario, en la que omitió las proposiciones ofensivas; pero nada se ganó con ello, ya que la primera edición siguió circulando. El capítulo de los dominicos de Metz condenó las peculiares opiniones de Durando en 1313, y, en 1314, una comisión presidida por Hervaeus Natalis censuró 91 proposiciones sacadas de la primera edición del Comentario a las Sentencias. Durando, que en aquel tiempo enseñaba en la corte pontificia de Aviñón, se defendió en sus Excusationes; pero Hervaeus Natalis prosiguió el ataque en sus Reprobationes excusationum Durandi, y se opuso a la enseñanza de Durando en Avignon. En 1316, el capítulo general de los dominicos de Montpellier, considerando que debía buscarse un remedio a aquel perturbador estado de cosas, elaboró una lista de 235 puntos en que Durando se había apartado de las enseñanzas de santo Tomás. En 1317 Durando fue nombrado obispo de Limoux, en 1318 fue trasladado a Puy, y finalmente a Meaux, en 1326. Fortalecido por su posición episcopal, publicó, algún tiempo después de 1317, una tercera edición de su Comentario a las Sentencias, en la que volvió, en parte, a las posiciones de las que antes se había retractado. No es imprudente suponer que nunca había dejado de mantener las teorías en cuestión. De hecho, aunque dotado de un espíritu independiente en relación con las enseñanzas de santo Tomás, Durando no fue un revolucionario. Estuvo influido por la doctrina de Enrique de Gante, por ejemplo, y en algunos puntos habla como un agustiniano. En 1326, siendo obispo de Meaux, formó parte de la comisión que censuró 51 proposiciones tomadas del Comentario de Guillermo de Ockham a las Sentencias. Durando murió en 1332.

Una de las opiniones de Durando que ofendieron a sus críticos se refería a las relaciones. Para Durando, como para Jacobo de Metz, la relación es un modus essendi, un modo de ser. Enrique de Gante, como hemos visto, había distinguido tres modos de ser: el de substancia, el de accidente absoluto (cantidad y cualidad), que inhiere a una substancia, y el de relación. La relación fue considerada por Enrique como una especie de tendencia interna de un ser hacia otro ser. La relación, pues, por lo que respecta a su ser real, es reducible al ser de una substancia o al de un accidente real; y las categorías aristotélicas deben entenderse como comprendiendo la substancia, la cantidad, la cualidad, la relación y las seis subdivisiones de la relación. Esa doctrina de los tres modos básicos de ser fue adoptada por Jacobo de Metz y por Durando. Como los tres modos de ser son realmente distintos, se sigue que la relación es realmente distinta desde su fundamento. Por otra parte, como la relación es simplemente el fundamento o sujeto en su referencia a alguna otra cosa, no puede ser propiamente una “cosa” o “criatura”; al menos, no puede entrar en composición con su fundamento. Solamente hay una relación real cuando un ser relacionado a otro posee una exigencia objetiva, interna, para esa referencia. Eso significa que, por lo que respecta a las criaturas, sólo hay una relación real cuando hay una dependencia real; de donde se sigue que la relación causal es la única relación real en las criaturas. La semejanza, la igualdad y todas las demás relaciones no causales son puramente conceptuales; no son relaciones reales.

Durando aplicó esa doctrina al conocimiento. El acto de conocer no es un accidente absoluto que inhiera en el alma, como pensaba santo Tomás; es un modus essendi que nada añade al entendimiento ni le hace más perfecto. “Hay que decir que la sensación y la intelección no implican la adición al sentido o al entendimiento de nada real que entre en composición con éstos. Son actos inmanentes, realmente idénticos al sentido y al entendimiento”. ¿Por qué afirma eso Durando? Porque él consideraba que mantener que el alma, cuando entra en relación de conocimiento con un objeto, recibe accidentes por vía de adición, es implicar que un objeto externo puede actuar sobre un principio espiritual, o un objeto no-viviente sobre un sujeto viviente, opinión a la que él llama “ridícula”. El pensamiento de Durando en ese punto es de clara inspiración agustiniana. Por ejemplo, una de las razones por las que san Agustín sostenía que la sensación es un acto del alma sola era la de la imposibilidad de que una cosa material actuase sobre el alma. El objeto es una conditio sine qua non, pero no una causa del conocimiento. La causa es solamente el entendimiento.

A partir de esta teoría del conocimiento como relación, Durando concluyó que podía prescindirse de todo el aparato de especies cognoscitivas, en el sentido de formas accidentales. Otra consecuencia es que no es necesario postular un entendimiento activo, supuesto ejecutor de la abstracción de aquellas especies. Del mismo modo, Durando se desembarazó de “hábitos” en el entendimiento o en la voluntad, y siguió la tradición agustiniana de negar toda distinción real entre entendimiento y voluntad.

La principal razón de las dificultades en que se vio Durando por su doctrina de las relaciones fue la aplicación de ésta a la doctrina de la Trinidad. En la primera edición de su Comentario a las Sentencias afirmaba que hay una distinción real entre la esencia o naturaleza divina y las Personas o relaciones divinas, aunque en el segundo de los pasajes citados se expresa con alguna vacilación. Dicha opinión fue condenada por la comisión de 1314 como “enteramente herética”. Durando trató de explicar sus aserciones, pero Hervé Nédellec (Hervaeus Natalis) dirigió la atención a las palabras realmente empleadas por el autor. En el Quodlibet de Avignon Durando admitió que no se puede hablar propiamente de distinción real entre la naturaleza divina y las relaciones internas divinas; éstas son modi essendi vel habendi essentiam divinan, y la distinción es solamente secundum quid. Ese cambio fue seguido por un nuevo ataque de Hervé Nédellec, y, en la edición final de su Comentario, Durando propuso otra opinión. Hay, dice, tres teorías posibles. En primer lugar, esencia y relación, aunque no son dos cosas, difieren en cuanto que no son lo mismo “adecuada y conversiblemente”. En segundo lugar, esencia y relación difieren como la cosa y el “modo de poseer la cosa”. Ésta fue la opinión de Enrique de Gante, de Jacobo de Metz, y la primeramente expuesta por el propio Durando. En tercer lugar, esencia y relación difieren formaliter ex natura rei, aunque son idénticamente la misma cosa. Durando adopta esa tercera teoría, la de Duns Escoto, aunque añade que él no entiende lo que pueda significar formaliter, a menos que dicha teoría contenga las otras dos. La primera está incluida, por cuanto esencia y relación, aun siendo la misma cosa, no son la misma cosa “adecuada y conversiblemente”. La segunda está también incluida, a saber, que esencia y relación difieren como res et modus habendi rem. En otras palabras, la opinión de Durando no experimentó un cambio muy notable.

Ha solido decirse que Durando fue un conceptualista puro en el problema de los universales, y que ayudó así a preparar el camino al ockhamismo. Pero ahora está claro que no negó que hubiese algún fundamento real en las cosas para el concepto universal. Él afirmó, ciertamente, que “es frívolo decir que hay universalidad en las cosas, pues en las cosas no puede haber universalidad, sino solamente singularidad”; pero la unidad de naturaleza que es pensada por el entendimiento como común a una multiplicidad de objetos, existe realmente en las cosas, aunque no como un universal objetivo. La universalidad pertenece a los conceptos, pero la naturaleza que es concebida por el entendimiento como universal existe realmente en las cosas individuales.

Durando rechazó indudablemente un considerable número de teorías que habían sido mantenidas por santo Tomás. Ya hemos visto que negó las doctrinas de las especies y de los hábitos o disposiciones, y la distinción real entre entendimiento y voluntad. Además, a propósito de la inmortalidad del alma, siguió a Duns Escoto, y dijo que no es demostrable, o, al menos, que es difícil demostrarla de una manera rigurosa. Pero, como ya hemos dicho, Durando no fue un revolucionario, aunque fuese un pensador independiente y crítico. Su psicología fue en buena medida de carácter agustiniano, y su doctrina de las relaciones se fundó en la de Enrique de Gante. En cuanto a los universales, Durando no rechaza la posición mantenida por los aristotélicos medievales. En otras palabras, la pasada imagen de Durando como un predecesor muy próximo a Guillermo de Ockham ha tenido que ser abandonada, aunque es sin duda verdad que empleó el principio de economía de pensamiento conocido por la “navaja de Ockham”.

 

PEDRO AUREOLI

 

Pedro Aureoli (Pierre d'Auriole) ingresó en la orden de frailes menores y estudió en París. Después de haber ejercido magisterio en Bolonia (1312) y Toulouse (1314) regresó a París, donde recibió el doctorado en teología en 1318. En 1321 fue nombrado arzobispo de Aix-en-Provence, y murió poco después en enero de 1322. Su primera obra filosófica fue el incompleto Tractatus de principiis naturae, que se ocupa de cuestiones de filosofía natural. Su obra principal, un Comentario sobre las Sentencias de Pedro Lombardo, fue publicado en dos ediciones sucesivas. También tenemos sus Quodlibeta.

Pedro Aureoli se apoya firmemente en la afirmación de que todo cuanto existe, por ese solo hecho, es una cosa individual. Al hablar de la disputa relativa al principio de individuación, afirma que en realidad no hay ninguna cuestión a discutir, “puesto que toda cosa, por el mero hecho de que existe, existe como una cosa individual (singulariter est)”. Conversimque, si algo es común o universal, o puede ser predicado de una pluralidad de objetos, ese mismo hecho muestra que es un concepto. “Así pues, buscar algo por lo cual un objeto extramental sea convertido en individual es buscar nada”. Porque eso equivale a preguntar de qué modo un universal extramental es individualizado, cuando en realidad no hay tal cosa como un universal extramental a individualizar. El problema metafísico de la individuación no es, pues, problema en absoluto. No hay universal alguno fuera de la mente. Pero eso no significa que Dios no pueda crear una pluralidad de individuos de una misma especie; y sabemos, de hecho, que así lo ha hecho Dios. Las cosas materiales tienen formas, y algunas de esas formas poseen una cualidad a la que llamamos “semejanza” (similitudo). Si se pregunta qué clase de cosa es Sócrates, la respuesta es que es un hombre: hay una cualidad de semejanza en Sócrates y Platón de tal clase que aunque nada hay en Sócrates que haya en Platón, no hay nada en Platón que no pueda tener una semejanza en Sócrates. “Yo y tú no somos lo mismo; pero yo puedo ser como tú eres. Así el Filósofo dice que Callias, al engendrar a Sócrates, engendra un ser similar”. El fundamento extramental del concepto universal es esa cualidad de semejanza. Pedro Aureoli no niega, pues, que haya un fundamento objetivo del concepto universal; lo que niega es que haya una realidad común que exista extramentalmente. En cuanto a las for­mas inmateriales, pueden también ser semejantes. De ahí que no haya razón para que varios ángeles no puedan pertenecer a una misma especie.

El entendimiento, en cuanto activo, asimila a sí esa semejanza, y, en cuanto pasivo, se asimila a ella, concibiendo así la cosa, es decir, produciendo un “concepto objetivo”. Ese concepto es, desde luego, intramental, y, como tal, es distinto de la cosa; pero, por otra parte, es la cosa en tanto que conocida. Así Pedro Aureoli dice que cuando la asimilación intelectual tiene lugar “la cosa inmediatamente recibe esse apparens”. Si la asimilación mental es clara, la cosa tendrá un claro esse apparens o existencia fenoménica; si la asimilación es oscura, el esse apparens será oscuro.

Esa “apariencia” es sólo en el entendimiento. Del hecho de que una cosa produzca en el entendimiento una impresión imperfecta de sí misma, resulta el concepto genérico, por el cual la cosa es concebida imperfecta e indistintamente, mientras que del hecho de que la misma cosa produzca en el entendimiento una impresión perfecta de sí misma, resulta el concepto de diferencia (específica), por el cual la cosa es concebida en su existencia específica y distinta”. La diversidad objetiva de los conceptos es el resultado de la diversidad formal de las impresiones hechas por un solo y mismo objeto en una sola y misma mente. “Así pues, si preguntas en qué consiste la unidad específica de la humanidad, digo que consiste en humanidad, no en animalidad, pero en humanidad en cuanto concebida. Y de ese modo es lo mismo que el concepto objetivo de hombre. Pero esa unidad existe en potencia e incoativamente en la cosa extramental, por cuanto ésta puede causar en el entendimiento una impresión perfecta semejante a la impresión causada por otra cosa” .

Toda cosa extramentalmente existente es individual; y es más “noble” conocerla directamente en su individualidad única que conocerla por medio de un concepto universal. El entendimiento humano, sin embargo, no puede captar, directa y primariamente, la cosa en su individualidad incomunicable, aunque puede conocerla secundariamente, por medio de la imaginación: primaria e inmediatamente aprehende la forma de la cosa material por medio de un concepto universal. Pero decir que el entendimiento conoce la cosa “por medio de un concepto universal” no significa que haya una species intelligibilis, en el sentido tomista, que actúe como un medium quo del conocimiento. “Ninguna forma real ha de ser postulada como existente subjetivamente en el entendimiento o en la imaginación, pero aquella forma que tenemos consciencia de contemplar cuando conocemos la rosa como tal o la flor como tal, no es algo real impreso subjetivamente en el entendimiento o en la imaginación; es la cosa misma en cuanto posee esse intentionale...”

Pedro Aureoli se libra así de la species intelligibilis como medium quo del conocimiento, e insiste en que el entendimiento conoce la cosa misma directamente. Ésa es una razón por la que Etienne Gilson puede decir que Pedro Aureoli “no admite otra realidad que la del objeto cognoscible”, y que su solución no consiste en eliminar la especies intelligibilis en favor del concepto, sino en suprimir incluso el concepto. Pero la cosa que es conocida, es decir, el objeto de conocimiento, es la cosa extramental en cuanto posee esse intentionale o ese apparens; y adquiere ese esse intentionale por la “concepción” (conceptio). La cosa en cuanto posee esse intentionale es, pues, el concepto (es decir, el “concepto objetivo”, en cuanto distinto del “concepto subjetivo” o acto psicológico como tal); y de ahí se sigue que el concepto es el objeto de conocimiento. “Toda intelección exige la posición de una cosa in esse intentionale”, y ésa es la forma especularis. “La cosa puesta in esse apparenti se dice que es concebida por el acto del entendimiento, es el concepto intelectual; pero un concepto permanece dentro del que concibe; y debe su ser al que concibe. Así pues, la cosa en cuanto aparece depende efectivamente del acto del entendimiento, tanto en cuanto a la producción como en cuanto al contenido”. El doctor B. Geyer puede decir, pues, que la species, la forma specularis, no es ya, pues, según Aureoli, el medium quo del conocimiento, como en santo Tomás, sino su objeto inmediato. Pero, aunque Aureoli pueda hablar ocasionalmente como si quisiera mantener una forma de idealismo subjetivo, insiste, por ejemplo, en que “la salud en cuanto concebida por el entendimiento y la salud en cuanto presente extramentalmente son una y la misma cosa en la realidad (realiter), aunque difieren en su modo de ser, puesto que en la mente la salud tiene esse apparens et intentionale, mientras que extramentalmente, en el cuerpo, tiene esse existens et reale... Difieren en modo de ser (in modo essendi), aunque son una y la misma cosa”. “De ahí que esté claro que las cosas mismas son concebidas por la mente, y que aquello que intuimos no es otra forma specularis, sino la cosa misma en cuanto tiene esse apparens; y ése es el concepto mental o idea objetiva (notitia objectiva)”.

El conocimiento, para Pedro Aureoli, arraiga en la percepción de lo concreto, de las cosas realmente existentes. Pero una cosa en cuanto conocida es la cosa en cuanto tiene esse apparens et intentionale; es el concepto. Según el grado de claridad en el conocimiento de la cosa, resulta un concepto genérico o específico. Pero los géneros y las especies, considerados como universales, no tienen extramentalmente, y han de ser considerados como “fabricados” por la mente. Así pues, Pedro Aureoli puede ser llamado “conceptualista” puesto que rechaza toda existencia extramental de parte de los universales; pero no puede ser llamado propiamente “nominalista”, si se considera que el nominalismo supone una negación de la semejanza objetiva de las naturalezas. Eso no quiere decir, sin embargo, que él no hable, más o menos frecuentemente, de una manera ambigua e incluso inconsecuente. Puede decirse que su idea de la lógica favorecía al nominalismo, en cuanto que dice que el lógico trata de palabras (voces). “Así pues, el lógico las considera (las ‘segundas intenciones’), no como entia rationis, porque corresponde al metafísico decidir acerca del ser real y el ser conceptual, sino en cuanto son reducidas al habla...” Pero, aunque la doctrina de que la lógica se ocupa de palabras (voces) puede parecer, considerada en sí misma, favorable al nominalismo, Pedro Aureoli añade que el lógico se ocupa de las palabras en cuanto expresan conceptos. “La palabra, ut expressiva conceptus, es el objeto de la lógica”. En su lógica, dice Pedro Aureoli, Aristóteles entiende siempre considerar las palabras como expresivas de conceptos. Además, el habla, que expresa conceptos, es sujeto de verdad o falsedad: es el signo de la verdad y de la falsedad. La teoría de la suppositio, según se constituyó en la lógica terminista, puede estar implícita en la idea de lógica de Pedro Aureoli; pero éste no fue nominalista en metafísica. Es verdad. que subrayó la semejanza cualitativa de las cosas más bien que la similaridad de naturaleza o esencia; pero no parece haber negado la similaridad esencial como fundamento del concepto específico: más bien la presupuso.

Hemos visto que para Pedro Aureoli el conocimiento conceptual es de la cosa extramental en su semejanza con otras cosas, más que de la cosa individual como tal. Pero él insiste en que es mejor conocer la cosa individual en su individualidad que conocerla por medio de un concepto universal. Si el entendimiento humano en su estado presente conoce las cosas per modum abstractum et universale y no en su individualidad como tal, eso es una imperfección. La cosa individual puede impresionar los sentidos de modo que haya un conocimiento sensible o intuición de la cosa individual como individual; pero la cosa material no puede impresionar de ese modo el entendimiento inmaterial; su forma es conocida abstractamente por el entendimiento, que no puede alcanzar directa e inmediatamente la cosa individual como individual. Pero eso no altera el hecho de que un conocimiento o intuición intelectual de la cosa individual como individual sería más perfecto que el conocimiento abstracto y universal. “Porque el conocimiento que alcanza a la cosa, precisamente como la cosa existe, es más perfecto que el conocimiento que alcanza a la cosa de una manera en la cual la cosa no existe. Pero está claro que una cosa universal no existe, excepto en cosas individuales y por cosas individuales, como dice el Filósofo contra Platón, en el séptimo libro de la Metafísica... Está perfectamente claro que la ciencia, que aprehende esencias, no aprehende las cosas precisamente como éstas existen ... pero el conocimiento de ese preciso individuo es conocimiento ele la cosa tal como ésta existe. Así pues, es más noble conocer la cosa individual como tal que conocerla de una manera abstracta y universal”. De ahí se sigue que aunque el entendimiento humano no pueda tener aquel perfecto conocimiento de las cosas individuales que debe ser atribuido a Dios, ha de aproximarse lo más posible a ello manteniéndose en estrecho contacto con la experiencia. Debemos adherirnos “a la vía de la experiencia más que a cualquier razonamiento lógico, puesto que la ciencia resulta de la experiencia”. Pedro Aureoli subrayó también la experiencia interna de nuestros actos psíquicos, y con frecuencia apela a la experiencia interna o introspección para apoyar sus observaciones sobre el conocimiento, la volición y la actividad psíquica en general. Manifiesta una fuerte tendencia empirista en su tratamiento de los universales, en su insistencia en mantenerse en estrecho contacto con la experiencia, y en su interés por la ciencia natural, del que son muestra los ejemplos que toma de Aristóteles y de sus comentadores islámicos; pero la investigación de Dreiling condujo a éste a la conclusión de que “la tendencia empirista de Aureoli tiene una dirección centrípeta más que centrífuga, y se vuelve hacia la vida psíquica más que hacia la naturaleza externa”.

La mención de la apelación de Pedro Aureoli a la introspección o experiencia interior nos lleva a discutir su idea del alma. En primer lugar, puede probarse que el alma es la forma del cuerpo, en el sentido de que el alma es una parte esencial del hombre que, juntamente con el cuerpo, constituye a éste. En realidad, ningún filósofo negó nunca esa proposición. Pero no puede probarse que el alma sea la forma del cuerpo en el sentido de que sea simplemente la formación y terminación de la materia, o que haga que el cuerpo sea un cuerpo. “Eso no ha sido aún demostrado, ni por Aristóteles, ni por el Comentador, ni por ningún otro peripatético”. En otras palabras, puede probarse, según Pedro Aureoli, que el alma es una parte esencial del hombre, y su parte principal; pero no puede probarse que sea simplemente aquello que hace a la materia ser un cuerpo humano, o que su relación al cuerpo sea análoga a la forma de un trozo de cobre. Si de un trozo de cobre se hace una estatua, su figura puede ser llamada una forma; pero no es más que la terminación o figura del cobre; no es una naturaleza distinta. El alma humana, en cambio, es una naturaleza distinta.

Ahora bien, Pedro Aureoli declaró que una forma substancial es simplemente la actualización de la materia y que, junto con la materia, compone una naturaleza simple. De ahí se sigue que, si el alma humana es una naturaleza distinta y no es simplemente la actualización de la materia, no es una forma del mismo modo y en el mismo sentido en que son formas otras formas. “Digo, pues, en respuesta a la cuestión, que puede demostrarse que el alma es la forma del cuerpo y una parte esencial de nosotros, aunque no es la actualización y perfección del cuerpo del modo en que lo son otras almas”. El alma espiritual del hombre y el alma o principio vital de una planta, por ejemplo, no son formas en sentido unívoco.

Por otra parte, el concilio de Vienne (1311-12) acababa de establecer que el alma intelectiva o racional del hombre es “verdaderamente per se y esencialmente la forma del cuerpo”. Así pues, después de afirmar que el alma humana no es la forma del cuerpo en el mismo sentido en que son formas otras formas que informan la materia, Pedro Aureoli procede a decir que “el noveno decreto del sagrado concilio de Vienne” ha afirmado lo opuesto, a saber, que “el alma es la forma del cuerpo, lo mismo que otras formas o almas”. A la vista de esta embarazosa situación, Pedro Aureoli, sin dejar de adherirse a su posición de que no puede probarse que el alma humana sea la forma del cuerpo del mismo modo en que son formas otras almas, declara que, aunque eso no pueda probarse, es sin embargo conocido por la fe. Aureoli hace una comparación con la doctrina de la Trinidad. “Esa doctrina no puede ser probada filosóficamente, pero ha sido revelada y la aceptamos por fe”. Admite que no puede demostrarse que el alma humana no sea la forma del cuerpo en el mismo sentido en que otras almas son la forma de sus respectivas materias; pero se niega a admitir que puede demostrarse que el alma es la forma del cuerpo en ese sentido. Evidentemente él pensaba que la razón le inclina a uno a pensar que el alma humana y las almas de los brutos o de las plantas son formas en un sentido equívoco ; y observa que las enseñanzas de los santos y los doctores de la Iglesia no permitirían esperar la doctrina establecida por el concilio; pero no por ello deja de aceptar la doctrina del concilio, según él la entiende, y saca una extraña conclusión. “Aunque no puede demostrarse que el alma sea la forma del cuerpo del modo en que otras formas (son formas de sus respectivas materias), debe sin embargo mantenerse, según me parece, que, lo mismo que la figura de la cera es la forma y perfección de la cera, así el alma es simplemente la actualización y formación del cuerpo del mismo modo que las otras formas. Y lo mismo que no ha de buscarse causa alguna por la cual de la cera y su figura resulte una cosa, así tampoco ha de buscarse causa alguna por la cual del alma y el cuerpo resulte una cosa. Así, el alma es simplemente el acto y perfección de la materia, como la figura de la cera. .. Yo afirmo esa conclusión precisamente en razón de la decisión del concilio, la cual, según el sentido aparente de las palabras, parece significar eso" .

Los padres del concilio se habrían asombrado de oír esa interpretación de sus palabras; pero, al interpretar de ese modo y aceptar en ese sentido la decisión del concilio, Pedro Aureoli se encontraba naturalmente en considerables dificultades a propósito de la inmortalidad del alma humana. “La fe afirma que el alma es separada (es decir, sobrevive al cuerpo); pero es difícil ver cómo puede ser así si se supone que el alma es, como las demás formas, simplemente la actualización de la materia. Yo digo, sin embargo, que lo mismo que Dios puede separar los accidentes de su sujeto (es decir, de la substancia), aunque no son más que actualizaciones del sujeto, igualmente puede de modo milagroso separar el alma, aunque ésta sea simplemente la actualización de la materia”. Pero es necesario decir que en las formas o “perfecciones puras” hay grados. Si la forma es extensa, puede ser afectada (y, por lo tanto, corrompida) por un agente natural extenso ; pero si la forma es inextensa, entonces no puede ser afectada (ni, por lo tanto, corrompida) por un agente natural extenso. Ahora bien, el alma humana, aunque sea pura perfectio materiae, no puede ser afectada (corrompida) por un agente natural extenso; solamente puede ser “corrompida” por Dios. Sin embargo, ésa no es una respuesta muy satisfactoria a la dificultad que Aureoli se creó con su interpretación del concilio de Vienne; y él declara que nuestras mentes no son capaces de entender cómo el alma es naturalmente incorruptible si es lo que el concilio afirmó que es.

Es obvio que Pedro Aureoli no pensaba que la inmortalidad natural del alma humana pueda ser filosóficamente demostrada; y parece haber sido influido por la actitud adoptada por Duns Escoto en esa materia. Diversos argumentos han sido propuestos para probar que el alma humana es naturalmente inmortal; pero no son muy concluyentes. Así, algunos han argumentado “basándose en la proporción del objeto a la potencia” o facultad. El entendimiento puede conocer un objeto incorruptible. Por lo tanto, el entendimiento es incorruptible. Por lo tanto, la substancia del alma es incorruptible. Pero podría replicarse que en ese caso el ojo sería incorruptible (al parecer, porque ve los cuerpos celestes incorruptibles), o que nuestro entendimiento debería ser infinito e increado, puesto que puede conocer a Dios, que es infinito e increado. Del mismo modo, otros arguyen que hay un “deseo natural” de existir para siempre, y que un deseo natural no puede ser frustrado. Pedro Aureoli contesta, como Escoto, pero más sumariamente, que también los brutos desean continuar en la existencia. Así pues, la argumentación, si fuera válida, probaría demasiado. Otros, en fin, arguyen que la justicia requiere la recompensa de los buenos y el castigo de los malvados en la otra vida. “Ese argumento es moral y teológico, y, además, no es concluyente”. Porque podría contestarse que el pecado es su propio castigo y la virtud su propia recompensa.

Pedro Aureoli procede a presentar algunos argumentos propios. Pero no confía mucho en su fuerza probatoria. “Ahora presento mis argumentos, pero no sé si son concluyentes”. En primer lugar, el hombre puede decidir libremente, y sus decisiones libres no son afectadas por los cuerpos celestes ni por agente material alguno. Así pues, el principio de esa operación de la decisión libre no es tampoco afectado por ningún agente material. En segundo lugar, experimentamos en nosotros mismos operaciones inmanentes y, por lo tanto, espirituales. Así pues, la substancia del alma es espiritual. Pero lo material no puede actuar sobre lo espiritual y destruirlo. Luego el alma no puede ser corrompida por agente material alguno.

Si el hombre es verdaderamente libre, se sigue, según Pedro Aureoli, que un juicio concerniente a un acto libre futuro no es verdadero ni falso. “La opinión del Filósofo es una conclusión que ha sido completamente demostrada, a saber, que no puede formarse ninguna proposición singular concerniente a un acontecimiento contingente futuro, a propósito de la cual proposición pueda concederse que es verdadera y que su opuesta es falsa, o a la inversa. Ninguna proposición de esa especie es verdadera o falsa”. Negar tal cosa es negar un hecho evidente, destruir el fundamento de la filosofía moral y contradecir la experiencia humana. Si es ahora verdadero que un determinado hombre realizará un determinado acto libre en un determinado momento del futuro, ese acto será realizado necesariamente y no será un acto libre, puesto que el hombre no podrá obrar libremente de otro modo. Si ha de ser un acto libre, entonces no puede ser ahora verdadero o falso que será realizado.

Puede parecer que en esa afirmación está implícita una negación de “ley” de que una proposición tiene que ser verdadera o falsa. Si hemos de decir de una proposición que no es verdadera, ¿no estamos obligados a decir que es falsa? Pedro Aureoli responde que una proposición recibe su determinación (es decir, se hace verdadera o falsa) del ser de aquello a lo que se refiere. En el caso de una proposición contingente relativa a un futuro que aún no tiene ser, éste no podría determinar a la proposición como verdadera o falsa. Podemos decir, por ejemplo, de un hombre determinado, que el día de Navidad beberá vino o no beberá vino, pero no podemos afirmar por separado que beberá vino o que no beberá vino. Si lo hacemos, entonces nuestra afirmación no será ni verdadera ni falsa : no puede hacerse verdadera ni falsa hasta que el hombre en cuestión beba realmente vino el día de Navidad o no lo haga. Y Pedro Aureoli apela a Aristóteles en apoyo de esa opinión.

En cuanto al conocimiento divino de los actos libres futuros, Pedro Aureoli insiste en que el conocimiento de Dios no hace a una proposición concerniente a la futura realización o no-realización de tales actos verdadera o falsa. Por ejemplo, la presciencia divina de la negación del Maestro por Pedro no significa que la proposición “Pedro negará a su Maestro” sea verdadera o falsa. A propósito de la profecía de Cristo concerniente a la triple negación del Maestro por Pedro, Aureoli observa : “así pues, Cristo no habría hablado falsamente aun cuando Pedro no le hubiese negado tres veces”. ¿Por qué no? Porque la proposición “Tú me negarás tres veces” no podía ser verdadera o falsa. Aureoli no niega que Dios conoce los actos libres futuros ; pero insiste en que, aunque no podemos por menos de emplear la palabra “presciencia”, no hay, propiamente hablando, pre-conocimiento alguno en Dios. Por otra parte, rechaza la opinión de que Dios conoce los actos libres futuros como presentes. Según él, Dios conoce esos actos de una manera que hace abstracción del pasado, presente y futuro; pero no podemos expresar en lenguaje humano el modo de conocimiento divino. Si se suscita el problema de la relación de los actos libres futuros al conocimiento, o “pre­conocimiento” de Dios, “el problema no puede resolverse de otro modo que diciendo que el pre-conocimiento no hace de una proposición relativa a un acontecimiento contingente futuro una proposición verdadera”; pero eso no nos dice qué es positivamente la presciencia o pre-conocimiento divino. “Debemos tener presente que la dificultad de ese problema resulta o de la pobreza del lenguaje humano, que no puede expresar enunciados que no hagan referencia al pasado, presente o futuro, o de la condición de nuestra mente, que no puede desembarazarse del tiempo”. Y, en otro lugar, “es muy difícil encontrar el modo adecuado de expresar el conocimiento que Dios tiene del futuro... Ninguna proposición en la que se haga referencia al futuro expresa adecuadamente la presciencia divina ; en realidad, tal proposición, estrictamente hablando, es falsa... Pero podemos decir que (un acontecimiento contingente) fue eternamente conocido por Dios con un conocimiento que ni era distante de aquel acontecimiento ni le precedía”, aunque nuestro entendimiento es incapaz de captar qué es en sí mismo ese conocimiento.

Debe notarse que Pedro Aureoli no se suma a la opinión de santo Tomás de Aquino, para el que Dios, en virtud de su eternidad, conoce todas las cosas como presentes. Él admite que Dios conoce eternamente todos los acontecimientos; pero no está dispuesto a admitir que Dios conozca como presentes; él objeta a cualquier introducción de palabras como “presente”, “pasado” o “futuro” en enunciados que se refieran al conocimiento divino, si por esos enunciados se intenta expresar el modo actual del conocimiento divino. El hecho es, pues, que Pedro Aureoli afirma que Dios conoce los actos libres futuros y al mismo tiempo insiste en que ninguna proposición relativa a dichos actos futuros es verdadera o falsa. Cómo conoce Dios exactamente esos actos, no podemos decirlo. Seguramente huelga añadir que Pedro Aureoli rechaza con decisión toda teoría según la cual Dios conoce los actos libres futuros mediante la determinación o decisión de su divina voluntad. En su opinión, una teoría de esa clase es incompatible con la libertad humana. Thomas Bradwardine, cuya teoría era directamente opuesta a la de Pedro Aureoli, le atacó en este respecto.

La discusión por Pedro Aureoli de los enunciados concernientes al cono­cimiento divino que supone una referencia, explícita o implícita, al tiempo, ilustra el hecho de que los filósofos medievales no fueron tan enteramente ciegos al problema del lenguaje y de la significación como tal vez se piense. El lenguaje utilizado en la Biblia a propósito de Dios obligó a los pensadores cristianos, en una fecha muy temprana, a una consideración del significado de los términos utilizados; y como respuesta a este problema encontramos las teorías medievales de la predicación analógica. El punto preciso que acabo de mencionar en relación con Pedro Aureoli no debe tomarse como un índice de que ese pensador fuese consciente de un problema para el que los demás filósofos medievales hubiesen estado ciegos. Esté uno satisfecho o no de las discusiones y soluciones medievales al problema, no puede decirse justificadamente que los medievales no llegasen a sospechar la existencia del mismo.

 

ENRIQUE DE HARCLAY

 

Enrique de Harclay, que había nacido hacia 1270, estudió y enseñó en la Universidad de Oxford, de la que llegó a ser canciller en 1312. Murió en Aviñón, en 1317. A veces se ha hablado de él como de un precursor del ockhamismo, es decir del “nominalismo”; pero, en realidad, el tipo de teoría de los universales que él defendió fue rechazada por Ockham, que la caracterizó como indebidamente realista. Es verdad que Enrique de Harclay se negó a admitir que haya una naturaleza común existente, como común, en los miembros de una misma especie, y que afirmó que el concepto universal como tal es una producción de la mente; pero sus polémicas iban dirigidas contra el realismo escotista, y lo que él rechazaba era la doctrina escotista de la natura communis. La naturaleza de cualquier hombre determinado es su naturaleza individual, y ésta no es en modo alguno “común”. No obstante, las cosas existentes pueden ser semejantes unas a otras, y esa semejanza es el fundamento objetivo del concepto universal. Podemos hablar de abstraer de las cosas algo “común”, si lo que queremos decir es que podemos considerar las cosas según sus semejanzas. Pero la universalidad del concepto, su predicabilidad de muchos individuos, es una superposición de la mente : no hay nada objetivamente existente en una cosa que pueda ser predicado de otra cosa.

Por otra parte, es evidente que Enrique de Harclay pensó el concepto universal como un concepto confuso de lo individual. Un hombre individual, por ejemplo, puede ser concebido distintamente como Sócrates o Platón, o puede ser concebido “confusamente” no como este o aquel individuo, sino meramente como hombre. La semejanza que hace que tal cosa sea posible es, desde luego, objetiva; pero la génesis del concepto universal se debe a esa confusa impresión de lo individual, mientras que la universalidad del concepto, formalmente considerada, se debe a la obra de la mente.

 

Está bastante claro que los tres pensadores, alguna de cuyas ideas hemos considerado en este capítulo, no fueron revolucionarios en el sentido de que se opusieran a las corrientes filosóficas tradicionales en general. Por ejemplo, no manifestaron ninguna marcada preocupación por cuestiones puramente lógicas, ni mostraron aquella desconfianza de la metafísica que caracterizaría al ockhamismo. Sí fueron, en diversos grados, críticos de las doctrinas de santo Tomás. Pero Enrique de Harclay era un sacerdote secular, no un dominico; y, en todo caso, no dio muestras de particular hostilidad hacia el tomismo, aunque rechazase la doctrina de santo Tomás relativa al principio de individuación, afirmase la teoría de la pluralidad de principios formales en el hombre, y protestase contra la tentativa de hacer un católico del “herético” Aristóteles. Igualmente, Pedro Aureoli era franciscano, no dominico, y no tenía obligación alguna de aceptar las enseñanzas de santo Tomás. El único de los tres filósofos cuyo alejamiento del tomismo puede ser llamado “revolucionario” es, pues, Durando; y, aun en este caso, sus opiniones solamente pueden ser llamadas “revolucionarias” dada su posición como dominico y la obligación que los miembros de dicha orden tenían de seguir las enseñanzas de santo Tomás, el Doctor dominico. En ese limitado sentido, Durando puede ser llamado revolucionario; independiente, lo fue sin duda alguna. Hervé Nédellec, el teólogo dominico que escribió contra Enrique de Gante y Jacobo de Metz, hizo una prolongada guerra a Durando, y Juan de Nápoles y Peter Marsh (Petrus de Palude), ambos dominicos, elaboraron una larga lista de puntos en que Durando había ofendido la doctrina de santo Tomás. Bernardo de Lombardía, otro dominico, atacó también a Durando; pero su ataque no fue insistente como el de Hervé Nédellec; Bernardo admiraba a Durando y fue parcialmente influido por éste. Una dura polémica salió de la pluma de Durandello, que durante algún tiempo fue identificado con Durando de Aurillac, pero que, según J. Koch, puede haber sido otro dominico, Nicolás de San Víctor. Pero, como hemos dicho, Durando no rechazó la tradición del siglo XIII como tal, ni se volvió contra ella; al contrario, sus intereses se consagraron a la metafísica y la psicología mucho más que a la lógica, y estuvo influido por filósofos especulativos como Enrique de Gante.

Pero, aunque apenas pueda llamarse a Durando o a Pedro Aureoli precursores del ockhamismo, si eso ha de entenderse en el sentido de que sus filosofías se caracterizaron por el desplazamiento del acento de la metafísica a la lógica y la actitud crítica ante la especulación metafísica como tal, sin embargo es probablemente verdad que en un sentido amplio ayudaron a preparar el camino al nominalismo, y que pueden ser llamados, como muchas veces han sido llamados, pensadores de transición. Es indudable que Durando, como ya hemos dicho, fue miembro de la comisión que censuró cierto número de proposiciones tomadas del Comentario de Guillermo de Ockham a las Sentencias; pero aunque este hecho manifiesta de manera evidente su desaprobación personal de la enseñanza de Ockham, no prueba que su propia filosofía no tuviese influencia alguna en favor de la expansión del ockhamismo. Tanto Durando como Pedro Aureoli y Enrique de Harclay insistieron en que solamente existe la cosa individual. Es verdad que santo Tomás de Aquino sostenía precisamente eso; pero Pedro Aureoli sacó de ahí la conclusión de que el problema de la multiplicidad de individuos dentro de una misma especie no era en absoluto problema. Enteramente aparte de la cuestión de si hay o no semejante problema, yo creo que la resuelta negación de que lo haya facilita que se den los pasos siguientes en el camino del nominalismo, aunque el propio Pedro Aureoli no los diese. Al fin y al cabo, Ockham veía su teoría de los universales simplemente como la consecuencia lógica de la verdad de que solamente los individuos existen. Del mismo modo, aunque puede decirse con verdad que la afirmación de Durando de que la universalidad pertenece exclusivamente al concepto, y las afirmaciones de Pedro Aureoli y Enrique de Harclay de que el concepto universal es fabricado por la mente y la universalidad sólo tiene esse objectivum en el concepto, no constituyen una negación del realismo moderado; sin embargo, la tendencia manifestada por Pedro Aureoli y Enrique de Harclay a explicar la génesis del concepto universal con referencia a una expresión confusa o menos clara de lo individual, facilita una ruptura con la teoría de los universales mantenida por santo Tomás. Además, ¿no puede verse en esos pensadores una tendencia a poner en funcionamiento el principio de economía conocido como “la navaja de Ockham?” Durando sacrificó la species cognoscitiva tomista (es decir, la species en su sentido psicológico) y Pedro Aureoli utilizó frecuentemente el principio de que pluralitas non est ponenda sine necessitate para desembarazarse de cuanto le parecían entidades superfluas. Y los ockhamistas participaron, en cierto sentido, en ese movimiento general en favor de la simplificación. Además, el ockhamismo llevó adelante el espíritu de criticismo que puede observarse en Jacobo de Metz, Durando y Pedro Aureoli. Así, yo creo que, aunque la investigación histórica ha puesto de manifiesto que pensadores como Durando, Pedro Aureoli y Enrique de Harclay no pueden ser llamados “nominalistas”, hay aspectos en su pensamiento que nos autorizan a vincularles en algún grado al movimiento general de pensamiento que facilitó la difusión del ockhamismo. En realidad, si se acepta la apreciación que Guillermo de Ockham hacía de sí mismo como un verdadero aristotélico y si se ve el ockhamismo como el barrido final de todos los vestigios de realismo no-aristotélico, resulta razonable considerar que los filósofos que hemos estado considerando avanzaron en la dirección general anti­realista que culminó en el ockhamismo. Pero es necesario añadir que ellos fueron todavía realistas más o menos moderados, y que, a ojos de los ockhamistas, no fueron suficientemente lejos por el camino anti-realista. Indudablemente, el propio Ockham no les vio como “ockhamistas” adelantados a su tiempo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

OCKHAM.

 

Vida. - Obras. - Unidad de pensamiento.

 

 

Guillermo de Ockham nació probablemente en Ockham, Surrey, aunque es posible que fuese simplemente Guillermo Ockham, y que este nombre nada tuviera que ver con dicha aldea. La fecha de su nacimiento es insegura. Aunque es corriente ponerla entre 1290 y 1300, es posible que tuviera lugar algo antes. Guillermo ingresó en la orden franciscana e hizo sus estudios en Oxford, donde comenzó a cursar teología en 1310. Si eso es correcto, debió ejercer su actividad como lector de la Biblia de 1315 a 1317, y como lector de las Sentencias de 1317 a 1319. Durante los años siguientes, 1319 a 1324, se dedicó al estudio, la labor de autor y las disputas escolásticas. Ockham había completado así los estudios requeridos para el magisterium o doctorado; pero nunca ejerció realmente la enseñanza como magister regens, sin duda porque al comenzar el año 1324 fue citado para comparecer ante el papa, en Aviñón. Su título de inceptor (“el que empieza”) se debe al hecho de que no llegó a enseñar como doctor y profesor; no tiene nada que ver con su condición de fundador de una nueva escuela.

En 1323, John Lutterell, antiguo canciller de Oxford, llegó a Aviñón, donde expuso a la atención de la Santa Sede una lista de 56 proposiciones tomadas de una versión del Comentario de Ockham a las Sentencias. Parece ser que el propio Ockham, que compareció en Aviñón en 1324, presentó otra versión del Comentario, en la que había hecho algunas enmiendas. En todo caso, la comisión designada para ocuparse del asunto no aceptó que se condenasen todas las proposiciones de las que se quejara Lutterell : en su propia lista de 51 proposiciones, se limitó más o menos a puntos teológicos, aceptando 33 proposiciones de Lutterell y añadiendo las otras por su cuenta. Algunas proposiciones fueron condenadas como heréticas, otras, menos importantes, como erróneas, pero no heréticas; pero el proceso no fue proseguido hasta una conclusión final, quizá porque mientras tanto Ockham había huido de Aviñón. También se ha conjeturado que la influencia de Durando, que era miembro de la comisión, pudo haberse ejercido en favor de Ockham, al menos en algunos puntos.

A principios de diciembre de 1327, Miguel de Cesena, el general de los franciscanos, llegó a Aviñón, adonde el papa Juan XXII le había convocado, para dar cuenta de sus ataques a las constituciones pontificias relativas a la pobreza evangélica. A instancias del general, Guillermo de Ockham se interesó en la disputa sobre la pobreza, y, en mayo de 1328, Miguel de Cesena, que acababa de ser reelegido general de los franciscanos, huyó de Aviñón, llevando consigo a Bonagratia de Bérgamo, a Francisco de Ascoli y a Guillermo de Ockham. En junio, el papa excomulgó a los cuatro fugitivos, que se reunieron con el emperador Luis de Baviera en Pisa, y desde allí le acompañaron a Munich. Así comenzó la participación de Ockham en la lucha entre el emperador y el papa, una lucha en la que el emperador era también ayudado por Marsilio de Padua. Aunque algunas de las polémicas de Ockham contra Juan XXII y sus sucesores, Benedicto XII y Clemente VI, concernían a cuestiones teológicas, el punto principal de la disputa fue, desde luego, el de la debida relación del poder secular al eclesiástico, punto al que hemos de volver.

El 11 de octubre de 1347, Luis de Baviera, protector de Ockham, murió repentinamente, y Ockham dio pasos para reconciliarse con la Iglesia. No es necesario suponer que sus motivos fuesen meramente prudenciales. Se preparó una fórmula de sumisión, pero no se sabe si Ockham la firmó realmente y si la reconciliación tuvo efecto en algún momento. Ockham murió en Munich en 1349, al parecer de la peste negra.

Ockham poseyó un extenso conocimiento de la obra de los grandes escolásticos que le habían precedido, y estaba considerablemente familiarizado con Aristóteles. Pero aunque es posible discernir en otros filósofos anticipaciones de ciertas tesis de Ockham, parece que la originalidad de éste es incontestable. Aunque la filosofía de Duns Escoto dio origen a algunos de los problemas de Ockham, y aunque algunas de las opiniones y tendencias de Escoto fueron desarrolladas por Ockham, éste atacó constantemente el sistema escotista, particularmente su realismo; de modo que el ockhamismo fue una fuerte reacción frente al escotismo más que un desarrollo del mismo. Indudablemente Ockham fue influido por ciertas teorías de Durando (la de las relaciones, por ejemplo) y de Pearo Aureoli; pero por mucha que fuera esa influencia, no aminora la originalidad fundamental de Ockham. No hay ninguna razón adecuada para poner en duda su reputación como origen del movimiento terminista o nominalista. Ni tampoco hay, en mi opinión, razón suficiente para presentar a Ockham como un mero aristotélico (o, si se prefiere, como meramente un supuesto aristotélico). Ciertamente él trató de acabar con el realismo escotista con la ayuda de la lógica y la teoría del conocimiento aristotélica, y vio todo realismo como una perversión del verdadero aristotelismo ; pero también se esforzó en rectificar las teorías de Aristóteles que excluían la libertad y la omnipotencia de Dios. Ockham no fue un pensador “original” en el sentido de inventar novedades por el gusto de la novedad, aunque su reputación de crítico destructivo pudiera llevar a suponer que lo fuera; pero fue un pensador original en el sentido de que pensaba sus problemas por sí mismo y desarrollaba sus soluciones de un modo cabal y sistemático.

Se ha planteado y discutido la cuestión de si la carrera literaria de Ockham debe ser vista o no como escindida en dos partes más o menos inconexas, y, en caso afirmativo, si eso indica una dicotomía en su carácter e intereses. Porque puede parecer que hay poca conexión entre las actividades puramente lógicas y filosóficas de Ockham en Oxford y sus actividades políticas en Munich. Puede parecer que hay una radical discrepancia entre Ockham, el frío lógico y filósofo académico, y Ockham, el apasionado polemista político y eclesiástico. Pero tal suposición es innecesaria. Ockham fue un pensador independiente, audaz y vigoroso, que dio muestras de una marcada capacidad crítica; mantuvo ciertos principios y claras convicciones que estaba dispuesto a aplicar valerosa, sistemática y lógicamente; y la diferencia de tono entre sus obras filosóficas y sus obras polémicas se debe a las diferencias en el campo de aplicación de los principios más que a una no resuelta contradicción en el carácter del autor. Es indudable que su historia y circunstancias personales tuvieron repercusiones emocionales que se pusieron de manifiesto en sus escritos polémicos; pero los armónicos emocionales de esos escritos no pueden ocultar el hecho de que son obra del mismo pensador vigoroso, crítico y lógico, que compuso el Comentario a las Sentencias. Su carrera se divide en dos fases, y, en la segunda fase, se manifiesta un lado de Ockham que no había tenido ocasión de manifestarse del mismo modo durante la primera fase; pero me parece una exageración dar a entender que Ockham el lógico y Ockham el político eran personalidades casi diferentes. Se trata más bien de que la misma personalidad, y de la misma mente original se manifestó de modos diferentes según las diferentes circunstancias de la vida de Ockham y los diferentes problemas a los que éste tuvo que hacer frente. No era de esperar que el exiliado de Munich, con su carrera de Oxford truncada y el decreto de excomunión sobre su cabeza, tratase los problemas sobre la Iglesia y el Estado exactamente del mismo modo en que tratara en Oxford el problema de los universales; pero, por otra parte, tampoco era de esperar que el filósofo de Oxford, en el exilio, perdiera de vista la lógica y los principios y se convirtiese simplemente en un periodista polémico. Creo que si se conociesen suficientemente el carácter y el temperamento de Ockham, las discrepancias entre sus actividades en las dos fases parecerían perfectamente naturales. Lo malo es que realmente sabemos muy poco del hombre Ockham. Ese hecho nos impide hacer una afirmación categórica de que no fue una personalidad escindida o doble; pero parece más sensato tratar de explicar los diferentes aspectos de su actividad literaria sobre el supuesto de que no fue una personalidad escindida. Si tal cosa resulta factible, entonces podemos nosotros aplicar la “navaja de Ockham” a la hipótesis contraria.

Como veremos, hay diversos elementos o hilos en la trama del pensamiento de Ockham. Están el elemento empirista, los elementos racionalista y lógico, y el elemento teológico. No me parece fácil sintetizar todos esos elementos; pero tal vez sea conveniente observar inmediatamente que una de las principales preocupaciones de Ockham como filósofo fue la de purgar a la teología y a la filosofía cristiana de todas las huellas de necesitarismo griego, particularmente de la teoría de las esencias, que, en su opinión, ponía en peligro las doctrinas cristianas de la omnipotencia y libertad divinas. Su actividad como lógico y sus ataques a todas las formas de realismo en la cuestión de los universales pueden considerarse, pues, en cierto sentido, como subordinados a sus preocupaciones de teólogo cristiano. Ockham era un franciscano y un teólogo: no puede interpretársele como si hubiera sido un empirista radical moderno.

 

OCKHHAM Y LA METAFISICA DE LAS ESENCIAS

 

Al final del capítulo anterior he mencionado la preocupación de Ockham como teólogo por las doctrinas cristianas de la omnipotencia y la libertad divinas. Él pensaba que dichas doctrinas no podían salvaguardarse sin eliminar la metafísica de las esencias, que había sido introducida en la filosofía y teología cristiana a partir de fuentes griegas. En la filosofía de san Agustín y en las filosofías de los más destacados pensadores del siglo XIII, la teoría de las ideas divinas había desempeñado un importante papel. Platón había postulado unas formas eternas o “ideas”, que, con la mayor probabilidad, vio como distintas de Dios, y que servían de modelos o normas según las cuales Dios formó el mundo en su estructura inteligible; y posteriores filósofos griegos, de la tradición platónica, pusieron aquellas formas ejemplares en la mente divina.

Los filósofos cristianos procedieron a utilizar y adaptar esta teoría en su explicación de la libre creación del mundo por Dios. La creación, considerada como un acto libre e inteligente de parte de Dios, postula la existencia en Dios, por así decirlo, de una norma o modelo intelectual de la creación. Esa teoría fue, desde luego, constantemente refinada; y santo Tomás se afanó en mostrar que las ideas en Dios no son realmente distintas de la esencia divina. No podemos por menos de utilizar un lenguaje que implica que son distintas. Pero, en realidad, son ontológicamente idénticas a la esencia divina, pues son simplemente la misma esencia divina en cuanto conocida por Dios como imitable externamente (es decir, por las criaturas) de modos diferentes. Esa doctrina fue la doctrina común en la Edad Media hasta el siglo XIII inclusive, y fue considerada necesaria para explicar la creación y distinguirla de una producción puramente espontánea.

Platón había postulado, sin más, unas formas universales subsistentes; pero, aunque los pensadores cristianos, con su creencia en que la providencia divina se extendía a los individuos, admitieron ideas de los individuos en Dios, mantuvieron la noción originalmente platónica de las ideas universales. Dios crea al hombre, por ejemplo, según su idea universal de naturaleza humana. De ahí se sigue que la ley moral natural no es algo puramente arbitrario, caprichosamente determinado por la voluntad divina; dada la idea de naturaleza humana, se sigue la idea de la ley moral natural como su consecuencia.

Correlativa a la teoría de las ideas universales en Dios es la aceptación de alguna forma de realismo en la explicación de nuestras propias ideas universales. En realidad, la primera nunca habría podido ser afirmada sin la segunda. Porque si una palabra de clase, como “hombre”, estuviese desprovista de toda referencia objetiva, y si no hubiera eso que llamamos naturaleza humana, no habría razón alguna para atribuir a Dios una idea universal de hombre, es decir, una idea de la naturaleza humana. En el anterior volumen de esta obra ha sido expuesto el curso de la controversia sobre los universales en la Edad Media hasta la época de santo Tomás de Aquino, y se ha mostrado cómo la primera forma medieval de ultrarrealismo fue finalmente refutada por Abelardo. Que solamente existen los individuos llegó a ser la creencia generalmente aceptada. Al mismo tiempo, los realistas moderados, como santo Tomás, creyeron indudablemente en la objetividad de especies y naturalezas reales. Por ejemplo, si X e Y son dos hombres, no poseen la misma naturaleza individual; pero no por ello deja cada uno de ellos de poseer su propia naturaleza o esencia humana, y las dos naturalezas son similares, siendo cada una de ellas una imitación finita de la idea divina de naturaleza humana. Duns Escoto fue más lejos en la dirección realista al encontrar una distinción formal objetiva entre la naturaleza humana de X y la X-dad de X, y entre la naturaleza humana de Y y la Y-dad de Y. Sin embargo, aunque él hablase de una “naturaleza común”, no quiso decir que la naturaleza real de X fuese individualmente la misma que la naturaleza real de Y.

Guillermo de Ockham atacó la primera parte de la metafísica de las esencias. Él quería, en verdad, conservar algo del lenguaje de la teoría de las ideas divinas, en gran parte, sin duda, por su respeto a san Agustín y a la tradición; pero vació de su anterior contenido a la teoría. Él pensó que la teoría implicaba una limitación de la omnipotencia y libertad divinas, como si Dios quedase gobernado, por así decirlo, y limitado en su acto creador por las esencias o ideas eternas. Además, como veremos más adelante, Ockham pensó que la conexión tradicional de la ley moral con la teoría de las ideas divinas constituía una afrenta a la libertad divina; la ley moral depende últimamente, según Ockham, de la voluntad y decisión divinas. En otras palabras, para Ockham hay, por una parte, Dios, libre y omnipotente, y, por la otra, criaturas, completamente contingentes y dependientes. Es verdad que todos los pensadores cristianos ortodoxos de la Edad Media afirmaron lo mismo; pero lo importante es que según Ockham la metafísica de las esencias fue una invención no-cristiana, que no tenía lugar alguno en la filosofía y teología cristianas. En cuanto a la segunda parte de la metafísica de esencias, Ockham atacó resueltamente todas las formas de “realismo”, especialmente la de Escoto, y empleó la lógica terminista en su ataque; pero, como veremos, su doctrina de los universales no fue tan enteramente revolucionaria como a veces se ha supuesto.

Más adelante mencionaremos la respuesta de Ockham a la pregunta de en qué sentido es legítimo hablar de ideas en Dios; por el momento me propongo esbozar su teoría lógica y su discusión del problema de los universales. Debe recordarse, sin embargo, que Ockham fue un lógico agudo y capaz, que amaba la simplicidad y la claridad. Lo que he venido diciendo a propósito de sus preocupaciones teológicas no debe entenderse en el sentido de que sus investigaciones lógicas fueran meramente “apologéticas”; mi intención no ha sido sugerir que la lógica de Ockham pueda ser rechazada como debida a motivaciones interesadas y extrínsecas. Se trata más bien de que, en vista de algunas maneras de presentar a Ockham, conviene tener presente el hecho de que él fue un teólogo y tuvo preocupaciones teológicas: el recuerdo de tal hecho permite formarse una idea de su actividad intelectual más unificada que lo que puede parecer cuando dicho hecho no se tiene en cuenta.

He dicho que Ockham “empleó la lógica terminista”. Ésta no ha sido una afirmación tendenciosa, sino que trataba de indicar que Ockham no fue el inventor original de la lógica terminista. Y quiero hacer algunas observaciones acerca de su desarrollo antes de pasar a esbozar las teorías lógicas del propio Ockham.

 

 

 

 

PEDRO HISPANO  Y LA LÓGICA TERMMINISTA

 

En el siglo XIII aparecieron naturalmente diversos comentarios a la lógica aristotélica y manuales y tratados de lógica. Entre los autores ingleses podemos mencionar a William de Shyreswood (muerto en 1249), que compuso Introductiones ad logicam, y entre los autores franceses a Lamberto de Auxerre y Nicolás de París. Pero la obra de lógica más popular e influyente fue la titulada Summulae logicales, de Pedro Hispano, un lisboeta de origen que enseñó en París y fue más tarde papa, con el nombre de Juan XXI. Pedro Hispano murió en 1277. Al comienzo de su obra citada leemos que “la dialéctica es el arte de las artes y la ciencia de las ciencias” que abre el camino al conocimiento de los principios de todos los métodos. Una enunciación similar de la importancia fundamental de la dialéctica fue hecha por Lamberto de Auxerre. Pedro Hispano dice a continuación que la dialéctica es ejecutada solamente por medio del lenguaje, y que el lenguaje supone el uso de palabras. Debe empezarse, pues, por considerar la palabra, primero como entidad física, y, segundo, como término significativo. Esa acentuación de la importancia del lenguaje fue característica de los lógicos y gramáticos de la facultad de artes.

Cuando Pedro Hispano subrayaba la importancia de la dialéctica, entendía por “dialéctica” el arte del razonamiento probable; y en vista del hecho de que algunos otros lógicos del siglo XIII compartieron esa tendencia a concentrar su atención en el razonamiento probable, en contraste con la ciencia demostrativa por una parte y con el razonamiento sofístico por otra, resulta tentador ver en sus obras la fuente del énfasis concedido en el siglo XIV a la argumentación probable. Es indudable que debió haber alguna conexión; pero debe recordarse que un pensador como Pedro Hispano no abandonaba la idea de que las argumentaciones metafísicas pudieran proporcionar certeza. En otras palabras, Ockham fue indudablemente influido por el énfasis puesto por los lógicos precedentes en el razonamiento dialéctico o silogístico que conducía a conclusiones probables; pero eso no significa que se deba atribuir a sus predecesores su propia tendencia a ver los argumentos de la filosofía, en contraste con los de la lógica, como probables más que como demostrativos.

Un buen número de tratados de las Summulae logicales de Pedro Hispano tratan de la lógica aristotélica; pero otros tratan de la “lógica moderna” o lógica de términos. Así, en el tratado titulado De suppositionibus, distingue la significatio de la suppositio de los términos. La primera función de un término consiste en la relación del signo a la cosa significada. Así, en el idioma español el término “hombre” es un signo, mientras que en el idioma inglés el término “man” tiene la misma función-de-signo. Pero en el enunciado “el hombre corre'”, el término “hombre”, que ya posee su significación (significatio), adquiere la función de representar (supponere pro) a un hombre determinado, mientras que en el enunciado “el hombre es mortal” representa a todos los hombres. Así pues, dice Pedro Hispano, se debe distinguir entre significatio y suppositio, ya que la segunda presupone a la primera.

Ahora bien, esa lógica de términos, con su doctrina de los signos y las suposiciones, influyó indudablemente en Guillermo de Ockham, que tomó de sus predecesores gran parte de lo que podemos llamar su equipo técnico. Pero de ahí no se sigue, por supuesto, que Ockham no desarrollase muy considerablemente la lógica terminista, ni tampoco que las opiniones filosóficas de Ockham y el empleo que él dio a la lógica terminista fueran tomados de un pensador como Pedro Hispano. Al contrario, Pedro Hispano fue en filosofía un conservador, y estuvo muy lejos de mostrar tendencia alguna a anticipar el “nominalismo” de Ockham. Encontrar los antecedentes de la lógica terminista en el siglo XIII no es lo mismo que tratar de poner en el siglo XIII toda la filosofía ockhamista; semejante tentativa sería fútil.

Pero la teoría de la suposición fue solamente una de las características de la lógica del siglo XIV. La he mencionado aquí de manera especial por el uso que hizo de ella Ockham en su discusión del problema de los universales; pero en cualquier historia de la lógica medieval habría que destacar la teoría de las consecuencias o de las operaciones inferenciales entre proposiciones. En su Summa Logicae Ockham trata de ese tema después de tratar sucesivamente de los términos, proposiciones y silogismos. Pero en el De puritate artis logicae de Walter Burleigh la teoría de las consecuencias adquiere un gran relieve, y las observaciones del autor sobre la silogística constituyen sólo una especie de apéndice de aquélla. Igualmente, Alberto de Sajonia trata la silogística, en su Perutilis Logica, como una parte de la teoría general de las consecuencias, aunque sigue a Ockham al comenzar su tratado con una consideración de los términos. La importancia de ese desarrollo de la teoría de las consecuencias en el siglo XIV es el testimonio que da de la tendencia creciente a atribuir a la lógica un carácter formal. Porque ese rasgo de la última lógica medieval revela una afinidad, que durante mucho tiempo no fue tenida en cuenta, ni fue siquiera sospechada, entre la lógica medieval y la lógica moderna. Las investigaciones en la historia de la lógica medieval no han alcanzado aún el punto en que resulte posible una exposición adecuada del tema. Pero en la obrita del Padre Boehner, Mediaeval Logic se indican líneas para nuevas reflexiones e investigaciones. Para más información, remitimos al lector a esa obra.

Paso ahora a ocuparme de la lógica de Ockham, con especial atención a su ataque a todas las teorías realistas de los universales. Lo que se ha dicho en la sección precedente bastará para poner en claro que la adscripción a Guillermo de Ockham de diversas palabras y nociones lógicas no ha de entenderse necesariamente en el sentido de que él las inventase.

 

OCKHAM Y LA TEORIA DE LOS UNIVERSALES

 

Hay diversas clases de términos, tradicionalmente distinguidos entre sí. Por ejemplo, algunos términos se refieren directamente a una realidad y tienen un significado incluso cuando están solos. Esos términos (“mantequilla”, por ejemplo) son llamados términos categoremáticos. En cambio, otros términos, como “ningún” o “todos”, solamente adquieren una referencia definida cuando están en relación a términos categoremáticos, como en las frases “ningún hombre” o “todos los animales”. Esos otros términos son llamados términos sincategoremáticos. Hay también términos absolutos, en el sentido de que significan una cosa sin referencia a otra cosa alguna, mientras que otros términos, llamados “connotativos”, significan un objeto solamente si se consideran en relación a alguna otra cosa, como “hijo” o “padre”.

Si consideramos la palabra hombre reconoceremos que es un signo convencional: significa algo, o tiene un significado, pero el que esa palabra particular tenga ese particular significado o ejerza esa particular función-de­signo, es convencional. Es fácil ver que es así si tenemos en cuenta que en otros idiomas “homme” o “man” se utilizan con el mismo significado. Pero si el gramático puede razonar acerca de las palabras en tanto que palabras, el verdadero material de nuestro razonamiento no es el signo convencional, sino el natural. El signo natural es el concepto. Tanto si somos españoles y utilizamos el signo hombre como si somos ingleses y utilizamos el signo man, el concepto, o significación lógica del término, es el mismo. Ockham distinguió, en consecuencia, tanto la palabra hablada (terminus prolatus) como la palabra escrita (terminus scriptus), del concepto (terminus conceptus, o intentio animae), es decir, del término considerado según su significado o significación lógica.

Ockham llamó “signo natural” al concepto o terminus conceptus porque pensaba que la aprehensión directa de una cosa cualquiera causa de modo natural en la mente humana un concepto de esa cosa. Tanto los brutos como los hombres profieren ciertos sonidos como reacción natural a un estímulo; y esos sonidos son signos naturales. Pero “brutos y hombres profieren sonidos de esa clase solamente para significar algunos sentimientos o algunos accidentes presentes en ellos”, mientras que el entendimiento “puede elicitar cualidades para significar cualquier clase de cosa naturalmente”. La percepción de una vaca tiene por resultado la formación de la misma idea o “signo natural” (terminus conceptus) en la mente de un español y en la de un francés, aunque el primero expresará oralmente ese concepto o lo escribirá por medio de un signo convencional, como “vaca”, mientras que el segundo lo expresará por medio de un signo convencional distinto, “vache”. Ese tratamiento de los signos representó una mejora respecto del que había presentado Pedro Hispano, en el que no parece haber un reconocimiento suficientemente explícito de la identidad de significación lógica que puede asignarse a palabras correspondientes en lenguajes distintos.

Podemos apuntar aquí, anticipadamente, que cuando se llama a Ockham “nominalista” no quiere decirse, o no debería querer decirse, que asignase la universalidad a las palabras consideradas precisamente como termini prolati o scripti, es decir, a los términos considerados como signos convencio­nales; en lo que él pensaba era en el signo natural, en el terminus conceptus.

Los términos son elementos de proposiciones, encontrándose con éstas en la relación del incomplexum al complexum; y es solamente en la proposición donde el término adquiere la función de representar (la suppositio). Por ejemplo, en la proposición “el hombre corre”, el término “hombre” representa a un individuo determinado. Es éste un ejemplo de suppositio personalis. Pero en la proposición “el hombre es una especie” el término “hombre” representa a todos los hombres. Se trata ahora de la suppositio simplex. Finalmente, en la proposición “Hombre es un nombre”, de lo que se habla es de la palabra misma. Tal es la suppositio materialis. Tomado en sí mismo, el término “hombre” puede ejercer cualquiera de esas funciones ; pero solamente en una proposición adquiere actualmente un determinado tipo de las funciones en cuestión. La suppositio es, pues, “una propiedad que pertenece al término, pero solamente en una proposición” .

En la proposición el hombre es mortal, el término hombre, que es, como hemos visto, un signo, representa a cosas, es decir, a hombres, que no son por su parte signos. Es, pues, un término de “primera intención” (primae intentionis). Pero en la proposición “las especies son subdivisiones de los géneros”, el término “especie” no representa inmediatamente a cosas que no sean por su parte signos; representa un “nombre de clase”, como “hombre”, “perro”, o “caballo”, que es por su parte un signo. El término “especie” es, pues, un término de “segunda intención” (secundae intentionis). En otras palabras, los términos de segunda intención representan a términos de primera intención y se predican de éstos, como cuando decimos que “hombre” y “caballo” son “especies”.

En un sentido amplio de “primera intención”, los términos sincategoremáticos pueden ser llamados primeras intenciones. Tomados en sí mismos no significan cosas; pero cuando se unen a otros términos hacen que esos otros términos representan cosas de una manera determinada. Por ejemplo, el término “todos”, tomado en sí mismo, no puede representar cosas determinadas; pero, cualificando al término “hombre” en la proposición “todos los hombres son mortales”, hace que el término “hombre” represente a una determinada serie de cosas. Pero en el sentido estricto de primera intención, un término de primera intención es un término extremo de una proposición, es decir, un término que representa a una cosa que no es un signo o a cosas que no son signos. En la proposición “el arsénico es venenoso”, el término “arsénico” es un “término extremo” y un término que representa en la proposición a algo que no es por su parte un signo. Un término de segunda intención, estrictamente entendido, será un término que naturalmente significa primeras intenciones, y que puede representar a éstas en una proposición. “Género”, “especie” y “diferencia” son ejemplos de términos de segunda intención.

La respuesta de Ockham al problema de los universales ya ha sido indicada: los universales son términos (termini concepti) que significan cosas individuales y que las representan en las proposiciones. Solamente existen las cosas individuales; y por el mero hecho de que una cosa exista, es individual. No hay ni puede haber universales existentes. Afirmar la existencia extramental de los universales es cometer la insensatez de afirmar una contradicción, porque si el universal existe, ha de ser individual. Y que no hay realidad común alguna que exista al mismo tiempo en dos miembros de una especie puede mostrarse de varias maneras. Por ejemplo, si Dios ha de crear a un hombre a partir de la nada, eso no afecta a ningún otro hombre, por lo que respecta a su esencia. Igualmente, una cosa individual puede ser aniquilada sin la aniquilación o destrucción de otra cosa individual. “Un hombre puede ser aniquilado por Dios sin que ningún otro hombre sea aniquilado o destruido. Así pues, nada hay común a ambos, porque (si lo hubiera) sería aniquilado, y, en consecuencia, ningún otro hombre conservaría su naturaleza esencial”. En cuanto a la opinión de Duns Escoto de que hay una distinción formal entre la naturaleza común y la individualidad, es verdad que “Escoto superó a otros en sutilidad de juicio”, pero si la supuesta distinción es una distinción objetiva y no puramente mental, tiene que ser real. La opinión de Escoto está así sometida a las mismas dificultades con las que se encontraron las teorías realistas más antiguas.

Que el concepto universal sea una cualidad distinta del acto del entendimiento o que sea ese acto mismo es una cuestión que sólo tiene una importancia secundaria; el punto importante es que “ningún universal es algo existente fuera de la mente, de un modo u otro; sino que todo aquello que es predicable de muchas cosas está, por su misma naturaleza, en la mente, sea subjetiva u objetivamente; y ningún universal pertenece a la esencia o quiddidad de ninguna substancia”. Ockham no parece haber concedido mucho peso a la cuestión de si el concepto universal es un accidente distinto del entendimiento como tal o si es simplemente el entendimiento mismo en su actividad ; estuvo más interesado en el análisis del significado de los términos y las proposiciones que en cuestiones psicológicas. Pero está bastante claro que no pensaba que el universal tenga existencia alguna en el alma excepto como un acto del entendimiento. La existencia del universal consiste en un acto del entendimiento, y solamente existe como tal. Debe su existencia simplemente al entendimiento : no hay realidad universal alguna que corresponda al concepto. No es, sin embargo, una ficción, en el sentido de que no represente a nada real; representa a las cosas reales individuales, aunque no represente a ninguna cosa universal. Es, para decirlo en pocas palabras, un modo de concebir o conocer cosas individuales.

Es posible que las palabras de Ockham impliquen a veces que el universal es una imagen confusa o indistinta de cosas individuales distintas; pero a él no le interesaba la identificación del concepto universal con la imagen o fantasma. Su tesis principal consistía siempre en que no hay necesidad alguna de postular otros factores que la mente y las cosas individuales para explicar el universal. El concepto universal aparece simplemente porque hay grados diversos de similaridad entre las cosas individuales. Sócrates y Platón son más semejantes entre sí que cualquiera de ellos y un asno; y ese hecho de experiencia tiene su reflejo en la formación del concepto específico de hombre. Pero hemos de tener cuidado con nuestra manera de hablar. No debemos decir que “Platón y Sócrates convienen en (comparten) algo, o algunas cosas, sino que convienen (son semejantes) por algunas cosas, es decir, por ellos mismos, y que Sócrates conviene con (convenit cum) Platón no en algo, sino por algo, a saber, él mismo”. En otras palabras, no hay una naturaleza común a Sócrates y Platón, en la que se reúnan, o que compartan, o en la que participen; sino que la naturaleza que es en Sócrates y la naturaleza que es en Platón, son semejantes. El fundamento de los conceptos genéricos puede explicarse de una manera similar.

Puede plantearse la cuestión de en qué difiere ese conceptualismo de la posición de santo Tomás de Aquino. Después de todo, cuando Ockham dice que la noción de que hay cosas universales que corresponden a los términos universales es absurda y destructora de toda la filosofía de Aristóteles y de toda ciencia, santo Tomás podría mostrarse de acuerdo. Y fue ciertamente opinión de santo Tomás que, si bien las naturalezas de, por ejemplo, los hombres, son semejantes, no existe sin embargo una naturaleza común considerada como una cosa en la que todos los individuos tengan participación. Pero debe recordarse que santo Tomás dio una explicación metafísica de la semejanza de las naturalezas; porque él mantenía que Dios crea cosas pertenecientes a una misma especie, es decir, cosas con naturalezas semejantes, según una idea de naturaleza humana en la mente divina. Ockham, en cambio, descartaba esta teoría de las ideas divinas. La consecuencia fue que, para él, las semejanzas que dan origen a los conceptos universales son simplemente semejanzas, por decirlo así, de hecho ; no hay razón metafísica alguna para esas semejanzas, a no ser la decisión divina, que no es dependiente de ninguna idea divina. En otras palabras, aunque santo Tomás y Guillermo de Ockham estaban fundamentalmente de acuerdo al negar que hubiera clase alguna de universale in re, santo Tomás combinó esa negación del ultra-realismo con la doctrina agustiniana de los universales ante rem, mientras que Guillermo de Ockham no hizo otro tanto.

Otra diferencia, aunque menos importante, es la relativa al modo de hablar acerca de los conceptos universales. Ockham, como hemos visto, afirmaba que el concepto universal es un acto del entendimiento. “Digo que la primera intención tanto como la segunda intención es verdaderamente un acto del entendimiento, porque todo lo que es salvado por la ficción puede ser salvado por el acto”. Ockham se refiere, al parecer; a la teoría de Pedro Aureoli, según la cual el concepto, que es el objeto que aparece a la mente, es una “ficción”. Ockham prefiere decir que el concepto es simplemente el acto de la intelección. “La primera intención es un acto de la intelección que significa cosas que no son signos, La segunda intención es el acto que significa primeras intenciones”. Y, Ockham procede a decir que tanto las primeras como las segundas intenciones son verdaderamente entidades reales, y que son verdaderamente cualidades subjetivamente existentes en el alma. Está claro que, si son actos de intelección, son cosas reales; pero parece quizás algo extraño encontrar que Ockham las llame cualidades.

No obstante, si sus diversas formulaciones han de interpretarse como mutuamente consecuentes, no puede suponerse que él entienda que los conceptos universales sean cualidades realmente distintas de los actos del entendimiento. “Todo lo que se explica por la posición de algo distinto del acto del entendimiento puede explicarse sin poner tal cosa distinta”. En otras palabras, Ockham se da por contento con hablar del acto de intelección, y aplica el principio de economía de pensamiento para desembarazarse del aparato de la abstracción de species intelligibiles. Pero aunque hay ciertamente una diferencia entre la teoría de santo Tomás de Aquino y la de Guillermo de Ockham en este aspecto, debe recordarse que el aquinatense insistió enérgicamente en que la species intelligibilis no es el objeto de conocimiento, en que es id quo intelligitur, y no id quod intelligitur.

 

OCKHAM Y LA CIENCIA

 

Ahora estamos en mejor posición para considerar brevemente la teoría ockhamista de la ciencia. Según Ockham, la ciencia se divide en dos tipos principales, ciencia real y ciencia racional. La primera (scientia realis) se ocupa de las cosas reales, en un sentido que discutiremos en seguida, mientras que la segunda (scientia rationalis) se ocupa de términos que no representan inmediatamente cosas reales. Así, la lógica, que trata de términos de segunda intención, como especie y género, es una ciencia racional. Es importante mantener la distinción entre esos dos tipos de ciencia: de no hacerlo así, se confundirán los conceptos o términos con cosas. Por ejemplo, si no se advierte que la intención de Aristóteles en las Categorías fue la de tratar de palabras y conceptos, y no de cosas, se le interpretará en un sentido enteramente extraño a su pensamiento. La lógica se interesa por términos de segunda intención, que no pueden existir sine ratione, es decir, sin la actividad de la mente; trata, pues, con fabricaciones mentales. He dicho antes que Ockham no gustaba mucho de hablar de los conceptos universales como ficciones o entidades ficticias; pero lo que yo tenía presente entonces era que Ockham objetaba a la implicación de que lo que conocemos por medio de un concepto universal sea una ficción y no una cosa real. No tenía el menor inconveniente en hablar de los términos de segunda intención, que entran en las proposiciones de la lógica, como fabricaciones, porque esos términos no hacen directamente referencia a cosas reales. Pero la lógica, que es una ciencia personal, presupone la ciencia real; porque los términos de segunda intención presuponen términos de primera intención.

La ciencia real se ocupa de cosas, esto es, de cosas individuales. Pero Ockham dice también que “la ciencia real no es siempre de cosas como objetos inmediatamente conocidos”. Esto puede parecer una contradicción; pero Ockham procede a explicar que toda ciencia, tanto la real como la racional, está hecha solamente de proposiciones. En otras palabras, cuando dice que la ciencia real se ocupa de cosas, lo que Ockham intenta no es negar la doctrina aristotélica de que la ciencia es de lo universal, sino afirmarse en la otra doctrina aristotélica de que son sólo las cosas individuales las que tienen existencia. La ciencia real se ocupa, pues, de proposiciones universales ; y como ejemplos de éstas propone Ockham “el hombre es capaz de reír” y “todos los hombres pueden ser instruidos”; pero los términos universales representan cosas individuales, y no realidades universales que existan extra-mentalmente. Entonces, si Ockham dice que la ciencia real se ocupa de cosas individuales por medio de términos, no quiere decir que la ciencia real esté desvinculada de los existentes actuales que son las cosas individuales. La ciencia se ocupa de la verdad o falsedad de las proposiciones; pero decir que una proposición de la ciencia real es verdadera es decir que se verifica en todas las cosas individuales de las que son signos naturales los términos de la proposición. La diferencia entre la ciencia real y la ciencia racional consiste en esto, en que “las partes, es decir, los términos de las proposiciones conocidas por la ciencia real representan cosas, lo cual no es el caso para los términos de proposiciones conocidas por la ciencia racional, porque tales términos representan a otros términos”

La insistencia de Ockham en que las cosas individuales son los únicos existentes no significa, pues, que rechace la ciencia considerada como conocimiento de proposiciones universales. Ni tampoco rechaza Ockham las ideas aristotélicas de los principios indemostrables y de la demostración. En cuanto a lo primero, un principio puede ser indemostrable en el sentido de que la mente no puede por menos de asentir a su enunciado una vez que capta el significado de los términos, o puede ser indemostrable en el sentido de que es conocido evidentemente por la sola experiencia. “Ciertos primeros principios no son conocidos por sí mismos (per se nota, o analíticos), sino que solamente son conocidos por la experiencia, como en el caso de la proposición 'todo calor calienta.” En cuanto a la demostración, Ockham acepta la definición aristotélica de demostración como el silogismo que produce ciencia; pero procede a analizar los diversos significados de ciencia. Con tal término puede significarse la intelección evidente de la verdad; y, en ese sentido, puede haber ciencia (o saber, scientia, scire) incluso de hechos contingentes, como el de que ahora estoy sentado. O puede significarse la intelección evidente de verdades necesarias, a diferencia de las contingentes. O, en tercer lugar, puede significarse “la intelección de una verdad necesaria mediante la intelección evidente de otras dos verdades necesarias; y es en ese sentido en el que se entiende ciencia en la definición antes mencionada”.

Esa insistencia en las verdades necesarias no debe entenderse en el sentido de que para Ockham no pueda haber conocimiento científico de cosas contingentes. Él no creía, desde luego, que una proposición afirmativa y asertórica, relativa a cosas contingentes y referida al tiempo presente (en relación al que habla, se entiende) pueda ser una verdad necesaria, pero sostenía que proposiciones afirmativas y asertóricas que incluyen términos que representan cosas contingentes, pueden ser necesarias, si son, o pueden ser consideradas como equivalentes a proposiciones negativas o hipotéticas concernientes a la posibilidad. En otras palabras, Ockham veía las proposiciones necesarias que incluyen términos que representan cosas contingentes como equivalentes a proposiciones hipotéticas, en el sentido de que son verdaderas respecto de cada una de las cosas a las que representa el término-sujeto durante el tiempo de la existencia de las mismas. Así, la proposición “todo X es Y” (donde X representa determinadas cosas contingentes, e Y representa la posesión de una propiedad) es necesaria si se considera como equivalente a “si hay una X, es Y”, o “si es verdadero decir de algo que es un X, es también verdadero decir que es Y”.

Demostración, para Ockham, es demostración de los atributos de un sujeto, no de la existencia del sujeto. No podemos demostrar, por ejemplo, que existe una determinada clase de hierba; pero podemos demostrar la proposición de que tiene una determinada propiedad. Es verdad que podemos saber por experiencia qué tiene esa propiedad, pero si solamente conocemos el hecho porque lo hemos experimentado, no conocemos la razón del hecho. Por el contrario, si podemos mostrar a partir de la naturaleza de la hierba en cuestión (el conocimiento de la cual presupone, desde luego, la experiencia) que ésta posee necesariamente la propiedad de que se trata, tenemos conocimiento demostrativo. Ockham asignó considerable importancia a esa clase de conocimiento; él estaba muy lejos de despreciar el silogismo. “La forma silogística vale igualmente en todos los campos”. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que Ockham pensase que todas las proposiciones puedan probarse silogísticamente; pero consideraba que, en todas las materias en las que puede obtenerse conocimiento científico, el razonamiento silogístico tiene valor. En otras palabras, él se adhirió a la idea aristotélica de ciencia demostrativa. En vista del hecho de que con bastante frecuencia se llama a Ockham empirista, es oportuno no olvidar el lado racionalista de su filosofía. Cuando él decía que la ciencia se ocupa de proposiciones no quería decir que la ciencia esté desvinculada de la realidad ni que la demostración no pueda decirnos algo acerca de las cosas.

La ciencia, según Ockham, se ocupa de proposiciones universales, y la demostración silogística es el modo de razonamiento propio de la ciencia en sentido estricto: asentir en la ciencia es asentir a la verdad de una proposición. Pero eso no significa que para Ockham el conocimiento científico sea a priori en el sentido de ser un desarrollo de ideas o principios innatos. Al contrario, el conocimiento intuitivo es primario y fundamental. Si consideramos, por ejemplo, la proposición de que el todo es mayor que la parte, reconoceremos que la mente asiente a la verdad de esa proposición tan pronto como aprehende el significado de los términos ; pero eso no significa que el principio sea innato. Sin la experiencia, la proposición no podría ser enunciada ni podríamos aprehender el significado de los términos. Del mismo modo, en los casos en que es posible demostrar que un atributo pertenece a un sujeto, es por la experiencia o conocimiento intuitivo por lo que conocemos que existe tal sujeto. La demostración de una propiedad del hombre, por ejemplo, presupone un conocimiento intuitivo de hombres. “Nada puede ser conocido naturalmente en sí mismo a menos que sea conocido intuitivamente” .

Ockham argumenta en ese contexto que no podemos tener un conocimiento natural de la esencia divina tal como es en sí misma, porque no tenemos intuición natural de Dios; pero para él se trata de un principio general. Todo conocimiento está basado en la experiencia.

¿Qué quiere decir conocimiento intuitivo? “Conocimiento intuitivo (notitia intuitiva) de una cosa es un conocimiento de tal clase que por medio del mismo se puede conocer si la cosa es o no es; y, si es, el entendimiento juzga inmediatamente que la cosa existe y concluye evidentemente que existe, a menos que por acaso esté impedido, por razón de alguna imperfección en ese conocimiento”. Conocimiento intuitivo es, pues, la aprehensión inmediata de una cosa como existente, aprehensión que permite a la mente formar una proposición contingente relativa a la existencia de aquella cosa. Pero conocimiento intuitivo es también conocimiento de tal clase que “cuando algunas cosas son conocidas, una de las cuales inhiere en la otra o dista localmente de la otra o está de algún modo relacionada a la otra, la mente conoce en seguida, en virtud de la simple aprehensión de aquellas cosas, si la cosa inhiere o no inhiere, si está distante o no, y así con otras verdades contingentes... Por ejemplo, si Sócrates es realmente blanco, aquella aprehensión de Sócrates y de la blancura por medio de la cual puede ser evidentemente conocido que Sócrates es blanco, es conocimiento intuitivo. Y, en general, toda simple aprehensión de un término o de términos, es decir, de una cosa o cosas, por medio de la cual algunas verdades contingentes, especialmente relativas al presente, pueden ser conocidas, es conocimiento intuitivo”. El conocimiento intuitivo es, pues, causado por la aprehensión inmediata de cosas existentes. El concepto de una cosa individual es la expresión natural en la mente de la aprehensión de esa cosa, siempre que no se interprete el concepto como un medium quo del conocimiento. “Digo que en ninguna aprehensión intuitiva, sea sensitiva o intelectiva, está la cosa puesta en un estado de ser que sea un medio entre la cosa y el acto de conocer. Es decir, yo digo que la cosa misma es conocida inmediatamente sin intermedio alguno entre la misma y el acto por el que es vista o aprehendida”. En otras palabras, la intuición es la aprehensión inmediata de una cosa o cosas que lleva naturalmente al juicio de que la cosa existe, o a otra proposición contingente acerca de ésta, tal como “la cosa es blanca”. La garantía de tales juicios es simplemente la evidencia, el carácter evidente de la intuición, junto con el carácter natural del proceso que conduce al juicio. “Así pues, digo que el conocimiento intuitivo es propiamente conocimiento individual. .. porque es naturalmente causado por una cosa y no por otra, ni puede ser causado por otra cosa”.

Está claro que Ockham no habla simplemente de la sensación : habla de una intuición intelectual de una cosa individual, intuición que es causada por aquella cosa y no por ninguna otra. Además, para él la intuición no se limita a la intuición de las cosas sensibles o materiales. Expresamente afirma que conocemos nuestros propios actos intuitivamente, y que esa intuición conduce a proposiciones como “hay un entendimiento” y “hay una voluntad”. “Aristóteles dice que ninguna de las cosas que son externas son entendidas si antes no caen bajo los sentidos; y aquellas cosas son solamente sensibles, según él. Y esa autoridad es verdadera en lo que respecta a aquellas cosas; pero no en lo que respecta a los espíritus”. Como el conocimiento intuitivo precede al conocimiento abstractivo, según Ockham, podemos decir, valiéndonos de un lenguaje posterior, que, para él, la percepción sensible y la introspección son las dos fuentes de todo nuestro conocimiento natural concerniente a la realidad existente. En ese sentido puede llamársele “empirista”; pero en este punto, no es más “empirista” que cualquier otro filósofo medieval que no creyese en ideas innatas y en un conocimiento puramente a priori de la realidad existente.

 

 

 

 

OCKHAM Y DIOS

 

Hemos visto que para Ockham el conocimiento intuitivo de una cosa es causado por aquella cosa y no por otra cosa alguna. En otras palabras, la intuición, como aprehensión inmediata del existente individual, lleva consigo su propia garantía. Pero, como es bien sabido, Ockham mantenía que Dios podría causar en nosotros la intuición de una cosa que no estuviese realmente presente. “El conocimiento intuitivo no puede ser causado de manera natural a menos que el objeto esté presente a la distancia debida, pero podría ser causado de un modo sobrenatural” “Si dices que (la intuición) puede ser causada por Dios sólo, eso es verdad” “Puede haber por el poder de Dios conocimiento intuitivo (notitia intuitiva) concerniente a un objeto no-existente”. De ahí que entre las proposiciones de Ockham que fueron censuradas encontramos una en el sentido de que “el conocimiento intuitivo, en sí mismo y necesariamente, no se refiere más a una cosa existente que a una no-existente, ni se refiere más a la existencia que a la no-existencia”. Ese es indudablemente un resumen interpretativo de la posición de Ockham; y como parece contradecir su explicación de la naturaleza del conocimiento intuitivo en cuanto distinto del conocimiento abstractivo (en el sentido de conocimiento que abstrae de la existencia o no-existencia de las cosas representadas por los términos de la proposición), las siguientes observaciones pueden ayudar a poner en claro su posición.

Cuando Ockham dice que Dios podría producir en nosotros la intuición de un objeto no-existente, se apoya en la verdad de la proposición de que Dios puede producir y conservar inmediatamente cualquiera de las cosas que normalmente produce por mediación de causas secundarias. Por ejemplo, la intuición de las estrellas es normal y naturalmente producida en nosotros por la presencia actual de las estrellas. Decir eso es decir que Dios produce en nosotros conocimiento intuitivo de las estrellas por medio de una causa secundaria, a saber, las estrellas mismas. Dios podría, pues, según el principio de Ockham, producir aquella intuición directamente, sin la causa secundaria. No podría hacerlo si ello implicase una contradicción; pero no la implica. “Todo efecto que Dios causa por la mediación de una causa secundaria puede producirlo inmediatamente por Sí mismo” .

Pero Dios no podría producir en nosotros un conocimiento evidente de la proposición de que las estrellas están presentes cuando no están presentes; porque la inclusión de la palabra “evidente” implica que las estrellas están realmente presentes. “Dios no puede causar en nosotros un conocimiento tal que por él se vea evidentemente que una cosa está presente aunque esté ausente, porque eso implica una contradicción, ya que tal conocimiento evidente significa que en la realidad es lo mismo que se enuncia en la proposición a la que se da el asentimiento”.

Según el pensamiento de Ockham parece ser, pues, que Dios podría causar en nosotros el acto de intuir un objeto que no estuviese realmente presente, en el sentido de que Él podría causar en nosotros las condiciones fisiológicas y psicológicas que normalmente nos llevarían a asentir a la proposición de que la cosa está presente. Por ejemplo, Dios podría producir inmediatamente en los órganos de la visión todos aquellos efectos que naturalmente son producidos por la luz de las estrellas. O podemos expresarlo de esta manera: Dios no podría producir en mí la visión actual de una mancha blanca presente, cuando la mancha blanca no estuviese presente; porque esto supondría una contradicción. Pero podría producir en mí todas las condiciones psicofísicas que se dan en la visión de una mancha blanca, aun cuando la mancha blanca no estuviese realmente allí.

Para sus críticos, los términos elegidos por Ockham parecen confusos y desafortunados. Por una parte, después de decir que Dios no puede causar conocimiento evidente de que una cosa está presente cuando la misma no está presente, añade que “Dios puede causar un acto 'creditivo' por el cual yo creo que un objeto ausente está presente”, y explica que “aquella idea 'creditiva' será abstractiva, no intuitiva”. Eso parece ser bastante fácilmente censurable si puede entenderse en el sentido de que Dios podría producir en nosotros, en ausencia de las estrellas, todas las condiciones psico-físicas que tendríamos naturalmente en presencia de las estrellas, y que nosotros tendríamos por ello un conocimiento de lo que son las estrellas (en la medida en que puede ser obtenido por la vista), pero que ese conocimiento no podría llamarse propiamente “intuición”. Por otra parte, Ockham parece hablar de Dios como capaz de producir en nosotros “conocimiento intuitivo” de un objeto no existente, aunque ese conocimiento no sería “evidente”. Además, no parece querer decir simplemente que Dios podría producir en nosotros conocimiento intuitivo de la naturaleza del objeto; porque él admite que “Dios puede producir un asentimiento que pertenece a la misma especie que el asentimiento evidente a la proposición contingente ‘esa blancura existe’ cuando no existe”. Si puede decirse propiamente que Dios es capaz de producir en nosotros asentimiento a una proposición que afirma la existencia de un objeto no existente, y si ese asentimiento puede ser propiamente llamado no sólo “un acto creditivo”, sino también “conocimiento intuitivo”, entonces solamente puede suponerse que es propio hablar de Dios como capaz de producir en nosotros un conocimiento intuitivo que no es en realidad conocimiento intuitivo. Y eso parece implicar una contradicción. Cualificar “conocimiento intuitivo” con las palabras “no evidente” parece tanto como cancelar con el cualificativo lo cualificado.

Posiblemente esas dificultades pueden ser aclaradas satisfactoriamente, desde el punto de vista de Ockham, quiero decir. Por ejemplo, éste dice que “es una contradicción que una quimera sea vista intuitivamente”; pero “no es una contradicción que aquello que es visto sea realmente nada fuera del alma, mientras pueda ser un efecto o ser en algún momento una realidad actual”. Si Dios hubiese aniquilado las estrellas, todavía podría causar en nosotros el acto de ver lo que había sido visto alguna vez, siempre que el acto sea considerado subjetivamente, e igualmente Dios nos podría dar una visión de lo que será en el futuro. Uno u otro acto serían una aprehensión inmediata, en el primer caso de lo que ha sido, y, en el segundo, de lo que será. Pero aun así, sería extraño que diéramos a entender que, si asintiéramos a la proposición “esas cosas existen ahora”, el asentimiento pudiera ser producido por Dios, a menos que estemos dispuestos a decir que Dios puede engañarnos. Puede presumirse que ése era el punto desaprobado por los adversarios teológicos de Ockham, y no la mera aserción de que Dios pudiese actuar directamente sobre nuestros órganos sensitivos. Sin embargo, debe recordarse que Ockham distinguía la “evidencia”, que es objetiva, de la certeza como estado psicológico. La posesión de esta última no es una garantía infalible de posesión de la primera.

En cualquier caso, debe recordarse que Ockham no habla del curso natural de los acontecimientos. Él no dice que Dios obre de ese modo; dice simplemente que Dios podría obrar de ese modo en virtud de su omnipotencia. Que Dios es omnipotente no era, para Ockham, una verdad que pueda demostrarse filosóficamente, sino una verdad conocida únicamente por la fe. Así pues, si consideramos el tema desde el punto de vista estrictamente filosófico, la cuestión de si Dios produce en nosotros intuiciones de objetos no existentes, sencillamente, no se presenta. Por otra parte, lo que Ockham tiene que decir sobre el tema ilustra admirablemente su tendencia, como pensador con marcadas preocupaciones teológicas, a abrirse paso por entre el orden puramente natural y filosófico y subordinarlo a la libertad y omnipotencia divinas. Ilustra también uno de los principales principios de Ockham, el de que cuando dos cosas son distintas no hay entre ellas una conexión absolutamente necesaria. Nuestro acto de ver las estrellas, considerado como un acto, es distinto de las estrellas mismas; puede, pues, ser separado de éstas, en el sentido de que la omnipotencia divina podría aniquilarlas y conservar aquel acto. La tendencia de Ockham fue siempre abrirse paso por entre conexiones supuestamente necesarias que podrían parecer limitar de algún modo la omnipotencia divina, con tal de que no pudiese mostrarse, de modo que a él le pareciera satisfactorio, que la negación de la proposición que afirmara tal conexión necesaria llevase consigo la negación del principio de contradicción.

La insistencia de Ockham en el conocimiento intuitivo como la base y fuente de todo nuestro conocimiento de existentes, representa, como hemos visto, el lado empirista de su filosofía. Puede decirse que ese aspecto de su pensamiento se refleja también en su insistencia en que el orden del mundo es consecuencia de la decisión divina. Duns Escoto había hecho una distinción entre la elección divina del fin y la elección, por el mismo Dios, de los medios, de modo que podría hablarse con algún sentido de que Dios quiso “primero” el fin y “luego” escogió los medios. Pero Ockham rechazó ese modo de hablar. “No parece correcto decir que Dios quiera el fin antes que lo que está (ordenado) al fin, porque no hay (en Dios) semejante prioridad de actos, ni hay (en Dios) instantes como los que (Escoto) postula”. Aparte de sus antropomorfismos, tal lenguaje parece menoscabar la completa contingencia del orden del mundo. Tanto la elección del fin como la de los medios es completamente contingente. Esto no significa, desde luego, que hayamos de representarnos a Dios como una especie de superhombre caprichoso, expuesto a alterar el orden cósmico de un día para otro o de un momento a otro. Dado el supuesto de que Dios ha escogido un orden para el mundo, ese orden se mantiene. estable. Pero la elección de tal orden no es en modo alguno necesaria : es el efecto de la decisión divina y nada más.

Indudablemente esa posición está íntimamente relacionada con la preocupación de Ockham por la omnipotencia y libertad divinas; puede parecer que esté fuera de lugar hablar de dicha omnipotencia como si reflejase de algún modo el aspecto empirista de la filosofía de Ockham, ya que se trata de una posición de teólogo. Pero lo que quiero decir es lo siguiente. Si el orden del mundo es enteramente contingente y no es sino el efecto de la libre decisión divina, es evidentemente imposible deducirlo a priori. Si queremos saber cuál es, tenemos que examinarlo en la realidad de hecho. La posición de Ockham puede haber sido ante todo teológica; pero su consecuencia natural tenía que ser la concentración del interés sobre los hechos reales y la renuncia a toda idea de que pudiéramos reconstruir el orden del mundo mediante razonamientos puramente a priori. Si una idea de ese tipo aparece en el racionalismo continental pre-kantiano del período clásico de la filosofía moderna, su origen no puede buscarse en el ockhamismo del siglo XIV; con lo que ha de relacionarse es, sin duda, con la influencia de la matemática y de la física matemática.

Ockham tendía, pues, a escindir el mundo, por así decirlo, en “absolutos”. Es decir, su tendencia era escindir el mundo en entidades distintas, cada una de las cuales dependería de Dios, pero sin que hubiese entre ellas conexión necesaria alguna. El orden del mundo no es lógicamente anterior a la decisión divina, sino que es lógicamente posterior a la elección divina de las entidades individuales contingentes. Y la misma tendencia se refleja en el modo ockhamista de tratar las relaciones. Una vez dado por bueno que solamente existen entidades individuales distintas, y que la única clase de distinción que es independiente de la mente es la distinción real, en el sentido de distinción entre entidades separadas o separables, se sigue que si una relación es una entidad distinta, es decir, distinta de los términos de la relación, ha de ser realmente distinta de los términos en el sentido de estar separada o ser separable. “Si yo sostuviese que una relación fuera una cosa, yo diría con Juan (Duns Escoto) que es una cosa distinta de su fundamento, pero yo diferiría (de aquél) en decir que toda relación difiere realmente de su fundamento... porque yo no admito una distinción formal en las criaturas” Pero sería absurdo sostener que una relación es realmente distinta de su fundamento. Si lo fuese, Dios podría producir la relación de paternidad y conferirla a alguien que nunca hubiese engendrado. El hecho es que un hombre es llamado padre cuando ha engendrado un hijo; y no hay necesidad alguna de postular la existencia de una tercera entidad, la relación de paternidad, como un eslabón entre padre e hijo. Del mismo modo, se dice que Smith es semejante a Brown porque, por ejemplo, Smith es un hombre y Brown es un hombre, o porque Smith es blanco y Brown es blanco; es innecesario postular una tercera entidad, la relación de semejanza, además de las substancias y cualidades absolutas; y si se postula una tercera entidad resultan conclusiones absurdas. Las relaciones son nombres o términos que significan absolutos; y una relación como tal no tiene realidad fuera de la mente. Por ejemplo, no existe un orden del universo que sea actual o realmente distinto de las partes existentes del universo Ockham no dice que una relación sea idéntica a su fundamento. “Yo no digo que una relación es realmente lo mismo que su fundamento, sino que una relación no es el fundamento, sino sólo una intención, o concepto en el alma, que significa diversas cosas absolutas”. El principio en el que se apoya Ockham es, desde luego, el principio de economía: el modo en que hablamos de las relaciones puede ser analizado o explicado satisfactoriamente sin postular relaciones como entidades reales. Tal era, según Ockham, la opinión de Aristóteles. Éste no admitía, por ejemplo, que todo motor sea necesariamente movido. Pero eso implica que las relaciones no son entidades distintas de las cosas absolutas; porque, si lo fuesen, el motor recibiría una relación, y, en consecuencia, sería movido. Las relaciones son, pues, intenciones o términos que significan absolutos; aunque debe añadirse que Ockham restringe la aplicación de esa doctrina al mundo creado : en la Trinidad hay relaciones reales.

Tal teoría tenía naturalmente que afectar al modo de concebir Ockham la relación entre las criaturas y Dios. Era doctrina común en la Edad Media entre los predecesores de Ockham que la criatura tiene una relación real con Dios, aunque la relación de Dios con la criatura es solamente una relación mental. Pero según el modo ockhamiano de concebir las relaciones, esa distinción resulta nula y vacía. Las relaciones pueden ser analizadas en dos absolutos existentes; y, en ese caso, decir que entre las criaturas y Dios hay diferentes especies de relación es simplemente decir, en la medida en que tal modo de hablar puede admitirse, que Dios y las criaturas son diferentes tipos de ser. Es perfectamente verdadero que Dios produjo y conserva a las criaturas y que éstas no podrían existir aparte de Dios; pero eso no significa que las criaturas sean afectadas por una misteriosa entidad llamada una relación esencial de dependencia. Concebimos las criaturas y hablamos de ellas como esencialmente relacionadas a Dios; pero lo que realmente existe es Dios por una parte y las criaturas por otra, y no hay necesidad alguna de postular una tercera entidad. Ockham distingue diversos sentidos en los cuales es posible entender las expresiones relación real y relación mental; y no tiene inconveniente en decir que la relación de las criaturas a Dios es una relación real y no una relación mental si esas palabras se entienden en el sentido de que, por ejemplo, la producción y conservación de una piedra por Dios es real y no depende de la mente humana. Pero excluye toda idea de que haya en la piedra entidad adicional alguna, es decir, añadida a la piedra misma, y a la que pudiera llamarse una relación real.

Merece mención especial uno de los modos en que Ockham trata de mostrar que la idea de distinciones reales distintas de sus fundamentos es absurda. Si yo muevo un dedo, la posición de éste cambia respecto de todas las partes del universo. Y, si hubiera relaciones reales; distintas de su fundamento, “se seguiría que al movimiento de mi dedo todo el universo, es decir, el cielo y la tierra, se llenarían inmediatamente de accidentes”. Además, si, como dice Ockham, las partes del universo son infinitas en número, se seguiría que el universo sería poblado por un número infinito de nuevos accidentes cada vez que yo muevo un dedo. Ockham consideraba absurda tal conclusión.

 

OCKHAM Y LA REALIDAD

 

Para Ockham, pues, el universo consta de absolutos, las substancias y los accidentes absolutos, que pueden aproximarse localmente más o menos los unos a los otros, pero que no son afectados por entidades relativas a las que pueda llamarse “relaciones reales”. De ahí parece seguirse que sería vano pensar que todo el universo pudiera verse, por decirlo así, como desde un espejo. Si uno quiere saber algo acerca del universo, tiene que estudiarlo empíricamente. Es muy posible que ese punto de vista se vea como propiciador de una aproximación “empirista” al conocimiento del mundo; pero no es en modo alguno necesario concluir que la ciencia moderna se desarrollase en realidad sobre ese fondo mental. No obstante, es razonable decir que la insistencia de Ockham en los “absolutos” y su concepto de las relaciones favoreció el crecimiento de la ciencia empírica del modo siguiente. Si se considera a la criatura como teniendo una relación real a Dios y no pudiendo ser propiamente entendida sin que sea entendida dicha relación, es razonable concluir que el estudio del modo en que las criaturas reflejan a Dios es el más importante y valioso estudio del mundo, y que un estudio de las criaturas exclusivamente en y por sí mismas, sin referencia alguna a Dios, es un tipo de estudio más bien inferior, que solamente produce un conocimiento inferior del mundo. Pero si las criaturas son absolutos, pueden perfectamente ser estudiadas sin referencia alguna a Dios. Desde luego, como hemos visto, cuando Ockham hablaba de las cosas creadas como absolutos no tenía la menor intención de poner en duda su total dependencia de Dios; su punto de vista era principalmente el de un teólogo; pero, a pesar de ello, si podemos conocer las naturalezas de las cosas creadas sin referencia a Dios, se sigue que la ciencia empírica es una disciplina autónoma. El mundo puede ser estudiado en sí mismo independientemente de Dios, sobre todo si, como Ockham afirmaba, no puede probarse estrictamente que Dios, en el pleno sentido de la palabra Dios, existe. En ese sentido es legítimo hablar del ockhamismo como un factor y estadio en el nacimiento del espíritu laico, como lo hace M. de Lagarde. Al mismo tiempo debe recordarse que el propio Ockham estuvo muy lejos de ser un secularista o racionalista moderno.

Si atendemos a la explicación ockhamista de la causalidad, encontramos al filósofo exponiendo las cuatro causas de Aristóteles. En cuanto a la causa ejemplar, que, dice Ockham, fue añadida por Séneca como quinto tipo de causa, “digo que, estrictamente hablando, nada es una causa a menos que lo sea de uno de los cuatro modos establecidos por Aristóteles. Así, la idea o ejemplar no es estrictamente una causa; aunque, si se extiende el nombre “causa” a todo aquello cuyo conocimiento es presupuesto por la producción de algo, la idea o ejemplar es una causa en ese sentido; y Séneca habla en ese sentido extenso”. Ockham acepta, pues, la división tradicional aristotélica de las causas en causa formal, material, final y eficiente; y afirma que “a cada tipo de causa corresponde su propio tipo de causación”.

Además, Ockham no negaba que sea posible concluir a partir de las características de una cosa determinada que ésta tiene o tuvo una causa; y él mismo empleó argumentaciones causales. Pero negaba que el simple conocimiento (notitia incomplexa) de una cosa pueda proporcionarnos el simple conocimiento de otra. Podemos establecer que una cosa determinada tiene una causa; pero de ahí no se sigue que consigamos por ello un conocimiento simple y propio de la cosa que es su causa. La razón de eso se encuentra en que el conocimiento en cuestión procede de la intuición; y la intuición de una cosa no es la intuición de otra cosa. Ese principio tiene, desde luego, sus ramificaciones en la teología natural; pero lo que quiero subrayar en este momento es que Ockham no negaba que una argumentación causal pueda tener alguna validez. Es verdad que para él dos cosas son siempre realmente distintas cuando sus conceptos son distintos, y que cuando dos cosas son distintas Dios podría crear la una sin la otra; pero, dada la realidad empírica según es ésta, es posible discernir conexiones causales.

Pero, aunque Ockham enumera cuatro causas a la manera tradicional, y aunque no rechaza la validez de la argumentación causal, sus análisis de la causalidad eficiente tienen un marcado colorido empirista. En primer lugar, Ockham insiste en que, aunque se puede conocer que una cosa dada tiene una causa, solamente por la experiencia podemos averiguar que esa cosa determinada es la causa de esa otra cosa determinada; no podemos probar por un razonamiento abstracto que X sea la causa de Y, si X es una cosa creada e Y es otra cosa creada. En segundo lugar, la prueba experiencial de una relación causal es el empleo de los métodos de presencia y ausencia o del método de exclusión. No tenemos derecho a afirmar que X es la causa de Y a menos que podamos mostrar que cuando X está presente se sigue Y y cuando X está ausente, cualesquiera otros factores estén presentes, no se sigue Y. Por ejemplo, “está probado que el fuego es la causa del calor, puesto que cuando hay fuego, y todas las demás cosas (es decir, todos los demás posibles factores causales) han sido excluidas, se sigue el calor en un objeto calentable que haya sido. aproximado (al fuego) ... (Del mismo modo) se prueba que el objeto es la causa del conocimiento intuitivo, porque cuando todos los demás factores excepto el objeto han sido separados, se sigue el conocimiento intuitivo”.

Que sea por la experiencia como llegamos a conocer que una cosa es causa de otra, es indudablemente una posición de sentido común. Pero puede ser que A, B o C sea la causa de D, o que debemos aceptar una pluralidad de causas. Si encontramos que cuando A está presente se sigue siempre D, aun cuando estén ausentes B y C, y que cuando B y C están presentes, pero A está .ausente, nunca se sigue D, debemos considerar que A es la causa de D. Pero si encontramos que cuando solamente A está presente nunca se sigue D, pero que cuando están presentes Ay B siempre se sigue D, aun cuando C esté ausente, debemos concluir que A y B son factores causales en la producción de D. Al decir que esas posiciones son posiciones de sentido común, quiero decir que son posiciones que se recomiendan por sí mismas de un modo natural al sentido común ordinario, y que nada revolucionario hay en ellas; no pretendo sugerir que la cuestión fuese enunciada de modo adecuado, desde el punto de vista científico, por Guillermo de Ockham. No es preciso reflexionar mucho para ver que hay casos en que la supuesta causa de un acontecimiento no puede ser “apartada” para ver lo que pasa en su ausencia. Por ejemplo, no podemos apartar la luna y ver lo que pasa en el movimiento de las mareas en ausencia de la luna, para asegurarnos así de si la luna ejerce alguna influencia causal sobre las mareas. Pero no es ése el punto hacia el que deseo dirigir la atención. Porque sería absurdo esperar un tratamiento adecuado de la inducción científica por parte de un pensador que no se interesaba verdaderamente por el tema y que mostraba relativamente poco interés en cuestiones de pura ciencia física; especialmente en una época en la que la ciencia no había alcanzado aquel grado de desarrollo que parece ser un requisito necesario para una reflexión realmente valiosa sobre el método científico. El punto hacia el que quiero dirigir la atención es más bien éste: que en su análisis de la causalidad eficiente Ockham manifiesta una tendencia a interpretar la relación causal como secuencia invariable o regular. En un lugar distingue dos sentidos de causa. En el segundo sentido de la palabra una proposición antecedente puede ser llamada “causa” en relación a su consecuente. Ese sentido no nos interesa, ya que Ockham dice explícitamente que el antecedente no es la causa del consecuente en ningún sentido adecuado del término. Es el primer sentido el que nos interesa. “En un sentido (causa) significa algo que tiene como efecto suyo otra cosa; y, en ese sentido, puede ser llamado causa aquello por cuya posición otra cosa es puesta, y por cuya no-posición otra cosa no es puesta”. En un pasaje como éste Ockham parece implicar que causalidad significa secuencia regular, y no parece hablar simplemente de una prueba empírica que podría ser aplicada para averiguar si una cosa es realmente la causa de otra cosa. Afirmar sin más ni más que Ockham redujo la causalidad a sucesión regular sería incorrecto; pero al parecer tendió a reducir la causalidad eficiente a sucesión regular. Y, después de todo, eso estaría mucho más en armonía con su punto de vista teológico del universo. Dios ha creado cosas distintas; y el orden que prevalece entre éstas es puramente contingente. Hay, de hecho, determinadas secuencias regulares; pero no puede decirse de ninguna conexión entre dos cosas distintas que sea necesaria, a menos que por “necesaria” se entienda simplemente que la conexión, que depende de la decisión de Dios, es siempre observable en la realidad. En ese sentido puede probablemente decirse que la perspectiva teológica de Ockham y su tendencia a dar una explicación empirista de la causalidad eficiente armonizan a la perfección. Sin embargo, como Dios ha creado las cosas de tal modo que resulta un orden determinado, podemos predecir que las relaciones causales que hemos experimentado en el pasado serán experimentadas en el futuro, aunque Dios, utilizando su absoluto poder, podría interferir. No hay duda de que semejante fondo teológico suele estar ausente del empirismo moderno.

Está claro que Ockham empleó su “navaja” en su discusión de la causalidad, lo mismo que en la de las relaciones en general. También la utilizó en su tratamiento del problema del movimiento. En realidad, el empleo por Ockham de la “navaja”, o principio de economía, estuvo a menudo en conexión con el aspecto “empirista” de su filosofía, ya que la esgrimió en su esfuerzo por desembarazarse de entidades inobservables cuya existencia no estuviese exigida, en su opinión, por los datos de la experiencia (o enseñada por la revelación). Ockham tendió siempre hacia la simplificación de nuestra imagen del universo. Claro que decir esto no es decir que Ockham hiciese intento alguno de reducir las cosas o datos sensibles, o a construcciones lógicas a partir de los datos sensibles. Él habría visto indudablemente semejante reducción como una simplificación excesiva. Pero, una vez concedida la existencia de la substancia y de los accidentes absolutos, hizo un extenso uso del principio de economía.

Valiéndose de la tradicional división aristotélica de tipos de movimiento, Ockham afirma que ni la alteración cualitativa, ni el cambio cuantitativo, ni el movimiento local, son algo positivo en adición a las cosas permanentes. En el caso de la alteración cualitativa un cuerpo adquiere una forma gradual o sucesivamente, parte tras parte, según lo expresa Ockham; y no hay necesidad alguna de postular nada más aparte de la cosa que adquiere la cualidad y la cualidad adquirida. Es verdad que está incluida la negación de la adquisición simultánea de la forma por todas las partes, pero tal negación no es una cosa; e imaginar que lo es equivale a dejarse engañar por la falsa suposición de que a cada nombre o término distinto corresponde una cosa distinta. En realidad, si no fuera por el uso de palabras abstractas como movimiento, simultaneidad, sucesión, etc., los problemas relacionados con la naturaleza del movimiento no suscitarían tantas dificultades a algunos. En el caso del cambio cuantitativo es obvio, dice Ockham, que no hay otra cosa que cosas permanentes. En cuanto al movimiento local, nada necesita ser postulado excepto un cuerpo y su lugar, es decir, su situación local. Ser movido localmente “es tener primero un lugar, y luego, sin que ninguna otra cosa sea postulada, tener otro lugar, sin que intervenga un estado de reposo... y proceder así continuamente... Y, en consecuencia, toda la naturaleza del movimiento puede ser salvada (explicada) por eso, sin ninguna otra cosa que el hecho de que un cuerpo está sucesivamente en lugares distintos y no está en reposo en ninguno de ellos”. En todo su tratamiento del movimiento tanto en el Tractatus de successivis como en el comentario a las Sentencias Ockham hace frecuentes apelaciones al principio de economía. Lo mismo hace al tratar del cambio repentino (mutatio subita), es decir, el cambio substancial, en el que nada se añade a las cosas absolutas. Desde luego, si decimos que “una forma es adquirida por cambio”, o que “el cambio pertenece a la categoría de relación”, nos sentiremos tentados a pensar que la palabra “cambio” representa a una entidad. Pero una proposición como, por ejemplo, “una forma es perdida y una forma es ganada mediante un cambio repentino” puede traducirse en una proposición tal como “la cosa que cambia pierde una forma y adquiere otra juntamente (en el mismo momento) y no parte tras parte”.

El principio de economía fue también invocado en el tratamiento ockhamista del espacio y el tiempo. Al exponer las definiciones aristotélicas insiste en que el lugar no es una cosa distinta de la superficie o superficies del cuerpo o cuerpos respecto de los cuales se dice que una cosa determinada está en un lugar; e insiste en que el tiempo no es una cosa distinta del movimiento. “Digo que ni el tiempo ni ningún successivum denota una cosa, ni absoluta ni relativa, distinta de las cosas permanentes; y eso es lo que quiere decir el Filósofo”. En cualquiera de los posibles sentidos en que se entienda tiempo, el tiempo no es una cosa a añadir al movimiento. “Primaria y principalmente 'tiempo' significa lo mismo que 'movimiento', aunque connota a la vez el alma y un acto del alma, por el cual ésta (el alma, o la mente) conoce el antes y el después de aquel movimiento. Y así, presuponiendo lo que ha sido dicho acerca del movimiento, y (presuponiendo) que los enunciados han sido entendidos... puede decirse que 'tiempo' significa directamente movimiento, y directamente el alma o un acto del alma; y en razón de ello significa directamente el antes y el después en el movimiento”. Como Ockham dice explícitamente que el sentir de Aristóteles eh todo ese capítulo acerca del tiempo es, en pocas palabras, éste, que 'tiempo' no denota ninguna cosa distinta fuera del alma que no sea lo significado por 'movimiento', y como eso es lo que él mismo sostenía, se sigue que, en la medida en que el tiempo puede ser distinguido del movimiento, es mental, o, como diría el propio Ockham, un “término” o “nombre”.

Como conclusión a este capítulo podemos recapitular tres caracterís­ticas del “empirismo” de Ockham. En primer lugar, Ockham basa en la experiencia todo conocimiento del mundo existente. No podemos, por ejemplo, descubrir que A es la causa de B, o que D es un efecto de C, por un razonamiento a priori. En segundo lugar, en su análisis de la realidad existente, o de los enunciados que hacemos acerca de cosas, utiliza el principio de economía, o “navaja de Ockham”. Si dos factores bastan para explicar el movimiento, por ejemplo, no debe añadirse un tercero. Finalmente, cuando algunos postulan entidades innecesarias e inobservables, suele ser porque han sido desorientados por el lenguaje. Hay en el Tractatus de successivis un impresionante pasaje sobre este tema. “Nombres que son derivados de verbos, y también nombres que derivan de adverbios, conjunciones, preposiciones, y, en general, de términos sincategoremáticos... han sido introducidos solamente por razón de la brevedad en el hablar o como ornamentos del idioma; y muchos de ellos son equivalentes en significación a proposiciones, cuando no representan los términos de los que derivan... De esa clase son todos los nombres del siguiente tipo : negación, privación, condición, contingencia, universalidad, acción, pasión..., cambio, movimiento, y, en general, todos los nombres verbales que derivan de verbos que pertenecen a las categorías de agere y pati, y muchos otros, de los que ahora no podemos tratar”.

 

OCKHAM Y LA METAFÍSICA. ONTOLOGIA DEL SER

 

Ockham acepta la fórmula aristotélica de que el ser es el objeto de la metafísica; pero insiste en que esa fórmula no debe entenderse en el sentido de que la metafísica, considerada en sentido amplio, posea una unidad estricta basada en el hecho de que tiene un objeto. Si Aristóteles y Averroes dicen que el ser es el objeto de la metafísica, el enunciado es falso si se interpreta en el sentido de que todas las partes de la metafísica tengan por objeto el ser. El enunciado es verdadero, por el contrario, si se entiende en el sentido de que “entre todos los objetos de las distintas partes de la metafísica, el ser es primero con una prioridad de predicación. Y hay una similaridad entre la cuestión de cuál es el objeto de la metafísica o del libro de las Categorías y la cuestión de quién es el rey del mundo o quién es el rey de toda la cristiandad. Porque lo mismo que diferentes reinos tienen distintos reyes, y no hay ningún rey de todo [el mundo], aunque a veces aquellos reyes pueden estar en una determinada relación, como cuando uno de ellos es más poderoso o más rico que otro, así nada es el objeto de toda la metafísica, sino que las diferentes partes de ésta tienen diferentes objetos, aunque esos objetos puedan tener mutuas relaciones”. Si algunos dicen que el ser es el objeto de la metafísica, mientras que otros dicen que Dios es el objeto de la metafísica, es preciso hacer una distinción para justificar ambas afirmaciones. Entre todos los objetos de la metafísica Dios es el objeto primario por lo que respecta a la primacía de perfección; pero el ser es el objeto. primario por lo que respecta a la primacía de predicación. Porque el metafísico, cuando trata de Dios, considera verdades como “Dios es bueno”, predicando de Dios un atributo que es primariamente predicado del ser. Hay, pues, diferentes ramas de la metafísica, o diferentes ciencias metafísicas con objetos diferentes. Tienen éstas una cierta relación mutua, es verdad, y esa relación justifica que se hable de “metafísica” y se diga, por ejemplo, que el ser es el objeto de la metafísica en el sentido mencionado, aunque no se justifica el que se hable de la metafísica como de una ciencia unitaria, es decir, como numéricamente una

En la medida en que la metafísica es la ciencia del ser en cuanto ser, se interesa no por una cosa, sino por un concepto. Ese concepto abstracto de ser no representa un algo misterioso que haya de ser conocido antes de que podamos conocer seres particulares: significa todos los seres, no algo en que los seres participen. Está formado subsiguientemente a la aprehensión directa de cosas existentes. “Digo que un ser particular puede ser conocido aunque no sean conocidos aquellos conceptos generales de ser y unidad”. Para Ockham, ser y existir son sinónimos : esencia y existencia significan lo mismo, aunque las dos palabras pueden significar la misma cosa de modos diferentes. Si existencia se utiliza como un nombre, entonces esencia y existencia significan la misma cosa gramaticalmente y lógicamente ; pero si se usa el verbo ser en lugar del nombre existencia, no se puede substituir simplemente el verbo ser por esencia, que es un nombre, por obvias razones gramaticales. Pero esa distinción gramatical no puede tomarse adecuadamente como base para distinguir esencia y existencia como cosas distintas: son la misma cosa. Está claro, pues, que el concepto general de ser es resultado de la aprehensión de cosas concretas existentes; solamente porque tenemos aprehensión directa de existentes actuales podemos formar el concepto general de ser como tal.

El concepto general de ser es unívoco. En este punto Ockham está en acuerdo con Escoto por lo que respecta al uso de la palabra unívoco. “Hay un concepto común a Dios y a las criaturas y predicable de Aquél y de éstas”; “ser” es un concepto predicable en sentido unívoco de todas las cosas existentes. Sin un concepto unívoco no podríamos concebir a Dios. En esta vida no podemos conseguir una intuición ele la esencia divina; ni tampoco podemos tener un concepto simple “adecuado” de Dios; pero podemos concebir a Dios en un concepto común predicable de Él y de otros seres. Pero esa afirmación debe entenderse adecuadamente. No significa que el concepto unívoco de ser opere como un puente entre una aprehensión directa de las criaturas y una aprehensión directa de Dios. Ni tampoco significa que uno pueda formar el concepto abstracto de ser y deducir de él la existencia de Dios. La existencia de Dios es conocida de otras maneras, y no por una deducción a priori. Pero sin un concepto unívoco de ser no se podría concebir la existencia de Dios. “Admito que el simple conocimiento de una criatura en sí misma lleva al conocimiento de otra cosa en un concepto común. Por ejemplo, por el conocimiento simple de una blancura que he visto soy conducido al conocimiento de otra blancura que nunca he visto, porque de la primera blancura abstraigo un concepto de blancura que se refiere indistintamente a las dos. Del mismo modo, de algún accidente que he visto abstraigo un concepto de ser que no se refiere más a ese accidente que a la substancia, ni a las criaturas más que a Dios”. Evidentemente, el que yo vea una mancha blanca no me asegura de la existencia de ninguna otra mancha blanca, ni Ockham imaginaba semejante cosa, que estaría en flagrante contradicción con sus principios filosóficos. Pero, según Ockham, el ver una mancha blanca conduce a una idea de blancura que es aplicable a otras manchas blancas cuando las veo. Del mismo modo, mi abstracción del concepto de ser a partir de seres existentes aprehendidos no me permite estar seguro de la existencia de otros seres. Pero, a menos que tuviera un concepto común de ser, yo no podría concebir la existencia de un ser, Dios, que, a diferencia de las manchas blancas, no puede ser directamente aprehendido en esta vida. Si, por ejemplo, yo no tengo aún conocimiento alguno de Dios y luego se me dice que Dios existe, puedo concebir su existencia en virtud de! concepto común de ser, aunque eso no significa, desde luego, que tenga un concepto adecuado .del ser divino.

Ockham fue muy cuidadoso al formular su teoría del concepto unívoco de ser, de modo que excluyese toda implicación panteísta. Debemos distinguir tres tipos de univocidad. En primer lugar un concepto unívoco puede ser un concepto común a cierto número de cosas que son perfectamente semejantes. En segundo lugar, un concepto unívoco puede ser un concepto común a cierto número de cosas que son semejantes en algunos puntos y desemejantes en otros. Así, el hombre y el asno son semejantes en cuanto que son animales: y sus materias son similares, aunque sus formas sean diferentes. En tercer lugar, un concepto unívoco puede significar un concepto que es común a una pluralidad de cosas que no son ni accidental ni substancialmente semejantes; y ése es el modo en que es unívoco un concepto común a Dios y a las criaturas, puesto que no son semejantes ni substancial ni accidentalmente. Con respecto a la pretensión de que el concepto de ser es análogo y no unívoco, Ockham observa que la analogía puede entenderse de maneras distintas. Si por analogía se entiende univocidad en el tercero de los sentidos antes mencionados, entonces no hay inconveniente alguno en que al concepto unívoco de ser se le llame “análogo”; pero como el ser como tal es un concepto y no una cosa, no hay necesidad alguna de recurrir a la doctrina de la analogía para evitar el panteísmo. Si al decir que puede haber un concepto unívoco de ser, predicable tanto de Dios como de las criaturas, se pretende implicar o que las criaturas son modos, por así decir, de un ser identificado con Dios, o que Dios y las criaturas participan en el ser, entendido como algo real y común, entonces será preciso o bien aceptar el panteísmo o bien reducir al mismo nivel a Dios y a las criaturas ; pero la doctrina de la univocidad no implica nada parecido, puesto que no hay una realidad que corresponda al término “se” cuando se predica unívocamente. O, mejor dicho, la realidad correspondiente son simplemente los diferentes seres que simplemente se conciben como existentes. Si se consideran esos seres por separado se tiene una pluralidad de conceptos, porque el concepto de Dios no es el mismo que el concepto de la criatura. En tal caso, el término “ser” sería predicado equívocamente, no unívocamente. El equívoco no pertenece a los conceptos, sino a las palabras, es decir, a términos hablados o escritos. Por lo que respecta al concepto, cuando concebimos una pluralidad de seres tenemos un concepto o varios conceptos. Si una palabra corresponde a un concepto, se utiliza unívocamente; si corresponde a varios conceptos, se utiliza equívocamente. No queda, pues, lugar para la analogía, ni en el caso de los conceptos ni en el de los términos hablados o escritos. “No hay una predicación analógica, a diferencia de la predicación unívoca, equívoca y denominativa”. En realidad, como la predicación denominativa (es decir, connotativa) es reducible a predicación unívoca o predicación equívoca, hay que decir que la predicación tiene que ser o unívoca o equívoca.

Pero, aunque Dios puede de algún modo ser concebido, ¿puede demostrarse filosóficamente que existe? Dios es ciertamente el objeto más perfecto del entendimiento humano, la suprema realidad inteligible; pero es indudable que no es el primer objeto del entendimiento humano en el sentido de objeto primeramente conocido. El objeto primario de la mente humana es la cosa material o naturaleza dotada de cuerpo. Nosotros no poseemos una intuición natural de la esencia divina ; y la proposición de que Dios existe no es una proposición evidente por sí misma por lo que a nosotros respecta. Si imaginamos a alguien que goza de la visión de Dios y formula la proposición “Dios existe”, su enunciado parece ser el mismo que el enunciado “Dios existe” formulado por alguien que, en esta vida, no goza de la Visión de Dios. Pero aunque los dos enunciados sean verbalmente idénticos, los términos o conceptos son realmente diferentes; y en el segundo caso la proposición no es evidente por sí misma. Todo conocimiento natural de Dios debe, pues, derivarse de la reflexión sobre las criaturas. Pero, ¿podemos llegar a conocer a Dios a partir de las criaturas? Y, en caso afirmativo, ¿es tal conocimiento un conocimiento cierto?

Dada la posición general de Ockham a propósito del tema de la causalidad, difícilmente podría esperarse que dijese que la existencia de Dios puede ser probada con certeza. Porque si solamente podemos saber que una cosa tiene una causa, y no podemos establecer con certeza de otro modo que por la experiencia que la causa de B es A, tampoco podemos establecer con certeza que el mundo es causado por Dios, si es que el término Dios se entiende en su conocido sentido teísta. No es, pues, muy sorprendente encontrar que Ockham critica las pruebas tradicionales en favor de la existencia de Dios. No lo hace así, desde luego, en interés del escepticismo, sino más bien porque pensaba que las pruebas no eran lógicamente concluyentes. Lo cual no quiere decir, claro está, que, dada su actitud, no se sigan de modo natural el escepticismo, el agnosticismo o el fideísmo, según los casos.

Como la autenticidad del Centiloquium theologicum es dudosa, no sería muy apropiado discutir el tratamiento del argumento del primer motor que aparece en dicha obra. Es suficiente decir que el autor se niega a admitir que el principio básico del argumento aristotélico-tomista sea evidente por sí mismo o demostrable. De hecho, hay excepciones a ese principio, ya que un ángel, y también el alma humana, se mueven a sí mismos; y tales excepciones manifiestan que el alegado principio no puede ser un principio necesario, y que no puede servir de base a una prueba estricta de la existencia de Dios, especialmente siendo así que no puede probarse que sea imposible un regreso infinito en la serie de motores. El argumento puede ser un argumento probable, en el sentido de que es más probable que haya un primer motor inmóvil que no que no lo haya; pero no es un argumento apodíctico. Esa crítica sigue la línea ya sugerida por Duns Escoto; y aun cuando la obra en fa que aparece no sea obra de Ockham, la crítica parece estar en armonía con las ideas de éste. Por lo demás, es indudable que Ockham no aceptaba la manifestación via de santo Tomás como un argumento cierto para probar la existencia de Dios y no sólo la existencia de un primer motor en un sentido general. El primer motor podría ser un ángel, o algún ser inferior a Dios, si se entiende por Dios un ser infinito, único y absolutamente supremo.

La prueba basada en la finalidad es también arrojada por la borda. No solamente es imposible probar que el universo esté ordenado a un solo fin, Dios, sino que ni siquiera puede probarse que las cosas individuales operen por fines de un modo que pudiera justificar un argumento que concluyera con certeza en la existencia de Dios. En el caso de las cosas que operan sin conocimiento y voluntad, todo lo que estamos justificados a decir es que operan por una necesidad natural; no tiene sentido alguno decir que operan “para” un fin. Desde luego, si se presupone la existencia de Dios se puede hablar de que las cosas inanimadas operan por fines, es decir, por fines determinados por Dios, que creó sus naturalezas ; pero una proposición basada en la presuposición de la existencia de Dios no puede utilizarse a su vez para probar la existencia de Dios. En cuanto a los agentes dotados de inteligencia y voluntad, la razón de sus acciones voluntarias ha de buscarse en sus propias voluntades; y no puede ponerse de manifiesto que todas las voluntades son movidas por el bien perfecto, Dios. Finalmente, es imposible probar que hay en el universo un orden teleológico inmanente cuya existencia haga necesaria la afirmación de la existencia de Dios. No hay un orden que sea distinto de las naturalezas absolutas mismas; y la única manera en que la existencia de Dios podría probarse sería como causa eficiente de la existencia de las cosas finitas. Pero, ¿es posible hacerlo así?

En el Quodlibet Ockham afirma que hay que detenerse en una primera causa eficiente y no proceder hasta el infinito; pero añade en seguida que dicha causa eficiente podría ser un cuerpo celeste, puesto que “sabemos por experiencia que éste es causa de otras cosas”. Dice explícitamente no sólo que “no puede probarse por la razón natural que Dios es la causa eficiente inmediata de todas las cosas”, sino también que no puede probarse que Dios sea causa eficiente mediata de todos los efectos. Como razón de eso presenta la imposibilidad de probar que exista algo más que las cosas corruptibles. No puede probarse, por ejemplo, que haya en el hombre un alma espiritual e inmortal. Y los cuerpos celestes pueden ser causa de las cosas corruptibles, sin que sea posible probar que los cuerpos celestes, a su vez, sean causados por Dios.

Sin embargo, en el Comentario a las Sentencias, Ockham presenta su propia versión de la prueba basada en la causalidad eficiente. Es mejor, dice, argumentar desde la conservación hasta un conservador que desde la producción a un productor. La razón de tal preferencia es que “es difícil o imposible probar contra los filósofos que no puede haber un regreso infinito en la serie de causas de la misma especie, o que una pueda existir sin la otra”. Por ejemplo, Ockham no cree que pueda probarse estrictamente que un hombre no debe la totalidad de su ser a sus padres, y éstos a los suyos, y así sucesivamente. Si se objeta que, incluso en el caso de una serie infinita de ese tipo, la producción de la serie infinita misma dependería de un ser extrínseco a la serie, Ockham responde que “sería difícil probar que la serie no fuese posible de no haber un ser permanente del que dependiese la serie entera”. Él prefiere, pues, argumentar que una cosa que empieza a ser (es decir, una cosa contingente) es conservada en el ser mientras existe. Podemos entonces preguntarnos si el conservador depende a su vez, para su propia conservación, de otro. Pero en tal caso no podemos proceder al infinito, porque un número infinito actual de conservadores, dice Ockham, es imposible. Puede ser posible admitir un regreso infinito en el caso de seres que existen uno después de otro, puesto que en ese caso no habría una infinitud actualmente existente; pero en el caso de conservadores actuales del mundo, aquí y ahora, un regreso infinito implicaría una infinitud actual. Que una infinitud actual de esa clase es imposible lo manifiestan los argumentos de los filósofos y otros, que son “bastante razonables”

Pero aun cuando puedan aducirse argumentos razonables en favor de la existencia de Dios como primer conservador del mundo, la unicidad de Dios no puede ser demostrada. Puede mostrarse que existe algún último ser conservante en este mundo; pero no podemos excluir la posibilidad de que haya otro mundo u otros mundos, con sus propios seres relativamente primeros. Probar que hay una primera causa eficiente que es más perfecta que sus efectos no es lo mismo que probar la existencia de un ser que es superior a cualquier otro ser, a menos que antes pueda probarse que todo otro ser es efecto de una sola y misma causa. La unicidad de Dios solamente es conocida con certeza por la fe.

Así pues, para contestar a la pregunta de si Ockham admitía alguna prueba filosófica de la existencia de Dios debe hacerse en primer lugar una distinción. Si se entiende por “Dios” el ser absolutamente supremo, perfecto, único e infinito, Ockham creía que su existencia no puede ser estrictamente probada por el filósofo. Si, por el contrario, se entiende por “Dios” la primera causa conservadora de este mundo, sin ningún conocimiento cierto acerca de la naturaleza de esta causa, Ockham pensaba que la existencia de tal ser puede ser filosóficamente probada. Pero, como esa segunda acepción del término “Dios” no es la que usualmente se entiende por el mismo, resulta correcto afirmar, sin mayores detalles, que Ockham no admitía la demostrabilidad de la existencia de Dios. Solamente por la fe conocemos, al menos por lo que respecta al conocimiento cierto, que existe el ser supremo y único en sentido pleno. De ahí parece seguirse, como han dicho los historiadores, que la teología y la filosofía quedan separadas, puesto que no es posible probar la existencia del Dios cuya revelación es aceptada por la fe. Pero no se sigue, ciertamente, que el propio Ockham quisiese separar la filosofía de la teología. Si él criticó las pruebas tradicionales en favor de la existencia de Dios, las criticó desde el punto de vista de un lógico, y no para partir en dos la síntesis tradicional. Además, aunque pueda resultar tentador para un filósofo moderno representarse a Ockham como si éste asignase a las proposiciones teológicas una significación puramente “emocional”, relegando un gran número de proposiciones de la metafísica tradicional a la teología dogmática, eso sería una interpretación inexacta de la posición de aquél. Cuando Ockham decía, por ejemplo, que la teología no es una ciencia, no quería decir que las proposiciones teológicas no son proposiciones informativas ni que ningún silogismo teológico pueda ser una pieza correcta ele razonamiento ; lo que quería decir era que como las premisas de los argumentos teológicos son conocidas por la fe, también las conclusiones caen dentro de la misma esfera, y que como las premisas no son evidentes por sí mismas los argumentos no son demostraciones científicas en el estricto sentido de “demostración científica”. Ockham no negaba que pueda darse un argumento probable en favor de la existencia de Dios. Lo que negaba era que pueda probarse filosóficamente la existencia de Dios como el único ser absolutamente supremo.

Si la existencia de Dios como el ser absolutamente supremo no puede ser estrictamente probada por la razón natural, es obvio que no puede probarse que hay un ser infinito y omnipotente, creador de todas las cosas. Pero puede suscitarse la cuestión de si, dado el concepto de Dios como el ser absolutamente supremo, puede demostrarse que Dios es infinito y omnipotente. La respuesta de Ockham a esa pregunta es que atributos como la omnipotencia, la infinitud, la eternidad o el poder de crear a partir de la nada no puede demostrarse que pertenezcan a la esencia divina. Y dice eso por una razón técnica. Una demostración a priori supone la utilización de un término medio al que el predicado en cuestión pertenece. Pero en el caso de un atributo como la infinitud no puede haber término medio al que pertenezca la infinitud; y, por lo tanto, no puede haber demostración alguna de que Dios es infinito. Puede decirse que conceptos como la infinitud o el poder de crear a partir de la nada puede demostrarse que pertenecen a la esencia divina si se utilizan sus definiciones como términos medios. Por ejemplo, puede argumentarse del siguiente modo. Todo lo que puede producir algo a partir de la nada es capaz de crear. Pero Dios puede producir algo a partir de la nada. Luego, Dios puede crear. Un silogismo de esa especie, dice Ockham, no es lo que se entiende por demostración. Una demostración en sentido propio aumenta nuestro conocimiento; pero el silogismo antes mencionado no aumenta nuestro conocimiento, puesto que la afirmación de que Dios produce o puede producir algo a partir de la nada es precisamente la misma afirmación que la de que Dios crea o puede crear. El silogismo es inútil para el que no conozca el significado del término “crear”; pero el que conoce el significado del término “crear”, sabe que la afirmación de que Dios puede producir algo a partir de la nada es lo mismo que la afirmación de que Dios puede crear. Así pues, la proposición que aparentemente se demuestra se daba ya por supuesta: el argumento contiene el sofisma de petición de principio.

Por otra parte, hay algunos atributos que pueden ser demostrados. Podemos, por ejemplo, argumentar del modo siguiente. Todo ser es bueno. Pero Dios es un ser. Luego, Dios es bueno. En un silogismo de esa clase hay un término medio, un concepto común a Dios y a las criaturas. Pero el término “bueno” tiene aquí que tomarse como un término connotativo, como conno­tando una relación a la voluntad, para que el argumento pueda ser una de­mostración. Porque si el término “bueno” no se toma en sentido connotativo es simplemente sinónimo del término “ser” ; y, en tal caso, el argumento no nos enseñaría nada en absoluto. Nunca puede demostrarse que un atributo pertenece a un sujeto si la conclusión no es dubitabilis, es decir, si no se puede plantear significativamente la cuestión de si el atributo ha de ser predicado del sujeto o no ha de serlo. Pero si el término “bueno” se toma no corno un término connotativo, sino como un sinónimo de “ser”, no podríamos saber que Dios es un ser y plantear significativamente la cuestión de si Dios es bueno. No se necesita, desde luego, que el atributo predicado de un sujeto sea realmente distinto de éste. Ockham rechazaba la doctrina escotista de la distinción formal entre los atributos divinos, y mantenía que entre éstos no hay distinción alguna. Pero nosotros no poseemos una intuición de la esencia divina; y, aunque las realidades representadas por nuestros conceptos de la esencia y de los atributos divinos no son distintas, podemos argumentar de un concepto a otro siempre que haya un término medio. En el caso de conceptos comunes a Dios y a las criaturas, hay ese término medio que se necesita.

Pero en nuestro conocimiento de la naturaleza de Dios, ¿qué es precisamente lo que constituye el término de nuestra cognición ? Nosotros no gozamos de conocimiento intuitivo de Dios, que está más allá del alcance del entendimiento humano dejado a sus propios medios. Ni tampoco puede haber un conocimiento natural abstractivo de Dios según es Éste en Sí mismo, puesto que nos es imposible tener por nuestra potencia natural un conocimiento abstractivo de algo en sí mismo sin un conocimiento intuitivo de esa cosa. De ahí se sigue, pues, que en nuestro estado natural nos es imposible conocer a Dios de tal modo que la esencia divina sea el término inmediato y único del acto de conocer. En segundo lugar, no podemos, en nuestro estado natural, concebir a Dios en un concepto simple, adecuado solamente a Él. Porque “ninguna cosa puede sernos conocida mediante nuestras potencias naturales en un concepto simple adecuado, a menos que la cosa sea conocida en sí misma. Porque de no ser así podríamos decir que el color puede ser conocido en un concepto adecuado por un hombre ciego de nacimiento”. Pero, en tercer lugar, Dios puede ser concebido por nosotros en conceptos connotativos y en conceptos que son comunes a Dios y a las criaturas, como el de ser. Puesto que Dios es un ser simple, sin distinción interna alguna salvo la que hay entre las Personas divinas, los conceptos quidditativos adecuados serían convertibles, y, por lo tanto, no serían conceptos distintos. Si podemos tener de Dios conceptos distintos eso se debe al hecho de que nuestros conceptos no son conceptos quidditativos adecuados de Dios. No son convertibles porque son, o bien conceptos connotativos, corno el concepto de infinitud que connota negativamente lo finito, o bien conceptos comunes a Dios y a las criaturas, como el concepto de sabiduría. El único concepto que corresponde a una sola realidad es el concepto quidditativo adecuado. Un concepto connotativo connota una realidad distinta del sujeto del que se predica; y un concepto común es predicable de otras realidades que aquella de la que se predica. Además, los conceptos comunes que predicamos de Dios son debidos a una reflexión sobre realidades que no son Dios, y las presuponen.

De ahí se sigue una consecuencia importante. Si tenemos, como tenemos, conceptos distintos de Dios, que es un ser simple, nuestro conocimiento conceptual de la naturaleza divina es un conocimiento de conceptos más bien que un conocimiento de Dios tal como Él es. Lo que alcanzamos no es la esencia divina, sino una representación mental de la esencia divina. Podemos formar, es verdad, un concepto compuesto que sólo de Dios es predicable; pero ese concepto es una construcción mental; no podemos tener un concepto simple adecuado a Dios que refleje debidamente la esencia divina. “Ni la esencia divina... ni nada intrínseco a Dios, ni nada que sea realmente Dios, puede ser conocido por nosotros sin que algo distinto de Dios quede comprendido como objeto”. “No podemos conocer en sí mismos ni la unidad de Dios... ni su poder infinito, ni la bondad o perfección divinas; sino que lo que conocemos inmediatamente son conceptos, que no son realmente Dios, sino que los utilizamos en proposiciones para representar a Dios”. Así pues, solamente conocemos la naturaleza divina por medio de los conceptos; y esos conceptos, al no ser conceptos quidditativos adecuados, no pueden reemplazar a una aprehensión inmediata de la esencia de Dios. Lo que alcanzamos no es una realidad (quid rei), sino una representación nominal (quid nominis). Eso no es decir que la teología no sea verdadera o que sus proposiciones carezcan de significado; pero sí es decir que el teólogo queda confinado a la esfera de conceptos y representaciones mentales, y que sus análisis son análisis de conceptos, no de Dios mismo. Imaginar, por ejemplo, como hizo Escoto, que porque concebimos atributos divinos en conceptos distintos esos atributos son formalmente distintos en Dios, es entender torcidamente la naturaleza del razonamiento teológico.

La precedente inadecuada exposición de lo que Ockham dice sobre el tema de nuestro conocimiento de la naturaleza divina corresponde realmente a una exposición de sus ideas teológicas, más que de sus ideas filosóficas. Porque si la existencia de Dios como el ser absolutamente supremo no puede ser firmemente establecida por el filósofo, es obvio que el filósofo no puede darnos un conocimiento cierto de la naturaleza de Dios. Y, según Ockham, tampoco el razonamiento del teólogo puede darnos un conocimiento cierto de la naturaleza de Dios. Dentro de lo que el análisis de conceptos puede dar de sí, un incrédulo puede realizar el mismo análisis realizado por un teólogo creyente. Lo que nos da conocimiento cierto de la verdad de las proposiciones teológicas no es el razonamiento del teólogo como tal, ni sus demostraciones, en la medida en que las demostraciones le son posibles, sino la revelación divina aceptada por la fe. El teólogo puede razonar correctamente a partir de premisas; pero también el incrédulo. Ahora bien, el primero acepta las premisas y las conclusiones por la fe; y sabe que las proposiciones son verdaderas, es decir, que corresponden a la realidad. Pero sabe eso por la fe, y su conocimiento no es, en sentido estricto, “ciencia”. Porque no hay un conocimiento intuitivo que sirva de base al razonamiento. Ockham no intentaba poner en cuestión la verdad de los dogmas teológicos: él se aplicó al examen de la naturaleza del razonamiento teológico y de los conceptos teológicos, y trató sus problemas desde el punto de vista de un lógico. Su nominalismo teológico no fue, para él mismo, equivalente a agnosticismo o escepticismo ; fue más bien, al menos en la intención, el aná­lisis lógico de una teología que él aceptaba.

Pero aunque la discusión ockhamiana de nuestro conocimiento de la naturaleza de Dios pertenece más propiamente a la esfera teológica que a la filosófica, tiene también su puesto en una discusión de la filosofía de Ockham, aunque sólo fuera por la razón de que en ella trata temas que filósofos medievales precedentes habían considerado de competencia del metafísico. Del mismo modo, aunque, a ojos de Ockham, el filósofo como tal difícilmente puede establecer con certeza alguna cosa acerca de las ideas divinas, ese tema había constituido una característica destacada de las metafísicas medievales tradicionales, y el modo de tratarlo Ockham está íntimamente vinculado con sus principios filosóficos generales. Así pues, es deseable decir aquí algo a este propósito.

 

OCKHAM Y LAS IDEAS

 

En primer lugar, no puede haber pluralidad alguna en el entendimiento divino. El entendimiento divino es idéntico a la voluntad divina y a la esencia divina. Podemos hablar acerca de la voluntad divina, el entendimiento divino y la esencia divina; pero la realidad a la que se hace referencia es un ser único y simple. En consecuencia, al hablar de ideas divinas no puede entenderse que se haga referencia a realidades en Dios que sean de algún modo distintas de la esencia divina, ni tampoco distintas entre sí. Si hubiera una distinción sería una distinción real, y no puede admitirse. En segundo lugar, es completamente innecesario, y también desorientador, postular ideas divinas como una especie de factor intermediario en la creación. Aparte del hecho de que si las ideas divinas no son en modo alguno distintas del entendimiento divino, que es a su vez idéntico a la esencia divina, no pueden ser un factor intermediario en la creación, Dios puede conocer a las criaturas y crearlas sin intervención de ninguna “idea”. Ockham deja en claro que, en su opinión, la teoría de las ideas en Dios es simplemente una pieza de antropomorfismo, y, además, que supone una con­fusión entre el quid rei y el quid nominis. Los defensores de la teoría admi­tirían ciertamente que no hay una distinción real ni entre la esencia divina y las ideas divinas, ni entre las ideas mismas, sino que la distinción es una distinción mental; sin embargo, esos pensadores hablan como si la distinción ele ideas en Dios fuese anterior a la producción de las criaturas. Además, postulan en Dios ideas de universales que, de hecho, no corresponden a nin­guna realidad. En resumen, Ockham aplica el principio de economía a la teoría de las ideas divinas, en la medida en que esta teoría implica que hay en Dios ideas que son distintas de las criaturas mismas, tanto si esas ideas se interpretan como relaciones reales, como si se interpretan como relacio­nes mentales. Es innecesario postular tales ideas en Dios para explicar su producción o su conocimiento de las criaturas.

Así pues, puede decirse en cierto sentido que Ockham rechazó la teoría de las ideas divinas. Pero eso no significa que estuviera dispuesto a declarar que san Agustín se equivocó, o que no hay una interpretación aceptable de la teoría. Al contrario, por lo que respecta a la aceptación verbal, debe decirse que Ockham aceptó la teoría. Pero el significado que él asigna a sus propios enunciados ha de ser claramente entendido de modo que no resulte reo de flagrante autocontradicción. Él afirma, por ejemplo, que hay un número infinito de ideas distintas; y tal aserción parece a primera vista estar en patente contradicción con su condena de toda atribución de ideas distintas a Dios.

En primer lugar, el término idea es un término connotativo. Denota directamente la criatura misma; pero connota indirectamente el conocimiento o cognoscente divino. “Y, así, puede ser predicado de la criatura misma que es una idea, pero no del agente cognoscente ni del conocimiento, ya que ni el cognoscente ni el conocimiento son una idea”. Podemos decir, pues, que la criatura misma es una idea. “Las ideas no están en Dios subjetiva y realmente, sino que están en Él sólo objetivamente, es decir, como ciertas cosas que son conocidas por Él, porque las ideas son las cosas mismas que son producibles por Dios” En otras palabras, es perfectamente suficiente con postular por una parte Dios y por otra parte las criaturas; las criaturas, en cuanto conocidas por Dios, son ideas, y no hay otras ideas. La criatura, en cuanto que es conocida por Dios desde la eternidad, puede ser considerada como el patrón o ejemplar de la criatura en cuanto realmente existente. “Las ideas son ciertos modelos (exempla) conocidos; y es con referencia a éstas como el cognoscente puede producir algo en existencia real... Esa descripción no conviene a la esencia divina misma, ni a una relación mental, sino a la criatura misma... La esencia divina no es una idea... (ni es la idea una relación real ni mental) . .. No (es) una relación real, ya que no hay relación real de parte de Dios a las criaturas; y no (es) una relación mental, porque no hay relación mental de Dios a la criatura a la que pueda darse el nombre de idea, y porque una relación mental no puede ser el ejemplar de la criatura, pues un ens rationis no puede ser el ejemplar de un ser real”. Pero, si las criaturas mismas son las ideas, se sigue que “hay ideas distintas de todas las cosas producibles, puesto que las cosas mismas son distintas unas de otras”. Y, así, hay ideas distintas de todas las partes integrantes de las cosas producibles, como la materia y la forma.

Por otra parte, si las ideas son las criaturas mismas, se sigue que las ideas son de cosas individuales, “puesto que solamente las cosas individuales son producibles fuera (de la mente)”. No hay, por ejemplo, ideas divinas de los géneros; porque las ideas divinas son criaturas producibles por Dios y los géneros no pueden ser producidos como existentes reales. Se sigue también que no hay ideas divinas de negaciones, privaciones, del mal, de la culpa y otras parecidas, ya que éstas no son ni pueden ser cosas distintas. Pero, como Dios puede producir una infinidad de criaturas, hemos de decir que hay un número infinito de ideas.

La discusión ockhamiana de la teoría de las ideas divinas ilumina tanto la perspectiva medieval general como la propia mentalidad de Ockham. El respeto por san Agustín en la Edad Media era demasiado grande para que fuese posible que un teólogo se atreviese a rechazar una de sus teorías principales. En consecuencia, encontramos el lenguaje de la teoría conservado y utilizado por Ockham. Éste hablaba de buena gana de ideas distintas, y de esas ideas como modelos o ejemplares de la creación. Por otra parte, valiéndose del principio de economía, y decidido a desembarazarse de todo lo que parecía intermediar entre el Creador omnipotente y la criatura, de modo que gobernase la voluntad divina, Ockham podó la teoría de todo platonismo e identificó las ideas con las criaturas mismas, en tanto que producibles por Dios y conocidas por Él desde la eternidad como producibles. Desde el punto de vista filosófico, Ockham adaptó la teoría a su filosofía general mediante la eliminación de las ideas universales, mientras que desde el punto de vista teológico salvaguardó, a su entender, la omnipotencia divina, y eliminó lo que consideraba que era una contaminación de metafísica griega. (Habiendo identificado las ideas con las criaturas, podía, sin embargo, observar que Platón obró correctamente al no identificar las ideas con Dios ni ponerlas en la mente divina.) Eso no es decir, desde luego, que la utilización por Ockham del lenguaje de la teoría aristotélica fuera insincero. Él postuló la teoría en la medida en que podía entenderse, simplemente en el sentido de que las criaturas son conocidas por Dios, por una de las principales razones tradicionales, a saber, que Dios crea racionalmente y no irracionalmente. Pero, al mismo tiempo, está claro que en manos de Ockham la teoría quedó tan purgada de platonismo que puede considerarse como simplemente rechazada en su forma original. Abelardo, aun rechazando el ultra-realismo, había conservado la teoría de las ideas universales en Dios, en gran medida por respeto a san Agustín; pero Ockham eliminó esas ideas divinas universales. Su versión de la teoría de las ideas es así consecuente con su principio general de que solamente hay existentes individuales, y con su permanente intención de desembarazarse de todos los otros factores de que se pudiera prescindir. Puede decirse, sin duda, que hablar de criaturas producibles en cuanto conocidas por Dios desde la eternidad (“las cosas fueron ideas desde la eternidad; pero no fueron actualmente existentes desde la eternidad”) es admitir la esencia de la teoría de las ideas; y eso es, en efecto, lo que Ockham pensaba, y lo que justificaba, en su opinión, su apelación a san Agustín. Pero quizás es cuestionable que la teoría de Ockham sea enteramente consecuente. Como no quería limitar en modo alguno el poder creador de Dios, tenía que extender la serie de las ideas más allá de la de las cosas realmente producidas por Dios; pero hacer eso era en realidad admitir que las ideas no pueden ser identificadas con las criaturas que han existido, existen o existirán; y admitir eso es acercarse mucho a la teoría tomista, excepto que no se admiten ideas de universales. La conclusión que probablemente debe sacarse no es la de que Ockham hiciese un uso insincero del lenguaje de una teoría que realmente había descartado, sino más bien la de que aceptó sinceramente la teoría, si bien la interpretó de tal modo que se ajustase a su convicción de que solamente los individuos existen o pueden existir, y que los conceptos universales pertenecen al plano del pensamiento humano, y no pueden ser atribuidos a Dios.

Cuando pasa a discutir el conocimiento divino, Ockham muestra una resistencia muy marcada y, en verdad, muy comprensible, a hacer aserciones concernientes a un nivel de conocimiento que queda enteramente fuera del alcance de nuestra experiencia.

Que Dios conoce, aparte de a Sí mismo, todas las demás cosas, no puede demostrarse filosóficamente. Toda prueba tendría que apoyarse principalmente en la causalidad universal de Dios. Pero, aparte de que no puede probarse por medio del principio de causalidad que una causa conoce a su efecto inmediato, tampoco puede probarse filosóficamente que Dios es la causa inmediata de todas las cosas. Pueden presentarse argumentos probables para decir que Dios conoce algunas cosas distintas de Él mismo, pero tales argumentos no son concluyentes. Por otra parte, tampoco puede probarse que Dios nada conozca distinto de Sí mismo; porque no puede probarse que todo acto de conocimiento dependa de su objeto. No obstante, aunque no pueda probarse filosóficamente que Dios es omnisciente, es decir, que no sólo se conoce a Sí mismo, sino también todas las demás cosas, sabemos por fe que es así.

Pero, si Dios conoce todas las cosas, ¿no significa eso que conoce los acontecimientos futuros contingentes, es decir, aquellos acontecimientos cuya realización depende de la voluntad libre? “A esa pregunta digo que debe afirmarse sin duda alguna que Dios conoce todos los acontecimientos futuros contingentes con certeza y evidencia. Pero es imposible que un entendimiento en el estado del nuestro tenga evidencia de ese hecho o del modo en que Dios conoce todos los acontecimientos futuros contingentes”. Aristóteles, dice Ockham, habría dicho que Dios no tiene conocimiento cierto de los acontecimientos futuros contingentes por la siguiente razón. No puede decir­se que sea verdadera proposición alguna que enuncie que un acontecimiento futuro contingente, dependiente de la voluntad libre, sucederá o no sucederá. La proposición de que “o sucederá o no sucederá”, es verdadera; pero no es verdadera ni la proposición de que sucederá ni la de que no sucederá. Y si ninguna de esas proposiciones es verdadera, no puede haber conocimiento de lo enunciado en la una ni en la otra. “A pesar de esta razón, sin embargo, debemos sostener que Dios conoce evidentemente todos los futuros contingentes. Pero el modo (en que Dios los conoce) no puedo explicarlo”. Pero Ockham pasa a decir que Dios no conoce los acontecimientos futuros contingentes como presentes a Él, ni tampoco por medio de ideas en tanto que medios de conocimiento, sino por la esencia divina misma, aunque tal cosa no puede probarse filosóficamente. Del mismo modo, en el Tractatus de praedestinatione et de praescientia Dei et de futuris contingentibus, Ockham afirma: “Digo, pues, que es imposible expresar claramente el modo en que Dios conoce los acontecimientos futuros contingentes. Sin embargo, debe decirse que Él los conoce, aunque contingentemente”. Al decir que Dios conoce los hechos futuros contingentes “contingentemente”, Ockham quiere decir que Dios los conoce como contingentes, y que su conocimiento no los hace necesarios. Más adelante sugiere que “la esencia divina es conocimiento intuitivo que es tan perfecto y tan claro que es en sí mismo conocimiento evidente de todos los acontecimientos pasados y futuros, de modo que conoce qué parte de una contradicción será verdadera y qué parte será falsa”.

Así, Ockham afirma que Dios no solamente conoce que yo, por ejemplo, elegiré mañana salir a pasear o, por el contrario, quedarme en casa y leer; Dios conoce qué alternativa es verdadera y cuál es falsa. Semejante afirmación es de las que no pueden ser filosóficamente probadas: es un punto teológico. En cuanto al modo del conocimiento de Dios, Ockham no ofrece sugerencia alguna, aparte de decir que la esencia divina es tal que Dios conoce los hechos futuros contingentes. No recurre al expediente de decir que Dios sabe qué parte de una proposición disyuntiva relativa a un acontecimiento futuro contingente es verdadera porque Él la determina a ser verdadera. Ockham admite muy sensatamente que no puede explicar cómo conoce Dios los acontecimientos futuros contingentes. Debemos observar, sin embargo, que Ockham está convencido de que una de las dos partes de una proposición disyuntiva referente a uno de esos acontecimientos es verdadera, y cine Dios sabe que es verdadera. Eso es lo que importa desde el punto de vista puramente filosófico : la relación del conocimiento divino de los acontecimientos futuros contingentes al tema de la predestinación no nos interesa aquí. Es importante dicho hecho porque manifiesta que Ockham no admitía excepción alguna al principio de tercero excluido. Algunos filósofos del siglo XIV admitieron esa excepción. Para Pedro Aureoli, como hemos visto, las proposiciones que afirman o niegan que un determinado acontecimiento contingente sucederá en el futuro no son ni verdaderas ni falsas. Pedro Aureoli no negaba que Dios conoce los acontecimientos futuros contingentes; pero mantenía que como el conocimiento de Dios no mira hacia adelante, por así decirlo, al futuro, no hace verdadero o falso un enunciado positivo o negativo concerniente a un determinado acto libre futuro. Puede decirse, pues, que admitía un caso de lógica “trivalente”, aunque, desde luego, sería un anacronismo presentarlo como si hubiera elaborado una lógica de ese tipo. Pero éste no es el caso de Guillermo de Ockham, el cual no admitía proposiciones que no fueran verdaderas ni falsas, y rechazó los argumentos empleados por Aristóteles para mostrar que las hay, aunque en sus obras se encuentran un par de pasajes que, a primera vista, parecen compartir el punto de vista aristotélico. Además, en la Summa totius logicae Ockham afirma explícitamente, en oposición a Aristóteles, que las proposiciones acerca de acontecimientos futuros contingentes son o verdaderas o falsas. Igualmente, en el Quodlibet mantiene que Dios puede revelar el conocimiento ele proposiciones afirmativas concernientes a acontecimientos futuros contingentes, porque tales proposiciones son verdaderas. Dios hizo revelaciones de ese tipo a los profetas, aunque de qué manera precisa lo hizo “no lo sé, porque no me ha sido revelado”. No puede decirse, pues, que Ockham admitiese una excepción al principio de tercero excluido. Y por no admitir tal excepción no se enfrentó con el problema de reconciliar aquella admisión con la omnisciencia divina.

Si los términos voluntad, entendimiento y esencia se entienden en un sentido absoluto, son sinónimos. “Si un nombre fuera utilizado para significar precisamente la esencia divina y nada más, sin ninguna connotación de otra cosa cualquiera, y, semejantemente, si un nombre se utilizara para significar de la misma manera la voluntad divina, esos nombres serían simplemente sinónimos; y todo lo que se predicase del uno podría ser predicado del otro”. En consecuencia, si los términos esencia y voluntad se toman en sentido absoluto, hay las mismas razones para decir que la voluntad divina es la causa de todas las cosas o que la esencia divina es la causa de todas las cosas; el significado de ambas proposiciones sería equivalente. Pero, tanto si hablamos de la esencia divina como si preferimos hablar de la voluntad divina, Dios es la causa inmediata de todas las cosas, aunque eso no puede ser filosóficamente demostrado. La voluntad divina (o la esencia divina) es la causa inmediata de todas las cosas en el sentido de que sin la causalidad divina no se seguiría efecto alguno, aun cuando todas las demás condiciones y disposiciones estuviesen presentes. Además, el poder de Dios es ilimitado, en el sentido de que Dios puede hacer todo cuanto es posible. Pero decir que Dios no puede hacer lo que es intrínsecamente imposible no es limitar el poder de Dios; porque no tiene sentido hablar de que se haga algo intrínsecamente imposible. Ahora bien, Dios puede producir cualquier efecto posible, incluso sin una causa secundaria. Por ejemplo, Dios podría producir en el ser humano un acto de odio a Él y si Dios hiciera tal cosa, Dios no pecaría. Que Dios puede producir todos los efectos posibles incluso sin el concurso de una causa secundaria es algo que no puede ser probado por el filósofo, pero que, a pesar de ello, debe ser creído.

La omnipotencia divina no puede, pues, probarse filosóficamente. Pero una vez supuesta como artículo de fe, el mundo aparece a una luz especial. Todas las relaciones empíricas, es decir, todas las secuencias regulares, se ven como contingentes, no solamente en el sentido de que las relaciones causales están sujetas a verificación experiencial y no son materia a deducir a priori, sino también en el sentido de que un agente externo, a saber, Dios, puede siempre producir B sin emplear A como causa secundaria. Desde luego, en todos los sistemas de pensamiento medieval la uniformidad y regularidad de los procesos naturales se vio como contingente, ya que todos los pensadores cristianos admitían la posibilidad de intervención milagrosa de Dios. Pero la metafísica de esencias había conferido a la Naturaleza una relativa estabilidad de la que Ockham la privó. Ockham redujo realmente las relaciones y conexiones en la naturaleza a la coexistencia o existencia sucesiva de absolutos. Y a la luz de la omnipotencia divina, creída por fe, la contingencia de las relaciones y del orden de la naturaleza se vio como la expresión de la voluntad todopoderosa de Dios. El concepto ockhamista de naturaleza, tomado por separado de su trasfondo teológico, puede ser visto razonablemente como una etapa en el camino hacia una concepción científica de la naturaleza, a través de la eliminación de la metafísica; pero el trasfondo teológico no era para el propio Ockham un simple añadido sin importancia. Al contrario, el pensamiento de la omnipotencia y libertad divina empapó, explícita o implícitamente, todo su sistema; en el capítulo siguiente veremos el influjo de aquellas convicciones en la teoría moral de Ockham.

Lo mismo que las pruebas tradicionales de la existencia de Dios fueron criticadas por Ockham, éste criticó también cierto número de pruebas propuestas por sus antecesores en el campo de la psicología. Los hombres experimentamos actos de entendimiento y voluntad; pero no hay ninguna razón que obligue a atribuir esos actos a una forma inmaterial o alma. Experimentamos dichos actos corno actos de la forma del cuerpo; y, por lo que respecta a nuestra experiencia, parece razonable concluir que son actos de una forma extensa y corpórea. “Si se entiende por alma intelectiva una forma inmaterial e incorruptible que está totalmente en el todo y totalmente en cada parte (del cuerpo), no puede conocerse de modo evidente, ni por la argumentación ni por la experiencia, que haya en nosotros tal forma, o que la actividad de entender pertenezca a una substancia de ese tipo en nosotros, o que un alma de ese tipo sea la forma del cuerpo. No me interesa lo que Aristóteles pudiera pensar acerca de ello, porque me parece que habla siempre ele una manera ambigua. Pero mantenemos esas tres cosas solamente por fe”. Según Ockham, pues, no experimentamos la presencia en nosotros de una forma inmaterial e incorruptible, ni tampoco puede probarse que los actos de entendimiento que experimentamos sean actos de una forma así. Y aunque pudiésemos probar que los actos de entendimiento que experimentamos fueran los actos de una substancia inmaterial, de ahí no se seguiría que esa substancia fuese la forma del cuerpo. Y si ni el razonamiento filosófico ni la experiencia pueden mostrar que poseemos almas inmateriales e incorruptibles, es evidente que no puede probarse que esas almas son creadas directamente por Dios. Ockham no dice, por supuesto, que no poseamos almas inmortales; lo que dice es que no podemos probar que las poseemos. Esa es una verdad revelada, que se conoce por la fe.

Pero aunque Ockham aceptase por fe la existencia de una forma inmaterial e incorruptible en el hombre, no estaba dispuesto a decir que esa forma informa directamente a la materia. La función de la materia es la de soporte de una forma; y está claro que la materia del cuerpo humano posee una forma. Pero la corruptibilidad del cuerpo humano muestra que no es una forma incorruptible la que informa directamente a la materia. “Digo que se debe postular en el hombre otra forma además del alma intelectiva, a saber, una forma sensitiva, sobre la que un agente natural puede actuar por vía de corrupción y producción”. Esa forma o alma sensitiva es distinta del alma intelectiva del hombre, y, a menos que Dios decida lo contrario, perece con el cuerpo. Hay solamente una forma sensitiva en un animal o en un hombre; pero es extensa de modo que una parte del alma sensitiva perfecciona a una parte de la materia, mientras que otra parte de aquélla perfecciona a otra parte de ésta . Así la parte del alma sensitiva que perfecciona al órgano de la vista es la facultad de ver, mientras que la parte que perfecciona al órgano del oído es la facultad de oír. En este sentido, podemos hablar de potencias sensitivas que son realmente distintas unas de otras; porque las disposiciones accidentales que se requieren necesariamente para el acto de ver son realmente distintas de las disposiciones que se requieren necesariamente para el acto de oír. Eso está claro por la experiencia de que alguien puede perder la potencia de ver, por ejemplo, sin perder la potencia de oír. Pero si por potencia entendemos formas que sean los principios productores de los diversos actos de sensación, no hay necesidad alguna de postular potencias realmente distintas que correspondan a los diversos órganos de los sentidos: podemos aplicar el principio de economía. El único principio es la misma alma o forma sensitiva, que se extiende por todo el cuerpo y opera a través de los diferentes órganos de los sentidos

En un lugar Ockham habla del modo siguiente. “Según la opinión que yo considero verdadera, hay en el hombre varias formas substanciales, al menos una forma de corporeidad y el alma intelectiva” . En otro lugar dice que aunque es difícil probar que haya o no varias formas substanciales en el hombre, “está probado [que las hay] del modo siguiente, al menos con respecto al alma intelectiva y el alma sensitiva, que son distintas en el hombre”. Su observación acerca de la dificultad de la prueba se explica en el Quodlibet, donde dice que es difícil probar que las almas sensitiva e intelectiva son distintas en el hombre, porque no puede probarse a partir de proposiciones evidentes por sí mismas. Pero eso no le impide pasar a presentar argumentos basados en la experiencia, como el de que podemos desear una cosa con el apetito sensitivo, mientras que al mismo tiempo nos apartamos de ella con la voluntad racional. En cuanto al hecho de que en un lugar parece insistir en el alma intelectiva y la forma de corporeidad, mientras que en otro lugar parece insistir en la presencia en el hombre de almas intelectiva y sensitiva, la inconsecuencia parece explicable en términos de uno y otro contexto. En todo caso, Ockham mantenía claramente la existencia en el hombre de tres formas distintas. Él dice no solamente que el alma intelectiva y el alma sensitiva son distintas en el hombre, sino también que el alma sensitiva y la forma de corporeidad son realmente distintas tanto en los hombres como en los brutos. Al mantener la existencia de una forma de corporeidad en el hombre, Ockham continuaba, sin duda, la tradición franciscana; y propone el argumento teológico tradicional de que la forma de corporeidad tiene que ser postulada para explicar la identidad numérica del cuerpo muerto de Cristo con su cuerpo viviente, aunque también presenta otros argumentos.

Al decir que hay en el hombre una forma de corporeidad y al mantener que el alma intelectiva no informa directamente la materia prima, Ockham continuaba, pues, directamente una posición tradicional, en favor de la cual rechazó la de santo Tomás de Aquino. Además, aunque él mantenía la doctrina de la pluralidad de formas substanciales, no negó que el hombre, tomado en su totalidad, fuese una unidad. “Hay solamente un ser total del hombre, pero varios seres parciales”. Tampoco negó que el alma intelectiva fuese la forma del cuerpo, aunque no creía que tal cosa pudiera probarse filosóficamente. De ahí que haya poca razón para decir que Ockham contradijese la doctrina del concilio de Vienne (1311), puesto que dicho concilio no afirmó que el alma racional o intelectiva informase directamente la materia prima. La mayoría de los propios miembros de aquel concilio sostenían la doctrina de la forma de corporeidad ; y cuando declararon que el alma racional infor­ma al cuerpo directamente no zanjaron en modo alguno la cuestión de si el cuerpo que es informado por el alma racional está o no constituido como cuerpo por su propia forma de corporeidad. Por otra parte, está claro que el concilio había tratado de defender la unidad del hombre contra las implicaciones de las teorías psicológicas de Olivi; y es dudoso que la doctrina de Ockham satisfaga esa exigencia. Debe recordarse que para Ockham una distinción real significa una distinción entre cosas que pueden ser separaras, al menos por el poder divino. Ockham rechazaba la doctrina escotista de la distinción formal objetiva, es decir, de una distinción objetiva entre diferentes “formalidades” de una misma cosa, que no pueden ser separadas unas de otras. Al discutir la cuestión de si el alma sensitiva y el alma intelectiva son realmente distintas en el hombre, Ockham observa que el alma sensitiva de Cristo, aunque siempre unida a la Divinidad, permaneció donde Dios quiso durante el tiempo que medió entre la muerte de Cristo y su resurrección. “Pero que permaneciese con el cuerpo o con el alma intelectiva, solamente Dios lo sabe; sin embargo, es bien posible decir ambas cosas”. Pero si la forma sensitiva es realmente separable de la forma racional del hombre. y de su cuerpo, es difícil ver cómo puede conservarse la unidad del hombre. Es verdad, indudablemente, que todos los pensadores cristianos medievales admitirían que el alma racional es separable del cuerpo; evidentemente, no habrían podido negar tal cosa. Y podría argüirse que la afirmación de la separabilidad del alma sensitiva de la intelectiva no menoscaba la unidad del hombre más de lo que ésta pueda ser menoscabada por la afirmación de que el alma intelectiva es separable del cuerpo. No obstante, tenemos derecho a decir al menos que la doctrina de Ockham de la distinción real entre las almas sensitiva y racional en el hombre dificulta la salvaguarda de la unidad del hombre, más de lo que la dificulta la doctrina escotista de la distinción formal. Ockham prescindió, desde luego, de la distinción formal de Escoto en nombre del principio de economía, y apoyó su propia teoría de la distinción real entre las almas sensitiva y racional apelando a la experiencia. En realidad, Escoto mantuvo la distinción formal por razones similares; pero, al parecer, él reconoció mejor que Ockham la unidad fundamental de la vida sensitiva e intelectiva del hombre. En ciertos aspectos parece haber sido menos influido por Aristóteles que Ockham, el cual consideraba la posibilidad de que el alma racional estuviese unida al cuerpo más como un motor que como una forma, aunque, como hemos visto, aceptaba por la fe la doctrina de que el alma intelectiva es la forma del cuerpo.

Aunque Ockham afirmase la existencia en el hombre de una pluralidad de formas, realmente distintas entre sí, no estaba dispuesto a admitir una distinción real entre las facultades de una forma dada. Ya hemos visto que se negó a admitir que el alma sensitiva posea potencias realmente distintas del alma misma, o las unas de las otras, a menos que por potencias se entienda simplemente disposiciones accidentales en los diversos órganos de los sentidos. También se negó a admitir que el alma o forma racional posea facultades realmente distintas de la misma alma racional, o las unas de las otras. El alma racional es inextensa y espiritual, y no puede tener partes ni facultades ontológicamente distintas. Lo que se llama el entendimiento es simplemente el alma racional que entiende, y lo que llamamos voluntad es simplemente el alma que quiere. El alma racional produce actos; y la potencia o facultad intelectiva “no significa solamente la esencia del alma, sino que connota el acto de entendimiento. Y semejantemente en el caso de la voluntad”. Entendimiento y voluntad son pues, en cierto sentido, realmente distintos, a saber, si tomamos esos nombres como términos connotativos; porque un acto de entendimiento es realmente distinto de un acto de querer. Pero si nos referimos a aquello que produce los actos, entendimiento y voluntad no son realmente distintos. El principio de economía tiene aplicación en la eliminación de principios o facultades realmente distintos. Hay una sola alma racional, que puede producir actos diferentes. En cuanto a la existencia de un entendimiento activo distinto del entendimiento pasivo, no hay razón que obligue a aceptarla. La formación de los conceptos universales, por ejemplo, puede explicarse sin postular una actividad del entendimiento. No obstante, Ockham está dispuesto a aceptar el entendimiento activo en razón de la autoridad “de los santos y de los filósofos”, a pesar del hecho de que se puede responder a los argumentos presentados en su favor, y que, en todo caso, los argumentos que pueden presentarse no son más que probables.

Al afirmar una pluralidad de formas substanciales en el hombre, y al negar al mismo tiempo que el entendimiento y la voluntad sean facultades realmente distintas; Ockham se mantuvo fiel a dos rasgos de la tradición franciscana. Pero la doctrina de la pluralidad de formas substanciales en el hombre llevaba consigo tradicionalmente la aceptación de la forma de corporeidad además del alma humana una; no una ruptura, por decirlo así, del alma en formas distintas en el sentido ockhamista de distinción. El que Ockham sustituyese la distinción formal objetiva de Escoto por una distinción real que suponía separabilidad era poco compatible con la afirmación de la unidad del ser humano. No obstante, al discutir la personalidad humana, Ockham insistió en esa unidad. La persona es un suppositum intellectuale, definición que vale tanto en el caso de las personas creadas como en el de las increadas. Un suppositum es “un ser completo, incomunicable por identidad, incapaz de inherir en algo, y no soportado (sustentatum) por algo”. Las palabras un “ser completo” excluyen de la clase de los supposita todas las partes, esenciales o integrantes, mientras que las palabras “incomunicable por identidad” excluyen la esencia divina, que, aunque un ser completo, es “comunicada por identidad” a las Personas divinas. La frase “incapaz de inherir en algo” excluye los accidentes, mientras que no soportado (o asumido) por algo, excluye la naturaleza humana de Cristo, que fue asumida por la segunda Persona, y, en consecuencia, no es ella misma persona. En el Comentario a las Sentencias, Ockham define “persona” como “una naturaleza intelectual y completa que no es ni sustentada por otra cosa ni capaz, como parte, de formar con otra cosa un ser”. En el caso de las tres Personas divinas, cada suppositum intellectuale o Persona está constituido por la esencia divina y una relación.

Así pues, la persona humana es el ser total del hombre, no el alma o forma racional solamente. Es en virtud de la forma racional que el ser humano es un suppositum intellectuale, a diferencia de cualquier otra clase de suppositum; pero es todo el hombre, no la forma racional por sí sola, lo que constituye la persona humana. En consecuencia, Ockham mantiene, con santo Tomás, que el alma humana en estado de separación del cuerpo después de la muerte no es una persona.

 

OCKHAM Y LA LIBERTAD

 

Una de las características principales de una criatura racional es la libertad. La libertad es el poder “por el cual yo puedo indiferente y contingentemente producir un efecto de tal modo que puedo causar o no causar ese efecto, sin que resulte diferencia alguna en aquel poder”. Que poseamos ese poder no puede probarse por un razonamiento a priori, pero “puede ser conocido, sin embargo, evidentemente, por la experiencia, es decir, por el hecho de que todo hombre experimenta que, por mucho que su razón le dicte algo, su voluntad puede quererlo o no quererlo”. Además, el hecho de que censuremos o alabemos a las personas, es decir, que les imputemos responsabilidad por sus acciones, manifiesta que aceptamos la libertad como una realidad. “Ningún acto es culpable a menos que esté en nuestro poder. Porque nadie culpa a un hombre ciego de nacimiento, ya que es ciego por el sentido (caccus sensu); pero si es ciego por su propio acto, entonces es culpable”.

Según Ockham, la voluntad es libre de querer o no querer la felicidad, el fin último; no ha de quererlo necesariamente. Eso está claro con respecto al fin último considerado en concreto, es decir, Dios. “Ningún objeto que no sea Dios puede satisfacer a la voluntad, porque ningún acto que sea dirigido a algo distinto de Dios excluye toda ansiedad y tristeza. Porque, cualquier objeto creado que sea poseído, la voluntad puede desear alguna otra cosa con ansiedad y tristeza”. Pero que el goce de la esencia divina nos sea posible no puede ser probado filosóficamente; es un artículo de fe. Entonces, si no sabemos si el goce de Dios es posible, no podemos quererlo. E incluso si por la fe sabemos que es posible, aún podemos quererlo o no quererlo, como sabemos claramente por la experiencia. Lo que es más, no queremos necesariamente ni siquiera la felicidad perfecta en general. Porque el entendimiento puede creer que la felicidad perfecta no es posible para el hombre, y que la única condición posible para nosotros es aquella en la que actualmente nos encontramos. Pero si el entendimiento puede creer que la felicidad perfecta es imposible, puede dictar a la voluntad que no debería querer algo que es imposible e incompatible con la realidad de la vida humana. Y, en tal caso, la voluntad puede no querer lo que el entendimiento le dice que no debe querer. El juicio del entendimiento es, ciertamente, erróneo; pero, aunque “la voluntad no se conforma necesariamente al juicio de la razón, puede conformarse al mismo, sea recto o erróneo”.

Al subrayar la libertad de la voluntad frente al juicio del entendimiento, Ockham se mantenía en la tradición común de los filósofos franciscanos. Pero puede observarse que su modo de ver la libertad de la voluntad incluso en lo concerniente al querer de la felicidad en general (beatitudo in communi) se adaptaba de la mejor manera a su teoría ética. Si la voluntad es libre de querer o no querer la felicidad, sería sumamente difícil analizar la bondad de los actos humanos en términos de relación a un fin necesariamente deseado. Y, de hecho, la teoría ética de Ockham tuvo, como en seguida veremos, un marcado carácter autoritario.

No podía esperarse otra cosa sino que Ockham insistiría en que la voluntad es libre de producir un acto contrario a aquel al que el apetito sensitivo se inclina fuertemente. Pero admitió, desde luego, la existencia de hábitos e inclinaciones en el apetito sensitivo y en la voluntad. Hay alguna dificultad, dice, en explicar cómo se forman los hábitos en una potencia libre como la voluntad, a consecuencia de actos repetidos del apetito sensitivo; pero es un hecho de experiencia que se forman. “Es difícil dar la causa por la que la voluntad está más inclinada a no querer un objeto que causa dolor al apetito sensitivo”. La causa no puede encontrarse en la orden del entendimiento, porque el entendimiento podría igualmente decir que la voluntad debería querer el objeto o que no debería quererlo. Pero “es obvio, mediante la experiencia, que aunque el entendimiento diga que debe sufrirse la muerte por el bien del Estado, la voluntad está, por decirlo así, naturalmente inclinada a lo contrario” Por otra parte, no podemos decir simplemente que la causa de la inclinación de la voluntad es el placer del apetito sensitivo. Porque “por intenso que sea el placer en el apetito sensitivo, la voluntad puede, en virtud de su libertad, querer lo opuesto”. “Y así, digo que no parece haber otra causa de la inclinación natural de la voluntad excepto que tal es la naturaleza de la cosa; y ese hecho llega a sernos conocido por la experiencia”. En otras palabras, es un hecho cierto de experiencia que la voluntad está inclinada a seguir al apetito sensitivo; pero es difícil dar una satisfactoria explicación teorética de ese hecho, aunque eso no altera la naturaleza del hecho. Si nos abandonamos al apetito sensitivo en una determinada dirección, se forma un hábito, y ese hábito tiene su reflejo en lo que podemos llamar un hábito de la voluntad, hábito que incrementa su fuerza si la voluntad no reacciona suficientemente contra el apetito sensitivo. Por otra parte, la voluntad no pierde el poder de obrar contra el hábito y la inclinación, aun cuando sea con dificultad, porque la voluntad es esencialmente libre. Un acto humano nunca puede ser atribuido simplemente al hábito y la inclinación ; porque es posible a la voluntad decidir de una manera contraria al hábito y la inclinación.

Una voluntad libre creada está sujeta a obligación moral. Dios no está, ni puede estar, bajo obligación alguna; pero el hombre depende enteramente de Dios, y, en sus actos libres, esa dependencia se expresa en forma de obligación moral. El hombre está moralmente obligado a querer lo que Dios le ordena querer, y a no querer lo que Dios le ordena no querer. El fundamento ontológico del orden moral es, pues, la dependencia en que el hombre está con respecto a Dios, como la criatura está en dependencia con respecto a su Creador. Y el contenido de la ley moral es proporcionado por el precepto divino. “El mal no es otra cosa que hacer algo cuando se está bajo la obligación de hacer lo opuesto. La obligación no pesa sobre Dios, puesto que Éste no está bajo ninguna obligación de hacer algo”.

Esa personal concepción de la ley moral estaba íntimamente relacionada con la insistencia de Ockham en la omnipotencia y libertad divinas. Una vez que esas verdades se aceptan como verdades reveladas, todo el orden creado, incluida la ley moral, es visto por Ockham como enteramente contingente, en el sentido de que no sólo su existencia sino también su esencia y carácter dependen de la voluntad creadora y omnipotente de Dios. Habiéndose desembarazado de toda idea universal de hombre en la mente divina, Ockham pudo eliminar la idea de una ley natural que fuera inmutable en esencia. Para santo Tomás el hombre era, sin duda, contingente, en el sentido de que su existencia depende de la libre decisión de Dios; pero Dios no podría crear la particular especie de ser a la que llamamos hombre e imponerle preceptos que no tuviesen en cuenta su contenido. Y, aunque él consideraba, por razo­nes exegéticas relacionadas con las Escrituras, que Dios puede dispensar de ciertos preceptos de la ley natural, Escoto estaba fundamentalmente de acuer­do con santo Tomás. Hay actos que son intrínsecamente malos y que son prohibidos porque son malos; no son malos simplemente porque están prohibidos. Para Ockham, en cambio, la voluntad divina es la norma última de moralidad: la ley moral se fundamenta en la libre decisión divina más que en la esencia divina. Además, Ockham no vaciló en extraer las consecuencias lógicas de esa posición. Dios concurre, como creador y conservador universal, a todo acto, incluso a un acto de odio a Dios. Pero Dios puede también causar, como causa total, el mismo acto al que concurre como causa parcial. “Así, Él puede ser la causa total de un acto de odio a Dios, y eso sin ninguna malicia moral”. Dios no está bajo obligación alguna; y, por lo tanto, puede causar en la voluntad humana un acto que sería moralmente malo si el hombre fuese el responsable del mismo. Si el hombre fuese respon­sable de ese acto, cometería pecado, puesto que está obligado a amar a Dios, y no a odiarle; pero la obligación, que es el resultado de la imposición divina, no puede afectar a Dios mismo. “Por el hecho mismo de que Dios quiere algo, es bueno que ese algo se haga .. Por lo tanto, si Dios causase el odio a Él en la voluntad de alguien, es decir, si Dios fuese la causa total de ese acto, ni pecaría aquel hombre ni pecaría Dios; porque Dios no está bajo obligación alguna y el hombre no está (en tal caso) obligado, porque el acto no estaría en su propio poder”. Dios puede hacer todo y ordenar todo lo que no implica contradicción lógica. Así pues, como, según Ockham, no hay repugnancia natural y formal entre amar a Dios y amar a una criatura de un modo que haya sido prohibido por Dios, Dios podría ordenar la fornicación. Entre amar a Dios y amar a una criatura de una manera que es ilícita, no hay más que repugnancia extrínseca, a saber, la repugnancia que resulta del hecho de que Dios ha prohibido ese modo de amar a una criatura. De ahí que si Dios ordenase la fornicación, ésta sería no solamente lícita, sino meritoria. Odiar a Dios, robar, cometer adulterio, son cosas prohibidas por Dios; pero podrían ser ordenadas por Dios; y, si lo fueran, serían actos meritorios. Nadie puede decir que Ockham estuviese falto de valor para sacar las consecuencias lógicas de su personal teoría ética.

Huelga decir que Ockham no trataba de sugerir que el adulterio, la for­nicación, el robo y el odio a Dios sean actos legítimos en el orden moral presente; aún menos trataba de animar a que se cometiesen actos semejantes. Su tesis era que tales actos son indebidos porque Dios los ha prohibido y su intención era subrayar la omnipotencia y libertad divinas, no promover la inmoralidad. Él se valía de la distinción entre el poder absoluto (potentia absoluta) de Dios, por el que Éste podría haber establecido prohibiciones opuestas a las que de hecho ha establecido, y la potentia ordinata de Dios, por la cual Éste ha establecido realmente un determinado código moral. Pero Ockham explicaba tal distinción de modo que dejaba en claro no solamente que Dios podía haber establecido otro orden moral, sino que en cualquier momento podría ordenar lo que actualmente ha prohibido. No tiene, pues, sentido alguno que se busque para la ley moral una razón más última que el simple fiat divino. La obligación resulta del encuentro de una voluntad libre creada con un precepto externo. En el caso de Dios no podría haber cuestión de un precepto externo. Así pues, Dios no está obligado a ordenar un tipo de actos mejor que su opuesto. El que haya ordenado tal cosa y prohibido tal otra se explica en términos de la libre decisión divina ; y ésa es una razón suficiente.

El elemento autoritarista en la teoría moral de Ockham es, naturalmente, el que ha atraído la máxima atención. Pero hay otro elemento que también debe ser mencionado. Aparte del hecho de que Ockham analiza las virtudes morales en dependencia del análisis aristotélico, hace un frecuente uso del concepto escolástico de la recta razón (recta ratio). La recta razón se describe como la norma, al menos como la norma próxima, de la moralidad. “Puede decirse que toda voluntad recta está en conformidad con la recta razón”. Y, en otro lugar, “ninguna virtud moral, ningún acto virtuoso es posible a menos que esté en conformidad con la recta razón; porque la recta razón está incluida en la definición de virtud en el libro segundo de la Etica”. Además, para que un acto sea virtuoso, no solamente ha de estar de acuerdo con la recta razón, sino que también debe ser hecho porque está de acuerdo con la recta razón. “Ningún acto es perfectamente virtuoso a menos que en ese acto la voluntad quiera lo que está prescrito por la recta razón, porque está prescrito por la recta razón”. Porque si alguien quisiese lo que está prescrito por la recta razón simplemente porque es agradable o por algún otro motivo, sin tener en cuenta su estar prescrito por la recta razón, su acto “no sería virtuoso, puesto que no sería producido en conformidad con la recta razón. Porque producir un acto en conformidad con la recta razón es querer lo que está prescrito por la recta razón por el hecho de que está así prescrito”. Esa insistencia en la motivación no era, por supuesto, un repentino arranque de “puritanismo” de parte de Ockham: Aristóteles había insistido en que para que un acto sea perfectamente virtuoso debe ser hecho por razón de sí mismo, es decir, porque es lo que debe hacerse. Llamamos a un acto justo, dice Aristóteles, si es lo que un hombre justo haría; pero de ahí no se sigue que un hombre sea justo, es decir, que tenga la virtud de la justicia, simplemente porque hace el acto que haría el hombre justo en las mismas circunstancias. Para que él sea justo debería hacerlo como lo haría el hombre justo, y eso incluye el hacerlo por ser lo que debe hacerse.

La recta razón es, pues, la norma de la moralidad. Un hombre puede equivocarse en cuanto a lo que él cree que dicta la recta razón; pero, incluso si se equivoca, está obligado a conformar su voluntad a lo que él cree que está prescrito por la recta razón. En otras palabras, la conciencia debe ser seguida siempre, incluso en el caso de la conciencia errónea. Indudablemente, un hombre puede ser responsable de tener una conciencia errónea; pero también es posible que se encuentre en “ignorancia invencible”, y, en tal caso, no es responsable de su error. En cualquier caso, tiene que seguir lo que de hecho es el juicio de su conciencia. “Una voluntad creada que sigue una conciencia invenciblemente errónea es una voluntad recta; porque la voluntad divina quiere que siga su razón cuando esa razón no es culpable. Si obra contra esa razón (es decir, contra una conciencia invenciblemente errónea), peca...” Un hombre está moralmente obligado a hacer lo que de buena fe cree recto. Esa doctrina, la de que uno está moralmente obligado a seguir la propia conciencia, y la de que seguir una conciencia invenciblemente errónea, lejos de ser un pecado, es un deber, no era una doctrina nueva en la Edad Media; pero Ockham la expresó de un modo claro e inequívoco.

Parece, pues, al menos a primera vista, que nos encontramos frente a dos teorías morales en la filosofía de Ockham. Por una parte está su concepto autoritario de la ley moral. De tal concepción parece que debería seguirse que solamente puede haber un código moral revelado. Porque ¿de qué otro modo que por la revelación podría conocer el hombre un código moral que depende enteramente de la libre decisión divina La deducción racional no nos permitiría ese conocimiento. Pero por otra parte está la insistencia de Ockham en la recta razón, que parece implicar que la razón puede discernir lo que es debido y lo que es indebido. La concepción autoritaria de la moralidad expresa la convicción de Ockham a propósito de la omnipotencia y libertad de Dios tal como aparecen en la revelación cristiana, mientras que su insistencia en la recta razón parece representar la influencia en su pensamiento de la doctrina ética de Aristóteles y de las teorías morales de sus predecesores medievales. Puede parecer, pues, que Ockham presenta un tipo de teoría ética en su condición de teólogo y otro tipo distinto en su condición de filósofo. Y así ha podido mantenerse que Ockham, a pesar de su concepción autoritaria de la ley moral, promovió el desarrollo de una teoría moral “laica”, representada por su insistencia en la razón como norma de moralidad y en el deber que uno tiene de hacer lo que de buena fe cree que debe hacer.

Creo que es difícil negar que hay alguna verdad en la pretensión de que en la doctrina ética de Ockham están implícitas dos teorías morales. Ockham construyó sobre la infraestructura de la tradición cristiano-aristotélica, y retuvo una buena parte de ésta, como es patente en lo que dice sobre las virtudes, la recta razón, los derechos naturales, etc. Pero añadió a esa infraestructura una superestructura que consistía en una concepción ultra-personal de la ley moral; y, al parecer, no advirtió plenamente que la adición de esa superestructura exigía una reconstrucción de la infraestructura más radical que la que en realidad efectuó. Su personal concepción de la ley moral no carecía de precedentes en el pensamiento cristiano. Pero el caso es que en los siglos XII y XIII se había elaborado una teoría moral en íntima conexión con la metafísica y que excluía todo modo de ver la ley moral como dependiendo pura y simplemente de la voluntad divina. Al conservar buena parte de la teoría moral anterior al mismo tiempo que formulaba una interpretación autoritarista de la ley moral, Ockham se enredaba inevitablemente en dificultades. Como otros pensadores cristianos medievales, él aceptaba, desde luego, la existencia de un orden moral actual; y en su discusión de temas tales como la función de la razón o la existencia de derechos naturales implicaba que la razón puede discernir los preceptos, al menos los fundamentales, de la ley moral realmente vigente. Al mismo tiempo insistía en que el orden moral realmente vigente es debido a la decisión divina, en el sentido de que Dios podía haber establecido un orden moral diferente e, incluso ahora, ordenar al hombre hacer algo contrario a la ley moral por Él establecida. Pero, si el orden moral presente depende simple y únicamente de la decisión divina, ¿cómo podríamos saber cuál sea ésta, a no ser por la Revelación? No parece que pueda haber así otra cosa que una ética revelada. Pero tampoco parece que Ockham afirmase tal cosa: más bien pensó, al parecer, que los hombres, sin la Revelación, son capaces de discernir en algún sentido la ley moral. En tal caso, es presumible que puedan discernir un código de prudencia o una serie de imperativos hipotéticos. Los hombres podrían ver, sin necesidad de revelación, que ciertos actos concuerdan con la naturaleza y con la sociedad humanas, mientras que otros actos son nocivos; pero no podrían discernir una ley natural inmutable, ni tampoco podrían saber, sin revelación, si los actos que creían justos eran realmente los actos ordenados por Dios. Si la razón no puede probar de una manera concluyente la existencia de Dios, es obvio que no puede probar que Dios ha ordenado tal cosa y no tal otra. Así pues, si dejamos al margen la teología de Ockham, parece que nos quedamos con una moral no-metafísica y no-teológica, cuyos preceptos no pueden ser conocidos como preceptos necesarios o inmutables. Tal vez deba verse ahí la razón de la insistencia de Ockham en que se siga el dictamen de la conciencia, incluso de la conciencia errónea. Abandonado a sí mismo, es decir, sin ayuda de la revelación, el hombre podría acaso ela­borar una ética de tipo aristotélico; pero no podría discernir una ley natural del tipo considerado por santo Tomás de Aquino, ya que ésta queda excluida por la concepción autoritarista de la ley moral, unida al nominalismo de Ockham. Así pues, en ese sentido puede estar justificada la afirmación de que en la doctrina de Ockham hay implícitas dos morales, a saber, una autoritarista y otra laica o no-teológica.

Pero una cosa es decir que ambos sistemas éticos están implícitos en la doctrina moral de Ockham, y otra distinta sugerir que él tuviese la intención de promover una ética divorciada de la teología. Se podría decir con mucho mayor justicia que Ockham intentó precisamente lo contrario; porque es evidente que él consideraba que sus predecesores habían oscurecido las doctrinas de la omnipotencia y la libertad divinas con sus teorías de una ley natural inmutable. Si de lo que se trata es de interpretar la mente del propio Ockham, está claro que lo que ha de subrayarse es el lado personal de su teoría moral. Basta con dirigir la mirada a un pasaje como el siguiente, en el que dice que la razón por la que un acto contrario al dictado de la conciencia es un acto indebido es que “se produciría en contra del precepto y de la voluntad divina que quiere que un acto se produzca en conformidad con la recta razón”. En otras palabras, la razón última y suficiente por la que debemos seguir el dictamen de la conciencia o la recta razón es que Dios quiere que lo hagamos así. El autoritarismo tiene la última palabra. En otro lugar habla Ockham de un acto que es “intrínseca y necesariamente virtuoso stante ordinatione divina”, y, en la misma sección, dice que “en el orden presente ningún acto es perfectamente virtuoso a menos que sea producido en conformidad con la recta razón”. Tales observaciones son reveladoras. Un acto necesariamente virtuoso no lo es sino de un modo relativo, es decir, si Dios ha decretado que sea virtuoso. Dado el orden instituido por Dios, se sigue lógicamente que ciertos actos son buenos y otros son malos; pero el orden mismo depende de la libre decisión divina. Posee una cierta estabilidad, y Ockham no imaginaba que Dios esté constantemente variando sus órdenes, por así decirlo; pero insiste en que aquella estabilidad no es absoluta.

Podemos, pues, resumir la posición de Ockham aproximadamente en las líneas siguientes. El ser humano, como un ser creado libre que depende enteramente de Dios, está moralmente obligado a conformar su voluntad a la voluntad divina con respecto a aquello que Dios manda o prohíbe. Absolutamente hablando, Dios podría mandar o prohibir cualquier acto, siempre que no supusiera una contradicción. De hecho, Dios ha establecido una determinada ley moral. Como ser racional, el hombre puede ver que debe obedecer esa ley. Pero puede no saber qué ha mandado Dios; y, en tal caso, está obligado a hacer lo que honradamente cree que está de acuerdo con los mandamientos de Dios. Obrar de otro modo sería obrar en contra de lo que se cree que es el mandato divino; y eso sería pecar. No está claro lo que Ockham pensaba de la situación moral del hombre que no tiene conocimiento de la revelación, o ni siquiera conocimiento de la existencia de Dios. Ockham parece implicar que la razón puede discernir algo del orden moral presente; pero, si tal era su pensamiento, es difícil ver cómo puede conciliarse esa idea con su concepción autoritarista de la moralidad. Si la ley moral depende simplemente de la decisión divina, ¿cómo puede ser conocido su contenido, aparte de la revelación? Y si su contenido puede ser conocido aparte de su revelación, ¿cómo puede depender simplemente de la decisión Divina? Parece que el único modo de escapar de esa dificultad es decir que lo que podemos conocer aparte de la revelación es simplemente un código provisional de moralidad, basado en consideraciones no-teológicas. Pero yo no me decidiría a afirmar que Ockham tuviese en realidad en la mente, de una manera clara, esa idea, que implicaría la posibilidad de una ética puramente filosófica y de segundo orden, a diferencia de la ética obligatoria e impuesta por Dios. Ockham pensaba en términos del código ético comúnmente admitido por los cristianos, aunque afirmaba que éste dependía de la libre decisión divina. Es muy probable que no reconociese con claridad las dificultades resultantes de su concepción autoritarista.

 

OCKHAM Y LOS PODERES DEL MUNDO

 

Sería un error suponer que Ockham fuese un filósofo político en el sentido de un hombre que reflexiona sistemáticamente sobre la naturaleza ele la sociedad política, la soberanía y el gobierno. Las obras políticas de Ockham no fueron escritas para proporcionar una teoría política abstracta; fueron inmediatamente ocasionadas por disputas contemporáneas en que estuvo envuelta la Santa Sede, y la finalidad inmediata de Ockham fue la de oponerse y denunciar lo que le parecía una agresión papal y un absolutismo injustificado. Él se interesó por las relaciones entre el papa y el emperador, o entre el papa y los miembros de la Iglesia, más que por la sociedad política o el gobierno político como tales. Ockham compartía el respeto por la ley y las costumbres y el disgusto por el absolutismo arbitrario y caprichoso que eran características comunes de los filósofos y teólogos medievales: sería equivocado suponer que se propuso revolucionar la sociedad medieval. Es verdad, sin duda, que Ockham se vio llevado a una afirmación de principios generales sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado y sobre el gobierno político; pero lo hizo principalmente en el curso de controversias sobre concretos y específicos puntos en disputa. Por ejemplo, publicó su Opus hacia el año 1332, en defensa de la actitud de Miguel de Cesena en la disputa sobre la pobreza evangélica. El papa Juan XXII había condenado como herética una doctrina sobre la pobreza evangélica defendida por muchos franciscanos, y había desposeído a Miguel de su puesto de general de la orden franciscana. Contraataques de Miguel (el cual, junto con Bonagratia de Bérgamo y Guillermo de Ockham, había buscado refugio en la corte del emperador Luis de Baviera) provocaron la bula pontificia Qitia vir reprobus (1329), en la que las doctrinas de Miguel eran de nuevo censuradas y se reprendía a los franciscanos por osar publicar folletos en los que se cri­ticaban manifestaciones del papa. Ockham replicó sometiendo la bula a un cuidadoso análisis y a una crítica punzante en su Opus nonaginta dierunt. Dicha publicación fue ocasionada, pues, no por una consideración puramente teorética de la posición de la Santa Sede, sino por una disputa concreta, la relativa a la pobreza evangélica; no fue compuesta por un filósofo político en horas de fría reflexión, sino por un contendiente en una disputa acalorada. Ockham criticaba las manifestaciones papales como a su vez heréticas, y pudo referirse a la errónea opinión de Juan XXII a propósito de la visión beatífica. Es decir, que Ockham escribió aquella obra ante todo como un teólogo.

Pero aunque Ockham escribiese su Opus nonaginra dierunt con la específica finalidad de defender a sus colegas franciscanos contra la condena papal, y aunque consagrase gran parte de su atención a descubrir herejías y errores en las declaraciones del papa, discutió la cuestión de la pobreza del modo que podía esperarse de un filósofo, de un hombre acostumbrado al razonamiento estricto y cuidadoso. El resultado es que en aquella obra se pueden encontrar ideas generales de Ockham, por ejemplo, sobre el derecho de propied.ad, aunque debe confesarse que no es fácil decidir exactamente cuáles de las opiniones discutidas son las suyas propias, ya que escribió de un modo mucho más refrenado e impersonal de lo que podría esperarse en un escritor polémico comprometido en una controversia acalorada.

El hombre tiene un derecho natural a la propiedad. Dios dio al hombre el poder de disponer de los bienes de la tierra del modo dictado por la recta razón, y, desde la Caída, la recta razón muestra que la apropiación personal de bienes temporales es necesaria. El derecho a la propiedad privada es, pues, un derecho natural, querido por Dios, y, como tal, es inviolable, en el sentido de que nadie puede ser despojado de su derecho por un poder terrenal. El Estado puede regular el ejercicio del derecho de propiedad privada, por ejemplo, el modo en que la propiedad se transfiere en la sociedad; pero no puede privar a los hombres de su derecho contra su voluntad. Ockham no niega que un criminal, por ejemplo, puede ser privado legítimamente de la libertad para adquirir y poseer propiedad; pero el derecho de propiedad, insiste, es un derecho natural que no depende en su esencia de las convenciones positivas de la sociedad ; y sin que haya falta de su parte, o alguna otra causa razonable, un hombre no puede ser privado a la fuerza del ejercicio de su derecho, ni aun menos del derecho mismo.

Ockham habla del derecho (ius) como un poder legítimo (potestas licita), un poder en conformidad con la recta razón, y distingue los poderes legítimos que son anteriores a las convenciones humanas de aquellos que dependen de la convención humana. El derecho de propiedad privada es un poder legítimo que es anterior a la convención humana, puesto que la recta razón dicta la institución de la propiedad privada como un remedio para la condición moral del hombre después de la Caída. Puesto que está permitido al hombre poseer propiedad, y hacer uso de ella, y resistir a quien trate de arrebatársela, el hombre tiene derecho a la propiedad privada, porque aquel permiso (licentia) procede de la ley natural. Pero no todos los derechos naturales son de la misma clase. Hay, en primer lugar, derechos naturales que son válidos hasta que se hace una convención en contrario. Por ejemplo, el pueblo romano, según Ockham, tiene derecho a elegir su obispo, a consecuencia del hecho de que tiene la obligación de tener un obispo. Pero el pueblo romano puede ceder su derecho de elección a los cardenales, aunque podría volver a ejercitarlo si por alguna razón la elección por los cardenales se hiciese imposible o impracticable. Los derechos naturales condicionales de ese tipo son ejemplos de lo que Ockham llama derechos que dimanan de la ley natural entendida en el tercer sentido. En segundo lugar, hay derechos naturales que tenían validez en el estado de la humanidad anterior a la Caída, aunque derecho natural en ese sentido significa simplemente la consecuencia de una perfección que existió una vez y que ya no existe; está condicionado a un cierto estado de perfección humana. En tercer lugar, hay derechos que participan de la inmutabilidad de los preceptos morales, y el derecho a la propiedad privada es uno de ellos. En el Breviloquium Ockham declara que “el mencionado poder de apropiarse cosas temporales cae bajo un precepto y se reconoce como perteneciente a la esfera de la moralidad”.

Pero aún se necesita otra distinción. Hay algunos derechos naturales en el sentido que hemos expuesto en tercer lugar (el primus modus de Ockham) que están tan vinculados al imperativo moral que nadie está autorizado a renunciarlos, ya que la renuncia al derecho equivaldría a un pecado contra la ley moral. Así, todo el mundo tiene el derecho de conservar su propia vida, y pecaría contra la ley moral quien se privase voluntariamente de comida hasta morir. Pero si el hombre está obligado a conservar su vida, tiene el derecho de hacerlo así, un derecho al que no puede renunciar. Ahora bien, el derecho a la propiedad privada no es de esa clase. Es, ciertamente, un precepto de la recta razón que los bienes temporales pueden ser apropiados y poseídos por los hombres; pero no es necesario para el cumplimiento de ese precepto que cada individuo ejercite el derecho a la propiedad privada, y un hombre puede, por una causa justa y razonable, renunciar a todos sus derechos a la posesión de propiedad. El punto principal que Ockham desea dejar en claro aquí es que la renuncia tiene que ser voluntaria, y que, cuando es voluntaria, es legítima.

El papa Juan XXII había mantenido que la distinción entre usar meramente de las cosas temporales y tener el derecho de usarlas era irreal. Su principio era que “quien, sin un derecho, utiliza algo, lo utiliza injustamente”. Ahora bien, los franciscanos admitían estar autorizados a utilizar cosas temporales, como los alimentos o el vestido. Así pues, habían de tener un derecho sobre las mismas, un derecho a utilizarlas, y era irreal pretender que la Santa Sede poseyese todas esas cosas sin que los franciscanos tuviesen derecho alguno. A eso se contestó que es perfectamente posible renunciar al derecho a la propiedad y al mismo tiempo utilizar legítimamente aquellas cosas a cuya posesión se había renunciado. Los franciscanos renunciaban a todos los derechos de propiedad, incluso al derecho de uso: no eran como arrendatarios que, sin poseer un campo, tienen el derecho a utilizarlo y a disfrutar de sus frutos, sino que simplemente disfrutaban de un uso precario de las cosas temporales sobre las que no tenían ninguna clase de derecho de propiedad. Hay que distinguir, dice Ockham, entre el usus iuris, que es el derecho de utilizar cosas temporales sin el derecho sobre su substancia, y el usus facti, que procede de un mero permiso para utilizar las cosas de otro, un permiso que es revocable en cualquier momento. El papa había dicho que los franciscanos no podían utilizar legítimamente, por ejemplo, la comida, sin tener al mismo tiempo un derecho a hacerlo, es decir, sin poseer el usus iuris ; pero eso no es verdad, dice Ockham; los franciscanos no tienen el usus iuris, sino solamente el usus facti; tienen el mero uso de las cosas temporales. El mero permiso para utilizarlas no les confiere un derecho a esa utilización, porque aquel permiso es siempre revocable. Los franciscanos son usuarii simplices en sentido estricto; su utilización de cosas temporales es permitida o tolerada por la Santa Sede, la cual posee tanto el dominium perfectuus como el dominium utile (o, en frase de Ockham, el usys iuris) sobre dichas cosas. Han renunciado a toda clase de derechos de propiedad, y ésa es una verdadera pobreza evangélica, según el ejemplo de Cristo y de los apóstoles, que ni individualmente ni en común poseyeron ninguna cosa temporal (una opinión que Juan XXII declaró herética).

En sí misma, la disputa relativa a la pobreza evangélica no concierne a la historia de la filosofía; pero ha sido mencionada para mostrar cómo la preocupación de Ockham por una disputa concreta le condujo a una investigación sobre los derechos en general y el derecho de propiedad en particular. Su principal conclusión fue que el derecho a la propiedad privada es un derecho natural, pero que es un derecho al que el hombre puede renunciar voluntariamente, con una renuncia que puede llegar a incluir el derecho de uso. Desde el punto de vista filosófico el principal interés de la discusión se encuentra en el hecho de que Ockham insistió en la validez de algunos derechos naturales que son anteriores a las convenciones humanas, lo cual tiene una especial importancia precisamente porque el mismo Ockham hizo depender la ley natural de la voluntad divina. Puede parecer una burda inconsecuencia que se diga por una parte que la ley natural depende de la voluntad divina y, por otra parte, que hay ciertos derechos naturales que participan en la fijeza de la ley natural, y cuando Ockham afirma, como lo hace, que la ley natural es inmutable y absoluta parece poner de relieve la auto-contradicción. Es verdad que, cuando Ockham afirma que la ley natural depende de la voluntad divina, se refiere principalmente a la posibilidad de que Dios hubiese creado un orden moral diferente del que de hecho ha creado, y, si sólo se tratase de eso, la autocontradicción podría evitarse con sólo decir que la ley moral es absoluta e inalterable en el orden presente. Pero Ockham quería decir algo más de eso; él entendía que Dios puede dispensar de la ley natural, u ordenar actos contrarios a la ley natural, aun después de instituido el presente orden moral. Quizá la idea de que la ley moral depende de la voluntad divina es más evidente en el Comentario a las Sentencias que en las obras políticas de Ockham, y la idea de inmutabilidad de la ley moral es más evidente en las obras políticas que en el Comentario a las Sentencias : pero la primera idea no aparece solamente en el Comentario, sino también en las obras políticas. Por ejemplo, en el Dialogus dice Ockham que no puede haber excepción alguna de los preceptos de la ley natural en sentido estricto, “a menos que Dios exceptúe especialmente a alguien”. Lo más que puede decirse, pues, en defensa de la consecuencia lógica de Ockham, es que, para éste, la ley natural es inalterable, dado el orden presente creado por Dios, y a menos que Dios intervenga para alterarlo en un caso particular. Como puro filósofo, Ockham habla ocasionalmente como si hubie­se derechos humanos y leyes morales absolutas; pero, como teólogo, estaba decidido a mantener la omnipotencia divina según él la entendía; y como él era a la vez filósofo y teólogo no le fue nada fácil reconciliar el carácter absoluto de la ley moral con su interpretación de la omnipotencia divina, una omnipotencia conocida por la revelación pero indemostrable por el filósofo.

La disputa sobre la pobreza evangélica no fue la única en la que se comprometió Ockham; también intervino en una disputa entre la Santa Sede y el emperador. En 1323 el papa Juan XXII pretendió tomar parte en una elección imperial, manteniendo que era necesaria la confirmación pontificia, y cuando fue elegido Luis de Baviera el papa denunció la elección. Pero en 1328 Luis se había coronado en Roma, después de lo cual declaró que el papa de Avignon estaba desposeído y designó a Nicolás V. (Dicho antipapa, sin embargo, tuvo que someterse en 1330, cuando Luis había partido hacia Alemania.) La disputa entre papa y emperador se prolongó más allá de la muerte ele Juan XXII (1334), a través del pontificado de Benedicto XII y hasta el de Clemente VI, durante el cual murió Ockham en 1349.

El punto central de esa doctrina era la independencia del emperador respecto de la Santa Sede; pero la controversia tenía, sin duela, una importancia mayor que la correspondiente a la cuestión de si la elección imperial requería o no la confirmación pontificia; inevitablemente quedaba implicado el tema más general de la adecuada relación entre Iglesia y Estado. Además, se suscitó también la cuestión de la debida relación del soberano a sus súbditos, primeramente en lo concerniente a la posición del papa en la Iglesia. En aquella controversia Ockham defendió firmemente la independencia del Estado en relación a la Iglesia, y atacó fuertemente el absolutismo papal dentro de la Iglesia misma. Su más importante obra política es el Dialogus, cuya primera parte fue compuesta durante el pontificado de Juan XXII. El De Potestate et iuribus romani imperii, escrito en 1338, durante el pontificado de Benedicto XII, fue más tarde incorporado al Dialogus, como segundo tratado de la tercera parte. El primer tratado de la tercera parte, el De potestate papae et cleri, fue escrito con el propósito de disociar a su autor de Marsilio de Padua, y fue provocado por el Defensor minor de éste. Su última obra De pontificum et imperatorum potestate, fue una diatriba contra el papado de Aviñón. Otras obras polémicas incluyen el Compendium errorum papae, una temprana publicación que resume las quejas de Ockham contra Juan XXII, y el An princeps pro suo succursu, scilicet guerrae, possit recipere bona ecclesiarum, etiam invito papa, que tal vez fue escrito entre agosto del 1338 y finales del 1339, con el propósito de mostrar que Eduardo III de Inglaterra estaba justificado al tomar subsidios de los clérigos, aun en contra de los deseos o normas pontificias, en su guerra contra los franceses.

Para atender en primer lugar a la controversia acerca de las relaciones entre Iglesia y Estado, podemos observar que en su mayor parte el pensamiento de Ockham se movió dentro de la antigua perspectiva política medieval. En otras palabras, Ockham dio poca importancia a la relación de1 monarca nacional al emperador, y se interesó más por las relaciones particulares entre papa y emperador que por las relaciones entre Iglesia y Estado en general. Dada su posición como refugiado en la corte de Luis de Baviera no podía esperarse otra cosa, aunque, desde luego, es verdad que no pudo discutir el tema inmediato que le interesaba personalmente sin extender su atención al tema más amplio y general. Y, si se considera la polémica de Ockham desde el punto de vista de su influencia y en relación con el desarrollo histórico de Europa, puede decirse que aquélla afectaba realmente a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, ya que la posición del emperador en relación a un monarca nacional como el rey de Inglaterra no era mucho más que una cierta preeminencia de honor.

Al mantener una clara distinción entre los poderes espiritual y temporal, Ockham no estaba proponiendo, por supuesto, una teoría revolucionaria. Él insistió en que la cabeza suprema en la esfera espiritual, a saber, el papa, no es la fuente del poder y la autoridad imperial, y también en que la confirmación pontificia no es necesaria para dar validez a una elección imperial. Si el papa se atribuye a sí mismo, o trata de asumir poder en la esfera temporal, está invadiendo un territorio sobre el cual no tiene jurisdicción alguna. La autoridad del emperador no deriva del papa, sino de su elección, en la que los electores ocupan el lugar del pueblo. No puede haber la menor duda de que Ockham veía el poder político como derivado de Dios a través del pueblo, ya fuera inmediatamente, en el caso de que el pueblo eligiese directamente un soberano, ya fuera mediatamente, si el pueblo había acordado, explícita o implícitamente, algún otro medio de transmitir la autoridad política. El Estado necesita un gobierno, y el pueblo no puede por menos de escoger un soberano de una u otra especie, sea emperador, rey o magistrados; pero en ningún caso la autoridad deriva del poder espiritual ni depende de éste. Que Ockham no trató de negar el poder supremo del papa en materias temporales con la sola intención de aplicar dicha negación en favor del emperador, es algo suficientemente claro, como puede verse, por ejemplo, en el An princeps pro sito succursu : todos los soberanos legítimos disfrutan de una autoridad que no deriva del papa.

Pero, como ya hemos visto, si Ockham sostuvo la independencia de los príncipes temporales respecto de la Iglesia, en lo relativo a los asuntos temporales, no rechazó la autoridad temporal del Papado con la intención de apoyar el absolutismo político. Todos los hombres nacen libres, en el sentido de que tienen un derecho a la libertad, y, aunque el principio de autoridad, como el principio de propiedad privada, pertenece a la ley natural, todos los hombres gozan de un derecho natural a elegir a sus gobernantes. El método de elegir un gobernante y transmitir la autoridad de un gobernante a su sucesor depende de la ley humana, y evidentemente es innecesario que sean elegidos todos los sucesivos gobernantes; pero la libertad fundamental del hombre para elegir y conceder la autoridad temporal es un derecho que ningún poder de la tierra puede arrebatarle. La comunidad puede, sin duda, por su propia voluntad, establecer una monarquía hereditaria; pero en ese caso se somete voluntariamente al monarca y sus sucesores legítimos, y si el monarca traiciona su confianza y abusa de su autoridad, la comunidad puede afirmar su libertad deponiéndole. “Después que todo el mundo consintió espontáneamente el dominio e imperio de los romanos, dicho imperio fue un imperio verdadero, justo y bueno”; su legitimidad descansaba en la libre aceptación de parte de sus súbditos. Nadie puede ponerse por encima de la comunidad. excepto por la decisión y consentimiento de ésta; cada pueblo y cada Estado tiene derecho a elegir su cabeza si así lo quiere. Si hubiese algún pueblo sin gobernante para los asuntos temporales, el papa no tendría ni el derecho ni el poder de designar gobernantes para dicho pueblo si éste deseaba designar su propio gobernante o gobernantes.

Esos dos importantes puntos, a saber, la independencia del poder temporal y la libertad del pueblo para establecer su propia forma de gobierno en caso de ser ésa su voluntad, no eran en sí mismos novedades. La idea de las dos espadas, por ejemplo, representaba la perspectiva medieval común, y cuando Ockham protestaba contra la tendencia de ciertos papas a arrogarse la posición y derechos de monarcas temporales universales, no hacía sino expresar la convicción de la mayoría de los pensadores medievales de que las esferas espiritual y temporal deben ser claramente distinguidas. Igualmente, todos los grandes teólogos y filósofos medievales creyeron en algún sentido en derechos naturales, y habrían rechazado la idea de que el príncipe posea un poder absoluto e ilimitado. Los medievales sentían respeto por la ley y las costumbres, y no sentían el menor gusto por el poder arbitrario ; y la idea de que los gobernantes deben gobernar dentro de la estructura general de la ley expresaba la perspectiva general de la Edad Media. Es difícil decir exactamente cómo vio santo Tomás el problema de la derivación de la autoridad del soberano; pero indudablemente pensaba que dicha autoridad era limitada, puesto que tenía un propósito bien delimitado, y que los súbditos no están obligados a someterse a un gobierno tiránico. Santo Tomás reconoció que algunos gobiernos derivaban o podían derivar su autoridad inmediatamente del pueblo (últimamente, de Dios); y aun cuando no hay indicaciones claras de que considerase que todo gobierno ha de derivar necesariamente su autoridad de esa manera, mantuvo que puede haber una resistencia a la tiranía que esté justificada y no equivalga a sedición. Un gobernante tiene que satisfacer una confianza, y si no la satisface, sino que abusa de ella, la comunidad tiene derecho a desposeerle. Hay, pues, buenas razones para decir, como se ha dicho, que por lo que respecta a la aversión al poder arbitrario y por lo que respecta a la insistencia en la ley, los principios de Ockham no difieren substancialmente de los de santo Tomás.

Sin embargo, aun cuando la insistencia de Ockham en la distinción de los poderes espiritual y temporal y en los derechos fundamentales de los súbditos en una comunidad política no fuese nueva ni, menos aún, revolucionaria, si aquella insistencia se considera como expresión de principios abstractos, no debemos, en cambio, sacar la conclusión de que el modo en que Ockham condujo su controversia con el papado no fuese parte de un movimiento general que puede ser llamado revolucionario. Porque la disputa entre Luis de Baviera y el Pontificado fue un incidente en un movimiento general del que la disputa entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII había sido un síntoma anterior; y la dirección de dicho movimiento, si la consideramos desde el .punto de vista del desarrollo histórico concreto, era hacia la completa independencia del Estado respecto de la Iglesia, incluso en materias espirituales. Es posible que el pensamiento de Ockham se moviese dentro de las antiguas categorías de pontificado e imperio, pero la consolidación gradual de los Estados nacionales centralizados conducía a la ruptura del equilibrio entre los dos poderes y a la aparición de una conciencia política que encontraría parcial expresión en la Reforma. Además, la hostilidad de Ockham hacia el absolutismo papal, incluso dentro de la esfera espiritual, vista a la luz de sus observaciones generales sobre la relación de los súbditos con sus gobernantes, había de tener también implicaciones en la esfera del pensamiento político. Pienso ahora en las ideas de Ockham sobre la posición del papa dentro de la Iglesia, aunque vale la pena advertir que, aunque las ideas ockhamistas sobre el gobierno de la Iglesia afectaban a la esfera eclesiástica y anunciaban el movimiento conciliar que sería ocasionado poco después por el Gran Cisma (1378-1417), aquellas ideas eran también parte del movimiento más amplio que acabó en la desintegración de la cristiandad medieval.

Es enteramente innecesario decir más que unas pocas palabras sobre el tema de la polémica de Ockham contra la posición del papa dentro de la Iglesia, ya que dicho tema corresponde a la historia de la Iglesia, y no a la de la filosofía; pero, como ya hemos dicho, las implicaciones de aquellas ideas hacen deseable que se diga algo acerca de las mismas. La tesis principal de Ockham era que el absolutismo papal dentro de la Iglesia estaba injustificado, que iba en detrimento del bien de la cristiandad, y que debía ser frenado y limitado. El medio que Ockham sugirió para limitar el poder papal fue el establecimiento de un concilio general. Posiblemente apoyándose en su experiencia y conocimiento de las constituciones de las órdenes mendicantes, concibió la idea de que corporaciones religiosas como las parroquias, los capítulos y los monasterios, mandasen representantes elegidos a sínodos provinciales. Esos sínodos elegirían representantes para el concilio general, el cual incluiría laicos y no solamente clérigos. Debe advertirse que Ockham no consideró el concilio general como un órgano para hacer declaraciones doctrinales infalibles, aun cuando pensó que sería más probable el acierto de un concilio así que el del papa por sí solo. Ockham consideró más bien el concilio como una limitación y un freno al absolutismo papal: lo que le interesaba era la política eclesiástica, la constitucionalización del Papado, más bien que cuestiones puramente teológicas. No negó que el papa fuera el sucesor de san Pedro y el vicario de Cristo, ni deseaba, en principio, destruir el gobierno pontificio de la Iglesia; pero le parecía que el Papado de Aviñón no era apto para gobernar sin decisivos frenos y limitaciones Es indudable que sostuvo opiniones heterodoxas ; pero lo que motivó que hiciese esas sugerencias fue el deseo de combatir el ejercicio de un poder ilimitado y arbitrario, y por eso sus ideas sobre la constitucionalización del pontificado tuvieron implicaciones en la esfera política, si bien sus ideas, vistas en relación con el futuro inmediato, han de considerarse como heraldos del movimiento conciliar.

 

 

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